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María del Mar Durán Rodríguez Un viaje de ida y vuelta

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guezEstela, una joven doctorada española, comienza su

andadura profesional como docente en una universi-

dad privada de Portugal. Diferentes hechos, presididos

por las luchas de poder, llevarán a la protagonista a

vivir una serie de acontecimientos inesperados, más

allá de la rutina de sus viajes y de su trabajo, mientras

intenta adaptarse a la cultura de ese nuevo país sin

perder su identidad.

María del Mar Durán Rodríguez nació en Ferrol en 1971. Doctora en Psicopeda-gogía por la Universidad de A Coruña.

En el año 2002 obtiene el premio al mejor trabajo de investigación presentado por un único autor menor de 35 años otorga-do por la International Association of People-Environment Studies.

En 2003 se traslada a Portugal donde comienza su carrera docente universita-ria. Desde el año 2007 es profesora de Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad de Santiago de Compostela.

Es coautora de varios libros, capítulos de libro y artículos científicos publicados en editoriales y revistas especializadas de reconocido prestigio internacional.

Ha dado cursos y conferencias en diferentes universidades de España y Portugal, así como en la Université René-Descartes-París (Francia), Univer-sity of Surrey (Reino Unido) y en la Universidad Católica del Uruguay.

María del Mar Durán Rodríguez

Un viajede ida y vuelta

ISBN 978-84-945744-8-1

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Un Viaje de ida y VUelta

María del Mar dUrán rodrígUez

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1.ª edición: Santiago de Compostela, noviembre de 2016

© Andavira Editora, S. L., 2016 Vía de Édison, 33-35 (Polígono del Tambre) 15890 Santiago de Compostela (A Coruña) www.andavira.com · [email protected]

© M. Mar DuránFoto de la cubierta: M. Mar Durán, Zósimo López Jiménez y Mauro Rodríguez.

Diseño de cubierta: Dixital 21, S. L.Maquetación: Tórculo Comunicación Gráfica, S. A.Impresión y encuadernación: Tórculo Comunicación Gráfica, S. A.

Impreso en España · Printed in Spain

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorpo-ración a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.Andavira, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento editorial por correo electrónico: [email protected].

Depósito legal: C 2025-2016ISBN: 978-84-945744-8-1

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A José Antonio Durán Caneiro y Mª Isabel (Maribel) Rodríguez

Fernández, mis padres, por su tesón, su guía, su comprensión,

su apoyo, su respeto y su cariño.

A José Costa-Deitado, Joaquim Gonçalves (Quim Zé), Cristina

Cunha y Luís Adão da Fonseca. Mi agradecimiento hacia ellos

ha sido la fuente de inspiración principal de esta novela.

A todos los amigos y compañeros que me han acompañado,

apoyado y ayudado a que el arduo camino de la vida se

haya convertido en más accesible y menos escarpado en mi

andadura hacia la estabilidad y la libertad.

A los que son y han sido mis alumnos, responsables de mi

continuo afán de superación.

A todos ellos, ¡GRACIAS!

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I

Era invierno. Las piedras mojadas de la plaza brillaban con la luz

anaranjada de las farolas. Estela estaba sentada en uno de los

bancos de forja que rodeaban la pequeña iglesia de Santa Clara.

Estaba tan cansada que no hizo ningún ademán para alcanzar

el sombrero de agua que tenía en la mochila y protegerse de la

lluvia. Aquella llovizna le recordaba a Galicia, su querida Galicia,

tan lejos y tan cerca en aquel momento de su vida. Sintió frío,

así que decidió volver al hotel. Se cerró bien la gabardina y

comenzó a caminar por las estrechas callejuelas que la llevarían

hasta la ribera del río donde estaba su coche estacionado.

Nada más quitar el freno de mano, sonó el móvil. Una voz de

hombre resonó a través del «manos libres» dentro del habitáculo.

—Hola Estela, ¿dónde estás que no has llegado todavía al

hotel? Vamos a empezar a cenar.

—Hola Costa, estoy llegando. Id comenzando, yo en unos

veinte minutos me uniré a vosotros.

—¿Estás bien? Te noto un poco triste.

—Sólo estoy un poco cansada, ahora nos vemos.

Estela no tenía ganas de cenar. Realmente aquel día no tenía

ganas de nada, ni siquiera de hablar con Costa, uno de sus

grandes amigos en aquella ciudad que la había recibido con más

frialdad de la que ella esperaba. Le llamaban la española, ¿la

española? Ella siempre había oído que gallegos y portugueses

eran primos hermanos por la proximidad geográfica y de

costumbres que les unían. Cuando ella llegó a tierras lusas, hacía

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ya más de cuatro años, no se sentía una forastera, a pesar de

tener que cruzar la frontera dos veces por semana. Sin embargo,

para sus compañeros portugueses ella era una foránea y para

algunos de sus alumnos, una extraña que le quitaba el trabajo

a uno de los suyos. Así, nada más presentarse en los despachos

de la administración de la Universidad, Estela sintió que era

una emigrante más en un país que tenía mucho menos que ver

con ella en mentalidad y costumbres de lo que inicialmente

pensaba.

Estacionó en el pequeño aparcamiento del hotel y entró

directamente en el comedor donde la esperaban sus compañeros.

—¡Buenas noches chicos, qué aproveche!

—Has llegado muy tarde Estela, el comedor ya está cerrado

—apuntó Emilio cortando un gran trozo de pollo con

cierta torpeza, a pesar de su ensayado refinamiento.

—No importa, no tengo mucha hambre.

—¿Qué no tienes hambre? Nunca he visto a una mujer tan

delgada que coma tanto como tu. Tienes que comer

algo —dijo Costa con cierta preocupación.

—No te preocupes, ahora le pido a João que me traiga un

bocadillo.

—¡Hola profesora, un placer en verla! ¿Quiere que le traiga

algo para comer? El comedor ya está cerrado pero le

puedo calentar un poco de sopa de legumbres. Sé que

le gusta mucho y le he guardado una poca.

—Muchas gracias João, una sopa calentita ahora sería

perfecto.

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João era un hombre muy educado. Tanto hacía de camarero

como de conserje a esas horas de la madrugada. A él aquella

profesora le caía simpática a pesar de reconocer que era una

mujer que se salía de los cánones establecidos y a los que

el estaba acostumbrado. João, al igual que los allí presentes,

pensaba que era una mujer demasiado innovadora para las

costumbres de aquel país. Quizá excesivamente bonita para ser

respetada en aquel mundo cerrado y machista que conformaba

aquella Universidad y por eso, pensaba, hablaba y se expresaba

con la misma seguridad y contundencia que un hombre. Aquel

rasgo de personalidad hacía que Estela produjese un sentimiento

entremezclado de admiración y rechazo que le hacía ser el punto

de mira de jefes y compañeros de trabajo, poco acostumbrados a

que una mujer fuese tan independiente, tan segura de sí misma

y no llevase ninguna fotografía en la cartera de hijos o marido

que la cuidase.

Estela sabía que no iba a ser fácil relacionarse allí. El primer día

que llegó a la Universidad para firmar su primer contrato como

profesora doctorada, el Director de los Servicios Académicos le

había preguntado si su marido le había dado permiso para ir a

trabajar allí. ¿Permiso?, ¿marido?, ¡no entendía nada!, pero esas

dos palabras juntas le produjeron pavor.

Siempre había reivindicado ser ella misma y que la sociedad la

valorase por la persona que era y no por el estado civil que tenía.

Habían pasado los años y todavía retumbaban en su cabeza las

palabras de su abuela fallecida hacía ya cuatro años: «No quiero

morirme antes de verte casada» y la preocupación que tenía su

madre por no verla con un hombre que la protegiese no sabía

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muy bien de qué. Pero, a pesar de sus treinta y seis años, Estela

continuaba con aquel halo de ingenuidad que le hacía creer que

había un hombre diferente para ella en algún lugar del mundo y

si no encontraba a aquel hombre, compañero, amante y amigo,

prefería estar sin ninguno. Al fin y al cabo, ella también era lo

que ofrecía. No tenía ganas de aguantar a nadie. Estela era feliz

así aunque en aquella época estaba convencida de que lo sería

más si aquel hombre sin todavía cara, ni nombre, llegara a su

vida. A veces, bromeaba con su gran amiga Marina diciéndole

que el día que lo encontrase, no sabría si darle un beso o una

bofetada por haber estado tanto tiempo sin encontrarla.

Después de los chupitos y las grandes y habituales copas de

whisky, sus compañeros se fueron a descansar. Estela no podía

más de agotamiento, aquel día había conducido hasta Oporto

poco más de tres horas y después, había tenido doce horas de

clase con un único descanso de media hora para comer. Pero

prefirió quedarse un poco más en el gran salón del hotel con

Costa y poder hablar con él.

—¿Qué te parece lo que ha pasado con Tiago?—preguntó

Estela con cierta ingenuidad.

—Todavía no se qué pensar.

—Lo he estado llamando pero tiene el móvil desconectado.

No entiendo cómo la gente ha cenado y ha bebido sin

hacer un mínimo comentario sobre lo que ha pasado.

Tiago era amigo de todos nosotros y parece que de

repente no le importa a nadie.

—Ya sabes que delante de Nuno la gente no se atreve a

hablar, él forma parte de la Administración.

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—Cuando yo llegué, Nuno ya no estaba y a pesar de que

pregunté si alguien sabía algo de Tiago, todo el mundo

se calló y Emilio cambió de tema. ¡No soporto a esta

gente que ora te abraza ora te apuñala por la espalda

sin alterar su sonrisa de necios!

—Vamos a descansar Estela. Estás pálida y dentro de

cinco horas tenemos clase otra vez. Mañana intentaré

averiguar algo.

—Tienes razón, espero levantarme a tiempo, ya sabes que

no acostumbro a trasnochar. ¡Buenas noches!

Estela subió a la habitación, cerró la puerta y comprobó con

cierta obsesión que todos los cerrojos estuviesen encajados

perfectamente. Se puso el pijama y fue al aseo. Era incapaz

de dormir si no iba al baño justo antes de meterse en la cama.

Siempre se acordaba de su madre. A mucha gente le pasaba eso

de tener que visitar el inodoro justo antes de dormir. Su madre

se había encargado de sacarles el pañal a ella y a sus hermanos a

golpe de tener que levantarse dos o tres veces durante la noche

para que no se measen en la cama. Estela estaba convencida

de que aquel ritual provenía de aquel sacrificio de su madre

durante tantos años.

Se miró al espejo. Poco quedaba de aquella chica que aparentaba

menos edad de la que tenía. El primer día que entró en su aula

forrada de madera y con una tarima más alta de lo habitual, los

alumnos le abrieron paso hasta la puerta y se quedaron en el

pasillo sin inmutarse esperando a su nueva profesora española,

confundiéndola con otra compañera de curso. Aquel detalle le

hizo gracia, pero también era consciente de que incrementaba

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los obstáculos en su trabajo. Se acordó del malestar que había

sentido cuando asistió a un Congreso, hacía dos años, y un

profesor se acercó a ella preguntándole con quién estaba

haciendo su Tesis Doctoral cuando ya hacía tres años que Estela

era Doctora.

Se metió en la cama y durmió profundamente, pero con una

desazón que la hizo despertarse inusualmente antes de que

sonase el teléfono de la habitación.

—¡Buenos días profesora, son las ocho!

—¡Buenos días, muchas gracias por avisar!

En aquel momento también sonó la alarma del móvil. Estela sabía

que tenía un sueño profundo, por lo que cuando se acostaba

demasiado tarde pedía en recepción que la despertasen. Temía

que el despertador del móvil no fuese suficiente para llegar a

tiempo a la primera clase.

Se duchó, sacó el traje de chaqueta azul marino del armario y se

lo colocó con la solemnidad que requería la ostentosa Institución

para la que trabajaba. Cuando llegó al comedor, Emilio y María,

otros dos profesores españoles, ya estaban desayunando.

—Hola Estela.

—Hola chicos, ¡buenos días!

—¿Preparada para seis horas de clase del tirón?—apuntó

María.

—Sí, estoy lista. Me tomo un cacao rapidito y me voy. Hoy

no tengo ganas de desayunar.

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—¿Qué te pasa? Ayer ya casi no tomaste nada en la cena.

—Estoy preocupada por Tiago, Emilio. No entiendo por

qué ya no trabaja en la Universidad. No contesta al

teléfono y nadie parece preocuparse por lo que pasa.

¿Tú sabes algo?

—Sólo he oído rumores. Parece que en la última reunión

de área dijo algo inapropiado y le han enviado una carta

prescindiendo de sus servicios, pero no sé detalles.

—¿Algo inapropiado? ¡Tiago lleva quince años trabajando

en esta Universidad! ¿Y lo echan por decir algo

inapropiado? ¿Y nadie dice nada?

—Ya sabes cómo funcionan las cosas por aquí. Es mejor

que no nos metamos—dijo María mientras acababa su

yogurt con cereales.

—No os entiendo. Eso también nos puede pasar a

nosotros. Parece mentira que haga tan sólo dos semanas

que le llamabais amigo. ¿Eso es lo que hacéis con un

amigo? ¿desentenderos de él?… ¡Me voy a clase!—

sentenció bruscamente, ante la perpleja mirada de sus

compañeros.

Cogió el coche indignada y condujo tres kilómetros hasta la

Universidad pensando qué demonios habría dicho Tiago tan

grave en aquella reunión para echarlo de un día para otro y

para que nadie moviese un dedo por evitarlo.

—¡Buenos días profesora!

—¡Buenos días Bruno!

—Tiene que firmar la hoja de asistencia.

—Sí, ahora la firmo, gracias.

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Estela entró en la conserjería y buscó la hoja con su nombre. Por

fin lo habían escrito bien. Había tardado casi tres años en explicar

que en España, el primer apellido es el del padre y el segundo

el de la madre, al contrario que en Portugal. A Emilio y a María

les escribían el nombre con el apellido de sus madres, pero

ella no estaba dispuesta a renunciar al apellido de su padre por

mucho que los administrativos de la Universidad se empeñasen

en poner en las hojas de asistencia «Estela Rodrigues». No es que

tuviese nada en contra del «Rodríguez» de su madre, pero ella

se identificaba con su primer apellido. Quizá porque la especial

admiración que sentía por su padre le hacía estar más orgullosa

de su apellido de lo normal. Siempre decía que si tuviese hijos

les pondría el suyo primero, al fin y al cabo, eso de poner

primero el del padre le parecía un resquicio de machismo que

no estaba dispuesta a tolerar. Ese hombre especial al que ella

aún esperaba, tendría que entender eso y renunciar a perpetuar

su apellido por el de su padre.

Salió de la última clase con la garganta seca y un poco dolorida

del esfuerzo que le suponía pronunciar las erres afrancesadas

características del idioma portugués. Cruzó por la larga arboleda

y, cargada con pesados libros y varios trabajos de alumnos, se

dirigió al despacho de Costa, uno de los pocos profesores que

tenía gabinete propio por ser director de una de las Facultades

de la Universidad.

—¡Buenos días profesora!—dijo la recepcionista del

edificio principal.

—¡Buenos días Teresa!, ¿está el profesor Costa?

—Sí, la está esperando en la sala anexa a su despacho.

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—¡Gracias Teresa! Si pregunta por mí la profesora María

dígale que me espere en la cafetería, quedé con ella

para darle unos apuntes que necesita y no me puedo ir

para España sin dárselos antes.

—No se preocupe profesora, vaya tranquila. Si la veo, ya

le aviso.

La puerta de la sala estaba abierta. El profesor Costa estaba

sentado en uno de los grandes sofás de color azul que le daba

cierta calidez a la estancia. La butaca de la esquina todavía tenía

la tela azul de un color amarillento como recuerdo de un alumno

que se había atrincherado muchos años atrás amenazando

con prenderle fuego al edificio si un profesor no le aprobaba

la asignatura que había suspendido. Como resultado de aquel

incidente, el alumno consiguió su aprobado y el consiguiente

despido del profesor por no haber tenido la suficiente sensibilidad

con los problemas obvios del alumno y no haberlo aprobado.

Con talante serio Costa se dirigió a Estela nada más verla en el

umbral de la puerta.

—Cierra la puerta. No quiero que nos oigan hablar.

—¿Qué pasa?—dijo Estela nerviosa.

—Ya sé por qué han echado a Tiago de la Universidad.

—¿Y bien…? ¿Qué se supone que ha hecho?—preguntó

expectante.

—Lo acusan de haberle llamado indigno al Presidente del

Consejo.

Estela lanzó una risotada que se escuchó en toda la planta baja

del edificio.

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—¡Estela, por favor!—Le increpó Costa.

—¿Me estás tomando el pelo?—preguntó indignada—¿Han

echado a Tiago por llamarle indigno al presidente? ¡Es

que se han vuelto todos locos o qué…!

—Es lo que me ha dicho el vicepresidente Sousa. Según

él, es una falta muy grave que no se puede consentir.

—Tú estabas en esa reunión. ¿Me quieres explicar qué

ha pasado? No me creo que Tiago haya dicho eso.

Cualquiera que lo conozca mínimamente sabe lo

educado y lo tranquilo que es en sus exposiciones.

—Se han sacado eso de la manga y lo han despedido.

Tiago lo único que dijo es que era indigno el tratamiento

que se le estaba dando a los profesores sacándoles

autoridad delante de los alumnos, bajándoles el sueldo

y cargándolos cada vez con más horas.

—Eso también lo dije yo en la reunión que tuvimos con el

vicepresidente en la Junta de Facultad.

—Ya lo sé, Estela. Tú también te estás metiendo demasiado

y les estás buscando las cosquillas. Como no tengas

cuidado, la siguiente en caer serás tú. Sabes que a la

mínima te buscas el despido.

—No tengo miedo a eso. Cumplo todas las normas

escrupulosamente, soy buena profesora, estoy bien

evaluada por mis alumnos a pesar de mi acento español

que tanto critican algunos, llego a mi hora, voy a todas

las reuniones,…

—Algo encontrarán—le interrumpió Costa—ellos no ne-

cesitan que tú falles para despedirte. Ya ves lo que han

hecho con Tiago. He intentado hablar con el Presidente

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directamente pero me dicen que está muy ocupado y

no consigo hablar con él.

—¡Esto es un asco! ¡Vaya panda de impresentables! ¡Era

uno de los mejores profesores que había en esta mierda

de Universidad!

La indignación de Estela fue interrumpida con dos golpecitos en

la puerta. Era María.

—Disculpe profesor, ¿puedo hablar con la profesora Estela

un momento?

—Claro, pase por favor.

—¿Me puedes dejar ahora tus apuntes?

—¡Claro!, aquí los tengo. Si no entiendes cualquier cosa o

necesitas cualquier información a mayores, me llamas,

¿vale?

—Muchas gracias, es que esta parte no la di nunca y ya

sabes que aquí te andan cambiando de asignaturas de

un día para otro y no me daba tiempo de prepararla.

—¡Qué me vas a contar que yo no sepa! Llevo aquí cuatro

años y ya he dado once asignaturas diferentes. A veces

me siento como una profesora comodín,…

—¡Gracias, te debo una!

—No te preocupes, cualquier cosa que necesites ya sabes

dónde encontrarme.

—Gracias profesor Costa. Hasta la semana que viene

Estela.

—Adiós, vete despacio por la carretera.

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La puerta se cerró y el profesor Costa continuó con la

conversación.

—Estela, ten cuidado creo que algo más se está cociendo

que un simple e incomprensible despido.

—¿Qué quieres decir?

—No quiero decir nada. Sólo que estés alerta. Sabes que

te tengo un cariño especial y no quiero que te metas

en líos. Aunque mientras yo esté aquí, no vas a tener

problemas. Todavía tengo algo de poder en esta santa

casa. Vete a comer algo y vete para España, ya son

las cinco de la tarde y aún estás sin comer. Intentaré

contarte más la semana que viene.

Estela salió del despacho un poco confundida. ¿Despedido por

llamarle indigno a alguien? ¡Eso en España sería impensable!

¿Indigno? A ella le parecía una palabra hasta demasiado

elegante para insultar a alguien. ¿Qué tuviese cuidado? ¿Por qué?

Era cierto que Estela era conocida por criticar los abusos de la

Administración para con los profesores en las reuniones. Los

alumnos no tenían problema, después de la Administración, era

el colectivo con más poder.

Tiago era el único que la apoyaba en las Juntas de profesores,

los demás tenían demasiado miedo o demasiado poco carácter

para apoyarla en nada, por eso ella agradecía especialmente las

palabras de apoyo de Tiago, tanto en público como en privado.

Así comenzaron su amistad. Durante casi un par de años Tiago

fue transparente para ella, no había reparado en él; ni siquiera

sabía si se lo había cruzado alguna vez en la sala de profesores.

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Fue el segundo año que estuvo allí cuando empezaron a

coincidir en las reuniones de área. A Estela la habían «castigado»

enviándola a dar clases a otra Facultad por «incompatibilidad

de caracteres» con el director del curso. Durante el primer año

compartía asignatura con el director aunque no alumnos y

parece que éste, además de intentar cargarle con trabajo que

a Estela no le correspondía, quería compartir algo más que

asignatura. Estela se encaró con él desde el primer día con una

seguridad y una chulería poco inusual en lo que el consideraba

una mujer como Dios manda, lo que le llevó a que no contara

con ella el siguiente año y la enviara a otra Facultad de la que

Costa era el director.

El profesor Costa ya la conocía. Coincidían a veces en el hotel

donde se hospedaban los profesores que no eran de Oporto.

Costa era de Lisboa y también tenía habitación reservada todas

las semanas durante el año lectivo. Veía en Estela a una chica

con mucho potencial pero con muy poca experiencia. Sabía

que para aquella mujer no podría haber sido fácil llegar hasta

allí sin pelearse con el mundo. Muy espabilada, pero demasiado

bonita y con demasiado carácter para Portugal, pensaba. Aquel

carácter era lo que a él le fascinaba. Las mujeres que el profesor

Costa había conocido eran las que él consideraba buenas mujeres

portuguesas, sumisas y caseras. Estela tenía una dualidad muy

atractiva. Era crítica con sus superiores pero muy generosa con

sus compañeros. Era una mujer fuerte pero muy sensible a la

vez. También era muy reservada, se llevaba bien con casi todo

el mundo, pero siempre había como una especie de barrera

entre ella y los demás. Nadie sabía qué hacía en su vida privada.

Llegaba, daba sus clases y se iba. Siempre correcta y educada,

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hasta se podía decir que alegre, pero nunca se le había conocido

un novio o un escarceo con alguien de la Universidad. A Costa

este comportamiento le parecía que, en una mujer como ella

era, cuando menos, raro siendo una mujer soltera.

El profesor Costa estaba casado pero su mujer vivía en Francia.

Hacía unos años su hija de veinticinco años había muerto en un

accidente y nunca volvió a ser el mismo. El matrimonio nunca

se divorció pero cada uno hizo su vida sin contar con el otro.

De hecho, Constança era para él su actual mujer, aunque no

estuviesen casados. Estela le recordaba mucho a esa hija perdida.

Además, la veía en un país extranjero, un poco desamparada,

intentando que la gente la respetase por ser ella misma y no

por ser mujer de o amiga de o hija de, desgraciadamente tan

importante en todos los países, pero especialmente en Portugal.

Aquella forma de ser le produjo una ternura tal que Estela,

sin ella saberlo, se convirtió en una especie de protegida para

Costa.

Aquel día Estela se fue de la Universidad sin comer. Solamente,

se bebió un café antes de coger el coche. Estaba llegando a la

frontera cuando sonó el teléfono. Era Tiago.

—¡Hola linda!

—¿Se puede saber por qué llevas casi dos días sin cogerme

el teléfono?—dijo Estela con la poca diplomacia que le

caracterizaba.

—No te enfades conmigo. No te he cogido ayer porque

no quería hablar con nadie y hoy he estado ocupado

buscando abogado.

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—Ya me he enterado. ¡Esto es una desfachatez! ¿Necesitas

algo?

—No, gracias. Menos mal que también estaba trabajando

en otra Universidad haciendo unas horitas, para poder

subir un poco el sueldo que nos bajó la Administración

este año. Va a ser lo que me salve de estar dándole

vueltas todos los días a la cabeza.

—Me hubiese gustado verte antes de irme, pero no

contestabas y ya se estaba haciendo muy tarde para

irme para España. Hoy estoy demasiado cansada, he

estado muy preocupada por ti. Tienes que ser fuerte y

pelear esto hasta el final. Ya sabes que estoy aquí para

lo que necesites. Dime qué puedo hacer.

—Sólo que estés ahí como siempre que te he necesitado

y que saques un poco de tiempo para tomar un café

conmigo antes de irte de Portugal la semana que viene.

—¡Eso está hecho! Cualquier cosa que necesites me llamas,

¿vale?

—OK. Vete despacio. Un beso.

—Otro para ti. ¡Chao!

Estela siguió conduciendo. Tiago era así hasta en aquella

situación. Algunas veces pensaba que no tenía sangre en las

venas. Si hubiesen cometido esa injusticia con ella, el incendio

de Troya iba a ser una pequeña fogata con lo que ella pensaba

montar. Lo peor de todo es que no sabía qué hacer. ¡No!, lo peor

es que no podía hacer nada y eso la angustiaba. Tiago la había

apoyado siempre y le había hecho la vida mucho más fácil en

aquel medieval exilio. Aún recordaba la primera conversación

que tuvo con él delante del aparcamiento de los profesores.

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por las luchas de poder, llevarán a la protagonista a

vivir una serie de acontecimientos inesperados, más

allá de la rutina de sus viajes y de su trabajo, mientras

intenta adaptarse a la cultura de ese nuevo país sin

perder su identidad.

María del Mar Durán Rodríguez nació en Ferrol en 1971. Doctora en Psicopeda-gogía por la Universidad de A Coruña.

En el año 2002 obtiene el premio al mejor trabajo de investigación presentado por un único autor menor de 35 años otorga-do por la International Association of People-Environment Studies.

En 2003 se traslada a Portugal donde comienza su carrera docente universita-ria. Desde el año 2007 es profesora de Psicología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad de Santiago de Compostela.

Es coautora de varios libros, capítulos de libro y artículos científicos publicados en editoriales y revistas especializadas de reconocido prestigio internacional.

Ha dado cursos y conferencias en diferentes universidades de España y Portugal, así como en la Université René-Descartes-París (Francia), Univer-sity of Surrey (Reino Unido) y en la Universidad Católica del Uruguay.

María del Mar Durán Rodríguez

Un viajede ida y vuelta

ISBN 978-84-945744-8-1