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Estética y modernidad.

Un estudio sobre la teoría

de la belleza de Immanuel Kant

Estética y modernidad.

Un estudio sobre la teoría

de la belleza de Immanuel Kant

Lisímaco Parra París

U N I V E R S I DA D N A C I O N A L D E C O L O M B I A

FA C U LTA D D E C I E N C I A S H U M A N A S

D E PA R TA M E N T O D E F I L O S O F Í A

Primera edición: Bogotá, septiembre de 2007

© Universidad Nacional de ColombiaFacultad de Ciencias HumanasDepartamento de Filosofía

© Lisímaco Parra París

Primera edición, 2007

ISBN: 978-958-701-840-0

DiagramaciónOlga Lucía Cardozo H.CarátulaCamilo Umaña

Ilustración de carátulaTres caras (tres dimensiones)

Museo Diosesano Episcopal de Colonia,sur de Alemania, hecho en madera y restosAutor: anónimotamaño: 134 x 55 x 40 cm.

Preparación editorial e impresiónUniversidad Nacional de ColombiaUnibiblosLuis Ignacio Aguilar Zambrano, [email protected]á, D.C., Colombia

Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción de este libro en cualquier forma electrónica o mecánica (incluyendo fotocopia, grabación o almacenamiento y recuperación de la información) sin autorización escrita del editor.

Catalogación en la fuente: ver pp

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia

Parra, Lisímaco, 1954- Estética y modernidad : un estudio sobre la teoría de la belleza de Immanuel Kant / Lisímaco Parra. – Bogotá : Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas, 2007 346 p.

ISBN : 978-958-701-840-0

1. Kant, Immanuel, 1724-1804 2. Estética 3. Filosofía moderna 4. Ilustración

CDD-21 111.85 / 2007

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Contenido

Agradecimientos 11

Introducción 13

PARTE ILa configuración de la estética moderna

CAPÍTULO I

Modernidad, civilización y estética 32

1. La inhibición del apetito y la sociedad moderna 33

2. La disolución de la experiencia sensible 46

CAPÍTULO II

El realismo estético 80

1. El público de la poesía: la cour et la ville 90

2. La poética moderna y la Poética aristotélica: el contenido moral de la tragedia 99

3. La verosimilitud 112

CAPÍTULO III

Entre la belleza y el gusto 128

1. La belleza y el gusto: Hutcheson, antecesor de Kant 131

2. El arte y el placer: Burke, crítico de Hutcheson 160

PARTE IIEl juicio de gusto en la estética kantiana

CAPÍTULO IV

Analítica y Deducción en la Crítica

de la facultad de juzgar 176

1. La analítica del juicio de gusto 184

2. De la Analítica y la Deducción del juicio de gusto 206

3. Hacia una redefinición de la Analítica 223

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CAPÍTULO V

Juicio de gusto y conocimiento 238

1. Sentido común estético y sentido común lógico 239

2. Conocimiento determinante y conocimiento reflexionante 249

3. Valores estéticos y significación teórica en la configuración plástica del objeto bello: la perfección 253

4. El placer, el hastío y las ideas estéticas 260

5. Las ideas estéticas no son conocimiento 265

6. Conocimiento simbólico, idea estética y comunicabilidad 276

ANEXO

Los antiguos: punto de referencia 288

1. La herencia platónica 290

2. La herencia aristotélica 295

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 326

ÍNDICE ANALÍTICO 333

ÍNDICE ONOMÁSTICO 341

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Principales obras citadas

Spectator ADDISON, STEELE Y OTROS, The Spectator [1712], Gre-gory Smith (ed.), Every man s Library, Dutton-Nueva York, vol. 3.

Arte poética BOILEAU, Nicolás, Art poétique [1674], Gallimard, París, 1985. Indicando a continuación el canto y los versos correspondientes.

PhE BURKE, Edmund, A philosophical enquiry into the origin of our ideas of the sublime and beautiful [1756], Oxford University Press.

CORNEILLE, Pierre, Théâtre Complet, vol. 1, Biblio-thèque de la Pléiade, 1966:

PDr - Discours de l´utilité et des parties du Poeme Drama-tique [1660].

DTr - Discours de la Tragédie, et des moyens de la traiter selon le vraisemblable ou le nécessaire [1660].

TrU - Discours des trois unités, d action, de jour, et de lieu[1660].

Fenomenología HEGEL, G.W.F., Phänomenologie des Geistes [1807], Werke, tomo 3, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1970.

Estética ______, Vorlesungen über die Ästhetik [1823], Werke, tomos 13-16, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1970. Indicando el tomo y la página corres-pondientes.

Of the standard HUME, David, “Of the standard of taste” [1757], en Essays. Moral, political and literary, Eugene F. Miller (ed.), Liberty Classics, Indianapolis, 1987.

Inquiry HUTCHESON, Francis, An inquiry into the original of our ideas of beauty and virtue [1725], [4° edición, 1738], Peter Kivi (ed.), Martinus Nijhoff, La Haya, 1973.

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CRP KANT, Immanuel, Kritik der reinen Vernunft [1781,1787], Wilhelm Weischedel (ed.), tomos iii/iv,Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M.

CJ ______, Kritik der Urteilskraft [1790], Wilhelm Weischedel (ed.), tomo x, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M.

Antropología ______, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht [1798], Wilhelm Weischedel (ed.), tomo xii, Su-hrkamp Verlag, Frankfurt a.M.

Ensayo LOCKE, John, An essay concerning human under-standing [1690], Peter H. Nidditch (ed.), Claren-don Press, Oxford, 1985.

Sociología SIMMEL, Georg, Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Vergesellschaftung. Gesamtausgabe,tomo 11, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a.M., 1992.

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Agradecimientos

El presente libro contiene, con algunas importantes modificacio-nes, los resultados de una investigación realizada como disertación doctoral en filosofía. La investigación se inició en la Universidad Libre de Berlín pero, por diversos motivos de orden práctico, ter-minó siendo presentada en la Universidad Nacional de Colombia.

En cuanto a las instituciones se refiere, hay dos sin cuyo concurso este trabajo no hubiera podido realizarse. Disfruté de una beca concedida por la Konrad Adenauer Stiftung, gracias a la cual pude afianzar mi conocimiento de la lengua alemana, así como realizar los sondeos iniciales en la vastísima bibliografía producida sobre este tema. Reconozco complacido que los seminarios para becarios de la Fundación me resultaron siempre muy interesantes y prove-chosos. La beca me permitió también un contacto directo con la academia alemana, particularmente con la Universidad Libre de Berlín. Gracias a esta oportunidad me fue dado tener una expe-riencia de primera mano de ese riquísimo y apasionante mundo que es la cultura alemana.

La segunda institución es la Universidad Nacional de Colombia. Aunque en nuestro país la ideología de todos los tiempos ha re-conocido de labios para fuera la importancia de la educación, no es frecuente que tal reconocimiento se corresponda con políticas efectivas proporcionales a la magnitud de nuestras necesidades en este campo. Embaucada por imperativos de eficiencia a corto plazo y sin las inversiones necesarias, la sociedad colombiana pa-rece pues condenada al eterno atraso. En un contexto semejante, la Universidad Nacional, incluido allí su Departamento de Filosofía, es una institución excepcional. Ella hace de la cualificación de sus docentes una responsabilidad con la Nación. También quiero reconocer el apoyo ofrecido por la Universidad de los Andes y por Colciencias en la última fase de la investigación. Confío en que con este trabajo pueda cumplir con los niveles mínimos de una obligación tan honrosa como permanente.

La consecución de los anteriores apoyos institucionales no habría sido posible sin la decidida intervención del profesor doctor Ernst Tugendhat. Dentro de la comunidad filosófica internacional él es,

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sobra decirlo, otra institución. Habiendo sobrepasado yo las usua-les restricciones de edad, su apoyo era imprescindible para obtener las excepciones del caso. Con su decisión de ser mi Doktorvater, las dificultades fueron allanadas. Pero más allá de su “peso institu-cional”, mis agradecimientos recaen sobre su persona. Su amistad no implica mella alguna en su implacable filo argumentativo, cuya primera “víctima” acaso sea él mismo. De nuestras intensas discu-siones, que a menudo derivaron en audiciones de Bach, Mozart o Schumann, puedo decir que obtuve la más vívida experiencia de la ignorancia socrática. Basado en experiencias tenidas a lo largo de este proceso, bien puedo anticipar que su insatisfacción con parte de los presentes resultados habrá de estar fundada. La tarea y el diálogo con él están pues lejos de haber terminado.

En uno u otro momento, más lejos o más cerca, más directa o más indirectamente, recibí influjos y estímulos de personas tan diver-sas como algunos de mis profesores en los años iniciales de forma-ción filosófica, o los colegas de diversas generaciones en mi vida profesional. A cada uno de ellos mi gratitud. De manera particular quiero mencionar a Germán Meléndez; los cursos que impartimos conjuntamente sobre la Ética y la Poética de Aristóteles me fueron sumamente instructivos.

Empresas de este tipo no resultarían viables sin los estímulos y afectos de algunas personas, que no obstante han de soportar los altibajos anímicos y la desatención de quienes las emprenden. Sea ésta la ocasión para expresar mi gratitud a algunas de ellas. A Ro-cío Londoño quien, además de sus juiciosas observaciones, soportó largas peroratas estéticas. A Adriana Urrea porque pese a todo el tiempo invertido en este asunto, persiste en nuestra amistad. A Patricia Rozo y a nuestra hija Alejandra. A Catalina González.

Bogotá, agosto de 2006

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Introducción

La presente investigación se propone realizar un acercamiento a la teoría sobre el gusto y la belleza de Kant, tal como ésta aparece formulada en la Crítica de la facultad de juzgar (en adelante CJ). Su tí-tulo expresa con claridad mi propósito interpretativo: concibo la CJ

como una empresa filosófica que busca responder a determinados retos que plantea la convivencia social en la modernidad, y que se expresan, tal vez no siempre de manera obvia, en la reflexión kantiana acerca del gusto y de lo bello. Mi propósito central es pues hacer explícitos dichos vínculos1.

La teoría estética europea del siglo xvii, cuyos más importantes desarrollos tuvieron lugar en Francia (capítulo ii de esta investi-gación), suele presentar de manera manifiesta el vínculo entre el disfrute estético y la utilidad moral de la producción artística. No deja de ser significativo el hecho de que muchos de los conceptos que se utilizaron y que incluso se siguen utilizando en discusio-nes estéticas “especializadas”, exhibieran en sus orígenes una connotación semántica relativa a los procesos de civilización en los albores de la modernidad europea: piénsese en conceptos tales como el je ne sais quoi o el poli franceses, o en el equivalente inglés de polite; en los de gracia, delicadeza, discernimiento, o incluso en el del propio gusto2. En todos ellos, su gestación y uso en un contexto

1 De alguna manera mi orientación se topa con, y se sirve de estudios ante-riores. Así, por ejemplo, con el ya clásico y muy sugestivo de Alfred Baeumler Das Irrationalitätsproblem in der Ästhetik und Logik des 18. Jahrhunderts bis zur Kritik der Urteilskraft (1923), para quien el problema por excelencia de la modernidad es el de los irracionales, y la fundación de la estética moderna, y en particular la reflexión kantiana, representa el instrumento más idóneo para su resolución. No obstante sus méritos, notorios prejuicios nacionalistas desvirtúan los al-cances de la investigación de Baeumler, a la vez que limitan la comprensión de los vínculos de la reflexión kantiana con la tradición filosófica moderna. En esta misma dirección, aunque esta vez sin la obcecación nacionalista, es preciso mencionar las muy informadas y atinadas orientaciones de Ernst Cassirer (Frei-heit und Form, 1916, y Filosofía de la Ilustración, 1932). Con todo, ambos autores, y en general quienes se ocupan de este tema, tienden a ofrecer una presentación inmanente de la evolución de las ideas estéticas, sin enfatizar en los vínculos de las mismas con los problemas planteados por la convivencia social moderna. 2 Al respecto resulta de utilidad la consulta de la obra de Peter-Eckhard Kna-be, Schlüsselbegriffe des kunsttheoretischen Denkens in Frankreich von der Spätklassik bis zum Ende der Aufklärung.

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estético-cortesano revela ese íntimo entrelazamiento con lo que Nor-bert Elias denominara el proceso de la civilización. Posteriormente, incluso ya en el siglo xviii, muchos de esos conceptos desapare-cerán, o su uso evolucionará hacia una significación técnica y es-pecializada, “puramente” estética. El progresivo oscurecimiento, e incluso la aparente desaparición en el discurso –también en el kantiano– de los nexos entre estética y civilización, suele llevar a la equivocada conclusión según la cual sólo en la medida en que la reflexión estética se emancipó de las tareas civilizatorias estuvo en capacidad de adoptar el aparato conceptual que la hizo madura para su incorporación en el ámbito de la filosofía. Pero el hecho de que la reflexión estética se aleje, e incluso se independice de la etiqueta cortesana, no debería convertirse en un obstáculo que nos impida reconocer la existencia de unos nexos, ahora redefinidos, entre estética y sociedad.

Por lo que a la doctrina estética kantiana se refiere3, es bien cono-cido su propósito de deslindar el análisis de los juicios de gusto, y la legitimación de sus pretensiones, de todo elemento proveniente de la moralidad o del conocimiento. Ahora bien, más que como indiferencia frente a la moral o al conocimiento, al estilo de la que se proclamaría en el arte por el arte, la autonomía kantiana del gusto debería interpretarse como una redefinición de sus relaciones. Son pues dos los ejes temáticos centrales de la presente investigación.

El primero de ellos, que sólo abordaré explícitamente en el capítu-lo iv de este trabajo, es la redefinición kantiana de las relaciones entre gusto y ética. Es cierto que Kant permanecerá fiel a los linea-mientos centrales de su concepción moral, formulada antes de la redacción de la CJ. La redefinición de relaciones a que me refiero no implicará entonces para Kant una reelaboración de su doctrina moral. Con todo, y si entendemos la ética en un sentido muy gene-ral, que no se reduce ni al problema del bien y del mal, y ni siquiera al de las costumbres compartidas por determinado grupo social o histórico, me parece que la concepción kantiana del juicio de gusto

3 E insisto en que sólo me propongo abordar los rasgos principales de la teo-ría kantiana acerca del gusto y de lo bello, dejando de lado, al menos como tema central si bien no colateral, aspectos tan importantes como la doctrina acerca de lo sublime. Ésta merece un estudio separado.

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iónimplica de manera esencial la presencia de problemas que pueden

ser calificados de éticos. En efecto, en el juicio de gusto aparece una aspiración a la universalidad que resulta sorprendente no sólo por darse en el ámbito más refractario a ella, el del sentimiento, sino porque no pretende fundarse en conceptos, o más precisamente, en razonamientos demostrativos.

El camino para llegar a la formulación kantiana fue complejo. Una curiosa inversión del platonismo había permitido a la primera fase de la modernidad estética, francesa por excelencia, atribuir funciones pedagógico-morales a la experiencia estética. Posterior-mente tanto algunos estéticos ingleses del siglo xviii (véase el ca-pítulo iii de esta investigación) como el propio Kant, rechazarían como inconveniente, tanto para la moral como para el gusto, tal (con)fusión. Pero no obstante el anterior deslinde, la doctrina kan-tiana acerca del gusto, o más exactamente del juicio de gusto, cree redescubrir en él la presencia de ese elemento antes calificado de ético. Como se sabe, para Kant la especificidad del juicio de gusto reside en la peculiar y simultánea combinación entre el placer y la pretensión de universalidad por él expresada. La explicación del primer elemento, es decir del placer, compete a la teoría estética,en el sentido más amplio, y si se quiere filológico, de este término. Pero la presencia del segundo elemento, la pretendida universali-dad de ese sentimiento que no puede ser explicada mediante el re-curso a procedimientos demostrativos, fuerza al discurso estético hasta sus límites con la ética, entendida aquí como la comunidad humana en el sentir.

Se trata de elementos que la modernidad hubo que concebir, al me-nos en principio, como excluyentes. Su tensión pone de presente una de las características más importantes de tal época histórica: en efecto, sólo tras la disolución de los vínculos comunitarios vigentes en el antiguo orden social, emerge una individualidad irreductible que se expresa en el carácter estético del juicio de gusto, es decir, en el sentimiento de placer o displacer que, de manera inmediata y autónoma, experimenta el individuo en relación con el mundo objetivo. Pero no obstante la afirmación de la individualidad, la coexistencia social requiere de vínculos comunes, que en el juicio de gusto aparecen bajo su pretensión de validez universal.

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Comparada con la experiencia rigurosamente moral, la de la belleza resultaba sorprendente porque aparecía como un ámbito en el que la individualidad y la universalidad podían afirmarse simultáneamente, sin detrimento de ninguna de las partes. Dicho en términos de Kant, los juicios morales son determinantes: a partir de un concepto de razón, que es universal porque está libre de todo contenido sensible, se determina lo que se debe hacer, incluso si ello va en contra de dichos contenidos sensibles. Vistas desde la universalidad del mandato racional, las determinaciones sensibles –inclinaciones– aparecen como motivos de conducta meramente in-dividuales, o particulares, o a lo sumo como generalizaciones em-píricas. En ese contexto, digo que la experiencia estética de lo bello resultaba sorprendente porque se presentaba como el único caso en el que universalidad e individualidad no colisionaban, además de reclamarse mutuamente. Casi maravillado, Kant la declaró ex-periencia privativamente humana4. Se llamó entonces bello a aquel objeto –natural o artístico– que producía en el individuo un placer, que si bien era suyo como todos sus demás placeres, no podía ser, a diferencia de ellos, sólo suyo, sino también atribuible a cualquier otro hombre. Basado en las premisas kantianas, Schiller intentaría derivar las consecuencias políticas de la experiencia estética de lo bello.

La existencia de tal experiencia parecía imponerse con la fuerza de la evidencia. Su valor consistía en que ponía de presente una estructura comunitaria precisamente allí en ese terreno, en la sen-sibilidad humana, en donde la modernidad se había topado con el reino de una individualidad reductible sólo por la fuerza, fuera la de la razón o la de las armas. Y frente a la “evidencia” de este factum, lo que en realidad resultaba extraño para la modernidad eran aquellos casos que ponían de presente la divergencia. La reflexión estética asumió entonces una doble tarea. Por una parte, la de establecer las condiciones de posibilidad subyacentes a tan sorprendente como incuestionado hecho. De otra parte, explicar

4 “Agradable llama alguien a lo que le deleita; bello a lo que meramente leplace; bueno, a lo estimado, aprobado […] La agradabilidad vale también para animales carentes de razón; la belleza sólo para los hombres, esto es, para seres animales pero también racionales, aunque no meramente como tales (p. ej. espíritus) sino al mismo tiempo como animales; pero lo bueno, para todo ser racional en general” (CJ, § 5, B 15).

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iónlas “excepciones” que, antes que arrojar sombras sobre la existen-

cia del hecho, la confirmaban. Insuficiencias orgánicas, diferencias culturales, apresuramientos en el juzgar, e incluso una falta de educación en el gusto se adujeron como causas posibles de diver-gencias en el juicio, pero que no alcanzaban a hacer mella en la certeza fundamental según la cual existen objetos que producen un placer desinteresado y también universal.

Vista desde una perspectiva contemporánea, afectada ya de manera muy fuerte por la experiencia de la diversidad urbana, las anteriores concepciones se revelan, cuando menos, como suposición ingenua. Pero ello no debería llevarnos a desconocer la significación del problema de fondo: aún si se reconoce que la experiencia estética dista mucho de ser el caso paradigmático de feliz conjunción entre universalidad e individualidad, no por ello deja de ostentar rasgos específicos que insinúan tal conjunción, al menos como aspiración.

Por otra parte, y reorientadas a partir del supuesto de que lo que la experiencia estética revela no es el hecho cumplido, sino la aspira-ción a la conjunción entre individualidad y universalidad, las tác-ticas con las que la modernidad pretendió reducir una diversidad que consideraba excepcional podrían adquirir una nueva y valiosa significación. A mi juicio, nada más pueril que esa glorificación, tan en boga en nuestros días, de la multiculturalidad. Su esencia bien podría resumirse en el clásico aforismo relativista según el cual de gustibus non est disputandum. Pero ésta es en verdad otra ingenuidad, acaso más falaz que la de la modernidad. Ésta sabía bien que el gusto es un tirano que no respeta a otros gustos, y que, como la introspección más leve nos lo demuestra, pone a su servi-cio todo tipo de “razones” con el propósito de justificar su tiranía. Así, pues, aunque de las normas previstas por la modernidad para la educación del gusto no esperemos más la unanimidad incues-tionable, bien podría ser que con ellas lográramos una educación de los sentimientos más acorde con un tratamiento razonable de la diversidad humana.

El segundo problema es el que se refiere a las relaciones entre es-tética y conocimiento en la CJ (véase el capítulo v). En mi opinión, la tajante diferenciación entre juicio de gusto y juicio de conoci-

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miento establecida por Kant, debería entenderse en un contexto muy preciso. Gracias a una preceptiva relativamente rigurosa, la estética francesa del siglo xvii pudo apoyarse en una concepción del objeto bello que le servía de piedra de toque para zanjar las inevitables diferencias de juicio en los receptores. El acatamiento generalizado de determinadas reglas constituía, en primer lugar, el soporte que permitía a la crítica decidir entre juicios divergentes acerca de la calidad de los objetos estéticos que se le presentaban. Pero dado que tal preceptiva contenía así mismo elementos de tipo moral, la experiencia estética de lo bello podía también ofrecerse como escuela de cohesión social.

El “abandono” kantiano de toda consideración acerca del objeto bello –recuérdese que para Kant el juicio de gusto no sólo no dice nada acerca de su objeto, sino que incluso es indiferente frente a su existencia– presupone el giro decisivo operado por la estética inglesa del siglo xviii. Sin confrontaciones radicales con el clasicis-mo representado por la Francia del siglo xvii, los ingleses optan por responder ahora a la exigencia de experiencias placenteras, impuesta por la progresiva racionalización de las relaciones hu-manas propias de la vida urbana. Desde este nuevo punto de vista, el criterio de belleza en un objeto no se dará en su adecuación a unas pautas reconocibles y sistematizadas en un canon preesta-blecido, sino en sus efectos puramente estéticos (o sensibles) en el espectador.

Las pretensiones de la crítica neoclásica resultarán entonces como asimilables a las pautas propias de la experiencia cognoscitiva: a partir de un concepto dado de belleza, el juicio subsumiría al objeto en cuestión –natural o artístico–, y la crítica consistiría en determi-nar si tal subsunción fue correcta o no. Pero lo que entonces resulta cuestionable es si estamos en posesión de un concepto tal, que sólo podría servir de parámetro universal si no fuese empíricamente adquirido. Pero incluso si ése fuera el caso, estaríamos frente a un juicio de conocimiento que como tal no podría dar cuenta del placer inherente a la experiencia de lo bello.

Ciertamente que a la estética neoclásica no podía serle indiferente el placer propio de la experiencia de lo bello, ni quería prescindir de él. Con su concepción racionalista del juicio de gusto y de la

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ióncrítica quería salvar un criterio a partir del cual pudiera distin-

guirse, y preferirse, entre placeres. Tal como ocurre con los juicios de conocimiento, quería garantizar para la crítica la posesión de un criterio conceptual que permitiera la decisión entre los juicios individuales que declaran placer, pero que son divergentes. Así, pues, para preservar la posibilidad de una crítica que dirimiera en-tre divergencias, la estética neoclásica asimiló los juicios de gusto a juicios de conocimiento, y los objetos del gusto a objetos de cono-cimiento. Es cierto que comparados con la claridad y distinción de los conceptos matemáticos que sirven de soporte a la ciencia física moderna, los conceptos de la crítica neoclásica resultan confusos.Pero en uno y otro caso, la relación que se pretende entre concepto y objeto es la misma. En términos de Kant, se trata de una activi-dad determinante de la capacidad de juzgar humana:

La facultad de juzgar, en general, es la facultad de pensar lo

particular como contenido bajo lo universal. Si lo universal (la

regla, el principio, la ley) es dado, entonces la facultad de juz-

gar, que subsume bajo él lo particular (también cuando, como

facultad de juzgar trascendental da a priori las condiciones sólo

conforme a las cuales se puede subsumir bajo aquel universal),

es determinante. Pero si sólo lo particular es dado, para lo cual

debe encontrar ella lo universal, entonces la facultad de juzgar

es meramente reflexionante (CJ, Introducción, iv, b xxvi).

El “abandono” kantiano del objeto bello no significa entonces más que el rechazo de su concepción como objeto determinable, y la del juicio de gusto como juicio determinante. En otras palabras, que la justificación de los juicios de gusto no debería realizarse siguiendo el modelo de la ciencia físico-matemática moderna. Pero así mismo, si de manera exclusiva identificáramos a la facultad de juzgar reflexionante con el ejercicio inductivo que partiendo de una multiplicidad dada busca en ella constantes conceptuales, tam-poco resultaría aplicable esta concepción de conocimiento para la comprensión del gusto. A ello se refiere Kant cuando afirma que “el juicio de gusto no es un juicio de conocimiento (no es ni uno teórico, ni práctico) y, por ello, tampoco está fundado en conceptosni tiene por fin unos tales” (CJ, § 5, b 14; negrilla mía).

Podemos afirmar que las determinaciones generales de lo que sig-nifique un objeto anteceden a la consideración del mismo. De esta

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manera, y en lo que al objeto bello se refiere, puede decirse entonces que no existe, si la existencia viene definida en términos de utilidad, o del conocimiento pretendido por la ciencia físico-matemática, o por la ciencia inductiva. No obstante, valga la consideración trivial de que sin objeto no habría juicio de gusto. Pero además, desde un punto de vista lógico, el juicio de gusto es singular: no todos los objetos de la experiencia han de dar lugar a juicios de gusto, e incluso permaneciendo dentro del ámbito del gusto, algunos –los feos– dan lugar a juicios que expresan desagrado, y se diferencian de aquellos que llamamos bellos. ¿Cabría entonces alguna caracte-rización de los mismos?

La respuesta al anterior interrogante resulta relativamente sencilla cuando se trata de una de las especies que configuran el género de los objetos declarados como bellos. Me refiero a la belleza –o a la fealdad– natural. Podría decirse que el “re-conocimiento” de la be-lleza se da en este caso mediante el sentimiento de un placer que el sujeto receptor estima como no meramente individual y privado. Sin embargo, el asunto se complica cuando los objetos en cuestión no son ya naturales sino artísticos. En efecto, aquí surgen por lo menos tres preguntas de complicada resolución: ¿qué caracteriza a un objeto como obra de arte?, ¿cuándo juzgamos a una obra de arte como bella?, y ¿el valor de la belleza es consustancial a la obra de arte?

En términos muy generales, y prescindiendo de matices que en su momento serán considerados, Kant ha definido a la obra de arte como obra del genio, y al genio como la facultad de producir ideas estéticas. Así las cosas, una obra de arte es expresión de ideas esté-ticas. Pero, entonces, ¿cómo “conoce” el receptor la idea estética? Y así mismo ¿es la idea estética expresión de un “conocimiento” del genio? Y si así fuera, ¿de qué tipo de conocimiento estaríamos hablando? ¿cuál sería la relación con su objeto? Kant ha recono-cido que, a diferencia de lo que suele ocurrir en la consideración de la belleza natural, es difícil que los juicios de gusto sobre la belleza artística sean puros. Cuando la hay, la belleza en el arte va normalmente acompañada de una adherencia, que es precisamente la idea estética, y sería arbitrario que el juicio de gusto no tuviese en cuenta esta peculiaridad. Pero Kant se ha negado a reconocer que, aunque dé mucho que pensar, dicha idea sea conocimiento. Y

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iónen efecto, si conocimiento es la relación que concibe a lo individual

como ejemplo de un concepto universal, o como punto de partida para formular legalidades, entonces es correcto negar todo valor cognoscitivo a la idea estética, y a la obra de arte que la expresa.

Con anterioridad a Kant, Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762) se había empeñado en el proyecto de fundación de la estética como disciplina filosófica. En medio de las oscilaciones, obscuri-dades e incluso contradicciones propias de quien se adentra en caminos inexplorados, Baumgarten pretendía para el poema, es decir para la obra de arte, un conocimiento compuesto a partir de representaciones confusas; en ese sentido, definió la estética como ciencia del conocimiento sensible.

Como se sabe, Kant era un buen conocedor de Baumgarten, y por años se sirvió de la Metafísica de éste como texto para sus propios cursos. Mención explícita a su antecesor es aquella en la que se refiere a él como excelente analista, aunque para señalar a conti-nuación la esterilidad de su proyecto:

Los alemanes son los únicos que se sirven ahora de la palabra

estética para señalar así lo que otros llaman crítica del gusto. Sub-

yace aquí una equivocada esperanza, concebida por el excelente

analista Baumgarten: conducir el enjuiciamiento crítico de lo be-

llo a principios racionales, y elevar sus reglas a la categoría de

ciencia. Sólo que esta preocupación es vana, pues las tales reglas

o criterios son, según sus más distinguidas fuentes, meramente

empíricas y, por consiguiente, nunca pueden servir para deter-

minadas leyes a priori por las que debiera regirse nuestro juicio

de gusto; más bien es éste el que se constituye como verdadera

piedra de toque de la corrección de las primeras5.

La anterior observación, redactada en 1781, implica que por cien-cia estética entiende Kant –y así mismo, según él, lo entendería Baumgarten–, el establecimiento de principios racionales bajo los cuales hubiese de regirse el gusto. Pero como no disponemos apriori de ellos, el único procedimiento posible para su adquisición sería el inductivo, que no arroja resultados estrictamente universa-les. Por tal motivo, el proyecto baumgartiano de una tal ciencia no

5 Kant, Crítica de la razón pura, A 21, nota. En adelante cito como CRP.

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resulta posible. Así mismo insinúa Kant lo que a su juicio constitu-ye el verdadero valor de una “poética”: más que preceptiva, ella es expresión del gusto, y será incorrecta allí donde se aparte de él.

Por lo que al problema que ahora abordamos se refiere, resulta interesante constatar que la concepción kantiana de ciencia está indisolublemente ligada a la noción de universalidad, sea como punto de partida de la subsunción, sea como producto del pro-ceso cognoscitivo. No resulta enteramente injustificado por parte de Kant atribuir al proyecto baumgartiano una concepción más o menos similar: en su justificación de la nueva ciencia, Baumgarten había destacado el valor del conocimiento sensible-confuso, aunque como punto de partida cuya meta es su elevación al estadio de la claridad y la distinción conceptuales. No obstante, Kant no parece ser consciente de que esta concepción del conocimiento sensible y confuso como estadio importante pero primerizo del conoci-miento –que por lo demás encontramos ya en Leibniz– no era más que una argucia retórica de la que se servía Baumgarten para le-gitimar ante una comunidad filosófica fuertemente racionalista la pertinencia de la nueva ciencia. La radical “novedad” de la estética baumgartiana consiste precisamente en proponer un tipo de cono-cimiento y de ciencia distintos a los hasta entonces reconocidos. La scientia cognitionis sensitivae tendrá pues su “lógica” propia, y sus propias pautas de desarrollo y perfeccionamiento.

De 1781, fecha del pronunciamiento de Kant sobre el proyecto estético baumgartiano, a 1790 cuando se publica por primera vez la Crítica de la facultad de juzgar, el pensamiento estético kantiano se ha transformado sustancialmente. Aunque se mantiene fiel a su concepción de que los principios que justifiquen la pretensión universalista del juicio de gusto no pueden entenderse ni definirse a la manera racionalista, la empresa filosófica de la CJ presupone su existencia, so pena de diluir la experiencia de lo bello en la rela-tivista de lo meramente agradable.

Pero acaso no se trate tan sólo de eso. Como ya se ha insinuado, la teoría estética racionalista resultaba deficitaria a la hora de dar cuenta del placer producido por lo bello. Para tales efectos, Hutcheson hubo de recurrir a la formulación de una especie de armonía preestablecida que garantizaba la relación entre el objeto

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iónbello y su recepción placentera, mientras que Burke se decidía

por una relación sensualista que, aunque explicaba el placer no podía dar cuenta satisfactoria de su pretensión de universalidad. Por su parte, e intentando salvar las anteriores insuficiencias, Kant construyó la hipótesis de un libre juego de las facultades implicadas en el conocimiento, juego producido por el objeto bello y del que seríamos conscientes en el sentimiento de placer.

A mi juicio, la noción de libre juego entre las facultades implicadas en el conocimiento (entendimiento e imaginación) es importante para trazar la línea divisoria entre la experiencia de lo bello y la experiencia cognoscitiva, sea ésta determinante, reflexionante-in-ductiva, o prácticamente interesada. Así mismo, tal noción resulta particularmente plausible con miras a la explicación de la expe-riencia de la belleza natural, aunque, como ya lo he insinuado, se muestra insuficiente para la consideración de la belleza artística. En efecto, dado que para la contemplación de la naturaleza bella no es preciso ni presuponer a un Creador de la misma, ni consi-derar entonces sus eventuales propósitos en la acción creadora, su recepción y disfrute bien pueden entenderse en términos de un –simple– libre juego entre imaginación y entendimiento. Pero en la belleza artística, por el contrario, se impone la consideración tanto de la acción como de los propósitos del genio que ha producido la obra bella. Caracterizar los efectos de ésta simplemente como libre juego sería empobrecer la recepción artística.

Creo que Kant alcanza a presentir la dificultad, si bien no en toda su magnitud. Por ello, y aunque a manera de simple especificación del concepto de libre juego, introduce las nociones de espíritu y de idea estética. Y si bien afirma que la producción de ideas estéticas también se da en la contemplación de la belleza natural, me re-sulta significativo que la introducción de aquellas aparezca como necesaria sólo en el contexto de la recepción artística. No preten-do afirmar que la relación entre las nociones de libre juego y de idea estética sea la de la exclusión, pero a diferencia de lo que en ocasiones parecería pensar Kant, tampoco creo que sean siempre armónicamente complementarios. Existe entre ellas una tensión, y por ende una diferencia, similar a las que existen entre gusto y genio. En su momento estas dificultades serán discutidas en detalle (véase el capítulo V de esta investigación). Por ahora quiero tan

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sólo proponer que la noción kantiana de idea estética –contenido producido por la imaginación frente al cual ningún concepto de-terminado resulta adecuado, pero que no obstante deja mucho qué pensar– ganaría mucho en comprensibilidad si la vinculáramos con la tradición baumgartiana del poema como conocimiento sen-sible.

Pero Kant ha rechazado una interpretación de la idea estética como conocimiento. Tal vez su más poderosa objeción se derive de su concepción del conocimiento como subsunción de los con-tenidos sensibles bajo conceptos universales. Sólo hasta finales del siglo xix llegó a su “mayoría de edad” la discusión acerca de una lógica específica para el conocimiento histórico, distinta de la implicada por la ciencia natural físico-matemática, y distinta a la lógica inductiva. Aunque los antecedentes de tal discusión se en-cuentran ya, precisamente, en la reflexión estética del siglo xviii6.Así mismo, sólo hasta finales del siglo xix la producción artística empezaría a reclamar para sí la pretensión de ser un conocimiento específico, sin cuyo reconocimiento resultaría imposible la adecua-da recepción de la obra.

Por lo que a Kant se refiere, me parece interesante una dimensión de su pensamiento que apunta en esta dirección. Circunscrita a ser expresión sensible de lo suprasensible, Kant afirma que la belleza es símbolo de la moralidad y otorga al símbolo un valor cognosci-tivo, no obstante que éste es ajeno a toda relación de subsunción. En tanto sensible, el símbolo es heterogéneo con respecto a su referente suprasensible, y el “conocimiento” consiste aquí en “re-flexionar”, aunque ahora la reflexión no se orienta a obtener final-

6 “La cognitio historica, reconocida inicialmente por el siglo xviii sólo como conocimiento de segundo rango, es elevada a la categoría de verdadera cien-cia en el transcurso del siglo xix. La historiografía moderna es hija del espí-ritu individualista de la época moderna y, en tanto que ésta se arraiga en el siglo xviii, es una heredera de la época del gusto. El objeto al que en último término conduce el nuevo concepto de método de la Crítica de la facultad de juzgar es pues la historia. La estética es la antecesora de la historiografía. En la medida en que enseñó a comprender la individualidad, descubrió al mismo tiempo el mundo individual de la historia y el problema de su conocimiento. El siglo xviii es la cuna del sentido histórico, porque es la patria de la esté-tica” (Baeumler, op. cit., p. 15).

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iónmente un concepto universal del que el símbolo sería un ejemplo.

La reflexión es aquí una comparación que busca llegar a saber algo acerca de ese concepto, a partir de su confrontación con su expre-sión sensible, que de alguna manera es construcción arbitraria. Por mi parte, no encuentro razones de peso que impidan considerar a la idea estética como símbolo, y en consecuencia atribuir a aquélla, es decir a la obra de arte, el valor cognoscitivo que se reconoce a éste. Entonces habríamos superado el obstáculo que impide la consideración de la obra de arte como conocimiento, si bien no en un sentido determinante ni reflexionante-inductivo.

Pero acaso existe un segundo motivo que impide a Kant otorgar un valor cognoscitivo a la obra de arte: aun en el caso de que ésta expresara un conocimiento sui géneris, la vinculación entre ese su-puesto conocimiento y el placer que se anuncia en el juicio de gusto perdería todo fundamento. En la doctrina kantiana acerca del arte hay un hecho que no puede pasar desapercibido. Se trata de que los análisis de Kant se refieren siempre al arte bello, y el énfasis de su atención sobre el genio recae en su carácter de productor de arte bello:“Para el arte bello serían entonces necesarias imaginación, entendi-miento, espíritu y gusto” (CJ, § 50, b 203). Simplificadas las exigencias, podríamos decir que para la producción del arte bello –y en cierta manera también para su recepción– se requiere de genio y gusto. Implícitamente –y en ocasiones algo más explícitamente– Kant reconoce pues que a la obra de arte no le es inherente la belleza, y bien podríamos concebir entonces la posibilidad de una obra de arte no bella. Con todo, tal posibilidad no parece interesarle, tal vez, porque sin la belleza –es decir, sin atender a los requerimientos del gusto–, desaparecerían los fundamentos sobre los que descansa la pretensión de validez universal del placer que expresa el juicio de gusto. Con todo, nada nos impide diferenciar, en el interior mismo de la obra de arte, sus valores en términos de “gusto” y en términos de “conocimiento”. Su coincidencia no se descarta pero tampoco se afirma como necesaria, y en todo caso una teoría sobre el juicio acerca de la obra tendría que dar cuenta de ambos aspectos.

En esta introducción, y también en la presente investigación, me conformaré con dejar tan sólo insinuado el acicate que significó el conocimiento estético para la configuración de una “lógica” del conocimiento histórico, es decir, del conocimiento de lo individual.

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Mayor atención habré de consagrar a las pretensiones cognosciti-vas de la producción artística poskantiana. Acaso con espíritu muy kantiano, tampoco se pretende aquí un conocimiento acerca de lo útil, ni uno que reemplace al de las ciencias, sean éstas naturales o del espíritu. Pero sin la consideración de la obra de arte como cono-cimiento, toda recepción resulta hoy en día inadecuada. Por lo que a la doctrina estética kantiana se refiere, tendríamos que concluir que, aunque entreviendo un potencial cognoscitivo en la obra de arte, éste se subordina a las exigencias del juicio de gusto. Como he afirmado anteriormente, resultaría más adecuado pensar que la obra de arte es el objeto posible de dos tipos de juicio, ninguno de los cuales la agota. En efecto, ella puede ser examinada desde las exigencias del gusto, o desde su valor cognoscitivo.

Esbozados en sus lineamientos más generales los dos ejes temáti-cos centrales de esta investigación, debo al lector una explicación sobre secciones de la misma que versan sobre asuntos que podrían parecerle colaterales, secundarios, o incluso irrelevantes con res-pecto a los problemas centrales. Pese a que Kant es muy parco en sus referencias explícitas a autores que le antecedieron, no me cabe duda de que su reflexión presupone una recepción del “estado de la ciencia”. Se inscribe, pues, dentro de una tradición de problemas y de intentos de solución que no comienza con él. Con miras a una cabal comprensión de su originalidad, y también de sus limitacio-nes, me ha parecido pertinente destacar, al menos en sus líneas más generales, los núcleos problemáticos que le antecedían.

Así, pues, aunque para Kant la utilidad moral de la experiencia de lo bello es asunto ya resuelto –y ello por la vía de independizar ambas dimensiones–, también ya he aludido al hecho de que en su momen-to originario la reflexión estética moderna afirmó su indisoluble relación. Me ha parecido entonces que la cabal comprensión tanto de la afirmación de la autonomía del gusto con respecto a la moral, como la redefinición de las relaciones entre ética y estética, requería al menos de una ilustración acerca de la tesis común que se negaba (capítulo ii). Pero a su vez, quienes en el siglo xvii afirmaban que la experiencia de lo bello se justificaba en términos de su utilidad moral se remitían para ello a la autoridad de los antiguos. Dado que no se trata de una referencia adjetiva, sino que por el contrario se ubica en el núcleo mismo de estas reflexiones estéticas, decidí

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iónentonces incursionar en los aspectos más pertinentes de la herencia

de los antiguos (véase el Anexo). Pese a que las conclusiones plató-nicas contradicen las pretensiones de los neoclásicos modernos y cortesanos, paradójicamente éstos están más cerca de Platón que de Aristóteles, de quien se reclamaban fieles continuadores.

La paulatina pero progresiva disolución de los vínculos afirmados por la estética neoclásica obedece a la paulatina pero también pro-gresiva configuración de la realidad urbana moderna. Las necesi-dades estéticas –en adelante no restringidas a la de la belleza– de los nuevos receptores encuentran expresión en las reflexiones que ahora privilegian aspectos antes subordinados en la experiencia de lo bello. Si la nueva estética hubiese requerido de justificación en la autoridad de los antiguos, es indudable que la habría encontrado en la Poética aristotélica. Sobre ésta pesa una carga interpretativa acumulada desde el Renacimiento, que sólo hasta finales del siglo xix fue puesta en cuestión. Esta nueva exégesis propuso la conve-niencia de dilucidar pasajes enigmáticos de esta obra fragmentaria a partir del hombre político que también era el Estagirita. Así, sin entrar en polémica explícita con las preocupaciones morales de su maestro, Aristóteles habría reconocido el advenimiento de una po-lis que ya no era la ideal deseada por aquél. Junto a las necesidades de educación, Aristóteles se percata de que también existen las de descanso, de diversión, de purificación, todas ellas coloreadas se-gún la estratificación social de los receptores urbanos:

De un modo parecido, también los cantos catárticos procuran

a los hombres una alegría inocente. Por este motivo hay que

procurar que los participantes en los concursos musicales eje-

cuten melodías y armonías de este tipo, y ya que el público es

diverso: de un lado, el libre y educado, y por otro el vulgar, com-

puesto por obreros manuales, campesinos y otros por el estilo,

hay que ofrecerles también a ellos competiciones y espectáculos para su

recreo. De igual modo que sus almas se encuentran desviadas de

su tendencia según la naturaleza, también hay desviaciones de

las armonías y canciones: las composiciones agudas y de tonos

chillones. A cada uno le causa placer lo familiar a su natural; por

eso hay que dar libertad a los concursantes para emplear tal género de

música para tal género de espectadores7.

7 Aristóteles, Política, 1342. Cursiva mía.

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Sin una estrategia que se proponga aliviar las diversas necesidades pasionales de una población igualmente diversa, no cabe esperar la estabilidad de la polis. Como se verá, una perspectiva semejante animaba a las reflexiones estéticas del moderno Burke (capítulo iii). Kant las conoce e incluso las comparte, aunque señala algo que para Aristóteles era evidente: si la experiencia estética de lo bello se redujese a cumplir tal función, inútilmente podía esperar-se de ella la universalidad de su validez. En este último sentido, las investigaciones de Hutcheson resultaban más pertinentes, si bien implicaban la aceptación de presupuestos altamente discutibles. La alternativa kantiana resulta pues de un complejo proceso de recepción crítica de estos antecedentes.

Es un hecho entonces que la teoría estética kantiana está inserta en el flujo reflexivo de la estética moderna. En mi exposición he querido resaltar ese carácter receptivo de la tercera crítica, creyendo que ello puede arrojar luces para su comprensión. En ese sentido, creo que la pertinencia de una exposición más o menos detallada de los antecedentes modernos más inmediatos está justificada. Pero tal vez no ocurra lo mismo con los antiguos, cuyo influjo sobre Kant es más lejano, y en todo caso mediado por su recepción en los modernos. Esa razón me ha llevado a ubicar mi exposición sobre las reflexiones poéticas de Platón y Aristóteles en un anexo, esperando así no interrumpir la secuencia de los influjos más inmediatos.

Lo que aún hoy, y de manera más o menos espontánea llamamos experiencia de lo bello, presupone un complejo proceso tanto de control del mundo sensitivo, como de cuidadosa diferenciación y jerarquización de sus contenidos. Sin tal proceso resultarían in-compresibles tanto la civilización moderna, como la experiencia, en lo que tiene de moderno, de la belleza. Explorarlo es el propó-sito del capítulo i, que hará las veces de introducción y de “bajo continuo” de todo el trabajo.