Evlj 2012 sesión 2 fe e iglesia

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Escuela Virtual RCCLJ 2012 Sesión 2 (02 29- 2012)

Fe e IglesiaLa eclesialidad del acto de fe

Texto Bíblico: Jn 20, 24-29

Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 143, 153, 154, 155, 157, 176, 179

La fe es un don que hemos recibido de Dios, nunca algo fabricado o inventado; requerirá por tanto a la vez actividad y receptividad, un acoger y un realizar, un don y una tarea, en definitiva.

En la fe se encuentra implicada toda la persona. La fe es un acto por el cual el hombre “se abandona a Dios por entero, libremente, prestándole el pleno obsequio del intelecto y de la Voluntad” (DV, 5).

La pregunta de las gentes en el día de Pentecostés “Que hemos de hacer?” nos muestra como la fe es un acto personal, pero no es un acto aislado. Creer es un acto eclesial: es la persona la que cree, y es al mismo tiempo la Iglesia la que cree.

«La fe es una orientación de la totalidad de nuestra existencia: es una opción fundamental que se extiende a todos los ámbitos de nuestra existencia y que, además, solo se alcanza si es portadora de todas las fuerzas de esa existencia nuestra. La fe no es un acontecimiento meramente intelectual, ni meramente voluntario, ni meramente emocional, sino todo ello a la vez: es un acto del yo en su totalidad, de la entera persona en su unidad abarcante. En este sentido, en la Biblia se le designa como un acto del 'corazón' (Rm 10,9)» [J Ratzinger, Evangelio, catequesis, catecismo, 20-21].

A la Iglesia esta confiada la revelación (Cfr. Mt 16, 17). La fe está intrínsecamente ligada a la vida del Pueblo de Dios, a su misma naturaleza. Más aún, como enseña el Catecismo, «“creer” es un acto eclesial. … “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre” (San Cipriano de Cartago)» (CEC, 181).

«La Iglesia, que es “columna y fundamento de la verdad”, guarda fielmente “la fe transmitida a los santos de una vez para siempre”. Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe» (CEC, 171).

«Desde su nacimiento en Jerusalén, el día de Pentecostés, la Iglesia “persevera en oír la enseñanza de los Apóstoles”, y esto significa el encuentro recíproco, en la fe,

de los que enseñan y de los que son instruidos» (Juan Pablo II). El Pueblo de Dios ha de ser, en ese encuentro recíproco, fiel guardián de la fe. Por eso la presentación de la fe como acto personal necesita ser completada con la dimensión eclesial del creer.

La fe nos viene por la Iglesia. La Iglesia es madre y maestra: madre de la fe, porque en ella nos engendra; maestra porque nos guía en el camino; nos ilustra las verdades de fe y nos ayuda a testimoniarlas con la vida.

La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. Dice el Catecismo: «La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe» (CEC, 168).

La fe depende por tanto de algo más que está fuera de mí mismo. El hombre no encuentra por sí mismo la revelación de Dios, sino que la recibe en el seno de la comunidad creyente que es la Iglesia, y en la Iglesia es donde confiesa su fe en esa revelación. Decía el Card Ratizinger: «Es evidente que la fe no es el resultado de una cavilación solitaria en la que el yo deja volar la fantasía y, libre de toda atadura, medita exclusivamente sobre la verdad; [la fe] es más bien el resultado de un diálogo, la expresión de una escucha, de una recepción y una respuesta que, mediante el intercambio entre el yo y el tú, lleva a la persona, al 'nosotras de quienes creen lo mismo. San Pablo dice que la fe viene 'de la escucha' (Rm 10,17» [J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 79].

El acceso a la fe tiene lugar a través de la Iglesia que es la “Esposa” de Cristo, con quien comparte todo su ser-Iglesia. Esto se puede percibir ya desde el mismo origen del acto de fe. Nadie puede creer sino como fruto de la predicación, que es siempre un acto eclesial: «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!... Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rom 10,14-15.17) Si la revelación se recibe en la Iglesia, la eclesialidad es una nota intrínseca a la fe del creyente individual.

Fe, bautismo e Iglesia. La fe y la pertenencia a la Iglesia vienen por el primero de los sacramentos. Como la madre engendra al hijo, así también la Iglesia genera a la fe a través del Bautismo. «¿Qué pides a la iglesia?», pregunta el ministro durante el rito del Bautismo. La respuesta es: «La fe». Y después: «¿Qué te da la fe?», nosotros respondemos: «La vida eterna». Se trata de un diálogo de fe que se inicia en el bautismo y que forma parte de la vida misma de la Iglesia: «el bautismo funda comunidad de nombre con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Bajo este aspecto, es comparable al proceso de la celebración del matrimonio, que crea entre dos personas una comunidad nominal, en la que se expresa que -a partir de ahora- constituyen una unidad nueva» [J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 34]

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«Por eso son esenciales para la fe: la profesión [personal de esta misma fe], la palabra y la unidad que la hace operante y, finalmente, la comunidad que llamamos Iglesia. La fe cristiana no es idea, sino vida; no es espíritu para sí, sino encarnación: espíritu en el cuerpo de la historia y en el nuestro» [J. Ratzinger, oc, 85].

La eclesialidad del acto de fe. En la Iglesia nos encontramos para crecer juntos con los demás. El cristiano recita el Credo de la Iglesia con la Iglesia, con la Iglesia y en nombre de la Iglesia.

Para que el acto de fe sea personal y eclesial al mismo tiempo es preciso que se dé una cierta identificación del sujeto creyente con la Iglesia. Esta identificación se puede encontrar en dos momentos: - el creyente está en la Iglesia y de ella recibe el contenido y el modo de creer; y - la Iglesia es la comunidad de los creyentes.

El creyente profesa su fe en la Iglesia: La fe crece en un determinado ámbito, que es lo que llamamos Iglesia. Cuando profeso la fe siempre advierto mi dependencia de la Iglesia. Nuestra fe es la fe de la Iglesia universal. El creyente, como miembro de la comunidad cristiana esta en comunión con la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre, profesa su fe con toda la Iglesia. Cada “yo creo” se une a otros “yo creo”

Muchas veces los creyentes no saben dar razón de la credibilidad de la propia fe con pruebas científicas o documentaciones historias, y por ello confía en la Iglesia, que posee las pruebas de la fe maduradas en su larga historia, por la búsqueda de sus “doctores” y sus santos.

El creyente profesa su fe con la Iglesia, la comunidad de los creyentes: La Iglesia no es una pura realidad mística sino realización histórica y expresión de la communio de los creyentes. Somos Iglesia. Vivimos la fe “con-viviendo”, en una Familia que existe antes de nacer nosotros. Nos da más que le damos.

Cuando se recita el Credo, ya sea en la celebración eucarística o en la intimidad personal, se profesa junto a la Iglesia, El Credo tiene una dimensión comunitaria, eclesial. El yo del credo abarca también el paso del yo privado al yo eclesial. Dice Santo Tomás: “La confesión de fe se entrega en el símbolo, como una confesión que se hace en nombre de toda la Iglesia, la cual está unida a Dios por medio de la fe” (S.Th. II-II, q. 1, a. 9 ad 3)].

El bautizado proclamando su fe se siente sostenido por el testimonio de toda la Iglesia. La profesión de la fe es siempre un acto que, aunque personal, tiene como marco a la comunidad toda: «La fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros» CEC, 166.

La eclesialidad del acto de fe significa que el sujeto debe hacer suya la fe de la Iglesia, y que esta fe se expresa y existe en el acto de fe de quien mantiene vivo su vínculo con la communio. Al vivir su fe, el creyente no sólo construye su propia existencia, sino que al mismo tiempo edifica la Iglesia, de manera que el del individuo es el creo de la Iglesia, no el credo de creyentes aislados

El creyente al profesar su fe hace presente la fe la Iglesia. El cristiano que participa de la comunidad de los creyentes en Cristo, ofrece al mundo el testimonio de la única fe eclesial compartida según la propia vocación y profesión.

La fe. Aunque es una elección personal no es posesión de una persona o un grupo. Pertenece a todo el pueblo de Dios. El “yo creo” siempre es un “nosotros creemos”. Por lo tanto exige docilidad y obediencia a la Iglesia.

De ahí que la fe no puede manipularse a mi gusto, según las circunstancias o modas del tiempo, «La fe no es fruto de mis pensamientos, sino que me viene de fuera. Por eso, la palabra no es algo de lo que dispongo y cambio a mi antojo, sino que es anterior a mí mismo: precede siempre a mi pensamiento. La nota peculiar del acontecimiento de la fe es el carácter positivo de lo que viene a mí, de lo que no nace en mí y me abre a lo que no puedo darme a mí mismo». [J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 81].

Para ello es indispensable la fidelidad a la fe de la Iglesia por parte de todos sus hijos, pero particularmente por parte de aquellos en quienes recae el ministerio de enseñar: «El que se hace discípulo de Cristo tiene derecho a recibir la “palabra de la fe” no mutilada, falsificada o disminuida, sino completa e integral, en todo su rigor y su vigor» (Catechesi tradendae, 30).

En la fidelidad a la transmisión de la fe eclesial se juega la fidelidad al mismo Jesucristo y la vitalidad de la Iglesia. Un campo en el cual esta fidelidad eclesial reviste particular importancia es el de la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura. Muchas corrientes actuales de exégesis rechazan de plano toda referencia a la Sagrada Tradición y se niegan a aceptar criterio alguno fuera de sus propios parámetros racionales y a la larga subjetivos. Conducen así a una lectura de la Palabra de Dios desarraigada de toda referencia eclesial.

Exigencia de la caridad. La plena y total fidelidad a la fe de la Iglesia, la adhesión al Magisterio que la explicita, es una exigencia de la caridad. Esa fidelidad no sólo es un asunto de coherencia personal, sino que está ligada firmemente a la obra de Nueva Evangelización a la que cada miembro de la Iglesia está convocado. Los primeros cristianos eran alabados porque tenían «un solo corazón y una sola alma». También hoy nosotros estamos llamados a profesar la fe con las mismas palabras y el mismo corazón.

En la común profesión de la fe eclesial, la Iglesia encuentra también el fundamento de su comunión, de su unidad, que le permite proyectarse al mundo como germen de unidad: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la

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esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,4-6).

El Catecismo remarca con fuerza este carácter unificador de la fe: «Desde siglos, a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe, recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre» (CEC, 172).

Taller

Lee y comenta:

San Ireneo afirma que la Iglesia mantiene la misma fe, predica la misma verdad, que enseña y transmite con voz unánime, como si tuviese una sola boca: «La Iglesia, en efecto, aunque dispersa por el mundo entero hasta los confines de la tierra, habiendo recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe... guarda (esta predicación y esta fe) con cuidado, como no habitando más que una sola casa, cree en ella de una manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón, la predica, la enseña y la transmite con una voz unánime, como no poseyendo más que una sola boca. Porque, si las lenguas difieren a través del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania tienen otra fe u otra Tradición, ni las que están entre los iberos, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro del mundo...» (San Ireneo de Lyón, Adversus haereses, 1,10,1-2, citado en CEC, 173-174).

«La fe en el único Dios implica necesariamente el reconocimiento de la voluntad de Dios: la adoración de Dios no es sin más una inmersión, sino que nos devuelve a nosotros mismos y nos propone la tarea de la vida cotidiana, requiere todas las energías de la inteligencia, del sentimiento y de la voluntad» [J Ratzinger, La Chiesa, Israele e le religioni del mondo, 65].