Examen de Formadores

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U-ni-ver-si-ta-rios, por Gustavo Rodríguez Hace dos semanas estuve en el norte del país y me detuve en la puerta de una universidad de reciente formación. Como por esos días la discusión sobre la nueva Ley Universitaria estaba en su mayor fragor, se me ocurrió hacer un experimento: le pregunté a varios de esos chicos que entraban y salían quién era el presidente de su región. De diez universitarios a los que abordé con cara de turista curioso, siete pusieron cara de azoramiento. Sencillamente, no lo sabían. Los expertos que viven de tomarle el pulso a lo que ocurre en nuestro país nos dicen que la mayoría de jóvenes prefiere desentenderse de la política. Pero créame que constatarlo cara a cara, con universitarios que viven en una ciudad “floreciente”, produce pavor y hasta cólera, porque lo que vi en esos rostros no era el desencanto de la política, sino el balbuceo de la estupidez que deja un sistema educativo perverso. Es el mismo rostro que veo cuando, a veces, universitarios veinteañeros llegan a mi casa a entrevistarme porque se lo dejaron de tarea (así lo dicen, como si vinieran del colegio) y tartamudean y leen sí-la-ba por sí-la-ba las pre-gun-tas de un papelito sudado. Los trato con paciencia, les pongo mi mejor cara y los despido con una sonrisa indulgente porque sé que no tienen toda la culpa: ellos y sus padres han caído en esa estafa refrendada por nuestro Estado según la cual un diploma universitario expedido en el Perú es la principal llave para ser alguien en la vida. Porque no me van a decir que esos títulos “a nombre de la Nación” no son la mejor prueba de ese aval de la mediocridad. A menos que usted sea un universitario peruano que no procesa bien lo que lee, ya debe quedarle clara mi posición con respecto a si nuestra educación universitaria necesita o no una reforma. Si la sapiencia que muestran los egresados de esas universidades privadas formadas en los últimos veinte años no le preocupa, pues sí debería inquietarle que nuestra más prestigiosa universidad privada ocupe el puesto 30 en el ránking QS de América Latina. Sobre las mejoras que puedan hacerse a la reciente Ley Universitaria no debería opinar alguien como yo, porque no estoy calificado. Pero, si me lo permiten, quizá pueda hacer notar que con tanta discusión sobre esta ley estamos dejando de lado dos temas más importantes. El primero: que nuestros males universitarios son el resultado de un problema mayor. Mientras el Estado no invierta en la primera infancia y en la educación básica, a la edad universitaria llegarán jóvenes –y catedráticos– con taras prácticamente irremediables. Y lo segundo: son necesarias las acciones más audaces y los más grandes altavoces para quitarle a la educación universitaria esa aura de éxito exagerado que ostenta aquí y poner a ese mismo nivel los beneficios de una buena educación técnica, que es lo que más necesita un país con nuestras características. Porque siempre será mejor un país lleno de buenos técnicos que de universitarios mediocres.

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U-ni-ver-si-ta-rios, por Gustavo Rodríguez

Hace dos semanas estuve en el norte del país y me detuve en la puerta de una universidad de reciente

formación. Como por esos días la discusión sobre la nueva Ley Universitaria estaba en su mayor fragor, se me

ocurrió hacer un experimento: le pregunté a varios de esos chicos que entraban y salían quién era el presidente

de su región. De diez universitarios a los que abordé con cara de turista curioso, siete pusieron cara de

azoramiento. Sencillamente, no lo sabían. 

Los expertos que viven de tomarle el pulso a lo que ocurre en nuestro país nos dicen que la mayoría de

jóvenes prefiere desentenderse de la política. Pero créame que constatarlo cara a cara, con universitarios que

viven en una ciudad “floreciente”, produce pavor y hasta cólera, porque lo que vi en esos rostros no era el

desencanto de la política, sino el balbuceo de la estupidez que deja un sistema educativo perverso. Es el mismo

rostro que veo cuando, a veces, universitarios veinteañeros llegan a mi casa a entrevistarme porque se lo dejaron

de tarea (así lo dicen, como si vinieran del colegio) y tartamudean y leen sí-la-ba por sí-la-ba las pre-gun-tas de

un papelito sudado. Los trato con paciencia, les pongo mi mejor cara y los despido con una sonrisa indulgente

porque sé que no tienen toda la culpa: ellos y sus padres han caído en esa estafa refrendada por nuestro Estado

según la cual un diploma universitario expedido en el Perú es la principal llave para ser alguien en la vida. Porque

no me van a decir que esos títulos “a nombre de la Nación” no son la mejor prueba de ese aval de la

mediocridad.

A menos que usted sea un universitario peruano que no procesa bien lo que lee, ya debe quedarle clara

mi posición con respecto a si nuestra educación universitaria necesita o no una reforma. Si la sapiencia que

muestran los egresados de esas universidades privadas formadas en los últimos veinte años no le preocupa, pues

sí debería inquietarle que nuestra más prestigiosa universidad privada ocupe el puesto 30 en el ránking QS de

América Latina. 

Sobre las mejoras que puedan hacerse a la reciente Ley Universitaria no debería opinar alguien como

yo, porque no estoy calificado. Pero, si me lo permiten, quizá pueda hacer notar que con tanta discusión sobre

esta ley estamos dejando de lado dos temas más importantes. El primero: que nuestros males universitarios son

el resultado de un problema mayor. Mientras el Estado no invierta en la primera infancia y en la educación básica,

a la edad universitaria llegarán jóvenes –y catedráticos– con taras prácticamente irremediables. Y lo segundo: son

necesarias las acciones más audaces y los más grandes altavoces para quitarle a la educación universitaria esa

aura de éxito exagerado que ostenta aquí y poner a ese mismo nivel los beneficios de una buena educación

técnica, que es lo que más necesita un país con nuestras características. Porque siempre será mejor un país lleno

de buenos técnicos que de universitarios mediocres.

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EL DCN EN SU LABERINTO (LUIS GUERRERO)

Más allá de sus buenas intenciones, el DCN pagó caro una historia de diez años de manipulaciones arbitrarias. El salto hacia adelante es inevitable: Hay quienes reclaman el regreso al Diseño Curricular Nacional, creyendo que la nueva política curricular de la educación básica y los diversos instrumentos que está diseñando confunden al docente. Muy fácilmente olvidamos el laberinto en el que nos introdujo, ciertamente sin intención ni consciencia plena, y del que hoy estamos tratando de salir.

Empecemos por el final. El DCN plantea un resultado como conclusión de toda la escolaridad, es decir, describe qué clase de jóvenes son los que egresarían como producto de tantos aprendizajes. Dice que al 2021 el sistema escolar cumpliría 11 propósitos en la formación de los estudiantes, relacionados con su identidad, el dominio del castellano y su lengua materna, el pensamiento matemático y el desarrollo del cuerpo, entre otros.

Sin embargo, más adelante dice que los egresados deben exhibir ya no once sino 16 características. Éstas, en buena medida, no coinciden con los 11 resultados anteriores y más bien aportan novedades, como flexibilidad, emprendimiento, sensibilidad, proactividad, etc.

El desconcierto no acaba allí. En una sección denominada «logros educativos por niveles», el DCN propone ya no once ni dieciséis sino 8 aprendizajes que debieran lograrse desde la Inicial hasta el fin de la Secundaria. Éstos recogen algunos de los anteriores pero con formulaciones diferentes, y dejan fuera varios otros sin mediar explicación alguna. Por si fuera poco, en la sección de valores, el DCN agregará 6 aprendizajes terminales más: justicia, libertad, autonomía, respeto, tolerancia y solidaridad, sin hacer explícita su relación con todo lo anterior.

Finalmente, si examinamos los logros del último ciclo de la secundaria, en la esperanza de encontrar allí una mayor convergencia con los diversos perfiles de salida antes señalados, encontraremos esta vez ya no once, dieciséis, ocho ni seis, sino 28 competencias. Varias de ellas rozarán algunos de los resultados anteriores, aunque redactadas diferente y en distintos nivel de especificidad, y varias tomarán distancia.

¿Cuál de todos estos distintos conjuntos de aprendizajes es finalmente el referente de llegada de toda la escolaridad? Esta confusión impide identificar el punto de convergencia de la enseñanza en todos los grados y niveles del sistema escolar, propiciando la dispersión de los esfuerzos. El DCN tampoco explica cómo se relacionan unas categorías con otras, ni cada resultado de aprendizaje entre sí. Lo que es más grave, tampoco los relaciona con las mallas curriculares por áreas y niveles, lo que significa que el profesor no sabría cómo enseñar todo eso en su aula, además de lo que cada área curricular le demanda para cada ciclo.

Si asomamos a las áreas curriculares tropezaremos con el mismo problema de coherencia. Por ejemplo, en el área de Comunicación se lee que un niño de 5 años, al que llamaremos Pedro, debería aprender en el Jardín a comprender e interpretar mensajes de diferentes imágenes y textos verbales de su entorno, expresando con claridad y espontaneidad sus ideas. Cuando Pedrito termine 2° grado de primaria, ya podría comprender textos narrativos y descriptivos de estructura sencilla a partir de sus experiencias previas, reconociéndolos como fuente de disfrute y conocimiento. Pero el DCN ya no dice nada sobre cómo debiera expresar ahora sus ideas.

Pedro, al terminar 4° grado, debiera poder comprender textos informativos, instructivos, poéticos y dramáticos, valorando la información como fuente de saber. El DCN nuevamente omite la expresión de ideas, no vuelve a mencionar sus experiencias previas y la valoración de las fuentes ya no está asociada al disfrute. Terminando la primaria, Pedrito ya podría comprender textos discontinuos o de otro tipo sobre temas de su interés, y expresar el valor de un texto como fuente de disfrute, conocimiento e información. El DCN hace reaparecer aquí la noción de disfrute, ahora habla de información y conocimiento en vez de saber, y vuelve a omitir tanto las experiencias previas como la capacidad de expresar ideas.

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Hay brechas también entre el enfoque pedagógico de las áreas curriculares y sus competencias y capacidades. Por ejemplo, el DCN plantea para el área de Ciencia y Ambiente en 6° grado de primaria «movilizar la actividad indagatoria de los niños y niñas, partiendo de su curiosidad natural y humana e instrumentando la construcción de sus conocimientos por medio de la indagación y sus procesos». Pero en la malla curricular del área, la gran mayoría de capacidades alude a la adquisición de conocimientos: identifica, diferencia, localiza, reconoce, clasifica, organiza, deduce, compara, describe, aplica, relaciona, comprende. Verbos como explorar, investigar o experimentar son escasísimos. ¿Dónde quedó entonces el niño investigador?

Naturalmente, un profesor que se limita a enseñar lo que el currículo le indica para su grado o ciclo, que no se fija en lo que aprendió antes y en lo que deberá aprender en el ciclo siguiente, que se saltea la lectura del enfoque del área y no presta atención a los perfiles de salida, no va a notar estas contradicciones. Quien las va a sufrir es el estudiante y se reflejará en su rendimiento.

El Marco Curricular Nacional representa un esfuerzo por simplificar y dar mayor coherencia al currículo, responsabilizándose de que cada frase que se elija colocar tenga consecuencias claras en las aulas. Nos toca ahora fortalecer este proceso pues, valgan verdades, no hay dónde volver.

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