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1 EXCESIVA ONEROSIDAD SOBREVINIENTE: Estudiando diversas alternativas para esta presentación, escogí finalmente la del estudio de una de las figuras que más discusiones ha suscitado y sigue suscitando en el ámbito del derecho privado: la de la “excesiva onerosidad sobreviniente”, conocida también bajo la denominación, menos apropiada, de “teoría de la imprevisión”. Decimos que esta última es menos apropiada, en tanto, como poco más adelante se verá, la figura, que no la teoría pues está legislativamente consagrada, no se refiere solamente a lo imprevisto, sino también a lo imprevisible. Adicionalmente, que las condiciones posteriores al negocio sean imprevistas o imprevisibles, es apenas un requisito para enfrentar el tema central, a saber: que exista una carga desproporcionada para alguno o algunos de los contratantes por hechos sobrevinientes a la contratación y no tenidos en cuenta en el momento de su convenio. El derecho privado contemporáneo se orienta, al parecer de manera definitiva, por el camino de exigir una proporcionalidad en las cargas que resultan de la contratación, abandonando su culto previo y exagerado al respeto por las decisiones particulares, cuando éstas no consultan un principio de justicia, de equidad. El reciente estatuto del consumo, que nos coloca en la senda ya bien transitada del derecho comparado, reconociendo las muy frecuentes asimetrías en las relaciones negociales, viene a ser una prueba palpable de esa tendencia sobre la cual deberemos regresar. Dentro de esta orientación se inserta el tema del presente escrito que busca, ya no exigir el equilibrio prestacional, sino restablecerlo cuando quiera que se ha roto por hechos

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EXCESIVA ONEROSIDAD SOBREVINIENTE:

Estudiando diversas alternativas para esta presentación, escogí finalmente la del estudio de una de las figuras que más discusiones ha suscitado y sigue suscitando en el ámbito del derecho privado: la de la “excesiva onerosidad sobreviniente”, conocida también bajo la denominación, menos apropiada, de “teoría de la imprevisión”. Decimos que esta última es menos apropiada, en tanto, como poco más adelante se verá, la figura, que no la teoría pues está legislativamente consagrada, no se refiere solamente a lo imprevisto, sino también a lo imprevisible. Adicionalmente, que las condiciones posteriores al negocio sean imprevistas o imprevisibles, es apenas un requisito para enfrentar el tema central, a saber: que exista una carga desproporcionada para alguno o algunos de los contratantes por hechos sobrevinientes a la contratación y no tenidos en cuenta en el momento de su convenio.

El derecho privado contemporáneo se orienta, al parecer de manera definitiva, por el camino de exigir una proporcionalidad en las cargas que resultan de la contratación, abandonando su culto previo y exagerado al respeto por las decisiones particulares, cuando éstas no consultan un principio de justicia, de equidad. El reciente estatuto del consumo, que nos coloca en la senda ya bien transitada del derecho comparado, reconociendo las muy frecuentes asimetrías en las relaciones negociales, viene a ser una prueba palpable de esa tendencia sobre la cual deberemos regresar.

Dentro de esta orientación se inserta el tema del presente escrito que busca, ya no exigir el equilibrio prestacional, sino restablecerlo cuando quiera que se ha roto por hechos

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ajenos a las partes y que éstas no tuvieron o no pudieron tener en cuenta al contratar. Como comentario marginal, el propósito de que se restituya un balance en las obligaciones recíprocas, es uno de los argumento que se vienen utilizando para sostener que es voluntad del régimen jurídico que este balance exista siempre en las relaciones negociales.

Una de las razones de mi decisión, acaso la más importante entre ellas, es el preocupante rechazo que la figura viene provocando entre los cultores del derecho privado, muy frecuentemente reacios a admitir lo que se considera una intromisión de aquello que la obra clásica de GEORGES RIPERT denominó hace casi un siglo como “La Regla Moral en las Obligaciones Civiles” . Son casi que 1

proverbiales afirmaciones tales como la intangibilidad del negocio jurídico; el respeto por la seguridad de los tratos o principio del “pacta sunt servanda”; la imposible intromisión del poder judicial o administrativo en los pactos, porque admitirla sería sustituir la voluntad de los contratantes; etc. Como si el derecho privado pudiera sustraerse al imperativo de la justicia, de la equidad en las relaciones humanas; como si esta rama de la ciencia pudiera ser ajena a los principios y valores derivados de la Carta.

Muestra de la resistencia que la figura tiene en el ámbito de los estudiosos del régimen general de las obligaciones, son las palabras con las cuales el libro de OSPINA FERNÁNDEZ y OSPINA ACOSTA inicia el brevísimo 2

tratamiento que hace del tema, dándole una especie de

Gerges Ripert, “La Régle Morale dans les Obligations Civiles”, Librairie Générale de Droit et 1Juirisprudence, París, 1949.

“Teoría General de los Actos o Negocios Jurídicos”, Editorial Temis, Bogotá 1983, 2

pág. 80.

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entierro de pobre: “Nuestro Código de Comercio, a imitación del Código Civil italiano (art. 1467), le adjudica a la clasificación de que se trata (la de los contratos de ejecución instantánea, diferida, continua y de tracto sucesivo) otra aplicación que ya no es inútil, sino desafortunada (….) Con razón ha considerado la doctrina que esa teoría no solamente rompe la estructura del derecho latino en materia de responsabilidad moral, sino que también mina la seguridad del comercio y abre la puerta a la mala fe en la ejecución de los contratos, ya que cohonesta la imprevisión y la temeridad de los contratantes, quienes en vista de un negocio complejo y de resultados dudosos, se arriesgan a celebrarlo si saben que, a la postre, pueden alegar el cambio de las circunstancias en que lo hicieron”.

La crítica anterior resume las diferentes andanadas que se han lanzado contra esta figura que, con todo, implica una medida de justicia, cuando quiera que las condiciones en que se convino un negocio jurídico han variado muy sensiblemente, de manera tal que uno o varios de los contratantes, sin culpa de su parte, estén siendo llevados a soportar cargas en la ejecución de lo pactado que superan en mucho cuanto era previsible en la fecha de celebración del negocio, ante la presencia de circunstancias posteriores que cambian de manera importante el equilibrio del acuerdo.

La doctrina francesa, acaso la más reacia a admitir la figura y hoy en día con una posición prácticamente insular al respecto, se vio con todo en la necesidad de admitir la figura, a través de una serie de esguinces jurídicos, con ocasión de las dos guerras mundiales que hicieron añicos las posibles previsiones anteriores de los contratantes.

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Por cuanto una de las causales de exoneración del cumplimiento de lo pactado es la fuerza mayor o el caso fortuito, capaces de l levar a una imposibi l idad sobreviniente, debemos en este punto inicial del tratamiento de la figura, como lo hacen la obra de OSPINA FERNÁNDEZ y un escrito preparado para su clase por el 3

Profesor JORGE OVIEDO , sentar la diferencia entre el 4

caso fortuito, ajeno a las previsiones normales, y la excesiva onerosidad sobreviniente, en tanto las dos figuras tienen proximidad una con otra. Por caso fortuito debemos entender aquel, igualmente posterior al negocio jurídico, imposible de prever e imposible de resistir. Por el contrario, cuando hablamos de excesiva onerosidad sobreviniente, nos estamos refiriendo a una dificultad, costo o requerimiento de elementos no tenidos en cuenta al momento de contratar, que llevan a que una o varias de las prestaciones debidas se hagan excesivamente pesadas para quienes deben soportarlas, mucho más difíciles de cuanto fue previsto o era previsible en el momento en que se adquirió la respectiva obligación. No se trata aquí de imposibilidad para cumplir, sino de dificultad para hacerlo. Esta diferencia es igualmente subrayada por VALENCIA ZEA . 5

Sin embargo, este último afirma que la excesiva onerosidad sobreviniente sólo puede considerarse en los negocios con expresión contractual, en los cuales nacen obligaciones para todas las partes, no así en aquellos unilaterales, en donde solamente una de ellas adquiere obligaciones, como ocurre en la oferta y en la opción no pactada. Nosotros, a

Op. Cit., pág. 110.3

Jorge Oviedo Albán, “Excesiva Onerosidad Sobreviniente”, escrito sin publicar.4

P. Cit., pág. 411. 5

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pesar de que la norma que consagra la figura, el art. 868 C. de Co., se refiera exclusivamente al contrato, como ocurre igualmente con mucha frecuencia en las reglas de derecho privado ante la importancia de los vínculos propiamente contractuales, no podemos desconocer la posibilidad de aplicarla igualmente a un compromiso meramente unilateral. En efecto, no parece justo desconocer la posibilidad de que, por ejemplo, en una propuesta con plazo amplio de vigencia o en una opción, se presente un 6

cambio importante en las condiciones en que dicha propuesta o posibilidad fueron formuladas, de manera tal que quepa aplicar igualmente a ellas la figura que estudiamos.

Ésta hunde históricamente sus raíces en el derecho canónico, en procura de una justicia en los vínculos jurídicos y, muy probablemente, también en la institución británica del “equity”, en la cual es posible encontrarle algunos rastros, sin bien menos claros. No obstante, cuenta con antecedentes puntuales en el Digesto y en los Glosadores. Posteriormente, al ser conscientemente desechada la figura en el Code Civil de Napoleón de 1807, se hizo proverbial la misma consideración que todavía hoy se hacen varios doctrinantes, en el sentido del “pacta sunt servanda”, es decir, los compromisos hay que cumplirlos, con independencia de las dificultades que puedan presentarse para satisfacerlos. De alguna manera, se sostuvo por varios siglos que el deudor debe correr con las contingencias con que se tropiece para el cumplimiento de aquello a lo cual se obligó.

Esta última consideración se funda en un principio, el de la sagacidad, defendido todavía por numerosos tratadistas,

Art. 853 C. de Co.6

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desconociendo que las condiciones de la vida moderna, la especialización en el suministro de bienes y servicios, el imperio de los contratos de adhesión, la ignorancia frente a las posibles evoluciones en mercados complejos y muchas circunstancias más, convierten a la mayoría de nosotros en personas inermes ante nuestros proveedores y distribuidores, quedando constreñidos a confiar en nombres comerciales, en marcas, en ofertas publicitarias, en nuestro escaso conocimiento sobre las previsiones posibles, etc.

Históricamente aparece por primera vez consagrada la figura en el derecho positivo, a través del denominado “Codex Maximilianeus Bavarius Civiles” de 1756 (parte IV, Capítulo XV), que incorporó como una cláusula tácita en los contratos la expresión del “rebus sic stantibus”, vale decir, que las partes se obligan en tanto las cosas permanezcan en las condiciones existentes en el momento del pacto respectivo. Esta cláusula operaba en tanto los cambios posteriores hubieran sido difíciles de prever y no derivaran del hecho o culpa del deudor. Dicha cláusula viene a ser una contracción de la expresión latina “contractus qui habent tractum successsivum et dependiant de futuro rebus sic stantibus intelliguntur”.

Es importante resaltar el punto de partida de esta primera normatividad: que los contratos se estipulan sobre un consentimiento atado a aquello que los contratantes pudieron tener en cuenta, porque es lo que corrientemente sucede, en tanto quienes se obligan no son videntes, ni necesariamente tienen la preparación y el conocimiento que les permitan suponer cambios importantes en el futuro de sus relaciones.

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Posteriormente otros códigos alemanes la reconocieron expresamente, como el Landrescht prusiano de 1974 (cánones 377 a 384) y el Código Civil de Austria de 1812.

El Código Civil alemán (BGB), abrió la puerta a la teoría, sin aceptarla explícitamente, con apoyo indirecto en el principio de la buena fe, en los artículos 157 y 242. Más adelante la adoptó claramente en la reforma del año 2002, No. 313. Igual hizo el Código Civil italiano, que ha seguido muy de cerca los desarrollos del alemán, en los artículos 1467 a 1469.

En España se recibió legislativamente esta posibilidad, pero únicamente en materia de predios rurales, sin embargo de lo cual la jurisprudencia la ha aceptado para otros casos, con criterios en todo caso muy restrictivos.

De otra parte, la jurisprudencia de la Corte de Casación francesa, con fundamento en el artículo 1134 del Code Civil, cuyo texto es esencialmente el mismo de nuestro art. 1602 C.C. (“Les conventions légalement formées tiennent lieu de loi á ceux qui les ont faites”) descarta frontalmente la teoría. Sin embargo, de manera excepcional, ha admitido que cuando el contrato lleva a la ruina del deudor, se puede condenar al acreedor por haber faltado a la buena fe. Esta última teoría se abrió camino con motivo de los cambios en las condiciones derivadas de los contratos, como antes se mencionó, a raíz de las dos grandes guerras del siglo pasado. Por el contrario, el Consejo de Estado francés, en el famoso caso del Gaz de Bordeaux, decidió ajustar un contrato en razón del interés público derivado de la prestación del servicio correspondiente.

Algunos autores franceses, apartándose de la tesis de que deben tenerse en cuenta las condiciones en que se contrató, han aceptado la figura con apoyo en la teoría del

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enriquecimiento sin causa, en tanto una o algunas de las partes puedan aprovecharse de las cargas que debieron sufrir otras por las nuevas condiciones en que se vio envuelta la ejecución contractual . 7

El commun law, por el contrario, siempre se ha mostrado partidario de la intangibilidad del contrato. Sin embargo, el Uniform Commercial Code de los Estados Unidos, que rige en toda la Unión, excepto en el estado de Luisiana, acepta la denominada “commercial impracticability”, cuando la prestación resultante sea económicamente irrazonable, pero solamente en virtud de un hecho previsto al menos de manera implícita. Sin embargo, no basta la desproporción cuantitativa, se requiere un cambio esencial en las condiciones. No obstante esta reticencia, el “Restement of Contracts” de los Estados Unidos está plagado de 8

decisiones judiciales en las cuales aparece el esfuerzo de los jueces por acercar a las partes en casos como los propios de una excesiva onerosidad sobreviniente. Por su parte, el sistema de precedentes inglés, a partir del famoso caso Krell v/s. Henry, admite una posibilidad paralela, la denominada “frustración del contrato”, cuando el fin perseguido por las partes no pueda alcanzarse o se alcance al margen del interés expreso o presunto de ellas al contratar.

En nuestro continente el reconocimiento expreso de la figura fue inaugurado por el artículo 1984 del Código Civil peruano y por los artículos 1440 a 1446 del recientemente derogado Código Civil argentino.

Véase Julien Bonnecase, “Traité de Droit Civile”, Tomo III, No. 305.7

Base de datos temática que, sin ser oficial, contiene los más importantes precedentes 8

judiciales de los Estados Unidos, en forma tal que sirve hoy en día de base para un sistema basado, precisamente, en esos precedentes.

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La Convención de Viena para la Compraventa Internacional, incorporada a nuestro derecho mediante la ley 518 de 1999, reconoce implícitamente la figura en su art. 79. Por su parte, los principios de Unidroit la consagran expresamente en el artículo 6.2.1 (versión 2010). Igualmente lo hacen los Principios del Derecho Europeo de los Contratos, Comisión Lando, en el artículo 6111.

Se trata, entonces, de una figura que, a pesar del rechazo de varios, ha venido abriéndose camino en el derecho comparado, a punto tal que hoy es reconocida en la gran mayoría de las legislaciones.

Nuestra Corte de manera inicial la recogió por vía jurisprudencial, sin apoyo en norma expresa, en sentencias luminosas de la denominada Corte Admirable, por los años 36 y siguientes del siglo pasado. Para esta finalidad, como para otras conquistas del Derecho, como fueron la aceptación del enriquecimiento sin causa, del abuso del derecho, del error común, etc., se echó mano de esa fórmula general y llamativa del artículo 8º de la ley 153 de 1887, que abrió la puerta y que debe seguir abriéndola para acoger novedades y conquistas del pensamiento jurídico. Como muestra de los varios pronunciamientos al respecto, podemos citar las sentencias de 29 de octubre de 1936 (XLIV, pág. 455); de 9 de diciembre del mismo año (XLIV, pág. 789); de 25 de febrero de 1937 (XLIV, pág. 613); de 23 de mayo de 1938 (XLVI, pág. 523); de 24 de marzo de 1983 (G.J. No. 2400, pág.61).

El Código de Comercio colombiano, siguiendo muy de cerca al Código Civil italiano (art. 1467), consagró la figura de la siguiente manera en el artículo 868, cuyo texto es el siguiente: “Cuando circunstancias extraordinarias, imprevistas o imprevisibles, posteriores a la celebración de

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un contrato de ejecución sucesiva, periódica o diferida, alteren o agraven la prestación de futuro cumplimiento a cargo de una de las partes, en grado tal que le resulte excesivamente onerosa, podrá ésta pedir su revisión. --- El Juez procederá a examinar las circunstancias que hayan alterado las bases del contrato y ordenará, si ello es posible, los reajustes que la equidad indique; en caso contrario, el Juez decretará la terminación del contrato. ---- Esta regla no se aplicará a los contratos aleatorios, ni a los de ejecución instantánea”. Por consiguiente, si de “iure condendo” puede seguir discutiéndose el tema entre los partidarios y los enemigos de la figura, lo cierto es que ésta, de “iure condito”, se encuentra expresamente consagrada en nuestra legislación.

Que se trate de un precepto mercantil no pude ser óbice para su aplicación a toda suerte de cuestiones de derecho privado. Hemos venido sosteniendo en nuestras clases que, si bien es el ordenamiento comercial el que remite expresamente a la legislación civil (arts. 2º y 822), tratándose de estatutos ambos de derecho privado, que regulan temas más que similares, con frecuencia idénticos, no podemos sustraernos de completar y aun de interpretar las cuestiones civiles con las reglas de carácter mercantil.

Sin embargo, en la jurisprudencia reciente se encuentran vestigios del rechazo que todavía despierta la figura. Así, una sentencia de la Sala de Casación Civil del año 1912, 9

bajo ponencia del Dr. WILLIAM NAMÉN, si bien estudia de una manera muy completa la institución, le establece requisitos a tal manera exigentes, que pueden llevarla a ser nugatoria en buena parte de los casos. A la luz y a la

Sentencia de 21 de febrero de 2012, Magistrado Ponente William Namén, Ref. 9

11001-3103-040-2006-00537-01.

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oscuridad de este pronunciamiento, que puede considerarse como la doctrina vigente del alto Tribunal, analizaremos la norma del art. 868 C. de Co.

Comienza la disposición estableciendo que cuando “circunstancias extraordinarias”, lo cual no necesariamente debe referirnos a algo totalmente fuera de lo común, completamente exótico, que normalmente no ocurre, como lo pretende la sentencia. Para nosotros lo extraordinario es simplemente lo que se aleja de lo corriente. Con palabras del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia , lo extraordinario es aquello “fuera del orden o 10

regla natural o común”, es decir, de cuanto ordinariamente sucede. Por consiguiente, se exagera y se minimiza la figura cuando se exige que dichas circunstancias revistan contornos completamente excepcionales, de prácticamente nula ocurrencia. En nuestro concepto, bien entendida la expresión, teniendo en cuenta los fines buscados con ella, basta que se trate de algo ajeno a lo normal, a cuanto generalmente es previsible.

Sigue luego la norma refiriéndose a que las mencionadas circunstancias deben ser “imprevistas o imprevisibles”, es decir, cualquiera de las dos circunstancias, no sólo una de ellas. De ahí que no se pueda reprochar a quien sufre las consecuencias de dichas circunstancias que no las haya previsto, pudiéndolo haber hecho, salvo que su incuria, como reza la sentencia, haya sido grande. En este punto cabe hacer el parangón con el criterio de culpa que, cuando no se especifica otra cosa, debe entenderse por ella la culpa leve, a la cual se refiere el art. 63 C.C. Esta es “la falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios”. Por lo

Volumen III, Madrid 1984.10

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tanto, no es el caso de exigir precauciones especiales, que no son lo propio de las personas corrientes. Poco antes, cuando nos referimos a la denominada “carga de sagacidad”, expresamos que no debe pretenderse de las personas cuidados, previsiones, estudios, averiguaciones, etc. que superen lo normal.

Hoy en día, en la gran mayoría de los contratos, esta carga se desplaza hacia los proponentes en los denominados contratos de adhesión, en tanto son los únicos que pueden asumirla, habida cuenta de las complicaciones usuales en la contratación moderna, que hacen que la información repose, casi que exclusivamente, en dichos proponentes. Como ya lo henos afirmado, en buena parte de las operaciones se presenta una especie de confianza legítima en el público frente a las grandes compañías o frente a los agentes calificados, confianza ésta derivada las más de las veces de las imágenes de carácter publicitario.

Estas buscan, precisamente, crear una impresión favorable sobre el productor o distribuidor de bienes o de servicios, ocultando al consumidor de los mismos aquello que pudiera parecerle negativo de cuanto se promueve. El “dolus bonus” del derecho romano. Por tal camino, la culpa de este último resulta difícil de aceptar, porque ha sido inducido a contratar en el convencimiento de que cuanto se le ofrece, que por regla general desconoce, reúne unas condiciones particulares, cuya exactitud, menos aún su futuro, no está en circunstancia de juzgar. En otras palabras, la imprevisión es provocada y aún justificada.

De ahí que las precauciones que actualmente se usan por la gran mayoría de los consumidores, especialmente en la vida comercial, resulten mínimas, con lo cual lo extraordinario viene a ser aquello distinto de lo que la

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generalidad de las personas asumen que ha sido estudiado por las entidades con las cuales contratan.

Nos preguntamos cuáles son las previsiones que, al tenor de la sentencia, debería adoptar un contratante cuando se lanza, luego de haber sido arrinconado por una publicidad insistente, a comprar un nuevo aparato, la última expresión de un teléfono celular, o un nuevo modelo de automóvil, o un medicamento cuyos efectos benéficos se han exagerado.

Más aún, una aplicación profunda y razonable del principio “rebus sic stántibus” antes mencionado, debería llevar a que todo lo sobreviniente e importante influya en los contratos en curso, en tanto no se trate de algo obvio, que necesariamente debió ser tenido en cuenta. Los humanos solemos vivir en presente y los cambios sociales, administrativos, políticos, tecnológicos, económicos cada vez se suceden con mayor velocidad y con menor posibilidad de ser previstos. En el momento en que se redacta este escrito podemos preguntarnos si alguien estuvo en condiciones de prever el año anterior, para éste en curso, un dólar por sobre la barrera de los dos mil novecientos pesos, o un barril de petróleo por debajo de los cincuenta dólares. Si algún español o algún griego, hace menos de diez meses, pudo imaginar el surgimiento y el triunfo de nuevas fuerzas políticas inexistentes poco antes. Si el mundo pudo pensar, antes del atentado de Sarajevo o antes de la política expansiva de Hitler, en el estallido de las dos grandes guerras mundiales del siglo pasado.

Lo fácilmente previsible adquiere contornos cada vez más estrechos en el mundo en que vivimos. Por consiguiente, lejos de reducir los alcances de la norma que se estudia,

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siguiendo un imperativo de justicia, deberían ensancharse los límites de su aplicación.

Vale la pena traer aquí a cuento la evolución jurisprudencial emanada del Consejo de Estado sobre los denominados “actos del príncipe”, esto es, las medidas administrativas que varían las condiciones en las cuales se ejecuta una contratación estatal.

Que las nuevas circunstancias sean posteriores a la celebración del contrato, tiene evidentemente su razón de ser, porque son aquellas que varían el escenario en el cual se contrató. Sin embargo, en nuestro concepto, debe introducirse una distinción muy importante: que sean posteriores o que no sean conocidas en el momento en que se produce el acuerdo. Si bien la norma no se refiere al desconocimiento de aquello que pueda incidir de manera importante en el negocio, podemos por vía de doctrina, con apoyo en la “ratio” de la disposición, extender sus alcances literales. En últimas, lo que busca el legislador es ajustar lo convenido a aquello que no fue tenido en cuenta en el momento del nacimiento del negocio.

La norma expresamente se refiere a un “contrato de ejecución sucesiva, periódica o diferida”, cerrando la puerta en su último inciso a los contratos aleatorios y a aquellos “de ejecución instantánea”. En tanto se apunta a corregir los efectos de condiciones sobrevinientes, es claro que éstas no pueden por regla general afectar a un negocio que deba ejecutarse de inmediato. Sin embargo, nos preguntamos sobre la posibilidad de aplicar la norma al caso en que, bien a pesar de la inmediatez de una ejecución, ésta todavía no se haya producido y las condiciones de dicha ejecución con todo varíen sensiblemente en el intervalo, así éste sea muy corto.

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Conviene aquí traer a cuento del denominado “plazo tácito” de que nos habla el art. 1551 C.C., el necesario para cumplir una prestación. A pesar de que ésta deba ejecutarse “de inmediato”, no podemos entender esta expresión en el sentido de que sea en el momento mismo en que se contrae la obligación, porque el cumplimiento de ella puede requerir algún tiempo de preparación, así sea breve. Como si un constructor, ante la urgencia de entregar una vivienda, contrata a un empresario de pintura para que enluzca lo más pronto posible algunas dependencias de ella. En un caso como este, debe suponerse que el contratista requiere de un tiempo mínimo para buscar los operarios, comprar y llevar al sitio los elementos, etc. Bien puede suceder que en el intervalo cambien drásticamente las condiciones, como que se presente un alza imprevista en el precio de la pintura o un ajuste salarial importante cuya preparación se desconocía.

Por consiguiente, entendemos que la exigencia de sobrevinientes en las nuevas condiciones debe aceptarse con un entendimiento lógico, menos ceñido al texto legal y menos riguroso de cuanto entendió la sentencia anteriormente mencionada.

Es claro, en principio, como lo sostiene la sentencia y como lo expresa el art. 868 C. de Co., que la figura no debe operar en los contratos aleatorios, porque en éstos la suerte cumple un papel fundamental y en ellos no es el caso, por regla general, como sí ocurre en los contratos conmutativos, de buscar y de restablecer un equilibrio prestacional que nunca existió y que nunca pudo existir. Sin embargo, nos preguntamos cómo podría manejarse un sorteo cuando, entre la fecha de venta de los boletos y la de realización del mismo, se presenta, por ejemplo, un cambio sorpresivo y muy significativo en el valor de las

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cosas sometidas al álea respectiva, mientras los organizadores contaban con adquirir los bienes objeto del sorteo, precisamente, con la venta de los boletos respectivos. En este caso, en que puede presentarse una excesiva onerosidad para cumplir, aplicando literalmente la exclusión prevista, nos preguntamos si no procedería igualmente un ajuste, o una decisión de resolver la operación.

Sin embargo de lo anterior, la aplicación literal del art. 868 C. de Co. llevaría a tolerar un enriquecimiento injusto en cabeza de quienes resulten vencedores en la operación, cont ra un empobrec imiento cor re la t ivo en los organizadores del sorteo, sin que exista para estos resultados una causa jurídica diferente de la necesidad de cumplir con lo convenido, a pesar de que las partes no previeron las condiciones en que el mencionado cumplimiento debía producirse. Es decir, se darían los presupuestos del enriquecimiento sin causa, si entendemos que dicha causa no puede ser simplemente cumplir con lo pactado, frente a situaciones sobrevinientes claramente distintas de las que pudieron ser consideradas cuando se adquirió el compromiso. Creemos que, con todo, existe en la figura que venimos estudiando un paralelismo intencional con el enriquecimiento no justificado, paralelismo que no puede desestimarse.

Sin desconocer en este caso la posibilidad del aprovechamiento injusto, como la ha venido manejando el derecho francés, nos encontramos con que la fuente de las obligaciones denominada como “enriquecimiento sin causa” es, en el sentir de la doctrina y de la jurisprudencia, una fuente residual, a la cual no se puede acudir sino cuando no existan vías distintas para la compensación respectiva. Dentro de este horizonte, lo sensato sería la

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aplicación analógica de los presupuestos del art. 868 C. de Co., aplicación que se tropieza, sin embargo, con la prohibición de que la norma se aplique a los contratos aleatorios.

Continúa la disposición del art. 868 exigiendo que las nuevas condiciones “alteren o agraven la prestación de futuro cumplimiento a cargo de una de las partes, en grado tal que le resulte excesivamente onerosa”. Sea lo primero aclarar que no solamente cabe aplicar la norma cuando la agravación o alteración se refiera una sola de las partes, ya que puede tratarse de una relación multilateral, con participación de muchos sujetos del Derecho, en forma que varios de ellos resulten afectados por las nuevas condiciones. Viene luego el análisis de qué puede entenderse por “excesivamente onerosa”. La sentencia a la cual venimos refiriéndonos pretende una situación particularmente difícil para el o los respectivos deudores, casi a punto de llevarlos a la ruina, en todo caso a pérdidas enormes, por el cumplimiento de lo debido.

Entender así la disposición nos parece que es recortar indebidamente su aplicación y la meta de justicia que se busca con ella. Lo “excesivo” no es lo majestuoso, aquello que rebasa en proporciones de gran magnitud lo previsto. Volviendo al diccionario , por “exceso” y, por ende, por 11

“excesivo”, debe entenderse aquella “parte que (…) pasa más allá de la medida o regla”, “lo que se sale de los límites de lo ordinario”. En otras palabras, cuando se supera lo que corrientemente ocurre en situaciones parecidas. No es necesario, en nuestro criterio, como parece insinuarlo la sentencia, que este exceso presente ribetes majestuosos.

Op. Cit., tomo III, pág. 617.11

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Sí es menester, obviamente, que la diferencia entre la carga inicial y la sobreviniente sea de alguna magnitud, porque corresponde a las partes absorber los cambios que no sean de consideración en las prestaciones que les corresponden. Si, como lo creemos, la intención de la norma que se estudia es la de restablecer un equilibrio prestacional, como lo exigen sistemas jurídicos con textos sobre la buena fe contractual muy similares a los nuestros; como debe ser lo propio en los contratos que denominamos como conmutativos, en los cuales, siguiendo la literalidad de la expresión, las prestaciones recíprocas deben tener una cierta equivalencia, debe tenerse en cuenta el desbalance posterior, derivado de circunstancias sobrevinientes imprevistas o imprevisibles.

Esta solución se presenta claramente en las disposiciones propias de la contratación administrativa, bajo el rótulo de la denominada “ecuación contractual”, no pareciendo lógico que en otra especie de contratación, aquella de derecho privado, no opere la misma consideración; que exista incoherencia normativa frente al criterio del artículo 30 C.C., que exige una armonía en la interpretación de las leyes, especialmente si versan sobre la misma materia. Se ha alegado por varios que no pueden parangonarse los criterios de la contratación administrativa con los propios del derecho privado, porque en la primera es parte el Estado o alguna de sus dependencias o derivaciones, personeros del bien común, mientras en la segunda operan únicamente intereses de carácter particular. No dejando de causar efecto esta consideración, no debe olvidarse que el restablecimiento del equilibrio perdido, según las disposiciones del derecho administrativo, opera igualmente en favor de los particulares que contratan con el Estado.

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Obviamente, la exigencia de un equilibrio prestacional no puede ser estimada de manera exactamente matemática, como parece desprenderse del uso de la palabra “ecuación”, tomada en préstamo de las ciencias exactas, ya que son muy variadas las estimaciones de las partes y muy distintas sus circunstancias. Sin embargo, no puede negarse que lo que se quiere y lo que cada vez se admite con mayor claridad, pese a ciertos criterios aferrados todavía a la sobreestimación de la autonomía de la voluntad y teniendo en cuenta las valoraciones contractuales hechas en la Corte Constitucional respecto de ciertos acuerdos en donde las lesiones suelen ser más frecuentes, es que exista al menos una relativa equivalencia en los recíprocos compromisos derivados de una relación contractual.

Por lo tanto, que la onerosidad sobreviniente sea relativamente importante para que merezca la aplicación de la norma o que no lo sea, es una cuestión de criterio que corresponde dilucidar al intérprete y, en su caso, al Juez. La aplicación de la ley no puede ser, en muchos casos, una cuestión de soluciones precisas, estrictas, debiendo en supuestos como éste dejarse márgenes de apreciación al buen criterio de los operadores respectivos.

La solución a la cual lleva la aplicación de la regla, es al examen, no solamente por parte del Juez, como lo expresa la sentencia que venimos glosando, sino primeramente de las partes mismas, que pueden reconocer voluntariamente las nuevas condiciones y sus efectos, escrutando “las bases del contrato, para ordenar, si es posible, los reajustes que le equidad indique; en caso contrario (….) la terminación del contrato”. En cada supuesto habrá que estudiar la conveniencia de ajustar simplemente la prestación o las prestaciones debidas o, de no ser posible

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o conveniente, decretar la terminación de las obligaciones respectivas y, obviamente, de sus contrapartidas. Si bien esta parte de la norma se refiere a la “posibilidad”, debemos extender su interpretación a la conveniencia, en tanto bien puede suceder que el reajuste de lo pactado sea irrazonable y, en últimas, como lo expresa la disposición, se trata es de buscar la equidad.

Una cuestión que plantea la sentencia a la cual nos hemos venido refiriendo, de manera que no nos parece aceptable, consiste en la necesidad de continuar con la ejecución de lo pactado, mientras las partes se ponen de acuerdo o el Juez, en subsidio, decide la cuestión. Teniendo en cuenta la lentitud de nuestro trámites judiciales y la posibilidad de varias instancias y de una eventual casación, esperar a una sentencia judicial o a un acuerdo demorado puede implicar que, cuando se llegue a una medida, la aplicación de la norma resulte inútil, por cuanto las prestaciones, no obstante su onerosidad sobrevenida, se hayan cumplido íntegramente o al menos de manera sustancial.

Partiendo de la base de que “el contrato es ley para las partes” y de que “en todo contrato se entenderán 12

incorporadas las leyes vigentes al tiempo de su celebración”, cabe sostener que es un deber de ellas, 13

cuando quiera que se presenten las condiciones previstas en el artículo 868 C. de Co., aceptar la necesidad de convenir nuevas condiciones para los compromisos respectivos. Por lo tanto, no atender a este deber, significa incumplir con dicha obligación y, en consecuencia, abrir la puerta para aplicar el art. 1609 C.C. Según esta norma, cuando una parte no cumple lo que le corresponde, la otra

Art. 1602 C.C.12

Art. 38, ley 153 de 1887.13

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puede igualmente suspender lo suyo, no incurriendo en mora por esta circunstancia. En otras palabras, si alguna o algunas de las partes no se allanan a cumplir con la ley, que forma parte de todas las obligaciones, como elemento natural de ellas, la otra o las otras partes pueden suspender la ejecución mientras la justicia decide.

Por lo tanto, no es el caso de sostener, como lo pretende la sentencia de la Corte, que la parte o las partes afectadas deban continuar con la ejecución contractual, afrontando las cargas sobrevenidas, hasta que se presente un acuerdo retardado o hasta que un Juez resuelva la cuestión.

Una pregunta que forzosamente debe hacerse en este estado de la cuestión es si, pedido el reconocimiento de la excesiva onerosidad sobreviniente, es posible reclamar contra las cargas adicionales en la ejecución, anteriores a la solicitud. Igualmente, si estando en curso la solución del problema, puede el afectado incluir en sus pretensiones el reconocimiento del exceso en sus obligaciones, derivado de las nuevas circunstancias, mientras se decide su reclamo. La respuesta sobre estas cuestiones en la jurisprudencia a la cual hemos venido haciendo referencia, es definitivamente de carácter negativo. Para esta conclusión se afirma que la norma del art. 868 se refiere claramente a la “prestación de futuro cumplimiento”, con lo cual quedan para la Corte descartadas aquellas ejecuciones anteriores, no sólo a la solicitud, sino igualmente a la decisión judicial si hubiere sido necesario llegar a ella.

Para nosotros la respuesta a estas cuestiones dada por la sentencia analizada no es convincente. En efecto, de una parte, es claro que si la parte afectada persevera en la ejecución de sus compromisos, sin invocar el ajuste o la

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necesaria terminación de sus obligaciones, sin hacer uso del derecho que le confiere el art. 1609 C.C., para suspender la ejecución de lo pactado, está aceptando las nuevas circunstancias y cerrándose la puerta para los reclamos correspondientes. Para esta conclusión nos apoyamos, primeramente, en el texto del art. 1622 in fine C.C., en el cual se ordena interpretar los contratos, entre otras cosas, por la aplicación práctica que de ellos hayan efectuado las partes o una de ellas con aprobación, que puede ser tácita , de la otra parte. La perseverancia en la 14

ejecución de lo comprometido, lleva a entender una voluntad, al menos implícita, de aceptar las nuevas condiciones.

La moderna teoría hoy en boga de la imposibilidad de “venire contra factum proprium”, es decir, en este caso, de alegar posteriormente cuanto se aceptó de manera previa, que reproduce en nuestra jurisprudencia y doctrina la figura propia del derecho americano conocida con el nombre de “stoppel”, tesis sentada igualmente en los principios de Unidroit y en la Convención de Viena sobre Compraventa 15

Internacional , impide reclamar aquello que previamente 16

fue consentido.

Sin embargo, el reclamo oportuno frente a las condiciones sobrevinientes, implica el rechazo de éstas y la posición de hacer valer la norma del art. 868 C. de Co. Frente a una conducta de esta clase, no puede admitirse una aceptación de lo ocurrido y queda abierta la posibilidad de pedir, no sólo el ajuste de lo ejecutado inmediatamente antes, sino

Art. 1506 in fine .C.14

Art. 1,8.15

Arts. 16b, 29.2, 47-2, 63,2 y 80.16

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las consecuencias de aquello que se cumplió luego del reclamo.

Cuando defendemos los puntos anteriores no entendemos entrar en contradicción con la exigencia de que se trate de “prestaciones de futuro cumplimiento”, por cuanto es claro que aquellas no satisfechas eran futuras en el momento del reclamo. Además, que el entendimiento del futuro cumplimiento no debe reducirse, necesariamente, a cuanto ocurre después del reclamo, sino que bien puede entenderse como referido a cuanto acontece luego de la aparición de las circunstancias posteriores, no previstas o imprevisibles. Respecto de las que alcanzaron a ejecutarse inmediatamente antes, debe tenerse en cuenta que apreciar el impacto de las circunstancias sobrevinientes no es tarea siempre fácil, ni necesariamente inmediata, a la vez que la necesidad de presentar el reclamo oportuno debe contar con el plazo tácito antes mencionado. Lo 17

importante para nosotros en este punto es que el reclamo pueda ser calificado como oportuno.

Respecto de la facultad de apoyarse en el art. 1609 C.C., suspendiendo la ejecución, debemos afirmar que se trata de un derecho, no necesariamente de una obligación. Por consiguiente, mientras se adelanta la reclamación o aún después de ella, bien puede la parte afectada por las nuevas circunstancias mantener la ejecución de sus obligaciones, siempre que haya hecho valer en tiempo las condiciones sobrevenidas. No debemos olvidar lo antes afirmado de que el texto de la ley forma parte de los compromisos y que, por tanto, en toda obligación debe 18

entenderse inserto, así no se exprese, el deber de las

Art. 1521 C.C.17

Art. 38, ley 153 de 1887.18

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partes de ajustar lo pactado a nuevas circunstancias cuando quiera que éstas afecten de manera sensible las cargas prestacionales. Por lo tanto, existe la obligación en cabeza de quienes no sufren la afectación, de reconocer las nuevas condiciones y aceptar voluntariamente el ajuste de los compromisos de la parte deudora a los nuevos hechos o la terminación del débito respectivo, cuando ésta sea necesaria o muy lógica. No proceder de esta manera da lugar al reclamo correspondiente, no sólo para que obre hacia el futuro, sino también para que se indemnice el incumplimiento del deber de aceptar lo sucedido.

La misma argumentación anterior nos sirve para defender la posición, contraria a la sentencia varias veces mencionada, en el sentido de que, presentado oportunamente el reclamo, es posible no hacer uso del derecho de suspender la ejecución del compromiso, continuar con la ejecución, e incluir en lo pedido el reconocimiento del valor de las cargas adicionales, porque, lo repetimos, éstas debieron ser reconocidas por las demás partes, en tanto formaban parte de sus obligaciones, al derivar el ajuste del texto legal que venimos estudiando. Negarse a dicho ajuste o a la terminación, implica desconocer un derecho de la parte afectada. Una solución como la anterior concuerda con el principio de la preservación del negocio jurídico o del “favor contractus”, que deriva de normas como los arts. 1501 y 1620 C.C. y, muy particularmente, de las reglas de los arts. 865, 902, 903 y 904 C. de Co.

Por último, conviene que nos refiramos a la práctica creciente, especialmente en contratos complejos, de negociar la incidencia de los riesgos y llevar a las partes a que, de antemano, los acepten y, si fuere el caso, los distribuyan entre ellas. Debe recordarse que las nuevas

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disposiciones del derecho contractual administrativo obligan a incluir estas asignaciones de riesgos en la contratación estatal.

Esta clase de acuerdos caben, indudablemente, dentro del reconocimiento de que, en ejercicio de la autonomía de la voluntad, las partes pueden pactar la asignación de riesgos, caso en el cual estos no van a formar parte de “c i rcuns tanc ias ex t raord inar ias , imprev is tas o imprevisibles”, porque fueron tenidos en cuenta. Sin embargo, debe anotarse la posibilidad de que, ante el interés de un contratante o su necesidad o su ignorancia, se lo obligue a asumir eventos que superen el equilibrio al menos relativo que debe existir en los pactos conmutativos, con lo cual podría afirmarse el posible quebrantamiento de alguno o de ambos de los artículos 871 y 872 C. de Co., que establecen la necesidad de actuar de buena fe en la contratación y que sancionan la contraprestación “irrisoria”, es decir, aquella desproporcionada.

Todo el recorrido anterior, como a estas alturas del presente escrito resulta notorio, busca para la figura estudiada un entendimiento más cercano al que se ha presentado en el derecho comparado y, especialmente, una interpretación que consulte en mejor forma los postulados de le equidad, como lo exigen el art. 1603 C.C. y, con mayor claridad, el 871 C. de Co.