Exiliados Del Tiempo: Representaciones masculinas en el cine de Theo Angelopoulos

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www.aaronrodriguez.es Exiliados del tiempo: Representaciones masculinas en el cine de Theo Angelopoulos Aarón Rodríguez Serrano Publicado en la Revista Shangri-La Textos Aparte (ISSN:1999-2769); Nº 8 ; Enero-Abril 2009; pags. 132-144

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Exiliados del tiempo: Representaciones masculinas en el

cine de Theo Angelopoulos

Aarón Rodríguez Serrano Publicado en la Revista Shangri-La Textos Aparte

(ISSN:1999-2769); Nº 8 ; Enero-Abril 2009; pags. 132-144

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“Y entonces tuvo la impresión de avanzar por una avenida de ahorcados a punto de

invitarse a bailar mutuamente”

(Arthur Schnitzler; Relato soñado)

Introducción

Una de las grandes contradicciones del cine clásico de Hollywood es

precisamente su descripción del hogar como un espacio “agresivo, castrador,

definitivamente mortífero, habitado por monstruos voraces y atenazadores,

vinculados a la feminidad” (BOU y PÉREZ, 2000, 45). Contradicción en tanto

quizá la familia (y por extensión, el lugar que habita) sea uno de los grandes

operadores textuales del Gran Relato occidental, una de las piedras de toque

de aquello que nos conforma. La suya es una lectura (una especie de

negación ante la hipotética dimensión castradora del hogar) que podría

coincidir con aquella misma que Kavafis señaló con respecto al viaje de Ulises:

la posibilidad de dilatar en la medida de lo posible el retorno al hogar, de

disfrutar del viaje en sí mismo olvidando tanto a Penélope como a Telémaco.

Lejos de casa, parece sugerir Kavafis, se encuentra la sabiduría, el placer, el

deleite existencial. Curiosamente, casi ninguno de los teóricos de la obra del

poeta griego han leído ese gozoso “Carpe Diem” desde la mirada de

Penélope o de Telémaco.

Frente a esto podríamos esgrimir, pongamos por caso, el retorno de

Spyros en Viaje a Citera (Taxidi sta Kythira, 1984), una de las imágenes más

desgarradoras del cine contemporáneo: Un anciano, exiliado político en Rusia,

retorna a su hogar después de treinta años Su cuerpo lleva todas las huellas

del hombre perdido en el exilio, del náufrago del tiempo que redescubre una

patria perdida en la que su hijo, su mujer o su esposa son retazos deshilvanados

de una experiencia desperdiciada, agotada. Es el Ulises contemporáneo,

manipulado por una experiencia política agotadora que, como en un espejo

contemporáneo de las cenizas de Troya, siembra Grecia (y posteriormente en

la filmografía del director, los Balcanes) como un inmenso cementerio en el

que las cenizas de la historia se manifiestan. Lo que desemboca con Spyros en

el puerto de Atenas es el aullido mismo del ángel de la historia benjaminiano.

En el imprescindible estudio que Horton realiza de la obra de

Angelopoulos, afirma lo siguiente:

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“¿Qué podríamos decir respecto a las leyendas más utilizadas por

Angelopoulos: la de Agamenón y la de Odiseo? Ambas tratan de hombres que

regresan de la guerra en busca de sus hogares, nostros. Sin embargo, la

diferencia entre las narraciones tradicionales se encuentra en que Agamenón

regresa repentinamente de Troya para encontrar la muerte a manos de su

esposa, mientras que Odiseo (…) llega a casa para volver a ocupar su lugar

como rey, esposo y padre” (HORTON, 2001, 43).

Aunque a grandes rasgos compartimos una gran parte de las hipótesis

manejadas por Horton, nos gustaría realizar una serie de preguntas paralelas

referentes a la construcción de personajes masculinos: ¿Dónde se manifiesta la

ruptura entre el Ulises de Homero y los Ulises de Angelopoulos? ¿Se puede

seguir hablando de una Orestiada, de un Agamenón en el que resuenan los

ecos de la lectura clásica?

La sangre derramada: Articulando la ausencia del Padre

Curiosamente, la primera escena de toda la filmografía del director es,

recordemos, la del retorno al hogar de un padre sin nombre, un humilde

obrero que regresa tras varios años de trabajo en Alemania al pequeño

pueblo de Grecia en el que le esperan su mujer y sus hijos. Tras el genérico, una

brusca elipsis temporal nos informa de que el padre recién llegado acaba de

ser asesinado por su propia mujer y el amante de esta. La película, por cierto,

respondía al nada caprichoso título de Reconstrucción (Anaparastasi, 1970),

haciendo quizá referencia a una doble posible lectura: por un lado, a la

propia “reconstrucción” de los hechos (no sólo la realizada por la propia

policía, sino también por la propia enunciación cuajada de recursos

brechtianos). Por otro, a la nueva mirada que el director decide proyectar

sobre el retorno del viajero al hogar.

Podría tratarse, por tanto, de una lectura irónica: el propio pretendiente

de Penélope/Eleni es el encargado de asesinar a un Ulises que regresa tras

varios años de duro trabajo. Podría pensarse que no hay nada de la gloria

homérica en ese cuerpo asfixiado que comienza a pudrirse bajo el jardín de la

casa familiar (un palacio del crimen, espacio donde la sangre paterna se

derrama), sino que antes bien la pesimista lectura de Angelopoulos nos impide

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realizar un posible retorno a la idea mítica de la Odisea. Podríamos también

(siguiendo la lectura de Horton) analizar el inicio de Reconstrucción como un

retorno consciente al mito de Agamenón (HORTON, 2001, 85) sin que una

supuesta lectura “odiséica” fuera posible.

Sin embargo, preferimos señalar una primera idea con claridad: el

cadáver del Padre, enterrado en el jardín, se ha convertido ya en una parte

de la narración poco interesante, obvia, un operador textual sin más.

Angelopoulos prefiere explicarnos (aunque sea de manera fragmentada) las

disquisiciones policiales, el circo de los media, lo que podríamos denominar la

“tramoya” del asesinato. Pero eso no entraña que en el núcleo duro de la

tragedia se encuentren tanto el Padre como los dos hijos huérfanos, hijos que a

partir de ese momento “serán trasladados a un internado”. Lo que nos hace

dudar de la conexión que Horton realiza entre Agamenón y el Padre de

Reconstrucción es precisamente que no hay ningún signo de venganza o de

ajuste de cuentas justiciero (1), de tal manera que la Orestíada (al menos,

hasta donde alcanza la narración) no puede tener lugar. Resulta

especialmente conmovedor el momento en el que uno de los niños es

obligado a señalar frente a la mirada antropofágica de la prensa del

momento el agujero por el que el cadáver de su padre fue desplomado:

Desde este momento, Angelopoulos ya ha señalado con total claridad

los problemas a los que se irá enfrentando, incluso al margen de su batalla

constante en busca de luz en la historia griega de principios de siglo. En este

sentido, nosotros nos atreveríamos a afirmar que todo el cine inicial del director

pende de la siguiente contradicción: el padre ausente, el padre suplantado

por el asesino fascista, el padre corrupto. El primer padre se pudre en el jardín

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de la familia mientras toda una legión de figuras suplentes son convocados a

participar en un baile histórico delirante. Así, por ejemplo, la más que sutil línea

trazada en El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1975), un itinerario por las

figuras sospechosas que recorre desde el General Metaxas de 1939 (famoso

por su triste colaboración con los regímenes fascistas) hasta el General

Alexander Papagos de 1952. Profundicemos en esta idea.

La elocuencia del cadáver histórico

La labor de Angelopoulos (al margen de su particular sistema de

representación cinematográfico) se puede comparar con la tarea

desagradecida y un tanto peligrosa del saqueador de tumbas. Podríamos

incluso pensar que Angelopoulos esculpe el tiempo (mediante sus

impresionantes planos-secuencia) a la búsqueda del cadáver olvidado,

ninguneado, silenciado. Así, por ejemplo, Spyros bailando el Pontiko sobre la

tumba de su antiguo compañero comunista en Viaje a Citera. Así, también, los

visitantes que bailan junto a Bruno Ganz al final de La eternidad y un día (Mia

ainoiotita kai mia mera, 1998):

Todo el cine de Angelopoulos no deja de ser un inmenso Pontiko (2)

fílmico sobre la historia de la Europa reciente: una danza desesperada en la

que la belleza de la representación nos obliga a enfrentarnos con el horror que

los fantasmas del totalitarismo han sembrado en el siglo XX. Baste con citar la

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idea expuesta en Los cazadores (I Kynighi, 1977), en la que una serie de

altoburgueses se topan en la nieve con el cadáver incorrupto de un guerrillero

comunista (un partisano) casi veinte años después del final de la guerra civil.

Hay una fascinación por el tánatos que comienza en el asesinato del Padre y

al que después se le van a ir sumando, como una cascada interminable, todas

las víctimas del totalitarismo político. Incluso en una obra tan descaradamente

propagandística como El viaje de los comediantes Angelopoulos se obliga a sí

mismo a hacer referencia a las supuestas víctimas que las revueltas comunistas

dejaron en el país. Es una suma constante: la imagen en la que anida un

cadáver aplastado por las directrices intolerables de la historia. O dicho de

otra manera: una búsqueda desesperada por encontrar una perspectiva

desde la que mirar la historia.

Desde este punto de vista, la crisis (o la ausencia) de la figura paterna

que se puede apreciar en toda la obra del director es indivisible de la

circunstancia histórica que la fomenta. El Agamenón de El viaje de los

comediantes (y en esto, efectivamente, podemos contemplar la deuda

contraída con su homónimo mítico original) es asesinado frente a un pelotón

de fusilamiento fascista. Su particular Orestes será un partisano que consumará

su venganza en un escenario teatral frente a un público entregado. El tirano

de Alejandro Magno (O Megalexandros, 1981) se convertirá en el padre

homicida que no podrá controlar su propio reflejo magnificado al trasluz de los

totalitarismos (3). Así, la historia se trenza lentamente con la llamada de la

sangre hasta acabar confluyendo en una de las imágenes más potentes: la

del propio Ulises modernizado descendiendo hacia el infierno balcánico junto

a una estatua quebrada de Lenin.

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El círculo propuesto por Angelopoulos comienza a cerrarse: desde

Metaxas hasta Lenin se traza ya el círculo de la catástrofe patriarcal: Los

cadáveres se multiplican en los desvanes de la caída comunista, la historia se

niega a ser leída desde la ingenuidad/panfleto de El viaje de los comediantes

o Días del 36 (Meres tou ´36, 1972). Lo que salva (en realidad, lo que hace del

estudio de sus últimas películas una experiencia apasionante) es su constante

negación a dar por perdida la lucha hacia el hombre, prestando con total

fiereza las estrategias de representación fílmica aprendidas para mirar, cara a

cara, a dos de las verdadera heridas de la Europa contemporánea: la

tragedia de los Balcanes, y por supuesto, el concepto mismo del refugiado.

Pero para poder enfrentarse a ello (una vez tanteado el terreno de la tragedia

mediante el Spyros de Viaje a Citera), Angelopoulos todavía debe ser capaz

de dar un paso definitivo: mostrar la violencia al margen de cualquier

tratamiento político, una violencia al margen de la ideología, de la gloria

política, del proyecto de la modernidad.

La sangre derramada en vano: El cuerpo de Voula

En ese “primer Angelopoulos” de corte claramente marxista (4) la ilusión

de la historia como un proyecto político que todavía está a tiempo de surcar

hacia el progreso, hacia el futuro común, condiciona la seguridad de sus

decisiones en cuanto a la representación. Así, por ejemplo, en El viaje de los

comediantes somos forzados a contemplar la violación de Electra por parte de

un grupo de fascistas ataviados con máscaras de payaso:

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Angelopoulos se puede permitir confrontarnos con la imagen porque,

después de todo, el proyecto político que tiene entre manos es fácil de

aprehender para el espectador: hay una serie de hombres malvados

(pertenecen al “bando equivocado” al “bando de los opresores”), una

víctima propiciatoria (la mujer que ha ayudado a los partisanos, la que les

protege con su silencio frente a la tortura y a la humillación), un acto de

agresión que, en buena tradición brechtiana, al ser mostrado en toda su

crueldad provoca nuestro rechazo y nuestra repulsa. Es decir, esa secuencia

puede rodarse y editarse porque, pese a la inmensa violencia de su contenido,

es “moralizantemente útil” para el director, para sus intenciones. Frente a esto

llama la atención la manera en la que, apenas nueve años después,

Angelopoulos decide mostrarnos la violación de la joven Voula en la

conmovedora Paisaje en la niebla (Topio stin omichli, 1988):

De pronto, como si el propio director fuera moralmente incapaz de

volver a colocar frente al objetivo de la cámara el cuerpo de una mujer siendo

tomado por la fuerza, nos obliga a contemplar la parte trasera de un camión

en el que, lo sabemos, está teniendo lugar la ruptura del tabú. Ruptura en

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tanto Voula es todavía virgen, ruptura en tanto el único “pecado” de la niña

es haber salido a buscar a su padre perdido junto a su hermano pequeño

hacia una Alemania inexistente. Cuerpo doliente en tanto, ya lo sabemos, el

cuerpo del padre no existe. Si la Electra violada ofrecía su cuerpo por una

utopía (el sueño del “padre Marx”, eso que no existe pero que hubiera podido

existir en el caso de que la victoria del proletariado hubiera tenido lugar en

Grecia), ahora Voula se ha convertido en una víctima sacrificada en el altar

de lo inútil, de lo perdido, de lo que no sirve absolutamente para nada.

La propia decisión, en cuanto a puesta en escena, de no dejarnos

contemplar el interior del camión no responde simplemente a una lógica de

comodidad en el rodaje (esto es: entrenar a la pequeña actriz para que

pudiera fingir su violación, ensayar la escena repetidas veces, conseguir unos

resultados aceptables en términos de realismo…) sino a una radical

honestidad con la propia naturaleza de la imagen audiovisual. ¿Para qué

serviría, después de todo, contemplar al hombre convertido en monstruo, en

un Saturno fálico e implacable? ¿Acaso hay una lección que se desprenda de

la escena, una conclusión? El violador ha dejado de ser un fascista para

convertirse en un hombre corriente, un camionero cualquiera que recorre

Grecia haciendo su trabajo. Es, al mismo tiempo, la cara y la cruz de la lectura

pesimista que nos dejó el nazismo: lo terrible del monstruo es que es

intolerablemente humano, esto es, banal. Se nos agotan las teorías para

explicar el terror y, al final, lo que nos queda, es la imposibilidad de sacar nada

en claro de nuestras propias tragedias. Una historia asfixiada. Como ya señaló

Jacques Lacan:

Este acontecimiento traumático permite comprender todo lo que ha sucedido

a continuación y todo lo que es asumido por el sujeto: su historia. A este

respecto, no es inútil preguntarse qué es la historia (…) La historia es una verdad

que tiene como propiedad que el sujeto que la asume depende de ella en su

constitución misma del sujeto, y esta historia depende también del sujeto

mismo, pues él la piensa y la repiensa a su manera (LACAN, 2008, 8).

Opción trágica ya que la pérdida de la virginidad mediante una

violación cometida contra Voula, al trasluz de la obra completa de

Angelopoulos, no es simplemente un acto delirante sometido a los tópicos

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interpretativos clásicos (la pérdida de la inocencia, el rito de paso que prepara

a la niña hacia la madurez…) sino que funciona con más fiereza. Es la

violencia ejercida contra el inocente en un mundo en el que ya no hay

esperanza posible para los huérfanos de Europa, para los refugiados.

La existencia como una huida constante: El refugiado

“Desperté con esta pesada cabeza de mármol en mis manos, que agota mis brazos y

que no sé dónde dejar”

(George Seferis)

La figura del refugiado, ya sea tomado desde su individualidad (Spyros

en Viaje a Citera) o en su colectividad (las masas de hombres y mujeres que

esperan junto a las fronteras en El paso suspendido de la cigüeña [To Meteoro

vima tou pelargou, 1991]), comienza a filtrarse lentamente en el cine del

director, quizá precisamente como el remanente que deja la marea del

marxismo práctico al retirarse hacia las costas de la utopía. No se trata

simplemente de que el proyecto político, la idea general que hay tras el

armazón ideológico, se haya convertido en pedazos de piedra inservible. El

problema último de la caída del comunismo es, precisamente, el hombre que

queda a merced de la nada, perdido en la niebla.

Así, por ejemplo, los personajes interpretados por Harvey Keitel en La

mirada de Ulises (To viemma tou Odyssea, 1995) o por Bruno Ganz en La

eternidad y un día pueden ser considerados, en el punto cero de la narración,

como marionetas que se han acomodado con total tranquilidad al modo de

vida neocapitalista. Keitel es un director de cine que sufre un “dulce exilio” y

cuya mayor preocupación, a priori, consiste en estrenar su nueva película en

las mejores condiciones posibles. Ganz pasea al inicio de la cinta casi ajeno a

la tragedia del Otro, asumiendo la muerte que llega desde un punto de vista

más metafísico que social. Ambos personajes son obligados a confrontarse

cara a cara con la tragedia que sangra en la tierra (5), desplomados en un

abismo incontrolable donde el dolor se articula tanto en el Otro (el niño, el

anciano, la familia que muere asesinada entre la niebla…) como en ese

territorio delirante en el que Europa se va convirtiendo progresivamente, un

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territorio donde las fronteras se convierten en mataderos, en pequeños

campos de exterminio donde las mujeres lloran a ahorcados sin ningún sentido.

Al principio de Viaje a Citera (6) ya intuíamos que hay algo artificial y

sangrante en las representaciones que Angelopoulos se empeña en realizar

sobre los valores capitalistas y las maneras (sospechosas a veces, rídiculas en

otras, criminales en unas cuantas) en las que Europa se empeña en adaptar

sus códigos de conducta. El nuestro es un continente que parece pender entre

la “cabeza de mármol” del poema de Seferis (la herencia de nuestro propio

pasado, no sólo grecolatino, sino también las pesadillas totalitarias del siglo XX)

y las nuevas exigencias económicas que el nuevo orden mundial exige de

nosotros. Recordemos la conmovedora filmoteca de Sarajevo en La mirada de

Ulises: el pequeño templo de lo sagrado que resiste al embiste de la demencia

exterior, el espacio en el que el mito parece agotarse para resurgir con más

fuerza que nunca en lo inexplicable. De lo contrario, ¿por qué Angelopoulos

decidió amputar con tal decisión el contraplano de Keitel? ¿Por qué no se nos

permite ver la primera escena de los hermanos Manakia, aquella que según el

guión original mostraba a Ulises saliendo del mar para después mirar a

cámara?

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Obviamente, porque aquello que Keitel mira (el objeto último de su

viaje, el metraje perdido) es algo que sólo puede existir más allá de lo Real,

algo que nosotros no estamos preparados para contemplar. Es la materia

difusa de lo sagrado, lo irrepresentable, la primera mirada. No en vano, en otro

momento de la cinta, Angelopoulos afirma: “Primero Dios inventó el viaje.

Después, la duda. Y por último, la nostalgia”. El viaje del refugiado, la

existencia del refugiado, no es fruto de ese “viaje sagrado” que se intuye en las

peripecias de Keitel (hacia la primera mirada) o de Ganz (hacia la muerte

misma), sino que se trata de una conclusión egoísta, fruto de un “viaje

humano” hacia el dominio y la masificación del Capital. Precisamente, si la

frontera siempre ha supuesto un prodigioso operador textual para todo el arte

cinematográfico que se plantea su propia condición moderna (pensemos en

obras como En el curso del tiempo [Im lauz der Zeit; Wenders, 1976]), es

precisamente porque su significado se articula a través de las estrategias de

una ideología pura y dura que (anclada en la sombra del Capital o de la idea

de Nación/Ideología) acaba generando situaciones de exclusión.

Conclusiones. Sobre el árbol final de Paisaje en la niebla

La obra de Angelopoulos puede leerse como una inmensa nota a pie

de página que explica no sólo la historia de Grecia, sino muy especialmente,

la historia del hombre europeo durante todo el siglo XX. Su trayecto goza de la

inmensa condición de obra abierta, de meta-texto, de pequeño universo en el

que los pasos y las preguntas de los personajes resuenan hasta perderse en el

vacío. Sin embargo, todavía hay una pregunta que sigue abierta, una duda

que nos espera precisamente en el conmovedor viaje de Alexander y Voula,

los hermanos de Paisaje en la niebla:

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Todavía no sabemos cómo termina el viaje, qué es lo que acontece

después de la noche y el ruido de los disparos. Todavía tenemos pendiente la

lectura emocional y personal de ese extraño árbol al que los niños se

aferraban al final de la película, un árbol que parece encerrar la promesa de

que todavía puede surgir una última oportunidad. Incluso desde el vientre de

tierras que, como la nuestra, son expertas en llorar sangre.

NOTAS

(1): Nos resulta del todo insuficiente, por lo tanto, el cierre de la cinta con las

“Furias” del pueblo persiguiendo a la mujer infiel. La justicia de los hombres (la

policía) o incluso de los dioses rurales (las Furias) hace referencia al asesinato

en sí, pero no a la triste situación de los niños “súbitamente huérfanos”,

condenados a ser fagocitados por el sistema de tutelaje oficial del estado

griego del momento. Uno de los problemas propuestos por Reconstrucción es

precisamente que el descubrimiento por parte de los hombres del crimen

genera dos nuevas víctimas (los niños), sumándose así a la tradición de la

Tragedia Griega (VERNANT y VIDAL-NAQUET, 2002) en la que el sabor mítico

viene de la imposibilidad de aplicar las leyes sin generar nuevas víctimas

(recordemos, por ejemplo, la disyuntiva de Antígona ante el cadáver de su

propio hermano).

(2): La danza Pontiko aparece en repetidas ocasiones en la obra de

Angelopoulos y tendría, según el propio director, una relación similar con los

bailes de los funerales en Nueva Orleans. Su idea pretende ser una celebración

de la muerte, una aceptación festiva de la catástrofe, una despedida

emocionante.

(3): No deja de sorprender la crudeza con la que Angelopoulos comienza a

intuir la descomposición de las utopías de izquierdas en Alejandro Magno. Pese

a tratarse de una de las propuestas más discutibles del creador, en su interior

ya hay una fuerza convulsa, una duda que va tomando forma y que acaba

con el exilio (una vez más, en su particular barca a la deriva) de los italianos

anarquistas.

(4): Huelga decir que no pretendemos hacer una clasificación hermética de la

obra de Angelopoulos en términos de “marxismo histórico” y “realidad

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europea”. Principalmente porque la clasificación de obras como Eleni (Trilogia

I: To Livadi pou dakryzei, 2004) o de los pliegues históricos de Los cazadores nos

propondrían una serie de problemas metodológicos de escaso interés. Nos

conformaremos, como pura herramienta creativa, a realizar una distinción

entre el Angelopoulos que crea desde una Europa que todavía se puede

permitir el lujo de creer en utopías y una Europa que ya ha sido obligada a

vislumbrar el desplome de las “buenas intenciones post-68”.

(5): No es gratuito, por tanto, que la trilogía que en estos momentos realiza el

director lleve por título general “La tierra que llora”. Efectivamente, hay en

estos últimos trabajos de Angelopoulos una nueva concepción de la tragedia

vinculada a la tierra, al suelo que pisan los personajes y que, gracias a fuerzas

abstractas e incomprensibles (los gobiernos europeos del momento, sus

decisiones bélicas en el caso de los Balcanes) se van configurando como

escenarios “para la catástrofe”.

(6): Angelopoulos no escatima el contraste entre el cómodo piso inicial de

Alexandros, el director de cine, y ese ruinoso caserón en el campo donde su

padre se empeña en parapetarse. No se trata simplemente de la vieja

confrontación “mundo urbano” contra “mundo rural” (aunque, bien es cierta

que esa podría ser una de las líneas de trabajo del primer Angelopoulos,

especialmente el de Reconstrucción), sino que podríamos estar hablando

también de una línea que señala también el espacio del capitalismo como un

espacio de la deshumanización. No en vano, el cine del director nos ha

enseñado que hay un gran número de personas non gratas en el orden

establecido y que, a su vez, todo Orden ideológico genera una serie de

resortes para expulsar a los díscolos. Es el caso de la balsas de Los Cazadores,

del final de Viaje a Citera, del plano urbano de Atenas al final de Alejandro

Magno, de los niños sin billetes expulsados de los trenes de Paisaje en la

niebla…

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BIBLIOGRAFÍA

ALBERÓ, Pere, Theo Angelopoulos: La mirada de Ulises, Paidós, Barcelona, 2000

BOU, Núria & PÉREZ, Xavier; El tiempo del héroe: Épica y masculinidad en el

cine de Hollywood, Paidós, Barcelona, 2000

HORTON, Andrew; El cine de Theo Angelopoulos: Imagen y contemplación,

Akal Ediciones, Madrid, 2001

LACAN, Jacques, Seminario -1, Psikolibro Ediciones (e-book), 2008

VERNANT, Jean-Pierre y VIDAL-NAQUET, Mito y tragedia en la Grecia Antigua

(vols. I y II), Paidós, Barcelona, 2002