Farabeuf y El Signo de La Muerte en El Espejo. Alejandro Bravo
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Farabeuf o el signo de la muerte en el espejo
Alejandro Bravo Morales
Salvador Elizondo (1932-2006) fue considerado como una de los personajes más brillantes
de su generación mucho antes de morir. Su obra había cosechado algunos reconocimientos
—Premio Xavier Villaurrutia (1965), Premio Nacional de Literatura (1990), ingreso a la
Academia Mexicana de la Lengua (1976) y al Colegio Nacional (1981) —, distinciones
importantes para un hombre de letras, aunque insuficientes para un escritor de la talla de
Elizondo, cuya obra experimentó con formas y técnicas excepcionales, y abrió caminos
hasta entonces inexplorados para la narrativa mexicana del siglo XX. El trabajo narrativo
de Elizondo —dos “novelas”: Farabeuf (1966) y El hipogeo secreto; tres libros de
“relatos”: Narda o el verano (1966), El retrato de Zoe y otras mentiras y El grafógrafo
(1972); una nouvelle: Elsinore (1988) y una Autobiografía (1966)—, se alimentó de la
búsqueda por un lenguaje propio que supiera expresar de la forma más clara su inquieto
mundo interior. La extrañeza y complejidad de los temas elizondianos —la cuestión erótica
como reflejo de la violencia, el cuidado obsesivo de la forma, la mirada volcada sobre la
escritura, la estética de la misma, y los ejercicios mentales, juegos o hipótesis abstractas
como métodos de composición literaria— lo acercan más a la corriente francesa de
Flaubert, Proust, Bataille, Valéry y Mallarmé que al contexto nacional.1
1 Adolfo Castañón lo expone de manera provocadora —algunos dirían injusta—, quizás por la cercanía del crítico con la generación de medio siglo: “Salvador Elizondo es una figura excéntrica en la literatura mexicana, en un contexto de letras regionalistas, narraciones jicareras, novelas de la revolución y demás prosas proféticas donde se revela la condición colonial o sucursalizada de nuestra cultura nacional” (Adolfo Castañón, “La escritura como experiencia interior. Entrevista a Salvador Elizondo”, Mascarones, núm. 5, jul.-sep. 1985, pp. 3).
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Actualmente se están rescatando a autores que de una u otra forma habían sido
relegados por las antologías de cuento y narrativa breve, escritores que se empolvaron junto
con las publicaciones periódicas de su época y cuyas obras no habían sido valoradas
acertadamente.2 A falta de un análisis exhaustivo de escritores como Rubén Salazar Mallén,
Luis Gonzaga Basurto o Jesús R. Guerrero, narradores anteriores a Elizondo que
incursionaron en el terreno de lo experimental, la escritura elizondiana debe considerarse
como una de las más genuinas y también como una de las más ambiciosas, sobre todo en
cuanto al cuidado de la forma y a la complejidad de su estructura. “Tanto desde el punto de
vista léxico como desde el punto de vista sintáctico, para no hablar de los órdenes
prosódicos, la obra de Salvador Elizondo es portadora de uno de los lenguajes más ricos y
renovadores de la literatura mexicana contemporánea. De ahí que […] reconozcamos en él
a un raro renovador, a la vez educado y audaz”.3
Renovador audaz, esquizofrénico de la escritura o excéntrico megalómano, el autor
mexicano nacido en 1932 acumula críticas que señalan su excesiva racionalidad y su pecar
de erudito. Christopher Domínguez opina que Elizondo, junto con Jaime Moreno Villarreal,
están “condenados por el abuso de la razón a leerse a sí mismos por la eternidad. [Tanto
Elizondo como] Moreno Villarreal votan por la soledad de un lenguaje cuyo único destino
es el espejo”.4
La narrativa de Salvador Elizondo se ve en un espejo, o más bien, en dos: se refleja
en las pupilas de sus lectores. Son textos para ser leídos con atención. Su hermetismo invita
a ser parte de un ritual en el que constantemente se intercambia el juego de roles entre
2 Véanse los esfuerzos realizados al respecto por la colección Deuda saldada, del Instituto de Investigaciones Filológicas. 3 Adolfo Castañón, “Las ficciones de Salvador Elizondo”, prólogo a Salvador Elizondo, Obras, Tomo I, México, El Colegio Nacional, 1994, pp. XII-XIII. 4 Christopher Domínguez, Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, Volumen 2, México, FCE, 1996, pp. 577-578.
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víctima y victimario. La experiencia estética es asociada con el sacrificio, un deleite
obtenido muchas veces cuando el lector es violentado por una prosa enroscada, que no se
ocupa de otra cosa más que de sí misma; dicho sacrificio no tiene que ver tanto con el
cuerpo sino con la mente porque el concepto mismo de escritura es más abstracto que
sensual. No en todos los textos fue así. En Farabeuf, la novela por la cual Elizondo obtuvo
el Premio Xavier Villaurrutia en 1965, la escritura es vista como un cuerpo dispuesto en un
anfiteatro para ser di-seccionado. La pluma se convierte en bisturí que corta el corpus de la
obra, de la misma forma que los verdugos segmentan el cuerpo del sujeto supliciado en la
inquietante fotografía que aparece en el centro del libro. Es una narrativa que produce un
efecto en el cuerpo. El escritor es una especie de verdugo que invita al lector a participar en
un complicado juego entre la memoria y el olvido. A lo largo del texto, la pregunta que
resuena como un taladro en la conciencia es: “¿Recuerdas?” De hecho, esta oración
interrogativa es la frase inicial de la narración. Como no sabemos a quién dirige el narrador
esta pregunta, es inevitable que el lector se sienta aludido. Es necesario recurrir a la
imaginación para visualizar una serie de recuerdos que no se tienen. El apelar al recuerdo
de algo no leído o de algo olvidado provoca inevitablemente el eco de otra cuestión
filosófica, casi mística: ¿es posible recordar el futuro? Sí, en tanto la memoria es imagen,
ergo, imagi-nación. Se puede recordar lo que no se sabe imaginándolo. En Farabeuf, la
fantasía y el ingenio se asocian con una máquina generadora de imágenes.5 Memoria e
imaginación pueden ser vistas —si bien de forma un tanto esquemática— como imágenes
mentales. En la narrativa elizondiana prácticamente todo ocurre en la mente.
5 Para ejemplificar dentro del contexto de la obra elizondiana esta frase podemos mencionar el cuentario Camera lucida (1983), en donde la mente se asocia con una cámara fotográfica cuyos dos lentes —dos artificios para focalizar una misma imagen— son la imaginación y la memoria.
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El de Elizondo es un mundo de reflexiones que giran en torno de la escritura, la
memoria y la imaginación. Un espacio literario inusitado para la narrativa mexicana de la
incipiente segunda mitad del siglo XX. “Desde la aparición de Farabeuf […] en 1965,
Elizondo proyectó una idea de escritura que pondría de relieve la subjetividad de la vida
interior, ya con la convicción de que las aficiones ocultas, así como el sueño, la memoria, la
crueldad, el éxtasis y la fantasía propias eran superiores al mundo exterior”.6 Farabeuf ha
sido considerado el libro más emblemático de Salvador Elizondo, por ende, el más logrado.
Gracias a esta novela, el autor se ganó fama de escritor maldito: “Elizondo es un escritor
maldito, uno de los pocos auténticos escritores de este tipo con que cuentan las letras
hispanas de hoy. Amigo de William Burroughs, el igualmente satánico autor de The naked
lunch. Como en Baudelaire, hay en Elizondo un dandy y un snob que coexisten con un
escritor de gran talento y que le ayudan eficazmente a expresarse”.7
La influencia decisiva de Bataille en Farabeuf ha trastrocado la percepción
preconcebida de Elizondo como escritor maldito, no obstante ser un narrador mexicano que
publica hasta la segunda mitad del siglo XX. “Salvador Elizondo aceptaría de buen grado
que lo calificaran de perverso si utilizamos la definición etimológica: aquel que vierte la
semilla de la creación en un lugar distinto. Como Baudelaire y los poetas malditos cree en
el mito del creador Ángel de Luz que se rebela contra el mundo establecido y busca hacer
su creación alternativa”.8 En lo que tal vez haya sido su última entrevista, Elizondo rechazó
irónicamente ser un escritor maldito: “A mí me parecería fantástico ser un escritor maldito
6 Daniel Sada, “La escritura obsesiva de Salvador Elizondo”, Revista de la Universidad de México, núm. 66, agosto de 2009, p. 59. 7 Manuel Durán, “Salvador Elizondo”, en Tríptico mexicano: Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, México, SEP, 1973, p. 135. 8 Alan José, Farabeuf y la estética del mal, México, Conaculta, 2004, pp. 26-27.
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como los que Verlaine pone en su libro. Maldito, ¿en qué sentido?, les diría yo, si he sido
feliz toda la vida y no siento que recaiga, hasta ahorita, ninguna maldición sobre mi vida”.9
La etiqueta de maldito ha generado en las nuevas generaciones un horizonte de
expectativas —a la manera de Jauss— engañoso, si se evalúa en conjunto su producción
narrativa. Salvo Farabeuf, un texto cuyo tema central es el cuerpo, la obra de Elizondo se
abstiene de los temas clásicos de escritores malditos como Sade, Blake o Baudelaire. La
literatura de Salvador Elizondo se acerca más al artepurismo de Mallarmé, a las reflexiones
sobre la escritura de Blanchot, a la pluriculturalidad lingüística de Ezra Pound y al deseo de
crear una obra genuina a través de un lenguaje propio, como el Finnegans Wake de James
Joyce.
En el contexto nacional, es indudable que Farabeuf representa una de las apuestas
más arriesgadas de la literatura mexicana. No en vano, muchos colocan junto a este libro
una inquietante interrogación y titubean cuando se les pregunta ¿de qué trata la obra?
Octavio Paz hace notar que el centro estructural del texto es un espejo que equipara
prácticas occidentales con orientales: métodos de adivinación —ouija versus i Ching—,
técnicas de amputación —el Manual de cirugía de Farabeuf en contraposición con el
suplicio Leng tch’e—, entre otras:
Farabeuf es una obra construida en torno a dos series paralelas de signos que se reflejan unos a otros y cuyas combinaciones producen imágenes y situaciones semejantes […] Hay una analogía sorprendente, sugiere Elizondo, entre la forma del ideograma liú, los hexagramas del I Ching y la forma hexagonal que el novelista advierte en la disposición de los verdugos en torno al eje del ajusticiado. Estos signos son una suerte de espejo contradictorio en el que se reflejan los de la serie occidental. Por ejemplo, insinúa que la víctima es una mujer y, así, que el suplicio es una analogía inversa del de Cristo […] Todos estos signos concluyen en el ideograma liú, que es muerte, que es tortura, que es ceremonia erótica, que es descabellada tentativa por cristianizar a China, que es experiencia médica de un
9 Ericka Montaño Garfias, “Me parecería fantástico ser ‘un escritor maldito’”, La Jornada (10 de noviembre de 2005).p. 10 A.
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ilustre profesor de cirugía que es una tortura que es una ceremonia erótica que es el paseo de una pareja por la playa durante el cual una mujer encuentra una estrella de mar que es el suplicio Leng T’che que es la crucifixión que es el ideograma liú.10 En términos generales, Farabeuf es la crónica de un instante o, más bien, la crónica
de tres instantes cuyas combinaciones generan distintas significaciones. Estas tres escenas
funcionan como fotografías dispuestas a la manera de un abanico en el escritorio del autor.
La técnica usada está inspirada en el montaje de Eisenstein, es decir, “una construcción del
ritmo para representar un comportamiento [capaz de] sustituir el viejo término de
‘composición’”.11 El montaje se convierte en “el mecanismo más apropiado para capturar
la atención del espectador y activar en él distintos estados emocionales”.12 En Farabeuf, el
enorme artificio que implica una narración en la cual el tiempo esté detenido se logra
gracias a “la aplicación del principio de montaje empleado en el cine mudo, con enorme
brillantez por Eisenstein en El acorazado de Potemkin, y que consiste en obtener una
tercera idea de la oposición o choque de dos ideas anteriores”.13 Tres ideas, dice Elizondo.
En Farabeuf curiosamente son tres momentos los que se repiten recursivamente. El recurso
del montaje crea la impresión de fijeza en el texto y es apasionante en cuanto a que en
Farabeuf “no pasa nada, el chiste es que no pasa nada. NUNCA pasa NADA, pasa lo que
está escrito y está escrito que Farabeuf posiblemente vaya a tomarse una copa, pero el
tiempo está detenido, por lo menos ésa era mi pretensión, que no pase, que se detenga
cualquier cosa que esté pasando”.14
Elizondo, en su Crónica de un instante, ensambla una obra estética —Las lágrimas
de Eros, de Bataille—, un evento histórico —la ejecución de un personaje histórico, Fou
10 Octavio Paz, “Salvador Elizondo: el placer como crítica de la realidad y el lenguaje. El signo y el garabato”, “La Cultura en México”, núm. 368 (5 de marzo de 1969), p. IV. 11 Edgar Ceballos, “Nota del editor”, a Sergei Eisenstein, El montaje escénico, México, Gaceta, 1994, p. 7. 12 Sergei Eisenstein, “Montaje”, en Hacia una teoría del montaje, Vol. 1, Barcelona, Paidós, 1991, p. 88. 13 Karl Hölz, “Entrevista con Salvador Elizondo”, Iberoamericana, núms. 58-59, 1995, pp. 122-123. 14 Elena Poniatowska, “Entrevista a Salvador Elizondo”, Plural, Vol. 4 núm. 9, 1975, p. 32.
6
Tchou Li, en represalia por “haber apuñalado por venganza al príncipe Mongol, su señor,
que había ejercido el derecho de pernada en 1901”—,15 una obra científica —el Precis de
Manuel Operatoire (1899) del doctor Louis Hubert Farabeuf—, y un signo de la escritura
china; se trata del ideograma liú (muerte), al cual volveré más adelante y que, por el
momento, me limito a mostrar:
Como había dicho anteriormente, Farabeuf es la crónica de tres instantes efectuada
por múltiples narradores. La enunciación narrativa es muy amplia, digna de todo un
estudio. Sólo diré que el abanico de narradores abarca desde el narrador heterodiegético
(“al llegar ante ella, Farabeuf inclinó la cabeza”),16 pasando por el autodiegético (“Hubieras
corrido”);17 un par de narradores intradiegéticos, uno masculino cuya focalización
discursiva se dirige a una mujer a la que constantemente incita a recordar algo: “sería
preciso morir para recordar, primero, la pregunta que has olvidado y luego proferirla
nuevamente”, (91) y otro femenino, la mujer que no puede recordar su identidad: “Era
preciso saber quién era yo misma” (122). Incluso existe la presencia de un narrador autoral
que se da el lujo de parodiar los presupuestos estéticos de la propia obra, la cual utiliza
descripciones sobre desmembramientos del Manual de cirugía, de Louis Hubert Farabeuf:
Son las gentes de letras y en especial los dreyfusards los que han acudido apresuradamente a abrevar en las fuentes de esa sabiduría malsana que usted, querido doctor, no sin cierto ingenio y buen humor, ha hecho brotar en el yermo de la filosofía médica de nuestro tiempo. Particularmente su exhaustivo análisis del
15 Louis Carpeaux, Pékin s’en va, citado por Alán José, op. cit. p. 39. 16 Salvador Elizondo, Farabeuf, México, FCE, 2009 (séptima edición), p. 83. 17 Ibid. p. 41. En adelante, todas las demás citas de este libro se consignarán dentro del texto el número de página entre paréntesis.
7
Leng-tch’e, con las magníficas fotografías que lo acompañan […] Sólo es de lamentarse el uso tan inapropiado que los literatos están haciendo de él (29). La escena más mencionada en Farabeuf se encuentra focalizada dentro de un
edificio parisino, en cuyo interior existe un anfiteatro. Los personajes que ahí se encuentran
—una enfermera y dos cadáveres— esperan la llegada del doctor Farabeuf, famoso
diseccionador de cadáveres. En esta escena, los personajes toman en algún momento la voz
narrativa. En el siguiente ejemplo, un narrador omnisciente focalizado en el cadáver
masculino describen la “presencia” de dos mujeres: una muerta —a quien el personaje
masculino ve el rostro a través del espejo— y una enfermera, a la cual percibe de espaldas:
“[…] olvidaría momentáneamente el rostro de esa mujer que lo esperaba inmóvil sin
volverse hacia él […] esa mujer cuya voz lo había llamado angustiosamente a su lado por
teléfono. Apoyado a un lado de la pequeña mesa con cubierta de mármol, podía ver su
rostro reflejado en el enorme espejo que pendía de la pared opuesta y podía ver el reflejo de
la figura de la mujer, de espaldas al espejo” (20). Es en este escenario donde una de las
mujeres, no se sabe a ciencia cierta si la enfermera o la muerta, dibuja en el vaho de la
ventana el ideograma chino de la muerte:
Miraba fijamente el fondo de aquel pasillo, adentrándose con el pensamiento en esa penumbra en la que su ansiedad había imaginado la existencia de un ser, el que ella hubiera querido ser, de las cosas que ella hubiera querido saber y que algunos minutos antes había tratado de concretar, trazando con el índice de la mano derecha un signo incomprensible sobre el vidrio empeñado de una de las ventanas, la del lado derecho viendo hacia el exterior, un signo que ella hubiera deseado ser y comprender (26-27). El segundo instante correspondería al de una pareja que da un paseo por la playa.
Durante el trayecto, “la mujer recogió una estrella de mar, la existencia de la cual, por
demás evidente, subrayó haciendo mención del hecho de que dicha estrella era visible a la
vez que tangible, dirigiéndose al hombre antes de lanzarla, indiferentemente pero no sin
8
haber experimentado entre sus dedos una sensación inquietante y vagamente repugnante a
las olas” (63). Obsérvese la enorme similitud sígnica entre la estrella de mar y el ideograma
chino de la muerte, más si se toma en cuenta que el equinodermo está muerto: “Hubo un
momento en que tú te agachaste y tomaste en tus manos una estrella de mar muerta. ‘¡Mira
—dijiste—, una estrella de mar…!” (55).
A su regreso del paseo por la playa, la pareja descubre en su cuarto de hotel la foto
del supliciado chino. “Cuando entramos había sobre la cómoda un sobre amarillo y afuera
seguían gritando las gaviotas. Cuando abriste el sobre y me mostraste aquel rostro
inesperado y extático, había caído la noche. Era como si esa mirada llevara la noche
consigo a todas partes […] Aquel placer, la tortura, aquí, presente, ahora, para siempre con
nosotros, como la presencia del hombre que nos mira desde esa fotografía inolvidable” (46-
47). La mujer, presa de una euforia inexplicable, se excita hasta rebasar los límites del acto
amoroso, equiparando el coito con un asesinato: “Y entonces me abandoné a su abrazo y le
abrí mi cuerpo para que él penetrara en mí como el puñal penetra en la herida…” (56). Lo
anterior los lleva a intentar representar la propia escena del sacrificio, al menos así
menciona esta posibilidad el narrador intradiegético masculino, para quien la mujer “se
rompe como muñeca”. “Excluyes la posibilidad de que ese hombre que pende mutilado de
una estaca manchada con su sangre seas tú misma. ¿Acaso no había un enorme espejo allí,
en aquel salón en el que decidiste entregárteme muerta?” (138). Asimismo, este narrador
también expone su intención erótica tras la decisión de mostrarle la imagen del suplicio
chino.
“Mira…”, le dije mostrándole ese cuerpo desgarrado, tratando de vencer su cuerpo con aquella visión sanguinaria, hasta que sentí que se rompía como una muñeca de barro, hasta que sentí que su cuerpo se abandonaba a mí en aquel océano de sangre que latía afuera, más allá de la ventana abierta, fuera de sus ojos cerrados que no
9
veían otra cosa que ese cuerpo surcado de riachuelos de sangre, esa carne que tanto hubiera amado en su delirio (56).
El tercer instante de Farabeuf se centra en las múltiples descripciones ecfrásticas de
la fotografía reproducida en el centro del texto, tomada de Las lágrimas de Eros, de George
Bataille. La escena describe “una fotografía que representa la ejecución capital de un
magnicida mediante el suplicio llamado Leng Tch’e o de los Cien Pedazos” (61). “Se trata
en esencia, en el Leng Tch’e, de un procedimiento de amputación por descoyuntamiento de
los miembros en las articulaciones y viceversa” (152-153). El supliciado chino es leitmotiv
y motor de escritura de toda la obra. La escritura como corpus, ergo, cuerpo dispuesto en
un anfiteatro para ser diseccionado. La pluma sería un bisturí que diseccionaría con
precisión cada una de las partes de la obra. ¿Y el supliciado? El lector, quien evidentemente
es el primer violentado tras la lectura de semejante artificio. “Sólo puede torturar quien ha
resistido la tortura. Hipótesis inquietante: el supliciado eres tú” (149).
No sólo Farabeuf, sino el resto de la obra elizondiana aspira a la violencia narrativa,
a la cual Dorfman describiría como aquélla “que ataca la estructura del universo en la cual
el lector descansaba su mirada, intentando romperle la cosmovisión para desconcertar y
confundir”.18 Como el epicentro de la violencia narrativa es el lector, uno de los
presupuesto de Farabeuf es hacer incómoda la experiencia estética, que la lectura sea un
mecanismo para atentar contra las convenciones y los estereotipos con los cuales el hombre
observa al mundo, sobre todo a sí mismo. También Elizondo atenta contra las expectativas
tradicionales de lectura, ésas que desean encontrar tramas o secuencialidades temporales
bien definidas. El narrador autoral de Farabeuf lo expone claramente: “¿Piensas acaso que
eres la víctima de una alucinación? Tal vez. Pero ten en cuenta que se trata de una
18 Ariel Dorfman, Imaginación y violencia en América, Barcelona, Anagrama, 1972, p. 41.
10
alucinación cuyo contenido, cuyas imágenes pueden matarte” (136). De ahí que la lectura
corte como un cuchillo y se sienta en la epidermis. De alguna forma Farabeuf duele
estéticamente, es una lectura que evidentemente se propone generar un efecto en el lector.
“[El sensacionalismo] se derivaba fundamentalmente de mi lectura de Bataille. Hay el
deseo de ruptura. De ruptura en el orden moral […] de las concepciones morales
imperantes e imperativas. Y se da precisamente por los temas, muy rebuscados, imposibles
de reducir a un orden real, y que crean mucha desesperación en el lector, lo mueven a
estados de ansiedad”.19
La fotografía del supliciado chino es utilizada para elaborar construcciones
ecfrásticas de carácrer descriptivo, por ejemplo ésta, en la cual se evidencia la fascinación
mórbida por el cuerpo mutilado que permea en todo el texto: “Ese cuerpo inquietante, esa
carne abierta hacia la vida como un fruto inmenso y misterioso que parecía haber traspuesto
todos los umbrales del dolor y que nosotros contemplábamos como se contempla el curso
de una estrella” (102). O esta otra, en la cual se plantea la paradoja de la mirada del
destazado: “No va quedando más que esa forma, concretándose lentamente contra la estaca,
haciéndose cada vez más rígida en su actitud de desafío y de entrega a la vez, con los
hombros doblados hacia atrás por la tensión de las ligaduras y el cuello alargado hacia
adelante; con los ojos abiertos, abiertos más allá del dolor y de la muerte. Una mirada que
nada puede apagar; como pudiera mirarse uno mismo en el momento del orgasmo” (137).
Hasta aquí los ejercicios ecfrásticos no han supuesto un verdadero reto narrativo, puesto
que sus características son puramente literarias. Lo complicado del ejercicio ecfrástico se
da cuando se describen minuciosamente los procedimientos de disección. Es allí cuando el
narrador requiere de una precisión de cirujano en el lenguaje:
19 Jorge Ruffinelli, “Entrevista a Salvador Elizondo”, Hispamérica, núm. 16, 1977, p. 35.
11
El Dignatario, el que aparece en la fotografía contemplando apaciblemente la escena desde atrás, al lado derecho, se adelante hacia el hombre e introduciendo las puntas de los dedos entre las comisuras de los primeros tajos que han hecho los verdugos apresa el borde inferior de la herida y tira hacia abajo, primero del lado izquierdo y luego del lado derecho. Es curioso ver cuán resistente es la carne de nuestro cuerpo; es preciso ver la magnitud del esfuerzo que desarrolla el Dignatario antes de poner al descubierto las costillas del hombre, para comprender cuál es exactamente la capacidad y la resistencia de la carne. El supliciado nunca grita. Los sentidos quizá se vuelven sordos a tanto dolor” (144).
El texto no sólo utiliza la écfrasis, sino que enuncia parte del contexto de la propia
fotografía: se describe la historia del supliciado y el porqué de su terrible destino, así como
detalles técnicos de la foto. De igual forma, se ofrecen distintas interpretaciones en torno de
esa imagen escalofriante, como la hipótesis de que el supliciado sea una mujer: “El
suplicado es un hombre bellísimo. En su rostro se refleja un delirio misterioso y exquisito.
Su mirada justifica una hipótesis inquietante: la de que ese torturado sea una mujer. Si la
fotografía no estuviera retocada a la altura del sexo, si las heridas que aparecen en el pecho
de ese individuo fueran debidas a la ablación cruenta de los senos no cabría duda de ello”
(149).
Como parte de la ficcionalización del propio relato, en el texto es el doctor Farabeuf
quien captura el momento en que Fou Chou Li, el desmembrado del centro, se encuentra a
unos segundos de la muerte.
La misma lluvia que caía en Pekín aquel día en que usted, acompañado de su amante (sí, doctor Farabeuf, de su amante), con grandes trabajos, tratando de que su aparato fotográfico no se mojara, profiriendo las mismas imprecaciones e interjecciones que profieren en nuestros días, aun en los lugares públicos, los obreros y la gente de la clase inferior adicta a los partidos radicales, se abrió paso a codazos y empellones entre una muchedumbre estupefacta hasta conseguir profanar y perpetuar esa imagen única en la historia de la iconografía erótico-terrorística (109). Siguiendo la línea de asociación entre el ideograma chino de la muerte y la estrella
de mar, es inevitable encontrar la asociación visual entre estas dos imágenes y la escena
12
aterradora del suplicio, donde el propio sacrificado está amarrado a la estaca, guardando
una similitud asombrosa con la disposición en la imagen. La línea perpendicular que
atraviesa los tres segmentos separados sería la estaca. El punto de arriba la cabeza y las dos
líneas de abajo corresponderían al par de verdugos que segmentan sus piernas a la altura de
las rodillas.
Es curioso cómo la primera ¿novela? de Salvador Elizondo, perteneciente a una de
las generaciones más brillantes de escritores mexicanos del siglo XX, es un reto a la
imaginación y, por ende, a la memoria, si consideramos a Paul Ricoeur en su revisión sobre
La memoria, la historia, el olvido. Con respecto a la capacidad mental del recuerdo, el
teórico francés menciona: “La representación del pasado parece ser la de una imagen. Se
dice indistintamente que uno se representa un acontecimiento pasado o que uno tiene una
imagen de él, que puede ser cuasi visual o auditiva. Más allá del lenguaje ordinario, una
larga tradición filosófica […] hace de la memoria una región de la imaginación”.20 La
memoria, al ser concebida como un catalizador de la creatividad humana, potencia el
entendimiento del lector respecto de la obra. Sólo lo que se olvida puede recordarse, por
eso “el olvido es más tenaz que la memoria” (84).
Sin duda, existe un marcado carácter solipsista en casi todas las narraciones de
Salvador Elizondo. Entiendo al solipsismo como una una actitud existencial en donde la
realidad se transforma de acuerdo con los distintos estados mentales del yo. Berkeley, su
teórico principal, sostenía que “el mundo es una construcción de una sola conciencia”.21 La
concepción del mundo forma parte de una ilusión generada por la psique. La alteridad o los
objetos, al ser cuestiones cognitivas, no operan como ajenas o independientes del ser. Lo
20 Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003, p. 21. 21 Citado por Alan José, op. cit. p. 14.
13
que cada hombre entiende por realidad, aunque sea algo que “consideremos exterior a
nosotros, no es sino una representación mental de nuestras experiencias internas”.22
La obra de Salvador Elizondo es solipsista hasta la médula. La diégesis de sus
ficciones ocurre en espacios abstractos, posibles únicamente por las capacidades evocativas
de las palabras. Las palabras, signos arbitrarios, emisores de significado, no representan lo
mismo tanto para el autor que las imagina como para el lector que las contempla. Cada uno
genera sus propias interpretaciones sobre ellas. De igual forma, ambos viven distintas
realidades de las mismas. En Farabeuf se llega a un solipsismo tan radical que incluso los
personajes son conscientes de ser elementos de una ficción. Los personajes también andan
en busca de sí mismos, más allá de saberse reflejos sobre un papel quieren saber las
posibilidades que tienen al ser ficciones. Los personajes en Farabeuf también son
solipsistas. El narrador intradiegético masculino constantemente inquiere respecto de su
identidad: “me refiero al hecho posible, aunque desgraciadamente improbable, de que
nosotros no seamos propiamente nosotros o que seamos cualquier otro género de figuración
o solipsismo —¿es así como hay que llamar a estas conjeturas acerca de la propiedad de
nuestro ser?— como que, por ejemplo, seamos la imagen en un espejo, o que seamos los
personajes de una novela o de un relato, o, ¿por qué no?, que estemos muertos” (65). El
ejemplo más exacerbado de esta cuestión es la mujer que anda en busca de su identidad, a
quien le es imposible recordar un ¿hecho? olvidado: “No recuerdo nada. Es preciso que no
me lo exijas. Me es imposible recordar. Es necesario que no me atormentes con esa
posibilidad, con la probabilidad de esa mentira que hemos forjado juntos ante aquel espejo
enorme que nos reflejaba entre sus manchas y grietas” (25).
22 René Magritte, citado por en Douglas R. Hofstadter, Gödel, Escher, Bach. Un Eterno y Grácil Bucle, Barcelona, Tusquets, 2003, p. 787.
14
En la misma tónica, el narrador autodiegético de la historia asevera respecto del
narrador intradiegético masculino: “[…] tal vez eres un hombre sin significado, un hombre
inventado, un hombre que sólo existe como la figuración de otro hombre que no
conocemos, el reflejo de un rostro en el espejo, un rostro que en el espejo ha de encontrarse
con otro rostro. Eso es todo” (17). En tanto, el narrador autoral de la obra los describe a
todos como elementos literarios, piezas de ajedrez cuya voluntad es una utopía.
Habéis hecho una pregunta: “¿Es que somos acaso una mentira?”, decís. Esta posibilidad os turba, pero es preciso que os avengáis a pertenecer a cualquiera de las partes de un esquema irrealizado. Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo (96). De las citas anteriores me interesa resaltar un aspecto clave para la comprensión de
Farabeuf: la relación entre el espejo y la muerte. Mirarse al espejo es contemplar a la
muerte invertebrada que comienza a desplazarnos. La muerte está hecha de futuro aunque
habite nuestro pasado. ¿En qué sentido? La muerte es lo único inexorable en el futuro de
todos los hombres, empero, la muerte ya ha devorado todos los momentos de nuestra
existencia que no podemos recordar. La muerte acorrala por el pasado y el futuro a los
mortales hasta convertir un instante, cualquiera, en el punto final de una vida, o de muchas.
El momento en que la muerte cerca por el pasado y el futuro a quien perecerá podría ser
eterno, si se considera que el tiempo es relativo, siempre depende de la perspectiva de quien
lo disfruta o padece. La experiencia de confort o incomodidad respecto del tiempo
condiciona la percepción de éste en el hombre. Por eso, cuando nos miramos frente al
espejo contemplamos no sólo al que somos en ese instante, sino a quien hemos dejado de
ser, ése que la muerte se ha ido tragando al hacerlo pasado, o al que no somos en ese
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momento pero que podríamos ser. Mirarse al espejo casi nunca es confortable. El espejo
otorga la certeza de que en todo momento dejamos de ser, que la transformación del cuerpo
y el rostro es tan sólo un signo de nuestra inefable disposición a la muerte. Dada la
profunda imbricación de los dos términos —espejo y muerte— en la novela, conviene
analizar cada elemento y después llegar a esta conjunción enigmática.
El espejo como signo textual remite a la configuración espacial del escenario
principal descrito por el texto: el anfiteatro, donde un par de cadáveres esperan a ser
diseccionados por el doctor Farabeuf y que, desde el espejo, observan a la enfermera tirar
las monedas del I-Ching. El espejo es el centro de toda la disposición espacial de la escena.
“en medio de todo esto hay un espejo enorme con un marco dorado y una mirada
inexplicable —tal vez mi propia mirada—” (90).
En una entrevista, Elizondo afirmó que el espejo es el presupuesto de toda literatura.
“Para mí el espejo es, sencillamente, el símbolo de la literatura o del arte literario”.23 El
espejo por sí mismo es un universo: brinda ficciones de la realidad y ofrece interpretaciones
de lo que observa, aunque también es capaz de producir una realidad inquietante: la
realidad invertida y trastrocada del ser en el reflejo. Es precisamente éste el sentido
propuesto por Elizondo como clave de lectura en Farabeuf: la capacidad de los personajes
no sólo de ser en el reflejo, sino de alcanzar la autoconciencia de ser un reflejo. El reflejo
de un hombre en el espejo es la cosificación del sujeto, la fascinación de Narciso, el
amuleto que enuncia verdades. Que los personajes de Farabeuf intuyan ser reflejos en el
espejo no los exime de la muerte, tan sólo los coloca dentro de una dimensión paralela.
23 Salvador Elizondo entrevistado por Emiliano González, en “Salvador Elizondo: mi finalidad es realizar una escritura pura”, “La Cultura en México”, núm. 499 (1 de septiembre de 1971), p. IV.
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El espejo representa un espacio lúdico de la identidad. Lo especular se presenta
como un mundo per se, no necesita de la mirada del ser que se refleja para existir, antes
bien, el ser necesita del objeto para saber algo de sí. “La presencia del hombre ante un
espejo obstaculiza fastidiosamente la continuidad de un mundo misterioso que vive en la
superficie del espejo cuando no nos estamos mirando en él”.24 El specŭlum es umbral entre
dos dimensiones simétricas, aunque inversamente proporcionales. La naturaleza del espejo
es la de ser reverso de la realidad; no obstante, conserva su propia lógica y autonomía. Los
personajes, a sabiendas de ser un reflejo, inquieren: “”Si es que somos tan sólo la imagen
en un espejo, ¿cuál es la naturaleza exacta de los seres cuyo reflejo somos? (94). En ese
sentido, el reflejo de alguien en el espejo conservaría su independencia respecto del ente
reflejado. La pulsión sexual activa en el reflejo validaría su autonomía: “¿Es posible que
podamos procrear nuevos seres autónomos, independientes de los seres cuyo reflejo somos,
si es que somos la imagen en un espejo, mediante la operación quirúrgica llamada acto
carnal o coito?” (94). En la novela, un reflejo es concebido como un ente en sí mismo. De
esta forma, enuncia irónicamente Douglas Hofstadter, una persona es “anosrep anu”:
Cuando nos proyectamos a nosotros mismos en el espejo, nuestra primera reacción es que avanzando unos pasos y luego girando sobre los talones, podríamos meternos en los zapatos de ‘esa persona’ que está allí en el espejo, olvidando que el corazón, el apéndice y demás de esa persona están en el otro lado. El hemisferio cerebral del lenguaje está, dentro de la mayor probabilidad, en el lado izquierdo. En un nivel atómico grosero, esa imagen es en realidad la de una persona. Desde el punto de vista microscópico la situación es peor aún. ¡Las moléculas de ADN se enroscan en el sentido opuesto y la ‘persona’ del espejo no podría armonizar con una persona real más de lo que podría hacerlo una ‘anosrep’! [persona al revés]. 25 Al narrador autoral de Farabeuf le interesan las propiedades enigmáticas del espejo,
no sólo a la manera de Narciso, sino por ser puerta hacia una dimensión paralela. La
24 Salvador Elizondo, “Teoría mínima del libro”, en Cuaderno de escritura, p. 351. 25 Douglas R. Hofstadter (et. al.) (Comp.), El ojo de la mente. Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma, Buenos Aires, Sudamericana, 1983, p. 522.
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superficie azogada otorga la posibilidad imaginaria de que los personajes fantaseen con ser,
a pesar de su condición de reflejos, sin embargo, al ser conscientes de sí, intentan
encontrarse, a hacerse compañía en el espejo. “Hemos jugado innumerables veces a
encontrarnos de pronto en el espejo” (23). Elizondo juega con la posibilidad lúdica de dos
cuerpos posicionándose desde dos ángulos espaciales distintos que se reflejan al mismo
tiempo en el espejo. Lo anterior les otorgaría a los personajes la posibilidad de existir en el
reflejo: “Hemos jugado a tocar nuestros cuerpos sobre esa superficie fría, a besarnos en la
imagen reflejada sin que nuestros labios se tocaran jamás”. La sensualidad del espejo radica
en el juego del erotismo: entre más imposible se piense el encuentro amoroso con alguien,
más placentero resulta imaginarlo. Ahora bien, ¿por qué no se encuentran directamente?
Porque los narradores intradiegéticos masculino y femenino son un par de cadáveres
dispuestos en un anfiteatro —el espacio central de la narración—, esperando a que el doctor
Farabeuf los diseccione: “Y cuando de pronto nos quedamos quietos somos cadáveres
reflejados en un espejo, porque los espejos duplican la quietud de la quietud” (156).
Ahora bien, la muerte es el tema central de Farabeuf. Incluso a través del espejo se
llega a la muerte. “Si es que somos la imagen en un espejo, ¿podemos cobrar vida
matándonos?” (94). La muerte simboliza los tres signos principales de las escenas: en el
anfiteatro se traza el ideograma de la muerte. La estrella de mar está muerta y la fotografía
muestra a una persona experimentando probablemente una de las muertes más dolorosas
que se puedan imaginar. La fotografía, otro de los elementos más utilizados por Salvador
Elizondo a lo largo de su obra, tiene condiciones similares a las del espejo. “El espejo es
algo que siempre me ha preocupado mucho […] A mí me interesa como aparato para ver.
Los dos aparatos que me interesan más son el espejo y la cámara fotográfica. Todo lo que
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escribo trata de fotografía”.26 El espejo y la fotografía cosifican al sujeto. Sin embargo, es
la fotografía la que logra trascender las barreras del tiempo para observar, desde tiempos y
espacios futuros, a ése que fuimos, es decir que la fotografía siempre proyecta reflejos de
nuestro pasado y nos otorga, quizá, alguna respuesta sobre la eterna pregunta de quiénes
somos, mientras que el espejo sólo ofrece imágenes del presente.
La relación que existe en la obra de Salvador Elizondo entre escritura y fotografía se encuentra en el origen mismo de su proyecto. Grafógrafo, fotógrafo y mitógrafo se abisman en un mismo espejo de pliegues y desdoblamientos, con la ventaja para el escritor de que ningún aparato se sabría interponer entre ambos. La operación fotográfica y la operación literaria tienen en Elizondo una relación constante, continua pero acaso inapresable.27 De la misma forma que el espejo, al consignar nuestra transformación por Cronos,
la fotografía ofrece una prueba inexorable de la muerte que comienza a habitarnos,
independientemente del artificio fotográfico. “La fotografía es mensajera de la muerte.
Mantiene una relación más cercana con el espejo que con la pintura porque su grado de
similitud es inmaculado. La cámara de Salvador Elizondo posee un ojo intimidante,
profundo como un abismo en la medida en que muestra […] la debilidad esquizofrénica de
la percepción”.28 Una fotografía, afirma Barthes, sólo cobra trascendencia cuando el
Spectrum (o fotografiado) muere, es el momento en que se nos muestra como una presencia
contundente del que ya se ha ido, como si la fotografía arrancara un pedazo del ser para
congelarlo eternamente y hacer del que se va una presencia memoriosa, un espejo de
muerte para quienes le sobreviven, pues quien observa la foto algún día será el recuerdo de
alguien más. La muerte total se daría cuando no haya nadie que recuerde al que se va.
26 John Bruce-Novoa, “Entrevista con Salvador Elizondo”, La Palabra y el Hombre, núm. 16, (octubre-diciembre 1975), p. 56. 27 Adolfo Castañón, “Salvador Elizondo. Idea del hombre que se hizo prosa”, Revista de la Universidad de México, núm. 36 (febrero, 2007), p. 83. 28 Francisco Serratos, La memoria del cuerpo. Salvador Elizondo y su escritura, p. 63.
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“Decir que la muerte tiene mirada de cámara fotográfica es invertir los términos en que esa
correlación se plantea: la cámara fotográfica tiene mirada como de muerte. ¿Tiene la
muerte mirada de cámara fotográfica?”29
En Farabeuf el supliciado es un signo más en el espejo: el signo de la muerte que se
transmuta en estrella de mar y en ideograma. La fotografía del supliciado “tiene que ver
con la escritura, son cosas de la escritura, o que yo sólo las entiendo como cosas de la
escritura. No me importa que al chino le estén cortando los brazos, me da igual, lo que me
importa es lo que eso dice en términos de una escritura”.30 El dolor imaginativo es tanto o
más fuerte en el plano de la escritura debido a que actúa efectivamente dentro del universo
personal del lector.
La experiencia del dolor creo que es más, muchísimo más intensa imaginada que experimentada; yo creo que en los extremos de dolor físico que están representados en la fotografía del torturado chino en la que me basé para escribir Farabeuf, el dolor que expresa esa fotografía es muchísimo muy superior en términos de literatura, claro está, al dolor físico que experimenta el chino que está siendo torturado. En función de esa riqueza de la experiencia yo opto por este mundo interior porque me parece que desde mi punto de vista de la escritura, que considero una actividad en extremo subjetiva, es un mundo más rico.31
Queda claro que Elizondo se propone resignificar los signos imaginativamente.
Severo Sarduy escribió en 1967 una de las críticas más agudas que se hayan hecho sobre
Farabeuf, en particular, y la escritura elizondiana en lo general. En el artículo, aparecido en
la revista Mundo Nuevo, el escritor cubano delinea cuál es el problema de la escritura y el
lenguaje en la obra elizondiana: “Elizondo […] quiere probar la presencia del significado,
probar que todo significante no es más que cifra, teatro, escritura de una idea, es decir,
ideo-grama. Un sacudimiento del significante”.32 La obsesión por descifrar el significado
29 Salvador Elizondo, “Mnemothreptos”, en El grafógrafo, p. 50. 30 Ericka Montaño Garfias, op. cit. p. 10 A. 31 Adolfo Castañón, “La escritura como experiencia interior”, p. 4. 32 Severo Sarduy, “Del Yin al Yang. (Sobre Sade, Bataille, Marmori, Cortázar y Elizondo)”, Mundo Nuevo, núm. 13 (julio, 1967), p. 13.
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ulterior del signo convierte al hombre en grafía y a la escritura pura del pensamiento en
metafísica de la expresión: “De un lado y otro del signo, esas búsquedas […] demuestran
que a pesar de sus resistencias el hombre se adentra en el plano de literalidad que hasta
ahora se había vedado, formulando esa pregunta sobre su propio ser; sobre su humanidad
que es ante todo la del ser de su escritura”.33 Hacia 1969, Octavio Paz publica un ensayo en
“La Cultura en México”, donde retoma la lectura de Sarduy sobre la obra de Elizondo a
partir de la dicotomía signo/significado. Paz añade una motivación: la del placer como
fundamento inspirador de una escritura enroscada que intenta trazar el ideograma de la
muerte.
Como diría Sarduy: la pregunta sobre el ideograma escritura-erotismo-muerte pasa ahora del nivel del significado al del significante. Al extirpar el significado, el signo se vuelve garabato. La crítica de la escritura por la escritura es el eslabón que cierra la cadena placer-muerte. Elizondo se enfrenta y nos enfrenta a una nueva pregunta: ¿qué significa el sacrificio, la destrucción de los signos? Pero esta pregunta, ¿no es la misma del principio?”34 Más adelante, Paz esboza una idea clave para la narrativa de Salvador Elizondo: “Al
escribir que escribe, Elizondo se escribe, se vuelve un signo entre los signos, un accidente
entre los accidentes que es toda escritura”.35 Nótese que la crítica de Paz es de 1969,
anterior a El grafógrafo (1972), donde literalmente, Elizondo “escribe que escribe”. El
relato inicial de este cuentario enigmático inicia con un texto que no sólo marca el tono y el
estilo de la obra, sino que apunta claramente el sentido definitivo de su estética: la
autorreferencialidad. Este concepto se refiere a oraciones sintácticas que hablan acerca de sí
mismas; en cierta medida, es una figura retórica utilizada para construir paradojas —como
la de Epiménides, o “del mentiroso”, o la de Sócrates sobre la sabiduría—. Cuando
33 Ibid. p. 13. 34 Octavio Paz, “Salvador Elizondo: el placer como crítica de la realidad y el lenguaje. El signo y el garabato”, “La Cultura en México”, núm. 368 (5 de marzo de 1969), p. V. 35 Ibid. p. V.
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Epiménides dice que todos los cretenses mienten y después afirma que él es cretense, no
sólo queda en entredicho la veracidad de la primera oración, sino la veracidad del cretense
como estereotipo generalizador de una multiplicidad de identidades. “Todos estos
enunciados ‘flotan’ en el contexto del idioma; se los puede comparar a témpanos, de los
que solamente la punta está a la vista. Las secuencias de palabras constituyen esa parte
visible, mientras que la invisible consiste en el procesamiento necesario para
comprenderlas. En este sentido, su significación es implícita”.36 Si el enunciado
aparentemente contradictorio es como la punta del iceberg de la autorreferencialidad, se
intuye que el resto del bloque representa una metáfora sobre la profundidad con que la
mente humana aprehende el conocimiento: “Al decir que un ser consciente sabe alguna
cosa, estamos diciendo no solamente que la sabe, sino también que sabe que la sabe, y que
sabe que sabe que la sabe, etc., hasta donde nos ocupemos de extender la [autoconciencia],
reconocemos que hay aquí un infinito…”.37 En pocas palabras, la autorreferencialidad —
sea directa o indirecta— se refiere a textos o enunciados en los cuales el sujeto de la
oración está dentro de la misma, ocasionando una paradoja aparentemente contradictoria en
la que se pone en entredicho la identidad de quien la emite.
En “El grafógrafo”, la autorreferencia obliga al escritor a ejercer la crítica literaria
sobre y dentro de la obra. “Sería necesario obtener, no una crítica tardía de la obra, sino una
crítica inmediata de la escritura; una crítica que estuviera empleada como método y que se
fundara en el esquema ‘Escribo. Escribo que escribo, etc.…’ Es decir: sería necesario poder
verse escribir como procedimiento mismo de la escritura”.38 En “El grafógrafo”, Elizondo
establece la opción de verse a sí mismo dentro de la escritura, superponiendo un plano
36 Douglas Hofstadter, Gödel, Escher y Bach, una eterna trenza dorada, p. 551. 37 J. R. Lucas, citado por D. Hofstadter, op. cit. p. 435. 38 Salvador Elizondo, “Taller de autocrítica”, Plural, núm. 14, nov. 1972, p. 4.
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directo, el de escribir, a un segundo punto mental, en donde es capaz de verse a sí mismo
escribir. Una vez introducida la imagen del narrador homodiegético en su propia mente, el
desdoblamiento se realiza escalonadamente: se recuerda verse escribir y, por último, se
imagina recordarse verse a sí mismo escribir. De tal forma que la escena del escritor que
escribe se fragmenta cuatro veces; asimismo, cada uno de estos desdoblamientos se
escinden igualmente: 1) escribir que escribe; 2) verse a sí mismo escribir; 3) recordarse a sí
mismo verse escribiendo, y 4) imaginarse que se recuerda a sí mismo verse escribir:
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.39
“El grafógrafo” construye lo que se conoce como jerarquía enredada o bucle
extraño,40 una dimensión especular que captura recursivamente un instante. El espacio se
concibe con base en la geometría fractálica propuesta por Benoît Mandelbrot,41 en la cual
una misma figura se repite una y otra vez para estructurar formas espaciales infinitas (en
este caso, la figura del escritor que se ve a sí mismo escribir). El fractal es una imagen
39 Salvador Elizondo, “El grafógrafo”, p. 9. 40 “Una Jerarquía Enredada aparece cuando lo que se suponía una serie de niveles nítidamente jerárquicos nos da la sorpresa de cerrarse sobre sí misma, de una manera que viola el principio jerárquico. El elemento de sorpresa es importante; es por ello que [los] llamo ‘bucles extraños’ […] El lenguaje origina bucles extraños cuando habla de sí mismo, sea directa o indirectamente. En este caso, algo interior al sistema brinca hacia fuera y actúa sobre el mismo, como si fuera exterior a éste […] la distinción interior-exterior es borrada como en la célebre configuración llamada ‘botella de Klein’; aun cuando el sistema sea una abstracción, nuestra mente apela a la imaginación espacial, con la ayuda de una suerte de topología mental” (D. R. Hofstadter, op. cit. p. 770). 41 Este matemático excepcional encontró una serie de repeticiones infinitas sobre formas irregulares o fragmentarias en la naturaleza. Un fractal se caracteriza porque cualquier parte de la imagen es una réplica a escala de la figura principal. La totalidad del fractal es la misma que cualquiera de los elementos que la conforman y ésta es equivalente a otro trozo más pequeño. En ese sentido, los árboles, las telarañas, las nubes, las cordilleras o los ríos están constituidos con base en la geometría fractálica (Vid. Benoît Mandelbrot, The fractal geometry of nature, San Francisco, Freeman, 1983).
23
geométrica que emplea autorrepeticiones limitadas para proyectar el sentido abismal de
infinitud en el universo. En ese sentido, el carácter fractálico de “El grafógrafo” se
establece desde su nombre: la utilización del sustantivo grafo como prefijo y sufijo; es decir
que la suma de las partes que conforman su título es una réplica a mayor escala de los
elementos que lo conforman.
Ahora bien, si Escher demuestra un infinito a partir de dos manos que se dibujan,
Elizondo lo logra conjugando en “El grafógrafo” ocho veces en presente el verbo escribir,
cinco veces más en pretérito imperfecto y una vez en antepretérito imperfecto; a su vez,
menciona el infinitivo del mismo verbo en seis distintos momentos y cuatro veces más en
gerundio. Además, conjuga los verbos ver, recordar e imaginar otras tantas veces, aunque
en menor proporción uno de otro: después de escribir, el verbo más conjugado es ver, luego
recordar y por último imaginar, que aparece en la última oración coordinada del texto. De
esta forma, utilizando mecanismos finitos, Elizondo construye un fractal del lenguaje.
Dicho fractal condensa la inquietud que ha acompañado al escritor a lo largo de su
obra: escribir una obra que “invite al contemplador a contemplarse a sí mismo como parte
de otro nivel más; y, una vez dado este paso, el contemplador no puede menos que quedar
atrapado por una cadena implícita de niveles en que para cada nivel existe siempre otro más
arriba, de mayor ‘realidad’, y otro más abajo, un nivel ‘más imaginario’”.42 La lectura
como reescritura infinita. De ahí que “El grafógrafo” sea una ficción autorreferencial que
cosifica tanto al narrador como al receptor, los convierte en una pieza más dentro de un
proyecto imposible. En ese sentido, no sería gratuita la dedicatoria de “El grafógrafo” a
Octavio Paz por su señalamiento desde Farabeiuf de que Elizondo “al escribir que escribe
[...] se vuelve un signo entre los signos”, consignada anteriormente. De ser cierta esta
42 Douglas R. Hofstadter, op. cit. p. 17.
24
suposición, El grafógrafo supondría la conclusión de un diálogo estético sostenido entre
Sarduy, Paz y Elizondo, empezado por Elizondo al escribir Farabeuf, en donde el signo de
la muerte se ve en el espejo y se imprime como una fotografía en las pupilas de sus lectores
violentados, y terminado por el mismo autor en El grafógrafo, donde mediante el recurso
de la autorreferencialidad, el escritor se escinde hasta el punto de convertirse en grafía.
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