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Favor de leerse antes del 2 de junio Curación del siervo de un centurión Lucas 7, 1-10 Oso Ozoli: Hola amigo. Hoy quiero platicarte de un señor, que era centurión, es decir, que tenía 100 soldados a su cargo. Él no era judío. Y tal vez por eso, no se siente digno de presentarse personalmente ante Jesús. Por eso manda a unos representantes. Pero tenía tanta fe, que las palabras que él le mandó decir a Jesús, fueron tan hermosas, que nosotros en cada Misa las repetimos. ¿Tú sabes cuáles son? Mejor, empecemos esta historia desde el principio. En aquel tiempo, Jesús entró en Cafarnaún, que era la ciudad en donde ahora Él vivía. Se encontraba enfermo y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Los ancianos judíos eran gente importante, que apoyan al centurión, porque él ha sido bueno con ellos. Éstos, llegando ante Jesús, le suplicaban insistentemente, diciendo: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo y él mismo nos ha edificado la sinagoga». Iba Jesús con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: `Vete', y va; y a otro: `Ven', y viene; y a mi siervo: `Haz esto', y lo hace». Al oír esto, Jesús quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: «Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Cuando los enviados volvieron a la casa hallaron al siervo sano. El centurión ya sabía que Jesús podía curar a los enfermos. Por eso tiene tanta fe y sabe que no es necesario que Jesús esté presente físicamente ante su siervo, para que Jesús lo pueda sanar. Basta que ordene con su palabra poderosa: ¡Dilo con una palabra y mi siervo quedará sano! El centurión sabe que así como él obedece las órdenes del emperador o del tribuno, así también sus soldados le obedecen a él, simplemente porque él lo manda. Con cuanta mayor razón, la enfermedad obedecerá a Jesús, quien viene de Dios y quien tiene poder absoluto sobre la enfermedad y hasta sobre la muerte. Por eso Jesús se admiró de la fe de este hombre y dijo que ni en Israel, donde vive el pueblo elegido por Dios que debería de creer y confiar en Dios, ha encontrado una fe tan grande. Y obviamente Jesús sanó al siervo. ¿Reconociste las palabras que nosotros decimos en la Misa? Nosotros decimos: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Estas palabras digámoslas con la misma fe del centurión, que confía en Jesús y reconoce que Él tiene todo el poder para sanarnos. Erika M. Padilla 1

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Favor de leerse antes del 2 de junio

Curación del siervo de un centuriónLucas 7, 1-10

Oso Ozoli: Hola amigo. Hoy quiero platicarte de un señor, que era centurión, es decir, que tenía 100 soldados a su cargo. Él no era judío. Y tal vez por eso, no se siente digno de presentarse personalmente ante Jesús. Por eso manda a unos representantes. Pero tenía tanta fe, que las palabras que él le mandó decir a Jesús, fueron tan hermosas, que nosotros en cada Misa las repetimos. ¿Tú sabes cuáles son?

Mejor, empecemos esta historia desde el principio. En aquel tiempo, Jesús entró en Cafarnaún, que era la ciudad en donde ahora Él vivía.

Se encontraba enfermo y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera y salvara a su siervo.

Los ancianos judíos eran gente importante, que apoyan al centurión, porque él ha sido bueno con ellos.

Éstos, llegando ante Jesús, le suplicaban insistentemente, diciendo: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo y él mismo nos ha edificado la sinagoga». Iba Jesús con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: `Vete', y va; y a otro: `Ven', y viene; y a mi siervo: `Haz esto', y lo hace». Al oír esto, Jesús quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: «Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Cuando los enviados volvieron a la casa hallaron al siervo sano.

El centurión ya sabía que Jesús podía curar a los enfermos. Por eso tiene tanta fe y sabe que no es necesario que Jesús esté presente físicamente ante su siervo, para que Jesús lo pueda sanar. Basta que ordene con su palabra poderosa: ¡Dilo con una palabra y mi siervo quedará sano!

El centurión sabe que así como él obedece las órdenes del emperador o del tribuno, así también sus soldados le obedecen a él, simplemente porque él lo manda.

Con cuanta mayor razón, la enfermedad obedecerá a Jesús, quien viene de Dios y quien tiene poder absoluto sobre la enfermedad y hasta sobre la muerte.

Por eso Jesús se admiró de la fe de este hombre y dijo que ni en Israel, donde vive el pueblo elegido por Dios que debería de creer y confiar en Dios, ha encontrado una fe tan grande.

Y obviamente Jesús sanó al siervo.

¿Reconociste las palabras que nosotros decimos en la Misa?

Nosotros decimos: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.

Estas palabras digámoslas con la misma fe del centurión, que confía en Jesús y reconoce que Él tiene todo el poder para sanarnos.

Erika M. Padilla

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Héroes entre nosotrosHola yo soy Luis Gonzaga. A mí me festejan el 21 de junio.

¿Conoces a alguien que se llama Luis? Si lo conoces, no te olvides de platicarle mi historia.

Pero antes quiero preguntarte: ¿Qué harías si tus papás fueran amigos de un rey? ¿o si tu papá fuera un marqués, vivirías en un castillo?Yo de chico vivía en un castillo en España, porque mi papá era un marqués. Además era amigo del rey y un gran general. Mi mamá también era una dama muy reconocida en ese tiempo.

Desde muy chico jugué con cañones y armas de juguete. Cuando tenía 5 años mi papá me llevó al cuartel para que viera como practicaban los soldados. Eso no le gustaba a mi maestro, porque cuando volvía al castillo, yo regresaba hablando de modo muy grosero. Mi maestro me regañó varias veces, pero sólo dejé de decir groserías cuando comprendí que esas palabras entristecían a Dios.

Poco a poco fui haciendo mis oraciones con más gusto, y todos los días tomaba un tiempo en la mañana y otro en la noche para platicar con el Señor y rezar a la Santísima Virgen.

Un día mi papá nos mandó a mis hermanos y a mí a Italia para que aprendiéramos idiomas diferentes.

Yo leía mucho y también oraba. Poco a poco mi corazón se fue llenando de alegría y de gozo, pues cada vez sentía más cerca a Dios. Por eso, desde los 12 años enseñé catecismo a los niños pobres del lugar.Un par de años después, decidí que no sería marqués como mi papá, y le dejé mi título a mi hermano menor.

Yo estaba decidido a no hacer lo mismo que hacían las personas importantes de mi época: los príncipes, los pajes, los cortesanos, etc.

Un día fui a recibir la comunión a una iglesia de Madrid, y allí escuché claramente una voz que me decía “Luis, ingresa a la compañía de Jesús”.

Lleno de felicidad le comuniqué mis planes de ser religioso a mi mamá. Ella estuvo de acuerdo y hasta le dio gusto. En cambio, mi papá se puso furioso, porque él quería que yo siguiera una carrera militar. Muchos amigos y otras personas importantes quisieron convencerme para que cambiara de opinión, pero no lo consiguieron.

Mi papá me envió a un largo viaje para que se me olvidara esa idea, pero tampoco fue así. A los 18 años conseguí que mi papá me enviara a la compañía de Jesús para hacer mi noviciado.

Yo fui un niño que me enfermé mucho y mi salud siempre fue delicada. Los sacerdotes cuidaban mucho que comiera bien porque me veía muy débil y siempre me enfermaba.

Estaba en Italia, cuando hubo una epidemia de fiebre y muchos enfermaron. Yo iba de puerta en puerta pidiendo comida para los enfermos del hospital de los jesuitas.

Morí sin poder ser sacerdote, porque aún era muy joven. Por eso el Papa Benedicto XIII me nombró protector de los jóvenes.

Así es que, yo también te estaré echando una porra cuando tú aproveches las oportunidades que tienes para que tu espíritu se fortalezca.

Me contagié y estuve enfermo varios meses y no logré recuperarme. Sin embargo, los sacerdotes se asombraron al ver que en todo el tiempo de mi enfermedad estaba muy alegre y confiado en el Señor. De manera que Jesús sanó mi espíritu y lo fortaleció, aun en la enfermedad.

Delfina Sieiro J.

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