Fiat voluntas tua. Amor y voluntad en San Agustín

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ Facultad de Letras y Ciencias Humanas FIAT VOLUNTAS TUA AMOR Y VOLUNTAD EN AGUSTÍN Raúl E. Zegarra Medina

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An essay about the Saint Augustine's conception of evil and freedom. The first and second sections constitute a study of the core ideas of Augustine in "De libero arbitrio". In the last section, I examine some complementary statements of Hannah Arendt in her doctoral thesis:"The concept of love in Saint Augustine". The central idea is that in the christianity conception, the expierence of freedom is related with the faith in God and the subsequent idea of giving our own freedom, because the only true freedom lays on the God's will.

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ

Facultad de Letras y Ciencias Humanas

FIAT VOLUNTAS TUA

AMOR Y VOLUNTAD EN AGUSTÍN

Raúl E. Zegarra Medina

Lima-Perú

2007

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Dijo María: «He aquí la esclava del Señor;

hágase en mí según tu palabra». (Lc 1, 38)

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El trabajo que se presenta a continuación tendrá como tema central el problema

del libre arbitrio de la voluntad1. El abordaje del mismo estará enmarcado en el

contexto de desarrollo general que el seminario ha planteado, aunque

concentrando la atención en San Agustín como el referente fundamental de este

ensayo. De este modo, se examinará como texto primario el De libero arbitrio,

apuntando con ello a una delimitación más precisa del problema; a saber, la

cuestión del origen del mal en Agustín. Conviene ahora, precisar la forma en que

serán presentados los temas.

La génesis del texto en cuestión, así como la estructuración del diálogo al interior

del mismo, nos ofrecen ya la primera pauta para el desarrollo del trabajo. Como

sabemos, este texto agustiniano es de origen temprano y por ello testimonia de

buen modo el tránsito que se efectúa en su pensamiento del platonismo a la

adopción de la fe cristiana. Además, tampoco es demasiado distante de la época

de su conversión, por lo que se convierte en un libro que tiene cierto tono de

contestación —como tantos otros más— a problemas que en su fase previa a la

conversión, le aquejaban. En este caso concreto, al problema del origen del mal,

contestando con ello la duda sembrada por el maniqueísmo que le otorgaba al mal

densidad ontológica y carácter de principio. Para ello, seguirá a Platón y también a

Plotino definiendo al mal como carencia de bien y restando con esto cualquier

posibilidad de que este sea principio activo de cosa alguna; aunque, claro, ese

solo será el inicio de la respuesta sugerida. Agustín era fundamentalmente un

cristiano y tenía que referir el problema a la existencia de un Dios bueno incapaz

de ser el principio del mal. La respuesta, radicará en la existencia de la libertad

como facultad y de la voluntad como la instancia dirimente para la ejecución de la

acción.

En el desarrollo del trabajo, entonces, se abordará la cuestión transitando el

esquema que brevemente se ha descrito en el párrafo anterior. En primer lugar, se

1 Agradezco la ayuda del profesor Augusto Castro quien, permitiéndome gentilmente la lectura de su tesis, colaboró en el desarrollo de este trabajo.

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examinará el dilema que el maniqueísmo ofrece al postular indiscriminadamente al

bien y al mal como principios. Luego, transitaremos muy brevemente las fuentes

que en Platón y Plotino nos llevan a descartar tal posibilidad, con la finalidad de

ver cómo es que la reflexión del platonismo a este respecto fue determinante en el

santo. Luego, procederemos al examen concreto de la respuesta que Agustín da

en el De libero arbitrio. El análisis de la libertad y de la voluntad nos conducirá

inevitablemente a tratar el tema del amor, más precisamente de la caridad, ya que

siendo el libre arbitrio un bien intermedio que apunta a la consecución de los

bienes en sí mismos, no hay mayor bien que amar a Dios y, por ende, al prójimo.

Así, la libertad bien conducida lleva a que la voluntad tienda adecuadamente hacia

el amor. Hecha la presentación, corresponderá hacer algunos comentarios

conclusivos que darán fin a la empresa propuesta.

Pasemos, pues, al desarrollo del trabajo a través de la introducción del contexto

del debate en que surge la propuesta filosófica del De libero arbitrio.

I

El contexto del debate

Para una mejor comprensión del desarrollo que hace Agustín acerca del tema de

del libre arbitrio de la voluntad, es fundamental caer en la cuenta de que esta

reflexión está enmarcada en el contexto de la respuesta contundente que da el

santo al problema del determinismo. Como sabemos, Agustín se hace parte de la

secta de Manes como parte del tránsito que realiza en busca de la verdad; pero

luego de ello, él mismo se vuelve el más feroz crítico del maniqueísmo por

encontrar en este sólo “lazos diabólicos y una liga viscosa hecha con sílabas de tu

nombre, del de nuestro Señor Jesucristo [...]. Me lo decían muchas veces

[¡Verdad!, ¡Verdad!], pero jamás se hallaba en ellos, antes decían muchas cosas

falsas”2. San Agustín ataca la doctrina de Manes por encontrar en ella solo 2 Agustín de Hipona. Confesiones. En: Obras completas de San Agustín. Madrid: BAC, 1974. Vol. II, 7ma. Edición, III, 6, 10, p. 139.

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falsedad e inconsistencia, una doctrina falaz acerca de la verdad y de Cristo. Mas

el problema radical se encuentra en la concepción que el maniqueísmo desarrolla

respecto del bien y del mal y, derivada de ella, la postura que sostienen sobre la

libre determinación: “[...] me preguntaban de dónde procedía el mal”3. La pregunta

que emanaba de la secta de Manes había calado hondo en el corazón de Agustín:

¿De dónde, pues, procede [el mal], puesto que Dios bueno hizo todas las cosas

buenas?”4. La reflexión que Agustín narra en torno al tema es tensa y transita de

ida y vuelta de la distancia a la cercanía respecto del mensaje cristiano. De

momento, nos interesa un momento particular de ese tránsito, aquel en el que el

alma del obispo “[...] fuera tras la [teoría] de las dos sustancias [el Maniqueísmo]

[...]”5. Desarrollemos brevemente el problema al que nuestro autor hace aquí casi

imperceptible referencia.

La doctrina maniquea sostenía que la realidad estaba compuesta de dos principios

de naturaleza contrapuesta, a saber: la luz y la oscuridad. Este esquema dualista

tuvo en el pensamiento de Manes carácter de principio ontológico. Además, la

misma doctrina afirmaba la existencia de lo que llamaban los tres momentos. “ El

momento anterior, en que el mundo aún no había comenzado a existir y la luz

estaba separada de la tiniebla; el momento intermedio, después de que las

tinieblas lanzaran su ataque contra la región de la luz; finalmente, el momento

ulterior en el que los dos principios quedarán nuevamente separados”6. No me

detendré en el detalle de la doctrina maniquea ya que no es menester de nuestro

trabajo, mas haré algunas breves anotaciones para que se entienda el sentido de

la réplica agustiniana. En el tiempo anterior estaban ambos principios, la luz y la

oscuridad, representados por el Padre de la Grandeza y el Príncipe de las

Tinieblas, respectivamente. Ambos principios se encontraban separados. Las

tinieblas se dirigieron a la luz con la finalidad de conquistarla. El Padre de la Luz

trató de defenderse a través del envío de sus hijos, pero fue derrotado: sus hijos

3 Ibid. III, 6, 12, p. 142.4 Ibid. VII, 5, 7, p. 275.5 Ibid. VII, 16, 22, p. 290.6 Elíade, M. Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Madrid: Cristiandad, 1980. Vol. II, p. 372.

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fueron devorados por los demonios de la oscuridad. Con este fenómeno se inicia

la mezcla del cosmos. El Padre de la Grandeza volvió a defenderse y esta vez

derrotó al reino de las tinieblas, pero no logró extirpar del reino de la oscuridad

todas las partículas de luz que antes le habían sido arrebatadas. Frente a esto, en

el tiempo intermedio el Padre de la Grandeza envió al Tercer Mensajero con la

finalidad de recuperar las partículas de luz desperdigadas en las tinieblas y así

reestablecer el orden del cosmos. Como respuesta, el reino de las tinieblas generó

al ser humano cuyo cuerpo se constituyó en la cárcel más segura para resguardar

la luz anteriormente arrebatada., esta vez en la figura del alma. El tiempo final

está constituido por la retoma del orden mediante una guerra que lleva al juicio

final donde las partes propias de cada principio vuelven a estos y la materia y

todos los elementos afines a ella son condenados7. El gravísimo problema que

aparece en esta doctrina cosmológica es el de la condenación. Para Agustín el

conflicto aparece cuando se constata que en el esquema maniqueo no existe

espacio para la libertad del hombre: todo es un constante fluir de fuerzas que no

aceptan la ingerencia humana. Es más, y esto es lo que a Agustín le parece

absurdo, el mal que tenía el mismo rango que el bien, se convierte en sujeto de

condenación y con él todo lo relativo a la materia; no obstante, el hombre ha

surgido de las tinieblas y de la materia. Como se ve, hay una evidente

contradicción8.

Esta es la trama argumentativa que suscita la reflexión de Agustín en torno al

tema de la libertad como una respuesta al inconsistente determinismo de Manes,

del cual el mismo joven Agustín había sido parte, como el mismo narra. Pasemos,

entonces, al texto de Agustín con la finalidad de ver como dilucida el problema.

Sobra decir que los desarrollos que da a la cuestión van mucho más allá de un

mero escrito contestatario, estos manifiestan una muy fina articulación entre el

pensamiento griego y el cristiano que muestra su gran capacidad de síntesis y de

elaboración propia.

7 Cf. Elíade, M. Op. cit.8 Para algunos detalles acerca de la influencia del maniqueísmo y su final destino a nivel político en la cristiandad temprana y la cultura clásica, cf. Cochrane, Ch. Cristianismo y cultura clásica. Mexico: FCE, 1992.

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II

De libero arbitrio voluntatis

En lo que sigue desarrollaremos los principales puntos de la exposición

agustiniana respecto del libre albedrío de la voluntad con la finalidad tanto de

hacer patente la respuesta al maniqueísmo, como de introducirnos en la fina y

autónoma argumentación de Agustín.

La discusión se abre con una pregunta fundamental enunciada en los labios de

Evodio, el interlocutor agustiniano a lo largo del diálogo. La disquisición inicial no

es de poca relevancia, por lo que conviene hacer una cita algo extensa:

Evodio. — Dime, te ruego: ¿puede ser Dios el autor del mal?

Agustín. — Te lo diré si antes me dices tú a qué mal te refieres, porque dos son los

significados que solemos dar a la palabra mal: uno, cuando decimos que «alguien

ha obrado el mal»; otro, cuando afirmamos que «alguien ha sufrido algún mal».

Evodio. — De uno y otro deseo saber quién es el autor.

Agustín. — Siendo Dios bueno, como tú sabes o crees9 (At si Deum bonum esse

nosti vel credis) […], es claro que no puede hacer el mal. […]. Ahora bien, si nadie

que padece, padece injustamente, como nos vemos obligados a confesar, pues

creemos en la Providencia divina10, reguladora de cuanto en el mundo acontece,

síguese que de ningún modo es Dios el autor del primer género de mal, y sí del

segundo.

Evodio. — ¿Hay, pues, otro autor de aquel primer género de mal, del cual acabamos

de ver que no es Dios el autor?

Agustín. — Sí, ciertamente, ya que no puede ser hecho sino por alguien. […] cada

hombre que no obra rectamente es el verdadero y propio autor de sus malos actos.

Y si lo dudas, considera lo que antes dijimos, a saber: que la justicia de Dios castiga

9 La referencia hace pensar en las dos posibles fuentes de conocimiento que podrían atribuirse en ese momento a Evodio: la filosofía (saber) y la revelación (creer). La primera fuente imputable a los “platónicos” y la segunda a la teología cristiana y al escrito bíblico.10 Es interesante el tratamiento que Agustín dará a la Providencia más adelante, donde hablará de ella en términos de la “forma inconmutable”. Cf. p. 307.

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las malas acciones. Y claro está que no sería justamente castigadas si no

procedieran de la voluntad libre del hombre (Non enim iuste vindicarentur, nisi fierent

voluntate)”11.

No son pocos los elementos que conviene rescatar de este pasaje, ya que serán

determinantes para el curso de la argumentación que guiará el resto del libro;

pasemos a examinarlos con la finalidad de desbrozar de mejor modo la cuestión.

En primer término, la pregunta de Evodio acerca de la posibilidad de que sea Dios

el agente del mal. Cabe recordar a este respecto lo que dijimos sobre el

maniqueísmo y la existencia de un principio ontológico del mal: está claro que aquí

Agustín ofrece de entrada una radical toma de distancia con esta postura y con el

determinismo que de ella se desprende. Si bien esto es cierto, Agustín recurre a

un detenido y, a veces, excesivamente pormenorizado razonamiento para

sustentarlo y eso es lo que toca a ver a continuación. En segundo lugar, nuestro

filósofo distingue entre dos tipos de mal: el que es obrado y el que es sufrido. El

segundo corresponde a la justicia divina y corresponde a la administración del

castigo a las malas obras. Está claro, además, que esta es una forma de referirse

al mal en sentido lato: evidentemente este “mal” no es propiamente tal, ya que en

tanto justicia de Dios solo puede ser un bien que, a los ojos de los hombres, es

visto como una calamidad o sufrimiento. De esto se sigue, finalmente, que el mal

propiamente dicho es obra de los seres humanos y que éstos sufren castigo —es

decir, mal en sentido amplio— en la medida en que el mal que han realizado

procede de “la voluntad libre del hombre”.

Como dije hacia el inicio, este pasaje es de capital importancia en vista de que

resume el marco general de la teoría agustiniana acerca de la voluntad. No

obstante, como es obvio, este es solo un esquema que compete desplegar en su

real complejidad, ya que así expuesto puede resultar algo oscuro aún. De ello da

cuenta el mismo Evodio al interrogar a Agustín nuevamente sobre la procedencia

del mal cuando esta ya había sido atribuida a la libre voluntad de cada ser

11 Agustín de Hipona. Del libre albedrío. En: Obras completas de San Agustín. Madrid: BAC, 1963. Vol. III, 3ra. Edición, I,1,1, p. 200.

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humano: “Más no se yo que peque nadie que no haya aprendido a pecar. Y si esto

es verdad, dime, ¿quién es aquel de quien hemos aprendido a pecar?”12. Agustín

replica, aduciendo que toda enseñanza (disclipinam) es un bien, argumento con el

cual Evodio está conforme. Siendo así, el mal no podría ser enseñado ya que si

así fuera, tendríamos una contradicción en los términos: se podría enseñar lo

pernicioso, cuando en la misma definición se ha dicho que la disclipinam es un

bien. Frente a esta estrategia agustiniana, Evodio replica: “No obstante, yo creo

ciertamente que hay dos disciplinas: una que nos enseña a obrar bien y otra que

nos enseña a obrar mal”13. Agustín retoma lo dicho poco antes y lo desarrolla de

modo más preciso, recurriendo, además a su fuerte influencia del platonismo:

tiene que haber un elemento que permita el discernimiento del bien y del mal, sino

nos enfrentaríamos a un regreso hacia el infinito. Este elemento es la inteligencia

(intelligentiam) que es buena y por la cual se entiende y aprende, de donde se

sigue que quien aprende y entiende hace un bien, por lo que nada de lo aprendido

o enseñado puede ser malo. Por eso dice con contundencia Agustín: “Desiste,

pues, de preguntar por no sé qué mal doctor o maestro, porque, si es malo, no es

doctor, y si es doctor, no es malo”14.

Superada esta primera etapa el santo procede a desarrollar más su exposición en

vista de la persistencia de la duda de Evodio. Para ello, coloca como preliminar un

elemento fundamental: la necesidad del auxilio divino para la consecución de todo

conocimiento verdadero. Alude Agustín a su experiencia personal tras la verdad,

suceso que como sabemos por las Confesiones, fue muchas veces doloroso y

vacío hasta encontrar en el acontecimiento de la fe el balance perfecto para la

razón penetrada desde joven por el Hortensio. Es por eso que el obispo advierte a

Evodio la necesidad de la fe, curiosamente: su necesidad es parte del orden de la

investigación. Como revela toda la obra agustiniana, el tema del orden es de

carácter capital, ya que sin él no es posible llevar a cabo una adecuada 12 Ibid. I, 1, 2, p. 201.13 Ibid. I, 1, 3, p. 202. Esta tesis sin duda hace eco con la reflexión platónica respecto del conocimiento del bien y del mal; y, a la vez, hace patente el modo en que el dualismo maniqueo estaba presente en la mente de Agustín, no en vano su texto De la naturaleza del bien: contra los maniqueos fue escrito casi en paralelo al De libero arbitrio.14 Ibid. I, 1, 3, p. 203.

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investigación. El orden para Agustín tiene muchos sentidos, pero el fundamental

es el de la supeditación a la gracia de Dios; y es fundamental, porque la reflexión

que recorre toda la obra de este padre de la Iglesia esta impregnada de esta fuerte

impronta paulina: la apertura hacia la gracia. Sobre este tema volveremos con

detalle más adelante.

Retomando el hilo de nuestra argumentación, vemos como Agustín pone en alerta

a Evodio acerca de la ruta que debe seguir su discernimiento. Cita el obispo a

Isaías: “si no creyereis, no entenderéis” (Is. 7, 9). La referencia a Isaías tiene

como finalidad reafirmar la creencia en un “sólo y único Dios, [de quien] procede

todo cuanto existe, y que, no obstante, no es [Él] el autor del pecado”. Hecha la

profesión de fe, se erige la pregunta: “Si el pecado procede de las almas que Dios

creó y las almas vienen de Dios, ¿cómo no referir a Dios el pecado siendo tan

estrecha la relación entre Dios y el alma pecadora”15. Pasará Agustín a dar

respuesta a esta pregunta en los capítulos que siguen, pero antes de seguir la

digresión a la que se dispone, quisiera remarcar un elemento que va cobrar radical

importancia después y que en este momento parece sólo una mención ligera.

Agustín, después de la cita consignada sigue hablando de las características de

Dios, al parecer con la finalidad de solidificar la fe de Evodio antes de iniciar una

nueva navegación; pero en ese tránsito, dice el santo algo muy significativo acerca

de Dios:

“[...] que creó todas las cosas de la nada (Ex quo fit ut de nihilo creaverit omnia),

mas no de sí mismo, puesto que de sí mismo engendró sólo al que es igual que Él, y

a quien nosotros decimos Hijo único de Dios, y al que, deseando señalar más

claramente, llamamos «Virtud de Dios» y «Sabiduría de Dios», por medio de la cual

hizo de la nada todas las cosas que han sido hechas” 16.

Este pasaje es cardinal en la medida que hace referencia a la creación ex nihilo,

un punto esencial en la refutación agustiniana contra el maniqueísmo y contra toda

15 Ibid. I, 2, 4, p. 204.16 Ibid.

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doctrina que sostenga que el mal es en sí mismo un principio activo y

antológicamente independiente. Esta tesis es claramente de influencia

neoplatónica, fundamentalmente plotiniana: el mal es sólo carencia, privación del

bien. Así, el mal se origina cuando la libre voluntad del ser humano tiende hacia la

nada, esto es, hacia las cosas por sí mismas, que sin Dios, son nada17.

Regresemos al cuerpo de nuestra reflexión. La disputa respecto del origen del mal

persiste y las preguntas de Evodio son recurrentes, esta vez acerca de aquellas

obras que pueden considerarse malas. Después de recusar el argumento de

Evodio, que asociaba el mal a lo que es castigado por la ley, Agustín afirma con

contundencia que las obras llenas de malicia proceden de la libídine (libido)18: “[...]

la libídine es el origen de toda suerte de pecados”19. En el capítulo siguiente,

17 Sostiene Platón en diálogo con Adimanto:

“Entonces lo bueno no es causa de todo, sino únicamente de lo que está bien, pero no de lo que está mal.[...] en nuestra vida hay muchas cosas buenas que malas. Las buenas no hay necesidad de atribuírselas a ningún otro autor; en cambio, la causa de las malas hay que buscarla en otro origen cualquiera, pero no en la divinidad” (Platón. República. Madrid: Alianza, 2000, 379 c).

Y más adelante, en el libro X, afirma a modo de respuesta:

“La responsabilidad es del que elige; no hay culpa alguna en la Divinidad” (Ibid., 617 e)

Respecto del mal, esgrime Plotino:

“Queda, por tanto, que, si el mal existe, exista entre los no-seres, siendo como una especie de no-ser y estando en alguna de las cosas mezcladas con el no-ser o que de cualquier modo se asocian con el no-ser. [...] Todas las demás cosas que participen en él y se semejen a él, digamos que se hacen, sí, malas, pero que, estrictamente no son malas.[...] el mal no está en cualquier clase de carencia, sino en la total” (Plotino. Enéadas. Madrid: Gredos, 1992, I, 8, 3-5).

18 Libido: 1: ansia, deseo/ 3: inclinación ciega, deseo desenfrenado, libertinaje, lujuria (Diccionario Latino-Español/Español-Latino. Barcelona: Bibliograf, 1970). Agustín parece inclinarse aquí, no por ello excluyendo la primera acepción, hacia la idea de un deseo desordenado —cosa que queda clara si tenemos en cuenta que el ejemplo es el del adulterio—. Esta aclaración es importante ya que existe un matiz fino entre libido y cupiditas. Ambos son formas de deseo, pero la libido asociada aquí a un deseo negativo, parece que la cupiditas es más bien un anhelo neutral cuya ejecución a través de la voluntad hace que sea considerada como mala o buena: deseo culpable. En esa línea, el santo introduce inmediatamente después, una equiparación entre la libídine y la concupiscencia (cupiditatem), que bien podríamos traducir por deseo, anhelo. Inicialmente parece haber una igualación confuda, pero luego se indica que la culpabili cupiditas es la libido. Sobre esto nos detendremos en la tercera sección del trabajo.19 Agustín de Hipona. Op. cit. I, 3, 8, p. 207.

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Agustín iguala la libídine con la concupiscencia y con ello empezará la

estructuración más fuerte de la teoría agustiniana de la voluntad.

El tema que ocupara la discusión será el de la intencionalidad o responsabilidad

de las obras malas20. Como es obvio, existen obras malas que pueden darse sin

pecado, como cuando a alguien “involuntariamente (imprudenti) y por una fatalidad

se le dispara una flecha”21. Aún así, persiste el conflicto: quizá podría darse un

crimen justificado, por ejemplo, por el ansia de verse libres del miedo. Ante el fácil

asentimiento de Evodio, Agustín objeta haciendo una determinante intervención:

“Agustín. — ¿Es posible que así te hayas convencido de que deba declararse

impune un crimen tan grande antes de ver despacio si aquel siervo no deseaba

verse libre del miedo a su señor con el fin de saciar sus desordenados apetitos?

Porque el desear vivir sin miedo no sólo es propio de los bueno, sino también de los

malos, pero con esta diferencia: que los buenos lo desean renunciando al amor de

aquellas cosas que no se pueden poseer sin peligro de perderlas, mientras que los

malos, a fin de gozar plena y seguramente de ellas, se esfuerzan en remover los

obstáculos que se lo impiden, y por eso llevan una vida malvada y criminal, que,

más bien que vida, debería llamarse muerte.

Evodio. — Confieso mi error, y me alegro muchísimo de haber visto al fin claramente

qué es aquel deseo culpable (culpabilis cupiditas) que llamamos libídine (libido).

Ahora veo con evidencia que consiste en el amor [desordenado]22 de aquellas cosas

que podemos perder con nuestra propia voluntad”23.

En esta importante distinción hecha por Agustín radica el núcleo del problema de

la libertad y del origen del mal. Uno obra mal no por tener apetitos o deseos, sino

cuando conducido por ellos, deliberadamente decide obrar el mal. Y el mal aquí es

claramente concebido con una fuerte impronta platónica: al amar las cosas del

20 El eco aristotélico es evidente aquí. Cf. Aristóteles. Ética nicomáquea. Madrid: Gredos, 2003. Traducción de Julio Pallí Bonet. El tratamiento de la justicia en el libro quinto de la EN coincide perfectamente con el enfoque que presenta Agustín, aunque claro, la remisión a Dios está ausente en el estagirita.21 Ibid. I, 4, 10, p. 209.22 Tanto esta mención como la que figura líneas arriba (desordenados apetitos) son añadidos del traductor castellano. El original latino no consigna los calificativos que aparecen en el texto.23 Ibid. I, 5, 11, p. 211.

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mundo, la multiplicidad efímera de los bienes terrenos nos acercamos más a la

nada, la no-ser. Pero es importante notar que la creación en sí misma no es mala,

ya que es obra de Dios; el problema radica justamente en su carácter de obra. En

la medida en que la obra de Dios es creación ex nihilo, queda claro que ninguna

obra de sus manos tiene densidad ontológica por sí misa, no tiene ser si este no

emana de su creador. En ese sentido, el mal se constituye cuando el hombre, a

través de su libre voluntad, decide obviar su carácter de criatura y la naturaleza

dependiente de los bienes del mundo para ensalzarse a él y estos bienes como

cosas deseables en sí mismas. Estos bienes que son efímeros y que nada son sin

el poder de Dios no merecen amor como fines, sino como medios. Cuando sucede

lo contrario, el hombre ya no vive: muere. El pecado consiste en despreciar la ley

eterna de Dios, ley que está basada en el perfecto orden que él ha establecido en

el universo: una jerarquía de lo eterno a lo mudable, que en el fondo es una

jerarquía ontológica24.

Hasta aquí se ha dilucidado con claridad el problema del origen del mal; no

obstante, Evodio con justicia añade una nueva arista al problema que veníamos

tratando: “[...] quisiera que me dijeras si el mismo libre albedrío, del que estamos

convencidos que trae su origen el poder de pecar, ha podido sernos dado por

aquel que nos hizo. Porque parece indudable que jamás hubiéramos pecado si no

lo tuviéramos, y es de temer que por esta razón pueda ser Dios considerado como

el verdadero autor de nuestros pecados”25. Efectivamente, nos encontramos frente

a un problema que el obispo de Hipona tendrá que resolver.

24 Un oscuro pasaje pareciera nublar esta afirmación. En I, 13, 27, Agustín dice que la buena voluntad merece amor por “sobre todas las cosas sabiendo que nada hay mejor que ella”, características obviamente atribuibles a Dios y no a las criaturas, por más que la voluntad sea de la más excelsa de estas, el hombre. No obstante, el pasaje parece ser más bien retórico; de lo contrario, entraría en conflicto con toda la filosofía agustiniana que poco más adelante afirma que obra mal “no consiste en otra cosa que en despreciar los bienes eternos” (I, 16, 34). Así queda claro que aún siendo la voluntad tan egregia, no tiene autonomía, sino que depende de Dios. Sustancializar la voluntad no es otra cosa que considerarla como eterna y eso es lo que aduce Agustín como lo que origina el mal.25 Ibid. I, 16, 35, p. 246.

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Aceptando Evodio que el hombre procede de Dios y que a Él le pertenece, Agustín

resuelve de modo categórico:

“Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere,

síguese que por necesidad ha de gozar de libre albedrío, sin el cual no se concibe

que pueda obrar rectamente. Y no porque el libre albedrío sea el origen del pecado,

por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón

suficiente de habérnoslo dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente.

Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse por qué es

justamente castigado por Dios el que usa se él para pecar, lo que no sería justo si

nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar.

¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para

aquello para lo cual le fue dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te

parece que le dice, sino estas palabras: te castigo porque no has usado de tu libre

voluntad para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según razón? Por otra

parte, si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse

aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados

y en premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que

se hiciera sin voluntad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio.

Mas por necesidad ha debido de haber justicia, así en castigar como en premiar,

porque este es uno de los bienes que proceden de Dios. Necesariamente debió,

pues, dotar Dios al hombre de libre albedrío”26.

De este modo da respuesta concluyente al problema presentado por Evodio. Dios

no es el autor del pecado del hombre, es el mismo hombre autor de la maldad que

realiza. Si bien es cierto que Dios ha dotado al hombre de libre albedrío, no lo ha

hecho para que obre el mal, sino para “obrar según razón”, y esto no es otra cosa

que seguir la ley eterna que manda a amar aquello que es dignísimo de amor por

sobre todas las cosas, el único bien eterno: Dios.

En adelante, Agustín seguirá desarrollando su discusión con Evodio discurriendo

por distintas líneas argumentativas, muchas de ellas algo excedentes de detalle y

minuciosidad. Para los fines de este trabajo, ya no es conveniente prestar mucha

26 Ibid., II, 1, 3, p. 249.

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más atención al resto de los argumentos en vista de que los puntos fundamentales

han sido abordados con suficiencia. Corresponde solamente explayarnos con

cierto detenimiento en el modo en que Agustín concibe la libertad para ofrecer con

ello la respuesta al conjunto de las explicaciones ofrecidas en torno al problema

del mal y de su origen en la libre voluntad. Volvamos, entonces, al texto para ver

los asertos conclusivos del obispo de Hipona. Refiriéndose al papel de la verdad

como bien sumo del hombre, “mucho más sublime que nuestro espíritu y nuestra

razón”27, Agustín equipara la verdad a la felicidad e indica contundentemente

aquello en lo cual consiste nuestra plena libertad:

“En esto consiste también nuestra libertad, en someternos a esta verdad suprema; y

esta libertad es nuestro mismo Dios, que nos libra de la muerte, es decir, del estado

de pecado. La misma verdad hecha hombre y hablando con los hombres dijo a los

que creían en ella: Si fuereis fieles en guardar mi palabra, seréis verdaderamente

mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. De ninguna cosa

goza el alma con libertad, sino de la que goza con seguridad”28.

Este pasaje es fundamental y de carácter concluyente ya que en él se engloba la

respuesta agustiniana al problema que durante las páginas precedentes había

envuelto problemas tan graves como el origen del mal, la libertad y la bondad de

Dios. Como se ve, existe una identificación capital entre la forma en que se

concibe a la verdad y el modo en que Agustín entiende la libertad29. El pasaje de

san Juan es determinante para una adecuada comprensión del problema. El Hijo

del Hombre ha venido al mundo para revelar la verdad que procede del Padre, el

Hijo mismo es la Verdad que emana de Dios. Y la Verdad no consiste en otra cosa

que en liberar al hombre de la muerte que proviene del pecado. ¿Cómo se efectúa

la liberación? A través de la sujeción del hombre a Dios. Si el pecado es el amor

por las cosas del mundo; la libertad que proviene de la Verdad consiste en la

27 Ibid. II, 13, 35, p. 295.28 Ibid. II, 13, 37, p. 296. Las cursivas pertenecen al texto y aluden a la cita del evangelio de Juan, capítulo 8, 31-32.29 He desarrollado con mayor amplitud el sentido en que liberación y verdad se identifican en ¿Quid est veritas? Reflexiones en torno a la concepción cristiana de la verdad, ponencia leída en el II Simposio Metropolitano de Estudiantes de Filosofía, Lima, 2006.

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entrega confiada del hijo en las manos de su Padre celestial, es allí donde radica

la verdadera libertad. Solo de Dios podemos gozar de modo perpetuo sin temor a

que nos sea arrebatado porque su amor es infinito y su presencia eterna.

Recordemos que la malicia de las obras radica en el deseo de gozar (frui) de

aquello que solo puede ser usado (uti) en vista de que es temporal; cuando el ser

humano sustancializa lo efímero surgen el crimen y la maldad30.

Bien podríamos cerrar esta sección del trabajo recurriendo a otro texto Agustiniano

que aborda también el tema del origen del mal, aunque desde otra perspectiva.

Me refiero al De la naturaleza del bien: contra los maniqueos. Dice allí, Agustín,

con referencia al conocido pasaje del Génesis (2, 9) que alude al pecado de los

primeros padres:

“[Les] había hecho, en efecto, la prohibición con el fin de demostrarle que la

naturaleza del alma racional no es ser independiente, sino que debe estar sometida

a Dios y conservar por la obediencia el orden de su salvación y no violarlo con la

desobediencia.

He aquí por qué al árbol, que prohibió tocar, lo llamó el árbol del discernimiento del

bien y del mal, para que, cuando el hombre lo tocase contra su prohibición,

experimentara la pena del pecado y de este modo conociese la diferencia que existe

entre el bien de la obediencia y el mal de la desobediencia”31.

Luego, el bien del ser humano, su felicidad plena yacerá en su unión con Dios —

esto es, en el sometimiento de la voluntad humana a la Palabra divina—; unión

que, evidentemente, no logrará su más plena realización sino hasta el día del

encuentro final en la Jerusalén celeste32. El ejemplo bíblico que por excelencia

permite dar concreción a esta idea reside en María, por ello el epígrafe inicial de

este ensayo. María en un acto profundo de fe y obediencia, incluso frente al

30 Recordemos la cardinal distinción agustiniana entre usar y gozar. Solo podemos gozar de aquello que tenemos con seguridad y nunca perece; ergo, solo podemos gozar de Dios.31 Agustín de Hipona. De la naturaleza del bien: contra los maniqueos. En: Obras completas de San Agustín. Madrid: BAC, 1963. Cap. XXXV, p. 801.32 El tema de la unión no es tratado con demasiada profundidad por Agustín más allá del modo típico en que lo abordaba la tradición. Quienes lo llevaron más lejos, sin duda fueron los llamados místicos medievales.

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absurdo que pudiese haber representado la posibilidad de gestar sin haber

conocido varón, se entrega en un acto de apertura generosa a Dios: hágase en mí

según tu palabra. En esto consiste la plena libertad, es esto lo que constituye la

felicidad del ser humano33.

Hasta aquí ha quedado clara la forma en que Agustín desarrolla el tema del origen

del mal, sus implicancias respecto de la libertad y el verdadero sentido de esta

última en tanto sujeción de la voluntad a los designios divinos. A través de esta

argumentación, Agustín ha lapidado al maniqueísmo34 y ha reforzado el sentido de

libertad que el cristianismo había enarbolado desde los primeros años de la vida

primitiva, a saber, el seguimiento del Maestro, incluso hasta la cruz. Toca ahora,

finalmente, entrar brevemente a los vínculos de esta noción de libertad con el

modo en que Agustín concebía la caridad cristiana para así ofrecer una

presentación más integral del problema.

III

Caritas et voluntas

Como puede verse hasta aquí, el tema del amor apenas ha sido tocado por

Agustín en el De libero arbitrio; no obstante, he considerado fundamental

introducirlo, al menos brevemente, para que se vea el claro puente que existe

entre la verdadera libertad y el ejercicio de la caridad. Las reflexiones que se

ofrezcan de aquí en adelante tendrán como referente principal un temprano texto

de Arendt titulado El concepto de amor en san Agustín35.

33 En el fondo se trata de la imitatio christi. Una entrega absoluta, incluso de la propia vida, en las manos de Dios bajo el presupuesto confiado de que los designios divinos superan el conocimiento humano y que la bondad de Dios está por encima de toda justicia.34 El debate estrictamente referido a las posiciones del maniqueísmo y la forma en que Agustín las ataca puede verse en la obra citada De la naturaleza del bien: contra los maniqueos, cfr. especialmente el capítulo XLII. 35 Arendt, H. El concepto de amor en san Agustín. Madrid: Ediciones Encuentro, 2001.

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Agustín define el amor como un tipo de anhelo (appetitus); así, el acto de amar “no

es otra cosa que anhelar algo por sí mismo”36. En ese sentido, nuestro autor

concibe el amor como una especie de movimiento que se dirige hacia algo, ese

algo es el bien que buscamos. Dice Arendt al respecto:

“El rasgo distintivo de este bien que deseamos es que no lo tenemos. Una vez que

tenemos el objeto, nuestro deseo cesa, a no ser que estemos amenazados por su

pérdida. En este caso, el deseo de tener (appetitus habendi) se torna temor de

perder (metus amittendi)”37.

Como puede verse, el amor se concibe en el pensamiento de Agustín como el

anhelo de un bien que podemos poseer y del cual podemos gozar sin temer su

pérdida. Ya desde aquí podemos ver como este enfoque está claramente

vinculado con el modo en que Agustín concibe el bien, la libertad y el pecado. Lo

bienes que son amados como suficientes en sí mismos sin serlo son aquellos que

nos conducen al pecado y a la desdicha. Por lo tanto, “el anhelo, o amor, es la

posibilidad del ser humano de tomar posesión del bien que le hará feliz, o sea, de

tomar posesión de aquello que es lo más propio suyo”38. Como es lógico, aquello

que es más propio del hombre es aquello que le permite ser cada vez más

semejante a Dios, se trata de la imitación de Cristo, a la cual ya hicimos

referencia.

El problema que se presenta, a juicio de Arendt, es el de la permanencia del bien

que se anhela, el de la seguridad de la posesión. Como hemos visto, esta cuestión

es fundamental en Agustín porque refiere al orden del amor y a como sólo merece

amor aquello que no podemos perder. Efectivamente, esto representa un

problema desde el abordaje del De libero arbitrio, ya que implica serios conflictos,

sobretodo, en la valoración del amor al prójimo. Es por ello que el trabajo de

Arendt es relevante, dice al respecto:

36 Agustín de Hipona. De div, quaest. 83, 35, 1 y 2. Citado en Arendt, H. Op. cit. p. 25.37 Arendt, H. Op. cit.38 Ibid. p. 26.

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“Sólo donde nada hay que perder, imperará la seguridad de una posesión libre de

temor. Una ausencia tal de temor es lo que el amor busca. El amor como anhelo

(appetitus) está determinado por su fin, y este fin es la liberación del temor (metu

carere). Pero comoquiera que la vida aproximándose a la muerte se halla en

constante «disminución» y pérdida de sí, es esta experiencia de la pérdida la que ha

de guiar la determinación del objeto adecuado de amor (el amandum)”39.

El tema es, pues, que la vida ofrece sólo bienes efímeros que no merecen nuestra

atención ya que perecerán; por lo tanto, el bien del amor estará constituido por lo

que no puede perderse, ese es el objeto adecuado al amor. De lo contrario, lo

único que permanece en la vida es el temor de perder los bienes erradamente

amados, aquellos que nos hacen obrar criminalmente como decía Agustín en el

De libero arbitrio. Lo que tememos, entonces, es siempre el futuro, la posibilidad

de perder lo que hoy tenemos. Por eso, “solo un presente sin futuro no está sujeto

a cambio y queda sin más libre de amenaza. En un presente tal habita la quietud

de la posesión, y esta posesión es la vida misma, ya que todos los bienes existían

sólo para la vida, para protegerla de su pérdida, de la muerte. Este presente sin

futuro [...] es la eternidad”40. Por lo tanto, este bien al que hace referencia Agustín

no podrá encontrar concreción sino más allá de esta vida, después de la muerte.

Nuestro autor se refiere a este tipo de bien denominándolo caritas, al amor

equivocado del que hemos hablado en la segunda sección de este trabajo,

Agustín lo llama cupiditas. Ambos son appetitus, pero los fines que anhelan son

muy distintos.

De esto se deduce que la caridad realice en el hombre una profunda

transformación haciendo de él un ser eterno, ya no perecedero. Y esto, claro, en

virtud de que, como bien dice Agustín, “uno es como su amor”41. El problema que

se sigue de esta doctrina es el que ya venimos viendo líneas arriba y que aquí se

empieza a presentar con mayor claridad. A saber, que este anhelo invita al

39 Ibid. p. 28.40 Ibid. p. 29.41 Agustín de Hipona. Ep. Ioan. II, 14. Citado en Arendt, H. Op cit. p. 36.

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hombre a salir fuera se sí, para ponerlo en términos modernos a enajenarse42. Sin

embargo este no es un problema real si se atiende a dos factores fundamentales e

indesligables: la tradición y el modo en que Agustín la interpreta. Así, existe otra

forma de tratar el término caritas en el santo que permite que el problema se

resuelva, al menos preliminarmente. Existe, pues, un sentido de caritas que “es

verdaderamente de origen divino y de origen humano. Este tipo enteramente

distinto de amor es la caritas que se difunde in cordibus nostris, «el amor que ha

sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5). En este sentido caritas indica

[...] la gracia otorgada por el Creador a la criatura”43. Como dije, a la luz de la

Tradición, de la cual Agustín es uno de los más egregios representantes, es esta

la forma más importante en la que entiende el cristianismo el amor. O quizá, para

no excluir el primer sentido de caritas como appetitus, el amor propio del ser

humano consiste en su anhelo de conseguir el sumo bien para sí, aquel que jamás

perece; pero, en esta búsqueda, es Dios quien le sale al encuentro en la historia e

inunda su presente lleno de temor, de la esperanza del amor derramado en el

corazón. El amor es, así, una dinámica interpersonal que acontece en el encuentro

del don de la gracia y la apertura de la criatura. Y esta experiencia no se da en la

atención que presta el ser humano a los bienes externos, porque como ya se ha

dicho hasta el exceso, son mudables y perecederos; por eso dice sabiamente

Agustín: “no vayas fuera de ti, antes vuelve a ti mismo. Morada de la verdad es el

hombre interior”44. La delicadeza de este fino argumento radica en la forma en que

Agustín concibe esta ruta hacia la interioridad. La vuelta hacia sí implica el

encuentro de la Verdad en la propia interioridad. Es Dios quien habita en el

corazón del hombre. Y no se trata claro de sugerir que el hombre es Dios ni que

su interior es por sí mismo divino; de lo que habla Agustín es de que Dios es la

esencia del hombre, el santo refiere al no-ser del hombre si Dios le falta.

42 Sin intención previa aparece aquí el concepto de enajenación que lleva de modo inevitable a pensar en Feuerbach y Marx. Resulta interesante ver que el modo en que concibe Agustín la esencia del hombre hace que la tesis de Feuerbach y Marx se vea desbaratada: la verdadera esencia del hombre está en Dios y justamente enajenarse uno mismo no es otra cosa que abrirse a la gracia del Padre.43 Arendt, H. Op. cit. p. 41.44 Agustín de Hipona. De vera relig. 39, 72. Citado en Cochrane, Ch. Cristianismo y cultura clásica. Mexico: FCE, 1992. p. 399.

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Recordemos el esquema neoplatónico que sirvió de base a Agustín: el pecado es

la opción por el no-ser, es acercase a la nada a través de la negación del bien

para el cual Dios nos ha creado. Igualmente en este caso, el amor al hombre por

sí mismo es pura vacío si es que no se entiende que la esencia del hombre es su

creador. De este modo, cuando Agustín se pregunta: ¿Qué es, por tanto, lo que

amo cuando amo yo a mi Dios?45, cabría responder que aquello que amo es al

Dios que es la esencia del hombre en tanto es el sustrato en el cual reposa la vida

humana. Es sólo en Dios en quien el appetitus encuentra correlato, solo con Dios

se corresponde nuestro deseo de eternidad, sólo aquí acontece la caritas.

Hasta aquí queda medianamente claro el modo en que el amor es tratado por

Agustín y la relevancia que tiene dentro de su doctrina respecto de la libertad. Si

bien es cierto que podríamos entrar más en el detalle para sacar a la luz nuevos

problemas que se desprenden de lo hasta ahora expuesto, considero que sólo uno

de ellos es de relevancia para este trabajo: el amor al prójimo. La argumentación

agustiniana hasta el momento parece haber excluido por completo la figura de la

alteridad a pesar de la importancia de esta. Es más, la forma en hemos

presentado el sentido más pleno del amor parecería referir a una suerte de

solipsismo del amor que se reduce a la vuelta sobre sí con la esperanza del

encuentro con la divinidad. Evidentemente, esta lectura entra en profunda

contradicción con la obra de Agustín y con el pensamiento cristiano, es por eso

que corresponde ahora examinar este problema.

Como hemos visto, la plenitud del amor implica el desapego y la negación de lo

efímero, por tanto, de todo lo mudable. De donde se sigue, que narrados así los

hechos, el amor por el otro podría entenderse como una forma de cupiditas, esto

es, una forma de amor equivocado. Sin embargo, el mismo esquema

argumentativo que hemos ofrecido nos da las herramientas para salir de este

problema. Si el cumplimiento del amor, y también de la verdadera libertad, yace en

la apertura del ser humano a la gracia de Dios; también resulta claro que la

45 Agustín de Hipona. Confesiones. En: Obras completas de San Agustín. Madrid: BAC, 1974. Vol. II, 7ma. Edición, X, 7, 11, p. 398.

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capacidad de amar al prójimo depende del amor de Dios. Es justamente esta

cuestión la que permite resolver más apropiadamente el conflicto: efectivamente,

el verdadero amor implica la renuncia a todo lo efímero y ello implica la renuncia a

amar al otro en tanto tal. Luego, el amor al prójimo no debe ofrecerse a este en

tanto hombre, sino en tanto hijo de Dios. En ese sentido, cuando uno ama al

prójimo no lo ama en su condición de sujeto perecedero, sino que lo hace en tanto

creado por Dios, en el mismo sentido que uno se ama a sí mismo: esto es, porque

Dios habita en nosotros. Indica Arendt con precisión:

“ [...] el prójimo pierde el sentido que tiene en su existencia concreta mundana, el

sentido de, por ejemplo, amigo o enemigo: para quien ama como Dios ama, el

prójimo deja de ser todo salvo criatura de Dios, y quien así ama se encuentra con

hombres a quienes el amor de Dios determina simplemente como criaturas de

Dios”46.

Ahora bien, como sabemos por lo expuesto hasta el momento, el encuentro de

uno mismo con la verdad que Dios nos revela se da en un proceso de negación de

uno mismo, que en el ámbito del De libero arbitrio, se concibe como sujeción de la

voluntad. Solo en esta negación, cuyo ejemplo máximo lo ofrece el crucificado,

uno se encuentra consigo mismo, ya que únicamente así encuentra a Dios. Por

tanto, es este mismo contexto el que me permite el amor al prójimo. Al haberme

encontrado a mí mismo mediante la apertura hacia Dios me vuelvo capaz de amar

plenamente y por ello, capaz de amar al otro. Sostiene Arendt con nitidez:

“El hombre, que «viene de Dios» y «va a Dios», capta su ser propio cara a Dios. El

amor al prójimo brota únicamente de esta captación retrospectiva del ser propio y

del aislamiento que de ello resulta; la captación justa de mi prójimo tiene por

precondición la captación justa de mí mismo. Sólo cuando he llegado a estar seguro

de la verdad de mi propio ser, puedo amar a mi prójimo en su verdadero ser, que es

su condición de criatura. E igual que no amo al yo que yo hice de mí por mi

46 Arendt, H. Op. cit. p. 127.

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pertenencia al mundo, tampoco amo a mi prójimo en razón de del encuentro

concreto, mundano, con él, sino que lo amo en creatulidad”47.

Con esto se cierra la presentación que queríamos ofrecer acerca del amor y la

voluntad en San Agustín. Hemos atravesado la cuestión desde el contexto de su

origen en la disputa maniquea para así poner de manifiesto la lucha contra el

determinismo que encabezó Agustín en su época. Luego pasamos a un trabajo

medianamente minucioso sobre la teoría agustiniana de la voluntad, que no

consiste en otra cosa que en la sujeción de la libertad a la voluntad divina,

sometimiento que constituye un acto de amor y de apertura a Dios. El amor, así,

se erigió como el eje de toda comprensión del pensamiento del doctor de la gracia.

No hay libertad ni felicidad sin la entrega amorosa de la criatura a su creador,

entrega que, a su vez, no sería posible sino a través de la alianza tendida por el

crucificado a precio de sangre en el madero. De este modo, podemos comprender

el amor al prójimo como la entrega desinteresada del ser humano a la luz de la

imitación de la obra de Cristo, quien sometiendo la propia voluntad a los designios

del Padre ofreció la vida amando hasta el extremo.

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- Agustín de Hipona. Confesiones. En: Obras completas de San Agustín.

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- Arendt, H. El concepto de amor en san Agustín. Madrid: Ediciones

Encuentro, 2001.

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47 Ibid. p. 128.

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