Fronteras, naciones y región · fronteras identitarias; las fronteras de significados de las...

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Fórum Social das Américas, Quito, Equador, 25 a 30 de julho de 2004 Um projeto Ibase, em parceria com ActionAid Brasil, Attac Brasil e Fundação Rosa Luxemburgo Fronteras, naciones y región Alejandro Grimson 1 Instituto de Desarrollo Económico y Social Universidad Nacional de San Martín Este texto constituye un ensayo que procura señalar algunos de los aportes que recientes estudios antropológicos pueden realizar para pensar crítica y políticamente cuestiones sobre fronteras nacionales, procesos identitarios y proyectos de integración regional. En las últimas décadas se han multiplicado los estudios etnográficos y sociológicos en diversas zonas de frontera. En el cono sur los estudios son más recientes que en Europa o Norteamérica. Pero tanto por la especificidad de los procesos históricos como por opciones teóricas, se ha desarrollado un diálogo crítico especialmente con las concepciones posmodernas de las fronteras que se pusieron de moda en Estados Unidos desde fines de los ochenta. La frontera de México-Estados Unidos condensó una gran parte de la imaginación acerca del contacto de "culturas". Sobre aquella frontera han surgido imágenes contradictorias y hasta incomensurables: desde los migrantes mexicanos perseguidos por la migra -como ícono de la desigualdad y la represión- hasta mestizos y mestizas híbridos -como símbolo de 1 Investigador del CONICET – Instituto de Desarrollo Económico y Social – Profesor de la Universidad de Buenos Aires. 1

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Fórum Social das Américas, Quito, Equador, 25 a 30 de julho de 2004

Um projeto Ibase, em parceria com ActionAid Brasil, Attac Brasil e FundaçãoRosa Luxemburgo

Fronteras, naciones y región

Alejandro Grimson1

Instituto de Desarrollo Económico y SocialUniversidad Nacional de San Martín

Este texto constituye un ensayo que procura señalar algunos de los aportes

que recientes estudios antropológicos pueden realizar para pensar crítica y

políticamente cuestiones sobre fronteras nacionales, procesos identitarios y

proyectos de integración regional. En las últimas décadas se han multiplicado

los estudios etnográficos y sociológicos en diversas zonas de frontera. En el

cono sur los estudios son más recientes que en Europa o Norteamérica. Pero

tanto por la especificidad de los procesos históricos como por opciones

teóricas, se ha desarrollado un diálogo crítico especialmente con las

concepciones posmodernas de las fronteras que se pusieron de moda en

Estados Unidos desde fines de los ochenta.

La frontera de México-Estados Unidos condensó una gran parte de la

imaginación acerca del contacto de "culturas". Sobre aquella frontera han

surgido imágenes contradictorias y hasta incomensurables: desde los

migrantes mexicanos perseguidos por la migra -como ícono de la desigualdad

y la represión- hasta mestizos y mestizas híbridos -como símbolo de

1 Investigador del CONICET – Instituto de Desarrollo Económico y Social – Profesor de la Universidadde Buenos Aires.

1

multiculturalidad, cuando no de posmodernidad-. El énfasis sobre esta imagen

del "cruce de fronteras" devino una sinécdoque que da cuenta de la sociedad

inestable y difusa de "fin de siglo" y del inicio de un nuevo milenio. Así, aquella

frontera parecía más hecha por los poetas que por los policías (Hannerz,

1996). Anzaldúa (1999) celebraba el potencial de las fronteras para la apertura

de nuevas formas de entendimiento humano, para la mezcla, la tolerancia y el

pluralismo. Rosaldo (1991) también hizo hincapié en la multiplicidad, en el

carácter poroso, ambiguo, híbrido de las fronteras, hasta el punto de que a

veces parece olvidar por qué se las sigue llamando así: límite, diferencia, frente

de batalla, separación, discontinuidad. El estudio de las fronteras requiere

escapar a las versiones estáticas y homogéneas de culturas unitarias. Sin

embargo, poco valor tendrá esa ruptura si se pretende aplicar un modelo de

ambigüedad y multiplicidad al conjunto de las fronteras.

Las articulaciones y desajustes entre diferencia y desigualdad son una de las

claves de la frontera. Cuando las aduanas y la “migra” aceitan cotidianamente

una maquinaria de producción de desigualdad no parece llamativo que sobre

ésta se encastren las diferencias. Hay diferencia por desigualdad cuando el

lenguaje de las identificaciones utiliza la sintaxis de la exclusión. En ese caso,

la utopía es la que apunta Sáenz (2003): “chicano” expresa desigualdad y, por

ello, es “una identidad que sólo espera el día en que ya no sea necesaria”. Esa

es la frontera que lleva la desigualdad hasta el límite.

Para pensar las fronteras políticas entre los estados latinoamericanos es

necesario al mismo tiempo considerar los aportes realizados por múltiples

estudios fronterizos e inscribirlos en una historia social diferente. El desafío de

estudiar fronteras donde el límite político y simbólico actúa a pesar de que no

se sustenta en una impresionante maquinaria de desigualdad exige repensar y

crear herramientas conceptuales. Estos replanteos se sustentan en

investigaciones empíricas, un conjunto de estudios etnográficos desarrollados

en los límites entre Argentina, Brasil, Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Esas

investigaciones y esas críticas teóricas, en mi opinión, tienen implicancias

políticas.

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Estos estudios muestran que es necesario distinguir con claridad dos tipos de

frontera que se confunden en el debate actual: las fronteras culturales de las

fronteras identitarias; las fronteras de significados de las fronteras de

sentimientos de pertenencia.

Esto es clave para comprender el diagnóstico que postulan estos estudios y

que podría sintetizarse en la afirmación, por cierto esquemática, de que las

culturas son más híbridas que las identificaciones.

América Latina

En los últimos años, una parte sustancial de las investigaciones sobre fronteras

en el Cono Sur se vinculó a una disconformidad teórica y política respecto a

una importante corriente del estudio de las identificaciones y las culturas. Se

trata de aquella vertiente que enfatiza la multiplicidad de identidades y su

fragmentación ocluyendo las relaciones de poder en general y la intervención

del Estado en particular. Las fronteras políticas constituyen un terreno

sumamente productivo para pensar las relaciones de poder en el plano

sociocultural, ya que los intereses, acciones e identificaciones de los actores

locales encuentran diversas articulaciones y conflictos con los planes y la

penetración del Estado nacional. La crisis del Estado, como se ha visto en

diversas fronteras, se expresa fundamentalmente en términos de protección

social, pero los sistemas fronterizos de control y represión (del pequeño

contrabando fronterizo, de las migraciones limítrofes) tienden a reforzarse. Por

ello, el Estado continúa teniendo un rol dominante como árbitro del control, la

violencia, el orden y la organización para aquellos cuya identidad está siendo

transformada por fuerzas globales. Por ello, es riesgoso subestimar el rol que

el Estado continúa jugando en la vida cotidiana de sus propios y otros

ciudadanos.

Cuando el papel de los Estados y los efectos de sus políticas son

subestimados se corre el riesgo de caer en el esencialismo de la hermandad o

en el esencialismo de la hibridación generalizada. Estos dos esencialismos han

devenido sentido común académico y político en lugares tan remotos como la

frontera entre México y los Estados Unidos y diversas fronteras del Cono Sur

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(Grimson y Vila, 2004). Ambos esencialismos se sustentan en metáforas que

refieren al concepto de "unión", y hacen hincapié en la metáfora de la

"hermandad" y la métafora del "cruce". Así, es muy frecuente escuchar hablar

acerca de la "hermandad de los pueblos fronterizos" en el Cono Sur de

América Latina y de la "hermandad" de inmigrantes mexicanos y méxico-

americanos en la frontera de México-Estados Unidos (Recondo, 1997; AA.VV.

1997 a y b; Anzaldúa, 1999; Rosaldo, 1991). La metáfora del "cruzador de

fronteras" a su vez, ha sido ampliamente usada para dar cuenta de algo así

como un "nuevo sujeto de la historia" (el inmigrante mexicano o

centroamericano en los EE.UU. es tal vez el mejor ejemplo de este uso) y

como paradigma para pensar los contactos interculturales en general. Ambas

metáforas, tienden a invisibilizar el conflicto social y cultural que muchas veces

caracteriza las fronteras políticas. Al subestimar el conflicto como dimensión

central del "contacto entre culturas" se dificulta la visualización de las

asimetrías entre sectores, grupos y estados, y las crecientes dinámicas de

exclusión.

En una parte importante de los estudios sobre fronteras de los estados

latinoamericanos prevalece la imagen de que las poblaciones limítrofes han

llevado a la práctica desde hace mucho tiempo una "integración" por abajo y

que, más allá de las hipótesis de conflicto de los estados, los pueblos

fronterizos han dado muestras de su "hermandad". También en otras regiones

del mundo algunos de los estudios de fronteras han tendido a analizar a las

poblaciones fronterizas vecinas como una "comunidad", tendiendo a minimizar

el rol del Estado, de la nación e incluso de la frontera (Wilson y Donnan, 1998:

6).

En un esfuerzo teórica y políticamente orientado a deconstruir las

identificaciones nacionales se ha realizado a veces un énfasis excesivo en la

"inexistencia" de las fronteras para las poblaciones locales, produciendo una

imagen congelada previa a la construcción del Estado en el caso de las

fronteras del cono sur como si las constantes intervenciones del Estado y sus

complejos dispositivos hubieran podido no afectar y no involucrar de ningún

modo significativo a las poblaciones locales. Esta versión romántica y

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esencialista ha impedido comprender de modo cabal la relevancia cognitiva,

política, económica y cultural del estado y de la nación.

Quizás la paradoja más notoria de esta concepción en el marco del Cono Sur

es que reúne el concepto de "falsa conciencia" y el populismo, que tanto

impactó a la región en los últimos cincuenta años. Así, aunque la nación se

aproxima en esa visión a una "falsa conciencia", no se trataría de realizar una

crítica política de su función, sino de describir su ausencia dada la capacidad

de resistencia y producción autónoma de los sectores populares. Estas

pretensiones de totalización cultural e identitaria imposibilitan percibir la

relevancia del concepto quizás más importante en las luchas de carácter

político en la actualidad: la alianza, la articulación de intereses y diferencias.

Investigar las fronteras y comprender sus sentidos para la gente del lugar

implicó suspender los presupuestos etnocéntricos, sean estos los derivados de

la geopolítica estatal, sean los diversos romanticismos populistas. Al analizar y

revelar conflictos sociales y simbólicos entre grupos fronterizos y ciudades

vecinas pretendemos saber de dónde partimos para la construcción de

eventuales alianzas, entendiendo que una comunidad de intereses está mucho

más por ser creada que lo que puede ser considerada un hecho presente. Es

necesario reconocer los efectos sociales y culturales del largo proceso de

construcción de los estados nacionales latinoamericanos y comprender los

sentidos prácticos de la nacionalidad para amplios sectores sociales.

Históricamente, en América Latina no podría afirmarse que "la frontera, ese

producto de un acto jurídico de delimitación, produce la diferencia cultural tanto

como ella misma es el producto de esa diferencia" (Bourdieu, 1980:66). Más

bien la frontera produce esa diferencia mucho más de lo que es producto de

ella. Hay innumerables espacios poblados donde las diferencias sólo son

producidas por la frontera y todo lo que ella implica: sistemas escolares,

regimientos militares, medios de comunicación, condición de estar afectados

por una economía y una política "nacionales" (en un territorio hay crisis

económica o represión política, mientras en el otro no). Y donde la frontera

potencial o real es percibida como herramienta de una posible mejoría de la

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condición de vida que, por lo tanto, puede valer la pena mantener para

sectores locales.

Prácticamente no hay fronteras en América Latina que coincidan con alguna

diferencia cultural anterior a la colonización. Esto es tan impactante que ha

llevado al engaño de creer que esa no coincidencia de distinciones culturales y

límites territoriales llegaría incólumne hasta nuestros días. Pero la instauración

de la frontera es una transformación del marco de significaciones y acciones

de esas poblaciones, sin mencionar aquellas otras que fueron dirigidas a

colonizar los límites de las patrias. Así las cosas, la frontera -como institución

territorial de estados que se pretenden naciones, de instituciones y fuerzas

sociales que se reclaman culturas- es la "línea de base" de la producción de

diacríticos más que un resultado de alguna objetividad cultural previa. Es de

intereses y relaciones de fuerza entre grupos y ejércitos que surgen las

fronteras. Y desde allí las distinciones son creadas y reproducidas. El error, tan

grave como corriente, consiste en creer que porque son construidas, creadas o

artificiales sean menos poderosas.

En oposición a las hipótesis de conflicto bélico que las élites militares de

Argentina, Brasil y Chile imaginaron en diferentes momentos del siglo XX,

muchas veces los intelectuales y científicos sociales buscaron enfatizar que las

poblaciones fronterizas viven unidas. Según esta visión los Estados se

enfrentarían por intereses de algunas élites, mientras los pueblos serían

hermanos y solidarios entre sí. Más allá de que esa imagen pueda resultar

bonita, es fácil darse cuenta de que se encuentra muy alejada de los procesos

reales. Conocer la complejidad de esos procesos es una condición necesaria

para cualquier intento de transformación.

Lo cierto es que los procesos históricos que mencionamos acerca de la

construcción de los Estados y las naciones tuvieron impactos muy relevantes

en las maneras de pensar, sentir y actuar de las poblaciones ubicadas en las

zonas de frontera. Entonces las investigaciones desmienten creencias

bastante comunes sobre las zonas fronterizas. La primera creencia dice que

como las líneas políticas dividieron culturas, las poblaciones mantienen una

cultura a pesar de un siglo o más de procesos de nacionalización. Sin

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embargo, las políticas estatales y la constitución de un espacio nacional

experiencial transformaron los modos de sentir, pensar e identificarse de esas

poblaciones al punto de hoy lo nacional resulta central en la vida de amplias

zonas de frontera.

Un ejemplo. En las ciudades de La Quiaca y Villazón, ubicadas en la frontera

entre Argentina y Bolivia, se realiza una fiesta de carnaval con trajes idénticos.

En el año 2000, por escasez de especialistas, sólo había trajes hechos en

Villazón, Bolivia, para un solo grupo de bailarines. Cuando los argentinos

cruzaron a Villazón y compraron los trajes de diablos, dejaron a los bolivianos

sin trajes para su carnaval. Esto provocó un escándalo en la frontera, ya que

fue considerado por los bolivianos como un “robo de cultura”. Las dos

poblaciones realizan la misma fiesta. Pero nadie imaginó entonces que puedan

realizarla conjuntamente. Para los pobladores locales la frontera constituye y

limita su imaginación (Karasik, 2000).

Suele decirse también que en las zonas de frontera la gente se casa

indistintamente con sus connacionales o con los vecinos. Tampoco esto es

cierto. Los estudios muestran que la cantidad de matrimonios que podemos

llamar “mixtos” es relativamente baja (entre los casos estudiados con tasas

más altas no llegan a uno de cada cinco casamientos). Y, además, tiende a

disminuir durante el siglo XX, ubicándose en algunas zonas en cifras como un

matrimonio “mixto” cada cien matrimonios (Grimson, 2003a). Esto indica que la

nacionalidad se convierte durante el siglo para la gente de la frontera en una

categoría relevante en la elección del cónyugue y, por lo tanto, en la

estructuración de toda la trama de las relaciones sociales.

Otra afirmación típica respecto de las zonas de frontera es que tienen la

“misma cultura” a ambos lados, una “cultura fronteriza” o, al menos, que

comparten un conjunto de prácticas y rituales característicos. En la zona que

estudié de la frontera de Argentina y Brasil, efectivamente, podía verse con

facilidad que a ambos lados había religiones afro-brasileñas, se festejaba el

carnaval y se realizaban rituales gauchos o gaúchos. Desde una perspectiva

superficial, entonces, podía afirmarse que había prácticas culturales

transfronterizas.

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En mi estudio mostré que esa afirmación es superficial porque implica no

comprender los sentidos que cada una de esas prácticas adquieren en

Argentina y en Brasil. Mostré, en efecto, que el sentido del carnaval, de las

religiones afro, de lo gaucho-gaúcho, es muy distinto a uno y otro lado. Las

religiones afro ocupan un lugar relevante y público en Uruguayana (Brasil)

mientras están relegadas y son menospreciadas en Paso de los Libres

(Argentina). La cultura gaucha, sus vestimentas, sus comidas, sus rituales, son

la cultura oficial del Estado de Rio Grande do Sul (Brasil), son el orgullo de sus

habitantes y el gentilicio del Estado (los nacidos allí son “gaúchos” aunque

sean rubios, aunque sean afrodescedendientes). En cambio, en las tierras

fronterizas correntinas (Argentina) los gauchos son discriminados,

considerados parte de los sectores más pobres y menos educados.

La idea de que a ambos lados de la frontera hay una misma cultura no solo es

afirmada por algunos antropólogos, sino también en algunas circunstancias lo

dicen también los lugareños. Ahora bien, es interesante señalar que según de

qué lado de la frontera uno se encuentre los ejemplos prototípicos de las

"culturas transfronterizas" se modifican. Es decir, el estudio de los argumentos

nativos acerca de que la frontera "no existe" en términos culturales —algo que

es afirmado en circunstancias en que pretenden distinguirse de sus respectivos

centros capitalinos— indica que hay fronteras de significados o, mejor dicho,

de marcos de significación. En Libres para sostener esa afirmación se hará

alusión al carnaval, a la influencia del samba y de la "música popular brasileña"

en general. Obviamente, nadie de Uruguayana citará esos ejemplos, ya que el

carnaval y la Música Popular Brasileña (MPB) no son aquello que los conecta

con Paso de los Libres, sino con Río de Janeiro y el resto del Brasil. La

afirmación de la existencia de una cultura transfronteriza en Uruguayana alude

sistemáticamente a la cultura gaucha/gaúcha, pampeana. Otra vez,

difícilmente se cite ese ejemplo en Paso de los Libres: primero, porque en la

ciudad argentina, a diferencia de la brasileña, no hay un "orgullo gaucho";

segundo, porque nuevamente eso los conecta más con otras zonas de la

Argentina que con el Brasil. Así, cada ciudad manipula de maneras diferentes

las referencias simbólicas en función de construir una identificación propia.

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Con estos ejemplos intentamos explicar que hay una frontera sutil, difícil de

percibir y de analizar. Se trata del límite que separa y contacta a dos campos

de interlocución nacionales, a dos formaciones específicas de diversidad

(Segato, 1998). Se trata de una frontera entre significados y entre regímenes

de articulación de significados. Las dificultades por percibir y conceptualizar

esta frontera llevan usualmente a hablar de "culturas transfronterizas", ya que

a ambos lados del límite hay prácticas y creencias compartidas.

Por una parte, la nación es el modo de identificación central en esta zona. Por

otra parte, es también el marco de experiencias históricas configurativas que

han sedimentado. Las políticas estatales, las experiencias económicas y

políticas, la circulación cultural y muchos otros elementos no solamente

presentaron diferencias de un lado y otro del río. Especialmente, fueron

percibidas, significadas y visualizadas de modos históricamente diferenciales,

instituyendo así modos de imaginación, cognición y acción distintos entre sí,

articulados con los de sus respectivos países.2 Así, la nación también se

constituye como condición de producción de sentidos, como el espacio

histórico a partir del cual los diálogos entre identidades y prácticas se

estructuran crecientemente desde la última parte del siglo XIX hasta la

actualidad. Por ello, las relaciones y los elementos culturales transfronterizos

son un ámbito clave en el cual se producen y reproducen las fronteras

simbólicas, tanto en el plano de las identificaciones de las personas y los

grupos como en el sentido de sus prácticas. La nación, como formación de

diversidad y espacio de significación, es condición de producción de los

sentidos de las identificaciones, incluso de la propia identificación nacional.

Ya retomaremos la cuestión de la nación, pero permítanme decir que para

complicar más las cosas, en el contexto del Mercosur se han construido y se

siguen construyendo puentes que, según afirman las autoridades en sus actos

de inauguración, unirán más aún a pueblos hermanados por la historia. Sin

embargo, lo más frecuente es que cuando las poblaciones desean atravesar

esos puentes deben someterse a trámites migratorios y aduaneros, a

desinfecciones y controles bromatológicos, y otros procedimientos brucoráticos

2 La crítica a los excesos del (de)constructivismo y la propuesta de desarrollar una teoría experiencialistade la nación fue planteada en Grimson, 2003b.

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que producen grandes demoras. Por ello, en muchos casos las políticas

estatales en esos puentes y en otros pasos fronterizos han generado conflictos

inéditos entre las poblaciones, produciendo retóricas y reclamos nacionalistas

en acciones de protesta social. Si esas políticas estatales que crean

obstáculos son persistentes es probable que generen otros conflictos entre las

poblaciones y que al final los puentes terminen separando a ambas orillas.

Un cambio de ecuación

Consideremos ahora las tendencias políticas en las fronteras del cono sur en las

últimas dos décadas. En varias zonas hubo dos tendencias complementarias.

Mientras los Estados renovaron y fortalecieron los controles y regulaciones de las

que consideraban sus fronteras críticas (ver Karasik, 2000; Grimson, 2000a),

entraron en franco retroceso los modelos de nacionalización del territorio a través

de políticas asociadas al "bienestar" (ver Escolar, 2000; Vidal, 2000).

Es decir, hacia mediados del siglo XX se constituía una ecuación que combinaba

visiones militaristas de hipótesis de conflicto con ciertos procesos de "integración

territorial y social" de las poblaciones periféricas. El "bienestar" era función de la

nacionalización, así como ésta era función de la fortaleza nacional en una guerra

que -por suerte- nunca se concretó. A partir de los años '90 puede percibirse en

diversas fronteras del Cono Sur que los proyectos de "integración regional"

(como el Mercosur) disuelven las hipótesis de conflicto. Pero en lugar de

revalorizar la frontera como espacio de diálogo e interacción, esto se traduce en

el abandono de toda política activa y de desarrollo social de las zonas fronterizas.

Si el "bienestar" convivió con el conflicto, la "integración" convive actualmente con

tiempos neoliberales.3

Por una parte, no hay más políticas estatales de ocupación de espacios

fronterizos con empresas públicas o destacamentos militares (ver Vidal, 2000).

La promoción del poblamiento de las fronteras -anclada en hipótesis de conflicto

bélico- con la instalación de carreteras, escuelas y otra infraestructura ha llegado

a su fin en diversas regiones. Las nuevas carreteras y puentes no buscan

3 Obviamente, es necesario también cuestionar qué significa en nuestras regiones "bienestar" e"integración". Sobre este último aspecto ver Grimson, 2001.

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beneficiar a las poblaciones fronterizas (en la lógica secular del enfrentamiento

interestatal), sino promover el comercio terrestre entre países atravesando

ciudades fronterizas concebidas como "zonas de servicios". Así, se crean

importantes facilidades para la circulación de mercaderías de grandes

empresas.

Por otra parte, el control sobre las poblaciones fronterizas parece haberse

fortalecido, tanto en relación a la circulación de personas como de pequeñas

mercaderías del llamado "contrabando hormiga". Así, en muchos casos, los

pobladores fronterizos perciben una mayor -no una menor- presencia estatal.

El Estado se retira en su función de protección y reaparece en su papel de

control y regulación. En otras palabras, podríamos estar asistiendo -más que a

una "desterritorialización" generalizada- a la sustitución de un modelo de

territorialización por otro.

Los procesos de regionalización como el Mercosur han impactado de manera

compleja en las zonas fronterizas. Los estados llegan con fuerzas renovadas a

las fronteras a partir de la "integración". Ejercen un control inédito sobre

algunas poblaciones fronterizas desconociendo o tratando de anular las

historias y tradiciones locales. Pobladores de espacios fronterizos con libre

intercambio de productos durante décadas ven aparecer refuerzos en los

puestos aduaneros o de gendarmería. Perciben nuevos controles migratorios.

Así, en muchas de las fronteras del cono sur el abandono de las hipótesis de

conflicto bélico fue seguida de una desmilitarización a la vez que de nuevos

controles al movimiento de mercaderías, personas y símbolos. Esto último es

visible tanto en las dificultades que migrantes bolivianos y pobladores

fronterizos argentinos encuentran para ingresar los trajes del carnaval, como

en los discursos nacionalistas e higienistas que se desarrollaron en los últimos

años en las fronteras de Brasil, Uruguay y Argentina. A partir de nuevos focos

de aftosa, en diferentes momentos, cada Estado instala prohibiciones de

ingreso de mercaderías y procedimientos de "desinfección" de los propios

pobladores fronterizos que pretenden atravesar el límite internacional.

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El Estado no se ha retirado completamente, sino que ha cambiado su eje de

intervención. Si en la fase anterior su obsesión era la preservación territorial, el

control del espacio, ahora su eje de acción se vincula a controlar los flujos, los

movimientos de personas y mercaderías entre los países. Especialmente, a

promover los flujos “por arriba” y controlar los flujos “por abajo”.

Las tres fases de las políticas teóricas de la frontera interestatales

Estos distintos momentos de política estatal han sido contemporáneos de

distintas políticas de la teoría sobre las fronteras. Desde fines de los '70 una

serie de trabajos antropológicos ha desafiado a través de la investigación

social en zonas de frontera política entre estados nacionales las visiones

tradicionales que identificaban el límite político como un límite cultural. Es

decir, frente al sentido común que buscan imponer los estados nacionales

acerca de la frontera política como división cultural se mostró la existencia de

numerosos circuitos de intercambio, códigos e historias compartidas, dando

cuenta del carácter socio-histórico del límite. Actualmente, esa deconstrucción

de las operaciones geopolíticas y militares de los Estados se complementan

con otros estudios que muestran que, más allá de los deseos, ha habido

fuertes efectos materiales y simbólicos de aquellas estrategias geopolíticas. La

fijación de límites concretos entre los estados nacionales, los dispositivos de

los procesos de nacionalización y las políticas nacionalistas han tenido

consecuentes políticas y culturales en la conformación de las subjetividades de

los pobladores fronterizos.

Hace unas dos décadas las ciencias sociales comenzaron a cuestionar el

estudio de territorios “nacionales” a partir de los imaginarios estatales y

comenzaron a considerar esos imaginarios como objeto de sus trabajos. Los

estados tienden a considerar que sus posesiones les corresponden por

naturaleza. La distancia analítica de las ciencias sociales desnaturalizó los

espacios de la soberanía estatal. Allí donde había primado el relato geopolítico

de reunir al ser nacional con “su” territorio, pasó a dominar el deconstructivismo

historicista que repuso la artificialidad y los procesos de configuración en los

paisajes limítrofes. Una paradoja de esta inversión fue que se diluyera la idea

de fronteras naturales y consecuentemente poderosas en su división, y

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comenzara a pensarse en su contingencia y porosidad. Una vez desprendidos

del ímpetu estatal que se imprimía sobre los discursos sociológicos, ahora

parecía que el Estado no había sido nada en sus propios confines, y que

cualquier otra identidad no estatal había resistido heroicamente los embates

sistemáticos de la escuela, los medios, el ejército y los documentos de

ciudadanía. Las fronteras jurídicas se desnaturalizaban, mientras las

identidades sociales se esencializaban.

Se pasó de una naturalización de la geopolítica estatal, que sen este punto

dominó la geografía y al conjunto de las ciencias sociales, a un nuevo

romanticismo que adjudicaba a las poblaciones una poderosa resistencia a los

procesos de nacionalización. La gente del lugar, los pobladores fronterizos,

fueron objeto de esta disputa. Interpelados por la retórica geopolítica como

patriotas (en su “deber hacer”) o como patriotas deficientes (por su

“contaminación cultural” con los vecinos), devenían cruzadores ejemplares de

las fronteras en nuevos relatos de la interculturalidad. Muchas veces los

fronterizos fueron imaginados a partir de una multiplicidad esencial, como

sujetos trascendentes de la era posnacional. Un cierto (de)constructivismo que

encontraba el origen de los males en el Estado que había soñado y diseñado

una homogeneidad para la nación, diseñaba él mismo un “buen salvaje” que

habría resistido las embestidas estatales en las zonas periféricas.

La idea, tan vigente aún hoy en cierta cultura “progresista”, era que la frontera

jurídica había cruzado por la mitad pueblos enteros y que esos pueblos habían

conservado una autenticidad transhistórica. Que los quechuas, guaraníes,

tükuna o mapuches atravesados por los límites nacionales conservaban una

identidad étnica intacta.

El razonamiento suponía que los procesos de nacionalización habían sido,

básicamente, procesos de dominación. En particular, procesos de

domesticación de una diversidad previa que constituía un cierto obstáculo al

proyecto hegemónico. Así, se consideraba que a fines del siglo XX cuestionar

a la nación era cuestionar el proceso de dominación y, correlativamente, que

reivindicar la diversidad se vinculaba a un proyecto contrahegemónico. Esta

concepción, que obviamente aquí nos vemos en necesidad de simplificar,

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supone una continuidad que sin embargo no se verifica sin otras

complejidades.

Aunque más adelante retomaremos ciertas intersecciones entre

multiculturalismo y neoliberalismo, ahora debemos concentrarnos en otro

aspecto: toda identificación, sea nacional o étnica, es el resultado de una

construcción social y de una relación política. Por lo tanto, la asociación de una

comunidad con un territorio y una cultura homogénea (sea esta una comunidad

nacional o étnica) es abiertamente cuestionada hoy en la teoría antropológica.

Esto llevó a una revisión conceptual en la relación entre fronteras y cultura.

Cultura y frontera

La propia noción de “cultura” de la antropología fue, como se sabe, creadora

de fronteras. De hecho, una teoría de la frontera es una teoría de la cultura.

Durante una larga etapa de la teoría antropológica se tendió a aceptar que

cada comunidad, grupo o sociedad asentada en un territorio era portadora de

una cultura específica. Así, los estudios se dirigían a describir y comprender

una cultura particular o áreas culturales. Esa descripción se concentraba

fundamentalmente en los valores o costumbres compartidos por los miembros

de una sociedad. De ese modo, el énfasis fue colocado en la uniformidad de

cada uno de los grupos.

Las fronteras pueden concebirse de modo tan fijo entre razas como entre

culturas. Por ello, el concepto de "cultura" entendido como “conjunto de

elementos simbólicos” o como “costumbres y valores” de una comunidad

asentada en un territorio, es problemático en términos teóricos y en términos

ético-políticos (Appadurai, 2001; Hannerz, 1996; Rosaldo, 1991; Ortner, 1999).

Los principales problemas teóricos se vinculan a la tendencia a considerar a

los grupos humanos como unidades discretas clasificables en función de su

cultura como en otras épocas lo eran en función de la raza, lo cual haría

posible diseñar un mapa de culturas o áreas culturales con fronteras claras. Es

la idea del mundo como archipiélago de culturas. Las fronteras entre los

grupos son muchos más porosas que esta imagen de un mundo dividido. El

mundo, hace tiempo y de modo creciente, se encuentra interconectado y

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existen personas y grupos con interconexiones regionales o transnacionales

diversas. La gente se traslada y migra desde diferentes lugares del mundo

hacia otras zonas y rearma en sus nuevos destinos sus vidas y sus

significados culturales. Por lo tanto, símbolos, valores o prácticas no pueden

ser asociados de modo simplista a un territorio determinado.

La pregunta es por qué si hay tanta porosidad y cruce también tenemos

creciente fundamentalismo desde lugares y con proyectos tan diferentes. Nos

gustaría aportar un elemento que surge de las investigaciones en el Cono Sur

para construir la respuesta de esta pregunta compleja. Se trata de entender

que las culturas son más híbridas que las identificaciones. O más aún: que es

posible que a partir de un contexto de creciente interconexión transnacional, de

mayor porosidad cultural surjan nuevos y más fuertes fundamentalismos

culturales. Una cuestión suplementaria, que no podremos considerar aquí,

propone interpretar esos procesos de diferenciación identitaria como un modo

de articulación y expresión de crecientes desigualdades estructurales.

Hay otros dilemas acerca de los sentidos de esos marcos y esas líneas.

Cuando las fronteras son pensadas exclusivamente desde experiencias de

extrema desigualdad (del tipo USA-México) puede producirse un

deslizamiento: abordar la frontera necesariamente como sitio de encuentro

entre una cultura dominante y una subalterna, e identificar a esas culturas con

nacionalidades o etnicidades que la frontera marcaría. Si la frontera es

dicotomizada, como una línea entre el bien y el mal, se confirmaría por otro

camino la fuente misma de su poder: el poder de establecer los parámetros del

conocimiento. Para ello no es necesario llegar al simplismo de generar una

oposición entre quienes habitan a uno y otro lado de una línea. Puede

reconocerse que ha habido migraciones y que la gente se desplaza. Por este

camino se supone que la frontera ya no está allí y sus rastros deben ser

reconstruidos. Ese supuesto suspenso, de todos modos, anuncia un final

conocido: la frontera ya no es material, sino simbólica, ya no es la línea de las

aduanas, sino el límite de la identidad.

Llegados a este punto cabe interrogarse: ¿es que hay alguna diferencia entre

ese concepto de frontera y el concepto de raza? Porque si la identidad “se

15

lleva en la sangre”, como marca indeleble “en el cuerpo”, si no cambia aunque

cambien los espacios y las historias, si la frontera persigue a sus sujetos a

través de sus diásporas, nos encontramos en la plenitud de otras fronteras

naturales.

Las teorías constructuvistas y de la hibridación, de modos diferentes,

contribuyeron decisivamente para sacudir esas conceptualizaciones. Sin

embargo, el nuevo consenso académico abrió nuevos debates. El contacto se

encuentra entrecruzado con poderes, desigualdades y hegemonías. Por eso,

recientemente García Canclini ha planteado que para analizar las

desigualdades entre sociedades y culturas también hay que considerar a la

hibridación como “un proceso al que se puede acceder y que se puede

abandonar, del cual se puede ser excluido o al que pueden subordinarnos”

(2001:19).

Así, el desarrollo antropológico de la investigación sobre fronteras planteó un

doble reconocimiento. Por un lado, las zonas fronterizas se revelaron no sólo

lugares de cruce y diálogo, sino también espacios de conflicto y de

desigualdades crecientes. En los últimos años Estados Unidos fortaleció

militarmente sus controles en la frontera con México, así como Europa liberó

sus fronteras internas en una proporción igual al endurecimiento de las

externas (Driessen, 1998).

Por otro lado, en términos conceptuales se reconoció que cruzar una frontera

no implica necesariamente desdibujarla. Así como el vínculo no implica

ausencia de conflicto, la comunicación entre dos grupos puede ser el proceso

a través del cual esos grupos se distinguen mutuamente. Nadie se preocupa

demasiado por diferenciarse de grupos lejanos. “Los otros” que más nos

importan generalmente son nuestros vecinos, los grupos limítrofes geográfica o

simbólicamente.

Michaelsen y Johnson (2003) en su Border Theory realizaron una crítica de la

esencialización de las culturas de la frontera. Es decir, la hegemonía no

consistiría sólo en la jerarquización de un “nosotros” (anglo) y la

estigmatización de un “los otros” (mexicano, chicano u otro). Si así fuese, se

16

trataría sencillamente de proponer y luchar por la inversión de sus sentidos (eje

de muchas articulaciones subalternas). La trampa consiste en que la

hegemonía se constituye en el proceso de oposición de dos entidades,

contraste reproducido en el intento de sólo trastocar la valoración. El secreto

radica en la frontera, ya que cuando esta no es cuestionada, la política cultural

revela sus propios límites.4

Las fronteras pueden desplazarse, desdibujarse, trazarse nuevamente. Pero

no pueden desaparecer, son constitutivas de toda vida social. Un proyecto de

abolición de todas las fronteras estaría necesariamente destinado a fracasar,

ya que no puede vivirse fuera del espacio y sin categorías de clasificación. Más

bien, el debate es dónde colocar fronteras, por un lado; y por otro lado, cuándo

pretender cruzarlas, debilitarlas, asumirlas reflexivamente o reforzarlas.

Difícilmente convenga adjudicarle un sentido unívoco a “frontera” y adoptar una

actitud homogénea hacia las diversas fronteras con las que convivimos. Más

bien se trata de tener políticas activas para la constitución de alianzas y

fronteras en función de contextos históricos, para evitar que otros nos

impongan nuestros propios límites.

Implicancias políticas

Esta es una síntesis apretada de los debates conceptuales a partir de las

investigaciones sobre fronteras políticas. Quien estuviera interesado podrá

profundizar en cualquiera de las líneas de trabajo a partir de las referencias

que hemos propuesto. De lo que se trata aquí, sin embargo, es de avanzar en

un camino bastante menos explorado, aquel que se vincula a las eventuales

consecuencias que estos avances conceptuales puedan tener para la

4 Especialmente en antropología esto implicó un flashback para algunos, y unacontinuidad para otros en la recuperación de autores como Barth (1976) o Cardoso deOliveira que, en sus críticas al culturalismo, habían prestado atención en los añossesenta a la interacción étnica y las fronteras interétnicas, a las organizaciones grupalesy a lo que se conceptualizó como una cultura del contacto (Cardoso de Oliveira, 1976).Esas genealogías teóricas, que podrían remontarse a Gluckman, Evans-Pritchard yLeach, daban cuenta de que los estudios de frontera se habían iniciado muy lejos del RíoGrande.

17

ampliación de nuestra propia imaginación política y, especialmente, para la

potenciación de una política transformadora, opuesta al neoliberalismo.

A nuestro entender, debemos considerar diferentes planos. Por una parte, hay

consecuencias a nivel de la propia política en zonas de frontera, hay

consecuencias acerca de cómo imaginar la llamada "integración regional". Por

otra parte, en un nivel mucho más general me gustaría afirmar que estos

estudios sobre zonas de fronteras, al conectarse con otros estudios sobre

contacto intercultural, tienen dos aportes que realizar en el terreno político

general. El primer aporte se refiere a la cuestión de la nación y el nacionalismo.

El segundo aporte se refiere a la cuestión de la diversidad y de las políticas de

la diferencia.

Voy a abordar las cuestiones en ese orden. A primera vista parece la que la

cuestión de las políticas para las zonas fronterizas son poco relevantes ya que

se trata de políticas dirigidas a una porción escasa de la población. Sin

embargo, si los gobiernos dictatoriales le dedicaron importancia es porque

entendieron que las fronteras son también laboratorios de relaciones entre

sociedades y entre grupos. Las relaciones en las fronteras son una dimensión

y afectan al conjunto de las relaciones entre los países. Por lo tanto, dejar atrás

las lógicas de una geopolítica paranoica y militarista no debería implicar un

nuevo capítulo de centralismo y marginación territorial considerando a las

fronteras sólo como lugares de paso. Las fronteras son lugares estratégicos

para configurar nuevas relaciones entre las sociedades y las culturas. Estos

“laboratorios” de vínculos simétricos y solidarios deben imaginarse y

construirse no sobre la negación de conflictos o distancias históricas, sino a

partir de la elaboración reflexiva de los mismos.

Esto se encuentra muy conectado con el segundo punto, es decir, con la

construcción de otra política de regionalización. Las zonas de frontera pasaron

de tener un tipo de valor instrumental a otro, en el sentido de que la hegemonía

militar y territorial es desplazada con el neoliberalismo por la hegemonía del

container y los flujos entre las transnacionales. Nuestras afirmaciones

anteriores sólo adquieren sentido si comenzamos a imaginar y diseñar una

regionalización de derechos ciudadanos.

18

La concepción neoliberal de la regionalización considera que al integrar

mercados habrá una tendencia natural a que los derechos sociales se

homogenicen hacia abajo. Frente a esto la alternativa del tipo "cada uno a

conservar sus conquistas" está condenada al fracaso más temprano que tarde.

Es necesario imaginar otras alianzas y conflictos en otros niveles, alianzas y

conflictos transfronterizos. Es clave promover articulaciones desde abajo entre

los trabajadores y los diferentes grupos subalternos en diferentes países. Así la

integración es también la configuración de un nuevo horizonte político, de un

nuevo escenario.

La cuestión nacional

Evidentemente, esto implica retomar la cuestión nacional. Los estudios sobre

fronteras muestran, a mi modo de ver, que la concepción de la nación como

falsa conciencia presenta serios límites y tiene, al menos, dos problemas. El

primero es que constituye una teleología de la una identidad o conciencia de

clase que no se verifica como proceso político. El segundo es que reduce un

verdadero universo de sentimientos, creencias y prácticas a una mera

deformación de la realidad condenada a desaparecer. Es interesante constatar

que ese pronóstico de la inminente desaparición de las nacionaes es el

hegemónico de la concepción de la globalización.

En el mundo contemporáneo pareciera evidente que el “Estado”, los Estados,

tienden a desdibujarse y perder poder de intervención de manera creciente.

Como es muy sabido que la “nación”, y especialmente el nacionalismo, es

históricamente mucho más una consecuencia del Estado y sus políticas que

cualquier forma de causa del proceso institucional, se tiende a suponer que al

plantearse la disgregación o el debilitamiento del Estado se plantea la

difuminación de la nación.

Considérese este silogismo: El Estado creó la nación, el Estado se difumina;

luego, la nación se difumina.

19

Aquí hay dos cuestiones diferentes para discutir. La primera se refiere a si el

Estado realmente está desdibujándose en el mundo contemporáneo. La

segunda se refiere a si eso realmente tiene consecuencias sobre la nación y,

en todo caso, qué tipo de consecuencias. Una cosa es la lógica formal y otra la

lógica de la historia.

El Estado, en muchos países del mundo, se ha retirado y continúa retirándose

como dispositivo institucional vinculado al desarrollo social, a la redistribución y

al bienestar. Esta es una tendencia que se manifiesta de manera muy

heterogénea, con excepciones, con distintas negociaciones, idas y vueltas. A

pesar de esa diversidad, el neoliberalismo impulsó con bastante éxito la

destrución de las versiones locales del “Estado de bienestar”. Esta es una

tendencia histórica que puede ser revertida o transformada. Esto es importante

porque no es consistente la nueva teleología que afirma que esta tendencia es

una prueba suficiente de que el Estado no cumplirá más el papel de principal

articulador social, agente hegemónico clave.

Por otra parte, es necesario distinguir entre las “funciones sociales” del Estado

y sus funciones represivas. Porque si es cierto que en muchos países el

Estado se ha retirado de su papel en la protección y seguridad social, también

es cierto que eso no indica nada acerca del poder estatal de represión y

control. La mayoría de los países conservan intactas sus fuerzas armadas y de

seguridad, otros han incrementado en diferente grado sus dispositivos. En las

crisis sociales y políticas que el propio retiro social del Estado provoca puede

verificarse que en muchos países el papel represivo continúa siendo muy

poderoso.

En otras palabras, los Estados, como dispositivos institucionales que ejercen

soberanías territoriales, no han desaparecido ni desaparecerán en los

próximos años. Un cambio dramático, sin embargo, es cómo se articulan sus

diferentes funciones.

Ni la nación ni los nacionalismos precedieron históricamente a los Estados.

América Latina es un ejemplo peculiarmente importante en ese sentido. El

“principio de las nacionalidades” es muy posterior a los procesos de las

20

independencias. La distribución de territorios estatales se sustentó

básicamente en las distribuciones administrativas coloniales y las disputas de

poder entre ciudades con sus hinterland, y no en alguna forma de identidad

comunitaria.

En ese sentido, la nación, como modo de imaginación de pertenencia a una

comunidad, es consecuencia del Estado, de sus dispositivos, de sus políticas

culturales. De sus arduos trabajos de nacionalización.

Como la nación es producto del Estado y el Estado excluyente no produce

nación, podría suponerse que la nación se encuentra en proceso de

desaparición. Sin embargo, no se constata por diferentes motivos. Entre otros,

podemos señalar tres motivos. Primero, hasta ahora no ha surgido ningún otro

interlocutor equivalente que tenga legitimidad y legalidad para definir políticas

de ciudadanía. Por lo tanto, los reclamos de los movimientos sociales se

dirigen básicamente al Estado. Segundo, en algunos de esos procesos la

identificación nacional ha cumplido un papel relevante en la articulación de

demandas hacia el Estado. Tercero, el espacio nacional continúa siendo un

ámbito decisivo para la elaboración de la experiencia social y la generación de

sentidos (ver Grimson, 2003b).

Como identificación, la nación se vincula a los procesos históricos de

imaginación de pertenencia comunitaria. En ese plano, la nación se encuentra

en proceso de articulación y desarticulación con las ideas de “pueblo” y

“Estado”. A veces la nación se articula y legitima al Estado: desde conflictos

bélicos hasta políticas internas pueden sostenerse en función de “intereses

nacionales”. En otras ocasiones se presentan grietas entre Estado y nación, en

la medida en que “nación” sea comprendida como “pueblo” y que el Estado sea

percibido como afectando los intereses populares. En muchos países de

América Latina (la Argentina entre ellos) las ideas de nación y Estado se

desarticulan constantemente, hasta el punto de que la visión socialmente

prevaleciente puede explicar el desamparo y la devastación de la nación como

consecuencia de persistentes políticas del Estado, en las cuales el Estado

aparece más cercano a intereses extranjeros o tan sectoriales que no consigue

articularse con idea alguna acerca de la nación.

21

Esta conceptualización permite comprender por qué un modo de imaginación

construido históricamente por dispositivos estatales puede mucho más que

sobrevivir a la transformación de esos dispositivos. El retiro social del Estado

puede generar, o actualizar, una articulación entre la idea de pueblo y la de

nación en oposición a Estados antipopulares o antinacionales. El movimiento

social puede recoger justamente el modo nacional de identificación que,

legitimado por el Estado en otros contextos históricos, es irrenunciable

explícitamente en la medida en que constituye la única vía de legitimación de

su propia existencia.

Así, un Estado que renuncia a la construcción de la nación en los hechos de

sus políticas, aunque nunca en las formas difusas de sus imaginarios, puede

generar procesos de nacionalización e incluso retóricas nacionalistas, aún más

fuertes que a través de los mecanismos de imposición de identificaciones

nacionales. En esa posibilidad se encuentra concentrada la ambivalencia de la

nación, una ambivalencia simbólica y ético-política. La nación, como referencia

de consenso, aparece y se revela como una de las categorías más polisémicas

ubicadas en el centro mismo del conflicto social que se desarrolla en el espacio

nacional.

Para analizar la dimensión identitaria de la nación es relevante incorporar en el

análisis como conceptos nodales a los sentidos prácticos de la acción social y

a la sedimentación experiencial. Esos conceptos permiten comprender, entre

otras cuestiones clave, por qué las identificaciones nacionales en el mundo

contemporáneo ya no son construidas desde arriba hacia abajo, sino muchas

veces al revés, así como por qué pueden dejar de ser el corset ideológico de la

hegemonía para devenir (como en otros momentos históricos) articuladores y

fuentes de legitimidad de movimientos sociales que enfrenten al

neoliberalismo.

Esto implica que lejos de entrar en alguna era “posnacional” estamos más

cerca de nuevos usos de la nación, incluso usos cosmopolitas y

transnacionales, que aún deben ser estudiados.

22

Los límites del multiculturalismo

Estas consideraciones políticas nos obligan a retomar la cuestión de la

diversidad y de la producción desde arriba y desde abajo de fronteras

simbólicas. En las últimas décadas, acompañando el desarrollo de nuevos

movimientos sociales y en contraposición a las políticas de discriminación,

asimilación y homogeneización, las políticas multiculturalistas comenzaron a

imponerse en el mundo académico y en áreas de la gestión pública. Se trata

de establecer, en contraposición a las políticas de exclusión, políticas de

reconocimiento de grupos o colectividades subordinadas o despreciadas como

los pueblos originarios, los afro, los inmigrantes excluidos, entre muchos otros.

La pretensión del multiculturalismo es invertir o modificar la valoración que se

realiza de estos grupos y reivindicar, entre sus derechos civiles, su derecho a

la diferencia.

Puede plantearse una paradoja si esta pretensión de invertir la valoración se

inscribe, como a veces sucede, en una extensión de la lógica de la

discriminación. Es decir, si la diferencia cultural se concibe como un dato

objetivo, claro, con fronteras fijas que separan a ciertos grupos de otros. En

esos casos, tanto quienes discriminan como quienes pretenden reconocer a

esos grupos, comparten el supuesto de que el mundo está dividido en culturas

con identidades relativamente inmutables. Mientras tanto, las personas,

grupos y símbolos atraviesan fronteras. Desde las artesanías hasta los

productos de la industria cultural viajan por diferentes zonas del mundo. Se

generan, así, paisajes de tránsitos híbridos, más que mapas con colores

delimitados e incontaminados.

La diferencia cultural, entonces, puede ser utilizada a la vez para intentar

subordinar y dominar a grupos subalternos, como para reivindicar los derechos

colectivos de esos grupos. Por ello, el reconocimiento de diferencias culturales

no tiene un valor ético-político esencial, sino que su sentido depende de la

situación social. El problema surge cuando distintos sectores entablan una

disputa sobre las valoraciones y consecuencias de unas diferencias que se

consideran autoevidentes. Sin embargo, la diversidad no debe comprenderse

como un mapa esencializado y trascendente de diferencias, sino como un

23

proceso abierto y dinámico, un proceso relacional vinculado a relaciones de

poder.

En estas luchas por establecer el valor ético-político de la diversidad, los

distintos sectores pueden tender a enfatizar sus diferencias (supuestas o no)

de manera creciente, perdiendo de vista la importancia de las luchas por la

igualdad o la justicia. Las diferencias construidas en situaciones de contraste

específicas y en contextos políticos concretos pueden reificarse hasta el punto

de que terminemos convencidos de lo radicalmente distintos que somos

"nosotros" de "los otros", sean ellos los "hispanic", los “sudacas”, los

"indígenas", los “negros” o los "gays".

Ante estos dilemas, algunos intelectuales especialmente sensibles a registrar y

comprender a los movimientos del tercer y cuarto mundo, han planteado que

actualmente la aceptación de las diferencias culturales tiene un valor político

positivo ya que varios pueblos del planeta están oponiendo su "cultura" a las

fuerzas de la dominación occidental que los viene afectando hace tanto tiempo.

Cuando los pueblos utilizan la "cultura" como herramienta para retomar el

control de su propio destino sería positivo su valor político.

Si el respeto por la diversidad es un patrimonio ideológico que debe ser

defendido ante todas las variantes del etnocentrismo, comprender el carácter

histórico y político de esa diversidad puede permitirnos adquirir una visión más

compleja. La construcción de homogeneidad cultural en países periféricos es

sumamente ambivalente. Como no se trata realmente de sociedades

homogéneas, puede suceder que la idea necesaria de que los pueblos

retomen “el control de su propio destino” se convierta en ciertos contextos sólo

en un camino de producción de hegemonía.

En nuestro continente, en contextos de incremento cualitativo de la

desigualdad social ha habido propuestas de constituir el mapa de la sociedad

como un mapa de culturas, de grupos diversos, cada uno de los cuales tenía

derechos particulares, antes que cualquier idea de igualdad de derechos,

incluyendo el derecho a la diferencia. La cultura como una nueva narrativa de

legitimación. Por eso, como plantea Yúdice es necesario ser prudente respecto

24

de la celebración de la “agencia cultural” (idem:14-15) porque, si se analiza

desapasionadamente, es claro que “la expresión cultural per se no basta”, más

bien “ayuda a participar en la lucha cuando uno conoce cabalmente las

complejas maquinaciones implícitas en apoyar una agenda a través de una

variedad de instancias intermedias”.

En ese marco, diversos autores han desarrollado una crítica ético-política del

multiculturalismo en su pretensión de universalidad. Por una parte, se ha

planteado que esa pretensión se vincula a una globalización impuesta del

modelo de sociedad de los Estados Unidos (Segato, 1998). Por otro, se ha

planteado que las luchas por el reconocimiento cultural llevan a un callejón sin

salida si no se combinan con luchas por una mayor distribución económica y

social. Las políticas de reconocimiento deben combinarse con políticas de

redistribución (Fraser, 1997).

Esto implicaría recuperar historias de movimientos sindicales, culturales y

políticos de diversos países pluriculturales de América Latina: "Podemos

desarrollar una lucha unitaria todos los oprimidos del campo, pero respetando la

diversidad de nuestras lenguas, culturas, tradiciones históricas y formas de

organización y de trabajo. Debemos decir basta a una falsa integración y

homogeneización forzosa... No puede haber una verdadera liberación si no se

respeta la diversidad plurinacional de nuestro país y las diversas formas de

autogobierno de nuestros pueblos", sostenía la central campesina boliviana

(CSUTCB) a principios de los años '80.

Tal como está planteado hoy el debate sobre identidad, discriminación racial

en América Latina el camino se parece bastante a una cornisa. Frente a

argumentos acerca de la especificidad de las historias nacionales y regionales,

se ha respondido que existe el riesgo de que las élites latinoamericanas, bajo

el argumento de que “aquí es distinto”, terminen ocultando o menospreciando

problemas endémicos, estructurales, persistentes de racismo en muchos

países. Se trata de una advertencia que no se puede menospreciar.

Complementariamente, y de allí la cornisa, hay una paradójico riesgo de re-

colonización. Justamente, son autores preocupados con la colonialidad

25

quienes plantean que debe asumirse como central la cuestión de la etnicidad y

la raza en América Latina y que, quienes se nieguen a hacerlo, están

expresando proyectos intelectuales de países colonizados. El problema es que

verdaderamente creer que la cuestión de la raza puede tener relevancia

universal, sin atender a la especificidad de los procesos históricos y al papel

específico del Estado puede haber otra colonización del saber, incluyendo la

posibilidad de que la anterior y la actual sean de signos ideológicos

contrastantes.

Se trata de dos puntos ineludibles. El primero se refiere a que sólo es

constitutivo del ser humano aquello que sea general de la especie. La raza, lo

sabemos, no hace a la definición de lo humano porque es una construcción

histórica. Adicionalmente, los Estados Unidos no resultan un lugar desde el

cual resulte muy conveniente postular cuestiones universales sin atender con

extremo cuidado a la diversidad mundial. Sucede que la cultura

estadounidense (al igual que otras, a diferencia de otras) es muy proclive a

postular cierto standard de universalidad respecto de su propia cultura como

para estar advertidos del riesgo.

El segundo punto se refiere a que esa “diversidad” de la que tanto se habla hoy

en día (y a la que aludíamos recién) es en realidad ella misma un proceso

histórico, producto de actores e instituciones, de representaciones y prácticas,

de hegemonías y subalternidades. O sea que las fronteras que cada diversidad

instituye en un momento histórico, y aquellas otras fronteras que pueden ser

emergentes e instituyentes, se corresponden con las articulaciones

hegemónicas y las imaginaciones políticas de aquellos que intentan socavarla.

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