FUERON VEINTIDÓS MIS BARAJAS VIEJAS (R e m e m b r a n … · 3 I EL MAGO es el primero en llegar,...
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FUERON VEINTIDÓS MIS BARAJAS VIEJAS
(R e m e m b r a n z a s d e u n Ta r o t)
Julia Calzadilla Núñez
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A las barajas del Tarot, por la intención y la victoria del símbolo.
A Tania Alvarez Guerra,
a Mary Nieves Díaz Méndez,
a Mayda Sardiñas Ruiz,
hadas madrinas a quienes, entre muchas deudas de gratitud, debo este teclado
de escribir recuerdos.
A Tania de nuevo, por haber puesto en mis manos The Sacred Tarot, de C.C.
Zain, su libro querido, libro compañía.
A Enrique Pérez Díaz y de nuevo a Mayda, por haberme permitido conocer la
obra de Paulo Coelho.
A Dolores Delgado Torres,
a Mary Nieves,
a Xiomara Fernández Almeida,
a mi hermano Francisco,
por el apoyo necesario para desempolvar estas remembranzas.
Y por tantas otras deudas de cariño, de nuevo a todos ellos, hadas y unicornios.
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I
EL MAGO
es el primero en llegar, justo cuando al pabilo de mi vela deben quedarle unos pocos
segundos de vida. A diferencia de Aladino Sánchez, El Mago no toca a mi puerta con
desgano. Aladino Sánchez sí lo hizo, aquel viernes en que trajo de visita el quinqué
de marras, el quinqué ya no maravilloso—dijo--, el quinqué con un genio inservible. El
Mago no. Hoy El Mago toca con nudillos tan fuertes que parecen de estreno. Lo oigo
desde la cocina y corro a abrirle. Mientras me seco las manos en el delantal, sé que
es él. Un toque inconfundible, tímido sin dejar de ser firme; apremiante sin dejar de
ser paciente, retumbante sin dejar de ser silencioso. Con nudillos que jamás serían
motivo de escándalo pero que, por supuesto, tocan con ganas la madera. El Mago, de
hecho, quiere tocar a mi puerta. Quiere que lo escuche, que deje las cazuelas a
medio fregar, que quite el pestillo y, tras girar el picaporte, lo haga pasar a la salita
con mi mejor sonrisa de domingo. Sonrisa dominical y vespertina, que es mucho
decir.
Le digo que se siente, que se ponga cómodo y le sonrío. El Mago sabe que los
domingos son difíciles, harina de otro costal. Jamás terminan. Uno despierta
temprano en la mañana y sabe que la jornada será larga, que el mediodía
transcurrirá entre bostezos, y que al atardecer habrá que llenarse de valor para
permanecer en el cuarto y no salir a la calle en busca de esa noche que, por fortuna,
anunciará la cercanía del lunes. ¡Cosas de la vida! Neruda detestaba los lunes porque
–afirmaba—tenían cara de cárcel. Para mí, la cara del domingo es mucho peor, no
gruñe, no frunce el ceño, pero huele, suena y sabe a páramo, a esa paz
tremendamente solitaria que, de no compartirse, lo inmoviliza a uno cada semana.
Pensándolo bien, me atrevería a decir que prefiero los viernes. Los sábados, al igual
que el resto de los días, me pasan por encima sin notarlo, me producen una especie
de desmemoria aguda que en ciertos casos logra abrir espacio a las urgencias, o sea,
un encogimiento de hombros seguido de la decisión de concentrarme en algo más
contundente para mi escala de valores, importa poco la fecha que sea. Como ahora,
cuando olvido las cazuelas sucias en el fregadero porque escucho los nudillos del
Mago y lo mando a pasar, busco dos tazas limpias y me detengo a escuchar el café
que cuela a borbotones. El Mago también lo oye. Y hasta se para junto a la hornilla y
me dice que la cafetera se asemeja a un reloj de arena porque el café está colando
gota a gota para marcar el tiempo que dura una visita, echado a andar y disfrutado a
su modo.
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El Mago quiere que me deje el delantal abrazándome el cuello y la cintura. Quiere
hablarme de algo importante –dice--. Saber si me importuna su presencia. Claro que
no. Él quiere hablarme y que le hable, quiere que lo oiga, quiere oírme. El Mago tiene
orejas hermosas, César Vallejo amaba las orejas. También yo. ¿Acaso las mías...?
¿Sabes que nací hace una friolera de años, verdad? –exclama en alta voz, en espera
de la respuesta que sabía afirmativa. Mi pregunta anterior queda en suspenso,
callada y escondida entre mi par de orejas que también, hace un montón de años,
luchan por ser hermosas.
Asiento con un ademán. No quiero interrumpirlo ni siquiera con un monosílabo, sino
dejar que hable hasta vaciar por completo la premura que trae, urgencia de esas
que, divididas entre más, agobian menos porque se compartieron. Ante todo, me
habla de Aladino Sánchez, de su historia inicial, quinqué apagado en su casa de
Lawton, depresión, climaterio. Y la borra secándose en el fondo de la taza.
El Mago bebe sorbos de agua fresca y quiere conocer mi opinión sobre aquello que
acaba de contarme. Saber qué diría yo a Aladino Sánchez. Saber qué le diría. Y me
mira inquisitivamente. A mí, que en más de cinco décadas no he resuelto el doloroso
enfrentamiento con los domingos, la cafetera inmóvil, café que no transcurre, fósil,
telaraña, cachivache. Con su paz solitaria que toca a más, a bastante, al dividirse
entre menos.
Intento responderle de sopetón. Antes, empero, me deleito contemplando sus
orejas majestuosas, portones abiertos en medio de la sala. ¿Acaso las mías..? --
vuelvo a preguntarme y me palpo las orejas con las manos, portones entreabiertos,
semicerrados aún, retoños, un par de brotes en vías de florecer. Juego culeco—
sentencio mentalmente—el de esos portones clausurados cuando alguien corre para
llegar a ellos y al final se queda del lado de afuera, con su saco de palabras a la
espalda, atado con un nudo. ¡Solavayas al juego culeco! Al grano: ¡siéntate y escucha!
--me digo, y la exclamación lleva una carga de decisión y de reprimenda. Entonces El
Mago habla por mí.
--Oye—me dice--, cuando el barrio se te apareció delante de los ojos, tú no estabas
preparada para semejante alboroto. Desde el piso, aún a gatas, no podías deslizarte
hasta la reja que daba al portal para entender entonces el paisaje que te rodeaba,
calles, vecinos, gente de paso, vendedores, niños, adultos... El caserón quedaba en lo
alto de La Loma de Chaple. Al frente había una iglesita flaca que demolieron años
después, cuando ya estabas en plena adolescencia. Pasó el tiempo y después de
haberte marchado de allí, regresaste una vez a buscarla. Había desaparecido. Nadie
supo decirte el porqué. La tumbaron y ya. Es todo. Y adiós al campanario amarillento,
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a la escalera intermitente con peldaños de uno sí y dos no, adiós al panorama desde
arriba, los patios, las calzadas, las azoteas, a ras del cielo.
El Mago respira hondo. El Mago quiere conversar mi infancia, que la oiga y la vea. Y
yo trago en seco y le brindo un plato de sopa, y lo tomamos juntos, fideo tras fideo,
como quien sella un pacto, calma, acuerdo, alivio, una vez concluida la tormenta.
Basta de tamborilear mis cinco dedos sobre mi rodilla. Dejo de protestar. En fin de
cuentas, las orejas hermosas escuchan sin prisa. Y lo escuchan todo, de tapa a tapa,
sin saltarse los trozos feos, los pesados, los fragmentos que quisieran borrar de la
memoria de la gente y hasta de la mismísima memoria del Universo.
El Mago no usa el sombrero de copa que fabrica conejos asustados. Lo observo con
atención y con el dedo índice me lo voy dibujando en el pecho, porque lo que ahí se
guarda, de ahí no se va. Y el dibujo de ahora es idéntico a la imagen antigua
guardada en los libros, un anciano vestido con una túnica violeta, un sabio que mira
hacia las nubes y mira hacia la tierra, pues de ahí se eleva el hombre para
alcanzarlas, de pie en la cima de los montes con gorros de algodón, montes
coronados. El Mago, cuando no anda descalzo, usa sandalias.
--La iglesita flaca, ¿no te viene de pronto a la mente?-- indaga.
--Sí --contesto. Era amarilla, incluso de noche.
--Como ahora— agrega él y señala hacia la ventana.
En la oscuridad veo frenar un ómnibus al otro lado de la calle. La parada, antes
repleta, en seguida vacía, vuelve a llenarse de gente, de gente que sube, de gente
que baja, sin mirarse apenas, codos en ristre, abriéndose paso. Algunos sortean los
baches pespunteados de fango, otros los pisan, transitan por lagunas de lodo
endurecido porque apenas llueve, porque el asunto es llegar, he ahí la cuestión.
Desde la ventana, la calle me inspira ternura. Parece abandonada a su suerte o
parece que la suerte la ha abandonado —vacilo insatisfecha al comprobar que
ninguna de las dos formulaciones me complace--. Desde luego— continúo--, no existe
la suerte, no existe lo casual, existe, sí, una cadena de eslabones, causa.efecto-
causa-efecto donde el azar no pone ni quita. La calle, mi tramo fundamental de
existencia cotidiana es la viva estampa del olvido crónico.
Tú sabes que Aladino Sánchez vive en el extremo de esa ruta—dice El Mago
haciendo caer mi olvido en el olvido--. La 23 --añade--. Sabes que habla poco. Sabes
que balbucea, gracias, permiso, perdón, gracias y que baja y sube como aquellos,
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aunque sin codos y con un nudo apretado en la garganta, sin poder hilvanar una frase
entera con su vecino de pasillo o de asiento.
Lo sé, lo sé—respondo--. Entretanto, la iglesita flaca de la Loma de Chaple no se me
va de la cabeza. Su mole y su vacío.
Tu casa de la loma—me dice--, tenía dos canteros a ambos lados de la entrada.
Jugabas allí, hasta allí. La acera era la zona prohibida que sólo caminabas llevada de
la mano, escoltada por parientes y vecinos que no dejaban a los niños deambular por
aquellas orillas de cemento que estallaban a veces con olor a azufre y a cerrar
corriendo ventanas y puertas, padre nuestro, que la patrulla siga de largo y líbranos
de todo mal, amén. En los inicios del 50, cuando la policía registraba hasta los cestos
de costura en busca del Coco. Un tipo duro, guapo, progresista, un fantasma que
volaba por los techos con cachetes de tomate encendido, rojo, albañil príncipe
valiente a quien perseguían cada noche. Y frenazos para acá y para allá, entre los
carajos de los guardias que no lo encontraban y así—¡nananina!, bramaban— hasta el
día siguiente. El Coco era un duende, afirma El Mago. Y los delatores, para ponerles
los pelos de punta a los muchachos, les decían que era un drácula colmilludo y que uh
que te coge El Coco, que te coge. Pero al Coco no le gustaba beber sangre. El Coco
tomaba café con leche.
Yo tenía siete u ocho años—lo interrumpo.
Y cerquillo hasta las pestañas, partido a la mitad, flecos lacios y empegostados por
el sudor del miedo. Tenías grima, tenías grima—me dice--. Claro que sí. La grima
asusta. Y niños con grima los hay en todas partes, a cualquier hora. Temerosos de
los muertos y de los vivos. Más de las personas que de los animales— murmulla
ensimismado.
Pero El Coco era bueno, lo decía mi familia— le aclaro--. Volaba por las azoteas como
los sinsontes y cuando lo vi, no me asusté. Lo vi en sueños. De pie al lado del bombillo
que permanecía encendido la madrugada entera. De noche me gustaba la luz y en mi
casa sólo lo apagaban cuando yo me dormía y en la cocina se preparaba melcocha,
pudín, alguna mermelada y yo soñaba que El Coco era un duende de pelo en pecho que
merendaba conmigo. Fue en sueños. Un día desperté y no volví a verlo.
qué le digo a Aladino Sánchez, caramba.
El Mago se alisa los pliegues de la túnica y de nuevo contempla la calle, bajada,
subida, depende del lugar donde se esté. Sí—comenta--. El Coco era un duende de
pelo en pecho. Esos duendes tienen dientes de algodón; los adultos, de hueso, y
muchos los afilan para morder de veras, sin paños calientes. Por su parte, los dientes
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de los niños son de leche sabrosa, pero se caen y entonces salen los otros, los duros,
los que sirven para sobrevivir en lo venidero. Pero los dientes con filo también se
caen. Y entonces las encías se vuelven campo raso, peladas, el punto de partida y de
llegada. O sea, la parada de ómnibus—y El Mago señala hacia la esquina--. No hay
duda. La parada de ómnibus es una tubería que funciona en ambos sentidos. Las
puertas se abren y engullen cuanto encuentran; se abren y vomitan, siluetas blandas,
siluetas duras. Acaba de ocurrir por enésima vez.
Aladino Sánchez se acerca a mi edificio, el quinqué entre los brazos.
Él, con los desechos de un microscopio destartalado, fabricó una lupa para
escudriñar poro a poro la lámina donde aparece un beso esculpido. Hace más de cien
años—alega--, su autor supo cómo besaban los ángeles. Aladino, con tesón y
paciencia, quiso aprender la técnica del maestro. Desde entonces las prácticas
delante del espejo duraban hasta el almuerzo; luego venía la sesión destinada a
ejercitar los músculos faciales; por las tardes, el análisis de los diferentes grados
de abertura labial; por las noches, el examen atento de la variada gama de sonidos
producidos, teniendo en cuenta, claro está, el objeto que recibiese la acción. Y se
veía parado marcialmente ante la escultura, arrodillado frente a ella, inclinándose
para depositar a sus pies, en la base que le servía de sustento, una marca húmeda,
paralela, horizontal, como los rieles fragmentados de un ferrocarril, huella exacta
que desafiase las leyes más rígidas de la evaporación, la acumulación ininterrumpida
del polvo, la badana empedernida de los celadores del Museo. Una huella perfecta,
digna de Rodin. Pero el genio del quinqué no pudo llevarlo hasta allí. Y si bien El
Museo quedaba lejos, el estante de libros y la lámina quedaban cerca. Aladino
Sánchez, ¡bravo!, besuqueó el beso sin demasiados miramientos.
qué le digo, caramba, que los libros son el viaje de los que no pueden tomar el tren,
que un francés lo dijo y botó la pelota, que mi iglesita flaca de la loma sigue siendo
un hueco amarillo, que el pabilo arde todavía, que El Coco es el campeón de los aleros,
que el genio del quinqué es un tipo bárbaro que sabe más que las bibijaguas. Final
feliz. La imaginación no cabe en los dedales ni en los océanos. El Mago me mira la
garganta y las orejas. El Mago es sin duda un personaje singular y callejero. Sublime
y campechano. El Mago es muy viejo. El Mago conoce la tierra que uno pisa. Conoce la
fuerza de lo que se piensa. Dice que el pensamiento vuelve al sitio de donde salió, que
es un boomerang, energía pura y viva. Cuidado—repite--. Ojo por ojo. Y yo termino la
frase en voz baja y me palpo los dientes porque cuando el amolador de tijeras
pasaba por San Carlos número 21, en mi casa se afilaban las tijeras, los cuchillos
romos, nunca los dientes. Mis dientes son romos, no descuartizan. Mis dientes a
veces se esconden en su escondite. Otras, en cambio, se colocan en fila, pegaditos, y
se estiran al aire libre hasta las orejas.
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Piensa lindo—insiste El Mago--, el pensamiento lindo, cuando ha cumplido su tarea,
regresa sin falta a celebrar su trabajo. El feo también, pero a cobrarlo.
Yo escucho al Mago, y con la idea del cobro de lo feo mis dientes romos que no
descuartizan regresan espantados a su refugio. He crecido, y crecida corroboro me
atemorizo aún. En instantes así, las nanas reconfortan. Las nanas exorcizan. Las
nanas lo devuelven a uno al paraíso de donde salió. Al paraíso terrenal del útero que
alberga, del útero abundante de alimento, de agua, de luz que no encandila, tenue,
con su temperatura linda que cuando ha cumplido su tarea y el agua derramada es luz
que brota, también regresa sin falta, porque su sensación de amparo jamás
desaparece.
Aladino Sánchez ahora mismo está cantando una nana, arrulla al genio, han hecho las
paces, la imaginación es un prodigio, le pone a uno delante lo que se quiere con
firmeza, lo que se desea de corazón entero y el prodigio hace que uno sepa que el
sueño es vigilia, que la vigilia es sueño, que la carroza una vez fue calabaza; la
calabaza, carroza y que El Coco, el propio Coco, fue aquel valiente de mis noches que
merendaba conmigo y derrotaba al susto.
El Mago se pone de pie, camina hacia el fogón. Me oyó pensar.
¡Anjá, piense lindo, señorita, piense lindo! --me dice satisfecho.
Hay un brrr brrrr en la cocina. Tres tazas.
El Mago sabe que los genios son chéveres y aun dormidos, hacen borbotear la
cafetera.
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II
Isis con Velo,
claro, lleva el rostro cubierto. Isis habla y la tela se mueve a la altura de la boca.
Palabras, un soplo, una brisa que hincha el velo color violeta oscuro. Vela y viento,
pero Isis no deja que sin ton ni son se le mire cara a cara. Zutanejo no podría
hacerlo. Tampoco Juan de los Palotes. Isis con velo se asoma a la puerta de mi
apartamento.
Julia—me llama.
Yo ando por el fondo. ¡¡¡Aquí estoy, en el milagro de las aguas y los cubos!!!--replico--.
Y blasfemo cuando exprimo desesperada la pila, la agarro con las dos manos por el
pescuezo y la sacudo con tal ímpetu que casi la arranco de la pared, con alivio,
victoriosa en la trifulca entre la pila y yo. Por poco la estrangulo. La pila ni se
entera, la gota a bolina, y ¿quién fue quién ganó?..., ¿quién?
Todo parece haberse detenido en mi apartamento. El último en hacerlo fue el reloj,
responsable a carta cabal, minucioso, culillento, cacharro cumplidor pero agotado,
exhausto, hastiado ya de tantas vueltas. El paso del tiempo sobrecoge, el tiempo no
descansa, no se detiene como uno a coger el resuello necesario para proseguir la
batalla campal de cada día.
Primero tocó el turno a la ropa. Tumbada en el respaldar de una silla, se quedó ahí,
mirando a las musarañas, remolona, contentísima de no verse apretujada en el
lavadero. Había sayas, blusas, pantalones, medias, vestidos, pijamas, corpiños,
ajustadores, chalecos, abrigos, trajes de baño, una joroba enorme en la espalda de
la silla que me dificultaba el paso entre los muebles. Después fueron los papeles,
amontonados en cualquier parte, uno sobre otro, uno al lado del otro, uno atravesado
sobre el otro, algunos escritos a página completa, algunos cubiertos de garabatos,
algunos en blanco, moviendo con petulancia las esquinas cuando yo, atleta veloz,
sorteaba obstáculos olímpicos en aquel recinto que se paralizaba.
Después fueron mis pelos, greñas enredadas con ideas y preocupaciones, con
angustias, renuentes a alisarse y a ocupar el sitio que les corresponde, a reposar en
calma sobre mi cráneo hirviendo, a aceptar la línea divisoria que en otros tiempos las
había repartido con equidad, un mechón, dos mechones, siete mechones de este
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lado, un mechón, dos mechones, siete mechones de aquél, casi como una empanada
perfecta, cortada por la raya en dos mitades.
Después fueron los utensilios eléctricos, quietos debajo de las arañas que acudían
presurosas a tejer su mantilla; inmóviles debajo de la herrumbre de sudor que
empezaba a cubrirlos, a fatigarlos, con un calor del demonio, tapados, ahogados, sin
poder respirar. El ventilador, hasta entonces molino inofensivo y bien intencionado,
devino pulpo de cuatro aspas, por fortuna estáticas. La nevera soltaba trozos de
hielo destartalado, amorfo, que empequeñecían y empequeñecían hasta volverse un
montón de gotas secas sobre la base de madera. El radio y el aparato de televisión
se habían encogidos sobre sí mismos con timidez, meros botones, sin declaraciones
que hacer al respecto. Después fue el inodoro, harto de tragar, con la panza repleta
por la gula, la digestión atascada, negado a comer ni siquiera dieta blanda ni siquiera
líquido, trancado a cal y canto.
Los zapatos vinieron después. Tres o cuatro pares encajados en la zapatera colgada
detrás de la puerta, aburridos, las suelas con pisadas de hacía meses, tres o cuatro
pares de bostezos clavados allí, en el lomo de la puerta del cuarto, sin punteras
lustrosas, sin taconeos, sin cordones, mis zapatos sin pies, mis zapatos descalzos,
mis zapatos con polvillo de cal desprendido del techo.
Después fue el turno del reloj. Un agujero por el cual los desayunos del mañana
amenazan con escurrirse. El despertar, el reto de meterse en las pantuflas, de
esperar que la jornada llegue a término, todo ello en peligro de escapar por algún
sumidero perforado en alguna acechante dimensión. Los después acabando,
agonizando a la par con la esperanza; mis signos vitales parpadeando cada vez más
lentos, debiluchos; los brazos casi tiesos y las piernas arqueándose, pilares en ruina,
esqueleto cincuentón que se desarticula, el pavimento cada vez más cerca, el punto
de apoyo cada vez más distante, ¡pero no! --me digo--, ¡borrón y cuenta nueva!,
¡socorro!, un esfuerzo supremo y busco por doquier mi mariposa de la cuerda, trac y
me enderezo, trac trac y me aliso las greñas, trac trac trac y ejercito los músculos,
cuclillas, un-dos-tres, carraspeo, trac trac trac trac y salgo jadeante del estado de
coma.
Isis lleva el velo puesto y parece no ver que gesticulo como una marioneta. Se coloca
junto al aparador y parece ignorar que lanzo al piso cuanta cosa se pone a mi
alcance. Tararea en voz muy baja y parece ignorar que le vuelvo la espalda, oídos
sordos a su canción que habla de templos y columnas, a su estribillo de luna lunera
cuarto creciente Mercurio mensajero de los dioses tralalalá luna de plata. Abre el
libro colocado en sus rodillas y parece ignorar que no la veo. Cuarto creciente luna
lunera, repite el estribillo.
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Si ella quisiera, al menos el agua saldría a raudales de la pila maldita—mascullo lo
suficientemente alto para que me oiga. Isis canta en voz baja, yo chillo. Grito que si
ella quisiera, el agua saldría a raudales de la pila maldita, y ella, nada, plin, como si
con ella no fuera, continúa con su libraco de mapas del cielo, nada más que a ella se
le antoja, a esta hora con mapas del cielo.
Isis lleva el velo puesto y el cubo está vacío. Me paro frente a ella, vaya, haz algo,
dale, como si estuviera yo para visitas, ¿no dicen que también tú sabes de magia?,
pues dale, llama al acueducto y resuelve este lío, tengo ganas de halarme los pelos, a
que sí me los halo, me los halo, y a ti nada, plin, como si contigo no fuera, le zumba,
un bledo te importa, un pepino.
Me desgañito en vano. Isis lleva el velo puesto, el inmutable velo color violeta oscuro
que no me deja ver si me está viendo. Claro que me ve. Me ve y me oye.
Cuarto creciente, luna lunera, repite el estribillo.
Isis lleva el velo puesto y me ve y me oye y yo siento que la paciencia se me acaba.
Se-me-está-aca-ban-do-la-pa-cien-cia, silabeo con toda intención, una pulla que sale
a todo tren ¿y al final qué? La paciencia sanseacabó y ella sentada con el libraco a
cuestas.
La miro de reojo y ella muy oronda contemplando un mapa de estrellitas,
contemplando mi refriega con la pila muda, contemplando el caos, desorden, remolino
ambiental de mis cuatro paredes y haciéndote la loca—le digo--, ¿no dicen que
también tú sabes de magia?
No dice ni pitoche. ¡Ea!, le grito, en el cielo hay de todo, anda, date un paseo por allá
y para empezar, lléname el cubo, dale, oká, si no quieres no vayas, no me vengas
después con historias de pureza, ¿y este jolongo qué?, ¿acaso no hay que lavar la
ropa sucia? Como gustes, mijita, guarda pan pa’ mayo...
¡Ah, aquello sale a relucir! Metí la pata. Pan dije.
Julia—me nombra.
Vaya, al fin hablaste, aquí estoy, ¿no me ves?, fajada a martillazos con el pan ¿pan?
nuestro de cada día. Una roca. Seboruco con pátina. Cuaternario. Y me enredo en la
bata de casa, un wind-up y lo lanzo a la altura de las letras del affiche turístico que
puse encima del televisor para tapar el desconchao anterior de la pared, ¡strike! El
hotel de la playa se derrumba, el pan sale ileso. Un thriller. Si ganara este inning, te
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brindaba un pedazo, já, ¡manjar de dioses!, pero ni modo, vieja—le digo--. Disculpa.
Un día malo lo tiene cualquiera.
Un día triste y desesperado. Un día con su noche para colmo --mascullo. Un día de
esos que no acaban, días domingos, días solos y largos que se eternizan en el
almanaque, que no tocan fondo, una probable hoja de papel con cisnes y un número,
un mes, un año que dan ganas de arrancar de raíz para que no resurjan y cuando uno
menos lo espera, ¡pssssss!, un toque en el hombro, aquí estoy y tendrás que
aguantarme aunque no te plazca, no hay prisa, y el cuello del cisne es un signo de
interrogación parado sobre el lago que lo duplica, lo reproduce, original y copia de
esa melancolía testaruda que se pega a mi espalda, tristeza primero, después rabia,
metástasis de rabia.
Rabia de pesadumbre, de impotencia. Bilis descolorida, agonía, microbio inofensivo
que se agrede a sí mismo, inocuo para el resto. El resto de la gente --rectifico. La
otredad. Las reglas del juego de la supervivencia ecológica, de la supervivencia
espiritual, de la autoestima que porciones del resto se empeñan en extirpar sin
anestesia, a sangre fría, vientre abierto al estilo de las chatarras, ruina,
desperdicio, tristeza desesperada causante de la rabia, un círculo vicioso, callejón
sin salida, rabia síntoma de la tristeza desesperada.
Un día malo, biografía pateada como un balón de fútbol en que siento molestia de
mis cosas, en que quiero librarme de mis cosas, de mi familia de objetos serviciales,
inoportunos, callados, gritones, amables, hostiles, conocidos, extraños, yo,
bicharraco indefenso que busca defenderse con nada de escobas barredoras, de
platos en la mesa, de arroz, de cocimientos de tilo. Nada de testigos presenciales.
La pila es hoy el vengador por excelencia que me ajusta las cuentas fraudulentas del
karma, deudas viejas que pago a cuentagotas los días malos, esparadrapo lento
arrancado centímetro a centímetro.
En vidas anteriores seguramente fui Lucrecia Borgia —murmuro.
En eso me doy de narices con la tapia. Una pared salida de quién sabe dónde me
obstruye el movimiento. Muro robusto, acabado de hacer, con olor reciente de
argamasa, que me clava en el mosaico del piso, boomerang que retorna, ladrillos de
pensamientos mal encarados que exigen el pago de su mal encarada recompensa.
Pataleo en el lugar. El lazo del cuello de mi blusa se me aprieta y me aprieta cuando
trac trac trac, deus ex-machina, mi mariposa gira y un salvavidas caído de quién
sabe dónde me permite nadar hacia la orilla. ¿Ves?, prueba a pensar lindo—me
consuelo--, alguien aseveró que cuando uno se da de narices con la tapia, en ese
preciso instante cambia la marea, ¿ves?, la peor diligencia es la que...
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¡Vaya, en vidas anteriores seguramente fui un hada madrina! --declaro a duras
penas. Brinco la tapia, echo a correr.
Mi pista y mi campo ocultos por la maleza.
Ella observa la escena, espera el desenlace. Ella, la del rostro cubierto, espectadora
de mi carrera de obstáculos. Los trompicones llueven. Desde luego, en vidas
anteriores seguramente no fui un hada madrina, a mí con ese cuento. ¡Bah, ni asomo
de su cara! --exclamo--, sigo de largo y soy exhalación y meteoro, cometa de utilería
que tropieza, baratija de cometa, de cola que se arrastra, que se enreda, los
mosaicos del piso, ¿el universo? Caigo como un fardo en la silla plegable. En vidas
anteriores seguramente fui un fardo desplomado en una silla plegable. Trac, fin de
la cuerda. Orilla perdida.
Agonizo quizás. Quizás miro al techo con los ojos en blanco. Quizás abro la boca y
balbuceo el nombre de los bandidos. Quizás alguien oye y los anota. Quizás se hace
justicia. Quizás la tristeza no se me queda dentro en cadena perpetua, prisionera
domiciliaria aferrada a los barrotes de mis costillas. Quizás a la impotencia de no
poder rabiar como es debido se la lleve un viento de agua. Quizás agua, quizás pila,
quizás agua bendita.
Sin embargo, hoy es el día cabrón en que las fantasías buenas se prohíben, el día
malo en que no importa que las fantasías buenas se prohiban, el día malo de comer
sin hambre, de bañarse por guardar la forma, de aceptar ser un número del censo,
identidad cifrada que se estampa con hierro al rojo vivo, sí soy yo, el
dosmillonestrescientoscuarentaypico, soy yo, presente, mucho gusto, el gusto es
mío.
Sin embargo, hoy es el día cabrón en que no me cuajan los pensamientos, gelatina
intermitente que temblequea en el mejor de los casos, maqueta organizada a todo
correr, villa miseria, bicharraco indefenso con ínfulas de bicharraco temible,
microbio inofensivo con disfraz de microbio agresor, cucaracha que huye por huir,
por perpetuar la estirpe de nuevos benjamines que en vano huirán del homo sapiens.
Homo sapiens—eso fue lo que dije. Yo, empero, huyo del homo sapiens; yo, empero,
busco al homo sapiens: he ahí la cuestión: Yo, quiéralo o no, soy también homo
sapiens.
Sin embargo, hay un lindero que separa al homo sapiens y los pone acá y acullá. Acá
los que esculpen, acullá los que escupen, o al contrario. Las campanas tocan a la
supervivencia y sálvese quien pueda, a aplastar con aires de victoria cucarachas de
programa genético desconocido. Yo, ni siquiera los días como éste, las aplasto con
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aires de victoria. Por ahí se empieza. Más tarde, el aplasta-que-te-aplasta se torna
una buena costumbre.
¡Niña, hoy estás para verte de lejos y perderte de vista! --me decían en el colegio
los días de rabieta que, en aras de la justicia, no fueron demasiados. Hoy el día se
merece un deseo semejante, alejarse, perderse de vista; contemplarme, cada vez
más diminuta, por un telescopio al revés, igual a como yo me distanciaba de las cosas
de miedo con el auxilio de un par de anteojos. Así descubrí en mi infancia la lejanía
salvadora y logré construirla cada vez que quise con sólo agarrar los anteojos, darle
vuelta y estos lentes son para acercar y estos lentes son para alejar. Aquello sí que
fue un triunfo, sí señor.
Sin embargo. ¿Debo decir más con mi semblante de hoy, día terrible sin aquellos
anteojos mágicos que me hacían dueña y señora de las distancias? Hoy las horas
arremeten sin pizca de misericordia contra las fantasías, hoy es el día ideal para
nadar en sentido inverso a la corriente, como el agua en la pila, que fluye de mi casa
al acueducto. Por eso el cubo seco—subrayo, y el empellón que le lanzo desprende de
un lado el asa de metal. ¿Victoria pírrica? --me pregunto--. ¡Qué más te da! --me
contesto--. Hoy es un día malo, un día cualquiera de aquelarre, un día de creer a pie
juntillas en escobas con brujas que vuelan, las de a centavo.
Con el rostro cubierto, caído el telón, ella asiste al round y a mi cantaleta.
Terminado el discurso, una hilera de palabrotas me estalla del refajo y me sirve de
desahogo a las penas que a mí me matan son tantas que se atropellan y cuando de
matarme tratan están matándome y me rebelo pues me matan de golpe y porrazo si
no me pongo dura, que hoy el horno no está para ga... Ahí me quedo.
Acabo de percatarme de que ella se marcha. Mueve los labios, ¿qué usted dice? Pero
no señora, no lloraré por eso, ¿me oye? --le grito. Tú, velo velito de palo, abur, buen
viaje, Velo velito de yeso, abur. Mi mano en adiós, en adiós que manotea.
Vuelvo otro día—exclama--, se despide, sale. Yo, ¡strike cantado!, tiro la puerta.
15
III
Isis sin velo
regresa una vez pasado el temporal. Se ha recogido el velo en un moño y aunque lleva
el rostro descubierto, el velo sigue ahí, dispuesto a desenrollarse al menor desliz de
mi parte. No obstante, hoy soy un lago en calma. El pan sigue monolítico; la pila sigue
seca y ninguno me saca de quicio. El reloj funciona, pienso, qué alivio, pienso, así,
lindo, como dice El Mago, y lleno el cubo de agua bendita y me la tiro por encima,
pelo y todo y salgo del baño con olor a cascada, a pan en horno, a lucecita de pabilo
guapeando para enfrentar el apagón a la hora de la comida, en el ocaso, el que más lo
revuelve a uno por dentro. Hay que anotarle un punto al genio del quinqué—pienso, y
chasqueo los dedos.
Isis sin velo hoy viste de amarillo claro, limón, oro, sol radiante. Bajo el brazo, un
libro de mapas que me resulta conocido, páginas claras repletas de luciérnagas,
animales, balanza, cazador, arquero, centenas de millones de cocuyos allá arriba
haciendo de las suyas, menos mal, de las suyas y no de las nuestras, y yo misma me
río la gracia, qué ocurrencia, el día promete, hay días de cal y días de arena, días de
col y de lechuga, y yo misma me río la gracia, qué ocurrencia.
El rostro de Isis sin velo nunca está en el revoltijo de las pesadillas. Las pesadillas
son sueños con mal humor, amargados, sin cuerda o pasados de cuerda, disparates
que largan el piojo con tal de que uno no se despierte ni tampoco sueñe, que lo
agarran a uno con sus tenazas y cuando ya va pasando el susto prologal te meten un
susto nuevo, aún más grande y es ahí cuando uno pega un brinco en la cama empapado
en sudor y la taquicardia no se quita ni con el alivio de despertarse, qué va, porque
anda uno cayéndose de sueño y de terror a volver a dormirse y a que lo agarren las
tenazas y el brinco y todo eso que ya uno se sabe de memoria.
Son sueños de mal humor las pesadillas, a mí que no me vengan con cuentos. ¿Quién
no ha estado metido en una de esas y qué rico, despertarse, y chiiiii tomar agua y
chiiiii orinar y a la cama de nuevo con valor y optimismo, de los cobardes no se ha
escrito mucho, a lo mejor mañana ni me acuerdo seguro seguro que se me olvida?
Pero—y este pero me sabe a gloria--, el rostro de Isis sin velo nunca está en el
revoltijo de los sueños feos. El rostro de Isis sin velo nunca está en los sótanos que
se las dan de buhardillas. Nunca está en los guantes que se las dan de manos y
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cuando uno los sujeta firme lo que queda es un hueco cinco dedos ponchados y uno
cae al barranco de cabeza.
El rostro de Isis sin velo, en contrapartida, es una obra maestra de lindura.
El rostro de Isis sin velo, en contrapartida, es esa mano real de dedos llenos que
sujeta y da palmadas en la espalda, apoyo real, de carne y alma, apoyo real, el de
alma y hueso, porque si así no fuera, de qué apoyo se trata, porque si así no fuera,
alguien que me explique de qué porquería de apoyo real estamos hablando.
El rostro de Isis sin velo se le muestra a uno en el preciso instante en que uno se
gana el premio gordo de la vida, mirarlo cara a cara afuera, adentro, allá afuera en
la calle, allá adentro en el cuarto, allá afuera en el ruedo o acá adentro en lo hondo
del cerebro o pegado al esternón o cerca del ombligo la vagina la espalda la
garganta, qué sé yo, el caso es que se contempla sin tapujos y uno siente que un peso
se le quita y al quitarse uno siente que el planeta en que vive poco a poco va dejando
de ser escenario del crimen, locación de puntapiés mentiras broncas muecas
puñetazos, uno siente qué bueno que un peso se le quita y qué bueno sensación de
que flota, de burbuja que sube sin un lastre.
Cacho de nube, le llamaría un poeta.
Yo, mortal por tres costados y aprendiz de ángel por el otro, lo denomino dormir a
pierna suelta.
Yo, mortal por tres costados y aprendiz de paloma por el otro, lo denomino mirarse
en el espejo sin sacarse la lengua en trompetilla, que ya es mucho decir.
Isis sin velo, sentada a mi lado en el sofá, acaricia la serpiente que lleva en el bolso,
zigzag cálido que se enrosca como un muelle, que se estira como un hilo y se enrosca
y se estira en la madeja, carretel del destino, rueda, voltereta.
Tócala, no hace daño—me pide.
Uyuyuy—le respondo, y me meto las manos debajo de los muslos. Uyuyuy—cacareo y
me corro hacia atrás en el asiento con las manos debajo de los muslos, ojalá se dé
cuenta de que quiero dejarlas ahí, a buen recaudo, en su lugar descansen, manitas
mías que no cesan de cacharrear, teclear, correr pestillos, sacudir manteles, servir
agua fresca al cobrador de la luz, desvestir dientes de ajo, mano a mano ésta con
aquella, porque una lava la otra y las dos lavan la cara, asegura la gente que sabe.
Isis sin velo aguarda; yo hundo los muslos en el sofá, encajo los muslos en el sofá
para que las manos se traben y no salgan.
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Un ángel pasa y se hace silencio. Yo no sé qué decir. Las manos, de tanto apretujón,
se me están volviendo un hormiguero. Me alzo un poco, la presión de los muslos
afloja. Debo sacar las manos del refugio, aplaudir, verlas rosadas, palmoteo, este es
el fado fadiño fadeiro, más colosal y original, palmoteo, tiene en sus notas canciones
del alma, palmoteo, brisas de Portugal...—y las manos, ya despiertas, salen
disparadas, acompañan mi canto.
Tócala, --insiste ella, mientras me acerca el bolso con la serpiente sandunguera.
Me inclino, vacilante. Las manos me tiemblan al planear sobre aquel animal que se
menea, carretera con curvas que se desplazan cuando acerco las manos que me
tiemblan. Primero la rozo. Después la recorro a manos llenas, segura, ascendiendo y
descendiendo pendientes y llanuras, declives y laderas. La serpiente mueve la cola,
¡hola!, saluda con la cola y ¡hola!, algo tibio me sube desde los dedos a la cabeza,
corrientazo suave que vibra, imagen cálida, acorde, idea bonita. En el bolso, la
serpiente se contonea, profesora coqueta y exigente que trajina con fuego sin
quemarse, mueve la cola, saluda, estremece, no muerde. Simpática.
Isis acomoda su almohadón, se recuesta, el velo alzado. Pone el bolso en la esquina
del sofá y ambas escuchamos el movimiento de la serpiente, su música de fondo, de
arroyuelo feliz de la vida que fluye con confianza. En eso estamos cuando pasa de
vuelta el ángel que pasó hace unos minutos. U otro, ángel al fin y al cabo, instante de
silencio.
Isis sin velo tiene la palabra. Habla y, al hacerlo, el silencio no se quiebra, el silencio
únicamente hace una pausa, reposa. El silencio es sagrado, cosa de ángeles, cosa de
ella, que son los que autorizan a romperlo. El silencio roto sin más ni más es una
catástrofe, cosa de gente atolondrada, chapucera.
¿Qué escribes? -- me pregunta al ver los papeles que aguardan sobre el buró,
Intento escribir—respondo--. Historias de personas que encaran los molinos de
viento con palillos de dientes, sin adargas. Historias de personas que conocen a los
demás, creen en los demás y, a pesar de los demás, siguen creyendo en los demás.
No es un juego de palabras, es fe. Contra viento y marea, fe en el semejante, fe en
la mismidad de la otredad. En un libro hablo sobre ello, sobre la conversión de la
antigua letra X castellana en letra J como evidencia de la identidad originaria entre
próximo y prójimo. En suma, deseo de abrazar, deseo de jugar, deseo de aliviar,
porque el deseo, de cierto modo, sólo acaba en el Nirvana y aun así sería deseo de no
desear. ¡Ojalá! --pues así se desea también que Alá lo quiera—que la ternura deje de
considerarse moda pasada, mariconería de blandengues que encaran con palillos la
ventolera demencial de los molinos.
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Cándido el gallero la encara —aspiro hondo y continúo--. Toca la flauta y vende
cartoncitos con gallos tapaos. La gente compra algunos y le palmotea la espalda con
afecto. Cándido el gallero es un tipo bacán, un tipo bárbaro, un socio que no falla.
Está bien –puntualizo--, es correcto alimentar la esperanza, y si esa gente ve
encarnada la esperanza en los cartones del gallo tapao, pues arriba, a destaparlos,
porque Cándido el gallero es el héroe de la película, un tipo fuera de liga, el amo de
la caja de Pandora que ha dejado en el fondo ese remolque capaz de aparecer
cuando a uno se le está agotando el combustible y que hala, por fortuna hala.
Sorpresa. Hoy motor atascado; mañana motor que arranca.
Con Cándido el gallero la cosa funciona, su flauta es mágica, hace intento de dar. Y si
después los números no salen, arde Troya. No salieron los números del gallo tapao y
Cándido a la porra, sinvergüenza, ladrón, pájaro de mal agüero tocando esa flauta de
mierda. Cosas así.
Isis sin velo tiene un sobrecejo que no se arruga. Me ha oído narrar las desventuras
de un venturoso hombre de la calle y no se escandaliza. Ella conoce a los hombres de
la calle, agradecidos, ingratos, bondadosos, malévolos, transparentes, turbios,
madrastras, cenicientas, príncipes, mendigos, enanos, gigantes, abuelas, lobos,
brujas, hadas, arieles, calibanes, demonios, querubes. Los conoce. Ninguno podría
pasarle gato por liebre.
Isis sin velo conoce a los hombres variopintos de la calle y no se desmorona. Su
alegría sigue allí, pizpireta en el fondo de su bolso, la caja celebérrima donde, vivita
y coleando, permanece resguardada la esperanza.
Hay que brindar por eso —le propongo--. Por tu serpiente que no muerde, por que
siga ahí, porque nadie la lastime, porque a la gente no le tiemblen las manos al
tocarla. Tu serpiente simpática, una onza de oro.
Brindemos pues —asiente ella con mil amores.
Una fila de ángeles entra en la sala.
¡Reconcho, qué paz! --pienso, quizás con una miaja de irreverencia causada por el
asombro.
Qué paz. Los ojos cerrados. Las piernas ligeramente separadas. Los pies en el suelo.
Las manos sobre las rodillas. La espalda recta. Sensación de elevarse por encima de
las azoteas más allá la cabeza y el pecho entre las nubes más allá por fuera de la
atmósfera más allá la Tierra es un punto colocado en un barrio del espacio punto y
seguido porque el discurso continúa punto y aparte porque el discurso es largo o
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corto y sus párrafos siguen un tema o lo cambian punto final porque el tiempo del
examen se termina hay que entregarlo aguardar la nota se aprueba o se suspende y
punto y seguido pues la carrera sigue un nuevo examen punto y aparte el discurso
prosigue.
Qué paz. Abrimos los ojos. Isis mira los míos y el silencio concluye su descanso.
Punto y seguido —exclamo en alta voz al pensar que el silencio reposa, no se quiebra,
cuando ella autoriza a que se hable.
Cógelo, no muerde —me dice ella divertida.
El teléfono está sonando y yo pegando un brinco sin pértiga, atragantándome cuando
quiero decirle que sí, que estoy oyendo el timbre su bulla vocinglera escandalosa,
terca como una mula. Suena. No es ring-ring, qué va, el ring-ring es un eufemismo de
las onomatopeyas, lo que está pitando en la mesita es una alarma de combate, sirena
de bombero—le digo ya más tranquila, resignada ante lo inevitable. O atiendo la
llamada o los pitazos van a enloquecerme.
ya voy, ya voy —y me dirijo valerosa hacia el monstruo.
Isis sin velo tiene un sobrecejo que no se arruga. El mío de ahora está plisado a la
bartola. No tengo en lo absoluto ganas ningunas de contestar el tareco obsesivo que,
en ocasiones, es un espléndido objeto servicial que me evita trajinar por ahí
averiguando cosas o dando algún recado algún cariño que quedó pendiente porque el
transporte ni pensarlo, empeora por momentos, la parada está ahí con chorros de
sujetos, flora, fauna, personajes del folclor cotidiano, ora propicios, ora adversos;
horóscopos que empujan alegando que Leo puede empujar, que Sagitario puede
empujar, que Aries puede empujar, que Piscis, bueno, que Piscis aguante, que Libra
aguante, que Cáncer aguante, que Géminis se quite del medio, que Capricornio camine
hacia el fondo, que Tauro se mueva de la puerta... No obstante, en la viña del Señor
hay de todo y a mal tiempo, buena cara, hay horóscopos que perdonan a los
horóscopos que empujan.
Ahora, qué pena, el objeto servicial que me saca de apuros es el tareco obsesivo que
toca la alarma y la sirena. Pero—y me encanta que valgan los peros—quién sabe si se
trata de algún equivocado, y no, señor, no tenga pena, marque de nuevo y asunto
terminado. O quién sabe, de alguien que averigua cosas o que debe dar algún recado
algún cariño que quedó pendiente—agrego, y esta última frase me arregla el humor,
me plancha un poco el entrecejo y allá voy, proa a la mesita.
Cuatro, tres, dos, un paso. Aló —digo por fin.
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Tengo el auricular incrustado en la oreja y el terremoto me sacude. Con la vista
nublada, veo agrietarse los mosaicos del piso. Me desplomo en la silla. Con el
auricular cada vez más incrustado en la oreja, en mi pobre oreja repleta de buenas
intenciones, mi oreja soñadora.
Isis sin velo me mira con fijeza, se pone de pie, viene hacia mí, se apoya en mis
hombros y mis hombros se vuelven dos columnas, columnas de sostén, a cuestas con
mi carga de desconcierto y melancolía. Cuelgo. Gracias por el gesto, el terremoto
disminuye –exclamo--. Gracias por el gesto, los mosaicos del piso son de nuevo un
racimo –exclamo--. Aunque el desconcierto y la melancolía no sueltan prenda, ahí
están, ¿por qué están?
Ella engancha guirnaldas en todas partes. Mi apartamento no parece la gaveta
acostumbrada. Mi apartamento es una caja de música cuando el aire mueve los
sonajeros. Isis sin velo se encarama en las sillas y cuelga faroles y cadenetas de
papel. Mi apartamento es una fiesta, y ella me mira de frente.
¿Quién era? --me pregunta, como si no supiera quién llamó, como si no supiera el
mensaje.
Un enemigo —le explico, y en mi voz de explicar enemigos está la melancolía, está el
desconcierto, empotrados ahí, en mi voz que suena a cristal roto.
¿Enemigo? --vuelve a preguntar, como si no supiera el mensaje, como si no supiera
quién llamó.
Así dijo, hay algo espantoso que no me perdona y sigue declarándome la guerra—
continúo explicándole.
¿Qué hiciste? --pregunta de nuevo.
Por todas partes cuelgan cadenetas y faroles de papel. Isis sin velo tararea su
canción de la luna. Comienzo a recordar y un aguijón absurdo barrena la imagen de un
diciembre helado y cenizo en que yo mostré radiante al llamador el paisaje entero,
pavo real en estío, dibujado por un artista ignoto entre aquellas tablas finas de
sándalo, ofrenda de tela en acordeón.
Desplegar mi abanico en el invierno, prin pran, prin pran, agitarlo, eso hice—
respondo, y ávidamente tomo un poco de este aire que mueve y refresca ahora los
sonajeros.
21
IV
El Soberano
me cuenta que érase una vez un reyezuelo que imperaba en un reino de tamaño
regular, ni grande ni pequeño, un reino común y corriente. Pero no sabía cómo
manejarlo, todo andaba patas arriba mientras el tiempo giraba en dirección
contraria a las agujas del reloj. El trabajo de hoy, puff, se deshacía ayer como una
pompa de jabón deforme y había que reiniciarlo de nuevo porque el mañana no
existía. Los astrónomos habían enloquecido. Sin embargo, el reyezuelo estaba ufano.
En aquel calendario repleto de ayeres, cada día era más joven.
Sus súbditos, desde luego, también lo eran, y con el transcurso de los años aquel
reino ni pequeño ni grande se pobló de muchachos sin historia que cada día olvidaban
una palabra. Con el paso de los años, el habla desaparecía, se instauraba el desorden
y aumentaban los llantos en reclamo de leche. El reyezuelo en persona berreaba. Ya
sin pechos, padeciendo un destete precoz y a viva fuerza, los infantes dejaron de
berrear, languidecieron, fueron hojas marchitas destrozadas por un remolino que, al
marcharse, desparramó por los contornos los residuos de cuanto campo, aldea,
castillo o fortaleza había encontrado a su paso. Fue en esa hora exacta que apareció
la segunda soledad, la que se ve. Llegó y reinó.
La soledad, se vea o no se vea, es golpeadora. En algunos momentos acompaña,
consuela y en algunos momentos es un puñetazo en pleno rostro que lo deja a uno
atontado, tambaleante, sin saber qué rumbo tomar. Entonces dan ganas de gritar a
voz en cuello en reclamo de alguien. Y, cuando se grita a voz en cuello en reclamo de
alguien, o bien la soledad consigue hacerse añicos o bien el estruendo retumba en las
paredes con su eco de pelota de ping pong y se vuelve uno loco adivinando dónde cae
y pica y rebota y golpea en aquel estadio ciclópeo que resuena como un tambor
mayor un hueco eco hueco eco que retruena encerrado entre los muros de la celda,
la cárcel, este cuerpo ropaje de ocasión con un eco que retumba en las paredes y
desplaza los huesos a su sitio. Puff, la pompa revienta y el tiempo se detiene, ni
siquiera mañana seremos más viejos. Aunque no es necesario forzosamente. Al
reclamo otra voz le bastaría.
La voz del Soberano me llega al patio donde está el lavadero. Mi soledad entra en
corto circuito, se achicharra, se esfuma. ¡Merecido lo tienes! ¿Quién llegó? --
exclamo alborozada mientras tiro un pasillo de baile.
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El Soberano viene hacia mí. Huele a espuma. Las sábanas huelen a almidón y a
tendedera. Nos encanta el olor limpio de la tendedera. Lo saludo, un abrazote que
jamás termina. El Soberano ha traído su piedra de sentarse. Un trono sin petulancia,
nada pretencioso. Una piedra semejante en un rincón de la sala mínima, habráse
visto qué fortuna esta tarde apagada, nubarrones de lluvia que se agolpa allá arriba,
que no cae, cielo santo, suena a derrumbe de fichas de dominó, vemos encapotarse
las ventanas.
Llega el vecino y El Soberano se pone de pie cuando el vecino llega. Le hace una
reverencia a la mata de sábila. Acaricia a la perra, panza al aire, rabo en rehilete.
Bebe un jugo de nube y la asamblea comienza. Hay noticias urgentes—anuncia--.
Corre el rumor de que Satán se aproxima a la comarca.
¿Quién es Satán? --indaga el vecino.
Satán es nombre falso, un alias. Yo sé dónde reside —puntualiza El Soberano.
Nuestra turbación es evidente. Con su manta rojo vino vino tinto sobre la espalda,
hala su piedra de sentarse y la acerca más al sofá. El jugo lo espera, dormitando en
el vaso.
Satán --nos comenta— sería la pesadilla. Te vigila, te caza y si llega a agarrarte,
andarás desplomado por los rincones, detestarás los juegos, preferirás los lugares
opacos y te esconderás debajo de la cama a disfrutar los estertores agónicos de
alguna cucaracha recién machucada con bombos y platillos en el tránsito del
apartamento. Aspirarás perfumes mustios, gusarapos, flores obsoletas, granos de
tierra inservibles, excrementos—concluye y su mirada fija pasa de uno a otro de
nosotros, alterna y fija.
Hacemos un visaje de asco y El Soberano nos concede una tregua.
Satán no está ahí, silvestre en la naturaleza —asegura, y contempla la calle--. Satán
estaría aquí —y me toca la cabeza y los pies como si resumiera entre paréntesis una
ubicación más extensa y abarcadora de la guerra que, incluso avisada, podría matar
soldados.
Yo soy el por ejemplo, el transeúnte sentado en la asamblea que quiere tocarse los
pies y la cabeza a ver qué ocurre por esos sitios. Pensamiento y pisada, idea y
movimiento, todo parece estar en orden. A pesar de ello, muevo un brazo con
disimulo y me arreglo el peinado, muevo el otro y me estiro la media embutida
dentro del tennis.
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¡Qué boba soy! --pienso--. Fue un exorcismo. Satán es un mal sueño. ¡Qué boba soy! -
- reitero, y ninguno me desmiente.
¡Satán a estas alturas! —sigo pensando--. Rumores de Satán con su ejército de
espinas. De armas blancas que apuntan, como lo oyen, a las almas blancas. ¿Acaso no
era el blanco la pureza, los cocos? El tiro se hace al blanco, el blanco es la diana,
corazón del disparo. ¡Gol! Las armas blancas cortan, ángeles caídos. Satán habría
sido un ángel caído. ¿Caído del blanco, del negro, de la erre o de la ele, caído de
dónde?
No entiendo ni pío. Quiero entender y levanto la mano, agitada cual pañuelo en el
andén. ¿Caído del blanco, del negro, de la erre o de la ele, caído de dónde? --y mi
duda se queda colgando de la lámpara del recibidor hasta que El Soberano expresa:
Son trampas del lenguaje.
Así que trampas del lenguaje. Reflexiono y lo admito. El lenguaje también necesita
defenderse de la contaminación del lenguaje. Los vocablos que ruedan por rodar
terminan alzándose de hombros, se resecan, papa fofa que termina por pudrir el
saco. Necesitan cuidados. Saber en lo que andan. En suma, ¡a quitarles la mugre con
una buena poda y a ocultar el plano del tesoro a los que atisban por las cerraduras!
Sí que son válidas las trampas semejantes. Y esta vez cual pañuelo agitado en el
muelle, pido nuevamente la palabra.
Atención, pues—advierto--. El que sabe la trampa fue hacedor de la ley. De ley
recta o torcida. De trampa con razón o sin razón. De aquello junto o de aquello
revuelto. ¿No existen armas limpias y almas sucias? Por eso, en cuanto a estos
colores y a estas letras, ni muy muy ni tan tan. ¿Por qué sucio lo negro? ¿Por qué
limpio lo blanco? A preguntarle al hombre, al ladrón que robó su simbolismo y lo hizo
trizas. La armonía es lo que importa. ¡A buscarla! –propongo. Ya mismito, en la noche,
prieta y clara,, con el cielo estrellado, negro y blanco, de azabache y de coco, yin y
yang. Ni aquel ni este, ambos. El aquel existiendo porque el este existe y viceversa,
sine qua non latino que fusiona, armonía de los contrarios que se incluyen, non
possum tecum vivere, nec sine te, que mis males no tienen remedio ni sin ti ni
contigo, contigo porque me matas y sin ti porque me muero, no faltes vida mía que te
sigo esperando, te sigo aguardando, te sigo queriendo, no te traicioné, cantaron los
poetas.
Eso es todo lo que se me ocurre ahora como colofón de una teoría sobre el lenguaje
que se inició en mis años de estudiante cuando la letra L o la letra R despertaron,
ambas, mis sospechas. En una primera ojeada, parecían ni pinchar ni cortar,
modositas, como hechas a la medida para que uno canturreara melodías sin temor a
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confundir lo que decían los versos. Pero, palabra de honor, señores, a la L o la R la
volvieron a una u otra, o a las dos, letras de ampanga, tan distraídas como se
muestran y coladas de repente en un vocablo que a partir de ese instante se ve
peleado a muerte con un primo al cual ya no puede ver ni en pintura, perros y gatos,
el arma fajada con el alma y viceversa, escupir y esculpir y viceversa, gracias —
trago, mi intervención concluye. Y cuando ya he agradecido, callado y reanudado el
mordisqueo de la uña de turno, descubro que la asamblea apoya mi planteamiento y
que el asunto del ying-yang y la armonía, para no ir más lejos, debe conocerse de
inmediato en la parada de ómnibus, si bien el vecino se empeña en que convocar a los
signos zodiacales de su eclíptica será una hazaña hercúlea.
El Soberano conoce en detalle mis planes, los aprueba, clap-clap, ovación general.
Acto seguido se pasa al último punto. Satán sale de nuevo a la palestra. Se rumora
que Satán se aproxima a la comarca con tambores parapón de latas de basura —
anuncia El Soberano y pide permiso a la asamblea para insistir en un punto que
reviste suma importancia. ¡Adelante! --decimos. Satán estaría ahí—repite él, y allá
van mis pies y mi cabeza a la pizarra ilustrando con lo demás de mi esqueleto la
morada del malhechor que convierte en guiñapos lo que toca.
Una vez más la carne se me pone de gallina, erizada. Me llamo a contar.
Bobita—me digo--. Satán es la metáfora del desamor. ¿Qué tienes que ver tú con el
desamor? ¿Yo? --me digo sorprendida--. ¿Yo? ¿Cómo que yo? Entonces me dan ganas
de abrazarme porque con la mano en el pecho declaro solemnemente que pese a un
listado respetable de meteduras de pata, desde la aurora de los tiempos jamás he
tenido nada que ver ¿yo? ¿cómo que yo? con el desamor. Ni pronunciarlo me gusta.
Por eso estoy sacudiendo la lengua varias veces como quien bota hilachas de mango.
Bobita—me digo--¿ves que ya se te fue la carne de gallina?
Sí que se fue. Enhorabuena.
Julia—El Soberano me nombra. Mi reflexión queda pendiente. La reunión prosigue.
Por último —añade El Soberano--, se rumora que Satán se alista para ahogar en un
vaso de agua a los habitantes de la comarca.
El vecino, la mata de sábila, la perra, El Soberano y yo, habitantes de una calle
montañosa y agreste encajada en la bulla de bocinas de carros frenazos de las
guaguas y la algarabía coyuntural de Escorpión y Aries nos estamos ahogando, de la
risa. El Soberano clausura la reunión, carga su piedra de sentarse y se dirige a la
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cuadra siguiente. Un grupo de vecinos a la rueda rueda lo aguarda con sillas
desempolvadas y una jarra de jugo de nube.
El olor a espuma del Soberano flota en la casa. Es hora de dormir y medito sobre la
soledad que padeció el reyezuelo de la historia. Soledad es falta de voces y también
abundancia de voces. La soledad se ve y no se ve. La primera se llena más fácil,
acepta más gustosa la compañía; la segunda es de armas tomar, sobre todo si es
rebencuda y se para en sus trece y no da su brazo a torcer. Armas toma, y almas—
recalco, y me viro boca arriba cuando la piyama se me vuelve de acero y ahuyenta el
embeleso que llegaba, la soledad que se pone a buscar qué cosa hacer, o hazaña que
inventa la querencia o fechoría que inventa el desgobierno. Satán—pronuncio--, y la
lengua despierta me bota su nombre falso, un alias, maleza de homo sapiens que hay
que arrancar de cuajo, escupir, barreduras de hiel naufragando en la bacinilla.
Desde la cama escucho una ovación general. Mi piyama es de algodón estampado y en
la otra cuadra, pasada la medianoche, ¡Olé!, apuesto a que El Soberano y los vecinos
¡Olé! están tocando el sabido clap-clap clap-clap de las castañuelas.
26
V
EL HIEROFANTE
oficia la ceremonia del crepúsculo con las pestañas estiradas, banderas de pestañas.
Los ojos son dos brasas; las manos, palomas. El Hierofante conoce los misterios de
mis gavetas. Nada se le escapa. Sabe ver la imagen del espejo.
Cuando El Hierofante hace su aparición, yo estoy rozando las seis de la tarde, más o
menos la hora fija para celebrar mi match contra el ocaso. Estoy absorta en los
pormenores del sartén, revolviendo mecánicamente con el tenedor el dilema
cotidiano de la angustia y la dicha, confundiéndolas, haciendo una espiral con la
opresión de ver al sol hundirse y el júbilo de ver al sol marcharse, revolviendo mi
angustia con mi dicha o más bien escudriñando el predominio de aquella o de esta,
opresión y júbilo paralelos.
El Hierofante, parado junto a mí, se decide por la dicha. Yo estoy en tres y dos,
entre la pared y la espada, creyendo todavía que el horizonte, el petulante horizonte
onte de las rimas, es una raya inaccesible que delira de grandeza, revolviendo y
creyendo todavía que este sol huevo frito amarillote gordo es también este disco de
tomate contento que se sumerge y bracea en dirección a la pagoda.
El Hierofante es el sumo sacerdote de mi sartén y mis gavetas. Él sabe que estoy
bordeando las seis de la tarde y eso hace que me separe del sartén y me lleve hacia
el espejo colgado sobre la repisa.
Mira —me pide.
Yo me miro allí, laguna de cara transparente y redonda, con ojos, nariz, orejas, boca,
moteados de lunares sin demasiada importancia. Un detalle sí había cambiado: la
frente. Hace una veintena de años, era un llano sin zanjas, parapeto infalible contra
las ojeras. Hoy refleja las marcas de los embates, los estragos del tiempo, del mal
tiempo de la ira de otros, de los ciclones arrojados contra mi frente frentecita
querida de aquellos malos tiempos que no supo emprender la retirada.
Mira —me pide.
Y yo miro el espejo sobre la repisa. Veo un césped, el fragmento de una bucólica
llanura que a la larga está tirando a gris, a ceniza que cae sobre la hierba y la va
pintando de aceituna, de verde cabizbajo. En el césped, una muchedumbre se divide
en tiendas pequeñas, come, bebe, dormita. Uno a uno, los momentos difíciles van
27
asomándose por los bordes del marco y presencio cómo saltan, cómo el marco va
quedándose atrás, cómo el césped se puebla de diablillos que van de un lado a otro
tironeando las mangas.
¡Escasea la comida!--vociferan gozosos--. Entonces veo cómo la muchedumbre en las
tiendas del llano, con ojos de reojo, aturdida, se guarda montones de hierbas en los
bolsillos propios y los cierra.
Los moradores de las tiendas mastican sin ruido. Cada uno cuenta angustiosamente
las briznas de hierba, las ingeridas, las que van quedando de la reserva que se agota,
las por buscar. Degluten, se atoran. Junto a las tiendas, aumenta la palidez del
césped y los moradores se palpan con espanto la caquexia de los bolsillos propios
cerrados bajo llave, en fase terminal.
Mira —me pide El Hierofante.
Yo sigo mirando el espejo sobre la repisa. Veo un césped, el mismo fragmento de la
llanura cenicienta ahora descampado, con redondeles de calvicie, puñados de hierba
halados de raíz.
¡El agua escasea! --vociferan los diablillos que tironean las mangas. Entonces la
muchedumbre dividida en el prado levanta una cerca alrededor de sus tiendas,
cambia el curso de los ríos y los hace pasar delante de ellas.
Los ríos fluyen ajenos a la sed de los moradores de las tiendas. Regresan a sus
lechos. Fuera de sí, la muchedumbre galopa hasta los ríos y se lanza con el agua
abrazada hacia los pozos excavados en el césped. El agua se escurre, hay pozos
secos, y al abrazo ¿qué abrazo? lo pasma la sequía.
Mira —me pide El Hierofante.
Yo sigo mirando el espejo sobre la repisa. Veo riachos salpicados de chinas pelonas,
piedras lisas, pegotes de lodo incrustados en los cauces.
¡El sueño escasea! --vociferan los diablillos que tironean las mangas. Entonces la
muchedumbre dividida en el césped se acurruca en sus mantas y cierra a rajatablas
los párpados. Dentro de estos, un jamo de dimensiones gigantescas se empeña en
sobrevolar el césped de aceituna y en hundirse cargado de hierbas en la corriente
cristalina que los moradores de otras tiendas se están robando ataja cuando la
muchedumbre dividida en el césped empapada en sudor despega los ojos porque el
oasis es mentira, un espejismo y el ataja es real. Las pupilas se niegan a la clausura.
Después, con ojos despegados, el desparramo de zombies abandona sus tiendas y
parte.
28
Mira —me pide él,
Yo miro el espejo sobre la repisa. Veo el mar. A la orilla del mar, una muchedumbre
se divide en tiendas pequeñas, respira, se calienta junto a las fogatas. Hacia un lado,
de un grupo de embarcaciones vacías cuelgan remos carcomidos por el salitre.
¡El viento escasea! --vociferan los diablillos que tironean las mangas. Entonces la
muchedumbre a la orilla del mar, despojada ya de sus ropas, se sitúa de cara al
viento, hincha sus pulmones a más no poder y los cierra. Así los veo, deambulando
con la nariz apretada, sin hablarse, la piel inflada y tensa cual globos reventando.
Globos que no flotan —observo--, que no vuelan. Globos lentos, pesados, que al andar
se hunden en la arena y dificultan la marcha.
El Hierofante mueve la cabeza en señal de asentimiento.
Mira —me pide,
Vuelvo mis ojos hacia el espejo sobre la repisa. Los moradores de las tiendas visten
ropas de lana y se refugian como pueden detrás de las embarcaciones, barcazas
frágiles que en la oscuridad tiritan tabla con tabla cuando un frío oscuro se está
apoderando del paisaje y las gaviotas dejan caer pescados tiesos, a la desbandada,
pescados y gaviotas que no acudieron a la cita.
¡El fuego escasea! --vociferan los diablillos--. Entonces la muchedumbre a la orilla
del mar, pesada, lenta, apila leños, los oculta debajo de los catres y sopla. Las
ráfagas de viento acumulado, vendaval retenido, despedazan las tiendas que arden.
El espejo cruje y El Hierofante y yo miramos hacia afuera. En la calle, un tropel de
muchachos corretea detrás de un avión de papel que sube y baja en picado hacia el
pavimento para alzarse de nuevo hasta quedarse manso frente a mis persianas,
aleteando en el mismo sitio, parpadeando con las alas fijas. Entonces pienso lindo.
¡Buen viaje! --exclamo, y le blusa me late con fuerza cuando lo veo elevarse más allá
de los cirros, despegue vertical que ya se empina mucho más allá de los cirros.
Después, con las nucas en arco unidas a la espalda, El Hierofante y yo vemos un
punto blanquecino que cuelga en un sitio alto de la noche. Yang-yin.
El Hierofante aprueba. Mira —me pide,
Retorno al espejo sobre la repisa. Veo un monte. Al pie del monte, una muchedumbre
reunida junto a sus tiendas come, bebe, dormita, respira, se calienta sobre el
césped junto a las fogatas.
29
Una escena campestre comento arrobada--, la montaña al fondo.
El paisaje, ajustado al marco con toda exactitud, es lienzo que hechiza: textura,
color, formas en movimiento y detrás la colina piramidal con sus laderas inclinadas,
todo ello dibujado con el pincel preciso que traza los contornos de las pendientes
que se afincan en la tierra para sostener el cucurucho de la cima.
El Hierofante permanece a mi lado, conocedor de los encantos y desencantos de los
espejos, de la imagen puntual que reflejan, lo bello exacto, lo feo exacto, devuelto
sin cortapisas.
Los diablillos, empero, rondan el paisaje.
¡La comida, el agua, el viento, el fuego escasean! --vociferan mientras el eco del
monte tampoco se hace ahora de la vista gorda y corre la voz.
El lienzo sigue como si tal cosa; el lienzo no se altera. Endemoniados, los demonios
recogen sus bártulos. Las personas al pie de la colina los ven irse, se colocan sus
morrales a la espalda, emprenden el ascenso, se pasan el cayado, cayado que va,
cayado que viene.
Que estoy sintiendo angustia, El Hierofante lo sabe. El Hierofante conoce el peligro
que acecha en la subida, muros lisos, despeñaderos, los traspiés que son capaces de
poner los momentos difíciles. El Hierofante es el sumo sacerdote de mis gavetas,
sabe lo que oculto, lo que guardo.
Uno a uno, los cucuruchos de las tiendas van sembrándose en la punta del monte. La
muchedumbre come, bebe, duerme, respira, se calienta. Entretanto, la noche llega
de puntillas y voy sintiendo calma, advirtiendo el parecido del sartén y el espejo,
cara obesa, redonda, cuello fino, reverbero de imágenes.
Mi match contra el ocaso finaliza y El Hierofante es mi sumo sacerdote de los
relatos breves, contados con pocas palabras. El Hierofante sabe lo que me ocurre,
Mira --me pide.
Miro al espejo. ¡Aleluya! Veo un sartén, y lo tengo agarrado por el mango.
31
VI
La Encrucijada
es en algunas ocasiones la tácita pelea entre el no y el sí; en otras, la rivalidad aún
no resuelta entre dos razonamientos contrarios con el mismo peso, la duda
aristotélica, el equilibrio malsano de la incertidumbre que pasma la balanza.
La encrucijada puede presentarse en cualquier minuto. Aquí en la casa, el pasillo me
está abriendo dos caminos y debo decidir cuál tomar. Grosso modo, izquierda o
derecha, la puerta de la calle o la del cuarto lúgubre, atiborrado de tarecos.
La puerta de la calle conduce al día o a la noche; la del cuarto, a la soledad que
ilumina o a la soledad que hunde en la penumbra.
Tomo a la izquierda y salgo a la acera; no llevo armadura; visto una bata de casa de
tela ordinaria; no porto armas; en las manos, la espera; no arrugo con odio las
comisuras de los labios; sonrío.
Hay gente; la acera puede ser ruedo; la acera puede ser campo de batalla; la acera
puede ser cámara de tortura; puede ser cárcel.
El terror me obliga a volver a la casa.
No hay nadie; el cuarto puede ser ruedo; el cuarto puede ser campo de batalla; el
cuarto puede ser cámara de tortura; el cuarto puede ser cárcel.
Vuelvo al pasillo y de nuevo me asalta la encrucijada, izquierda o derecha.
Tomo a la izquierda, abro la puerta de la calle y salgo.
Hay gente; la acera puede ser apretón de manos; la acera puede ser varita mágica;
la acera puede ser alfombra voladora; la acera puede ser huerto.
Yo ando entre la gente con mi bata de casa de tela ordinaria, sin armas, sin
rasguños, las comisuras planchadas y tranquilas.
Regreso feliz a la casa; hay gente y les hablo de la acera; abro el cuarto; todo está
en su lugar; huele a pan que cruje.
Regreso feliz a la acera; hay gente y les hablo del cuarto; entro a la casa.
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Compruebo que estoy sola; almuerzo y comida en la cocina, limonada, una nota; tal
vez regresen tarde, como, bebo y recibo el abrazo; la emoción, la diástole, la sístole,
mi corazón que baila, mi trompo satisfecho, tiovivo.
Enciendo el radio, el locutor menciona los caminos abiertos, dos caminos, la calle, la
vida, un rumbo, dirección, ni izquierda ni derecha; explica que existen otras vías, dos
senderos en condiciones excelentes, para acá o para allá, dos trillos, avenidas,
carreteras con pavimento de primera clase, ni derecha ni izquierda —aclara--, una
de ellas con curvas peligrosas—aclara--y la gente se desliza sobre mantequilla, un
bólido, y al confirmar que los frenos no funcionan, ¡cataplúm!
Un ruido de cartucho que interfiere me impide escuchar el final de la historia;
cocotazos al radio; nada; pego la oreja; nada; millones de cartuchos se apretujan en
la bocina y de golpe recuerdo a Saramago, qué sabio el portugués que se quedó
también a mitad de un programa o a mitad de una ducha o a mitad quién sabe de
cuántas vivencias necesarias como yo, a medias, colgada de la brocha diría Mandi, mi
amigo que define estos jaleos como la venganza de los objetos inanimados, porque—
asegura--, los pobres cacharros también tienen derecho al desquite. ¡Caray, los
cocotazos! --pienso. Y me acerco al aparato que se desinfla, lo apago y le guiño un
ojo a modo de disculpa, tolerante, compasiva.
A seguir busco la brújula, objeto inanimado orientador por excelencia, genial; pero
ni derecha ni izquierda, subrayó el locutor; desisto; resulta demasiado complicado
descifrar con la aguja imantada el zumbido de moscas de la infeliz bocina; ni
derecha ni izquierda—repito--; será arriba y abajo --asevero--, pues el cosmos y el
hombre son dos trillos, macro, micro, ambos con iguales ingredientes, polvo de
estrellas que circula en el camino; la cosa está en no perder el rumbo, transitar sin
caer a la cuneta, exclamo al fin, brincoteo, salgo hecha un bólido hacia la nevera que
está en el comedor y me deslizo alegre, patín, un cascabel, ¡eureka!, porque la
mantequilla resbalosa no me tumba.
De hecho, los fantasmas reales son Tiempo y Distancia, son ellos los que hacen en
extremo dolorosa la decisión de partir con alma y carne sin despeñarse a la cuneta.
El desplazamiento entraña lejanía y esta podría enfriar la calidez del tacto, de las
huellas digitales directas sobre los seres, el entorno, los objetos queridos, simple y
llanamente porque lejanía equivale a distancia y la distancia es tiempo, horizontal y
ancho, abarcable quizás, quizás inabarcable.
La distancia, seguro, no es asunto de broma aunque yo no entienda ni jota de
filosofía, del tiempo, del espacio, de ecuaciones. Yo cuento con los dedos y me basta
decir que separarse no es una guasa, que si alguien dice que no son tristes las
33
despedidas, que le diga a quien se lo dijo que se despida, hay unos versos que lo
afirman con toda razón. Ah, y si bien la distancia física es como es, qué decir de la
otra; de la otra, ni hablar; la otra, ni decirlo. Mi dilema fue grave. Mi encrucijada
tuvo que ver con ambas, con mi cuerpo y mi espíritu, separados de otros,
inseparables de ellos.
Ya sé que la encrucijada es la tácita pelea entre el no y el sí. O parto o me quedo, la
interrogante planteada en cada viaje, en este, en aquellos, o voy o no voy. Hamlet. Yo
soy una vez más la viva estampa de la incertidumbre que pasma la balanza y lo mejor
que hago es tirarme un rato en el sofá a tratar de salir del atolladero, de romper la
inercia, de salir de dudas, de inclinar un platillo, uno de los dos, cualquiera. Decidir.
Recordar con pelos y señales ayuda a decidir y para luego es tarde, acto de magia,
soy muy joven, traductora en ristre, diccionario a cuestas, trotamundos, caminante,
pájaro, molusco, pez, recuerdos de recuerdos, cuerdos, loquescos.
Yo estaba pues cerca del polo Norte echando humo por la boca, nostálgica,
frotándome los guantes. Pensaba en mi ciudad, en mis provincias, en mi gente que
sudaba sabroso qué bueno preocupada qué malo por el estado del tiempo en el Polo
Norte. Yo estaba a varios pasos de la nieve, la colchoneta blanca extendida en el
suelo para taparle el frío; la nieve, mi amiga de aquella última hoja del almanaque
que me sacaba una recua de suspiros. Quería tocarla y al hacerlo pensaba que
quitaría enseguida los dedos como el que toca la candela, pero así todo, quería
tocarla, toquetearla, fabricar el muñeco con sombrero y cachimba, jugar, arrojarle a
mi gente pelotas de mentira, esquivar pelotazos, dejar las pisadas imborrables que
salen en las fotos.
Simultáneamente, yo quería estar en el trópico. Yo quería estar en mi ciudad, en mis
provincias, con mi gente que jamás había visto una nevada o más bien no, yo quería
más bien que mi gente que jamás había visto una nevada estuviese aquí frotándose
los guantes, hablando con bocanadas de humo ah ah botando el aire el humo que sale
también por la nariz, qué maravilla, yo quería eso, y que mi gente, mis bichos, mis
objetos queridos caminasen encima de la nieve.
O más bien no, yo quería más bien que la gente de aquí que jamás había visto un
verano como debe ser estuviese allá acostada en la arena de la playa jugando al
volley con mi bola de goma que no pesa tirándola en el agua bajo el sol que raja las
piedras. Yo quería eso, que la gente de aquí se quitase los abrigos y los gorros y se
vistiesen de lechugas frescas, los niños chapoteando en los salvavidas, los
adolescentes pintando monos; los adultos, pimpollos recostados a una palma
removiendo el hielo del jaibol, escuchando un bolero, contigo en la distancia estoy,
amados míos, estoy con cada uno.
34
Yo quería esto y quería aquello. Peor aún, yo quería esto o aquello y una de mis
primeras encrucijadas fue esa, la de los seres que quería querer o mis seres
queridos, la de la nieve o el trópico, el desplazar para allá a los primeros o el traer
para acá a los segundos. O todo a la par. Y allá estaba yo cerca del polo Norte
queriendo traer gente y cosas para acá y queriendo llevar cosas y gente para allá, en
el fondo temiendo que se cruzaran por el camino sin verse y se produjese el
desencuentro.
Calculando por lo bajo, me sentía dividida a la mitad, oh sabio corazón con capacidad
para albergar aurículas y ventrículos de un lado y de otro. Yo, en efecto, no estaba
disfrutando de la nieve, la sufría. Mi gente, en efecto, no estaba disfrutando del
calor, lo sufría. Los de aquí, sin saber de boleros en el trópico, se mantenían ajenos
a mi encrucijada. Eso me tranquilizó en parte. Para mi gusto estaban demasiado
pálidos, quizás un poco de bronceado, de sol...
Frente al ventanal del aeropuerto, me puse a recordar el momento de la partida. La
decisión allá, sentada en mi mesa de trabajo. Sí o no. Voy o no voy. O soy una
intérprete bárbara supertraductora políglota que no teme dejar unos días a su
familia ni a los aviones ni a la altura ni a que caigan raíles de punta o soy un ratón. O
soy una empleada eficiente y responsable que no dejará de cumplir con su trabajo la
misión asignada de ayudar a las personas a entenderse o soy un ratón. O estudié
tantos años sacrificios esfuerzos para contribuir a que los seres humanos se
comuniquen o qué. Fui hacia la oficina del jefe, la puerta entreabierta, ¿puedo
pasar?, me asomé y moví con energía la cabeza, del enlosado al techo, del techo al
enlosado.
También aquella encrucijada fue morrocotuda. La encrucijada es una o, penúltima
vocal que al no haber sinonimia, lo pone a uno disyuntiva en la cuerda floja y se queda
en tierra a ver qué pasa, las cabriolas que hacemos para arribar a una punta, cuál
punta, una o que lo deja a uno en el vórtice del ciclón, en el medio donde la soga está
en un hilo, pues si todo el mundo se detiene en el medio, se demora en el medio, no
hay soga, ¿cómo va a haberla?, que aguante el trastabilleo. La y, en cambio, es letra
que enlaza, la y es armadora de collares que aprietan y no aprietan y que adornan y
ahorcan, gargantillas para apretar o no apretar, para adornar o para ahorcar, o para
hacer lo uno y lo otro. ¡Caray! Con la o no hay arreglo, penúltima vocal, , mi foco
delirante que la y sacó nuevamente a colación.
Por ello, me voy o no me voy, me preguntaba incluso cuando ya me había ido y me
aterraba la adicción a la incertidumbre incluso cuando los amigos son un panal de
miel de abeja que queriendo ayudar incluso tiraba a chanza mi incertidumbre.
Pasajera incongruente, la partida me impedía concentrarme. Había querido volar y
35
estaba volando. Recostada al asiento. el ruido de los motores sustituía el chachareo
del ventilador del cuarto. Había salido sin querer salir, había llegado queriendo
llegar y ahí estaba finalmente, pegada al polo Norte, dichosa con mi traje de
esquimal, y nostálgica.
Nostálgica evocando el pasillo, la casa, la puerta hacia la acera, la del cuarto, mi
encrucijada de andar, la consuetudinaria que estaba echando de menos, acatarrada,
analizando horarios en desfase los ritmos circadianos seducida por los copos de
nieve en el abrigo, y nostálgica. De libros, de almohadas, de platos, de tazas de café,
timbrazos, visitas, macetas, cucharón del arroz, pantuflas, condimentos, de los
nylons sin huecos para el azúcar, del rabo florecido de mi perra, de sus ojos
románticos que imitó Bette Davis. Dichosa por haber presenciado una nevada,
nostálgica, tan lejos.
Por momentos me venía a las orejas la voz del locutor del radio. Ni derecha ni
izquierda, la encrucijada era algo más que una bifurcación simple con dos flechas de
tránsito señalando dos vías alternativas. Podían ser varias, muchas, todas ellas con
rasgos contradictorios, de no ser así no habría lugar a dudas y el camino sería la
raya recta que uno se pasea sin bamboleos. La raya recta, la geometría del espacio,
el tiempo relativo que hasta sabe jugar malas pasadas.
La mantequilla en mi bandeja temblorosa era echada en el pan con parsimonia.
Viajera circunspecta, ya había enderezado el asiento y el pasajero que llevaba
delante, terminada la siesta en mis rodillas, volteaba la cabeza hacia mí y me
expresaba su reconocimiento por haberlo cargado en mi regazo. Las butacas eran
modelos de rectitud. Yo esparcía la mantequilla en el pan y recordaba al locutor.
¡Cataplúm!, había dicho él que ocurriría de no tomarse las medidas necesarias para
tornear las curvas cerradas a la velocidad máxima. Las curvas de la vía peligrosa,
quiso decir. En el cielo no había curvas peligrosas. El cielo era un llano extenso que
recorrían los tripulantes. Cuando los tripulantes mudaban sus curvas al cielo el
problema consistía en mantenerse a flote, luchando a brazo partido contra la ley de
la gravedad. Newton y la caída al suelo de la manzana. Fangio y la destreza para
evitar el choque. El tripulante ha logrado suspenderse en el aire y la tierra se
obstina en llamarlo. La tierra lo llama, lo hala, pero el tripulante está negado a que la
tierra se salga ahora con la suya. Será él quien decida dónde cuándo cómo por qué, la
ubicación de los añejos complementos circunstanciales que rigen la gramática
existencial.
Ajústense los cinturones —ordenó la aeromoza desde el micrófono.
Clac. Era el momento de poner los pies sobre la tierra.
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Con mi equipaje, rimero de diccionarios; con los ojos pegados a los cristales de los
espejuelos porque la nieve estaba afuera; nostálgica y dichosa porque mi gente
estaba lejos y porque estaba resuelta a propinarle unos buenos sopapos a los
diablillos de la incomunicación, los del cuento en que las personas no se entienden ni
siquiera hablando el mismo idioma, el colmo, cuando uno que caminaba por la calle le
preguntó a otro qué hora era y este le respondió que era miércoles y aquél protestó,
¡me cacho!, diciendo que se había pasado dos cuadras. Alerta de la sabiduría popular,
transmitida a las eruditas bibijaguas.
Sin embargo, mi hermano Francisco asegura haber visto la incomunicación adrede, el
¿? intencional que se le queda al Uno que le pregunta al Otro,
--¿Oye, qué te ocurre?
--El calatreco, me ocurre el calatreco .
--¿?
--¡El calatreco, chico! Esa especie de indate que utilizan los merecos cuando terepan.
--¿? -–y el Uno se queda como el de Lima que finalmente se fue a quedar en Babia,
lamentando ignorar lo que estaba ocurriéndole a ese Otro que, Uno más Uno, podría
haber sido Dos.
Mientras tanto, acá estoy, en esta remembranza de una visita antigua a las
proximidades del polo Norte, visita a secas, ni de pláceme ni a regañadientes. Corta,
pero fruto de la victoria en una añeja encrucijada. Hoy es otra. O parto o me quedo,
o voy o no voy. Soy Hamlet, traductora itinerante, la incertidumbre que pasma la
balanza y lo mejor que hago es recordar la encrucijada aquella, una de muchas, un
laberinto donde creí extraviarme y resultó que me emocioné. Los ratones no se
emocionan con el espectáculo de la nieve, los ratones hacen maldades, comen queso,
a los ratones los tiene sin cuidado el humo frío requetemágico que sale de la boca y
la nariz. Yo sé que no fui Mimi, la esposa de Mickey; tampoco un ratón de cañería.
Yo, en última instancia, fui un ratón de biblioteca que amó cerca del polo a un perro
San Bernardo.
37
VII
El Conquistador
no está hecho a grandes rasgos, pintado a brocha gorda, El Conquistador asemeja un
dibujo en miniatura.
Una vez vencida la encrucijada, adondequiera que iba me acompañaba El
Conquistador. Prueba de ello es que en los momentos duros, los diablillos apenas
aparecían, apenas me daban tirones de la ropa ni inventaban patrañas para
confundirme. Me confundía yo, en algunas oportunidades a sabiendas, pero los
diablillos, hay que decirlo, estaban poco a poco fuera del potaje que yo cocinaba
todavía con granos picados, echados a perder por los gorgojos, entrenándome
jornada tras jornada para aprender a sazonar la vida, la ajena, la mía,
experimentando con recetas ajenas que tuviesen las dosis adecuadas y que yo, sin
demora, transmitía a los demás cuando aquello cuajaba. Los diablillos, soberbios ante
mi manifiesta decisión de apartarlos reconsideraron seriamente la idea de poner sus
pies en Polvorosa, en un viaje de ida, sin ticket de regreso.
El Conquistador era ya una memoria que sí iba conmigo a todas partes. El
Conquistador no es el clásico guerrero de capa y espada que anda por el globo
cortando cabezas y recaudando impuestos. Es el señor de la guerra que cautiva
corazones, uno más que adora su profesión.
Tras el espectáculo de la nieve vino el espectáculo de la pagoda. Yo había hablado de
las pagodas en los versos dedicados al ocaso, describiendo el destino del sol que se
marcha al otro hemisferio del globo, sol de tomate que se hunde y bracea hacia los
edificios de techos curvos fabricados con el propósito de que el mal se vaya, de que
salga disparado con rapidez.
En el país de las pagodas había flores, campos de arroz, cultivado también en los
bordes de los caminos. Había casas de té, espléndidas como las pagodas. Los
habitantes de esas tierras eran parcos. Como todo hombre sabio, el hombre de esas
tierras prefería el silencio, prefería observar, oír, subir y bajar las escalinatas de
sus templos y después escribir libros completos donde las palabras se quedaban
acostadas, calladitas, confiadas en despertar por obra y gracia de la lectura que no
se conforma con el semblante de las palabras. Por eso busca su dorso, por eso las
vira al revés, por eso las registra y hurga en ellas para encontrar lo que no
proclaman a viva voz.
38
Recuerdo que lo hice, con el credo en la boca, recuerdo que lo hice. Había salido en
la mañana a pasear junto al río de la ciudad, próximo al palacio de la Opera. Cansada,
me había desplomado en un banco apartado que estaba bajo un árbol desconocido
muy parecido a un sauce, quizás por los gajos tristones que caían en el suelo, quizás
por su madera blanca y liviana, quizás porque quise darle un nombre para poder
contar que esa mañana, en el banco de un parque de Asia, los zapatos quitados,
descubrí renglón a renglón lo que el rey Wen decía de la luna, lo que el duque de
Chou decía de la luna, lo que Confucio decía de la luna, la polémica y acostumbrada
luna de cada noche que apenas vemos a fuerza de verla. Con el credo en la boca,
temiendo no entender.
En lo adelante, también la luna ocupó un lugar relevante en mis pesquisas.
Investigaba su trayectoria, sus mutaciones, sus fases lentas que de forma
misteriosa agotaban en un tris mis almanaques nuevos enero comenzando y de pronto
diciembre acabó el año y ojalá que el que viene sea mejor me estoy poniendo vieja y
en la luna de cosmonautas y de bardos los dos flotan, ninguno pesa, ambos se saludan
y ondean, papalotes alegres.
El Conquistador le hace carantoñas a la luna y la luna se llena para que El
Conquistador no la pierda de vista. Ruborizada, yo observo la escena, soy testigo
presencial de que la luna no se está quebrando sobre las tinieblas de esta noche de
ronda compartida que, al terminar, se apagará como está establecido y al apagarse,
cuando El Conquistador y yo nos preparemos para seguir viaje, estará oscuro, pero
en las casas de té ni en las pagodas olerá a queso, rancio.
Han pasado semanas y a la noche la está alumbrando ahora un recorte de uña. Llueve
a cántaros y mi valija pesa. El Conquistador y yo habríamos salido hacia otras
tierras, habríamos recorrido bazares atendidos por morenos con turbantes
sensacionales, callejones atarugados de mercancías, mezquitas de cúpulas
acebolladas donde en lo alto, desde un minarete, un piadoso anunciaba la hora del
rezo.
Apenas habíamos dormido. El amanecer nos cogió asomados al balcón del cuarto del
hotel, sin sorprendernos, contemplando el braceo del disco de huevo que retornaba
ya a toda carrera. Ayer El Conquistador había ganado la pelea contra un rival
contundente que a menudo me vence, reuma agudo que además invade las vivencias y
las enquista. Yo estaba trasnochada, destilando gratitud. El dolor de los huesos
había desaparecido y yo movía las rodillas los codos los tobillos las muñecas, el cuello
y los recuerdos con articulaciones de seda, sin chirridos de articulaciones
encasquilladas como las bisagras. El ánimo, por las nubes.
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El día anterior yo había dejado de ser la Cenicienta que friega los platos llorando
por su destino. El día anterior el guerrero que conquista corazones me había dado
otra sacudida de las buenas.
Hoy diluviaba y yo estaba protestando por la humedad que me calaba los huesos.
Quería salir, ir al bazar situado en la parte oriente de la ciudad y descender, por
una escalera sin barandilla, al patio inferior de lo que en realidad era un hoyo
insertado en aquella especie de casbah que habíamos visitado en la mañana.
Si supiera dibujar, dibujaría la escalera de cemento, el patio debajo, los latones
para arrojar los desperdicios, el par de letrinas, para Ellos, para Ellas, sumidas
entre charcos y papeles embarrados, el inodoro de las damas al que tuve que acudir
con la nariz tapada y haciendo malabares con las bolsas de compras cuando me
estaba orinando desde el primer escalón y no sabía si me daría tiempo a aguantar los
escalones restantes. Oriné al fin, salté los charcos de papeles y me alentó saber que
el ascenso, vejiga liberada, prometía ser menos engorroso.
Vana ilusión. Al salir de la letrina, lo vi. Tendría nueve o diez años, de acuerdo con
los parámetros que imperan en los países occidentales desarrollados; en los otros,
podría tener unos trece, catorce, tal vez más. No sabría precisar, por tanto, la edad
de aquel muchacho que, a la salida de la letrina salvadora, vino a mi encuentro con un
brazo extendido mientras yo no podía dar un paso con la vista clavada en el muñón
que agitaba en primer plano, pidiéndome dinero, comida, una limosna. Me apliqué un
conteo de protección, yo no era una turista, tenía poca plata y nunca antes había
visto los destrozos causados por la lepra. No atiné a darle un centavo, corrí
escaleras arriba y atravesé el bazar dando tumbos, conmocionada hasta los
tuétanos.
Yo debí quedarme en aquel hoyo, hablar con aquel muchacho, preguntarle quién era.
No debí correr escaleras arriba. No debí correr escaleras arriba. No debí atravesar
el bazar dando tumbos, no debí. Debí, no debí—me repetía, me repetía.
El Conquistador me tomó por el brazo y me llevó al balcón. Me pidió que respirase
aire fresco, me preguntó qué me pasaba.
Dolor de huesos—le dije--. Demasiada humedad para mis huesos.
Mis huesos, la artritis, el reuma, el chivo expiatorio esta mañana en que bajé al hoyo
del bazar en la parte oriental de la ciudad a comprar baratijas, con una humedad que
era cierta, con un dolor que era cierto. El fraude era yo, el infausto ratón vencido
en el round de la encrucijada y que ahora había resurgido victorioso en ese trance
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inesperado. Los ratones huyen con el rabo entre las patas –musité con horror--. ¿No
huí yo con el rabo entre las patas?
El Conquistador desenvainó su espada, empuñó su cetro.
¡Andando! --me dijo.
Obedecí sin chistar. Salimos del hotel. Me aturdía el ajetreo de la ciudad, inusitado
para una visitante de Occidente, de contra, caribeña. Había prisa, la prisa conocida,
pero en un movimiento ora más dilatado, ora más veloz, en dependencia de la zona y
de sus pobladores. Cuando vine a darme cuenta, habíamos llegado al bazar y no pude
evitar el sobresalto.
Aquello era una locura. Había rebajas en diversos timbiriches y los vendedores,
parados en las callejuelas, llamaban a gritos a los clientes. Vi señoras probándose
zapatos al tiempo que abrían una sombrilla de playa, los niños fotuteando en
maquinones plásticos, otras señoras regateando unas piedras semipreciosas que
imitaban frijoles de carita, hombres forzudos encasquetándose chaquetas de piel de
una talla más barata que no les llegaba a la cintura. Una anciana reclamaba al
tendero más azúcar para su jugo y el tendero explicándole que estaba solo y no
podía despachar, fregar vasos, cobrar, dar las gracias y por encima, echarle más
azúcar a los jugos, sus jugos deliciosos, con el punto azucarado correcto, si lo quiere
más dulce tómelo en su casa. A unos pasos, un señor cargaba un portafolio y pedía
más sal para su fritura. El pandemonio.
El Conquistador y yo intentábamos perforar aquel enjambre, avanzar. Ya que era
imposible marchar en pareja, o bien El Conquistador se adelantaba evitando que los
rayos de un paraguas le dañasen la córnea, o bien me adelantaba yo empujada por
una oleada de patinetas; ¡aquí estoy! --decía él indicándome su localización--; con su
permiso, lo estoy viendo, siga, por favor, no se preocupe, ¡allá voy!, permiso. ¡Oh
cervical amada de mi vida, resiste! --era todo lo que se me ocurrió pedirle a mi
cuello giratorio, rotando hacia los cuatro puntos cardinales. Estaba mareada.
En la perspectiva del bazar dantesco, vislumbramos, ¡misericordia! un descampado
remoto con las pintas de ser la salida del túnel. Y aunque el enjambre permanecía en
close-up, arrollador, desbaratando tímpanos, atrás, al igual que las ventanas
abiertas de los cuadros de Leonardo, una claridad halagüeña y prometedora avisaba
el arribo a tierra firme. Con permiso, mil veces, con permiso. Salimos a flote.
Ante todo, dónde estamos, a que círculo del infierno hemos venido a parar con esta
ropa sacada de un botella, quisiera unas buenas vacaciones en un lugar perdido en los
confines del planeta sin bazares ni tenderos ni rebajas ni arrebatiñas como ésta por
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causa de unos jeans con parches en los muslos. Por compasión, un vaso de agua, la
garganta me arde, necesito recostarme a esa pared mi columna qué abuso he llevado
muy recio a mi columna. Bebo el agua, se aclara el horizonte. Allí está la escalera de
cemento.
Hay pitirres en el alambre, gente que merodea. Clientes que se detienen en el
escalón inicial para estudiar el terreno y, en un ápice de segundo, buscar una brecha
para de dos en dos de tres en tres saltar los escalones y colocar sus picas en la
letrina.
El hoyo del patio continúa siendo el hermano gemelo del hoyo que me desvela.
Clientes apurados, que aprietan las piernas evitando un desastre. Clientes con
papeles en la mano, periódicos, recibos, telegramas, cuando el fin, ¡ansiado fin!
justifica incluso los medios periódicos, los medios recibos, los medios telegramas. El
Conquistador y yo descendemos los escalones, ¿cuántos? y, poetas que somos todo el
tiempo, aspiramos el perfume inconfundible emanado de las interioridades del
cuerpo. Me tapo la nariz.
El muchacho no está por los alrededores. Por qué iba a estar. No puede estar
orinándose con carácter permanente, tampoco estrujando papeles con esa
frecuencia, por qué iba a estar aquí, metido en el hoyo. Me alegra que no esté, me
duele que no esté. El Conquistador, compañero de esta andanza, me echa el brazo
sobre los hombros y me voltea.
El muchacho está en lo alto de la escalera de cemento. Salgo hacia allí volando
bajito, sacándole chispas al suelo manchado del patio, al suelo irregular, con declives
y latas de refrescos, con mis huesos a rastras volando bajito, el despegue, después
volando alto. Llego arriba. El muchacho no está.
Está abajo, cómo es eso, está allá, en el hoyo de las letrinas. El vuelo rasante que
más tarde se eleva, coge altura, saltando escalones se repite, mis huesos a rastras
se repiten. Llego abajo. El muchacho no está. El Conquistador me echa el brazo
sobre los hombros y me voltea. El muchacho está en lo alto de la escalera. Allá salgo,
el vuelo se repite, la historia se repite, el muchacho está abajo, está arriba, está
abajo, está arriba, y yo jadeo, la escalera, permiso, un fuelle que se expande, por
favor, abran paso, clientes azorados, los últimos en llegar a la meta.
El muchacho no está por los alrededores. Soy miope y engurruño los ojos. A la
entrada y a lo largo del túnel persiste el enjambre. El pajar y la aguja. Los tenderos
agitando varios metros de encaje, señores, camisas, señoras, bufandas, niños,
hamburguesas, granadas de mano, palitroques, melcochas, fusiles, power rangers,
jirafas de peluche. Un octavo de aguja, un pajar gigantesco. El muchacho está allí, y
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tengo que cruzar, Rubicón de vendedores, tarimas, compradores, mesas plegables,
esteras, ¡apiádate de mí!, bazar alucinante, pesadilla.
Ha desaparecido, se ha esfumado el muchacho en la entrada del túnel. El
Conquistador me abraza y me voltea hacia el descampado al otro extremo, el del
claro con pintas de escapatoria donde lo veo presente, corporeizado, real, con su
pulóver de letrero desteñido y el pantalón enorme indefinible, una sala de baile,
bombacho sin coser.
En cuestión de minutos me hallo en lo alto de la escalera de cemento. El muchacho
está abajo, en el patio inferior, en el hoyo de las letrinas. Yo me encuentro en el
hoyo de las letrinas y el muchacho está en lo alto de la escalera de cemento. Estoy
en el descampado de la salida y el muchacho está a la entrada del túnel, separado
del enjambre, visible. Bebo agua, me recuesto en un muro del patio, me estoy
deslizando por el muro del patio, cayéndome sentada en el piso manchado, irregular,
con declives, latas de refrescos abolladas y queriendo cerrar los ojos para
despertarme.
Estoy despierta y el muchacho está agachado junto a mí, con una oreja pegada a mi
pecho, tomándome el pulso, echándome aire con la tapa de una caja de cartón. En
algún sitio, habrá valido la pena que mi hoja de EEG esté recuperando su trazado,
que el pito de auxilio no pite. Me cercioro, lo toco, le pego mi cachete a su cachete,
el muchacho es de carne y de hueso y me está ayudando a incorporarme.
Él, mi compañero de esta andanza, el conquistador de corazones, lo deja hacer:
¡Andando! --me dice--, basta de entrenamiento por hoy; ahora, a descansar.
Entrenador, muchacho, patio de letrinas, ratón que saca el hocico, maremoto de
bujerías, muchacho, corazón en forma, muchacho, aprendizaje repetido, pesar,
escaleras, muchacho, zozobra, ninguna fortuita. Estoy exhausta, rendida de sueño,
qué bueno, burbuja sin zahorra.
El muchacho acude al bazar hace siglos. Algún día volveré a verlo. Algún día qué
bueno nos sentaremos a conversar y le informaré que en mi potaje no hay granos
picados.
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VIII
La Balanza
es el cachumbambé donde el tiempo sube y baja mientras juzga, pasando de un plano
a otro para ver como marchan las cosas. Cuando el tiempo titubea ante una decisión,
el cachumbambé suspende el bajaysube y se para en el centro, tomándose todo el
tiempo que el titubeo requiera. El tiempo puede hacerlo, para eso es el que manda.
Claro, con la balanza parada ahí, sin inclinarse de un lado ni de otro, uno puede creer
que la balanza duda. Claro, con la balanza ahí, sin inclinarse de un lado ni de otro, uno
puede creer que la balanza se equilibra. Yo, al menos, sé que para dudar como
Aristóteles, el razonamiento de este lado y el razonamiento de aquél deben pesar lo
mismo, eso al menos lo sé, aunque también el equilibrio funciona de esa manera, con
sus dos platillos mirándose a los ojos. Ninguno sobrepuja a ninguno. Lo que no tengo
muy claro es si la incertidumbre es lo que pasma la balanza o si la duda es la
oportunidad de contrapeso que ella nos ofrece. ¿Y?
Me rasco la cabeza, dudo de la duda. Cojo con mi maletín de diccionarios por el
lobby del edificio y me resigno a montar el elevador supersónico que al subir y al
bajar prohibe a los pasajeros terminar de darle los buenos días al ascensorista.
¡Fuuiiuu! Se queda uno con el deseo en la punta de la lengua, sin contar con la lengua
y los pelos de punta. ¡Fuuiiuu! Este es su piso, señora —dice él, ya con la puerta
abierta y dando unas pataditas imperceptibles para que, de modo perceptible, me
apurase--. Este es su piso, señora—con nuevas pataditas de impaciencia que atraen
la atención de los demás hasta el punto de que reordenan su caos y logro salir.
He llegado puntual a lo que provisionalmente se ha convertido en mi mesa de trabajo.
He saludado al colega con el que comparto la oficina. He vaciado la maleta, y candil
sin mecha, ¿qué aprovecha? me he dirigido sin escala a la máquina del café. He
depositado la moneda y estoy soplando el vaso ardiendo de este buche de príncipes,
gasolina en el tanque, el empujón para cogerle la delantera a las falsas cognadas. Un
día igual.
Si no me equivoco, en mi etapa de estudiante en el Instituto oí a alguien pidiéndole a
Dios que lo librase de los días iguales. Iguales a qué, quisiera saber. Si los días son
fáciles, bienvenidos sean, si son difíciles, que Dios me libre de ellos, así es la cosa,
pero la cosa no es tan así. Una retahíla de días fáciles iguales es también una
retahíla aburrida, ¡los fósforos!, por eso la gente dice que si hay que aburrirse, lo
mejor es hacerlo el año pasado y yo secundo la moción.
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Son las 12 meridiano, debo almorzar y aún no he logrado saber cómo traduciría un
angiólogo la vena del gusto. Le pregunto al colega y me aconseja consultar un
diccionario de arquitectura. A pesar de ello, la sesión de la mañana transcurrió sin
graves complicaciones y me fajé con el documento para descifrarlo. A las 3 pm, pasé
los quince minutos de la merienda averiguando cómo traduciría un abogado la muela
del juicio. Le pregunté al colega y me aconsejó consultar un diccionario de botánica.
En la sesión de la tarde se presentaron complicaciones mayores; la hora de salida
del trabajo me agarró con cansera. Ajjjjj, bostecé, y probé a hacer un jogging in
situ antes de meterme, sardina precavida, en la lata del ascensor. En las
intersecciones del semáforo contaba a los peatones que tenían y no tenían orejas
hermosas, a la una mi mula, a las dos mi reloj, a las siete machete, perdí la cuenta,
perdí el metro, esperé el siguiente y a las 8pm estaba preparando la comida. Caí
extenuada. En la sesión nocturna el documento hizo crisis, cackle, cackle, no había
modo de que soltara prenda.
Cuando sonó el despertador, yo estaba inquieta pensando si los marineros estarían
advertidos de que debían cuidarse del agua mansa.
Otro día, el lobby, el ascensor, el vaso ardiendo, la mesa, las dudas. ¿Cómo
traduciría un joyero la plata de las sienes? Si pregunto al colega, me indicará un
diccionario de zoología, le fastidia meterse con las metáforas, las tiene cogidas con
pinzas, qué se le va a hacer, él también me pregunta lo que no sabe, qué culpa tengo
yo de ignorar el nombre de la papilla con que alimentaban al bebé Marco Antonio,
disculpa, lo siento, yo siento que él gruñe. Desde mi mesa lo oigo gruñir. Meto la
cabeza en el documento y me quedo en vilo, pidiéndole a mi ángel de la guarda que
pase por la oficina y que después el colega y yo nos riamos de un chiste para
espantar esa sombra chiquita que le está tironeando las mangas qué es aquello por
fin, dónde puse los espejuelos, aquí están. La pesadumbre es inevitable.
Quiéreme mucho dulce amor mío —susurro— que cuando se quiere de veras uno no
necesita una razón para querer, a mí me sobra mucho, mucho la paciencia para seguir
en esta mesa a un metro y pico de ti, Elmer Gruñón que después de todo te alegras
cuando me ves llevarle comida a los pájaros. Yo susurro y percibo que Elmer está
llevando el compás con los pies, bailarín de tap como el ascensorista, este Elmer...
¿Qué quieres? --gruñó él.
Nada. Me quedé en una pieza.
Al día siguiente creé las condiciones para realizar un nuevo experimento telepático.
Verifiqué que a la secretaria del departamento la habían citado a una reunión en el
Archivo, trinqué la llave del lavabo para que no goteara, corrí las cortinas para
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amortiguar el barullo de las motocicletas y rayando la empanada de las 3pm reinicié
la prueba. Seleccioné una tonada pegajosa y anda pensamiento mío, dile que...
¿Qué cosa? --gruñó él.
Nada. Y caí en mi silla con la misma presteza del que se tira en home.
Debo confesar, mientras atravieso el lobby del edificio, que esta ciudad tiene un
sinfín de lugares que me asombran. Y hablo en serio, porque le doy a las vocales la
importancia que merecen y hablar en serie es una falta al respeto. Yo decía que me
asombraba, pero si comienzo a hablar del asombro no tendría para cuándo acabar. Lo
que confesaba, mientras atravesaba el lobby del edificio, es que esta ciudad tiene
un sinfín de lugares que me dejan boquiabierta. Una pulgada de movimiento y todo
cambia. Otra pulgada más allá y todo cambia. Otra y todo sigue cambiando. Un
calidoscopio, donde las lomas se meten debajo de las calles para empinarlas y uno
tiene que andar haciendo eses igual que los borrachos para no irse de espalda ni de
frente cuando tiene que visitar alguna de las casas que allá alante o allá atrás
edificaron en complicidad arquitectos y malabaristas. El refrán lo dice, quien sube
como palma, baja como coco, y a pesar del riesgo que corro, la idea me parece
estupenda.
Miren si no estas casas con tablones pintados y tejados tipo cucuruchos de colina.
Mansiones eduardianas, victorianas, como diría Elmer. Caramelos. De todos colores.
Juguetes de vivir, juguetes para colarse dentro y quedarse ahí hasta el final de los
tiempos, haciendo panetelas. Yo había visto estas casas en las películas y había visto
las lomas en montaña rusa por donde los coches de los policías persiguen a los
coches de los forajidos, el tiroteo, las vendutas caídas y, al final, un almacén por los
muelles, el choque, el desbarajuste y los coches soltando candela. Me costó
habituarme a la chicharra angustiosa de las patrullas de policía, de los carros de
bomberos, de las ambulancias. Me acostumbré enseguida al vecindario, gatos,
perros, topos y mapaches; al árbol frente a la reja de la casa, al que abracé varias
veces después de arrancarle los clavos que habían sostenido un aviso de No
Parquear. A lo que no me acostumbro es a Elmer, gruñendo.
Me acostumbré también al vecino del otro lado de la avenida y a su alarma lumínica
que encendían al pasar los gatos, perros, topos y mapaches. De noche, la calefacción
puesta, rendida de sueño, aquel foco de mil bujías me hacía pegar un salto en el
edredón y tenía que encender de nuevo la TV, retomar el libro que había pospuesto
para mañana y esperar a que el sueño volviese, apagar la TV, colocar el libro en la
alfombra y a pegar otro salto porque había pasado una ardilla y la alarma lumínica
había vuelto a encenderse. Yo creo que los animales lo hacían de propósito, para
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verlo asomarse con su gorro tejido a la ventana que daba al parque, gesticulando y
metiéndoles miedo. Yo creo que ellos se citaban allí para divertirse de noche, como
el que va a un night club. A la legua se notaba que a aquel vecino no le gustaban los
animales; sin embargo, tenía pulgas, malas pulgas.
Me acostumbré a muchas cosas, a las buenas, pues a las otras uno se resigna. Era el
mes de diciembre, al amanecer. Yo sentí que el jarrón de las plumas y los lápices
hacía un tin tin raro y no le hice caso ninguno. Seguí durmiendo, pero el tin tin tin tin
tin tin no cesaba, qué era aquello, me tapé la cabeza con la funda que me protegía de
la alarma lumínica y en eso, esgrimiendo sus varas, aparecieron dos hadas madrinas
que venían a rescatarme del temblor, hadas chéveres como el genio del quinqué,
listas para exorcizar aquel conato de terremoto. Este fue de tierra; aquél del
teléfono, cuando llamó el enemigo, fue de alma. Este fue más fugaz, pero a la idea
de los terremotos tampoco me acostumbré, a las hadas sí, a sus varas y a sus
vegetales mágicos.
A lo que no me acostumbro es a Elmer, gruñendo desde su silla con el ronquido de las
motocicletas.
La mesa de Elmer queda a un metro de la mía. El resto de la oficina lo ocupan dos
archivos y varios estantes con diccionarios, materiales de referencia, paquetes de
papel bond, revistas, cajas de presillas, de diskettes y fotos de mi gente de allá.
Elmer no ha colocado ahí fotos de su gente de aquí ni de parte alguna. Elmer es un
tipo solitario, por eso gruñe. Un día voy a traerle una foto mía, aunque sea de
carnet, y la voy a poner en un marco sobre su mesa.
Hoy lo hice. Puse la foto, una en que estaba con las comisuras de los labios alargadas
hasta las orejas. Gozosa. A las 9am, cuando él empujó la puerta de la oficina, me
hice la desentendida y zambullí la cabeza en el documento en otra de las
inmersiones habituales. Elmer me imitó, y antes de marcharnos, cuando ya estaba
descolgando su impermeable, quiso saber el nombre de la tía de Tutmosis II.
Hatshepsut —le contesté. Lo anotó, me dio las gracias.
En las semanas sucesivas vinieron más legajos del mismo tipo, espeluznantes. En una
ocasión, tras varias horas devanándome los sesos, hice el ademán de consultar a
Elmer y vi que conversaba animadísimo con la foto de la mesa. Dejé de molestarlo,
preferí quedarme sin saber cómo traduciría un pediatra la niña de los ojos.
Yo decía que la balanza es un cachumbambé con dos platillos que se han mudado a
esta oficina, la mesa de Elmer, mi mesa, rin ran, la mesa de Elmer, mi mesa, el
telescopio al revés con sus cosas enanas, distantes, las personas transformadas en
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hormigas desde el mirador del rascacielos cuando yo estiraba los brazos y Elmer en
la Conchinchina, inaccesible, gruñendo pequeñito en la soledad del corredor de fondo
que también era yo, inmersa en las cláusulas de los contratos, con el agua al cuello,
una minucia allá en el fin del mundo, inaccesible susurrando que me sobra la
paciencia que me falta en el rin y el ran de las dos mesas, cachumbambé la negra
Inés que fuma tabaco y toma,
café, ¿quieres? --y le ofrezco el vaso ardiendo con su olor de chuparse los dedos.
Anjá —dice Elmer--, lo pondré aquí hasta que se enfríe, está de pelar pollos, gracias.
De vuelta a mi mesa, reflexiono sobre el anjá de Elmer, el anjá que consiente, que
aclama, empleado por qué en calificaciones ambiguas que previenen contra las
decepciones humanas, susodichas, las llamadas de anjá, el basurero emocional que
menciona Coelho; la gente resentida que echa el lápiz al cesto porque tiene la punta
partida, grafito incomprendido, hilillo de carbón que podría llegar a ser diamante.
Pero Elmer Gruñón no es de anjá, Elmer Gruñón no es del tipo de los que a hierro
mata ni de los que muere a hierro. Elmer solamente es de anjá cuando gruñe porque
detesta meterse con las metáforas, porque la soledad lo asfixia, porque mi mesa,
mesa ha sido y yo, un impermeable en el perchero del closet. Seré franca, el apellido
de Elmer no es Gruñón; su apellido es magnífico, de origen sumerio.
Y ahí empiezo a rascarme la cabeza debatiéndome entre los dos platillos de la
balanza, la justicia con los ojos vendados, la alarma lumínica contra los animales
partidarios de la lechuza, mi mesa de trabajo, rin ran, cachumbambé, la negra Inés,
la mesa de Elmer, mi mesa, la suya, el megáfono para preguntarnos el nombre de la
tata de Felipe II o cómo traduciría un entomólogo el bicho de la duda, el bicho que
me pica y me atormenta con su noción del equilibrio, pero equilibrio, digo yo, es
dejarme de boberías e invitarlo a comer mis spaghettis, equilibrio, digo yo, es que
Elmer se deje de boberías y acepte la invitación,
que sean al burro, si puedes —anota Elmer, saboréandose por adelantado. Trato
hecho.
Elmer, mi colega de oficina, eres un tipo de anjá, del anjá pillete, inofensivo, ése que
sobrevive a cualquier resentimiento.
A las 5pm atravesé el lobby del edificio. En la intersección del semáforo donde
doblo para ir a la estación del metro, había alguien que repasaba los pétalos de una
flor, la margarita célebre que sabe de las venturas y desventuras del cariño, una
señora, de edad, de qué edad, con una bolsa al hombro y un velo levantado que
sujetaba con una presilla, repasando los pétalos de una flor y diciendo me quiere, me
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quiere, me quiere, me quiere. Cuando pasé por su lado, --¡piensa lindo! --me dijo, me
entregó aquella antorcha de relevo y se alejó oronda, tan campante. La tarea la
cumplí, me quiere, me quiere, me quiere, me quiere, metí la llave en la cerradura;
puse la flor en el búcaro.
Ni corta ni perezosa ablandé los spaghettis. Me quiere, me quiere. Preparé la salsa.
Una pirámide de queso rallado. Elmer se presentó a la hora acordada, vino tinto,
smoking, y en el ojal, una margarita. Oímos a Edith Piaf. Miel de abejas de postre,
los amigos, chócala —dijimos--, palmada con palmada, que vivan los delfines, las
metáforas, a brindar, unas líneas de aguardiente en el balcón, a tu salud, a la tuya,
el chiste, el hipo, el vals sobre las olas y nosotros renuentes a mencionar los
documentos, la vie même, shhhh, prohibida la tristeza that’s what friends are for,
shhhh, esta noche no hablaremos de trabajo, Elmer, yo, compadres, bailarines de la
Exquisita Compañía de Pastas Deshidratas con Forma Tubular de Fideos Gruesos.
En la oficina, las mesas que corrimos y pegamos son los dos platillos voladores de la
balanza en que Elmer y yo, cuando la secretaria del departamento está reunida en el
Archivo, nos damos gusto redactando proyectos para hacer justicia a las ballenas.
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IX
El Sabio
--yo digo tu nombre en oración para evitar que el profano viole el sello y se robe mi
ingenuidad y mis memorias. Lo he oído maldecir, renegar de la palas y los picos que
chocan con el exterior de las paredes, y estoy inquieta,
Salve, tú, el que conoce el paradero de mis zancadas: no cometí iniquidad.
La plegaria salía de mi garganta con el apocamiento en el que el peticionario envuelve
a la súplica. En ella, sin embargo, había firmeza, en todo ruego la hay. Yo meditaba y
en aquel ambiente callado, ermitaño, pedía que la fuerza no me abandonase en el
decurso de mi meditación. Yo meditaba, suplicaba, y al hacerlo, ponía en ello toda la
fuerza de que era capaz tras haber padecido en carne propia los descalabros de una
guerra, inmerecida, por añadidura.
Más tarde o más temprano, todos los hijos de vecino nos vemos en la obligación de marchar a la guerra. Yo marché a la guerra de cuerpo presente. Soldado de fila. De cuerpo presente mientras mi espíritu volaba también al campamento de los contrarios a restañar las heridas de sus ejércitos ante la perplejidad de los contrarios. Ellos, que no habían podido librarse de la paranoia de la guerra, recelaban de mi buena intención que, de materializarse, hubiese sido atribuida a algún santo anónimo en desconocimiento del poder que para obrar milagros tienen también las buenas intenciones.
Afortunadamente, el choque había pasado y mi zona más vulnerable, donde reside el baluarte de la autoestima, se encontraba en fase de plena recuperación pese a los trastazos demoledores que contra ella maquinaron los adversarios. Recuerdo que en el fragor del combate unas gotas de lluvia cayeron sobre la barraca donde los soldados de fila nos alistábamos para el desayuno. El calor apenas nos había dejado dormir. Con las sábanas adheridas al pellejo, la madrugada se había evaporado sin que apareciese una pulgada fresca de tela. Estábamos pegajosos, adormilados, el jarro de aluminio oscilando con deseos de caerse y, con el estrépito, ponernos en atención antes de que bajásemos la guardia y aumentase nuestra ya precaria fragilidad.
El Sargento dio la orden de formar cuando los grumos de la leche eran aún burujones en el esófago de nosotros, los soldaditos de plomo.
Plomo era, en verdad, lo que estaba cayendo, derretido, acumulándose en los pliegues del cuello, de los brazos, en las axilas, chorreando por las piernas hacia el interior de las botas. El infierno era un niño de teta comparado con lo que estaba cayendo.
Si lloviera,
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si estuviésemos sembrando un campo de trigo,
si estuviésemos tocando el piano sin cola donde en la infancia machucábamos conciertos,
si estuviésemos dibujando girasoles,
si despertásemos sin cuchillos en la boca,
si caminásemos por la arena y no nos llevásemos en los zapatos arena robada para la casa,
si el último de la fila del desayuno no hubiese puesto al penúltimo en la mirilla,
si la tragedia existiese sólo para probar a los buenos actores,
si los perros y los gatos no cruzasen las calles por su cuenta,
si el viento de agua se llevase la retórica.
Si habláramos con Dios. Nosotros estamos practicando para hablar con Dios.
La lluvia aprieta y en el zinc del barracón se inicia el tiroteo. El Sargento ordena que nos metamos en las trincheras.
Si las municiones fuesen rositas de maíz estallando en la cacerola, se descorrería la cortina de humo, veríamos más allá de las narices, los cañonazos serían fuegos artificiales, saldríamos de las trincheras a festejar un cumpleaños.
Si habláramos con Dios, nos quejaríamos de los arsenales de motivos que obligan a los dos bandos a realizar labor de zapa.
Si habláramos con Dios, le pediríamos que la estrategia de la defensa estuviese a cargo del portero del equipo.
También yo estoy practicando para hablar con Dios en la fila del desayuno, con el jarro de aluminio colgando del dedo meñique, con mi existencia de soldado de cuerpo presente que se marchó a la guerra qué dolor qué dolor qué pena sin saber por qué son redondas las monedas falsas y surcos abortados, las trincheras,
que do-re-mi-que-do-re-fa, ¡a formar! --El Sargento dio la voz de mando. La fila se había disuelto en el aguacero.
Volvimos a paso doble al barracón, derretidos por el miasma del zinc que sufría ahora el bombardeo de una ducha caliente.
Si escampara,
si desayunásemos sobre la hierba,
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si dibujásemos el trote del caballo,
si con las manos tocásemos el cielo,
si hablásemos con Dios, nos quejaríamos de la barraca de zinc que nos encierra a nosotros mismos.
Recuerdo que al mirar el paisaje anterior a la batalla tuve la sensación de que algo insano y monumental se dirigía hacia nuestro territorio. A marcha forzada. Ojalá hubiese sido una compañía de dragones. Los dragones son afables, lanzan llamas de aviso. Se hacen los berrinchosos para amedrentar a los contrarios. Por desgracia no se trataba de una compañía de dragones. Lo que se avecinaba era una nueva embestida de soldados extraños, armados hasta los dientes, decididos a arrasar con cuanto obstáculo impidiese su avance. En esa fase de la lucha, las hojas de los arbustos se mantenían a la expectativa, reposadas aún, confiadas en el tesoro oculto de la cauta Pandora.
Nadie ignora que la esperanza hace prodigios. Las hojas tampoco.
Lo terrible de la situación era la proximidad de pelotones de despropósitos.
Como en toda guerra, la única ventaja del ataque frontal hubiese sido su frontalidad. Cada ejército habría sabido a qué atenerse, qué tipo de armas iba a emplearse, cuántos espantapájaros, cuántos zapadores, cuántos ogros, cuántos desplantes, cuántas muecas. Cada bando, además, habría sabido la composición y la capacidad devastadora de cada elemento. Infelizmente no ocurrió así. Los ataques, uno tras otro, fueron sesgados, diagonales, la mayoría de ellos por la retaguardia. Las escuadras invasoras, en formación, silbando ante las murallas de nuestro territorio, aparentaban cazar mariposas. Ante las murallas de nuestro territorio, las escuadras invasoras simulaban estar contemplando los celajes.
Y tanto fue el cántaro a la fuente que por último las hojas y nosotros perdimos la esperanza. No había más solución que apertrecharnos, y lo hicimos. Deplorando, mientras limpiábamos los rifles de la supervivencia, la agresión de aquellos pelotones de medios días enfrascados en el exterminio de los días enteros.
Tras la calma inicial que precede a la borrasca, se sucedieron las escaramuzas, los asaltos. Las hojas de los arbustos de nuestro territorio perdían su ecuanimidad, trasmitían su desazón a los gajos, los gajos al tronco, el tronco a las raíces, las raíces a la tierra, desventurada madre tierra tasajeada sin reparos, anonadada, con su vientre abierto a sangre fría que se empeñaba a toda costa en parir cosechas.
La tierra tembló. Yo conocía de antes el presagio.
Si navegásemos en un bote por un lago de almíbar,
si los mensajeros trajesen buenas nuevas,
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si el lobo se aburriese de cambiar el pelo,
si los nudos se zafasen de las horcas,
si yo hablase con Dios. Yo también estoy practicando para hablar con Dios y pedirle que nos libre de los aquelarres.
Recuerdo que andaba yo desarmando una mina cuando sentí piedad del pelotón de despropósitos, colérico, desvencijado, macilento, cocinándose en su propia salsa de acíbar. Sentí compasión, bajé la guardia, por poco reviento, mi cabeza hubiese salido desprendida con una de sus mejores y angelicales sonrisas. Un nanosegundo de flaqueza que hubiese arruinado el campamento. Pues no. Y continué en el desarme de la mina. Pensé en Feijóo, en Samuel el eterno caminante que nos legó en su jabuco de Pandora la sabiduría popular de hombres valederos como Saadi, el poeta persa que consideró una injusticia hacia los corderos la lástima sentida hacia la pantera. Pues no. Yo no sentiría conmiseración hacia la pantera. Al diablo la pantera. Puse manos a la obra, el ceño adusto, concluí el desarme.
Recuerdo que allá adentro, en un rincón profundo de mi cerebro, deseé que las panteras y los corderos fuesen invención mía, un disparate que debía cargar a mis débitos y, por consiguiente, pagar. Soñar, empero, cuesta despertarse, me lo había enseñado el hada madrina cienfueguera a quien debo, entre miles de finezas, este teclado de escribir recuerdos. Desperté, me costó despertar. Las panteras y los corderos eran reales.
El zimbombazo contra la barraca también fue real. Quizás un estornudo de bazooka hubiese tenido objetivos menos demoledores. El caso es que estremeció la barraca y los soldados de cuerpo presente tuvimos que apuntalarla con los escasos recursos de que disponíamos, todos defensivos.
Si el veneno se alejase de la leche,
si las navajas se alejasen del rabo del papalote,
si los efectos del ruido se alejasen de los efectos del silencio,
si nadie perdiese cuando alguien ganase,
si ningún animal, ni siquiera adobado, fuera sabroso,
si la ética no estuviese pintada en la pared,
si yo hablara con Dios, le diría que, mientras pedimos, mientras rogamos, hay quien nos obliga a estar dando con el mazo.
Ni yo ni los restantes soldaditos de plomo queremos estar dando con el mazo cual martillo que pega, que golpea. Queremos el racimo, el mazo que encola, que pega, que aglutina. Y cuidado al hablar, cada cual a su modo, ambos pegan, y cuidado al querer, nosotros queremos, quisiéramos, pero los contrarios no entienden de querencias,
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yo estoy practicando para hablar con Dios y pedirle que el querer, únicamente, obedezca a los justos.
Otro zimbombazo y tuvimos que reapuntalar los pilares de la barraca. Otro zimbombazo. Otro zimbombazo. Otro zimbombazo. Otro zimbombazo. Nosotros, los soldados de cuerpo presente, quisimos resistir, los pilares de la barraca quisieron aguantar, Dios lo oyó todo, en renglón y entre líneas, oyó mis ejercicios, preparándome para el día de la plática larga, sin apuros, frente a frente él y yo; yo con mis íes descabezadas, sin puntos y él con los puntos de mis ies, él solo autorizado a ponerlos encima.
En cuanto a los puntos y a los zimbombazos, recordé el boomerang que retorna, los pensamientos feos y los lindos que regresan al respectivo punto de partida. ¡Virgen Santa!, los soldados de plomo nos llevamos las manos a la cabeza y pedimos compasión para la pantera, compasión para los pelotones de despropósitos, piedad para la cólera de los contrarios, aunque no demasiada, bastaba con un poco. Un poco de clemencia. Nada en demasía, dijeron los antiguos que conocieron la medida justa de las cosas. Ni penuria ni exceso, para que nada falte, para que tampoco sobre contención.
A estas memorias de la guerra debe añadírsele una nota. Los soldados de plomo son soldados de tirar salvas en los parques, de vivir en el cajón de los juguetes. ¿Quién ha visto a soldados de plomo desarmando minas y dando con el mazo? A los soldados de nuestro campamento nos forzaron a hacerlo e hicimos mucho más; corazón hicimos, de las tripas.
El Sabio es otro de los ayudantes de Dios. El Sabio es el señor de la circunspección y de la prudencia. Donde El Sabio está, hay olor a mirra.
Yo invoco el nombre del Sabio y le agradezco que en ningún vericueto de esta guerra las hojas de los arbustos hayan temblado como temblamos nosotros.
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X
La Rueda
es más vieja que las palmas y las palmas son viejas, si lo sabré yo, ejemplar vetusto
de guijarro que con el mismo pie tropezaba dos veces, miles, tantas veces rodando
por las tierras estas y aquellas, dando tumbos, porque corrían aún los tiempos de
congoja entre hallazgo y hallazgo de la rueda en el portal del caserón que recuerdo
digiriendo como podía la harina reincidente del almuerzo, el mediodía mojigato sin
atreverse a interrumpir su propia siesta vestido con mi blusa, su lazo con el moco
caído, bostezando y enseguida la rueda que pasaba y mi boca en asombro y yo
queriendo subirme en el cantero con mi boca en asombro que el amolador de tijeras
está pasando rodando ¡caseraaaa! pedaleando con su rueda estrellas diminutas de la
piedra saltando chispas chispas galaxia en el portal cuando el amolador pasaba con
su rueda y yo me me me me estiraba para tocar las constelaciones, las
constelaciones chisporroteando por los muros de la iglesia para que la rueda del
campanario las oyese y a repicar a repicar con las campanas yen-do vi-nien-do, yen-
do vi-nien-do, viniendo yendo, viniendo yendo, yendoyviniendo yendoyviniendo más
aprisa, más fuerte el vecindario todo metamorfoseado en oreja hermosa oreja que
escucha el campaneo salido de la torre el impulso alla vá el badajo el vaivén allá va el
destino Quasimodo el destino Esmeralda la rueda del destino que no repica, dobla,
tañe, dobla, para acá lenta, para allá lenta, lenta campana entristecida el luto el
infortunio pero la rueda gira la fortuna gira la fortuna vuelve la alegría sanadora de
las penas, cimientos remozados para la fuente rota y la gente con sed pero al ánimo
al ánimo la fuente se rompió al ánimo al ánimo mandadla a componer que el ánimo
alcanza y sobra y queda de reserva, cantidades de ánimo por repartir, la fortuna que
dar, amigos, miel de abejas, naranja dulce y limón partido dando abrazos duplicados
multiplicados por las memorias de las buenas compañías el apretón de manos
verdadero la palmada en el hombro la genuina, con la piel sin afeites mientras el
tiempo pasa con su rueda y desplaza las cosas los afectos de la casilla roja a la
casilla negra de la negra a la roja a la negra a la roja en la ruleta empecinada en
apostar a las casillas que el vértigo destiñe un roce inesperado abrupto lacerante
una coz a las muescas de la rueda girando desteñida hasta que el tiempo rueda,
ajeno, indiferente al poder y la arrogancia de la plusvalía, con su engranaje inmune a
los catarros de la suerte, rodando muesca a muesca tomándose su tiempo tiempo al
tiempo y la fortuna entrará por el foro hará mutis y de nuevo entrará y hará mutis
de nuevo y sucesivamente así esta vida la otra las otras las que faltan y quedan en la
rueda del karma por pasar el que viene pasando el karma que pasó desde que el
mundo es mundo cuando fuimos el idéntico cura primigenio que después sólo
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cambiaba de sotana el alma recorriendo sus estuches distintos piel facciones
estatura los signos vitales diferentes pero el alma equis siempre el alma equis
rodando mejor peor obesa flaca rupestre esclava medieval moderna posmoderna el
devenir la rueda el devenir pero siempre el alma equis naciendo muriendo renaciendo
en los patios particulares degustando la sazón de sus acciones las consecuencias de
sus actos y volviendo a nacer y volviendo a nacer hasta limpiar a ultranza el patio
privado que gústele o no llueve y se moja como el patio público y se mojan y llueven
hasta llegar al cielo con las cuentas claras el debe y el haber el equilibrio justo y a
pagar las cuentas a la ley, el ojo, el diente, por ojo, por diente, que el pensamiento
es energía boomerang que retorna y el que siembra su maíz que su pinole coma y el
que siembra sus vientos, allá él, tempestades espere que la ley no perdona la
evolución la Tora sus cuatro guardianes no perdonan toro escorpión león hombre,
toro bravo tauro el cuerpo los pecados la tierra para ararla sembrarla cosecharla
para ganar el pan el trigo y la rueda girando y el escorpión que llega, en el agua
acechando, su mordida acechando el diluvio el naufragio hasta que el hombre mujer
humanidad a mandarriazos exterminan sus yoes los mezquinos la caca de los yoes los
que quitan quítate tú tú para ponerme yo yo, el yo que toma el mate con el agua que
tú pusiste, los yoes que pasan que machucan la hierba que no crece que no vuelve a
crecer por donde pasan, quita y pon, diablillo y pon que no tiene tapón, diablillo
roñoso que no toca fondo hasta que scorpio el escorpión florece tiene alas halcón
que tiene alas buitre águila cóndor con alas salvadoras de las aguas paloma que
regresa y el arca llega a tierra la barca anclada en la cima del monte adán la nuez
adán los yoes que se afirman el yo incontaminado el yo virtuoso y la rueda que gira y
el hombre que aparece el aguador acuario el aire que penetra la nariz el labio la
faringe la tráquea los pulmones lavados los establos lavados suspiro que no ahoga y
que sale pulmón tráquea faringe nariz labio la brisa del habla la brisa del saludo la
brisa despeinando las macetas y la rueda que gira y el león que aparece con su fuego
que abrasa o purifica que quema o que redime por la espalda subiendo leo la
serpiente la hoguera la llama la fogata la chispa fiat lux y la luz se hizo amanece
buen día el sol el huevo amarillote cotidiano y después la rueda el giro otro giro otro
giro el cotidiano giro de la luz y la sombra de la luna y el sol, de la luna que se quita
ella sola, pone al sol, el sol que se quita él solo solo sol quitándose para poner a la
luna en la noche y entretanto la hilandera en su rueca punto en boca en el fondo del
cuadro tejiendo la urdimbre la trama la rueda del destino la araña tejedora dando
puntos el hilo Ariadna por favor el hilo puntos van puntos vienen y el tejido que
crece Penélope tejiendo y el laberinto atrás atrás en la punta del hilo que indica la
salida la punta de la tela creciendo en las rodillas el nudo marinero crochet labor de
gancho las Moiras tejedoras con sus telas de araña laboriosa en la rueca girando el
tiempo la arena grano a grano en el reloj que gira se voltea este es el cuento de la
buena pipa que no acaba ¿quieres que te haga el cuento de la buena pipa? con mucho
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gusto pues y a festejar el cuento de la buena pipa el de la buena rueda que está
empezando siempre con un toque y se mueve con más toques se mueve se mueve con
el toque de Cronos señor Cronos que el giro de la rueda no termina, señor señor,
¡albricias! no termina hay tiempo hay dulces para todos, a ver, a probar a resistir las
vueltas volteretas de frente el impulso de frente, el impulso en el sentido de la
flecha, atención el impulso al revés marea la cabeza, la cabeza se va y a agarrar la
cabeza se ha dicho en la rueda de la estrella colorida de carros coloridos de luces
coloridas la vía láctea misma, tan redonda con sus estrellas novas supernovas
estrellas viejas adultas grandísimas pequeñísimas solecitos tan rojos tan azules tan
verdes tan amarillos arcoiris de luces y ahí vamos cuesta arriba un día feo ¡yupi!
cuesta arriba que la estrella nos lleva carga el coche que se mece qué miedo allá
abajo está el parque y la gente mirando divertida cómo la estrella sube con los focos
despacios alumbrando en silencio en un rezo de luz que la luz siga cuando de pronto
ahí vamos ¡yupi! cuesta abajo el día feo la barriga sujeta los ojos prensados y los
bombillos a todo correr, gasolina de avión que los impulsa a millones de kilómetros
por hora y la luz ¿de qué color? con los ojos cerrados por el miedo no se puede mirar
pero hay luz una luz formada por bombillos que se tocan a la carrera una luz
formada por un bombillo uno y la gente allá abajo en el parque temblando y pidiendo
que la rueda se detenga un segundo al menos un segundo la rueda de juguete la
rueda de montarse y bajarse la rueda de probar si uno tiene las agallas bien puestas
en su lugar al menos un segundo, ¿verdad? algo es algo, para empezar es algo y esa
es la misión de la estrella de luces la estrella colorida al alcance de la mano en el
parque, ¡a divertirse!, a pagar por el terror delicioso de montarla y sentir que los
coches se desprenden y ¡caray! no debí encaramarme en esta rueda loca aunque es
tarde aquí estoy ojalá que el cielo me perdone el montón de pecados que no lo vuelvo
a hacer lo prometo que no lo vuelvo a hacer y después, después la estrella para y
después la gente se baja y después la gente se alivia y después la gente se olvida y
después la gente vuelve a acabar con la quinta y con los mangos y después la gente
duerme rico rico, un lirón, y después la gente se levanta y el acabóse sigue, con la
quinta y los mangos el acabóse sigue y después la gente va al parque a divertirse, a
olvidar el stress de la vida qué cabrona la vida y después a montarse en los misiles,
en los tanques de guerra, en los botes de propulsión a chorro, el carrusel el carrusel
ni pensarlo, cosa de niños el carrusel, la estrella sí, la estrella colorida es para la
gente grande, guapa, los que toman la sopa sin cuchara, con tenedor de un diente y
allá voy, ¡yupi! cuesta arriba, sabroso, cuesta arriba, que la estrella me lleva, la
rueda de la estrella carga el coche cuando de pronto ahí voy, ¡yupi! cuesta abajo, ahí
voy, a todo meter, a quitarse oh piedras del camino, a quitarse, porque vuelvo a subir
y después, ¡oyeeee túúúú! qué le pasa al tipo que maneja la palanca, se le fue la musa,
el freno, el freno, ¡caray! ojalá que el cielo me perdone el montón de pecados bla bla
bla y después la promesa y después la parada en el estrado la rueda de mentira que
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para la única que para y después unos cuantos escalones ¡fuiuuu! y la cara de príncipe
valiente al acercarse la familia ¿vieron? ¿me vieron? esa estrella es de juguete
peccata minuta bobería, eso dicen, día feo aunque siempre después hay un después y
después del después, el después, la buena rueda, la buena pipa, la estrella buena y
colorida que sin cesar da vueltas el día lindo, la rueda de alfarero, el artesano que
modela figuras de barro, animadas, figuras animadas que nacieron, morirán, volverán
a nacer y el alfarero ahí, en el torno, modelando figuras con su mejor intención y la
arcilla fraguando, las figuras saliendo, piezas nobles, legítimas, enamoradas del
prójimo, de los perros que ladran y no muerden, del árbol torcido que enderezó su
tronco, del pájaro en mano y de los cientos volando, de las escobas viejas que barren
todavía, del que canta y espanta sus males, y el alfarero ahí, en el torno, modelando
figuras con su mejor intención y la arcilla ahora que no fragua, las figuras saliendo, a
medias, retorcidas, simpatizantes del club que juega con fuego y se quema, del
cántaro que vuelve roto de la fuente, de las hormigas que se comen la miel a
dentelladas, del mucho ruido y de las pocas nueces, de las palabras necias, de los
oídos sordos, del pecador que lanza la primera piedra, y el alfarero ahí, en el torno,
con su mejor intención, llorando a causa de la arcilla de estiércol que jamás
fraguará, gimiendo esperanzado, esperanzado en la llegada de los tiempos mejores,
de la arcilla mejor, las figuras mejores, llorando mientras tanto por las chivas y las
vacas, los gatos y las liebres, los cuchillos de palo en casa del herrero, esperanzado
en ayudar al que madruga, en la rueda que gira, que da vueltas, con sus rayos en
cruz, el emblema del sol, el rayo, el trueno, la energía, el planeta terrestre en
puntillas de pie, girando, en piruetas de danza por el espacio abierto, abierto,
abierto, abierto, en torno al sol lejano que está ahí ahí mismito, el sol nuestro, tan
cerca, tan cerca dando vueltas, corona salvavidas plato disco anillo pelota en el
espacio, rueda en el espacio, la rueda de Ezequiel, los ocho rayos, plataforma
redonda con la esfinge distribuyendo el pan, pan y el vino, vino, el eje a la carreta, al
timón que gobierna la nave, por decenas los ejes a la locomotora, al vagón, al molino
de viento con sus aspas girando una mano en el aire en rehilete que saluda en el
norte el este el oeste que saluda en el sur, que sigue al norte al este al oeste saludo
afortunado de raíz remembranza que va diciendo adiós el adiós --¿por qué a dios?--
nefasto de carroña y ruptura el adiós que el giro de la rueda va esparciendo a
rebato, rajadura de encuentro, ramalazo lanzado a troche y moche, rasguño y
rapapolvo y rapiña y reyerta triturando el encuentro, revoltijo de encuentro visto
de refilón, de repelón vivido, en ráfaga el rencor el recoveco el residuo de las
piedras rutilantes otrora rutilantes rodando como piedras infelices pobres piedras
de bruces ante el zapato mismo, ajeno, consuetudinario zapato aplastando con roña
guijarros revejidos rutina de guijarros rebanadas rodando al ralentí girando girando
hasta que el viento esparce los despojos, las cenizas cremadas del encuentro el
revés el encuentro al revés y la rueda que rueda que gira y el saludo retornando con
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las aspas ramilletes de aspas en ritornelo rebaño de aspas fieles vueltas al redil
reverdecidas revoloteando trinos repellando hendiduras las aspas rodadoras de las
piedras de nuevo rutilantes, de guijarros rollizos y robustos vueltos roca, girando
girando el regocijo el ritual esplendoroso del rosetón calado del pórtico, redondo
rosetón de la iglesita flaca, resurgido de entre las cenizas, rosetón, roseta, rosa en
cruz, filigrana de cruz, las puntas de la estrella y los ejes los rayos ora aquí ora allá
rayos rodando trac trac mariposa que empuja que mueve, que incita, bienaventurada
llave de impulsar, llave maestra, nuestra, destaponadora de escondrijos, llave de
paso nuestra que regula el manar de los fueros internos girando con sus rayos ora
allí ora aquí olfateando rodadas para orientar la proa de la nave, la roda de la barca
recorriendo la ruta de los fueros internos ojalá navegados a los exactos nudos de la
precisa cuerda trac trac navegando la cesta de costura, dedales comedidos, los
piélagos caseros, de bolsillo, a pedir de boca, la propela girando conduciendo la
barca a la orilla tierra firme la rueda catalina alentando al reloj, saludando las aspas
del molino, dando vueltas las carretas y sus ejes su esfera su redoble sus rayos
rodando en la infancia del tiempo porque el hombre giró sobre sí mismo, el torno, la
rueda de alfarero, el hombre de barro que contorneaba el sol de su fogata, remolino
juicioso, la rueda en espiral cargada de la paciencia de los arquetipos, la serpiente
girando en el compás de espera de su cola, aguardando morderla, atar cabos, el hilo,
el carretel, circular y rotundo, la rueda más vieja que las palmas, si lo sabré yo,
flechada después, en el medioevo, adolescente loca por sentarse en la Mesa
Redonda junto al Rey Arturo.
59
XI
La Encantadora
y el león que la acompaña se han quedado atónitos.
A unos pasos de ellos, desde las gradas vocingleras del anfiteatro, millares de
espectadores claman por ver correr la linfa de los protagonistas que en la arena,
asimismo, se han quedado atónitos.
La linfa, debo decirlo, es un eufemismo de la escritura, renitente a ver correr la
sangre por donde resulta impensable que corra. Una mancha de linfa, que podría
pasar más o menos inadvertida es, en fin de cuentas, mancha, pero mancha más leve,
quizás sin tanto dolo, mancha que podría arrepentirse de serlo por no querer
manchar de modo alguno ni arena ni papel ni recuerdo ni ninguna otra cosa, por muy
verosímiles que sean.
La sangre derramada es teñidura cruenta, sangre desorbitada, tremebunda. La linfa
es la sustituta de la sangre cuando el lápiz, la tecla, la memoria, la detectan fuera
de sus carriles, derramándose por fuera de sus vainas, ensopando y manchando lo
que mancha y ensopa con su marca indeleble, con su huella de vida que se quita, de
iracundo y espantoso adiós que no se quita.
El anfiteatro, por ejemplo, es también cosa palpable, construcción circular de varios
pisos con graderías que siguen la curvatura de la piedra labrada, sostenida por
bóvedas macizas cuya pesadez aligeran numerosos arcos con semblante de celdillas,
tiradas ahí, en un remedo de colmena que, de saber lo que ocurre, se sentiría allí
colmena fuera de lugar, colmena en vano.
El espacio circunscrito donde el dolor se torna trascendente es la arena, eufemismo
de la escritura que sustituye la imagen de un infierno por la imagen de un trozo de
playa, infierno verosímil además de las escaleras, involuntariamente astutas, que
permiten llenar y vaciar la panza del anfiteatro, involuntariamente circular. El
anfiteatro consabido y ubicuo, razón del desvelo del león, de La Hechicera y de
quienes acogen el asombro, sano asombro, en la misma medida en que se espantan del
espanto, insano espanto.
Así las cosas, espantada, a ver, a ver... —decía La Hechicera al león para ejercitarlo
en obrar milagros. Y diciendo y haciendo colocaba entre sus patas estaciones
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mustias que al soplo del animal se volvían un dechado de verdor; a ver, a ver...—
decía ella—y el león soplaba y sacaba de su alforja un puñado de semillas y las
regaba al voleo por el campo; a ver, a ver...—decía La Encantadora—y él soplaba y
dejaba lista la cosecha.
En todas las épocas y lugares del mundo hay, sin embargo, un incrédulo que pasa
cuando alguien obra maravillas. Pasa, se demora en ver lo que está viendo,
comprueba lo que está viendo y acto seguido afirma que se trata de una superchería.
No cree en lo que ve, le fastidian los milagros ajenos, llama bruja y bestia a La
Hechicera y al león y con el pecho inflado declara que él también puede hacerlo, a
ver, a ver, a su modo soplar y hacer botellas, desparramar simientes a su modo,
llenar el saco con los frutos y tomar las de Villadiego.
La Hechicera y el león siguieron en lo suyo. El incrédulo se marchó con el pecho
desinflado, la derrota, el fastidio..
A ver, a ver.. .—decía La Encantadora— y colocaba entre las patas del león un día
perdido que, al soplo del animal, hallaba el camino del regreso.
A ver, a ver... —decía ella— y el león continuaba ejercitándose en desbaratar
traquimañas, uno, tres, cinco, siete, y las caretas saltaban por los aires; nueve, once,
trece, quince, y los colmillos, en cueros, salían a flote; diecisiete, diecinueve,
veintiuno, y eran garfios las uñas pulidas; dos, cuatro, seis, ocho, y las miradas
lánguidas de frente devenían puñales en la espalda; diez, doce, catorce, dieciséis, y
el pelo alisado era pelo tomado; dieciocho, veinte, veintidós, y por fin tabula rasa de
la porquería, cuentas claras, y a disfrutar del olor a ropa limpia, tendederas al sol.
El león y La Encantadora, por cierto, se extasían contemplando las tendederas,
banderolas de ropa ondeando en el sitio de la casa donde el aire y la luz,
inseparables, juegan al caldero y a la soga que le va detrás, los dos juntos,
amarrados por la tira del ombligo. La tendedera es eso, banderolas triunfantes
anunciando que se pasó la página del tormento, que la ropa sucia se lavó en la casa,
chirrín chirrán, un reinicio, que viva el reinicio, tendedera plural, manojo de esa
compañía que falta al que se pierde, que falta al abandono que impera en los
Departamentos de Objetos Perdidos, tristones, con una soledad desesperante.
A ver, a ver...—decía La Hechicera al león, y el león se entrenaba en pensar lindo, en
nutrir la ingenuidad recién nacida, la confianza bebé, pomo a pomo, cucharada a
cucharada, para que la ingenuidad y la confianza crecieran sanas y robustas, exentas
de puntos flacos, aunque, hummm, si el talón vulnerable de la ingenuidad es la
confianza y el de ésta es aquélla, ¿cómo evitarles entonces los malos pasos?
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Pues andando —decía La Encantadora— y el león se entrenaba en andar, pata
izquierda, derecha, mirando por donde pisa, pata izquierda, derecha, el terreno
minado, pata izquier..¡alto! pata izquierda, derecha, el peligro pasó, ¡adelante!, pata
izquierda, derecha, pata izquierda, despacio, y el león llegaba lejos, despacio,
pisando bonito.
A ver... —decía La Hechicera y el león se concentraba en los mares de lágrimas,
fijaba la vista en los mares de lágrimas y los porrazos que nadaban en el fondo salían
a la superficie descubiertos, a la deriva, a merced del perdón, el perdón noticia
buena que el animal se ejercitaba en traer a la gente; ¡adelante! --decía La
Encantadora— y el león concentrado, el pensamiento fijo en la noticia buena, allá iba
despacio, sin perder un minuto, como alma que el diablo no se lleva.
A ver.. .—decía— y el león se entrenaba en levantar el dedo gordo, arriba, derecho,
en línea recta con la plomada que pende del cenit, arriba, el pulgar, arriba, el pulgar
levantado que jamás agachará la cabeza; a ver... —dice La Encantadora-- ¡Vamos! --y
le indica al león que la siga.
Entran al anfiteatro. Ella delante. Él detrás. Mirando por donde pisan. Izquierda.
Derecha. La Encantadora. El león. Mesurados. Atribulados. Acongojados.
Apremiados. Hastiados. Espantados. Hado. Hado funesto con los días contados, te
queda poco—dice La Hechicera—y el león, melena sacudida, se muestra conforme.
La arena del anfiteatro y los gladiadores son un eufemismo de la escritura,
eufemismo galante que, como el resto, se esfuerza en evitar males mayores. Hay, en
cambio, quien los acusa de hablar en medias tintas, de pusilánimes, de tener pelos en
la lengua. Nada de eso, qué va. Yo recuerdo que al eufemismo lo parió la deferencia,
¿cuándo?, en los remotos tiempos de María Castaña, María Castaña vieja, revieja,
claro que lo sé yo, que tuve el placer de conocerla, ¿quién se acuerda?, me acuerdo,
yo me acuerdo, parece que fue ayer cuando la deferencia estaba de parto,
considerada, respetuosa, alumbrando eufemismos.
Yo me acuerdo, muy bien que lo recuerdo; me parece oír que la fuente se rompe, al
ánimo, al ánimo, la fuente que se compuso y que volvía a romperse y se componía
cada vez que, respetuosa y considerada, la deferencia tenía la amabilidad de
apaciguar un susto, los menudos sustos, estos, los menudos... bueno, al menos en el
habla, en la escritura, la intención se agradece, se agradece, sí, ¿acaso no es peor
tratar de apaciguarlos y empezar con aquello de... “caray, no te asustes, pero sucede
que...”? ¿Hay un susto mayor que ese pedirle a alguien, ante todo, que no se asuste?
Lo que viene después, el bombazo bombazo, es mera fruslería, el bombazo bombazo
es pequeña pequeñez, el bombazo bombazo es insignificancia comparado con lo que
62
vino antes que comoquiera que sea se agradece, la intención se agradece, sólo que,
en la cuestiones de asustarse, yo pregunto si el orden de los factores, ¿altera o no
el producto?
Yo diría, estudiosa de los algos que se traen entre manos las palabras —en especial
las brutales, resentidas--, que la arena del anfiteatro era un eufemismo de la
escritura, un circunloquio, regalo de la deferencia. Crueldad es palabra mala. Odio es
palabra mala, despeluznantes palabrotas más feas que sobaco, jiñar, cibica, rémora,
mostrenco; palabras estas poco agraciadas pero carentes de rencor, inocentes,
patitos feos.
Las otras, fueron las otras las que dejaron atónitos a La Hechicera, al león, a mí,
escritora espantada al contar el relato de Había una vez un montón de leones
famélicos que saboreaban a un montón de hombres famélicos;
mientras más, más —pedía el graderío,
los leones lanzaban más zarpazos a las rejas,
mientras más, más,
a los leones se les llenaba más la boca de saliva,
mientras más, más,
se relamían con más gusto,
más, más,
y los hombres famélicos eran menos; un dedo gordo abajo y eran menos, un dedo
gordo abajo y colorín coloráo, aquel suelo quedó coloráo.
A ver... —dice La Hechicera— y le alza al león la barbilla avergonzada.
A ver... —dice— sin soltarle la barbilla.
A ver... —dice firme--, la barbilla sujeta.
A ver... —y La Encantadora fija el pensamiento en un anfiteatro circular de varios
pisos con graderías que siguen la curvatura de la piedra labrada, sostenida por
bóvedas macizas cuya pesadez aligeran numerosos arcos con fisonomía de celdillas,
colocadas ahí, una por una, en una reproducción de colmena que sabe lo que ocurre,
que se siente allí colmena en su lugar, colmena válida.
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A ver... —dice— y en las graderías hay gente con la boca hecha agua, pan caliente,
comiendo, presenciando un desfile de leones que saludan y vocalizan en la arena,
hacen cabriolas, juegan, se agrupan a ratos con las patas de león echadas sobre los
hombros de león, en rueda de susurros, obedeciendo las señas del capitán, el dedo
gordo al aire, arriba, a las gradas de los espectadores, el día refulgente, de sol, de
pan, de circo.
Si tú ganas, yo no pierdo —se lee en las camisetas de los jugadores.
A ver... —dice ella y el león se entrena en reírse, la función terminada, los leones del
espectáculo dándose las patas, La Hechicera andando, el león andando, pata
izquierda, derecha, mirando por donde pisa, pata derecha, izquierda, el bigote
estirado, el pensamiento lindo, riéndose los dos, el león, La Hechicera, divertidos, la
mar de divertidos, sin tener que reírse para nada de los peces de colores.
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XII
El Mártir
sufre a puertas cerradas aunque el martirio se celebre a teatro lleno.
Ofrenda el espacio que le toca. Quiere que alguno crezca y se encoge. Expía faltas
sabiendo que depura. Traga buches amargos y, por aquello de que alguno podría venir
después, reserva para alguno los buches deleitosos.
Cocina un plato de lentejas, lo brinda, no pasa la cuenta, aniquila diablillos,
miserables diablillos que berrean exigiendo lo suyo y que al partir y repartir, se
quedan con la tajada más jugosa, frotándose las manos, frotándolas sin frío. Él, en
cambio, entrega lo que tiene, cuando él no tiene, él busca, él da lo que buscó, sabio al
fin, tan pobre y mísero que sólo se sustenta de las hierbas que coge, que pregunta
por la pobreza y, al volver el rostro, halla la respuesta viendo que hay otros sabios
cogiendo las hierbas que había arrojado él mismo, muchos, Calderón.
Habría que reexaminar los martirologios, cesar de llorarlos y ante los corazones en
el medio del pecho, ¡el sombrero a quitarse! ¿Quién ha visto llorar a la grandeza?
Zapatero a sus zapatos, y las lloronas, si se antojan de llorar, que sea a los
victimarios, allá ellos, allá ellas, plañideras a sus plañidos.
La victimaria aquí fue la melancolía que agota, capaz en ocasiones de ajusticiar a la
grandeza por error por su mano, acomplejada ante el porte de la dicha, reculando
cuando ésta la llama, reculando, sintiéndose fregona, cenicienta.
En honor a la verdad, la timidez de este hombre es mayestática.
Él tiene el pelo, la barba y el bigote punteados con una rojura peculiar. En ellos, las
pinceladas bermejas se funden con las amarillas y las grises, pero entre las amarillas
y las grises, las pinceladas de grana, la rojez de la grana sobresalen para enmarcar
una faz adusta que sirve de escudo al autorretrato que él, en persona, pintó a la
manera del espejo, detallando de memoria las líneas rectas, las curvas, el claroscuro
imitando los altibajos de las emociones, el lunar irreverente que quién sabe si la
barba corta de hematites cubría parsimoniosa.
Éste, a quien seguía martirizando la melancolía, para dejar constancia se dedicó a
pintarla.
65
Sería una verdad de Perogrullo mencionar que de niño, pintó. Todos los niños pintan.
En la infancia, el dibujo es más fácil que el habla y que la escucha, propiciador del
aislamiento necesario para construir mundos singulares cuya existencia se verifica
en el papel que, si quedó bonito, se guarda o se regala, testimonio fantástico y veraz
de los mundos propios. Mundo el suyo melancólico y angustiante por su tozudez, al
doblar de la esquina, mundo vecino, del holocausto.
Anduvo silvestre por los campos mineros. Pasó el dedo por el tizne de los obreros
deshollinadores. Fabricó atajos para acortar la vía al soliloquio, tan soliloquio que se
iba de rosca los días menos pensados sin perder la chaveta. Es posible, además, que
haya congeniado con quimeras, con algún mamífero rumiante de cordura garantizada,
la tal cabra chivo expiatorio de la demencia, pobre cabra que apechuga con la culpa,
que de seguro jamás berreó en francés ni amó con locura a Napoleón ni se jactó de
llamarse Josefina.
Él tampoco, caminante eremita con caballete y cabra, cuerdos y melancólicos,
cargando los tres con su sambenito.
Él, en persona, había pintado en su garganta el botón de la camisa que constituía una
prueba de sigilo. Encima, el chaleco que servía de clausura, de amparo al esternón y
a las costillas de los atardeceres despoblados, de los cuartos de hotel, de los catres
y de los manicomios, ¡Dios mío!, qué clase de pintura de la desolación en que redunda,
por encima, la chaqueta zafada, un ovillo, tirada sobre la marcha.
A espaldas del torso, vorágines ocupando la extensión de la tela, espirales, volutas
que intentan enlazarse y que, empero, se sueltan, ovillos que se deshacen, eslabones
partidos, de lo que pudo ser una cadena que amarrase la paleta al retrato, y que lo
sujetase.
Recuerdo que en los cafetines, en las librerías, en sus andanzas por los trillos, él
sufría a puertas cerradas, al aire libre o preso, a puertas cerradas.
Recuerdo el cafetín, atiborrado de paisanos humildes, las mesas, las cuatro sillas, el
mantel con un bordado indefinible, las copas viradas, el jarrón que desgranaba rizos,
estornudos de hojuelas sobre el mantel.
En las paredes, cuadros, un paisaje campestre, una ceja, una nube, un bodegón,
naturalezas muertas con frutas congeladas, con garrafones quietos dormitando, las
moscas, de tenedor en tenedor, desorientadas por las lámparas. Él presente, con los
codos atornillados a su mesa, oyendo las voces, ninguna voz, el mmmmmm zumbido de
voces que chachareaban la jerga de las moscas, el caldo desairado, él ausente,
atornillados los codos a su mesa, escuchando pensar al médico Gachet, atornillado el
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codo a su mesa simulando apoyar sus ojos diagonales, ¡Dios mío!, qué clase de pintura
de la desolación, la mejilla del médico en el piso.
El cuadro de la iglesia, por su parte, me recordaba al jorobado esbelto de la corte
de las campanas, al mártir caballero del verde esmeraldino que si viese esta torre y
sus ojivas, bendiciones pediría para ambos, campanario y pintor, para ambos, pintor
y contrahecho, paladines buenazos de castillos de naipes.
Mirándolos bien, entre los ventanales de la iglesia hay tanta empatía que, de volar, lo
harían juntos. El techo es cordillera, una línea ondulada a las greñas con las líneas
estrictas. La hierba, un burujón de rayas y puntos, dibujada en clave de Morse. Pero
el cielo, ¡santo cielo!, el cielo está ahí, corpudo, atormentado, se palpa su textura y
es corpudo, relleno de habitantes que quisieron ser tocadores de arpas, tener
zapatillas de espuma, redactar antologías de buenos consejos, buenos planes, mapas
buenos que señalasen los buenos recorridos.
Buenos —recalco--, las licencias poéticas permiten recalcar sin redundancia el buen,
bueno, buena, bondadosa la antología que habrían redactado los moradores de esos
cielos, martirizados antes por la hambruna de bondad, vocablo ensalmador que al
pronunciarse lento pone, bon, en beso la boca, después la abre para soltarlo y al final
deja la lengua allí, colocada en un diente, dad, di, doy, demos, dispuesta a dar, Théo,
dulce, dádiva, dehesa, Théo que diste y te dieron girasoles.
Hay más. La escalera y el hombre bajando la escalera que son también visiones
tangibles y corpudas de lo que puede revelar un trazo, un color, modestos y
elocuentes como la angustia del dibujo en la habitación del pintor, de los cuadros
inclinados hacia la cama, cayéndose sobre la cama, deseando caer, amodorrarse,
arrebujarse cálidos debajo de la colcha, anhelo justo de las cosas, ¡Dios mío!,
pendientes de un clavo para ganarse la supervivencia y su razón de ser, combatir
desmemorias, el extravío de aquello poco o nada mirado que al igual que acontece
con las láminas, se cuelga y se olvida.
Recuerdo, sin embargo, haber leído por el puño y la letra de los sabios, que los
árboles que se inclinan son exactamente los que cargan frutos.
Existe un árbol de la vida que carga sus frutos, el prójimo es un fruto, los prójimos
nosotros, la ley sin excepción porque el excepto es comidilla de las reglas y las leyes
no entienden de comidillas de reglas ni de descargos ni de excusas ni de salvedades
porque la ley es ley, señora y ama de las causas que crean los efectos y los traen a
colación, las arboledas, los frutales, los gajos inclinados por su peso, los cuadros del
pintor cayéndose en la cama, buscando calidez y compañía, recibirlas y darlas,
diseños bondadosos, inclinados con el justo peso que tiene la bondad.
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Un día aciago —los hay— recuerdo que el pintor, con los codos atornillados a la mesa
del cafetín que frecuentaba, se enamoró de una mosca parecida a las otras moscas,
estropicio y despilfarro de alas, oportunidad que el artista pintó calva y que la
mosca petimetre de mosca dejó seguir de largo el día funesto —los hay--,
revoloteando insolente por el jarrón del moño colorido.
Mientras tanto, las cartas, epístolas narrando que si el molino ya no estaba, que si el
viento seguía todavía, que morir de vejez era marchar a pie, que era tan bueno amar,
mi Old Boy, porque fulano tiene fuego en su alma pero jamás va a ella nadie a
calentarse, ¿hasta cuándo?, la náusea.
Mientras tanto, en los cuadros las tolvaneras campeaban por su respeto y el pintor
deambulaba martirizado, sin saber qué hacer con las tolvaneras.
De mañana, digamos, cogía un pincel para pintar cipreses y en los cipreses se colaba
el delirio de las tolvaneras.
De tarde, al pintar el cuarto amarillo, en el dormitorio se colaba el vértigo de las
tolvaneras.
De noche, en las paredes pintadas de violeta; en las jofainas, de azul; en las puertas,
de lila, se colaba el vórtice de las tolvaneras.
Qué decir de los cielos. El pincel insistiendo, el remolino hurgando, persistiendo, en
pos del maná, de ahí las tolvaneras, el empaste, ¿verdad?, ¿las tolvaneras?...
¡Púmbata!, hacia allí fue él, mudado del trigal con lo puesto, ya, decidido a investigar
qué había detrás de las tolvaneras...
Al dorso, su retrato, ¡Dios mío!, nadie puede negar que él tuvo orejas hermosas,
digo, una oreja hermosa.
68
XIII
El Segador
te dicen, espectro con guadaña, que pones la carne de gallina a la mayoría de los
vivos con tu estampa de esqueleto de huesos perfilados, quedados en el hueso, en
Rayos X.
Esqueleto con guadaña te dicen, el aguafiestas.
A primera vista, claro que no tienes la estampa del que tira serpentinas en carnaval.
Engaña tu apariencia. A ello se añade que estamos vivos, que la mayoría de los vivos
la mayoría de las veces nos dejamos llevar por las apariencias y después, llevados y
traídos, nos mimamos nosotros, misu, misu, infelices de nos, con indulgencia.
También, a primera vista, se presenta el amor. De una ojeada, el flechazo, el
zipizape y el amor, en un tris, se queda en el tintero. Eso ocurre, misu, misu,
cualquiera se equivoca en presencia del rábano, se aturde, va a cogerlo, el rábano se
cae, lo cogió por las hojas.
Yo, escritora emotiva y aún confiada, te tuteo, compay, a fuerza de hábito. Quizás
si no lo hiciera, ¡oiga!, guardaríamos la distancia Usted y yo, inaccesible Usted; yo,
mentecata, anhelando ser Julia el tiempo todo, esta Julia, Julia, Julia, por los siglos
de los siglos, cabeza loca demorando mi reuma, esta Julia que soy y que cuánto me
alegro, ya tú ves, está pasando a mejor vida, está en eso, en los trámites.
De pequeña, te conocía de nombre. La gente te nombraba en todas partes y en el
acto hacía la señal de la cruz, castañeteaba, se doblaba con retortijones, se le iba la
sangre de la cabeza. Yo los recuerdo pálidos, nombrándote bajito cuando no
quedaba más remedio que nombrarte, a ti o a tu esposa, tan esmirriada y fideo como
tú, pero usando, creo, una pamela. De cualquier modo, a los dos los describían
chupados, resecos, consumidos, el Matrimonio de los Esqueletos, bien llevado, uno
solo, y yo no sabía dónde meterme.
Si se cerraba de pronto una ventana, eso quería decir que venía El Esqueleto.
Si se mecía un sillón sin nadie encima, era que venía El Esqueleto.
Si sonaba un cacharro en el fregadero, era que venía El Esqueleto.
Una vela apagada, ya venía El Esqueleto.
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Una mariposona bruja, la envió de emisaria El Esqueleto. Yo oía todo eso por la calle,
y hasta en la escuela hubo niños que me juraban que era así, ¡por esta! --me decían--
¡muá! y se besaban el dedo gordo.
Yo, con tanto julepe de esqueleto a todas horas, de noche me apachurraba contra la
almohada, me repetía que Usted, bobalicón, era un esqueleto rumbero, y me dormía.
Esa fórmula funcionaba de noche, porque yo lo decía moviendo apenas los labios, a la
chita callando, por si las moscas, para que Usted no oyese el exorcismo y creyese
que le estaba faltando al respeto.
De día era distinto, con la luz era innecesaria la fórmula. Donde hay sol, no hay
fantasmas, ese era mi lema; lo fue hasta que, ya adulta, me sentía en la gloria
revisando la noche, estrellas, planetas, oscuridad, descanso, conociendo que, en esos
precisos instantes, por el otro lado del mundo el sol y la gente de allí estaban de
plácemes. Así mismo es. ¡Bombomchía Rabindranath Tagore!
Pero con sol, de niña, era distinto. Aparte de la luz, tampoco podía estar yo
cuchicheando esas cosas. Un esqueleto es un esqueleto y una pila de gente no se
hubiese tragado lo de la rumba.
Fue más tarde, de adolescente, que pude conocerte de cerca. Me llegó el bacatazo y
te odié, a ti, el único odiado en la lista de indeseables de mi biografía. No fue para
menos. Te odié con avidez, con los pocos bríos que me quedaban. Soy incapaz de
especificar con pormenores cómo sentí aquel odio, pero sé que fue grande,
desaforado, hasta el punto de detestarte por sobre todas las cosas y prometer que
jamás, jamás, te miraría a la cara. Chiquilla loca, yo, que hacía promesas imposibles.
A partir de aquel agosto retrocediste a ser El Esqueleto, a secas, con nada de
música ni de jarana. En cuanto al odio, se me iba olvidando de quedo, milímetro a
milímetro, y en tus visitas siguientes, desfallecida, mi anhelo era mantenerte a raya,
mostrarte mi disgusto, mi decepción por tu insistencia en llevarte contigo,
bandolero, lo que debía quedarse conmigo.
Te llamé El Segador y te traté de Usted.
Recuerdo que, ya bien adulta, así lo hice en uno de mis viajes de trabajo al volver a
encontrarte de cerca en una choza destartalada donde se lloraba con una cadencia
desgarradora que, por la intensidad y la dicción de su volumen, me era desconocida.
Los hombres lloraban, las mujeres lloraban, y entre aquellos lamentos salidos a todo
lo que daba el sollozo podía oírse un pumpum que salía de los pechos con un toque
magnético de marcha fúnebre que, con los ojos nublados, me hizo incorporarme al
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velorio de una quinceañera a quien jamás pensé darle aquel hastaluego inesperado,
allende los mares.
Horas antes yo participaba de una reunión alegre, celebrada unos días antes de la
partida. A mil leguas. Hacía calor y nos habíamos sentado a platicar en la morada de
alguien que, terminada la labor en la conferencia, nos había invitado a departir en su
terraza, espaciosa y, en la medida de lo posible, bastante fresca. El dueño era
natural del país, colega de un amigo cirujano quien, empleando su facultad para
convencer a los demás a lo mosquita muerta melosa, se sentía dichoso por haberme
llevado a esa velada que, según me garantizó, iba a ser sumamente agradable.
Uno de nuestros coterráneos había puesto un cassette de música tradicional cubana
y cuando Juan Amigo y yo nos sentamos a actualizar noticias, Las Hermanas Lago
con su Corazón, Barbarito Diez con su Longina, y el Trío Matamoros con su
Juramento, nos callaron la boca con delicadeza. Aspiramos profundo y revisamos la
noche, cuatro orejas hermosas en un muro en una terraza en un país. A mil leguas.
Con gorrión, con morriña, con saudade. Y guardamos silencio, un rato largo.
Eran pasadas las 12 de la noche cuando los anfitriones pidieron permiso para
ausentarse y preparar la comelata. Bajaron al piso inferior, comenzó el cacharreo y
los olores en onditas que trasladan a la gente a las cazuelas. Yo tenía más sueño que
hambre. Me tragué seis bostezos, auxiliada por una servilleta de papel
convenientemente colocada sobre los labios. Juan Amigo lo notó y quiso que me
sintiera cómoda, en casa, que bostezara a buzón pleno, sin melindres. Para hacerme
reír, me preguntó por mi carroza,
¿Cuál carroza?, te pasaste de trago, --le contesté sin interesarme demasiado en la
explicación que, ineludiblemente, me vendría de rebote,
¿Qué trago ni trago, muchacha?, tu carroza, que se volvió calabaza—miró el reloj,
me tomó por las puntas de las uñas, hizo una murumaca y cuando vine a darme cuenta
por poco bailamos un minuet en la terraza mi amigo el príncipe y yo la princesa, con
la gestualidad epocal que él quiso darle para hacerme un sobrio agasajo.
A esos de las 3 de la madrugada sonó el bongó irresistible que arrebata los pies, el
protocolo aparte, a arrollar, un cigarrillo fuerte, erre con erre, el cigarro, el barril,
la terraza, nosotros poniéndonos al día, él vibrante, yo soñolienta, los años, amigo,
los años no pasan por gusto.
Haciendo memoria, fue un conocido de guayabera atribulada quien vino a buscarlo,
pidiendo disculpas por la interrupción:
71
dale pa’l musseque, te necesitan con urgencia, dale... Vuela, mi socio, vuela...
¿Vienes? --me preguntó mi amigo, con la llave del carro aprisionada entre el pulgar y
el índice, caminando ya,
Claro que voy —dije, y me enganché la cartera en el hombro.
Volamos hasta allí, literalmente hablando, Juan Amigo hablando de la aldea, del
barrio pobre algo alejado del centro de la ciudad, de las chozas de madera con latón,
los clavos remachados, lata y tablones, anuncios de Code-fish, extraídos de las
canteras del vertedero,
volamos hasta allí, literalmente hablando, hablando yo de la aldea, del barrio en las
afueras de la ciudad, de la casa con vanos que servirían de puerta y de ventanas, el
techo plantado en el lugar donde suelen ponerse los colofones, a dos aguas, un lado
para almacenar la que se bebe, otro para que corra libre la que no se beberá.
Al timón, él me escuchaba y meneaba la cabeza hacia un lado, hacia el otro; no había
techo a dos aguas en el musseque, hay mucho por hacer, hay mucho por hacer, no te
ilusiones, no hay techo a dos aguas en el musseque,
sí que los hay —porfiaba yo, timorata de antaño discutiendo de techos, porfiando
por porfiar, la bobática Julia con tejado de vidrio, misu misu, consuelo, pero cero
piedras, cero, yo no soy tiradora de piedras, primeras, ni segundas.
Llegamos. Descendimos del carro y con dolor de alma le di la razón, dolor más de
haber perdido que dolor de que él hubiese ganado, dolor de ilusiones vanas que
craquean cual avellanas que se parten,
¡los habrá! --debí haber dicho en tales circunstancias, pero en aquellas fechas no
sabía aún que el pensamiento lindo configura los techos, cualquier cosa, cuando en
vez de deseos mal encarados se desea intensa y fuerte, por ejemplo, una sencilla y
confortable casa de muñecas,
¿cómo? ¡ah! --entretenida en mis divagaciones, percibí que mi amigo me decía que me
quedase afuera mientras él practicaba la autopsia.
Embotada por la angustia, lo vi sacar su maletín del carro y entrar a la casucha
acompañado por dos familiares de Umbelina, la joven que imaginé acostada sobre
una tosca mesa de comer, despidiéndose yerta de los que, junto a mí, esperaban con
resignación el gusto a cloroformo en la garganta. Yo permanecí en silencio, con mi
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pumpum mezclado con el de los parientes y los vecinos de las chozas colindantes. En
silencio, a la intemperie en el hemisferio sur del planeta, dispuesta a encarar al
Esqueleto, insultarlo y mandarlo a freír tusas.
Por aquella época —y a pesar de mi truco del Usted unido a la supuesta distancia que
esquivara el diálogo--, la imagen del Segador todavía me doblaba las piernas con un
ligero temblequeo. Lejos de casa como estaba, aquel cortejo de sufrientes ha sido
hasta hoy una estampa imborrable en mi galería de dolores, actualizada en
permanencia. Lloré con ellos, ¿cómo no hacerlo?, y quise estar al lado de mi gente,
hablarles de Umbelina, describirles aquella aldea que se grabó en mis remembranzas
con más fidelidad que los Campos Elíseos que sí caminé, que sí admiré, pero que no
me revolvieron de pena las entrañas como la autopsia de sensaciones y sentimientos
que padecí esa noche, con las rodillas incapaces de sostenerme cuando alguien me
trajo un banco que debió haber sido el asiento de un niño y me senté, engurruñada,
triste, pensando en los míos, que ojalá estuviesen recordándome cual viajera
entusiasmada que sale a conocer las bellezas del mundo. Y fue desde aquel banco
minúsculo que volví a sentir unos deseos incontrolables de borrarlo a Usted del
mapa, de ese mapa, de todos los mapas.
¡Segador, esqueleto, aguafiestas de los años por cumplir, en las casas no hay nadie,
las casas están cerradas por reformas, nos pasamos con fichas, a segar a otra
parte, a tus matojos, allí fumé, allí fumamos, tenteallá, en tus predios! ¡Usted,
téngase allá! --recalcaba yo de día y de noche, lloviendo sobre mojado, sin carrozas,
cada cual a su casa, ¡Calabaza calabaza!
Cada cual en lo suyo, los decenios se me abalanzaron implacables desde la noche del
musseque. Recuerdo un muestrario de agonías, de diversos matices, tallas,
duraciones. No obstante, El Segador no me aguó fiesta ninguna; bagazos las aguaron,
tan desaboridos y agónicos que, con vuestra venia, preferiría hablar de los blancos y
peludos conejos de España donde en Cádiz nacieron los ancestros del conejo que fui,
invicto perdedor de zanahorias.
De zanahorias anaranjadas y didácticas que con mesura me iba dando El Segador,
esqueleto garrido proveedor de zanahorias perdidas, muertes cortas que al cumplir
los cincuenta sí que me habían librado de hojarasca, aligerando el plomo. ¿Me
creerán si les digo que con cada muerte corta que uno sufre hay una acción
churriosa, sucia o francamente sucia de la gente que se va por un hoyo de un tamiz
para filtrarse a un paraje conocido donde la mugre se tritura y se recicla en la
rueda dentada del destino que gira y que remuele la bazofia, recicla la cochambre y
devuelve piedra noble por basura, loto por sicote, abono por estiércol?
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Los hoyos del tamiz, benditos sean los hoyos del tamiz.
A la larga, del filtrado sucesivo de la mugre saldrá la arcilla poética.
A la larga, muerte chica sumada a muerte chica sumada a muerte chica será la vida
grande; a la larga, muerte corta sumada a muerte corta sumada a muerte corta será
la vida larga; a la larga de cortas y de chicas, porque en luengo giramos en la rueda,
llegamos, nos sentamos, hacemos la visita, derramamos el jugo en el mantel de
encaje de la sala, ¡Ea! qué torpeza, no volverá a pasar, derramamos el jugo en el
mantel de hilo del comedor, no volverá a pasar, ¡Ea! qué torpeza, hasta luego, nos
vamos, la vida da vueltas, regresamos. Hacemos la visita. Derramamos o no
derramamos el jugo en el mantel. Hacemos charranadas o no hacemos charranadas.
Llegamos, nos vamos, volvemos. De audiencia en audiencia. Esa es la cosa. Arribar y
partir a la hora en punto hasta que acaben los arribos, las partidas, cuando hayamos
ganado el premio grande, el gordo, en los altos, pasados el friso, la cornisa, la nube
del tapiz.
Segador, esqueleto galano, extirpador de malas hierbas, y pensar que al emprender
mi visiteo yo te daba de lado, cabeza loca, obstinada, maquinando cómo darte el
esquinazo.
Ya tú ves, si antes fui un octavo y después fui un cuarto, eso fue cosa tuya.
Si después fui un cuarto y después fui mitad, eso fue cosa tuya.
Si después fui mitad y después fui lo entero, eso fue cosa tuya.
Seguir siendo lo entero, cosa mía.
¡Zape!, cosa mía y cosa nuestra, la cosa nuestra, error de traducción, gazapo del
lenguaje, barbarie de las frases acuñadas.
¡Zape! Fe de erratas: donde dice cosa nuestra, léase cosa nuestra, tuya y mía, en dos
palabras, al buen entendedor le bastan dos palabras. Tocó el timbre. A recoger los
bártulos, agradecida, chao.
Segador, esqueleto con guadaña, esposo del esqueleto con pamela, encantada, ya
saben donde me tienen.
74
XIV
El Alquimista
está en mi mesa de noche entre las fotos del panteón familiar, vestido con su
atuendo de genio solar que derrama el fluido de la vida de la urna de oro a la urna
de plata y de ésta hacia aquella, el agüita pasando de una a otra con su chui chui en
sordina que se riega por el cuarto apretujado y me machaca, me machaca una idea
fija, la idea fija de cada amanecer antes de girar en el colchón, apoyar los pies en el
suelo y decidir qué furia debo eliminar en este día para acercarme un paso a la foto
ideal de mí misma bosquejada en el espejo, a medio hacer.
Medio hecha, sí, a mitad del camino de la vida, porque ya ando sobrepasando la
adultez y la opción ineludible es despertar, voltearme, permanecer sentada unos
segundos y emprender la marcha hacia el lavabo resuelta a practicar cualquiera de
las buenas acciones de mi lista, larga lista vencida al cincuenta por ciento, con
palomitas al final de cada hecho franco, aceptado sin titubeos por los ángeles,
digo yo, insegura de que un ángel titubee. No, no lo hacen—me digo--, quien vacila
soy yo, persona a medio hacer con su lista plagada de deberes, derechos, y, entre
los actos francos, actos mustios cumplidos, tachados y olvidados para que no se
repitan, pero ¿ves? --me digo— tachados y olvidados sin dudar, y me enjuago la boca
contenta, muy contenta, sin ningún tambaleo, con las ideas bien claras, las ideas
transparentes, las ideas pujando por salir con su cuerpo y su alma, pensamientos
lindos y visibles, buenos gestos.
A medida que me visto, me llega el apremio cotidiano de dar los buenos días al
encargado de barrer las escaleras del edificio. El encargado es de oro. Trabaja
como una bestia y su mujer le prepara tamal en cazuela con un maíz bien blando,
bien tierno, de un amarillo suave que él revuelve con la cuchara suya, con gusto
sabrosón que desconoce el refunfuño. Le dicen Coquín y es de oro. Cuando pienso en
Coquín, pienso en su escoba, barredora de polvo, de papeles, de colillas de cigarros,
escoba de plata—me digo--, pasando por lo gris y volviéndolo grisáceo, blancuzco,
blanco, plata y oro regados por las escaleras del edificio, tesoro de Coquín que tanta
gente pisotea sin una disculpa.
¡Qué le vamos a hacer! --me digo—ellos se lo pierden, y es cierto, se pierden toparse
con la escalera limpia a mochazos de escoba deshilachada, de pajuza sujeta a un palo
por un cordel, limpiadora de porquerías que arrastra los pelos cortados, las señales
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cortadas, salivazos y más salivazos que alguna gente suelta en cualquier escalón,
flemas propias en los sitios ajenos, que se joda Coquín, el barredor de flemas
mezcladas con cenizas, que atrape si puede al dueño de la gripe, para eso le pagan—
eso dicen—para eso le pagan, que se joda. Qué le vamos a hacer —me digo— y el
esternón me duele por la escalera sucia que dejaba de ser una alfombra de seda, un
paño satinado, balaustrada fulgurante de lo bajo a lo alto, qué le vamos a hacer sino
esperar, esperar a que descubran el hallazgo, quién sabe cuándo, quién sabe cómo,
dónde, buenos días, esperar, sí señora, con paciencia, el momento vendrá y buenos
días —me responde Coquín--, y buenos días, eh, buenos días, eh, buenos días, eh,
pero pocos contestan, muy pocos parecen tener un esternón que funcione, que duela
y que alivie, como deben doler y aliviar los esternones.
Me alejo encabronada, adolorida por los silencios que no vienen al caso. Coquín sigue
allí. Al pie de la escalera. Despidiéndome hasta que me pierdo de vista, su escobillón
en pleno, danzando un vals, un tango, una conga en los rincones difíciles donde los
fósforos apagados se amontonan, las cabezas perdidas, ¡ven acá, sinvergüenza, no
me huyas! --dice Coquín— y Coquín excava, la escoba hurga, y cantando lo sacan del
escondite, el día entero escobando hendiduras, grises, grisáceas, blanquecinas,
blancas, a mochazos de pajuza sujeta a un palo con trozos de soga, pero escobilla al
fin, tejedora de alfombras de seda, pasapasapasa con bigotes de gato, alquitrán,
nicotina, con la ceca y la meca, pero escobilla al fin, escobilla de plata.
De plata de ley —me digo— y me pierdo de vista encabronada aún, adolorida aún,
escuchando a Coquín que da los buenos días, eh, y que llena el silencio de respuesta
con corridos mentados, con rancheras, la Hacienda de la Flor en lugar de algún tango
en las grietas menos peliagudas, barredor de escalones, comedor de tamales
derretidos, Coquín el alquimista que cada mañana me abre paso con su estandarte
despeluzado para hacerme sentir que estoy valiendo la pena.
Coquín, hablo de Coquín, está hecho de oro. Sin embargo, uno lo mira y lo que ve es
un hombre igual a los demás, con su forro de piel envolviendo los huesos, piel más
fina en el rostro, callosa en los manos de agarrar y agarrar faenas duras, tantos
años doblando el lomo, arañando la tierra procurando el sustento de su vieja y sus
fiñes, lo que se presente, con juanetes en los pies, instalados en ambos dedos
gordos, en la parte que queda incrustada al zapato.
El laboratorio lo lleva por dentro. Sin embargo, uno lo mira y lo que ve son paquetes
y bolsones de tamaño diverso, tubos, ramas, frutas y frutillas en conjunto latiendo,
circulando, trasladando energía por el cuerpo chui chui agüita de la sangre que corre
por los caños, tuerce por allí y sigue recto y tuerce y sigue recto a través de una
malla, eso, de una red de hilos del calibre, eso, de un hilo y la tensión arterial de
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Coquín se mantiene en cifras aceptables, también el pulso ah y la temperatura,
aunque esta por momentos es fuego en las axilas cuando se dispara hasta las nubes
con el calor y el barrebarre.
El laboratorio de Coquín es invisible, un aire que está ahí, respirando sin ruido,
transmutando el malhumor de la escalera en la hazaña de encontrar cerillas
apagadas, con las cabezas puestas o perdidas que invariablemente van a parar a las
grietas de los escalones y al rincón preferido para esconderse, el ángulo que queda
pegado, incrustado a la pared, imitando al juanete en sus zapatos, sus botas de
campaña bailadoras de conga unidas a la escoba que hurga y encuentra fosforitos
por millares, untados de catarro.
En el laboratorio de Coquín se procesan las cadenetas de los buenos días, bienvenida
a la jornada que ciertos inquilinos dejan suspendida en los tramos de cada piso,
abortos de saludo que el barredor apila y recoge plomizos y los transforma en
nuevas cadenetas eh, en cadenetas buenas de días buenos, acogedores, soleados, de
naranja y bijol, de maíz, de oro macizo, de Coquín barredor de las escaleras que la
gente empercude con su andar indiferente y de silencio, anacrónico silencio
responsable del eh, del buenos días eh, eh que exclama su esperanza.
Coquín es, por tanto, un experto alquimista heredero de tradiciones viejas que
llegaron a él de labios a oídos, en la forma en que, en última instancia, se cuentan los
secretos. Nació en Baracoa, una villa próxima al mar que él funde en su memoria con
un paraje que de acuerdo con su descripción podría ubicarse en las riberas del
Mediterráneo oriental, el de aguas azules superazules que conocí un jueves libre, de
descanso, el de las aguas blu nel blu dipinto di blu como afirma Coquín que dice una
canción azul con el matiz de aquellas aguas azules azulísimas similares a las que
bañan la villa de Baracoa.
Coquín barre desde entonces calles, escaleras, foros, palacetes, templos, escobillón
en mano con pajuza de plata, comedor de uvas y maíz suave, cantador de rancheras
que antes habló en griego, bebedor del jugo de las nubes, del elíxir que limpia el
pensamiento y lo pone alado, bonito, recorriendo el espacio los espacios despacio,
eternidad que vuela a paso de tortuga.
Coquín, hablo de Coquín, es de oro y eterno. Coquín es alquimista, desbrozador de
caminos. Por la tarde, Coquín vuelve a su cuarto y la mujer y los fiñes le dan la
bienvenida, bienvenida de lujo chocando los platillos con tapas de cazuela que se
impulsan la una al encuentro de la otra para sonar bastante y anunciar su llegada.
Agua tibia en el cubo. Caliente la comida. El taburete listo, el trono de Coquín para
jugar dominó, leer noticias y aspirar y exhalar profundo mientras habla, Coquín
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conversando en alta voz, pensando en baja voz, conversando y pensando al mismo
tiempo, pensando lo que habla y Coquín conversando con Coquín, el taburete listo,
recostado a la pared.
Pared de piedra, muro que sustenta, pilares del techo que resguarda.
¡Oyeeeee! --berreó agitando los brazos para empujarlo el inquilino a quien Coquín
rozó sin querer con su escoba de pajuza deshilachada.
Buenos días, eh —contestó el barredor, que escobaba una hendidura donde yacían
cerillas decapitadas, lanzadas al tuntún en cualquier escalón.
Coquín seguramente recuerda el fuego cuando barre. La fogata a unos pasos de la
cueva. La llama que se inflama y que algunos usan y botan. Fuego encendido, fuego
apagado. Leños negros, rojizos, rojos, rojizos, ennegrecidos, candela viva y
chamuscada, y al final las cenizas que restan del fuego que hubo.
Coquín ha presenciado el nacimiento y el asesinato del fuego. Quiere salvar la cera
de morir aplastada y va al rescate de las cerillas olvidadas en los resquicios. Acariña
el fogón. El soplo es soplo para avivar la llama, no para extinguirla. Por eso, a correr
liberales del Perico, retumba la escalera, viene la estampida y Coquín se disculpa con
los inquilinos si la rumba de su escoba danzante hace intermitente el conversao. El
fuego, si debe morir, es merecedor de muerte digna.
¡Oyeeeee, estás como el miércoles! --y sólo después, en los peldaños ya impolutos,
es donde el conversao y la estampida se reanudan, se aceleran.
Yo respeto a Coquín. En esta página, me enaltece dejar constancia del respeto que
siento por él. Coquín es alquimista y sabe más de cuatro cosas. Yo, lo que es saber,
saber, sé apenas una, dos a todo tirar; una, que hace daño contemplarse todo el
tiempo el ombligo; dos, que hace daño contemplarse todo el tiempo el ombligo, pues
de ahí para adelante la pila se compone o se descompone, se acaba el mundo en torno
a uno y uno ni se entera, fascinado en la visión del ombligo de uno ombligo de ese
mundo que no puede acabarse por la razón sencilla de que es de uno.
Eso al menos lo sé, estoy alerta, y reivindico al agujero a medio cuerpo que si quema,
también alumbra, con sus manchas y luces, emparentado desde siempre con el sol.
Eso al menos lo sé, un par de cosas a todo tirar, pero es algo, creo yo.
Coquín deja de barrer y me pone la mano en el hombro. ¡Caracoles! Sentí que había
pasado de grado, subido un escalón, laborioso escalón de piedra dura, empinado,
escabroso, con mi cuerpo en conjunto latiendo, el agüita de la sangre circulando chui
chui por las venas corriendo, transmutando cansancio, abatimiento, la flojera del ser
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por cadenetas nuevas de días buenos, de maíz y de oro, ¡Coquín, cará! --y allá fue el
beso para él y su escoba, barredores de humores malucos, acción de gracias.
Varias semanas después, Coquín y yo asistimos a un concierto de música barroca en
la Basílica Menor de San Francisco, cada cual por su lado, sin saber que nos
encontraríamos ese domingo que, por razones de peso, justo peso, iba ya dejando de
serme traumático.
Poco a poco lo estaba consiguiendo, y mi angustia dominical se atenuaba enfrentada
a la idea de que ese día, consagrado al sol— domenica de oración y de quietud--, era
un día apacible, de aislamiento rico en compañías buscadas; tranquilo, de aislamiento
rico en ausencias, precisamente esas, las que no se buscan.
Cuando lo vi, estaba ya sentado, muy derecho en su silla, respirando la música con
fruición, inhala, exhala, inhala, exhala, Coquín pausado que estaba allí y lejos, en
nuestra era y antes, estampa del que vive, remontado al presente.
Desde la sección donde yo me encontraba podía ver las aletas de su nariz que se
abrían y cerraban a ritmo lento, solemne, un zunzún de perfil guarecido debajo de
las cejas, las cejas debajo de la frente, la frente al descubierto, el cráneo ralo,
guarecido debajo de las bóvedas de arquitectura magnífica.
Terminado el concierto, nos dirigimos al patio. Confundido entre los asistentes, a él
lo destacaba su pasión por ganarse la vida, la cuota de oxígeno que consumía a diario
desde aquellos milenios que habían quedado atrás, cuota; por cierto, más que ganada,
pugilateada con creces. Ahora, dichosa que soy, volvía a tenerlo a unos pasos de mí,
conversando en un grupo, hablando de corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas.
El barredor de escaleras era un caballero de factura impecable.
Impecable el albor del cuello.
Impecable el nudo de la corbata.
Impecable el saco, botón en cada ojal, el pañuelo asomado en el bolsillo, zapatos
refulgentes.
Al voltearse, notó que lo miraba, que me lo comía con los ojos, admirada de tanto
donaire. ¡Qué viejo ese! Conocerlo era, para decirlo rápido y corto, sacarse la
lotería.
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Buenas noches —dijo— y me puso la mano en el hombro. Si no tiene transporte, la
llevaré con gusto a su casa... Sólo le pediría que se abrigase— me aconsejó indicando
el sweater que colgaba de mi antebrazo--. ¿Se decide? ¿Vamos?
El instinto me ordenó que aceptara. Acepté, metí los brazos en el sweater tejido por
mi tía abuela y salimos.
¡Coquín, cará! ¿Quién iba a decirme que una noche embrujada por Vivaldi andaría yo
barriendo angustias domingueras por los aires montada en una escoba?
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XV
El Nigromante
hace un pase de manos y el impostor se da por aludido. Se despereza, se emperifolla
y se coloca el disfraz de santurrón para fregar los platos después del banquete. Por
último, friega, y se las arregla para no romper ninguno, no hay platos rotos en el
fregado del santurrón.
El impostor es sobrino de María Ramos y de niño aprendió el abc con su gatica.
Anda de uñas con el más pinto de la paloma. Lo lleva al matadero. Descompadra. Se
da pisto. Se hace el venerable y es gazmoño.
Dicho esto, recuerdo con nitidez que al llegar nuevamente la hora de partir no me
pasó por la cabeza incluir un amuleto en mi equipaje. Debí haberlo hecho, tontucia
de mí, apenas habituada a armarme de coraje ante los desmanes de la vida, aunque
¿cómo iba yo a suponer que esta historia sería tan peculiar por lo insalubre y
ponzoñosa?
En la década del 60, estaba yo en un país pequeño, de tejas marrón, que añorando
glorias idas, conquistas logradas e idas hacía siglos en el bamboleo de los mares,
pataleaba ahora con terquedad por recuperar su cetro. A tales fines había enviado
tropas a sus colonias, donde en las embestidas organizadas contra las aldeas, el
saldo de muertos alcanzaba dimensiones garrafales, sobre todo el referente a los
nativos.
Yo era joven, rayaba los veinte años y creía aún en la omnipresencia de la piedad. Me
despatarraban los partes bélicos. La guerra, aquella guerra, constituía un acto de
barbarie que me quitaba el sueño, una espina clavada entre mis párpados incapaces
de unirse para borrar así los titulares del periódico y, ya cerrados, en
contrapartida, visualizar de algún modo los tiempos de bonanza: la proa al viento,
con el viento en la popa; los espárragos, asados, para que nadie tuviese que cumplir
la orden de freírlos; las coronas de laurel en frentes nobles; las varas de incienso,
las crismas sanas, los lechos de rosas, sin coña, de rosas de verdad.
Los tiempos de bonanza, tiempos que entran por los ojos, tiempos de relamerse de
gusto.
Nada de eso ocurría en las colonias, atarugadas con el embotellamiento de tanques y
espingardas. Tampoco en la metrópolis. Allí, y en las provincias, las puertas se
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tocaban por las noches y un jeep, carricoche mirmidón en la distancia, cargaba
benjamines lampiños hasta la costa sur, al muelle donde anclaban las naves con
destino al destino de las alcantarillas. Proa a la guerra de las cloacas, las cloacas en
popa.
Yo solía permanecer en el balcón, helada en el invierno, atisbando el ir y venir de los
carros que encendían menos luces de la cuenta y se desplazaban con somnolencia,
con pesantez, sobregirados de carga. A inicios de la década del 60, el balcón fue mi
puesto de vigía.
Fueron tiempos repugnantes aquellos en la ciudad de las tejas marrón que, en los
barrios turísticos, simulaba ser un gran casino merengoso y apetecible como un cake
de bodas.
Esas calles las recorrí en las cuatro estaciones. En el verano, los árboles que
rodeaban el castillo edificado por los árabes eran verde botella, de un verde denso
que apretaba las hojas para formar una cortina que servía también de basamento a
las piedras moriscas, labradas con tosquedad guerrera si se les compara con los
encajes de filigrana de las mezquitas hechos para albergar plegarias en lugar de
pólvora.
En el otoño, en la primavera, en el invierno, la fortaleza continuaba imponente, si
bien era el verano la estación favorita de las luces encarnadas que, calzando la
construcción, la envolvían en una aureola bermeja que la alzaba en vilo dentro de
aquel mar verde botella, verde espeso, que semejaba otro bosque inflamado donde,
sin previo aviso, podía aparecer el gallardo San Jorge, domador de dragones, del
dragón lanzallamas que ni en broma fue tan fiero como lo pintaron.
En el otoño, en la primavera, en el invierno, la floresta al pie del castillo mudaba de
tonalidad y la cortina espesa era un paño de motas adustas luego floridas luego
verdisecas que reflejaban de modo desigual los destellos del anuncio lumínico que
dominaba la plaza, O Frango Piquenique, con las letras sobre un pollo tridimensional,
a lo Rubens, mofletudo.
Hay quien evita emplear los adjetivos como medio de desbrozar la escritura. Alegan
que el sustantivo solo, en pelotas, posee por lo común el vigor requerido para
expresarse sin ornamentos ni tapujos. Estas vivencias no podrían ser narradas sin el
auxilio de los adjetivos. Son remembranzas que no lo son a secas, remembranzas y
ya, o bautizadas con embarazo sin definir gran cosa. Son, en concreto, memorias
nutridas a tornapeón, cada cual con su genio y sus atributos, que ni por asomo
pueden transmitirse sin calificarlas de reminiscencias temerarias, ingenuas,
punzantes, campechanas, desoladas, agónicas, jocosas, añejas, compasivas,
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insufribles, vigentes, fornidas y canijas, que se toman a pecho al evacuarse a
tutiplén, como piezas diferenciadas en el amasijo.
En calidad de escriba incipiente, lo que me esfuerzo por eludir son las etc., los et.al
que en determinadas coyunturas son una tabla de salvación ante la imposibilidad de
citar elencos interminables o comprometedores. Son recursos socorridos, pero
imprecisos, que dejan tirados cosas y personas, benéficas y maléficas, que deben
conocerse con nombres y apellidos. En lo posible, estas reminiscencias evitan
comprimirlas así, en el anonimato cómplice, por ser este, de hecho, un saco roto
donde algo y alguien, por tropel, son echados a ojo de buen cubero para quedarse
ahí, en su despinte, sin voz ni voto. Fantasmas tapiñados revueltos con fantasmas
desechados, que nadie ve ni oye.
El impostor que rondaba la ciudadela anexa al castillo, de haberse conocido su
identidad, no hubiese caído en dicho saco. Lo recuerdo velado, mate, impune,
haciendo pases de nigromancia para ¡puff!, desaparecer por las noches benjamines
lampiños, globillos de jabón y remitirlos a las colonias ultramarinas por correo
certificado, vía expedita, vía sumidero.
Por una docena de benjamines cazados, el impostor cobraba un carajal.
Por dos docenas de benjamines, cobraba dos carajales.
Por tres, cobraba tres carajales.
Por cuatro, cuatro, y sumando carajales a ese ritmo amasó una copiosa fortuna.
El impostor había aprendido del Nigromante las tretas y embelecos de la magia
negra. Con un pase de manos, los benjamines se esfumaban de sus terruños. Las
novias no contestaban sus cartas. Ellos olvidaban sus nombres. Ellas, los suyos. La
familia hablaba de ellos en pasado. Entonces el impostor se anotaba rayitas en la
culata porque a menos afecto, más desafecto y en eso residía la victoria de la falta
de amor, del desbarajuste espiritual que el Nigromante y sus adeptos, con la lengua
afuera y suelto el bofe, perseguían sin descanso.
Lo terrible es que el impostor pasaba por santurrón. Al escenificar este objetivo y
encarnar su papel, elevaba los ojos al sombrero, hacía un pase de manos y la voz le
salía de melaza, ñoña, acorde con los ojos dulzones y el gesto almibarado. Manjar de
hormigas. Para engatusar, la tragicomedia se titulaba Manjar de Hormigas.
Tenía yo unos veinte años cuando choqué con el impostor en un recoveco de la ciudad
de las tejas marrón. Si choqué yo con él o él conmigo, no podría asegurarlo; lo cierto
es que chocamos, y el choque me dejó una marca en el temple que ya en la década
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del 60, e incluso desde antes, era tan propenso a la espuma cándida que requería de
amuletos para no mellarse con los gaznatazos que propina la existencia.
En este viaje, como señalé al inicio, había olvidado incluir en mi equipaje algún
amuleto que me protegiese contra los gaznatazos. Un marcador de libros. Un
caramelo. Una imagen de Jesús. Una de San Judas Tadeo. Una de Santo Expedito.
De Paramahansa Yogananda. De Félix Varela. Del Maestro Serge Raynaud de la
Ferrière. De José Julián Martí y Pérez. Un retrato de mi gente querida, donde se
viesen bien enfocadas mi perra Betty y mis dos jicoteas. Todos ellos queridos, muy
queridos, todos protectores.
Tenía que arreglármelas sola, o sea, jugármela al canelo, diría yo para que todos
entiendan que era corajuda y que iba a enfrentar un peligro.
En aquel recoveco el impostor estaba ataviado del modo habitual. Sombrero tartufo,
capa beatona, voz, mirada y gestos postizos. En la explanada, detrás de una olla
pestilente, haciendo pases de mano que entre bambalinas ponchaban todo tipo de
sonrisas derramasoles, de burbujas de regocijo, de caras de pascua.
Yo había concluido mis compras y al avizorar el molote de curiosos me uní al
espectáculo con recelo. Agucé el oído, infortunado receptor del sainete y de sus
efluvios; también mi nariz.
El hedor fue extendiéndose por la plazoleta y el grupo de curiosos acabó por
dispersarse. Los fijos, los inmóviles, los extasiados con la farsa, eran tan exiguos
que renuncié al esfuerzo de contarlos. Carecían de importancia, pero me separé de
ellos para delimitar el territorio entre lo perverso, de un lado, y el espanto por lo
perverso, del otro; este último habitado por personas como yo, tan exiguas, que hice
el esfuerzo de contarlas.
El grueso del molote había partido, individuos neutros con sentimientos amorfos,
cobardes para matar la confianza, cobardes para salvarla, etcéteras de gente,
caricaturas de gente, qué clase de gente, qué categoría de gente, ¿gente? ¿la que
dio media vuelta y se marchó comentando la telenovela, inconmovibles el ánimo y las
tripas?
Los que permanecimos en la plazoleta, habas contadas en el territorio del espanto,
nos juntamos en gavilla. Recuerdo que fuimos hacia el impostor, que él nos miró de
arriba abajo, que hizo muecas, que escupió en la olla y la agitó con fuerza, a toda
brida, para excitar la fetidez que tumba en el polvo y hace morderlo.
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Rezamos. Para desendiablar al impostor, pensamos en el prójimo desconocido, en la
gente querida, en los amados seres de cada uno, talismanes contra el genio del mal,
derrotado con meras bendiciones que había llevado conmigo de cualquier manera,
callandito --¡aprendiz de mí!-- en el equipaje que no se dobla y se desdobla, que se
hace y se deshace, sino en el temple, en la espuma cándida del temple.
Hubiera sido bueno haber contemplado sus estampas. No obstante, tuve sus
bendiciones, las dadas por ellos, por mi gente, hadas y unicornios.
The party is over —comentó un turista y guardó su cámara. El atuendo mojigato
venido al piso era agua pasada, historia ponzoñosa que se recuerda a disgusto y que,
a pesar de que duela, debe contarse sin remilgos, a pesar de que duela.
Debo decir que en la explanada, el impostor y sus seguidores son aún hoy una mala
sombra que deambula aterrada, huyendo de la nuestra. Aunque --¡ojo!--, sombra que
vaga, que está ahí, en acecho, de arrimón, hasta el punto de que han pasado tres
décadas del encuentro y sigo en ascuas. Me siguen desparratando los partes bélicos,
las guerras injustas, los impostores disfrazados de beatos, los nigromantes.
Al cabo de treinta años, continúo guardando un minuto de silencio por los benjamines
que se fueron por las cloacas. Hoy, rayando la vejez, a pesar de todo me siento
optimista. En la plazoleta de las tejas marrón fuimos pocos los espantados. Tal vez
seamos pocos aún los susceptibles de espantarnos. Pero —y de nuevo sin coña-- ¡hay
buenas noticias!, acaban de avisarme que Catana parió.
85
XVI
El Rayo
tiene un noséqué de magnificiencia y de riesgo que cautiva y a la vez amedrenta.
Que me lo digan a mí, que desde los días en que jugaba en el portal de la Loma de
Chaple me entraba el alboroto cuando el cielo se nublaba y el aire de lluvia me hacía
estornudar hasta que alguien venía del fondo y decía que a la niña había que ponerle
el capotico.
Con capotico y todo, yo estaba de fiesta. Había aire de agua y eso significaba que en
breve la tierra olería a mojado, que el cantero se pondría lustroso y que al rato, si
Papa Dios quería, el cielo iba a alumbrarse con un zigzag enorme que por desgracia
no duraba nada, pues si por un segundo me daba por mirar a otra parte, ya el zigzag
se había ido a algún sitio del cielo que, desde el portal, yo no alcanzaba a ver.
El zigzag me agradaba y a la par me daba miedo. Mucho más porque el alumbrón
metía un ruido mayúsculo que me hacía pegar un salto y chillar llamando a mis tías
abuelas que trajinaban por el fondo para decirles en mi jerga que el mundo, el mundo
nuestro del portal y la casa se estaba derrumbando, que aquel estruendo era el
acabóse y que Centella, dónde estaba Centella que no lo oía ladrar. Mamicha Julia —
yo lo sabía— enseñaba a sus alumnos educación física en un estadio y mis hermanos,
los dos, trabajaban en un hotel con el cemento de los albañiles. Allí estarían seguros.
Ellas, Cheché y Tití Carmen, venían a mi lado hasta con las agarraderas de coger los
calderos y me explicaban que el mundo iba a seguir, que me tomara el caldo de carne
con remolacha y que no me quitara el abrigo porque podía enfermarme de la
garganta.
A mí me asustaba más el trueno que el relámpago. Una niña me había dicho que
cuando tronaba era porque en el cielo estaban cambiando los muebles de lugar y que
al rodarlos sonaban de esa forma, con un barullo que parecía dominó que se cae o una
explosión, pues quién quita que en la tal mudada se viniese abajo un escaparate y
metiese ese tronido que retumbaba por las nubes y por todo lo que había debajo de
ellas y hasta arriba de ellas, quién quita, pues un niño que oyó la conversación la
mandó a callar y aseguró que no tronaba por la rodadera de los muebles sino porque
Papa Dios estaba bravo.
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No me gustaba que Papa Dios se pusiese bravo y tronara. Prefería creer lo de la
mudada en el cielo y que cuando todo estuviese acotejado el traqueteo pararía y, al
parar, pararía el terremoto allá arriba, que me asustaba más que el relámpago. Este,
en definitiva, era sólo un resplandor en zigzag que se formaba, quién quita, cuando
en el cielo rayaban un fósforo.
En esos días yo ignoraba que relámpago querían decir más o menos la chispa que,
cuando cae, fulmina y escapa a la carrera como una exhalación para que no le exijan
que pague por los destrozos.
En esos días yo no entendía un pito de descargas eléctricas ni de pararrayos ni de
aire húmedo y caliente ni de cúmulonimbos ni de tronadas ni de interruptores ni de
cargas positiva y negativa ni de desequilibrios térmicos ni de aisladores. Mis
conocimientos meteorológicos se reducían a deleitarme con la serpentina de luz —
demasiado fugaz para mi gusto— y a castañetear los dientes con el estruendo, que
para mi gusto duraba demasiado. Hasta ahí.
Por consiguiente, no podía entender en esos tiempos que una persona le deseara a
otra que la partiese un rayo, puesto que ignoraba --¡y cómo!--que los rayos partían.
Fuere como fuere, ese deseo me caía como una patada en el estómago y cuando lo
oía pronunciado, con todas sus letras, escondía los dedos en mi bata y cruzaba el del
medio sobre el índice, por si las moscas.
Para mí, en esa época, las personas eran un insondable misterio. Es decir, las
personas mayores, como las llamaban para diferenciarlas de los niños que —según
todo indicaba— éramos personas menores. Tienen cosas de cabo enterino— decía yo,
sin saber qué rayos quería decir esa frase, aunque hoy sé que me estaba refiriendo
a la mal aplicada adultocracia. Qué rayos —dije muchas veces--, y la expresión me
sonaba poderosa, convincente, de persona grande, a la que las demás personas
mayores, y también los muchachos, debíamos prestar atención, aunque—lo
confieso—yo no tenía entonces la más remota idea de qué rayos significaba qué
rayos. Horrible cosa.
Vine a saberlo mucho después, cuando casi terminaba la enseñanza primaria, cuando
casi había logrado desentrañar el enigma de las personas adultas y cuando casi
entendí el significado de que a una persona, de buenas a primera, la partiese un rayo
por encargo de otra. Bueno, lo que se dice entender, el porqué del deseo, no lo he
entendido hasta hoy. Me refería a la expresión en sí, a un sujeto partido por un
chuchazo fulminante de electricidad que era como meterse dentro del
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tomacorriente y achicharrarse, ¡le ronca el mango!, electrocutarse... ¿Quién podía
entender semejante atrocidad? En fin, hay de todo, como en botica, así se dice y
aquí pega o yo no si sé si pega que en las boticas haya todo eso.
Fue al terminar la enseñanza secundaria que me interesé por la trayectoria de los
ciclones, pi constante que de junio a noviembre amenazaba también a mi isla y no
daba respiro a la población. Aficionada a la meteorología, estudié los frentes fríos,
los anticiclones, los tornados, los tifones, huracanes y las tormentas en general.
Llegué a ubicarlos de manera aproximada en el embrollo de las latitudes y las
longitudes. Llegué a tener nociones de los vientos alisios. Y continuaba sin entender
la violencia del rayo partidor que una persona deseaba que cayese en la mollera de
alguien y lo dividiera como un flan blandito, exactamente para un par de comensales.
De un rayo enviado, que lo partiese en dos. Ya lo dije, le ronca el mango.
Egresada de la Escuela de Letras y de Arte habanera, ya graduada universitaria,
seguía sin entenderlo. De vez en cuando reflexionaba sobre el tema y mi
comprensión --¡oportuna tozudez!-- se negaba a aflojar las riendas. Mis
entendederas eran una esponja para tropos, complejos piramidales, declinaciones
latinas, biombos chinos, Pitágoras, capiteles jónicos, acueductos romanos, arcos de
ojiva, minaretes, perspectivas renacentistas, catedrales barrocas, bustos
neoclásicos, paisajes puntillistas, fauvistas, expresionistas, abstractos, Van Gogh,
Amelia Peláez, escritura automática, manifiestos futuristas, Dalí, Chirico,
Portocarrero, García Lorca, naturalezas muertas, Portinari, Frida Kahlo, muralistas,
Vallejo, rimas pareadas, Saussure, la Avellaneda, la Storni y la Loynaz, décimas
espinelas, cuartetas, redondillas y cosantes.
Una esponja para todo lo demás de literatura, arte, filosofía, excepto para
chanchullos y rayos partidores. Los truenos, quizás, me provocaban en esa etapa un
sobresalto menos intenso, pero el rayo...
El rayo era el relámpago fugado de las nubes.
En su ambiente, sin asomar las narices, el relámpago era el zigzag de resplandor que,
en parte, me hechizaba de niña. Una especie de zeta que para qué contarles, una
zeta fenomenal que atravesaba el cielo en un dos por tres y que, de joven, yo
asociaba con Zeus, el Júpiter tronante, arrojando rayos y centellas desde el Olimpo.
Centella, por la velocidad de sus patas, era el nombre de mi perro en aquellas
fechas. En otras fue Campana, Campanita, por el tilín del rabo. En otras, muy
recientes, era La Gorda, La-Munini-Gorda-Hecha-de-Masa, como la llamábamos de
corrido haciendo que se acostara panza al aire y hasta se orinase de contento. Su
nombre de pila, el que aparecía en la ficha del veterinario, era otro, diminutivo de
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Beatriz que --¡ay dolor que lastima de fresco!-- no pude mencionar líneas atrás con
la tráquea y los ojos intactos que en esta hoja, puesto el dedo nuevamente en la
llaga, tampoco lo están. Llovieron, llueven.
Betty, pues, le tenía horror a los truenos. Al oírlos, si Marynieves, Lola o yo
andábamos cerca, hecha un cohete nos saltaba encima a alguna de las tres, hundía
su cabeza en nuestros brazos, se hacía la dormida y después la iba sacando poco a
poco, con las orejas rectas, en antena, para comprobar que había pasado la
tempestad. Restaurada la calma, nos agradecía el refugio con un lengüetazo. Si no
había nadie en casa, pasaba el temporal con menor valentía, debajo de una butaca.
Que yo sepa, a los rayos jamás los conoció. Si lo hizo, debió haber cambiado la vista
y disimulado a su modo para evitarnos el sobresalto, perra nuestra pizpireta
comilona, tan gorda de detalles de ternura.
Partida de dolor por los recuerdos, me concedo una tregua...
Les hablaba del rayo, relámpago salido de sus casillas que raja las nubes y lo que se
le ponga por delante. Azote de Zeus que castiga la tierra y a los hombres idos de
rosca. Chuchazo, catástrofe.
En el rayo, la electricidad es energía del Universo tornada punitiva e iracunda. Cae
para advertir que la vileza tiene un precio que el nefandario debe pagar en el plazo
debido, por lo cual es preferible que se quede quieto, que mire en torno suyo y ponga
sus barbas en remojo para poder librarse de la chamusquina. El rayo escarmienta.
Siendo así, ¿cómo rayos va a entenderse que pecadores escarmienten pecadores con
fustazos de altísimo voltaje? Si una persona deseaba a otra que le cayese un rayo,
era para partirla, dividirla, fraccionarla, quebrarla, tajarla, desmoronarla, lo que
nada tenía que ver con escarmiento. ¡Madre mía! Acepción de partir es también
compartir y el que comparte, multiplica. ¡Qué despilfarro de acepción que las
cabezas huecas mandan a paseo!
Mi relámpago del portal era diferente. Mi zigzag era eléctrico y alumbraba sin
bombillos, pero con buen humor. Se quedaba en la nube como pez en el agua, hasta el
día en que a la nube, viendo y reviendo la roña de abajo, se le llenaba la cachimba y
lo disparaba, zigzag ahora candente escoltado por un reventón de trueno que hacía
crujir la nube y la ponía desinflada, flojona. Yo me preguntaba si a las nubes en tal
estado podría cogérseles el ponche.
Para ver cómo se movían, me pasaba horas atisbando el cielo, a intervalos, durante
los cuales insertaba una tarea, un recado que dar a algún vecino, la comida, el baño,
los caldos de carne con remolacha.
89
Al volver a verlas, me entraba el desconcierto. Esa tarde, sucesivamente, el bisonte
era cabra; la cabra era jutía; la jutía era ratón; varios ratones que ex abrupto eran
jejenes, varios, uno, escuálido, un fleco. O a la inversa, me volvía a distraer una pizca
y en lugar del fleco había un bisonte.
El desconcierto inicial fue después regodeo. Se me caía la baba jugando a las nubes,
en especial a los estratos y a los cúmulos. Los cirros y los nimbos eran más
trabajosos, de una masilla dura de moldear. De ese modo, con el juego de reconocer
aquellos algodones, mi pensamiento se ejercitaba, el concreto lindo, el abstracto
lindo, puesto que, allí en el nuberío, no todo podía reducirse a animales o cosas.
Había, asimismo, ideas, sentimientos que tomaban forma y que, ya en hilachas,
subsistían flotando en la atmósfera e incluso más lejos, en un sitio que yo no
alcanzaba a ver desde el portal.
Eran bonitos y se me quedaban dentro.
--Toma, chupa estas naranjas, tienen vitamina C.
Mis tías-abuelas iban hacia el fondo con el plato vacío y yo, cerrada la pleca
alimenticia, exploraba el cielo de mi cuadra persiguiendo al bisonte. En su lugar, una
gallina crespa, pelipescuecicrespa. Mi bisonte debía andar por otro barrio.
Mes tras mes la conga marchaba sobre ruedas, salvo que hubiese truenos.
A mí me encantaba el relámpago, el trueno me asustaba. Me asustaba que Papa Dios
se disgustase y que en su vivienda se rodasen los muebles. El rayo era peor, el colmo
del susto.
Ahora apenas me asusta. Hace aire de agua y es probable que llueva, que truene y
que caigan rayos y centellas si el tiempo se complica.
Apenas me asusta, al ir entrando en la vejez y vislumbrarla sabia, mansa, tolerante
vejez disipadora de incógnitas, profesora del diablo que aprendió más de ella que de
las trastadas que hizo.
Así y todo, entre los rayos caídos del cielo, escojo feliz el del sol, un rayo de sol,
lalála, en mi corazón, lalála. De noche, el de la luna, rayito claro de luna entre la selva
dormida que iluminas mi camino, de barrio en barrio mientras yo, sempiterna
contempladora de las nubes, oyente de los truenos, sentidora de rayos, a estas
alturas de la vida voy por fin dando alcance a mi fleco, a mi gallina crespa,
pelipescuecicrespa; a mi bisonte.
90
XVII
La Estrella
anduvo has ta que se cansuvo y cuando se cansuvo, h izuvo c l ic y apaguvo la
luz .
En la c lase bromeábamos sobre la ex is tencia ef ímera de las es t re l las
supernovas , supers tars pasajeras que t ras encender mi l lones de buj ías ,
es ta l lan y terminan su carrera con f igura de nubes nebulosas , que le
pregunten a l Cangre jo .
Bromear era la sa l ida que dábamos a la ans iedad por aprehende r e l porqué de
la v ida y del universo y no só lo e l porqué, s ino también e l cómo, e l dónde,
e l cuándo. La ex is tencia ef ímera era en t re nosot ros un tema candente .
Habíamos vis to la ef igie de La Es t re l la en t re las bara jas . Una muchacha
desnuda con un p ie en e l agua y o t ro en la t i e r ra , un rec ipiente de oro , un
rec ip iente de p la ta para ver ter de uno a o t ro e l f lu ido v i tal y, de t rás de e l la ,
una f lor coronada por una mar iposa de a las ex tendidas . En la par te super ior ,
una es t re l la de ocho puntas que regaba es t re l l i t as pequeñas, s imbol izando la
Verdad , l a Esperanza y la Fe .
Fe , Esperanza y Verdad fueron una vez renglones def ic i tar ios en nues t ro
l ibro del Debe y e l Haber . Anduvimos a gatas por su sendero ; a t i entas ,
además . Tener Fe equival ía a creer , y l a creencia abarcaba una cant idad tan
var iada de subrenglones que nos pareció impos ible hacer que funcionasen y
se cumpl iesen a l c ien to por c iento . Idem con la Verdad y la Esperanza .
Es u tópico —aseveramos con e l buche l leno -- . Utópico .
Recuerdo que la u topía y e l par adigma eran puntos f i jos en nues t ras
d i squis ic iones . Tenían es t i lo , un toque de d i s t inción que ampl iaba nues t ro
halo de cu l tura . Y a nues t ro halo de cu l tura no lo quer íamos u tópico , lo
quer íamos paradigmát ico , ambos imbuidos del mister io de las esdrú julas .
Volv iendo a la Fe y a todo eso , lo que nos parecía impos ible , no lo fue . La
Fe que conocimos y t ra tamos a l cabo de los años nos sacó del er ror . El la
conf ió mient ras esperaba y ten iendo razón, conf iando y esperando, se ganó
e l t rofeo . Para que sepan cómo fue , haremos e l re la to de un absceso que
tuvo c ier ta vez en que le dol ió feroz una muela . Le dol ía tan to que se la
hubiese ar rancado con una p inza . La Fe es taba en un gr i to y en var ios
k i lómet ros a la redonda nadie ten ía asp ir inas para a l iv iar la . Todos fu eron a
ver la ,
¿qué podemos hacer por t i? - - le preguntaron .
Esperar —contes tó la Fe -- . La asp i r ina vendrá .
91
¿Cómo va a veni r? ¿De dónde va a venir? ¿Cuándo va a veni r? ¿Por qué va a
veni r? ¿Quién la va a t raer? - - le preguntaron .
Vendrá - -contes tó el la .
No vendrá .
S í que vendrá — fue su respues ta .
El los no quis ieron esperar , se marcharon .
En eso , l a aspi r ina cayó madura del cocotero , a unos mi l ímet ros de la Fe .
Al inc l inarse a recoger la , se le descos ió su único ves t ido . La tomó, se a l ivió
y pensó cómo dar ía las puntadas necesar ias para coser lo . En var ios
k i lómet ros a la redonda nadie ten ía tampoco agujas ensar tadas . Todos fueron
a ver la ,
¿qué podemos hacer por t i? - - le preguntaron .
Esperar —contes tó la Fe - - . La aguja y e l h i lo vendrán .
No vendrán— l e aseguraron .
Vendrán — respondió e l la .
E l los no quis ieron esperar , se marcharon .
En eso la aguja ensar tada cayó madura del cocotero , a unos mi l ímet ros de la
Fe .
Al inc l inarse a recoger la , perd ió una hebi l la de pelo . Cos ió la ro tura como
pudo y se acos tó despeinada a l a sombra de la palmera . En var ios k i lómet ros
a la redonda nadie ten ía hebi l las . Todos fueron a ver la ,
¿qué podemos hacer por t i? - - indagaron .
Esperar — respondió la Fe , a l iv iada la muela y la ropa cos ida .
Todos esperaron , a ver s i e ra verdad que la hebi l la aparecía . En eso la
hebi l la cayó madura del cocotero .
El los se quedaron , creyendo lo que veían y creyendo lo que no habían vis to .
La Fe los abrazó , y de un zurrón de yute sacó unos ces tos que les d io como
regalo . Le agradecieron y quis ieron saber para qu é les daba esas canas tas .
Para echar lo que s iembren — respondió la Fe , mos t rándoles la suya.
92
En var ios ki lómet ros a la redonda, s iempre que había un l ío , l a Fe acudía en
volandas .
Te esperábamos — le decían e l los . Conclu ido el asunto , preparaban una
infus ión y has ta más ver , l a Fe par t ía , pero e l f ruf rú de su ropa se quedaba,
su f rufrú , en su sayón. Una mañana, a punto ya de separar se , se escuchó la
voz de la Verdad que sentenciaba ca tegór ica :
- -¿Ven? La Esperanza es lo ú l t imo que se p ierde .
La Esperanza se s int ió di rec tamente a ludida y exclamó:
- -Razón t ienes . ¿Pero acaso e l los no observaron que desde e l pr incipio yo he
es tado aquí?
El los se res t regaron los ojos y decían que es ta vez no podía ser verdad lo
que es taban v iendo.
- -¿Cómo que no? - -r ipos tó la Verdad-- . ¿Acaso no me oyeron , no observaron
que desde e l pr incipio yo he es tado aquí?
- - ¡Ñooó! - - repet ían e l los , pel l izcándose para cerc iorarse de que no es taban
soñando.
Fue as í como las conocimos y t ra tamos a las t res que , en español cas t izo ,
eran la ún ica e indiv is ible moza que aparecía en la bara ja , con rec ip ien te y
f lor , cercada de es t re l las . Nosot ros éramos e l los , los que viv íamos en los
var ios k i lómet ros a la redonda.
¡Al lá e l que no la vea! - -sentenciamos -- . Para luego es tarde .
La muchacha, apar t e de muchacha, era La Es t re l la , l a mejor de todas .
Antes de conocer la personalmente , l as asomadas a l f i rmamento ya e jerc ían
en nosot ros un inf lujo que —sin saber lo— nos hacía querer ser mejores .
¿Ser ía esa la causa de que nosot ros , a l guasear en e l au la de sde que la
incer t idumbre ex is tencia l nos apaleó con rudeza , nos l l amáramos Bel la t r ix ,
Antares , Proción , Bete lgeuse , Rigel , Aldebarán , Canopo?
Arturo era Arturo . Alegaba que le fas t id iaban los nombretes , por muy
es te lares que fuesen, y e l Fomalhaut que quis imos endi lgar le le sonaba
ambiguo, de varón y de hembra , y é l , né , né , é l no iba en eso . Los hermanos
del cuar to y quin to pupi t res contados desde la p izarra , e l huevo y la cas taña ,
eran Cás tor y Pol lux .
Con Si r io se formaba e l bre te . Había demasiados candi datos para escoger de
ramplán cuál de nosot ros iba a l l amarse S i r io . Los asp i ran tes quer íamos
br i l l ar con 1,3 de magni tud absoluta , t ener un t ipo espect ra l A, y opacar a l
res to .
93
Con ta les asp i rac iones , n inguno quer ía ser t ampoco una est re l la de las
enanas b lancas . Ni los que venían t ras ladados de o t ras escuelas , a quienes le
dábamos e l t í tulo secundar io de “novae s te l lae” . Estos , los novatos ,
emulaban con los demás e inconformes con e l apela t ivo o torgado, quer ían ser
l a única es t re l lona gigante y supergigan te del t ipo Bete lgeuse , honor que
recayó en e l grando te que cerraba la f i la . Su nominación fue indiscut ible ,
aprobada por unanimidad, s in votos en cont ra n i abstenciones .
La bronca se formaba con S i r io . El t amaño externo resu l taba fác i l de medi r ,
pero la br i l l an tez nos la d isputábamos muchos , l evantando la mano para
contes tar an tes de que un acelerado a jeno a l grupo declarase que e l
gent i l i c io de los habi tan tes de Mónaco era monegasco .
Nosot ros , s in que v in iese a l caso en la clase de Ast ronomía , una vez me t imos
e l paquete de que habíamos leído un l ibro que hablaba de lo que hablaba
Zara t rus t ra para deci r , pechisacados , que e l au tor era Nietzsche.
- - ¡¿Quién? ! - -y e l ¡¿quién?! sal ió a coro de la boca del res to .
- -Ene i e t e zeta ese ceache e — rep l icamos , enfa tuados por nues t ro a larde de
memoria .
Zara tus t ra éramos nosot ros .
Ahora b ien , s i qu i tamos los desacuerdos por los t í tu los nobi l iar ios es te lares ,
nues t ro grupo era una cons te lac ión regia . Sol idar ios , pero no p iñeros .
Aunque nos buscábamos la lengua, nos de fendíamos en bloque cont ra
cualquier asa l to proveniente del ex ter ior , y s i había que en t rarse a
garnatones n inguno era capaz de apendejarse . Nos quer íamos .
Fuenteovejuna.
Recuerdo e l ingreso de Antares en un hospi ta l de Marianao donde e l diab lo
había dado mi l y p ico de voces .
Tenía hepat i t i s , e ra d ía de v i s i ta y su compañero de cuar to le había
asegurado que no podr íamos i r :
No vendrán . El t ranspor te es tá malo . No hay guaguas .
Vendrán . Hoy es d ía de v i s i ta — l e respondió Antares .
No vendrán .
Vendrán .
Fuimos , a l a velocidad de la luz .
Ent ramos en la habi tac ión en b loque. El compañero que ocupaba la cama a l
l ado de Antares dio un resp ingo, nos miró , lo miró y exclamó:
- - ¡Chama! ¿Y es to qué es?
94
- -Una cons te lac ión de es t re l las . ¡Eleménta l ! - - respondió Antares con e l
acento de Watson . Se notaba a la l egua que no le cabía un a lp i s te .
En la c lase de Ast ronomía la guasa nos hacía o lv idar lo ef ímero de la
ex is tencia , es te . . . ¿de cada ex is tencia? Anhelábamos ser inmorta les y aquel lo
de la metempsicos is nos dejaba perp lej os . Por ese motivo la ten íamos cogida
con las supernovas , que encendían sus focos y en menos de lo que canta un
gal lo , se fundían , aunque debo confesar , de boca para adent ro , que a las
supernovas les ten íamos lás t ima. Eran f lor de un d ía . Aves de paso .
La e tern idad , a lo mejor . . .
Recuerdo que al vo lver a examinar la bara ja de La Es t re l la , comentamos que
mujer precavida , val ía por t res .
Recuerdo que después del comentar io, la cons te lac ión entera decid ió
f i rmemente que en lo adelante , s in excusas n i pre t ex tos ten ía que ponerse
para las cosas .
95
XVIII
La Luna
llena de mis poemas juveniles fue una bola plateada aterciopelada de argento y
alcamor.
El cuarto menguante, una curva en paréntesis donde oscurecía.
La luna nueva, una sombra de sí, el paréntesis desplayado.
El cuarto creciente, la otra curva del paréntesis donde amanecía hasta formar la
bola plateada aterciopelada de alcamor y de argento que marcaba el transcurso de
los meses.
Ella, en ninguna de sus fases, tuvo marcas de viruela en mis poemas, yo sí.
Ella, en todas sus fases, era la uña larga o en recorte que se pintaba de nácar o
saltaba del alicate de la manicure. Ora uña, ora cutícula.
Señoras y señores:
La Luna es dual, tiene dos caras. Hay quienes aseguran que es hipócrita, porque
tiene dos caras y una de ellas está oculta. Para estos, la Luna anda metida con los
amigos falsos, los cómplices secretos y la decepción. Asimismo, hay quienes aseguran
que la Luna tiene que ver con la amorosa languidez de los suspiros.
Le sacan fiesta los gatos. La saborean los ratones y el poseerla se vuelve la causa de
su reconcomio. Los poetas la veneran. Ella, entera, en recortes o invisible, los deja
hacer, reflejada en el agua, lista para la fiesta, para el palo o la rumba, luna lunera
cascabelera con dos caras que ha sido amante de bardos y vampiros.
Aquí está, a las once y cincuenta y dos minutos pm. leyendo por encima de mi hombro
y no sé dónde meterme. Aborrezco la injusticia. Si todo depende del color del
cristal con que se mire, prefiero pensar que el lado feo ha sido un desliz de mi
ventana.
Ella es ducha en las cuestiones del romanticismo, versada en el camelo de noches
estrelladas con un mar que susurra el latir de corazones que se desmayan de pasión
en la orilla humedecida por las olas que el viento mece parsimonioso mientras de la
96
sala de baile llegan las notas de una orquesta de frac que toca galante pumpupámba-
pum, pupámba-pum, pupámpa-pum Blue Moooon... enchanted... alone... a dream in my
heart, without a love of my own... bis... Blue Moooon... bis... con chasquidos de besos
al final de la pieza en las notas agudas que se van disolviendo en allegro non molto,
moderato que al concluir empiezan la serenata a la luz de la luna Moonlight
instrumental espejada en las aguas de la Serenade tan tararán tararán tararán
tararáran taráran taráran taraaaaán dedicada a los novios de la playa que se besan
en honor de Glenn Miller lavados por la luna lunera cascabelera de plata sterling.
Para poner los pies en la tierra, diré que esa es la faz embriagadora del satélite de
la Tierra.
Está la otra, la cara de pocilga que husmea entre los escombros para sacar a
medianoche colmillos amolados que apuntan al gaznate, a la vena y a la arteria que
pulsan, la yugular cebada donde hincarlos para sacarle el jugo bajo cuerda hasta
largarla sequerosa chupeteando la vena y la arteria repolludas con background de
chop chop y de ayes ayes ayes ay de mí adormecida embobecida papanatas que
olvidé colocarme la cruz en el cuello ajo agua bendita el Sol los olvidé ay de mí que
boqueo con las horas contadas.
Refieren que la Luna actúa con doblez, que se desdobla por turnos en dos rostros, la
faz embriagadora, de faz clara, la faz clara que lleva la pocilga en sus adentros, y la
faz de pocilga, faz oscura también embriagadora, chenche por chenche, Luna, te
estoy viendo las luces y las manchas en tu semblante dual luna lunera cascabelera
concubina de bardos y vampiros, luna lunera dupla de chicha y de limoná, con cara de
yo-sí-fui, con cara de yo-no-fui, de dos pingüé, de tin-marín.
Es un caso serio la Luna. Hasta tres rostros tiene, ni el uno empalagoso ni el uno
avinagrado, hay un rostro tercero que es el suyo, con su cara redondona, luna maja
agorera que vaticina flores o puñales o puñales y flores del estaño que nombra el
Federico, del bronce que nombra cuando los gitanos vienen a galope por el olivar de
España y Federico narra que el niño está mirando el polisón de nardos de la luna que
huye.
Yo sé que el aire la vela, pero quiero saber.
Quiero saber si la luna es de algodón o de plata,
o el corcel que se refleja en los temblores del agua.
O el viento que en la escotilla y en la escalera mojada
97
me machaca los recuerdos gastados como barajas.
Pero me corta la arena, se me confunde la playa
y hay alboradas negras y noches que son más blancas.
¡Qué tormento esta existencia que convulsiona mi barca,
esta nieve derretida, este sol lejos del alba!
Se me escapan las respuestas, aquellas nunca encontradas,
que si he buscado en los astros es porque en tierra me faltan.
¿Qué harás tú o que harán todos? ¿Qué haré yo con tanta escarcha
congelada entre mis dedos como féretros de algas?
¿Escribir algunos versos si tal vez de madrugada
es cuando el llanto del niño se afila como una espada?
¿Acaso es mejor bajarse cuando se quiebra la rama,
ignorar que se está vivo, oír que la muerte llama?
¡No! El horizonte está cerca. ¡Por favor, que no se vaya!
Porque quería saber escribí estos versos y los dediqué a Federico, sabiendo, sí, que
la Luna era un caso serio y que su cara tercera, la maja, podría apuntalar mi
esfuerzo de salir airosa de un cráter en el que había caído en uno de los peores
arrechuchos de desolación que me han dado desde que vine al mundo, ochomesina
apurada por hacer amigos, tomar caldo de remolacha, compadecerse del peleador
hastiado de fajar en la pecera, traducir libros sobre las clavículas, los antónimos, los
estornudos; por quitarle el moho a las caracolas, meter estrellas en el horno para
aguantar los momentos difíciles, anudar tendederas en banderolas de ángeles, ver
caer chaparrones en puntillas, olvidar las baladas fallecidas de anemia sin primeros
auxilios, compartir los diciembres de papel de cartucho, el pan que cruje; extirpar
las metástasis de las ortigas, agonizar en su barrio con aguacero, descifrar
jeroglíficos, disfrutar las guarachas, carecer de anticuerpos tontos de capirote,
repartir chocolates, moldear con el barro un cuenco de tomar buenos consejos,
llorar la muerte de las jicoteas, ser bohemia en las aulas magnas, explicar a los
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chiquillos cómo se hacen los papalotes, avivar con su aliento las calderas, servir
mermelada al cobrador de la luz, reírse porque se achicharraron los frijoles,
matricular el curso de los delfines, prepararse un trago en la barra querida de
aquellos tiempos, multiplicar los panes y los peces, plancharse el entrecejo, dejar su
tensión arterial para el día siguiente; roncar como un lirón, tener los ovarios bien
puestos, montar guardia al pie del cajón de los juguetes, rezongar, meter la pata,
sacarla y brindar, ¡salud!, a contrapelo del granizo y de los aquelarres.
Porque quería nacer, apurada, escribí esta declaración de principios durante una
travesía en mi lavabo, tripulando mi cáscara de nuez que, lejos de zozobrar, echó
anclas en la tierra prometida.
Ella, tierra al fin, con sus pros y sus contras, con una luna que está dándole vueltas,
la luna con cara de luna, de plato llano, la luna prometida de las postales y los
ofrecimientos que empeña su palabra sin jarabe de pico, luna a carta cabal con mala
fama, reputación dudosa que exonero al decir que es difícil la luna de primera
intención,
que habrá que acostumbrarse todavía a que, del otro lado, no aguarda por nosotros
un arca de madera;
que habrá que acostumbrarse a no coserle la mejilla partida,
a no zafarle el enredo de los puños,
a dejar seguir por allá arriba, paliducho, distante, su queso mordisqueado a sangre
fría,
por su suero vagando, inofensivo, plomo, igual que los espejos.
Que está oscuro y huele a queso, pobre luna.
En las entretelas, ahí donde hay un lugar para cada cosa y cada cosa ocupa su lugar,
la luna inspira compasión. La siento relegada a segundos planos, condenada a iluminar
con tubos de luz fría muy muy blanca e insípida, que no calienta. Y si a ello sumamos
lo del carrillo tenebroso, la pobre luna está frita, pegada al techo, si bien hay
circunstancias en que resulta delicado tomar partido y la luna es una de ellas, dura
de pelar.
Yo, con ínfulas de poeta, elijo el tercer rostro, la sumatoria de ambas caras que
resulta en la luna circular, la luna guapa que, si no se le cuquea, no da qué hacer, la
reservada, la punto en boca, hasta que profetisa. Ahí es donde la luna de coco se
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inunda de agua, ahí es donde radica el quid del asunto, ahí es donde sale a relucir el
ser o no ser del satélite de la Tierra.
Yo, lunática que soy, de pascuas a san juan pongo los pies en la tierra y de san juan a
pascuas no distingo la bola de trapo. Eso sí, detesto los extremos y secundo
plenamente el nada en demasía de los antiguos. Me jeringan las hipérboles. Lunática
que soy, ni voto por el rostro de alcamor ni voto por el rostro de pocilga. La luna es
de espejo, y la cara que mira quien la mira, sin confusión que valga, es la suya, cara
propia del mirante mirador, la tercera que apunta en dos columnas los débitos y
créditos del karma y que, de conformidad con el saldo, vaticina, lee las manos y tira
caracoles y las cartas, luna lunera cascabelera que soltó la lengua cuando habían
partido ya los cosmonautas y el pum pupámpa-pum pupámpa-pum sonaba en la orilla
de la playa por detrás de los novios que se pedían fidelidad, paciencia, otra cita,
amor eterno, besos y la luna.
Se pidieron la luna y yo, cazadora de experiencias variopintas, recibí un alegrón de
los duraderos. Tan es así que hoy, a las once y cincuenta y dos minutos pm., a finales
de octubre de este año, le tiro una soberana trompetilla a los vampiros.
Si no lo hubiesen hecho, ¡qué desánimo! Si ella o él le hubiesen preguntado a la luna
con quién estaba esa noche él o ella, si uno u otro le hubiesen pedido que le dijeran a
uno u otro que uno u otro se morían de tristeza, que volviera uno u otro con
urgencia, el bache del alma me hubiese durado todavía, hubiese acabado por llorar y
el hombre-lobo se hubiese puesto las botas:
Avísame cuando salga la luna llena —hubiese dicho éste a su ayudante al tiempo que
se amarraba los cordones.
El final es harto sabido, la pelambre, las garras, los dientazos creciendo, los ojos
enrojeciendo, el lobo retorciéndose con el estira y encoge de las coyunturas, con su
ida y su vuelta, el lobo feliz con la Caperucita pasándole por el yeyuno, por el
duodeno, el íleon y el lobo durmiendo la hartera, retorciéndose con el encoge y
estira de las articulaciones, con su vuelta y su ida. Hambriento. Contando los días
que le faltan para llegar al mes que viene.
Avísame cuando salga la luna llena —le estaría diciendo a su ayudante al tiempo que
se estaría zafando los cordones.
Por esto y por aquello, mi guardia sigue en alto. La luna es un caso serio, y por sí o
por no, recuerdo que hay moros que andan por las costas, tan tararán tararán
tararáran haciéndose los chivos locos a expensas de las fases y las faces de la luna
prieta, lechosa, palo rosa, azul, cambiacasaca.
100
Yo, por sí o por no, me mantengo a la viva con los chivos locos, los conozco de sobra,
fíjense que aquella yerba verde, se la comieron. Gracias por vuestra atención.
Señoras y señores:
Hay temas peliagudos que exigen ser tratados de esta forma, aflojando la mano en
las tintas amargas. Hoy, a las once y cincuenta y dos minutos pm., me esforcé por
hacerlo. Si lo logré, les pido que permanezcan en la sala. Si fallé, salgamos, hagamos
un receso, lavémonos las caras, despabilémonos, retornemos, queda pendiente un
aspecto de precios por tocar:
lo caro que cuestan las excursiones a la luna de Valencia.
102
XIX
El Sol
renace, después de tanta luna, en el oriente de mi sillón de estar.
Se cuela por mis hendijas y por la chimenea insistente que jamás faltaba en los
dibujos de la casa en el bosque con trillo y, a la izquierda, árbol de copa ondulada
que recién se soltaba los bucles en el pedestal de un sol coloreado con yema de
huevo contorneado por signos de admiración. En el trazado podía faltar cualquier
menudencia salvo casa, trillo, árbol, sol y en especial la chimenea. Ella era la ruta de
acceso de los Reyes Magos, de Santiclós y del humo que indicaba que había dibujado
un hogar. Una vía de sentido para acá, marcada afuera por el rectángulo de ladrillos
y una vía para allá, marcada adentro por la mecedora, colocada frente a ella. Esa era
la misión de la chimenea, mi tubería directa con el sol, con su cocineteo y sus
pobladores.
Es temprano y el solecito empieza a calentar los motores.
Hacia delante y hacia detrás, la andadura imperturbable del balanceo me va
haciendo caer en la modorra que hacia detrás y hacia delante me va haciendo echar
los repelones que quedaron truncos la noche anterior, pasada cavilando cómo lograr
que los ciento sesenta y cuatro pesos de la chequera alcanzasen para cubrir los
gastos de bodega, de luz, de teléfono, de agua, de gas con ciento sesenta pesos,
sesenta, cuatro pesos. Ah, y ochenta y cinco centavos.
Ni Merlín podría conseguirlo. Nuevamente, los sabios daban en el clavo: el pa’ atrás y
pa’ alante de la mecedora nos brinda algo que hacer, pero no nos conduce a parte
alguna. Los recuerdos sí, con su procedimiento de trancar los ojos y de arrastrarme
por los pelos a los años vencidos en que yo me iba temprano en bicicleta a esperar
los camiones con los pescados frescos.
Éramos varios y nos agarraba la noche comiendo muestras de majúas. ¡Cuántas
escapadas nos dimos el Diamantino y yo a Batabanó para codearnos con los
pescadores, qué orgullo, hasta que el cielo comenzaba a ponerse prieto y teníamos
que salir pedaleando hechos dos locos con la ropa y los poros impregnados de
escamas hasta los topes, revestidos de lamé!
Yo creo que el pescado jamás me gustó tanto como en aquellos años cuando nos
reuníamos la comitiva entera de los seis de siempre, Amanda María, Pedri,
Marynieves, Lola, el Diamantino y yo a jugar monopolio en el quicio del salvaje de
103
Bermúdez que le pegaba a la mujer y al chiforrober. Los seis éramos fijos; había
varios corridos.
En aquellos tiempos, ¿me oyes, Icaro?, la mamá del Diamantino soltaba la gandinga
en el correo y aun así venía cada tarde muy derecha y nos pasaba la mano por el
cráneo a modo de saludo, quiay Asunción, le decían los demás, ahí tirando, quiay ¿y
ustedes?, pues ahí en la marchita, y no vayas a comer muy tarde, muchacho y la
mamá del Diamantino seguía por la acera con su aperreo postal hasta el día siguiente
en que acontecían los mismos quiayes en los tiempos de los dulces que vendía la que
parió jimaguas al doblar y les puso José a los dos para ahorrarse un nombre porque
decía que eran cagaítos. Ni el Súrsum Corda pudo convencerla con una fotocopia del
almanaque con santoral al dorso.
En aquellos tiempos, ¿me oyes, Icaro?, recuerdo que el Diamantino y Pedri se dieron
un platónico gustazo con Bestial Teresa, tan alta y tan mullida y el Diamantino y
Pedri tan vejigos, y ella lo sabía y se enganchaba del bíceps de su novio al cruzarse
con ellos y perdimos la cuenta de los shows de encuerismo en la ventana sabiendo
que el Diamantino se trepaba al árbol para vacilarla y contarle a Pedri del
rascabucheo pues la rama era quebradiza y no podían estar los dos subidos allá
arriba en la época aquella de querer mujer sin tener con qué sentarse la cucaracha y
en que Bestial Teresa era un sueño rosado que se casó en seguida y cerraba
entonces la ventana y el Diamantino le dijo bai bai al árbol y Pedri a los cuentos
picantes cuentos verdes...
... pero verdes, ¿por qué?
... porque sí.
... chico, dime, cuentos verdes, viejos verdes, pero verdes, ¿por qué?
... porque sí.
... pero verdes, ¿por qué?
¡Coño, Pedri! Porque son de ají, porque pican, porque tratan de eso, de la cosa, del
fuiquifuiqui.
Yo supongo que Pedri finalmente entendió cuando el Diamantino cerró el puño y —
avísame si hay algún sapo por ahí— lo movió misterioso pal piso y pal techo, dos
veces, acotando que en inglés a eso le llamaban monki bisnes.
En esa vieja data hubo muchos sucesos en Batabanó adonde —en visita oficial—
íbamos en carro con Asunción a ver cómo andaba el tío materno Esteban Rodríguez y
104
Mora, que viajaba a Las Tunas y tuvo una querida con dos hijos que usaron su
apellido de Rodríguez porque el viejo se portó como un hidalgo y el Diamantino quiso
siempre tener un retrato suyo. Hubo muchos sucesos, cantidad de sucesos que no
puedo contar porque, cumpliendo los dictados familiares, yo no metía en lo que no me
importaba.
En aquellos años, Icaro, comenzaron los estudios de noche por aquellas calles
frecuentadas de la estación de trenes y el primer viaje sola a las Quimbambas, alma
en pena sin tener a dónde virarme como ocurre en los cuentos y el trabajo début en
inglés o en francés o en la oficina y más tarde las fiestas del guatao aguadas con
recuerdos de años idos esperando que Batista pasara en maquinón para tirarle
piedras y salir corriendo y escondernos, defecados de mieditis. A decir verdad,
piedras nunca le tiramos, solamente lo mirábamos con malos ojos.
En aquellos años, Icaro, el Diamantino era un hombre desdichado que vendía telas en
Muralla y no ganaba rifas yo no sé por qué causa si ganaba alguien siempre, hasta
que gané yo cuando el patrón San Judas me mandó a ver a Apolo y yo lo invité,
embullé al Diamantino a que fuera conmigo con una mano alante y la otra atrás
abochornados de que él nos recibiera, a nosotros, los colores subidos y locos por
entrar y dejar en el suelo las mochilas y quedarnos a vivir en sus predios durmiendo
en colombina porque aquello de seguro estaría de bote en bote.
El Diamantino y yo en ningún momento tuvimos una relación de las formales. Nos
gustábamos. Él nunca se me declaró y todo el amorío se iba en miradas de carnero
degollado que él me lanzaba y yo le devolvía. Los otros cuatro ya habían sido citados
y recibidos por Apolo, con colombina y todo eso.
Fueron los tiempos, Icaro, de comenzar a pretender el Sol, de surcar veredas y
caminos para arrimarme a él y tratar de que algo se me pegara.
Desde entonces, hice lo indecible por llegar a la meta y en mi mejor empeño
abundaron las pifias, los dislates, las narices de cera calcadas del perfil de
Cleopatra que me puse de joven para cambiar la historia del mundo, deslumbrar. En
cuanto a la nariz, un mal día se desencoló terminantemente y mi único parentesco
con la soberana grecoegipcia lo fue mi poliuria, la mía de Julia L. Simeona de la
dinastía de los Ptolomeos, ñata, sin nariz, que si se cayó, no fue desencolada, sino
derretida. Me pasó como a ti, que quise llegar al Sol sin que fuera mi turno y al jugar
con candela, nos quemamos. A la cita de Apolo debimos acudir pisando bonito, en
acordes de marcha nupcial y lo que hicimos, ambos, fue carrera en pelo. Estamos
avisados, para la próxima.
105
En rigor, es una panacea aflojar la mano de vez en cuando en las tintas amargas. Se
desembuchan las púas que atarugan y se elimina lastre palmo a palmo, Icaro, y con
cada fardo que se bota, palmo a palmo le sale una tilde al redondel, solecito en
ciernes del dibujo, sol interno del alma, tilde que nos sale en redondel, espíritu en
Big Bang.
En el dibujo persistió por decenios la morada en el bosque con trillo, árbol de copa,
firmamento soleado, chimenea. Adentro persistió la mecedora, persistí yo, persistió
la chequera del retiro, ciento, sesenta, cuatro, pesos, ochenta, cinco, centavos. El
pa’ atrás y pa’ alante que lejos de ser columpio de recreo, me meció por decenios en
el potro del martirio. Isis con velo la solazosa, Isis sin velo la tortuosa. Espejo de mi
cara de ocasión. De la que viste y calza.
¡Pues no! --protesté--. ¡Arriba con los faroles! --y frené en seco.
Cuando vine a ver, almidonada y compuesta, me hallaba en un banco de la Plaza de
Armas, desprovista de esa clase antañona de armas.
Mi vecino de banco es locuaz. No parlaembalde, sino locuaz. Me está contando su
vida y sus milagros con la gorra quitada, para que el sol le entibie la tonsura y se le
vaya la frialdad del sereno que cogió levantado al amanecer para hacerse un análisis
en el policlínico.
--¡Estírese al sol, señora! La solanera en tanticos es excelente para el reuma—me
aconseja tras haber escuchado la sección médica de mi pliego de lamentaciones.
--Gracias. Usted...
--Me llamo Manuel, Manuel Antonio, ese es mi nombre de bautizo, y aunque lo
parezca, no soy chachalaca —comenta gozoso--. Solamente hipertenso.
--¿Chachalaca? --pronuncio con extrañeza.
--Hablantín.
--¡Ah! Yo tampoco lo soy.
--¿Chachalaca no le suena a tolondro? --añade él.
--¿Tolondro?
--Alocado.
--¡Ah! Yo tampoco lo soy.
106
--¿Y tolondro no le suena a mochales?
--¿Mochales?
--Loco —aclara él.
--¡Ah! Yo tampoco lo soy —balbuceo--. Y soltamos la carcajada disfrutando el
jolgorio de carecer de estrambóticos rasgos en común.
Hay que jugar, señora, hacer ejercicios con las palabras, hay tantas por ahí tiradas
al olvido... Y lo que no se usa, se atrofia, ¿qué opina usted? --y me guiña un ojo.
Que sí... sí...—y me quedo pensando en las que se atrofian porque las meten en la
sopa y con las reiteradas herviduras pierden la sustancia.
Él me convida a almorzar a su apartamento en la Habana Vieja, me presenta a su hija
y a dos nietos. La esposa había colgado el delantal y salía ya a comprar vegetales al
agromercado:
--No demoro, está usted en su casa. Momota, atiende a la señora, que Manuel va
conmigo para ayudarme con la jaba.
--Vaya tranquila, Gloria, me siento en casa, mejor que en casa— le agradezco.
Salimos al balcón.
--¿Ve esas sábanas? --me pregunta la hija.
Me inclino, asiento.
--Las lavé con lejía, pero es el sol quien las mantiene así, impolutas, libres de
churretes. ¡Huela! ¿No le da el olor a sol?
Huelo con consciencia de oler y huelo a espuma, un soplo caliente y fresco otrora
conocido.
--¡Hummm! --paladeo--. Aperitivo y postre. Miel sobre hojuelas.
Asomados al balcón de Tejadillo (altos) nos rodea una yema de huevo. Siento alivio.
La chequera del retiro la olvido entre renglones. El sol de las dos de la tarde, el
postprandial volcado en el entorno, cede el puesto al disco de tomate que se va
braceando a la pagoda y me da por acordarme del Diamantino y de los seis que
fuimos por aquellos años, hoy tres adentro junto al sillón de estar leyendo historias
107
y tres afuera junto a la tubería enladrillada por donde, escribiendo cartas, me
comunico con ellos, con Santi y con los Magos.
Con el Diamantino me comunico por telepatía. Él está trajeado de Infante en mi
memoria y yo soy su Infanta prometida en casamiento con un solazo encima que echa
chorros de tildes poniendo en los vocablos los acentos donde van los acentos, tu
potámida, Diamantino, tu potá con la tilde en la primera á en lugar de la potamida
que escribiste en mi libreta, potamida sin énfasis que suena a tabletas de farmacia,
--¡Manuel, oiga esto, ¿sabe de lo que acabo de acordarme?!
XX
El Sarcófago
era todo lo que había escrito en esta hoja, un título, devanados los sesos cavilando
cómo iría a describir lo que era, lo que no era.
Era fácil decir que El Sarcófago de la ceremonia estaba hecho de granito o de
basalto o de cualquier piedra dura que pudiese labrarse con inscripciones en las que
resaltaría un escarabajo, símbolo del sol que se renueva y resucita al renovarse.
Lo enrevesado era hablar del Sarcófago vacío y luego, del Sarcófago lleno con sus
ataúdes de madera...
El vendedor ambulante de los sábados es Adolfo el güinero. Ve mi puerta
entreabierta y se asoma,
Mire lo que traigo hoy. Grandes y baratas —anuncia, portador de buenas nuevas.
Me agacho a examinar el contenido del bulto que había volcado en el pasillo. Dos
vecinas se aproximan curiosas. La brisa del balcón del 5to. piso arrastra unas capitas
transparentes, mantones ¿dónde van con mantón, de Manila?
--¡De cebolla! --rectifico, entusiasmada por el descubrimiento.
108
Le compro un buen mazo de cebollas y de alegorías. Regreso a mi máquina,
confortada con mi vegetal quitapesares, y a teclear...
“En El Sarcófago vacío yacen los adeptos aún impuros que desean depurarse a todo
costo aniquilando sus diablillos del ego las bribonadas suyas del valiente que si sale
apaleado del Sarcófago va contento y ligero pluma al viento hasta que muere y se
muda de una vez al Sarcófago lleno de ataúdes que serían, cebolla figurada, las
capas sobrantes que perdió en la lid del Sarcófago vacío trasquilado de afuera hacia
adentro de círculo en círculo por el Orco endiablado al que bajó ene veces para
después subir a los Campos Elíseos ya potable y filtrado en el ritual.”
Pongo el punto, cierro comillas. Claro como el agua. ¿Claro, como el agua? --reitero
indecisa y recuerdo los mantos que el aire del balcón arrastraba, se llevaba consigo.
--¡A la carga! --murmuro, y prosigo el tecleo.
“A menudo un príncipe valiente cargaba con su almohada, se acostaba en El
Sarcófago vacío, cerraba los ojos y le daba hacia atrás a la película que había
protagonizado hasta entonces, personaje central de la trama suya, de bocadillos y
parlamentos suyos, del aviso de ¡luces, cámara, acción!, del aviso de ¡corten!, de ¡a
repetir la escena! de ¡a seguir el rodaje!”
Menuda tarea la del príncipe valiente, que ensayaba con su escalpelo la disección del
príncipe valiente.
Príncipe, como en los cuentos y en las películas de hacer el bien que dan antojo de
vivir en una corte super, verlo venir en un caballo super y, a la hora del crepúsculo,
retornar al castillo a compartir una taza de té conmigo, la princesa que no era
princesa compartiendo una taza de té con el príncipe que no era príncipe, como yo, ni
ocho cuartos. Si era un tipo gallardo y bonachón, ¿qué más podía pedirse?
Lo importante es que estuviese ahí, acostado en El Sarcófago de la ceremonia para
enmendarse la plana.
Él, bizarro espectador de su película, era un símil de cebolla que descartaba escenas
como mantos largados al pelarse.
Pelacapotes era, yaciendo en El Sarcófago de la ceremonia, en la capilla ardiente con
ingreso prohibido a los pelagatos.
Un viaje. Se trataba de un viaje con escalas, rumbo a las entretelas.
De pasarse en limpio, cual boceto que elimina las erratas.
109
Un parto. Se trataba de un parto, de pujar y alumbrarse, ay, en las entretelas.
De bajar. De subir. De largar capas, mantones de cebolla.
El limbo era el arranque.
Recuerdo que goteaba, que érase un cernido que de la noche a la mañana humedeció
la siembra. La cebolleta figurada, alegoría de gente, descendió a la capa inicial del
envoltorio trompicando con adeudos de lujuria, ¡ay si lo hubiera sabido!, y pujó y
bajó a la capa zaguera a trompicones con los restos de gula que se expían en el lodo
de cocteles recocteles langostas relangostas frijoles refrijoles lechugas relechugas
con arroz rearroz y cakes recakes con su nata renata, en el fango.
Después, recuerdo que pujó, descendió y se fue cebollona a la capa zaguera
trompicando con deslices de malbarato y avaricia que se desconflautan entre sí, los
regateos chocando con las gangas y lo mal gastado con lo mal guardado, con
topetazos, con moretones.
Que después pujó, descendió y se fue cebollona a la capa zaguera trompicando con
restos de cólera y despecho que tiritaban en la laguna, rancios de soberbia, residuos
de la saña tiradora de cacharros, mentadora de madres, de la ira arrebatada de las
g y de las r, a como salga, con la g revolcada con las erres grr las erres grrr las
erres grrrr.
Después, recuerdo que pujó, descendió y se fue cebollona a la capa zaguera
trompicando con los brotes de herejía de su a santo de qué la reverencia lo
reverente el reverendo que nunca fueron santos ni de su devoción ni de plegarias y
que pujó y se fue, apolismada, trompicando a la capa zaguera, ¡ay si lo hubiera
sabido!, de los violentos contra los violentos que se pisotearon a sí mismos, a los
demás, al césped, pisotón pisoteo si no te quitas del medio te pateo, y que pujó y
bajó y se fue cebollona a la capa zaguera trompicando con pecadillos de fraude, ¡ved
qué lazo!, ¡engalanado lazo de seda pura! para tender caídas en el lazo y de paso
jugar, ¡ved qué juego!, ¡engalanado juego de pasada! Y de malas pasadas.
Recuerdo que pujó, que descendió tullida a la capa zaguera donde los traidores se
entumecen en chirona oyendo a Pepe Grillo, te oigo, ya te oigo, Pepe, muy claro que
te oigo, Pepe-Grillo-Pepe-Grillo-Pepe-Grillo-Pepe-Grillo-Pepe, ayayay. Nueve capas,
en círculo, dantescas. El Infierno al desnudo, pintado por el diablo con el desenfado
con que pintó a Perico.
110
Después, que pujó para subir la loma del Purgatorio sin tanto zarandeo, girando en
espirales, la aboleadora de limpieza general a siniestra y a diestra espulgando el
fondillo de los muebles donde quedó metido lo que no vio la suegra, la caca en los
resortes de volutas en cuya cima, jadeando, vislumbró en la tierra el Paraíso; que
pujó, se remojó y partió cebollona a orear las capas pulcras en las tendederas de los
cielos, ventilado Paraíso de cuestiones zanjadas, ventiladas.
En mi libreta de apuntes El Sarcófago vacío era la pica por poner, anotada en los
asuntos pendientes para hoy que no podían aplazarse para mañana cuando el
durmiente pasase a mejor a vida, espulgado de carcoma.
Mañana en El Sarcófago habría pues un ataúd de madera y dentro de éste, un ataúd
de madera que contendría un ataúd de madera más pequeño donde habría un ataúd
de madera dentro del cual habría un ataúd de madera que contendría un ataúd de
madera más pequeño, empotrados como se empotran los cubos de jugar y esas
matriushkas que se achican y se agrandan en capas sucesivas que las protegen con el
mismo afán con que protegen a las cebollas.
Reanudo el tecleo, orgullosa de mi vegetal quitapesares:
“En la Antigüedad hubo griegos que referían que el sarcófago era sarcófago porque
era comecarne. Antes, hubo egipcios que referían que El Sarcófago era la
incubadora que empollaba el huevo, depositado ahí hasta que la sustancia que
guardaba empollara al pito-pito-colorito depositado ahí hasta que la sustancia que
guardaba empollara al serafín depositado ahí hasta que la sustancia que guardaba
empollara al arcángel y el arcángel al ángel, para no mencionar a todos y cada uno de
los espíritus celestes que cantaban en los nueve coros salidos del cascarón del huevo
salido de la incubadora que en verdad era El Sarcófago que, también para los
antiguos latinos, representaba un hito en la finis coronat opus. ¡Acabáramos!
Tendido en El Sarcófago vacío, el durmiente es eso, una cebolla esperanzada en vivir
tiempos mejores. En resumidas cuentas, un grano de polvo que llega desde afuera
corrientón y puja por entrar y por parirse, simiente en el umbral donde la luz brilla
por su ausencia.
Eso, alguien de buena voluntad que cargó con su almohada, se encamó en El
Sarcófago y se puso a esperar lo que sabía le esperaba en lo oscuro oscuro y en lo
solo solo donde afirman que se es como se es realmente y se proyecta en la pantalla
de los párpados el filme de las cosas y las gentes vividas por aquel que llega con su
almohada y se desviste para jugar sin guante y limpio, en la piedra en la cama
cabecera de piedra con lo hecho, lo dicho, lo pensado otrora, hoy, a la sazón, ¡si lo
hubiera sabido! Ay.
111
En El Sarcófago vacío de la ceremonia ayayay se cobran los atrasos, el peaje de los
trechos recorridos, y a cada trecho, el pecho, al trecho, pecho.”
Hago una pausa, me apoyo en el respaldar de la butaca y asalta mi memoria una
cebolla, conocida de pe a pa. Se había criado en los suburbios en que un día sí y otro
sí echaba carnes embutiéndose como una sabañona que no masticaba ni tragaba al
pensamiento lindo. Lo quería apartado, le tenía aversión desde el lugar común en las
afueras donde ramblas, puentes, bulevares podrían haberse edificado, ¡ay si lo
hubiera sabido!, para acortar distancias cuando en el correteo apretara el zapato.
Se llamaba Primera Persona del Singular. Convivimos bajo el mismo techo. No
congeniamos.
Si el zapato me apretaba,
¡Zapatero a tus zapatos! --decía ella, y ahí venía la avalancha de zapatos mis zapatos
Tus Zapatos—recalcaba--, alud incontrolable que se me iba de las manos, se me iba,
de los pies.
--¡Basta, por favor! --tenía que suplicarle para que aquello cesara.
Pero si el agua me llegaba al cuello,
¡Sálvese quien pueda! --decía ella, y ahí venía la avalancha de los salvavidas, mis
salvavidas, Tus Salvavidas—recalcaba--, alud incontrolable que me colaba roscas,
roscas del gollete a las piernas y me dejaba en el lugar con mi envaramiento, un
tornillo, tiesos tiros al aro de palo.
--¡Basta, por favor! --tenía que suplicarle para que aquello cesara.
Y si estaba hasta la última gota,
¡Que llueva que llueva la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan las nubes se
levantan que pin que pon que caiga un chaparrón! --decía ella, y ahí venía la avalancha
de las gotas de punta, mis gotas, Tus Gotas —recalcaba--, alud incontrolable de
raíles que no hacían sino barrenarme la sesera a puntazos.
--¡Basta, por favor! --tenía que suplicarle para que aquello cesara.
Entonces le daba por secar,
¡San Isidro el labrador quita el agua y pon el sol! --decía ella y ahí venían los
terrones agrietados y los gajos marchitos y los cauces estériles, alud incontrolable
de polvaredas que me largaban enjuta.
112
--¡Basta, por favor! --tenía que suplicarle para que mi vida entrara por el aro como
Dios manda.
El episodio de las castañas tuvo igual comienzo, nudo y desenlace. Quise comer
castañas asadas y las puse al fuego. Ella quiso sacarlas, alegando que estaban a
punto.
Yo quería castañas asadas; ella, sacarlas crudas.
¡Te sacaré las castañas del fuego! --porfió ella y ahí vino la avalancha de castañas
mis castañas Tus Castañas, crudas e indigestas.
Fue tanto el retintín que, de haber jugado balombié, me hubiese callado la
frecuencia con que no daba pie con bola. Desesperada, le pedí ponerse en mi lugar.
¡Ingrata! --masculló--. Te mereces que te vea y ni me acuerde.
--¡Ojalá! --exclamé.
Rompimos relaciones.
Yo, narradora de historias en singular, no mordí sus anzuelos con carnadas de al por
mayor. Decidí relatar al menudeo, sin empaque de ringo-rango, sacándome las
piedras del zapato con los humos bajados del cuello y saciada ya la sed de agua.
Con la tal Primera Persona del Singular no quiero cuentos, sus cuentos. En el tintero
está, olvidada en su tinta, enmagreciendo como tusa, en maridaje con Plural de
Modestia que, a la postre, sopla la pluma y ni se sonroja ni carga con su pesao:
--¡Nosotros, los Ache-Pé...! --exclama, y resulta que el Ache-Pé era uno; noble el
resto.
--¡Nosotros, los Sesudos...! --exclama, y resulta que el Sesudo era uno; alcornoque el
resto.
--¡Nosotros, El Rey! --exclama, y resulta que un plural antes genuino deviene mofa,
chiste mayestático.
¡Vade retro!, los expulso, agotada por el brío reiterado de ayunar en la caja, de
granito, con inscripciones, en las que resalta un escarabajo pelotero, volteador de su
bola de porquería que rueda sin coger por la tangente, de capa en capa, hasta que el
sol se asoma en la trastienda del Sarcófago coprófago, ¡a mucha honra!, una olla de
grillos tapada destapada con todo y su golosina.
113
Recuerdo que éranse una cebolla y un versado Ratón Pérez....
Que desde que el mundo es mundo hay sarcófagos vacíos que se llenan con ataúdes
de madera empotrados como cubos de jugar, cebolletas con velos que fueron del
limbo al Paraíso por una selva oscura de manita muy suelta, machacona, zurrona, que
camina en círculos.
Que las alegorías son señoras respetables.
Que desde que el mundo es mundo, las cebollas, ¡qué ricas!, se pelan capa a capa. Y
se llora.
114
XXI
El Adepto
nada tenía que ver con la flor de la maravilla antes de concluir las ceremonias de
iniciación.
¿No había sido un zángano de colmena?, ¿trapeado el piso con su paño de lágrimas?,
¿no le eran indiferentes los sindicatos? ¿la muerte de la Piaf?, ¿los pollos sin cabeza
con las patas cruzadas?, ¿las consecuencias de las canas al aire?, ¿los techos
apuntalados?, ¿que los niños tuvieran voz y voto sólo cuando mearan las gallinas?
Antes, si escuchaba un pedido de auxilio, ¿no acudía con pies de plomo?
¿No tuvo que llover mucho para que le preocupase la intemperie?, ¿solicitar ayuda
para apreciar la marcha a paso doble?, ¿perder la cabeza para quererla fija sobre
los hombros?
Antes, si veía una paja en el ojo ajeno, ¿no tapaba la viga en el propio?, ¿no escondía
su caca debajo del tapete?
¿No tuvo que dar por perdida la paciencia para salir finalmente a buscarla?, ¿ser
tonto consolado para que le doliese finalmente el mal de muchos?
Antes, para ahorrarse los tacones y las suelas, ¿no caminó bastante con los codos?,
¿no le hablaba a los sordos con su hilillo de voz?, ¿no tuvieron que cruzar los mares
bandadas de águilas para que aprendiera el sentido del vuelo?, ¿darse de narices
para no andar metiendo las narices?
Antes, si le pedían que cantase, ¿no aceptaba para dar la mala nota?, ¿no se hacía el
loco con el amigo?, ¿no tuvo que soportar los madrugones para saber que no
amanecería más temprano?, ¿que no iría lejos alante si corrían bien los de atrás?
¿Por qué le molestaban las mariposas?, ¿el corazón que sentía sin que los ojos
viesen?, ¿que la mano derecha lavase a la izquierda y su viceversa?, ¿los pobres con
jaba grande?, ¿la letra y el espíritu?, ¿que recogiese el que sembrase?, ¿que en casa
del ciego el tuerto no reinara?, ¿que coexistiesen los descosidos y los rotos?, ¿las
almas gemelas?, ¿el Himno a la Alegría?, ¿el arco iris?, ¿los tales para cuales?, ¿los
buenos indicios?
115
¿No tuvo que sufrir muchas ausencias para implorar al final muchas presencias?,
¿que padecer presentes para añorar ausentes?, ¿que recorrer estantes de zapatos
para encontrar la horma del suyo?, ¿que ver comer los patos y al final ser él quien
los pagaba?, ¿aprender que la suerte no era en lo absoluto una chiflada y que no le
tocaba a cualquiera?, ¿que al final la suerte no existía?, ¿que en los campos de
viento crecían tempestades?, ¿que la culpa era limpia y no caía en el suelo?
Antes, ¿por qué no agradecía los favores y decía que las gracias las hacían los monos
en las plazas?
¿Por qué quiso imitar el llantén de los cocodrilos?, ¿el zarpar con zarpazos?,
¿hacerle un hueco en el bolsillo al primero que le ofreciese su bolsillo?, ¿acercarle el
final al buen momento?, ¿alejarle la orilla al que nadaba?,
¿No tuvo que tragar buches amargos para tragar los buches con dulzura?, ¿que
perdonar errores a sabiendas, sin sabiendas, involuntarios, ex profeso, para ser
perdonado por errores ex profeso, involuntarios, sin sabiendas, a sabiendas?, ¿que
aguantar la jaca de otro para a otro soltarle su jaca?, ¿que cargar la montaña piedra
a piedra para lograr moverla?
Antes, ¿por qué le disgustaba dar un gusto?, ¿la tabla del dos?, ¿el que confesaba
que aún no había comido?, ¿el humo del incienso y de la palmatoria?, ¿la sorpresa
agradable?, ¿la tela de la araña?, ¿el silencio que hace iiiiiiii?, ¿el plato llano?, ¿el
plato hondo?
¿Por qué le resultaban antipáticas las lenguas muertas?, ¿la empatía?, ¿el trébol de
cuatro hojas?, ¿los girasoles?, ¿que el rey de Roma llegase y asomase la corona?, ¿la
tierra prometida?
¿No tuvo que desandar muchos caminos para aplaudir el encuentro del alelí?, ¿del
hilo del pensamiento?, ¿de la fidelidad de las pantuflas?, ¿de la poesía y de los
alfabetos?, ¿de las marejadas de juguete en la bañera?, ¿de la magia del prisma?,
¿de la piedra de toque?, ¿de la alquimia?, ¿de la constancia de las pestañas?
Antes, si el sol le calentaba los huesos enfriados, ¿no quería que lo hiciese a fuego
lento?, ¿no apuraba la llama que ardía en casa ajena?, ¿no arrimaba la brasa a su
sartén?, ¿no apartaba lo dicho de lo hecho?
Antes, ¿por qué su indiferencia por la panza del prójimo y por la panza del libro?,
¿por la urgencia de las filas indias?, ¿por la fragilidad del pétalo? ¿por la dicción de
las onomatopeyas?, ¿por los fantasmas que no se ponchan?, ¿por las fechas que no
celebran cumpleaños?
116
Antes, ¿por qué huía de los papalotes?, ¿de la primavera a flor de piel? ¿de las
sinfonías?, ¿para afinarse, no tuvo que apretarse las clavijas?
Antes, si sonaba la hora de los hornos, ¿por qué no compartía el pan cocido?
¿Por qué esquivaba las parábolas y no los desatinos?, ¿la música de las esferas y no
las recholatas?, ¿por qué esquivaba la brújula?, ¿por qué al huerto?.
¿Por qué sostenía que la sonrisa resfriaba los molares?, ¿que los pensamientos
perdían el camino de regreso?, ¿qué eran cursis la violeta y la ternura?
Antes, cuando iba a aflorarle la ternura, ¿por qué lo abochornaba el madrigal?, ¿el
cocuyo?, ¿el tal bochorno?
Antes, si le mencionaban a Dios, ¿por qué hablaba de lo que haría en las vacaciones?,
¿de los dementes?, ¿de los espejismos?
¿No tuvo que necesitar mucho a Dios para al fin averiguar su paradero? , ¿enviarle
un pliego de demandas?, ¿ordenar por montones sus acuses de recibo?
“El Adepto nada tenía que ver con la flor de la maravilla antes de la ceremonia de la
iniciación.”
Cerré el libro. Recuerdo que había atardecido y que la noche permanecía abierta en
una semipenumbra que desdibujaba los contornos y estrangulaba el botón del cuello
de mi blusa. En el jardín del hotel, yo leía un tratado sobre las interrogaciones
salvables, esas que no eran desahuciadas por las respuestas en caso de que se
cumpliesen determinados requisitos que en aquella hora me parecieron disparatados.
Guardé el libro en la cartera, me alejé del banco con filigranas de hierro y decidí
olvidar momentáneamente la retahila de preguntas que sin mi aprobación tácita
había logrado empatarme las cejas, lo cual, ¿no era acaso una forma de preguntar,
de preguntarse?
¡Hey! --solté presumida, y las aparté de sopetón, desarrugándolas de la manera más
cuidadosa posible, eliminando estrías, pliegues...
La zona comercial era en aquella hora el acostumbrado hervidero de vehículos y
transeúntes que me dediqué a observar, llevada por un interés que podía calificarse
de ortográfico. Vistas de perfil, las cabezas de los peatones remedaban signos de
interrogación al revés y al derecho cuyo dibujo partía de la frente, continuaba por la
parte posterior del cráneo y desembocaba en la nuca, donde el final del trazado se
señalizaba con un punto, delimitador de la cabeza pensante. Cabezas que indagan,
cuestionadoras.
117
En una de las cuadras se aglomeraban talleres de arreglo de relojes. Miré el que
bailaba en mi muñeca. Las 7 y algo. Otra cuadra y me arrellané en la banqueta de una
fonda, pintoresca fonda de menú local con letras pintadas de color local. El merecido
día de descanso me permitía la rareza de sentirme turista. Pizza con chispazos de
algo impreciso que ayudó a deglutir la cerveza; un parlé ligado, al alcance de mi
monedero. Me limpié la boca con la servilleta y sentí un escozor entre los omóplatos
que hizo crisis en la rabadilla, en el hueso pequeñísimo de la contentura, y evité
responderme el porqué no iba a lo concreto y me espetaba a boca de jarro que,
disimulos aparte, no me satisfacía la imagen de mi espejo.
Me llené de valor para aplicarme el cuestionario que acababa de leer. Entre varios
pasajes, me había zarandeado lo de trapear el piso con el paño de lágrimas, el hilo de
voz y la sordera, el pedido de auxilio y los pies de plomo, fardo, cargamentos de
zahorra que El Adepto había eliminado en el transcurso de las ceremonias, fardos,
grandes pesos quitados de encima.
Un muro frente a la farmacia me vino como anillo al dedo. Había reunido la dosis
suficiente de valentía y comencé a repasar el inquérito , antes de aplicármelo. Se
acercó una persona, cualquier persona, desconocido alguien que, pese a la lejanía en
que me encontraba, pese al trastorno del ritmo circadiano, de los husos horarios, de
las coordenadas, estaba hecho del mismo material empleado en mi confección de
persona, de cualquier persona, desconocido alguien para el alguien desconocido que
se acercaba y el cual, si hubiese podido pellizcarlo, hubiese reaccionado de la exacta
manera en que yo lo hice cuando, en aquella hora, me pellizqué. Pensamiento y
pellizco, redundante pellizco pellizcado que, al pensarse, corrobora luego que se
existe.
La interrogante fue echada, la suerte, ¿qué suerte? A la primera pregunta que me
hice, electrizado por un respingo, el pasante vino hacia mí con los tardos
movimientos de la cámara lenta con la intención de que no me perdiese un solo
detalle del ojo que me abría a todo lo que el ojo daba, ojo ciclópeo, ojo polifémico y,
al unísono, despegó los labios y me enseñó un diente de los ubicados en primera fila,
desmesurado diente, más bien una peineta.
La contestación a la segunda fue otro ojo seguido de otro diente.
A la tercera interrogación, ojo y diente.
Sin embargo, negada a la fatalidad de que la tercera fuese la vencida, probé con la
cuarta, con la quinta, con la sexta...
118
Ojos ojos dientes dientes por respuesta por ojos por ojos por dientes por dientes,
una ley, respetuosa de la equidad que no trastocaba los ojos por dientes ni los
dientes por ojos.
¿No se me puso el corazón en la boca en el muro frente a la farmacia? ¿Las personas
que pasaban por mi lado no me lanzaban sus réplicas de ojazos y dientazos? ¿De
ojones y dientones? ¿No tuve que levantarme y caminar y rehacerme y consultar el
libro y repasar la biografía del Adepto y la mía y armarme pieza a pieza y querer
convertirme en la muchacha de la viñeta que tocaba un arpa con tres cuerdas,
estudiosa del solfeo de los ángeles? ¿No dije entonces ¡uff! y salí disparada hacia el
hotel a ponerme en reposo, a rehacerme de mis ojerizas y mis dentelladas?
Antes, ¿no se sentó El Adepto en algún muro a aplicar el cuestionario a los
pasantes? ¿No llegó a recibir contestaciones que le purgaron las heces del
metabolismo? ¿No fue siendo poco a poco el agua mansa de la que nadie tenía que
librarse?
Después, ¿no había sido obrero de colmena?, ¿trapeado el piso con su paño lavado?,
¿no le llegaban hondo los sindicatos? ¿la muerte de la Piaf?, ¿los pollos sin cabeza
con las patas cruzadas?, ¿las consecuencias de las canas al aire?, ¿los techos
apuntalados?, ¿que los niños tuvieran voz y voto cuando mearan o no mearan las
gallinas?
Después, si escuchaba un pedido de auxilio, ¿no acudía con pies de gacela?
¿Con lluvia o con sol, no le preocupaba la intemperie?, ¿que su ayuda llegase a paso
doble?, ¿conservar la cabeza en su sitio aunque se le zafase de los hombros?
Después, si veía una paja en el ojo ajeno, ¿no mostraba la viga en el propio?, ¿no
desenterraba su caca de abajo del tapete?
¿Hallada la paciencia, no guardó su nombre y dirección para cuando tuviese que
buscarla?, ¿no fue acaso una lumbrera campechana que festejaba por lo alto el bien
de muchos?
Después, careciendo de tacones y de suelas, ¿no caminó bastante aun descalzo?, ¿no
le hablaba a los sordos con sus gestos de voz?, ¿no se unió por los mares a bandadas
de águilas para enseñarles el sentido del vuelo?, ¿no repartió narices tras narices
para aspirar el olor que huele a gloria?
Después, si le pedían que cantase, ¿no trataba de obtener la mejor nota?, ¿no era
amigo del amigo y también del amigo del amigo?, ¿no tuvo que soportar los
119
madrugones aunque supiese que no amanecería más temprano?, ¿que no iría muy
lejos muy alante si corrían malamente los de atrás?
¿Por qué le emocionaban las mariposas?, ¿que el corazón sintiera cuando los ojos
viesen o no viesen?, ¿que la mano izquierda lavase tan gustosa a la derecha y su
viceversa?, ¿que los pudientes engordaran las jabas flacuchas de los pobres?, ¿que
la letra estuviese de buenas con el espíritu y el espíritu de buenas con la letra?,
¿que recogiese hartura el que hartura sembrase?, ¿que en la casa del ciego fuera
útil el tuerto?, ¿que coexistiesen los descosidos y los rotos con los cosidos y los
remendados?, ¿la identidad diferenciada de las almas gemelas?, ¿la vigencia del
Himno a la Alegría?, ¿la inofensiva flecha del arco iris?, ¿los tales para cuales, los
cuales para tales?, ¿la proliferación de los buenos indicios?
¿No tuvo que sufrir muchas ausencias para al final recibir muchas presencias?,
¿hablar con tolerancia del presente para hablar con tolerancia del ausente?,
¿recorrer estantes de zapatos para exorcizar la horma del suyo?, ¿ver comer a los
patos y negarse a ver comidos a los patos?, ¿aprender que a la suerte trató de
inventarla algún chiflado para que le tocase a cualquiera?, ¿que el chiflado falló, que
el invento falló, falló la suerte, ¿cuál suerte?, ¿que la brisa se daba en los campos de
viento?, ¿que la culpa era culpa y no caía en el suelo?
Después, ¿por qué agradecía los favores y hacía gracias a los monos graciosos de las
plazas?
¿Por qué denunciaba en los tribunales al llantén buuu buuu de los cocodrilos?, ¿el
zarpar con zarpazos si con candor podían soltarse las amarras?, ¿por qué, al primero
que se presentase, le zurcía los huecos del bolsillo?, ¿le alejaba el inicio al mal
momento?, ¿le acercaba la orilla al que nadaba?,
¿No tuvo que evitar buches amargos al sediento de buches con dulzura?, ¿que imitar
los aciertos a sabiendas, sin sabiendas, ex profeso, involuntarios, para ser imitado
por sus aciertos involuntarios, ex profeso, sin sabiendas, a sabiendas?, ¿que
perdonar el peso de la jaca de otro para que otro le perdonase el peso de su jaca?,
¿que cargar las piedras fe a fe para lograr mover la montaña?
Después, ¿por qué le disgustaban los disgustos?, ¿ver quebrada la melosa juntera de
la tabla del dos?, ¿que no comiese el que aún no había comido?, ¿que pasara
inadvertida la ejemplar actitud del incienso y de la palmatoria?, ¿el papel
envolviendo regalos y sorpresas?, ¿la tersura de la tela de la araña?, ¿ el silencio que
ni hace iiiiiiii ni se comparte?, ¿ el plato llano rabiando por ser hondo?, ¿y el hondo
que rabiaba por ser llano?
120
¿Por qué le resultaban simpáticas las lenguas muertas?, ¿la empatía?, ¿el trébol de
cuatro hojas?, ¿los girasoles?, ¿que el rey de Roma llegase y asomase la corona?, ¿la
tierra prometida?
¿No tuvo que desandar muchos caminos para lamentar el encuentro de la ortiga y del
cardo?, ¿de la ruptura del hilo del pensamiento?, ¿del extravío de las pantuflas?,
¿del comején en la poesía y en los alfabetos?, ¿de las marejadas sin jugar en la
bañera?, ¿de la magia inédita del prisma?, ¿de la piedra de toque intocada?, ¿de la
alquimia salida del tiesto?, ¿de que fuesen imberbes las pestañas?
Después, si el sol le entibiaba los huesos enfriados, ¿no quería que entibiase los de
otros con calor a fuego largo a fuego ancho?, ¿no avivaba la llama que ardía en casa
ajena?, ¿no renunciaba a la brasa en su sartén?, ¿no casaba lo dicho con lo hecho?
Después, ¿por qué su vehemencia por la panza del prójimo y por la panza del libro?,
¿por mitigar la premura de las filas indias?, ¿salvaguardar la fragilidad del pétalo?
¿perfeccionar la dicción de las onomatopeyas?, ¿por ponchar los fantasmas que no
desaparecen?, ¿por ver crecer las fechas que nunca celebraron cumpleaños?
Después, ¿por qué entendió la mímica vaporosa de los papalotes?, ¿que la piel
acariciada reverdece?, ¿que las sinfonías lo son mientras se escuchen?, ¿que clavija
apretada, suelta, apretada, suelta, apretada jamás es cuerda floja y sí cuerda
afinada?
Después, si sonaba la hora de los hornos, ¿por qué compartía el pan cocido?
¿Por qué esquivaba los desatinos y no las parábolas?, ¿las rebumbias y no música de
las esferas?, ¿por qué esquivaba la deriva?, ¿por qué el páramo?.
¿Por qué sostenía que la sonrisa debía visitar a las orejas?, ¿que los pensamientos
regresaban sin falta por el mismo camino?, ¿que era indispensable la violeta y que
era indispensable la ternura?
Después, cuando iba a aflorarle la ternura, ¿por qué la acompañaban madrigales?,
¿cocuyos?, ¿compañía?
Después, si le mencionaban a Dios, ¿por qué hablaba de cómo ganarse el conocerlo?,
¿de los tamices?, ¿de las certezas?
¿No tuvo que necesitar en seguida a Dios para que Dios le comunicase en seguida su
paradero? , ¿enviarle un largo pliego de demandas?, ¿ordenar por montones sus
acuses de recibo?
121
“El Adepto tenía que ver con la flor de la maravilla al concluir las ceremonias de
iniciación”—leí, silabeando casi. Repasé el cuestionario, cerré el libro y me dediqué a
observar a los pasantes, las preguntas echadas, las respuestas visibles en sus pares
de ojos escoltados por sus convoyes de dientes alineados, camarada el ojo,
compañero el diente, señoritos de honor marcando el paso, aplicando la ley del talón
pisabonito.
¿Será... que... ahoritica... podré... tocar... el... arpa? --exclamé.
122
XXII
El fracaso o triunfo de la Religión de las Estrellas
es la opción entre el lado feo y el lado bonito de las cosas, entre Marisma y Nube,
Maldición y Pláceme, Atascadero y Corriente. Significa elegir entre las cosas, las
socorridas cosas que pluralizan la diversidad de lo que existe, las personas, los
hechos, cualquier cosa, la socorrida cosa que singulariza la diversidad de lo que
existe, la persona y el hecho, cosa linda, cosa fea, cosita, mi cosita, qué cosas
tienes, universo de cosas que no pueden tocarse y que están, que ocupan un espacio
sin ser cosas, qué caramba, qué cosa, ¿verdad?
Significa la opción al término del viaje, del recorrido por el relieve de mi mapa mundi
y de la travesía simultánea por lo interno en el rincón del cuarto que llegué a
conocer al dedillo, ambos con sus tormentas y con sus escampadas que traquetearon
el baúl de mis memorias, las geográficas y las entrañables.
¡Viajé tanto!, y a medida que iba envejeciendo con explicable lozanía del pensamiento
bueno, recordaba con mayor nitidez al amolador de tijeras de la Loma de Chaple en
la acera arrimada al portal de la casa cuando yo volaba a comprobar, con mi
redundante par de propios ojos, que aquel hombre, con su carretón de dos ruedas,
era capaz de fabricar estrellas del tamaño de los bolsillos que poco a poco, naipe a
naipe, en la apuesta que lancé por la existencia, fui aprendiendo a ensartar acá, allá,
acullá, con los pies curtidos en las caminatas por mi mundo interior y el mundo otro,
dos cuentas de un collar que, si bien fue de lágrimas, para hablar con justicia,
tampoco lo fue.
En mis nieves primerizas por el Polo Norte conocí la nostalgia primeriza del
recuerdo en lontananza que se dispara a quemarropa con el roce gentil de una pluma
de ave, plumilla de roce persistente que se le pega a uno con amores, se le apega y lo
agarra y no lo suelta, y
123
tuntún, ¿quién es?,
soy yo, Nostalgia, con su permiso, ¿puedo pasar?
Con mi permiso, ¡ja!, pues cuando así decía resulta que ya estaba adentro, la
nostalgia pillina que por cosas cositas de la vida se metamorfoseaba en sensación de
gozo y mansedumbre esparcida sin cuajos, ¡chuculún! por los recuerdos viejos de mi
mapa mundi,
las tazas de té claro que bebí en el Asia admirando el arroz sembrado en las
cunetas,
la llovizna que me caló hondo las honduras que Gardel sacudía, abrazaba, sacudía y
abrazaba impidiendo que corriesen cuesta abajo,
los bazares atestados que me hicieron pasajera del scooter en que habrían viajado
Peter Lorre, Sydney Greenstreet, Charles Laughton y yo, D’ Artagnan, todos para
uno y uno para todos persiguiendo al astuto ladrón de versos y de nanas,
los callejones enredados en la Casbah donde sentí esfumarse al incapturable Pepe le
Moko, difunto abracadabra de los laberintos,
los vitrales los mediodías de domingo y el concierto de música barroca en el órgano
de la catedral, en un banco, en el piso, de pie, como fuese, pero oyéndolo y queriendo
que Quasimodo lo oyese desde el campanario,
los fados de Amalia cantándole al destino, al fatum que uno mismo moldea o uno
mismo destruye, a la saudade intraducible, quizás morriña esperanzada,
las colmenas de cuarterías de negros con la calefacción en off, tiritando el pastel
que entre los dedos me indicó, thank you, Sir, la ruta hacia un teatro,
las sandalias rebajadas en el Mediterráneo oriental, en la isla de los vinos y del
cobre, la pintada de blanco,
los veranos en las favelas con paredes postizas y sombrerón de frutas por las
playas, las bananas unidas con las sambas en el carnaval de los pobres en invierno,
los pasos en el bosque y el Danubio de un chícharo grisáceo aquel noviembre pero
azul en el vals, aroma a pino,
los capiteles en las columnas del Foro, el Coliseo avergonzado, hundido en los
matojos,
124
los funiculares paseando sobre el lago con los Alpes al fondo y la nieve, la nieve, de
los picos, desde, los columpios,
los puentes sobre el río con sus estaturas regias, de tú a tú con el Castillo y las
iglesias góticas,
las catacumbas, los nichos subterráneos tan angostos que rocé con mi abrigo, el
aliento guardado con respeto,
las plazas relimpias, con una veintena de palomas que paladearon el desbarajuste de
mis galletas,
las fondas de los cuates donde los meseros se azoraban, ¿Mande?, de los tacos
rellenos de picante que tragué con cacao hirviendo,
los arabescos de letras curvilíneas anunciando el cafetín donde estrené mi chúkran,
gracias, por la máyia, el agua, por el qájua, el café, mi chúkran deleitado y repetido,
los hoteles austeros, formidables, con pianistas solemnes, apoteosis de teclas,
polonesas,
el frío húmedo que me causó estornudos en la visita obligatoria al mercado de
pulgas,
las noches pobladas de faroles y cirios en las vainas de los cerros,
las avenidas de tilos con la arboleda quieta, acompasada, que se movía tan suave
unter den linden, con los gajos cogidos,
la iglesia donde consta que al entierro del Conde Orgaz asistieron dolientes
flacuchos como alambres,
los atardeceres del hemisferio Sur, con el sol maduro de tomate diciendo hasta
mañana en los quilombos,
la acera de tablones en el pueblo construido de madera vecino al Amazonas, casi un
Western, tan lejos del oeste,
los anuncios lumínicos de los pañales nórdicos con su bebé pastel, de fresa, rococó,
las tallas en ébano de la negra escultural con pechos de melones,
los trociscos de lava de todos los tamaños para todos los gustos del volcán en vías
de jubilarse,
125
los cencerros mugiendo por las calles, intocables cencerros de las vacas sagradas,
sin chunga, las sagradas,
las fuentes, las monedas, los pupitres, Coimbra, las togas, los birretes,
tuntún, ¿quién es?,
Soy yo, Rincón del Cuarto, con su permiso, ¿puedo pasar?
Con mi permiso, ¡ja!, pues cuando así decía resulta que ya estaba adentro, en sus
predios, en el rincón del cuarto pillín que por cosas cositas de la vida se
metamorfoseaba en sensación de gozo y mansedumbre esparcidas sin cuajos,
¡chuculún!, por los recuerdos viejos, la hora de salida, los pañuelos, las bendiciones,
las aduanas, las postales, los exámenes pendientes, las pisadas, los calendarios, los
protocolos, los taxis, los telefonazos, los agradecimientos, los insomnios, los
empujones, los saludos, las urgencias, las cartas, los audífonos, los museos, los
duendes, el cansancio, las resoluciones, los tickets del metro, los puñetazos en la
mesa, los maletines, los poemas, las fotos, los bombones de las vidrieras, los
recados, las pistas de aterrizaje, los periódicos, los bostezos, las salchichas, los
paraguas, la gastritis, las sesiones de clausura, los personajes del próximo libro, las
falsas cognadas, la tocecita que sigue, los despertadores que no suenan, los cigarros,
las pastillas para la acidez, los regalos, los parientes, los amigos, los vecinos, los
conocidos, las listas de espera, la hora de llegada, los apretones, el hambre voraz,
desesperada, del regreso.
¡¿Que si caminé?! ¡Caminé! Caminé entre tormentas y escampadas, por el mapamundi
y por mis vísceras, ensartando las cuentas, canutillos de temores y de calmas, de
pesares y de alegrones, cuenta a cuenta por mi mundo interior y el mundo otro,
ensartando un collar que, si bien fue de lágrimas, a veces fue tan poco que tampoco
lo fue, gargantilla con sus cuentas alternas que, a todo reventar, al querer reventar
no reventó, qué cosa, increíble parece que esté narrando historias cuando estuve
tan grave de mí misma, tan enferma de mí, con un pie pisando el otro lado y el
segundo en camino, cuando, tuntún...
El Mago fue el primero en llegar, justo cuando al pabilo de mi vela debían quedarle
unos pocos segundos de vida.
¡Piensa lindo! --me dijo--, que el pensamiento retorna sin fallar al punto de partida,
partida, la partida ganada.
A partir de entonces, si pensaba en Agua, al cabo Agua venía borboteando sus
enaguas.
126
Si pensaba en Tierra, al cabo venía Tierra con los surcos que se abren y se cierran.
Si pensaba en Aire, al cabo venía Aire a deshacer con su soplo los desaires.
Si pensaba en Fuego, al cabo venía Fuego, se abrazaban los cuatro, seguía el juego,
el juego lindo del talán talán en que Campana y Pensamiento se casan, son felices,
dos flores.
¡Enhorabuena, Mago! ¡Anótate muchas! --pensé con la entusiasta irreverencia del
que, ganado el primer inning, se lanza al terreno para cargar en hombros a su héroe.
Después, despacito, despacio, despuesito, me vinieron llegando las demás cartas del
juego de la vida, los ases triunfadores, haladores de orejas, ¡ayayay!, ¿tenía que ser
tan fuerte el tironeo?,
Sí, señora mía, --respondieron--. Orejas tironeadas, orejas hermoseadas. ¡Andando!
Eché a andar, mirando por donde caminaba, paso alante, paso atrás, paso al frente,
paso al dorso, pise señora, pise con garbo —repetían--, mientras yo trastabillaba,
¡que me caigo! ¡ayayay!
--No se caerá, pise bonito.
Isis vieja, perdóname el desplante el día del velo. ¿Sabes qué? El rey vendría,
vendría el hierofante y yo en la encrucijada del pasillo con las greñas haladas,
ignorando las normas que establecen protocolo y ritual para el recibimiento de gente
como esa en el pandemonium de mi apartamento, mi enano apartamento, confetti de
vivir que habitaban mis ideas trastocadas queriendo, ¿sabes qué?, eso,
destrastocarse y conquistar sus corazones, ¡ja!, con mi equilibrio perdido, el sabio
hablando y yo tapia sorda, mi equilibrio con las patas arriba, una veleta en lugar de la
rueda hechizadora que debía girar sin atascarse, una veleta, atascada, yo atascada
huyendo del señor de la guadaña, bonachón que intentaba segar mis malas hierbas y
abonar mi plantío con su alquimia, con sus pases de manos, buenas manos como el sol
que pulveriza al nigromante con un rayo, sólo un rayo y ahí están, la estrella con la
luna, la luna con el sol, el sol, una estrella con las demás estrellas, las paces hechas,
cada uno teniendo del otro, uno en otro, acoplados como cubos de jugar, los de entra
y sale, ¡oiga!, para que salga, entro, ¡salga usted!; ¡oiga!, para que entre, salgo, ¡entre
usted!, mis reverencias y nos vemos luego todos juntos, en la reunión allá, en los
altos, el cuestionario listo por si acaso llegara un caminante...
127
tuntún, ¿quién es?,
Soy yo, la que suscribe, sin espejuelos puestos a su edad para ver las estrellas
diminutas y cálidas como un guiño de ojos, ¡caseraaaaa!, y las cosas, el lado lindo y el
feo de las cosas, universo de cosas tangibles que no están, intangibles que están, las
cosas de la vida, ¡caramba!, el juego de existir y no existir, to be.., eso, la sucesión
de cosas en los días-tras-otros que acá, que allá, que acullá, aprendí naipe a naipe
dando caza a una suerte, suertecilla sin suerte, trac trac, que por fin era rueda, la
fortuna, el destino.
Isis, vieja, disculpa mi pataleta el día del velo; de corazón, disculpa. Créeme. ¿No
ves que juego limpio? Mira, aquí están mis cartas, una a una las puse sobre la mesa.
128
XXII
El fracaso o triunfo de la Religión de las Estrellas (El Regreso)
Sale el sol y pónese el sol, y otra vez torna a su lugar
en donde vuelve a nacer".
Isis, mírame, estoy sacando la última baraja y es la opción entre el lado feo y el
lado bonito de las cosas, entre Marisma y Nube, Maldición y Pláceme, Atascadero y
Corriente. Significa elegir entre las cosas, las socorridas cosas que pluralizan la
diversidad de lo que existe, las personas, los hechos, cualquier cosa, la socorrida
cosa que singulariza la diversidad de lo que existe, la persona y el hecho, cosa linda,
cosa fea, cosita, mis cositas, universo de cosas que no pueden tocarse y que están,
que ocupan un espacio sin ser cosas, qué caramba, qué cosa, ¿verdad?
Significa la opción al término del viaje, del recorrido por el relieve de mi mapa
mundi y de la travesía simultánea por lo interno en el rincón del cuarto que llegué a
conocer al dedillo, ambos con sus tormentas y con sus escampadas que traquetearon
el baúl de mis memorias, las geográficas y las entrañables.
¡Viajé tanto!, y a medida que iba envejeciendo con explicable lozanía del
pensamiento bueno, recordaba con mayor nitidez al amolador de tijeras de la Loma
de Chaple y yo en la acera arrimada al portal de la casa cuando volaba a comprobar,
con mi redundante par de propios ojos, que aquel hombre, con su carretón de dos
ruedas, era capaz de fabricar estrellas del tamaño de los bolsillos que poco a poco,
naipe a naipe, en la apuesta que lancé por la existencia, fui aprendiendo a ensartar
acá, allá, acullá, con los pies curtidos en las caminatas por mi mundo interior y el
mundo otro, dos cuentas de un collar que, si bien fue de lágrimas, para hablar con
justicia, tampoco lo fue.
En mis nieves primerizas por el Polo Norte conocí la nostalgia primeriza del
recuerdo en lontananza que se dispara a quemarropa con el roce gentil de una pluma
de ave, plumilla de roce persistente que se le pega a uno con amores, se le apega y lo
agarra y no lo suelta, y
―…Tuntún, ¿quién es?,
―Soy yo, Nostalgia, con su permiso, ¿puedo pasar?
129
Con mi permiso, ¡Ja!, pues cuando así decía resulta que ya estaba adentro la
nostalgia pillina que por cosas cositas de la vida se metamorfoseaba en sensación de
gozo y mansedumbre esparcida sin cuajos, ¡chuculún! por los recuerdos viejos de mi
mapa mundi, recordaciones muchas, remembranzas en realidad y en símbolo que
jamás he olvidado…
las tazas de té claro que bebí en el Asia admirando el arroz sembrado en las
cunetas,
la llovizna que me caló hondo las honduras que Gardel sacudía, abrazaba, sacudía
y abrazaba en Buenos Aires impidiendo que corriesen cuesta abajo,
los bazares atestados de Calcuta que me hicieron pasajera del scooter en que
habrían viajado Peter Lorre, Sydney Greenstreet, Charles Laughton y yo, D’
Artagnan, todos para uno y uno para todos persiguiendo al astuto ladrón de versos y
de nanas,
los callejones enredados en la Casbah argelina donde sentí esfumarse al
incapturable Pepe le Moko, difunto abracadabra de los laberintos,
los vitrales al mediodía de domingos parisinos y el concierto de música barroca
en el órgano de la catedral de Nôtre-Dame, en un banco, en el piso, de pie, como
fuese, pero oyéndolo y queriendo que Quasimodo lo oyese desde el campanario,
los fados de Amalia Rodrigues cantándole al destino, al fatum que uno mismo
moldea o uno mismo destruye, a la saudade portuguesa intraducible, quizás morriña
esperanzada,
las colmenas de cuarterías de negros en Harlem con la calefacción en off,
tiritando de frío aquella mano solidaria que me indicó una noche ―¡Thank you, Sir!
―,la ruta hacia un teatro,
las sandalias rebajadas de precio en el Mediterráneo oriental, en la isla de los
vinos y del cobre, la Chipre griega y turca, pintada de blanco,
los veranos brasileños en las favelas con paredes postizas, anhelando
sombrerones de frutas por las playas de Rio, con tragos de cachaza y música de
samba en el carnaval de los pobres en invierno,
los paseos por el bosque de Viena y aquel Danubio de un chícharo grisáceo aquel
noviembre pero azul en el vals, aroma a pino,
130
los capiteles en las columnas del Foro romano, el Coliseo avergonzado de tanto
gladiador y tanta linfa, hundido en los matojos,
los funiculares paseando sobre el lago de Zürich, con los Alpes al fondo y la
nieve, la nieve, de los picos, desde los columpios,
los puentes sobre el río checo Moldava con sus estaturas regias, de tú a tú con el
Castillo y las iglesias góticas de Praga,
las catacumbas en la Via Appia Antigua, los nichos subterráneos tan angostos que
rocé con mi abrigo, el aliento guardado con respeto ante los huesos cristianos
empotrados bajo el amparo del símbolo de un pez,
las plazas barcelonesas refulgentes, con millares de cuerpos apurados y con una
veintena de palomas que paladearon el desbarajuste de mis galletas,
las fondas mexicanas de los cuates donde los meseros se azoraban, ¡¿Mande?!, de
esos tacos rellenos de picante que tragué con cacao hirviendo, sin una gotita de
cerveza ni tequila,
los arabescos de letras curvilíneas anunciando el cafetín donde estrené mi
chúkran, gracias, por la máyia, el agua; por el qájua, el café; mi chúkran marroquí
deleitado y repetido,
los hoteles austeros, formidables, con pianistas solemnes, apoteosis de teclas,
polonesas,
el frío húmedo que me causó estornudos en la visita obligatoria al mercado de
pulgas madrileño,
las noches de Caracas pobladas de faroles y cirios en las vainas de los cerros,
las avenidas de tilos con la arboleda quieta, acompasada, que se movía tan suave
unter den linden, con los gajos cogidos,
la iglesia toledana donde consta que al entierro del Conde Orgaz asistieron
dolientes flacuchos como alambres,
los techos a dos aguas por doquier en aquel San Francisco de casas elegantes y
lomas empinadas, tan tan verticales que al bajar se corre el riesgo de caer en la
Bahía y, al subir, al subir….¡se recomienda hacerlo en un transporte!
los atardeceres del hemisferio Sur, con el sol maduro de tomate diciendo hasta
mañana en los quilombos angolanos,
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la acera de tablones en una parte de Surinam, con sus calles de madera junto al
Amazonas, casi un Western, tan lejos del oeste,
los anuncios lumínicos de los pañales nórdicos con su bebé pastel, de fresa,
rococó,
las tallas en ébano de la negra escultural con pechos guineanos de melones,
los trociscos de lava de todos los tamaños para todos los gustos del volcán
nicaragüense en vías de jubilarse,
los cencerros mugiendo por las sendas próximas al Fuerte Rojo de Delhi,
intocables cencerros de las vacas sagradas, sin chunga, las sagradas,
las bibliotecas, las salas de trabajo, los pupitres, Coimbra, las togas, los birretes,
―Tuntún, ¿quién es?,
―Soy yo, Rincón del Cuarto, con su permiso, ¿puedo pasar?
Con mi permiso, ¡Ja!, pues cuando así decía resulta que ya estaba adentro, en sus
predios, en el rincón del cuarto pillín que por cosas cositas de la vida se
metamorfoseaba en sensación de gozo y mansedumbre esparcidas sin cuajos,
¡chuculún!, por los recuerdos viejos, la hora de salida, los pañuelos, las bendiciones,
las aduanas, las postales, los exámenes pendientes, las pisadas, los calendarios, los
protocolos, los taxis, los telefonazos, los agradecimientos, los insomnios, los
empujones, los saludos, las urgencias, las cartas, los audífonos, los museos, los
duendes, el cansancio, las resoluciones, los tickets del metro, los puñetazos en la
mesa, los maletines, los poemas, las fotos, los bombones de las vidrieras, los
recados, las pistas de aterrizaje, los periódicos, los bostezos, las salchichas, los
paraguas, la gastritis, las sesiones de clausura, los personajes del próximo libro, las
falsas cognadas, la tocecita que sigue, los despertadores que no suenan, los cigarros,
las pastillas para la acidez, los regalos, los parientes, los amigos, los vecinos, los
conocidos, las listas de espera, la hora de llegada, los apretones, el hambre voraz,
desesperada, del regreso.
¡¿Que si caminé?! ¡Por supuesto que caminé! Caminé entre tormentas y
escampadas, por el mapamundi y por mis vísceras, ensartando las cuentas, canutillos
de temores y de calmas, de pesares y de alegrones, cuenta a cuenta por mi mundo
interior y el mundo otro, ensartando un collar que, si bien fue de lágrimas, a veces
fue tan poco que tampoco lo fue; gargantilla con sus cuentas alternas que, a todo
reventar, al querer reventar no reventó; ¡qué cosa!, increíble parece que esté
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narrando historias cuando estuve tan grave de mí misma, tan enferma de mí, con un
pie pisando el otro lado y el segundo en camino, cuando, tuntún...
El Mago fue el primero en llegar, justo cuando al pabilo de mi vela debían
quedarle unos pocos segundos de vida.
―¡Piensa lindo! ―me dijo―, que el pensamiento retorna sin fallar al punto de
partida, partida, la partida ganada. Y así fue.
A partir de entonces, si pensaba en Agua, al fin Agua venía borboteando sus
enaguas.
Si pensaba en Tierra, al fin Tierra venía con los surcos que se abren y se cierran.
Si pensaba en Aire, al fin Aire venía a deshacer con su soplo los desaires.
Si pensaba en Fuego, al fin Fuego venía, se abrazaban los cuatro, seguía el juego,
el juego lindo del talán talán en que Campana y Pensamiento se casan, son felices,
hay flores.
“¡Enhorabuena, Mago! ¡Anótate muchas!” ―pensé con la entusiasta irreverencia
del que, ganado el primer tiempo del partido, se lanza ya al terreno para cargar en
hombros a sus héroes. Después, despacito, despacio, despuesito, me vinieron
llegando las demás cartas del juego de la vida, los ases triunfadores, haladores de
orejas, “¡ayayay!, ¿tenía que ser tan fuerte el tironeo?”,
―Sí, señora mía, ―respondieron―. Orejas tironeadas, orejas hermoseadas.
¡Andando!
Eché a andar, mirando por donde caminaba, paso alante, paso atrás, paso al
frente, paso al dorso, pise señora, pise con garbo —repetían―, mientras yo
trastabillaba, “¡que me caigo! ¡ayayay!”
―No se caerá, pise bonito.
Isis, amiga querida, perdóname el desplante el día del velo. ¿Sabes qué? El rey
vendría, vendría el hierofante y yo en la encrucijada del pasillo con las greñas
haladas, ignorando las normas que establecen protocolo y ritual para el recibimiento
de gente como esa en el pandemonium de mi apartamento, mi enano apartamento,
confetti de vivir que habitaban mis ideas trastocadas queriendo, ¿sabes qué?, eso,
destrastocarse y conquistar sus corazones, ¡Ja!, con mi equilibrio perdido, el sabio
hablando y yo tapia sorda, mi equilibrio con las patas arriba, una veleta en lugar de la
rueda hechizadora que debía girar sin atascarse, una veleta, atascada, yo atascada
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huyendo del señor de la guadaña, bonachón que intentaba segar mis malas hierbas y
abonar mi plantío con su alquimia, con sus pases de manos, buenas manos como el sol
que pulveriza al nigromante con un rayo, sólo un rayo y ahí están, la estrella con la
luna, la luna con el sol, el sol una estrella con las demás estrellas, acoplados como
cubos de jugar, los de entra y sale, “¡oiga!, para que salga, entro, ¡salga usted!”;
“¡oiga!, para que entre, salgo, ¡entre usted!”, mis reverencias y nos vemos luego todos
juntos, en la reunión allá, en los altos, el cuestionario listo por si acaso llegara un
caminante...
―Tuntún, ¿quién es?,
―Soy yo, la que suscribe, sin espejuelos puestos a su edad para ver las estrellas
diminutas y cálidas como un guiño de ojos, ¡caseraaaaa!, y las cosas, el lado lindo y el
feo de las cosas, universo de cosas tangibles que no están, intangibles que están, las
cosas de la vida, ¡caramba!, el juego de existir y no existir, to be or not to be., eso,
la sucesión de cosas en los días-tras-otros que acá, que allá, que acullá, aprendí
naipe a naipe dando caza a una suerte, suertecilla sin suerte, trac trac, que por fin
era rueda, la fortuna, el destino.
Isis, amiga querida, disculpa mi pataleta el día del velo; de corazón, disculpa.
Créeme. ¿No ves que juego limpio? ¡Mira, aquí están todas mis cartas, una a una las
puse sobre la mesa!