Gergen K. Realidades y Relaciones

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paidós Paidós Básica KENNETH J. GERGEN REALIDADES Y RELACIONES Aproximaciones a la construcción social

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paidósPaidós BásicaKENNETH J. GERGEN REALIDADES Y RELACIONES Aproximaciones a la construcción socialÍndice PREFACIO.......................................................................................................................................1 PRIMERA PARTE DEL CONOCIMIENTO INDIVIDUAL A LA CONSTRUCCIÓN COMUNITARIA 1. El punto muerto del conocimiento individual..............................................................................6 2. La crisis de la representación y la emer

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Paidós Básica

KENNETH J. GERGEN REALIDADES Y RELACIONES

Aproximaciones a la construcción social

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Índice

PREFACIO.......................................................................................................................................1

PRIMERA PARTE

DEL CONOCIMIENTO INDIVIDUAL A LA CONSTRUCCIÓN COMUNITARIA

1. El punto muerto del conocimiento individual..............................................................................6

2. La crisis de la representación y la emergencia de la construcción social...................................29

3. El construccionismo en tela de juicio.........................................................................................58

4. Construcción social y órdenes morales......................................................................................85

SEGUNDA PARTE

CRÍTICA Y CONSECUENCIAS

5. La psicología social y la revolución errónea............................................................................105

6. Las consecuencias culturales del discurso del déficit...............................................................128

7. La objetividad como consecución retórica...............................................................................147

TERCERA PARTE

DEL YO A LA RELACIÓN

8. La autonarración en la vida social............................................................................................163

9. La emoción como relación.......................................................................................................184

10. Trascender la narración en el contexto terapéutico................................................................207

11. Los orígenes comunes del significado....................................................................................221

12. Fraude: de la conciencia a la comunidad................................................................................240

BIBLIOGRAFÍA..........................................................................................................................253

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Prefacio

Prefacio Mi compromiso con el construccionismo social experimentó un gran vuelco tras la edición de mi libro Toward Transformation in Social Knowledge. Durante mucho tiempo había estado compartiendo un análisis crítico de la psicología empírica, pero en este volumen observé cómo los elementos de una alternativa construccionista social iban tomando lentamente forma. A medida que estas ideas empezaron a impregnar las posteriores lecciones y conversaciones, acabé encontrándome inmerso en lo que cabría caracterizar como una epifanía relaciona!. Al prolongar los diálogos construccionistas, empecé a reparar, con una frecuencia estimulante, en originales giros de la teoría y en formas creativas de practica. Y esta exploración perspicaz reverberaba a través de las disciplinas, las profesiones y los continentes. Los escritos que se presentan a continuación en gran medida surgieron de esta inmersión y son un reflejo de algunos de sus principales derroteros. En un sentido, se trata de artefactos congelados, pero mi ferviente esperanza es que puedan inyectar el espíritu de las conversaciones pasadas en el futuro.

Situemos ahora estos desarrollos en un contexto histórico más amplio. En su Discours de la Méthode, Rene Descartes se hizo eco de sensaciones que resonaban desde hacía siglos. En primer lugar, estaba la incerteza angustiosa. Si adoptamos una posición de duda sistemática, ¿existe algún modo de establecer un fundamento? ¿Existen fundamentos sobre los que poder apoyar un conocimiento firme y seguro? El peso de la autoridad afirma el conocimiento, sostenía Descartes, pero las autoridades están sujetas al error, y tampoco existe una razón convincente que nos permita confiar en las vaguedades de nuestros sentidos, ya que a menudo nos embaucan. Las ideas que ingresan en nuestras mentes procedentes de fuentes diversas también pueden hacernos errar. Así pues, ¿en qué podemos basar nuestra certeza? Una vez planteada la dolorosa pregunta. Descartes pasó entonces a ofrecer la preciosa expresión de tranquilidad: no puedo dudar que soy quien duda. Aunque mi razón puede llevarme a dudar de todo cuanto examino, no puedo dudar de la razón misma. Y si puedo hacer descansar mi fe en la existencia de la razón, también puedo estar seguro de mi propia existencia. Cogito, ergo sum.

El ensalzamiento de la mente individual —su capacidad para organizar los datos sensoriales, de razonar lógicamente y especular de manera inteligente— ha servido durante siglos para aislar la cultura occidental de los asaltos mutiladóres de la duda. Resulta alentador creer que los individuos dotados con las facultades de la razón y atentos a los contornos del mundo objetivo pueden trascender las ambigüedades de los avalares continuamente cambiantes y desplazarse hacia una prosperidad autodeterminada. Y en gran medida a través de esta fe en la razón nos vemos impelidos a buscar fundamentos racionales del conocimiento. Desde el positivismo del siglo XIX hasta el realismo trascendental del siglo actual, los especialistas han apoyado la tradición fundamentadora, asegurando que la razón individual sigue estando firmemente al mando de la acción.

Examinemos, con todo, un vínculo singular en la convincente tesis de Descartes. Aunque puede que vibremos con su declaración de la duda, ¿en qué fundamentos se basa para igualar el proceso dubitativo con el proceso de la razón? ¡¿Sobre qué base concluye que el proceso dubitativo es una actividad de la mente individual, apartada del mundo pero que reflexiona sobre el mismo? ¿Por qué razón esta ecuación misma escapa al escepticismo cartesiano, pues, no es mas evidente que la duda es un proceso que se lleva a cabo en el lenguaje? Escribir sobre las falibilidades de las autoridades, de los sentidos, de las ideas que se reciben y otras muchas cosas similares es tomar parte en una práctica discursiva. Que la práctica también demuestre ser una emanación o expresión de algún otro dominio, digamos, del raciocinio, sigue siendo una conjetura no decidida. Sin embargo, difícilmente podemos dudara del discurso sobre la duda.

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Prefacio

Con todo; si la duda es un proceso discursivo, nos vemos llevados a la conclusión dé un tipo muy diferente de aquellas otras que en su momento alcanzara Descartes, ya que también hallamos que el discurso no es la posesión propia de un individuo singular. El lenguaje significativo es el producto de la interdependencia social, exigiendo las acciones unas coordenadas formadas al menos por dos personas, y hasta que no existe un acuerdo mutuo sobre el carácter significativo de las palabras, no logran constituir el lenguaje. Si seguimos esta línea de argumentación hasta la ineludible conclusión, hallamos que la certeza que poseemos no la proporciona la mente del individuo singular, sino que más bien resulta de las relaciones de interdependencia. Si no existe interdependencia —la creación conjunta de discurso significativo— no habrá objetos o acciones o medios de hacer que sean dudables. Con toda corrección podemos sustituir el dictum cartesiano por la siguiente formulación: communicamus ergo sum. Este último punto de partida proporciona una base unificadora para una diversidad de intentos recientes, que rodean las disciplinas especializadas, para generar una alternativa a las explicaciones de carácter fundamentador del conocimiento humano. Estos intentos —diversamente cualificados de pos-empiristas, posestructuráles, no fundamentadores o posmodemos— sitúan el lenguaje en la vanguardia de sus preocupaciones. Con independencia de nuestros métodos de procedimiento, lo que damos en llamar «exposiciones» informadas del mundo (incluyéndonos a nosotros mismos) son esencialmente discursivas; Y dado que las disquisiciones sobre la naturaleza de las cosas se moldean en el lenguaje, no existe fundamento de la ciencia o de cualquier otro conocimiento que genera empresa salvo en las comunidades de interlocutores. No existe ningún recurso al espíritu o a la materia —a la razón o a los hechos— que tome prestada su validez trascendental a las proposiciones. (En realidad, tanto «espíritu» como «mundo» son entidades completas en el interior del código lingüístico occidental.) Igualmente, el intento de articular los principios universales de lo justo y del bien, que se sitúan por encima y al margen del tumultuoso intercambio cotidiano, es también errático. Al fin y al cabo, todo cuanto es significativo proviene de las relaciones, y es en el interior de este vórtice donde se forjará el futuro.

Aunque cambiantes en cuanto al detalle y al énfasis que muestran, una serie de suposiciones ampliamente compartidas en el seno de estas discusiones sumamente difundidas queda bien asida con el término «construcción social». En los capítulos que componen este volumen, intento articular y sintetizar los principales elementos de un construccionismo social viable; responder a diferentes desafíos que se plantean a esta perspectiva; ilustrar su potencialidad a través de la teoría, la investigación y la aplicación; y abrir el debate sobre el futuro de los afanes construccionistas en psicología y, de manera más general, en las ciencias humanas. En vista de tales fines, he organizado estos ensayos en tres grupos. La primera parte proporciona una introducción al pensamiento construccionista. El primer capítulo desbroza el camino demostrando por qué el enfoque individualista del conocimiento, ejemplificado por la psicología cognitiva contemporánea, ha alcanzado un impasse. El segundo capítulo, a continuación, expone la emergencia de la alternativa construccionista social frente al enfoque individualista del conocimiento. Subraya las críticas tajantes de las últimas décadas, destilando de ellas un conjunto de proposiciones que nos permite ir más allá del marco de la crítica para centrarnos en las posibilidades de una elaboración construccionista de las ciencias humanas. El tercer capítulo recoge una diversidad de críticas del construccionismo social. Para muchos, el construccionismo es un equivalente del nihilismo; a juicio de otros, su relativismo, tanto ontológico como moral, es algo seriamente objetable. Al replicar a estas y otras acusaciones, espero perfilar los contornos de la perspectiva. Las críticas de la moral y de la anemia política son tan graves que les dedico todo el capítulo 4, donde exploro tanto cuáles son las imperfecciones de la crítica como el potencial positivo inherente en un relativismo construccionista.

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Prefacio

La importancia de la evaluación crítica no sólo de los avances culturales contemporáneos, sino de los esfuerzos de la comunidad científica, es esencial para un enfoque construccionista de las ciencias humanas. La crítica no sólo expande las posibilidades de la construcción, sino que constituye un origen significativo para la transformación cultural. En este contexto, los ensayos caracterizados en la segunda parte son primeramente críticos en cuanto a su enfoque. Haciéndome eco de los temas desarrollados en la primera parte, exploro en el capítulo 5 errores significativos en la exposición cognitiva de la acción humana y subrayo los resultados para la psicología cuando este enfoque se ve sustituido por una epistemología social. El capítulo 6 se centra en la producción del discurso del déficit en el ámbito de las especialidades dedicadas a la salud mental y sus devastadores efectos en la cultura. Al construir tanto las «patologías» como las «curas», las especialidades nos lanzan a una carrera que es tanto más devastadora cuanto irrefrenable. El capítulo 7 presta críticamente atención a los medios a través de los cuales los mundos científicos se hacen tangibles y objetivos. Mi propósito aquí no es sólo revelar el artificio retórico por medio del cual los mundos objetivos se construyen, sino abrir también la discusión sobre alternativas posibles.

En la tercera parte, el acento se desplaza de la crítica a la transformación. Estos capítulos intentan superar el marco de lo programático y de la crítica para comprometerse en la reconstrucción teórica. El construccionismo sustituye al individuo por la relación como el locus del conocimiento. La significación del individuo ha cautivado tanto a la tradición occidental que el discurso de la relacionabilidad se ha desarrollado bien poco. Estos capítulos intentan, por consiguiente, generar los recursos para reconstruir la realidad de la relación. Tres de estos capítulos prolongan el hincapié hecho anteriormente en la retórica, convirtiéndolo ahora en una herramienta descriptiva. Se centran en la base narrativa de la autocomprensión. Las identidades se construyen ampliamente mediante narraciones, y éstas a su vez son propiedades del intercambio comunal. El acento puesto en la narración se prolonga al capítulo 9, donde retomo el tema de las emociones, proponiendo que las emociones no son posesiones de mentes individuales sino constituyentes de pautas relaciónales —o narraciones vividas. En el capítulo 10 la discusión de las narraciones se efectúa en el ámbito práctico de la terapia. Tras aplicar algunos de los argumentos precedentes a las relaciones paciente terapeuta, sostengo la trascendencia de la realidad narrativa. Las consecuencias de esta propuesta exceden al contexto terapéutico.

Los capítulos finales extienden aún más la teorización relacional. La preocupación central del capítulo 11 es la comunicación humana. ¿De qué modo generamos y sostenemos el significado? El problema crítico aquí consiste en sustituir el enfoque intratable del significado como intersubjetivo por una respuesta relacional. Aunque la teoría literaria de índole posestructuralista parece hacer comprensible una imposibilidad, una refundición social de la metáfora desconstructivista permite avanzar significativamente. Con el fundamento para una teoría del significado en su sitio, el capítulo 12 se enfrenta al problema del fraude. ¿Si el construccionismo desafía el concepto de verdad objetiva, entonces cómo hemos de entender las construcción social de la falsedad? Una respuesta relacional a esta pregunta abre nuevos enfoques con que hacer frente a los problemas del fraude en la vida tanto pública como privada.

Albergo la secreta esperanza de que estos ensayos puedan servir como recursos a psicólogos y especialistas haciendo frente a los retos críticos que actualmente tienen planteados en general las ciencias humanas. Como recursos, los capítulos puede que se dirijan a una diversidad de públicos distintos. Los capítulos de la primera parte se dirigen de manera más directa a aquellos que se encuentran incómodos con la ciencia conductista y se sienten interesados en posibles alternativas. Estos capítulos también intentan hacer inteligible al científico tradicional una serie de movimientos intelectuales, que, en conjunto, plantean un profundo desafío a las prácticas

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Prefacio

establecidas. Estos movimientos, una vez restringidos a los pequeños sectores académicos, deshacen sus límites y provocan una discusión estimulante en el mundo especializado. Para aquellos científicos sociales que acaban de adentrarse por estos derroteros, estos capítulos van más allá del profundo escepticismo fomentado por estos movimientos. Intentan sustituir los escombros que la crítica desconstructivista ha dejado tras de sí con los esfuerzos que se hacen en el sentido de la reconstrucción, aferrándose así productivamente a la crítica significativa.

Las partes segunda y tercera demostrarán ser más útiles para aquellos especialistas ya comprometidos en los afanes constructivistas. En ellas exploro una diversidad de sendas sugeridas por un punto de vista construccionista. Mi esperanza estriba ante todo en demostrar las ventajas de romper con las fronteras disciplinares, de entrar en diálogos interrelacionados que actualmente ponen en relación a especialistas de todo el mundo y ofrecer nuevas e interesantes vías de partida. Además, espero contribuir sustancialmente a algunos de los diálogos todavía vigentes en el seno de la confluencia existente y abrir así el estudio de aquello que creo que es uno de „ los retos más importantes de toda teoría y práctica futuras, a saber, la sustitución de la orientación individualizadora por una comprensión y acción con una valencia relacional. Estos capítulos señalan sólo un inicio de este intento, y me siento profundamente estimulado por las perspectivas de diálogos futuros.

Soy bien consciente de que las cuestiones abordadas en este volumen son el tema de un cuerpo de especialización enorme y rápidamente en expansión. A fin de lograr la línea amplia e integradora de pensamiento que a menudo ha sido uno de mis objetivos, ha sido necesario patinar ágilmente sobre una delgada capa de hielo, a menudo pasando por alto los innumerables crujidos que el movimiento emitía al hacerse. He intentado no suprimir las principales líneas de crítica, pero he tenido que elaborar muchos juicios difíciles en relación «al peso de los argumentos» hasta la fecha. Poco queda que no esté sujeto a una controversia continuada, aunque lo mismo vale para los muchos textos que se truecan en calificación. Al mismo tiempo, para el lector que quiera ahondar aún más, o simplemente sienta el deseo de explorar el contexto más amplio en el que estos argumentos aparecen, he complementado este libro con un cuerpo manejable de citas.

Los ensayos que aparecen en el presente volumen se han beneficiado grandemente de las valoraciones de amigos, editores y colegas, a los que las ideas les llegaron de una forma más primitiva. El capítulo inicial surgió de una presentación hecha en 1983 ante el Bostón Colloquium on the Phitosophy of Science. Las secciones del capítulo 2 se vieron estimuladas por la presentación en 1983 de una conferencia en la Universidad de Chicago sobre las «Potencialidades para el conocimiento en las ciencias sociales» (ulteriormente editada en Fiske y Shweder, 1986). Las secciones del capítulo 3 se han ido perfilando a través de las discusiones en diversas reuniones de la Society for Theoretical Psychology, donde se presentaron por primera vez muchas de estas ideas. Los asistentes al congreso celebrado en 1991 en Georgetown sobre «Valores en las Ciencias Sociales» dieron un gran impulso a las ideas que se presentan en el capítulo 4. El capítulo 5 es una prolija revisión de un artículo presentado en el congreso celebrado en 1987 en París bajo el título «El futuro de la Psicología Social», cuyas actas se publicaron en el European Journal of Social Psychology, 19 (1989). El capítulo 6 surge de las conferencias pronunciadas en el congreso de Heidelberg celebrado en 1991, sobre «Las dimensiones históricas del discurso psicológico». De manera análoga, el capítulo 7 pasa revista a una serie de argumentos desarrollados en un número especial de la revista Annals of Scholarship, & (1991), y dedicado monográficamente al problema de la objetividad.

A Mary Gergen le debo su inestimable ayuda a la hora de generar muchos de los argumentos presentes en los capítulos 8 y 9, algunos fragmentos de los cuales se publicaron en la revista Advances in Experimental Social Psychology, 21 (1988). John Kaye, especialista y terapeuta,

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Prefacio

resultó ser un inestimable aliado en el momento de producir una de las primeras versiones del capítulo 10 (actualmente editado en McNamee y Gergen, 1992). El capítulo 11 se debe en gran medida a las discusiones celebradas en las reuniones de 1991 de la Jean Piaget Society, en cuyo seno se presentaron inicialmente las ideas. De manera similar, el capítulo 12 fue sometido a una intensa crítica por parte de los asistentes a las reuniones de Bad Hamburg sobre «Psicología social societaria», en 1988.

Estoy profundamente en deuda con algunas instituciones por proporcionarme el tiempo y los recursos necesarios para cumplir con los empeños que dictan estos temas. Entre las más destacadas cabe señalar la ayuda del Netherlands Instituto of Advanced Study, la Alexander von Humboldt Foundation, la Fulbright Foundation y el Rockefeller Study Center en Bellagio. Una excedencia del Swarthmore College como catedrático fue también inestimable, y también lo fue el calor y el apoyo de los miembros de la facultad mientras ejercí la docencia como profesor numerario en la Fundación Interfas de Buenos Aires. Son muchas las personas que han contribuido a la preparación de estos capítulos. Por sus agudos comentarios, críticas, entusiasmo o su perdurable presencia intelectual, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a Al Aischuler, Tom Andersen, Harlene Anderson, Mick Billig, Sissela Bok, Pablo Boczkowski, Ben Bradley, Jerome Bruner, Esther Cohén, David Cooperrider, Peter Dachier, Wolfgang Frindte, Saúl Fuks, Gabi Gloger Tippeit, Cari Graumann, Harry Goolishian, Rom Harré, Lynn Hoffman, Tomás Ibáñez, Arie Kruglanski, Jack Lannamann, Gerishwar Misra, Don McCIosky, Sheila McNamee, Shepley Orr, Barnett Pearce, Peggy Penn, John y Anne Marie Rijsman, Dan Robinson, Wojciech Sadurski, Dora Fried Schnitman, Gun Semin, Richard Shweder, Herb Simons, Margaret y Wolfgang Stroebe. Diana Whitney y Stan Wortham. Sin la ayuda como secretaria y bibliotecaria de Lisa Gebhart y de Joanne Bramiey, difícilmente este volumen se hubiera materializado. Con Linda Howe, de la Harvard University Press, estoy enormemente en deuda por su entusiasmo y destacados esfuerzos editoriales. John Shotter ha sido una fuente continuada de apoyo e inspiración para mí. A Mary Gergen le expreso mi más sincera y profunda gratitud, por su compañía catalizadora, infatigable aliento y capacidad de realizar la reconstrucción positiva.

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PRIMERA PARTE

DEL CONOCIMIENTO INDIVIDUAL A LA CONSTRUCCIÓN COMUNITARIA

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El punto muerto del conocimiento individual

Capítulo 1 El punto muerto del conocimiento individual

En las últimas décadas la psicología ha sufrido una de las principales revoluciones en su

enfoque del conocimiento individual. La ciencia psicológica, como pondrá de manifiesto esta exposición, se enfrenta ahora a un impasse, se encuentra en un punto en el que han dejado de ser convincentes tanto las cláusulas de conocimiento de la especialidad como el enfoque individualista del conocimiento que aquéllas sostenían. Un repliegue a las presuposiciones de tiempos anteriores parece excluido. Se precisa una concepción alternativa del conocimiento y formas relacionadas de práctica cultural. Dedicaremos el resto del volumen a explorar una alternativa construccionista social.

En la cultura occidental, de antiguo, el individuo ha ocupado un lugar de importancia abrumadora. Los intereses culturales prácticamente quedan absorbidos por la naturaleza de las mentes individuales: sus estados de bienestar, sus tendencias, sus capacidades y sus deficiencias. Las mentes individuales se han utilizado como el lugar de explicación, no sólo en psicología, sino en muchos sectores de la filosofía, la economía, la sociología, la antropología, la historia, los estudios literarios y la comunicación. Su condición interior de individuo sirve también como criterio prominente a la hora de determinar la política pública. Nuestras creencias acerca del individuo singular proporcionan la base lógica a la mayor parte de nuestras principales instituciones. Es el individuo quien adquiere el conocimiento, y por consiguiente invertimos en instituciones educativas para formar y expandir la mente individual. Es el individuo quien abriga la capacidad de libre elección, y sobre estos fundamentos erigimos tanto las practicas informales de la responsabilidad moral y las entidades formales de la justicia. Y podemos depositar nuestra fe en las instituciones individuales porque el individuo tiene la capacidad de razonar y evaluar; creemos que el libre mercado puede prosperar porque el individuo está motivado a buscar el beneficio y minimizar las pérdidas; y las instituciones del matrimonio y de la familia pueden constituir las piedras sobre las que se asienta la comunidad porque los individuos abrigan la capacidad de amar y entregarse.

Estas creencias e instituciones asociadas han surgido y se han desarrollado poderosamente en el seno de un contexto cultural de relativa insularidad. Durante siglos ha sido factible distinguir una tradición cultural únicamente occidental, dialogante con otras tradiciones pero separada de ellas en todo el mundo. Y mientras la cultura occidental ha intercambiado bienes y servicios, opiniones y valores, y preparó viajes hacia aquellos que estaban fuera, no ha querido considerar a otras culturas como superiores o incluso iguales. Si había de producirse difusión cultural, primero sería «desde Occidente al resto». Con todo, las condiciones mundiales han cambiado espectacularmente durante el último siglo. Un torrente de nuevas tecnologías —el teléfono, el automóvil, la radio, el transporte aéreo a reacción, la televisión, los ordenadores y los satélites, por sólo citar algunas— lleva a que los habitantes de este planeta tengan una familiaridad y alcancen una interdependencia mucho mayor de las que nunca se alcanzaron. Hasta ahora nunca nos hemos planteado tan plena e intensamente los valores, las opiniones, las inversiones y la práctica de aquellos que «no son exactamente como nosotros». De manera progresivamente creciente las redes de interdependencia se extiende a los mundos de la política, los negocios, la ciencia, las comunicaciones... Allí donde las alianzas, las fusiones, las investigaciones conjuntas, y las redes todavía no están formadas, progresivamente van surgiendo sigilosamente interdependencias más sutiles, por ejemplo, en materia de ecología, energía, economía y salud. -A la luz de estos espectaculares cambios, no parece ya posible sostener la insularidad, el sentido de la superioridad y las tendencias hegemónicas de siglos anteriores. No

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Conocimiento individual y construcción comunitaria

podemos presumir sin más que las tradiciones occidentales sean las idóneas para un contexto de globalización intensiva, que conduzcan por sí mismas al proceso de comprensión mutua, apreciación y tolerancia que se exige cada vez más. No podemos descansar cómodamente en la suposición de que la herencia occidental, con su énfasis en el individuo singular y sus instituciones requeridas, pueden participar efectivamente en un mundo de plena interdependencia. Por consiguiente, se precisa una evaluación autorreflexiva de las tradiciones, una indagación en los beneficios y en las deficiencias de nuestras creencias y prácticas, así como una exploración de posibilidades alternativas. No se trata con ello de optar por una transformación radical, un salto en lo ajeno y lo desconocido. Se trata más bien de favorecer un proceso de investigación que puede realzar la posibilidad de recuperar y absorber selectivamente: de determinar aquello que retendríamos de estas tradiciones y de qué forma suavizar las aristas de nuestros compromisos de manera que otros puedan ser oídos de un modo más completo.

Es en este espíritu con el que quiero reconsiderar la presuposición del conocimiento individual, que en muchos aspectos es una piedra de toque cultural. Sin creer que los individuos puedan reflexionar fiablemente sobre el mundo que les rodea, resulta difícil ver qué valor deriva de la decisión individual en los ámbitos de la moralidad, la política, la economía, la vida familiar, y demás. Si el conocimiento no es una posesión individual, entonces las elecciones individuales en estos ámbitos pueden ser poco fiables. Las instituciones edificadas en esta confianza simultáneamente perderían su justificación. Al mismo tiempo, existe una preocupación creciente en muchos sectores del mundo académico de que la presuposición del conocimiento individual está en la antesala de la bancarrota. Tan hondo ha calado la idea de que la cultura occidental corre el peligro de andar a horcajadas por la tierra desnuda. Algunas de estas imperfecciones ocuparán un lugar predominante en los últimos capítulos. Con todo, dado que este libro ha germinado y se ha desarrollado primero y ante todo en el campo de la psicología, es el lugar donde quiero considerar el status del conocimiento individual en el seno de esta disciplina. Habida cuenta del siglo de compromiso científico en la exploración del conocimiento individual, de su adquisición y su despliegue, ¿qué se ha conseguido? ¿Dónde se encuentra ahora la disciplina, y qué cabe esperar del futuro?

Existe una buena razón para esta evaluación. La psicología científica, más que cualquier otra disciplina de investigación ordenada, ha aceptado el desafío de hacer válidas y fiables las exposiciones de los procesos mentales individuales. Con este encargo, la disciplina intenta, en la medida de lo posible, proporcionar a la cultura intuiciones y conceptos útiles en los procesos de adquisición de conocimiento y utilización, para dotar a la cultura con los medios más efectivos a través de los cuales las personas pueden conseguir conocimiento de sus entornos, recoger y almacenar información, considerar detalladamente las contingencias, recordar los hechos necesarios, solucionar problemas, hacer planes racionales, y poner esos planes en acción. Todas las instituciones auxiliares antes citadas, desde la educación, el derecho y la economía a la religión y la vida familiar, deben estar alerta para beneficiarse de esas intuiciones y conceptos. Por consiguiente, para dar cuenta de los avalares de la ciencia psicológica en el presente siglo se ha de escrutar detalladamente en el interior del lugar sagrado de la justificación cultural. Ello equivale a entrar en el Fort Knox del individualismo y aquilatar nuestra condición de riqueza. Las conclusiones de esta investigación no serán optimistas. Como argüiré, un siglo de investigación científica esencialmente nos ha dejado en un punto muerto conceptual. La investigación psicológica ha surgido como una consecuencia de dos tradiciones principales del pensamiento occidental: la empirista y la racionalista. La primera se expresó con mayor plenitud en el movimiento conductista que dominó la psicología durante la mayor parte del siglo XX. La tradición racionalista, actualmente manifiesta en los latidos hegemónicos del movimiento

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El punto muerto del conocimiento individual

cognitivo, se enfrenta al punto de la terminación. Y cuando el impulso racionalista queda exhausto, restan pocos recursos en el interior de la tradición. Ni el repliegue en el pasado conductista (empirista) ni una adicional evolución de la orientación racionalista parecen posibles. Al explorar el surgimiento de esta situación, nos encontramos en una posición mejor para examinar concepciones alternativas del conocimiento, nuevos y frescos discursos acerca del funcionar humano, nuevos enfoques de las ciencias humanas, así como las transformaciones de la práctica cultural. Saber acerca del conocimiento

Una ironía dislocante obsesiona a una disciplina comprometida en comprender la naturaleza del conocimiento individual. Por un lado, todo se alojaba en el supuesto previo de ignorancia acerca de los procesos y los mecanismos en juego: «puesto que ignoramos de qué modo las personas adquieren conocimiento, nos es precisa la investigación». Por otro lado, al hacer afirmaciones durante nuestro proceso de investigación, rebatimos nuestro estado de ignorancia. Al afirmar que el proceso de investigación produce conocimiento, el científico afirma el conocimiento del conocimiento. Si alguien no sabe nada del conocimiento, de su adquisición, de su adecuación, su utilización, y similares, entonces difícilmente puede afirmar que conoce o sabe. Si alguien afirma el privilegio del conocimiento, entonces nos vemos obligados a presumir que esta declaración se afianza en un conocimiento del proceso de generación del conocimiento. Los psicólogos han suavizado el impacto de esta ironía afirmando la necesidad de indagar en este aspecto vital del funcionar humano (la declaración de ignorancia), aunque sacan la justificación de sus exigencias del conocimiento de otras fuentes. Los psicólogos se han dirigido a justificar sus agresiones a otras disciplinas, con pies más sólidos y con un poder de argumentación más cautivador.

Estos cuerpos auxiliares o de apoyo del discurso han sido primariamente de dos variedades, la primera metateórica y la segunda metodológica. En la primera, las comprensiones filosóficas de la ciencia —y más en especial la de los empiristas lógicos— ofrecían unos medios convenientes y convincentes de justificación.1 Tales fundamentos filosóficos no sólo eran consistentes con una gran parte de la comprensión propia del sentido común, sino que estaban unidos a importantes tradiciones filosóficas (a saber el empirismo británico y el racionalismo continental) que por sí mismas suponían un mundo de vida mental que merecía su exploración. En segundo lugar, estas disciplinas descansaban en la lógica de la metodología empírica y, más en especial, en el experimento de laboratorio. Dado el manifiesto éxito de las ciencias naturales y la aparente confianza de estas ciencias en los métodos empíricos, cabría que uno razonablemente depositara su confianza en una disciplina que empleaba tales métodos. En efecto, para lograr la potencia discursiva, los psicólogos han unido sus explicaciones de la vida mental tanto con las justificaciones de índole metateórica como con las de índole metodológica.

Pasemos ahora a considerar cada uno de estos cuerpos de discurso —teoría psicológica, metateoría científica y teoría de la metodología— como constituyentes de un núcleo de inteligibilidad. Una teoría de la vida mental, al igual que una teoría de la ciencia o una teoría del método, idealmente, forma un conjunto de proposiciones interrelacionadas que dotan a una comunidad de interlocutores con un sentido de la descripción y/o de la explicación en el seno de un ámbito dado. Participar en el núcleo de inteligibilidad es «interpretar/dar sentido» mediante

1 Para una elaboración de los desarrollos que unen la psicología científica con el empirismo lógico véase Koch (1963) y Toulmin y Leary (1985).

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Conocimiento individual y construcción comunitaria

criterios propios de una comunidad particular. Tales núcleos puede que sean ilimitados y totalizantes (como en el caso de las cosmologías universales o de las ontologías) o localizados y específicos (como en la teoría del proceso educativo en la Universidad de Swarthmore); cabe que dirijan un acuerdo amplio (como en las comprensiones comunes del proceso democrático) o apelen a una pequeña minoría (como en una secta religiosa). Además, tales formas de inteligibilidad están característicamente incorporadas en el seno de una más amplia gama de actividades pautadas (artículos escritos, experimentación, votar, predicar, y otros similares). En efecto, las redes proposicionales son constituyentes esenciales de formas de acción más completas, un tema al que volveré en ulteriores capítulos.

Para nuestros propósitos presentes es esencial que, si bien tales núcleos de inteligibilidad puedan existir con independencia relativa unos respecto a otros (los estrategas de la guerra, por ejemplo, a veces hablan con consejeros espirituales), también cabe que estén relacionados. Al nivel más elemental, puede que varíen en la medida en la que prestan apoyo a otro, o bien actuando como plenas confirmaciones de cada uno en un extremo, o como completos antagonistas en el otro. Ampliamente, la medida del apoyo proporcionado por un núcleo de inteligibilidad vecino dependerá del grado en el que los constituyentes proporcionales sean comunes a ambos núcleos. Por ejemplo, diversas sectas religiosas protestantes pueden actuar en apoyo mutuo por razones de supuestos compartidos en este caso, pero tienden a darse más apoyo entre sí que a la Iglesia católica, dado que el ámbito de suposiciones comunes es menos extenso. Al mismo tiempo, en razón de las creencias compartidas en la Santísima Trinidad, las distintas denominaciones cristianas tienden a darse más apoyo entre sí que no al islam o al budismo.2

Situada en este contexto, la investigación psicológica en el conocimiento individual puede justificarse mediante redes auxiliares de discurso hasta el punto en el que las suposiciones o los supuestos se sostienen en común. Por consiguiente, los psicólogos científicos no pueden derivar apoyo de una ontología espiritual, dado que las redes suposicionales son ampliamente independientes o antagonistas. (No hay lugar en el mundo científico de la causa y el efecto sistemáticos para Dios como «moviente inmóvil».) De manera similar, un compromiso con la metodología fenomenológica (haciendo hincapié en la función organizadora de la experiencia humana) sería perjudicial para la teoría psicológica al considerar el conocimiento individual como un acrecentamiento de inputs.

En mi opinión, cabe sostener que durante la primera mitad del presente siglo hubo una estrecha alianza y apoyo recíproco entre las teorías psicológicas del funcionamiento individual y las exposiciones disponibles tanto en el nivel de la metateoría como en el de la teoría. El núcleo de la teoría conductista era capaz de prosperar en un contexto de discursos de fuerte justificación: metateoría empirista por un lado, y, por el otro, el discurso de la metodología experimental. Con todo, a medida que el diálogo ha avanzado, la teoría psicológica ha sufrido una importantísima transformación desplazando su base conductista hacia una base cognitiva. Esta transformación en el nivel de la teoría no se ha visto acompañada por cambios en los niveles ni de la metateoría ni de la metodología. Las transformaciones en ambos registros están bloquedas por una barrera de crítica. Por consiguiente, las exposiciones cognitivas del conocimiento individual son ampliamente aisladas y vulnerables; y si viven todavía, porque carecen de justificación convincente —tanto en términos de una teoría fundacional del conocimiento como en los de la

2 Ciertamente hay muchos otros procesos que operan determinando el grado de apoyo en cualquier caso concreto. El apoyo puede depender, por ejemplo, no sólo de los supuestos o suposiciones compartidas, sino de las similitudes en los derivados. Esto es, si los resultados similares (implicaciones) se ven favorecidos por dos sistemas —por lo demás, independientes (u opuestos)—, puede que operen apoyándose mutuamente.

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El punto muerto del conocimiento individual

teoría de la metodología— lo hacen con tiempo prestado. A medida que la crítica contemporánea se va articulando de forma más plena y no se puede ubicar, la confianza en la perspectiva cognitiva se marchitara. La idea misma del conocimiento individual se vuelve sospechosa. La dimensión discursiva de los cambios de paradigma

A fin de apreciar la base para estas opiniones, es necesario esbozar el amplio marco de

comprensión del cual procede este análisis. Este esbozo preliminar es doblemente importante, al contener los ingredientes de algunos temas críticos que organizarán e influirán en el curso de los últimos capítulos. Para mis propósitos actuales, moldearé las cuestiones en términos de la idea familiar de cambios de paradigmas. De un modo más concreto, ¿cómo hemos de comprender la estabilidad y el cambio en las perspectivas teóricas que se producen en las comunidades que generan conocimiento? Actualmente la literatura que existe sobre este tema es voluminosa, y, por otro lado, en estas líneas no estoy tratando de ofrecer ni una crítica plena ni un sustituto para las muchas opiniones actualmente existentes; más bien, quiero centrarme en una dimensión particular de la actividad científica poco tratada en la literatura existente hasta la fecha. Allí donde este tipo de análisis a menudo se centran en personalidades particulares, valores, descubrimientos, tecnologías o condiciones sociopolíticas, quisiera traer al primer plano los procesos discursivos que operan en el seno de las comunidades científicas. Si éstas adquieren en realidad su estatuto como comunidades en virtud del tipo de lenguajes de descripción y explicación que comparten, entonces centrándonos en el carácter de las prácticas discursivas podemos hacernos con intuiciones y conceptos significantes en la transformación teórica.

Por el momento retornemos al núcleo de inteligibilidad, un cuerpo de proposiciones interrelacionadas compartidas por los participantes en los diferentes enclaves científicos. Prácticamente, todo discurso científico propone una gama de hechos particulares (junto con diversas proposiciones explicativas que den cuenta de su carácter). En efecto, el lenguaje crea una ontología imaginada y una estructura para hacer inteligible cómo y por qué los constituyentes de la ontología se relacionan. Como dominios discursivos, este tipo de sistemas de comprensión son algo equivalente a las matemáticas o a la escatología teológica. En todos los yasos, el punto proposicional se presenta como inteligible sin que se den los vínculos necesarios con los acontecimientos que tienen lugar fuera del núcleo. Los niños, por ejemplo, pueden dominar versiones de la teoría del Big-Bang acerca de los orígenes del universo o aquello que podría aguardarles en el cielo al mismo tiempo que aprenden las tablas de multiplicar. Estos grupos de núcleos de inteligibilidad pueden relacionarse con los acontecimientos que están fuera de ellos en modos diversos, modos que no se dan en los sistemas mismos. Por consiguiente, uno puede aprender dónde y cuándo aplicar las tablas de multiplicar o el concepto de Espíritu Santo. Sin embargo, el núcleo no requiere estos vínculos a fin de ser comprendido o para ser convincente. (La teoría darwiniana sigue viva y activa en el seno de la cultura a pesar del hecho de que hay un escaso acuerdo acerca de cómo y a qué se aplica ahora.)

Con todo, el carácter autocorroborador del núcleo de inteligibilidad no es sólo aparente. En importantes aspectos, la formulación misma de un núcleo discursivo simultáneamente establece el potencial para su disolución. La ontología afirmada (junto con su red de relaciones putativas) proporciona las razones para su propia defunción. ¿Por qué es así? Examinemos el argumento que Kant expone en la Crítica de la razón práctica. Tal como propuso, no podemos abrirnos camino en la sociedad sin una concepción de aquello que se «debe» hacer. Con todo, tener una concepción de qué se debe hacer comporta también comprender que es posible actuar de otro modo, es decir, actuar en contradicción con el «deber». La acción actúa y sólo es inteligible vista

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al trasluz de su negación. Esta línea de argumentación quedó también reflejada en los escritos sobre el ser y la negación de Hegel (1979). La comprensión misma del ser exige una comprensión simultánea del no ser o ausencia. Comprender que se trata de algo exige darse cuenta de que puede ser de otro modo. En una fecha más próxima, encontramos un argumento similar en la formulación semiótica elaborada por Saussure (1983). Tal como éste nos propone, los significantes lingüísticos consiguen su significado a través de su diferenciación de otros significantes. El lenguaje, y por consiguiente el significado, dependen de un sistema de diferencias. Para la semiótica más estructuralista, estas diferencias se han escogido de manera binaria. La palabra hombre alcanza su capacidad comunicativa gracias a su oposición con la palabra mujer, arriba porque contrasta con abajo, emoción con razón, y así sucesivamente. Para ampliar las implicaciones de estos diversos argumentos, permítanme proponer que cualquier sistema de inteligibilidad descansa en lo que es característicamente una negación implícita, una inteligibilidad alternativa que se plantea como rival de sí misma. Ya se trate de religión, de teoría política o de una perspectiva científica, todas se distinguen en virtud de aquello que no son.

Las tensiones producidas por un núcleo de inteligibilidad dado pueden apreciarse de un modo más pleno recurriendo al concepto de «cuadrado semiótico» de A. J. Greimas (1987). En lugar de centrarnos en la base binaria singular del significado (el objeto y la oposición), el «cuadrado» muestra gráficamente la posibilidad de formas alternativas de diferencia. Consideremos la estructura dibujada en la figura 1.1. Tal como se indicó antes, el término empirista de un modo característico se contrapone a racionalista. Las grandes batallas epistemológicas en la filosofía de siglos pasados pueden en gran medida exponerse en términos de esta oposición binaria. Los análisis dentro de un ámbito a menudo se sostienen o afirman mediante falacias demostrativas en otro ámbito. Con todo, además de la tensión tradicional, las oposiciones transversales también indican posibilidades adicionales: empirista puede contraponerse a todo cuanto es no empirista (que podría, aunque en cambio no lo precise, incluir posiciones filosóficas), y racionalista puede contraponerse a todo cuanto es no racionalista. Existe una última distinción que examinar, una distinción que acabara ocupando una posición central en los argumentos que cerrarán este capítulo; a saber, uno puede amortiguar los elementos que constituyen la tensión tradicional —al ser tanto la filosofía empirista como la racionalista exclusivamente occidentales— y contrastarlos con la polaridad budismo-sintoísmo, amortiguada como filosofía oriental.

Figura 1.1. Posibilidades en el contraste de inteligibilidades

Tal como podemos percibir, la elaboración de cualquier núcleo dado de inteligibilidad

depende, en cuanto a su significado y significancia, de aquello que no es, inclusive sus contrarios, sus ausencias, y aquellas posiciones que sus diversas apariciones han hecho posibles. Del mismo modo que se establece la ontología dentro del núcleo, también son múltiples las posibilidades para la negación. Proponer una teoría del funcionar humano, una filosofía del conocimiento o una teoría de la metodología equivale al mismo tiempo a establecer múltiples razones para la

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recusación. En muchos casos los sistemas de inteligibilidad se pueden sostener sin que pese la amenaza de antagonismo. Las comunidades que comparten un sistema dado de inteligibilidad a menudo se apartan de aquellos que «aguan la fiesta» al rebelarse contra las convenciones prevalentes. Por ejemplo, la estructura de los sistemas de comunicación profesional (periódicos, sistemas de correo electrónico), junto con el perfil físico de la universidad característica (ubicando cada uno de sus departamentos en sedes separadas), prácticamente garantiza que en raras y contadas ocasiones los miembros de las comunidades constituyentes que generan conocimiento entrarán en conflicto. Los dispositivos sancionadores en sus variedades informales y formales (como, por ejemplo, la promoción y el sostenimiento de talentos del «pensamiento correcto» o la concesión de ayudas a los investigadores «prometedores») funcionan también para conservar la santidad de los paradigmas existentes.

Expresándolo en los términos de M. Foucault (1980), existe una conexión estrecha entre saber y poder. Las estructuras de poder (aquí los núcleos de inteligibilidad) son fundamentales para la ordenación de los diversos enclaves culturales y, por consiguiente, para la distribución de los resultados en los que algunas personas se ven más favorecidas que otras. Los discursos de una disciplina son rasgos constitutivos de sus estructuras de castigo y de concesión de prerrogativas. Al mismo tiempo, del mismo modo que se establecen jerarquías de privilegio, asimismo se pueden poner en marcha discursos de negación. El discurso dominante, por el hecho mismo de su dominación, puede activar las polaridades, algo que puede ir en ascenso a medida que cualquier discurso dado se codifica y canoniza; en su composición más ambigua y permeable, los órdenes discursivos incorporan más fácilmente los márgenes. De manera general, su institucionalización formal servirá para excluir. Una tendencia hacia la negación puede que se exacerbe a medida que se encuentren los medios dentro de enclaves marginales que puedan generar una expresión coherente. A medida que los grupos marginales encuentran vías para fundamentar lo que de otro modo sólo serían inteligibilidades dispares, la voz de la crítica puede verse amplificada.3

De la crítica a la transformación

Establecido este punto, podemos pasar a examinar la posibilidad de transformación teorética en el interior de las ciencias. Existen muchos recursos disponibles en la lucha contra los discursos hegemónicos —honestos y deshonestos, taimados y toscos—. Con todo, para las comunidades generadoras de conocimiento que se han desarrollado en el suelo sembrado por el pensamiento de la Ilustración, los principales motivos para la recusación son racionales o, expresado en términos contemporáneos, guiados por convenciones discursivas. Es el intercambio discursivo el que debe revelar la promesa y el peligro de cualquier posición, teoría u ontología. Las reglas de este intercambio —las definiciones de aquello que constituye un argumento ganador— son objeto de un debate continuo.4 Pero si consideramos el asunto en términos de los núcleos de inteligibilidad, cuanto menos una conjetura resulta clara: los intentos para contener, reducir o anular el poder de cualquier estructura discursiva dada tienen que llegar óptimamente en términos que estén fuera de la propia estructura. Utilizar los términos de una ontología contra esa misma ontología es o bien 3 El caso más preclaro de expulsión en el ámbito de la psicología tal vez sea la parapsicología. La psicología de la religión, la psicología existencia!, la psicología humanista, así como la fenomenológica, han pululado en los márgenes de la aceptabilidad. Y cada vez más, a medida que sus vínculos con los apoyos dominantes de la metateoría y el método se ven cortados, la psicología clínica también se está volviendo sospechosa como constituyente de una «psicología propiamente dicha». 4 En cuanto a la esquematización de las reglas para este tipo de intercambio, véase Van Eemeren y Grootendorst (1983).

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autocontradictorio o bien logra sólo restablecer los términos de la ontología. En el ejemplo anteriormente expuesto, el empirismo no puede demostrarse que sea no verdadero recurriendo a la vía de la investigación empírica, ni la fenomenología puede ser desacreditada recurriendo a la experiencia personal. En uno y otro caso, ganar el argumento al mismo tiempo equivaldría a perderlo.

Por consiguiente, y volviendo a las alternativas esbozadas en el cuadrado semiótico, observamos que las contrariedades efectivas frente a un núcleo de inteligibilidad dado tienen que descansar de manera óptima en las suposiciones contenidas en el seno de núcleos alternativos —o bien vinculados por oposición dual, proporcionados por contraste o derivados de nuevas distinciones. Para resistir el empuje hegemónico del discurso empirista, por ejemplo, uno puede desarrollar argumentos en términos de una filosofía racionalista (en cuanto dual), una fenomenología (como diferencia), o un budismo (como no occidental). Consideremos cada una de estos elementos contrarios como convenciones de negación, básicamente estrategias argumentativas propuestas para desplazar un sistema de inteligibilidad dado. Sostener un estado de cosas dado es, por consiguiente, como una invitación a bailar. Otros pueden unirse al baile a través de la afirmación, pero la invitación por sí misma no sólo activa sino que legitima un cuerpo de convenciones de negación.

A continuación entraremos de pleno en la capacidad de las convenciones de negación para desplazar una forma de inteligibilidad dada. En las primeras fases del intercambio, las convenciones de negación acrecientan su influencia mediante sus ataques críticos al discurso dominante: al apuntar a factores o procesos que dicho discurso excluye, demostrando las deficiencias y defectos según diversos criterios, censurando los diversos efectos opresivos, condenando los motivos subyacentes, por citar sólo algunos. En este punto cabe hablar de una fase crítica del cambio de paradigma, en la que se emplean las convenciones de negación para socavar la confianza en la forma de inteligibilidad dominante. Durante esta fase, sin embargo, la crítica empleará de modo necesario fragmentos de lenguaje procedentes de un núcleo alternativo, de la gama de proposiciones que hacen factible criticar la inteligibilidad. La justificación de una negación exigirá fragmentos que no están dados en el núcleo que se ataca. En efecto, la crítica admite en el diálogo términos presentes en un núcleo de inteligibilidad superpuesto o en contraste. Por consiguiente, criticar una teoría de la cognición porque no da cuenta de las emociones no es sino presumir y justificar simultáneamente una ontología en la que las emociones son esenciales. Reprobar una teoría científica apoyándose en las razones de sus sostenes ideológicos es condenar la presuposición tradicional de que los hechos son ideológicamente neutros. Estas interposiciones de una realidad alternativa son anticipos significativos de una fase transformacional en el cambio de paradigmas discursivos. Al persistir en la mera crítica, los términos de la inteligibilidad alternativa siguen siendo esquemáticos. El impacto pleno de la crítica sólo se alcanza con la articulación de un subtexto tácito, aquel cuerpo de discurso del cual depende la crítica en relación a su coherencia pero que por sí permanece no especificado en el seno de la crítica. Efectivamente cabe argumentar contra las teorías cognitivas dada su insensibilidad a las emociones. Con todo, el enfoque cognitivo sólo se sustituye cuando la plena «realidad de las emociones» se hace tangible (por ejemplo, dividiendo la mente en ámbitos cognitivos y emocionales, así como demostrando la prioridad biológica de este último). Así la plena transformación en comprensión teórica depende de que se deshaga de las implicaciones de la «crítica de las emociones» de tal modo que un «mundo alternativo» sea

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palpable.5

En una forma esquemática, empezamos con un sistema dado de inteligibilidad (Inteligibilidad A en la figura 1.2) que contiene una gama de proposiciones interrelacionadas relativas a un ámbito dado (por ejemplo, una teoría de la astronomía, del razonamiento humano, del gusto estético, y demás). Esta gama de proposiciones en el caso ideal es coherente e independiente; es decir, sus proposiciones son no contradictorias y no justifican otros mundos. La fase crítica empieza con diversas convenciones de negación. Una o más de una de las proposiciones que contiene el sistema A se ven recusadas por argumentos que recurren a términos que no están incluidos en A. La fase crítica da cabida a la transformacional cuando se elaboran las consecuencias discursivas de las formas críticas. A medida que la red inferencial se articula progresivamente, emerge un sistema alternativo de inteligibilidad (B). A medida que este sistema se utiliza cada vez más en la «ontología» del mundo (por ejemplo, en nombrar e interpretar lo que hay), su credibilidad rivaliza gradualmente con la de la inteligibilidad A; se aproxima a la condición de habla corriente o de sentido común. Por consiguiente, en el seno de las ciencias, aunque la inteligibilidad alternativa puede asignarse a productos que logran triunfar (como son las predicciones, la tecnología, o los remedios), lo herético puede que lentamente dé paso a lo plausible, y lo plausible a lo cierto. El sentido del conocimiento en proceso se hace tangible.

Figura 1.2. Fases en la transformación de la inteligibilidad

Desde luego, estoy discurriendo aquí de un rumbo idealizado de la transformación teórica y

no de las desordenadas y disyuntivas transacciones de la vida erudita. Esta idealización demostrará su utilidad, sin embargo, a la hora de comprender la bitácora vital de las teorías en la psicología contemporánea. Antes de llevar a cabo esta aplicación, puede ser útil una breve comparación de las exposiciones alternativas que se dan acerca del tema del cambio de paradigmas. Apenas me atrevo a proponer el esquema antes mostrado como una exposición general de la transformación teórica, pero su alcance y consecuencias bastan para evidenciar la utilidad de estas comparaciones. Ante todo hay que reconocer las deudas que este análisis contrae con los argumentos de Quine (1960) y Kuhn (1970), que hacen hincapié en la relación problemática existente entre las explicaciones del mundo y sus objetos putativos. Siguiendo a Quine, las teorías científicas no están «determinadas por los datos» ni pueden estarlo, un tema en

5 Una cuestión interesante es la de saber si todas las modalidades discursivas son potencialmente contenciosas, de modo que una exposición —por ejemplo, de la historia malasia— pudiera desacreditar una teoría del movimiento estelar. Para que un argumento sea significativo y relevante es precisa una gama de supuestos mutuamente aceptables o susceptibles de coincidir. Así, por ejemplo, la oposición en la historia de la filosofía entre racionalistas y empiristas se debe en primer lugar a la creencia compartida en el conocimiento individual y en la importancia que le concedían en los asuntos culturales. Si no hubiera un acuerdo sustancial en la ontologia, y/o en los valores, la argumentación estaría ampliamente prohibida. De un modo más general, por consiguiente, la diferencia puede que dependa de la similitud, la negación de la afirmación.

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el que entraré más a fondo en el capítulo siguiente. Siguiendo a Kuhn hay pocas razones para sostener que la revolución científica vaya de la mano en un sentido profundo de la aplicación sistemática de reglas para la comprobación de las hipótesis y su modificación. La presente exposición difiere de la mayoría de análisis sociológicos e históricos, con todo, en el mayor hincapié hecho en los procesos de argumentación como opuestos, digamos, a las cuestiones del contexto económico, del poder, de la motivación personal o de las influencias sociales. Aunque las cuestiones de la economía, del poder, y similares, puedan transformarse en representaciones discursivas y ser así tratadas en el proceso de argumentación, el presente análisis se ve de modo necesario restringido en su importancia.

A mi entender, la presente exposición ayuda también a compensar determinadas deficiencias de la formulación kuhniana. Para Kuhn, la fuerza rectora del cambio de paradigma es la intrusión de lo anómalo: hechos que son independientes de los sistemas de inteligibilidad. Tal como Kuhn propone, empiezan a surgir las anomalías tácticas que no son inteligibles en términos del paradigma prevalente, o no pueden ser predichas por éste. En cierto punto, a medida que se acumulan estas anomalías, un cambio de «Gestalt» se produce en la perspectiva teórica. Surge una nueva teoría que puede dar cuenta de la gama de anomalías, así como, de ser verdaderamente efectiva, de todos los hallazgos generados en el seno del paradigma previamente existente. Con todo, este enfoque kuhniano adolece de algunas contrariedades. En primer lugar, no hay modo de explicar la génesis de las anomalías. Kuhn caracteriza las anomalías como «fenómenos inesperados», «novedades fundamentales de carácter tactual» y «episodios extendidos con una estructura regularmente recurrente» (pág. 52), concretamente como formas de datos brutos que hacen que el científico reconozca «que la naturaleza de algún modo ha infringido las expectativas inducidas del paradigma que gobiernan la ciencia normal» (págs. 52-53). Con todo, si los paradigmas de la comprensión determinan (como el propio Kuhn también sostiene) de qué modo construimos, interpretamos o traducimos un hecho, entonces ¿cómo los «fenómenos inesperados» infringen o desafían las comprensiones aceptadas?6 En efecto, un paradigma de la inteligibilidad tiene que preceder al descubrimiento de una anomalía y no al revés. Desde este punto de vista, la anomalía como fuerza rectora se ve sustituida por una tensión entre inteligibilidades, es decir, por negaciones que se plantean contra afirmaciones. Tales tensiones son un resultado inevitable del hecho de nombrar y explicar, y prácticamente garantizan una inestabilidad en las comprensiones teóricas.

Tal como este enfoque hace patente, los cambios de paradigma en la ciencia son en grados relevantes asuntos de evolución en formas socialmente negociadas de significado. Los hechos, las

6 Una problemática similar en la exposición de Kuhn es la misteriosa metáfora del cambio de «Gestalt» en la comprensión. La metáfora la toma prestada de los estudios de las ilusiones visuales en las que una única figura conduce a dos sentidos mutuamente exclusivos de interpretar la realidad (la figura se convierte en fondo y el fondo se vuelve figura). Con todo las teorías son construcciones inherentemente lingüisticas. Así, pues, se plantea la difícil pregunta de cómo afectan al lenguaje los cambios a nivel perceptivo (o viceversa). ¿Los cambios en la percepción visual necesitan alteraciones de las exposiciones que se hacen del mundo? ¿Los cambios en los sonidos y las marcas que denominamos lenguaje cambian nuestras percepciones sensoriales? Se trata de proposiciones difíciles de justificar. Tampoco soy optimista en lo que respecta a las últimas refundiciones de Kuhn (1977) de su explicación social, en la que sustituye la corriente fundamentadora empirista recurriendo a una gama de lo que da en llamar «valores epistémicos». Tal como Kuhn propone, en la evaluación de la teoría unos criterios tradicionales como la exactitud predictiva, la comprensión explicativa y la consistencia interna pueden justificarse en términos del valor puesto en los resultados, a saber, el perfeccionamiento en la explicación y la predicción. Aunque se guarda mucho de reafirmar los fundamentos racionales para la ciencia, esta explicación sigue estando abierta a la critica sobre las razones de su base individualista (el actor individual como aquel que elige los valores), y su alojarse en un enfoque de la referencia en la que la exactitud descriptiva es posible.

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anomalías o la tecnología pueden desempeñar un papel significativo a la hora de alterar las formas de comprensión científica que las constituyen. Los criterios de la lógica, la exhaustividad y similares no hacen que la ciencia sea racional; tales criterios son en esencia movimientos en el seno de diversos dominios de discurso: dispositivos retóricos para conseguir eficacia discursiva. Ello no significa que cualquier cosa funcione, al menos en la práctica. Las convenciones de discurso están a menudo sedimentadas, son restrictivas y están unidas a la práctica social de maneras irresistibles. Sin embargo, desde esta perspectiva se nos invita a examinar con detalle las convenciones justificadoras de cualquier época. Se ha de ser perpetuamente sensible a las consecuencias tanto opuestas como potencialmente debilitadoras de las convenciones y obligaciones existentes. La transformación teórica en la ciencia psicológica

Durante el último siglo los psicólogos profesionales han formulado un impresionante, si no asombroso, abanico de perspectivas teóricas. Al mismo tiempo, muchas de estas teorías caen en clusters que se solapan —ejemplos de inteligibilidad compartida— y estos clusters varían grandemente en su centralidad respecto a la profesión (por ejemplo, su presencia en los manuales, su representación en las estipulaciones vigentes o la solicitud de fondos de investigación). Tal como se reconoce generalmente, durante la mayor parte del presente siglo un determinado cluster de teorías conductistas dominó el paisaje científico. En la práctica, todas las perspectivas teóricas ocupaban posiciones de significado marginal. Con todo, en las últimas décadas, la teoría conductista ha perdido buena parte de su capacidad arrolladora. Se ha visto sucedida por un cluster de teorías cognitivas. De hecho, se ha producido una transformación discursiva de enorme alcance. La labor inmediata consiste en elucidar esta transformación en términos del proceso discursivo que ya he descrito: ¿cuál es la relación entre las inteligibilidades conductistas y las cognitivas?, ¿de dónde procede su apoyo discursivo? y, ¿por qué era necesaria la transformación? Como espero poder mostrar, en virtud del carácter de esta transformación, la empresa cognitiva —juntamente con todas las exposiciones individualistas del conocimiento humano— se vacía de toda justificación. Un vacío se crea para el surgimiento de una nueva perspectiva sobre el conocimiento. El período conductista: simbiosis y sonoridad

Ante todo, debemos considerar la enorme popularidad de la perspectiva conductista durante la primera mitad de este siglo. Aunque uno puede explicar esta ascendencia de diversas maneras, el enfoque que a continuación expondré sensibiliza respecto a los aspectos del contexto discursivo. ¿Qué otras inteligibilidades, cabría preguntarse, estaban en ascenso durante ese período? Y, ¿de qué modo el movimiento conductista fue racionalizado o apoyado por estos enfoques? Lo más chocante en este caso es que cabe reconocer un elevado grado de superposición entre la teoría conductista y la exposición prevalente de la metodología experimental, junto con la perspectiva metateórica articulada por los filósofos del empirismo lógico. Durante estas décadas los tres cuerpos de discurso se apoyaban y sostenían mutuamente. Las exposiciones teóricas del funcionamiento humano se podían justificar recurriendo tanto a las inteligibilidades de orden metodológico como a las de carácter metateórico. El cuerpo de verdades acerca del comportamiento humano se podía sostener a través de discursos auxiliares, uno justificando la base tactual de las afirmaciones («los experimentos demuestran las relaciones causales entre estímulos y respuestas») y, otro, la probidad filosófica del esfuerzo científico («la

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ciencia descansa en fundamentos racionales»). A fin de ampliar esto, podemos considerar de entrada la relación existente entre la recepción

en psicología del enfoque del empirismo lógico y la teoría conductista. La metateoría científica afirma primero una independencia fundamental entre el mundo natural y el observador científico. La labor del científico consiste en desarrollar la teoría que cartografía con fidelidad los contornos del mundo dado: «la labor esencial del científico consiste en identificar los hechos con la mayor precisión posible, ya que forman los elementos sobre los que descansa todo su trabajo» (Brown y Ghiselli, 1955). El enfoque recibido también dota al científico con algunas capacidades importantes mediante las que se puede adquirir el conocimiento objetivo. Entre las más importantes están las capacidades para la observación minuciosa y la lógica. La observación inicial se considera que facilita al científico una rudimentaria familiaridad de trato con los fenómenos que centran su interés. Un tipo de observación como éste, cuando se combina con los cánones de la lógica inductiva, permite al científico formular una serie de hipótesis provisionales relativas a las condiciones en las que se producen los diversos fenómenos. Idealmente el científico debería derivar, de la observación un conjunto de proposiciones (normalmente de la variedad, «si X es el antecedente... entonces y es el consecuente» que den cuenta de las regularidades en la relación entre los acontecimientos observados. En el caso de la psicología el centro de interés es la conducta del individuo. La conducta individual, por consiguiente, hace las veces de consecuente para el que las condiciones del mundo real funcionan como antecedentes. Dadas las proposiciones generales similares a leyes relativas a las relaciones entre antecedentes y consecuentes —junto con las explicaciones hipotéticas de la relación que mantienen—, el científico entonces ha de emplear la lógica deductiva para derivar las predicciones acerca de las pautas que sigue la naturaleza y que todavía no se han observado. Estas predicciones se enuncian a continuación en la forma de proposiciones del tipo «Si..., entonces...».

Sobre la base de estas hipótesis derivadas deductivamente, el científico una vez más se adentra en el mundo de la naturaleza, utilizando la observación controlada para poner a prueba la validez del conjunto inicial de proposiciones. Los resultados de este nuevo conjunto de observaciones sirven para sostener, modificar o invalidar las proposiciones inicialmente presentadas. Así, a través del conjunto observacional, los científicos toman confianza, rectifican o descartan las proposiciones que han adoptado inicialmente. Esta exposición esquemática de lo que suele llamarse el proceso hipotético-deductivo se representa mediante diagramas en la figura 1.3. De manera ideal el proceso de observación-proposición-someter a prueba-afinar se puede seguir de manera indefinida, redundando en una red cada vez más precisa, bien diferenciada y bien validada de proposiciones interrelacionadas. Estas proposiciones, se dice, son portadoras o transmisoras del «conocimiento objetivo» en tanto en cuanto es obtenible, y debe facilitar la predicción y el control de la actividad humana. En la terminología de Brown y Ghiselli, «el objeto del científico consiste en comprender el fenómeno con el que [sic] trabaja. Éste considera que lo ha comprendido cuando logra predecir sus expresiones... o cuando su conocimiento le permite controlar su expresión para conseguir determinadas metas» (1955, pág. 35).

Dado este esbozo de la orientación hipotético-deductiva del conocimiento, podemos pasar a considerar ahora sus relaciones con las concepciones conductistas del funcionamiento humano. Tal como demostraré, el relato esencial del conocimiento progresivo descrito en la metateoría se ve encarnado en las exposiciones y explicaciones conductistas del aprendizaje humano. Cuando los psicólogos se proponían «observar» y «descubrir» la naturaleza de la conducta humana, con sus sentidos libres de compromisos de orden teórico —o por lo menos, eso creían— de hecho «derivaban de la naturaleza» la misma teoría del conocimiento que racionalizaba sus actividades como científicos.

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Consideremos lo siguiente: al principio la teoría conductista posee un fuerte sesgo medioambientalista. Desde la perspectiva medioambientalista se considera la actividad humana como una serie de «respuestas» guiadas, controladas o estimuladas por inputs de carácter medioambiental. Por consiguiente, encontramos «inputs de estímulos» a nivel de la teoría que sirven de sustituto para el «estado de naturaleza» al nivel de la metateoría. Los inputs de estímulos como determinantes preeminentes de la actividad humana son prácticamente idénticos en su función al estado de naturaleza (como estímulos para la construcción de la teoría) en el seno de la metateoría (véase figura 1.3). En relación con los procesos de observación y la lógica (fase II), debemos distinguir entre los dos paradigmas prominentes en el seno del conductista movimiento conductista.

Figura 1.3. Estadios paralelos en el avance del conocimiento científico y el aprendizaje

Conductistas radicales como Watson y Skinner habían asimilado tan a fondo la «cultura de la ciencia» y su preocupación por lo observable que evitaron enunciados acerca del dominio hipotético de los estados psicológicos. Por consiguiente, con el conductismo radical, la rehabilitación del segundo estadio del proceso hipotético-deductivo no es fácilmente evidente. Las equivalencias con los procesos psicológicos como son la «observación» y la «lógica» resultan difíciles de asignar. Sin embargo, el segundo estadio se manifiesta de hecho, no en los enunciados acerca del funcionar interno de los organismos sino como descripciones de los fines a los que esa conducta sirve. Aunque nada se dice acerca de los procesos internos del pensamiento racional, la especie humana actúa como si maximizara su capacidad adaptativa, es decir, actúa de un modo racional. Watson (1924) lo describió así: «Aunque nace más desprotegido que la mayoría de los demás mamíferos, [el hombre] aprende rápidamente a aventajar a los demás animales gracias al hecho de que... adquiere hábitos» (pág. 224). Y como Skinner (1971) avanzara: «El proceso del conocimiento operante... suple a la selección natural. Las importantes

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consecuencias de la conducta que no podrían desempeñar un papel en la evolución en razón de su carácter de rasgos insuficientemente estables del entorno se hacen efectivos a través del condicionamiento operante durante la vida del individuo cuya capacidad para tratar con el mundo se ve por consiguiente ampliamente acrecentada» (pág. 46). De hecho, aunque no se identifica proceso mental específico alguno, los conductistas radicales describen la conducta humana como racional y solucionadora de problemas en relación a sus efectos. Por consiguiente, de manera disimulada, se alcanza la segunda etapa del proceso hipotético-deductivo.

En deuda ampliamente con la liberalización de la metateoría del empirismo lógico (Koch, 1966), el conductismo radical fue lentamente sustituido por la teoría neoconductista (E-O-R). Los primeros dogmas empiristas, que daban gran importancia a la correspondencia precisa entre los términos teóricos y lo observable, fueron considerados demasiado constrictivos. Como se argumentó, las ciencia maduras, de hecho, tienen un lugar para los términos teóricos que no se refieren directamente a lo observable. Términos como «gravedad», «campo de fuerza» y «magnetismo» son todos altamente útiles en el contexto de las ciencias de la naturaleza, y con todo carecen de referente observable inmediato. Esta liberalización del nivel metateórico permitió a los psicólogos desarrollar el concepto de «constructos hipotéticos» (MacCorquodale y Meehí, 1948), términos que se referían a los estadios psicológicos hipotéticos que intervienen entre estímulo y respuesta. Con la puerta abierta para dar entrada al hablar sobre «la mente», los conductistas tenían las manos libres para desarrollar términos que estuvieran en correspondencia funcional con los procesos de observación y aquella lógica tan esencial para la metateoría. Así, para Clark Hull (1943), términos como «resistencia al hábito», «fuerza incentiva» y «potencial inhibidor» operaron de consuno para producir respuestas adaptativas a circunstancias dadas. Con formulaciones de valor de expectación (Rotter, 1966; Ajzen y Fishbein, 1980), el término expectativa proporcionaba un paralelo al nivel teórico para las «hipótesis» al nivel metateórico. El teórico del aprendizaje social Albert Bandura (1977) emplea el concepto de «expectación» del mismo modo, pero aporta al arsenal de la psicología procesos adicionales a la «solución de problemas disimulados» y «verificación a través del pensamiento».

Allí donde la metateoría científica apela ahora a la comprobación de hipótesis como la siguiente etapa en el avance del conocimiento (figura 1.3), los teóricos del aprendizaje introducen el concepto de refuerzo. Para teóricos como Skinner (1971), Thorndike (1933) y Bandura (1977), el refuerzo selecciona y sostiene determinadas pautas de respuesta mientras desalienta o «extirpa» otras. Las pautas de la primera variedad a menudo se denominan «adaptativas» mientras que aquellas pertenecientes a la última son «inadaptativas». En este sentido, los resultados de la puesta a prueba de las hipótesis cumplen la misma función que el refuerzo: son medios de la naturaleza que informan de la adecuación de las propias acciones. De este análisis se sigue que la cuarta etapa del modelo hipotético-deductivo, la extensión y/o revisión de la teoría no es sino una etapa posterior del proceso de «afirmación de conducta» para los seguidores del enfoque de Skinner o una etapa individual en un proceso de «expectación de la confirmación» para los teóricos del aprendizaje más orientados en la línea cognitiva. En ambos casos el funcionamiento mental del individuo se vuelve cada vez más adecuado a los contornos medioambientales.

Tal vez no haya mejor conclusión para el presente argumento que un par de citas sacadas de Principies of Behavior de Clark Hull. Al hablar primero de la naturaleza de la ciencia, Hull recita la letanía hipotético-deductiva (las etapas se numeran con cifras romanas al margen): I. La observación empírica, complementada con la conjetura prudente, es la fuente principal de los primeros principios o postulados de una ciencia. Tales formulaciones, al ser tomadas en diversas combinaciones junto con condiciones antecedentes relevantes,

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II. conducen a inferencias o teoremas, de los que algunos puede que estén de acuerdo con el resultado empírico de las condiciones en cuestión, y algunos puede que no. Se retienen aquellas proposiciones primarias que conducen a deducciones lógicas que están de acuerdo de manera consistente con el resultado empírico observado, III. mientras que aquellas que no lo están se rechazan o bien se modifican. A medida que se prosigue la criba llevada a cabo mediante este proceso de prueba y error, surge de manera gradual una serie limitada de principios primarios IV. cuyas consecuencias acompañantes es más probable que estén de acuerdo con las observaciones relevantes. Las deducciones hechas a partir de los postulados que sobreviven al proceso, aunque nunca son absolutamente ciertas, de hecho, finalmente se vuelven altamente fidedignas. (Hull, 1943, pág. 382).

Las similitudes entre esta exposición de la ciencia y la teoría del aprendizaje de Hull son asombrosas. En cuanto a esta última, Hull resume sus opiniones como sigue (de nuevo, los paralelismos con las etapas del modelo hipotético-deductivo se señalan al margen): i I. La sustancia del proceso elemental de aprendizaje tal como la ponen de manifiesto la mayor parte de los experimentos realizados parece ser así: una condición de necesidad existe... a la que ha dado inicio la acción de energías medioambientales estimulantes. Esto... activa diversos II. potenciales de reacción vagamente adaptativa... dictados por la evolución orgánica. En el caso de que una de estas respuestas aleatorias, o una secuencia de ellas, dé como resultado la reducción de una necesidad dominante en el momento, se sigue un efecto indirecto una secuencia de ellas, dé como resultado la reducción de una necesidad dominante en el momento, se sigue un efecto indirecto III. al que se denomina refuerzo. Este efecto consiste en 1) un refuerzo de las relaciones particulares del receptor-emisor que originalmente media la reacción y 2) una tendencia para toda(s las) descarga(s) del receptor que se producen casi al mismo tiempo a adquirir nuevas relaciones con los emisores mediando la respuesta en cuestión. El primer efecto se conoce como aprendizaje primitivo por prueba y error; el segundo se conoce como aprendizaje por reflejo condicionado. Como resultado, cuando la misma necesidad surge de nuevo en esta u otra situación similar, los estímulos activarán los mismos emisores de un modo más cierto, más rápido y más vigoroso que en la primera ocasión. Tal acción, IV. aunque en absoluto es adaptativamente infalible, a largo plazo reducirá la necesidad de un modo más seguro que no lo haría una muestra aleatoria de tendencias de respuestas no aprendidas... Por consiguiente, la adquisición de esas relaciones receptor-emisor contribuirá a la supervivencia: es decir, será adaptativa (Hull, 1943, págs. 386-387).

Tanto la ciencia como los procesos de aprendizaje humano, por consiguiente, operan de una manera análoga y tienden hacia fines similares. La teoría del aprendizaje humano es una réplica de la teoría de la ciencia.

A lo largo de las primeras décadas de este siglo, tanto la metateoría como la teoría se mantuvieron en sincronía con la concepción de metodología prevalente. Desde luego, los métodos observacionales y la experimentación controlada en particular se vieron favorecidos por la filosofía empirista. Para los psicólogos, las propiedades del mundo real («los antecedentes materiales» para los empiristas lógicos, «mundo de estímulos» para el conductista) fueron captados en el lenguaje metodológico por medio del concepto de la «variable independiente». De hecho, las condiciones experimentales existen con independencia del organismo y son anteriores lógicamente a su conducta en estas condiciones. Las manipulaciones del científico de las

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variables independientes liberan las fuerzas que dirigen o limitan la conducta del organismo. La «actividad resultante» del organismo es captada por el concepto de «variable dependiente» —causado por, y dependiente de, la manipulación de la variable independiente. La variable dependiente en términos metodológicos pone en paralelo los conceptos de «consecuente material» en la metateoría del empirismo lógico y «respuestas conductistas» en la teoría conductista. En efecto, el hecho de dar cuenta de lo que sucede en un experimento, junto con la elección de la terminología que describe los particulares de carácter experimental, está en plena consonancia con las perspectivas metateóricas y teóricas de aquel período. La metateoría suponía un mundo ordenado de entidades mecánicamente relacionadas, el método prometía un trazado preciso de los vínculos causales, y la imagen resultante del funcionamiento humano era aquella en la que la conducta dependía de sus condiciones antecedentes. La metateoría, la teoría y el método, todo se desenvuelve en una sonora armonía.7

La fase crítica: deterioro de las inteligibilidades

Actualmente es muy poco lo que resta del optimismo y del sentido de misión que impregnaron ese período de discursos que se apoyaban mutuamente. Cada uno de los cuerpos interdependientes de discurso ha soportado una extensa crítica. La fase crítica del proceso de transformación ha sido amplia e irresistible en los tres niveles. Primero, a nivel de la metateoría, el empirismo lógico siempre había tenido más predicamento en su traducción a otras disciplinas que en el seno mismo de la filosofía. Hubo un debate filosófico que se prolongó en el tiempo relativo al lugar de la experiencia personal en la ciencia, la relación de los acontecimientos materiales con la experiencia, la posibilidad de vincular lo observable con el lenguaje, y más cosas. Sin embargo, a partir de mediados de siglo, la filosofía de la ciencia se vio dominada por una gama cada vez más articulada e incisiva de críticas. Se formularon argumentos efectivos contra toda la gama de supuestos empiristas, incluyendo la separación tradicional entre proposiciones analíticas y sintéticas (Quine, 1953), la inducción como método para desarrollar la teoría (Hanson, 1958; Popper, 1959), la lógica de la verificación (Popper, 1959), la posibilidad de definiciones opcracionales (Koch, 1963), la correspondencia mundo-objeto (Quine, 1960), la interdependencia de la comprensión teórica y la predicción (Toulmin, 1961), la conmensurabilidad de las teorías en competencia (Kuhn, 1962), la separación entre hecho y valor (Macintyre, 1973), la posibilidad de hechos teóricamente no saturados o brutos (Hanson, 1958; Quine, 1960), la racionalidad fundacional de los procedimientos científicos (Barrett, 1979; Feyerabend, 1976), la posibilidad de una teoría falsadora (Quine, 1953), el carácter no partidista del conocimiento científico (Habermas, 1971) y la aplicabilidad del modelo de cobertura de ley a la acción humana (White, 1978). Como muchos filósofos concluyen ahora, la filosofía del conocimiento científico ha entrado en una etapa posempirista (Thomas, 1979). Salvo unos pocos supervivientes más bien extraños, el intento de basar la ciencia en una racionalidad fundacional agoniza en todas partes.8

7 A fin de apreciar los efectos de apoyo mutuo de los discursos metateóricos, teóricos y metodológicos de aquella época, resulta útil contrastar la exposición predominante de lo que ocurre en un procedimiento experimental con otras posibilidades. Por ejemplo, afirmar que «variables independientes» tienen efectos «causales» es un compromiso metafísico de cierta magnitud. Por un igual cabe considerar las «condiciones de estimulo» como «disponibilidades», «percibidas» como opuestas a las «condiciones reales» o como «invitaciones a una danza ritual». Afirmar que los experimentos «demuestran las relaciones causales» es poco más que una comodidad retórica. 8 En cierto sentido, la crítica que Feyerabend (1976) hace del empirismo, aunque es potente, también sirve para sostener su fundamentación. Al basar su crítica —orientada a informar al lector acerca de cómo se alcanza realmente

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En el nivel de la teoría, los psicólogos han llevado a cabo también un asalto a gran escala a la teoría conductista. Buena parte de la primera crítica fue articulada u orquestada por Sigmund Koch (1963). Los problemas que planteaba la explicación variable intermedia (o E-O-R), la vinculación de los constructos con lo observable, preparar «experimentos decisivos» y la generalidad de las leyes conductistas se contaban entre algunos de sus objetivos. Críticas posteriores desafiaron las suposiciones conductistas de generalidad transespecífica en leyes del aprendizaje, la contingencia histórica de los principios conductistas, y los puntales ideológicos de la teoría del conductismo. Más espectacular en lo penetrante de su impacto ha sido la proliferación de los argumentos innatistas similares a los planteados por los psicólogos de la Gestait a finales de la década de 1930, que afirmaban que no se puede dar cuenta de la actividad humana sólo en términos de inputs de estímulo. Como demostró efectivamente Chomsky (1968), las capacidades para el uso hábil del lenguaje no podían, en principio, derivarse del refuerzo medioambiental. Para Piaget (1952) y sus colaboradores, las capacidades para el pensamiento abstracto no se aprendían a través del aprendizaje sino que se desplegaban a través del desarrollo natural del niño. De una manera más general, el organismo parece tener sus propias tendencias inherentes —para buscar y procesar información, formular hipótesis y orientarse por metas, entre otras. Con la aparición de estos argumentos, la cadena unidireccional de la causalidad —desde el mundo estimulador a la respuesta conductista— se rompe. En muchos aspectos, se argumentó, el organismo alberga sus propias causas autónomas.

Finalmente, acompañando el deterioro del compromiso con la metateoría empirista y la teoría conductista se extendió un amplio descontento en relación al método experimental. Las primeras críticas hacían hincapié en el grado en el que los hallazgos experimentales estaban sujetos al sesgo propio del experimentador o las características exigidas que establece el experimentador (véase el resumen de Rosnow, 1981). Los críticos también expresaban su preocupación por la ética de la manipulación experimental (Smith, 1969; Kelman, 1968), la actitud manipulativa de los experimentadores hacia sus temas (Ring, 1967), la validez ecológica de los experimentos y el grado en el que los resultados experimentales se alcanzaban gracias a una hábil puesta en escena (McGuire, 1973). Había aún otros, entre los que cabe contar a psicólogos críticos y las feministas, que plantearon cuestiones ideológicas, argumentando que los experimentos eran una réplica del sistema de dominación y control inherente a la sociedad capitalista, o de la personalidad masculina, o de ambas cosas (Hampden-Turner, 1970; Reinharz, 1985). Segmentos con un peso específico importante de la comunidad científica buscan ahora alternativas que sean viables a la metodología experimental (incluyendo la investigación de campo, la investigación cualitativa con métodos de casos, métodos dialógicos, por sólo citar algunos). La fase transformacional: cognición sin consenso

Como vemos, la tupida tela característica de la época anterior —la metateoría, la teoría y el método— empieza a deshacerse. La metateoría empirista, la teoría conductista y la metodología experimental, todas ellas han sufrido el impacto de una amplia crítica. La fase crítica de la transición discursiva está, por consiguiente, plenamente madura. Con todo, ¿no se ha producido una fase transformacional en la que se ha forjado un nuevo conjunto de inteligibilidades entrelazadas? ¿Cuál es nuestra situación actual y qué cabe anticipar del futuro? A fin de explorar estas preguntas resulta útil volver al cuadrilátero semiótico (véase la figura 1.3). En esta figura

el progreso científico— en lo que significa una gama de hechos históricos, implícitamente socava el ataque que hace al uso de la observación como justificación científica.

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podemos intentar situar inteligibilidades alternativas sobre las que se forman las premisas de las críticas actuales, y examinar la posibilidad de una fructífera transformación.

Examinemos primero la posibilidad de transformación al nivel de la metateoría. Con el acta de defunción de los fundamentos empiristas, ¿qué filosofía de la ciencia alternativa se puede generar a partir de la penumbra de las comprensiones sobre las que se basaban las críticas? A mi entender, la mayoría de los argumentos antiempiristas pueden agruparse en tres categorías principales. Existe, en primer lugar, crítica dentro del paradigma, es decir, intentos de revisar determinadas suposiciones en la metateoría existente sin que con ello se sacrifique la presunción de la racionalidad fundacional del esfuerzo científico. Se trata a todas luces del intento de Popper (1963) cuando condenaba las presuposiciones inductivistas del empirismo tradicional, pero, con todo, Popper las sustituyó por un enfoque igualmente fundacional caracterizado como «racionalismo crítico». Aunque es sostenible en algunos aspectos, yo pondría también las principales obras de Lakatos (1970), Laudan (1977) y Bhaskar (1978) en una categoría similar. Es decir, aunque abandonando algunos de los dogmas de la corriente fundamentadora del empirismo, conservan todavía determinadas suposiciones clave (como la independencia sujeto-objeto) y sostienen, de manera simultánea, la búsqueda de una base lógica trascendente. De hecho, tal crítica no consigue provocar lo que yo consideraría como una transformación radical en la perspectiva.

En segundo lugar, hay hebras de crítica dual tejidas en la fase crítica, es decir, argumentos que derivan en gran medida del punto de vista tradicionalmente más antagonista del empirismo, a saber, el racionalista. Como se acostumbra a sostener, la historia de las teorías del conocimiento que se dan en Occidente puede escribirse ampliamente en términos de un movimiento pendular entre las exposiciones del conocimiento humano como un depósito de inputs experienciales y aquellas otras exposiciones y explicaciones que sostienen que la mente es una fuente originaria de conocimiento. Por consiguiente, para los principales filósofos de la tradición del empirismo clásico (Locke, Hume, los Mili) el conocimiento individual se construye ampliamente a partir de la experiencias de los acontecimientos medioambientales. El individuo llega a conocer a través de la observación; sin contacto experimental con el mundo, poco es cuanto el individuo puede decir que sabe o conoce. Al contrario, para los filósofos que con mayor asiduidad se identifican con la tradición racionalista (Descartes, Spinoza, Kant), el carácter inherente de la mente humana es esencial para el desarrollo del conocimiento. Sin una capacidad innata para la racionalidad o para organizar el mundo de determinados modos, difícilmente podríamos acreditar que poseemos conocimiento. En estos términos, la filosofía empirista-lógica de la ciencia significa en gran medida un refinamiento característico del siglo XX de las concepciones empiristas tradicionales. Por consiguiente, dada la historia del debate a lo largo de la dualidad, las críticas de tipo racionalista se habían de anticipar. A fin de poner ejemplos de ello, en algunos aspectos las criticas tanto de Hanson (1958) como de Kuhn (1962) han recurrido al uso de suposiciones que se originan en el dominio de la tradición racionalista. Para Hanson, los conceptos mentales tienen que preceder a la identificación de los hechos; para Kuhn, las transformaciones de paradigma están emparentadas con los cambios de la Gestait, es decir, están dirigidas no por los datos sino por tendencias mentales inherentes.

Las consecuencias e implicaciones discursivas de las críticas racionalistas ¿pueden desarrollarse y formar una teoría alternativa del conocimiento científico? Resulta interesante el hecho de que ningún filósofo se haya pronunciado en el sentido de extender las suposiciones subyacentes a una teoría hecha y derecha del conocimiento. A mi juicio, esta posibilidad queda prácticamente imposibilitada por los últimos tres siglos de debate filosófico. Los problemas del solipsismo, del conocimiento innato, de la separación mente-materia, y el conservadurismo

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político, por sólo citar algunos (véase para más detalles el capítulo 5), han desalentado efectivamente este empeño. En efecto, la sustitución del empirismo por una corriente fundamentadora racionalista es improbable.

Finalmente, y discurriendo al nivel metateórico, se distingue entre crítica y modalidades alternativas, es decir, aquellas perspectivas que difieren tanto de la explicación empirista-lógica como de la racionalista, y las reducen a una única unidad que por sí misma se convierte en un polo de la nueva polaridad. Tales críticas son a la vez las menos y las más efectivas. Son inefectivas al punto de que simplemente no se dirigen a aquellos que están dentro de los sistemas dominantes de inteligibilidad de un modo que sea compatible con sus preocupaciones. En efecto a menudo aparecen como «críticas hechas desde lo inmediato», tangenciales, o fuera del diálogo. Al mismo tiempo, tales críticas son las más efectivas, en la medida que 1) aquellos que reciben el ataque tienen pocos medios con que defenderse, y 2) las razones de la argumentación empiezan a ofrecer alternativas significativas a los enfoques existentes. Para los empiristas, las críticas del tipo racionalista son en la práctica rituales; los argumentos y contraargumentaciones han sido como un flujo y reflujo durante siglos con una reiteración tal que «un nuevo asalto» apenas es desasosegador. La inteligibilidad alternativa se comprende bien y sus deficiencias se hacen evidentes. Sin embargo, en el caso de las críticas que se ejercen desde el exterior de la dualidad, ninguna de estas condiciones las incumbe. Las refutaciones no han sido bien preparadas, y los problemas inherentes a las alternativas se encuentran fuera del alcance de la comprensión.

A mi juicio, dos de las principales líneas de la crítica antiempirista encuentran sus raíces en una modalidad alternativa. Se trata de los tipos de crítica ideológica y la de tipo social. Las críticas de la variedad ideológica se centran en los sesgos morales y políticos inherentes al enfoque empirista. Tanto Macintyre (1981) como Habermas (1971), por ejemplo, apuntan en el sentido de que las concepciones empiristas del conocimiento son contrarias al bienestar humano. De hecho, no consiguen valorarse mediante estándares morales y políticos. Los empiristas no disponen de medios bien desarrollados para demostrar que carecen de sesgos morales y políticos; de hecho, han evitado de manera sistemática entrar a participar en el diálogo sobre los bienes morales o políticos. En gran medida lo mismo cabe decir de la crítica social, es decir, la crítica que apunta a los diversos procesos sociales que operan en la generación de inteligibilidades científicas. Por consiguiente, al hacer hincapié en la base comunitaria del compromiso de un paradigma, Kuhn (1962) sostiene esencialmente una explicación social del conocimiento científico. El mismo resultado se ve favorecido por el examen que Feyerabend (1976) hace de la racionalidad como forma de tradición cultural. De nuevo, el empirista no está listo para la refutación; los procesos sociales son inefectivamente declarados como no interesantes, interfirientes o irrelevantes y las condiciones están maduras para que el proceso social se convierta en la base para una teoría alternativa del conocimiento. En el capítulo siguiente, combinaré la crítica ideológica con la social y, con recursos adicionales, sentaré los preliminares para un proyecto alternativo hecho y derecho: construccionismo social. En este caso, tanto el empirismo como el racionalismo formaran el polo rechazado de una nueva dualidad —ambos sostienen que el conocimiento es una posesión individual, mientras que la nueva polaridad tomará el conocimiento como un producto resultante de las relaciones comunitarias.

En marcado contraste con la incapacidad de los filósofos para montar una alternativa convincente al de la corriente fundamentadora del empirismo, los psicólogos se han trasladado rápidamente a un período de transformación teórica. En gran medida la razón se encuentra en que las críticas de la teoría conductista estaban incluidas en el interior de la polaridad tradicional empirista-racionalista y descansaban en diversas suposiciones surgidas de la tradición racionalista. Estas críticas sostienen la incapacidad de la teoría conductista para tomar en

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consideración las propensiones racionalistas inherentes, para considerar el dominio de los procesos de pensamiento, o para abarcar cuestiones como la conciencia y la intencionalidad, todos ellos argumentos compatibles con el marco racionalista. Y lo que es más importante para nuestros propósitos, los psicólogos empiezan a vaciar la preestructura de tales críticas, transformando así la crítica en una ontología alternativa. Así pues, por ejemplo, cuando Chomsky (1968) sostuvo que la producción del lenguaje (y, en consecuencia, más en general la acción humana) no puede entenderse en términos de refuerzo medioambiental, estaba haciendo una contribución importante a la literatura de la crítica. Cuando pasó a dar cuenta de la enorme flexibilidad del niño a la hora de construir frases bien formadas en términos de tendencias inherentes (la «estructura profunda» del conocimiento gramatical), la ontología positiva de una teoría racionalista estaba en curso. La floración de la ontología positiva constituye lo que ahora vemos como «la revolución cognitiva». En el énfasis puesto en los esquemas, en el procesamiento de la información, la exploración medioambiental, la memoria dirigida por esquemas, por ejemplo, todo ello inherente a la mente individual, el movimiento cognitivo representa una reaparición contemporánea de la tradición filosófica racionalista. En el caso de la teoría psicológica, por consiguiente, las transformación en inteligibilidades teóricas es prácticamente completa.

Poniendo nuestra atención en la exposición predominante de la metodología, encontramos una trayectoria similar a la de la metateoría empirista. Aunque reduciendo efectivamente la confianza en el método experimental, la crítica no ha logrado producir una alternativa de amplia credibilidad.9 La principal razón por la que la transformación ha fracasado es que la mayoría de las críticas existentes se han dado «dentro del paradigma». Es decir, atacar el experimento por su falta de validez externa, el hecho de que están presentes el sesgo del experimentador y las características exigidas, así como por sus impropiedades éticas, no es concluir que los experimentos son en principio problemáticos. Nada se dice en este caso que impugne su potencial de producción de conocimiento. Por consiguiente, la invitación del crítico no consiste en abandonar la experimentación como un programa que fracasa, sino en asignar los medios de mejorar su eficacia (por ejemplo, a través de la experimentación de campo, procedimientos double-blind, grupos de investigación ética). Además, aquellos que intentan una transformación en la metodología se enfrentan a un problema común: el concepto mismo de metodología como dispositivo garantizador va unido a la tradición empirista y el hincapié que la caracteriza en «la verdad a través del método». Por consiguiente, feministas, fenomenólogos, interpretativistas y demás que buscan una alternativa genuina a los métodos empiristas se encuentran luchando por demostrar que sus métodos son adecuados a los estándares empiristas de rigor (como son la validez, la fiabilidad, la neutralidad y demás). Al no lograr demostrar su adecuación a estos fundamentos (empiristas), les ha resultado difícil convencer a la comunidad científica de que, de hecho, están llevando a cabo una investigación científica. Por ejemplo, la metodología dialógica (que intenta generar nuevas aportaciones conceptuales a través del diálogo entre el sujeto y el científico) no parece ser creíble como instrumento de investigación «científica». Y, desde luego, los intentos de demostrar una igualdad con los métodos empiristas característicamente apenas culminan. En realidad, el mismo intento de demostrar, por ejemplo, que los métodos cualitativos son tan rigurosos como los métodos observacionales o de cuestionamiento, sólo da una sanción

9 Como examinaré en el siguiente capítulo, durante la última década ha surgido una amplia gama de alternativas metodológicas: feministas, dialógicas, reflexivas. Sin embargo, no se trata de ofertas en el interior del esquema dual existente. Más bien, son intentos por realizar una concepción alternativa tanto de las personas como de la ciencia, y, por consiguiente, abandonando en su conjunto la dualidad tradicional.

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tácita a la concepción empirista de la ciencia. Igualmente, no ha habido florecimiento de lo que cabría llamar «métodos de investigación

racionalistas». Nadie ha explorado los tipos de métodos que resultarían si el enfoque de que el individuo es algo inherentemente racional, que busca información y sustentador de conceptos se extendieran al nivel de la práctica científica. En la era conductista, los psicólogos dieron forma al individuo en el mismo molde que al científico. La persona común era simplemente un científico que operaba menos sistemáticamente o menos rigurosamente que el profesional. La psicología humana y la ciencia formaban un todo coherente. Pero no hubo intento en la época de la revolución cognitiva para generar tal coherencia: ninguna deliberación sobre la naturaleza del conocimiento científico tomaría en serio el enfoque prevalente del funcionar humano. El resultado es una disyunción peculiar entre la metodología contemporánea (que congenie con un enfoque empirista de la ciencia y un enfoque conductista de la persona) y la teoría cognitivista prevalente.

Esta disyunción entre el método contemporáneo y la teoría alberga una irónica incoherencia. El teórico cognitivo conceptualiza el funcionar humano de un modo que esencialmente destruye la garantía de los métodos empiristas, al punto que los teóricos afirman que los procesos cognitivos se encuentran fijados genéticamente y operan de «arriba abajo», con el individuo tamizando y ordenando la información sobre la base de requisitos inherentes y estructurales. El individuo pierde su capacidad para afirmar un conocimiento exacto de un mundo independiente. En este caso, las representaciones que el individuo tiene del mundo no están determinadas por la experiencia —qué hay «allí fuera»— sino por los requisitos del propio sistema cognitivo.10 Aplicando este enfoque del funcionar humano al nivel de la practica científica, encontramos que el científico pierde credibilidad como una «autoridad sobre la naturaleza». Los métodos experimentales no podrían «corregir la tendenciosidad cognitiva» porque el experimentador inevitablemente conduciría la investigación en aquellos sentidos exigidos por las demandas del sistema cognitivo, como son, por ejemplo, emplear los experimentos al servicio de esquemas a los que ya se ha adherido e interpretar todos los datos precisamente del modo exigido por las propias proclividades en cuanto al procesamiento de la información. Además, el experimentador pierde justificación para hablar de manipulación experimental y control. Mas bien, desde la perspectiva de la teoría cognitiva, los sujetos llevan a los experimentos procesos que determinaran qué deben desechar y derivar de las condiciones; los experimentadores a su vez harán interpretaciones consistentes con sus propios esquemas iniciales y problemáticamente relacionados con las actividades de sus sujetos. Así, pues, toda la lógica de as variables «dependientes» e «independientes» queda obviada. En efecto los psicólogos cognitivos se encuentran en una posición incómoda para abarcar las teorías que niegan la posibilidad de que

10 La focalización de la atención en los procesos cognitivos activos (opuestos a pasivos) o determinativos, que poseen sus propias tendencias o requisitos, ha sido el sello del movimiento cognitivo desde sus primeros pasos. En Miller, Galanter y Pribram (1960), por ejemplo, la conducta individual se- retraía a planes internos que ordenaban jerárquicamente la estructura de actividad. Los procesos de emparejar plantillas, detectar rasgos, esperar selectivamente, construir modelos mentales y procesar la información han desempeñado todos un papel central en las formulaciones cognitivas desde esa época; todos estos tipos de procesos son tratados como originarios, en el sentido de que no están exigidos por los contornos del mundo tal como es. El concepto ampliamente utilizado del esquema cognitivo funciona típicamente en este mismo sentido, Un esquema que ha sido igualado con «un plan, un esbozo, una estructura, un marco, un programa. En todos estos significados la suposición es que los esquemas son cognitivos, planes mentales abstractos y que sirven de guías para las acciones, como estructuras para interpretar la información, como marcos organizados para la resolución de problemas» (Reber, 1985).

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estén sujetas a evaluación empírica. Y descansar en métodos empíricos es, por consecuencia lógica negar las concepciones mismas del funcionamiento humano sobre las que se ha basado la revolución cognitiva. ¿Adonde nos lleva el conocimiento individual?

Este capítulo empezó expresando la preocupación por la presuposición de larga duración de que el conocimiento es una posesión individual ¿Puede sostenerse este enfoque, y, a la luz del cambio de las condiciones globales, seguirá siendo sólido? Esperamos comprender mejor estas materias explorando la condición de la psicología científica, disciplina en su mayor parte comprometida sistemáticamente en generar un conocimiento firme sobre las capacidades del individuo para generar conocimiento. Tal como hemos visto, en la línea central de este siglo la posición de la psicología sobre las cuestiones del conocimiento ha cambiado marcadamente. Se ha producido una importante transformación en la sustitución de la teoría conductista por la teoría cognitiva. Sin embargo, como demuestra la figura 1.4, esta transformación se cumplió pagando un coste enorme.

La teoría conductista surgió en un contexto discursivo plenamente compatible con sus principales dogmas. Estuvo ampliamente apoyada por la fiosotia dominante de la ciencia y reforzada por un oportuno discurso sobre los métodos. Tanto la filosofía fundacional como la confianza predominante en los métodos se han erosionado en la actualidad, aunque no tienen sucesores significativos que diluyan el apoyo que tiene la concepción individualista del conocimiento. Así, pues, la teoría cognitiva actual existe, pero lo hace en una posición de precariedad. Se trata de una perspectiva sobre el conocimiento que adolece de la falta de apoyo de una filosofía de la ciencia (metateoría) y que emplea una metodología antitética para sus suposiciones básicas.

Figura 1.4. Teoría cognitiva sin apoyo auxiliar

En efecto, los psicólogos cognitivistas están desprovistos de dos formas principales de sostener el

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discurso: una filosofía de la ciencia que justifique la racionalidad de la teoría cognitiva, y una metodología que garantice propiamente sus pretensiones de verdad.

A la luz de esto podemos anticipar que la psicología cognitiva, al igual que le sucediera a su predecesor el mentalismo del siglo XIX, pronto seguirá su rumbo. Desde luego, es posible que, incluso desprovisto del apoyo de una base racional, el movimiento cognitivo pueda seguir sosteniéndose. A mi juicio, la vitalidad presente del movimiento puede atribuirse a su alianza con los ordenadores, tanto como metáfora para la construcción de la teoría como en calidad de una base para la puesta a prueba tecnológica. Al igualar los procesos cognitivos con el funcionamiento computacional, utilizando el ordenador como un medio para la modelización de la toma de decisiones y concluir que los modelos por ordenador que logran fructificar demuestran que la mente opera precisamente de este modo, los cognitivistas han desarrollado un medio efectivo, aunque a veces de una circularidad viciosa, de prestar credibilidad a sus empeños. Entonces, también, el paisaje académico está cubierto de enclaves autónomos que siguen aprovechándose de iconos que están ausentes desde hace mucho del intercambio común.

La posibilidad de una hegemonía parece dudable. Basándonos en los análisis precedentes, las afirmaciones de modalidad cognitiva establecen las condiciones para la negación, y a medida que estas negaciones van siendo progresivamente articuladas, son pocos los recursos existentes para la resistencia: ningún hecho inflexible, ninguna filosofía fundacional, y unas pocas suposiciones que pueden sostenerse ante los argumentos filosóficos generados por los siglos anteriores. Incluso ahora la metáfora del ordenador estimula un abanico de críticas y, como subrayaré en el capítulo 5, el cuerpo de la literatura autocrítica está haciendo que el paradigma se aproxime a una situación de implosión.

A medida que esta nueva fase sigue su curso, ¿podemos anticipar una vuelta a cierta forma de conductismo? Tal retorno podría ser anticipado a través de la historia precedente de la psicología, moviéndose como lo hizo desde el mentalismo del siglo XIX al conductismo del siglo XX y luego dejando espacio al cognitivismo. También cabría anticiparlo en términos de los debates en la filosofía entre los partidarios del empirismo y los del racionalismo, debates que se han ido repitiendo a lo largo de siglos sin que hayan llegado a una solución. ¿Qué hay que evitar si no otra oscilación del péndulo intelectual? A mi entender, tal oscilación está contraindicada. Ante todo, sería esencial asignar modos de trascender la panoplia de críticas a la que se ha expuesto hasta ahora al conductismo —desde el interior del paradigma, desde el polo racionalista de la dualidad y desde los sectores ideológicos y sociales. Además, tal como sugiere el presente análisis no habría ninguna filosofía de la ciencia como base de justificación sólida sobre la que hacer descansar tales enfoques del funcionar humano. Finalmente, sería necesario desviar la creciente indignación del cambio intelectual, corrientes que favorecen en conjunto la sustitución del enfoque individualista del conocimiento por una formulación comunitaria. En el momento presente nos enfrentamos a la posibilidad de trascender la herencia de la Ilustración y su dualidad empirismo-racionalismo. Y a este empeño volveremos en los capítulos siguientes.

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Capítulo 2 La crisis de la representación y la emergencia de la construcción social

En la medida en que el enfoque del conocimiento como posesión individual entra en un

punto muerto, las transformaciones han ido tomando cuerpo en otros ámbitos de especialización. Estos cambios de sensibilidad comparten determinados temas, que sugieren una alternativa a la concepción individual del conocimiento, a saber, el enfoque del conocimiento como residiendo en el seno de la esfera de la conexión social. Este capítulo ante todo bosqueja estos diálogos emergentes y sus consecuencias para el enfoque construccionista social de las ciencias humanas. Prestaré especial atención al deterioro de las creencias tradicionales en la representación verdadera y objetiva del mundo. Las críticas ideológicas, literario-retóricas y sociales pasan a primer plano. Tras destilar de estas críticas una serie de suposiciones construccionistas esenciales, exploraré los contornos de la investigación a la que invita ese tipo de suposiciones. Como propondré, el construccionismo no precisa del abandono de las empresas y empeños tradicionales. Más bien, los sitúa en un marco diferente, con un cambio resultante en el acento y las prioridades. Y lo que es aún más importante, el construccionismo invita a nuevas formas de investigación, expandiendo sustancialmente el alcance y la significación de los empeños de las ciencias humanas.

La misión de las ciencias socioconductistas ha sido tradicionalmente proporcionar explicaciones objetivas de la conducta humana y explicar su carácter, preocupaciones que se extienden a las acciones de todas las personas de todas las culturas y a través de la historia. Las ciencias ofrecen explicaciones tanto del amor como de la hostilidad, del poder y la sumisión, de la racionalidad y la pasión, de la enfermedad y el bienestar, del trabajo y el juego, junto con explicaciones de amplio alcance de su funcionamiento. Y, cuando están adecuadamente seguros de sí mismos, los científicos, a menudo, aventuran predicciones, sugiriendo cómo se desarrollarán los niños, cómo se reducirán los prejuicios, cómo prosperará el aprendizaje, se deterioraran las intimidades, cómo se acrecentará el producto nacional bruto, etc... Al igual que otros colegas en las ciencias naturales, los científicos socioconductistas se comunican estas exposiciones entre sí y a la sociedad primero a través del lenguaje. Al lenguaje las ciencias confían el deber de pintar y reflejar los resultados de sus investigaciones. Y si es el lenguaje el que transporta la verdad a través de las culturas y al futuro, cabría concluir razonablemente que la supervivencia de las especies depende del funcionamiento del lenguaje.

Aunque esto parece casi cómodamente convencional, detengámonos a examinar las obligaciones que tradicionalmente se asignan al lenguaje. ¿Puede el lenguaje soportar la gravosa responsabilidad de «representar» o «reflejar» cómo son las cosas? ¿Podemos estar seguros de que el lenguaje es el tipo de vehículo que puede «transmitir» la verdad a otros? Y cuando está impreso, ¿podemos adecuadamente anticipar que «almacenará» la verdad para generaciones futuras? ¿Sobre qué razones sustentamos estas creencias? La duda nos asalta cuando examinamos las descripciones cotidianas de la gente. Las describimos como «inteligentes», «cálidas» o «deprimidas» mientras sus cuerpos están en estado de movimiento continuo. Sus acciones son proteicas, elásticas, siempre cambiantes y, con todo, nuestras descripciones siguen siendo estáticas y gélidas. ¿En qué sentido, pues, el lenguaje representa nuestras acciones? ¿O si utilizamos el término «hostil» para referirnos a la expresión facial de Sarah, al tono de voz de Eduardo y la relación entre los católicos y los protestantes irlandeses, exactamente de qué es una imagen el término «hostil»? Las fotografías reales de los acontecimientos no tendrían ninguna similitud entre sí. ¿En qué sentido, pues, el término es mimético?

Disyunciones semejantes entre la palabra y el mundo se pueden discernir a nivel profesional.

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En el psicoanálisis, por ejemplo, quienes lo ejercen demuestran tener una capacidad extraordinaria para aplicar un léxico restringido de descripción a un abanico de acciones insólito y siempre cambiante. A pesar de las vicisitudes de las trayectorias vitales, todos los sujetos analizados se pueden caracterizar como «reprimidos», «conflictivos» y «defensivos». De manera similar, en el laboratorio conductista, los investigadores son capaces de retener un compromiso teórico dado con independencia de la gama y la variabilidad de su observación. Desde los cobayas a los estudiantes de segundo año de universidad, el teórico sostiene que todos realizan la misma respuesta (como es eludir) las pautas de castigo. Y a pesar de los métodos rigurosos de observación utilizados en esos laboratorios, apenas podemos encontrar una teoría conductista que ha sido abandonada porque ha sido desmentida por las mismas observaciones.

Nuestra preocupación inicial es, pues, la relación existente entre el lenguaje descriptivo y el mundo que proyecta representar. El problema no carece precisamente de consecuencias, ya que, como filósofos de la ciencia, desde hace tiempo somos conscientes de que una teoría se aquilata con el valor que tiene en el mercado de la predicción científica en la medida en que el lenguaje teórico corresponde a los acontecimientos del mundo real. Si el lenguaje científico no comporta ninguna relación determinada con los acontecimientos externos al propio lenguaje, su contribución a la predicción se vuelve problemática, y la teoría científica no puede perfeccionarse mediante la observación. La esperanza de que el conocimiento puede ser superior a través de la observación sistemática resulta ser vana. De un modo más general, cabe poner en entredicho la objetividad fundamental de las exposiciones científicas. Si este tipo de exposiciones explicativas no se corresponde con el mundo, entonces ¿qué proporciona su garantía? Esta pregunta es crítica, dado que la pretensión de objetividad ha venido proporcionando la base principal para la amplia autoridad que durante el siglo pasado han afirmado las ciencias.

En esta multiplicidad de aspectos, los filósofos del empirismológico ansiaban establecer una estrecha relación entre lenguaje y observación. En el corazón del movimiento positivista, por ejemplo, se encuentra el «principio de la verificabilidad del significado» (denominado «realismo del significado» en su versión revisada), sosteniendo que el significado de una proposición descansa en su capacidad de ser verificado a través de la observación; las proposiciones que no están abiertas a la corroboración a la enmienda a través de la observación carecen del valor necesario para entrar a participar en una ulterior discusión. Con todo, el problema consistía en dar cuenta de la relación entre proposiciones y observaciones. Russell (1924) propuso que el conocimiento objetivo podía reducirse a conjuntos de «proposiciones atómicas», cuya verdad descansaría en hechos aislados y discriminables. En cambio, Schiick (1925) propuso que el significado de las palabras individuales en las proposiciones debía establecerse a través de medios ostensivos («mostración»). Carnap (1928) propuso que los predicados de cosas representaban «ideas primitivas», reduciendo así las proposiciones científicas a informes de experiencia privada. Para Neurath (1933), las proposiciones habían de verificarse a través de «proposiciones protocolarias» que estaban, a su vez, directamente vinculadas a los procesos biológicos de percepción. Todos estos enunciados en este enfoque son reducibles al lenguaje de la física. Efectivamente, existía una unidad fundamental entre todas las ramas de la ciencia.

Aun así, estos intentos de establecer relaciones seguras y determinadas entre las palabras y los referentes del mundo real dejan una diversidad de problemas esencialmente irresueltos. ¿Las proposiciones que toman parte en el principio de verificabilidad están a su vez sujetas a verificación? En caso negativo, ¿en qué medida son significativas o fidedignas? Si el objeto al que se refiere una proposición está en un estado de cambio continuo, o deja de existir, ¿la proposición es sólo momentáneamente verdad? Las proposiciones tienen significado durante y por encima de la capacidad referencial de las palabras individuales que las constituyen. ¿Cómo

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hay que entender ese significado? ¿Las proposiciones están sujetas a verificación, o sólo los términos individuales? ¿La verificación es un estado mental, y de serlo, en qué sentido las proposiciones sobre estados mentales son a su vez verificables? ¿Sobre qué bases se han de distinguir los átomos tactuales entre sí? Estas y otras preguntas irritantes han seguido siendo recalcitrantes a una solución ampliamente convincente.

Para muchos, los argumentos de Popper (1959) y de Quine (1960), en particular, justificaban reexaminar la base empírica de las declaraciones científicas en cuanto a la descripción. El primero sostuvo que no había medios lógicos para inducir enunciados teóricos generales de la observación, es decir, de desplazarse de un modo lógicamente fundamentado desde una explicación lingüística de lo particular a una explicación general o universal de las clases. Esto condujo a que Popper abrazara la distinción de Reichenbach entre un «contexto del descubrimiento» y un «contexto de la justificación». El contexto del descubrimiento —ese espacio en el que el científico establece sus pretensiones iniciales de correspondencia— era, para Popper, «irrelevante para el análisis lógico del conocimiento científico» (pág. 31). De hecho, los medios con los que un científico establece las afirmaciones ontológicas que han de someterse a estudio no están a su vez racionalmente justificados. La crítica de Quine (1960) causó estragos incluso a la posibilidad de una sólida fundamentación en el contexto de justificación. ¿Qué es, se preguntó, la posibilidad de una definición ostensiva, es decir, de definir los términos científicos a través de la designación pública de los referentes materiales? ¿Los términos de una ontología científica pueden fundamentarse a través de las características del estímulo al que se refieren? En su célebre ejemplo gavagai (págs. 26-57), Quine demostró la imposibilidad de hacerlo. Si un término como «gavagai» lo utilizan los indígenas para referirse a un conejo que corre, a un conejo muerto o a un conejo en una olla, o simplemente los signos de la presencia de un conejo, entonces ¿cuál es la configuración de estímulos que garantiza la traducción del término en tanto que «conejo»? En el caso extremo, cada vez que el indígena utiliza el término puede que se esté refiriendo al conejo como un todo. Entonces, no encontramos los medios para vincular ostensivamente los términos y precisar así las características del mundo. La definición ostensiva puede ser operativa para muchos propósitos prácticos, pero la descripción científica no puede fundamentarse o afirmarse mediante el significado-estímulo. Para Quine, la teoría científica se encuentra «notoriamente subdeterminada» por cómo son las cosas.

Actualmente se ha aceptado en general que el modo en el que se logra la representación objetiva en cuestiones de descripción y de explicación sigue estando insatisfactoriamente explicado (Fuller, 1993; Bames, 1974). Mientras tanto, fuera de las filas de la filosofía de la ciencia, con insistente intensidad han venido sonando redobles de tambor con otro ritmo. Estos movimientos, a menudo adjetivados como posempiristas, posestructuralistas o posmodernos, ya no buscan una base lógica racional para una vinculación precisa de la palabra y el mundo; más bien, en cada caso, los argumentos plantean un desafío más fundamental a la suposición de que el lenguaje puede representar, reflejar, contener, transmitir o almacenar el conocimiento objetivo. Tales críticas invitan a una reconsideración completa de la naturaleza del lenguaje y cuál es su lugar en la vida social; y lo que aún es más importante, empiezan a formar la base de una alternativa a la presuposición del conocimiento individual. En el capítulo anterior, hallamos que el trabajo crítico en la filosofía de la ciencia producía simplemente una nueva iteración en un debate cíclico que ha durado siglos. Tampoco la crítica de la metodología produjo alternativas viables. Las formas presentes de crítica, sin embargo, surgen de las inteligibilidades discursivas que caen ampliamente fuera de los ámbitos filosófico-científicos. Cuando sus consecuencias se elaboran y sintetizan, sientan las bases para una completa transformación de nuestro enfoque del lenguaje, así como de los conceptos aliados de verdad y racionalidad. De un modo más específico,

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proporcionan medios para revisar la psicología y las ciencias humanas con ella relacionadas. La critica ideológica

Durante la mayor parte del presente siglo se ha hecho un intenso esfuerzo —tanto por parte de los científicos como de los filósofos empiristas— para apartar a las ciencias del debate moral. La meta de las ciencias, se ha dicho en general, consiste en proporcionar unas exposiciones precisas de «cómo son las cosas». Las cuestiones relativas a «cómo deberían ser» no son una preocupación científica principal. Cuando la explicación y la descripción teórica se ven recubiertas de valores, se dice, dejan de ser fidedignas o pasan a ser directamente perjudiciales; distorsionan la verdad. Que las tecnologías científicas deban utilizarse para diversos propósitos (como hacer la guerra, controlar la población o la previsión política) tiene que ser una preocupación vital para los científicos, pero tal como se ha dejado claro con frecuencia, las decisiones acerca de estos temas no pueden derivarse de la ciencia en cuanto tal. Para muchos científicos sociales, el ultraje moral de la guerra de Vietnam empezó a socavar la confianza en este enfoque existente desde hacía mucho tiempo. De algún modo la neutralidad de las ciencias, como medusas en un océano, parecía ser algo moralmente corrupto. No sólo no había nada acerca del aspecto científico que diera razón al rechazo de la brutalidad imperialista, sino que el establishment científico a menudo entregaba sus esfuerzos a mejorar las tecnologías de la agresión. Había una ampulosa razón para restaurar y revitalizar el lenguaje del «deber ser».

Para muchos especialistas esta búsqueda de reforma moral despertaba el interés por una forma mortecina de análisis filosófico: la crítica moral de la racionalidad de la Ilustración. En la década de 1930 los escritos de la Escuela de Francfort —Horkheimer, Adorno, Marcuse, Benjamín y otros— fueron especialmente catalizadores. En primer lugar, estos teóricos salían de un linaje intelectual significativo: del acento puesto por Kant en el primado de la libertad individual y de la responsabilidad moral sobre el mundo científicamente concebido de contingencias materiales, el enfoque hegeliano de la razón y la moralidad como incrustadas en las prácticas culturales y la demostración que Marx hiciera de los sentidos en los que las formas de racionalidad estaban influidas por los intereses de clase. De un modo más inequívoco, estos escritos trazaron efectivamente un amplio espectro de males de la búsqueda ilustrada de una racionalidad histórica y culturalmente trascendente. El compromiso con la filosofía positivista de la ciencia, el capitalismo y el liberalismo burgués —manifestaciones contemporáneas de la visión ilustrada— se prestaba a males como la erosión de la comunidad (Gemeinschaft), el deterioro de los valores morales, el establecimiento de las relaciones de dominio, la renuncia al placer y la utilización de la naturaleza. Esta forma de análisis, denominado «teoría crítica», estaba dirigida al cuerpo de creencias o ideología que apoyaba o racionalizaba estas instituciones. El propósito de este tipo de análisis era la emancipación ideológica. Las pretensiones de verdad científica, por ejemplo, propiamente podían evaluarse en términos de los sesgos ideológicos que revelaban. La apreciación crítica por consiguiente nos liberaba de los efectos perniciosos de las verdades mistificadoras.1

Aunque los escritos de la escuela crítica eran —y son— predominantemente marxistas en su orientación, ya que buscan emancipar a la cultura de la esclavitud de la ideología capitalista, esta forma de argumentación ha roto sus amarras marxistas. Para cualquier grupo preocupado por la

1 Las contribuciones clásicas incluyen Adorno (1970), Horkheimer y Adorno (1972), y Mareuse (1964). En cuanto a las prolongaciones de esta perspectiva en fecha más reciente, véanse, por ejemplo, Parker (1992), Sullivan (1984) y Thomas (1993).

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injusticia o la opresión, la crítica ideológica es un arma poderosa para socavar la confianza en las realidades que se dan por sentadas propias de las instituciones dominantes: la ciencia, el gobierno, lo militar, la educación entre otras. Como forma general, la crítica ideológica intenta poner de manifiesto los sesgos valorativos que subyacen a las afirmaciones de la verdad y la razón. En la medida en la que se demuestra que estas afirmaciones representan intereses personales o de clase, ya no pueden calificarse de objetivas o racionalmente trascendentes.

Por ejemplo, actualmente existe un enorme cuerpo de crítica feminista que eclipsa la obra marxista en extensión e interés. A fin de ilustrar su potencial desconstructivo, basta examinar el análisis de Martin (1987) de los sentidos en los que la ciencia biológica caracteriza el cuerpo de la mujer. La preocupación particular de Martín se ciñe al sentido en el que los textos biológicos, tanto en el aula como en el laboratorio, representan o describen el cuerpo femenino. Tal como la autora muestra, el cuerpo de la hembra es característicamente tratado como una forma de fábrica cuyo propósito primario es el de reproducir la especie. De esta metáfora se sigue que los procesos de menstruación y de menopausia son un despilfarro, si no disfuncionales, ya que, se trata de períodos de «no reproducción». Examinemos los términos negativos en los que el texto de biología típico describe la menstruación: «el hecho de que pasen a la sangre la progesterona y los estrógenos priva al revestimiento endometrial de su soporte hormonal»; «la constricción de los vasos sanguíneos lleva a una disminución del aporte en oxígeno y nutrientes»; y «cuando empieza la desintegración, todo el revestimiento empieza a deshacerse, y se inicia el flujo menstrual». «La pérdida de estimulación hormonal causa decrosis» (muerte del tejido). Según un texto, la menstruación es como «el útero que llora por la falta de un bebé» (cursivas nuestras).

Tal como Martín las considera, estas descripciones científicas lo son todo menos neutrales. De manera sutil informan al lector de que la menstruación y la menopausia son formas de colapso o fracaso. Como tales tienen implicaciones peyorativas de amplia consecuencia. Para una mujer, aceptar estas exposiciones es alienarse de su cuerpo. Las descripciones proporcionan razones para el autoenjuiciamiento, tanto sobre la base mensual para la mayor parte de los años de la vida adulta de la mujer, y luego permanentemente, una vez que sus años de fertilidad han quedado atrás. Además, estas caracterizaciones podrían ser de otro modo. La «f adicidad del cuerpo de la mujer» no requiere este sesgo negativo, sino que resulta del ejercicio de la metáfora masculina de la mujer como fábrica de reproducción. Para Martín, como para muchos otros científicos, la ciencia es la continuación de la política por otros medios.2 O, como Butler lo expresa, «la ontología no es... un fundamento sino una inyunción normativa que opera insidiosamente instalándose en el discurso político como su fundamento necesario» (pág. 148).

Esta forma de análisis crítico —orientado a revelar los propósitos ideológicos, morales o políticos en el seno de explicaciones aparentemente objetivas o desapasionadas del mundo— está floreciendo ahora en las humanidades y las ciencias. Está siendo utilizado por los negros, por ejemplo, para desacreditar el racismo implícito en sus miríadas de formas, por los homosexuales para poner de manifiesto las actitudes homofóbicas en el seno de las representaciones comunes del mundo, por los especialistas de área preocupados por el sutil imperialismo de la etnografía occidental, por los historiadores incomodados por el uso de la escritura histórica para valorizar la situación presente («historia presentista»), y por los especialistas preocupados por las consecuencias morales y políticas de una amplia variedad de teorías sociales y psicológicas.3 En lo que a nuestros propósitos atañe, la consecuencia más importante de este conjunto concatenado

2 Véanse, por ejemplo, Butler (1990), Fine (1993), Harding (1986) y Haraway (1988). 3 Véanse, por ejemplo, Clifford y Marcus (1986), Fabián (1983), Mitchell (1982), Rosen (1987), Said (1979, 1993), Schwartz (1986) y Stam (1987).

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es su amenaza para la presunción de que el lenguaje puede contener la verdad, que la ciencia puede proporcionar descripciones objetivas y exactas del mundo. Estas formas de crítica alejan la pretensión de verdad de la aseveración al cambiar el emplazamiento de la consideración en la afirmación misma a la base motivacional o ideológica de la que se deriva. Apuntan al intento subyacente, de quien dice la verdad, de suprimir, ganar poder, acumular riqueza, sostener su cultura por encima de todas las demás, etc., y con ello socavando el poder persuasivo de la verdad como se presenta. Efectivamente, reconstituyen el lenguaje de la descripción y la explicación como lenguaje del motivo, piden que las pretensiones de neutralidad sean consideradas «mistificadoras», que la charla tactual sea indexada como «manipulación», y así sucesivamente. Al hacerlo destruyen el estatuto del lenguaje como portador de la verdad. La crítica literario-retorica

Una segunda amenaza a la capacidad reflectora de la descripción y de la explicación ha ido madurando en un terreno diferente, a saber, el de la teoría literaria. En lugar de destruir la base semántica de la descripción y la explicación demostrando sus orígenes valorativos, los teóricos de la literatura intentan demostrar que tales exposiciones están determinadas no por el carácter de los acontecimientos mismos sino por las convenciones de la interpretación literaria. Para apreciar la fuerza del argumento resulta útil volver a las críticas que Kuhn (1962) y Hanson (1958) hacían de los fundamentos tácticos de las teorías científicas. Tal como Kuhn razonaba, una teoría científica es una amalgama de creencias a priorí que funcionan para «hablar al científico de las entidades que la naturaleza contiene o no» (pág. 109). No son los hechos los que producen el paradigma, sino el paradigma el que determina lo que se tiene por un hecho. De manera similar, para Hanson el origen de las exposiciones tácticas en las ciencias descansa en la perspectiva del observador. Efectivamente, tanto Kuhn Como Hanson consideran que el marco a priori de la observación es de carácter cognitivo: el científico literalmente ve el mundo material a través de las lentes de la teoría. Para Kuhn, los cambios de paradigma, por consiguiente, son análogos a los cambios de la Gestait en la percepción (pág. 111). Para Hanson, «el observador... apunta sólo a que sus observaciones sean coherentes respecto a un trasfondo de saber ya establecido. Este ver es la meta de la observación» (pág. 20).

Con todo, a pesar de su peso específico, estas críticas de la ciencia como portadora de la verdad pervierten, de hecho, los aspectos fundamentales de un enfoque individualista del conocimiento. La disposición cognitiva del científico individual (punto de vista, perspectiva, construcción) sirve para organizar el mundo de modos particulares. ¿Cómo, entonces, puede sostener la fuerza de estos argumentos sin que con ello se rehabilite simultáneamente el marco individual? La respuesta a esta pregunta se encuentra en una reconsideración de lo que se considera como a priori. Hay pocas razones para creer que literalmente tenemos experiencia o «vemos el mundo» a través de un sistema de categorías. En realidad, como demostrare en el capítulo 5, no existe una explicación viable en cuanto a cómo podría establecerse el a priori cognitivo. Sin embargo, ganamos sustancialmente si consideramos el proceso de estructuración del mundo como un proceso lingüístico y no cognitivo. Establecemos límites y fronteras alrededor de lo que consideramos «lo real» a través de un compromiso a priori hacia formas particulares de lenguaje (géneros, convenciones, códigos de habla, entre otras). Nelson Goodman sugiere esta opinión en Ways of Woridmaking: «Si pregunto sobre el mundo, mi interlocutor puede ofrecerse a contarme cómo es bajo uno o diversos marcos de referencia; pero si insisto en que me cuente cómo es aparte de estos marcos, ¿qué puede decirme? Estamos confinados a modos de describir cualquier cosa que se describe» (pág. 3). En la terminología de Goodman es

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la descripción y no la cognición lo que estructura el mundo factual. Esta afirmación allana el camino para la crítica literario-retórica de la función del lenguaje

como portador de la verdad. En la medida en que la descripción y la explicación son requeridas por las reglas de la exposición literaria, el «objeto de la descripción» deja de quedar grabado en el lenguaje. Cuando los requisitos literarios absorben el proceso de dar cuenta científicamente, los objetos de tales exposiciones —como independientes de las exposiciones mismas— pierden estatuto ontológico.

El caso más fuerte de absorción textual es el que se da dentro del cuerpo de la teoría literaria postestructuralista. Para apreciar su significado, resulta útil examinar brevemente los diálogos estructuralistas de los que surgió esta obra. En relación a nuestros propósitos actuales el movimiento estructuralista en las ciencias sociales y las humanidades pueden verse como una recusación temprana de la presuposición del lenguaje como espejo, el principio de un argumento para el que los escritos posestructuralistas más recientes son la conclusión extrema. El estructuralismo como orientación general soporta una focalización dual entre un exterior (lo aparente, lo dado, lo observado) y un interior (una estructura, una fuerza o proceso). Como se sostiene a menudo, el exterior adquiere su figura o forma a través del interior y sólo cabe entenderlo relativamente a sus influencias. Al considerar de este modo el lenguaje hablado o escrito, podemos distinguir entre discurso (como un exterior) y las estructuras y fuerzas que determinan sus configuraciones. En este sentido, la mayor parte de la teoría estructuralista subvierte el enfoque del lenguaje como conducido por el objeto, donde un inventario de un lenguaje objetivo sería un inventario del mundo tal como es. Para el estructuralista, la atención primordial se dirige hacia el modo en que las representaciones lingüísticas están influidas por estructuras y fuerzas distintas al mundo representado. Para el lingüista estructural Ferdinand de Saussure la dualidad se da entre la langue, «un sistema gramatical que... existe en la mente de cada hablante» (1983, pág. 14) y la parole, la exteriorización del sistema en términos de la combinación de sonidos o marcas necesarias para la comunicación del significado. Efectivamente, los desparramados, efímeros y variados actos de comunicación abierta son expresiones de conjuntos más fundamentales y estructurados de disposiciones internas. Desde este punto de vista, la labor del lingüista es ir más allá de la superficie de la expresión lingüística para descubrir el sistema generativo o la estructura en su interior.

La mayor parte de la investigación en las ciencias humanas es compatible con la empresa estructuralista. El intento de Freud de utilizar la palabra hablada (el contenido «manifiesto») para explorar la estructura del deseo inconsciente (contenido «latente») es en este sentido ilustrativo. Los escritos marxistas a menudo se consideraron estructuralistas por el hincapié que hacían en los modos de producción material que subyacían a las teorías capitalistas de la economía, del valor, y del individuo.4 Más directamente vinculada con el movimiento estructuralista está la obra de Lévi-Strauss (1969), que intentó reducir las formas culturales y artefactos a amplia escala a una lógica dual fundamental. Análogos son los intentos de Chomsky (1968) para determinar una estructura gramatical «profunda» a partir de la cual pueden derivarse todas las oraciones bien construidas («estructura superficial»). El temprano concepto de episteme en la obra de Foucault (1972) compartía buena parte del proyecto estructuralista en su suposición de la existencia de una configuración de relaciones o condiciones a partir de las cuales cabría derivar las diversas formas de saber en una misma época histórica.

Para aquellos que sostienen que el lenguaje puede servir de vehículo para la transmisión de 4 Esta relación la hicieron explícita Althusser y Balibar (1970).

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la verdad, el pensamiento estructuralista empieza a suponer un desafío. En la medida en que las llamadas «exposiciones objetivas» están conducidas no por acontecimientos, sino por sistemas estructurados (sistemas internos de significado, fuerzas inconscientes, modos de producción, tendencias lingüísticas inherentes, y similares), resulta difícil determinar en qué sentido las exposiciones científicas son objetivas. La descripción parece estar dirigida por la estructura y no por el objeto. Resulta interesante que este desafío lanzado a los conceptos de verdad y de objetividad se desarrollara escasamente en los círculos estructuralistas. La mayoría de los estructuralistas deseaban afirmar una base racional y objetiva para su conocimiento de la estructura. Querían establecer afirmaciones objetivas aceroa de la estructura determinante —el inconsciente, la gramática universal, las condiciones materiales o económicas, y así sucesivamente. Lentamente, sin embargo, el vínculo teórico se ha vuelto contra esta presuposición. Tal vez el punto central en el giro hacia el posestructuralismo provino del hecho de darse autorreflexivamente cuenta de que las exposiciones de la estructura eran en sí mismas de naturaleza discursiva. Si el discurso no está dirigido por objetos en el mundo sino por estructuras subyacentes, y si las exposiciones de estas estructuras también están fraguadas en el lenguaje, entonces, ¿en qué sentido esas exposiciones cartografían la realidad de las estructuras? Si son imágenes de las estructuras, entonces los enfoques empirista o realista del lenguaje son correctos y las pretensiones estructuralistas de la verdad están circunscritas; si no son representaciones exactas, ¿cuál es su status? Esta toma de conciencia invita no a la rehabilitación de una teoría gráfica del lenguaje sino al abandono de la dualidad estructuralista: un lenguaje de superficie versus un interior determinante. Dicho de un modo más específico, dado que nuestro estar alojados en el discurso parece innegable, entonces la presunción de una «estructura subyacente» -de una fuerza oculta que opera detrás del lenguaje— pierde su atractivo

Los partidarios de la semiótica han flirteado durante mucho tiempo con las consecuencias radicales de esta última conclusión. Por ejemplo en su «autobiografía», maliciosamente titulada Roland Barthes, Roland Barthes procedió a infringir prácticamente toda regla para la representación de una vida. Al evitar la cronología, al hablar de sí mismo en tercera persona al insertar aleatoriamente opiniones sobre diversos temas, al hacer poca referencia al pasado, intentó demostrar que aquello que consideramos «una historia vital real» es un producto del artificio. Sin embargo, más consecuente desde el punto de vista filosófico es la obra de Jacques Derrida y del movimiento de la desconstrucción. Para Derrida la empresa estructuralista (y en realidad, toda la epistemología occidental) estaba infectada por una infortunada «metafísica de la presencia.» ¿Por qué, preguntaba, hemos de suponer que el discurso es una expresión externa de un ser interno (pensamiento, intención, estructura o similares)? ¿Sobre qué bases suponemos la presencia de una subjectividad invisible que habita o está presente en las palabras? Las inquietantes consecuencias de tales preguntas son puestas de relieve por el análisis derridiano de los medios con los que las palabras adquieren significado. Para Derrida, el significado de la palabra no sólo depende de las diferencias entre las características visuales o auditivas de las palabras (bocado, tocado, hojear y ojear, por ejemplo, todas ellas soportando significados diferentes en virtud de los cambios de consonantes), sino también de un proceso de diferición, en el que las definiciones son suplidas por otras palabras -orales y escritas, formales e informales- proporcionadas en diversas ocasiones a lo largo del tiempo. Así, un término como bocado se puede utilizar al poner los arreos al caballo, al recibir una parte importante de responsabilidad o dinero -«menudo bocado te ha tocado»- hablando de teatro «tiene un pequeño bocado», al referirse a pequeñas secciones o elementos -«este bocado es el más divertido de todos»- Con todo el significado de cada una de estas palabras o frases depende de todavía otros procesos de diferirlas a otras definiciones y contextos. Un bocado en teatro es un «pequeño» papel, y en los términos de Derrida, «pequeño»

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lleva consigo trazas de usos en otros incontables marcos. Al ir en busca del significado de una palabra, uno encuentra una ininterrumpida y creciente

expansión de las palabras. Determinar qué significa una expresión dada es retroceder a una gama enorme de usos del lenguaje o textos. Una prelusión no nos proporciona, pues, pálidos simulacros de las ideas presentes en la cabeza de la gente; más bien nos invita a entrar en el «juego infinito de los significantes». Derrida acuña el término différance para referirse simultáneamente a diferencia y a diferición y, por consiguiente garantiza que el significado del término mismo queda apropiadamente oscurecido. A través de este análisis la presencia del autor (intención o significado privado) es olvidado. El significado interno se sustituye por la inmersión en los sistemas de unos procesos inherentemente oscuros e indecidibles de significación.

La distancia que media entre la desconstrucción de la intención del autor y la desaparición del objeto del lenguaje es también corta. La intención del autor deja de ser un lugar importante de significado, al igual que el mundo tuera del discurso. Como Derrida intentó demostrar en el caso de diversas comentes de filosofía, una escritura así es sólo eso, una forma de escritura. Adquiere su significado no de lo que supone que existe, o de aquello a lo que putativamente se refiere (lógica, representación mental, ideas a priori y similares), sino a través de su referencia a otros textos filosóficos Para la filosofía nada hay fuera del mundo de los textos. La disciplina puede seguir existiendo indefinidamente como una empresa autorreferente. Esta línea de argumentación conduce, a su vez, al análisis de los textos filosóficos en términos de estrategias literarias por medio de las cuales se logran sus resultados. Se ha demostrado que diversas líneas de argumentación filosófica dependen, por ejemplo, de la adopción de determinadas metáforas Si la metáfora se extirpa del argumento, queda poco argumento u objeto de discurso con que proseguir. Esta línea argumentativa dota de fuerza al ataque que Rorty (1979) hace de la historia de la epistemología occidental Toda la historia, sugiere Rorty, resulta de la desafortunada metáfora de la mente como espejo, una «esencia etérea» que refleja los acontecimientos en el mundo externo. En efecto, el perenne debate entre empiristas y racionalistas no trata de un remo que existe fuera de los textos, sino de un combate entre tradiciones literarias en competencia. Eliminadas las metáforas esenciales el debate se hunde.

Muchos otros autores han puesto de relieve los dispositivos literarios con los que se construyen los textos en los que se basa la autoridad. Las palabras de Nietzsche siempre marcan un hito: «¿Qué es, pues, la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos... que tras un prolongado uso parecen firmes, canónicas y obligatorias para la gente- las verdades son ilusiones que hemos olvidado que son ilusiones» (1979 pág 174). De esta manera, encontramos exploraciones de las bases literarias de "rea lldadhistórica (white> 1973; 1978), de la racionalidad legal (Levinson, 1982), del debate filosófico (Lang, 1990) y de la teoría psicológica (Sarbin 1986; Leary 1990). Los antropólogos culturales se han interesado especial mente por las practicas literarias que guían la inscripción etnográfica sosteniendo que las convenciones occidentales de la escritura obstruyen nuestro enfoque de las mismas culturas que queremos comprender (Clifford 1983-Tyier, 1986).

Aunque el análisis literario puede tener potentes efectos catalizadores muchos lo ven como limitado por su preocupación por el propio texto A menudo en este tipo de análisis falta una preocupación por el texto como comunicación humana, y particularmente, en cuanto a su capacidad de conmover o persuadir al lector. Este tan necesario suplemento es aportado por los estudios retóricos. Como muchos sostienen, estamos experimentando ahora un renacimiento de esta tradición de 2.500 años de antigüedad. Un estudio así se ha preocupado durante mucho tiempo de los medios a través de los cuales el lenguaje adquiere su poder de persuasión. Tradicionalmente, sin embargo, se ha venido haciendo una separación entre el contenido de un

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mensaje dado (su sustancia) y su forma (o modo de presentación). En el seno de la tradición empirista esta distinción también se ha utilizado para desacreditar el estudio de la retórica. La ciencia, se sostenía en esa tradición, se preocupa por la sustancia, por comunicar el contenido puro. La forma en la que viene presentado (su «empaquetado») sólo tiene un interés marginal, pero en la medida en que la persuasión depende de ella, el proyecto científico queda subvertido. Es el contenido y no la mera retórica lo que se debe satisfacer en el debate científico.5 Sin embargo, cuando la capacidad de transmitir la verdad propia del lenguaje se ve amenazada por la teoría literaria posestructuralista, la pretensión de contenido —un retrato verídico y objetivo de un objeto independiente— cede. Todo cuanto era contenido queda abierto al análisis crítico como forma persuasiva. En efecto, los desarrollos en el estudio retórico son paralelos a aquellos propios de la crítica literaria: ambos desplazan la atención del objeto de representación (los «hechos», la «racionalidad del argumento») al vehículo de la representación.

A título ilustrativo, examinemos el caso de la «evolución humana», un hecho aparente de la vida biológica. Como propone Landau (1991), las exposiciones de la evolución humana no están regidas por acontecimientos del pasado (y su manifestación en diversos fósiles) sino por formas de narración o de relatar. En particular, todas las principales exposiciones paleoantropológicas —desde Julián Huxiey a Elliot Smith— «se aproximan a la estructura de un héroe de cuento, siguiendo los esquemas propuestos por Vladimir Propp en su ya clásico Morfología del Cuento popular» (pág. 10). La narración heroica proporciona la necesaria preestructura para la articulación de la teoría evolutiva. En ausencia de la forma narrativa in situ, la teoría evolutiva sería esencialmente ininteligible. Los diversos fósiles y artefactos recogidos por los científicos no servirían de prueba, porque no habría forma de inteligibilidad para aquellos objetos que vendrían a ser como ejemplificaciones. Al afirmar el contenido, los científicos han establecido una marcada distinción entre un lenguaje literal (reflejo del mundo) y otro metafórico (que altera la reflexión de modo artístico); nuevamente se privilegia el literal sobre el metafórico. Con todo, si se elimina un lenguaje literal del campo, entonces todo el corpus científico queda abierto al análisis como metáfora. En este contexto, por ejemplo, es donde la crítica feminista ha evidenciado los sentidos en los que las metáforas machistas guían la construcción de la teoría en la biología (Hubbard, 1983; Fausto-Sterling, 1985), en la biofísica (Keller, 1985) y en la antropología (Sanday, 1988). Los psicólogos se han preocupado especialmente de la amplia dependencia del campo respecto de las metáforas mecanicistas (Hollis, 1977; Shottter, 1975). Tal como se argumenta, las metáforas no se derivan de la observación, sino que más bien sirven como preestructuras retóricas a través de las cuales se construye el mundo observacional. Una vez que un teórico se ha comprometido con la metáfora del ser humano como máquina, por ejemplo, la exposición teórica queda limitada de modo importante. Con independencia del carácter de las acciones de la persona, el teórico mecanicista está prácticamente obligado a segmentarse del entorno, a definir el entorno en términos de estímulos o inputs, a construir la persona como algo que responde a estos inputs, a teorizar el dominio mental como estructurado (constituido de elementos interactuantes), a segmentar la conducta en unidades, y así sucesivamente. Existen otras metáforas alternativas a la mecanicista. Por ejemplo, las metáforas organicistas, del mercado, las dramatúrgicas y las del seguimiento de reglas, todas ellas son susceptibles de una explicación inteligible (Gergen, 1991a). Cada una de ellas lleva consigo determinadas ventajas y limitaciones, cada una de ellas favorece determinados modos de vida sobre otros, y, lo que es más importante para nuestro propósito, cada una de estas 5 Véase Pinder y Bourgeois (1982) para una expresión ejemplar de este enfoque.

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metáforas construye una ontología diferente. Se han emprendido importantes investigaciones para comprender las bases retóricas de la

economía (McCIoskey, 1985), de la psicología (Bazerman, 1988; Leary, 1990) y, más en general, de las ciencias humanas (Nelson, Megill y McCIoskey, 1987; Simons, 1989, 1990). La crítica social

La fuerza de los asaltos ideológicos y retórico-literarios a la verdad la y la objetividad se ve acrecentada por un tercer movimiento especializado de importancia esencial para el surgimiento del construccionismo social. Se puede hacer remontar uno de los inicios de esta historia a una linea de pensamiento que surge de las obras de Max Weber, Max Scheler. Kari Mannheim y otros pensadores que estudiaron la génesis social del pensamiento científico. Cada uno de ellos estaba preocupado por el contexto cultural en que diversas ideas van tomando forma y en los modos en que es as ideas a su vez dan forma tanto a la práctica científica como a la cultu^9ÍlTT e Mannheim (1929)- traducido como Ideología y utopía (1951), el que transmite el esquema más claro de las suposiciones de mayor eco. Tal como propuso Mannheim: 1) es útil hacer remontar los compromisos teóricos a orígenes sociales (en oposición a orígenes de tipo empírico o trascendentalmente racionales); 2) los grupos sociales a menudo se organizan alrededor de determinadas teorías; 3) los desacuerdos teóricos son por consiguiente, cuestiones de conflictos de grupo (o políticos); y 4) lo que consideramos como conocimiento es, pues, algo cultural e históricamente contingente.

Los ecos y las complicidades que se anudaron con estos primeros temas tuvieron una amplia resonancia. En Polonia y Alemania, Génesis y desarrollo de un hecho científico de Fleck —publicado por primera vez en 1935— desarrollaba la idea de que en el laboratorio científico «se debe saber antes de poder ver» y hacía remontar este saber a marcos sociales. En Inglaterra, el título influyente del libro de Winch, La idea de una ciencia social (1946), ponía de manifiesto los modos en que algunas proposiciones teóricas son constitutivas de los «fenómenos» de las ciencias sociales. En el área francesa, la obra de Gurvitch, Los marcos sociales del conocimiento (publicada por primera vez en 1966), retrotraía el conocimiento a marcos particulares de comprensión, a su vez resultado de comunidades específicas. Y en los Estados Unidos, La construcción social de la realidad (1966) de Berger y Luckmann efectivamente eliminaba la objetividad como piedra fundamental de la ciencia, sustituyéndola por una concepción de la subjetividad institucionalizada e informada socialmente.

Las profundas consecuencias de estos enfoques empezaron a aflorar, sin embargo, sólo en el seno del contexto de la convulsión de finales de los años 1960. Tal vez en razón de los paralelismos que estableciera entre la revolución política y la científica. La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn (1962) hizo las veces de principal catalizador para lo que se convertiría en una discusión de consecuencias espectaculares. (En cierto sentido el libro de Kuhn fue el texto más ampliamente citado en los Estados Unidos.) Las propuestas de Kuhn no eran distintas de aquellas que Mannheim avanzó unos treinta años antes, al hacer hincapié en la importancia de las comunidades científicas en la determinación de qué se tiene en cuenta como problemas legítimos o importantes, qué sirve como evidencia y cómo se define el progreso. Sin embargo, demostraron con claridad los problemas que conllevaba utilizar los criterios empiristas tradicionales para decantarse entre afirmaciones teóricas concurrentes cuando los paradigmas teóricos mismos definen el abanico de hechos relevantes. Y al derivar todo el espectacular potencial del problema de la «inconmensurabilidad del paradigma», Kuhn declaraba que, en realidad, el enfoque científico de la búsqueda de la verdad podía ser un espejismo. Y lo expresaba

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con estas palabras: «Cabe que tengamos que renunciar a la noción, explícita o implícita, de que los cambios de paradigma llevan a los científicos y a aquellos que aprenden de ellos, progresivamente más cerca de la verdad» (pág. 169).

Los diálogos rápidamente se expandieron en muchas direcciones significativas. El cáustico volumen de Feyerabend, Contra el método, aportó una fuerza significativa a la postura kuhniana. Tal como demostró este autor, los criterios tradicionales de racionalidad científica a menudo son irrelevantes (si no ofuscantes) para los avances científicos. Mitroff, en El lado subjetivo de la ciencia (1974), examinó la vertiente emocional de los compromisos científicos, explorando los modos en que los diversos juicios científicos se basan en la personalidad y el prestigio. Fue así como a mediados de la década de 1970, los sociólogos Barnes (1974) y Bloor (1976) pudieron bosquejar las posibilidades para un «programa fuerte» en sociología del conocimiento. Propusieron que prácticamente todas las exposiciones científicas están determinadas por intereses sociales de orden politicoeconómico, profesional, etc. En efecto, eliminar lo que hay de social en lo científico no dejaría nada que pudiera valer como conocimiento.

Aunque el «programa fuerte» sigue estimulando el debate, la mayor parte de la investigación actualmente adopta una postura algo más circunspecta. En relación a la aparición del construccionismo social son particularmente significativas las elaboraciones de los procesos microsociales a partir de los que se produce el significado científico. Es en esta veta donde los sociólogos han explorado los procesos sociales esenciales para crear «hechos» en el interior del laboratorio (Latour y Woolgar, 1979), las practicas discursivas de autolegitimación en el seno de las comunidades científicas (Mulkay y Gilbert, 1982), las afirmaciones del conocimiento científico como capital simbólico (Bourdieu, 1977), las práctica sociales que subyacen a la inferencia inductiva (Collins, 1985), las influencias de grupo en el modo de interpretar los datos (Collins y Pinch, 1982), y el carácter localmente situado y contingente de la descripción científica (Knorr-Cetina, 1981).

La investigación llevada a cabo en estos diversos dominios ha demostrado ser también altamente compatible con el campo en desarrollo simultáneo de la etnometodología. Para Garfinkel (1967) y sus colegas, los términos descriptivos tanto dentro de las ciencias como en la vida cotidiana son fundamentalmente indexantes: es decir, su significado puede variar a través de contextos de uso divergentes. Las descripciones indexan los acontecimientos con situaciones particularizadas y están desprovistos de significado generalizado. La inviabilidad esencial (o el carácter indefinible) de los términos descriptivos queda demostrada por los estudios de amplio alcance sobre cómo la gente se ocupa de determinar lo que se considera un problema psiquiátrico, el suicidio, la criminalidad juvenil, el sexo, el estado mental, el alcoholismo, la enfermedad mental y otros constituyentes putativos del mundo que se da por sentado (véase Garfinkel, 1967; Atkinson, 1977; Cicourel, 1974; Kessier y McKenna, 1978; Coulter, 1979; Scheff, 1966). En cada caso, se sostiene, las reglas localizadas concernientes a aquello que cuenta como una instancia o ejemplo del acontecimiento en cuestión se desarrollan en el seno de relaciones. Tal como en la actualidad se acepta ampliamente, la búsqueda filosófica de fundamentaciones inatacables para la metodología científica y la generación de la verdad agoniza. La «filosofía de la ciencia» ha quedado en la actualidad prácticamente eclipsada por los «estudios sociales de la ciencia». El conocimiento como posesión comunitaria

Cada una de las líneas de crítica precedentes constituye una poderosa recusación planteada al enfoque tradicional que hace del lenguaje un transmisor de la verdad. De manera simultánea,

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cada una arroja ciertas dudas sobre las afirmaciones empiristas y realistas de que la ciencia sistemática puede producir exposiciones culturalmente descontextualizadas de lo que hay: lo que es verdad independientemente de las organizaciones humanas del significado. Estas formas de argumentación han evocado un intercambio amplio y a veces airado en la filosofía (véanse por ejemplo, Trigg, 1980; Grace, 1987, Krausz, 1989; Harris, 1992). Y estas reverberaciones son indicativas del modo en que este tipo de argumentos ha puesto trabas a las fronteras de las disciplinas tradicionales, provocando el diálogo, invitando a la innovación y generando un presentimiento vertiginoso y optimista de exploración de lo desconocido. En realidad, el supuesto mismo de las disciplinas académicas —construidas alrededor de clases circunscritas y naturales de fenómenos, exigiendo métodos especializados de estudio, y privilegiando sus propias lógicas y analogías— ha sido puesto de relieve. Como muchos creen, esta efervescencia constituye la base del giro posmoderno en el mundo erudito.6

Aun a pesar de la similitud en cuanto a sus conclusiones revolucionarias, para nosotros los jmálisis mismos se desarrollan siguiendo trayectorias bastante diferentes. El vínculo semántico entre palabra y mundo, significante y significado, se rompe de modos diferentes e incluso conflictivos. Para la crítica de la ideología no es el mundo como es sino especialmente el autointerés lo que dirige el modo en que el autor da cuenta del mundo. Las exigencias de verdad se originan en compromisos ideológicos. La crítica literaria también elimina «el objeto» en cuanto piedra de toque del lenguaje, sustituyéndolo no por la ideología sino por el texto. El sentido y la significación de las exigencias o las declaraciones de verdad derivan de una historia discursiva. La crítica social ofrece una exposición opuesta del lenguaje. No es ni la ideología subyacente ni la historia textual lo que moldea y da forma a nuestras concepciones de la verdad y del bien. Más bien, se trata de un proceso social.

Estas exposiciones no sólo difieren en aspectos importantes, sino que, además, existen tensiones significativas entre quienes las proponen. La mayor parte de los críticos de la ideología ve el valor de su obra como emancipatorio y no quiere renunciar a la posibilidad de alcanzar la verdad a través del lenguaje. Las afirmaciones del saber, saturadas como están de intereses ideológicos, bien merecen la crítica, aunque es algo arriesgado, porque confunden al público inconsciente. La emancipación se produce, sin embargo, cuando se comprende la verdadera naturaleza de las cosas: por ejemplo, la opresión de clase, de sexo y racista. Con todo, tanto para el analista literario como para el social queda poco espacio para una exposición «no sesgada». Toda narración está dominada, en el primer caso, por tradiciones retórico-textuales y por el proceso social, en el último. No existe ninguna descripción «verdadera» de la naturaleza de las cosas. Los críticos de la ideología se enfrentan a las acusaciones de que las posiciones textuales y sociales son política y/o moralmente insolventes, y son el producto de intereses ideológicos (por ejemplo, del liberalismo burgués disfrazado).7 De un modo similar, los analistas literarios están a 6 Para un tratamiento más profundo de la distinción entre modernidad y posmodernidad véanse Lyotard (1984), Harvey (1989) y Turner (1990). Para una discusión del giro posmoderno en las ciencias sociales, véanse Rosenau (1992), Kvale (1992), y Seidman y Wagner (1992). Para un tratamiento de la relación entre la erudición posmoderna y las transformación de la vida cultural, véase Connor (1989) y Gergen (1991b). 7 El volumen Constructing Knowledge: Authority and Critique in Social Sciences, compilado por Nencel y Peis (1991), demuestra la intensidad de estas polémicas. Por ejemplo, como réplica al acento textual emergente en la antropología, el antropólogo neomarxista Jonathan Friedman (1991) escribe: «La experimentación textual es el lujo de la minoría posmoderna... todos cuantos se encuentran en posiciones de 'poder institucional', o por lo menos, aquellos que pertenecen a grupos que controlan esas posiciones, es decir hombres y gente de raza blanca... Nos encontramos, llegados a este punto, con la voz de los ocupantes cansados y aburridos de una torre de marfil del poder... un cinismo elitista que pone de manifiesto el componente de narcisismo personal y disciplinar» (pág. 98). En la voz feminista de Annelies Moors (1991): «Lo que nos importa a las mujeres es si la aceptación posmoderna de la

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punto para desconstruir la exposición social, considerándola el producto de una tradición textual occidental. Igualmente, el analista social puede fácilmente extender el foco del análisis incluyendo a los gremios literarios. La teoría desconstructivista ¿es el producto del proceso social? Efectivamente, ambas orientaciones son capaces de despojar a la otra de su autoridad ostensible.

Llegados a este punto nos enfrentamos a una doble problemática. La primera es evidente a partir de lo que precede: ¿Existe algún medio de mitigar estas tensiones y desplazarse hacia un punto de vista unificador? La segunda problemática es más sutil, aunque igualmente esencial: ¿Existe algún medio de retener la fuerza de estos intentos combinados? ¿Podemos evitar el problema de una desesperación incipiente? Aunque estos movimientos constituyen de hecho un enorme y poderoso antídoto para el empuje hegemónico del empirismo y la teoría a él asociada del conocimiento individual —y en realidad, de cualquier pretensión de tener la última, superior e incorregible palabra—, con todo, estos movimientos nos dejan también enredados en la duda, sumidos en la acritud y paralizados en relación a toda acción futura. Como críticas, esencialmente parasitan las afirmaciones prevalentes de la verdad. Si, en su conjunto, la comunidad de especialistas en la «transmisión de la verdad» se cansara de hacer el tonto y resaltara el elevado fundamento intelectual de la crítica, no quedaría ninguna razón superior: no habría nada más que decir. Si queremos parar en seco de abandonar todo esfuerzo en las ciencias humanas, hemos de osar ir más allá del impulso crítico. El estadio crítico tiene que ceder el paso a un estadio transformativo: de la desconstrucción debemos pasar a la reconstrucción. Deseamos, por consiguiente, una síntesis que pueda abrir posibilidades más positivas.

A mi juicio, es la tercera de estas formas de crítica, la social, la que abre el camino más prometedor hacia una ciencia reconstruida, y de manera más particular, a una práctica científica comprendida como construcción social. Es así a causa de determinadas imperfecciones en las alternativas y de las ventajas únicas ofrecidas por una exposición social. Examinemos primero los problemas de la crítica ideológica. De entrada, no hay modo de reivindicar este tipo de crítica. Si la diana de la crítica (el empresario, el macho, el hombre blanco) afirmara que sus críticas no tienen servidumbres particulares, sino que se hacen en el interés de todos, no hay modo de que el crítico pueda ser concluyente. ¿Ha de afirmar el crítico una comprensión más penetrante del actor que la detentada por el propio actor? O bien: ¿es el crítico simplemente la víctima de una desconfianza alienadora? Y, ¿cómo afirmará el crítico su lucidez, el hecho de estar en posesión de percepciones que no estén a su vez saturadas de ideología? ¿Las exposiciones del crítico son exactas y objetivas? ¿Sobre qué fundamentos pueden hacerse tales afirmaciones? Y en el caso que lo sean, ¿no se rehabilita con ello la posibilidad de que el lenguaje pueda, de hecho, reflejar la realidad? Si la conclusión es afirmativa, entonces la crítica de la ciencia empírica como generadora de conocimiento queda destruida. El crítico ideológico tiene que asumir en cierta forma la misma orientación empirista que característicamente intenta subvertir.

En tanto que discurso unificante, el punto de vista literario es también defectuoso. Su principal problema es su incapacidad para escapar de la autogenerada prisión que es el texto. En este punto la respuesta al dilema cartesiano de la duda es un momento singular de certeza: existe el texto. Este momento, sin embargo, rápidamente deja su lugar a una duda renovada de que la conclusión es en sí misma una estrategia textual. Al final, nada hay fuera del texto, y, lo que es más lógico, ninguna promesa de algo que pudiéramos llamar ciencia. Como científico de las

diferencia comporta, como su programa oculto y su consecuencia última, una indiferencia por parte de aquellos que están en el poder respecto a la exigencia de justicia que plantean las mujeres» (pág. 127).

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ciencias humanas difícilmente podría uno interesarse por la pobreza, el conflicto, la economía, la historia, el gobierno, y demás, ya que no se trata sino de términos que están incrustados en una historia retórico-textual. No hay crítica social a hacer, nada a lo que resistirse, nada por lo que luchar y, en realidad, ninguna acción que adoptar, ya que la idea misma de la «acción a adoptar» es una prolongación de la convención lingüística. Además del torpor inimitigable al que invita esta conclusión, el análisis retórico-literario en su pura forma no puede dar cuenta de la comunicación humana. No sólo la duda aparece engarzada en la idea misma de comunicación (se trata simplemente de un término en los textos), pero si comprendemos sólo a través de la convención lingüística, no hay medio de comprender a nadie que no participe de esas mismas convenciones.

De hecho, la comprensión auténtica sólo puede tener lugar con alguien que es idéntico a uno mismo.8

Examinemos lo que sigue: ¿Qué quiere decir afirmar que el lenguaje (el texto, la retórica) construye el mundo? Las palabras son, al fin y al cabo, algo pasivo y vacío simplemente sonidos o marcas sin consecuencia. Con todo, las palabras están activas en la medida en que las emplean las personas al relacionarse, en la medida en que son un poder garantizado en el intercambio humano. Requerimos la existencia de una relación entre el autor y el lector para que hablemos de la construcción textual de lo social. Si lo hacemos no sólo restauraremos la crítica retórico-textual de la inteligibilidad sino que daremos con una salida de la mazmorra del texto. Con todo, podemos retener la preocupación por la construcción retórico-textual de la realidad y beneficiarnos de las concepciones que se derivan de este tipo de análisis.

Además, como descubriremos, muchos conceptos utilizados en el análisis literario y retórico pueden enriquecer el espectro teórico y práctico del científico humano. Conceptos como, por ejemplo, narración, metáfora, metonimia, posicionamiento del autor, y similares, abren nuevos panoramas al científico que trabaja en el campo de las ciencias humanas en términos tanto de teoría como de las diversas formas de trabajo práctico (como investigación, terapia, intervención en la comunidad). Al mismo tiempo, el análisis literario puede enriquecerse en términos de posibilidades abiertas a la comprensión de los textos tal como funcionan en el seno de un medio social más amplio, tanto reflejando como contribuyendo a los procesos culturales. En realidad, es precisamente ésta, la dirección tomada por muchos análisis literarios a partir del primer devaneo con la teoría de la desconstrucción (véanse, por ejemplo, Bukatman, 1993; DeJean, 1991; Laqueur, 1990; Weinstein, 1988).

Así como un compromiso con el proceso social puede acoger la mayor parte de la crítica retórico-literaria, se puede también abrir un camino para sostener la fuerza de la crítica ideológica. Esto puede cumplirse mientras que simultáneamente se evitan las tendencias problemáticas al reduccionismo psicológico o a las concepciones clarividentes de lo real. Tal vez la obra de Michel Foucault (1978, 1979) sea la que proporciona los medios más efectivos para asegurar el vínculo necesario entre el análisis social y el crítico. Para Foucault, existe una íntima relación entre lenguaje (incluyendo todas las formas de texto) y proceso social (concebido en términos de relaciones de poder). En particular, a medida que las diversas profesiones (como el gobierno, la religión, las disciplinas académicas) desarrollan lenguajes que a la vez justifican su existencia y articulan el mundo social, y a medida que estos lenguajes se ponen en práctica,

8 En algunos aspectos se trata de la misma conclusión que se alcanzaría desde un enfoque específicamente psicológico (o cognitivo) de la comunicación, como aquel que sostiene que la comprensión del otro debe realizarse sobre la base de los procesos internos a uno. Una alternativa construccionista para los enfoques textual y psicológico queda perfilada en el capitulo 11.

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también los individuos pasan a estar (incluso alegremente) bajo el dominio de estas profesiones. En Surveiller et punir (Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión), Foucault se sentía particularmente preocupado por «el complejo científico-legal en el que el poder de castigar toma su apoyo, recibe sus justificaciones y reglas, a partir de las que extiende sus efectos y por medio de las que enmascara su exorbitante singularidad» (1979, pág. 23). De una manera más pertinente, Foucault señala la subjetividad individual como el emplazamiento en el que muchas de las instituciones contemporáneas —incluyendo las especialidades y profesiones de la salud mental— se insinúan en la vida social en marcha y extienden su dominio. «La "mente"», escribe, «es la superficie de inscripción para el poder, cuyo instrumento es la semiología» (1977, pág. 102).

En este contexto, es a través de una apreciación crítica del lenguaje como podemos alcanzar una comprensión de nuestras formas de relación con la cultura y, a través de él, abrir un espacio a la consideración de las alternativas futuras. En lugar de considerar la crítica como reveladora de los intereses sesgados que acechan en la proximidad del lenguaje, podemos ahora considerarla como aclaradora de las consecuencias pragmáticas del propio discurso. En este caso se eliminan de toda consideración las cuestiones problemáticas de la falsa conciencia y de la veracidad, y la atención pasa a centrarse en los modos como funciona el discurso en las relaciones que se dan. Dejando a un lado las cuestiones del motivo y la verdad, ¿cuáles son las repercusiones societales de los modos existentes de discurso?

La crítica social de este tipo adolece del mismo subterfugio reflexivo que la crítica ideológica y la textual: su propia verdad se ve socavada por su propia tesis. La crítica de la génesis social de cualquier exposición es algo en sí mismo derivado socialmente. Sin embargo, el resultado de esta réplica no es una cárcel de ideología infinita o texto: cada crítica ideológica es una expresión de ideología, cada desconstrucción textual es en sí misma un texto. Más bien, con cada reposición reflexiva uno se desplaza a un espacio discursivo alternativo, lo que equivale a decir, a otro dominio de relación. La duda reflexiva no es un deslizamiento en una regresión infinita, sino un medio de reconocer otras realidades, dando así entrada a nuevas relaciones. En este sentido, los construccionistas puede que utilicen la desconstrucción autorreflexiva de sus propias tesis, declarando así, simultáneamente, una posición, pero eliminando su autoridad e invitando a otras voces a conversar (véase especialmente Woolgar, 1988).

Recordemos aquí la exposición que dimos en el capítulo 1 de los cambios de paradigma. Ahora vemos que la elaboración de la ontología implícita de la crítica social nos sirve aquí de fundamento para el cambio en el desarrollo discursivo desde un estadio crítico a otro transformacional. Proporciona, además, una oportunidad para dialogar sobre el potencial del aspecto de construccionismo social que revisten las ciencias humanas. Este diálogo se refleja ahora en una extensa gama de escritos —que atraviesan las ciencias sociales y las humanidades— que representan, creo, el surgimiento de una conciencia común de cómo podemos desplazarnos desde la críti-ca a una ciencia reconstituida.9

9 Aunque existe ahora un enorme cuerpo de literatura compatible con la exposición anteriormente dada, y un grupo de eruditos que contribuyen a «la especialidad del construccionismo social», los estudios del «sucesor construccionista» de la ciencia tradicional son menos frecuentes. Especialmente útiles para este proyecto, sin embargo, son los trabajos de Astiey (1985) Edwards y Potter (1992), Lincoln (1985), Longino (1990), Shotter (1993b) y Stam (1990)

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Supuestos para una ciencia del construccionismo social

¿De qué modo ha de caracterizarse esta comprensión en ascenso? Si explicamos con más detalle los supuestos clave que derivan de la crítica social, ¿cuáles son los componentes del enfoque construccionista social del conocimiento y cuáles son sus promesas de cara a la practica científica? Aunque no todas las personas que trabajan con un idioma construccionista estarían de acuerdo con las premisas, y aun cuando hay otros más que por completo eludirían este gélido diálogo, hay no obstante algunas que otras ventajas en el hecho de una solidificación momentánea de la perspectiva. En estos momentos atisbamos la posibilidad de una afinidad colectiva, para hacer acopio de colaboración y prudencia, y traer a primer plano los topoi para una deliberación ulterior. Examinemos, pues, los siguientes supuestos como algo esencial para dar cuenta del conocimiento característico del construccionismo social: Los términos con los que damos cuenta del mundo y de nosotros mismos no están dictados por los objetos estipulados de este tipo de exposiciones.

Nada hay en realidad que exija una forma cualquiera de sonido, marca o movimiento del tipo utilizado por las personas en los actos de representación o comunicación. Este supuesto de carácter orientativo se deriva en parte de la incapacidad de los especialistas para cumplir una correspondencia de la teoría del lenguaje o una lógica de la inducción por medio de la cual se pueden derivar proposiciones generales a partir de la observación. Este supuesto está especialmente en deuda con la elucidación que hace Saussure (1983) de la relación arbitraria entre significante y significado. Se aprovecha directamente de las diversas formas de análisis semiótico y de crítica textual que demuestran cómo los diferentes modos de dar cuenta de los mundos y las personas dependen, en cuanto a su inteligibilidad e impacto, de la confluencia de los tropos literarios que los constituyen. También esta informado por el análisis centrado en las condiciones sociales y procesos en la ciencia que privilegian determinadas interpretaciones del hecho sobre otras. En su forma más radical, propone que no hay limitaciones asentadas en principios en cuanto a nuestra caracterización de los estados de cosas. A un nivel fundamental el científico se enfrenta a una condición del tipo «cualquier cosa vale». Aquello que en principio es posible, sin embargo, se encuentra más allá de la posibilidad práctica. Un segundo supuesto aduce una razón importante:

Los términos y las tormos por medio de las que conseguimos la comprensión del mundo y de nosotros mismos son artefactos sociales, productos de intercambio situados histórica y culturalmente y que se dan entre personas.

Para los construccionistas, las descripciones y las explicaciones ni se derivan del mundo tal como es, ni son el resultado inexorable y final de las propensiones genéticas o estructurales internas al individuo. Más bien, son el resultado de la coordinación humana de la acción. Las palabras adquieren su significado sólo en el contexto de las relaciones actualmente vigentes. Son, en los términos de Shotter (1984), el resultado no de la acción y la reacción individual sino de la acción conjunta. O en el sentido de Bakhtin (1981), las palabras son inherentemente «interindividuales». Esto significa que alcanzar la inteligibilidad es participar en una pauta reiterativa de relación, o, de ser lo suficientemente amplia, en una tradición. Sólo al sostener cierta forma de relación con el pasado podemos encontrarle sentido al mundo. De este modo, las diferentes explicaciones inteligibles del mundo y del yo están en todas partes y en todo momento limitadas.

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En gran medida, es también la tradición cultural la que permite que nuestras palabras aparezcan tan a menudo plenamente fundamentadas o derivando de lo que es en realidad. Si las formas de comprensión son suficientemente añejas, y existe la suficiente univocidad en su uso, pueden adquirir el barniz de la objetividad, el sentido de ser literales como opuesto a metafóricas. O, expresándolo en los términos de Schutz (1962), las comprensiones se sedimentan culturalmente; son los elementos constituyentes del orden que se da por sentado. A pesar de ello, todo acento puesto en «la verdad a través de la tradición» es incompleto si no se toman en consideración las formas de interacción en las que el lenguaje está incrustado. No es simplemente la repetición ni la univocidad las que sirven para reificar el discurso, sino la gama completa de relaciones de las que forma parte ese discurso en cuestión. Por consiguiente, es posible mantener una profunda preocupación por la «justicia» y la «moralidad» —términos con un elevado grado de flexibilidad referencial— porque están incrustados en las pautas más generales de relación. Llevamos a cabo procedimientos sociales elaborados —por ejemplo, «culpa y castigo» al nivel informal y procedimientos judiciales al institucional— donde términos como «justicia» y «moralidad» desempeñan un papel clave. Eliminar los términos equivaldría a amenazar a toda la organización de los procedimientos. Permanecer en el seno de la acostumbrada gama de procedimientos es conocer que se pueden alcanzar la justicia y la moralidad.

En el mismo sentido, los enclaves científicos alcanzan conclusiones que son portadoras del sentido de la objetividad transparente. Al seleccionar determinadas configuraciones que serán consideradas como «objetos» «procesos» o «acontecimientos» y al generar consenso acerca de las ocasiones en las que se ha de aplicar el lenguaje descriptivo, se forma un mundo conversacional respecto al cual el sentido de la «validez objetiva» es un subproducto (Shotter, 1993b). Así, pues, como científicos podemos llegar a convenir que en determinadas ocasiones llamaremos a diversas configuraciones «conducta agresiva», «prejuicio», «desempleo», y demás, no porque simplemente haya agresión, prejuicio y desempleo «en el mundo» sino porque estos términos nos permiten indexar las diversas configuraciones de modos que nos son socialmente útiles. Es así cómo las comunidades de científicos pueden alcanzar el consenso, por ejemplo, sobre «la naturaleza de la agresión», y sentirse justificadas al calificar esas conclusiones de «objetivas». Sin embargo, separadas de los procesos sociales responsables del establecimiento y la gestión de la referencia, las conclusiones decaen en meros formalismos.

Esta proposición se relaciona todavía con otro argumento de cierta relevancia. Se suele decir que las teorías científicas adquieren su valor primeramente en el contexto de la predicción. Incluso los instrumentalistas filosóficos, que disienten de los empiristas con respecto a la capacidad de la ciencia para revelar las verdades de la naturaleza, hacen mayor hincapié en la utilidad predictiva. Una teoría se convierte en superior a otra en virtud de su capacidad para hacer una previsión. E incluso en aquellas ramas de las ciencias sociales en las que no se llega a la predicción en sentido fuerte, las teorías que gozan del crédito de tener un valor aplicado, es decir, de transmitir conocimiento, se pueden aplicar a diversos marcos prácticos. La sentencia de Kurt Lewin «nada hay que sea tan práctico como una buena teoría» es un axioma general. Con todo, como los argumentos hasta ahora expuestos ponen en claro, las propias teorías no establecen predicciones, ni prescriben las condiciones de su aplicación. Las proposiciones teóricas mismas permanecen vacías, desprovistas de significación en lo que damos en llamar «el mundo concreto». En sí mismas, no consiguen transmitir las reglas culturalmente compartidas de instanciación necesarias para la predicción o la aplicación. Las teorías pueden ser un accesorio inestimable para la comunidad científica al desarrollar «tecnologías de predicción» o al gestionar los acuerdos relativos a qué constituye una «aplicación». En la medida que las predicciones o las aplicaciones son fundamentales en el lenguaje y son compartidas en el seno de una comunidad,

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las teorías puede que se conviertan en algo esencial. Sin embargo, hacer predicciones sobre la agresión, el altruismo, el prejuicio, los trastornos alimenticios, el desempleo y similares consiste simplemente en hacer un ejercicio de lenguaje, a menos que uno participe en las formas de relación en las que estos términos han venido garantizando la referencia. Por consiguiente, transmitir teorías abstractas, descontextualizadas en revistas, libros, conferencias y demás es una consecuencia practica limitada en términos de predicción o aplicación.10

El grado en el que un dar cuenta del mundo o del yo se sostiene a través del tiempo no depende de la validez objetiva de la exposición sino de las vicisitudes del proceso social.

Esto equivale a decir que las exposiciones del mundo y del yo pueden sostenerse con independencia de las perturbaciones del mundo que están destinadas a describir o explicar. De manera similar, puede que sean abandonadas sin tener en cuenta aquello que consideramos que son los rasgos perdurables del mundo. Efectivamente, los lenguajes de la descripción y de la explicación pueden cambiar sin hacer referencia lo que denominamos fenómenos, que a su vez son libres de cambiar sin que ello comporte consecuencias necesarias para las exposiciones de orden teórico. Este enfoque está en deuda con la tesis de Quine-Duhem según la cual se puede sostener una teoría gracias a la elaboración progresiva de las cláusulas auxiliares y tácitas a través de un océano de observaciones que de otro modo funcionarían como refutaciones. Además refleja buena parte de la historia de la tradición científica sobre los procesos sociales enjuego en períodos de cambio de paradigma. También se beneficia del hincapié hecho por la sociología del conocimiento en la gestión del significado en los laboratorios científicos. En el presente resumen viene caracterizada primeramente para recalcar las consecuencias que el construccionismo social tiene para el proceder científico. Ya que, como esta postura pone en claro, los procedimientos metodológicos, con independencia del rigor, no actúan en tanto que correctivos basados en principios para los lenguajes de la descripción y la explicación científicas. O, siguiendo el tema desarrollado en el capítulo anterior, la metodología no es un dispositivo demoledor que permita decidir entre exposiciones científicas concurrentes. Hablando en términos políticos, esto equivale a abrir la puerta a voces alternativas en el seno de la cultura, voces desdeñadas durante mucho tiempo por su falta de una ontología, epistemología y metodología subsidiarias aceptables. Este tipo de voces ya no son acalladas a causa de la ausencia de los datos necesarios.11

Al mismo tiempo, estos argumentos no conducen a las conclusiones peligrosas de que la metodología tradicional es irrelevante para la descripción científica, de que puede ser abandonada sin que ello afecte al cuerpo de los escritos científicos y no ha de interesarse por la credibilidad de los científicos o por el valor societal del esfuerzo científico. Lo que aquí se afirma es que la metodología no proporciona una garantía trascendente o libre de las ataduras contextúales para afirmar que determinadas descripciones y explicaciones son superiores («más objetivas» o «más ciertas») a otras Sin embargo, en el seno de las comunidades científicas los métodos empíricos pueden utilizarse (y lo son característicamente) de tal manera que no ocultan las pretensiones de

10 Por esta razón la investigación del tipo prueba-hipótesis en las ciencias de la conducta está tan falta de utilidad practica. La investigación misma se orienta alrededor de una gama de «datos particulares objetivos», confluencias únicas de clasificaciones de cuestionario, presiones de base, estímulos fotográficos y similares. Con todo, las conclusiones que se alcanzan desde microprocesos temporal y culturalmente contingentes son del más amplio alcance. La literarura científica habla de «agresión», «psicopatolpgía», «capacidad razonadora», «percepción», y «memoria» como algo general y universal. Sin embargo, las conclusiones de esta variedad abstracta están vinculadas a particulares que carecen de importancia para la cultura. El modo en que estos conceptos se han de canjear en la vida cultural no es determinante. Para un examen más extenso, véase Sandelands (1990). 11 Véase Benson (1993) en cuanto a una compilación de los intentos recientes hechos por parte de antropólogos para solucionar la separación existente entre sujeto y objeto y explicar las formas de escritura etnográfica.

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verdad, la Habilidad de las conclusiones, la veracidad del investigador, y las consecuencias que el esfuerzo científico tiene para la sociedad. Tal como se esbozara anteriormente, las comunidades de científicos pueden forjar ontologías locales de duración sustancial. A través de la gestión continuada, de la practica ritual y de la socialización de los neófitos en estas practicas, las comunidades pueden desarrollar un consenso sobre «la naturaleza de las cosas». En el seno de estas comunidades las proposiciones pueden ser verificadas o falsadas. Y dado que los objetos los instrumentos y las representaciones estadísticas están incorporados en estas practicas (formando «el datum», los medios de «reconocimiento», los indicadores de Habilidad), entran en el proceso de verificación y falsación De este modo, los científicos pueden establecer la presencia o la ausencia de feromonas, de memoria a corto plazo, de rasgos de personalidad y otras realidades discursivas. Las prácticas metodológicas pueden desarrollarse para sostener la «existencia de los fenómenos», su coocurrencia con otros fenómenos establecidos y la probabilidad de su existencia en el seno de poblaciones más amplias. Además, los miembros de la comunidad pueden construir la confianza mutua al informar acerca de esos acontecimientos y penalizar o expulsar con toda legitimidad a aquellos que juegan incorrectamente el juego o lo hacen con astucia. Los textos de la ciencia, en gran medida expresaran los resultados de esas actividades, y si uno participa en los rituales las predicciones pueden en realidad tener sus consecuencias. La significación del lenguaje en los asuntos humanos se deriva del modo como funciona dentro de pautas de relación.

En su crítica del enfoque del lenguaje como adecuación o correspondencia las tres lineas de argumentación abordadas anteriormente también sepultan cualquier enfoque simplista de la base semántica de la significación del lenguaje Esto es, encontramos que las proporciones no derivan su sentido de su relación determinante con un mundo de referentes. Al mismo tiempo, encontramos que el enfoque semántico puede reconstituirse en el seno de un marco social. Siguiendo el trato dado a la referencia como ritual social con practicas referenciales situadas social e históricamente, salen a la luz las posibilidades semánticas de la significación de la palabra. Con todo hay que subrayar que la semántica pasa de este modo a ser un derivado de ja pragmática social. La forma de la relación permite que la semántica funcione.12

Cuando se expresa en estos términos, el construccionismo social es un compañero compatible para la concepción wittgensteiniana del significado como un derivado del uso social. Para Wittgenstein (1953) las palabras adquieren su significado dentro de lo que metafóricamente denomina «juegos del lenguaje», es decir, a través de los sentidos con que se usan en las pautas de intercambio existente. Los términos «defensa», «delantero», «gol» «fuera de juego» son esenciales a la hora de describir el fútbol. En términos de sentido común, el juego del fútbol existe con anterioridad al acto de descripción, y una descripción dada puede ser más o menos exacta (pensemos por un momento en el abuso del que es responsable el arbitro que señala «falta» allí donde debiera haber visto «la ley de la ventaja»). Desde el enfoque de Wittgenstein, sin embargo, los términos del fútbol no son descriptores disociados sino rasgos constitutivos del juego. Un portero es sólo un portero en virtud del hecho de que uno accede a las reglas del propio juego. En efecto, los términos adquieren su significado gracias a su función en el seno de un conjunto de reglas circunscritas. El hecho de «describir el juego» es un derivado del posicionamiento precedente de los términos relevantes dentro del propio juego. «Ahora bien,

12 Un argumento similar se aplica al caso de la sintaxis. En este sentido, la búsqueda de un cuerpo fundacional de reglas sintácticas, principios o lógicas dentro de la mente individual es equívoca. Las convenciones sintácticas propiamente se pueden hacer remontar al proceso de relación

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¿qué significan las palabras de este lenguaje?», se pregunta Wittgenstein (1953). «¿Qué se supone que muestra lo que significan si no es el tipo de uso que tienen? (6e). Apropiado es también el concepto wittgensteiniano de forma de vida, es decir, una pauta más amplia de actividad cultural en la que se incrustan juegos específicos de lenguaje. El juego del fútbol, por ejemplo, en general funciona como una «actividad de recreo» y se distingue del ámbito del trabajo; se trata de un pasatiempo cultural- constituido por una diversidad de rituales tradicionales (como son hacer quinielas, llevar a nuestro hijo a su primer partido). El significado dentro del juego depende del uso del juego en el seno de pautas culturales más amplias.

Este enfoque del significado como algo que deriva de intercambios microsociales incrustados en el seno de amplias pautas de vida cultural presta al construccionismo social unas dimensiones críticas y pragmáticas pronunciadas. Es decir, presta atención al modo en que los lenguajes, incluyendo ahí las teorías científicas, se utilizan en la cultura. ¿Cómo funcionan los diversos «modos de expresar las cosas» dentro de relaciones en curso? Es poco probable que el construccionismo pregunte por la verdad, la validez, o la objetividad de una exposición dada, qué predicciones se siguen de una teoría, en qué medida un enunciado refleja las verdaderas intenciones o emociones del hablante o cómo una prelusión se hace posible a través del procesamiento cognitivo. Más bien, para el construccionista, las muestras de lenguaje son integrantes de pautas de relación. No son mapas o espejos de otros dominios —mundos referenciales o impulsos interiores— sino excrecencias de modos de vida específicos, rituales de intercambio, relaciones de control y de dominación, y demás. Las principales preguntas que se han de plantear a las declaraciones generalizadas de verdad son, pues: ¿De qué modo funcionan, en qué rituales son escenciales, qué actividades se facilitan y cuáles se impiden, quíen es desposeído y quién gana con tales declaraciones? Estimar las formas existentes de discurso consiste en evaluar las pautas de vida cultural; tal evaluación se hace eco de otros enclaves culturales.

En una comunidad de inteligibilidad dada, en la que palabras y acciones se relacionan de manera fiable, es posible estimar lo que damos en llamar la «validez empírica» de una aserción. Aunque esta forma de evaluación es útil tanto en el ámbito de la ciencia como en el de la vida cotidiana, es esencialmente de carácter irreflexivo y no ofrece ningún tipo de medio a través del cual evaluar la propia evaluación, sus propias construcciones del mundo y la relación que éstas tienen con formas de vida cultural más amplias y más difundidas. Por ejemplo, en la medida en que existen como comunidades de comprensión, los científicos de laboratorio pueden evaluar felizmente la credibilidad y la aceptabilidad de las afirmaciones en las relaciones que las constituyen. En el mismo sentido podríamos expresarnos en relación con las de psicoanalistas y las espirituales. Sin embargo, los criterios de validez o de deseabilidad que operan en el seno de estas comunidades no dan oportunidad a la autoevaluación y, lo que es aún más importante, ni a la evaluación del impacto que estos compromisos tienen en las vidas de aquellos que viven en comunidades relacionadas o solapadas. El científico como tal no puede preguntar por el valor espiritual de la ciencia; el psicoanalista por sí mismo carece de los medios para debatir las ventajas e inconvenientes de creer en los procesos inconscientes; y los términos y las comprensiones del estratega militar no proporcionan medio alguno para evaluar la moralidad de la guerra.

De este modo se estimula la evaluación crítica de las diversas inteligibilidades desde posiciones exteriores, explorando así el impacto de estas inteligibilidades en las formas más amplias de vida cultural. ¿Qué gana o pierde la cultura si constituimos el mundo en términos del economista, del estratega militar, del ecologista, del psicólogo, de la feminista...? ¿De qué modo

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la vida cultural mejora o se empobrece a medida que los vocabularios y las prácticas de estas comunidades se expanden o proliferan? Con ello no estoy privilegiando la evaluación por encima de las inteligibilidades y las practicas en cuestión; el lamento moral o político, por ejemplo, no constituye la «palabra final» sobre esos asuntos. Sin embargo, dado que este tipo de evaluaciones son esencialmente excrecencias de otras comunidades de significado —otros modos de vida—, la puerta queda abierta para un entretejimiento más completo de comunidades dispares de significado. Si las evualuaciones pueden comunicarse de modo que aquellos que están bajo examen puedan asimilarlas, las fronteras relaciónales se vuelven tenues. Así como los significantes de otro modo lejanos se interpenetran, así las comunidades que de otro modo serían ajenas empiezan a formar un conjunto coherente. Por consiguiente, el diálogo evaluativo puede constituir un paso importante hacia una sociedad humana. Las ciencias humanas en la perspectiva construccionista

Los diversos supuestos recogidos aquí empiezan a formar una alternativa para el enfoque individual del conocimiento que en el capítulo anterior encontramos tan profundamente problemático. La pregunta que debemos abordar atañe al potencial positivo de estos enfoques. ¿Qué sugieren estos supuestos para unas ciencias humanas reconstruidas? ¿Qué se ve ahora favorecido? ¿Qué debe rechazarse? Para el científico que busca certezas o para el empirista tradicional, los argumentos construccionistas pueden parecer pesimistas, incluso nihilistas. Sin embargo, lo son sólo si uno se aferra a concepciones anticuadas de la empresa científica o a concepciones ofuscadoras de la verdad, del conocimiento, del saber, de la objetividad y del progreso. Lo que encontramos es que, en un grado significativo, las concepciones empTristas tradicionales del oficio han reducido su alcance, truncado sus métodos, amordazado sus expresiones posibles y circunscrito su potencial de utilidad social. En cambio, propongo que cuando se les exige lo apropiado, los argumentos construccionistas contienen un enorme potencial para las ciencias humanas. Surgen nuevos horizontes a cada envite, y muchos están siendo explorados en la actualidad.

En lo que resta de este capítulo quiero no sólo esbozar algunas de las aperturas más destacadas generadas por el punto de vista construccionista, sino también resucitar una serie de afanes tradicionales, esta vez en términos construccionistas. A fin de apreciar la gama de potenciales, es útil recordar el intento hecho en el capítulo anterior para dar cuenta de las transformaciones que se dan en las perspectivas de las ciencias humanas. Hablaré aquí de las tendencias a mantener, a poner en tela de juicio, y a transformar las tradiciones; al seguir con este acento, podemos también pasar revista a las diversas formas de prácticas científicas en términos de (1) su contribución a las instituciones o modos de vida existentes; (2) de su capacidad de desafío crítico; y (3) su potencial para transformar la cultura. Este análisis es sólo sugerente, en la medida en que cualquier práctica científica puede funcionar de diferentes modos para distintos grupos culturales, y las prácticas a menudo tienen efectos múltiples, contrarios y no intencionados. Sin embargo, al disponer las prácticas de este modo, espero hacer el necesario hincapié en los distintos efectos y funciones. La práctica científica en una sociedad estable

Consideremos de entrada el potencial de las ciencias humanas en condiciones de estabilidad relativa o de tradición duradera. Aquí podemos incluir formas de lenguaje, ellas mismas inseparables o constitutivas de las pautas relaciónales en las que están insertadas. Este lenguaje

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probablemente contenga una ontología implícita, un inventario «de qué hay» y un código moral implícito (criterios «de qué debiera ser»). Por consiguiente, ya hablemos de biólogos que estudian las moléculas del ADN o de las deliberaciones del Tribunal Supremo, sobre la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, tiene que haber suposiciones compartidas acerca de lo que existe, así como un acuerdo en cuanto a la acción idónea. En ausencia de tales convenciones no habría comunidad de biólogos ni Tribunal Supremo. Además, aquello que se puede decir de grupos de carácter local de contacto directo, también es sostenible en cierto sentido a nivel nacional o continental; por consiguiente, podemos hablar de cultura japonesa como opuesta a la cultura noruega.

Dicho con estas palabras, las ciencias humanas hacen una contribución esencial para hacerse con el abanico de tradiciones existentes. Son dos las funciones principales e interdependientes a las que hay que servir. En primer lugar, la investigación en ciencias humanas puede funcionar a fin de sostener y/o intensificar la forma de vida existente; y, en segundo lugar, puede permitir que las personas vivan más adecuadamente en el seno de estas tradiciones. La primera de estas dos funciones es satisfecha con mayor plenitud por parte de las inteligibilidades teóricas: el modo que tiene el científico de describir y explicar el mundo. Como elaboradores y proveedores articulados, respetados y visibles del lenguaje—y muy en especial los lenguajes que abordan la condición humana—, los científicos activos en las ciencias humanas pueden tener un influjo muy importante en las inteligibilidades dominantes de la sociedad y, así, en sus practicas preponderantes. Este tipo de inteligibilidades califican la acción humana, proporcionan causas para el éxito y el fracaso de la gente, y facilitan elementos racionales para la conducta. Explicar la acción humana en términos de procesos psicológicos individuales, por ejemplo, ha de tener consecuencias mucho más diferentes para las prácticas y las políticas que explicar esas mismas acciones en términos de estructuras sociales. Las teorías del primer tipo nos conducen a culpar, castigar y tratar a los pervertidos en sociedad, mientras que aquellas otras del segundo tipo favorecen la reorganización de los sistemas responsables de tales resultados. Las teorías del aprendizaje humano sugieren implícitamente que la conducta aberrante está sujeta a un reciclaje programático, mientras que las teorías innatistas más a menudo hacen hincapié en la contención de lo que de otro modo sería inevitable. Las teorías mecanicistas tienden a negar la responsabilidad individual, mientras que las teorías dramatúrgicas garantizan las facultades individuales del actuar y del autocontrol. En cada caso, la inteligibilidad teórica opera a fin de sostener o reforzar una perspectiva societaria significativa, así como sus modos de vida asociados.

Las ciencias humanas pueden también facilitar la acción adaptativa en el seno de los confines de lo que es convencional. Dadas determinadas pautas fiables de acción, así como las posibilidades de un acuerdo comunitario en la adjetivación, las ciencias humanas pueden proporcionar los tipos de predicciones que permitan constituir políticas, disponer programas y la información útil diseminada para la cultura. En el interior de las realidades comunes de la cultura, las ciencias humanas pueden generar, por ejemplo, predicciones razonablemente fiables acerca del éxito académico, del colapso esquizofrénico, cotas de enfermedad mental, pautas de voto, tasas de criminalidad, de divorcio, de fracaso escolar, condiciones para el aborto, del éxito de productos, sobre el PNB y demás. Permiten a los terapeutas relacionarse con sus pacientes de tal modo que se logren las «curas» y que los consultores de organización «solucionen problemas» en el interior de los marcos organizativos. En este dominio de pronóstico, las tecnologías empiristas tradicionales pueden desempeñar su papel más significativo. Los procedimientos de muestreo, los dispositivos de recogida y contabilización de datos, los cuestionarios de sondeo, los métodos experimentales, los análisis estadísticos y similares —el legado de las ciencias conductistas—

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están dotados efectivamente para intensificar las capacidades predictivas. Mientras la tradición perdure, se siga otorgándoles valor y los códigos de referencia sean ampliamente compartidos, la previsión actuarial seguirá gozando de ventajas.

Con ello, sin embargo, no queremos defender una inversión sostenida en las teorías generales de testación de la conducta humana. Tal como hemos visto, esta investigación no puede justificarse sobre las bases tradicionales que nos permiten distinguir las teorías exactas y predictivas de las empíricamente engañosas. La investigación no opera ni para validar ni para invalidar las hipótesis generales, ya que todas las teorías pueden ser reducidas a verdaderas o falsas dependiendo de la gestión que uno haga del significado en un contexto dado. Tampoco la vasta parte de investigación que pone a prueba hipótesis es relevante para el desafío que supone la predicción social. Esto es así porque esta investigación está dirigida característicamente por el deseo de demostrar la validez de la teoría en cuestión. La conducta específica que pasa a ser evaluada tiene un interés periférico, al ser escogida meramente porque es conveniente o está sujeta a medición y control en condiciones de laboratorio. La sociedad tiene poca necesidad de mejores predicciones del tipo condicionado, ya sean del tipo botón presionado, marcas a lápiz en un cuestionario, éxito en juegos artificiales o excelencia con aparatos de laboratorio. Efectivamente, el grandísimo número de horas consumidas por tales empresas, los sacrificios hechos por vastas hordas de sujetos y de poblaciones de animales, las sumas de dinero estatal, las esmeradas practicas de edición y el hacer o deshacer carreras tienen una justificación poco convincente. No se trata de abandonar todas las formas de testación de hipótesis. Una cantidad limitada de investigación controlada puede ser útil para vivificar o prestar peso específico retórico a posiciones teóricas de carácter general. Con todo, estos argumentos defienden la inteligibilidad teórica como tal vez la contribución más significativa que las ciencias humanas pueden hacer a la vida cultural. Convención desestabilizadora

Para la mayoría de la sociedad, las contribuciones al bien público, definido convencionalmente, tienen escasas consecuencias. Los valores culturales parecen demasiado precarios en conjunto, las pautas apreciadas demasiado fugaces para erosionar, mientras que los elementos indeseables siempre aparecen predominantes. Al mismo tiempo, las realidades culturales son raramente unívocas. Nadamos en un mar de inteligibilidades donde las corrientes discursivas de períodos dislocados de la historia —griego, romano, cristiano, judaico y otros— siempre surgen una tras otra, y la mezcla de pasados dispares genera siempre nuevas y atrayentes (o espantosas) posibilidades. Por consiguiente, con independencia de las realidades culturales dominantes, y de sus prácticas relacionadas, siempre hay grupos cuyas realidades son desdeñadas, pasando inadvertidas, siendo las visiones de cambio positivo amortiguadas por lo estable y lo mojigato.

Para el construccionista, los lenguajes de las ciencias sirven de dispositivos pragmáticos, al favorecer determinadas formas de actividad mientras se disuaden otras. El científico es, inevitablemente, un abogado moral y político, lo quiera él o no. Afirmar la neutralidad respecto a los valores es simplemente cerrar los ojos a los modos de vida cultural que el propio trabajo apoya o destruye. Así, pues, en lugar de separar los propios compromisos profesionales de las propias pasiones, intentando separar difícilmente hecho y valor, el construccionismo invita a una vida profesional plenamente expresiva, en relación a las teorías, los métodos y las prácticas que pueden realizar la visión que uno tiene de una sociedad mejor. En este sentido, el construccionismo ofrece una base fundamental para desafiar las realidades dominantes y las

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formas de vida a ellas asociadas. Examinemos tres de las formas centrales del desafío: la crítica de la cultura, la crítica interna y la erudición del desarraigo.

Tal vez uno de los medios más directos y ampliamente asequibles de inquietar al statu quo existente —desde el punto de vista discursivo— sea la crítica de la cultura. Durante la mayor parte de este siglo, las ciencias orientadas empíricamente han eludido con asiduidad la toma de partido ético o político. Tal como vemos, el valor de la neutralidad es un afán quimérico; el profesional siempre e inevitablemente afecta a la vida social tanto para bien como para mal, mediante cierto criterio valorativo. Así, pues, en lugar de operar como secuaces pasivos del «espejo de la naturaleza», los científicos activos en las ciencias humanas pueden de manera legítima y responsable extender sus valores. En lugar de escarbar en temas de «deber ser» desde la canónica profesional, debemos emplear activamente nuestras habilidades para hacer que aquellas cuestiones políticas y morales ligadas a nuestro dominio profesional sean inteligibles. La crítica social, aunque apenas nueva en relación a las ciencias humanas, es una forma importante de este tipo de expresión. Los especialistas tanto de las tradiciones crítica como psieoanalítica proporcionaron demostraciones tempranas y potentes de la posibilidad de un análisis de la sociedad sofisticado y de gran alcance. Y, mientras este potencial quedaba durante mucho tiempo relegado al olvido (o sencillamente era menospreciado) durante la época conductista (o de empirismo fuerte), ha empezado a reaparecer bajo formas múltiples y altamente variadas desde la década de los años 1960. El reciente surgimiento de la disciplina de los estudios culturales atestigua el vigor de este movimiento, del que hablaremos más extensamente en el capítulo 5.

La crítica social debe complementarse con otros medios importantes. Esencialmente, se orienta hacia el exterior, abordando características de la cultura en general, con lo cual no llega a afectar a las ciencias humanas como tales. Sin embargo, y dado que las ciencias humanas ostentan lenguajes y practicas que afectan a la cultura, también requieren una valoración crítica. Además de la crítica social, la perspectiva construccionista favorece una intensa utilización de la crítica interna. En efecto, se invita a los científicos a controlar, analizar y clasificar las dudas correspondientes en el uso de sus propias construcciones de la realidad y de las prácticas a ellas asociadas. Tampoco en este caso la crítica interna representa nada nuevo para las ciencias. Como se dijo en el capítulo anterior, por ejemplo, la valoración crítica del paradigma conductista fue esencial para la evolución cognitiva. Desde el punto de vista de la actualidad, de cualquier modo, un debate interno de este tipo tiene un significado mínimo en términos de su valor respecto a la cultura en general. Y esto es así porque no logra permanecer al margen de la ciencia en sí misma. Los valores inherentes a las ciencias, y sus correspondientes implicaciones para la vida cultural, nunca se han puesto en cuestión. Lo que aquí se defiende es una forma de crítica que represente intereses o valores distintos a los que benefician a los generadores de realidades científicas. He presentado ejemplos de este trabajo al hablar de la crítica ideológica, y abordaré más casos en el capítulo 5.

Tenemos que considerar una tercera forma de erudición desestabilizadora. Tanto la crítica de la cultura como la crítica interna se basan característicamente en el valor particular de los compromisos: igualdad, justicia, reducción del conflicto, y demás. Sin embargo, el construccionismo también invita a una tercera forma de investigación, menos apoyada por una posición de valor particular y más centrada en el desbaratamiento general de lo convencional. En la medida en que cualquier realidad se objetiva o se da por sentada, las relaciones quedan congeladas, las opciones obturadas y las voces desoídas. Cuando suponemos que hay igualdad perdemos la capacidad de ver las desigualdades; cuando un conflicto se resuelve somos insensibles al sufrimiento de las partes. Con respecto a esto, se ha de dar valor a una erudición/especialización del desarraigo, aquella que simplemente relaja el dominio de lo

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convencional. Cuando los constructivistas planteaban colocar la aporía inquietante en el corazón de un trabajo determinado, el resultado fue una desconfianza reverberante respecto a cualquier texto transparente, cualquier principio bien elaborado o cualquier plan bien formado. Como demuestra el esfuerzo desconstruccionista, cuando se las examina de cerca, las bases fundamentales claras, elegantes y convincentes se desbaratan, su lógica se hunde, su significado pasa a ser indeterminado. Con todo, aunque los análisis desconstruccionistas son asequibles a las ciencias humanas como dispositivos de desarraigo, los esfuerzo emergentes son retóricamente más poderosos para demostrar el carácter construido de los discursos dominantes. Aquí los esfuerzos tanto de la crítica de la retórica como social son ejemplares. Tal como se describió, el analista retórico se centra en los dispositivos mediante los cuales un discurso dado adquiere su poder persuasivo, su sentido de la racionalidad, su objetividad o verdad. Al colocar las metáforas, las narraciones, las supresiones de significado, las apelaciones a la autoridad y demás, la racionalidad y la objetividad pierden su poder persuasivo. De manera similar, a medida que los analistas sociales exploran los procesos racionales —las gestiones, las tácticas de poder, la dinámica política...— proclamando diversas verdades, esas verdades pierden su generalidad. Aquello que parecía la «única vía» de expresar las cosas —más allá del tiempo y de la cultura— se convierte en algo local y particular.

Existen otras líneas de práctica del desarraigo. Particularmente importantes son las recontextualizaciones culturales e históricas. A menudo, parece, aquello que empieza siendo valores de carácter local, suposiciones y garantías se va haciendo expansivo. Los valores de una comunidad particular o la verdad de una ciencia particular se desplazan en la dirección de lo universal: lo bueno y lo cierto para todos en todo momento. La investigación de la asignación cultural e histórica de valores y verdades particulares son bastiones efectivos contra los estragos que causan las palabras embravecidas. Cuando los antropólogos exploran las realidades locales de otros grupos culturales, demostrando la validez de estas realidades ajenas en el seno de sus circunstancias particulares, también destacan las limitaciones de nuestras propias racionalidades. Cuando Winch (1946), por ejemplo, defiende la causa de la magia szondi, simultáneamente difumina la distinción entre la ciencia occidental y el chamanismo. El trabajo histórico puede alcanzar los mismos resultados. Cuando Morawski (1988) y sus colegas describen el cambio de las interpretaciones del experimento en psicología, y Danziger (1990) muestra que el concepto de sujeto experimental depende de la circunstancia histórica, están desafiando el enfoque contemporáneo de una metodología y un sujeto fijos y universales. Transformación cultural: las nuevas realidades y los nuevos recursos

Las ciencias humanas poseen un potencial importante tanto para sostener las instituciones culturales por un lado, como para ponerlas en duda reflexiva. Sin embargo, hemos de considerar finalmente una tercera gama de desafíos, a saber aquellos que se desplazan más allá de la investigación crítica y desestabilizadora hacia la transformación cultural. Si nuestras concepciones de lo real y del bien son construcciones culturales, entonces la mayor parte de nuestras practicas culturales pueden igualmente pasar a ser consideradas como algo contingente. Todo cuanto es natural, normal, racional, obvio y necesario está —en principio— abierto a la modificación. Aunque las tradiciones de la crítica y del desarraigo son recursos valorables ya que generan la efervescencia, en sí mismos son insuficientes. Esto es primeramente así a causa de su carácter simbiótico; su inteligibilidad depende de aquello a lo que se oponen. Para la transformación social se requieren nuevas visiones y vocabularios, nuevas visiones de la posibilidad y prácticas que en su misma realización empiezan a trazar un curso alternativo. Estas

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posibilidades transformativas pueden desarrollarse en el suelo de la ciencia social tradicional: modos reconocidos de la teoría y de la investigación. Sin embargo, puesto que se comprenden primeramente en términos de las inteligibilidades tradicionales, estas innovaciones siguen apoyando estas tradiciones. La transformación cultural parece mejor servida mediante nuevas formas de práctica científica. Examinemos, por consiguiente, el potencial inherente a las formas más audaces de teoría, de investigación y de práctica profesional.

Los conceptos de la conducta humana operan más como útiles para llevar a cabo relaciones. En este sentido, la posibilidad de cambio social puede derivarse de nuevas formas de inteligibilidad. 13 El desarrollo de nuevos lenguajes de comprensión acrecienta la gama de acciones posibles. A medida que se elaboró un lenguaje de los motivos inconscientes, se desarrollaron nuevas estrategias de defensa en los tribunales de justicia; a medida que un vocabulario de los motivos intrínsecos fue enriqueciéndose, también se enriquecieron nuestros regímenes educativos; y a medida que se desarrollaron las teorías de los sistemas de familia también ampliamos nuestros modos de tratar el dolor individual. En otro contexto (Gergen, 1994) propuse el término teoría generativa para referirme a los enfoques de carácter teórico que se introducen contra, o contradicen abiertamente, los supuestos comúnmente aceptados de la cultura y abren nuevos modos de percibir la inteligibilidad. En el siglo pasado, las teorías de Freud y de Marx se contaban seguramente entre las más generativas. En cada caso, el trabajo teórico planteaba un desafío importante para las suposiciones dominantes y servía de impulso para nuevas formas de acción. Con ello no afirmamos, sin embargo, que ese tipo de trabajo siga conservando su potencial generativo en la actualidad; serían precisas interpretaciones innovadoras e iconoclastas de los textos canónicos para sostener hoy esa vitalidad. (Por ejemplo, la revisión lacaniana de Freud proporciona un medio para que la teoría psicoanalítica participe en los diálogos posestructurales.) Aunque de un impacto menos sonoro, los trabajos de Jung, Mead, Skinner, Piaget y Goffman, por ejemplo, fueron generativos en muchos aspectos; incluso formulaciones más ceñidas al enfoque como la interpretación que Geertz (1973) diera de una pelea de gallos en Bali o la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957) han tenido importantes efectos generativos. Cada uno ha transformado la inteligibilidad en cierto grado y se ha sumado de manera importante a la gama de recursos culturales y científicos.14

Con todo, en algunos sentidos importantes, este tipo de escritura teórica sigue siendo también conservadora. Las tradiciones culturales de larga duración reciben el apoyo de estos eruditos, y en realidad les prestan poder retorico a sus realizaciones. Siendo más explícito, la escritura de carácter teórico es una acción social sui generis, y como tal favorece determinadas clases de relaciones por encima de otras. En cada uno de los casos antes citados por ejemplo, el escritor adopta la postura de la autoridad que sabe apoyando asi las jerarquías de privilegio; se hacen afirmaciones de autoría individual, sosteniendo así el enfoque de los individuos como fuentes originarias de pensamiento; se utilizan formas de argumentación culta o elitista rechazando como irrelevante o inferiores los idiomas persuasivos de los incultos; cada texto

13 Véase Kukla (1989) para una elaboración de la significación del trabajo teórico —además de las demostraciones empíricas anteriormente citadas— en el ámbito de la psicología. 14 Véase tambien los argumemtos de Astley y Zammuto (1992) contra el enfoque tradicional de los científicos de la organización como ingenieros sociales que ofrecen aplicaciones políticas a partir de una base fundacional de conocimiento. De acuerdo con mis propuestas, estos autores consideran que la mayoría de los científicos son generadores de recursos simbolicos (lenguaje) para su uso en marcos organizativos. Los nuevos lenguajes constituirian la realidad de modos diferentes, y con este tipo de nuevas reconstrucciones se harán inteligibles las nuevas formas de acción.

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La crisis de la representación

objetiva el tema del que trata, privilegiando así un dominio de lo real sobre lo retórico. La invitación a la transformación se extiende, pues, a la forma de la expresión erudita. A medida que las ciencias humanas experimentan modos de expresión, en la medida en que desafían los estilos tradicionales de escritura, difuminan los géneros, añaden visión y sonido al texto, también transforman la concepción del especialista de la academia, de la naturaleza de la educación y, finalmente, del potencial de las relaciones humanas.

En este contexto hay que poner el mayor valor en las formas nuevas e iconoclastas de escritura que lentamente van abriéndose camino en las ciencias humanas. Las escritoras feministas se encuentran en la vanguardia de este movimiento. Por ejemplo, las feministas francesas Irigaray (1974) v Cixous (1986) demuestran que la mayoría de las convenciones lingüísticas de la escritura erudita son falocéntricas (lineales, polares, desapasionadas) Sus escritos experimentan con formas alternativas de expresión, formas que creen que son más compatibles con la conciencia primordial femenina. Los antropólogos culturales se han visto cada vez más perturbados sobre las condiciones occidentales de escribir etnografía, discurriendo que las mismas convenciones constituyen una forma de imperialismo. Así, pues, los experimentos puestos en marcha, por ejemplo, para inducir «temas de estudio» en la etnografía como colaboradores, escribir etnografía como una autobiografía utilizar la etnografía como crítica de la cultura propia, y convertir la etnografía en poesía (revelando así su base en el artificio y no en el hecho). En otros experimentos textuales Mulkay (1985) ha explorado las posibilidades de escribir como unas cuantas personas diferentes en el marco de una misma obra. Mary Gergen (1992) ha escrito un drama posmoderno, y en un volumen demoledor, Death at the Paradise Cafe, Pfohl (1992) ha desarrollado un collage de teoría, ficción, autobiografía y fotografía para llevar a acabo un análisis social crítico. Cada vez más, los eruditos canalizan sus talentos inventivos hacia el cine, ciertamente el mayor desafío de cara al futuro.

Volvamos desde la expresión teórica a la metodología de la investigación. En el modo transformativo, el objetivo principal de la investigación consiste en vivificar la posibilidad de los nuevos modos de acción. La investigación aporta una imaginería importante para nuevas posibilidades. Tal como sugeríamos antes, incluso el experimento de laboratorio puede tener su papel ahí. Por ejemplo, la investigación todavía sugerente de Milgram (1974) sobre la obediencia apenas «pone a prueba una hipótesis» de algún modo significativo. Sin embargo, en su capacidad de impactar en la conciencia del lector en cuanto a su propio potencial para «hacer el mal siguiendo órdenes», esta viva investigación provoca la discusión sobre la deseabilidad de las jerarquías y sobre los límites de la obligación.

A pesar del poder transformativo de las prácticas de investigación convencionales, comparten una tendencia culturalmente conservadora con las formas de escritura tradicional. Aunque los experimentos de laboratorio pueden ilustrar nuevos potenciales, el hecho de apoyarse en un modelo mecanicista del funcionar humano, el tratamiento alienante del sujeto, y su control de los resultados les arrojan a tradiciones que tal vez se encuentren ociosas. Procedimientos alternativos de investigación alientan una transformación más radical; se trata de métodos que favorecen otros valores y enfoques. A medida que los nuevos procedimientos de investigación se vuelven inteligibles, se fomentan nuevos modelos de relación. Tales intentos surgen ahora con una mayor frecuencia a lo largo de todo el dominio cubierto por las ciencias humanas. Eludiendo muchos de los problemas intelectuales e ideológicos de las prácticas tradicionales de investigación florecen exploraciones en investigación de tipo cualitativo (Denzin y Lincoln, 1994), en la investigación hermenéutica o interpretativa (Packer y Addison, 1989), en la metodología dialógica (M. Gergen, 1989), en la investigación comparativa (Reason, 1988), en la historia biográfica o vital (Bertaux, 1984; Poikinghorne, 1988), en el análisis narrativo (Brown y

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Kreps, 1993), en la investigación apreciativa (Cooperrider, 1990), en la investigación como intervención social (McNamee, 1988), y la línea feminista como investigación vivida (Fonow y Cook, 1991). En cada uno de estos casos, nuevas prácticas de investigación modelan nuevas formas de vida cultural.

Finalmente, tenemos que prestar atención al dominio de la práctica profesional. En muchos aspectos, los terapeutas, los consejeros y los asesores de organización, los especialistas en educación y similares tienen un impacto mucho mayor en la vida cultural que los académicos. Sus acciones pueden participar en prácticas relaciónales de un modo más profundo y directo que los escritos abstrusos de los profesionales. En efecto cuentan con un enorme potencial para la transformación cultural. En el dominio de las prácticas modelo su impacto es tal vez el más notorio. Cuando los terapeutas desarrollan nuevas formas de interactuar con sus clientes, la cultura puede que se vea informada por modos alternativos de ayudar a aquellos que lo necesitan; cuando los asesores crean el diálogo entre los estratos de una organización (como algo opuesto a ofrecer soluciones autoritarias), implícitamente crean la realidad de la interdependencia; y cuando los investigadores de la educación siguen modos colaborativos de evaluación, se ha dado el paso hacia nuevas formas de relación entre el alumno y el profesor. El que practica esto no es, por consiguiente, un mero servidor de las instituciones existentes o de las lógicas y de los «hallazgos» desarrollados entre las paredes de una torre de marfil, sino un agente potencial de un cambio de largo alcance.15 A mi entender, la próxima década puede ser aquella en la que el especialista se beneficie más de habilidades contextualizadas del practicante, y no al revés.

En resumen, para las ciencias humanas en un modo construccionista, las prácticas de investigación tradicionales pueden hacer una contribución valiosa. Sin embargo, también vemos que esta contribución está muy limitada. Una orientación construccionista sustancialmente amplía el programa de trabajo. Las más importantes oberturas a la innovación son: la desconstrucción, en la que todas las suposiciones y presupuestos acerca de la verdad, lo racional y el bien quedan bajo sospecha —inclusive las de los desconfiados—; la democratización, en la que la gama de voces que participan en los diálogos resultantes de la ciencia se amplifica; y la reconstrucción, en la que nuevas realidades y prácticas son modeladas para la transformación cultural. Albergo la esperanza de que este tipo de inversiones propulsen la ciencia desde su status actual en los márgenes de la vida cultural al centro de sus afanes y empresas.

15 Intentos específicos para poner en práctica los enfoques construccionistas empiezan a aparecer en los campos de la pedagogía (Bruffee, 1993; Lather, 1991), terapia sexual y matrimonial (Atwood y Dershowitz, 1992), procedimientos de mediación y de revindicación (Shailor, 1994; Salipante y Bouwen, 1990), análisis de la televisión y la prensa (Carey, 1988), y procedimientos legales (Frug, 1992). En el capitulo 10 desarrollamos un estudio detallado de las contribuciones construccionistas.

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Capitulo 3 El construccionismo en tela de juicio

Desafiar las suposiciones predominantes sobre la generación y la función del conocimiento

y explorar una visión alternativa es algo que amenaza los compromisos de larga duración y ampliamente compartidos con la objetividad, la verdad, los fundamentos racionales y el individualismo. No sorprende que la crítica del pensamiento construccionista haya sido fácilmente asequible —y algo letal en su intención—. Para muchos especialistas el enfoque de que el conocimiento es algo socialmente construido provoca una problemática profunda. No es simplemente que los conceptos de objetividad apreciados, la investigación no sesgada, la verdad, la autoridad y el progreso científico se vean comprometidos, ni que el construccionismo no ofrezca ningún fundamento claro y evidente para una ciencia alternativa. Estos problemas se complican, además, con las amenazas de la duda existencial, la inmersión en la ambigüedad continua, y la postura de tolerancia gelatinosa a las que parece invitar la alternativa construccionista. Al mismo tiempo, los queridos conceptos de intimidad, experiencia, conciencia, creatividad, autonomía, integridad y democracia también parecen amenazados. Aunque no hay modo en el que se sojuzguen tales amenazas y apacigüen todas las dudas, aunque no hay ninguna forma de inteligibilidad que pueda acomodarse completamente a los múltiples recelos de todas las alternativas existentes, debemos abordar algunas de las críticas acuciantes del construccionismo, si es que el diálogo ha de proceder de modo productivo. Existe una particular necesidad para reducir las concepciones erróneas tan extendidas y responder a los aspectos ampliamente molestos del pensamiento construccionista.

Puesto que estas investigaciones surgen en diferentes ámbitos y lo hacen por razones diferentes, no existe una única línea narrativa alrededor de la que se pueda desarrollar de modo efectivo la argumentación. Más bien, para tratar estas cuestiones críticas procederé a través de una serie de exámenes relacionados, cada uno de ellos orientado a una forma específica de crítica. En el caso de que el lector desee una previsión de las preguntas, las siguientes —en su forma más truculenta— estructurarán el examen: 1. ¿Es el construccionismo realmente algo nuevo? 2. ¿Niega el construccionismo la realidad de la experiencia personal? 3. ¿Abandona el construccionismo toda preocupación por el mundo real? 4. Como forma de escepticismo, ¿no es incoherente el construccionismo? 5. En su relativismo, ¿no es el construccionismo moralmente vacuo? 6. ¿Sobre qué bases pueden los construccionistas afirmar que la gente difiere en cuanto a las construcciones que hace del mundo? 7. Si, como sugiere el construccionismo, la teoría es infalsable, entonces, ¿cuál es el valor de la comprensión teórica? ¿No existe ningún sentido en el que la ciencia progrese?

Antes de ir más allá, me gustaría examinar brevemente una reacción común de los construccionistas ante tales críticas; la mayoría piensa que por qué hay que molestarse en tomar parte en debates como éstos. Estas críticas defienden un conjunto de posiciones que el construccionismo ya ha encontrado que eran imperfectas. ¿Acaso no es mejor proceder a sacar las consecuencias positivas del construccionismo en lugar de llevar a cabo en la retaguardia escaramuzas con las viejas tradiciones? Además, todas las formas de crítica están sujetas a los diversos métodos desconstruccionistas que, como hemos visto, dan lugar al construccionismo. Por consiguiente, cabe menoscabar la crítica habida cuenta de sus consecuencias ideológicas (por ejemplo, el hecho de defender el statu quo, un orden de tipo androcéntrico y el predominio de

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Occidente sobre todo lo demás); al elucidar su base literaria y retórica, la indecibilidad de su significado, y los medios a través de los que llega a persuadir; y finalmente al retrotraer su lógica a comunidades que están ubicadas histórica y culturalmente.

Aunque atractivas en ciertos aspectos, este tipo de refutaciones son también peligrosas. Existe una marcada tendencia entre aquellos que comparten paradigmas y prácticas a separarse de los alienados. A lo largo del tiempo, los grupos antagónicos dejan de comunicarse entre sí, considerando respectivamente que el otro está equivocado sin remedio. Mientras tanto, los discursos interiores se acortan, alimentándose de sí mismos y enrareciéndose cada vez más. El impacto del círculo sagrado en la «vida profana» externa a menudo es mínimo. Existe una buena razón, por consiguiente, para escuchar atentamente a los críticos, para ser sensibles a las prácticas de la comunidad de las que surge la crítica y mostrarse activos para proseguir el diálogo con aquellos que difieren en cuanto a sus preferencias discursivas. En este sentido, el discurso construccionista podría enriquecerse, sostendría las relaciones a través de comunidades que de otro modo estarían alienadas y se intensificaría el potencial del discurso construccionista para informar prácticas culturales más amplias. Construccionismo: raíces y zarcillos

Son muchos los que ponen en tela de juicio las raíces de la orientación construccionista. Los que son históricamente curiosos quieren identificar sus orígenes más claros, mientras que los antagonistas se preguntan si el construccionismo no es simplemente un refrito de una teoría anterior —y reputadamente más juiciosa—. En estas formas indoctas, ambas preguntas se combinan en el hecho mismo del poner en tela de juicio. La primera a menudo supone un punto originario para un conjunto de pensamiento: un inspirado genio individual o una fecha antes de la cual las mentes andaban a ciegas. En el hecho de hacer hincapié en la construcción comunitaria del significado, y la apropiación continuada y asistemática de significados pasados para olvidar las comprensiones presentes, el construccionismo subvierte los intentos hechos para asignar unos orígenes precisos. Por ejemplo, si queremos entender los orígenes de la frase «la nave del Estado», ¿debemos documentar el primer uso de cada palabra que interviene en la composición de la frase, el primer intento hecho para forzar los préstamos dispersos del pasado para formar una única amalgama, el primer uso de la metáfora de la nave a la hora de hablar del gobierno, la primera apropiación de la frase con fines de persuasión política, o qué? De manera similar, preguntar si el construccionismo es un parafraseo de ideas anteriores supone que las palabras son expresiones de un significado subyacente fijo, que el mismo «pensamiento» puede expresarse de muchos modos diferentes. Para los construccionistas, sin embargo, el acento que se pone en la base contextual del significado y su continuada negociación a lo largo del tiempo, desplaza esta suposición tradicional. El intento de fijar el significado de un texto está equivocado.

Con todo, para clarificar el construccionismo a través de la comparación y el contraste, nos es preciso asignar —a través de convenciones actuales— diálogos relacionados o interdependientes. ¿De dónde proceden la construcción de las conversaciones? En cierta medida ya nos aproximamos a esta tarea en el capítulo anterior. Tal como vimos, los enfoques construccionistas pueden retrotraerse a las exploraciones recientes que se hacen en el campo de la crítica ideológica, de los procesos literarios y retóricos, y la base social del conocimiento científico.1 Una elaboración completa de las raíces construccionistas nos invitaría, pues, a una exploración de la historia de cada una de estas empresas —las raíces de la crítica ideológica en 1 Véase Stam (1990) como compañero de viaje útil para la presente exposición.

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Hegel, por ejemplo, o la influencia de Condillac o de los idéologues franceses en la concepción lingüística del conocimiento—. Queda claro que, en el desarrollo del construccionismo, estas empresas tampoco se reproducen íntegramente vestidas; las obras relevantes quedan desfiguradas y zurcidas en diversos sentidos. Por ejemplo, en el caso de la crítica ideológica, el acento tradicionalmente puesto en la «desmitificación» y la «emancipación respecto del conocimiento inválido» queda eliminado de las tesis construccionistas, ya que cada una de ellas supone la posibilidad de una representación verdadera y objetiva de la realidad para la que la crítica haría las veces de corrección. La definición de la ideología como un estado psicológico también queda eliminada del construccionismo y es sustituida por la pragmática social.

De un modo similar, la teoría literaria se suma sustancialmente al enfoque construccionista al desmantelar el enfoque mimético del lenguaje y su eliminación del lagos como fuente esencial de significación. Al mismo tiempo, mientras que el papel de la pragmática social es más bien pequeño en la mayor parte de la teoría literaria, en los análisis construccionistas desempeña un papel capital. Y, puesto que la sociología del conocimiento y la historia de la ciencia tienen una importancia central en el desarrollo de la investigación construccionista, las exploraciones en estos campos varían sustancialmente en cuando a su base suposicional, y sólo en parte podrían solaparse con mi enfoque del construccionismo. Por ejemplo, la obra clásica de Berger y Luckmann (1966) en sociología del conocimiento. La construcción social de la realidad, es un icono construccionista. El acento puesto en la relatividad de las perspectivas, el vínculo de las perspectivas individuales con el proceso social, y la reificación a través del lenguaje sigue desempeñando un papel de primera importancia en los diálogos construccionistas. Al mismo tiempo, los conceptos de «subjetividad individual» y «estructura social» —ambos esenciales para Berger y Luckamnn— se han desplazado a los márgenes. Proponer, por ejemplo, que la «sociedad existe tanto como realidad objetiva como subjetiva» (pág. 119) no es sólo crear un dualismo ofuscador sino esencializar lo material y lo mental. De modo similar. La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn (1962), tiene una importancia singular al sustituir una filosofía de la ciencia de tipo fundamentalista por una exposición predominantemente social de los «avances» teóricos. Al mismo tiempo, la concepción de los cambios en la cosmovisión o perspectiva como algo fundamentalmente psicológico —equivalentes a un cambio en una Gestait visual (págs. 110-120)— es incompatible con el presente enfoque del construccionismo. De manera análoga, el intento posterior hecho por Kuhn (1977) para fundamentar la práctica científica en un conjunto de valores epistémicos es regresivo en términos de los enfoques que aquí se exponen.

Existen otras tradiciones intelectuales con las que el construccionismo mantiene una importante relación intertextual. Dos de éstas merecen especial atención, la primera claramente de naturaleza psicológica y la segunda une mente y sociedad. En la primera existe una clase de teorías psicológicas, a menudo denominadas con el nombre de constructivismo,2 que hacen especial hincapié en la construcción psicológica que el individuo elabora del mundo de la experiencia. Varían, sin embargo, en su preocupación por el mundo mismo. Por consiguiente, por un lado, la teoría de la epistemología genética de Jean Piaget (1954) suele con frecuencia 2 Los términos «constructivismo» y «construccionismo» a menudo son intercambiables. Afortunadamente, no existe un tribunal que dicte normas sobre el uso del concepto. Sin embargo, a fines de coherencia y claridad, mucho se puede decir a favor de mantener esta distinción. Existe una profunda e importante diferencia en los contextos intelectuales en los que estos términos han venido nutriéndose y en sus consecuencias epistemológicas y prácticas. Para una clarificación útil de los conceptos en el uso contemporáneo, véase Pearce (1992); para un análisis de sus consecuencias diferenciales para la terapia, véase Leppington (1991). Para una comparación critica de las premisas del construccionismo frente a las del constructivismo, véase Frindte (1991).

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denominarse «constructivismo». Su principal acento teórico recae en la construcción que el individuo hace de la realidad; la realidad se asimila al sistema existente de comprensiones del niño. Al mismo tiempo, sin embargo, a través del proceso adicional de acomodación, el sistema cognitivo se adapta a la estructura del mundo.

Algo más radical es el alternativismo constructivo de George Kelly (1955) y sus seguidores. Este enfoque remite la principal fuente de la acción humana a los procesos por medio de los cuales el individuo privadamente construye, conoce o interpreta el mundo. Sin embargo, al final, también expresa un saludable respeto por «el mundo tal como es». La elección de constructos, tal como Kelly lo expresa, «favorece la alternativa que parece proporcionar la mejor base para anticipar los acontecimientos que se seguirán» (pág. 64). Más extremo es el constructivismo radical de Ernst von Glasersfeld (1987, 1988) y otros en el seno del movimiento cibernetista de segundo orden. Para Von Glasersfeld, «el conocimiento no se recibe pasivamente ni a través de lo sentido ni a través de una vía de comunicación, sino que es activamente construido por el sujeto cognoscente» (1988, pág. 83). Efectivamente, el individuo nunca establece un contacto directo con el mundo tal como es; nada hay que decir sobre el mundo que no es construido por la mente.3

Las literaturas constructivistas son compatibles con el construccionismo social en dos aspectos importantes. En primer lugar, al hacer hincapié en la naturaleza construida del conocimiento, tanto el constructivismo como el construccionismo son escépticos acerca de la existencia de garantías fundamentadoras para una ciencia empírica. Además, tanto uno como otro se enfrentan al enfoque de la mente individual como dispositivo que refleja el carácter y las condiciones de un mundo independiente. Ambos movimientos ponen en tela de juicio el enfoque del conocimiento como algo «edificado» en la mente a través de la observación desapasionada. Y en consecuencia, tanto uno como otro ponen en tela de juicio también la autoridad tradicionalmente asignada a la «ciencia del comportamiento» y los métodos que no tienen en cuenta sus propios efectos en el modelado del conocimiento.4

Con todo, más allá de estos puntos de convergencia, las tesis constructivistas a menudo son antagónicas del construccionismo tal y como lo desarrollo aquí. Desde una perspectiva construccionista, ni la «mente» ni el «mundo» tienen un status ontológico garantizado, eliminando los supuestos fundamentadores del constructivo. Tampoco las formas extremas de construccionismo, aquellas que reducirían el mundo a una construcción mental, son un sustituto satisfactorio. Para los construccionistas, los conceptos con los que se denominan tanto el mundo como la mente son constitutivos de las prácticas discursivas, están integrados en el lenguaje y, por consiguiente, están socialmente impugnados y sujetos a negociación. El construccionismo social ni es dualista ni monista (los debates existentes sobre estas cuestiones son, a los ojos del construccionista, en primer lugar ejercicios de competencia lingüística). Como tal el construccionismo se calla o se muestra agnóstico sobre estos asuntos. Finalmente, el enfoque constructivista sigue alojado en el seno de la tradición del individualismo occidental. El construccionismo social, en cambio, remite las fuentes de la acción humana a las relaciones, y la comprensión misma del «funcionamiento individual» queda remitida al intercambio comunitario.

3 Tal como tuve la oportunidad de examinar en alguna otra parte (Gergen, en proceso editorial), Von Glasersfeld se ve forzado al final a retractarse del solipsismo que aguarda en esta formulación. Al proponer que los procesos constructivistas son finalmente «adaptativos», rehabilita de nuevo el significado de un «mundo externo». 4 Véase especialmente el volumen editado de Von Glasersfeld (1988) y Steiers (1991), Research and Reflexivity. Arbib y Hesse, The Construction of Reality, representan tal vez el intento más amplio hecho para integrar una orientación cognitivista (constructivista) a una concepción social del lenguaje. Sin embargo, su base cognitivista (dualista, individualista) somete la exposición a una metafísica impracticable e ideológicamente problemática. Abordaremos el problema de un «punto de partida cognitivo» con mayor detalle en el capitulo 5.

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El construccionismo también soporta una relación intertextual con las teorías preocupadas por la base social de la vida mental (a veces denominada «constructivismo social»). A diferencia de los constructivistas, que postulan un mundo mental para, a continuación, teorizar sobre su relación con un mundo externo, estos teóricos conceden prioridad al proceso social en la modelización de aquello que se considera como conocimiento a nivel de la mente individual. Este privilegiar lo social sobre lo personal es la rúbrica de la fenomenología social (Schutz, 1962), del interaccionismo simbólico (Mead, 1934) y del trabajo de Vygotsky y sus colaboradores (Wertsch, 1985), y ha empezado a penetrar en diversos sectores de la psicología cognitiva (véase, a título de ejemplo, Arbib y Hesse, 1986). En efecto, las afirmaciones del conocimiento individual se remontan finalmente al proceso social, una posición que es muy compatible con el construccionismo. A pesar de la rica relación dialógica que nace de esta afinidad, existen también diferencias sustanciales, empezando por la primera posición acordada a los procesos mentales en el seno de estas diversas perspectivas. Schutz sostenía que los conceptos de «marco cognitivo», «subjetividad», «atención», «razones» y «metas» son centrales para la explicación de la acción. De manera similar. Mead y otros interaccionistas simbólicos elaboraron con plenitud de detalles conceptos como «simbolización», «conciencia», «conceptualización» y «autoconcepto». Y Vygotsky prestó especial atención a los procesos mentales de la «abstracción», «generalización», «volición», «asociación», «atención», «representación», «juicio», y demás. Así, todos estos teóricos objetivaron un mundo específicamente mental. En cambio, el principal foco de interés para el construccionista es el proceso microsocial. El construccionista rechaza las premisas dualistas que dan lugar al «problema del funcionamiento mental». De este modo el emplazamiento de la explicación que dé cuenta de la acción humana se traslada a la esfera relacional, cuestión sobre la que volvere en breve.

Los argumentos construccionistas están textualmente relacionados con una serie de tradiciones intelectuales, que tienen mucho en común, aunque a menudo difieren tanto en el acento puesto como en las suposiciones fundamentales. Una pregunta importante para el futuro tiene que ver con la deseabilidad de la inviolabilidad del dominio, es decir, el valor de diferenciaciones claras entre una orientación conceptual y otra. En el presente análisis, he saldado mis deudas con las exigencias analíticas tradicionales, esforzándome por lograr una coherencia interna en el caso del construccionismo, y mostrando en qué se asemeja y en qué difiere de otras perspectivas. Sin embargo, actualmente muchos especialistas adoptan diversos conceptos y enfoques procedentes de géneros afines, con poca preocupación por la pureza. Y, si bien son problemáticos en términos de sistematicidad, estética y claridad, estos mismos estándares pueden ser impugnados también a partir de una serie de otras razones. Además, «el carácter difuso de los géneros» puede en efecto ser también retóricamente potente y catalizador. Al depender de las consideraciones pragmáticas, éstos son unos tiempos en los que la pureza del género puede sacrificarse útilmente a fines alternativos, y pudiéndose considerar así deseable una combinación continuada de los significantes. Esto es como decir también que cualquier intento, como el mío propio, de establecer una forma coherente de dar cuenta del construccionismo ha de considerarse como algo que tiene una situación —y está, por consiguiente, abierto a la impugnación, a la subversión y la transformación—. Se trata de una exposición que cumple los propósitos del presente volumen, al intentar llegar a los lectores particulares que se enfrentan con problemas especiales en momentos particulares. Los argumentos construccionistas, en general, son contrarios a las formulaciones fijas y finales, inclusive aquellas que ellos mismos elaboran. La experiencia y otras realidades psicológicas

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Muchos especialistas acogen con alegría el construccionismo porque desafía el «culto» a lo

individual que es endémico en la tradición occidental. A medida que las consecuencias de una ontología comunitaria o relacional se desarrollan, sin embargo, muchos son también los que encuentran desasosegador el hecho de que se elimine el acento en los procesos psicológicos. Esto pone en tela de juicio las creencias firmes y fiables sobre las personas, incluyéndonos a nosotros mismos. La «mente individual no sólo pierde su fundamentación ontológica sino todos sus constituyentes tradicionales: las emociones, el pensamiento racional, los motivos, los rasgos de personalidad, las intenciones, la memoria, y similares. Todos estos constituyentes del yo se convierten en construcciones históricamente contingentes de la cultura. (Las consecuencias completas de este enfoque se desarrollarán en capítulos posteriores; véanse a este respecto particularmente los capítulos 8-12.) Como prolegómeno hemos de enfrentarnos a la pérdida de aquello que, para muchos, es el ingrediente esencial de la existencia personal: la experiencia privada. Parafraseando una queja común, «una cosa es considerar el hablar sobre la mente (pensamiento, actitudes, motivos y demás) como construcciones occidentales, y otra es negar la realidad de mi propia experiencia. La experiencia de la conciencia es real; es todo cuanto puedo realmente conocer; precede y no sigue a la construcción. Sin mi experiencia no puedo tomar parte en el lenguaje y en la vida social». De buen seguro esta línea de argumentación nos resulta familiar y convincente. ¿Cómo debería considerarla el construccionismo?

A modo de una mitigación preliminar de la ontología, el construccionista podría querer comprometerse en un esfuerzo desconstructivo. A fin de cuentas, ¿cuál es el referente del término experiencia? ¿Qué significa este término? Tal como Bruner y Feldman (1990) señalan, el concepto de experiencia consciente no tiene un significado único; más bien diferentes tradiciones anclan la concepción en metáforas diferentes y a menudo en conflicto. Se puede establecer una distinción importante entre, por ejemplo, las tradiciones que sostienen que la experiencia consciente es «pasiva» (formada por acontecimientos del exterior) y «activa» (imponiéndose a cualquier cosa que encuentra).5 ¿Podemos afirmar un dar cuenta objetivo de la experiencia, como algo opuesto a subjetivo? ¿Cómo puede nuestro lenguaje al describir la experiencia consciente ir más allá de la metáfora para describir «la cosa en sí misma»? Además, por razones tradicionales, afirmar la posesión de la «experiencia» («lo he experimentado») supone una toma de conciencia de la experiencia, o de un modo más terminante, que «tengo experiencia de mi experiencia». Y, con todo, ¿qué hemos de hacer de la suposición de que la experiencia puede revolverse sobre sí misma y registrar su propia existencia? ¿Qué argumentos podemos ofrecer para hacer que esta afirmación sea razonable? Además, si refiero «mi propia experiencia», ¿no estoy informando sobre los contenidos («tengo frío», «veo llover»), sino más bien sobre la experiencia misma? Si elimino todos los contenidos (¿cuáles son los referentes asignados a lo que doy en llamar «mundo externo»?), ¿no queda algo a lo que pueda denominar «experiencia pura»? Y si resulta difícil determinar a lo que me estoy refiriendo dentro de mí mismo, ¿de qué modo puedo determinar si hablamos de un fenómeno idéntico? No puedo acceder a la subjetividad del lector, ni el lector a la mía. ¿Queremos decir lo mismo cuando cada uno de nosotros refiere lo que ha «experimentado»? Este tipo de cuestiones han preocupado desde hace mucho tiempo a los filósofos y aún hoy quedan por resolver.

5 Raymond Williams (1976) señala que el término «experiencia» no se utilizaba para referirse específicamente a un estado mental (es decir, a algo sentido o independientemente sentido) hasta el siglo xix. En épocas anteriores, y de un modo nada infrecuente hoy, se utilizaba para referirse a las circunstancias objetivas a las que había estado expuesto el individuo o que había soportado («Fue casi una experiencia»).

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Un análisis preliminar de este tipo reduce la fuerza de la suposición simple según la cual el término experiencia mantiene una relación inequívoca con un datum particular. Al defender la existencia de la experiencia, no aclaramos qué clase de afirmación hacemos. Dada la dificultad a la hora de asignar un referente al término «experiencia», adoptemos un punto de vista construccionista y prestemos atención al discurso sobre la experiencia. Al considerar este tipo de discurso, la pregunta principal tiene consecuencias sociales. ¿Qué formas de vida cultural sustenta o suprime este discurso? Este tipo de consideraciones se desplazan en dos direcciones, una diacrónica y la otra sincrónica. En el primer caso, avanzaríamos hacia una exposición de las vicisitudes históricas del «hablar de la experiencia», las condiciones en las que pierde o gana vigencia, los modos en los que esas palabras se han utilizado (para denotar acontecimientos mentales privados, la relación entre lo mental y lo material, la conflacción de persona y mundo, y demás), los tipos de discurso que las han sostenido, así como las pautas de relación a las que ayuda a constituirse. Este tipo de interrogaciones no sólo servirían, además, para desobjetivar el concepto, para desafiar la presuposición común de que el término representa una realidad fuera de sí mismo. La investigación sincrónica también comportaría las consecuencias de este análisis histórico en el presente, explorando las funciones pragmáticas a las que sirve este discurso hoy en día. En términos de Wittgenstein, podemos preguntar por la función social de las aserciones de conciencia: «¿Qué propósito tiene decirme esto a mí, y cómo puede otra persona entenderme?», se pregunta Wittgenstein. «Hoy en día expresiones como "veo, oigo, soy consciente" realmente tienen sus usos. Hoy le digo a un médico que vuelvo a oír con esta oreja, o le digo a alguien que cree que estoy sin conocimiento "ya he vuelto en mí", etcétera» (1953, pág. 416). En cada caso, el enunciado cumple un fin social, y lo hace en razón de una historia particular, cuyas ramificaciones en la vida cultural son muchas y notables.

Con todo, resulta importante hacer hincapié en que nada hay en este tipo de exámenes que vaya en contra de la preocupación de tipo especializado por la naturaleza de la experiencia o el uso común del término en la vida cotidiana. Para el construccionista, la falta de una fundamentación ontológica del lenguaje no es ningún argumento contra su uso. El valor del discurso psicológico no descansa en su capacidad para reflejar la verdad, sino más bien en su capacidad para llevar a cabo relaciones. Por consiguiente, para fenomenólogos, feministas o investigadores cualitativos, el hecho de «explorar el carácter de la experiencia de la gente» no está libre de hipotecas como un movimiento dentro de los anales del diálogo especializado o terapéutico. En realidad, pueden haber funciones valorables que sean satisfechas a través de la objetivación situada del término. Por ejemplo, cabe dar crédito a las exposiciones fenomenológicas de la experiencia individual en cuanto a su riqueza en lenguaje descriptivo (contrastando con el argot plano, técnico, del investigador cuantitativo) y la preocupación humana por el individuo que fomenta este lenguaje. De manera similar, el dar cuenta feminista de la «experiencia de las mujeres» no informa sobre «el mundo interno de las mujeres» sino que de hecho atrae nuestra atención a un discurso marginalizado y permite que este discurso adquiera cotización política. Del mismo modo, seguiré hablando de «mi experiencia» en las relaciones cotidianas, no porque este tipo de dar cuenta refleje otro plano de la realidad (un «mundo interior»), sino porque no hacerlo reduciría mi capacidad de participar en las formas de relación que son valoradas. Hablar de la experiencia se cuenta entre uno de los rituales culturales de los más importantes: pautas de revelación, compartir, confirmar y similares. El construccionismo apenas desafia la validez vivida de este tipo de usos. Realismo: «¡pero si hay un mundo ahí" fuera!»

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Aunque muchos quieren aferrarse a la realidad de la experiencia privada, la mayoría de científicos autoconscientes todavía quieren abandonar este «atavismo de la época precientífica». La psicología empírica, desde el siglo XIX y el mentalismo, apenas se ha mostrado abierta al concepto de experiencia privada. Para los que tienen una orientación empírica en psicología, es otra la cuestión que adquiere preeminencia, la cuestión de la realidad material. La objeción típica que se plantea al construccionismo —a menudo acompañada por una sonrisa de autocomplacencia o la exhibición de una indignación justificada— es la de su aparente absurdidad ante una realidad obstinada. La objección adopta diversas formas: «¿Quiere decir que si pone una cerilla encendida en un recipiente de gasolina el resultado es indecidible?». «¿Niega la existencia de la pobreza, de la enfermedad y del hambre en el mundo?» «La muerte es una parte evidente de la existencia humana; es una absurdidad afirmar que es una construcción social.» «¿Quiere decir que no hay un mundo ahí afuera? ¿Que somos nosotros quienes lo inventamos?»6

Aunque revestidas de todo el poder retórico de la comunicación cotidiana, este tipo de objeciones se basan finalmente en una mala comprensión de la posición construccionista. El construccionismo no niega que haya explosiones, pobreza, muerte, o, de un modo más general, el «mundo de ahí fuera». Tampoco hace ninguna afirmación. Tal como indiqué, el construccionismo es ontológicamente mudo. Cualquier cosa que sea, simplemente es. No hay descripción fundacional que hacer sobre un «ahí fuera» como algo opuesto a «aquí dentro», sobre la experiencia o lo material. Al intentar articular lo que «hay», sin embargo, nos adentramos en el mundo del discurso. En ese momento da inicio el proceso de construcción, y este esfuerzo está inextricablemente entrelazado con procesos de intercambio social y con la historia y la cultura. Y cuando estos procesos se ponen en marcha, en general, tienden a avanzar hacia la reificación del lenguaje. Precisamente es la base reificada la que presta al realista el poder retórico de la línea de crítica que adopta. Para ilustrarlo, examinemos de un modo más detallado la cuestión de si echar una cerilla encendida a la gasolina producirá una explosión. Existen aquí dos cuestiones específicas que el construccionista plantearía: primero, ¿existe un modo alternativo de describir el mismo estado de cosas? Ciertamente la respuesta es afirmativa: la exposición que un artista daría de los colores de tonalidad e intensidad cambiantes, el detallar poético de las llamas inmensas, el análisis químico de las moléculas calentadas, la explicación que el chamán da en términos de fuerzas mágicas, y así sucesivamente. La multiplicidad de modos como se puede dar cuenta de ello plantea una segunda pregunta: ¿una exposición de este tipo es objetivamente más exacta que otra? ¿Si es así, sobre qué razones? Tal como hemos podido ver en el capitulo anterior, no hay modo de poner en una lista las palabras a un lado del libro de cuentas y, del otro, «lo que hay», y de este modo asignar identidades que trasciendan las convenciones de una comunidad particular. La adecuación de cualquier palabra o disposición de palabras para «captar la realidad tal como es» es una cuestión de convención social.

Apliquemos esta línea de razonamiento a los ataques frecuentes que se han centrado en el construccionismo en razón de su insensibilidad ante las cuestiones del poder. Dejando de lado, por el momento, las cuestiones de cariz ideológico en cuestión, los críticos afirmaran que los escritos construccionistas a menudo parecen «suaves con el poder». O tienen en consideración el

6 Véanse también Edwards, Ashmore y Potter (en proceso editorial) en cuanto a una exposición de como el modo de golpear en la mesa y dar patadas a las piedras rechazando el punto de vista construccionista- está por sí mismo construido retóricamente. Tal como indican dada una variedad de inteligibilidades convincentes, resulta sorprendentemente fácil poner en tela de juicio la realidad de la mesa. Los físicos, por ejemplo, demuestran, con toda efectividad la «talsedad» de la suposición cotidiana de que las mesas son objetos sólidos.

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hecho más básico de que el poder está desigualmente distribuido por clases, géneros y/o razas, y de manera concomitante, que en la concurrencia cultural en la que se entra para expresarse, existen enormes diferencias en cuanto a los recursos. Consideremos, por ejemplo, quién es propietario y controla los medios de comunicación, los sesgos de clase en los currículos educativos, y las diferencias raciales y de clases al alfabetizarse. Y en las relaciones personales, los construccionistas no pueden dar cuenta de qué modo el poder se manifiesta en este tipo de actividades como la opresión de los pobres, la violación o los malos tratos a menores.

A mi juicio, el construccionismo no se opone en absoluto a este tipo de preocupaciones; ciertamente merecen nuestra atención más viva. La duda recae en suponer que el poder debiera ser un concepto fundamentador en el marco de la metateoría, un concepto sin el cual una sensibilidad construccionista no puede ponerse en marcha. ¿A qué hace referencia el concepto de poder? Es, a fin de cuentas, construido múltiplemente o, tal como lo plantea Lukes (1974), «esencialmente impugnado». El enfoque maquiaveliano del poder difiere del modo de enfocar propio de los marxistas tradicionales, que a su vez difieren del modo de Parsons (1964) o Giddens (1976), que también difieren del tipo de teorías capilares que han ido apareciendo desde la publicación del trabajo de Foucault (1978, 1979). Además, estos diversos conceptos pasan a ser utilizados por diferentes grupos de interés (marxistas, conservadores políticos, feministas), a menudo con propósitos contrarios. Dentro de cada grupo el concepto de poder puede reificarse, con importantes consecuencias para las actividades del grupo. Por consiguiente, del mismo modo que el construccionista difícilmente abandonaría términos como «gasolina», «ignición» y «explosión» en razón de su carácter construido, así también determinados grupos pueden encontrar el concepto de poder inestimable en determinados momentos inclusive los construccionistas.

La crítica implacable continúa: tal vez estas descripciones sean el producto de una convención local, ¿pero no son algunas de estas convenciones trascendentalmente mejores que otras? ¿No avisaría a su hijo primero acerca de las posibles «explosiones» que no sobre «el despliegue de colores» que resultará de la cerilla encendida? O, dicho de un modo más directo, si su hijo tiene neumonía, ¿no le llevaría primero a un médico que a un chamán? ¿Las palabras del doctor no nos dan una mayor y más efectiva información que las del chamán? Paúl Feyerabend (1978) trata de un argumento similar en Science ana a Free Society. Tras su seria crítica de los fundamentos racionales de la ciencia, se enfrenta al problema de si la medicina científica occidental no está más avanzada que las prácticas de las culturas «precientíficas», de si la primera tiene un conocimiento en algo superior al de estas últimas. Feyerabend responde festejando el conocimiento de las culturas no científicas, y denigrando las pretensiones de la medicina occidental. La medicina sólo parece superior, sostiene, «porque los apóstoles de la ciencia fueron decididos conquistadores, porque suprimieron físicamente a los portadores de culturas alternativas» (pág. 102; cursiva mía). Feyerabend pasa entonces a ensalzar los avances de los sanadores chinos, herboristas, masajistas, hipnotizadores, acupunturistas y similares. En este punto encuentra «una gran cantidad de valioso saber medicinal que es desaprobado y menospreciado por la profesión médica» (pág. 136).

Con todo, para un construccionista, no es la respuesta apropiada a la pregunta, que no remite a si la medicina científica representa un conocimiento o un saber más avanzado que sus alternativas, sino más bien a si los médicos saben más que los chamanes o a la inversa. Este tipo de cuestiones sólo pueden enmarcarse a partir de una perspectiva dada, y si se selecciona la perspectiva de la medicina occidental, se demostrará que es —a pesar de las objeciones de Feyerabend— superior. Si la medicina occidental está capacitada para establecer la ontología de la enfermedad y los criterios de la cura, no es probable que se dé la amenaza de un competidor.

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Para el construccionista no existe un patrón culturalmente descontextualizado respecto al cual cualquiera de los dos sistemas de medicina pueda compararse. De un modo más general, cabe decir que los participantes en cada comunidad desarrollan sus propias prácticas, rituales o pautas de relación. En el seno de una comunidad se seleccionan determinados «acontecimientos», reciben nombres y son tratados de diversos modos. La profesión médica delinea determinadas configuraciones, que categoriza como «enfermedades» que, como objetivo, se plantea erradicar. Del mismo modo el chamán puede fijarse en otras «entidades», calificarlas de síntomas de «voodoo» e intentar eliminarlas. En la medicina occidental no hay simplemente «efectos de voodoo», del mismo modo que el efecto «neumonía» no existe para el chamán. Además, los tratamientos médicos occidentales no serían más o menos efectivos o «avanzados» si los médicos utilizaran las sílabas voodoo en su trabajo como opuestas a neumonya; los resultados seguirían siendo en gran medida los mismos. Así como el chamán no sería más efectivo al eliminar los efectos de hechizo si hubiera de denominarlos neumonya. Los términos no son descripciones de los acontecimientos, simplemente son modos locales de hablar que se utilizan para coordinar relaciones entre la gente en el seno de su entorno. Las palabras utilizadas al describir o explicar los «acontecimientos» y su «erradicación» no deben confundirse con sus referentes putativos. La terminología médica occidental no es la causa del éxito de lo que denomina «curas».

Así, pues, como participante en la cultura occidental, prefiero llevar a mi hijo al médico de mi cultura. Lo haría no porque el saber médico de Occidente sea trascendentalmente superior, sino porque participo en relaciones donde los valores occidentales predominan, y codifico los acontecimientos como «enfermedad» y «cura» de modo compatible con las prácticas médicas locales. Esto es así porque participo en una comunidad que valora las prácticas de la «cura» en los términos occidentales que permiten a los médicos alcanzar lo que damos en llamar «éxito». Al mismo tiempo, si estos valores y prácticas asociadas son universalmente preferibles es algo que abre un serio debate.7

Con todo, estos argumentos no agotan las afirmaciones del realismo porque hay muchas formas existentes de realismo. Los partidarios del realismo material son sólo uno de los grupos que pone en tela de juicio el construccionismo. Un segundo grupo de realistas trascendentales —en los que se incluyen nombres como Bhaskar (1978, 1989), Harré (1988), y Greenwood (1991)— se unen a los construccionistas en la crítica del fundamentalismo empirista. Su ataques a los supuestos empiristas de la neutralidad frente a los valores, juntamente con la predilección tradicional por las explicaciones humanas de la conducta humana, son bastante compatibles con las del construccionismo. Sin embargo, en lugar de echar por la borda el intento de fundamentación, puesto bajo sospecha por la mayoría de los construccionistas, los realistas trascendentales avanzan en la búsqueda de fundamentos alternativos para la racionalidad científica. En este apartado, los realistas trascendentales se han mostrado antagonistas del tipo de construccionismo que aquí representamos (véanse en particular Greenwood, 1991, 1992; Harré 1992).

Es interesante señalar que para los realistas trascendentales el mundo observable, algo esencial para los empiristas, tiene poco interés. La dimensión crítica de la realidad se ha de situar en los acontecimientos observables o detras de ellos, en un dominio de «mecanismos generativos», de «tendencias inherentes» o de «poderes causales». El «objeto» de la ciencia «son las estructuras reales que existen y actúan de manera independiente de los modelos de

7 Desde un punto de vista construccionista uno es alentado también a examinar críticamente lo que damos en llamar «éxito médico» en la cultura occidental. Que el hecho de «sostener» la vida indefinidamente sea un éxito, con independencia de la condición física de cada uno, seguramente es discutible.

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acontecimientos que generan» (Bhaskar, 1991, pág. 68). Por consiguiente, el objetivo de la ciencia es el de descubrir y dilucidar el carácter de estas realidades ocultas. Aunque atractivo para muchos pensadores marxistas deseosos de postular las estructuras subyacentes de la vida económica y personal, el programa realista adolece de una racionalidad fundacional. Y lo hace no sólo en virtud de los problemas inherentes a cualquier fundamentalismo, principalmente la incapacidad de justificar su propia ontología fundamentadora y las inversiones de valorización, sino también porque no consigue proporcionar una justificación para el modo en que las estructuras subyacentes podrían identificarse, para el modo en que se podría afirmar qué estructuras estaban relacionadas con qué resultados de observación y para el modo en que se podría establecer la superioridad de una exposición estructural sobre otra. El realismo trascendental hereda todos los problemas discutidos en el capítulo anterior relativos a la capacidad de la teoría científica para proporcionar representaciones exactas de la realidad.8

Al final, debemos sospechar de todos los intentos de establecer ontologías fundamentales, inventarios incorregibles de lo real. Como Margolis (1991) pregunta: «¿Qué razón hay para suponer que hay criterios discemibles, atemporalmente adecuados..., para emparejar las pretensiones de verdad con la verdad y la falsedad tout court, y para aproximarse fiablemente a ellas?» (pág. 4). Cada uno lleva consigo un modo de vida predilecto y una cohorte de impulsos de supresión. Cada uno se mueve en el sentido de la totalización, sometiendo los discursos alternativos al ridículo, amenazando los modos de vida alternativos con la extinción.9 Proclamar que la realidad está constituida de materialidad difama a aquellos que hablan de intenciones, creatividad o profundidad espiritual y amenaza aquellas formas de vida en las que esos términos son partes integrantes. El realismo trascendental apoya una jerarquía del trabajo que relega la predicción actuarial, la ingeniería, la investigación «aplicada» y la práctica de la experiencia a las últimas filas. Para el fenomenólogo, que considera la realidad como algo fundamentalmente experiencial, los materialistas se comportan como filisteos. Y para los teóricos del psicoanálisis, que sostienen que la realidad de la experiencia no es sino un instrumento de las energías más profundas de la psique, todas las afirmaciones de conocimiento empírico son desde el punto de vista psicodinámico sospechosas. ¿Los debates entre estas y otras afirmaciones y pretensiones fundamentadoras tienen una importancia sustancial? ¿De qué modo un conjunto de afirmaciones fundamentadoras determinará su superioridad sobre otro que es ajeno a sus propios compromisos lingüísticos peculiares, y de qué modo podemos establecer un modo de lenguaje que no sea impugnable? Y, ¿por qué, desde un punto de vista construccionista, deberíamos avanzar hacia la clausura de todas las inteligibilidades salvo una? ¿Por qué plantear el empobrecimiento del paisaje de lenguaje en lugar de enriquecerlo?10 8 Incluso los realistas trascendentales discuten entre si sobre estas posibilidades. Véase, por ejemplo, Harré (1992) estigmatizando la exposición que Greenwood (1992) hace del realismo como «indefendible» porque la «doctrina bivalente, de que las proposiciones de la teoría científica son verdaderas o falsas en virtud del modo como el mundo es, no puede utilizarse fructíferamente para caracterizar un realismo defendible» (pág. 153). Se trata de un caso casi insólito, ya que, a diferencia de los realistas físicos, Greenwood (1991) afirma que los estados psicológicos son reales y están sujetos a evaluación empírica. Al mismo tiempo, sostiene que estos estados están socialmente constituidos, es decir, que son construcciones culturales. En efecto, defiende la posibilidad de verificar o falsar —desde un punto de vista más allá de la cultura— un mundo de objetos no observables implicado por diversos sistemas de significación cultural. En esta exposición, por consiguiente debería ser capaz de probar o refutar si las almas de las personas influyen en sus acciones. 9 Para una exposición de los diversos realismos como formas discursivas, véase mi articulo de 1990, «Realities and Their Relationships». 10 Tal como Edwards, Ashmore y Potter (en proceso editorial) sostienen, los realistas están dispuestos a declarar de antemano qué es real o verdadero (la física como opuesta a la brujería; la materia opuesta al espíritu), y de este modo

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Relativismo ontológico: la incoherencia del escepticismo

La crítica construccionista de las afirmaciones ontológicas tiene también sus costes. Uno de los más importantes es la apertura de otra línea más de crítica, platónica en su origen y feroz en su eficacia. Todas las formas de escepticismo ontológico, en este modo de dar cuenta, mueren por incoherencia. Parafraseando la crítica diríamos: «si el escéptico sostiene que no hay verdad, objetividad o conocimiento empírico, ¿sobre qué bases deben aceptarse estas afirmaciones? En su propio dar cuenta, el ataque del escéptico no puede ser verdad, objetivo o estar basado empíricamente. El escepticismo es, por consiguiente, incoherente». Las tesis construccionistas heredan esta crítica, porque si todas las inteligibilidades son construidas socialmente, como los argumentos anteriormente expuestos sostienen, entonces lo mismo debe decirse de las tesis construccionistas en sí mismas. El construccionismo social, pues, no puede ser cierto.

Para el construccionista existen algunas replicas significativas frente a esas imputaciones de incoherencia. Consideremos dos formas particulares de la crítica y la réplica construccionista: 1. La posición construccionista social ¿no es en sí misma una construcción social? A esta pregunta el construccionista coherente sólo puede responder afirmativamente. Los argumentos a favor del construccionismo son, al fin y al cabo, artefactos sociales: unidos por la metáfora y la narración, limitados histórica y culturalmente, y utilizados por personas en el proceso de establecer relaciones. Sin embargo, al adoptar esta postura, el aspirante a crítico, en esencia, lo que ha hecho es reivindicar la posición construccionista. Es decir, el intento por anular el construccionismo en este caso se basa en las mismas premisas construccionistas que el crítico intenta anular: busca establecer el carácter socialmente construido de los argumentos construccionistas. Como resultado, el crítico primero no consigue presentar una alternativa al construccionismo; es decir, no se presentan argumentos que sean antitéticos a la posición construccionista. En segundo lugar, y lo que es más importante, el crítico abraza las premisas construccionistas a fin de hacer avanzar el diálogo. El crítico ocupa entonces el mismo espacio ontológico que era el objeto del ataque putativo; por consiguiente las tesis construccionistas reciben un renovado peso específico.

Más importante aún, para el construccionista el proceso de desmantelamiento de la «retórica» construccionista es un fin a tener en mayor estima, porque este tipo de incursiones —el poner en tela de juicio las consecuencias pragmáticas del construccionismo, el desvelar los dispositivos literarios de los que deriva su fuerza retórica, el elucidar los procesos sociales a partir de los que ha surgido, el indagar en sus raíces culturales e históricas, y el desafiar sus valores implícitos— son las que el propio construccionismo exige. A través de este tipo de refutaciones, unas voces que de otro modo serían acalladas alcanzan a tomar parte en la conversación, y el diálogo se ensancha.11 Y si la exploraciones autocríticas se abren a la valoración, la conversación se ensancha de nuevo.

negar cualquier intercambio intelectual posterior. Por ejemplo, para los realistas materialistas no es ningún tema debatir la existencia del espíritu. Para los relativistas construccionistas, en cambio, «la ventaja... es que podemos adoptar posiciones y argumentar». 11 Tal vez el enunciado clásico de este argumento sea el proporcionado por Albert (1985). Para una discusión de la intestabilidad de las doctrinas realistas, véase Trigg (1980). Tal como sostiene, no existe prueba observacional que pueda afectar a la verdad del realismo: «el sino del realismo no puede decidirse por "éxito o fracaso" en la ciencia, dado que el sentido normal de estos términos presupone el realismo» (pág. 188). El realismo basa su defensa de las «fundamentaciones», por consiguiente, en una metafísica especulativa.

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2. Si el construccionismo social abandona el concepto de verdad ¿cómo puede reivindicar la verdad para su posición? Aunque es una forma más decidida de crítica la que se plantea, su resonancia y vigor son breves. Al principio, es importante darse cuenta de que los compromisos con una premisa de verdad —ya sea empírica, racional, fenomenológica o espiritual— en sí mismos no contribuyen a la verdad de estas premisas. Que los empiristas estén comprometidos con una creencia en las verdades objetivas no lleva consigo el valor de verdad de las proposiciones empiristas; los compromisos con la verdad analítica no hacen que las pruebas analíticas sean verdaderas. En efecto, hacer afirmaciones en cuanto a la verdad es un ejercicio de garantizar o justificar, al invitar a otros a aceptar un conjunto de proposiciones en virtud de una yuxtaposición particular de palabras. Tales justificaciones no hacen por sí mismas que un cuerpo de proposiciones sea cierto; simplemente son auxiliares o acompañan a las afirmaciones. Garantizar un conjunto de justificaciones como «atribuidoras de verdad» exigiría todavía otra gama de justificación (como sería una razón por la que pudiéramos creer que la metateoría empirista garantizaba la verdad de las proposiciones empíricas).

De un modo más general, se puede sostener que no hay teoría del conocimiento —ya sea de corte empirista, realista, racionalista, fenomenológico o de cualquier otro tipo— que pueda garantizar coherentemente su propia verdad o validez. El teórico que aspira al conocimiento se ve enfrentado en cada caso con dos elecciones igualmente problemáticas. En primer lugar, puede intentar utilizar los mismos argumentos propuestos por la teoría del conocimiento para validar la teoría misma (por ejemplo, utilizar datos empíricos para justificar el empirismo o técnicas racionalistas para justificar el racionalismo). Sin embargo, como es bastante evidente, estos intentos se mueven en un círculo vicioso. Simplemente reafirman sus afirmaciones iniciales, pero las afirmaciones mismas quedan sin justificación. Para tener confianza en los datos empíricos utilizados para apoyar el empirismo sería necesario adoptar la teoría del conocimiento que previamente ha sido puesta en tela de juicio. La argumentación racionalista como apoyo para una teoría racionalista del conocimiento sería, del mismo modo, simplemente redundante («la racionalidad es verdad porque la racionalidad es verdad»).12 La segunda alternativa consiste en emplear una base alternativa para la verdad de la propia teoría del conocimiento. Es decir, el empirista debiera buscar un fundamento racionalista para las pretensiones empíricas de verdad, o el racionalista debería buscar datos empíricos que sostuvieran el racionalismo. Seleccionar esta opción es, sin embargo, destruir la validez de la teoría del conocimiento de la que se es partidario, porque si una teoría del conocimiento tiene como garantía de su validez una segunda teoría del conocimiento, sus pretensiones de ser garantía pasan a ser sustituidas por la fuente de la que se derivan sus pretensiones y afirmaciones. Si el empirismo es sólo verdad en virtud de fundamentos racionalistas, por ejemplo, los fundamentos racionalistas desplazan al empirismo como medio primario para el establecimiento de la verdad.

Con todo, existe aún una respuesta más sustancial a la pregunta acerca de la validez del

12 Es este potencial para la reflexividad lo que separa el tipo de construccionismo que quiero favorecer de aquel auspiciado por otros como Guerin (1992), que querrían establecerlo como una fundamentación nueva y empíricamente basada para la ciencia. De manera similar, Harré (1992) intenta basar el construccionismo en un conjunto de postulados básicos, como «la existencia de personas». No existe, desde luego, garantía particular para este tipo de afirmación; y en este sentido opera clausurando el diálogo. Establece una frontera más allá de la cual el estudio no puede proceder, una postura que en el mejor de los casos es antiintelectual y, en el peor, imperialista. El intento de Haraway (1988) es superior en este punto, dado que la autora defiende la multiplicidad de conocimientos situados y el emplazamiento de estos conocimientos en «comunidades, no en individuos aislados» (pág. 590). Sin embargo, cuando defiende la «objetividad incorporada» de estos conocimientos frente al «error grave y al falso conocimiento», de nuevo parece como si la autora favoreciera una clausura de la conversación.

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construccionismo, y atañe a los fundamentos suprimidos de la crítica. La crítica de la incoherencia, en este caso, finalmente hace recaer su peso retórico en sus propias premisas, reinstala como criterio de aceptabilidad teórica el concepto mismo (por ejemplo, «la verdad objetiva») que es puesto entre paréntesis por el construccionismo. Ilustrativamente, el crítico sostiene que 1) existen amplias razones fundamentadas para establecer las condiciones de verdad para diversas proposiciones; 2) la validez objetiva servirá de base apropiada para aceptar o rechazar una teoría dada; y 3) dado que el construccionismo no ofrece ninguna posibilidad para su valoración objetiva, su verdad es indeterminada. Con todo, los argumentos construccionistas del capítulo anterior socavan la legitimidad de la primera de estas premisas. Poco sentido hay que conceder a la opinión según la cual las proposiciones pueden ser determinadas. Por consiguiente, ya no es sostenible usar la «correspondencia con la realidad» como criterio a través del cual los argumentos construccionistas —o cualesquiera otros— deben evaluarse. Para el construccionista la «verdad objetiva» como criterio fundacional para la adecuación de las diversas aserciones, un fundamento que está más allá de la convención comunitaria, es simplemente algo irrelevante para su aceptación o rechazo.

Esto equivale a afirmar que el construccionismo no ofrece fundamento alguno, ninguna racionalidad ineluctable, ningún medio de establecer la superioridad básica de todo enfoque colusivo del conocimiento. Se trata, más bien, de una forma de inteligibilidad —una gama de proposiciones, argumentos, metáforas, narraciones y similares— que agradecen el hecho de ser habitadas. Todos los análisis construccionistas se comprometen en una forma de «realismo selectivo», privilegiando determinados «objetos de análisis». Todos requieren una forma de «fiasco ontológico» (Woolgar y Pawluck, 1985) a fin de lograr su impacto retórico. Al mismo tiempo, este tipo de análisis no pregunta por una aplicación de la polaridad verdadero-falso, más bien invita al lector a participar: a colaborar en adornar un sentido y una significación, a jugar con las posibilidades y las prácticas coherentes con esta inteligibilidad, y a evaluarlas respecto a las alternativas. Los enfoques construccionistas operan como una invitación a bailar, a jugar o a una forma de vida. A diferencia del partidario de la fundamentación, que intenta restringir la gama de las maneras adecuadas de explicar, el construccionista no busca abolir las alternativas. Para un fundacionalista empírico, el enfoque fenomenológico es sospechoso, el racionalismo, agonizante, y el espiritualismo, un anatema. Para el empirista, por consiguiente, sus competidores podrían ser abandonados sin que ello comportara una grave pérdida para la humanidad. Igualmente, los fenomenólogos y los espiritualistas podrían sentirse complacidos con la erradicación del empirismo, y así podríamos continuar siguiendo el espectro de las metateorías existentes. Con todo, habida cuenta de que el construccionismo no pretende ser «verdadero» —una posición que está más allá de toda pregunta—, no elimina con ello las alternativas del campo. Más bien, impulsa a preguntar: ¿Cuáles son los beneficios y las pérdidas para nuestra manera de vivir que se siguen de cada enfoque? ¿En qué sentido contribuyen estos discursos a nuestro bienestar y en qué sentido ofuscan nuestros fines? Y, en realidad, esta discusión misma no acabaría nunca. Relativismo moral

Uno de los ataques más formidables contra los enfoques construccionistas es el expresado por aquellos que tienen convicciones éticas profundas. La orientación construccionista es un mero laissez-faire, afirman. Parece tolerarlo todo y en sí mismo no representa nada. Desalienta el compromiso con cualquier conjunto de valores o ideales y parece abogar por una melé general y amoral. El construccionismo no ofrece ninguna base lógica para la crítica societal y la

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renovación, y en el peor de los casos, no logra ni tan sólo inspirar la clase de indagación basada en principios que es necesaria para evitar el tipo de atrocidades que nuestra civilización tan a menudo ha perpetrado. ¿Cómo puede ser aceptable cualquier orientación teórica que «tolera» la aniquilación de millones de personas? Este tipo de acusaciones ciertamente exige una réplica. El examen que a continuación proponemos servirá por consiguiente sólo como preludio para una exposición más extensa, a la que dedicaré, en parte, el capítulo 4.

Al principio, determinar si los enfoques construccionistas, de estar plenamente desplegados, contienen o no un punto de vista moral o político sigue siendo una cuestión abierta. Aunque ninguna visión explícitamente moral o política se ha explicado en la presente obra, los textos construccionistas son inherentemente porosos: con poco esfuerzo, se pueden colocar en estas líneas de argumentación preferencias morales y políticas pronunciadas.13 Al mismo tiempo, la naturaleza de estos enfoques sigue siendo una cuestión abierta. Muchos encuentran los argumentos construccionistas implícitamente feministas en su desafiar las jerarquías sociales tradicionales y el discurso totalizante de la ciencia empírica. Otros los consideran como antifeministas al criticar la epistemología del punto de vista feminista. Algunos lectores consideran que el construccionismo es implícitamente marxista al hacer hincapié en la interdependencia comunitaria, mientras que otros lo consideran como un liberalismo añejo al hacer hincapié en la libertad y la igualdad. Algunos consideran que el construccionismo es profundamente moral al poner la condición de relación antes del yo, mientras otros consideran su crítica de la razón y la intención individual como el fin de la responsabilidad moral. ¿El construccionismo es, por consiguiente, moralmente superficial o moralmente profundo? El resultado depende de la teoría construccionista y de la lectura que se haga de sus argumentos.

Por el momento, sin embargo, evitemos establecer una vinculación determinante entre el construccionismo y cualquier conjunto de valores o enfoques políticos específicos. No usemos los compromisos en cuanto a los valores como una base justificadora de un punto de vista construccionista. Exploremos, por consiguiente, el resultado de un construccionismo que no logra «adoptar una moral». ¿Qué réplicas son, pues, posibles a la crítica abierta de relativismo moral?

Resulta importante darse cuenta de que no hay un enfoque bien definido, bien defendido y ampliamente aceptado de la moralidad al que oponer un relativismo construccionista. De hecho, muchos sostendrían que la certeza moral, si algo se puede decir, ha pasado por un largo período de deterioro. La facultad de la Iglesia para establecer dictados sobre cuestiones morales se ha ido viendo erosionada desde la época de la Ilustración la consiguiente separación Iglesia-Estado, y la hegemonía de la ciencia Tampoco las contribuciones filosóficas hechas durante los siglos elucidaron alternativas convincentes a la ortodoxia religiosa. Hacia finales del siglo XIX hubo una esperanza-ampliamente extendida de que la ciencia, que por entonces ganaba influencia, podría proporcionar la comodidad de la clarificación moral. Con todo, a medida que los científicos se hicieron cada vez más conscientes de que el «deber ser» no puede derivarse del «ser», eludieron prácticamente toda responsabilidad en cuanto a cualquier declaración respecto a lo que la gente debía hacer. Y, a medida que los filósofos lograron mudar su atención hacia la clarificación del lenguaje y los fundamentos de la ciencia durante el siglo XX, la filosofía moral quedó prácticamente sepultada. Durante este siglo, el discurso moral, hasta fecha reciente, ha pasado por épocas muy difíciles. Encontrar los defectos del construccionismo porque no logra generar fundamentos morales, es apenas una condena mortal de necesidad cuando los fundamentos ampliamente aceptados no son en ninguna otra parte evidentes.

13 Apropiado es el intento de Critchiey (1992) de demostrar el potencial ético inherente en el desconstruccionismo de Derrida.

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En cuanto a esto, los impulsos construccionistas pueden, de hecho ser elogiados por el espacio que han abierto para la deliberación moral. Tal como hemos visto la devaluación de los enfoques con pretensión fundamentadora del conocimiento científico de Kuhn (1970), el análisis del conocimiento como artefacto social de Berger y Luckmann (1966), y el examen explorativo que Habermas (1971) hace de la relación existente entre el conocimiento y los intereses humanos, todos se plantearon como desafíos a la fundamentación táctica o racional de los «cuerpos de conocimiento» establecidos. De este modo, cada uno formaba una base importante para el pensamiento construccionista siguiente. Al mismo tiempo, a medida que sirvieron para socavar la autoridad científica, invitaron a la reconsideración de las preocupaciones morales, éticas o de los valores que el empirismo había desacreditado de un modo tan estridente, en cuanto fuentes de las que se desprendían los prejuicios. En efecto, estas contribuciones dieron peso retórico a las críticas ideológicas de los exponentes de la igualdad de derechos, los activistas contra la guerra, feministas, humanistas, marxistas y muchos más preocupados por la deliberación sobre los valores. La desmitificación construccionista de las afirmaciones del «conocimiento de clase» adquirieron nuevo vigor en los lenguajes morales de las décadas más recientes.

Con todo, aunque una postura construccionista invita a la deliberación moral, a mi entender no debe defender, de un modo necesario, un conjunto de suposiciones morales sobre otro. El constructivismo puede encargar a las feministas, a las minorías étnicas, a los cristianos, a los musulmanes y demás que hablen con atrevimiento sobre cuestiones de valor, sin que ello garantice la validez de sus afirmaciones, o la afirmación de que algunas verdades morales son superiores. En este punto, sin embargo, nos es preciso plantearnos si una teoría del conocimiento que establece una jerarquía de valores (o defiende determinadas virtudes sobre otras) es algo deseable. Aquellos que reprochan al construccionismo su relativismo moral, ¿desearían verdaderamente un patrón fijo de lo que es el bien? A mi entender, aquellos que critican la superficialidad del construccionismo habitualmente no están interesados en sustituirlo por cualquier otra teoría del bien. Simplemente no quieren un compromiso moral de cierto tipo; el compromiso que quieren es aquel que repite el suyo propio. La crítica marxiana no sería acallada mediante un compromiso construccionista con la libre empresa, o una feminista tampoco lo sería por una valorización positiva del dominio machista. En este sentido, la acusación de vacuidad moral es poco sincera, al enmascarar la frustración que resulta del hecho de que los argumentos no consiguen apoyar las propias preferencias del inquisidor y simultáneamente previenen al inquisidor de revelar la vulnerabilidad de su propio punto de vista valorativo. Expresándonos en términos de Rorty (1991) «la invocación ritual de la "necesidad de evitar el relativismo" no es comprensible como una expresión de la necesidad de preservar determinados hábitos de la vida contemporánea europea» (pág. 28).

Como conjetura más general, pocos querrían disponer de una teoría del bien y de lo justo que no justificara o sostuviera el tipo de vida que en realidad se valora. Y aquí se encuentra el problema crítico, ya que no existe un único valor, ideal moral, o bien social que, al actuar plenamente en su conformidad, no impida las alternativas y olvide los modelos que estas alternativas apoyan. Si se actúa conforme a la justicia hasta el límite, la misericordia se pierde irremisiblemente; si se favorece la honestidad por encima de todo, la iniciativa individual será destruida. ¿Quiéa, entonces, ha de establecer la jerarquía del bien, y con qué derecho? En efecto/si él construccionismo hubiera de buscar justificación recurriendo a un código específico de valores morales, sería tachado por arrogarse un punto de vista clientelista del status de una ética universal tanto totalizadora como opresiva. Este código, ¿sería práctico para rechazar la marea de mal que asóla el mundo contemporáneo, para convencer a aquellos cuyas acciones encontramos reprensibles de que están equivocados moralmente, para fomentar las apologías y

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los retraimientos, y para sostener el orden que deseamos? Parece dudable, ya que nuestro código no sería su código, y fácilmente podría ser rechazado como irrelevante o malevolente. Por consiguiente, encontramos que puntos de vista por lo demás virtuosos no por ello son aproblemáticos; frecuentemente operan para reducir la confianza y fomentar la alienación. Y, dados los problemas asociados a la hegemonía de un código particular, ¿es posible que una teoría que escogiera no defender una jerarquía de bienes fuera más prometedora para el género humano que una moralmente comprometida?

Al decir esto, tengo que hacerme eco de un dicho familiar: simplemente, que nuestras ontologías estén constituidas socialmente —y, en este caso, nuestros sistemas de valores— no es un argumento contra el hecho de llevarlos a la practica. En efecto, el hecho de que contribuyen a las pautas culturales vigentes puede ser su mejor justificación.14 El enfoque según el cual se requieren los fundamentos racionales tanto para la buena vida como para la sociedad moral puede que rinda un flaco servicio a la cultura. Me estremezco cuando pienso que tenemos que aguardar al acuerdo de los doctos o los inspirados antes de que podamos saber cómo seguir adelante. No defiendo aquí el punto de vista propio del relativismo ético, una posición desde la que las demás pueden considerarse como buenas o malas, o una posición que ella misma dicte la acción (o como Haraway, 1988, lo expresa, una «nueva y buena argucia»). En términos de los argumentos desarrollados hasta aquí, el construccionismo no podría ofrecer este tipo de posición. O, en términos de Fish (1980), no hay posición de relativismo en sí misma, un espacio desde el cual se pueda mirar de cerca, libre de tradición cultural, otras posiciones. Por necesidad, vivimos gracias a nuestras inteligibilidades existentes, que incluyen los discursos comparativos así como los éticos. El hecho de si el discurso ético sirve a propósitos valorables en sociedad se abordará en el capítulo siguiente. Relativismo conceptual Una forma final de relativismo queda incorporada en muchos escritos construccionistas, y, al igual que los relativismos de cualquier tipo, ha evocado una amplia crítica. Los escritos construccionistas —inclusive este volumen— con frecuencia hacen hincapié en la variación en la comprensión. Piden que se preste atención a la multiplicidad de modos en los que «el mundo» es, y puede ser, construido. Desafían cualquier intento hecho por establecer primeros principios, una ontología fundamentadora, o una base epistemológica para la priorización universal de cualquier postulado de realidad dada. Contra esta línea de argumentación, los críticos responden con la siguiente forma de reducto: a fin de afirmar que existen diferencias en la construcción, tiene que haber un criterio o estándar de comparación. Habíamos de disponer de un criterio de lo que es en realidad a fin de demostrar que había diferencias en relación a su construcción; habíamos de postular una racionalidad común que nos permitiera reconocer que esos modos de pensar eran incompatibles. En términos de Davidson, «la metáfora dominante del relativismo conceptual, la de puntos de vista diferentes, parece delatar una paradoja subyacente. Diferentes puntos de vista tienen sentido, pero sólo si existe un sistema coordinado común en el que trazarlos; con todo la existencia de un sistema común contradice la afirmación de una espectacular incomparabilidad» (1973, pág. 6). Estos argumentos a menudo se emparejan también con la réplica de que, si el

14 En los términos de Edwards, Ashmore y Potter (en proceso editorial), «no existe contra-dicción entre ser un relativista y ser alguien, un miembro de una cultura particular tener compromisos, creencias y una noción de sentido común de la realidad. Esto es lo mismo que argumentar, cuestionar, defender, decidir, sin la comodidad de simplemente ser, ya y antes de pensarlo real y cierto».

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construccionismo fuera cierto, no habría posibilidad de comprensión intercultural. Estaríamos encerrados con llave dentro de nuestros sistemas locales de construcción.15

A mi juicio, estas formas relacionadas entre sí de crítica toman todas sus premisas de una concepción particular del lenguaje, una tradición que sostiene que 1) el lenguaje es un instrumento para vehicular la verdad, por un lado, y 2) para transmitir el pensamiento racional (conceptos internos o significados) por otro. Parafraseándolas, «cuando llevo a cabo observaciones minuciosas del mundo y comparto mis concepciones contigo a través del lenguaje, tú también llegas a conocer el mundo». Sobre estas bases, en realidad, difícilmente se podría afirmar que la concepción que otra cultura tiene de la realidad difiere de la mía propia sin suponer un dato común respecto al cual se podrían llevar a cabo comparaciones: si los indígenas, pongamos por caso, dicen gavagai cuando nosotros decimos conejo, por ejemplo, existe un denominador común —un dato no construido— al que ambos nos referimos. Ahora bien, si se hacen declaraciones sobre las diferencias conceptuales existentes entre las culturas, entonces tengo que suponer la posibilidad de una racionalidad común: si puedo mostrarte que el concepto que los nuer tienen de kwoth es diferente del concepto occidental de Dios, entonces tengo que comprender el concepto nuer, y los nuer tienen en principio que ser capaces de entender el nuestro. De ser así, tiene que haber una forma común de pensamiento racional.

Examinemos dos réplicas a la crítica, la primera de las cuales garantiza las premisas de la crítica y la segunda no. Si el construccionista admite la validez de estos argumentos y abandona la suposición de las diferencias ¿qué puede entonces afirmarse? El construccionismo no puede hacer ninguna afirmación fuerte de la existencia de diferencias en perspectiva, pero entonces ¿como ha de afirmar el crítico el conocimiento de las similitudes compartidas —de la naturaleza del mundo desde todos los puntos de vista o la racio-nalidad de la proporción universal-? Tales afirmaciones o declaraciones habrían de ser alojadas en cierta forma de clarividencia relativa al mundo y a la racionalidad más allá de un punto de vista cultural, desde una visión divina de la verdad y lo racional. En efecto, aunque las premisas están con-cedidas, la critica no consigue ninguna realización significativa.Ningún tipo de proposiciones o de nuevas percepciones o intuiciones son disponibles. Así, pues, el debate aboca a un punto muerto, un estado de plena indeterminación en el que no es posible tipo alguno de afirmación de la comparabilidad.16

15 Harré (1992) ha expresado recientemente objecciones de esta mismo tenor, primeramente como medios de evitar lo que considera un «deslizamiento construccionista en el relativismo». Tal como señala, los construccionistas sostendrán que observadores diferentes construirán la misma circunstancia de modos contrastantes, haciendo, por consiguiente, imposible de establecer una exposición «correcta». Sin embargo, la fuerza de este argumento depende de la afirmación que hace el construccionista de la realidad de «las mismas circunstancias», una realidad que no es en si misma construida. A mi entender ninguna de las afirmaciones de este tipo es necesaria; aquí se aplican mis observaciones anteriores sobre el relativismo ontológico. Los argumentos del relativismo conceptual a menudo se utilizan, también, para sostener que el construccionismo puede que no dé ningún tipo de razón de la comunicación multicultural. Si no tenemos ningún otro medio de comprender otra cultura, salvo a través de nuestros propios esquemas conceptuales, entonces nunca lograremos la comprensión. Dado que, en efecto, parecemos comprender otras culturas (las traducciones son una prueba efectiva), el construccionismo tiene que estar equivocado (véase Jennings, 1988). Tal como demostraré en el capítulo 11, la idea misma de comprensión a través de esquemas conceptuales es descabellada, y una exposición relaciona! de la comunicación nos proporciona el antídoto necesario. 16 Algunos filósofos han devuelto la pelota que tenían sobre su tejado intentando justificar los estándares universales de racionalidad. Por ejemplo, después de detallar el argumento antirrelativista esbozado aquí, Katz (1989) propone que, mientras el contenido de la argumentación racional es relativo, la forma de la argumentación (o la «naturaleza sistemática») puede ser universal. Por ejemplo, la ley de no contradicción, o de consistencia, constituiría un estándar universal. Tal como concluye, sin embargo,«la adhesión a (tales leyes) no es francamente determinable (para desgracia de mi argumentación) como quisiera. Mínimamente, exigiría cierta medida de la «igualdad» semántica, o

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Examinemos ahora una segunda línea de refutación, aquella que rechaza las premisas de la crítica de la diferencia. En anteriores capítulos he planteado el construccionismo contra el enfoque tradicional del lenguaje, del que la crítica presente depende en cuanto a su inteligibilidad. He subrayado los profundos problemas inherentes al enfoque según el cual el lenguaje es, por un lado, un instrumento para la transmisión de la verdad y, por otro, el pensamiento racional. Es más probable que el construccionista favorezca un enfoque pragmático del lenguaje, aquel en el que el significado de los términos o de las proposiciones depende de su uso social. En este modo de explicar las cosas, decir que otro sistema de significación difiere del nuestro propio es afirmar que el compuesto de las codificaciones de significación elaboración a través de los diferentes grupos, épocas e historias de lenguaje no es idéntico. Alcanzar un acuerdo en relación a la similitud de las proposiciones o de las racionalidades, por consiguiente, es siempre un logro local, y este logro de ningún modo es menos relevante en cuanto a la vida cotidiana que en relación al argumento especializado. Es decir, las afirmaciones de corte académico sobre las similitudes y diferencias en cuanto a los sistemas de significación son en sí mismas consecuciones discursivas. Y en el contexto presente, las afirmaciones hechas en el sentido de que la física aristotélica difiere de la newtoniana, y que la concepción occidental de la magia difiere de la concepción szondi son de más fácil demostración que las afirmaciones tendentes a sostener su identidad. Las diferencias pueden demostrarse de modo convincente de acuerdo con los estándares contemporáneos mediante un mero mostrar los textos o las prácticas; en cambio, declarar una identidad exige la realización de un arduo trabajo interpretativo. Las declaraciones construccionistas de las diferencias de carácter contextual no se basan en el hecho empírico, sino que son simplemente más compatibles con nuestras formas contemporáneas de argumentación que sus opuestas. Y, lo que es aún más importante, en lugar de alcanzar un punto muerto de indeterminación, el resultado de este tipo de argumentos para las ciencias humanas significa una ampliación sustancial y un enriquecimiento de las prácticas. La utilidad teórica y el problema del progreso

Finalmente, hemos de volver a un puñado de preguntas interrelacionadas que afectan a la práctica de la ciencia, sus hitos pasados y su potencial futuro. Los capítulos precedentes han contribuido en buena medida a desacreditar los enfoques fundamentadores de la racionalidad científica, el progreso científico y la posibilidad de establecer una prueba teórica mediante el concurso de la observación. Tal como hemos descubierto, existe poco apoyo para la inveterada afirmación de que la ciencia puede progresar abandonando las teorías que han sido falsadas mediante el concurso de la observación, y que las teorías, en sí mismas, pueden establecer predicciones. Estas críticas de la teoría nos dejan en una posición incómoda al intentar dar cuenta de lo que hemos de ver como capacidades intensificadas para la predicción dentro de las ciencias. La mayoría estaría de acuerdo en que nuestra capacidad para viajar por el espacio, aprovechar las fuentes de energía y curar enfermedades ha mejorado marcadamente con el paso de los siglos. Una argumentación como ésta ¿puede darse sin el concurso de la teoría? ¿Los científicos podrían haber producido una bomba sin la teoría atómica o producir una unión genética en ausencia de una teoría genética? ¿De qué modo, por consiguiente, hemos de entender la función de la teoría

sinonimia» (pág. 269). De qué modo se puede lograr esto, Katz nunca lo demuestra. Presumiblemente descansará en la misma regla de no contradicción que quiere defender, introduciendo no sólo una circularidad viciosa en el argumento sino también reglas occidentales de retórica académica sutilmente universalizadoras.

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en el seno de las ciencias? ¿Existen criterios que nos permitan afirmar que determinadas formas de teoría son mejores que otras? ¿Existe algún sentido, desde un punto de vista construccionista, en el que el trabajo científico sea progresivo? La descripción como performativa

Para desarrollar con éxito esta exposición precisamos resumir el carácter de la descripción científica. En este ejemplo, resulta útil volver a la distinción realizada por J. L. Austin en 1962 entre proposiciones constativas, aquellas que se utilizan en la descripción del mundo, y lo que da en llamar proposiciones performativas, formaciones lingüísticas que no describen o no se refieren a estados de cosas, que no pueden verificarse como verdaderas o falsas, sino que son en sí acciones en el mundo. Por ejemplo, la oración «la caja está en el bolso» es un tipo de proposición constativa; se puede verificar la prelusión a través de la observación. En cambio, las prelusiones «en sus puestos, preparados, listos, ya...», «hola», o «aquí lo tienes» son performativas. Iniciar una carrera, saludar y brindar son acciones sociales significativas en sí mismas. La distinción establecida por Austin es útil porque hace desplazar la atención desde las capacidades descriptivas del lenguaje a sus funciones pragmáticas en las relaciones. Con todo, es también problemática, porque todos estos argumentos dispuestos contra el enfoque de la verdad como correspondencia (y la teoría del lenguaje como imagen) sirven al mismo tiempo para socavar la suposición de las proposiciones constativas, de las proposiciones que transmiten la verdad. También cabe preguntar si no hay distinciones importantes a establecer entre una descripción del enemigo que se acerca y una maldición contra él. ¿No tiene la primera distintas implicaciones pragmáticas que la última, y no es éste un logro esencial para el manejo de la ciencia? Tal vez lo que necesitamos es un modo alternativo de conceptuar lo que es constativo.

Examinando las consecuencias de las propuestas de Austin, podemos proponer un modo propicio de hacerlo. Austin propuso que los enunciados performativos se han de evaluar no según la correspondencia con el hecho sino según su ocurrencia oportuna en el seno de un procedimiento. Un procedimiento es esencialmente cierta forma de convención social: una prelusión oportuna se adecúa apropiadamente o de un modo compatible con un estado de cosas convencional, en cambio una prelusión infeliz no. Decir «en sus puestos, preparados...», de repente y de un modo espontáneo, mientras se conversa con un compañero se consideraría con profundo recelo; la prelusión sería infeliz. Pero su ocurrencia oportuna se restablecería si el contexto en cuestión fuera una carrera infantil. En efecto, una comprensión adecuada del carácter performativo del lenguaje exige que centremos nuestra atención menos en los actos lingüísticos mismos y más en las pautas más amplias de interacción en las que se producen. Diciéndolo de un modo más directo, el valor afirmativo de una prelusión se deriva de su posición dentro de una pauta más amplia de relación.

El análisis de Austin también implica que estos procedimientos más amplios o convenciones no son meramente verbales. En los términos que usa Wittgenstein (1953), podemos considerar las prelusiones como elementos constituyentes de formas de vida más amplias, que pueden incluir tanto acciones (diferentes a las meramente verbales) como objetos y entornos. La cuestión queda ilustrada si aludimos a los gestos y las expresiones faciales; unos y otras contribuyen al contexto que hace que el habla sea significativa, dándole su status de un tipo de cláusula performativa de carácter particular. Existe sólo un número limitado de expresiones no verbales, por ejemplo, que puede acompañar de un modo ocurrente y oportuno, feliz, el enunciado «te amo» y lograr alcanzar la pauta relacional que denominamos amor. Una mueca, una risa siniestra o una apariencia aturdida en general no cualificará la observación de este modo. También se sigue que

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diversas acciones, como correr, levantarse, o golpear un objeto en movimiento, pueden ser todas elementos constitutivos de procedimientos interpersonales o formas de vida. Su valor performativo está determinado por un contexto oportunamente ocurrente de palabras, así como la capacidad performativa de las palabras depende de la modelación de este tipo de acciones. El tenis es a estos efectos ejemplar. Aquí las diferentes expresiones son en realidad elementos constitutivos del juego. Frases como «usted sirve» y «treinta a nada» son elementos componentes esenciales del acontecimiento. Su valor performativo depende característicamente de un amplio conjunto de acciones físicas tanto precedentes como consecuentes; a su vez, las acciones exigen este tipo de expresiones para poder proceder de modo efectivo. Es también importante observar en este caso que, además de palabras y acciones, el procedimiento incluye amplios conjuntos de objetos —pelotas, raquetas, redes y líneas en el suelo...—. Objetos, acciones y palabras tienen que estar todos coordinados para la consecución social del juego o para que se dé la forma de vida.

Volvamos, ahora, al problema de la descripción. Empezamos con la distinción propuesta por Austin entre constativas y performativas, y aislamos el problema de cómo cabría decir que las palabras, incluyendo las proposiciones teóricas en las ciencias, proporcionan imágenes de una realidad independiente. Con un amplio análisis de la función performativa de las palabras podemos reconocer la importancia de la distinción, aunque significativamente reformulada. En particular, cuando nos comprometemos en acciones como «describir», «explicar» o «teorizar» también nos comprometemos en una actividad performativa o forma de vida. Esto equivale a afirmar que el primer término de la distinción de Austin, lo constativo o descriptivo es más adecuado considerarlo un caso especial del segundo o modo performativo.17 Por consiguiente, cuando decimos que una determinada expresión es «precisa» oaimprecisa», «verdadera» o «falsa», no la estamos enjuiciando de acuerdo con cierto patrón abstracto o idealizado de correspondencia; la precisión pictórica no está en cuestión. Más bien, estamos indicando su gradiente de oportunidad o inoportunidad de su ocurrencia en circunstancias particulares. La proposición según la cual «la tierra es redonda y no plana» no es ni verdadera ni falsa en términos de su valor pictórico —su correspondencia con el mundo objetivo—. Según los patrones actuales, sin embargo, es más oportuno hacer como si «fuera redonda» cuando volamos desde Cantón a Kansas y más oportuno hacer como si «fuera plana» cuando viajamos por el Estado de Kansas.

De ahí se sigue que la descripción puede funcionar como «imagen» o espejo, pero sólo en el marco del juego local o procedimiento al que otorgamos esta función. Podemos desarrollar un ritual local en el que se reivindique un enfoque del tipo «correspondencia»; sin embargo, esta reivindicación no es una función de la capacidad mimética de las palabras, sino un acuerdo situado histórica y culturalmente. Permítaseme ilustrar esta idea con mayor detalle. Cuando yo era adolescente y no tenía dinero, una vez me empleé como ayudante de yesero durante el verano. Cuando Marvin se subía a la escalera, sus brazos trabajaban el yeso a la perfección en el techo que tenía sobre su cabeza; era esencial que yo le hiciera la mezcla de agua y yeso exactamente como había especificado. A veces la mezcla había de estar húmeda de modo que él pudiera sutilmente trabajarla una y otra vez. En otras ocasiones había de ser seca, de modo que pudiera sellar rápidamente los contornos deseados. Así, pues, según su avance en la obra, gritaba, «floja» (para la mezcla «húmeda») y «enjuta» (para el compuesto más «seco»). Desde luego, estas palabras me eran bastante ajenas cuando empecé en mi empleo, pero al cabo de pocos días

17 Austin mismo se dio cuenta de los problemas inherentes en una fuerte distinción entre lo constativo y lo performativo, y se inclinó al final a ver la primera clase como una especie de la segunda. Para un análisis completo de la razón por la que tiene que ser asi, véase Petrey (1990).

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mejoré en la producción de las mezclas deseadas. De hecho, ambos términos formaban parte de una danza ritual en la que estábamos comprometidos: palabras alrededor de las cuales coordinábamos nuestras acciones a fin de conseguir un acabado perfecto.

Con todo, examinemos lo que se ha logrado como un subproducto de esta primitiva danza de palabras, acciones y objetos. Si Marvin y yo hubiéramos sido emplazados ante una serie de mezclas tras dos semanas de inmersión en este procedimiento, con un pequeño margen de error podríamos haber convenido cuáles eran «flojas» y cuáles «enjutas». Si yo decía «va una de enjuta», esto informaría a Marvin de lo que cabría esperar en ese momento. Esta predicción podría haberse visto confirmada o desconfirmada. En efecto, en virtud de su función dentro de la forma relacional, tales términos desarrollan la capacidad de funcionar en el juego de descripción y verificación. Las palabras mismas no describen el mundo, pero, dado que funcionan con éxito en el seno del ritual relacional, llegan a servir como «descriptores» en las reglas de ese juego. Dado su éxito a la hora de coordinar las relaciones, diversas expresiones llegan a ocupar un lugar útil en esos rituales mediante los cuales determinamos la verdad y el error, hacemos predicciones y demás. Decir que las palabras describen, pintan o cartografían (en este caso, el mundo de la yesería) tiene que ser considerado como un subproducto resultante de su estar incrustados en la consecución conjunta de una relación. ¿Cuáles son las consecuencias para la función de la teoría en el marco de la ciencia?18

Teorías científicas y pragmática de la predicción

Al menos una de las principales metas de la actividad científica, tal como se han venido entendiendo tradicionalmente, es la predicción fructífera. Esto es más evidentemente así en lo que damos en llamar «ciencias naturales», en las que las tecnologías existentes nos permiten hacer cosas inimaginables siglos antes. La capacidad predictiva de las ciencias sociales dista mucho de imponer respeto, aunque hemos desarrollado tecnologías que nos permiten la predicción, mejor que el azar, de las modelos de voto, de las tasas de criminalidad, de divorcio, y la realización en una diversidad de marcos, etc... En toda esta diversidad de casos, el proceso de generación de la tecno-logía predictiva descansa en una comunidad de científicos que desarrollan diversas medidas, las emplean en diferentes poblaciones y contextos, y aplican o desarrollan diversos dispositivos estadísticos... En estos contextos, las teorías tal como son propuestas no hacen por sí mismas estas predicciones; los actos de predicción no pueden de ningún modo derivarse

18 Profeso gran admiración por la defensa del relativismo hecha por Margolis (1991); pero Margolis quiere garantizar la critica tradicional de la validez de la incoherencia critica y propo ne una forma alternativa de relativismo (denominada «relativismo robusto») en la que los valores bivalentes de la verdad y la falsedad son sustituidos por valores de verdad múltiplemente valorados (es decir, la posibilidad de criterios diferentes de verdad bajo condiciones diferentes). Desde el presente punto de vista, el análisis de Margolis se resiente en su intento de sustituir una forma de fundamentalismo por otra (a pesar de ser más restrictiva) El hincapié que hace en los valores de verdad múltiplemente valorados es compatible con los argumentos que he presentado aquí. Según la presente exposición, las comunidades diferentes bien pueden tener reglas diferentes para evaluar lo que dan en llamar verdad. Aquí, sin embargo, sustituiré el término «felicidad u ocurrencia oportuna» por el de verdad, a fin de evitar enigmas de representación provocados por la forma académica de moldear el término. Más consistente con mi propio análisis es la concepción de Longino (1990) del «empirismo contextual». Tal como esta autora propone, «el razonamiento evidencial siempre es dependiente del contexto, [y] los datos son evidencia para una hipótesis sólo a la luz de suposiciones de trasfondo que afirman una relación entre los tipos de cosas y los acontecimientos que los datos son y los procesos o los estados de cosas que describen las hipótesis... Las interacciones sociales determinan qué valores se codifican en la investigación y cuáles se eliminan, y, por consiguiente, qué valores siguen codificados en las teorías y las proposiciones que expresan el conocimiento científico en cualquier época» (págs. 215-216).

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lógicamente de las premisas teóricas. ¿Cuál es por consiguiente el papel de la teoría en el marco del proceso predictivo?

Tal como he sugerido, la función primaria de las teorías puede retrotraerse al proceso de colaboración que opera en el seno de las comunidades científicas. Es decir, el lenguaje teórico es constitutivo del intercambio pragmático cuya consecución final son las predicciones. Al igual que «tres juegos a nada» y «ventaja», en el tenis, son el argot común que permite a los científicos coordinar sus actividades entre sí. Si me uno a un grupo de científicos que trabajan en la predicción de lo que se da en llamar la «realización académica», no sólo tengo que utilizar mis términos sino una serie de indexaciones adicionales que incluyan, por ejemplo, «pruebas del coeficiente de inteligencia», «indicadores de ansiedad», «consecución de la motivación» y similares. Estos términos tienen también que estar incrustados tanto en el seno del conjunto de relaciones que mantengo con mis colegas como dentro de conjuntos de objetos: artículos, lápices, claves de puntuación, estudiantes y similares. La forma de función resultante, que relaciona CI, consecución de motivación y ansiedad de un modo predictivo con la realización académica sirve de comprensión icónica de nuestra capacidad para hacer predicciones. La forma de función por sí misma no predice, sino que permite que la comunidad de practicantes representen y comuniquen a fin de que se constituyan las predicciones.

Hasta ahora hemos identificado dos funciones principales que la teoría desempeña en las ciencias: la primera es operativa en el contexto de la transformación social (véase a este respecto el capítulo 2) y la segunda en el contexto de la predicción y estamos en condiciones de examinar el problema de la evaluación teórica. Ya que, si se valora una teoría con respecto a estas capacidades pragmáticas, entonces pueden derivarse criterios específicos de evaluación, criterios que pueden reemplazar el «valor de verdad» como crisol para la evaluación teórica. Sin embargo, dadas las múltiples funciones de la teoría, una postura adecuada en el sentido de la evaluación exige un enfoque diacrónico de la ciencia. Esto es, si el proceso científico puede considerarse como más o menos una secuencia ordenada en la que la teoría desempeña diferentes papeles en diferentes momentos, entonces un conjunto unívoco de criterios evaluativos puede ser algo inapropiado. Las exposiciones teóricas pueden evaluarse de modo diferencial, dependiendo de si aparecen en la secuencia. Expresándolo con otras palabras, puede que se requieran formas diferentes de teorías en diferentes puntos del desarrollo científico. Esta posibilidad se hace más claramente evidente si recogemos ahora la exposición hecha en el capítulo 1 en torno a la transformación en el marco de las inteligibilidades científicas. Evaluar la teoría en una etapa de ciencia normal

Siguiendo este análisis, resulta útil considerar las transformaciones científicas como si se produjeran en tres etapas hipotéticas: ciencia normal, una etapa durante la cual existe una inteligibilidad común entre los científicos tanto a nivel teórico como práctico, y dos etapas posteriores, primero una etapa crítica, en la que los retóricos de la negación desafían el discurso dominante y, por fin, una etapa transformacional, en la que se elabora la implicación discursiva de la crítica. Aunque las actividades normales, críticas y transformacionales pueden darse en cualquier momento, en diversas combinaciones o en diferentes alas de una disciplina, resulta útil retener aquí la división hipotética en relación a nuestros propósitos, porque nos permite apreciar la posibilidad de funciones retóricas múltiples, y, por consiguiente, la relevancia de diferentes criterios para la evaluación teórica a través del tiempo y las circunstancias.

Ante todo examinemos la fase de la ciencia normal. Tal como se propone, uno de los principales objetivos de las ciencias —las ciencias naturales de un modo más significativo que las

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sociales— es el de generar predicciones fiables. Durante esta fase normal de la actividad científica, un uso primario de la teoría puede ser el de coordinar las acciones de los científicos alrededor de la labor de predicción. Tal como hemos visto, las exposiciones teóricas sirven como un importante vehículo pragmático para la conjunción de los esfuerzos de los individuos en la consecución de este fin común. En el interior de este contexto muchos de los criterios tradicionales para la evaluación de la teoría adquieren su importancia. En el seno de convenciones sobre discurso acción objeto establecidas por una comunidad de científicos, la relevancia predictiva de una teoría puede tener una importancia esencial. ¿La trayectoria de un cohete confirma o desmiente las predicciones indexadas por un lenguaje teórico dado o no? En el mismo dominio de convenciones, la diferenciación teórica puede también ser estimada. Los términos que o bien son indiferenciados o son imprecisos hacen que resulte difícil forjar vínculos fiables con particulares y desalientan las distinciones útiles entre acciones y objetos. En este estadio, la coherencia lógica también es un activo valorable en la codificación y en el hecho de dar un orden comunicable a lo que de otro modo no pasarían de ser comprensiones informales en el seno de la comunidad. De un modo similar, el alcance explicativo de una teoría (por ejemplo, su capacidad de integrar «hallazgos procedentes de múltiples dominios») se valora por su capacidad de dar una unidad colaborativa a lo que de otro modo no serían sino comunidades dispersas de científicos. Finalmente, la demanda tradicional de una parsimonia teórica gana vigencia: del mismo modo un ritmo complejo desafía la coordinación de los movimientos del bailarín (a diferencia de uno simple), una teoría conceptualmente elaborada impide el ajuste mutuo de actividades dentro de una comunidad de científicos.

Lo que entonces encontramos es que muchos de los ideales empiristas para el desarrollo de la teoría científica pueden justificarse, con dos advertencias significativas. Primero, según la presente exposición, estos desiderata teóricos no tienen valor trascendental; su sanción deriva no de la exposición fundacional de la racionalidad científica, sino de la preocupación por la utilidad pragmática del lenguaje en el seno de las comunidades científicas. Si el lenguaje es el vehículo para la coordinación de las acciones alrededor de series de acontecimientos, entonces determinadas formas de lenguaje tendrían mayores ventajas prácticas. En segundo lugar, estos valores no son generalizables a través del espectro de la actividad científica. Su utilidad queda ampliamente limitada a un contexto específico, aquel en el cual la generación de predicciones en el seno de un dominio restringido es primordial. Entonces, cabe hablar de un contexto de la predicción, en el cual determinadas cualidades de una formulación teórica son superiores a otras. Ampliemos el alcance de estas consideraciones.

Existe una segunda función importante de la teoría en este estadio de ciencia normal. Tal como ya se adelantó, las inteligibilidades científicas tambien participan de la cultura en tanto que recursos prácticos. Proporcionan ontologías, valores, racionalidades y justificaciones en el seno de la vida cultural vigente. Podemos hablar entonces de teorías no sólo en términos de su función al coordinar a la comunidad de científicos, sino también tal como funcionan en el seno de un contexto de participación cultural. Aquí los ideales de la teoría favorecidos en el contexto de predicción son de una discutible utilidad. La relevancia predictiva, la diferenciación, la coherencia lógica, y la parsimonia, por ejemplo son ampliamente irrelevantes y posiblemente contraproducentes. Las teorías muy diferenciadas, por ejemplo, pueden ser incómodas y difíciles de exportar a través de circunstancias culturales de amplio alcance; las exigencias estrictas de coherencia lógica también establecen restricciones sobre un número de comunidades que pueden estar en resonancia con una forma dada de inteligibilidad; y la exigencia de parsimonia trabaja en contra de la posibilidad de una teoría ricamente evocativa. La teoría inmaculada en el seno de las convenciones de la comunidad científica puede tener muy poca vigencia cultural, un punto

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importante en términos del hincapié anteriormente hecho al forjar las inteligibilidades como algo opuesto a las predicciones en las ciencias humanas.

En el contexto de la participación cultural difícilmente se puede ser definitivo sobre los criterios de evaluación. Es así a causa de la rica gama de perspectivas valorativas —morales, políticas, religiosas y demás— existentes en el seno de la cultura. Todo ello proporciona marcos discursivos desde los cuales se pueden evaluar las exposiciones teóricas en las ciencias humanas. Los cristianos quieren conservar una dimensión espiritual en la naturaleza humana; los marxistas, de un modo justificable, utilizan razones de base política al seleccionar las teorías organicistas opuestas a las mecanicistas; las feministas ven graves limitaciones ideológicas en las teorías que favorecen el individualismo independiente; los humanistas sostienen que las teorías deterministas tienen efectos deplorables en la conciencia común y, por consiguiente, prefieren exposiciones en las que el organismo desempeña un papel importante. Parece imprudente delimitar el alcance de los criterios valorativos que se interesan por las formulaciones científicas. La exigencia más significativa en esta coyuntura es la del diálogo en el seno de las ciencias humanas que hace frente al desafío de la participación cultural. ¿De qué modo las inteligibilidades especializadas pueden llegar a ser asequibles para una cultura de modo que se permita la comprensión de sus potenciales prácticos? ¿De qué modo las comunidades de especialistas pueden abrirse a fin de permitir que se oigan las voces de la cultura? ¿Qué tipo de procesos autorreflexivos tienen que ponerse en marcha para que el valor cultural de las inteligibilidades científicas pueda ser adecuadamente explorado? Sólo estamos empezando a apreciar la magnitud de estos desafíos. La teoría en las etapas crítica y transformacional

Tal como propongo, durante una etapa de ciencia normal, las teorías pueden adecuadamente compararse con respecto a su capacidad para coordinar la comunidad científica alrededor de la labor de predicción y su capacidad para reflejar y expresar los compromisos culturales de una comunidad científica. Las teorías que realzan la coordinación de la comunidad científica y son, de un modo más pleno, coherentes con los propios compromisos dentro de la cultura tienen que considerarse superiores dentro de esta fase. Si la actividad científica queda fijada a una trayectoria dada de predicción, sin embargo, o comprometida con visiones tradicionales del bien, podríamos considerar las ciencias tanto como algo estancado como estrecho de miras. Recordemos que las teorías son constitutivas de modelos más amplios de relación tanto dentro de la ciencia como, más en general, en la sociedad. Seguir atado a una gama circunscrita de teorías limita indistintamente el potencial tanto de la ciencia como de la cultura.

A título de ejemplo, valga decir que la estabilidad teórica favorece el mantenimiento de los modelos y pautas entre los científicos. De hecho, esto significa que la gama de predicciones interesantes o convincentes también se delimitara. Los refinamientos y las derivaciones exigirán atención, aunque no los «dominios tactuales» exteriores a la ontología circunscrita. Por ejemplo, en la medida en que las teorías psicológicas de la percepción seguían en ascenso, como lo hicieron durante muchos años, los científicos prestaban atención exclusiva a los efectos de las variables del mundo de los estímulos en la percepción. El desarrollo más reciente de formulaciones «descendentes» suscitó un interés por los antecedentes genéticos de la percepción, por la posibilidad de la existencia de proclividades innatas. Con el cambio dado en la perspectiva teórica, pasando del medioambientalismo al innatismo, aparecieron nuevos desafíos a la investigación. En relación con los efectos del discurso teórico en la práctica cultural, las teorías del bienestar, primeramente preocupadas por los procesos psicológicos (como el psicoanálisis y la terapia cognitiva), han conducido a un interés casi exclusivo por las acciones individuales. La

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conducta aberrante es el resultado de procesos psicológicos problemáticos, y el tratamiento está dirigido al individuo anómalo. Con todo, cuando las teorías de los sistemas sociales pasan a formar parte del vocabulario del científico (y por consiguiente y, más en general, de la cultura), pasamos a tener la opción de considerar los problemas del individuo dentro del contexto de grupos anómalos: familias, sistemas educativos, instituciones económicas y similares. En efecto, permanecer en la fase de la ciencia normal es circunscribir el alcance de la predicción, delimitar las posibilidades de solucionar los problemas y reducir la oportunidad para realizar el potencial humano.

En este sentido empleé el concepto de teoría generativa en el capítulo anterior. Una teoría generativa está diseñada para socavar el compromiso con los sistemas predominantes de construcción teórica y para generar nuevas opciones de acción. El criterio generativo puede, a mi juicio, producir de un modo más efectivo un cambio transformacional. La teorización generativa frecuentemente empieza con críticas de las exposiciones existentes. Entonces, a medida que las consecuencias conceptuales de la crítica son progresivamente elaboradas, los contornos de una nueva ontología o construcción del mundo pueden emerger lentamente, induciendo y/o racionalizando nuevas opciones para la acción. Las características de la teoría generativa diferirán sustancialmente de aquellas otras exigidas por la teoría en la fase de la ciencia normal. La ciencia normal se aprovecha de terminologías literales, vocabularios tan plenamente sedimentados por el uso común que parecen cartografiar el mundo y tan útiles para coordinar las acciones que no pueden ser sacrificados. (Los técnicos de cohetes suponen la existencia de anillos O, y acuerdos estrictos sobre tales asuntos son esenciales para la vida y la propiedad.) En contraste, durante las etapas crítica y transformacional se pone mayor valor en las formas de expresión que dislocan los lenguajes convencionales, se desprenden del asidero de lo que se da por sentado y ofrecen nuevas imágenes y alternativas. En este sentido, la teoría generativa puede renunciar a la ontología común, reconstituir los modos de expresión existentes, subvertir las dualidades comunes y articular nuevos dominios de realidad.

Así, pues, hemos de imaginarnos el proceso científico como compuesto por dos tendencias opuestas. La primera opta en el sentido de la estabilización de los sistemas de significación, de la predicción más afinada y de la afirmación de los valores tradicionales. En el sentido de Bakhtin (1981), los significados se mueven en una dirección centrípeta, hacia la uniformidad y la exclusión. La segunda tendencia apunta hacia una transformación en la que las pautas, modelos y valores establecidos son desafiados y el espectro de alternativas disponibles, tanto dentro de la ciencia como en la sociedad, se ve ampliado. Una confianza centrífuga es puesta en movimiento, incomodando a la convención y admitiendo nuevos discursos. En condiciones de estabilización, los criterios óptimos de evaluación teórica difieren de aquellos otros que se encuentran bajo condiciones de transformación. La estabilización favorece teorías que llevan al máximo la coordinación social y la articulación de valores. Pero cuando la transformación tiene prioridad, los teóricos pueden aproximarse a los límites de lo absurdo, inquietando las presuposiciones sedimentadas y argumentando de modo crítico y audaz. Al mismo tiempo, los desplazamientos que logran moverse en el sentido de la transformación, al final, cederán el paso a la estabilización. Cuando lo audaz se convierte en tópico, lo metafórico se torna literal, las posibilidades de valor son realizadas en nuevas instituciones y la teoría transformacional se normaliza. De un modo ideal, las ciencias humanas se moverán a través de períodos de estabilización, decadencia, desafío, crecimiento y la consiguiente estabilización. Aunque nuestras teorías no se desplacen inexorablemente hacia una fidelidad mayor con respecto a la naturaleza y no nos acerquemos más a la «verdad» a través de este proceso, de hecho ofrecemos a la cultura una gama creciente de capacidades predictivas y, lo que es más importante para las ciencias

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humanas, una gama creciente de inteligibilidades y prácticas. En conclusión

He intentado responder a una serie de preguntas importantes, con frecuencia planteadas y dirigidas a los construccionistas. Estas participaciones en los diálogos difícilmente servirán para extinguir esas diversas preocupaciones, ni deben hacerlo. Las críticas del construccionismo se derivan de inversiones en diversas formas de vida que parecen estar amenazadas por sus argumentos. A mi entender, sin embargo, el construccionismo debe funcionar no como una fuerza destructiva sino transformativa. La cuestión no es eliminar formas de lenguaje o de vida sino proporcionar los medios conceptuales y prácticos por medio de los cuales las personas puedan de un modo más pleno y menos letal coordinarse entre sí. Así, pues, en la medida en que críticos y construccionistas sigan examinando los potenciales y peligros del construccionismo (véanse, por ejemplo, Stenner y Eccieston, 1994; Stein, 1990; Young y Mathews, 1992), albergo la esperanza de que el resultado no será una polarización exacerbada, sino una sensibilidad enriquecida entre los interlocutores.

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Capítulo 4 Construcción social y órdenes morales

En el capítulo anterior abrí el estudio del problema de la moral y del compromiso político en

un mundo construido. Tal como sostuve, aunque los enfoques construccionistas son significativos al estimular la deliberación moral y política, y los argumentos construccionistas se muestran potentes al desafiar los discursos dominantes y dominadores, no se favorece finalmente ningún compromiso particular. Se pueden asignar diversas consecuencias ideológicas en el seno de los escritos construccionistas, y algunos especialistas están dispuestos a confirmar estas consecuencias. Sin embargo, cualquiera de estos compromisos también comporta esfuerzo, ya que si las tesis construccionistas sociales demuestran ser morales o políticas sobre cualquiera de los fundamentos distintos de aquellos que un lector particular prefiere, pronto se convierten en opresivos y dejan de comunicar. Con ello no pretendo argumentar en contra del compromiso moral y político; abandonar la acción moral y política sería salirse de la vida cultural —y, por consiguiente, significativa— Con todo, sí pretendemos evitar la utilización del construccionismo mismo como una cuña ideológica unívoca.

Al mismo tiempo, sin embargo, esta línea de argumentación no logra facilitar una replica satisfactoria a la acusación de decrepitud moral: la construcción social es maligna en su incapacidad misma de adoptar una posición. Su postura relativista es en sí inmoral. Es esta cuestión la que quiero abordar en este capítulo. Ante todo quiero examinar brevemente algunos de los más destacados contendientes a favor de la guía moral. ¿Qué fuentes para la edificación moral fueron proporcionadas por las principales contribuciones especializadas del siglo pasado, particularmente aquellas que más estrechamente se asocian con las ciencias humanas? Por consiguiente, examinare las consecuencias pragmáticas de los diversos discursos morales: ¿Funcionan efectivamente generando lo que podemos enfocar como «la sociedad moral»? Finalmente, quiero examinar los potenciales positivos en una alternativa construccionista. Efectivamente, quiero desafiar el enfoque según el cual el relativismo construccionista está moralmente empobrecido. En cambio, la cultura podría ser bien servida si la comunidad especializada pudiera superar su ya larga histeria sobre el relativismo y empezar a explorar sus posibilidades positivas.

En la tradición occidental, el individuo sólo hace las veces de átomo del interés moral, aquella esencia en ausencia de la cual los temas del debate ético tendrían poca razón de ser y sin el compromiso de la cual la civilizacien en realidad se desintegraría. Por consiguiente, los filósofos intentan establecer criterios esenciales para la toma de decisiones morales, las instituciones religiosas se preocupan por los estados de la conciencia individual, los tribunales de justicia establecen criterios para enjuiciar la culpabilidad ndmdual, las instituciones educativas están motivadas a inculcar el carácter a su descendencia. En efecto, en temas de ética, de moralidad y, finalmente, de la buena sociedad, las gentes de Occidente se muestran como psicólogos. La conducta meritoria es impulsada por la mente virtuosa, y con e numero suficiente de individuos realizando los actos que merecen la pena alcanzamos la sociedad buena. En este contexto, encontramos que la psicologia y sus disciplinas aliadas desempeñan un papel fundamental en las preocupaciones de la cultura por la acción moral, dado que este tipo de disciplinas poseen los medios con los que se pueden dislocar los secretos de la mente virtuosa (y de un modo más lógico, la mente inicua). Así pues- la historia de la filosofía moral -desde los imperativos categóricos kantianos, pasando por la Teoría de a justicia de Rawls (1971)-, en gran medida, ha sido la deliberación sobre las potencialidades del agente individual. De manera similar, desde el primer trabajo de Freud sobre la formación del superego pasando a través del

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aprendizaje social de las formulaciones de la modelacion y las teorías contemporáneas de la toma de decisión moral la investigación psicologica ha desempeñado (y sigue haciéndolo) un papel esencial al describir a base de la acción moral y proporcionar una nueva percepción de su génesis.

En este contexto quiero considerar dos enfoques principales de la acción moral que surgen de la historia reciente en términos de lo que afirman sobre el funcionamiento individual y de lo que más en general ofrecen a la sociedad Estos enfoques, que denominaré respectivamente romántico y modernista, han aparecido en lugar destacado en diversas formulaciones psicológicas, y ambos tienen consecuencias múltiples para la acción societal. Sin embargo, como argumentaré, tanto la concepción romántica como la modernista de a acción moral son imperfectas en sentidos importantes No pueden cumplir lo que se promete, ni en términos de una concepción viable del funcionar humano ni en lo referente a los de fundamentos éticos de una sociedad viable. Tal como encontraremos, mientras el construccionismo no dicte un fundamento alternativo para la acción moral, su mismo silencio puede servir del mejor modo al bienestar humano. ROMANTICISMO Y MORALIDAD INHERENTE Aunque son muchas las historias que se pueden contar acerca del movimiento del romanticismo en el arte, la literatura, la filosofía y la música del siglo XIX, a continuación ofreceré sólo un breve resumen de las presuposiciones románticas del ser moral.1 Para el romántico, el dominio más importante del funcionar humano —un dominio que en alguna otra parte he caracterizado como «interior profundo» (Gergen, 1991b)— estaba más allá del alcance inmediato de la conciencia. Aquí se habían de encontrar las facultades primordiales de la pasión, la inspiración, la creatividad, el genio y, como muchos creían, la locura. En el centro de ese interior profundo estaba el alma o el espíritu humano, relacionado por un lado con Dios (y por consiguiente tocado por un elemento divino), y por el otro enraizado en la naturaleza (y por consiguiente poseyendo la fuerza instintiva). Lo que es más importante, en el seno de ese interior profundo se habrían de encontrar los valores inherentes o los sentimientos morales: orientación para una vida loable, inspiración para las obras virtuosas, recursos para resistir la tentación y fundamentos naturalizados para las formulaciones filosóficas y religiosas del bien. Tal como lo expresara elogiosamente Shelley, «la esencia, la vitalidad de las acciones [morales], deriva su colorido de aquello a lo que en absoluto se contribuye desde una fuente externa. Las propensiones benevolentes son... inherentes al espíritu humano. Estamos impelidos a buscar la felicidad de los demás».2 Este enfoque resuena en los Principia Ethica que G. E. Moore compusiera a caballo del cambio de siglo. Moore confiaba a las intuiciones profundamente alimentadas del individuo la condición de fuentes de la acción moral. «Son incapaces de prueba o refutación», escribe Moore, «y, en realidad, no se puede aducir ni prueba ni razonamiento alguno a su favor o en su contra.» Para Moore, las «afecciones personales» y los «goces estéticos» se encontraban entre los grandes bienes imaginables. Diversos rastros del legado romántico pueden también encontrarse en las filosofías del «expresionismo» o del «emotivismo». Mientras que el romanticismo deja de desempeñar un papel regente en el mundo intelectual, probablemente es el medio esencial a través del cual las personas en realidad justifican sus posiciones morales en la vida cotidiana.

1 Para una ulterior elaboración, véanse Abrams (1971), Furst (1969), y Schenk (1966). 2 P. B. Shelley (1967, pág. 79).

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Nuestras acciones intuitiva e irresistiblemente «se sienten correctas» EL MENGUAR DE LA MORALIDAD ROMÁNTICA

A mi entender, ni la concepción romántica del ser humano ni el enfoque a ésta unido de la dirección moral siguen siendo irresistibles, en amplia medida a causa del advenimiento de discursos alternativos: argumentos de fuerte atracción racional y retórica. Cuatro líneas de argumentación merecen nuestra atención. El mal inherente y el problema de la obligación

La creencia optimista en una base inherente para la acción moral seguramente encuentra su fuente en la historia religiosa. Si los humanos son las criaturas de un creador divino —probablemente creadas a «su imagen»—, seguramente sus instintos han de ser leales. Sin embargo, con el advenimiento del pensamiento ilustrado, y la consiguiente erosión de la influencia religiosa, había buenas razones para dudarlo. Se pueden hallar pruebas abundantes del mal en el seno del mundo natural, lo cual es difícil de reconciliar con la tradición religiosa. Tales sospechas fueron también espoleadas por diversos escritores y eruditos románticos que, después de mirar en el interior profundo, reaccionaron con temeroso respeto. Para Baudelaire, Poe y Nietzsche, por ejemplo, las fuerzas profundas de la psique eran en realidad desalentadoras. La tesis del mal naturalizado adquirió renovado impulso en los escritos de Freud. Para Freud, el niño era totalmente autoindulgente, «perverso polimorfo» y sin conciencia. Las tendencias morales propias (el superego) se adquieren, y representan una defensa compensadora frente a los instintos inmorales y los temores de la castración. Bajo la influencia de estos textos espectaculares, la presuposición de una moralidad inherente difícil-mente podría conservar su vigor. La tesis darwiniana

Resulta difícil sobrestimar el influjo de El origen de las especies de Charles Darwin en la vida cultural e intelectual de finales de siglo pasado. Existen importantes sentidos en los que el enfoque de Darwin era profundamente enemigo de los enfoques románticos de la moralidad. Al principio, las tesis de Darwin favorecían un completo secularismo en asuntos morales. Al desacreditar los enfoques y opiniones creacionistas, Darwin puso en peligro el supuesto de la actuación de un Creador, perturbando así cualquier base espiritual para los impulsos del interior profundo. Al mismo tiempo, la teoría darwiniana dio mucho de sí a lo que había de ser el punto de vista moderno. Para Darwin las diversas especies de vida están esencialmente encerradas en una lucha de tálente hobbesiano de todos contra todos. La supervivencia de la especie humana exige que los seres humanos tengan una ventaja adaptativa sobre sus competidores en el reino animal. Y si la adaptación exige el conocimiento objetivo del entorno y una valoración sistemática de las diversas vías de acción, también favorece un enfoque del funcionar humano que garantiza a los seres humanos esas capacidades. En el enfoque darwiniano, el funcionamiento óptimo del ser humano sería aquel que descansa de manera más clara en las facultades de la observación y la razón. Una concepción como ésta del funcionar humano estaba reñida no sólo con el enfoque romántico del individuo sino con su enfoque gemelo, el de los principios morales. El romántico no es idealmente apto para la supervivencia: un individuo movido por sentimientos, pasiones, o arrebatos, sencillamente no sería adaptativo. Y dado que los sentimiento morales operan sobre la base no de lo real sino de lo ideal —están vinculados a la conciencia, no a

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contingencias—, están también bajo sospecha en cuanto guías para la acción.3

El ascenso de la ciencia

Pareja a la estela del darwinismo y compatible con ella aparece el florecimiento de la perspectiva científica. A lo largo del siglo XIX, se habían dado pasos de gigante en las ciencias médicas, la química y la física y los productos tecnológicos resultantes se habían hecho ampliamente evidentes De hecho el cientificismo hacía las veces de acompañamiento coral de la perspectiva darwinista. Al mismo tiempo, la ciencia retraía sus orígenes a la Ilustración y a la importancia de la observación y la racionalidad individuales Los sentimientos morales eran, por definición, no racionales (y, en consecuencia, irracionales). La acción efectiva en la vida, al igual que en las ciencias exigía una astuta observación y un razonamiento lógico. Justificar la acción de uno según los sentimientos morales no era mejor que proclamar los gustos y deseos personales. Conciencia cultural

A medida que el darwinismo y el cientificismo ganaron cada vez más ascendencia los intereses especializados fueron dirigidos al estudio objetivo de la especie humana, tanto histórica como multiculturalmente. La publicación en 1871 de Primitivo Culture de Edward Burnett Tylor, en particular, dio el paso hacia la investigación de sistemas contrastantes de creencia etica o religiosa. Estos estudios sirvieron en diferentes sentidos para sustituir la autoridad religiosa por la científica. Y como esta obra demostraba, la gama y variedad del compromiso religioso y moral eran enormes. Y dada esta variedad eran pocos los medios a través de los cuales el cristianismo, o en realidad cualquier forma de «conocimiento intuitivo del bien», pudiera reivindicar su superioridad. Las afirmaciones de probidad ética quedaban asi reducidas a poco más que a prejuicios culturales. Los intentos por establecer sistemas universales de valor o éticas basadas en los sentimientos morales o intuiciones pasaron a ser considerados como un imperialismo occidental disfrazado. MODERNIDAD Y MORALIDAD

A medida que la cultura occidental entra en el siglo XX, la concepción romántica del ser moral fue perdiendo su ascendencia sobre la imaginación intelectual. No sólo resultaba difícil reconciliar el enfoque romántico del interior profundo con el darwinismo, el cientificismo y la envergadura de la conciencia social, sino que la concepción romántica de sentimientos morales universales o fundamentales también demostró ser poco convincente. Tal vez el toque de difuntos que sonaría por la ética romántica se reservó para más adentrado el siglo xx. De los diversos movimientos que afirmaban la probidad trascendental en asuntos de bien humano o superioridad moral, dos de los más francos fueron el comunismo y el nazismo. El Manifiesto Comunista de

3 En el presente siglo los sociobiólogos han propuesto que las disposiciones morales cuentan con una base biológica, rehabilitando el darwinismo como teoría de la moralidad. Sm embargo, al valorizar las disposiciones comunes de este modo, los sociobiólogos leñen un apuro al eludir el argumento igualmente plausible a favor de una base biológica para el mal (en la agresión por ejemplo, o la explotación). Al final, una explicación sociobiologica tiene poco de explicación ya que en manos del biólogo el concepto mismo de moralidad desaparece de la vista. Si toda conducta es esencialmente biológica (la acción de neuronas, hormonas, nervios musculares), no queda nada que pueda llamarse «moral». El reduccionismo biológico confina, por lo tanto, el «hablar moral» al reino de lo místico.

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Marx y Engeis, en su condena de un sistema económico que promueve una «explotación desnuda, descarada, directa y brutal» y su defensa de la bondad humana y su liberación de la opresión, adquiere su fuerza persuasiva de sus afirmaciones inherentemente morales. Con todo, la enorme opresión que resultó del movimiento comunista permitió que el mundo atisvara la presencia del potencial apocalíptico en esas afirmaciones. Podríamos examinar también el atractivo romántico en Mein Kampf, de Adolf Hitier, en la que habla de su pueblo que «suspira bajo el intolerable peso de una condición existente» y condena «las naciones que ya no encuentran una solución heroica para esta angustia» por «impotentes». Para Hitler es esencial luchar por la «liberación de la gente de una gran opresión, o por la eliminación de la amarga angustia, o por la satisfacción de su alma, desasosegada porque ha crecido en la inseguridad» (1943, págs. 509-510). Uno se estremece de los resultados a que condujo.4

Resulta difícil decir que la retórica de los sentimientos morales ha muerto. Existen movimientos significativos que demuestran que conceptos como, por ejemplo, justicia, igualdad y derechos siguen conservando una poderosa capacidad para conducir la acción humana. Sin embargo, poco queda del sentido de una justificación fundamentado para este tipo de movimientos. El proyecto sucesor, al menos en el ámbito del mundo de la ciencia y de las letras, viene prefigurado por las críticas del romanticismo que esbocé antes. Descartar la concepción romántica del ser moral sobre la base de la supervivencia de la especie y la racionalidad científica en particular consiste en suponer que existe una forma de ser humano que, en virtud de la observación y la razón, está efectivamente dotado para construir la sociedad moralmente buena. Esta concepción del ser humano —racional, observador, y, por consiguiente, capaz de realzar la condición humana— ha pasado a ser dominante en el presente siglo. Tal como Habermas (1983) lo ve, esta concepción modernista del ser humano es ampliamente una rehabilitación del enfoque ilustrado. Se trata de un enfoque que ha desempeñado un papel importante en el modelar el discurso de la filosofía empirista de la ciencia, las teorías del hombre económico, el discurso sobre la libertad y la democracia en las ciencias políticas, y las formulaciones sociobiológicas entre otras. Es este mismo enfoque el que fue normalizado por la mayor parte de la teoría e investigación en psicología durante el presente siglo. Mientras que las formulaciones de la teoría del aprendizaje constituían la persona como un organismo adaptativo en sintonía con las contingencias del entorno, la revolución cognitiva consiguió poner los procesos racionales en el centro del funcionamiento humano. En efecto, tanto una como otra empresa sirvieron para objetivar la concepción modernista (neoilustrada) del funcionar humano.

¿Cuál es el lugar de la acción (ética, ideológica) moral en la concepción moderna del ser humano como ser racional-instrumental? A mi juicio, cualquier respuesta que se dé a esta pregunta tiene que distinguir entre dos influencias ilustradas principales en los enfoques modernos de la persona. La primera es un dominio del discurso moderno informado por la tradición empirista que iría de las obras de Locke, Hume y Mili pasando a través de Comte, y se prolongaría a través del siglo xix. En el hincapié que hacen sobre los antecedentes

4 Los argumentos en contra de la tradición romántica, juntamente con el acento reciente puesto en la razón y la observación, han conducido a una erosión general de la filosofía moral. Tal como Regis (1984) describe la situación, «de algunos de los diferentes rasgos que distinguen la filosofía moral del siglo xx de las décadas anteriores, probablemente ninguno es más importante y portentoso que su escepticismo sobre si los principios morales pueden conocerse o demostrar que son ciertos en absoluto. Este escepticismo ha adoptado muchas formas: emotivismo y otros no cognitivismos, intuicionismo, subjetivismo, perspectivismo, y la práctica más reciente de deponer los principios morales fundamentales mediante el fiat o el mero rumor... la teorización moral [se ha reducido] al nivel de la afirmación y la contraafirmación: a la confrontación de intuiciones concurrentes, de las "convicciones morales consideradas" y las diferentes concepciones de "lo que querríamos decir"» (pág. 1).

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medioambientales del funcionamiento humano, la tradición empirista puso los fundamentos para una concepción, típica del siglo xx, en el que el individuo es visto como una pieza de una gran máquina universal. El individuo según esta exposición, es poco más que el resultado de inputs sistemáticos. Y si toda la actividad humana se comprende como una función de antecedentes medioambientales —un enfoque establecido por buena parte de la filosofía del empirismo lógico junto con el enfoque conductista en ciencias sociales—, entonces se subvierte la cuestión de la «elección moral». En la medida en que la gente actúa moralmente, su conducta tiene que ser retrotraída a condiciones precedentes, como la socialización familiar, la educación religiosa, o los programas de construcción del carácter como los de los Boy Scouts y la YMCA. Con todo, precisamente aquello que constituye la acción moral no es un asunto con el que quieran enfrentarse la mayoría de los filósofos de la ciencia, lo científicos conductistas y demás especialistas que trabajan en el seno de la tradición empirista. Para los científicos y filósofos empiristas, las preguntas importantes y contestables son las del tipo «qué es en realidad». Toda preocupación por «qué debe ser» está más allá de toda respuesta: es mera metafísica o algo peor. El adecuado funcionar en las ciencias, en la vida cotidiana, requiere observar, razonar y planificar, así como poner a prueba hipótesis en el mundo. Los valores personales, la ética y las pasiones políticas simplemente ofuscan el proceso. Actúan como prejuicios que interfieren los tipos de juicios imparciales necesarios para la acción efectiva, tanto en la ciencia como, en consecuencia, la vida cotidiana.5

En gran parte por estas razones, muchos especialistas aún hoy encuentran la concepción moderna del funcionar humano moralmente vacía. El enfoque del individuo ideal como un científico empirista es del tipo que deja al individuo sin ningún sentido de la dirección ética, sin medios para evaluar lo justo y lo injusto, y sin motivos para desafiar el statu quo. El científico en cuanto científico carece de punto de vista moral. Los científicos pueden generar conocimiento y saber acerca de sofisticados sistemas de armamento, pero nada hay en la ciencia misma que prevenga (o invite a) su uso. El único medio por el cual las acciones buenas se pueden garantizar desde este punto de vista es a través de la socialización y la educación: esencialmente mediante su impresión. Por consiguiente, las preguntas por el valor son siempre resueltas a un paso de distancia del actor individual. El individuo singular está destinado a actuar como otros han ideado, y éstos a su vez como otros han dictado. En ningún punto se hace posible una deliberación sin trabas sobre el bien. Tampoco queda claro qué resultados útiles se alcanzarían a través de este tipo de consideraciones, dado que no existen estándares del «bien» necesariamente favorecidos por el estudio empírico, ni medios para derivar lo que debe ser de lo que es. Las preguntas sobre el valor son, en efecto, eludidas.

Con todo, existe una segunda tradición que contribuye a la concepción moderna del individuo, aquella que en general se identifica como racionalista (véase también el capítulo 1). Los escritos de Descartes, Spinoza y Kant, entre otros, hacían hincapié no en las habilidades observacionales, sino en la racionalidad inherente al individuo y la notable importancia de la racionalidad al determinar la naturaleza del bien. Al basar sus argumentos en la suposición de la existencia de una racionalidad inherente, los filósofos modernos han planteado desarrollar las

5 Existen excepciones al intento general de separar el conocimiento del principio moral. Por ejemplo, Goldman (1988) defiende un «conocimiento específicamente moral» basado en un enfoque coherente de la verdad. Flanagan (1991) intenta utilizar el conocimiento científico de la psicología humana como base para desarrollar una filosofía de la ética. Una aparentemente «bien fundamentada» inteligibilidad es, por consiguiente, utilizada para prestar fuerza a otra más hipotética, cuyos problemas se subrayaron ya en los capítulos 1 y 2.

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fundamentaciones racionales para la acción moral. Teoría de la justicia de John Rawls (1971) y Reason and Morality de Alan Gewirth (1987) se cuentan entre los ejemplos recientes más célebres.6 La orientación racionalista a la acción moral queda también reflejada y normalizada dentro de la psicología científica, que utiliza la observación empírica para justificar su posición («el ser humano como observador astuto») pero, simultáneamente, afirma que una línea dada de pensamiento es moralmente superior porque es más sofisticada. Por consiguiente, en lugar de verse como científicos que ofrecen soluciones al problema del bien, estos psicólogos presumen la capacidad natural del individuo para el pensamiento moral. El desafío, por consiguiente, consiste en determinar empíricamente la naturaleza de las decisiones morales: ¿Cómo, por quién y en qué circunstancias razonan las personas de un modo moralmente sofisticado?

El intento más ambicioso de este tipo lo incorpora la teoría del desarrollo moral de Kohiberg (1971). Kohiberg defiende una teoría innatista del razonamiento moral, basándose en la presuposición romántica de una capacidad inherente para la dirección moral, aunque sustituye los sentimientos propios del enfoque romántico por las «capacidades racionales». El desarrollo epigenético de la mente individual, sostiene Kohiberg, conducirá de modo necesario en la dirección del razonamiento moral abstracto. En estadios tempranos y más rudimentarios del desarrollo —preconvencional y convencional—, el individuo tomará aquellas decisiones que sean garantizadas por el entorno social o que ha absorbido del grupo social. (En efecto, la exposición empirista obtiene crédito, pero sólo en los estadios más rudimentarios del desarrollo.) En un estadio más maduro del desarrollo cognitivo, el individuo generará sus propios principios éticos abstractos.

Dicho esto, quisiera señalar que ni el intento del filósofo de ubicar la acción moral en una racionalidad fundacional ni el intento del psicólogo para ubicar formas superiores de toma de decisiones morales son muy convincentes. Por el lado filosófico, ¿cómo se puede justificar cualquier andamiaje racional particular? Un compromiso con la justicia no tiene que, por ejemplo, descansar en un conjunto elaborado de razones relativas al porqué se prefiere la justicia, y si nos peguntamos por qué estas razones son fundamentadoras ¿no nos saldrá de nuevo el abogado defensor con un conjunto de razones que por sí mismas necesitan justificación? Si, al fin y al cabo, la justificación demuestra estar fundamentada en el deseo («mi sensación de lo que es justo»), entonces hemos vuelto al romanticismo. Como examinaremos en posteriores capítulos (especialmente en el capítulo 9), una gama de problemas parecen inherentes al individualismo occidental tradicional. La alienación, el narcisismo y la explotación se cuentan entre ellos. Al punto de que existe un estrecho vínculo entre el individualismo, por un lado, y el pensamiento moral, por otro; todos los puntos débiles del individualismo se plantean como condenas potenciales de una teoría moral en la que el individuo pensante ocupa el centro.7 Del mismo modo, toda la gama de argumentos contra el conocimiento como la posesión de las mentes individuales (véanse capítulos 1 y 5) opera como un impedimento para el enfoque moderno de la racionalidad que se deriva de la moralidad. Asignar defectos en la polaridad que separa una «mente interna» de un «mundo externo» es problematizar el concepto del «sujeto que toma decisiones morales».

En el caso de la psicología, existen más problemas. Por ejemplo, existe una profunda incoherencia al hacer uso de la imagen del mundo científica, determinista de cara a demostrar la

6 Véase también The Theory of Morality, de Donagan (1977), que argumenta en favor de una teoría de la moralidad, cuya infracción seria una «violación de la propia racionalidad». 7 El estrecho vínculo de unión entre individualismo y teoría moral tradicional queda claro tanto en Taylor (1991) como en Fisher (en proceso editorial).

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existencia de la capacidad del individuo para tomar decisiones morales. La perspectiva empirista no deja espacio para un «sujeto de toma de decisiones» (capaz de alcanzar una decisión indeterminada por los inputs medioambientales), y, en la medida en que la tradición racionalista queda reflejada en la inclinación del psicólogo por los mecanismos de procesamiento de la información y cognitivos, se repudia el concepto de actuación voluntaria (decisiones más allá de los requisitos del sistema cognitivo). Utilizar la perspectiva científica para demostrar la opinión antitética es perjudicial. La teoría del desarrollo moral de Kohiberg parece eludir este problema, pero la solución es engañosa. Es decir, la teoría de las etapas de desarrollo es plenamente determinista, como lo son los procesos que actúan en cada estadio, salvo el estadio final de razonamiento moral posconvencional. Aquí la autonomía individual es sutilmente restaurada, pero la posibilidad de una ciencia determinista queda arruinada.

Sin embargo, existe otro problema en cuestión que es relevante tanto para los intentos filosóficos como psicológicos de basar la moralidad en procesos de principio racional. Si concedemos a los individuos la capacidad de pensamiento abstracto moral y un compromiso con un conjunto de principios —a saber, justicia, honestidad e igualdad—, ¿el resultado de estas capacidades y compromisos sería una sociedad moral? ¿El creciente número de personas, por la fuerza de la herencia o gracias a la educación, intensificara necesariamente la cualidad de la vida cultural? Pienso que no. El principal problema de los principios abstractos de la moralidad es que están vacíos de contenido significativo. En su interior no contienen ninguna regla de instanciación; no consiguen determinar cuándo y dónde se aplican. Así uno puede declararse a favor del principio «No matarás», pero el principio mismo carece de consecuencias para la acción. ¿A quién o a qué se aplica? ¿En qué condiciones? ¿Qué significa «matar» en términos de movimientos reales del cuerpo?

Cabe intentar mejorar las cosas buscando el compendio para una definición precisa de la que la acción podría derivarse. «Matar», tras deliberar, significa «privar de la vida». Una definición así podría inicialmente parecer llena de consecuencias determinantes. Con todo, un examen más cuidado revela que esta definición más exigente es en sí abstracta. ¿Qué significa, al fin y al cabo, «privar de la vida» en un abanico de marcos concretos? ¿Cuando yo como y respiro no estoy con ello privando de oxígeno y alimentos a otros? ¿Qué sucede si se trata de mi vida o la de ellos? La definición exigente demuestra ser muy imprecisa. Como rápidamente supondremos, cuando se definen principios abstractos, sus definiciones se mueven también en el ámbito de lo abstracto, sin lograr indicar cuándo, dónde y cómo se aplican. Y lo mismo cabe decir también de las ulteriores explicaciones de las definiciones y las explicaciones de las explicaciones en una regresión infinita, de la que no hay salida para la acción moral.8

Llegados a este punto cabe optar por una designación social o comunitaria de los particulares: puede que uno no esté directamente guiado por una proposición abstracta, pero tras una amplia inmersión en la cultura se llega a aprender (en la práctica) la gama de acciones relevantes. Se aprende, por ejemplo, que el «no matarás» tiene poco que ver con «matar de risa» o personas «vestidas para matar» o «sonrisas que matan», que prohibe determinadas acciones hacia parientes y amigos, y que se aplica contigentemente a otras personas de distintas convicciones religiosas, políticas o raciales. Sin embargo, rescatar así los principios morales del 8 En su volumen Against Ethics (1993), Caputo argumenta de manera similar que los principios éticos no son guías en nuestra inmersión diaria en las obligaciones. Con su elegante forma de expresarse, «la ética florece en el elemento de la belleza, la universalidad, la legitimidad, la autonomía, la inmanencia, la inteligibilidad. La ética aborrece el abismo de la singularidad y la incómoda incomprensibilidad... La obligación se incrusta en la densidad de la particularidad y la trascendencia, en una oscura ausencia de fundamentos en la que la ética sólo puede estorbar» (pág. 14).

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bajío que supone la regresión infinita equivale a eliminar a la psique del centro de la acción moral. Aquello que es moral se define no en conformidad con los principios del individuo, sino según los estándares culturales existentes en cuanto a cómo se aplica el principio moral. Si la cultura define como inmoral matar niños salvo cuando se trata de los hijos de nuestro enemigo, no queda ya espacio para la deliberación individual (a menos que no sea en virtud de algún otro estándar cultural). La convención cultural sustituye a la reflexión ética como el fulcro de la acción moral.

Además, aduzco que precisamente este carácter convencional de la falta de principios es lo que permite que los tribunales, los gobiernos y las religiones sostengan las leyes, los pilares constitucionales y los principios teológicos a lo largo de los siglos; dado que las exigencias sociales, económicas y materiales mudan con el paso del tiempo, análogamente pueden renegociarse las convenciones. El significado de los principios de justicia, honestidad e igualdad —en términos de las aplicaciones conductistas— pueden variar. De este modo los principios abstractos encamados en la Constitución, los tribunales de justicia o la Biblia puede seguir siendo relevantes; su significado está sometido a un continuado proceso de enmienda. Al mismo tiempo, las reglas morales ni determinan ni garantizan aquello que cualquier grupo particular favorecerá como acción moral. Las garantías constitucionales fueron un cobijo más bien precario para los norteamericanos de origen japonés durante la segunda guerra mundial, y sus consecuencias para los negros, las mujeres, los homosexuales o las madres adolescentes son en la actualidad un motivo de litigio constante. Lo que está en juego en este tipo de casos no son los principios —puede que permanezcan inflexibles— sino el hecho de que las cuestiones de cómo y cuándo se aplican se encuentran en movimiento continuo. En este sentido, las convenciones culturales no están en oposición con los principios morales trascendentales; más bien, sin esta determinación social del significado, principios como éstos dejan de ser oportunos. LA ACCIÓN MORAL DESDE EL PUNTO DE VISTA CONSTRUCCIONISTA

Hasta ahora he destacado los contornos de una perspectiva romántica y modernista sobre el ser moral, he recalcado cuáles son sus imperfecciones más significativas en cuanto a su potencial para generar una sociedad moral. A fin de realizar un examen abierto de la alternativa construccionista social, resulta útil examinar una línea de argumentación desarrollada por Alisdair Madntyre (1984) en After Virtue. Macintyre es altamente receptivo hacia aquellos que consideran que tanto los intentos románticos como los modernistas para generar preceptos morales universales son empresas abocadas al fracaso. El debate moral contemporáneo es para Madntyre tanto «interminable como inquietante» (pág. 210). En particular, adolece de su intento de establecer principios o valores que trascienden los contextos de su uso. Careciendo de un contexto de uso, estas abstracciones pierden consecuencia práctica y susceptibilidad de cara a la evaluación. Madntyre retrae la acción moral a la tradición comunitaria. La acción moral es posible cuando los individuos están inmersos en la vida comunitaria, y desarrollan narrativas autoidentificadoras que les hacen ser inteligibles para otros y para sí mismos. El individuo puede ser considerado responsable moralmente en razón de las narrativas autoidentificadoras y a causa de su enraizamiento en la vida cultural. «Ser el sujeto de una narración que va desde el nacimiento y se prolonga hasta la muerte es... ser responsable de las acciones y experiencias que componen la vida narrable» (pág. 202). En este enfoque, aquello que consideramos virtudes es algo inseparable del tejido de las relaciones sociales: «Las virtudes encuentran su sentido y propósito no sólo al sostener esas relaciones necesarias si ha de alcanzarse la variedad de bienes internos a las prácticas... sino también al sostener esas tradiciones que aportan, tanto a las

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practicas como a las vidas individuales, su contexto histórico necesario» (pág. 207). Con estos argumentos, Madntyre logra desplazar el fulcro de la acción moral desde la mente

individual a las relaciones entre personas. Sólo las personas en relación pueden sostener (y ser sostenidas por) un enfoque de la acción moral. A mi entender, sin embargo, Madntyre no le saca todo el rendimiento al tema. Si llevamos sus consecuencias al límite, se elimina al individuo como preocupación central de la deliberación moral. De un modo más explícito, si las narrativas en las que estamos inmersos son producto de la interacción existente, cabe separar los problemas de la acción moral de las cuestiones del estado mental. La acción moral no es un subproducto de una condición o estado mental, un acto privado interno a la psique, sino un acto público inseparable de las relaciones en las que se participa (o se ha participado). Según esta exposición, la moralidad no es algo que uno posea dentro, es una acción que posee su significado moral sólo dentro del ámbito particular de la inteligibilidad cultural. Uno participa en las formas culturales de acción como lo hace al participar en una danza o en un juego; las preguntas relativas a por qué uno es moral o inmoral no exigen una respuesta específicamente psicológica, como tampoco las preguntas relativas a por qué uno se mueve a un ritmo de tres por cuatro, cuando baila un vals o juega al tenis con pelotas y no con volantes. Este tipo de acciones pueden comprenderse plenamente como secuencias de acción coordinadas en el seno de comunidades particulares. Una vida moral, por consiguiente, no es una cuestión de sentimiento individual o racionalidad, sino una forma de participación comunitaria.9

Desde el punto de vista aventajado del construccionismo, ¿cómo hemos de comprender el sentimiento moral individual, el razonamiento moral, los valores personales, las intenciones? ¿Hemos de abandonar totalmente toda preocupación por este tipo de estados? Aunque esta pregunta es compleja, por el momento sostengo que para el construccionista estos diversos términos no son tanto abandonados como reconstituidos. Esta reconstitución exige tanto una desconstrucción ontológica como una reconstrucción discursiva. De nuevo extendiendo la tesis de Madntyre, si las narraciones mediante las cuales nos comprendemos a nosotros mismos y nuestras relaciones son formas de justificación social, ese mismo es su contenido. Este contenido incluiría aquello que consideramos que son los estados mentales: cuestiones de «intención», «sentimientos morales», «valores» y «razón». Hablar respecto a la propia vida mental es participar en una forma cultural de contar historias; afirmar una «intención» o poseer un «valor» es relacionar la inteligibilidad con otros participantes de la cultura occidental (véanse también los capítulos 6 y 9). Cuando psicólogos y filósofos hablan de los ingredientes psicológicos necesarios para una vida moral, participan en una forma de narración cultural. Los ingredientes psicológicos —el principal punto de preocupación para románticos y modernistas— son, por consiguiente, desontologizados. El lenguaje de los sentimientos morales y de la deliberación moral no se refiere entonces a los acontecimientos mentales ubicados en la mente de individuos singulares y que dirigen sus acciones. Más bien, podemos reconstituirlos como formas lingüísticas (poéticas, retóricas) de práctica comunitaria.

Si el lenguaje mental no adquiere su sentido y significado a partir de los estados mentales, ¿cómo funciona? ¿Qué es su interesarse por cuestiones de la acción moral? Desde una perspectiva construccionista, declaraciones como «creo que esto es correcto», «una acción así infringiría mis principios», o «pienso que esto es inmoral», a su modo están diciendo rasgos constitutivos de la vida cotidiana. Este tipo de oraciones, las suele utilizar la gente al llevar a cabo diversos rituales sociales, pautas de intercambio, o proyectos culturales. Operan dentro de

9 Véanse también los trabajos enormemente útiles sobre el desarrollo del discurso moral realizados por Shweder y Much (1987) y Packer (1987).

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relaciones para prevenir, amonestar, elogiar y sugerir diversas formas de acción; pueden también establecer la propia identidad, dar a otros guías de conducta futura y alcanzar la unidad dentro de un grupo. En efecto, los lenguajes ético y moral se encuentran entre los recursos disponibles para actuar en los juegos y participar en las danzas de la vida cultural. Son movimientos o posicionamientos que permiten a las personas construir la cultura en lo que damos en considerar un sentido moral o ético.

En algunos aspectos estos argumentos son compatibles con las tesis desarrolladas en Sources of the Selft (Fuentes del yo) de Taylor (1989), quien intenta resucitar los supuestos que subyacen a la concepción occidental del yo, supuestos que, desde su perspectiva, sirven de base implícita para la acción moral. Estos «marcos implícitos proporcionan el trasfondo... para nuestros juicios morales, intuiciones o reacciones... Articular un marco consiste en explicar qué tiene sentido de nuestras respuestas morales» (pág. 26). No es simplemente que este intento por trazar la «topografía moral» de la cultura occidental pueda «neutralizar las capas de supresión de la conciencia moral moderna» (pág. 90); más bien, tal como Taylor lo entiende, los lenguajes de la autocomprensión —y, por consiguiente, de la acción moral— sirven de «fuentes morales». Son «constitutivos del actuar humano», hasta tal punto que «salir fuera de estos límites equivaldría a salir fuera de lo que reconoceríamos como integral, es decir, la personalidad humana indemne» (pág. 27).

Al proponer que el lenguaje moral es esencialmente un recurso que genera y sostiene acciones que consideramos morales en el seno de la cultura, la posición de Taylor es compatible con las tesis construccionistas desarrolladas aquí. Sin embargo, en su valoración del lenguaje de la moralidad individual, y la suposición subyacente de que este lenguaje es únicamente idóneo para generar la sociedad moral, el construccionista podría plantear preguntas esenciales. Con Taylor, éste se uniría a la empresa de reseguir el discurso moral a través de la historia; sin embargo, el construccionista no defendería necesariamente este tipo de lenguajes, sino que intentaría dar cuenta de las condiciones y circunstancias en las que estas convenciones lingüísticas llegan a desempeñar un papel funcional en la vida social (e intelectual).10 Para el construccionista los lenguajes de la moralidad individual resucitarían no porque fueran esenciales a la vida moral, sino porque tal vez nos revelarían o recordarían modos potencialmente útiles de hablar (y actuar) que de otro modo podrían perderse o ser destruidos en el alboroto de la vida contemporánea. Al mismo tiempo, el construccionista se mostraría alterado por los posibles peligros inherentes en estos mismos lenguajes y acciones. Ahora volveremos sobre esta perspectiva. EL DISCURSO MORAL: ¿NECESARIO Y DESEABLE?

Aunque el lenguaje de la moralidad individual desempeña un papel significativo en la organización y la coherencia de la vida social, y la revitalización de los lenguajes morales tradicionales enriquece la gama y el potencial de nuestros intercambios, no podemos a partir de ahí concluir que el lenguaje moral sea esencial y deseable para las formas aceptables de vida social. Un discurso de este estilo puede figurar de manera prominente en nuestras acciones

10 En su obra posterior, The Ethics of Aufhenticity (1991), Taylor argumenta de un modo más directo en favor de la potencialidad moral de un discurso individualizado. Tal como declara, «pienso que la autenticidad ha de ser considerada seriamente como un ideal moral» (pág. 22). Donde la autenticidad se toma como «un determinado modo de ser humano a mi manera. Se me invita a vivir mi vida de este modo, y no imitando el de ningún otro... Si no, extravío mi vida, extravío lo que es para mí el ser humano» (pág. 29).

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diarias, permitiéndonos interceder, vacilar significativamente, y examinar las consecuencias amplias de nuestras acciones. Sin embargo, tal como hemos visto, esto no equivale a afirmar que los términos de moralidad (ética, valores, derechos) sean esenciales a la formación de una «sociedad moralmente buena». Más bien, tenemos que preguntar si se sirven mejor los intereses comunales —y en todo caso cuáles son— mediante estos tipos de cláusulas performativas. ¿Hablar de «lo bueno» y «lo moral», mejora de modo necesario la probabilidad de acciones apreciadas?

En primer lugar, los lenguajes del «deber ser», del «deber», de los «derechos», de los «principios» y similares ¿son esenciales a las formas aceptables de vida social? Parece dudable. Por ejemplo, una relación suave y sin problemas entre padre e hijo puede lograrse sin el beneficio de un discurso específicamente moral. En el mismo sentido, la mayoría de las amistades, relaciones universitarias y transacciones comerciales tienen lugar recurriendo escasamente a un léxico de aprobación moral. Hay pocas razones para creer que sin el lenguaje moral la sociedad se deterioraría o recaería en la barbarie. Las personas son plenamente capaces de coordinar sus acciones sin cláusulas performativas.

De un modo más especulativo, propongo que este tipo de lenguajes deben su desarrollo primeramente a rupturas en las pautas aceptables de intercambio. Si un individuo o grupo viola las costumbres comunes, puede emplearse el lenguaje moral como un medio para corregir o para reencauzar la acción infractora. De hecho, el lenguaje moral funciona ampliamente como un medio de sostén de las pautas de un intercambio social que corre el peligro de erosionarse. Este tipo de lenguajes no son tanto responsables de la generación de formas aceptables de sociedad como medios retóricos para reforzar aquellas líneas de acción ya asumidas. Las relaciones satisfactorias no requieren ni personas con estadios morales en su cabeza ni instituciones sociales con credos morales.

Esto es como decir que los lenguajes morales tienen poca repercusión en el sostenimiento del orden existente. Sin embargo, si el lenguaje moral principalmente cumple con funciones performativas —y en particular aquellas que sostienen tradiciones particulares—, tenemos que preguntar si este tipo de lenguaje es el vehículo más útil o efectivo para realzar la cualidad de la vida cultural. Si el lenguaje moral no es esencial, ¿de qué modo funciona en comparación con otros medios posibles de lograr los mismos fines? Aquí resulta útil considerar la investigación llevada a cabo por Felson (1984) sobre criminales convictos. A individuos convictos por crímenes de asalto con agresión se les pidió que describieran los incidentes que les condujeron a cometer ese tipo de acciones delictivas. Tal como aquellas narrativas pusieron de manifiesto, la mayoría retrotraía sus acciones a los incidentes en los que se consideraba que alguien (a menudo la víctima) actuaba inmoralmente (rompiendo una regla apropiada), había a menudo una amonestación verbal (característicamente hecha por el agresor) y el infractor putativo de la regla a menudo intentaba salvar las apariencias a través de una acción hostil. Esta hostilidad desencadenaba entonces el asalto con agresión. De hecho, si se introducían los principios del bien en la situación, la condición humana no se realzaba, sino que, al contrario, se deterioraba rápidamente.

A mi entender este deterioro a menudo se intensifica a través de esa misma tradición que fomenta la investigación de fundamentos morales para la sociedad, desde la temprana teología y el intuicionismo romántico a los intentos modernos de fundamentación racional. Y hablo de las tradiciones que intentan establecer los estándares universales del bien: principios de lo que está bien y está mal, códigos de ética, principios constitucionales, declaraciones de los derechos universales, que aspiran a hablar superando los límites espacio-temporales. Las repercusiones problemáticas de este tipo de enfoques quedan puestas de manifiesto en el intento que hace

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Gewirth (1987) de asegurar una base racional para la acción moral. En su prefacio, Gewirth primero ataca las formas convencionalistas de moralidad, es decir, aquellos principios o reglas que simplemente captan o expresan la propia tradición cultural. Tal como señala:

Este enfoque... encuentra una grave dificultad. Mientras que la corrección o rectitud del principio mismo... no queda establecida, un tipo de procedimiento así deja aún el sistema sin garantía alguna de su corrección o rectitud. Los partidarios de las culturas, tradiciones o sistemas sociales opuestos puede que afirmen individualmente la autoevidencia para sus propios principios morales, y sostengan que sus reglas respectivas y juicios son los moralmente correctos. Por consiguiente, el éxito de un principio moral al justificar... cualquier cultura, ideología o tradición nada aporta, de sí mismo, para demostrar [su] superioridad sobre las reglas morales o juicios de las culturas o tradiciones opuestas (pág. x).

Gewirth pasa, luego, a señalar que «este hecho ha aportado una de las motivaciones

intelectuales más fuertes para los diversos pensadores, tanto antiguos como modernos, que han intentado demostrar un fundamento firme, no relativista para la ética. Al dar una justificación racional de uno u otro principio moral, han albergado la esperanza de desaprobar o establecer lo erróneo de los principios antagonistas» (pág. x). Y Gewirth observa acontl: nuación, que ningún intento de establecer un sistema superior ha temdoexito; en cada caso los críticos han detectado graves imperfecciones. Su desafio, por consiguiente, es «presentar una nueva versión de la justificación raciona » que otorgue prioridad o primacía a un sistema moral sobre los demas. 11

He puesto en cursiva algunas palabras y frases en estas citaciones a fin de revelar una metáfora esencial que subyace a la mayoría del trabajo que se lleva a cabo en la tradición universalista. En efecto, se trata de una metatora del conflicto -de la oposición, de la rivalidad-, y la búsqueda final de un sistema o cultura que alcance la superioridad sobre el resto. O, llevando las cosas a su extremo, se trata de la búsqueda del dominio universal.

Unas tendencias hegemónicas como éstas a menudo actúan desbaratando lo que de otro modo serían formas de vida cultural satisfactorias, tormas que a menudo tienen largas historias y operan con una sofisticación finamente equilibrada. A medida que los preceptos de cualquier grupo tienden a la universalidad, operan desacreditando los modos de vida de otros grupos y defendiendo la sustitución de sus tradiciones propias y sus costumbres populares. Así, cuando los misioneros cristianos llevaron el evangelio a otras tierras, sus mandatos morales sirvieron para desacreditar las costumbres y tradiciones locales, justificando acciones que eran nocivas, periudicando así pautas de larga utilidad en el seno del marco local. Como occidentales preocupados por la liberación de las mujeres, podemos censurar el velo con que están obligadas a cubrirse el rostro las mujeres en el mundo musulmán. ¿Acaso no son opresivos los velos para las mujeres, y por consiguiente injustos e inhumanos? Con todo, dentro de la cultura islámica tradicional el velo desempeña una función importante al constituir y sostener un amplio número de costumbres y rituales entrelazados. Eliminarlo tomando como base razones o motivos de corte occidental sería amenazar la identidad cultural islámica misma. (A fin de poder estimar los efectos que supondría la eliminación del velo, consideremos cuáles serían los resultados de un movimiento islámico expansionista que buscara, en nombre de una moralidad superior, poner estos velos en las caras de las mujeres occidentales ) Finalmente, de lo que aquí se trata no es de una cuestión de ideología o moralidad, pues el hecho de desear la igualdad de los sexos, de modo necesario y sin un trabajo interpretativo considerable, apenas tiene nada que ver con la cuestión

11 La propia teoría de Gewirth se basa en lo que considera una verdad transparente de la cultura a otra ni a través de la historia.

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del velo facial. Más bien, los preceptos valoramos se convierten en la justificación para socavar modos de vida compatibles y satisfactorios en otros mundos.12

Más extremas que el deterioro de las tradiciones culturales son las hostilidades corrosivas a

las que invita el lenguaje de la superioridad moral. Cuando modos de vida preferidos son calificados como universalmente buenos y las desviaciones son inmorales, malas e inferiores, se ha dado el paso necesario para un conflicto brutal. El principal problema de que preferencias locales se atribuyan el status de principios universales es que estos últimos no permiten compromiso alguno, y los desviados emprenden una conducta inhumana. El número de muertes que resultan de las pretensiones de tener valores superiores excede, sospecho, a todo cálculo. LAS POTENCIALIDADES DE UN RELATIVISMO CONSTRUCCIONISTA

Nos encontramos ahora hundiéndonos en el «pantano del relativismo moral», o al menos así solemos caracterizar esta situación. Y, para colmo, también nos encontramos rechazando la propia orientación psicológica que durante tanto tiempo sirvió como pilar de la responsabilidad moral. Con todo, en lugar de lamentar este penoso estado y utilizarlo como catálisis para otra entrada más en el desfile de vanidades con dos mil años de antigüedad, parece un momento propicio para abrir una indagación sobre las potencialidades positivas del relativismo. No estoy afirmando aquí que todas las formas de relativismo tengan un tipo de consecuencia igual. Existen muchos medios para un fin relativista, y cada uno debería considerarse separada y comparativamente. Examinemos, por consiguiente, el potencial positivo de un enfoque construccionista de la «sociedad moralmente buena».

Tal como hemos visto al centrarnos en la pragmática social del lenguaje, el construccionista desontologiza el discurso tanto de la moral como del yo psicológico. Tales discursos, como ya propuse, no describen de manera inherente el mundo fuera de sí mismo, sino que los utilizan personas que realizan sus diversas relaciones, lo cual, efectivamente, elimina del núcleo de preocupación tanto los ideales morales en calidad de guías para la acción adecuada, como los yoes en calidad de agentes intencionales. Simplemente dejan de ser el centro de las preguntas sobre las que la deliberación y el estudio revelarán respuestas útiles o necesarias. Un tipo de movimiento como éste, sin embargo, no nos deja sin medios con los que proceder, ya que este análisis no exige que tomemos seriamente los procesos de conexión. La preocupación por el bienestar humano se enraiza en el ámbito de la afinidad humana. Sólo en las relaciones llegan a ser identificadas y valoradas las personas.

Me gustaría proponer que, en comparación con sus predecesores en el campo de la psicología, se trata de un emplazamiento más rico para explorar los medios que nutren la «sociedad moralmente buena». En la medida en que aquello que consideramos como «el bien, lo bueno», en nuestra cultura se alcanza a través de la intensificación de las relaciones, debemos centrar nuestra mayor atención en el proceso de establecimiento de relaciones. En este sentido, tal vez nos enfrentemos al omnipresente pluralismo de la vida contemporánea, no sin consternación, pero con un sentido de tranquilidad: la misma riqueza de las pautas de relación proporciona un recurso, un conjunto de potencialidades que podrían ser absorbidas beneficiosamente de las tradiciones vecinas. En este sentido, el pluralismo y la tiranía son fuerzas antitéticas. En lugar de buscar una solución específicamente moral al ethos relativista —un valor más elevado alrededor del cual todo podría fundirse, un universal abstracto con el que todo estaría de acuerdo—, el construccionismo invita a una orientación más pragmática o con centro en la práctica para 12 Véase también la critica de Said (1993).

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reconciliar los modos de vida enfrentados.13 Examinemos tres consecuencias particulares. Del imperialismo a la colaboración

Ya hemos abordado el potencial imperialista de la ética universalista. El relativismo construccionista sustituye esta pretensión de absolutismo por una búsqueda colaborativa de significado, y disquisiciones sobre los bienes trascendentales con consideraciones comunitarias de alcance. La réplica de Gilligan (1982) a la formulación por Kohiberg de la toma de decisiones éticas nos viene bien como inicio. En la investigación que esta autora lleva a cabo sobre las decisiones de abortar, concluía que las mujeres estaban profundamente preocupadas por sus responsabilidades para con otros y tenían un sentimiento de estar velando por el bienestar de otros. Su sentido de la moralidad no podía separarse de lo que percibían como un red de relaciones en las que estaban comprometidas. No defiendo aquí una «ética del cuidado», que en sí misma tiene insinuaciones universalistas, sino que más bien me centro en el proceso social por medio del cual se alcanzan soluciones. En lugar de intentar abrirse paso a través de las consecuencias del aborto como una cuestión de principio moral, las mujeres se comprometían en el diálogo, que en su forma idealizada puede considerarse como un proceso de expresión, escucha y elaboración de una solución que, si bien necesariamente imperfecta, representa una síntesis de las diversas relaciones en las que están comprometidas. No hay muchas razones para considerar esta forma de actividad colectiva como únicamente femenina. Se trata de un medio, mediante el cual puede enfocarse cualquier conflicto humano, sea o no designado como un problema de moralidad. En el marco construccionista, se trata de un modo de ensanchar el número de voces que hablan de los asuntos en cuestión. Permite que «el problema» se refracte a través de lentes múltiples, enriqueciendo por consiguiente la gama de comprensiones y ampliando la sensibilidad respecto a sus múltiples consecuencias. Efectivamente, un proceso así de intercambio ampliado a veces se desplazará hacia una conclusión clara e ineluctable; sin embargo, es la «claridad moral» la que hace peligrar la conversación. De la retribución a la reorganización

Tal como hemos visto, las instancias de acción inmoral se hacen remontar tradicionalmente a los procesos mentales de los actores individuales. Según este modo de ver las cosas, los agentes inmorales carecen de las capacidades humanas comunes (por ejemplo, un sentido de la decencia, una conciencia, un sentido de lo que está bien y lo que está mal, fuerza de voluntad) o adolecen

13 El hincapié hecho ahora en las prácticas sociales como opuestas a los imperativos morales ideales está en consonancia con una variedad de otras ofertas. Por ejemplo, Habermas (1979) explora la posibilidad se subvertir la opresión totalitaria a través del establecimiento de condiciones pragmáticas de comunicación necesarias para una plena comprensión. Sin embargo, la resolución que da a este problema supone una concepción individualista de la comunicación (véase capítulo 11), y él mismo aspira a la universalización. En su volumen Ethics after Babel (1988), Stout responde al pluralismo predominante defendiendo las formas de crítica social que podrían representar la gama de actos de otorgamiento de sentido de la gente, aunque simultáneamente permitiéndoles avanzar en el sentido de la comunidad moral. Sin embargo, saber si la crítica es por si misma una pragmática que permite la creación de la comunidad (como algo opuesto a conflicto) sigue siendo una pregunta abierta. Al abordar el problema de las religiones plurales, el teólogo David Tracey (1987) también favorece una orientación de la acción. Más que la búsqueda de ideales nuevos o integradores, Tracey opta por las estrategias hermenéuticas «heurísticas y pluralistas», por los modos de conversar que permiten que los participantes se transformen mutuamente a la luz de las opiniones de los demás. Tal como sucede en este caso, cada una de estas orientaciones nos confina en problemas prácticos como algo opuesto a la contemplación abstracta.

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de deficiencias mentales (como una razón desbordada por la emoción o la demencia transitoria). Desde el punto de vista construccionista, sin embargo, todas estas atribuciones están desnaturalizadas, y los términos de las descripción se reconstruyen como funciones performativas relaciónales. Cabe preguntarse, pues: ¿Cómo se usa el lenguaje de la responsabilidad individual? ¿Qué justifica? Tal como pronto se evidencia, este lenguaje racionaliza y sostiene un sistema cultural de culpa individual. Pero si nos situamos fuera de la ontología individualista, nos abrimos a la posibilidad de modos alternativos de construir el yo y la sociedad. Por consiguiente, las preguntas por la recriminación justa, la retribución, la instrucción moral, y otras similares, se convierten en secundarias. Una preocupación práctica por la organización de las relaciones sustituye a la psicología individual.

En lugar de castigar al agente inmoral, las propias preocupaciones se desplazan fuera a las formas de interacción que hacen que la acción problemática sea inteligible, deseable o posible. No son los individuos los finalmente culpables, sino pautas amplias de relación en las que cada individuo por sí solo puede reivindicar la probidad moral. El sistema legal se desplaza lentamente hacia una tal dispersión de la responsabilidad. En un caso reciente ocurrido en Filadelfia, una mujer vestida con uniforme de campaña y armada con un rifle entró en un centro comercial y empezó a disparar. Algunas personas resultaron muertas y los heridos fueron muchos. Desde el punto de vista tradicional, se prestará una atención superior al estado psicológico del individuo criminal: la perturbación emocional de aquella mujer. ¿Sabía distinguir el bien del mal? Y así sucesivamente. Las víctimas del crimen, sin embargo, presentaron consiguientemente una demanda contra una amplia gama de individuos e instituciones: la policía local, que tenía conocimiento del peligroso estado mental de aquella mujer, el propietario de la armería que le permitió comprar el arma, el centro comercial por la falta de protección. Con todo, ni siquiera esta expansión en la gama de complicidades va lo suficientemente lejos, y sigue reteniendo también una vertiente retributiva. Más eficaz hubiera sido una ampliación del diálogo incluyendo a los fabricantes de armas, la National Rifle Association, la familia y los vecinos de la asesina... ¿Cuál fue su contribución al horrible suceso y en qué sentido la punición sería razonable o irracional, dados los diversos ámbitos de relación? El incentivo en este tipo de diálogos no debiera ser el de asignar adecuadamente la culpa, sino el de intentar alcanzar una comprensión mayor de tan aciago acontecimiento: cómo pudo suceder, qué debía hacerse ahora en relación a ello, y cuáles son las consecuencias a sacar para una acción futura.

Una perspectiva construccionista también invita a indagar en las raíces históricas de problemas en desarrollo y las pautas de una interdependencia que de otro modo pasaría inadvertida. En el caso anterior, en lugar de intentar establecer quién tiene razón y quién está equivocado o quién debe desempeñar los papeles de justo y de culpable, centra su atención en los modos como se generan históricamente los problemas reales. Al considerar las cuestiones de un modo diacrónico, a menudo podemos demostrar que las verdades que hoy se dan por sentadas o se tienen por aciertos y errores tangibles, sólo han llegado a serlo en virtud de un uso prolongado y no examinado. Al estudiar sus contingencias históricas, podemos ver estas verdades en un contexto relativo y reexaminar nuestro compromiso incondicional con aquellas verdades. Además, la investigación puede poner de manifiesto de qué forma grupos que de otro modo serían cáusticos se encierran en relaciones de apoyo mutuo. Tengo en mente aquí la polémica sobre el aborto, en la que cada una de las partes participantes sostiene y defiende su verdad universal. El compromiso en el seno de estos marcos mutuamente excluyentes es imposible. Pero las raíces tanto de la ideología antiabortista como de la abortista cuentan con una larga y compleja historia respectivamente en el seno de la tradición judeocristiana y en la tradición norteamericana de las libertades individuales. Ambas dependen de los mismos recursos históricos

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para justificar sus compromisos. Sin sus tradiciones compartidas serían recíprocamente ininteligibles. Ambas comparten tradiciones que valoran el compromiso y la expresión moral, y este mismo hecho de compartir también establece un contexto en el que pueden empezar a entrever la posibilidad de cierto acuerdo —cuestiones sobre las que podrían estar de acuerdo, por ejemplo, o movimientos en los que podrían querer aunar sus fuerzas—. En muchos asuntos —desde políticas locales sobre la pornografía hasta la política internacional sobre la protección del medio ambiente—, los defensores de las tesis antiabortistas y de las abortistas pueden caminar cogidos de la mano. A menudo una ulterior toma de conciencia de su historia compartida y de su interdependencia tal vez suavizara sus reivindicaciones absolutistas. De los principios a las prácticas

Los enfoques tradicionales de la acción moral se han preocupado, primeramente, por establecer las virtudes universales, y, en segundo lugar, por implantarlas en las cabezas de los individuos. Desde la perspectiva construccionista, tanto un afán como otro no están exentos de imperfecciones. Ni un sinnúmero de debates sobre la naturaleza del bien ni una gran cantidad de instrucción moral garantizarían la existencia de actos buenos. Los principios del bien no dictan, ni pueden hacerlo, acciones concretas, y cualquier acción en cualquier momento puede construirse como buena o mala desde cierto punto de vista privilegiado. En un sentido más amplio, las esperanzas de una sociedad buena finalmente no dependerán de que se moldee a las personas según principios. La palabra no proporcionará «el camino, la verdad y la luz». Pero de ello no se colige el abandono del discurso moral, sino que debe desplazar su atención de las teorías o principios del bien a procesos más concretos mediantes los cuales se logran resultados más ampliamente satisfactorios en el seno de la relaciones. De hecho, de este modo mudamos nuestra preocupación por lo axiológico y nos ceñimos a lo práctico.

Al orientarnos hacia lo táctico de la moralidad como consecución social, nos enfrentamos con una nueva gama de preguntas. Por ejemplo: ¿Qué formas lingüísticas pueden, en condiciones de conflicto o angustia, emplearse para producir fines satisfactorios? ¿Qué recursos lingüísticos tiene a su disposición la gente en condiciones así? ¿Puede ampliarse la gama disponible de recursos? Es en este aspecto como el intento de Taylor de resucitar los lenguajes morales del pasado se puede apreciar mejor. En determinadas condiciones, y si se aplica de modo perspicaz, el discurso moral puede utilizarse para alcanzar la coordinación social. Cuando se lo utiliza, por ejemplo, para afirmar el compromiso común en una causa justa y no como medio de asignación de culpa o de enmienda de las faltas, el discurso moral puede suscitar y favorecer líneas de acción mutuamente aceptables. Un discurso moral de este estilo es sólo un medio para lograr la coordinación satisfactoria, sin embargo, también precisamos explorar las formas alternativas de práctica. ¿Se pueden desarrollar nuevas formas de relación —o nuevos rituales— para reconciliar las diferencias entre las personas? Los teóricos de la comunicación y los terapeutas de las relaciones familiares han conseguido un gran éxito al desarrollar técnicas con que tratar los conflictos interpersonales: reencauzar, reconstruir las narraciones y mudar lo que son posturas conflictivas en metarreflexivas son acciones que contribuyen significativamente a la reserva de recursos culturales. Estas formas de alcanzar un «sentido del bien» en las relaciones podría, de un modo más general, incorporarse útilmente en la vida cultural.

Este hacer hincapié en las prácticas también tiene que ir más allá de los límites del lenguaje. Nos es preciso un modo de integrar no sólo perspectivas, modos de enmarcar las cosas y de hablar de los valores, sino también pautas de vida más amplias. Existe un sentido importante en el que el discurso moral es decisivo. Cuando está comprometido con un lenguaje absolutista

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sostenido por un sentido de la justicia, quienes no consiguen compartir ese lenguaje se convierten en «los otros». Esto puede ser así incluso cuando la mayor parte de las actividades cotidianas de uno son prácticamente idénticas que las del «infiel». Existe una similitud sustancial en las actividades cotidianas que oponen a israelíes y a palestinos, a los irlandeses protestantes y a los católicos, a paquistaníes y a hindúes, a griegos y a turcos. Con todo, el compromiso con absolutos diferentes —con formaciones alternativas de sonidos y signos— ha contribuido a acrecentar un sufrimiento y padecimiento enormes. Así pues, además de una expansión de las formas lingüísticas, nos es preciso descubrir nuevos modos de «compartir el pan». EL CONSTRUCCIONISMO: RIESGO Y POTENCIAL

A mi juicio, el construccionismo no intenta en sí mismo establecer o instituir un código ético ni a nivel psicológico ni filosófico. Más bien, intenta poner entre paréntesis «el problemas de los principios morales» favoreciendo en su lugar una exploración de aquellas prácticas relaciónales que permiten que las personas alcancen lo que entienden por un «vida moral». La pregunta no es tanto «¿qué es el bien?» sino más bien, dada la heterogeneidad de los mundos de las personas, «¿cuáles son los medios relaciónales con los que se pueden desplazar hacia condiciones mutuamente satisfactorias?». Esto no sustituye la ética por la tecnología, lo que ha sido un tópico de la crítica de las ciencias sociales durante el apogeo del empirismo. Más bien consiste en considerar seriamente las pautas de la acción preferida en el seno de diversos grupos y los lenguajes morales por medio de los cuales estas pautas se comprenden y refuerzan. Con ello no se quiere descartar toda negociación sobre principios, pero tampoco se ha de suponer que esta negociación será la vía preferida que lleve a fines aceptables.

Las diversas propuestas pueden someterse a crítica, y deben serlo desde diversos puntos de vista; de entre ellos, dos merecen una atención particular. Existe, primero, el problema de la vacuidad moral. Un relativismo así, se dirá, no ofrece donde situarse, nada que valorar, ninguna razón que oponer a las más atroces inhumanidades. Ya he dicho mucho acerca de los fracasos de intentos anteriores de establecer los fundamentos morales para la acción y los efectos problemáticos que el «punto de vista moral» ha tenido en la sociedad. Pero —puede aventurar el crítico—, sin una posición moral de cierto tipo, simplemente uno no puede proceder; uno queda sin compromiso y falto de dirección. Para responder a este argumento he sugerido que los principios mismos no dictan la acción. Nada hay en el compromiso con una teoría de la moralidad que acabe produciendo una vida moral, nada en una vida decente y plena que exija un lenguaje moral como acompañamiento. Los principios morales se relacionan con la acción sólo en virtud de las convenciones sociales en las que uno participa.

Con todo, el crítico puede proseguir diciendo que el tipo de relativismo defendido por el construccionista le deja siempre flotando entre moralidades, sin que nunca llegue a incrustarse o comprometerse con ellas. Pero esto es suponer erróneamente que la metateoría construccionista es en sí misma un «fundamento para la acción» o posiblemente «una estructura cognitiva» que dicta la conducta a seguir. Tal como he sostenido, el construccionismo es una forma de posicionamiento discursivo, una acción en sí mismo, y no una fuente causal de acción. Nada hay en el relativismo construccionista que niegue la posibilidad de compromiso moral. Aunque el construccionismo pueda dar razones para una preocupación de estilo reflexivo, no es un sustituto para la vida normal. En este sentido, indudablemente proseguiré comprometiéndome en acciones que me parezcan buenas y justas según ciertos criterios y reglas —a veces puedo incluso estar fuertemente comprometido—, pero lo que se elimina de la mesa, según este enfoque, es la base justificativa para estos compromisos, la gama de «razones sólidas» que proporcionan las

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sanciones últimas para silenciar —o incluso destruir— la oposición.14 Pero, ¿de qué modo pudimos llegar a creer que no podríamos actuar sin fundamentos morales?

Resulta instructivo en este contexto examinar el caso del nazismo, tal vez la última arma del arsenal antirrelativista. ¿Cómo puede un construccionista justificar una posición contra el nazismo? Nada hay en el relativismo construccionista que argumente contra la aversión de muchas de las actividades llevadas a cabo en nombre del nacionalsocialismo. Dadas las formas de relación en las que la mayoría de nosotros vivimos, sería prácticamente inconcebible reaccionar de otro modo. Aquello cuyo uso se elimina de la perspectiva construccionista son los tipos de justificación que invitarían, como política preferencial, a la «erradicación de los nazis». El marco nazi proporcionó una base lógica para actividades ante las que retrocedemos con horror; sin embargo, dentro de ese sistema de comprensión, aquel tipo de actividades tenía una sanción moral. El problema era no que el pueblo alemán careciera del nervio moral y que el resto del mundo occidental fuera muy lento en detectar el mal; más bien, el problema puede hacerse remontar en gran medida al contexto histórico occidental en el que los grupos podían llegar a creer en su propia superioridad moral (apoyada por justificaciones últimas) y, por consiguiente, hacer enmudecer al conjunto de voces de la oposición. Si hubieran dispuesto antes de los medios para una interpretación libre de sistemas de significación —nazi, judío, cristiano, marxista, feminista— podemos imaginar que las consecuencias hubieran sido mucho menos desastrosas.

Existe una segunda línea importante de crítica, que precisamente es la opuesta de la precedente. No es la «falta de valores» del construccionismo lo que está en cuestión, podría llegar a opinar el crítico, sino sus compromisos de valor. Aunque parezca que optan por una forma de relativismo moral, los argumentos construccionistas de hecho creen en un profundo compromiso con una posición ética. He hablado del bienestar humano, de la armonía social, de la reducción del conflicto, de la aceptación de las personas que difieren. ¿No son éstas, al fin y al cabo, las buenas y pasadas de moda virtudes liberales que operan ahora en una relación simbiótica con el construccionismo? ¿No es precisamente el construccionismo otro florete más para el convencionalismo del statu quo?

A esta acusación son posibles dos réplicas. Recordando el tema debatido en el capítulo anterior, atribuir cualquier compromiso de valor particular a los argumentos presentes exige la existencia de un esfuerzo interpretativo, una sustitución de las palabras mismas por algún otro conjunto de palabras aparentemente «más genérico». Con todo, esta fuente, de otro modo oculta,

14 Dos intentos recientes de enfrentarse al relativismo moral del construccionismo posmoderno son importantes. Al haber socavado este «relativismo nuestro sentido del tabú», Heller y Feher (1988) ven una peligrosa «irracionalidad» adentrándose silenciosamente en la política internacional (intercultural). «Si el relativismo cultural en conjunto... gana la mano, incluso la evaluación de la deportación en masa y del genocidio se convierte en una cuestión de gusto» (pág. 9). Estos autores proponen oponerse a esta tendencia al establecimiento de «ideas universales normativas de "libertad igual para todos" y "igualdad de oportunidades para todos" como reglas del juicio» (pág. 131), con diferencias entre los grupos resueltas a través de la argumentación racional. En Postmodemism and lis Critics, McGowan (1991) también garantiza la significación de los diversos argumentos contra las presuposiciones universales, referentes tanto a la moralidad como a la epistemología. Sin embargo, para combatir el relativismo hecho y derecho propone un «imperativo ético de democracia» (pág. 212). Esta «democracia posliberal», tal como McGowan la denomina, «no basa las libertades civiles en una noción de los derechos naturales o de la inviolabilidad de los individuos autónomos, sino que las justifica como medios necesarios para el fin deseado de la democracia» (pág. 213). Mientras estos dos análisis se muestran críticos frente al fundamentalismo moderno y profundamente preocupados por honrar el principio de multiplicidad de voces, al final proponen otro nuevo conjunto de universales abstractos sobre los que construir un futuro. Desde la perspectiva presente, no sólo estas abstracciones se eliminan del contexto práctico, sino que pueden prestarse a rehabilitar los tipos de jerarquías que los argumentos del construccionismo posmodemo se esmeran en eliminar.

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Construcción social y ordenes morales

ni se da transparentemente en lo que se ha escrito ni puede derivarse unívocamente de las palabras tal como se presentan. ¿En el análisis hay «valores ocultos»? Sí, pero sólo si uno quiere interpretar el texto así. En segundo lugar, dada mi propia inmersión en las relaciones, no existen medios a través de los cuales mi análisis pueda eludir determinadas preferencias: favorece la paz sobre la guerra, la armonía sobre el conflicto, y el diálogo sobre el monólogo. Estas preferencias no son exigidas por los argumentos construccionistas; son compatibles, pero también lo son muchas otras defensas y apoyos. Sin embargo, no hago ningún intento por justificar estas preferencias particulares. No existe ninguna base lógica fundamental que dé su apoyo —ninguna necesidad de espíritu, ninguna racionalidad fundamental—, que favorezca estas defensas y apoyos particulares sobre otros. En efecto, son participaciones infundadas en la conversación, aperturas a ulteriores diálogos, invitaciones a formas de relación.

La investigación construccionista, por consiguiente, no va en pos de soluciones para las cuestiones del bien y del mal, sino que más bien se mueve en el sentido de una problematización acrecentada. Resolver los problemas del bien y del mal en cualquier caso concreto es congelar el significado en un punto dado y, por consiguiente, acallar las voces y segmentar el mundo social. La mayor «violencia sería detener el declinar, eliminar la ambigüedad, tomar el juego sin los acontecimientos, disponer los acontecimientos del juego y ordenarlos, jerarquizarlos, erigir autoridades principales que diesen las interpretaciones autorizadas y emitieran las soluciones y juicios definitivos» (Caputo, 1993, pág. 222). En la medida en que el diálogo sigue y las construcciones continúan abiertas, los significados locales tal vez se ramifiquen y quizá las personas lleguen a compartir o asimilar los modos de vida de los demás. En este resultado descansa tal vez la mayor esperanza de lograr el bienestar humano.

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SEGUNDA PARTE CRÍTICA Y CONSECUENCIAS

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Capítulo 5 La psicología social y la revolución errónea

Los capítulos precedentes han seguido el curso de algunos movimientos que conspiran

contra los compromisos tradicionales del conocimiento como una posesión individual y se han esforzado por sustituir lo individual por la comunidad como emplazamiento de la generación de conocimiento. Irónicamente, la parte más amplia del trabajo contemporáneo sobre la construcción social del conocimiento tiene lugar fuera del dominio de la psicología social -la disciplina más esencialmente preocupada por el proceso de la interacción cotidiana- y su ausencia de los debates es un hecho particularmente desgraciado, ya que la disiciplina a la vez gana y pierde fuertemente por la exploración y aplicación decididas del pensamiento construccionista social. Al traer estas cuestiones a primer plano quiero, en primer lugar extender la crítica de la «mente que conoce» al dominio de la cognición social y, por consiguiente, explorar territorios alternativos. Estas lineas de investigación construccionista ofrecen posibilidades más prometedoras para una psicología culturalmente responsable y sensible.

La revolución cognitiva en la psicología científica tiene muchas caras. Hay quien la considera un mero mudar en el hincapié hecho en el conductismo de caja negra por un interés neoconductista por los procesos internos- hay otros que la consideran un cambio de modelos «ascendentes» del funcionar humano por teorías «descendentes» de la acción, y aún hay otros que la consideran como el paso de una concepción de la conducta medioambientalista a otra innatista. Aunque todos estos enfoques captan los elementos importantes de la transformación, ahora queda claro que la revolución cognitiva ha reducido radicalmente la investigación a una gama restringida de constructos explicativos. Y es la operación de estos constructos (por ejemplo- esquemas, atención, memoria, heurística, accesibilidad) lo que antecede desde el punto de vista del procedimiento a la propia actividad humana. Para el psicólogo cognitivo, la actividad humana es ampliamente el producto resultante de los procesos cognitivos, los cuales a su vez reclaman una atención focal.

Los psicólogos sociales difícilmente han permanecido inmunes a esta revolución en psicología. En realidad, se podría decir que la obra de Kurt Lewin y sus protegidos (a saber, Festinger, Schachter y Kelley) desempeñó un papel esencial en su desarrollo. Cómo podía uno resistirse al mensaje fuerte e insistente que transmitía esta obra temprana, a saber: «No es el mundo en sí lo que determina la acción humana sino el modo como se percibe el mundo». Para Festinger (1954), ninguna «realidad física» determinaba el curso de la comparación social sino la «realidad social» del individuo. Y en su posterior obra sobre la disonancia cognitiva (Festinger, 1957), había una exigencia puramente cognitiva de consistencia a la cual se hacían remontar pautas de conducta de amplio alcance (y a menudo aberrantes). Para Schachter (1964), las emociones dejaban de existir como acontecimientos sui generís y se convertían en el resultado del etiquetaje cognitivo. Y para Kelley (1972) la atribución de la causalidad era una función de heurística mental. Estos temas fueron esenciales para buena parte del trabajo clásico sobre la percepción personal (Heider, 1958) y de la teoría de la atribución (véase Jones, 1990). Como los textos de Eiser (1980) y Fiske y Taylor (1991) también demuestran, la orientación cognitiva puede ampliarse fructíferamente hasta llegar a incluir buena parte de la principal literatura sobre el cambio de actitud, el altruismo, la negociación, la atracción y la equidad. Para fortalecer aún más la revolución, un lenguaje teórico nuevo y unificador (aquel que procede más o menos de la metáfora de la mente como ordenador) ha surgido también en las «áreas con glamour» de la cognición social: prejuicio (véase Mackie y Hamilton, 1993), esquemas sociales (Cantor y Mischel 1979), memoria personal (Wyer y Srull, 1989), accesibilidad categorial (Higgins y

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La psicología social y la revolucion erronea

Bargh, 1987), estereotipos (Hamilton y Rose, 1980) y la inferencia social (Nisbett y Ross, 1990). Ciertamente, la revolución cognitiva ha sido un logro intelectual de primera magnitud. Ha

logrado abrir un amplio panorama sobre la investigación excitante y sugerente, ha planteado un sinnúmero de nuevas e interesantes preguntas, y ha proporcionado soluciones creativas a los problemas de larga duración. Sin embargo, como espero poder determinar, el precio que ha pagado la psicología por estos logros es en realidad alto. Para los psicólogos sociales en particular, esta revolución es una desviación autoinmoladora de su principal cometido, el de esforzarse por resolver conceptual y prácticamente las complejidades de la vida social vigente. Tal como sostendré, los psicólogos han sido todos demasiado propensos a «apearse de la mala revolución». No sólo existen problemas capitales intrínsecos a la perspectiva cognitiva, sino que hay aún otra transformación que se asienta en el mundo intelectual, cuyo alcance y consecuencia son mucho mayores que las encamadas en la incursión cognitiva. Es de gran importancia señalar que se trata de una revolución en la que la psicología, en particular la social, podía desempeñar un papel decorativo. Las problemáticas de la explicación cognitiva

Como sucede en cualquier movimiento intelectual importante, los recelos comenzaron a aparecer en diversos frentes: desde el interior, en los límites, y desde perspectivas alternativas. Los cognitivistas no habían ocultado su desesperación por la falta de hallazgos acumulativos o signos obvios de progreso en la comprensión teórica (Allport, 1975). Algunos se habían desesperado a causa de la teoría representacionalista del conocimiento que subyace a buena parte de la teoría cognitiva (Maze, 1991). Dreyfus y Dreyfus (1986) detallan el fracaso del programa cognitivo en cuanto al cumplimiento de sus promesas y la incapacidad fundamental de que un pensamiento basado en reglas sustituyera a la intuición. De manera análoga, Searle (1985) ha demostrado cuáles eran las imperfecciones en el enfoque de que los sistemas cognitivos (modelados sobre la base del ordenador) pudieran explicar la comprensión humana. Una grave escisión se desarrolló entre aquellos que sostenían los conceptos psicológicos tradicionales como el proceso racional y la memoria, y aquellos otros que sostenían que este tipo de «ideas populares» y equívocas tenían que ser eliminadas y sustituidas por modelos plenamente biológicos (Churchiand, 1981) y computacionales (Stitch, 1983).1

En los límites, una minoría cada vez más ruidosa afirma la insuficiente atención prestada a las emociones y la motivación. Como Freud antes que ellos, los críticos sostienen que el sistema cognitivo tiene que motivarse si ha de funcionar en algún sentido, y por consiguiente, la cognición tiene en parte que derivarse de fuentes psicológicas más fundamentales. Aquellos que muestran una orientación histórica han empezado a experimentar una forma de deja vu: problemas recalcitrantes del período del primer mentalismo han reaparecido y siguen irresueltos en el seno del cognitivismo contemporáneo (Graumann y Sommer, 1984). Las teorías cognitivas parecen basarse primeramente en una metáfora tomada de la estadística intuitiva, y muchos dogmas esenciales de la psicología cognitiva recapitulan teorías profundamente imperfectas de la estadística (Gigerenzer y Murray, 1987). Las criticas recientes han sido aún más severas, al considerar el movimiento cognitivo como «excesivamente abstracto e impulsivo», «descomprometido», «impersonal», «tecnológico», «intelectualizado», «nada más que

1 Para un estudio útil de los problemas de las proposiciones mentales desde el punto de vista elimitativo materialista, véase Garfield (1988).

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información que pronto será suprimida por más información» y como popular solo «porque existen fuerzas políticas y culturales que lo apoyan... organizaciones burocráticas, industriales y militares» (Still y Costall, 1991).

Desde fuera del dominio cognitivo, las críticas son aún más aguzadas. Los primeros argumentos de Ryie (1949) sobre la regresión infinita de las explicaciones dualistas de la conducta han sido ampliadas por la crítica contemporánea (Palmer, 1987). Skinner (1989) ha mostrado que los términos cognitivos son descriptores mal colocados de situaciones o conducta. Recurriendo a las críticas que Wittgenstein hacía del psicologismo, Coulter (1983, 1989) ha demostrado la existencia de una diversidad de incoherencias en las formas cognitivas de explicación. Gellatly (1989) ha seguido los problemas en la diagnosis de estados cognitivos. Sampson (1981) ha adoptado la orientación cognitiva para censurarla por sus consecuencias ideológicas; al hacer hincapié en los mecanismos internos, los cognitivistas suprimen los problemas del mundo real en el que las personas están atrapadas. Tal como argumenté en el primer capítulo, la justificación racional de la empresa cognitiva está tristemente agotada.2

Sin embargo, hay otra gama de problemas que abordaré aquí, problemas heredados de la tradición occidental de la propia comprensión, ya que según me parece cuando se amplían las consecuencias lógicas de un compromiso cognitivo, uno se encuentra ante una serie de ineludibles callejones sin salida. Y hasta que no salgamos de la tradición en la que está sumergido el cognitivismo, la ciencia no sólo seguirá reciclando enigmas fastidiosos e insolubles, sino que tampoco logrará desempeñar ningún papel importante en la modelación futura de la cultura. Tres de estos problemas merecen una especial atención: el problema del mundo que se desvanece, el de los orígenes, y el de los efectos de la cognición. La cognición y el mundo que desaparece

Ante todo examinaremos un abanico de temas que podría iluminar una psicología social significativa. Podríamos esperar, por ejemplo, que el campo diera exposiciones sugerentes y constructivas de la agresión, de la cooperación, del conflicto, del compromiso político y religioso, de la desviación, de la explotación, del poder, de la irracionalidad, y similares. Efectivamente, todos deseamos que la disciplina aborde las principales cuestiones con las que se enfrenta la sociedad y ofrezca enfoques penetrantes y una posible guía para formas sociales perfeccionadas. ¿Pero cuál es la suerte de estos diversos fenómenos cuando se examinan a través de las lentes del cognitivismo? Tal como hemos visto, el principal dogma del cognitivista es que no es el mundo tal como es lo que determina la acción, sino la cognición del mundo que uno tiene. Así, pues, por ejemplo, un acto de explotación no es explotación a menos que uno reconozca que así lo es; un ataque hostil no es hostil hasta que es percibido así; los grupos no existen a menos que sus propios miembros los conceptualicen como tales. El resultado de esta línea de argumentación, cuando se amplía, es que no existen actos explicativos, actos hostiles, grupos y demás similares en sí y de por sí. Si uno viviera en una cultura donde nadie percibiera algo que contara como explotación, hay que reconocer simplemente que no habría explotación en el mundo. Los acontecimientos mundanos tienen, pues, su existencia asegurada gracias sólo al sistema categorial 2 Para más criticas de la psicología cognitiva, véanse también: Lopes (1991), Shotter (1991) y Bowers (1991) sobre la producción retórica de «hechos cognitivos» y la «irracionalidad» en la investigación cognitiva, Graumann (1988) sobre los efectos nocivos del movimiento cognitivo en la psicología social, Sahiin (1991) sobre la confianza de la investigación cognitiva en un inductivismo pasado de moda, Tetlock (1991) sobre las limitaciones de considerar el «juicio cognitivo erróneo» como una equivocación, y Valsiner (1991) sobre las limitaciones de las suposiciones cognitivas acerca de la teoría del desarrollo.

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del que percibe. Ahora bien, expresándolo de otro modo, según la perspectiva cognitiva, el mundo se reduce a una proyección o a un subproducto del individuo que conoce.

Llegados a este punto, muchos se sienten inclinados a encogerse de hombros y concluir que el reduccionismo cognitivista puede que sea desafortunado pero se trata simplemente de un hecho de vida. ¿Quién puede negar que respondemos al mundo tal y como lo percibimos y no al mundo como es? Examinemos las consecuencias lógicas de esta conclusión, ya que si continuamos reduciendo el mundo como es al mundo como mentalmente se representa, el «mundo real» en el que el individuo actúa deja de existir. Y por consiguiente, un tema de ciencia deja también de serlo, ya que ¿cómo podemos exceptuar al científico respecto al mismo argumento? ¿No están también los científicos encerrados en sus propios sistemas perceptuales o conceptuales, no expresan sus propias subjetividades, y no representaciones precisas de cómo son las cosas? Cuando se extiende el cognitivismo en el resgistro de sus consecuencias, no hay mundo real, no hay ciencia, y nada hay esencialmente que pueda denominarse conocimiento. La exposición cognitiva se desliza hacia el solipsismo.3

¿Hay algún modo de eludir esta desgraciada conclusión? No creo que la haya mientras la psicología siga comprometida con una metafísica de corte dualista. Es decir, la disciplina ha sido la heredera sin darse cuenta de una cosmovisión cartesiana en la que se ha hecho una fuerte distinción entre el sujeto y el objeto de conocimiento, siendo la mente lo que refleja el elemento material, y la conciencia, el espejo de la naturaleza (véase capítulo 1). En el pasado hemos aceptado la distinción como algo seguro; representa parte del sentido común sedimentado de la disciplina y en realidad, de un modo más general, de la cultura. Con todo, ¿cuál es la garantía para una distinción así? ¿Sobre qué fundamentos se justifica? Ciertamente no sobre los de la objetividad (está simple y obviamente ahí para su inspección), dado que el concepto mismo de objetividad tal como se lo usa en realidad (la mente que refleja con precisión la naturaleza) ya justifica la distinción. En efecto, se trata de un salto metafísico: sin que haya razones evidentes que así lo exijan Y si además, somos sensibles a una larga línea de críticas conceptuales desde Wittgenstein (1953), Ryie (1949 y Austin (1962) hasta Rorty (1979), puede que acabemos deseando eludirlo todo. Los argumentos que se exponen a continuación dan mayor peso específico a esta alternativa. El punto muerto del origen

Comprensiblemente la mayor parte de los cognitivistas han querido o deseado al menos detenerse antes de llegar al solipsismo. En cambio, atendiendo a propósitos de investigación, han abandonado su compromiso teórico y han avanzado lentamente describiendo un mundo real de particularidades experienciales (más allá de sus propias construcciones cognitivas). Por consiguiente, tratan la relación entre el mundo real y el conocido como un problema a explorar empíricamente. Efectivamente, de este modo un desafío empírico sustituye (o, digamos, suprime) el punto muerto conceptual. En este contexto, la pregunta preeminente de la investigación es,

3 ¿Pueden estos mismos argumentos ser girados en contra de los enfoques del construccionismo social esbozados en capítulos anteriores? ¿No sustituye el construccionismo social un solipsismo cognitivo por un solipsismo lingüístico o social? La respuesta es negativa, porque el construccionismo no conduce a la conclusión de que no hay ningún mundo fuera de su representación El construccionismo se queda mudo en cuestiones de ontologia. Uno puede participar en sistemas de significación cultural en los que «guerra», «cuerpo» o «amor» son tratados como datos ontológicos. Se puede, dentro de una perspectiva local, recoger el estudio sobre la agresión, la emoción y similares. Sin embargo, el movimiento reflexivo en el proceso construcciomsta sirve de salvaguardia contra la reificación y la universalización.

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desde luego, cómo dar cuenta de la representación mental. ¿De qué modo el mundo real informa el mundo cognitivo? ¿Cómo se construye nuestra reserva de pensamientos, conceptos, esquemas internos, a partir de la experiencia? ¿Cómo es que llegan a reflejar el mundo de un modo que permite que el organismo se adapte? En efecto, ¿de qué modo hemos de dar cuenta del origen de los contenidos cognitivos? En ausencia de respuestas a estas preguntas, la cognición sigue aislada de su entorno y careciendo de valor ostensible de supervivencia.4

Examinemos brevemente tres de las más destacadas soluciones al problema de los orígenes, juntamente con sus principales imperfecciones. En principio, uno se enfrenta con una variedad de exposiciones de refuerzo del desarrollo conceptual, que han gozado de popularidad en el seno de la psicología general desde la aparición de la obra clásica de Hull (1920) sobre la adquisición de conceptos. De manera característica este tipo de teorías, aunque no de modo exclusivo, presentan el proceso de aprendizaje conceptual mediante la metáfora de la puesta a prueba de hipótesis. Así, por ejemplo, Restie (1962) describió una diversidad de estrategias del tipo puesta a prueba de hipótesis sobre la adquisición de conceptos, cada una de las cuales se basaba en el supuesto de que los conceptos se aprenden a través de éxito y fracaso medioambiental. De manera similar, Bower y Trabosso (1964) propusieron que el desarrollo conceptual depende, al menos en parte, de las señales de error que proceden del entorno o del medio. En la obra de Levine (1966), se hace hincapié en las respuestas correctas como algo opuesto a los errores. Con un modelo que hace mayor hincapié en la mediación cognitiva, Simón y Kotowsky (1963) propusieron que uno forma hipótesis acerca de la pauta secuencial a la que ha sido expuesto y, a continuación, pone a prueba la adecuación de las hipótesis frente a nuevas exposiciones. Y en la psicología social más reciente, Epstein (1980) ha propuesto que el autoconcepto se desarrolla de un modo bastante similar a como lo hace la teoría científica: llega a reflejar los resultados de la puesta a prueba de las hipótesis y es corregido por falsación.

Pero todos estos intentos de dar cuenta adolecen de una imperfección importante. Si, como propone el cognitivista, respondemos a nuestra percepción del mundo y no al mundo mismo, entonces el teórico se enfrenta a un punto muerto al tener que explicar de qué modo se pone en marcha el proceso de refuerzo (o puesta a prueba de las hipótesis). Siendo más específico, a fin de que el refuerzo (resultados, errores u otras formas de retroalimentación medioambiental) corrija o modifique el concepto de uno, el individuo tiene que poseer ya un repertorio conceptual amplio. Ante todo, tendría que ser capaz de conceptualizar un mundo de acciones y/o entidades para el que serían relevantes el refuerzo o el feedback (las señales de error). Para que el feedback medioambiental funcione como un dispositivo correctivo o conceptual, el niño tiene que poseer cierta forma de estructura conceptual o hipótesis que le permita concluir que «esto es un seno y no otro objeto; soy una entidad y este seno está separado de mí; existen unidades temporales, y este acontecimiento se produce en un momento independiente de aquel otro»... Sin una preestructura conceptual como ésta, no habría modo de que el individuo preguntara al entorno, ni

4 En algunos de sus escritos, el cognitivista quintaesencia! Jerry Fodor se preocupa por el problema del solipsismo. Tal como razonaba en su ensayo de 1981 «Methodological Solipsim Considered as a Research Strategy in Gognitive Psychology», cualquier intento por generar leyes acerca de la relación existente entre acontecimientos físicos y representaciones mentales exigirá una «especificación física del estímulo», un dar cuenta en el estilo de la ciencia natural del estimulo y de aquellas propiedades particulares que determinan sus relaciones causales con las representaciones mentales. Con todo, este tipo de especificación exige una exposición científica altamente desarrollada, posponiendo indefinidamente el intento del psicólogo por cartografiar la relación con la representación mental. Su conclusión irónica es que «sólo el cielo sabe qué relación entre yo y Robin Roberts me posibilita a mi pensar en él (referirme a él, etc.), y he dudado de la posibilidad práctica de una ciencia cuyas generalizaciones instancia esa relación. Pero no dudo de que hay un tipo asi de relación o que a veces pienso en él» (págs. 252-253).

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información que suscitara su interés. El mundo estaría esencialmente vacío de contenido discriminante. Además, el modelo de refuerzo exige que el individuo posea primero conceptos de clases de refuerzo. Si no se puede conceptualizar un acontecimiento como «logro» o «error», entonces simplemente uno permanece ignorante de los acontecimientos que se suceden. Si los niños no distinguen entre una «amonestación paterna» y el resto de la confusión diaria, si no poseemos conceptos primarios sobre qué pueden significar expresiones como «bueno» y «malo» o «sí» y «no», entonces el feedback medioambiental no lograría influir o ampliar su repertorio conceptual.

Como rápidamente discernimos, las teorías del refuerzo precisamente están destinadas a explicar los orígenes de estas diversas preestructuras conceptuales. Al fin y al cabo, ¿de dónde proceden los diversos conceptos que constituyen el mundo en el que el refuerzo funciona? Cómo adquiere en realidad el niño los conceptos de amonestación y elogio? En efecto, las exposiciones del refuerzo no logran ofrecer una explicación satisfactoria del desarrollo conceptual, porque el refuerzo (o la puesta a prueba de las hipótesis) no puede funcionar sin una estructura conceptual ya intacta.

Una importante alternativa a la teorías del refuerzo en psicología es lo que cabría denominar diagramación cognitiva. Como una clase, este tipo de exposiciones en general suponen que la observación ilimitada del mundo externo permite que el individuo desarrolle plantillas conceptuales, representaciones cognitivas u otros sistemas mentales que capten los rasgos importantes del mundo real. Ésta es esencialmente la postura adoptada por Fiske y Taylor (1991) en su resumen de la literatura existente sobre el desarrollo de esquemas. Tal como estos dos autores concluyen, «los esquemas cambian a medida que se desarrollan, en la medida en que se enfrentan a repetidas confrontaciones con ejemplos. Los esquemas se hacen más abstractos y complejos, y a menudo más moderados. También parecen convertirse en algo más organizado y compacto, lo cual libera la capacidad de darse cuenta de las discrepancias y asimilar las excepciones sin alterar los esquemas» (pág. 178). La mayor parte de los modelos de reconocimiento de pautas en psicología implican también este tipo de enfoques. La teoría de esta variedad mejor desarrollada es la formulación de la «categoría natural» de Rosch (1978). Desde la perspectiva de Rosch, las categorías cognitivas cada vez más se acomodan a los contornos de la realidad; a través de la observación de los objetos en el mundo real, las personas llegan a enterarse de la estructura de las cualidades del mundo real. Observan que este tipo de cualidades no se distribuyen aleatoriamente sino que aparecen en combinaciones recurrentes. Así, por ejemplo, determinadas criaturas tienen alas, picos, plumas y garras. Una prolongada exposición a este tipo de configuración de rasgos comúnmente asociados conduce a la formación de la categoría natural de «pájaro». Finalmente, la exposición a los acontecimientos del mundo real produce un mapa cognitivo, una forma medioambientalmente válida de presentación mental.

El modo preciso como se produce la diagramación mental está todavía por aparecer. El proceso por medio del cual el individuo busca el entorno, registra determinadas configuraciones y descuida otras, crea hipótesis sobre las ocurrencias, se desplaza lógicamente desde sensaciones discriminadas a abstracciones generales, y así sucesivamente —todas esenciales para la inteligibilidad final de una teoría diagramadora—, sigue estando desarticulado. Ahora bien, como Sandra Waxman, una teórica del desarrollo de línea cognitivista, lo expresó, «hemos de descubrir aún un conjunto de rasgos elementales, para discriminar el sentido en que son primitivos, para comprender los mecanismos por medio de los cuales se adquieren o para derivar sus reglas de combinación» (1991, pág. 108). Tal vez esta laguna no sea tan sorprendente. El teórico se enfrenta de nuevo con el problema de comprender cómo llega el individuo a reconocer los rasgos, los objetos y las configuraciones de los acontecimientos a fin de que pueda dar comienzo la

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diagramación. ¿Cómo es posible reconocer los rasgos de una configuración particular sin un concepto preliminar de estos rasgos? ¿Cómo llega uno a distinguir las clases de plumas, picos, alas y demás, todas las cuales entran en la generación de la categoría natural «pájaro»? ¿No debe uno disponer ya de un sistema categorial en el que estos rasgos se hacen sensibles y discriminantes a fin de reconocerlos? ¿Cuál es el origen de este sistema categorial? O, en palabras de Waxman (1991), «el supuesto es que el [prototipo] para un concepto dado se abstrae de un conjunto de ejemplares. Sin embargo, este argumento es circular, dado que uno quisiera saber de qué modo logra el niño entresacar en primer lugar los ejemplares apropiados. ¿Qué hace que el niño (o el adulto) se abstenga de intentar abstraer una representación compendiada de un «concepto» que incluya perros, bolas de azúcar y granizados?» (pág. 108).

Desde luego, no es posible salvarlo argumentando que las cualidades de los ejemplares se construyen a partir de la exposición a sus subcaracterísticas o cualidades, ya que tal refutación simplemente cambiaría de lugar la pregunta crítica. ¿Cómo se reconocerían estas subcaracterísticas? En efecto, para solucionar el problema de cómo las personas llegan a tener conceptos —por ejemplo, de aves o de otras «ocurrencias naturales»—, el teórico que traza los mapas tiene que descansar finalmente en la existencia de inputs transparentemente disponibles o no categorizados (como, por ejemplo, en este caso, plumas, picos, y demás) en el sistema cognitivo. Pero si sólo cuentan los inputs o son significantes para el individuo en la medida en que son conocidos (interpretados, etiquetados, categorizados), entonces tales entradas en el sistema mental no tienen sentido. Simplemente no se registrarían como acontecimientos identificables.5

Frente a estos dilemas agobiantes, muchos pensadores han intentado retroceder a cierta forma de explicación innatista del desarrollo categorial (véase, por ejemplo, Markman, 1989; Carey, 1985; Foodor y otros, 1980). Ampliando una tradición que se remonta a por lo menos el planteamiento kantiano de las categorías a priori, la argumentación innatista sostiene que los seres humanos están genéticamente dotados para realizar determinadas distinciones básicas. Para Kant, la naturaleza humana permite que el individuo comprenda el espacio, el tiempo, la causalidad, y demás aspectos elementales del mundo. En la tradición neokantiana, Chomsky (1968) ha propuesto que el individuo posee un conocimiento innato del lenguaje, un conocimiento semántico que permitiría que se generaran una infinidad de oraciones bien construidas. Y, como postularon Gibson (1979) y sus seguidores, las categorías del individuo para comprender el mundo en cierta forma están en correspondencia con el mundo, ya que si no lo estuvieran, la especie humana habría perecido hace mucho tiempo. La selección natural esencialmente nos ha dejado con un conjunto de distinciones cognitivas que se adaptan al mundo tal como tiene que ser. Ésta es también la posición a la que Harré (1986) se ve finalmente conducido en su intento por defender una base realista para una filosofía de la ciencia.

Con todo, la orientación innatista del origen conceptual también presenta problemas esenciales. De entrada, resulta muy difícil sostener un argumento según el cual la disposición genética pudiera proporcionar más que un conjunto rudimentario de orientaciones conceptuales (color, tiempo); a medida que el número de categorías supuestas empieza a aproximarse al 5 Una alternativa a las exposiciones de tipo refuerzo o diagramación es la defendida por Vygotsky. En particular Vygotsky (1978) hace hincapié en la prioridad de lo social sobre lo cognitivo. Para él, el pensamiento de nivel superior es una forma interiorizada de proceso social. Con todo, esto le pone en una situación peligrosa cuando intenta dar cuenta de aquellos procesos que permiten que el niño entienda los procesos sociales, ciertamente una necesidad si el niño ha de incorporarlos. Tal como Colé (1985) concluye en su estudio crítico de Vygotsky, «el proceso de transformación de rasgos independientes de cultura en procesos cognitivos individuales queda con todo sin especificar» (pág. 47).

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lenguaje de una cultura resulta difícil evitar una alternativa de estilo medioambientalista. Aunque admitamos un conjunto limitado de distinciones, sin embargo, a duras penas determinaremos cómo se podría derivar una gama de conceptos que de un modo característico están al alcance y disposición del individuo. Dados determinados tipos de distinciones, ¿cómo se desarrollan otras? Si uno está genéticamente programado para distinguir entre la melodía «Dios salve al rey» y «cualquier otra cosa», ¿sobre qué bases se han de establecer las distinciones dentro del reino de «cualquier otra cosa»? ¿Cómo se distinguirá entre el concierto para piano número 21 de Mozart y el himno «Yankee Doodle»? Ambos se encuentran eficientemente situados en una categoría nula. ¿Qué provocaría un nuevo asalto al sistema de constructos existente, y cómo?6 De manera equivalente, resulta difícil ajusfar la exposición innatista con el léxico siempre en aumento e inmenso ya de los asuntos humanos. Cada día surgen nuevas palabras («EC», «PMS», «muestra musical»), y si estas palabras entran en el mundo conceptual del individuo, ¿de qué modo tiene lugar? Nadie propondría que estamos genéticamente preparados para comprender, ni una exposición de estilo medioambientalista explica este tipo de comprensión.

Enfrentados con los dilemas gemelos de un minucioso medioambientalismo y un innatismo igualmente ocioso, muchos investigadores contemporáneos aceptan como base teorías que combinan ambos procesos: una forma limitada de medioambientalismo «ascendente» y un proceso computacional igualmente limitado «descendente». Por ejemplo, los investigadores de Yaie (véase Galambos, Abelson y Black, 1986) proponen un enfoque en el que las estructuras de conocimiento operan de manera simultánea tanto sobre una base ascendente como descendente. La comprensión del mundo (y, de un modo más específico, de los textos) depende tanto del input del entorno como del procesamiento activo de esquemas mentales ricos en contenidos. Por ejemplo, cuando un lector encuentra la palabra albatros en un texto, puede desencadenar diversos esquemas, algunos de los cuales pueden contener información acerca de los pájaros. Estos esquemas se dice que afectan la comprensión subsiguiente que el lector tiene del texto. Con todo, uno ha de ponderar cómo se habían desarrollado inicialmente los esquemas. Si la comprensión se basa en la aplicación de esquemas, ¿de qué modo se podría dar sentido a «albatros» en la iteración inicial (y en las subsiguientes)? La combinación de las orientaciones medioambientales e innatistas no consigue proporcionar una respuesta viable a la pregunta por los orígenes; siempre que una orientación se enfrenta a la incoherencia, simplemente pasa el enigma a su compañero. El punto muerto de la acción

Así, pues, hasta ahora encontramos que en el ámbito cognitivo no hay ningún modo viable de derivar las categorías cognitivas de la naturaleza del mundo, ni modo de construir categorías de representación desde inputs externos. Ahora tenemos que indagar en la relación entre la cognición y la conducta subsiguiente. Si los problemas precedentes pudieran de algún modo resolverse, ¿de qué modo hemos de comprender entonces la influencia de la cognición en la acción humana? A menudo se dijo de uno de los primeros cognitivistas, Edward Tolman que su

6 Tal como Johnson-Laird (1988) resume, el problema de la adquisición conceptual ha conducido a Jerry Fodor a la conclusión extrema de que todos los conceptos son innatos. Fodor demuestra que los niños que comprenden una lógica simple nunca podrían derivar una lógica más compleja a partir de sus premisas, sino que ante todo habrían de comprender un nuevo conjunto de expresiones. Para Fodor, «literalmente no existe nada similar a la noción de aprendizaje de un sistema conceptual más rico que el que uno ya tiene» (citado en Johnson-Laird, pág. 135). Para combatir lo que considera como la insostenibilidad de la conclusión de Fodor, Johnson-Laird sustituye las categorías innatas por un proceso innato de maduración. Con ello aún queda sin respuesta el problema de la adquisición de conceptos.

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teoría de los mapas cognitivos era problemática porque dejaba el organismo «perdido en el pensamiento». No proporcionaba medios con que generar la acción a partir de la cognición. ¿Acaso este problema fundamental ha sido ahora resuelto? Con un ojo puesto en la historia de la filosofía, se podría sospechar que no. Los filósofos, desde Descartes, infructuosamente han ponderado en qué medida la mente es capaz de influir en la materia o en los movimientos físicos, de qué modo un dominio sin coordenadas espacio-temporales puede provocar cambios en un segundo dominio que sí posee estas características.7

Problemas adicionales emergen de manera más clara en la investigación cognitiva actual. Uno tiene que ver con el desplazamiento desde el dominio de los conceptos abstractos al dominio de la acción concreta. Los conceptos o las categorías mentales han sido considerados tradicionalmente como abstracciones de la realidad. Por consiguiente, no son imágenes eidéticas del mundo sino categorías en las que el individuo sitúa los acontecimientos según un abanico especificado de criterios. Tal como muchos comentaristas lo expresan, la cognición es el proceso mediante el cual se organiza la experiencia sensorial; a menudo añaden que esta organización sirve como abstracción o codificación de los datos sensoriales; muchos son los que mantienen que las abstracciones tienen una forma preposicional. Con todo, si los conceptos, los esquemas y demás son superordenados, uno rápidamente se enfrenta con la pregunta de cómo este tipo de conocimiento puede ser puesto a disposición del uso en la conducta. ¿De qué modo emplea el individuo un sistema de abstracciones para generar acciones concretas o particularizadas? (véase también el capítulo 4, págs. 134-135). Los intentos para dar respuesta a esta pregunta nos llevan a un cenagoso pantano conceptual paralelo al que nos enfrentábamos en el caso del origen del concepto, y no menos penetrable.

Examinemos al individuo que se conceptúa a sí mismo como una «persona simpática» y quiere poner este concepto en acción. ¿De qué modo puede determinar lo que constituye «simpática» una acción sobre una ocasión particular, dado que en este aspecto el concepto de «persona simpática» es completamente inexpresivo. En sí, la abstracción no recomienda o especifica ningún conjunto particular de movimientos corporales (por ejemplo, «extender la mano derecha hacia delante del cuerpo a una velocidad de 20 km/h...»). Y para complicar aún más las cosas, prácticamente cualquier movimiento del cuerpo puede considerarse simpático o antipático dependiendo de las circunstancias (no hay ninguna imagen eidética que comporte el concepto «simpático» de manera necesaria). Este enigma parece quedar resuelto si, llegados a este punto, se recurre a un constructo o regla de segundo orden, a saber, aquella que percibe el carácter exacto de las «acciones simpáticas» en diversas ocasiones. Este constructo de segundo orden (posiblemente considerado como una subestructura jerárquica de la clase más genérica «simpático») puede informar al individuo: «en ocasiones, cuando uno se encuentra con un amigo, una sonrisa y un saludo representan una conducta simpática». Con todo, como rápidamente se discierne, esta regla de segundo orden tiene también una forma abstracta; también deja preguntas importantes acerca de particulares sin responder. Nada nos cuenta acerca de lo que vale en una situación concreta como «encontrarse a un amigo» o qué forma de acción corporal constituye una «sonrisa» o un «saludo». Aquello que ahora se requiere es un constructo de tercer orden o regla, 7 Aunque la psicología contemporánea se basa ampliamente en una metafísica dualista que se remonta por lo menos a Descartes, las suposiciones dualistas nunca han alcanzado una amplia aceptabilidad dentro de la filosofía. Y, tal como Smythies y Beloff (1989) observan en su reciente intento de defender esta posición «desacreditada», «la objección más común a la posición cartesiana (en realidad, ya preocupaba al propio Descartes) era, y es todavía, que una vez que hemos definido la mente y la materia de tal modo que no tengan nada en común, resulta difícil comprender de qué modo pueden interactuar como parecen hacerlo en la vida» (pág. vii)

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aquella que informe al individuo de qué significan estos conceptos en un caso concreto. Un tipo de constructo así podría indicar que un «amigo» es aquel que «nos apoya» y que «sonreír» es una cuestión de «mover las comisuras de la boca en una posición arqueada hacia arriba». Pero, ¿de qué modo ha de determinar el individuo qué constituye «apoyo» en cualquier ocasión, y, en términos de movimientos corporales, qué significa «mover las comisuras de la boca en una posición arqueada hacia arriba»? Tales instrucciones son, de nuevo, abstracciones que carecen de particulares específicos. El problema que comporta aplicar el conocimiento conceptual a circunstancias concretas, por consiguiente, vuelve a conceptualizaciones subsidiarias (aplicación de reglas), que a su vez tienen que ser definidas aún en términos de otras conceptualizaciones (reglas) que tienen que ser definidas en función de otras, y así sucesivamente, constituyendo una regresión al infinito. No hay lugar en que el significado conceptual pueda definirse de otro modo que con términos conceptuales y, por consiguiente, no hay salida a una gama de particulares conceptualizados. Ni con mucho el pensamiento abstracto o conceptual nos permite hacer derivaciones hacia el dominio de la acción concreta. Los enfoques contemporáneos de la cognición dejan en esencia al actor «vagando por el diccionario de la mente».

Este problema va de la mano del enigma del origen del concepto. En este último caso encontramos que no hay modo de derivar las categorías de representación de los objetos del mundo real. Los particulares del mundo real no exigen que se haga por ellos ninguna conceptualización particular. Del mismo modo, una vez dentro del ámbito conceptual, no hay modo de determinar qué contaría de manera necesaria como una realización concreta de la categoría mental. En efecto, no existen relaciones de necesidad lógica entre particulares concretos, ya se trate del extremo «estímulo» o del extremo «respuesta» del continuo tradicional. Y si esto es así, ¿qué tipo de consecuencias comporta la cognición para la supervivencia de la especie? Si la observación no establece ninguna exigencia sobre la representación cognitiva, y la representación no tiene de manera necesaria consecuencias en el comportamiento, entonces ¿qué papel desempeña la cognición en la guía o dirección de la acción efectiva?

La lucha del teórico por relacionar la cognición con la acción arrostra todavía una ulterior dificultad. Específicamente, tenemos que preguntar por cómo una categoría cognitiva, un conjunto de proposiciones, una estructura representacional u otros similares pueden producir una acción. Las entidades cognitivas han venido siendo típicamente caracterizadas como de carácter mecanicista, como estructuras estables y duraderas. No son en sí mismas fuentes originarias de acción. Por consiguiente, uno puede conocer una situación dada como «amenaza para la vida» y concluir «tengo que escapar». Sin embargo, nada hay dentro de este estado conceptual que exija o provoque cualquier forma particular de acción. Aun en el caso de que uno concluyera «tengo que salir corriendo», nada hay en la apreciación misma que genere el movimiento corporal. Por consiguiente, una vez dotado con una gama particular de conceptos, ¿qué es lo que finalmente mueve al individuo a la acción?

Para resolver este problema, muchos teóricos han encontrado necesario postular fuentes psicológicas adicionales, de manera más característica, energías, motivos o procesos dinámicos. Se sostiene que son estas fuentes las que mueven al individuo a la acción, mientras que los conceptos o esquemas de manera más adecuada proporcionan la dirección o los criterios para la acción. Ahora bien, en el lenguaje corriente, decimos que tenemos deseos, anhelos, y necesidades, y utilizamos nuestro conocimiento del mundo para ayudarnos a satisfacerlos. Con todo, examinemos los problemas que de ello resultan: primero, el teórico tendría que admitir que la cognición la dirige un sistema motivacional, por consiguiente la centralidad de la cognición en la constitución humana queda concomitantemente reducida. Si son los motivos los que conducen el organismo, la cognición sirve meramente como «el mapa del terreno», entonces los motivos (u

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otras fuentes energéticas) se con-vierten en un foco crítico de estudio, sustituyendo a la cognición como la «fuente originaria» de la acción. En el caso extremo, las cogniciones se con-vierten en «meros derivados» o «peones» de energías más fundamentales. Para el cognitivista moverse en la dirección de las fuentes de energía es ame-nazar la empresa cognitivista.8

Si la fuente motivacional se añade al compendio explicativo, entonces uno se enfrenta a la nueva pregunta sobre cómo trabajan juntos los motivos y las cogniciones. ¿Cómo, por ejemplo, el sistema conceptual «conoce» (registra o refleja) la dirección motivacional? ¿Cuáles son las metas de nuestros deseos? ¿El sistema conceptual no habría de tener un medio para identificar el estado del sistema motivacional? Con todo, si el sistema conceptual es de naturaleza descendente —si es la percepción del deseo y no el deseo mismo lo que cuenta—, ¿no se elimina de modo efectivo el deseo de la escena? El deseo desaparece como un dispositivo instigador del mismo modo que el «mundo real» era olvidado en el primer análisis. Si la cognición es, en cambio, teorizada como ascendente, ¿no rehabilita el cognitivista todos los problemas de un enfoque medioambientalista del conocimiento (ahora al nivel del proceso interno) que el concepto de una cognición descendente estaba destinado a resolver? Y si consideramos la fuente motivacional y su operación, nos enfrentamos todavía a más problemas. ¿Cómo es que, por ejemplo, la motivación puede operar careciendo de medios para (1) identificar la meta que se está intentando alcanzar (saber o conocer qué dará placer o satisfacción), y (2) sostener tenazmente esta meta durante el tiempo suficiente que permita la acción efectiva? Si a la fuente motivacional se le garantiza esta suerte de capacidades —la capacidad de «reconocimiento» y de «memoria»—, rápidamente se pone en claro que hemos generado un segundo dominio de cognición. Es decir, hemos dotado la motivación de los mismo atributos que previamente se daban po

r sentados para la cognición. En la actualidad no tenemos un sistema cognitivo en el individuo sino dos, y el edificio teórico empieza a tambalearse víctima de su propio peso. La segunda revolución: la epistemología social

Los argumentos precedentes amplían el campo de preocupaciones de los capítulos anteriores al extender el abanico de limitaciones a una explicación cognitiva del conocimiento humano. Tal como sugieren, la orientación cognitiva no sólo elimina del interés científico la amplia parte de preocupaciones humanas, también es incapaz de explicar tanto el origen de sus estructuras como los medios a través de los cuales la cognición afecta a la acción. Tal como he sugerido en capítulos anteriores, las principales dificultades con las que se topa la orientación cognitiva en el dominio de la psicología derivan de problemas más generales inherentes a una metafísica dualista.9 Si un mundo real ha de reflejarse a través de un mundo mental y el único medio de 8 La teoría freudiana es un buen ejemplo de cómo un acento puesto en las fuentes motivacionales (el id) reduce la importancia de la cognición (el ego) en la comprensión de la acción humana. Los cognitivistas contemporáneos son bien conscientes de la amenaza potencial que supone el «mundo energético». Existe un movimiento vivo dentro del ámbito cognitivo tendente a desarrollar medios teóricos tanto para convertir la motivación en una forma de cognición (véase, por ejemplo, Kruglanski, 1992) como para considerar las emociones como energías conocidas (Schachter, 1964), subvirtiendo así el mundo energético y sosteniendo la hegemonía del cognitivismo. Sin embargo, en todos estos casos, el teórico recapitula luego el problema presente (aunque ahora oculto detrás de la mesa): ¿Cómo las abstracciones, los conceptos, las ideas o las proposiciones internas producen en sí mismas acción? 9 En otro lugar he utilizado el término «socioracionalista» generando asi un contraste útil entre la epistemología empirista, por un lado, y la racionalista, por otro (Gergen, 1994). El término sugiere que aquello que denominamos racionalidad es un derivado no de la mente individual sino del intercambio social. La epistemología social se escoge en el presente contexto para hacer hincapié en la sustitución de la exposición del conocimiento clásica en términos de relación sujeto-objeto por un enfoque específicamente social. Aunque sin renunciar plenamente a los vínculos con la

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determinar el emparejamiento es a través del mundo mental, entonces el mundo real siempre seguirá siendo opaco y la relación entre ambos inexplicable.

Con todo, tal como hemos visto, existe otra revolución que tiene lugar dentro del mundo intelectual, aquella que no sólo permite abandonar estos vetustos problemas, sino que invita a nuevas formas de investigación. Se trata de una revolución que se extiende a través de las disciplinas y que sustituye la epistemología dualista de una mente cognoscente que se enfrenta a un mundo real por una epistemología social. El lugar del conocimiento ya no es la mente del individuo sino más bien las pautas de relación social. A fin de dilucidar las consecuencias que este cambio tiene para una psicología social relativizada, es útil subrayar algunos de los principales argumentos entresacados de capítulos anteriores.

Si en primer lugar dejamos en suspensión la preocupación por los problemas subyacentes a cómo se relacionan la mente y el mundo, quedamos libres para trabajar en una parcela en la que los frutos se encuentran a una distancia más satisfactoria. En lugar de marearnos fútilmente con los «conceptos en nuestras cabezas» puede que sea útil que dirijamos nuestra atención más bien a la función del lenguaje (en todas sus formas), tal como lo conocemos en el quehacer cotidiano. Es posible dejar a un lado las preguntas lóbregas sobre cómo operan los esquemas, los prototipos, las memorias y los motivos, y centrarnos en el modo en que nuestras palabras se incrustan en nuestras prácticas de vida. Este movimiento nos prepara para otro más, ya que el lenguaje hablado y escrito es inherentemente un resultado del intercambio social. Si un individuo dispusiera de un lenguaje que fuera exclusivamente privado no sería considerado mediante estándares comunes un lenguaje. Si estas propuestas parecen razonables por el momento, entonces estamos en disposición de concluir que aquello que damos por proposiciones cognoscibles sobre el mundo son esencialmente el resultado del hecho de estar relacionados socialmente. Aquello que consideramos como proposiciones que vehiculan el conocimiento («la tierra es redonda y no plana», «las personas están biológicamente preparadas para la expresión emocional») no son logros de la mente individual, sino de las relaciones sociales.

La pregunta crítica planteada por una epistemología dualista es: ¿Cómo llega la mente a reflejar la naturaleza del mundo real? Hasta que esta pregunta pueda recibir una respuesta, no hay medio alguno para determinar cuándo un individuo ha adquirido un conocimiento preciso, o para decidir cuáles de entre las exposiciones en competencia se aproximan mejor a la verdad. En efecto, los criterios de la verdad dependen de la respuesta que se dé a lo que hemos visto que es un conjunto intratable de problemas conceptuales. Al cambiar nuestro foco de atención de la mente al lenguaje, sin embargo, la naturaleza de nuestras preocupaciones cambia espectacularmente. Dejamos de preocuparnos por las cuestiones de fundamentación de la verdad y de la objetividad. Aquello que acabamos denominando cosas en cualquier ocasión que se nos presenta no es en absoluto un asunto de fidelidad al mundo tal como es. Se trata más bien de un asunto de relaciones particulares en las que participamos. Esto no hace que el científico sea más exacto en sus juicios que un niño de seis años, y con ello queremos decir simplemente que cada individuo utiliza los términos que son más o menos adecuados a una serie de prácticas en las que se halla comprometido.

En cuanto al construccionista, hay que decir que es posible que considere los conceptos de verdad y objetividad en términos de la pragmática social. Son útiles, por ejemplo, para elogiar o condenar. A un niño le recompensamos por «decir la verdad», no porque haya referido con precisión un estado de sus neuronas sensoriales, sino porque la relación que nos facilita

cognición, la formulación elaborada por Fuller (1988) de una epistemología social —llevando la sociología del conocimiento a sus límites epistemológicos— está en consonancia con la exposición presente.

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concuerda con nuestras propias convenciones como adultos. Cuando galardonamos al médico especialista que descubre la terapia para una enfermedad mortal, lo hacemos no porque haya visto los procesos corporales tal como son; más bien ha llevado a cabo una serie de prácticas (juntamente con modos de indexación socialmente aceptables) que redundan en lo que convencionalmente damos en llamar «la prolongación de la vida».

Tal como destacamos en capítulos anteriores, estas conclusiones generan nuevos ámbitos de interés para el científico. Uno de los más prometedores es el de los valores humanos. En el caso de la epistemología dualista, la preocupación por la ética, la moral y la ideología es algo secundario (y para muchos, en su conjunto, algo descartable). El problema esencial es si el científico registra con precisión el mundo tal como es; que al científico le guste o, al contrario, deteste el objeto de observación es algo irrelevante, si no ofuscante, en cuanto al proceso de adquisición de conocimiento. Para el epistemólogo social, en cambio, las exposiciones del mundo se incrustan en las prácticas sociales. Cada exposición apoyará determinadas prácticas sociales y amenazará a otras con la extinción. Por consiguiente, una pregunta crítica a plantear a las diversas exposiciones del mundo es la que alude a cuáles son las clases de prácticas que apoyan. ¿Nos permiten adoptar estilos de vida que creemos valorables, o tales exposiciones amenazan estas pautas sociales? En cuanto al epistemólogo social, una pregunta de primera magnitud que tiene que plantear, digamos, a la teoría skinneriana de la conducta, no es la de si es objetivamente válida. Si adoptamos el lenguaje teórico propuesto en este dominio, la pregunta sería más bien: ¿De qué modos se ven nuestras vidas enriquecidas o empobrecidas? ¿Queremos abandonar las diversas prácticas en las que son esencialmente constitutivos términos como «intención», «libertad» y «dignidad»? Si la respuesta es negativa, entonces podemos arrimamos a otras comprensiones. Formas de exploración construccionista

¿Cuáles son las formas de la investigación en el dominio de la psicología social que se ven favorecidas por este cambio de una epistemología individual a otra social? Aquí es ante todo necesario distinguir entre un programa de investigación interno y otro externo. Es decir, adoptar sus suposiciones de una epistemología construccionista específicamente favorece determinadas líneas de investigación. Como tentativas llevadas a cabo en términos de postura epistemológica, extienden sus presuposiciones y tratan sus términos (respecto a todos los propósitos prácticos) como si reflejaran el mundo tal como es. Con todo, habida cuenta de que una preocupación por la verdad ha sido sustituida por las cuestiones de inteligibilidad, de utilidad social, y de valor humano, el construccionismo no exige que toda la investigación sea llevada a cabo en sus términos. En realidad, también invita al especialista a que explore y amplíe cualquier forma de inteligibilidad que encuentre significativa dentro de las relaciones vigentes, tanto en el interior como en el exterior del mundo especializado. Diré en breve más cosas sobre el programa ampliado, sin embargo, hagamos un muestreo primero de las tres formas de investigación que demuestran la potencialidad de una psicología social reconstruida. La crítica social y reflexiva

Dado que el cambio a una epistemología social lleva consigo un renacimiento del interés por los valores y la ideología, se invita al psicólogo a que hable claro de los asuntos que hasta ahora han lindado con lo no profesional (ya que la ciencia, se acostumbra decir, «trata de hechos, no de valores»). Los análisis comprometidos con valores, las críticas basadas ideológicamente, y las

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propuestas éticamente informadas en relación a modos alternativos de vida social son ahora bien recibidos entre las filas de los valores profesionales. De lejos la mayor parte del trabajo de base evaluativa en el campo de la psicología se ha centrado en la propia ciencia. Tal como muchos creen, en sus afirmaciones de superioridad en temas de verdad objetiva, las ciencias han rodado peligrosamente por la pendiente de la mistificación: los compromisos valorativos del científico han encubierto el engañoso lenguaje de la neutralidad objetiva. El problema es tanto más grave cuanto que la mayoría de los propios psicólogos parecen o bien estar desinteresados o estar ciegos respecto a las consecuencias sociales y políticas de lo que es simplemente «decir que esto es tal como es» (Ibáñez, 1983)

Hasta la fecha, las críticas internalistas más importantes han sido aireadas primeramente por la «escuela crítica» y las psicólogas feministas. La primera, derivando su sostén del temprano ataque de Marx contra el aparente valor de neutralidad de la teoría económica capitalista, y aguijoneada por los últimos escritos de Adorno, Horkheimer y Habermas, se ha mostrado vigorosa y amplia de miras en su crítica. La crítica que Pión (1974) hace de la investigación de conflictos, el ataque de Newman (1991) de la psicología empirista, la propuesta de Wexier (1983) de una «psicología social crítica» y los volúmenes editados por Armistead (1974), Larsen (1980) y Ingelby (1980) son todos ejemplos relevantes. Se han hecho también intentos de ir más allá de la sola crítica para construir una nueva forma de psicología basada en un pensamiento neomarxiano. En el ámbito de la salud mental, el movimiento de la psicología radical (Brown, 1973; Newman, 1991) ha demostrado ser un catalizador vital. En el ámbito experimental, el trabajo de Klaus Holzkamp y sus colaboradores ha sido esencial para el enfoque de una nueva psicología (véase Tolman y Maiers, 1991).

Incluso más extensa es la gama de crítica ofrecida por el movimiento feminista en psicología. Los primeros ataques se centraban en los prejuicios sexistas de la investigación psicológica: el excesivo uso de muestras masculinas, la insensibilidad teórica a las diferencias sexuales, y otras cuestiones «interiores al paradigma» (Deaux, 1985; Eagly, 1987; Parlee, 1979). Sin embargo, en los últimos años los críticos feministas han empezado a desafiar el edificio completo de la psicología empírica, incluyendo sus supuestos epistemológicos y metodológicos. Tal como viene razonado, el enfoque que la psicología tradicional da del conocimiento está saturado de prejuicios andrócéntricos. Su investigación se afana por controlar su objeto, por separar al científico de aquellos que están «bajo estudio», el gusto por la metodología manipulativa, y se muestra insensible o impermeable a la comprensión que el individuo tiene de sus propias acciones (y particularmente de las que son propias de las mujeres) (Unger, 1983; Belenky y otros, 1986; Gilligan, 1982; Squire, 1989). Lo que estas críticas exigen entonces son nuevas maneras de pensar el conocimiento (M. Gergen, 1988b; Hare-Mustin, y Maraceck, 1988; Kitzinger, 1987), la metodología (Roberts, 1981; Fonow y Cook, 1991) y los fines de la investigación psicológica a los que se supone que sirven. En el último caso, los psicólogos feministas están en trance de desarrollar enfoques alternativos de la investigación psicológica (Hollway, 1989; Wiikinson, 1986; Morawski, 1987; M. Gergen 1989).10

Aunque la escuela crítica y los análisis feministas se cuentan entre las formas más coordinadas y plenamente desarrolladas de crítica, el impulso crítico se extiende ahora a través de 10 No existe necesariamente un acuerdo entre estas «psicologías alternativas» impulsadas ya sea por la escuela critica, el feminismo y el construccionismo social. Aunque existe una afinidad potencial entre buena parte de la obra feminista y un punto de vista construccionista, la mayoría de escritores de la escuela critica consideran su programa como realista y materialista. El tema principal, sin embargo, es que un enfoque construccionista favorece tanto la crítica ideológica como la ampliación de los vocabularios de la vida social. No exige que los resultados de ese trabajo crítico sean consistentes con una perspectiva construccionista.

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un amplio espectro. Apfelbaum y Lubek (1976) han mostrado de qué modo la investigación principal en la resolución de conflictos «vuelve invisible» la crisis de las diversas minorías y de las forma particulares de injusticia a las que están sujetas. Tanto Furby (1979) como Stam (1987) han articulado los prejuicios ideológicos que subyacen a los lugares del control de investigación. Sampson (1978, 1988) ha desarrollado una serie de potentes argumentos contra la ideología del «individualismo independiente» inconfesablemente seguido por la mayoría de las formas de teoría psicológica. Deese (1984) ha mostrado cómo muchas concepciones populares de la psicología contemporánea olvidan los supuestos que subyacen a las formas democráticas de gobierno. Wallach y Wallach (1983) han sostenido que buena parte de la teoría psicológica sanciona positivamente el egoísmo. Haciéndose eco de este enfoque, Schwartz (1986, 1990) ha demostrado cómo las teorías que representan la acción humana como motivada por un deseo de beneficio máximo y pérdida mínima estimulan las clases mixtas de actividades que predicen. Otros análisis se han centrado en las funciones políticas e ideológicas a las que sirven teóricos específicos, como Daniel Stern (Cushman, 1991), Abraham Maslow (Daniels, 1988) y Jean Piaget (Broughton, 1981). Bradley (1989, 1993), Vandenberg (1993), Morss (1990) y Waikerdine (1993), junto con la obra publicada de Broughton (1987), han puesto en tela de juicio, de un modo reflexivo y profundo, presuposiciones comunes en el ámbito de la investigación sobre el desarrollo. Tanto Larsen (1986) como Parker y Shotter (1990) han instrumentalizado docenas de colaboraciones que ponen la psicología social de corte tradicional bajo un examen crítico, prestando especial atención a sus apoyos ideológicos no examinados.

Dado que a menudo sus mensajes no son nada gratos y sus fundamentos escasamente comprendidos, estas líneas de investigación apenas han sido abrazadas en masa por los psicólogos (por no decir que han sido escasamente leídas). Sin embargo, no podemos menospreciar la importancia de un tipo de trabajo como éste, en términos tanto de los nuevos modos de expresión que ofrece a los miembros de la profesión como en cuanto a la sensibilización ante la disciplina frente al impacto social y político de sus «informes objetivos». Las principales necesidades, llegados a este punto, son las de una mayor expansión en el abanico de voces representadas en esta empresa y la institucionalización, a gran escala, de la investigación autorreflexiva (el desarrollo de cursos, revistas, redes y demás). Con esto, no abogamos por el cese de todas aquellas actividades que se someten a examen crítico; sin embargo, sí tiende a favorecer la apertura de actividades científicas a un abanico más amplio de consideraciones que las que se han dado hasta la fecha.

Emparejada con la crítica interna o disciplinaria, una epistemología construccionista también alienta los análisis evaluativos de la cultura en sentido más general. Desde el punto de vista del especialista con sensibilidad ética, ¿cuáles son las imperfecciones de la sociedad contemporánea? ¿Qué alternativas han de ser consideradas? Antes de la hegemonía del programa conductista y del empirismo en este siglo, los psicólogos podían participar con mayor libertad (y con mayor desparpajo) en diálogos culturales sobre los valores, las políticas y las metas. Empezando con El porvenir de una ilusión de Freud y continuando con las obras de Horney, Fromm y Marcuse, hubo una participación vital en las polémicas acerca del bien cultural. Las posteriores contribuciones de Robert Lifton, Thomas Szasz, Rollo May, Warren Bennis y Philip Slater, todas ellas han dejado huellas importantes en la conciencia pública.11 Sin embargo, este tipo de debates y estudios han permanecido largo tiempo ignorados o han sido considerados con antipatía por

11 En otros dominios de la ciencia social, donde el compromiso empirista era menos intenso, la crítica social sigue floreciendo. Hannah Arendt, Robert Bellah, Alian Bloom, Barbara Ehrenreich, Ivan Illich, Christopher Lasch y David Riesman son sólo algunos de los que estimularon la conciencia cultural en el presente siglo.

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parte de quienes estaban dentro de la academia. A medida que las exigencias empiristas han ido marchitándose y las consideraciones sociales han alcanzado el nivel de la conciencia, el camino ha quedado de nuevo practicable para una crítica cultural más amplia. El análisis que Dinnerstein (1976) llevara a cabo de las relaciones entre los sexos, tal vez una obra de primera magnitud, demostró la posibilidad de vehicular un potente mensaje social sin que con ello se resintiera la integridad de la especialidad. En Changing the Subject, Henriques y otros (1984) atacan las formas individualizadas de comprensión que son comunes a las instituciones occidentales, y señalan sus efectos nocivos sobre la vida organizativa, la política, la educación y las relaciones entre los sexos. Waikerdine (1988) ha ampliado esta forma de análisis centrándose de un modo más explícito en la subyugación de los procesos de razonamiento en las instituciones educativas. Las obras de Tavris (1989) y de Averill y Nunley (1992) desplazan el diálogo desde la^academia a la cultura en la medida en que desafían el enfoque ampliamente aceptado de la emoción como algo biológicamente fijo y abren, mediante el análisis construccionista, alternativas para la acción cotidiana. Mi propia aportación, The Saturated Self, intenta seguir las consecuencias críticas de la tecnología de la comunicación en relación con la concepciones contemporáneas del yo y de la relación. Formas de construcción social

Una segunda línea de la investigación construccionista se centra en la construcción del yo y del mundo. Este tipo de trabajo característicamente cae bajo las rúbricas de construcción social, análisis del discurso, comprensión cotidiana, cálculo social o etnometodología. El intento esencial de este tipo de investigación consiste en documentar las realidades que se dan por sentadas y que son así integrales para las pautas de la vida social: cómo se caracteriza (describe, comprende, indexa) la gente a sí misma y el mundo con el que tratan de modo que sus acciones son inteligibles y justificables. Ilustrativas de esta tendencia en franca expansión son las investigaciones en torno a la naturaleza construida de las concepciones que damos por sentadas acerca del cuerpo (Young, 1993), la diferencia entre los sexos (Laqueur, 1990), la enfermedad desde el punto de vista del médico (Bury, 1987; Wright y Treacher, 1982), el deseo sexual (Stein, 1990), el embarazo (Gardner, 1994), la infancia (Stainton Rogers y Stainton Rogers, 1992), la inteligencia (Andersen, 1994), el abuso de la mujer en el entorno matrimonial (Loseke, 1992), el curso de la vida (Gubrium, Holstein, y Buckholdt, 1993) y la geografía del mundo (Gregory, 1994).

A nivel de la superficie, esta empresa se asemeja fuertemente a la investigación en áreas de la cognición social (Semin y Krahe, 1987), fenomenología (Giorgi, 1985), la teoría subjetiva (Groeben, 1990) y la representación social (Moscovici, 1984). En cada caso, la investigación se centra en el lenguaje hablado o escrito. Sin embargo, existen importantes diferencias entre las empresas, sus métodos y consecuencias. En primer lugar está la diferencia en las inferencias que se sacan del procedimiento de investigación al servicio al que acaba rindiéndose la investigación. En cuanto a los investigadores en la cognición social, la fenomenología y la teoría subjetiva, las muestras de lenguaje se utilizan para sacar inferencias para las condiciones mentales (esquemas, redes preposicionales, mundos de vida, estructuras de argumentación). En efecto, las muestras de lenguaje son expresiones o emanaciones de un lugar de interés científico que yace en cualquier otro lugar. El lenguaje no es en sí mismo socialmente significante; adquiere importancia en términos del acceso que proporciona a «otro mundo». Además, la teoría de la ciencia que racionaliza este tipo de trabajo es individualista y (salvo para algunos fenomenólogos) es dualista en su origen. En cada uno de estos aspectos, este tipo de trabajo difiere de un modo importante de

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la investigación construccionista social. El caso de la representación social es más complicado. En su fase inicial durkheimiana, la

representación social se definía como «la elaboración de un objeto social por la comunidad al efecto del comportamiento y la comunicación» (Moscovici, 1963, pág. 251 [cursiva mía]). En efecto, el énfasis era no cognitivo y, en este sentido, tenía mucho en común con el construccionismo social. Al mismo tiempo, el centro era macroestructural, y las cuestiones construccionistas de las relaciones microsociales recibían poca atención. Posteriores formulaciones (véase, por ejemplo, Moscovici, 1984) adoptan una orientación distintivamente cognitiva; las representaciones sociales se consideran formas de constitución mental y las representaciones de la comunidad simplemente un sumatorio de acciones individuales. Aunque el enfoque cognitivo ha sido sometido a una crítica importante (véanse Parker, 1987; McKinlay y Potter, 1987), buena parte de la investigación asociada se ha mantenido en el contexto del marco inicial. Así, por ejemplo, la investigación sobre los enfoques que se dan de la enfermedad y la salud (Herzíich, 1973), las imágenes del cuerpo (Jodelet, 1984), las representaciones de las relaciones estudiante profesor (Gilly, 1980), las relaciones televisivas (Livingstone, 1987) y otras (véase el resumen que dan Farr y Moscovici, 1984), todas se centran en las comprensiones públicas compartidas que se dan dentro de la cultura. Esta investigación mantiene una estrecha afinidad con muchas empresas construccionistas.

Sin embargo, existe un énfasis adicional de buena parte de la investigación construccionista, que la separa de muchas exposiciones representacionistas sociales, junto con la investigación relacionada en la cognición social, la fenomenología y la teoría subjetiva. La mayor parte de la investigación en estos diversos ámbitos favorece la estabilización cultural, es decir, su meta es característicamente fijar o dar una estructura definitiva al modo de pensamiento (pauta societaria) que se considera y examina. La labor de los cognitivistas sociales, por ejemplo, se completa una vez que han delineado plenamente el carácter del mundo cognitivo. Similarmente, los fenomenólogos pueden sentirse satisfechos cuando han captado los elementos esenciales del campo fenoménico del individuo, y los investigadores activos en el ámbito de la teoría subjetiva puede que se sientan complacidos si han explicado completamente la teoría subjetiva del individuo. La aplicación de este conocimiento —de producirse— en general se deja a otros —a los que hacen practicas o aquellos que quedan fuera del espectro científico—. En cambio, para aquellos comprometidos en la investigación construccionista o discur^ siva, el objetivo de investigación más frecuente es la desestabilización. Dado que las construcciones que las personas se hacen del yo y del mundo son elementos constitutivos de la vida cultural, y dado que son los instrumentos por medio de los cuales se llevan a cabo relaciones, es poco atractivo documentarlos sirviendo a una teoría abstracta validadora y descontextualizada. Este tipo de documentación no tendría mayores secuelas que el hecho de documentar los recitados del Padrenuestro, que no haría más que dilucidar convenciones comunes. El problema más desafiante consiste en asignar convenciones que no se reconocen comúnmente como tales (que son «naturales» o que se las da por algo sentado), y que en cierto modo son problemáticas o lesivas para la sociedad. El construccionista concentra su atención en los «modos de decir las cosas» que las personas en general no consiguen reconocer como construcciones y que el investigador quiere desafiar.

Algunos de los primeros ejemplos del impulso desestabilizador de buena parte de la investigación construccionista fueron estimulados por la obra de Spector y Kitsuse (1987), Construccting Social Problems. En lugar de aceptar los problemas sociales tal como vienen dados y precipitarse en las soluciones, exploran los modos como tales problemas llegan a definirse como son. ¿Para quién es el alcoholismo, la homosexualidad, la drogadicción y demás, un problema, y por qué lo es? ¿De qué modo se pueden enfrentar este tipo de cuestiones en términos

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de las matrices de significado en las que se incrustan? Otros ejemplos más de desestabilización abarcan el análisis que Kessier y McKenna (1978) hicieron de la multiplicidad de definiciones de los sexos que se oponen a la polaridad tradicional. Siguiendo líneas similares, los investigadores demuestran los diversos modos como se construye el sexo (Lorber y Farrell, 1990), juntamente con los conceptos de heterosexualidad y homosexualidad (Greenberg, 1988; Urwin, 1985), el síndrome premenstrual (Rodin, 1992) y, por supuesto, la sexualidad misma (Tiefer, 1992; Caplan, 1989). Otros han desestabilizado las formas tradicionales de teoría organizacional (Kilduff, 1993) y tabús organizacionales (Martín, 1990). Este tipo de investigación es claramente política en sus consecuencias, inquietando todo aquello que damos por sentado y abriendo nuevas posibilidades para la acción. Las consecuencias desestabilizadoras son puestas especialmente en claro en las demostraciones realizadas por Kitzinger (1987) acerca de cómo las construcciones liberales del lesbianismo socavan las consecuencias radicales de los estilos de vida lesbianos y contribuyen a la homofobia. Otra investigación ha intentado revelar el carácter construido de diversos «fenómenos» psicológicos. Estos estudios ponen en peligro creencias añejas sobre la existencia de procesos cognitivos (Coulter, 1979), hostilidad (Averill, 1982; Tarvis, 1989), actitudes (Potter y Wetherell, 1987), dolor físico (Cohén, 1993), amor (Averill, 1985), clasificaciones emocionales (Harré, 1986; Day, 1993), sinceridad (Silver y Sabini, 1985), intención (Jayyusi, 1993), estructura de la personalidad (Semin y Chassein, 1985; Semin y Krahe, 1987), desarrollo infantil (Kessen, 1990) y adolescencia (Hill y Fortenberry, 1992). De un modo similar, se ponen en tela de juicio los fundamentos para la angustia (Sarbin, 1968; Hallam, 1994), la esquizofrenia (Sarbin y Mancuso, 1980), la depresión (Wiener y Marcus, 1994; Nuckells, 1992) y la anorexia y la bulimia (Gordon, 1990) y de un modo más general las clasificaciones psiquiátricas (Gaines, 1992; Gremillon, 1992). Al revelar los modos como nos construimos psicológicamente, se argumenta, ya no nos es preciso estar ceñidos por creencias tradicionales, tanto en nuestro quehacer cotidiano como en el laboratorio de psicología.

Estas formas de desconstrucción se ven efectivamente complementadas por la importante investigación de Jan Smedslund (1988, 1991) sobre las convenciones que rigen el uso del discurso psicológico. Tal como sostiene Smedslund, a fin de ser inteligible, la investigación empírica en psicología tiene que emplear estas convenciones comunes, porque fracasar a la hora de interpretar convencionalmente es un absurdo. Por consiguiente, la investigación empírica en psicología es ampliamente pseudoempírica: parece poner a prueba hipótesis, pero si contradice las hipótesis viola las convenciones comunes de la comprensión (como al probar que, «cuando la gente desea actuar, no actúa»). Utilizando argumentos similares he intentado, por mi parte, demostrar la base analítica o definicional para todas las proposiciones significativas que relacionan la mente con el mundo y la acción (Gergen,1988a).

En el hincapié que hace en la naturaleza contingente de los postulados de realidad, el construccionismo también invita al investigador a pensar en términos de investigación políticamente juzgada. En lugar de intentar «reflejar la verdad» de un modo tradicional, la investigación misma se convierte en un instrumento para la emancipación o la intervención. Genera una postura crítica hacia lo que se da por sentado. Siguiendo este hilo, los investigadores se han centrado en el discurso existente sobre la maduración y el curso de la vida (Spencer, 1992; Gubrium, Holstein y Buckholt, 1993), la representación cultural del SIDA (Treichier, 1987), la negociación social de la violación (Wood y Rennie, en proceso editorial), la construcción del problema de la conducta en las escuelas (Epstein, 1991), y los mitos y ceremonias que conducen la política del bienestar a afirmar estereotipos sobre los pobres (Handier y Hasenfeid, 1991). Otras investigaciones se han dirigido hacia temas tales como las creencias sobre la igualdad racional (Alien y Kuo, 1991), las concepciones de la alfabetización (Gowen, 1991), la

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construcción de las noticias en los medios de comunicación de masas (lyengar, 1991) y la producción de realidad política (Edelman, 1988).

La investigación tradicional empirista está ampliamente ocupada en establecer principios generales, es decir, el conocimiento de la cognición, la memoria, la percepción, y demás, que están contenidos por, o son independientes de, cada cultura o de la historia. Además de la luz que puedan arrojar en los procesos universales (ya sea ampliando o reduciendo una hipótesis dada), tiene poco interés en otras culturas y períodos históricos. El construccionista, en cambio, tiene una aguda sensibilidad respecto a las perspectivas de otras gentes y épocas. Para uno, si el investigador puede demostrar variaciones significativas en el modo como la gente da cuenta del yo y del mundo, estos hallazgos pueden desafiar las realidades de sentido común de la cultura contemporánea. Un tipo así de investigación puede, por consiguiente, utilizarse para desconstruir las ontologías contemporáneas y, por consiguiente, abrir un espacio para el examen de las alternativas. La investigación de Averill (1982) sobre el enfado constituye un excelente ejemplo. En general, existe una fuerte tendencia a considerar las emociones como algo biológicamente fijo: como tendencias naturales comunes a todas las personas. Con todo, al exponer las diferencias marcadas en las pautas de acción a través de las diferentes culturas, Averill demuestra que aquello que consideramos que son cosas dadas biológicamente, es mucho más plausibles considerarlas como subproductos culturales. El enfado, adopta la forma de una realización teatral; puede realizarse bien o mal, o puede ser abandonada en su conjunto como técnica de relación. Esta conclusión se generaliza mediante una literatura en constante expansión, a la vez que está en consonancia con ella. Esta literatura versa sobre la especificidad cultural de la emoción (véanse Harré, 1986; Lutz, 1986a, 1988; Rosaldo, 1980), las concepciones del conocimiento (Salmond, 1982) y una diversidad de otros procesos psicológicos (Bruner, 1990; Shweder y Miller, 1985; Kirkpatrick, 1985; Heelas y Lock, 1981; Carrithers, Collins y Lukes, 1985; Gergen y Davis, 1985).

Cuando empezamos a apreciar la validez local de cómo otros construyen el mundo, también estamos preparados para examinar las concepciones alternativas del funcionar humano, del conocimiento y de las prácticas relacionadas. De un modo más específico, este tipo de trabajo desafía el presupuesto tradicional de una psicología con un tema de estudio unificado (por ejemplo, cognición, emoción, y demás), y una metodología unificada (por ejemplo, experimentación, métodos correlaciónales, y similares). Habida cuenta del hecho de que estos presupuestos tradicionales a menudo se consideran como los creadores del resto del mundo según una imagen occidental, y como una justificación para colonizar aún más, se trata de un objetivo realmente ambicioso. Así, pues, toda una retícula de recursos compartidos a través de las culturas se ve favorecida por un análisis construccionista comparativo, y redunda en un amplio enriquecimiento de las teorías, los métodos y las prácticas.

Además de estimular el interés por otras culturas, este tipo de análisis también añade una nueva y significativa dimensión al estudio histórico. Al recordarnos la condición contingente de nuestras realidades dadas, las demostraciones del cambio histórico operan como comparaciones a través de las culturas. Por ejemplo, impulsados por el trabajo innovador de Van den Berg (1961) y Aries (1962), los investigadores se han centrado ampliamente en las variaciones históricas en la concepción del niño (véanse las recensiones de Kagan, 1983; Borstelman, 1983; Goodnow y Collins, 1990). Tal como Kessen (1979) concluye, estas variaciones históricas exigen nuevos modos de conceptualizar la investigación del desarrollo infantil. El enfoque del estudio acumulativo empírico está anticuado. La perspectiva defendida por Kessen se ve además apoyada por la investigación que se lleva a cabo sobre las primeras raíces históricas de las concepciones contemporáneas del proceso de desarrollo (Kirschner, en proceso editorial) y por una variedad de

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estudios que comparan las construcciones del niño a través de las diferentes culturas (véanse Goodnow, 1984; Harkness y Super, 1983; Gergen, Gloger-TippeIt, y Berkowitz 1990). Las conclusiones desestabilizadoras que se derivan de esta obra se intensifican gracias a la nueva investigación sobre las variaciones históricas en el amor maternal (Badinter, 1980; Schutze, 1986), la pasión (Averill, 1985; Luhman, 1987), los celos (Steams, 1989), el olfato (Corbin, 1986) y el sentido del gusto (Borg-Laufs y Duda, 1991). Especialmente importantes para la estimulación del impulso autorreflexivo en la psicología son los trabajos que exploran las raíces sociohistóricas del concepto psicológico de persona (Buss, 1979), del sujeto en la investigación psicológica (Danziger, 1990) y del concepto de experimento psicológico (Morawski, 1988). Una investigación así nos invita a reconsiderar nuestros vínculos profesionales contemporáneos y a ser sensibles a posibilidades alternativas. Los procesos de construcción

Una epistemología construccionista invita a una tercera forma de investigación centrada en los propios procesos sociales. ¿Por medio de qué procesos logran colectivamente las personas la comprensión, de qué modo se producen los fracasos en la comprensión, y bajo qué condiciones es probable que cambien o resistan al cambio las construcciones comunes, de qué modo pueden reconciliarse construcciones contradictorias del mundo? El construccionismo abre un nuevo conjunto de preguntas y ofrece una gama de recursos para la investigación. Hasta ahora, este tipo de investigación se ha beneficiado grandemente de la obra pionera de Garfinkel (1967) sobre la etnometodología, de las muchas intuiciones y aportaciones conceptuales de Goffman (1959, 1967) a las estrategias microsociales, y de las diversas contribuciones de Harré (con Secord, 1972, 1979) a una psicología social etnogénica. Un rasgo irresistible de esta obra ha sido su cambio en el punto de interés y explicación dejando atrás el dominio interno o psicológico y centrándose en el ámbito de la interacción. Ha renovado el interés por los procesos psicológicos dentro de individuos singulares —suerte común a la psicología social experimental— con un interés por la interdependencia, por los resultados determinados en común, o por la «acción mutua». Aunque no siempre rompe con la perspectiva individualista, la investigación de la autopresentación y de la gestión de la impresión (Schienker, 1985; Tseelon, 1992a), de la exposición que da cuenta de lo social (Semin y Manstead, 1983; Antaki, 1981), de las relaciones íntimas (Hendrick, 1989; Duck, 1994; Burnett, McGhee y Clarke, 1987), de episodios de interacción (Marsh, Rosser y Harré, 1978; Porgas, 1979) y de la gestión del significado (Pearce y Cronen, 1980; Sigman, 1987) ha hecho un marcado hincapié en la interdependencia social.

En la obra de Mummendey (1982) y sus colaboradores se hace un mayor y sui generis hincapié sobre los modos como aparece la agresión no como una expresión de un impulso interno sino como un producto de la interacción. Felson (1984) ha demostrado efectivamente la importancia de este enfoque a la hora de comprender diversas agresiones criminales. Otras perspectivas se han abierto a través de las incursiones hechas en los procesos de discurso. Los estudiosos del desarrollo como Youniss (1987) y Berkowitz, Oser y Althof (1987) han explorado la construcción social de la moralidad en el niño. Miller y otros (1990) han investigado los medios a través de los cuales las prácticas narrativas afectan a la construcción que el niño hace del yo. Riger (1992) se ha centrado, de un modo similar, en el sexo como una realización que nace de la interacción, y Henwood y Coughian (1993) han hecho aportaciones sobre la construcción mutua de la «intimidad» en la relación madre-hija. Davies y Harré (1990) han teorizado sobre el posicionamiento del yo en el discurso. Potter y Wetherell (1987) han examinado los modos como se generan «objetos de conversación» a través del intercambio social

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y como se utilizan diferentes movimientos conversacionales para garantizar o justificar los diversos postulados de realidad. En una investigación que plantea un importante desafío al enfoque tradicional de las personas como esforzándose por alcanzar la consistencia cognitiva, Billig y sus colaboradores (1988) han demostrado las inconsistencias del discurso ideológico de las personas. Edwards y Potter (1992) han dilucidado de qué modo los procesos de construcción social propiamente sustituyen a los enfoques tradicionales de la construcción cognitiva y demostraron la manera discursiva en que se constituyen el yo y el mundo, desarrollando los rudimentos de una «psicología discursiva», haciendo hinfcapié en los procesos de elaboración del «hecho», la creación de la actuación en la conversación y la responsabilidad como producción discursiva. Otros han explorado la construcción del significado dentro de las organizaciones (véanse, por ejemplo, Gray, Bougan y Donnellon, 1985; Cooperrider, 1990). La investigación orientada por procesos también invita al análisis histórico o diacrónico. En este ámbito. Rose (1985) ha analizado críticamente los modos en que se desarrolla la medida psicológica dentro de un ethos, a la vez que lo apoyaba, favoreciendo el control societario del individuo. Tanto Gergen (1991b) como Parker (1992) se han centrado en los cambios históricos del discurso psicológico desde la época romántica hasta la posmoderna.

Los empiristas a menudo han distinguido entre la «generación» y la «aplicación» del conocimiento. El investigador científico es el responsable del primero, mientras que quienes se encuentran fuera del edificio científico han de cosechar —a través de una serie de deducciones sistemáticas— los beneficios en su aplicación. En el capítulo 2 ya destaqué los problemas que plantea esta orientación. Desde el punto de vista de una epistemología construccionista, la distinción entre «cognoscente» y «agente» no es ya relevante. Dado que las ciencias humanas generan discurso y prácticas significativas, y habida cuenta de que este discurso y estas prácticas afectan a la vida cultural, la investigación en ciencias humanas es por sí misma una forma de acción social. Conocimiento y aplicación no son algo que sea fundamentalmente separable. En buena medida por esta razón, la investigación en el marco construccionista se vincula con mayor frecuencia a cuestiones culturales destacadas: temas de conflicto, relaciones sexuales, ideología, poder y otros. El examen pormenorizado de estas temáticas constituyen de por sí accesos a los diálogos culturales.

Los desafíos prácticos han enervado muchos intentos construccionistas. Una diversidad de estudios surgidos de los marcos prácticos vigentes hacen hincapié en esta posición pragmática. Así, por ejemplo, Edwards y Mercer (1987) y Brice Heath (1983) exploraron los modos en que se construyen las realidades en el aula. Las consecuencias de los procesos construccionistas para la practica pedagógica han sido elaborados en las investigaciones de Bruffee (1993) sobre el aprendizaje colaborativo y en los exámenes detallados de Lather (1991) sobre la pedagogía posmoderna. Los enfoques construccionistas se han extendido a las prácticas de la dirección de gestión organizativa (Astiey, 1985) y los medios con que las organizaciones forman y cambian las realidades (Srivastva y Barrett, 1988; Deetz, 1992). Bhavnani (1991) se centra en el estudio de las opiniones políticas de los adolescentes y en sus consecuencias para las disposiciones de poder en la sociedad. La preocupación política también se ve reflejada en una diversidad de estudios sobre los discursos racistas (Van Dijk, 1992), las retóricas del conformismo (Nir y Roeh, 1992) y el acoso en la calle (Kissiing, 1991). Los asesores de divorcio han empezado a comprender los problemas de la pareja en términos de discursos sexuales (Riesman, 1990). Aderson y Goolishian (1988), junto con Schnitman y Fuks (1993) ha reformado el marco del proceso terapéutico para que permita la co-construcción de mundos posibles. Reiss (1981) ha abierto la investigación sobre la construcción que la familia hace de la realidad, y con otros colaboradores McNamee y Gergen (1992) han empezado a elaborar las consecuencias que ello

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La psicología social y la revolucion erronea

tiene para la práctica terapéutica. Volveremos sobre el problema de la practica terapéutica en el capítulo 10.

En la esfera social, se presta especial atención a los procedimientos textuales o retóricos a través de los cuales las diversas realidades son comprendidas o desacreditadas. Siguiendo esta línea, Leary (1990) ha reunido a los especialistas con el objetivo de examinar detalladamente la función de la metáfora en la construcción de la realidad social. Sternberg (1990) ha comparado las metáforas de la inteligencia, Brown (1992) ha mostrado de qué modo este tipo de metáforas han dado poder retórico al movimiento que opta por las pruebas de inteligencia. Sarbin (1986) ha prestado un servicio similar al demostrar la importancia de la narración tanto en la ciencia como en la vida cotidiana. Kleinman (1988) trabaja en estrategias narrativas de la enfermedad, los estudios narrativos de la teoría del desarrollo (Gergen y Gergen, 1986; Valsiner, 1992) y el examen crítico que Spence hace de las estrategias narrativas de la terapéutica proporcionan una rica gama de ilustraciones de las narraciones que actúan (véanse en este sentido los capítulos 8-10). Una compilación de artículos editados por Shotter y Gergen (1989) y obras de Kondo (1990) y Eakin (1985) demuestran la intervención de procesos textuales y retóricos en la formación de la identidad.

Uno de los avances más significativos en los estudios del proceso social es la reasignación del proceso psicológico a la esfera interpersonal: los procesos que tradicionalmente se asignaban al mundo mental ahora se reconstituyen dentro de las relaciones. Las conceptualizaciones relaciónales constituyen el punto focal de la parte III de este libro. Hacia la distensión: el dominio externo

Estos diversos intentos ilustran algunos de los potenciales de la revolución construccionista. Al mismo tiempo, es notable que se muestren en conjunto consistentes con los supuestos de una epistemología social construccionista. En su intento por provocar, clarificar o transformar las suposiciones, elaboran y extienden el enfoque construccionista del conocimiento social. El crítico indicará que para llevar a cabo estas labores se utilizan a menudo procesos que tradicionalmente pasan por ser métodos de investigación empírica. Cabe, pues, que el crítico plantee la pregunta de que, si una epistemología social abandona las pretensiones de verdad, ¿no es incoherente utilizar una diversidad de métodos empíricos de investigación? Tal como argumenté en el capítulo 3, la respuesta a esta pregunta es que, en la gama presente de estudios, este tipo de métodos no funcionan en el sentido tradicional en tanto que garantías de la validez de las proposiciones a las que acompañan. Las tentativas del tipo subrayado anteriormente no son importantes porque sean verdaderas o falsas; su importancia deriva de la utilidad social e intelectual del hecho de construir la vida social de este modo. Ofrecen una alternativa significativa a muchos modos contemporáneos de enmarcar el mundo y pueden, por consiguiente, ofrecer nuevas alternativas para la acción. En este sentido, en cuanto a su función, gran parte de la investigación «empírica» es esencialmente retórica, proporciona un modo efectivo de dar nuevo vigor a las diversas explicaciones que dan cuenta de la realidad. Traduce el lenguaje abstracto de la teoría en el argot de la vida cotidiana, reinterpretando de nuevo esa vida.

Esta orientación hacia la investigación empírica, al fin y al cabo, abre el camino hacia una distensión entre los construccionistas sociales y los psicólogos sociales de línea más tradicional. El objetivo del construccionismo no es eliminar todas las formas de investigación que se muestren incoherentes con sus propias suposiciones. Si la primera función del lenguaje científico es la pragmática, y no la de transportar la verdad, entonces hemos de ensalzar las metateorías, las teorías y los métodos tradicionales, en todo aquello que aportan a los recursos de la cultura, y

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Críticas y consecuencias

hemos de criticarlos con propiedad cuando sus consecuencias parecen lesivas. Igualmente, sin embargo, podemos evaluar también la investigación y la práctica construccionistas en términos de resultados culturales.

Examinemos la alternativa empirista. Dado que la función de las teorías es la de representar pictóricamente el mundo tal como es, la colusión o competencia entre las teorías se acerca a lo que sería un juego de suma cero: si una teoría es exacta, las voces discrepantes han de ser eliminadas. Constituida así, la competencia entre el conductismo social y el cognitivismo es de hecho una lucha a muerte: las dos teorías no pueden ser simultáneamente ciertas. Y de este modo el dominio de la psicología contemporánea queda puntuado por campos hostiles y contenciosos y el diálogo entre los campamentos de los beligerantes es mínimo. Con todo, cuando se adentra uno en el mundo de la epistemología construccionista, este estado bélico demuestra ser irrelevante. El juego no es del tipo suma cero con la objetividad haciendo las veces de arbitro entre los dominios. Más bien, cada forma de inteligibilidad teórica —cognitiva, conductista, fenomenológica, psicoanalítica y demás— da a la cultura los vehículos discursivos con los que llevar a cabo la vida social. A medida que el número de inteligibilidades teóricas en el seno de la especialidad se expande y amplía, también aumentan los recursos simbólicos de la cultura. Liberar al mundo de la teoría psicológica, sería empobrecer el paisaje del intercambio social.

En este sentido, las primeras críticas hechas al programa cognitivo de ningún modo hay que considerarlas letales. Primeramente intentan refrenar lo que de otro modo sería un impulso imparable de una forma de ciencia altamente circunscrita y no reflexiva. Tal como he indicado, el movimiento cognitivo ha tenido mucho que ofrecer en el sentido de nuevos e interesantes enfoques de la acción individual, pero, en la medida en que este enfoque domina el paisaje discursivo, la disciplina pierde su capacidad de enriquecer la cultura en la que se inscribe.

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Capítulo 6 Las consecuencias culturales del discurso del déficit

...multiplicamos las distinciones, luego consideramos que nuestras débiles fronteras son cosas

que percibimos, y no algo que hemos hecho. WILLIAM WORDSWORTH, The Prelude, Libro III

No podemos tener... psiquiatría sin nombres.

HENRY BRILL, M.D., Classification in Psychiatry and Psychopathology

Tal como he subrayado en los capítulos precedentes, el construccionismo social invita al

análisis reflexivo de la vida cultural. Quisiera a continuación examinar algo que considero un problema cada vez más importante en la cultura contemporánea, un problema que parece estar tanto acelerado en cuanto a su magnitud como carente de perímetros evidentes. También se trata de un problema al que las prácticas discursivas de las especialidades del campo de la salud mental —principalmente la psiquiatría y la psicología clínica— realizan una contribución sustancial. A juzgar por mis muchos colegas, estudiantes y amigos que participan en prácticas terapéuticas, creo que en general comparten un compromiso fuerte y genuino con una visión del mejoramiento humano. Además, aunque la investigación sobre los efectos de la intervención terapéutica llevan a conclusiones de ambigüedad interminable, resulta claro que muchos de los que han buscado ayuda creen que la comunidad terapéutica desempeña un papel vital y humano en la sociedad contemporánea. Con todo, me ocuparé de las consecuencias paradójicas de la visión predominante del mejoramiento humano y la omnipresente esperanza de que estas profesiones puedan mejorar la calidad de la vida cultural. Hay razones para creer que, en su mismo esfuerzo de proporcionar medios efectivos para aliviar el sufrimiento humano, los especialistas en salud mental, simultáneamente, generan una red de embrollos cada vez mayores en cuanto a la cultura en sentido amplio. Este tipo de embrollos no sólo carece de utilidad para los especialistas sino que, además, acrecienta exponencialmente el sentido de la miseria humana. Discurso psicológico: ¿pictórico o pragmático?

A fin de apreciar la naturaleza y la magnitud del problema, ampliemos el estudio anterior sobre las funciones del lenguaje a los temas del discurso mental. De este examen detallado podemos extraer una distinción entre dos enfoques del vocabulario de la mente, el enfoque pictórico y el pragmático. La mayoría emplea términos como «pensar», «sentir», «esperar», «temer», de un modo pictórico, a saber, del mismo modo que damos diferentes nombres a personas individuales o diferentes etiquetas a objetos distintos en la naturaleza, utilizamos los términos mentales como si reflejaran las condiciones distintivas que imperan en el interior de la mente. El enunciado «estoy enfadado» se considera, por convención habitual, que describe un estado mental diferente de otros estados, como serían la alegría, el aforamiento o el éxtasis. La amplia mayoría de los especialistas terapeutas también proceden de un modo similar. Escuchan a sus pacientes durante horas para averiguar la cualidad y el carácter de su «vida interior»: sus pensamientos, emociones, miedos inarticulados, conflictos, represiones y, lo que es más importante, «el mundo tal como lo experimentan». Comúnmente se supone que el lenguaje del individuo proporciona un vehículo para el «acceso al interior» —revelando o exponiendo al especialista el carácter de lo que no es directamente observado—. Y, prosigue el razonamiento, la

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Consecuencias culturales del discurso del déficit

revelación es algo esencial al resultado terapéutico: ya sea proporcionando al terapeuta la información sobre la condición mental del paciente, ya sea provocando autointuiciones, intensificando el sentido que el paciente tiene de su autonomía o autoestima, induciendo la catarsis, reduciendo la culpa...

Nuestro anterior estudio de las funciones del lenguaje (capítulo 2) produjo una variedad de críticas dirigidas a la teoría pictórica del lenguaje y su lugar en la concepción tradicional del conocimiento. Centramos particularmente la atención en los problemas sociales, ideológicos y literarios que son inherentes al enfoque tradicional. Con todo, si el lenguaje no puede servir de imagen o mapa del mundo externo, hay pocas razones para adherirse a esta posibilidad en el caso del discurso psicológico. Si el lenguaje de la biología, la química, la crítica de arte, la política, el atletismo y demás se utiliza para construir aquello que damos en considerar como «los hechos de la materia», hay pocas razones en las que basar la suposición de que el discurso psicológico es menos constitutivo de su campo referencial. Lo que es más relevante, en el caso del discurso mental, es que existe una buena razón para sostener que no hay referentes locales a los que se pueda vincular ese tipo de lenguaje. Tal como hemos visto, en el caso de la biología, de la química, y de la crítica del arte, por ejemplo, es posible que las comunidades desarrollen acuerdos locales sobre de qué modo hay que denominar los diversos «acontecimientos» u «objetos». Las comunidades de biólogos pueden llegar a ponerse de acuerdo sobre de qué modo términos como «neurona» y «sinapsis» clasifican diversos «estados de cosas» (véase el capítulo 3). Con todo, en el caso del discurso psicológico, no pueden establecerse, en principio, estos estándares locales de referencia ostensiva. Examinemos algunos de los problemas concomitantes a vincular términos psicológicos —«actitudes», «ansiedad», «intenciones», «sentimiento», etcétera— a un estado interno de cosas.1

• ¿Cuáles son las características de los estados mentales por medio de las cuales podemos identificarlos? ¿Por medio de qué criterios distinguimos, pongamos por caso, entre estados de enfado, miedo y amor? ¿Cuál es su color, tamaño, forma o peso? ¿Por qué ninguna de estas cualidades parece aplicable a los estados mentales? ¿Tal vez sea porque nuestras observaciones de los estados nos demuestran que no lo son? • ¿Podríamos identificar nuestros estados mentales a través de sus manifestaciones psicológicas —presión de la sangre, frecuencia cardíaca, etc.? Si fuéramos lo suficientemente sensibles a los diferentes complejos psicológicos, de qué modo sabríamos a qué estado se referían? ¿Un pulso acelerado indica enfado y no amor, esperanza y no desesperación? • ¿De qué modo podemos estar seguros de que identificamos estos estados de un modo correcto? ¿No podrían otros procesos (por ejemplo, la represión o la defensa) prevenir una exacta autoapreciación? (Tal vez la ira, al fin y al cabo, sea e ros.) • ¿Con qué criterio podríamos juzgar que lo que experimentamos como «reconocimiento cierto» de un estado mental es en realidad un reconocimiento cierto? ¿Acaso este reconocimiento («Estoy seguro de mi evaluación») no exige todavía otra ronda de autoevaluaciones («Estoy seguro de que lo que experimento es cierto»), cuyos resultados exigirían procesos adicionales de identificación interna y así sucesivamente, generando una regresión al infinito? • Aunque todos estemos de acuerdo en el uso que hacemos de los términos mentales (que

1 Véase la cuidadosa critica que Mary Boyie (1991) hizo de las diagnosis de esquizofrenia. Tal como esta autora muestra, estas diagnosis no se hallan basadas en la evidencia, sino que son altamente interpretativas y están llenas de confusionismo conceptual. Véase también la critica que hace Wiener (1991) del concepto de esquizofrenia.

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experimentamos temor, éxtasis, o alegría, por ejemplo, en ocasiones particulares), ¿cómo sabemos que nuestras propias experiencias subjetivas se asemejan a las de los demás? ¿Por medio de qué procesos podríamos posiblemente determinar si mi «temor» es equivalente al tuyo? ¿Cómo entonces sé que tengo aquello que cualquiera llama «miedo»? • ¿De qué modo hemos de dar cuenta de la desaparición en la cultura de muchos de los términos populares durante siglos anteriores, juntamente con el pasar de las modas en la terminología del siglo actual? (¿Qué sucedió con términos como melancolía, sublimidad, neuralgia, y con el complejo de inferioridad?) ¿Acaso las palabras han desaparecido porque este tipo de procesos ya no existen en las mentes de los mortales? • ¿De qué modo hemos de dar cuenta de las variaciones sustanciales en el vocabulario de la psicología desde una cultura a otra? ¿Tuvimos antaño los mismos acontecimiento mentales que los miembros de una tribu primitiva, por poner un ejemplo, la emoción del fago descrita por Lutz (1988) en sus estudios sobre los ifaluk? ¿Hemos perdido la capacidad para experimentar esta emoción? ¿Está oculta en algún lugar en el núcleo de nuestro ser, sepultada debajo de las capas de la sofisticación occidental? ¿Por medio de qué estándares podríamos optar por un modo u otro?

Estos problemas se han resistido desde hace mucho a toda solución y fuertemente sugieren que utilizar el lenguaje mental de un modo referencial es profundamente erróneo. Más bien, podemos adecuadamente considerar la presuposición de que el lenguaje mental refleja, representa o se refiere a estados mentales dentro del individuo, con un carácter reificativo. Este tipo de orientación trata como real (como existentes ontológicos) aquello a lo que parece referirse el lenguaje. O, dicho con otros términos, al tratar el lenguaje como si clasificara estados mentales distintos, uno se encuentra dentro de una falacia de concreción mal situada. Uno trata como cierto el objeto putativo del significante en lugar del significante mismo. Con ello no queremos concluir que «nada está en marcha» en el seno del individuo cuando se encoleriza, queda encerrado en un azoramiento, u oye siniestros sonidos en la oscuridad. Sin embargo, nada hay en estas condiciones humanas que exija un vocabulario distintamente mental. «Interiores de experiencia» completamente diferentes pueden tener lugar a medida que uno interpreta el papel del Rey Lear, en oposición al de Ótelo o al de Falstaff. Sin embargo, el actor no requiere ni un lenguaje de estados mentales ni una fisiología para explicar sus acciones, para hacerlas inteligibles a los demás. (Basta para la mayoría de propósitos con conocer que uno está «interpretando a Lear» sin añadir descripción alguna de «apoyos» fisiológicos o psicológicos.) En efecto, utilizar el lenguaje mental de modo referencial es cargarlo de consecuencias injustificadas y ofuscantes.

Contrastemos la orientación pictórica del lenguaje mental con otra, a la que denominaremos pragmática. A este propósito, pongamos entre paréntesis el enfoque del lenguaje mental como un indicador referencial de los estados internos y examinemos este tipo de lenguaje como un constituyente de las relaciones sociales futuras. Esto es, siguiendo los argumentos establecidos en los capítulos anteriores, podemos aventurarnos a decir que el lenguaje psicológico adquiere su significado y relevancia significativa gracias al modo en que se utiliza en la interacción humana. Por consiguiente, cuando digo «estoy descontento», en relación a un estado de cosas dado, el término «descontento» no se vuelve significativo o apropiado según su relación con el estado de mis neuronas o de mi campo fenomenológico, sino que, desempeña una función social significativa. Puede usarse, por ejemplo, para poner coto a un conjunto de condiciones deteriorantes, para conseguir apoyo y/o aliento, o para inducir una ulterior opinión. Tanto las condiciones de la relación como las funciones que puede desempeñar se circunscriben a la convención social. La frase «estoy profundamente triste» puede pronunciarse satisfactoriamente con motivo de la muerte de un pariente próximo, pero no en la desaparición de una mariposa de

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Consecuencias culturales del discurso del déficit

primavera. La frase «estoy deprimido» puede garantizar la preocupación y el apoyo de los demás, pero no puede funcionar fácilmente como un adiós, como una invitación a la risa o al elogio. En este sentido el lenguaje mental funciona más como una sonrisa, como un fruncir el ceño o como una caricia que como un espejo del interior; es más similar al modo que tienen los trapecistas de cogerse que a un mapa de las condiciones internas. En efecto, la gente utiliza los términos mentales para constituir sus propias relaciones.2

El lenguaje del déficit mental en el contexto cultural

La postura permanente respecto al discurso psicológico en la cultura occidental es decididamente pictórica. De modo general, aceptamos que la gente dé cuenta de sus estados subjetivos como algo válido (al menos para ellos). Si nos mostramos sofisticados, tal vez queramos saber si tales sujetos son plenamente conscientes de sus sentimientos, o si se han extraviado en un intento de proyectarse a sí mismos a partir de lo que «realmente» está ahí. Y, si tenemos inclinaciones científicas, puede que queramos saber la distribución de los diversos estados mentales (como, por ejemplo, la soledad y la depresión) en la sociedad de un modo más general, las condiciones en las que se producen (como el estrés o el estar «quemado») y los medios a través de los cuales puede alterarse (la eficacia comparativa de las diferentes terapias). Sin embargo, es poco probable que pongamos en tela de juicio la existencia de la realidad a la que esos términos parecen referirse; y dado que la ontología predominante de la vida mental sigue careciendo en general de desafío, a veces inquerimos sobre la utilidad o la deseabilidad de este tipo de términos en la vida cotidiana. Si el lenguaje existe porque los estados mentales existen, hay pocas razones para una apreciación crítica del lenguaje. Según los criterios comunes, desaprobar el lenguaje de la mente equivale a encontrar desagradable la forma de la tierra.

Con todo, si consideramos el discurso psicológico desde una perspectiva pragmática, el lenguaje mental pierde su función como «transmisor de la verdad». Uno no puede afirmar el derecho al uso del lenguaje sobre la base de que los términos existentes «denominan lo que hay». Al mismo tiempo, nos enfrentamos a importantes preguntas relativas a las terminologías existentes, ya que «los modos como hablamos» están íntimamente entrelazados con las pautas de la vida cultural. Sostienen y apoyan determinados modos de hacer las cosas e impiden que otros surjan. Desde la perspectiva pragmática tiene una importancia espectacular indagar los efectos de los vocabularios predominantes de la mente sobre las relaciones humanas. Dadas nuestras metas en cuanto a la mejora de lo humano, estos vocabularios ¿las facilitan o las obstruyen? Y, lo que es más importante para nuestros propósitos, ¿qué clases de pautas sociales facilita (o evita) el vocabulario existente del déficit psicológico? ¿De qué modo los términos de las especialidades que pueblan el ámbito de la salud mental —términos como, por ejemplo, «neurosis», «disfunción cognitiva», «depresión», «desorden de agotamiento postraumático», «trastorno de carácter», «represión», «narcisismo»— funcionan dentro de la cultura en general? ¿Conducen a formas deseables de relación humana, si el vocabulario se amplía? ¿Existen alternativas más prometedoras? No hay respuestas sencillas para estas preguntas; tampoco existe un debate muy amplio. Mi propósito en este punto es menos desarrollar una respuesta última que generar un foro 2 Esto no equivale a afirmar que determinados estados del cuerpo, junto con diversas formas de conducta, no son significantes a la hora de dar una significación a los términos mentales, sobre todo el vocabulario de las emociones. El discurso psicológico no es característicamente más que un aspecto de una representación más plenamente encarnada y, sin la plena representación (a veces implicando la aparición de lágrimas, gritos, aceleración del ritmo cardiaco, etc.), la palabras no serian inteligibles. Más se dirá acerca de la terminología mental en general, y de las emociones en particular, en el capítulo 9.

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para un diálogo desafiante. Las razones para este tipo de discusión han sido asentadas en algunos ámbitos relevantes. En

un abanico de obras altamente críticas, Szasz (1961; 1963; 1970) ha sostenido que los conceptos de enfermedad mental no son exigidos por la observación; más bien, propone, funcionan como mitos sociales y se usan (mal usan, si nos atenemos a su perspectiva) ampliamente como medios de control social. Sarbin y Mancuso (1980) se hacen eco de estos argumentos al centrar su atención en el concepto de esquizofrenia como construcción social. De manera similar, Ingelby (1980) ha demostrado los modos en que las categorías de enfermedad mental se negocian a fin de servir los valores o los envestimientos ideológicos de la especialidad. Kovel (1980) propone que las especialidades de la salud mental son esencialmente formas de industria que operan ampliamente al servicio de las estructuras económicas existentes. Las pensadoras feministas han examinado los modos en que las nosologías de la enfermedad, las diagnosis y el tratamiento perjudican a las mujeres y favorecen la continuidad del patriarcado (Brodsky y Hare-Mustin, 1980; Hare-Mustin y Marecek, 1988). Y bebiendo del análisis que Foucault hiciera de las relaciones de saber-poder. Rose (1985) y Schacht (1985) han examinado diversos modos en que los tests mentales y las realidades que generan sirven a los intereses de control propios de la cultura. Todas estas críticas ponen en tela de juicio la capacidad de transmisión de la verdad del lenguaje mental y concretan algunas de las consecuencias opresivas del uso habitual del lenguaje.

Hay mucho que decir sobre los modos en que funciona el lenguaje del déficit mental en la cultura, y no todo es crítico. Del lado positivo, por ejemplo, el vocabulario de las especialidades de la salud mental sirve para hacer que lo ajeno se torne familiar y sea, por consiguiente, menos temible. Más que considerarse como «obra del diablo» o como «espeluznantemente extrañas», por ejemplo, las actividades no normativas reciben etiquetas estandarizadas, significando que en realidad son naturales, plenamente anticipadas y desde hace mucho familiares a la ciencia. Al mismo tiempo, este proceso de familiarización induce a sustituir la repugnancia y el temor por reacciones más humanas y simpáticas del tipo de las que son idóneas para la enfermedad física. Podemos mostrarnos más cultivados y comprensivos con alguien que sufre por una «enfermedad» que no con alguien que parece intencionalmente obstructivo. Además, dada la alianza de las especialidades de la salud mental con la ciencia, y habida cuenta de que la ciencia está socialmente representada como una actividad progresiva o solucionadora de problemas, la clasificación científica también invita a mantener una actitud esperanzada de cara al futuro. No es preciso ir cargados con el peso de la creencia de que las enfermedades que hoy reconocemos como tales lo serán para siempre.

Para la mayoría de nosotros, las prácticas discursivas actuales representan diferentes mejoras sobre muchas de sus primeras predecesoras (véase Rosen, 1968). Con todo, huelga el optimismo sobre estas cuestiones, ya que existe una «cara inactiva» sustancial para las inteligibilidades existentes, y, como espero demostrar, estos problemas tienen una magnitud continuamente mayor. Examinemos, en particular, la función de los vocabularios del déficit mental en la generación y la facilitación de las formas de lo que podría considerarse como una debilitación cultural. La jerarquía social

¿Cuántos defectos te encuentro? Déjame contarlos: personalidad impulsiva, fingirse enfermo, depresión reactiva, anorexia, manía, desorden de déficit de atención, psicopatía, orientación de control extema, baja autoestima, narcisismo, bulimia, neurastenia, hipocondría, personalidad dependiente, frigidez, autoritarismo, personalidad antisocial, exhibicionismo,

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Consecuencias culturales del discurso del déficit

desorden afectivo estacional, travestismo, agorafobia... Aunque intentan ocupar una posición de neutralidad científica, desde hace mucho tiempo se

reconoció que las especialidades de ayuda se basan en determinadas suposiciones sobre el bien cultural (Hartmann, 1960; Masserman, 1960). Las visiones de conjunto propias de los profesionales del campo en cuanto a lo que es el «funcionamiento sano» están recubiertas de ideales culturales acerca de la personalidad (London, 1986; Margolis, 1966) y de las ideologías políticas a ellos asociadas (Leifer, 1990). En este contexto, por consiguiente, encontramos que los términos del déficit mental operan como dispositivos evaluadores, demarcando la posición de los individuos a lo largo de ejes culturalmente implícitos del bien y del mal. A menudo podemos sentir un grado de simpatía hacia la persona aquejada de una depresión incapacitadora, de ansiedad o con un tipo A de personalidad. Sin embargo, nuestras simpatías a menudo están teñidas por un sentido de la autosatisfacción, dado que la dolencia inmediatamente nos sitúa en una posición de superioridad. En cada caso, el otro viene marcado por cierto tipo de fracaso: insuficiencia de optimismo, de juiciosidad, de calma, de control, etc. Mientras que estos resultados pueden parecer inevitables e incluso deseables como medios de sostener valores culturales, resulta vital darse cuenta de que la existencia de los términos contribuye a la proliferación de jerarquías sutiles pero no peligrosas, al estar acompañadas como están por diversas prácticas de distanciación y degradación (Goffman, 1961). En este sentido, la existencia de un vocabulario del déficit es análoga a la disponibilidad de armas —su misma presencia crea la posibilidad de que haya blancos a los que disparar_ y, una vez que se accionan, «individuos poco ideales» se ven alentados a participar en «programas de tratamiento», a ponerse bajo cuidado psicofarmacológico, o a separarse de la sociedad ingresando en instituciones asistenciales. Cuanto mayor es el número de criterios sobre el bienestar mental, mayor es el número de vías por las que se puede uno volver inferior en comparación con los demás. Y de una importancia equivalente, las mismas acciones pueden clasificarse de modos alternativos y con resultados muy diferentes. A través del uso especializado del lenguaje se podría reconstruir la depresión como una «incubación psíquica», la ansiedad como «una sensibilidad intensificada», y el frenesí del tipo A como «la ética protestante del trabajo», un uso del lenguaje que invertiría o borraría las jerarquías existentes. Erosión de la comunidad

Diferentes terminologías inducen diferentes cursos de acción. Enfocar la criminalidad adolescente como un problema de «privación económica» comporta consecuencias políticas diferentes de las que derivan de definirla como un resultado de la «mentalidad de banda» o una «vida doméstica deteriorada». Los términos del déficit mental, en la medida en que operan en la sociedad contemporánea, están velados por una mística médica. Nombran enfermedades o aflicciones, y, en términos de la lógica médica, enfermedad o aflicción exige un diagnóstico profesional y un tratamiento. Con todo, en la medida en que los «afligidos» participan en este tipo de programas, el «problema» es eliminado de su contexto normal de operación y reconstituido dentro de la esfera profesional. En efecto, las especialidades profesionales de la salud mental se apropian del proceso del realineación interpersonal, que de otro modo podría producirse en un contexto no profesional. Las relaciones orgánicas con la comunidad están, por consiguiente, interrumpidas, la comunicación mitigada, y las pautas de interdependencia destruidas. En resumen, existe un deterioro de la vida de la comunidad. Cabría arriesgarse y afirmar que los procesos de realineación natural son a menudo lentos, angustiosos, brutales o atontados, y que la vida es demasiado breve como para soportar «todo aquello que no va como

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anillo al dedo». Pero el resultado es que los problemas que de otro modo exigirían la participación de personas relacionadas comunitariamente son eliminados de su nicho ecológico. Los miembros de un matrimonio tienen una comunicación más íntima con sus terapeutas que entre sí, incluso impidiendo la revelación de significativos puntos de vista a lo largo de la hora que dura la terapia. Los padres abordan los problemas de sus hijos con los especialistas, y envían a los niños con problemas a centros de tratamiento, reduciendo, por consiguiente, la posibilidad de una comunicación auténtica (no autoconsciente) con su prole o con vecinos afectados. Las organizaciones ponen a sus ejecutivos alcohólicos bajo programas de tratamiento y con ello reducen el tipo de discusiones autorreflexivas que podrían dilucidar su propia contribución posible al problema. Las parejas de «personas con problemas» son invitadas a participar en «grupos de apoyo autorreflexivos» donde discuten la pareja ahora-objetivada con extraños. En cada caso, los tejidos de interdependencia comunitaria o están lesionados o atrofiados.

Este punto está esencialmente claro para mí cuando reúno mis experiencias infantiles con Kibby, un hombre mayor que a menudo hablaba en trabalenguas, no tenía trabajo, y a veces haraganeaba con nosotros para jugar. A menudo nos divertía, a veces le evitábamos, y a veces le gastábamos bromas. De vez en cuando hablaba de él con mi madre; ella me decía que debíamos ser amables con él, pero que era un extraño y que no debía jugar con él solo. También habló con la madre de Kibby acerca de los peligros posibles y del futuro de Kibby. La madre de Kibby habló con la mayoría de los vecinos sobre su hijo. En aquella época no disponíamos de ningún vocabulario acerca de la «enfermedad mental», ni de estereotipos aterradores procedentes de las películas o la televisión, y menos aún de especialistas profesionales que dieran nombre y trataran la «enfermedad». Kibby era simplemente extraño, pero todos logramos arreglárnoslas en la barriada. Hoy sospecho que Kibby estaría sedado ante el televisor o encerrado en una institución apropiada; ya no sería un miembro partícipe de la vida de la comunidad. Autodebilitamiento

Los términos de la deficiencia (déficit) mental también actúan a fin de esencializar la naturaleza de la persona que se ha de describir. Designan una característica del individuo que perdura a lo largo del tiempo y de la situación, a la que tiene que enfrentarse si es que las acciones de las personas han de ser comprendidas adecuadamente. Los términos de la deficiencia mental informan al receptor de que «el problema» no se circunscribe o limita en el tiempo y el espacio o a un dominio particular de su vida sino que es plenamente general. Lleva el déficit o la deficiencia de una situación a otra, y como una marca de nacimiento o una huella dactilar, tal como nos lo cuentan los manuales, la deficiencia inevitablemente se manifestará. En efecto, una vez que las personas comprenden sus acciones en términos de déficit mental, están sensibilizadas en cuanto al potencial problemático de todas sus actividades y cómo están éstas infectadas o disminuidas. El peso del «problema» se extiende ahora en múltiples direcciones; es tan ineludible como su propia sombra. A la edad de diecisiete años, Marcia Lovejoy, una mujer que ahora trabaja en la rehabilitación de esquizofrénicos, fue a su vez diagnosticada de una esquizofrenia. Sus doctores le hicieron saber en aquel momento que, a causa de su enfermedad, nunca podría trabajar, acabar la escuela o ser capaz de mantener relaciones satisfactorias con los demás. La situación, dijeron, no tenía esperanzas. Lovejoy comparaba este diagnóstico con la situación en la que se nos dice que tenemos cáncer. «¿Qué sucedería si nadie que hubiera tenido un cáncer sanara y fueran llamados por el nombre de su enfermedad? Que la gente dijera «¿qué se puede hacer con estos cancerosos? no sería tan grave. Enviemos a estos cancerosos al hospital, ya que no podemos curarlos» (Turkington, 1985, pág. 52). Ser clasificado en función de la terminología

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del déficit o deficiencia mental es, por consiguiente, enfrentarse a una vida potencial de autoduda. Estos resultados —jerarquía social, fragmentación comunitaria y autodebilitamiento— no

agotan los desgraciados resultados del lenguaje del déficit mental. Los teóricos existencialistas también se habían preocupado por el modo en que este tipo de lenguaje sostiene un enfoque determinista de la acción humana. Tener una enfermedad mental, según los criterios actuales, es estar conducido por fuerzas qué exceden al propio control; es ser una víctima o un instrumento. Así, pues, para el existencialista, las personas dejan de experimentar sus acciones como voluntarias (Bugental, 1965). Sienten sus acciones como algo que está fuera del ámbito de elección, como inevitables e incambiables, a menos que se sitúen —dependientemente— en manos de profesionales. Muchos de los que actúan en el seno de las especialidades profesionales de la salud mental, están también preocupados porque el lenguaje del déficit individual desvía la atención del contexto social esencial a la creación de este tipo de problemas. Inhibe la exploración de los factores familiares, ocupacionales y socioestructurales de significación posible. La persona es condenada, mientras que el sistema queda exento de examen. Estas cuestiones también tienen que permanecer en nuestro foco de atención. El crecimiento profesional y la enfermedad mental

Examinemos el problema en su perspectiva histórica, particularmente las tendencias hegemónicas del discurso psicológico, en general, y del lenguaje del déficit mental en particular. Tal como ya propuse, el discurso de la psicología a menudo procede de los lenguajes naturales o corrientes de la cultura. En efecto, son heredados a partir del lugar común de las tradiciones culturales. Como resultado, la cualidad referencial o realista de estos lenguajes ya está consensualmente validada. (Procesos de «pensamiento» y «motivación» merecen la atención profesional porque su presencia en las personas es ya transparente dentro del medio cultural.) Con todo, una vez absorbidos por las especialidades psicológicas, este tipo de lenguajes sufren dos transformaciones principales. En primer lugar, son tecnologizados, es decir, cubiertos con su riqueza connotativa y reasignados dentro de una serie de prácticas técnicas, incluyendo el análisis teórico, la medición y la experimentación. Un concepto como el de racionalidad es extraído de su contexto cotidiano, sustituido por términos técnicos como «cognición» o «procesamiento de la información», clavado en formalizaciones sobre la inteligencia artificial, medido a través de dispositivos de escucha dicotómicos y sometido a investigación experimental. Las especialidades se apropian del lenguaje en la medida en que está tecnologizado. El lenguaje de la cognición o del procesamiento de la información, por ejemplo, se eenvieften el patrimonio de las especialidades y el especialista, entonces, reivindica el saber, aquel saber que una vez estuvo en el dominio común. El profesional especialista se convierte en el arbitro de qué es racional y qué irracional, inteligente o ignorante, natural o no natural. A medida que la especialidad y los especialistas tecnologizan, etiquetan y miden los problemas de la gente, los legos son descualificados en tanto que conocedores. En consecuencia, la sensación normal propia de un yo que conoce, capta y siente se ve socavada (Farber, 1990). En efecto, quienes estén más íntimamente familiarizados con el «problema» tienen que dar cabida a las expresiones desapasionadas y delimitadas de una autoridad ajena.

Esta apropiación de los lenguajes comunes, y las afirmaciones resultantes de un conocimiento superior, se ven fomentadas por un segundo proceso de autojustificación. La justificación de superioridad en temas psicológicos deriva, en primer lugar, de la alianza de las especialidades psicológicas con la tradición científica más general y la herencia filosófica más amplia a través de las cuales las ciencias se hacen inteligibles. El discurso tecnológico al afirmar

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una posición en el interior de las ciencias (como algo opuesto, por ejemplo, a la religión o al arte) puede adquirir el peso retórico de disciplinas como la física o la química. (¿Cuántos dudan hoy en día de la existencia de la esquizofrenia?) Todo avance en un sector cualquiera de las ciencias se convierte en señal de promisión para otros ámbitos «científicos». Además, desde la Ilustración hasta el empirismo fundamentador del siglo xx nos hemos sumergido en la retórica de que la ciencia es a la vez racional y progresiva. En efecto, al afirmar de sí mismas que constituyen una ciencia, apoyadas como están por equipos tecnológicos, las especialidades de salud mental pasan a heredar una base justificativa convincente.3

Para ilustrar los resultados simultáneos, tanto de la tecnologización como de la autojustificación, examinemos términos comunes como «las melancolías», «pereza», «tristeza», «sentimientos malos» y «desdicha». Existe un grado razonablemente alto de similitud entre estos términos, pero en la vida cotidiana cada uno tiene unas capacidades performativas o pragmáticas determinadas que no comparte con los demás. Tener «melancolía» posee unos matices honoríficos: uno ha «visto como es», «sabe de la vida porque ha vivido», «ha viajado mucho». La frase exige un cierto grado de respeto. Estos matices no son compartidos por términos como «tristeza», «enfermizo» o «desdichado». Ser «desdichado», por ejemplo, a menudo sugiere que existe un estado contrastante que es más normal y natural, y un posible anhelo o esperanza por su retorno. Sentirse «enfermizo» sugiere una condición física posible: no haber dormido la noche anterior o haber bebido demasiado. Cada término lleva consigo un gama de consecuencias y ofrece posibilidades relaciónales que no están plenamente sugeridas por las alternativas. En efecto, la plebe posee los términos que cumplen funciones altamente diversificadas en la vida diaria. Para el profesional de la salud mental, sin embargo, estos términos se consideran «indoctos», simples aproximaciones populares a cierto proceso esencial que está detrás. El término formal de,/ «depresión» se ofrece como un sustituto para las expresiones vagas e ivaprecisas de las masas. Se han desarrollado definiciones técnicas de la depresión, se han descrito casos, construido escalas, llevado a cabo investigación experimental, instituido estrategias terapéuticas y creado centros de tratamiento, todo lo cual convierte de nuevo a la depresión en un objeto de conocimiento especializado. Dado que este trabajo técnico tiene lugar en «la región científica» de la cultura, y dado que la ciencia está preeminentemente justificada, el especialista en salud mental se convierte en el arbitro de un conocimiento acerca de estos temas. El ciudadano de a pie, ahora informado de que su lenguaje es hoy «meramente coloquial» y difícilmente adecuado, queda reducido al silencio y el lenguaje común pierde su potencial pragmático. En la medida en que es devaluado deja de cumplir las funciones abigarradas que surgen más orgánicamente de los retos que plantea la vida cotidiana.

Dicho con otras palabras, las especialidades que se ocupan de la salud mental tienden a ser organismos de transformación ilimitada del significado. Se nutren de todos los enclaves culturales en los que existe un hablar de la mente. A medida que estos discursos son engullidos y remodelados se convierten en propiedad de las especialidades, creando «objetos convencionales» sobre los que las especialidades y sus especialistas pasan a desempeñar el papel de expertos; Por el momento no existe límite superior para este proceso. Dada la orientación pictórica de la perspectiva científica, no hay medio a través del cual uno pueda fácilmente desafiar las realidades

3 Los exámenes críticos por parte de Foucault (1978, 1979) del primer desarrollo de la racionalidad científica y de los efectos de este desarrollo en las relaciones de poder en la sociedad son apropiados. También es convincente el estudio de Murray Edelman (1974) sobre el «imperialismo profesional» de las profesiones de ayuda socio-psicológica. Para un ataque más ampliamente enunciado contra la apropiación por parte de la psiquiatría del poder durante el siglo XX, véase Gross (1978).

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creadas desde el interior de esta perspectiva. En efecto, el sistema opera internamente hacia una absorción plena del lenguaje común, y no tiene medios inherentes para poner en tela de juicio sus propias premisas.

Para desarrollar el argumento, examinemos el crecimiento de las profesiones que se ocupaban de la salud mental durante el siglo pasado, un desarrollo que puede considerarse sin lugar a dudas fantástico. A título ilustrativo, la American Psychiatric Association fue fundada en 1844 por 13 médicos y admistradores de hospitales. A finales del siglo xix había alcanzado los 377 miembros. En la actualidad son más de 36.000, unas noventa y cinco veces el número que tenía a finales del siglo pasado. Tal como se demuestra en la figura 6.1, la principal expansión tuvo lugar durante las últimas cuatro décadas. En cada década desde 1940, el incremento de las afiliaciones a la asociación pasó de ser del 138 al 188. No hay indicación de una asíntota.4

Figura 6.1. El crecimiento de la American Psychiatric Association

El aumento del número de psicólogos en ejercicio en los Estados Unidos es igualmente

espectacular. Cuando la American Psychological Association fue fundada en 1892 contaba sólo con 31 miembros. En 1906, el número había saltado a 181. Con todo, durante los treinta y seis años que siguieron, la inscripción de nuevos miembros se expandió cien veces hasta superar los 3.000. Durante los siguientes veintidós años (entre 1941 y 1966) la cifra creció de nuevo casi unas veinte veces más, alcanzando un total de más de 63.000 miembros. Desde luego, no todos los miembros de la Asociación está directamente comprometidos en las carreras de salud mental, pero incluso aquellos que no lo están a menudo dan fuerza retórica a este tipo de profesiones directamente vinculadas con el campo de la salud mental. Por consiguiente, como experimentalistas, como evaluadores de la inteligencia y como asesores de organización actúan de modo que reifican el discurso mental, añaden peso al lenguaje del profesional. Consideremos, pues, el número de personal de especialización psicológica que ofrece sus servicios de tratamiento por millón de ciudadanos entre 1960 y 1983. Durante la primera década, el número de proveedores de salud psicológica se dobló, para triplicarse luego, entre 1972 y 1983. De nuevo, no hay indicación de una nivelación de las cifras.

4 Para una exposición amplia de la expansión de la psiquiatría en los Estados Unidos y la consiguiente «psiquiatrización de la diferencia», véase Castel, Castel y Lovell (1982).

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¿Cómo hemos de explicar esta expansión de las profesiones que se ocupan de la salud mental? Examinemos las explicaciones que favorecen dos orientaciones del discurso mental que anteriormente destaqué. Para el realista mental, al hacer uso del lenguaje de un modo referencial, el panorama es optimista: el incremento del número de profesionales en ejercicio representa una mayor reacción a las necesidades culturales; los problemas existentes han recibido una destacada atención. A medida que las especialidades y sus profesionales maduran, cabe aventurar que existe también una agudización creciente de nuestra capacidad de distinguir entre la gama existente de estados psicológicos y condiciones. Paulatinamente sabemos más acerca de la aflicción psicológica y hemos afinado las distinciones de diagnóstico de modo que podemos reconocer problemas a los que antes éramos insensibles.

Tal como hemos visto, sin embargo, la posición que defiende el realista mental es profundamente imperfecta. La terminología del déficit mental no está vinculada referencialmente a estados discriminantes de la psique. Hay pocas razones para apoyar el enfoque de que las especialidades han surgido como respuesta al estado de déficit de la psique de la gente o que a lo largo del tiempo se han ido haciendo más sensibles a las flaquezas de la mente. Examinemos, pues, una exposición pragmática de aquella trayectoria. Desde esta perspectiva, encontramos que el discurso del déficit mental opera generando y sosteniendo modos particulares de vida y lo hace primero en relación con la especialidad que se ocupa de la salud mental. Las especialidades en este ámbito son altamente dependientes de prácticas discursivas: el hecho de compartir una ontología, una gama de valores, formas de justificación racional, etc. Los compromisos profesionales dependen ampliamente de un conjunto de comprensiones compartidas sobre el mundo y cómo hay que proceder (véase el capítulo 3). Por consiguiente, el deseo de los profesionales que ejercen su especialidad en el campo de la salud mental es el de acrecentar sus filas como respuesta no al mundo tal comcTes, sino a un mundo que es construido. Al mismo tiempo, las especialidades difícilmente pueden fructificar en sus esfuerzos de «ayudar a la sociedad» sin una simpatía pública hacia sus enfoques. Bastantes segmentos ae la cultura —incluyendo entre ellos los futuros clientes, los legisladores, la profesión médica y las compañías de seguros— tienen que llegar a compartir la ontología de la enfermedad mental y la creencia de que las profesiones especializadas en ese campo pueden y deben proporcionar curas. Desde la perspectiva pragmática no existe ningún «patrón de enfermedad» en relación al cual los especialistas puedan orientarse; más bien la concepción de la enfermedad funciona de modo que vincula al profesional y la culti ira en una gama de actividades que se prestan mutuo apoyo. El círculo de la enfermización progresiva

Tal como hemos visto los profesionales activos en el campo de la salud mental están en una relación simbiótica con la cultura, sacando apoyo de las creencias culturales, alterando estas creencias de manera sistemática, diseminando estos enfoques de nuevo en la culturar contando con su incorporación a la cultura para seguir consiguiendo su apoyo. Con todo, los efectos de estas simbiosis parecen cada vez más sustanciales. En particular, parece operar un proceso cíclico que, una vez activado, expande el dominio del déficit a un grado siempre en ascenso. En efecto, el proceso que subyace a la expansión de los profesionales es sistemático y se alimenta oe sí mismo para generar una enfermización exponencialmente mayor: las jerarquías de discriminación, las pautas y patrones desnaturalizados de interdependencia y un ámbito en expansión de autodesaprobación. El proceso histórico al que aludimos puede ser considerado como el de «enfermización progresiva»

Al examinar este ciclo más completamente, es útil, en relación a los propósitos analíticos,

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distinguir entre cuatro fases distintas. En la practica real, los acontecimientos en cada una de estas fases pueden confundirse, la ordenación temporal es a veces suave y se dan excepciones en cada caso. En cuanto a los propósitos que ahora tenemos, el ciclo de la enfermización progresiva puede esbozarse como sigue: Fase 1: traducción del déficit

Empezamos en una coyuntura en que la cultura acepta tanto la posioilidad de la «enfermedad mental» como una profesión.iespecializada que se haga responsable de su diagnóstico y su cura, una condición cada vez más prevalente desde mediados del siglo XIX (Peeters, en proceso editorial). Bajo estas condiciones, el especialista trata pacientes cuyas vidas se manejan en términos de un discurso común o cotidiano. Cuando el manejo de la vida parece imposible en función de las comprensiones cotidianas, el paciente busca ayuda en un profesional o, de hecho, formas de comprensión más «avanzadas», más «objetivas» o «sagaces». En este contexto al profesional le incumbe proporcionar un discurso alternativo (un marco teórico o nosología) para la comprensión del problema, y luego traducir el problema tal como se presenta en el lenguaje cotidiano al lenguaje alternativo y no común de la especialidad. Esto significa que los problemas comprendidos en el lenguaje común y del mercado propio de una cultura tienen que traducirse en el lenguaje sagrado o profesional del déficit mental. Una persona cuyos hábitos de limpieza son excesivos en relación a los criterios comunes puede ser clasificada como «compulsiva obsesiva», aquel que se queda en cama durante toda la mañana se convierte en «depresivo», aquel que siente que no gusta se redefine como «paranoico», y así sucesivamente (véase capítulo 10). El paciente puede contribuir de buen grado a estas reformulaciones, ya que le aseguran no sólo que el profesional especialista está haciendo el trabajo que debe, sino que el problema está bien reconocido y comprendido en la especialidad. El resultado final —la traducción a un vocabulario del déficit mental o profesional— es inevitable desde el principio. Fase 2: diseminación cultural

Las profesiones que se ocupan de la salud mental, siguiendo el modo de análisis científico del siglo xix, han concedido gran importancia a establecer categorías inclusivas para todo cuanto existe dentro de un dominio dado (especie animal o vegetal, tablas de elementos químicos, etc.). Cuando esta inclinación hacia la categorización sistemática se aplica al ámbito de la enfermedad mental, encontramos que el hecho de transformar toda la actividad problemática en una gama sistemática de enfermedad mental no sólo garantiza a la enfermedad individual un status ontológico, sino que elimina los significados de sus contextos culturales e históricos. Y dado que existen enfermedades en juego, existen también amenazas públicas a las que enfrentarse. Alertar al público de casos no reconocidos o de los que no se es consciente se convierte en una responsabilidad de la profesión. Las personas tienen que aprender a reconocer los signos de la enfermedad mental de modo que puedan buscar un pronto tratamiento, y deben estar informadas de las causas posibles y de los remedios probables.

Hasta cierto punto, el fuerte motivo que impulsa a clasificar e informar puede hacerse remontar al movimiento de higiene mental de principios del siglo xx. La célebre obra de Clifford Beers, A Mind That Found Itself (que alcanzó treinta ediciones en el lapso de dos décadas desde su publicación en 1908), sirvió primero para sustancializar la enfermedad mental como un fenómeno, someter a la mirada del público cuáles eran las espantosas condiciones de los hospitales mentales, y en consecuencia, alertar al público general de la amenaza que representaba ese tipo de enfermedad. Coincidiendo con su aparición se creó el National Committee for Mental

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Hygiene y en 1917 vio la luz una revista cuatrimestral de alcance nacional llamada Mental Hygiene. Esta revista, junto con una gama de panfletos sobre temas tales como «infancia, el período de oro de la higiene mental», «nerviosismo, sus causas y su prevención», «el movimiento para una higiene mental en la industria» y «la responsabilidad de las universidades en promover la higiene mental», intentaban exponer a la atención del público las cuestiones de la salud mental y alentar a que las principales instituciones (escuelas, industrias, comunidades) desarrollaran programas de prevención. Del mismo modo que los signos del cáncer de mama, de la diabetes o de las enfermedades venéreas debieran formar parte del conocimiento común dentro de la cultura, se sostenía, los ciudadanos debieran recibir la ayuda necesaria para reconocer los primeros síntomas de agotamiento, alcoholismo, depresión y similares.

Aunque el movimiento de higiene mental ha perdido su importancia, su lógica ha sido absorbida por la cultura. Hoy en día, las instituciones a más gran escala, de hecho, proporcionan servicios a los mentalmente perturbados, ya sea en términos de servicios de salud, de orientación psicológica, trabajo social en clínicas o cobertura de la terapia a través de un seguro. En los programas de estudios universitarios se incluyen cursos sobre la regulación y la anormalidad, las revistas y los periódicos de ámbito nacional diseminan noticias sobre desórdenes mentales (como la depresión y su cura a través de fármacos), y los problemas mentales se popularizan a través de las series televisivas y las comedias de enredo. Al mismo tiempo, el público general ha absorbido suficientemente la mentalidad higienista mental al punto que los libros de autoayuda psicológica son pilares de la industria editorial. El resultado es una insinuación continuada del lenguaje profesional en la esfera de las relaciones diarias.5

Tan sensible es la cultura al posible déficit que en algunas partes los profesionales ya no son requeridos para el proceso de «aclaración». Los movimientos de base popular dedicados a concienciar cada vez más a la comunidad del déficit mental, a identificar los modos en que lo insospechado contribuye a ese déficit, y a desarrollar programas que mitiguen los problemas se han multiplicado en gran número y han alcanzado una expansión espectacular. Recientemente tuve entre mis manos las páginas de un periódico de Santa Fe, Nuevo México, y me encontré con anuncios de aproximadamente catorce convocatorias de grupos dedicados a superar diversos tipos de déficit psicológico. Uno podría obtener ayuda no sólo para problemas evidentes como son el alcoholismo o la drogodependencia, sino para el hecho de comer en exceso, la adicción sexual, ser codependiente con adictos al sexo, problemas de actitud, adicción al amor, compulsividad sexual ho-mosexual, propensión a contraer deudas.

El mismo periódico sólo enumeraba tres convocatorias para profesionales del mundo de los negocios (tales como Rotary o Kiwanis). En la actuali-dad existe más de un centenar de formas de organizaciones de autoayuda que tratan a personas que sufren de cualquier cosa, desde la emotividad al juego. Fase 3: la construcción cultural de la enfermedad

A medida que las inteligibilidades del déficit se diseminan en la cultura, son absorbidas en el lenguaje común. Forman parte de aquello que «todo el mundo sabe» sobre el comportamiento humano. En este sentido, térmi-nos como «neurosis», «estrés», «alcoholismo» y «depresión» ya no son «pro-piedad de los profesionales». Han sido «obsequiados» o devueltos por la profesión al público. Términos como «escisión de personalidad», «crisis de identidad», «síndrome premenstrual» y «crisis de la madurez» también disfrutan de un alto grado de popularidad. Y

5 Véase también el análisis de Gordon (1990) de la función de los medios de comunicación en la generación de lo que clasificamos como anorexia o bulimia.

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tales términos siguen su curso en el seno de la lengua corriente de la cultura, pasan a ser asequibles para la construcción de la realidad cotidiana. Shirley no está simplemente «demasiado gorda», tiene «hábitos de alimentación obesa»; Fred no es que simplemente odie a los homosexuales, es «homofóbico», y así sucesivamente. A medida que los términos del déficit se infiltran en las inteligibilidades cotidianas, ese mundo se va fraguando cada vez más conforme a un sentido del déficit. Acontecimientos que antes pasaban inadvertidas se convierten en candidatos a una interpretación; las acciones antes consideradas como «buenas y adecuadas» se reconceptualizan como problemáticas. Cuanto términos como «estrés» y «agotamiento laboral» ingresan en el sentido común de la lengua vulgar, se convierten en lentes a través de las cuales cualquier profesional laboralmente activo puede examinar su vida y encontrarla defectuosa. Aquello que se valoraba como una «ambición activa» puede ahora reconstruirse como «adicción al trabajo», «pulcramente vestido» puede redefinirse como «narcisista» y el «hombre autónomo» se convierte en alguien que se «defiende de sus emociones». Dad a la población los martillos del déficit mental, y el mundo social se llenará de clavos.

Tampoco es que el déficit adjetive todo lo que está en cuestión aquí. Ya que cuando las formas de «enfermedad» son representadas por los medios de comunicación, los programas educativos, las conferencias públicas y similares, sus síntomas llegan a servir de modelos culturales. En efecto, la cultura aprende a cómo estar mentalmente enferma. Examinemos la difusión de la «anorexia» y la «bulimia», una vez que se reconocieron públicamente los «trastornos alimenticios». De manera similar, la depresión se ha convertido en un tópico cultural de tal magnitud que es prácticamente una reacción inducida del fracaso, la frustración o la decepción. En realidad, si alguien hubiera de responder a estas situaciones con ecuanimidad o alegría como opuesto a depresión, podría ser considerado con recelo. En este sentido, Szasz (1961) ha argumentado que la histeria, la esquizofrenia y otros trastornos mentales representan la «imitación» del estereotipo de persona enferma por parte de aquellos que se enfrentan con problemas insolubles en la vida normal. La enfermedad mental, en este sentido, es una forma de interpretación desviante de su papel, exigiendo una forma de saber cultural para romper las reglas. Scheff (1966) ha establecido que muchos de los trastornos sirven como formas de oposición social. Según este autor, las reac-ciones de los demás ante la conducta que infringe y rompe con las reglas tienen una importancia enorme a la hora de determinar si esa conducta es, finalmente, clasificada como «enfermedad mental».

En la medida en que las acciones de las personas se van definiendo y modelando progresivamente en términos del lenguaje del déficit mental, la solicitud de servicios de salud mental también aumenta. Asistencia sociopsicológica, programas de autoenriquecimiento de fin de semana y regímenes de restauración de la personalidad representan una primera línea de dependencia; todo permite a las personas eludir el incómodo sentido de que «no son todo lo que debieran ser». Otros puede que busquen grupos de apoyo para su «victimización incestuosa», su «codependencia», o la «obsesión por el juego». Y, desde luego, muchos participan en programas organizados de terapia o son institucionalizados. Por consiguiente, el predominio de la «enfermedad mental» y los gastos asociados de salud mental han sido promovidos. Por ejemplo, en el período de dos décadas, que cubren de 1957 a 1977, el porcentaje de la población de los Estados Unidos que recibía los servicios de profesionales del campo de la salud mental aumentó de un 14 a un cuarto de la población (Kulka, Veroff, y Douvan, 1979). Cuando la Compañía Chrysier aseguró a sus empleados cubriendo los costes de la salud mental, el disfrute anual de este tipo de servicios se sextuplicó en cuatro años («Califano Speaks», 1984). Aunque los gastos en salud mental durante el primer cuarto de siglo fueron minúsculos en los Estados Unidos, en 1980 contabilizaron más de 20 mil millones anualmente, lo que representó el tercer capítulo de

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gastos sanitarios de la nación (Mechanic, 1980). En 1983, los costes de la enfermedad mental, excluyendo el alcoholismo y el abuso de drogas, se estimaba en casi 73 mil millones de dólares (Harwood, Napolitano y Kristiansen, 1983). En 1981, el 23 del conjunto de ocupación diaria de los hospitales en los Estados Unidos se atribuía a los trastornos mentales (Kiesler y Sibuikin, 1987).6

Fase 4: la expansión del vocabulario

El estadio está preparado para la revolución final en el ciclo del enfermar progresivo: una ulterior expansión del vocabulario del déficit. A medida que las personas cada vez más construyen sus problemas en el lenguaje profesional y buscan ayuda, y a medida que las filas de profesionales se expanden en respuesta a la demanda pública, más individuos están disponibles para convertir el lenguaje de cada día en el lenguaje profesional del déficit. No existe ninguna exigencia necesaria para que esta traducción pueda realizarse en términos de las categorías existentes de la enfermedad y, en realidad, existen diferentes presiones que se ejercen sobre el profesional para ensanchar el vocabulario. Estas presiones se generan en parte desde el seno mismo de la profesión. Examinar un nuevo trastorno en el seno de las ciencias que se ocupan de la salud mental no se diferencia de descubrir una nueva estrella en astronomía: el notable honor puede corresponder al explorador. En este sentido el «trastorno de estrés postraumático», la «crisis de identidad» y la «crisis de la madurez», por ejemplo, son productos significativos de la «gran narración» del progreso científico (Lyotard, 1984), es decir, de los «descubrimientos» autoproclamados de la ciencia de la salud mental. Al mismo tiempo, nuevas formas de trastorno pueden ser altamente aprovechables para quien las practica, suscitando a menudo ganancias editoriales, honorarios de despacho, contratos industriales y/o una rica cartera de pacientes. En este aspecto términos como «codependencia», «estrés» y «agotamiento laboral» han llegado a ser industrias en pequeño agotamiento.

A un nivel más sutil, la población paciente misma ejerce una presión hacia la expansión del vocabulario profesional. A medida que la cultura absorbe el argot emergente de la profesión, el papel del profesional se ve tanto intensificado como amenazado. Si el cliente ya ha «identificado el problema» en el lenguaje profesional y se muestra sofisticado en cuanto a los procedimientos terapéuticos (como sucede en muchos casos), entonces el status del profesional se ve puesto en peligro. El lenguaje sagrado se convierte en profano. (El peor escenario tal vez sea cuando las personas aprenden a diagnosticar y a tratarse dentro de su familia y de sus círculos de amistades haciendo, por consiguiente, que la presencia del profesional sea redundante.) De este modo, el profesional está bajo la presión constante de «hacer avanzar» la comprensión, de producir «una terminología más sofisticada» y generar nuevas ideas y nuevas formas de terapia.7 No se trata, por ejemplo, de que una comprensión cada vez más sensible de la dinámica mental exija cambiar el acento puesto desde el psicoanálisis clásico al neoanálisis de las relaciones objétales. En realidad, cada ola dispone de lo necesario para su propia recesión y sustitución; a medida que los vocabularios terapéuticos se convierten en sentido común, el terapeuta es impulsado a nuevos puntos de partida. El mar siempre cambiante de las novedades y modas terapéuticas ya no es 6 En estas cifras no "queda representado el enorme crecimiento de los gastos realizados a cuenta de psicofármacos. Examinemos el caso del más importante antidepresivo, el Prozac. Si nos atenemos al informe que publicara Newsweek (el 26 de marzo de 1990), un año después de que el medicamento fuera introducido en el mercado, las ventas alcanzaron un valor de 125 millones de dólares. Un año después (1989) las ventas se habian casi triplicado, generando un volumen de negocio de 350 millones de dólares. Se espera que las ventas alcancen los 1.000 millones de dólares en 1995. 7 Véase también Kovel (1988) sobre la psiquiatría como economía de mercado.

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ningún defecto en la profesión. El rápido cambio lo exige prácticamente un público cuyo discurso está cada vez más «psicologizado».

Si examinamos la expansión de las terminologías del déficit, hallamos una trayectoria que es sospechosamente similar a aquella encontrada en el caso de los profesionales del campo de la salud mental y de los gastos en salud mental. El concepto de neurosis no se originó hasta mediados del siglo XIX. En 1769, William Cullen, un médico escocés, dilucidó cuatro clases principales del morbi nervini: comota (reducía los movimientos voluntarios, junto con somnolencia o pérdida de conciencia), adynamise (disminuía los movimientos involuntarios), spasmi (movimiento anormal de los músculos) y vesanias (juicio alterado sin coma).8 Con todo, incluso durante el primer intento oficial hecho en los Estados Unidos para tabular los trastornos mentales en 1840, la categorización era burda. En realidad, para algunos efectos demostraba ser satisfactorio utilizar una única categoría para separar lo enfermo —incluyendo tanto la estupidez como la demencia— de lo normal (Spitzer y Williams, 1985). En Alemania, tanto Kahibaum como Kraepelin desarrollaron sistemas más amplios de clasificación de la enfermedad mental, pero estaban estrechamente vinculados a la concepción de los orígenes orgánicos.

Con el surgimiento de la especialidad psiquiátrica durante las primeras décadas del presente siglo, las cosas cambiaron considerablemente. En especial, se hizo una tentativa de distinción entre las perturbaciones con una base orgánica clara, como la sífilis, de aquellas que tenían un origen psicogénico. Con la publicación en 1929 de la obra de Israel Wechsler, The Neurosos, se identificó un grupo de aproximadamente unos doce trastornos psicológicos. En la época en que apareció la obra de Rosanoff, Manual of Psychiatry ana Mental Hygiene, hacia 1938, se habían reconocido unas cuarenta perturbaciones psicogénicas. Muchas de esas categorías nos son aún familiares (histeria, demencia precoz, paranoia). Lo más interesante desde la perspectiva construccionista, sin embargo, es que muchos de estos términos desde entonces se han eliminado del lenguaje común (histeria parestética, histeria autonómica) y algunos hoy en día parecen ser curiosos o sujetos a prejuicios (deficiencia moral, vagabundeo, misantropía, masturbación). En 1952, con la publicación del primer Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders por parte de la American Psychiatric Association, se hizo posible identificar unas cincuenta o sesenta perturbaciones psicogénicas diferentes. En 1987, sólo al cabo de dos décadas, el manual había pasado ya por tres revisiones y ediciones. Con la publicación del DSM-IIIR, la línea divisoria entre perturbaciones orgánicas y psicogénicas se hizo más difusa. Sin embargo, utilizando los criterios de las primeras décadas, en el período de treinta y cinco años que separa la publicación del primer manual y 1987, el número de enfermedades reconocidas se había más que triplicado (flotando entre 180 y 200, dependiendo de la elección que se haga de las fronteras de definición). En el momento presente, uno puede ser clasificado como enfermo mental en virtud de una intoxicación a causa de la ingestión de cocaína o cafeína, el uso de alucinógenos, por voyeurismo, trasvestismo, aversión sexual, inhibición del orgasmo, juego, problemas académicos, conducta antisocial, por luto excesivo y no cooperación con el tratamiento médico. Son numerosos los añadidos que siguen apareciendo a la nomenclatura estandarizada en los escritos especializados destinados al público —por ejemplo, trastorno afectivo estacional, estrés, erotomanía, complejo de Arlequín, agotamiento laboral, etc.— y de nuevo no encontramos indicación alguna de la existencia de un límite superior. Enfermedad progresiva: ¿sin salida? 8 Véase la exposición más detallada de López-Pinero (1983).

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Tal como propongo, cuando la cultura se dota de un lenguaje profesionalmente

racionalizado del déficit mental y las personas pasan a ser cada vez más comprendidas según este lenguaje, la población de «pacientes» se expande. Esta población, a su vez, fuerza a la especialidad profesional a ampliar su vocabulario, y por consiguiente la gama de términos de déficit mental disponibles para su uso cultural. De este modo cuantos más problemas se construyen dentro de la cultura, más ayuda se busca, y el discurso del déficit de nuevo se hincha. Difícilmente podemos ver ese ciclo como algo suave y no interrumpido. Algunas escuelas de terapia siguen comprometidas con un vocabulario singular, otras tienen poco interés en diseminar su lenguaje, y algunos profesionales intentan hablar con sus clientes sólo en el lenguaje común de la cultura. Además, muchos conceptos populares, tanto dentro de la cultura como de la profesión, pierden su valor de cambio con el tiempo (véase, por ejemplo, Hutschemaekers, 1990). Hablamos aquí de una deriva histórica general, aunque se trata de una deriva sin final evidente. Recientemente recibí el anuncio de un congreso de las últimas teorías e investigaciones sobre la adicción, que se llamaba «el problema número uno de salud y social al que se enfrenta hoy nuestro país». Entre las adicciones que se iban a abordar se contaban el ejercicio físico, la religión, la comida, el trabajo y el sexo. Si todas estas actividades, cuando se realizan con intensidad y gusto, se definen como enfermedades que exigen sus respectivas curas, parecería que poco puede oponerse a la traducción debilitadora.

De ningún modo estoy intentando culpabilizar a nadie de esta trayectoria, ya que en su mayor parte es un subproducto necesario de los intentos humanos y formales por mejorar la calidad de vida de las personas. Con algunas variaciones en la lógica del ciclo, no es diferente de las trayectorias producidas por las profesiones médicas y legales —en el primer caso hacia el acrecentamiento de las necesidades médicas y los gastos, y en el otro hacia la incipiente litigación—. Sin embargo, en la medida en que las profesiones que se ocupan de la salud mental están interesadas en la calidad de la vida cultural, se debería iniciar un examen crítico de la enfermización progresiva. ¿Existen limitaciones importantes que poner a los argumentos expuestos antes? ¿Existen signos de un efecto nivelador? ¿Existen modos de reducir la proliferación de un discurso debilitador? Todas estas preguntas tienen una amplia importancia.

Finalmente, quisiera dirigir mi atención a la cuestión de la disminución. Existen muchas críticas de las profesiones que se dedican a la salud mental: de la inestabilidad científica de sus afirmaciones, del sexismo implícito de sus categorías, del efecto deshumanizador del tratamiento, de la miopía cultural de sus teorías predominantes, etc. Entre los críticos, hay muchos que simplemente quieren ver cómo se abandona el establecimiento de la salud mental. A mi entender, sin embargo, esta alternativa es irrealista, por el atrincheramiento de las instituciones existentes, pero, además, no es deseable, dado que las especialidades proporcionan mejores alternativas que reacciones anteriores más bárbaras frente a la desviación cultural. Sin abandonarla, hay muchos que quieren ver los defectos básicos corregidos: eliminar los prejuicios, las afirmaciones erróneas y la inhumanidad que resulta. Pero el impulso tendente a corregir las prácticas existentes sigue estando alojado, en su mayor parte, en el enfoque realista de los acontecimientos mentales y la creencia de que puede haber exposiciones que den objetiva y correctamente cuenta del mundo interior (enfoque cuyos argumentos en contra hemos estudiado anteriormente). Todavía hay otros que desean desestigmatizar la enfermedad mental, redibujar las categorías nosológicas de modo que sean menos punitivas y deshumanizadoras. Aunque es una alternativa atractiva en muchos sentidos, no carece de problemas. La lógica de la desestigmatización depende del reconocimiento de que existen «personas mal clasificadas». Sin este tipo de reconocimiento, tiene poco sentido optar por desestigmatizar, ya que el reconocimiento rehabilita la identificación negativa y atrae la

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Consecuencias culturales del discurso del déficit

atención de nuevo hacia el grupo problemático. Los individuos tienen que seguir siendo considerados como enfermos a fin de que la desestigmatización sea inteligible.

No dispongo de ningún paliativo profundamente convincente para poner un término final a este ciclo. Sin duda, el paso más importante consiste en romper el vínculo existente entre el lenguaje del déficit y la institucionalización de los pagos por seguro médico. Mientras la cobertura del seguro dependa de diagnósticos estandarizados modelados sobre la base del sistema médico, la adjetivación mediante el déficit seguirá expandiéndose. La movilización contra el diagnóstico tiene una muy alta prioridad. Sin embargo, también está garantizada una investigación más especializada, y la misma lógica que ciñe en profundidad el presente análisis puede sugerir aperturas posibles al cambio. Tal como propuse, la enfermización progresiva se ve favorecida por la reificación del lenguaje mental. El ciclo empieza cuando creemos que las palabras que se emplean para el déficit mental mantienen una relación de carácter pictórico con los procesos o mecanismos que actúan en el cerebro. Cuando creemos que las personas en realidad poseen procesos mentales como son la depresión o la obsesión, por ejemplo, podemos cómodamente caracterizarlos como «enfermos» y ponerlos bajo tratamiento.9 Al principio, pues, se reclama cierta forma de reeducación generalizada en las funciones del lenguaje.

Desde luego, resulta arrogante suponer que tanto los procesos de educación formales como informales pudieran modificar significativamente la teoría pictórica del lenguaje y las suposiciones del dualismo mente-cuerpo que las acompañan, siendo ambas tan esenciales para la tradición occidental. Más prometedor es el desarrollo de vocabularios alternativos dentro de la profesión de la salud mental, vocabularios que no reducen la conducta problemática a sus fuentes psicológicas dentro de individuos separados, y finalmente actúan eliminando el concepto mismo de «conducta problemática». En el momento presente nuestra historia cultural nos proporciona un sinnúmero de términos con los que caracterizar a las personas individuales. Cuando nos enfrentamos con acciones inaceptables, rápida y seguramente recaemos en este vocabulario. Difícilmente podemos evitar caracterizar estas acciones como signos externos de estados internos, como felicidad, miedo y angustia; la forma individualizada de autorresponsabilidad ya está disponible. Al mismo tiempo, existen alternativas para el lenguaje individualizador. Tal como sugerí en el capítulo anterior, uno de los desafíos importantes se origina en las inteligibilidades relaciónales, en los modos de construcción que sitúan los actos del individuo dentro de unidades más amplias de interdependencia. Con un diálogo suficiente —tanto dentro como fuera del ámbito profesional— debemos ser capaces de desarrollar un vocabulario de la cualidad de relación con una fuerza retórica que pueda rivalizar con la del lenguaje individualizado. En capítulos posteriores me explayare sobre estas posibilidades (véanse especialmente los capítulos del 8 al 12).

Con el desarrollo de inteligibilidades de tipo relacional puede finalmente llegar el acta de defunción de la categoría misma de «conducta disfuncional».10 En la medida en que empezamos a ver que las acciones humanas están incrustadas en unidades más amplias, que son partes de totalidades, estas acciones dejarán de ser «acontecimientos en sí mismos». No existen las conductas disfuncionales independientes de las disposiciones de la interdependencia social. Al mismo tiempo, hemos de ser cuidadosos evitando crear una nueva forma de discurso del déficit

9 En cuanto a esto podemos celebrar el movimiento de liberación de los pacientes mentales (Chamberlin, 1990), un intento realizado por parte de ex pacientes psiquiátricos de unirse para reclamar el poder de la autodefinición. 10 También es importante el argumento expuesto por Sarbin y Mancuso (1980) en favor de la «trans valoración de la identidad social», un intento de reconocer el más amplio conjunto de relaciones en las que se insertan los juicios de la normalidad y la anormalidad.

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que derive de una concepción de «relaciones problemáticas» o de «relaciones disfuncionales». No precisamos requerir un diagnóstico de la relación, ya que con ello no haríamos más que desplazar la culpa del individuo al grupo. Finalmente, algunos conceptos de terapia familiar como «familia disfuncional» o «triángulo perverso» plantean el escenario para un nuevo ciclo de deterioro, ahora dirigido a las familias en lugar de a los individuos. Desde un punto de vista relacional, el lenguaje «de los problemas», de la «evaluación» y de la «culpa», es también un producto del intercambio social. Este lenguaje funciona para coordinar las actividades de los individuos alrededor de fines que encuentren valorables. Adjetivar las acciones como «disfuncionales» es, por consiguiente, un resultado en sí mismo de procesos relaciónales. De este modo vemos que no hay «bienes» o metas intrínsecos o esenciales en los que los individuos o los grupos tengan necesariamente que esforzarse. Existen sólo bienes y metas (y fracasos concomitantes) dentro de sistemas particulares de comprensión. El profesional no necesita preocuparse por la «mejora» como un desafío generalizado o del mundo real. (Lo que damos en llamar depresión, por ejemplo, no es inherentemente problemático y desde otro punto de vista puede servir para mantener el bienestar de un grupo o familia.) Tal como desarrollaré en los próximos capítulos, lo que estoy defendiendo aquí es que mudemos nuestra atención al sistema de interdependencias más amplio en el que las evaluaciones se generan, y reconsideremos cuál es el lugar del terapeuta en esta red. Ya que si la espiral del déficit es en sí un resultado de las relaciones entre la profesión y la cultura, entonces su restricción puede adecuadamente resultar de la misma matriz.

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Críticas y consecuencias

Capítulo 7 La objetividad como consecución retórica

La subjetividad es un cristal encantado, lleno de superstición e impostura.

FRANCIS BACON, Advancement of Leaming, Libro II En gran medida los informes científicos se distinguen de las exposiciones de tópicos en virtud de su objetividad: el texto científico es privilegiado porque, a diferencia del argot común de la cultura, no es un producto de sesgos subjetivos autoservidos. Pero, si el científico es verdaderamente objetivo, tal como se afirma comúnmente, ¿cómo se logra esta objetividad? ¿De qué modo pueden otros hacerse con esta habilidad? Tal como demostraré, la objetividad no es inherente ni al funcionamiento mental particular del científico ni a la capacidad del científico para retratar la naturaleza con exactitud; se trata primeramente de una conquista científica que se basa en la metáfora mecanicista del funcionar humano. Al dar más explicaciones sobre las características retóricas, espero poner en duda el status de este tipo de escritura y abrir el estudio de las alternativas. El concepto de objetividad tiene una enorme fuerza retórica en los quehaceres contemporáneos. Sirve de piedra de toque a la hora de justificar y planificar la investigación científica, los currículos educativos, las políticas económicas, los presupuestos militares y los programas internacionales. Cuando las decisiones parecen carecer de objetividad, están abiertas a una gama de epítetos funestos: ilusorios, subjetivos, irrealistas. Tal como cabe creer, la consecución de la objetividad está estrechamente vinculada a la capacidad de supervivencia: si las decisiones propias no se basan en la apreciación objetiva, pueden resultar inadaptadas a las contingencias del mundo. En muchas partes, la demanda de objetividad es poco más que un imperativo moral; vivir una vida de engaño o de falsa conciencia es no alcanzar la realización de la plena humanidad. Pero, ¿qué es lograr la objetividad en acción? ¿Qué pasa con determinadas exposiciones o decisiones a las que se les garantiza la autoridad de la objetividad, mientras que otras se sostiene que son engañosas o fraudulentas? Tal como propondré, la conquista de la objetividad está sólo tangencialmente relacionada con la supervivencia y está mal relacionada con el arbitrio moral. La objetividad es primeramente una conquista retórica, y al basarla en esta retórica puede que estemos amenazando tanto a la supervivencia como a la moralidad. La objetividad y el yo mecánico El concepto de objetividad cuenta con una larga y variada historia (véase Daston, 1992) y los rastros que una miríada de conversaciones y coloquios han dejado tras de sí proporcionan ahora tanto su significado como su significación. Su poder de dictar decisiones a través de muchos ámbitos de la cultura contemporánea es derivado, se aloja en el seno de la preestructura de las comprensiones culturales sin las que su uso sería poco más que una exclamación. Para comprender la objetividad como una conquista.tenemos que inspeccionar las presuposiciones culturales que sostienen su credibilidad. Mi propósito esencial al examinar estas suposiciones es preguntar si son adecuadas para dirigir o guiar las formas de la acción a las que habría que atribuir la objetividad: dado un conjunto de creencias acerca de la naturaleza de la objetividad, ¿puede lograrse, y si no, de qué modo hemos de comprender su función en la ciencia y en la vida cotidiana? Un tratamiento completo de las concepciones existentes de la objetividad está mucho más allá del alcance de este capítulo, en el que más bien quiero explorar sólo la prefiguración

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La objetividad como consecución retórica

significante, a saber, la imagen particular del ser humano que presupone comúnmente la objetividad. ¿Qué imagen del yo es necesaria si hemos de interpretar el concepto de objetividad en la vida cotidiana? Aunque existen numerosas maneras de caracterizar esta visión particular del yo, cada una de ellas haciendo hincapié en rasgos y consecuencias particulares, he escogido la metáfora de la máquina porque quiero aproximarme a los trazos continuos de la noción ilustrada de cosmos como «gran máquina», al acento moderno en el carácter de máquina del ser humano y a las formas mecanicistas de explicación, tan esenciales para la psicología contemporánea.1 Al mismo tiempo, esta elección también autoriza una ampliación conveniente de nuestro examen crítico anterior de la epistemología (véanse especialmente los capítulos 1 y 5). La relación entre el concepto de objetividad y la imagen del yo se desvela en gran parte de nuestro lenguaje ordinario. Ante todo, examinemos el modo como se define la objetividad mediante sus polaridades opositivas. En el lenguaje corriente, ser objetivo es ser otra cosa que engañado, autoengañado, sesgado, absorto en imaginaciones o subjetivo. Aprendemos más acerca del concepto al examinar sus sinónimos más próximos: realista, exacto, correcto. De esta gama, resulta claro que la objetividad es primero y ante todo una condición del funcionamiento humano individual. En general no pedimos a los perros y a los gatos que sean objetivos, pero sostenemos que las personas individuales son responsables de ser engañadas, sesgadas o de estar absortas en imaginaciones. Además, ser objetivo es estar en posesión de un estado psicológico particular. «Engaño», «autoengaño» e «imaginación» son estados de la mente individual. El lenguaje está también implicado cómo principal dispositivo por medio del cual puede evaluarse la objetividad. Las palabras, sostenemos en general, son indicadores de una condición mental del individuo. Las palabras dan expresión a las propias percepciones («el modo como veo el mundo»), las emociones («el modo como me siento») y numerosos otros estados y condiciones (como son las intenciones, las ideas y los motivos). Por consiguiente, es a través de las palabras del individuo como podemos detectar si el individuo «está viendo las cosas de un modo claro y exacto» o está siendo «irrealista». Hallamos, pues, que la llamada a la objetividad está estrechamente unida al enfoque dualista del funcionar humano: aquel enfoque en el que los estados psicológicos del individuo se contrastan con un mundo extemo, material. Y lo que es más importante, una mente objetiva es aquella que refleja sistemáticamente el carácter del mundo extemo. Se trata de una mente que está precisamente sintonizada con los matices y variaciones de las condiciones extemas. Quien es objetivo «ve las cosas en cuanto lo que son», «está en contacto con la realidad», «piensa las cosas tal como son». La imagen del individuo como una máquina es adecuada, porque aquí se rehabilita el enfoque ilustrado del cosmos como gran abanico de relaciones mecanicistas entre causas y los efectos resultantes. Desde esta perspectiva, el individuo alcanza la objetividad cuando todas y cada una de las alteraciones del mundo extemo o material producen una alteración equivalente del estado mental del individuo. Por lo tanto, cuando no se dan alteraciones dentro de las condiciones antecedentes del mundo extemo, no habrá efectos consecuentes en la esfera mental. Y dado que las palabras pueden ser reflejos exactos de los estados mentales, la metáfora de la máquina se extiende al dominio del dar cuenta objetivo. Cuando uno habla objetivamente, todas las variaciones en el mundo mental (como un dispositivo reflejo del mundo material) quedan grabadas en el ámbito lingüístico, y los fracasos en la variación a nivel mental no producirán variación en el lenguaje.

1 En cuanto a exposiciones más amplias del yo mecanicista, véanse la obra de Hollis (1977), Modeis of Man, el ensayo de Overton y Reese (1973) «Modeis of Development: Methodological Implications», y mi propio libro The Saturated Self (1991b).

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El hecho de no lograr el status de una máquina eficiente y efectiva del tipo input-output es clasificado mediante diversos términos irrisorios: engañado, autoengañado y similares. Con todo, por extensión lingüística, encontramos que este tipo de términos no simplemente indican una ausencia o un estado de no reflexión; sugieren también una diversidad de fuerzas o procesos que interfieren con la operación adaptativa del yo mecánico. Por consiguiente, decimos, «está demasiado absorto», «demasiado apoyado en valores», es demasiado «emocional», «celoso», «comprometido» , «demasiado «contradictorio» para ser objetivo. En efecto, suponemos la existencia de una variedad de procesos mentales adicionales inundados de energía que operan interrumpiendo lo que de otro modo sería un funcionamiento adaptativo del yo. Motivos fuertes, valores, y emociones pueden todos servir a esta capacidad. Y dado que los inputs medioambientales pueden desencadenar estos procesos (como «ella le trastornó», «quedó desbordado por la muerte de su hermano» o «está atrapado en el fervor religioso»), el procesar mental objetivo depende del mantenimiento de la interdependencia relativa respecto al medio ambiente. Es decir, para conquistar la objetividad uno tiene que estar idealmente descontaminado de relaciones, de proyecciones o demás proyectos en el mundo externo. Además de mantener una ventana abierta a la realidad material, es máximamente adaptativo seguir estando aislado y seguir siendo independiente. La viabilidad del yo objetivo Dada esta concepción mecanicista del yo, ¿cómo se ha de alcanzar la objetividad? El sistema de creencias existente exige un conjunto particular de actividades mentales, pero ¿de qué modo han de ser llevadas a cabo? ¿De qué modo el individuo ha de sintonizar la mente con las exigencias del mundo material, de qué modo ha de suprimir los efectos que interfieran y referir los resultados con exactitud? Llegados a este punto, el aspirante a la objetividad se enfrenta con una gama de problemas tan profundos como inabordables. En su mayor parte, estos problemas han sido bien articulados en los diversos sectores de la filosofía y de la psicología durante el pasado siglo.2 Algo de este trabajo también está representado en las primeras críticas del conocimiento como posesión individual (capítulo 1), la presuposición de la existencia de las categorías mentales (capítulo 5) y la teoría pictórica del lenguaje mental (capítulo 6). Tal como estos exámenes críticos sugieren, si la objetividad fuera un proceso mental interior al individuo, habría pocos modos a través de los cuales se pudiera alcanzar. Sin embargo, añadiendo más peso a este argumento, examinemos a continuación tres enigmas más con los que se enfrenta el individuo que intenta alcanzar la objetividad. La separación de lo material y de lo mental Al principio, uno se enfrenta con la tarea de diferenciar entre el objeto de la experiencia y el experimentar el objeto. Se trata de una diferenciación esencial, ya que si uno no puede determinar que existe un objeto que difiere o se distingue de los estados mentales propios, entonces no se puede trascender la condición de subjetividad. Con todo, según los estándares usuales, la

2 Las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein se cuentan entre las críticas más ricas de la tradición dualista en psicología. Véase también The Disappearance of Introspection, de William Lyons, el libro de Richard Rorty Philosophy and the Mirror of Nature, el de Gilbert Ryie The Concept of Mind, y el de J. L. Austin Sense and Sensibitia.

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experiencia es en su conjunto una condición mental y no hay criterios para aislar determinados aspectos de esta condición y atribuirlos a otro mundo, el del dominio material. ¿De qué modo puede uno determinar, pues, si las condiciones mentales propias se corresponden con un mundo extemo cuando todo cuanto es disponible se reduce a un mundo interior? ¿Cómo podemos concluir que existe, en realidad, un mundo material distinto del mundo mental? ¿Sobre qué bases podríamos hacer descansar esta conclusión? No a partir de nuestra experiencia, porque la propia experiencia es mental. Ahora bien, como los filósofos han expresado esta cuestión en su forma extrema, si se parte del supuesto de que vivimos encerrados en nuestros estados mentales, no existe una razón convincente para poner un mundo fuera de estos estados. La observación de los estados mentales El problema de distinguir entre sujeto y objeto se intensifica cuando nos enfrentamos con el problema de reconocer, categorizar o referir las propias experiencias (véase también el capítulo 3). ¿Cómo es que uno explora y resigue la experiencia para concluir acerca de lo que es en realidad? En efecto, ¿cómo puede uno experimentar su propia experiencia, es decir, regresar a la representación mental y reconocer que es, en realidad, una representación de un oso, por ejemplo, y no la de un tigre? ¿A través de qué medios la experiencia se escinde de este modo, sosteniendo el objeto de la experiencia en un registro y el experimentar esta experiencia en otro? ¿Si la mente opera como un espejo, entonces, cómo ha de determinar el espejo su propia reflexión?3 El control de la mente Si cierta vía ha de ser descubierta para solucionar estos problemas iniciales, existe todavía un tercer punto muerto al que enfrentarse: determinar la exactitud de las identificaciones internas propias. Si concluyo que en realidad tengo la experiencia de un oso que está ante mí, ¿de qué modo puedo saber si he identificado la experiencia con exactitud? ¿Cómo puedo estar seguro de que no existo en un estado de falsa conciencia, que lo que categorizo como oso es un tigre? Si la objetividad es el resultado del funcionamiento mental del individuo, seguramente tengo que ser capaz de distinguir la verdadera conciencia de la falsa. De otro modo, nunca sabría que sé. Pero, ¿cómo se logra esta proeza? Llegados a este punto uno tiene que suponer todavía otra laminación de la psique, una concretamente que se separa de la categorización o el proceso de reconocimiento, y determina su exactitud. ¿Cómo ha de separar uno la conciencia una vez más? Ahora bien, si el proceso tiene lugar a un nivel inconsciente, ¿cómo ha de confiar uno sus mensajes a la mente consciente? Y si esta proeza mental de algún modo ha de ser lograda, ¿a qué bases ha de confiar uno el proceso de control? ¿No podría ser también defectuoso procesar la información, por ejemplo, de modo que sea personalmente consolador? ¿Hay otro control, aunque no esencial, determinando que el sentido que uno tiene de saber o conocer es realmente objetivo? Y si es así, ¿no se requieren controles adicionales en una regresión al infinito de la autoevaluación? Tal como estos problemas sugieren, si la objetividad fuera una condición mental —como sugiere el lenguaje común—, no habría medios evidentes a través de los cuales se pudiera lograr. El intento de la gente de separar el mundo de la representación mental, de observar sus propias condiciones mentales y de dar cuenta detallada y exacta de estos estados mentales son todos

3 Para una elaboración de este tema, véase el libro de Lyons, The Disappearance of Introspection. Véase también el examen crítico de la calificación de los estados mentales que se hace en el capitulo 6.

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Críticas y consecuencias

enigmas que carecen de solución. Simplemente dejan al individuo debatiéndose en el aislamiento sin ningún procedimiento claro para alcanzar la meta de la objetividad. Y si uno se dirige a otros en busca de indicación, ¿de qué modo han de proceder aquéllos? No tienen acceso alguno a la condición mental de un individuo; de ningún modo está en posición de decir «tu condición mental se ajusta (o no) a la realidad». En efecto, los demás no pueden enseñarle a uno a distinguir los estados de la mente objetivos de los subjetivos. Aunque la comunidad científica generalmente ha evitado estos desafíos, esperando que los filósofos proporcionarían a la práctica las soluciones necesarias, se ha intentado construir defensas de la objetividad y estos intentos son significativos. Aunque generalmente se concede que la objetividad en un observador único puede ser imperfecta, al extender el número de observadores, sigue el razonamiento, uno puede eliminar lo sesgos de un individuo solo. Ahora bien, utilizando la metáfora mecanicista, aunque el dispositivo mecánico del individuo aislado puede ser imperfecto, es improbable que una población de máquinas lo sea. Desde luego, este reducto es más convincente a nivel práctico que en el de los principios, ya que, si en principio no existe una razón convincente para creer que un individuo solo puede controlar la exactitud de sus estados mentales, entonces hay pocas razones para concluir que una población de individuos puedan corregir los prejuicios del individuo. Y, en el peor de los escenarios, si el individuo solitario está dotado de talentos especiales de sensibilidad, la «corrección comunitaria» operaría incluso subvirtiendo la objetividad. En todas las ciencias y ámbitos con pretensiones de objetividad se da el intento generalizado de establecer las condiciones de replicabilidad pública. Los estudios de investigación son referidos de modo que otros puedan repetirlos; los detalles son explicados de modo que permitan a otros observar los mismos acontecimientos y recoger pruebas corroboradoras. La objetividad deriva, por consiguiente, de una multiplicación de las subjetividades. Esta institucionalización de la objetividad no es un detalle sin importancia, ya que cuando el control de la objetividad se convierte en un asunto de amplia política social, descubrimos que, en realidad, ciertos modos de conducta satisfacen los criterios comunitarios de la objetividad en la acción. Aunque los individuos no pueden cumplir esta tarea privadamente, pueden comportarse de modo que generen imputaciones de objetividad a partir de una amplia comunidad. Es este logro social lo que ahora pide ser examinado. La consecución retórica de la objetividad Dentro de las comunidades de científicos, de periodistas, de políticos y demás, la objetividad individual es considerada según estándares públicos. Siguiendo el enfoque mecanicista del funcionar humano, estos juicios a menudo se basan en las palabras del individuo, que son una expresión putativa del proceso mental. La objetividad se logra de una manera más característica en la comunicación escrita y hablada con los demás. Ser objetivo es «dar cuenta de una representación exacta o correcta»; se trata de una conquista textual. Si es así, ¿cómo ha de hablar uno o escribir de modo objetivo? ¿Cómo puede uno aprender a ser objetivo en el uso del lenguaje? A principios de este siglo, los filósofos del empirismo lógico, impacientes por fundamentar las ciencias en fundamentos racionales, intentaron dar precisamente este tipo de guías. Tal como se argumentó generalmente, un lenguaje objetivo ha ser vinculable a los datos perceptibles;4 en la medida de lo posible, los términos a nivel de la descripción teórica deben definirse con referencia a entidades o procesos públicamente observables. De este modo, el 4 Para una elaboración más detallada, véase el capítulo 2.

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compendio de términos en el seno de una ciencia objetiva debería ser un inventario del mundo. O, expresándolo de un modo más metafórico, una descripción objetiva debería proporcionar un mapa o una imagen del mundo tal como es. Con todo, tal como hemos visto, el enfoque del lenguaje como correspondencia es profundamente imperfecto (véase el capítulo 2). Así como la objetividad no puede ser un logro de la mente individual, tampoco puede ser un tema de descripción exacta. Si la objetividad no es el logro ni de la mención reflexiva ni del lenguaje fotográfico, ¿de qué modo ha de proceder el aspirante a la objetividad? En esta coyuntura resulta instructivo examinar la pequeña, aunque inteligente, obra de Raymond Queneau, Exercises in Styie, que expone al lector a 195 descripciones diferentes del mismo incidente. Las impresiones que el lector tiene del incidente quedan sustancialmente modificadas a medida que Queneau se desplaza a través de los diferentes estilos lingüísticos haciendo hincapié primero en la metáfora, luego en la narración, después en la notación, en la comedia, en el verso, y así sucesivamente. Examinemos, por ejemplo, la siguiente exposición:

En pleno día, moviéndose entre una multitud de sardinas trajinadas en un coleóptero con un gran caparazón blanco, un pollo con un cuello largo y desplumado repentinamente pululó, pacífico, y su parloteo, húmedo de protesta, se desplegó a los cuatro vientos. Entonces, atraído por un hueco, el pájaro allí se precipitó. En un inhóspito desierto urbano, le volví a ver aquel mismísimo día, bebiendo la copa de humillación que le ofrecía un humilde botón.

La mayoría de lectores, sospecho, no sienten que esta exposición sea adecuadamente objetiva. No nos cuenta lo que realmente sucede. Examinemos una alternativa:

En el autobús S, en hora punta, un tipo de 26 años con un sombrero de fieltro con un cordón en lugar de cinta, de cuello demasiado largo, como si alguien hubiera tenido un tira y afloja con él. La gente se baja. El tipo en cuestión se molesta con uno de los hombres que tiene cerca. Le acusa de empujarle cada vez que alguien pasa. Un tono llorón que quiere ser agresivo. Viendo un asiento vacío se lanza a por él. Dos horas más tarde, me lo encuentro en la Cour de Rome, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un amigo que le dice: «Deberías llevar un botón de recambio en tu gabardina». Le muestra dónde (en la solapa) y por qué.

Ahora en cierto sentido nos sentimos aliviados; el velo de opacidad ha sido levantado y empezamos a «saber» qué sucedió en realidad. ¿Qué pasa con la segunda narración que proporciona este sentido intensificado «de objetividad»? ¿Es el uso menos metafórico o más literal del lenguaje lo que está en cuestión? Examinemos una tercera exposición que, mediante los estándares comunes, es literal con aún más precisión:

En un autobús de la línea-S, de 10 metros de largo, 3 de ancho, 6 de alto, a 3 kilómetros, 600 metros del punto de partida, cargado con 48 personas, a las 12,17 de la mañana, una persona de sexo masculino de 27 años de edad, 3 meses y 8 días, de 172 centímetros de estatura y un peso de 65 kilogramos, interpeló a un hombre de 48 años, 4 meses y 3 días, 1,68 de estatura y 77 kilogramos de peso con 14 palabras cuyo enunciado duró 5 segundos y que aludían a ciertos desplazamientos involuntarios de entre 15 y 20 milímetros. Luego se fue y vino a sentarse a 1 metro, 10 centímetros de distancia. 57 minutos después, estaba a 10 metros de distancia de la boca de metro de la estación

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Críticas y consecuencias

Saint-Lazare, paseando arriba y abajo de la calle recorriendo una distancia de 30 metros con un amigo de 28 años, 1,70 de estatura y peso de 71 kilogramos que le aconsejó, con 15 palabras, mover 5 centímetros en la dirección del punto de cénit un botón que tenía 3 centímetros de diámetro.

Esta exposición esta repleta de terminología literal precisa, y no absurda (según criterios comunes), pero de algún modo el acontecimiento se desliza de nuevo en la opacidad. Es una forma imperfecta de escritura objetiva. El principal desafío para el analista, por consiguiente, es el de identificar las formas particulares de la figuración literaria que dan cuenta de las cosas con un sentido de la objetividad y les dan fuerza retórica en la ciencia y en los asuntos cotidianos. Mi intención no es la de ofrecer un tratamiento pleno de estas técnicas. Una amplia y enorme gama de bibliografía desde los diversos ámbitos de la semiótica, la retórica y la teoría literaria abordan el problema.5 Particularmente pertinentes son muchas y variadas exposiciones del realismo de los siglos XIX y XX en la novela. Este tipo de obras ponen en claro que existen numerosas técnicas por medio de las cuales se pueden alcanzar efectos realistas a través del lenguaje; sus orígenes están diseminados en algunos siglos de historia de la literatura y su fuerza retórica aumenta y disminuye. En efecto, los escritores contemporáneos disponen de un cajón de sastre de recursos dispares y diferencialmente efectivos para el logro de un sentido de realidad objetiva. Como espero demostrar, existe por lo menos una poderosa familia de estos dispositivos que debe su poder ilocuacional a la metáfora del yo mecanicista. El yo mecanicista y los modos de objetividad Examinemos el enfoque mecanicista del yo que tan estrechamente asociado ha estado con la objetividad. Tal como hemos visto, estas suposiciones entrelazadas acerca del funcionamiento humano no han logrado proporcionar directrices adecuadas para la consecución individual de la objetividad. Con todo, esto no desafía la contribución de este enfoque a la consecución social de la objetividad. De hecho, la metáfora mecanicista establece la base racional para una gama de técnicas específicamente retóricas que operan conjuntamente para lograr la objetividad textual. Quiero centrarme en cuatro dispositivos textuales que son tanto sostenidos como reforzados por el enfoque imperante del yo mecanicista. Con propósitos ilustrativos sacare los principales ejemplos de las prácticas textuales comunes en las ramas de la psicología empírica.6

La independencia sujeto-objeto Esencial para el enfoque mecanicista es la suposición de que existe un mundo real independiente de aquellos que buscan conocer su carácter. El mundo permanece esencialmente como es, con independencia de la disposición del agente de conocimiento; la realidad no perece con nosotros. Al principio, esta premisa establece la necesidad de dos formas de lenguaje, una

5 Particularmente útiles son S/Z, de Roland Barthes, The Rethoric of Fiction de C. Booth, Fantasy and Mimesis de Kathryn Hume, Studies in European Realism de Georg Lukacs y Recent Theories of Narrativo de Wallace Martín. 6 En el capitulo anterior se cita una variedad de destacadas contribuciones al análisis retórico de las escrituras en ciencias sociales. Otros títulos de importancia incluyen Shaping Wrilten Knowledge de Bazerman, The Rhetoric of Human Sciencies de Nelson, Megill y McCoskey, A Rhetoric of Science de Prelli, Rethoric in the Human Sciences y Case Studies in the Rhetoric of the Human Sciences, de Simón, The Freudian Metaphor de Spence, Rhetoric in Sociology de Edmondson y Literary Methods and Sociological Theory de Green. El análisis retórico de Lang (1990) de la escritura filosófica es también oportuno.

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apropiada para los objetos en el mundo real, la otra clasificando los estados de representación mental. Sin modo de hacer distinciones lingüísticas sería imposible denotar un estado de objetividad (o representación mental correcta) como opuesta a un malentendido o a una ilusión. Con todo, en parte a causa de las dificultades que implica observar la propia experiencia, no puede haber un lenguaje descriptivo distinto para el mundo interno o perceptivo del individuo.7 O en términos wittgensteinianos, no hay ninguna posibilidad de la existencia de un «lenguaje privado». Porque la referencia a objetos «en el mundo» sólo se puede establecer mediante un acuerdo social, tenemos un lenguaje único de acontecimientos públicos y no un lenguaje separado del «acontecimiento tal como se representa en la mente». Las descripciones del mundo privado o psicológico tienen necesariamente que emplear muchos de los mismos términos que se utilizan en la descripción del mundo públicamente observable. Bajo estas condiciones, ¿de qué modo ha de establecer el hablante que lo que es su experiencia privada se equipara con el mundo tal como es? Tal vez el modo más común sea simplemente declarar (ya sea directamente o por deducción) que el lenguaje del «mundo real» de la ocasión es el lenguaje de la experiencia individual, que uno puede emplear el lenguaje comúnmente compartido para los acontecimientos externos a fin de describir las percepciones internas propias. A título ilustrativo: el lenguaje común sostiene que bajo determinadas circunstancias (por ejemplo, en el zoológico o conduciendo por las Rocosas) el término «oso» es un descriptor objetivo; denota exactamente un objeto material que está al alcance. Bajo estas circunstancias los individuos serán considerados objetivos si descansan en el termino común para describir «su experiencia» Si se desvían de las convenciones comunes del hablar sobre el mundo real, el dar cuenta de su experiencia dejara de valer como objetivo. Anunciar que uno está espiando a un «mamífero carnívoro», o «un Ursus americanus», no sólo parecerán algo menos que objetivos, sino que también posiblemente parecerán «imaginativos», «metafóricos» u «ociosos». Decir que uno ve una «tortuga» o un «águila» parecerá perverso o incluso un posible signo de enfermedad mental. La objetividad y la banalidad van unidas.8

Cuando el lenguaje de la experiencia personal duplica ampliamente el lenguaje común del mundo exterior u objetivo, sin embargo, el hablante se enfrenta a un desafío adicional: asegurar que el referente ostensivo del lenguaje objetivo es, en realidad, exterior a la experiencia. De otro modo, hay una ausencia de claridad a la hora de utilizar el lenguaje común: ¿Refiere uno verdaderamente aquello que es o sólo habla de impresiones subjetivas? Aquello que requerimos son dispositivos de distensión, medios lingüísticos de situar el objeto a distancia de nuestra experiencia privada. Al nivel más simple, las palabras particulares a menudo cumplen con esta función: el, ese, esos, o este son términos que llaman la atención del agente por acontecimientos u objetos a una distancia aparente. Los dispositivos de distensión pueden contrastarse con los descriptores personalizantes, términos que llaman la atención hacia un objeto en tanto que posesión privada de la mente. Mi opinión», «mi percepción», «mi sentido de...», todas estas fórmulas logran este tipo de resultado. La objetividad se ve amenazada cuando uno o no logra emplear los dispositivos de distensión o no logra recurrir a los descriptores personalizantes. En la medida en que los procesos internos entran en el ámbito lingüístico, el objeto putativo del

7 Para una exposición más amplia de la separación de los lenguajes del sujeto y del objeto asi como de sus consecuencias para la epistemología científica, véase mi articulo «Knowledge and Social Process», en Bar-Tal y Kruglanski, The Social Psychology of Knowledge. 8 Resulta relevante el examen del capítulo anterior hecho sobre los medios a través de los cua. les el psicólogo empírico intenta evitar el problema de repetir «aquello que todo el mundo sabe»

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discurso retrocede a la subjetividad. Como resultado, el científico probablemente hablará de «el aparato» como algo opuesto, por ejemplo, a «mi percepción de un aparato», «esa cámara experimental» como opuesto a «mi impresión de la cámara experimental», o «esos cuestionarios» en lugar de «mi idea de los cuestionarios». Resulta importante reconocer que este tipo de elecciones lingüísticas son arbitrarias desde el punto de vista ontológico. Nada hay en la realidad que exija o requiera el uso de dispositivos de distensión en un caso dado. Se podría atribuir igualmente bien de lo que se trate a un «aquí dentro» que a un «allí fuera». Sin embargo, examinemos la diferencia en el impacto ilocuacional entre un enunciado como «una vez que este dispositivo se utilizó en la cámara experimental, esos indicadores empezaron a funcionar», y un enunciado contextualmente similar en el que los dispositivos de distensión han sido sustituidos por descriptores personalizados: «Una vez que me di cuenta de que se utilizaba un dispositivo que me impresionaba como una cámara experimental, lo que yo imaginaba que era un tipo particular de indicador demostró aquello que yo sentía como funcional». Desde un punto de vista científico, el primer enunciado sería creíble, mientras que el segundo despertaría una profunda sospecha. El distanciar el objeto del observador sólo puede lograrse a través del uso de metáforas distensoras que sitúan el objeto a distancia del individuo. Examinemos, por ejemplo, la metáfora del continente oculto. El continente oculto en este caso es la entidad a la que uno quiere afirmar un acceso objetivo. El científico-explorador está esencialmente ocupado en un intento por ubicar la posición exacta del continente, traer consigo noticias de su existencia, y permitir a otros que también lo visiten. En muchas ciencias, la tierra descubierta puede recibir el nombre de quien la explora. Los cuerpos celestes, las áreas del cerebro y los efectos de laboratorio, todos llevan nombres de sus descubridores. Por consiguiente, uno se enfrenta con frases como «Smith descubrió primero el efecto», «Jones halló que...», «Brown detectó que...», etc. Términos como «desenterrado» y «traído a la luz» se utilizan similarmente sugiriendo una metáfora asociada de tesoro enterrado. Los artículos científicos a menudo citan una gama de estudios que alcanzan conclusiones similares, demostrando de hecho que no uno sino muchos exploradores han visitado la tierra exótica o visto el tesoro por sí mismos. Podemos apreciar los efectos retóricos de este tipo de metáforas de un modo más pleno si las contrastamos con las mismas justificaciones realizadas en el modo personal. En lugar de «Smith descubrió el hecho», consideremos «Smith etiquetó su impresión»; sustituyamos «Jones halló que...» por «Jones seleccionó nuevos términos para su experiencia», y «Brown detectó que...» por «Brown intenta destacar en el campo y por consiguiente busca producir hallazgos que otros consideren como únicos». En cada caso, el cambio retórico elimina la objetividad. El carácter del mundo objetivo La imagen del yo mecanicista exige un discurso dual, uno que sugiera un mundo interno y que haga lo mismo con un mundo externo. Al mismo tiempo, esta imagen proporciona una base racional para caracterizaciones más específicas del mundo externo. Al principio, la amplia esfera de escritos epistemológicos ha descansado fuertemente en la modalidad de la visión. Se escribe de la relación ideal entre el que conoce y lo conocido como la relación que hay entre un espejo y el objeto que en él se refleja, de una pintura con su tema. Cuando funciona lógicamente, la mente del yo mecánico es un registro visual fiable del mundo.9 El extenso uso de la metáfora visual establece los principales medios a través de los cuales se asegura la objetividad dentro del escrito 9 Para un desarrollo de este argumento, véase Richard Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature.

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científico. El lenguaje de la objetividad es primeramente el lenguaje de la visión. Una descripción característica de la investigación en psicología, por ejemplo, hablará de sujetos, cuestionarios, taquistoscopios y chimpancés, todos ellos objetos del mundo visual. Las descripciones de los mismos «objetos» llevadas a cabo en términos de cualquier otra modalidad serían dudables. Si los sujetos experimentales se describieran en términos de olor («10 sujetos hediondos fueron comparados con otros fragantemente perfumados»), los cuestionarios en términos de gusto, los dispositivos taquistoscópicos en términos de tacto, y los chimpancés en términos de sonido, estas descripciones serían rápidamente descartadas como algo meramente personal, como muestras de la experiencia subjetiva del investigador, y potencialmente sesgadas y no repetibles. En la ciencia contemporanea nos apoyamos en la visión para reflejar como un espejo el mundo tal como es. La metáfora del yo máquina también establece los fundamentos para el grado y tipo de detalles que pueden atribuirse al mundo objetivo. En este caso, sin embargo, existen dos tradiciones dispares que informan la escritura científica contemporánea, cada una dando forma a la realidad de modo diferente. Por un lado, existe un enfoque añejo de la visión humana como dadora de pinturas altamente diferenciadas del mundo: enormes cantidades de estimulación sensorial que tienen que reducirse a través de la conceptualización para que la experiencia no se doble bajo su volumen. Desde esta perspectiva, la escritura objetiva debe ofrecer un alto grado de detalle, ya que, si el lenguaje refleja la experiencia como la experiencia refleja el mundo, entonces el lenguaje objetivo proporcionará imágenes de matiz sofisticado. En realidad, la exigencia de un detalle elaborado fue una de las principales características de la escritura realista del siglo xix. En la psicología contemporánea esta tradición queda mejor representada por la escritura clínica, y primeramente en los informes de casos individuales y la investigación cualitativa. Para proporcionar detalles minuciosos, buena parte de los cuales serán irrelevantes para sus conclusiones, el autor demuestra que su observación no está sesgada. En términos de Freud, el observador ha demostrado adecuadamente una «atención uniformemente flotante». La técnica del detalle microscópico de vez en cuando se encuentra en los sectores más autoconscientes científicamente de la psicología. Aquí un aspecto contrastante del yo mecanicista desempeña un papel importante. La máquina que funciona efectivamente organizará los inputs en clases, ordenando los estímulos en unidad de causa y efecto. Del mismo modo es labor de la ciencia objetiva evitar el detalle excesivo y ofuscador, y referirse sólo a acontecimientos dentro de las clases esenciales. Compatible con esta base racional, la mayoría de publicaciones de psicología experimental proporcionan sólo la exposición más disponible de los procedimientos y resultados experimentales. Los detalles particulares de las vidas de los participantes experimentales, por ejemplo, nunca se incluyen en una descripción objetiva de la investigación. Que sean de sexo masculino y no femenino puede ser algo a mencionar, pero si un participante procede de un hogar roto, usa medicamentos que generan adicción, o se ha pasado la noche en blanco sería considerado como algo extraño, si no como el resultado de un humanismo bobo. Los investigadores sólo documentan aquellos aspectos del procedimiento que oficialmente cuentan como «estímulos» (antecedentes) desde una perspectiva teórica particular, y sólo aquellas de las acciones de los participantes que pueden clasificarse como «respuestas» (consecuentes) que resultan de esta perspectiva. Si un investigador recibiera a los participantes experimentales con aullidos de macabro júbilo, y si los participantes se sintieran pronto molestos y ansiosos de irse, estos acontecimientos difícilmente se incluirían en una descripción objetiva de las medidas. La suposición de una relación mecánica entre el mundo externo y la experiencia del yo finalmente se presta a las atribuciones hechas tanto al mundo como a la mente. En particular, los acontecimientos medioambientales a menudo están imbuidos de una fuerza activa, mientras que los observadores se caracterizan como víctimas pasivas. Si la percepción individual opera de un

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modo similar a una máquina, respondiendo a condiciones antecedentes en el mundo externo, se sigue que el conocimiento interno de los acontecimientos debería resultar ampliamente del hecho de forzar externamente sus efectos en el ámbito interno. Este tipo de suposiciones se prestan al uso generalizado de la voz pasiva en la referenciación de la investigación en lengua inglesa o el uso del impersonal: «Se observó la agresión» y no «observé la agresión»; «los resultados se obtuvieron» y no «obtuve los resultados». Si el investigador se esfuerza por ver una determinada pauta, el resultado puede que no se deba tanto a «la cosa misma» como al empeño puesto en ello por la mente. También es una oda a la facticidad de la naturaleza el hecho de que uno se vea prácticamente forzado por su presencia misma a tomar nota de ella. Si uno habla de sí mismo como «víctima de las circunstancias», se intensifica la credibilidad de la «circunstancia» independiente de «víctima». Los ejemplos de este giro pasivo incluyen frases como «uno es golpeado por el hecho de que...», «los datos hablan claramente...», «uno se ve obligado por estos hallazgos a concluir...», «este resultado clarifica...», todas ellas frases que encajan con los sentidos del científico como víctimas de las circunstancias de la naturaleza. De nuevo la fuerza retórica de este fraseo es finamente ilustrado por los contrastes en los que las metáforas de la pasividad se sustituyen por términos de activación mental. Por ejemplo, «dar con» descubrimientos es más objetivo que buscarlos; cuando los datos «hablan por sí mismos», la conclusión es más verídica que cuando uno «prefiere la interpretación»; y es más retóricamente ventajoso ser «forzado» por los descubrimientos que «buscar hallazgos que estén de acuerdo con la teoría de uno». La objetividad está, por consiguiente, asegurada al retratarse uno mismo como un integrante impersonal de «una gran máquina». Presencia experimental y establecimiento de la autoridad Uno de los principales atractivos del pensamiento de la Ilustración —y su concepción aliada de la máquina mental— ha sido su capacidad de arrebatar el poder de la palabra de las autoridades de alto rango y ponerlo en manos del pueblo. Ya no había que confiar en los pronunciamientos de papas o reyes sobre lo que era realidad; el privilegio de la expresión se garantizaba a cualquiera que se enfrentara o se expusiera a un sector relevante del mundo. En efecto, cualquiera que se haya sentido impactado, entusiasmado o limitado por la naturaleza, o cualquiera que haya visitado esa tierra extraña directamente, con ello gana autoridad. La expresión se logra estableciendo una presencia experimental. Las formas lingüísticas son inducidas para establecer la presencia de uno en el lugar del hecho putativo. La presencia experimental a menudo se logra en las páginas iniciales de un informe científico utilizando pronombres personales como «yo» o «nosotros» o posesivos equivalentes («mi» o «nuestro»). Cabría decir, por ejemplo, «nuestro intento consistió en explorar...», o «estamos interesados en...», insinuando así la presencia experimental en la actividad científica a seguir. Efectos similares se pueden alcanzar demostrando que la investigación ha sido llevada a cabo directamente por el propio autor o por ayudantes estrechamente supervisados, y que el autor no ha estado ausente durante la mayor parte del proceso de investigación. Examinemos, por ejemplo, los efectos de la escritura científica que infringe estas presuposiciones: «Estaba muy ocupado con mi docencia y diversos congresos durante el semestre, de modo que tuve poco tiempo para observar el proceso de investigación. Smith, un alumno mío de tercer ciclo, en realidad hizo la mayor parte del trabajo —por el cual ha sido debidamente recompensado con una autoría técnica—, aunque estudiamos conjuntamente la concepción de la investigación y comprobamos sus cálculos estadísticos». Anunciar que, de hecho, uno no ha llevado a cabo la investigación, que uno está refiriendo resultados descubiertos

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por otro, desacreditaría profundamente el informe. Desde luego, los científicos discuten continuamente los hallazgos de la investigación que se transmiten sólo a través de documentos escritos; sin embargo, en cada caso suponen que los hallazgos pueden finalmente retrotraerse a la experiencia directa de escritores relevantes. Con todo, el establecimiento de la presencia experimental es simultáneamente problemática. Afirmar el yo (el «ojo») sólo equivale a sugerir que el objeto putativo de la descripción es el producto de esta misma presencia. Si sólo el investigador se enfrenta al acontecimiento, si sólo él ha morado en la tierra exótica y observado sus habitantes, ¿de qué modo la exposición ha de ser de plena confianza? Ahora bien, ¿es posible que los denominados «hallazgos» se deriven de un modo sesgado de ver el mundo? Para evitar estas amenazas el relator es invitado a adoptar un cambio trascendental de perspectiva: primero resulta útil establecer la presencia experimental, para cambiar luego al punto de vista de un agente impersonal, una presencia uniformemente en suspensión y omnividente.10 Por consiguiente, encontramos en la mayoría de informes científicos que la perspectiva predominante es la de la colectividad impersonal, la del punto perceptivo aventajado no del autor sino el «omnisciente ojo», que domina todo cuanto transpira. Más que «observé...», la frase cambia a «se halló que...». De un modo más frecuente, no se hace referencia alguna al punto de vista, implicando, por consiguiente, que el punto de vista es el de cualquiera y es compartido por todos, en los términos de la frase de Thomas Nagel «el enfoque de ninguna parte». Uno escribe, «el estímulo fue presentado», y no «observé que el estímulo era presentado», «se presionó el botón» en lugar de «mi ayudante vio que e botón era presionado...» En efecto, la realidad bien forjada tiene que e?ta blecer simultáneamente la presencia de la experiencia del autor de la escena y sustituir sutilmente un punto de vista trascendental La purificación de la lente

El yo mecánico logra la objetividad cuando no existe ninguna interferen-cia con los procesos responsables de reflejar especularmente el mundo externo y sacar conclusiones en cuanto a su naturaleza. Desde el Essay on Human Understanding de Locke, en el siglo xvm, hasta los estudios psicológicos del presente siglo, se ha sostenido ampliamente que la conciencia llega a conocer el mundo a través del sistema sensorial. Uno es inicialmente consciente de los datos sensibles primarios. Aunque esta afirmación es ampliamente debatida, en general se conviene en que estas sensaciones prácticamente se convierten o transforman en percepciones (o categorías mentales). Si el proceso opera sin interferencia, la sensación sirve de espejo al mundo, y las categorías resultantes son disponibles para el pensamiento racional y la comunicación a través del lenguaje. Este conjunto de presuposiciones sugiere, por deducción, que cualquier otra forma de actividad mental puede potencialmente interferir en estas funciones esenciales de observación y categorización. Particularmente sospechosos son cualquiera de los procesos que vinculan al individuo con el mundo externo de un modo que altera, intranquiliza o afecta sus acciones. Estos procesos son del tipo que modifican la capacidad que el individuo tiene de observación objetiva. Por consiguiente, las emociones, los motivos, los valores y los. deseos —tal como se conciben tradicionalmente—, todos amenazan potencialmente la objetividad. No son constituyentes de la máquina que funciona efectivamente. Todos vinculan al individuo con el mundo de tal modo que determinadas líneas de acción se hacen imperativas y otras se convierten en detestables. El clamor resultante hacia la acción puede intranquilizar el instrumento sensorial de la sensación y

10 Estoy en deuda aquí con el ensayo de Vincent Crapanzano, «Hermes Dilemma: The Masking of Subversión in Ethnographic Description», en Writing Culture.

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el proceso finamente ajustado de categorización. Invita a los perjuicios y a la distorsión; amenaza la supervivencia. El enfoque mecanicista del yo proporciona la base racional para las técnicas adicionales que permiten alcanzar la objetividad discursiva. Al principio, el informe objetivo suprimirá la descripción afectiva del yo. Para el retórico, describir o explorar las diversas emociones, deseos, valores o motivos, posiblemente en juego en el momento de la observación, denigraría el proceso y socavaría la aparente objetividad de la descripción. Se puede decir, «registramos un promedio de 6,65...», «se observó que los sujetos se sentían molestos...», o «los resultados demostraron...», con toda impunidad. Este fraseo sugiere que el espejo de la mente operaba con fidelidad; no hace referencia a estados internos de sensación, motivación o deseo. Sin embargo, si se insinuara la terminología afectiva en las mismas frases, los efectos sería debilitadores. Examinemos el resultado de ciertas variaciones en el fraseo: «En el fondo de mi corazón sentí que se trataba de un promedio de más del 5.000 y me sentí rebosar de alegría cuando lo obtuve...», «Dado que la investigación sería prácticamente impublicable si no obteníamos resultados positivos, buscamos pruebas de que los sujetos se sentían molestos. He aquí que demostraron estarlo...», o «Los resultados demostraron que en realidad aquellas acciones que nosotros los investigadores encontramos censurables moralmente conducen al fracaso del marco experimental». Admitir el compromiso afectivo de uno en la investigación es, gracias a los estándares retóricos contemporáneos, mirar con gafas oscuras. Estas suposiciones etnopsicológicas en cuanto a la consecución retórica de la objetividad tienen una segunda repercusión importante. No sólo el afecto del observador queda sistemáticamente silenciado, sino que existe también una supresión general de las características estimuladoras del objeto. En la medida en que objeto de investigación posee cualidades o características que pueden estimular el afecto, los motivos o deseos del observador, el dar cuenta que de ello resulta pasa a tener menos credibilidad que una reflexión de la realidad y ser con mayor probabilidad un producto de la excitación del observador. Es parcialmente por esta razón por lo que los informes de investigación en las ciencias de la conducta son tan frecuentemente asépticos y desprovistos de interés humano, incluso cuando los temas podrían despertar una amplia atención. Poco es lo que cabría mencionar de los «objetos» de estudio, salvo, por ejemplo, una gama de características demográficas neutralizadas. Aprendemos que los sujetos de investigación eran hombres universitarios, por ejemplo, o mujeres de cuarenta o sesenta años, o escolares de color de los barrios deprimidos. En cambio, no se hace mención de temas tales como el atractivo sexual, la obesidad poco atractiva, la superficialidad empalagosa, la ignorancia pasmosa, las maneras encantadoras, la forma envidiable de vestir, el acné repugnante, etc. La mención de estos rasgos sugeriría que los sentimientos o los motivos del observador se habrían despertado durante el período de observación. Señalar rasgos secundarios como éstos sería subvertir la objetividad ostensiva del informe.11

En resumen, encontramos que la concepción del yo máquina opera como una preestructura racionalizadora para una gama de técnicas que permiten que los autores hablen con autoridad. Las convenciones retóricas que separan el sujeto y el objeto, caracterizando el mundo objetivo, estableciendo la presencia (y la ausencia) de, la autoría, y limpiando las lentes de la percepción, se encuentran entre los medios más destacados para generar el sentido de la objetividad. Un autor que no logra emplear estos dispositivos puede ser considerado subjetivo, demasiado imaginativo o incluso loco.

11 Para una extensa exposición de los efectos de la metodología científica en la construcción que la psicología hace del sujeto experimental, véase Danziger (1991).

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Objetividad y acción Empecé este capítulo recalcando la reverencia predominante que se tiene hacia el concepto de objetividad en la cultura. Su conquista se considera como la clave de supervivencia y presenta matices de una obligación moral. Menoscabar o fracasar en esta aspiración es quedar relegado a los remansos pantanosos de la sociedad, uniéndose allí a aquellos que se permiten el lujo de las metáforas, la mera retórica, y demás prácticas de lo decadente, lo romántico y lo neurótico. Con todo, a medida que el argumento se ha desplegado, encontramos poca garantía para las disposiciones jerárquicas inducidas por la dualidad objetivo-subjetivo, ningún medio para vincular la consecución de la objetividad a una forma elevada de procesamiento psicológico o una forma miméticamente superior de descripción. Más bien, el logro de la objetividad es textual: algo inherente a las prácticas de escritura y habla situadas histórica y culturalmente. Pero es poco lo que de estas vías particulares de organizar el lenguaje parecería merecer la posición de prestigio que ocupan en la sociedad. Al final, este análisis invita a la evaluación crítica de las funciones y disfunciones de las prácticas discursivas de la objetividad: ¿Existen razones para sostener estos modos lingüísticos, o se deben hacer intentos concertados para romper la dualidad y abrir las prácticas del discurso común a posibilidades más variadas? ¿Qué hay que decir, por consiguiente, de la política de la objetividad? Esto es, desde luego, aún un tema nuevo, y quiero aquí hacer dos observaciones. A mi juicio, se pueden elaborar los argumentos más fuertes para desmantelar la dicotomía tradicional objetivo-subjetivo y sus prácticas discursivas. No sólo el discurso de la objetividad genera y sostiene jerarquías injustificadas de privilegio —junto con una gama de prejuicios, hostilidades y conflictos que las acompañan—, sino que excluye muchas de las voces que se alzan reclamando la plena participación en las construcciones que en la cultura se hacen del bien y lo real.12 Las medidas objetivas se han venido utilizando desde hace mucho para desafiar la autoridad de las diversas élites que reclamaban para sí la presciencia y la clarividencia, y por consiguiente se han situado del lado de la democracia (Porter, 1992). Sin embargo, a medida que las mediciones objetivas se han ido convirtiendo cada vez más en propiedad de expertos (véase, por ejemplo, el capítulo 6), ahora nos enfrentamos con una nueva élite tecnocrática que campa a sus anchas. El discurso de la objetividad no logra revelar las problemáticas de sus propios orígenes y libra batalla a todos los lenguajes que no son objetivos. Por consiguiente, amenaza la rica y variada gama de formas lingüísticas alternativas, recursos pragmáticos generados desde la historia de la cultura. Además, aquellas que son captadas por el lenguaje de la objetividad son consiguientemente degradadas. Cuando se transforman en objetos de examen, pierden tanto su humanidad como el derecho de expresión (MacKinnon, 1987; Schott, 1988). Y a medida que se convierten en cada vez más en algo a «tener en cuenta», se convierten también en sujetos de un control creciente (Rose, 1990). Tal como sugerí, está surgiendo ahora un amplio acuerdo con los ámbitos posestructuralista, posempirista y posmoderno de erudición en el sentido de que la concepción que Occidente tiene del yo individual ha empezado a concluir. El enfoque que hacía del yo privado la fuente del arte y la literatura, de las decisiones prácticas, de la deliberación moral, de la actividad emocional y similares ya no es viable, no sólo sobre bases conceptuales

12 A fin de eludir el completo dominio de la dualidad objetivo-subjetivo, Donaid McCIoskey (comunicación personal) ha acuñado el término «conjective». Las exposiciones científicas ni son objetivas ni subjectivas según este enfoque, sino fundamentalmente consensúales.

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sino en términos de las pautas societales a las que invita. Para muchos, el desafío que tenemos planteado consiste en cómo sustituir el yo como unidad crítica de la vida social. Se están desarrollando explicaciones que hacen hincapié en la incrustación social, en las formaciones relaciónales y en el proceso dialógico. Y, tal como vimos en el capítulo 2, existen rupturas concurrentes en las convenciones tradicionales de la escritura científica. Se están produciendo lentamente experimentos audaces con nuevas formas de discurso y están empezando a ofrecer alternativas a los modos tradicionales de objetivación. Existen razones para anticipar un lento desplazamiento de la retórica predominante, y con ella una expansión de la gama de voces autorizadas en el diálogo cultural.13

Con todo, cuando se siguen estos grande ejes de circulación, los movimientos reflexivos son también esenciales. En Varieties of Realism, Rom Harré escribe que la «ciencia no es sólo el principal logro intelectual de la humanidad sino también el orden moral más destacable» (1988, pág. 8). Esto último, sostiene Harré, es ampliamente debido al sentido de la confianza mutua que se disfruta en los enclaves científicos. Con tal que uno permanezca dentro de los juegos de lenguaje de la comunidad científica y se mueva con las formas localizadas de clasificación, la exposición científica es estimablemente fidedigna. Y Harré prosigue: «el producto de estas comunidades, el conocimiento científico, es en sí definido en términos morales. Es ese conocimiento sobre el que uno ha de apoyarse. La dependencia de esta confianza puede ser existencial, afectando a lo que es o podría ser, o podría ser práctica, afectando aquello que puede o no puede hacerse, o a ambas cosas» (pág. 11). Dado el lugar central del discurso de la objetividad en la comunicación científica, nos es preciso poner en tela de juicio su provisión de confianza a las comunidades. Dentro de este contexto el lenguaje desapasionado y corriente de la objetividad puede operar como una performativa —al igual que un apretón de manos— indicando que las palabras pueden descambiarse en una acción aprovechable. El lenguaje de la subjetividad, en cambio, puede sugerir un relajamiento de las restricciones, una invitación al placer o al juego. Además, tal como propuse en el capítulo 3, puede que determinadas comunidades de científicos exijan el lenguaje banal del mundo objetivo para realizar sus metas colectivas. En ausencia de acuerdos repetitivos y corrientes en las ciencias sobre «cómo han de denominarse las cosas», los obstáculos a las realizaciones tecnológicas serían enormes. En este sentido el discurso de la objetividad puede que sea útil para lograr lo que Megill (1991) denomina una objetividad disciplinar y de procedimiento. Tal vez sea disfuncional sugerir un abandono a gran escala de estas convenciones de la confianza. Al mismo tiempo, hay mucho que decir de la exploración de las alternativas a estas convenciones, de modo que podríamos mostrar confianza sin con ello simultáneamente denigrar formas alternativas de hacer declaraciones. Umberto Maturana (1988) propone que toda la escritura llamada «objetiva» sea puesta entre paréntesis, simbolizando por consiguiente su carácter local o clientelista. Sin embargo, se ganará más al dar expresión a multiplicidad de formas retóricas. Aunque el discurso objetivista o realista predomine, difícilmente es la única forma de retórica efectiva. Además, al yuxtaponer algunas formas diferentes de escritura dentro del mismo texto, el efecto que se obtiene es tanto el de reducir el impacto totalizador de la voz singular como el de ampliar el número de diálogos en los que el lector (y el escritor) puede consiguientemente participar. Así, pues, el texto se mueve no en el sentido de disminuir el espectro dialógico sino en el de expandirlo. Tales posibilidades son alentadas por la elucidación de Van Maanen (1988) de las múltiples formas de escritura etnográfica. Aquí, las etnografías

13 Véase Ibáñez (1991) para un examen ulterior de este tema, y Hawkesworth (1992) para una discusión de la critica feminista del concepto de objetividad.

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realistas están contrastadas con el poderoso potencial de lo que Van Maanen denomina «escritura confesional» (revelaciones hechas en primera persona» y «escritura impresionista» (narración imaginativa). Atendiendo a propósitos pedagógicos, Lather (1991) desafía a sus estudiantes para que escriban en una multiplicidad de voces. Por consiguiente, después de llevar a cabo un análisis empírico de tipo estándar, una segunda escritura podría evaluar las consecuencias ideológicas del primero; e incluso un tercer análisis podría explorar el carácter construido del texto inicial. En efecto, existe una expansión en tres niveles de las inteligibilidades. En cuanto a las ciencias humanas, en realidad existen antecedentes prometedores de un futuro más responsable y creativo.

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TERCERA PARTE DEL YO A LA RELACIÓN

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Del yo de la relación

Capítulo 8 La autonarración en la vida social

Uno de los principales desafíos que tiene planteados el construccionismo es el de enriquecer

el alcance del discurso teórico con la esperanza particular de expandir el potencial de prácticas humanas. Uno de los puntos de partida teóricos más atrayentes, a causa de su afinidad con la metateoría construccionista, surge de la teoría relacional: el intento de dar cuenta de la acción humana en términos de un proceso relacional. Intenta moverse más allá del individuo singular para reconocer la realidad de la relación. Aquí, quiero proponer un enfoque relacional que considera la autoconcepción no como una estructura cognitiva privada y personal del individuo sino como un discurso acerca del yo: la representación de los lenguajes disponibles en la esfera pública. Sustituyo la preocupación tradicional en torno a las categorías conceptuales (autoconceptos, esquemas, autoestima) por el yo como una narración que se hace inteligible' en el seno de las relaciones vigentes.

Esto es, por consiguiente, un relato acerca de relatos, y, más en particular, acerca de relatos del yo. La mayoría de nosotros iniciamos nuestros encuentros con los relatos en la infancia. A través de los cuentos de hadas, los cuentos populares y los relatos de familia recibimos las primeras exposiciones organizadas de la acción humana. Los relatos siguen absorbiéndonos cuando leemos novelas, biografías, e historia; nos ocupan cuando vemos películas, cuando acudimos al teatro, y ante la pantalla del receptor de televisión. Y, posiblemente a causa de su familiaridad, los relatos sirven también como medios críticos a través de los cuales nos hacemos inteligibles en el seno del mundo social. Contamos extensos relatos sobre nuestras infancias, nuestras relaciones con los miembros de nuestra familia, nuestros años en el colegio, nuestro primer lío amoroso, el desarrollo de nuestro pensamiento sobre un tema dado, y así sucesivamente. También explicamos relatos sobre la fiesta de la última noche, la crisis de esta mañana y la comida con un compañero. Puede que creemos también un relato acerca de la próxima colisión automovilística de camino al trabajo o acerca de la cena chamuscada de anoche. En cada caso, utilizamos la forma del relato para identificarnos con otros y a nosotros mismos. Tan predominante es el proceso del relato en la cultura occidental que Bruner (1986) ha ido tan lejos como para sugerir una propensión genética a la comprensión narrativa. Ya esté biológicamente preparada o no, difícilmente podemos menospreciar la importancia de los relatos en nuestras vidas y la medida en la que sirven de vehículos que nos permiten hacernos inteligibles.

Con todo, decir que contamos relatos para hacernos comprender no es ir demasiado lejos. No sólo contamos nuestras vidas como relatos; existe también un sentido importante en el que nuestras relaciones con otros se viven de una forma narrativa. Para White y Epston (1990), «las personas conceden significado a sus vidas y relaciones relatando su experiencia» (pág. 13). La vida ideal, proponía Nietzsche, es aquella que corresponde al relato ideal; cada acto está coherentemente relacionado con todos los demás sin que sobre nada (Nehamas, 1985). De una manera más convincente, Hardy (1968) ha escrito que «soñamos narrando, nos ensoñamos narrando, recordamos, anticipamos, esperamos, desesperamos, creemos, dudamos, planeamos, revisamos, criticamos, construimos, charlamos, aprendemos, odiamos y amamos a través de la narración» (pág. 5). Elaborando esta opinión, Madntyre (1981) propone que esas narraciones activadas forman la base del carácter moral. Mi análisis se detendrá antes de llegar a afirmar que las vidas son acontecimientos narrativos (de acuerdo con Mink, 1969). Los relatos son, al fin y al cabo, formas de dar cuenta, y parece equívoco igualar la exposición con su objeto putativo. Sin embargo, las exposiciones narrativas están incrustadas en la acción social; hacen que los

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acontecimientos sean socialmente visibles y establecen característicamente expectativas para acontecimientos futuros. Dado que los acontecimientos de la vida cotidiana están inmersos en la narración, se van cargando de sentido relatado: adquieren la realidad de «un principio», de «un punto grave», de «un climax», de un «final», y así sucesivamente. Las personas viven los acontecimientos de este modo y, junto con otros, los clasifican precisamente así. Con ello no decimos que la vida copie al arte, sino más bien, que el arte se convierte en el vehículo a través del cual la realidad de la vida se hace manifiesta. En un sentido significativo, pues, vivimos mediante narraciones, tanto al relatar como al realizar el ya

En este capítulo exploraré la naturaleza de los relatos, tanto cuando son contados como cuando son vividos en la vida social. Empezaré con un examen de la forma del relato o, dicho de un modo más formal, la estructura de las exposiciones narrativas. Pasaré luego a examinar el modo como se construyen las narraciones del yo dentro de la vida social y los usos a los que se prestan. A medida que se desarrolle mi exposición se irá haciendo más claro que las narraciones del yo no son posesiones fundamentalmente del individuo sino de las relaciones: son productos del intercambio social. En efecto, ser un yo con un pasado y un futuro potencial no es ser un agente independiente, único y autónomo, sino estar inmerso en la interdependencia. EL CARÁCTER DE LA AUTONARRACIÓN

Los escritores de novelas, de filosofía y de psicología han retratado con frecuencia la conciencia humana como un flujo continuo. No nos enfrentamos a series de fotografías instantáneas, se nos dice, sino a un proceso en marcha. De manera similar, en nuestra experiencia del yo y de los demás nos parece encontrar no una serie de momentos discretos indefinidamente yuxtapuestos, sino secuencias globales dirigidas a metas. Tal como muchos historiógrafos han sugerido, las explicaciones de la acción humana difícilmente pueden proceder sin una incrustación temporal. Comprender una acción es, en realidad, situarla en un contexto de acontecimientos precedentes y consecuentes. Para no divagar, nuestro enfoque del yo en cualquier momento dado es fundamentalmente absurdo a menos que pueda vincularse de cierta forma con nuestro pasado. Súbita y momentáneamente verse a uno " mismo como «agresivo», «poético» o «fuera de sí», por ejemplo, podría parecer antojadizo o enigmático. Cuando la agresión se sigue de un antagonismo de larga duración, que se ha ido intensificando, sin embargo, se deja notar. Del mismo modo, ser poético o estar fuera de sí es comprensible cuando se sitúa en el contexto de nuestra propia historia personal. Este tema particular ha llevado a una serie de comentaristas a concluir que una comprensión de la acción humana difícilmente puede proceder de otras cosas que no sean razones narrativas (Madntyre, 1981; Mink, 1969; Sarbin, 1986). En cuanto a los propósitos que aquí tenemos, el término «autonarrativo» se refiere a la explicación que presenta un individuo de la relación entre acontecimientos autorrelevantes a través del tiempo.1

Al desarrollar una autonarrativa establecemos unas relaciones coherentes entre acontecimientos vitales (Cohier, 1982; Kohii, 1981). En lugar de ver nuestra vida como simplemente «una maldita cosa tras otra», formulamos un relato en el que los acontecimientos de la vida son referidos sistemáticamente, y hechos inteligibles por el lugar que ocupan en una secuencia o «proceso en desarrollo» (de Waele y Harré, 1976). Nuestra identidad presente es, por consiguiente, no un acontecimiento repentino y misterioso, sino un resultado sensible de un relato vital. Tal como Bettelheim (1976) argumentara, este tipo de creaciones de orden narrativo pueden 1 La elaboración inicial del concepto de autonarración está contenida en Gergen y Gergen (1983).

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resultar esenciales al dar a la vida un sentido del significado y de la dirección. Antes de soltar las amarras de este análisis, tengo que decir unas palabras sobre la relación

entre el concepto de autonarración y las nociones teóricas relacionadas. El concepto de autonarración en particular es portador de una afinidad con una variedad de constructos desarrollados en otros dominios. Primero, en la psicología cognitiva los conceptos de guiones (Schank y Abelson, 1977), de esquemas de relato (Mandier, 1984), de árbol de predictibilidad (Kelly y Keil, 1985), y de pensamiento narrativo (Britton y Pellegrini, 1990), todos han sido utilizados para dar cuenta de la base psicológica de la comprensión y/o para dirigir las secuencias de acciones a lo largo del tiempo. Contrariamente al programa cognitivo, con su búsqueda de procesos cognitivos universales, los teóricos de la regla-papel (como Harré y Secord, 1972) y los constructivistas (véase, por ejemplo, el tratamiento que Mancuso y Sarbin [1983] dan de la «gramática narrativa») tienden a hacer hincapié en la contingencia cultural de diversos estados psicológicos. Por consiguiente, se retiene la presuposición cognitivista de una base narrativa de la acción personal, pero mostrando una gran sensibilidad hacia la base sociocultural de este tipo de narrativas. El trabajo de Bruner (1986, 1990) sobre las narrativas cae en algún lugar entre estas dos orientaciones, sosteniendo un enfoque de la función cognitiva universal mientras que simultáneamente destaca el papel de los sistemas de significación cultural. Fenomenólogos (véase Poikinghorne, 1988; Carr, 1984; Josselson y Lieblich, 1993), existencialistas (véase el análisis que Charme [1984] hace de Sartre) y personólogos (McAdams, 1993), todos están preocupados por el proceso interno individual (a menudo clasificado como «experiencia»), aunque característicamente renuncian a la búsqueda cognitivista de predicación y control de la conducta individual, y sustituyen el énfasis puesto en la determinación cultural por un investidura más humanista en el yo como autor o agente.

Contrariamente a todos estos enfoques, que hacen el mayor hincapié en el individuo, quiero examinar las autonarraciones como formas sociales de dar cuenta o como discurso público. En este sentido, las narraciones son recursos conversacionales, construcciones abiertas a la modificación continuada a medida que la interacción progresa. Las personas en este caso no consultan un guión interno, una estructura cognitiva o una masa aperceptiva en busca de información o guía; no interpretan o «leen el mundo» a través de lentes narrativas; no son los autores de sus propias vidas. Más bien, la autonarración es una suerte de instrumento lingüístico incrustado en las secuencias convencionales de acción y empleado en las relaciones de tal modo que sostenga, intensifique o impida diversas formas de acción. Como dispositivos lingüísticos, las narraciones pueden usarse para indicar acciones venideras, pero no son en sí mismas la causa o la base determinante para tal tipo de acciones; en este sentido, las autonarraciones funcionan más como historias orales o cuentos morales en el seno de una sociedad. Son recursos culturales que cumplen con ese tipo de propósitos sociales como son la autoidentificación, la autojustificación, la autocrítica y la solidificación social.2 Este enfoque se une a los que hacen hincapié en lo orígenes socioculturales de la construcción narrativa, aunque con ello no se pretende aprobar un determinismo cultural: adquirimos habilidades narrativas a través del interactuar con otros, no a través de ser meramente actuados. También está de acuerdo con aquellos que se preocupan por el compromiso personal en la narración, pero sustituye el acento puesto en el yo autodeterminante mediante el intercambio social.

2 Véanse también el análisis de Labov (1982) de las narraciones como vehículos de ruegos y respuestas a esos ruegos, el análisis de Mischier (1986) de las narraciones que funcionan en estructuras relaciónales de poder, y la obra de Tappan (1991) y Day (1991) sobre la función de la narración en la toma de decisiones morales.

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Los especialistas que se interesan por las narraciones se dividen netamente sobre la cuestión del valor de verdad: muchos son los que sostienen que las narraciones tienen el potencial de transmitir la verdad, mientras que hay otros que sostienen que las narraciones no reflejan sino que construyen la realidad. El primer enfoque considera la narración como conducida por hechos, mientras que el último, en general, sostiene que la narración es una organización del hecho o incluso una producción del hecho. La mayoría de historiadores, biógrafos y empiristas comprensiblemente hacen hincapié en las posibilidades de transmitir la verdad que tiene la narración. Dado que esta suposición garantiza a la cognición una función adaptativa, muchos teóricos cognitivos también optan por la verosimilitud narrativa. Estar en posesión del «guión de un restaurante» en el sentido de la formulación de Schank y Abelson (1977), por ejemplo, es estar preparado para funcionar adecuadamente en este local. Como debe haber quedado claro a partir de los argumentos de los capítulos precedentes, el enfoque del construccionismo social esta reñido con esta opinión. En realidad, existen límites en nuestro dar cuenta de los acontecimientos a través del tiempo, pero no pueden hacerse remontar ni a las mentes en acción ni a los acontecimientos mismos. Más bien, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana, los relatos hacen las veces de recursos comunitarios que la gente utiliza en las relaciones vigentes. Desde este punto de vista, las narraciones, más que reflejar, crean el sentido de «lo que es verdad». En realidad, esto es así a causa de las formas de narración existentes que «cuentan la verdad» como un acto inteligible. Los sentidos especiales en los que esto es así se ampliaran aún más en las páginas siguientes. LA ESTRUCTURACIÓN DE LAS EXPOSICIONES NARRATIVAS

Si ni el mundo tal como es ni la cognición exigen las narraciones, entonces ¿qué explicación se puede dar de sus propiedades o formas? Desde el punto de vista construccionista, las propiedades de las narraciones bien formadas están situadas cultural e históricamente. Son subproductos de los intentos que se llevan a cabo por relacionar a través del discurso, del mismo modo que los estilos de pintura hacen las veces de medios de coordinación mutua con las comunidades de artistas o las tácticas y contratácticas específicas pueden ponerse de moda dentro de los diversos deportes. En cuanto a esto, el análisis de White (1973) del carácter literario de la escritura histórica resulta informativo. Tal como demuestra este autor, por lo menos cuatro formas diferentes de realismo narrativo dieron forma a la primera escritura histórica durante el siglo xix. A finales del siglo xix, sin embargo, estas formas retóricas fueron repudiadas y ampliamente sustituidas por una gama diferente de estrategias conceptuales para la interpretación del pasado. Esto significa que la forma narrativa es, en efecto, históricamente contingente.

Resulta interesante en este contexto indagar en las convenciones narrativas contemporáneas. ¿Cuáles son los requisitos para contar un relato inteligible dentro de la cultura actual de Occidente? La pregunta es especialmente significativa dado que una elucidación de estas convenciones para la estructuración de relatos nos sensibiliza de los límites de la autoidentidad. Comprender cómo tienen que estructurarse las narraciones dentro de la cultura es ir más allá de los bordes del envoltorio de la identidad: descubrir los limites a la identificación de sí mismo como agente humano en buen estado; es también determinar qué formas tienen que mantenerse a fin de adquirir la credibilidad como un narrador de la verdad. La estructura propiamente dicha de la narración antecede a los acontecimientos sobre los que «se dice la verdad»; ir más allá de las convenciones es comprometerse en un cuento insensato. Si la narración no consigue aproximarse a las formas convencionales, el contar mismo se convierte en absurdo. Por consiguiente en lugar de ser dirigido por los hechos, el contar la verdad es ampliamente gobernado por una

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preestructura de convenciones narrativas. Se han dado muchos intentos de identificar las características de la narración bien formada.

Se han producido en el seno del ámbito de la teoría literaria (Frye, 1957; Scholes y Kellogg, 1966; Martín, 1987), de la semiótica (Propp, 1968; Rimmon-Kenan, 1983), de la historiografía (Mink, 1969; Gallie, 1964) y en determinados sectores de las ciencias sociales (Labov, 1982- Sutton Smith, 1979; Mandier, 1984). Mi propuesta se basa en estos diversos análisis. Sintetiza una variedad de acuerdos comunes, excluye determinadas distinciones esenciales a las demás tareas analíticas (tales como el punto de vista, la función de los personajes y las acciones, los tropos poéticos) y añade los ingredientes necesarios para comprender por qué razón los relatos poseen un sentido de la dirección y del drama. Mi enfoque difiere de una sene de estas exposiciones en su esfuerzo por evitar las suposiciones de corte universalista. Los teóricos frecuentemente hacen afirmaciones de un conjunto fundacional o fundamental de reglas o características de lo que es una narración bien formada. Este análisis, sin embargo, considera las construcciones narrativas como contingentes, histórica y culturalmente. Los criterios que explicitamos a continuación parecen ser primordiales en la construcción de una narración inteligible para segmentos importantes de la cultura contemporánea:

Establecer un punto final apreciado. Un relato aceptable tiene en primer lugar que establecer una meta, un acontecimiento a explicar, un estado que alcanzar o evitar, un resultado de significación o, dicho más informalmente un «punto». El hecho de narrar que uno anduvo en dirección norte durante dos manzanas, al este durante tres, y luego giró a la izquierda por la calle fine, no dejaría de ser una historia empobrecida, pero. si esta descripción fuera un preludio para hallar un apartamento que queremos comprar se aproximaría a un relato aceptable. El punto final puede, por ejemplo ser el bienestar del protagonista («cómo escapé por pelos de la muerte»), el descubrimiento de algo precioso («cómo descubrió a su padre biológico») la pérdida personal («cómo perdió su trabajo»), y así sucesivamente. Por consiguiente, si el relato acabara encontrando el apartamento del número 404 de la calle Pine, se deslizaría en la insignificancia. Sólo cuando la búsqueda de un apartamento anhelado culmina con éxito tenemos un buen relato. De un modo análogo, Macintyre (1981) propone que «la narración requiere un marco evaluativo en el que el buen o el mal carácter contribuye a que los resultados sean negativos o felices» (pág. 456). También queda claro que esta exigencia de un punto final apreciado introduce un fuerte componente cultural (tradicionalmente llamado «sesgo subjetivo») en el relato. Difícilmente se podría decir que la vida misma está compuesta de acontecimientos separables, una de cuyas subpoblaciones constituye los puntos finales. Más bien, la articulación de un acontecimiento y su posición como un punto final se derivan de la ontología de la cultura y de la construcción del valor. A través del talento artístico verbal, «el roce de los dedos de ella por mi manga» surge como un acontecimiento, que, dependiendo del relato, puede servir como el principio o la conclusión de un amorío. Además, los acontecimientos tal como los definimos no contienen valor intrínseco. El fuego en sí mismo no es ni bueno ni malo; le concedemos un valor dependiendo generalmente de si sirve a aquello que consideramos como funciones apreciables (el fuego para cocinar) o no (el fuego que destruye la cocina). Sólo dentro de una perspectiva cultural se pueden hacer inteligibles los «acontecimientos valorados».

Seleccionar los acontecimientos relevantes para el punto final. Una vez que se ha establecido un punto final, éste dicta más o menos los tipos de acontecimientos que pueden aparecer en la exposición, reduciendo grandemente la miríada de candidatos a la «cualidad de acontecimiento». Un relato inteligible es aquel en el que los acontecimientos sirven para hacer que la meta sea más o menos probable, accesible, importante o vivida. Por consiguiente, si un relato trata del hecho de ganar un partido de balompié («cómo ganamos aquel partido»), los

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acontecimientos más relevantes son aquellos que hacen que la meta se haga más próxima o que se distancie aún más («El primer lanzamiento de Tom salió fuera, pero en el siguiente ataque envió la pelota al fondo de la red con la frente»). Sólo a riesgo de cometer una necedad uno introduciría una nota sobre la vida monástica durante el siglo xv o una esperanza de un futuro viaje espacial, a menos que se pudiera demostrar que estos asuntos estaban significativamente relacionados con el hecho de ganar el partido («Juan se inspiró para la táctica que debía seguir al leer las prácticas religiosas del siglo xv»). Un dar cuenta del día («hacía sol y no llovía») sería algo aceptable en la narración, dado que haría que los acontecimientos fueran más vividos, pero una descripción del tiempo en un país remoto sería cuanto menos idiosincrático. Una vez más encontramos que la narración exige tener consecuencias ontológicas. Uno no está libre para incluir todo cuanto tiene lugar, sino sólo aquello que es relevante para la conclusión del relato.

La ordenación de los acontecimientos. Una vez que se ha establecido una meta y se han seleccionado los acontecimientos relevantes, éstos son habitualmente dispuestos según una disposición ordenada. Tal como indica Ong (1982) la base para este tipo de orden (importancia, valor de interés, oportunidad y demás) pueden cambiar con la historia. La convención contemporánea más amp lamente utilizada es tal vez la de una secuencia lineal de carácter temporal. Algunos acontecimientos, por ejemplo, se dice que suceden al principio del partido de fútbol, y éstos anteceden a los acontecimientos que se dice que suceden hacia la mitad y al final. Resulta tentador afirmar que la secuencia de acontecimientos relacionados debe emparejarse con la secuencia real en la que los acontecimientos ocurrieron, pero esto no sería más que confundir las reglas de un dar cuenta inteligible con lo que fue en realidad. La ordenación lineal de carácter temporal, al fin y al cabo, es una concesión que emplea un sistema coherente de signos; sus rasgos no son exigidos por el mundo tal como es. Puede aplicarse a lo que es en realidad o no dependiendo de los propios propósitos. El tiempo que marca el reloj puede que no sea efectivo si lo que uno quiere es hablar de la propia «experiencia de lo que es esperar sentado en la consulta de un dentista», y tampoco es adecuado si lo que se quiere es describir la teoría de la relatividad en física o a rotación circular de las estaciones. Empleando los términos de Bakhtin (1981), podemos considerar las exposiciones temporales como cronotopos convenciones literarias que rigen las relaciones espaciotemporales o «la base esencial para la... representabilidad de los acontecimientos» (pág 250) Que el ayer anteceda al hoy es una conclusión exigida sólo por un cronotopo culturalmente específico.

La estabilidad de la identidad. La narración bien formada es característicamente aquella en la que los personajes (o los objetos) del relato poseen una identidad continua o coherente a través del tiempo. Un protagonista dado no puede cumplir con las funciones de villano en un momento y de héroe en el siguiente o demostrar poderes de impredictibilidad genial entremezclados con acciones imbéciles. Una vez definido por el narrador, el individuo (o el objeto) tenderá a retener su identidad y función dentro del relato Existen excepciones obvias a esta tendencia general, pero la mayoría no son sino casos en los que el relato intenta explicar el cambio mismo: cómo la rana se convierte en príncipe o el empobrecido joven alcanza el éxito financiero. Las fuerzas causales (como una guerra, la pobreza, la educación) pueden introducirse produciendo el cambio en un individuo (u objeto) y por mor del efecto dramático una identidad putativa puede ceder el paso a «lo real» (un profesor digno de confianza puede resultar ser un pirómano) En general, sin embargo, el relato bien formado no tolera las personalidades proteicas.

Vinculaciones causales. Según los estándares contemporáneos, la narración ideal es aquella que proporciona una explicación del resultado. Cuando se dice «el rey murió y en consecuencia la reina murió» no deja de ser un relato rudimentario; «el rey murió y entonces la reina murió de aflicción» es el principio de una verdadera trama. Tal como Ricoeur (1981) lo expresa, «las

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explicaciones tienen que... ser urdidas con el tejido narrativo (pág. 278). De manera característica se logra la explicación cuando se seleccionan los acontecimientos que, a través de criterios comunes, están vinculados causalmente («porque llovía nos cobijamos dentro»; «a resultas de la operación no pudo asistir a su clase»). Con ello no se supone que una concepción universal de la causalidad se insinúa dentro de relatos bien formados: aquello que ha de incluirse en el interior de la gama aceptable de formas causales es histórica y culturalmente dependiente. Así, muchos científicos quieren limitar las discusiones sobre la causalidad a la variedad humeana; los filósofos sociales a menudo prefieren ver la razón como la causa de la acción humana; los botánicos a menudo encuentran más conveniente emplear formas teleológicas de causalidad. Con independencia de las preferencias personales por los modelos causales, cuando los acontecimientos dentro de una narración se relacionan de una forma interdependiente, el resultado se aproxima más estrechamente al relato bien formado.

Signos de demarcación. La mayoría de relatos apropiadamente formados emplean señales para indicar el principio y el final. Tal como Young (1982) ha propuesto, la narración resulta «enmarcada» mediante una diversidad de dispositivos regidos por reglas que indican cuándo uno entra en el «mundo relatado» o el mundo del relato. «Érase una vez...», «¿No habéis oído hablar de aquél...?», «No podéis imaginar qué me sucedió en aquel camino ...», o «Dejadme que os cuente por qué estoy tan contento...». Todas estas frases señalarían al público que a continuación viene una narración. Los finales pueden también ser indicados mediante frases («así es que...», «de manera que ahora sabéis...»), aunque no necesariamente. La risa al final de una broma puede indicar la salida del mundo de lo contado, y a menudo la descripción del punto del relato basta para indicar que el mundo de lo contado se ha acabado.

Mientras que en muchos contextos estos criterios son esenciales para la narración bien formada, resulta importante observar su contingencia cultural e histórica. Tal como las indagaciones de Mary Gergen (1992) en el ámbito de la autobiografía sugieren, los hombres es más probable que se adecúen a los criterios predominantes para la «narración de relatos apropiados» que las mujeres. Las autobiografías de mujeres se estructuran con mayor probabilidad alrededor de puntos finales múltiples e incluyen materiales no relacionados con cualquier punto final particular. Con la explosión moderna en la experimentación literaria, la demanda de narraciones bien formadas en la novela seria también ha disminuido. En el ámbito de la escritura posmoderna las narraciones pueden convertirse irónicamente en autorreferenciales, demostrando su propia artificiosidad como textos y el hecho de que su eficacia depende aún de otras narraciones (Dipple, 1988).

¿Importa si las narraciones están bien formadas en asuntos de la vida cotidiana? Tal como hemos visto, el uso de componentes narrativos parecería ser vital al crear un sentido de la realidad en las exposiciones que pretenden dar cuenta del yo. Tal como Rosenwaid y Ochberg (1992) lo expresan: «El modo en que los individuos recuentan sus historias —aquello que recalcan u omiten, su posición como protagonistas o víctimas, la relación que el relato establece entre el que cuenta y el público—, todo ello moldea lo que los individuos pueden declarar de sus propias vidas. Las historias personales no son meramente un modo de contar a alguien (a sí mismo) la propia vida; son los medios a través de los cuales las identidades pueden ser moldeadas» (pág. 1). La utilidad social de la narración bien formada se revela de un modo más concreto en la investigación sobre el acto de prestar declaración en calidad de testimonio ante un tribunal de justicia. En ReconstructmgReality in the Courtroom, Bennett y Feldman (1981) sometieron a investigación a los participantes en 47 prestaciones de declaración que intentaban recordar acontecimientos realmente acaecidos o eran artilugios de ficción Aunque la cuantificación de los relatos reveló que los participantes eran incapaces de distinguir entre

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exposiciones auténticas y ficticias, un análisis de aquellas exposiciones que se creyó que eran auténticas como opuestas a falsas resultó ser interesante: los participantes hicieron sus juicios en buena medida ateniéndose al criterio de si los relatos se aproximaban a lo que entendían que eran narraciones bien formadas. Los relatos que se creyó que eran auténticos eran aquellos en los que dominaban los acontecimientos relevantes para un punto final y abundaban más las vinculaciones causales entre los elementos. En una ulterior investigación, Lippman (1986) varió experimentalmente el grado en el que los testimonios en los tribunales de justicia evidenciaban la selección de acontecimientos relevantes para un punto final, las vinculaciones causales entre un acontecimiento y otro, y la ordenación diacrónica de los acontecimientos. Los testimonios que se aproximaban a la narración bien formada de este modo resultaban ser consistentemente más inteligibles y los testimonios más racionales. Por consiguiente las autonarraciones de la vida cotidiana no siempre están bien formadas' pero bajo determinadas circunstancias su estructura puede ser esencial. VARIEDADES DE FORMA NARRATIVA

Al utilizar estas convenciones narrativas generamos un sentido de la coherencia y de la dirección en nuestras vidas. Adquieren significado y lo que sucede es recubierto de significación. Determinadas formas de narración son ampliamente compartidas dentro de la cultura; son frecuentemente usadas fácilmente identificadas y altamente funcionales. En un sentido, constituí yen el silabario de posibles yoes. ¿Qué explicación cabe dar de estas narraciones más estereotípicas? La pregunta aquí es similar a aquella que afecta a las líneas de trama fundamentales. Desde la época aristotélica filósofos y teóricos de la literatura, entre otros, han intentado desarrollar un vocabulario formal de la trama. Tal como a veces se sostiene, puede haber un conjunto fundacional de tramas a partir de las cuales se derivan los relatos. En la medida en que la gente vive a través de la narración, una familia de tramas fundacionales establecería un límite en la gama de trayectorias vitales.

Una de las exposiciones más extensas de la trama en el presente siglo, y que descansa fuertemente en el enfoque aristotélico, es el de Northrop Frye (1957). Frye proponía cuatro formas básicas de narración, cada una de ellas enraizada en la experiencia humana con la naturaleza y, más en particular, en la evolución de las estaciones. Por consiguiente, la experiencia de la primavera y el florecimiento de la naturaleza darían lugar a la comedia. En la tradición clásica la comedia implica característicamente un desafío o una amenaza, que se veía superada produciendo armonía social. No es necesario que una comedia tenga humor, aunque su final es feliz. En cambio, la libertad y la calma de los días estivales inspiran la novela como forma dramática. La novela en este caso consta de una serie de episodios en los que el principal protagonista experimenta desafíos o amenazadas y a través de una serie de luchas sale victorioso. La novela no necesariamente tiene que estar preocupada por la atracción entre las personas; en su final armonioso, sin embargo, es similar a la comedia. En el otoño, cuando experimentamos el contraste entre la vida del verano y la muerte que se avecina del invierno, nace la tragedia; en un invierto, con nuestra creciente toma de conciencia de las expectativas irrealizadas y del fracaso de nuestros sueños, la sátira se convierte en la forma expresiva relevante.

Contrariamente a las cuatro formas maestras de la narración, Joseph Campbell ha propuesto un único «monomito» a partir del cual se puede hallar una miríada de variaciones a través de los siglos. El monomito, que se enraiza en la psicodinámica inconsciente, afecta a un héroe que ha sido capaz de superar las limitaciones personales e históricas para alcanzar una comprensión trascendente de la condición humana. Para Campbell, las narraciones heroicas en sus diferentes

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formas locales cumplen con la función vital de la educación psíquica. Para nuestros propósitos, podríamos observar que el monomito tiene una forma similar a la de la novela: los acontecimientos negativos (pruebas, terrores, tribulaciones) son seguidos por un resultado positivo (iluminación).

Con todo, aunque poseen un determinado atractivo estético, estas búsquedas a partir de tramas fundacionales son insatisfactorias. Simplemente no hay una base racional convincente que explique por qué debe haber un número limitado de narraciones. Y, habida cuenta de los fructíferos experimentos de los escritores tanto modernos (James Joyce y Alain Robbe-Grillet) como posmodernos (Milán Kundera y Georges Perec) en la interrupción de la narración tradicional, existen buenas razones para sospechar que las formas narrativas, al igual que los criterios para contar un relato, están sujetos a convenciones cambiantes. En lugar de buscar una exposición que dé cuenta definitivamente, el enfoque culturalmente basado que presento aquí sugiere que existe una infinitud virtual de posibles formas de relato, pero habida cuenta de las exigencias de coordinación social, determinadas modalidades se ven favorecidas mientras otras no lo son a lo largo de diversos períodos históricos. Del mismo modo que las modas de la expresión facial, del vestir y de las aspiraciones profesionales cambian con el tiempo, así también lo hacen las formas modales de la autonarración. Si ampliáramos ahora los anteriores argumentos relativos a las características de la narración, sería también posible apreciar las normas y variaciones existentes.

Tal como hemos visto, el punto final de un relato es ponderado con el valor. Por consiguiente, una victoria, un asunto consumado, una fortuna descubierta, o un artículo ganador de un premio, todos ellos sirven de final apropiado para un relato, mientras que en el polo opuesto del continuo evaluativo caería la derrota, un amor perdido, una fortuna dilapidada o el fracaso profesional. Podemos considerar los diversos acontecimientos que conducen al final del relato (la selección y ordenación de acontecimientos) como moviéndose a través de un espacio bidimensional y evaluativo. A medida que uno se aproxima a la meta valorada, con el paso del tiempo la línea del relato se vuelve más positiva; a medida que uno se aproxima al fracaso, al desengaño, uno se desplaza, al contrario, en una dirección negativa. Todas las tramas, por consiguiente, pueden convertirse en una forma lineal en términos de sus cambios evaluativos a lo largo del tiempo. Esto nos permite aislar tres formas rudimentarias de narración.

La primera puede describirse como una narración de estabilidad, es decir, una narración que vincula los acontecimientos de tal modo que la trayectoria del individuo permanece esencialmente inalterada en relación a una meta o resultado; la vida simplemente fluye, ni mejor ni peor. Tal como se representa en la figura 8.1, queda claro que la narración de estabilidad podría desarrollarse en cualquier nivel a lo largo del continuo evaluativo. En el extremo superior un individuo podría concluir, por ejemplo: «Sigo siendo tan atractivo como solía ser»; o en el extremo inferior: «Me continúan persiguiendo los sentimientos de fracaso». Tal como podemos ver también, cada una de estas narraciones sumarias tiene consecuencias inherentes para el futuro: en la del primer tipo, el individuo podría concluir tal vez que seguirá siendo atractivo en un futuro previsible, y, en el segundo, que los sentimientos de fracaso persistirán con independencia de las circunstancias.

La narración de la estabilidad puede contrastarse con dos tipos más, la narración progresiva, que vincula entre sí acontecimientos de tal modo que el movimiento a lo largo de la dimensión evaluativa a lo largo del tiempo sea incremental, y la narración regresiva, en la que el movimiento es decreciente. La narración progresiva es explicación panglossiana♦ de la vida: ♦ En honor al maestro de Cándido, en Candide. Voltaire [N. del t.]

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siempre mejor en todos los sentidos. Podría representarse a través del enunciado «estoy realmente aprendiendo a superar mi timidez y a ser más abierto y simpático con la gente». La narración regresiva, en cambio, representa un deslizarse continuado hacia abajo: «No puedo aparentar que controlo ya los acontecimientos de mi vida». Cada una de estas narraciones también implica direccionalidad, la primera anticipando ulteriores incrementos y la última adicionales disminuciones.

Figura 8.1. Formas rudimentarias de la narración

Como ya debe haber quedado claro, estas tres formas narrativas, de la estabilidad,

progresiva y regresiva, agotan las opciones fundamentales en cuando a la dirección del movimiento en el espacio evaluativo. Como tales, pueden considerarse como bases rudimentarias para otras variantes más complejas.3 Teóricamente uno puede imaginar una infinitud potencial de variacion es en estas formas simples. Sin embargo, tal como sugerí, en diversas condiciones históricas la cultura puede limitarse a un repertorio truncado de posibilidades. Examinemos algunas formas narrativas destacadas en la cultura contemporánea. En primer lugar está la narración trágica, que en el presente marco adoptaría la estructura representada en la figura 8.2. La tragedia, en este sentido, contaría el relato de la rápida caída de alguien que había alcanzado una elevada posición: una narración progresiva viene seguida por una narración rápidamente

3 Aquí resulta interesante comparar el análisis presente con intentos similares realizados por otros autores. En 1863 Gustav Freytag propuso que no habia más que una única trama «normal», que podia representarse mediante una linea creciente y decreciente dividida por puntos denominados A, B, C y D. Aquí, el tramo ascendente AB representa la exposición de una situación, B es la presentación del conflicto, BC la «acción creciente» o la complicación creciente, el punto álgido en C era el climax o el giro de la acción, y la bajada decreciente CD era el desenlace o resolución del conflicto. Tal como indica el análisis, al delinear con mayor plenitud los criterios de la narración y al alterar la forma de la configuración, se revela un conjunto más rico de entramados. Aunque Freytag reconocía sólo una narración predominante, creía que estaba de acuerdo con una convención social y no con una necesidad lógica o biológica. En fecha más reciente, Eisbree (1982) ha intentado delinear una serie de formas narrativas fundamentales. Señala cinco «tramas genéricas», que incluyen: establecer o consagrar un hogar, comprometerse en una contienda o batalla, y hacer un viaje. Con todo, el análisis de Eisbree no penetra en la suposición de la convención cultural; para él, las tramas genéricas son fundamentales para la existencia humana.

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regresiva. En cambio, en la comedia-novela, una narración regresiva viene seguida por una narración progresiva. Los acontecimientos de la vida se hacen cada vez más problemáticos hasta el desenlace, cuando se restaura la felicidad para los principales protagonistas. Esta narración es calificada de comedia-novela porque combina las formas aristotélicas. Si una narración progresiva viene seguida por una narración de la estabilidad (véase figura 8.3), tenemos lo que comúnmente se conoce como mito del «¡Y vivieron felices!», algo que se ejemplifica ampliamente en los noviazgos tradicionales. Y reconocemos también la epopeya heroica como una serie de fases progresivo-regresivas. En este caso, el individuo puede que caracterice su pasado como una gama continua de batallas libradas contra los poderes de la oscuridad. Otras formas narrativas, incluyendo los mitos de unificación, las narraciones de comunión y la teoría dialéctica, se consideran en otra parte.4

Figura 8.2. Narraciones trágica y comedia-novela

LA FORMA NARRATIVA Y LA GENERACIÓN DEL DRAMA

Nietzsche una vez aconsejó: «¡Vivid peligrosamente, es la única vez que vivís!». Estas palabras llevan consigo un importante sentido de validez. Los momentos de cotas más altas de drama a menudo son aquellos que más cris talizan nuestro sentido de la identidad.

Figura 8.3. Narración del tipo «¡Y vivieron felices!» y epopeya heroica

La principal victoria, el peligro que se ha resistido, el retorno de un amor perdido, nos proporcionan nuestro sentido más agudo del yo. Los estudios de Maslow (1961) de experiencias punta como marcadores de identidad ilustran este extremo. De manera similar, Scheibe (1986) ha propuesto que «las personas requieren aventuras a fin de construir y mantener relatos vitales satisfactorios» (pág. 131). ¿Pero qué imbuye de drama un acontecimiento? Ningún

4 Véase Gergen y Gergen (1983); Gergen y Gergen (1987).

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acontecimiento es dramático en sí mismo, con independencia de su contexto. Una película que representa una yuxtaposición continua, pero aleatoria, de acontecimientos asombrosos (un disparo de arma de fuego, una espada ondulante, un caballo saltando un muro, un aeroplano volando a ras del suelo) pronto se convertiría en tediosa. La capacidad que tiene un acontecimiento para producir un sentido del drama es ampliamente una función del lugar que ocupa en el interior de la narración: es la relación entre acontecimientos, y no los acontecimientos en sí mismos. ¿Cuáles son las características de una forma narrativa necesarias para generar un sentido del compromiso dramático?

Las artes dramáticas ofrecen una fuente de intuición. Resulta interesante que uno difícilmente pueda asignar un ejemplo teatral de las tres narrativas rudimentarias ilustradas en la figura 8.1. Un drama en el que todos los acontecimientos fueran evaluativamente equivalentes (narrativa de la estabilidad) difícilmente se consideraría un drama.5 Incluso una estacionaria aunque moderada intensificación (narrativa progresiva) o decrecimiento (narrativa regresiva) en las condiciones de vida del protagonista sería algo soporífero. Sin embargo, cuando consideramos la línea de inclinación de la tragedia, un drama por excelencia (véase figura 8.2), presenta una fuerte similitud con la más simple y desestimulante narrativa regresiva; aunque difiere también en dos sentidos relevantes. Primero, el declive relativo en los acontecimientos es mucho más rápido en la narrativa regresiva prototípica que en la narrativa trágica. Mientras que la primera se caracteriza por un moderado declive en el tiempo, en la segunda el declive es precipitado. Parece, por consiguiente, que la rapidez con la que los acontecimientos se deterioran en el tipo de tragedias clásicas como Antígona, Edipo Rey y .Romeo y Julieta puede ser un aspecto esencial de su impacto dramático. Dicho de un modo más formal, la rápida aceleración (o desaceleración) de la pendiente narrativa constituye uno de los principales componentes del compromiso dramático.

El contraste entre las narraciones regresivas y las trágicas sugiere también un segundo componente principal. En el primer caso (véase figura 8.1) existe unidireccionalidad en la pendiente narrativa; su dirección no cambia con el tiempo. Al contrario, la narración trágica (figura 8.2) caracteriza una narración progresiva (a veces implícita) seguida por otra regresiva. Romeo y Julieta se encaminan a culminar su romance cuando la tragedia se abate sobre ellos. Parecería que este «giro de los acontecimientos», este cambio en la relación evaluativa entre acontecimientos, contribuye a lograr un elevado grado de compromiso dramático. Cuando el héroe casi ha alcanzado su meta —encontrado a su amor, ganado la corona— y entonces es abatido, se crea el drama. Dicho con términos más formales, el segundo componente principal del compromiso dramático es la alteración en la pendiente narrativa (un cambio en la dirección evaluativa). Una historia en la que hubiera muchos «arribas» y «abajos» estrechamente entremezclados sería un drama de elevado nivel según los criterios comunes.

Quisiera decir una última palabra en este estudio sobre la intriga y el peligro: el sentido del drama intenso que a veces se experimenta durante una historia de misterio, una competición atlética o mientras se juega. Estos casos parecen eludir el análisis precedente, dado que no comportan ni aceleración ni alteración de la pendiente narrativa. Uno está profundamente comprometido, aunque no haya cambios de primera magnitud en la línea de relato. Sin embargo, examinándolo con más detalle queda claro que la intriga y el peligro son casos especiales de dos 5 Existen excepciones a esta conjetura genérica. El drama es también intertextual, en el sentido de que cualquier presentación dada depende en cuanto a su inteligibilidad (y, por consiguiente, en cuanto a su impacto emocional) de la familiaridad que se dé con otros miembros del género y de géneros contrapuestos. Por consiguiente, si uno se expone sólo al género de la tragedia, puede que una narración de la estabilidad consiga un compromiso dramático en virtud de su contraste. Del mismo modo, los consejos moderados captan a menudo más interés gracias al hecho de situarse en un contexto de alicientes hiperestimulantes.

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reglas anteriores. En ambos casos, el sentido del drama depende del hecho de impedir la posibilidad de la aceleración o del cambio. Entramos en la intriga, por ejemplo, cuando una victoria, un galardón, premio gordo, u otras cosas similares, pueden ser súbitamente concedidas. Uno entra en el peligro cuando se enfrenta con el potencial de una pérdida, destrucción o muerte súbitas. Todo este tipo de acontecimientos pueden o bien impulsarnos momentáneamente hacia una meta o punto final apreciado o apartarnos de ellos en la secuencia narrativa. La intriga y el peligro resultan, por consiguiente, de estas modificaciones implícitas en la pendiente narrativa.

Si examinamos un drama televisivo de los que se pasan en horas de máxima audiencia en este contexto, vemos que característicamente se acerca a la forma comedia-novela (figura 8.2). Una condición estable se ve interrumpida, desafiada o inquietada, y el resto del programa se centra en la restauración de esa estabilidad. Este tipo de narraciones contienen un alto grado de compromiso dramático, dado que la línea de pendiente modifica la dirección al menos en dos ocasiones, y las aceleraciones (o desaceleraciones) pueden ser rápidas. En una programación más inventiva (como la serie «Canción triste de Hill Street, «Northern Exposure» «NYPD», y muchas comedias de enredo), muchas narraciones pueden desplegarse simultáneamente. Cualquier incidente (un beso, una amenaza, una muerte) pueden presentarse en más de una narración, evitando ciertas metas mientras se facilitan otras. De este modo, el impacto dramático de cualquier giro en la trama se ve intensificado. El espectador es dejado a solas en una montaña rusa dramática, con cada acontecimiento apareciendo ahora de manera central en múltiples narraciones. FORMA NARRATIVA EN DOS POBLACIONES: UNA APLICACIÓN

Con este vocabulario rudimentario para describir las formas de narración y su drama concomitante, podemos empezar a trabajar en la cuestión de los yoes potenciales. Tal como señalé, a fin de mantener la inteligibilidad en la cultura, el relato que uno cuenta sobre sí mismo tiene que emplear las reglas comúnmente aceptadas de la construcción narrativa. Las construcciones narrativas de amplio uso cultural forman un conjunto de inteligibilidades confeccionadas; en efecto, ofrecen una gama de recursos discursivos para la construcción social del yo. A primera vista parecería que las formas narrativas no imponen este tipo de limitaciones. Teóricamente, tal como nuestro análisis clarifica, el número de formas de relato potenciales tiende al infinito. Intentos como los de Frye y Campbell delimitan innecesariamente la gama de formas potenciales de relato. Al mismo tiempo, resulta claro que existe un grado de acuerdo entre los analistas en la cultura occidental, desde Aristóteles hasta el presente, que sugiere que determinadas formas de relato se emplean con mayor facilidad que otras; en este sentido, las formas de autonarración pueden igualmente ser limitadas. Examinemos el caso de una persona que se caracteriza por medio de una narración de estabilidad: la vida es adireccional; es meramente movimiento estacionario, una manera monótona que ni tiende a una meta ni se aparta de ella. Este tipo de persona parecería un candidato apto para la psicoterapia. De manera similar, aquel que caracteriza su vida como una pauta repetitiva en la que cada ocurrencia positiva se ve inmediatamente seguida por otra negativa, y viceversa, sería considerado con recelo. Sencillamente no aceptamos este tipo de relatos vitales como aproximados a la realidad. En cambio, si uno pudiera interpretar la propia vida ahora como el resultado de una «larga lucha ascendente», como un «declive trágico», o como una continuada epopeya o saga, en la que uno sufre derrotas pero renace de sus cenizas para conseguir el éxito, estaríamos plenamente preparados para creer. Uno no está libre para tener simplemente una forma cualquiera de historia personal. Las convenciones narrativas no rigen, por consiguiente, la identidad, sino que inducen

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determinadas acciones y desalientan otras. A la luz de lo hasta aquí expuesto resulta interesante explorar cómo las diversas subculturas

norteamericanas caracterizan sus historias de vida. Consideremos dos poblaciones claramente contrastadas: los adolescentes y los mayores. En el primer caso, se pidió a 29 jóvenes de edades comprendidas entre los 19 y los 21 años que trazaran la historia de su vida a lo largo de una dimensión general de carácter evaluativo (Gergen y Gergen , 1988). Basándose en recuerdos desde su más temprana edad hasta el momento presente, ¿cómo caracterizarían su estado de bienestar general? Las caracterizaciones habían de hacerse con una única «línea de vida» en un espacio bidimensional. Los períodos más positivos de su historia eran los representados por un desplazamiento hacia arriba de la línea, los negativos, en cambio, por un desplazamiento descendente. ¿Qué formas gráficas podrían adoptar estas autocaracterizaciones? ¿Se retrataban a sí mismos los jóvenes adultos, en general, como personajes de una historia de final feliz, de una epopeya heroica en la que superaban un peligro tras otro? Y de un modo más pesimista, ¿la vida parece cada vez más desoladora tras los años inicialmente felices de la infancia? Para explorar estos asuntos, se hizo un intento de derivar la trayectoria vital media a partir de los datos. A este fin se calculó el desplazamiento medio de la línea de vida de cada individuo desde un punto medio neutral a un intervalo de cinco años. Por interpolación estas medias podían unirse gráficamente produciendo una trayectoria genérica. Tal como muestran los resultados de este análisis (véase parte a de la figura 8.4), la forma narrativa general empleada por este grupo de jóvenes adultos es diferente a cualquiera de las conjeturadas arriba; es más bien la característica de la narración comedia-novela.

Figura 8.4. Narraciones del bienestar de las muestras de jóvenes adultos (a) y de gente mayor (b) Por término medio, estos jóvenes adultos tendían a considerar sus vidas como felices a una edad temprana, acosada por dificultades durante los años de adolescencia, pero en el momento presente como un movimiento ascendente que hace presagiar un buen futuro. Se habían enfrentado a las tribulaciones de la adolescencia y habían salido victoriosos.

En estas exposiciones existe un sentido en el que la forma narrativa ampliamente ordena la memoria. Los acontecimientos de la vida no parecen influir en la selección de la forma de relato; en un amplio grado es la forma narrativa la que establece las razones de base en función de las cuales los acontecimientos son considerados importantes. Examinemos el contenido a través del cual estos adolescentes justificaban el uso de la comedia-novela. Se les pidió que describieran los acotecimientos que se habían producido en los períodos más positivos y en los más negativos de su línea de vida. El contenido de estos acontecimientos demostró ser altamente diverso. Los acontecimientos positivos incluían el éxito en una obra de teatro escolar, las experiencias con los

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amigos, el hecho de tener un animal doméstico y el descubrimiento de la música, mientras que los períodos bajos resultaban de experiencias de amplio alcance como mudarse a una nueva ciudad, fracasar en la escuela, tener padres con problemas matrimoniales y perder un amigo. De hecho, las «crisis adolescentes» no parecen reflejar un factor objetivo único. Más bien, los participantes parecen haber utilizado la forma narrativa disponible y haber empleado cualquier «hecho» que pudiera justificar y vivificar su selección.

Dicho de un modo más general, parece que cuando el joven adulto típico describe su historia de vida resumidamente para un público anónimo tiende a adoptar la forma narrativa que he descrito como el drama televisivo característico (comedia-novela). Un contraste informativo con esta preferencia lo proporciona la muestra de 72 personas de edades comprendidas entre 63 y 93 años (M. Gergen, 1980). En este caso, a cada individuo consultado acerca de sus experiencias vitales se le pidió que describiera su sentido general de bienestar durante los diversos períodos de la vida: cuándo fueron los días felices, por qué cambiaron las cosas, en qué dirección progresa ahora la vida, y demás. Estas respuestas fueron codificadas de modo que los resultados fueran comparables con la muestra formada por jóvenes adultos (véase parte b de la figura 8.4). La narración característica de las personas de edad seguía la forma de un arco iris: los años de la juventud adulta fueron difíciles, pero una narración progresiva permitía el logro de una punta de bienestar entre las edades de los cincuenta y los sesenta. La vida a partir de estos «años dorados», sin embargo, había seguido una trayectoria de descenso, de nuevo representada como una narración regresiva.

Este tipo de resultados puede parecer razonable, reflejando el declive físico natural de la edad. Pero las narraciones no son el producto de la vida misma, sino construcciones de vida, y podrían ser de otro modo. «Hacerse mayor como decadencia» no es sino una convención cultural, y está sujeta a cambio. En este punto tenemos que cuestionar el papel de las ciencias sociales en la divulgación y difusión del enfoque de que el curso de la vida es un arco iris. La literatura psicológica está repleta de exposiciones tactuales de un primer «desarrollo» y un tardío «declive» (Gergen y Gergen, 1988). En la medida en que este tipo de enfoques se abren paso en la conciencia pública, dan a los mayores pocas razones para la esperanza o el optimismo. Los diferentes enfoques de lo que es importante al hacerse mayor —tales como los que se han adoptado en muchas culturas asiáticas— permitirían a los científicos sociales articular posibilidades mucho más positivas y capacitadoras. Tal como proponen correctamente Coupland y Nussbaum (1993), las ciencias humanas tienen que abordar críticamente los discursos del lapso de vida: ¿Son estos recursos adecuados para los desafíos de un mundo cambiante? MICRO, MACRO Y LA MULTIPLICIDAD EN LA NARRACIÓN

Hasta ahora, hemos explorado las diversas convenciones de narración y sus potencialidades para el drama. He defendido específicamente la sustitución de una autoconcepción privada por un proceso social que genera inteligibilidad mutua. Las formas de inteligibilidad, a su vez, no son subproductos de acontecimientos de vida en sí mismos sino que se derivan ampliamente de convenciones narrativas disponibles. Ahora salimos de los recursos narrativos para abordar las prácticas existentes de autonarración, pasamos de la estructura al proceso. En calidad de preocupación transitoria resulta útil considerar la cuestión de la multiplicidad narrativa y sus subproductos.

El enfoque tradicional de la autoconcepción supone una identidad nuclear, un enfoque íntegramente coherente del yo con respecto al cual se puede calibrar si las acciones son auténticas o artificiosas. Tal como se afirma, un individuo sin un sentido de la identidad nuclear carece de

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dirección, de un sentido de la posición o del lugar que ocupa y, en definitiva, de la garantía fundamental de una persona valiosa. Mi argumentación aquí, sin embargo, pone en tela de juicio todas estas suposiciones. ¿Con qué asiduidad compara uno las acciones con cierta imagen nuclear, por ejemplo, y por qué debemos creer que no existe sino un único y duradero núcleo? ¿Por qué tiene uno que valorar un sentido fijo de la posición o del lugar, y con qué frecuencia debe uno poner en tela de juicio su propia valía? Al dejar de hacer hincapié en las autopercepciones internas del proceso de inteligibilidad social podemos abrir nuevos dominios teóricos con consecuencias diferentes para la vida cultural. Por consiguiente, aunque sea una práctica común considerar que cada uno posee un «relato vital», si los yoes se realizan en el interior de encuentros sociales existen buenas razones para creer que no hay ningún relato que contar. Nuestra participación común en la cultura, típicamente, nos expondrá a una amplia variedad de formas narrativas, desde lo rudimentario a lo complejo. Participamos en relaciones con el potencial de utilizar cualquiera de las formas que integran un amplia gama. Así como un esquiador experto que se aproxima a una pendiente cuenta con una variedad de técnicas para efectuar un descenso efectivo, así podemos construir la relación entre nuestras experiencias de vida en una variedad de sentidos. Como mínimo, la socialización efectiva nos debe equipar para interpretar nuestras vidas como estables, como en proceso de mejora o como en declive. Y con un poco de entrenamiento adicional, podemos desarrollar la capacidad de ver nuestras vidas como una tragedia, como una comedia o como una epopeya heroica (véanse también Mancuso y Sarbin [1983] sobre los «yoes de segundo orden», y Gubrium, Holstein y Buckholdt [1994] sobre las construcciones del curso de la vida). Cuanto más capaces seamos de construir y reconstruir nuestra autonarración, seremos más ampliamente capaces en nuestras relaciones efectivas.

Para ilustrar esta multiplicidad, se pidió a los participantes en la investigación que dibujaran gráficos que indicaran sus sentimientos de satisfacción en sus relaciones con su madre, con su padre, con su trabajo académico a lo largo de los años. Estas líneas gráficas resultaron estar en marcado contraste con la exposición de «bienestar generalizado» anteriormente dibujado en la figura 8.4. Allí, los estudiantes retrataron sus cursos vitales como una comedia-novela: una infancia positiva seguida por una caída adolescente del estado de gracia y la superación posterior mediante un ascenso positivo. Sin embargo, en el caso de sus padres y sus madres, los participantes tendieron con mayor frecuencia a escoger las narraciones progresivas: lenta y continua para el caso del padre pero más fuertemente acelerada en fecha más reciente en el caso de la madre. Para ambos padres, retrataron sus relaciones como de mejora constante. Con todo, aunque estaban siendo educados en una universidad altamente competitiva, los estudiantes tendían a dibujar su sentimiento de satisfacción para con su trabajo académico como el de un declive constante, una narración regresiva que les dejaba en el presente en la antesala de la desesperación.

No sólo la gente participa en las relaciones sociales con una variedad de narraciones a su disposición, sino que no existen, en principio, parámetros temporales necesarios en cuyo seno tenga que construirse una narración personal. Uno puede relatar acontecimientos que ocurren durante amplios períodos de tiempo o contar un relato de breve duración. Uno puede ver su vida como parte de un movimiento histórico que ha comenzado hace siglos, o en el nacimiento, o en la primera adolescencia. Podemos hacer uso de los términos «macro» y «micro» par referir los fines hipotéticos o idealizados del continuo temporal. Las macronarraciones se refieren a exposiciones en las que los acontecimientos abarcan amplios períodos de tiempo, mientras que las micronarraciones refieren acontecimientos de breve duración. El autobiógrafo en general descuella en la macronarración, mientras que el comediante, que descansa en efectos cómicos visuales, se esfuerza por dominar la micronarración. El primero pide que sus acciones presentes

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se entiendan por referencia al telón de fondo de la historia; el último logra el éxito saliendo de la historia.

Dada nuestra capacidad para relatar acontecimientos dentro de perspectivas temporales diferentes, se hace patente que las narraciones pueden también anidar una dentro de otra (véase también Mandier, 1984). Así, pues, los individuos pueden dar cuenta de sí mismos como portadores de una larga historia cultural, pero anidada dentro de esta narración puede haber una explicación independiente de su desarrollo desde la infancia, y dentro de ésta, a su vez, un cambio de ánimo experimentado algunos momentos. Una persona puede verse a sí misma como portadora del estandarte contemporáneo de una raza que ha luchado durante siglos (una narración progresiva), mientras que al mismo tiempo puede verse como alguien que se ha beneficiado durante mucho tiempo del favor de unos padres a los que decepcionó cuando se hizo mayor (narración trágica), y como alguien que ha logrado reavivar el ardor menguante de una amiga la noche anterior (comedia-novela).

El concepto de narraciones anidadas plantea una serie de cuestiones interesantes. ¿En qué medida podemos anticipar la coherencia entre las narraciones anidadas? Tal como Ortega y Gasset (1941) propuso en su análisis de los sistemas históricos: «La pluralidad de creencias en las que un individuo, o un pueblo, o una época se basa nunca posee una articulación completamente lógica» (pág. 166). Con todo, existen muchas ventajas sociales en «haber logrado que los relatos de uno concuerden». En la medida en que la cultura premia la consistencia entre las narraciones, las macronarraciones adquieren una importancia preeminente. Parecen disponer los fundamentos sobre los que construimos otras narraciones. El dar cuenta de una noche con un amigo no parece proponer una explicación de la historia de vida de uno; sin embargo, esa historia de la vida constituye de hecho la base para la comprensión de la trayectoria de la noche. Extrapolando, las personas con un amplio sentido de su propia historia pueden esforzarse más para lograr una coherencia entre una y otra narración que aquellas otras que tienen un sentido superficial del pasado. Ahora bien, desde un ángulo distinto, las personas de una cultura o nación recientemente desarrollada pueden experimentar un sentido mayor de libertad en la acción momentánea que aquellas pertenecientes a culturas o naciones con narraciones temporalmente amplias e históricamente prominentes. Para el primer grupo es menos necesario comportarse de modo coherente con el pasado.

Examinemos a continuación bajo esta luz el caso de la actividad terrorista. Los terrosistas han sido considerados, por un lado, como potencialmente psicóticos, como perturbados, como irracionales o, desde el otro, como activistas políticamente concienciados. Sin embargo, después de haber examinado la actividad terrorista armenia, Toloiyan (1989) sostiene que el terrorista simplemente lleva a cabo las implicaciones de una narración culturalmente compartida con una significación de gran duración temporal. Esa narración empieza en el año 450 de nuestra era y describe muchos valerosos intentos de proteger la identidad nacional armenia. Relatos similares de valentía, de martirio y de persecución por la justicia se fueron acumulando durante siglos y ahora están incrustados en la cultura popular armenia. Tal como Toloiyan razona, convertirse en terrorista es vivir completamente las implicaciones del propio lugar en la historia cultural, o, más acertadamente, vivir completamente el propio curso vital anidado dentro de la más amplia historia del propio pueblo. El hecho de no poseer un pasado de este modo hace que la participación política sea opcional. LA PRAGMÁTICA DE LA AUTONARRACIÓN

Desde un punto de vista construccionista, la multiplicidad narrativa es importante

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primeramente a causa de sus consecuencias sociales. La multiplicidad se ve favorecida por la variada gama de relaciones en las que las personas están enredadas y las diferentes demandas de contextos relaciónales diversos. Tal como aconsejaba Wittgenstein (1953): «Piensa en las herramientas de una caja de herramientas: hay un martillo, alicates, una sierra, un destornillador, una regla, un tarro de cola, cola, clavos y tomillos. Las funciones de las palabras son tan diversas como las funciones de estos objetos» (pág. 6). En este sentido, las construcciones narrativas son herramientas esencialmente lingüísticas con importantes funciones sociales. Dominar diversas formas de narración intensifica la propia capacidad para su conexión. Examinemos un número escogido de funciones que la autonarración satisface.

Examinemos primero la narración primitiva de estabilidad. Aunque generalmente desprovista de valor dramático, la capacidad de la gente para identificarse a sí mismos como unidades estables tiene gran utilidad dentro de una cultura. En aspectos importantes la mayoría de las relaciones tienden hacia pautas estables, y en realidad, es su estabilización lo que nos permite hablar de pautas culturales, instituciones e identidades individuales. A menudo este tipo de pautas se saturan de valor; racionalizarlas de este modo es sostenerlas a lo largo del tiempo. La exigencia societal de estabilidad encuentra su contrapartida funcional en la fácil accesibilidad a la narración de estabilidad. Para manejar fructíferamente la vida social uno tiene que ser capaz de hacerse inteligible como una identidad perdurable, integral o coherente. En determinados ámbitos políticos, por ejemplo, resulta esencial demostrar que a pesar de las amplias ausencias, uno está «verdaderamente enraizado» en la cultura local y es parte de su futuro. Ahora bien, para ser capaz de mostrar al nivel más personal que el amor, el compromiso paternal, la honestidad y los ideales morales no se han quebrado con el paso del tiempo, aun cuando su apariencia extema sea sospechosa, puede ser esencial proseguir una relación. En las relaciones íntimas las personas a menudo quieren conocer si los otros «son lo que aparentan», si determinadas características duran a través del tiempo. Una vía importante de expresar esa seguridad es la narración de estabilidad. En este sentido, los rasgos personales, el carácter moral y la identidad personal ya no son tanto lo dado de la vida social, los ladrillos de la relación, cuanto los resultados de la propia relación. «Ser» una persona de una clase especial es una consecución social y exige una atención de conservación continuada.

Es importante señalar en este punto un sentido importante en el que estos análisis entran en conflicto con las exposiciones más tradicionales de la identidad. Teóricos como Prescott Lecky, Erik Erikson, Cari Rogers y Seymour Epstein han considerado la identidad personal como algo análogo a una condición lograda de la mente. Siguiendo esta explicación, el individuo maduro es aquel que ha «hallado», «cristalizado» o «realizado» un sentido firme del yo o de la identidad personal. En general, esta condición es considerada como altamente positiva y, una vez lograda, minimiza el desacuerdo o la inconsistencia en la propia conducta. Casi la misma idea es propuesta por McAdams (1985) en su teoría del relato vital de la identidad personal. Para McAdams: «La identidad es un relato vital que los individuos comienzan a construir, consciente o inconscientemente, en la adolescencia tardía... Al igual que los relatos, las identidades pueden asumir una "buena" forma —coherencia narrativa y consistencia— o pueden estar malformadas —como el cuento del zorro y del oso con sus puntos muertos y cabos sueltos» (pág. 57; la cursiva es mía).

En cambio, desde el punto de vista privilegiado del construccionista no existe ninguna demanda inherente en cuanto a la identidad de coherencia y estabilidad. El enfoque construccionista no considera la identidad, para uno, como un logro de la mente, sino más bien, de la relación. Y dado que uno cambia de unas relaciones a muchas otras, uno puede o no lograr la estabilidad en cualquier relación dada, ni tampoco hay razón en las relaciones parar sospechar

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la existencia de un alto grado de coherencia. En términos de narración, esto subraya el hincapié anterior en la variedad de autoexposiciones. Las personas pueden retratarse de muchas manera dependiendo del contexto relacional. Uno no adquiere un profundo y durable «yo verdadero», sino un potencial para comunicar y representar un yo.

Esta última posición se fortalece cuando consideramos las funciones sociales que cumple la narración progresiva. La sociedad valora fuertemente tanto el cambio como la estabilidad. Por ejemplo, cada estabilización también puede caracterizarse —desde perspectivas alternativas— como problemática, opresiva u odiosa. Para muchos, la posibilidad de un cambio progresivo es la razón de ser. Las carreras se eligen, se soportan apuros y los recursos personales (incluyendo las relaciones más íntimas) se sacrifican en la creencia de que uno participa en un cambio positivo: una gran narración progresiva. Además, el éxito de muchas relaciones depende en gran medida de la capacidad de las personas para demostrar que sus características indeseables (la infidelidad, las disputas, y el egocentrismo) han disminuido con el tiempo, aunque haya muchas razones para dudarlo. Tal como sugiere la investigación de Kitwood (1980), las personas hacen un uso especial de la narración progresiva en las primeras etapas de la relación, aparentemente invistiendo a la relación con más valor aún y con la promesa del futuro. En efecto, la narración progresiva desempeña una variedad de funciones útiles en la vida social.

Tal como debiera ser evidente, uno tiene que estar preparado en la mayoría de las relaciones para dar cuenta de sí mismo, tanto en el sentido de mostrarse inherentemente estable como el de soportar el cambio. Uno tiene que ser capaz de mostrar que siempre ha sido el mismo y seguirá siéndolo, aunque siga mejorando. Lograr este tipo de fines diversos es primeramente un asunto de negociación del significado de los acontecimientos entre sí. Por consiguiente, con un trabajo de conversación suficiente, el mismo acontecimiento puede figurar tanto en una narración de estabilidad como en otra progresiva. El licenciarse en la facultad de medicina, por ejemplo, puede mostrar que uno siempre ha sido inteligente y, al mismo tiempo, demostrar que uno sigue su camino hacia una posición profesional elevada.

¿Se puede argumentar en favor del valor social de las narraciones regresivas? Hay razones para creerlo así. Examinemos los efectos de las historias de desgracias que solicitan atención, simpatía e intimidad. Relatar la propia historia de una depresión no es describir de entrada el estado mental, sino comprometerse en una clase particular de relación. La narración simultáneamente puede implorar lástima e interés, que se le excuse a uno por el fracaso, y se le libre de los castigos. En la cultura occidental las narraciones negativas pueden cumplir una función compensatoria. Cuando las personas aprenden de condiciones que empeoran constantemente, a menudo la descripción opera, por convención, como un reto para compensar o buscar la mejora. El declive ha de ser compensado o invertido mediante un vigor renovado; la intensificación del esfuerzo es convertir una potencial tragedia en una comedia-novela. Por consiguiente, las narraciones regresivas sirven de medios importantes para motivar a las personas (incluyendo a uno mismo) para la consecución de fines positivos. La función compensatoria opera a nivel nacional cuando un gobierno demuestra que la continua caída de la balanza de pagos puede contrarrestarse mediante un compromiso de base popular con productos localmente fabricados, y al nivel individual, cuando uno alienta el entusiasmo propio por un proyecto dado: «No me está saliendo bien, he de esforzarme mucho más». EL ENGARZADO DE IDENTIDADES

En este capítulo he intentado desarrollar un enfoque de la narración como un recurso discursivo, así como de su riqueza y potencialidad como constituyentes de un legado histórico disponible en grados variantes para todos en la cultura. Poseer un yo inteligible —un ser

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La autonarración en la vida social

reconocible con un pasado y un futuro— exige tener acceso a un préstamo de la reserva cultural. En el sentido de Bakhtin (1981), ser una persona inteligible requiere de un acto de ventriloquia. Sin embargo, tal como se desarrolla aquí, existe un marcado acento puesto en el intercambio existente. La narración puede aparecer monológica, pero el hecho de lograr establecer la identidad descansara inevitablemente en el diálogo. Finalmente, quiero llamar la atención en este contexto sobre los modos como se entretejen las identidades narradas en el seno de una cultura. Resulta particularmente útil mencionar de pasada la autonarración y la comunidad moral, la negociación interminable y las identidades recíprocas.

Tal como he sugerido, las autonarraciones están inmersas en procesos de intercambio efectivo. En un sentido amplio sirven para unir el pasado con el presente y significar las trayectorias futuras (Csikszentmihalyi y Beattie, 1979) De especial interés es aquí su significación para el futuro, porque plantea el escenario para la evaluación moral. Sostener que uno siempre ha sido una persona honesta (narración de estabilidad) sugiere que se puede confiar en uno. Construir el propio pasado como un relato de éxitos (narración progresiva) implica un futuro de avance continuado. Por otro lado retratarse a uno mismo como alguien que pierde las propias capacidades a causa del envejecimiento (narración regresiva) genera la expectativa de que se será menos vigoroso en el futuro. El punto importante aquí esfque cuando estas consecuencias se realizan en la practica; pasan a estar sujetas a apreciación social. Otros pueden encontrar las acciones y los resultados implicados por estas narraciones (según las convenciones vigentes) coherentes o contradictorias con lo contado. En la medida en que este tipo de acciones entran en conflicto con estas exposiciones, ponen en duda su validez y puede que el resultado que se obtenga sea la censura social. Dicho en términos de Madntyre (1981), en cuestiones de deliberación moral, «sólo puedo responder a la pregunta "¿qué he de hacer?" si estoy en condiciones de responder a la pregunta anterior "¿de qué relato o relatos encuentro que soy personaje?"» (pág. 201). Lo cual significa que la autonarración no es simplemente un derivado de encuentros pasados, reunidos dentro de las relaciones ahora en curso; una vez utilizada, establece las bases para el ser moral dentro de a comunidad. Establece la reputación y es la comunidad de reputaciones la que forma el núcleo de la tradición moral. En efecto, la realización de la autonarración garantiza un futuro relacional.

La representación narrativa también pone el escenario para una ulterior independencia. Dado que la relación entre nuestras acciones y el modo como damos cuenta de ellas depende de las convenciones sociales, y dado que las convenciones de referencia son a veces unívocas, existe una ambigüedad inherente en el modo como se han de comprender las acciones. Puesto que las narraciones generan expectativas, inevitablemente se plantea la pregunta de si las acciones están a la altura de las expectativas. ¿Una auditoria fiscal contradirá la pretensión del individuo de una continuada honestidad? ¿Que un profesor se pase un año sin publicar, ¿indica que la narración progresiva ya no es operativa? Una Vitoria por tres sets a cero, ¿indica que los lamentos por envejecer eran sólo una argucia? A fin de sostener la identidad se requiere la intervención de una fructífera negociación cada vez. Dicho mas ampliamente, podemos decir que mantener la identidad —la validez narrativa dentro de una comunidad— es un desafío interminable (véase también De Waele y Harré, 1976; Hankiss, 1981). El ser moral de uno nunca es un proyecto completo mientras prosigan las conversaciones de la cultura.

Un último rasgo relacional complica esta negociación continuada de la identidad narrativa. Hasta aquí he tratado las narraciones como si estuvieran sólo preocupadas por la trayectoria temporal única del protagonista. Este concepto tiene que expandirse. Los incidentes característicamente tejidos en una narración son las acciones no sólo del protagonista sino también de otros. En la mayoría de los casos las acciones de los demás contribuyen de manera

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Del yo de la relación

vital a los acontecimientos vinculados en la secuencia narrativa. Por ejemplo, para justificar esta exposición de honestidad continuada, un individuo podría describir cómo un amigo intentó estafarle sin lograrlo; para ilustrar un logro conseguido, podría mostrar cómo otra persona fue vencida en una competición; al hablar de capacidades perdidas podría indicar la presteza de la realización de una persona más joven. En todos estos casos, las acciones de los demás se convierten en parte integrante de la inteligibilidad narrativa. En este sentido, las construcciones del yo requieren de todo un reparto de participaciones de apoyo.

Las consecuencias de esta necesidad de contexto son, en realidad, amplias. En primer lugar, del mismo modo que los individuos generalmente disponen del privilegio de la autodefinición («me conozco mejor de lo que los otros me conocen»), los otros también exigen los derechos de definir sus propias acciones. Por consiguiente, cuando uno utiliza las acciones de los demás para hacerse inteligible, pasa a depender de su acuerdo. En el caso más simple, si el otro está presente, ninguna explicación de las propias acciones puede darse sin el acuerdo de que «sí, así fue». Si los demás no quieren acceder a los papeles que se les asignan, entonces uno no puede contar con sus acciones en una narración. Si los demás no ven sus acciones que se relatan como «atractivas», el actor difícilmente puede hacer alarde de un carácter fuerte de forma continuada; si los demás pueden mostrar que realmente no fueron vencidos en una competición, el actor difícilmente puede utilizar ese episodio como un peldaño en un relato que cuente el triunfo. La validez narrativa, por consiguiente, depende fuertemente de la afirmación de los demás.

Este depender de los demás sitúa al actor en una posición de interdependencia precaria, ya que del mismo modo que la autointeligibilidad depende de si los demás están de acuerdo sobre su propio lugar en el relato, también la propia identidad de los demás depende de la afirmación que de ellos haga el actor. El que un actor logre sostener una autonarración dada depende fundamentalmente de la voluntad de los demás de seguir interpretando determinados pasados en relación con él. En palabras de Schapp (1976) cada uno de nosotros está «soldado» en las construcciones históricas de los demás del mismo modo que ellos lo están en las nuestras. Como esta delicada interdependencia de narraciones construidas sugiere, un aspecto fundamental de la vida social es la red de identidades en relación de reciprocidad. Dado que la identidad de uno puede mantenerse sólo durante el espacio de tiempo que los otros interpretan su propio papel de apoyo, y dado qué uno a su vez es requerido para interpretar papeles de apoyo en las construcciones de los otros, el momento en el que cualquier participante escoge faltar a su palabra, de hecho amenaza a todo el abanico de construcciones interdependientes.

Un adolescente puede decirle a su madre que ha sido una «mala madre», y destruir potencialmente así la narración de estabilidad de aquélla como «buena madre». Al mismo tiempo, sin embargo, se arriesga a que su madre le replique que siempre sintió que su carácter era tan inferior que nunca había merecido su amor; la narración continuada del «yo como bueno» está, por consiguiente, en peligro. Una amante puede decirle a su compañero que ya no le interesa como antes, aplastando potencialmente su narración de estabilidad; sin embargo, éste puede contestarle que hacía mucho tiempo que se aburría con ella y que se siente contento de ser relevado de su papel de amante. En estos casos, cuando las partes en la relación retiran sus papeles de apoyo, el resultado es una degeneración general de las identidades. Las identidades, en este sentido, nunca son individuales; cada una está suspendida en una gama de relaciones precariamente situadas. Las reverberaciones que tienen lugar aquí y ahora —entre nosotros— pueden ser infinitas.

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La emocion como relacion

Capítulo 9 La emoción como relación

Las narraciones del yo no son impulsos personales hechos sociales, sino procesos sociales

realizados en el enclave de lo personal. En este capítulo desarrollaré este tema significativamente en el sentido de articular una concepción relacional del yo. La tradición occidental es profundamente afín con un enfoque del yo como unidad independiente. Mientras se sostiene este enfoque, los problemas tradicionales de la epistemología y del conocimiento social permanecerán irresueltos (e insolubles), y las amplias prácticas sociales en las que se aloja esta concepción permanecerán incontestadas. No me propongo aquí desarrollar un vocabulario enteramente nuevo, no sujeto a las prácticas culturales, sino reconstituir las conceptualizaciones existentes. En particular, me propongo demostrar de qué modo la concepción tradicional de la emoción puede retrazarse: cómo pueden enfocarse las emociones como rasgos constitutivos no de los individuos sino de las relaciones.

Actualmente tenemos a nuestra disposición más de dos mil años de discurso acumulado sobre el yo. Con Platón compartimos el concepto de ideas abstractas (ahora refiguradas como prototipos), con Aristóteles el concepto de formas lógicas (surgiendo como heurística cognitiva), con Maquiavelo las concepciones de la estrategia social (ahora manejo de la impresión), con San Agustín, Hobbes y Pascal el concepto de amor propio (ahora autoestima), y con Locke un concepto de base empírica de las ideas abstractas (ahora representación mental). Éstos son sólo un puñado de constituyentes del rico y finamente matizado yo del que disponemos. En realidad, la investigación contemporánea del yo sigue una reverenciada tradición de erudición, de la que estos conceptos no son sino unos pocos de sus artefactos importantes. En nuestro actual diálogo nuestros antepasados participan como interlocutores callados. Los especialistas preocupados por la naturaleza de los yoes individuales ahora se alinean en las ciencias sociales y las humanidades. Representan el grupo más avanzado conceptualmente, más sofisticado metodológicamente y carente de trabas políticas y económicas que se ha comprometido en un examen concienzudo del yo. Mientras los sabios de siglos anteriores estaban histórica y geográficamente diseminados y, a menudo, ignoraban el trabajo de los demás, la comunidad de investigación contemporánea está en comunicación continua rebasando los límites geográficos, étnicos, religiosos y políticos. Uno puede justificadamente sentir temor y respeto ante el poder intelectual dado al estudio contemporáneo del yo y sentirse también profundamente interesado por sus resultados.

Las consecuencias de esta investigación podrían ser enormes. Las teorías del yo no son, al fin y al cabo, más que definiciones de lo que es ser humano. Tales teorías informan a la sociedad acerca de lo que el individuo puede o no puede, qué límites pueden situarse en el funcionar humano y qué esperanzas pueden ser alimentadas respecto a un cambio futuro. Además, informan a la sociedad de los derechos y deberes, designan aquellas actividades que han de considerarse con recelo o aprobación, e indican quién o qué ha de ser tenido por responsable de nuestra condición presente. Definir el yo es, pues, participar en el juicio implícito de la sociedad.

Las concepciones del yo han desempeñado un papel inmensamente importante en los asuntos humanos, y siguen desempeñándolo. En el caso de la psicología, por ejemplo, la articulación creciente de los conceptos de las fuerzas inconscientes y de la autofrustración ha modificado significativamente los procedimientos de instrucción legal. En aspectos importantes su descendencia ha sido la defensa por demencia y, prácticamente, muchos individuos deben sus vidas a este instrumento conceptual. De manera similar, la legalización del aborto dependió marcadamente de la elaboración de los conceptos de «elección individual» y «sufrimiento mental». El concepto de autoestima, tal como lo han alimentado y desarrollado los psicólogos,

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tuvo un papel central en la legislación de los derechos civiles en los Estados Unidos. El posicionamiento de la autoestima al frente del bienestar personal dispuso el escenario para el argumento contra «distintos pero iguales», lesivo, se sostenía, para quienes eran tenidos por distintos. El concepto se abrió paso en el ámbito educativo, donde la autoestima del estudiante aparece en una posición central en la planificación del currículo. De manera similar, los conceptos relacionados de nivel de inteligencia y rasgos personales han disparado el crecimiento de la industria de medición mental. Los procedimientos de evaluación se utilizan ahora a través del espectro de la vida institucional para ordenar, limitar y guiar las vidas de los individuos.1 Estas maniobras de inteligibilidades concurrentes en el campo cultural no tienen pocas consecuencias.

Dicho más genéricamente, las exposiciones eruditas de las mentes individuales desempeñan un papel pronunciado a la hora de justificar y sostener las pautas de la vida cultural. Cuando los economistas basan sus predicciones en las suposiciones de la racionalidad individual, los antropólogos exploran las personalidades, las subjetividades o las mentalidades de otros grupos, cuando los historiadores dilucidan los valores y motivos predominantes de otras épocas, los politólogos documentan las actitudes y opiniones del pueblo, y los psicólogos llevan a cabo experimentos sobre la percepción, la cognición o la emoción, todos ellos están informando al público de que la mente del individuo único es esencial para el bienestar cultural. Y al situar la mente individual en el tramo central, estas tentativas añaden una sutil fuerza a muchas de nuestras instituciones predominantes. Favorecen una concepción de la democracia, por ejemplo, en la que cada individuo posee el derecho de votar; un sistema de libre empresa en el que el individuo puede ejercer la facultad de la elección racional; las prácticas educativas dedicadas a la formación de mentes individuales y las instituciones de la justicia, así como las prácticas cotidianas de la adjudicación moral en las que los individuos son tenidos por moralmente responsables de sus acciones.

Hay mucho que decir en nombre de estas instituciones y las inteligibilidades tan ricamente aportadas por el argot de la academia. Para muchos psicólogos la defensa alegando demencia, el concepto de autoestima, y las medidas de la inteligencia y de los rasgos personales, contribuyen a una sociedad humana. Y si el estudio especializado es apto para las instituciones públicas de la democracia, la libre empresa, la justicia y la responsabilidad moral tanto mejor. Buena parte de lo que en la cultura occidental consideramos como valioso puede hacerse remontar, en aspectos importantes, a nuestro vocabulario rico y convincente de mentes individuales. ¿Continuaremos simplemente, pues, con las ocupaciones como de costumbre, elaborando y ampliando progresivamente los discursos del yo individual? En este importante punto nos detendremos, ya que en las últimas décadas lo que una vez fue un tranquilo murmullo de disensión ha dado paso a un coro de crítica a gran escala.

Al principio, la creencia en el individuo independiente —al que un compromiso con las mentes individuales que conocen hace una aportación sustancial— se presta a dar prioridad al yo en el quehacer cotidiano. Este hacer hincapié legitima un interés preeminente por nuestra propia condición privada, empezando por el propio estado de conocimiento y procediendo a través de las cuestiones relacionadas de las propias metas, necesidades, placeres y derechos. Reforzado por la teoría de la supervivencia de las especies de Darwin, lo que cabría preguntar a cualquier proyecto es cómo es afectado el yo: «¿Cómo gano o pierdo yo?». Otros individuos han de ser considerados, ciertamente, pero sólo en la medida en que sus acciones afectan nuestro propio

1 Véase Rose (1985, 1990) para un análisis critico de los modos en que el statu quo psicológico contribuye al acrecentamiento del control sobre los ciudadanos.

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bienestar. Por consiguiente, el individuo ilustrado puede que favorezca el altruismo, pero sólo en la medida en la que es una retribución para sí mismo. El libro The Culture of Narcissism, de Christopher Lasch (1979), contiene tal vez el enunciado más condenatorio de la actitud del «primero yo» generada por el impulso individualista. Para Lasch, esta orientación reduce a trivialidades las relaciones emocionales y la intimidad sexual compartida (llevada a cabo para «hacerme sentir bien»), la investigación especializada (llevada a cabo para «ayudarme en mi carrera») y el discurso político (escogido para «ayudarme a ganar»).

Estrechamente relacionada con esta trivialización, la ideología del individualismo también genera un sentido de independencia o aislamiento fundamental. Para el individualista, las personas son entidades limitadas que levan vidas distintas con trayectorias independientes: nunca podemos estar seguros de que alguien más nos comprende, y, por consiguiente, que pueda interesarse profundamente por nosotros. Igualmente, el individuo independiente nunca puede estar seguro de que comprende la mente (pensamientos, necesidades sensaciones) de los otros, y está por consiguiente impedido de invertir demasiado fuerte en sus vidas. ¿Y por qué este tipo de ZTT^ ÍÍn seguir,se cuando puede que acorten la ProPia "bertad inv Saruofr?le9^ y,suscolTS (l,985)• Juntamente con los Prologas Sarnoff y Sarnoff (1989), han llegado a la conclusión de que instituciones como la comunidad y el matrimonio están profundamente amenazadas por la perspectiva individualista. Si uno cree que la unidad central de la sociedad es el yo individual, entonces las relaciones son por definición estratagemas artificiales, perversas o «trabajadas». Si tales esfuerzos resultan ser personalmente arduos o desagradables, entonces se invita a uno a que los abandone y vuelva al estado originario de aislamiento.

A nivel social, los analistas se preocupan también por los efectos de la ideo ogia individualista en el bienestar colectivo. El análisis de los costes ocultos de la racionalidad individual llevado a cabo por Hardin (1968) es cía sico. Como demuestra este autor, si cada individuo actúa maximizando los beneficios y minimizando los costes, las consecuencias generales para la sociedad pueden ser desastrosas. Las crisis medioambientales actuales nos facilitan una ilustración conveniente: la suma de los beneficios individuales es el empobrecimiento colectivo. En The Fall of Public Man, Sennett (1977) traza el declive de la vida cívica a lo largo de los siglos. Argumenta que nuestra preocupación individualista y miedo concomitante a la sinceridad y a la revelación de sí mismo son activamente contrarias al tipo de vida pública en la que las personas se confunden libremente en las calles, en los parques o en asambleas públicas y hablan con independencia cívica, sin azoramiento y con un sentido del bien común. Tal como Sennett lo ve, la vida pública ha dado paso a modos de vida privatizados, claustrofóbicos y defensivos Otros apuntan a la desatención sistemática de amplias configuraciones sociales favorecida por la cosmovisión individualista (Sampson 1978 1981) hn la enseñanza superior existe poca conciencia de los modos cooperativos de aprendizaje; la formación en economía empresarial hace hincapié en el individuo como algo contrapuesto a la realización de grupo; los tribunales de justicia buscan asignar al individuo la culpa, mientras permanecen ciegos ante los procesos sociales más amplios en los que se incrusta el crimen

Finalmente, tenemos que plantear la pregunta de si una ideología individuaista puede guiarnos con seguridad en el futuro. Como sostiene Macintyre (1981) no hay razón por la que alguien comprometido con el individualismo deba prestar atención a las «buenas razones» de los otros Si el individuo debe «escoger aquello que cree que es bueno y justo» -tal como favorece la perspectiva individualista-, entonces cualquier enfoque opuesto integra frustraciones o

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interferencias. Prestar atención a «la oposición» es renunciar a la propia integridad.2 En efecto, el individualismo fomenta un conflicto interminable entre compromisos morales o ideológicos inconmensurables. Hoy las culturas del mundo se ven empujadas a un contacto cada vez mayor entre sí, los problemas de la cooperación internacional se expanden continuamente, y las armas de destrucción masiva son cada vez más efectivas. En un mundo así, la mentalidad individualista —todos contra todos— significa un peligro sustancial. Hacia realidades relaciónales

Si los problemas sustanciales son inherentes a la cosmovisión individualista, y la investigación que supone la realidad de la mente individual es la que sostiene este enfoque, existen buenas razones para hacer una pausa. ¿Tenemos que aumentar aún más al enorme vocabulario de los estados psicológicos? Si albergamos la esperanza de que nuestro trabajo pueda contribuir al bien común —por no hablar del enriquecimiento de la tradición erudita—, tenemos una razón de peso para desarrollar alternativas a las formas individualistas de descripción y explicación. Tal como propuse, las concepciones del individuo —incluyendo aquello que consideramos que es la sustancia y el contenido de las mentes individuales— se derivan del proceso social. Para el construccionista, la relacionalidad precede a la individualidad. El reto construccionista, por consiguiente, es moldear una realidad de cualidad relacional, inteligibilidades lingüísticas y prácticas asociadas que ofrezcan una nueva potencialidad a la vida cultural. De ser fructífero, este tipo de construcciones relaciónales adquirirán una validez vivida por lo menos igual al lenguaje de las mentes individuales. Por el momento, poseemos un vocabulario asombroso para caracterizar a los yoes individuales pero que prácticamente enmudece en el discurso de la relacionalidad. Es como si tuviéramos a nuestra disposición un lenguaje enormemente elaborado para describir torres, peones y alfiles, pero que es incapaz de caracterizar el juego del ajedrez. ¿Podemos desarrollar un lenguaje de comprensión en el que las características individuales se deriven de formas más esenciales de relación? ¿Podemos elucidar la realidad de las relaciones en las que se enraiza el sentido del yo?

A estas alturas encontramos que el construccionismo mismo no ofrece ninguna exposición de los yoes relaciónales. Su discurso no contiene un lenguaje implícito de la relacionalidad que simplemente estuviera a la espera de una articulación. Si la relacionalidad ha de hacerse real, el teórico tiene que recurrir a los recursos culturales para buscar metáforas, narraciones y otros dispositivos retóricos. Existen, de hecho, muchos de estos recursos pero vanan sustancialmente en cuanto a su porvenir. Por ejemplo Weinstem, en The Fiction of Relationship (1988), examina los muchos sentidos en os que las relaciones alcanzan una tangibilidad visceral en las novelas de los últimos tres siglos. Al mismo tiempo, resulta interesante observar el erado en que las relaciones en estas obras se predican sobre la base de la suposición mas fundamental del yo individual. Por consiguiente, entre las preocupaciones centrales de esta tradición literaria, según Weinstein, están «cómo el yo anhela la unión pero es ciego a la realidad del otro; cómo el yo evoluciona a lo largo del tiempo mientras permanece vinculado al otro cómo el yo participa en esquemas de "allanamiento de morada", ya sean de tipo erótico, químico o ideológico; cómo el yo llega a adecuar el conocimiento del otro solo convirtiéndose en ese otro, y el coste de esta

2 The Ethics of Authenticity, de Charles Taylor (1991), es interesante por contraposición. Taylor está de acuerdo en que el individualismo en la sociedad contemporánea ha sido discriminado justificadamente. Pero, en lugar de intentar abrir nuevos horizontes, Taylor intenta argumentar en el sentido de una forma más responsable y viable de actuación individual.

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transformación- cómo el yo puede aprehender la más amplia configuración de la que forma parte» (pag. 308). En efecto, aunque la relacionalidad ha gozado en Occidente de una vida vigorosa en el ámbito novelesco, de hecho es una relacionalidad entre identidades, por lo demás alienadas.

Este enfoque del yo individual que opera en el exterior hacia la relacionalidad domina buena parte de la literatura de la psicología social la disciplina mas esencialmente preocupada por las relaciones de conceptualizacíon. El concepto del grupo en cuanto grupo prácticamente desapareció de a psicología social con el advenimiento del individualismo metodológico en la decada de 1930. Entre los treinta capítulos de la edición del Handbook of Social Psychology, de 1985, no existe ni un solo capítulo sobre la psicología de grupos. Existe un capítulo sobre las «relaciones intergrupales» pero aquí la «perspectiva está integrada por el estudio sistemático de las relaciones entre los individuos tal como son afectados por su adscripción grupal» (Stephan 1985, pag. 599). Aunque preocupada por las pautas de relación a través del tiempo, la teoría del intercambio social (Thibaut y Kelley 1959) se basaba en dar cuenta de las estrategias individuales orientadas amaximizar el beneficio. Las relaciones son los resultados artificiales de individuos que toman sus propias decisiones privadas. Más prometedor es el trabajo mas reciente sobre las relaciones personales (Gilmour y Duck 1986) En este dominio encontramos un importante descontento con la concepción individualista de la relacionalidad (véase, por ejemplo Berscheid, 1986) Con notables salvedades, sin embargo, la mayoría de esta obra sigue vinculada con el individuo como la piedra angular de la relación, por consiguiente haciendo hincapié en cómo los individuos conceptualizan las relaciones cómo están equipados para relaciones fructíferas o cómo los diversos factores influencian a los individuos en relación. Las psicólogas feministas han demostrado un interés importante por las relaciones. Con todo, incluso aquí ha sido difícil romper con el fulcro explicativo de la mente individual (véanse por ejemplo, Chodorow, 1978; Gilligan, Lyons, y Hammer 1989)

En cuanto a las alternativas al enfoque de que las relaciones son un subproducto de yoes individuales, hemos de buscarlas en otra parte En la mayor parte de la obra escrita en el siglo xix, el yo se considera como un constituyente del todo. Según este enfoque, la sociedad como estructura monolítica de relación antecede al individuo, y el yo sólo se realiza a través de la participación en el todo. Esta exposición es prefigurada por la concepción hegeliana del Volksgeist —literalmente «espíritu de un pueblo»—. Para Hegel (1979) este espíritu omniabarcante de la comunidad era algo fundamental para la condición humana; el individuo era una derivación secundaria. Tal como Hegel lo veía: «El individuo es un individuo en esta sustancia (la cual caracteriza a una comunidad)... Ningún individuo puede ir más allá [de ella]». O de nuevo: «Para el individuo singular como tal es verdad sólo como multiplicidad universal de individuos singulares. Aislado de la multiplicidad, el yo solitario es, de hecho, un yo irreal, impotente». Los escritos tanto de Durkheim como de Marx están en consonancia con esta novela del todo, aunque con nostalgia. En los primeros tiempos —sostienen ambos pensadores—, cuando la sociedad era menos compleja (Durkheim) o estaba menos regida por la dominación capitalista (Marx), el yo era una parte integrante del todo. Sin embargo, con la creciente complejidad del Estado moderno, la «solidaridad orgánica» ha cedido el paso a las relaciones «mecanicistas» (Durkheim); la «dependencia personal» ha sido sustituida por las «relaciones de dependencia objetiva» (Marx). Este tema del yo en la relación interactiva con un todo social prosigue a través de la obra más reciente de Parsons (1964) y Giddens (1984).

Con todo, la mayoría de teóricos interesados en el yo en relación encuentra los conceptos de estructura social (la comunidad del todo) distantes de sus preocupaciones. Este tipo de unidades omniabarcantes parecen eliminadas de las exigencias más inmediatas de la vida cotidiana. Las

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estructuras son siempre «entre bastidores», inmanentes pero nunca transparentes. ¿Cómo, pues, es posible no conceptualizar las relaciones ni como intercambio de individuos autónomos ni como manifestaciones del todo? Al menos una posibilidad prometedora es la de considerar la relación en términos de interdependencia intersubjetiva, o mentalidades coordinadas. La obra de Mead (1934) representa la principal contribución a este enfoque. Tal como Mead lo considerara, los seres humanos pueden coordinar instintivamente sus acciones. A medida que el desarrollo avanza, sin embargo, adquieren la capacidad de autorreflexión: la conciencia de sí mismos y de los efectos de sus acciones. La autoconciencia, a su vez, se ve influida al adoptar el punto de vista del otro respecto al yo. Por consiguiente, la concepción del yo que tiene uno y las acciones de uno mismo son esencialmente dependientes de las actitudes y de las acciones de los otros; no hay ningún yo ni acción significativa sin dependencia. Se encuentran resonancias de este tema en los escritos de Vygotsky (1978). Al igual que Mead, Vygotsky argumentó en favor de determinados prerrequisitos para el intercambio humano. Sin embargo, cuando el niño empieza a coordinarse con los demás a través del lenguaje, se produce un nuevo desarrollo. A lo largo del tiempo, el niño interioriza el lenguaje y empieza a usarlo privada y autónomamente. Aquí se inician las funciones mentales superiores del pensamiento, de la atención voluntaria, de la memoria lógica y de la autoconciencia. Para Vygotsky, cada proceso en el desarrollo de funciones mentales superiores se produce dos veces, «primero, a nivel social, y luego, a nivel individual; primero entre personas (interpsicológico) y luego dentro del niño (intrapsicológico)» (pag. 57). El hacer hincapié en la relacionalidad intersujetiva sigue gozando de una vida salúdale en el interaccionismo simbólico y la investigación del desarrollo infantil (Kaye, 1982; Youniss, 1980). También se refleja en el movimiento de la antropología simbólica (Geertz, 1973; Shweder, 1991), la psicología cultural (Bruner, 1990) y la teoría y la investigación en la cultura organizativa (Frost y otros, 1991).3

Aunque ricas en consecuencias y se apartan significativamente de la base individualista de la mayoría de las teorías anteriores, a las teorías de la intersubjetividad tampoco les faltan problemas. Resulta difícil reconciliar la epistemología implicada por esta posición con la afirmación de que podemos conocer a cualquier otro que esté fuera de nuestra cultura; si sólo conocemos desde el seno de nuestra cultura, nunca podemos reconocer o conocer la subjetividad de cualquiera que sea ajeno a esa cultura. Existen también dificultades conceptuales inabordables inherentes al problema de la socialización —de qué modo el niño irreflexivo se convierte en un niño consciente (véanse los capítulos 5 y 11)—. Hechas estas reservas, estamos preparados para abordar una orientación final hacia la relacionalidad, orientación que cambia el interés por los dominios remotos de la estructura social y de la subjetividad individual por el interés hacia el ámbito de la pauta microsocial. Aquí las formas de la acción interdependiente —el reino de lo que está entre— se convierte en el centro de atención. Las numerosas obras de Goffman (1959, 1967, 1969) han desempeñado un papel esencial en desarrollo de esta posibilidad. En sus exploraciones de la autopresentación, del «trabajo aparente», de las ceremonias de degradación, de la articulación conversacional, etc., Goffman ha ilustrado la rica potencialidad que alberga el hecho de abordar la interdependencia social sin una explicación psicológica.4 De importancia destacada es también la obra de Garfinkel (1967) y sus colegas sobre la etnometodología. La

3 Véase en Burkitt (1993) un interesante intento de sintetizar las diversas teorías en este dominio. 4 Tal como Tseelon (1992b) señala, muchos de los especialistas en realidad ven en Goffman una teoría implícita de la subjetividad. Su cuidado análisis conduce a Tseelon a concluir que «en el análisis dramatúrgico el significado del organismo humano se establece mediante su actividad y la actividad de los otros en relación a la suya... los yoes son resultados, no antecedentes, de la interacción humana» (pag. 3).

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primera obra tiene una particular importancia al demostrar de qué modo la racionalidad puede considerarse como una consecución social en oposición a individual. Sus consecuencias se han corroborado en una amplia gama de investigaciones sobre las formas y estrategias conversacionales (véanse, por ejemplo, Craig y Tracy, 1982; McLaughlin, 1984). La investigación de Hochschild (1983) sobre la gestión emocional ha sacado las consecuencias de la perspectiva microsocial en relación a las emociones.

Un énfasis similar sobre lo microsocial ha aparecido en el dominio terapéutico. Los neofreudianos, y más en especial los teóricos de las relaciones objétales, se habían preocupado durante mucho tiempo por la relación íntima entre el ego y el mundo social. Sin embargo, este trabajo sigue poniendo un pronunciado acento en los procesos psicológicos internos o individuales (véase, por ejemplo. Curtís, 1990). Las posibilidades para una comprensión microsocial fueron presagiadas en los intentos de Sullivan (1953) por hacer remontar los síntomas aberrantes a los procesos interpersonales en oposición a los interpsíquicos. Sin embargo, no fue hasta los esfuerzos pioneros de Bateson (1972) y sus colegas por incrustar la patología en los sistemas de comunicación humana cuando se empezó a tomar conciencia del potencial de lo interpersonal.5 Esta obra, al hacer hincapié en las pautas de la comunicación, sus efectos en el individuo (por ejemplo, la teoría double-bind de la esquizofrenia) y el papel constitutivo representado por el individuo en el sistema como un todo, prácticamente dio nacimiento a la terapia familiar contemporánea (véase el comentario de Hoffman, 1981). Influido por la metáfora cibernética imperante en esa época, el trabajo que vino después se construyó ampliamente alrededor de conceptos físicos como homeostasis, estructura familiar, jerarquía, sistema. Las prácticas terapéuticas estaban destinadas a alterar la estructura familiar o los sistemas de comunicación mediante el concurso de estrategias especializadas. Gradualmente, sin embargo, la concepción de los sistemas físicos ha dado paso a un enfoque más humano de la comunicación que hace hincapié en el manejo del significado dentro de la terapia (Hoffman, 1992). En lugar de metáforas provenientes del campo de la física, este enfoque destaca la co-construcción del significado (Goolishian y Anderson, 1987; Selman y Schuitz, 1990), las narraciones del yo (Epson y White, 1992), y las construcciones reflexivas de la realidad (Andersen, 1991). Este trabajo es altamente compatible con el construccionismo y, como propondré en el capítulo 10, favorece un recentramiento radical del esfuerzo terapéutico. Una psicología socialmente reconstituida

Si el proceso microsocial pasa a ocupar el centro del interés, ¿cuáles son las consecuencias para la comprensión de las emociones y demás procesos psicológicos? Tradicionalmente hemos considerado las emociones como pasiones inherentes al individúo singular, genéricamente preparadas, con una base biológica y fundamentadas experimentalmente. Desde esta perspectiva, las emociones individuales podrían tener efectos en el proceso microsocial, o al contrario. Con todo, las emociones no son en sí mismas acontecimientos microsociales. ¿Puede ser puesta en duda esta gama de suposiciones de sentido común? Y más concretamente, ¿cómo puede la teoría microsocial sustituir la explicación individual? Parece, pues, esencial que la exposición microsocial no elimina el lenguaje corriente de las emociones. Abandonar simplemente términos como «enfado» y «miedo» en favor de un nuevo léxico, no corrompido por las tradiciones culturales, no sólo pediría al lector que suspendiera las realidades de la vida cotidiana, sino que

5 En Metaphors of Interrelatedness, Olas (1992) extiende útilmente el pensamiento batesoniano a las discusiones presentes.

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también redundaría en un lenguaje inutilizable, abstraído de cualquier contexto y sin potencial ilocuacional.

Si confiamos nuestra teoría al lenguaje corriente tradicional, el reto entonces pasa a ser el de reconstituir el significado de los términos mentales. Esto puede lograrse en parte eliminando el lugar referencial para tales términos de la cabeza del actor individual, situándolo en la esfera de la relación. En lugar de elaborar trabajosamente un nuevo argot de la comprensión —términos descriptivos y explicativos carentes de valor de cambio en el mercado de la vida cotidiana— podemos dejar el léxico psicológico intacto, pero alterar, en cambio, el modo como comprendemos tales términos A título ilustrativo, por ejemplo, el término «liberal» tuvo en otro tiempo un atractivo pronunciadamente retórico en los Estados Unidos. Ser liberal era ser flexible y progresista, estar preocupado por la justicia social y la situación de los oprimidos. Sin embargo, pensadores tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha han modificado desde entonces el contexto de comprensión, de modo que, para muchos, el término es en la actualidad similar a un epíteto. Para la izquierda política, el término connota el individualismo derechista; para la derecha, el sentimentalismo de la izquierda. El término sigue teniendo su uso, pero sus consecuencias pragmáticas se han visto significativamente modificadas. En el caso presente, al reconstruir los predicados mentales como relaciónales, espero mitigar el impacto del individualismo independiente.

En un sentido importante, la investigación etnometodológica abrió la puerta a esta recolocación social de lo mental. Si lo racional no es un producto de las mentes individuales sino el resultado de la participación en rutinas locales de intercambio, entonces podemos empezar a examinar una recolocación más importante de lo cognitivo. Esta misma posibilidad queda puesta de manifiesto en How Institutions Think, de Douglas (1986). En lugar de retrotraer las decisiones a las mentes de directivos individuales, Douglas demuestra que la racionalidad interna a las organizaciones está socialmente distribuida, con diversas unidades o individuos contribuyendo a un resultado general que puede estimarse como racional o irracional. A una conclusión similar llegaron Engestrom, Middieton y sus colegas (1992) en su análisis de los modos como los grupos generan opiniones legales, determinan las decisiones en relación a la salud, pilotan aviones de pasajeros, producen conclusiones científicas, etc., acuñando para ello el término «cognición comunitaria» para referirse a los modos como los individuos colaboran para lograr resultados racionales para el grupo considerado como un todo. Esta obra está estrechamente relacionada también con diferentes exploraciones de la «memoria colectiva» (Middieton y Edwards, 1990). Aquí, los investigadores demuestran cómo las exposiciones del pasado son productos de una negociación continuada en las familias, en las comunidades, en el ámbito profesional y en la cultura en sentido amplio.6 La reconstrucción que hace Billig (1987) del razonamiento como participación en la tradición retórica también es oportuna. Razonar, según esta línea de exposición, no es un acto inherentemente privado; más bien se compromete en las prácticas tradicionales de la argumentación. No es el individuo quien piensa y luego argumenta, sino que son las formas sociales de argumentación las que «piensan al individuo». Una transformación similar del concepto de actitud es propuesto por Potter y Wetherell (1987), que argumentan en el sentido de que el enfoque tradicional de que las actitudes están alojadas en la mente del individuo e impulsan la acción es profundamente problemático. Tener una actitud es, más bien, adoptar una

6 En cuanto a una ampliación de esta línea de argumentación al nivel de la memoria biográfica, véase Gergen (en proceso editorial).

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posición en una conversación.7

En lo que queda de este capítulo quiero avanzar en este proyecto reconstructivo de abarcar las emociones, reinterpretándolas como acontecimientos dentro de pautas relaciónales: como acciones sociales que derivan su significado e importancia de su situación dentro de rituales de relación. Hay buenas razones para hacerlo. Tal como hemos visto, en la cultura occidental las emociones se consideran por excelencia posesiones individuales. Puede ser que queramos admitir que nuestros pensamientos se derivan de sus marcos sociales y que nuestros informes de memoria están sesgados por la exigencias del contexto social. Con todo, las emociones, sostenemos en general, no están incrustadas en lo profundo de la psique, no son el producto de reglas sociales y nos podemos equivocar poco sobre su presencia en la psique. Así, pues, el reto para la refiguración social es sustancial. A fin de allanar aún más el camino, quiero ante todo examinar las imperfecciones de la investigación tradicional sobre las emociones. A la búsqueda de la emoción: del individuo a la relación

En los últimos años, la literatura científica sobre las emociones ha alcanzado proporciones enormes. Ya hemos examinado una serie de razones ideológicas para desafiar la concepción prevalente de la emoción. Con todo, para apreciar la fuerza de mi argumento, resulta también útil examinar algunos de los problemas sustanciales inherentes a este cuerpo de literatura, ya que son precisamente estos problemas los que invitan a una formulación alternativa y es específicamente una exposición relacional lo que nos permite abandonar los enigmas. Empecemos con la pregunta más elemental-

¿Como hemos de identificar los fenómenos que investigamos, es decir cómo establecer que las emociones existen y son de clases diferentes? En ausencia de una respuesta dada a este nivel más básico, difícilmente se justifica un intento de estudio científico. Si no podemos identificar los fenómenos que interesan y diferenciarlos de las otras cosas existentes, ¿cómo podemos estudiarlos? ¿No estaríamos igualmente justificados a lanzar un programa de investigación a gran escala sobre el espíritu humano? Desde luego en la cultura occidental resulta fácil suponer que hay emociones; en realidad es esta convicción la que promueve esta ingente tarea investigadora. Pero entonces, una vez más, en una época estuvimos convencidos de la factualidad del espíritu humano, y no quisiéramos llamarnos a engaño en esta coyuntura al fundamentar nuestros estudios científicos en una mera creencia popular. ¿Como, entonces, hemos de identificar los fenómenos?

La ciencia contemporánea nos proporciona dos respuestas capitales a la pregunta por la identificación. La primera pertenece a las escuelas más humamstas tenomenológicas y subjetivamente orientadas: la experiencia personal. Podemos justificablemente estudiar las emociones humanas propone esta corriente, a causa de su existencia transparente en la experiencia humana. Y es la experiencia misma la que nos permite diferenciar entre las emociones. «Sé que el amor, el miedo, la ira son diferentes porque experimento las diferencias de un modo claro y distinto». Con todo, aunque convincente en su atractivo intuitivo, al final esta respuesta demuestra ser inconsecuente. Más que responder a la duda, hace estallar una nueva y más extensa gama de enigmas. Por ejemplo, ¿no estamos sin ponerlo en duda suponiendo un

7 La obra de Le Fevre (1987) sobre la invención como acto social es también oportuna. Tal como demuestra esta autora, existen importantes limitaciones en el enfoque de que la creatividad literaria o científica es el producto de la mente singular, socialmente aislada. La invención, para Le Fevre, está saturada de historia social y exige una negociación en marcha para constituirla como invención «real».

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dualismo metafísico occidental con un sujeto cognoscente enfrentado a un objeto independiente de conocimiento? ¿Cómo se justifica esta suposición? Y si no damos este salto, ¿experimentamos verdaderamente los objetos interiores del mismo modo que afirmamos percibir objetos exteriores o «del «mundo real»? ¿Cómo es que la experiencia ha de hacer las veces simultáneamente de sujeto (el percipiente) y de objeto (lo percibido)? Además ¿qué es el objeto en este caso? ¿Cuál es el tamaño, la forma y el color o la forma de una emoción, digamos, comparada con una intención, una actitud o un valor? ¿Mediante qué medios podemos diferenciar entre todos los acontecimientos mentales de los que nos reclamamos explícitamente? Estos problemas ya han sido elaborados en los capítulos 6 y 7.

Si fuéramos capaces de realizar la proeza de la identificación, ¿cómo sabríamos que etiqueta los acontecimientos o de qué modo describirlos? No podríamos modelarnos a partir de los demás en este aspecto ya que carecemos de acceso a sus experiencias emocionales (cuando Alicia dice que se siente enojada, no sabemos qué «objeto» describe). Por consiguiente incluso si estuviéramos seguros de que estábamos «sintiendo algo» en una ocasión dada, y todos nuestros amigos estuvieran de acuerdo en que estaban sintiéndose tristes, no podríamos estar seguros (1) de que en realidad ellos estuvieran sintiendo «una emoción» (como algo opuesto, digamos, a un «gusto», un «valor», o un «ansia»; (2) de que, en realidad, todos ellos estuvieran experimentando el mismo sentimiento; o (3) de que aquello que estuviéramos experimentando fuera idéntico a cualquiera de las sensaciones que ellos tuvieran. Dicho de un modo más amplio, qué duda cabe de que nacemos en una cultura con un vocabulario finamente diferenciado de emociones; sin embargo, carecemos de medios viables para comprender cómo podemos incluso aprender que aplicamos el vocabulario correctamente a nuestro mundo interno.

Por estas y otras razones, la mayoría de los científicos no se contenta con descansar en la experiencia personal como base para la identificación de las emociones. Más bien, se acostumbra a sostener, tenemos que sustituir las vaguedades de los informes populares introspectivos por las observaciones desapasionadas de la conducta en acción. Tenemos que desarrollar medidas serias de las emociones, medidas que sean precisas y fidedignas, y que permitan a la comunidad de científicos alcanzar acuerdos unívocos acerca de lo que es y no es en realidad. Por consiguiente se ha desarrollado una enorme gama de indicadores emocionales: medidas biológicas de la frecuencia cardíaca, respuesta galvánica de la piel, presión sanguínea y erección del pene; medidas conductistas de las expresiones faciales, de los movimientos motores, de las actividades molares; medidas variables de las expresiones emocionales y demás. Aunque se alcanzan a través de estos medios lecturas precisas e inequívocas, y los hallazgos son a menudos repetibles, esta focalización en las manifestaciones observables de las emociones suprime completamente la vulnerabilidad de las premisas fundamentales, primero, de que las emociones existen efectivamente, y, en segundo lugar, de que están manifiestas en estas medidas. Si observamos un aumento del ritmo de nuestro pulso, de nuestra conducta de expresión facial, es indudable que aparece la declaración verbal «tengo pánico»; pero la investigación no justifica precisamente las conclusiones de que «existe el miedo» y de que «éstas son sus expresiones».8 Volvamos ahora a

8 Existe una réplica instrumentalista a esta forma de escepticismo, la cual pide excusas por hablar con tanto atrevimiento sobre lo real y añade: «Desde luego, va de suyo que estamos hablando realmente de constructos hipotéticos. Con todo, si nuestro modelo hipotético puede dar cuenta de suficientes predicciones, estamos satisfechos de tratarlo como objetivamente verdadero a todos los efectos prácticos». Pero la réplica instrumentalista es múltiplemente imperfecta. No sólo no proporciona ninguna salvaguardia frente a la reificación general (tal como queda ampliamente puesta de manifiesto en el cognitivismo contemporáneo) y tergiversa la función de la teoría (véase el capítulo 3), pero es que, además, suprime la discusión acerca de la elección teórica. Esto es, elimina de la mesa las preguntas esenciales de cómo la teoría, una vez reificada, funcionará en la vida cultural. En el caso presente,

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nuestra pregunta inicial: ¿De qué modo se han de identificar los fenómenos de la investigación? Las preguntas rudimentarias —esenciales para la base racional que sirve de guía a la investigación— nunca se abordan. Las suposiciones de que las emociones estan ahí y que, de algún modo se manifiestan, se abrazan a priori con toda tranquilidad. Constituyen un salto al espacio metafísico.

272 La investigación empírica no sólo fracasa a la hora de abordar la pregunta fundamental en la

que se sustenta, sino que este tipo de procedianpentos de investigación emplea una forma circular de razonamiento que aS seTutTee d Tllto en el que,aquélla se basa La investígación en primeaÍugar se nutre de la reserva de las suposiciones de sentido común. Es un axioma mcuestionado en la cultura occidental que existan emociones, como por e^ Ploamor' fm ,°'lra' y-demás- y que sea" indicadas 0 expresadas en la e^-u;n^ \d1 ' movlmlentos corporales, el tono de la voz y similares. Que un investigador estudiara el amor en contraposición al cariño, y afirmara que a intensidad de la mirada diferencia al primero del segundo, prácm^ un "Ido Plantearla Pregu"tas• L^ creencias populares comunes atestiguan uno Id espfc d, Ttar en,amorado>>' q"e se expresa en la mirada que uno pone en e amado o la amada. Por consiguiente, apoyada por la convención, la investigación puede proceder a demostrar, por ejemplo, que el^stado de atracción se produce o se estimula gracias alconcurspo dequna variedad de factores como son, la excitación, la atracción que ejerce el otro sobre el yo, la rentabilidad) y que el estado de atracción predice muchas acctones diferentes (altruismo, cambio de actitud, acuerdo, mantenimiento de una pros ximidad inima).9 En resumen, la investigación gana cre^ bilidad inicial en virtud de los axiomas culturales, y con la ayuda de la Ín-^csercgaacdleonasoc a ^ de ? medi.ciTtécnica procede a ^conclusiones acerca de las causas y los efectos de la emoción. Estas conclusiones sirven para objetivar las construcciones convencionales: dan un sentido de tangibn s^r."^.^»"^^^^^^^^ ^ISES^^s^^^sss^^s zarus'( :obariTaetseonrS:rdeTte examinaí el ainforme de avances en la investigación: de ¿:; Intima 9

algo10

Contrastemos estos enfoques realistas de la emoción con el del construccionista. Para el

por ejemplo, ¿cuáles son los beneficios y las pérdidas para la vida cultural al traducir como emocionales términos objetivos? 9 Existen investigaciones de las emociones que no descansan en tales supuestos de sentido común. Por ejemplo, Pribram (1980) realiza afirmaciones a favor de la relación entre la dopamina y la depresión, y las encefalinas y las sensaciones de comodidad. Sin embargo, la eficacia retórica de este tipo de investigación depende, en último análisis, de los informes que los sujetos hacen de sus niveles de depresión y comodidad -de hecho, una restitución del pueblo— Irónicamente mientras intenta evitar la pesadilla metodológica de los informes introspectivos, este tipo de investigación tendría una importancia marginal para la comprensión de las emociones sin este tipo de apoyo popular. Si la gente no refiriera el hecho de que experimentan una emoción, el estudio de los efectos de la dopamina y de la encefalina tendría poco interés para los investigadores de las emociones. De estos argumentos también se sigue que el estudio de la emoción nunca puede reducirse a la biología. El estudio biológico de las emociones es finalmente es un derivado del folclore cultural. Si uno emprendiera el estudio de las emociones contando sólo con la biología, no habría modo alguno de identificar las emociones. Desde un ensayo implacable de las estructuras neurológicas de las sinapsis, de la producción de dopamina y similares nunca se podría inducir un vocabulario diferenciado de las emociones. En efecto las emociones no son elementos en la ontología de la biología. Para que los biólogos puedan hablar de emociones en absoluto tienen que retroceder al lugar común de las suposiciones de la cultura. 10 Bajo esta luz es interesante examinar el informe de avance en la investigación” de Lazarus (1991) sobre la teoría de la emoción. A pesar de prácticamente un siglo de investigación científica sobre las emociones, Lazarus reconoce que nunca se ha dado un acuerdo sobre que emociones deben distinguirse (pág. 821) y que la mayoría de las preguntas sobre la definición de emoción “quedan sin resolver”.

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construccionista el intento mismo de identificar las emociones es ofuscante. El discurso emocional consigue su significado no en virtud de su relación con un mundo interior (de la experiencia, disposición o biología), sino por el modo en que éste aparece en las pautas de la relación cultural. Las comunidades generan modos convencionales de relacionar; a menudo las pautas de acción dentro de estas relaciones son cualificaciones dadas. Algunas formas de acción —estándares occidentales —se dice que indican emociones. Siguiendo a Averill (1982), estas acciones mismas son consideradas adecuadamente como realizaciones o «papeles sociales transitorios». En este sentido las emociones no «motivan» o no «incitan a la acción»; más bien uno elabora emociones, o participa en ellas lo mismo que haría con un papel en una obra.11 Representar las emociones adecuadamente (de modo que las acciones sean identificables mediante criterios culturales) puede requerir una contribución biológica sustancial. Desde el punto de vista construccionista, preguntar cuántas emociones hay sería como pedirle a un crítico teatral que enumerara la serie de personajes que existen en el teatro; explorar la fisiología de las diferentes emociones sería comparar la frecuencia cardíaca, la segregación de adrenalina o la actividad neuronal de actores que interpretan Hamiet en oposición al Rey Lear. Las emociones no «tienen influencia en la vida social»: constituyen la vida social misma. Este enfoque no sólo elimina los espinosos problemas que asedian la investigación tradicional de las emociones, sino que además nos permite situar las emociones dentro de redes más amplias de significado cultural. Por ejemplo, tal como diversamente razonan Bedford (1957), Harré (1986) y Armon-Jones (1986), las emociones no pueden separarse del ámbito de la evaluación moral. Las personas pueden ser condenadas por iracundas, celosas o envidiosas, por ejemplo, o elegidas por su amor o su tristeza (como sucede cuando se lleva luto). Si las emociones fueran simplemente acontecimientos biológicos tejidos por las hormonas o la excitación neural, aparecerían poco en estos rituales de la sanción. Difícilmente puede uno ser condenado por la frecuencia cardíaca de su corazón o por sus secreciones vaginales, o elogiado en función de los procesos digestivos. Extraer todo el significado social de la emoción reduciría la persona a la condición de autómata, algo parecido a una persona, aunque no fundamentalmente humana (De-Rivera 1984).

Además, la posición construccionista es altamente compatible con buena parte de las investigaciones antropológica e histórica. Tal como este tipo de investigación sugiere, tanto el vocabulario de las emociones como las pautas que los occidentales damos en llamar «expresión emocional» varían espectacularmente de una cultura a otra o de un período histórico a otro (Lutz, 1985; Harkness y Super, 1983; Heealas y Lock, 1981; Shweder, 1991; Lutz y Abu-Lughod, 1990). Por ejemplo, como Averill (1982) ha demostrado las pautas de lo que los occidentales llamamos «hostilidad» difícilmente son encontrables en otras culturas, y pautas curiosas (como «desmandarse») son totalmente desconocidas en la cultura occidental. Lutz (1985) ha mostrado que estas formas únicas de realización (lo que en Occidente calificaríamos de emocional) tienen significados especializados dentro de su propio marco cultural. Además, el vocabulario de las emociones (juntamente con sus realizaciones afines) está sujeto a la creación o erosión de la historia. Ya no hablamos abiertamente de nuestra melancolía o acidia, como causas que nos dispensarían de trabajar o de las obligaciones sociales, pero significativamente si lo hubiéramos podido hacer en el siglo XVII.12 Sin esfuerzo improvisamos sobre nuestra depresión, angustia, sobre lo quemados que nos tiene la ocupación laboral, y el estrés; ninguno de estos términos

11 Véase Fivush (1989) para una demostración del modo como los niños aprenden a dar cuenta de sus emociones a través de las relaciones con sus padres. 12 Véase por ejemplo la explicación que en el siglo XVII daba Burton de la melancolía (Burton, 1989).

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habría tenido una importancia significativa incluso hace tan sólo un siglo. Este tipo de variaciones sociohistóricas son difíciles de cuadrar con la presuposición individualista de propensiones universales y biológicamente fijas.

Dado un enfoque de las emociones como construcciones culturales es importante darse cuenta de los modos como las realizaciones emocionales están circunscritas por pautas más amplias de la relación o se incrustan en su interior. Tendemos a considerar las realizaciones emocionales como acontecimientos sui generis, primeramente porque son frecuentemente más «cromaticas» (más o menos animadas o volubles) que las acciones a su alrededor. Del mismo modo, el aficionado al fútbol americano se fija en el pase del quarterback mientras no ve los grandes esfuerzos que hacen sus companeros de equipo para protegerle. Con todo, sin las acciones de los otros —ya sean precedentes, simultáneas o subsiguientes— no habría efectivamente representación o realización alguna. Si las realizaciones emocionales se separan de las relaciones vigentes, o bien no se producirían o serían absurdas. Por ejemplo, si la anfitriona de una cena se levantara de repente de su asiento y saliera del comedor corriendo de rabia, o empezara a sollozar, los invitados indudablemente se sentirían intranquilos o avergonzados. Si la anfitriona no pudiera dejar claro que aquella suerte de accesos estaba relacionado con una serie de acontecimientos precedentes y/o anticipados (lo que sería esencialmente un dar cuenta narrativo) —si anunciara que se sintió movida a esos accesos sin motivo particular—, los invitados podrían considerar que tiene lo que hace falta para un diagnóstico grave. Alcanzar la inteligibilidad de la realización emocional tiene que ser un componente reconocible de una cadena de acciones vigentes. Existe una buena razón, por consiguiente, para considerar las realizaciones emocionales como constituyentes de pautas más amplias o más extensas de interacción.

Los especialistas han dado pasos importantes en el sentido de situar las realizaciones emocionales dentro de una red social más amplia. Por ejemplo, Armon-Jones (1986), Lutz y Abu-Lughod (1990) y Bailey (1983), entre otros, han explorado las diversas funciones culturales y políticas que cumplen las expresiones emocionales, prestando especial atención a la importancia pragmática de tales expresiones a la hora de adjudicar afirmaciones morales, alineando o realineando relaciones, distribuyendo poder y estableciendo identidades. La investigación complementaria ha explorado los tipos de contextos sociales apropiados a las diversas expresiones emocionales (Scherer, 1984). Aunque tales intentos son interesantes e iluminadores, mi análisis se mueve en una dirección diferente. En lugar de investigar las amplias funciones sociales o las condiciones desencadenantes específicas, espero poder dar una exposición de la vida relacional en la cual las expresiones emocionales son una parte constituyente. Este intento surge y se desarrolla directamente en el suelo de las formulaciones narrativas expuestas en el capítulo anterior. Las narraciones son formas de inteligibilidad que proporcionan exposiciones de los acontecimientos en el tiempo. Las acciones individuales, se proponía, adquieren su significación del modo como están incrustadas en el interior de la narración. Del mismo modo, las expresiones emocionales son significativas (en realidad, fructifican al valer como emociones legítimas) sólo cuando están insertadas en secuencias particulares temporales de intercambio. En efecto, son constituyentes de las narraciones vividas.

A efectos ilustrativos digamos que, a fin de valer como legítimas según los estándares contemporáneos, las expresiones de celos tienen que ir precedidas por determinadas condiciones. Uno no puede propiamente expresar celos viendo una puesta de sol o un semáforo, sino que los celos son apropiados si nuestro amor muestra signos de afección hacia alguna otra persona. Además, si los celos se expresan al amante, éste no tiene libertad (según los estándares culturales actuales) para iniciar una conversación sobre el tiempo o para expresar una profunda alegría. El

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amante puede excusarse o intentar explicar por qué los celos son injustificados, pero la gama de opciones que baraja es limitada. Y si se ofrecen excusas, el agente celoso está, a su vez, limitado a los tipos de reacciones que cabe seguir inteligiblemente. En efecto, los dos participantes están comprometidos en una forma de ritual cultural o juego. La expresión de los celos no es sino un integrante singular dentro de la secuencia —el ritual sería irreconocible sin ello—, pero, sin el resto del ritual, los celos serían absurdos. Estas pautas de relación pueden considerarse como escenarios emocionales, es decir, pautas informalmente estipuladas de intercambio. Desde este punto de vista, la expresión emocional es sólo la posesión de un único individuo en el sentido de que éste es el realizador de un acto dado en el marco de un escenario relacional más amplio; sin embargo el acto emocional es en un sentido más fundamental una creación de la relación e, incluso, dicho más ampliamente, de una historia cultural particular.13

Escenarios emocionales: el caso de la escalada de hostilidad

Examinemos en primer lugar los actos de hostilidad. En lugar de considerarlos como expresiones externas de sentimientos internos, más adecuadamente podemos darles el papel de modos de realización cultural: «hacer lo correcto en el momento correcto». Y, en lugar de considerarlas acciones individuales, podemos útilmente examinar el papel que desempeñan en escenarios de intercambio más amplios. ¿De qué modo puede ayudar la investigación a dar vida a estos escenarios y darles así un sentido de «realidad»? La tradicional metodología experimental resulta de poca ayuda en este cometido, dado que sus métodos se centran sólo en los efectos inmediatos de un estímulo dado. Los experimentos están mal equipados para interpretar las pautas de acción que desarrollan o surgen en largos períodos de tiempo.14 Sin embargo, recordemos el estudio de Felson (1984) esbozado en el capítulo 4. Felson entrevistó a 380 ex criminales de sexo masculino culpables y pacientes mentales para los que la violencia ha sido un problema. Entre otras cosas, se les pidió a los entrevistados que describieran un incidente en el que se hubiera producido violencia y las circunstancias que precedieron al acto violento. Al analizar estos relatos Felson llegó a la conclusión de que las acciones violentas no eran erupciones espontáneas e incontrolables, provocadas por un estímulo inmediato. Más bien la violencia está caracte rísticamente incrustada en una pauta fiable de intercambio. La pauta típica de interacción era aquella en la que la persona A infringía una norma o regla social (como poner la radio demasiado alta, dar un paso al frente de una línea, irrumpir en la privacidad de otro). Un intercambio verbal seguía a aquel primer acto en el que la persona B característicamente censuraba a A, condenándole y ordenándole que cejara o enmendara la conducta ofensiva. Cuando A se negaba a aceptar la culpa o se negaba a obedecer la orden, B le amenazaba; A seguía con la acción indeseable, y B entonces atacaba a A. De hecho, Felson logró poner de manifiesto un escenario de interacción común o narración vivida en la que la agresión física tiene un papel fehaciente.

Según los criterios comunes, la relación existente entre la violencia y las emociones es muy estrecha; la violencia característicamente se considera como una expresión de sentimientos hostiles. En este sentido la investigación de Felson proporciona una ejemplificación significativa 13 Intuiciones útiles sobre el funcionamiento microsocial de las realizaciones emocionales se pueden hallar en los tratamientos que se dan de la creencia (Day, 1993), la disculpa (Schienker y Darby, 1981), la burla (Pawluk, 1989) y la pasión (Bailey, 1993), asi como en los enfoques a la «enfermedad mental»(Marcus y Wiener, 1989). Los análisis de la conversación también sugieren modos útiles de enfocar el problema de la modelación emocional (por ejemplo, Schieeoff y Sacks 1973; Auer, 1990). 14 Para una discusión más completa de las limitaciones del método experimental en una ciencia diacrónicamente sensible, véase Gergen (1984).

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de las realizaciones emocionales como componentes de relaciones más extensas. La presente obra intenta explorar los escenarios posibles de hostilidad y violencia en las poblaciones normales. Además, un argumento interesante presentado por Pearce y Cronen (1980) inspiró esta exploración. Tal como señalaron, existen muchas pautas recurrentes de intercambio que no son deseadas por los participantes y con todo son voluntaria y frecuentemente repetidas. La violencia doméstica puede ser un ejemplo significativo de este tipo de pautas repetitivas no deseadas: ni el marido ni la esposa puede que deseen la violencia física, pero una vez que la pauta (o escenario) ha empezado, tal vez sientan que no tienen otra elección a mano hasta la conclusión normativa: el abuso físico. Este enfoque también sugiere que bajo determinadas condiciones la hostilidad y la violencia física pueden considerarse como algo apropiado, si no deseable, por un participante o más en la relación. Aunque la hostilidad y la violencia son característicamente aborrecidas en nuestros libros de texto y tratadas como anormales, si no extrañas, estos tratamientos no logran apreciar los contextos de su aparición. Para los participantes, la violencia puede parecer en un momento dado en la historia vivida como no sólo apropiado sino como algo que era moralmente exigido.

¿En qué sentido las personas están atrapadas en una pauta relacional que conduce a resultados violentos? Responder a esto exige una inteligibilidad que haría inmediatas las acciones y las reacciones en sí mismas, pero simultáneamente impulsa la pauta de intercambio hacia un resultado siempre más extenso. Este tipo de posibilidad parece derivarse de dos reglas culturales de amplias consecuencias. Ante todo, el imperativo de reciprocidad. Como pone de manifiesto una enorme literatura en las ciencias sociales, las personas tienen un derecho, en realidad casi una obligación moral, de devolver las acciones con la misma moneda.15 Por consiguiente, según los estándares culturales comunes, la bondad se devuelve con bondad y la hostilidad con hostilidad. Responder a la bondad con hostilidad sería vergonzoso; y mientras una reacción amorosa a la bestialidad de otro es admirable, es de aquel tipo de acciones que quedan reservados a lo espiritualmente trascendente. El segundo imperativo es el de la retribución. Mientras es apropiado en virtud de la reciprocidad imperativa devolver actos negativos con la misma moneda, cuando la hostilidad de otro no responde a ninguna provocación y carece de motivo, sobresale un segundo imperativo, el de castigar al provocador. No basta con que un ladrón atrapado con los bienes robados sea obligado a devolverlos al propietario a quien se los ha robado. El ladrón tiene que ser castigado por el crimen. Igualmente, si alguien gratuitamente arremete contra la obra de otro, la norma de reciprocidad invita a contraatacar; la norma de retribución da el derecho —si no el deber— de añadir peso punitivo al esfuerzo.

Con estas exigencias normativas situadas, resulta posible comprender la amplia participación en escenarios de hostilidad intensificada. En términos ordinarios, si uno cree que las acciones de otros son erróneas e inflige castigo, la víctima sentirá que es algo apropiado —en virtud de la convención de reciprocidad— devolver el castigo. Con todo, dado que la víctima puede a veces apreciar la base racional existente para el castigo, a menudo lo considerará como una hostilidad gratuita. Por consiguiente, la simple reciprocidad no basta; la víctima tiene el derecho de infligir un daño punitivo. Al enfrentarse con tales reacciones, el agente punitivo puede que se sienta justificadamente ofendido: su distribución bien intencionada y apropiada de castigos produce una revancha sin motivo. Un tipo de agresión así debe ser devuelta y castigada. Y así la pauta de agresión escalonada sigue hasta alcanzar un punto en el que la violencia física puede parecer plenamente apropiada.

Para ilustrar estas posibilidades, mis compañeros Linda Harris, Jack Lannamann y yo mismo 15 Véase, por ejemplo, Simmel (1950) y Gouidner (1960).

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perfilamos un estudio de investigación.16 Los participantes en la investigación respondieron a una serie de viñetas que describían una relación entre dos personas. En la primera viñeta un protagonista criticaba pacíficamente al otro. El relato se interrumpía en ese momento, y se pedía a los participantes que estimaran la probabilidad, deseabilidad y conveniencia de cada una de las acciones posibles en una serie. La lista de opciones iba desde acciones muy conciliadoras, en un extremo, a la violencia física en el otro. Así, por ejemplo, los participantes se documentaban sobre una joven pareja de casados. En la primera escena el marido criticaba pacíficamente la cocina de la esposa. Los participantes entonces clasificaban cada una de las acciones de una serie (que iba desde abrazar y besar a su marido hasta golpearle físicamente) en términos de su probabilidad, deseabilidad y conveniencia. Una vez que habían realizado sus estimaciones, los participantes pasaban la página y leían que la reacción de la esposa había sido intensificar la hostilidad, respondiendo a la crítica de su marido criticándola a su vez. De nuevo, el relato se detenía y se hacían estimaciones de las reacciones posibles que el marido podía tener ante la crítica de su esposa, juntamente con su deseabilidad y conveniencia. En el siguiente episodio los participantes encontraban a un marido más áspero en los comentarios sobre su esposa, y así sucesivamente. Ocho ejemplos de intensificación les eran proporcionados de este modo a los participantes, que hacían sus evaluaciones tras cada uno de ellos.

Los resultados, representados en la figura 9.1, son ejemplares en cuanto a la pauta general de las evaluaciones de cada uno de los relatos y de todas las tres medidas. La figura muestra las estimaciones de probabilidad medias para las opciones más hostiles (combinadas) y las opciones más conciliadoras (combinadas). Tal como se muestra, la probabilidad estimada de las opciones hostiles aumenta durante los ocho intervalos, mientras que la probabilidad de opciones conciliatorias decrece. Los resultados demostraban ser altamente fiables sobre una base estadística y sugerían que interveníamos en un escenario altamente convencionalizado en la cultura.

Figura 9.1. Probabilidad estimada de la agresión (linca continua) y conciliación (línea discontinua) para protagonistas de sexo masculino y femenino

Sin embargo, más interesante es que esta misma pauta de hostilidad creciente y decreciente conciliación quedaba puesta de manifiesto en las estimaciones tanto de deseabilidad como de conveniencia. Es decir, los participantes en la investigación no sólo consideraban la hostilidad

16 Para una descripción completa de la investigación, véase Harris, Gereen y Lannamann (1986).

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creciente probable, sino también como apropiada y plausible. Aunque al principio del escenario los participantes nunca recomendaban que el marido o la esposa arrojaran los platos al suelo, al final de los cuatro intercambios estaban bastante deseosos de confirmar esta opción. La trayectoria dentada caracterizada en la figura es el resultado de las estimaciones que los participantes hacían de la oposición marido-esposa en el relato. Resulta interesante señalar que la muestra en general daba más hostilidad a la esposa que al marido. Ninguno dé ellos aconsejaba que el marido golpeara a la esposa, pero muchos querían dejar constancia del uso de la violencia física por parte de la esposa.

Tal como sugiere esta investigación, cuando la hostilidad pacífica se expresa, parece apropiado y deseable en cuanto al objetivo responder también con hostilidad. Y aunque ni el participante puede inclinarse hacia un antagonismo cada vez más agrio, este primer intercambio invita a los participantes a comprometerse en un escenario cultural ampliamente compartido. Cada uno puede correctamente atacar al otro dentro de una intensidad ligeramente creciente, y a medida que el escenario se despliega es poco lo que uno u otro pueden hacer —al menos dentro de los rituales de hostilidad actualmente disponibles— para cambiar la dirección de los acontecimientos.

Desde luego, esta ilustración está altamente delimitada y es artificial.17 Su propósito no es el de dar una base para la generalización y la predicción sino ofrecer un modo de comprender la actividad social. A este nivel la pauta esta en consonancia con una miríada de otras circunstancias desde el nivel de lo doméstico al de lo internacional. Del mismo modo que marido y esposa entran en una relación de hostilidad que a menudo crece de un modo acumulativo entre ambos cónyuges, los gobiernos a menudo entran en una lucha de amenaza y contramenaza mutuas, ataque verbal y contraataque asalto armado y contraasalto, hasta que se alcanza como resultado una mayor pérdida en número de vidas y propiedades destruidas. La incapacidad tanto de los Estados Unidos como de cualquiera de sus antagonistas de las ultimas décadas (por ejemplo. Corea, Vietnam, Cuba, la extinta Unión Soviética, Libia o Irak), para dejar el campo de la mutua hostilidad de un modo voluntario sugiere que el ritual es ampliamente compartido. Las normas de reciprocidad y de retribución puede que dejen a los Estados nación, no menos que a los individuos singulares, con pocos cursos alternativos de acción.18

Según los criterios empiristas tradicionales, la labor del científico se completa cuando la investigación «ha cincelado la naturaleza». En cambio el objetivo construccionista es aquí transformativo: generar alternativas a las pautas existentes de acción. Se pasa de esculpir a enriquecer la naturaleza Por consiguiente, explicar las pautas de la hostilidad creciente es sólo un principio. Si esta particular construcción parece plausible y convincente y si uno encuentra la pauta perturbadora y por tanto cambiable entonces el reto consiste en generar posibilidades alternativas. ¿Existen otros movimientos que puedan realizar los participantes en el escenario tradicional, tal vez durante sus primeros estadios, para prevenir resultados desastrosos? ¿Puede el científico o el profesional en ejercicio asignar o inventar acciones que puedan inserirse plausiblemente en la pauta en desarrollo, permitiendo así a las parejas en conflicto o a las naciones enfrentadas trascender o abandonar esa secuencia demasiado «lógica»? Examinaré estas posibilidades a continuación. 17 En un estudio mas amplio de los conflictos que se producen naturalmente en las familias Vuchmich (1984) ha demostrado secuencias relaciónales notablemente estables 18 Resulta interesante señalar que en la ulterior investigación utilizando un intercambio hostil entre dos hombres, los que respondieron a las preguntas llegaron a recomendar y tolerar la violencia física como resultado de su intercambio acalorado, pero cuando se les pedía medios alternativos para resolver sus diferencias, no podían dar con ninguno, salvo a través de la intervención externa.

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escenarios emocionales: expandiendo el espectro

En un trabajo más reciente hemos ampliado y enriquecido el enfoque relacional al explorar una variedad de emociones diferentes —incluyendo el peligro, la depresión y la felicidad— como narraciones vividas. Hemos intenntado situar las realizaciones emocionales («expresiones») dentro de escenarios relaciónales más amplios de los que derivan su inteligibilidad. En este caso la estrategia de investigación ha sido más abierta de miras que anteriormente.19 En lugar de intensificar una única pauta, como sucede en el caso de la hostilidad intensificada, exploramos la posibilidad de escenarios múltiples. Parecía plausible que cualquier expresión emocional pudiera incrustarse en una diversidad de secuencias o escenarios comunes, así como un movimiento dado del torso puede figurar en una diversidad de rutinas gimnásticas. Una emoción como es el enfado, por ejemplo, puede ser una reacción inteligible a una diversidad de circunstancias (como frustración, ataque, decepción) y puede, simultáneamente, ofrecer a los demás una variedad de reacciones posibles. Efectivamente, pueden haber múltiples escenarios, una de cuyas partes integrales es la emoción. Esta técnica de exploración parece también fructífera al subrayar las diferencias existentes entre escenarios efectivos o deseados e inefectivos o defectuosos. Como en el caso de la hostilidad escalonada, algunas pautas convencionales de intercambio conducen a las personas en direcciones no deseadas. Sin embargo, al ampliar la gama de rutinas posibles, parece posible aislar las formas prometedoras de las, por contraposición, formas malogradas de intercambio. En efecto, al usar procedimientos abiertos podemos ser sensibles a los diversos medios «populares» de evitar las pautas indeseables y repetitivas. Podemos descubrir secuencias poco usadas, aunque potencialmente válidas, que pueden compartirse de un modo más amplio en el seno de la cultura.

El procedimiento empleado en estos diversos casos era idéntico. A un grupo inicial de algo más de veinte participantes, estudiantes universitarios todos ellos, se les presentó una viñeta en la que se les hablaba de un amigo que les expresaba algunas de una serie de emociones. Característicamente, el amigo era un compañero de habitación que entraba en la habitación y expresaba una emoción dada (como «estoy realmente enfadado contigo», «me siento muy deprimido», o «estoy tan contento»). En cada caso a los participantes en la investigación se les preguntaba cómo responderían a es expresión. Como resultado del análisis preliminar se hacía evidente que este tipo de expresiones engendrarían sólo una forma única de réplica: una investigación de la causa. En efecto, las personas difícilmente se sienten libres para replicar a la expresión de emoción de un amigo de un modo aleatorio. Para seguir siendo inteligible mediante estándares culturales, uno tiene que buscar en la fuente. Y dado el marco de las narraciones vividas, es también posible determinar la función de esta investigación. Lejos de ser una formalidad cultural, permite al actor establecer las bases para el escenario resultante. Diciéndolo de otro modo, la expresión emocional de otro es en sí misma carente de sentido, simplemente un caso aleatorio, hasta que se sitúa en un contexto narrativo, es decir, hasta que se les proporcionan antecedentes que la hacen apropiada. La respuesta a la pregunta: «¿Por qué te sientes...?» proporciona al que escucha una indicación de qué relato está siendo representado. Dicho más metafóricamente, la respuesta sirve de invitación al que escucha para participar en un juego o danzas específicos- la respuesta «nombra el juego» e invita a participar. Sin esta información resulta imposible al que lo recibe responder de un modo sensible o apropiado. 19 Estoy profundamente en deuda con Wendy Davidson por su ayuda en esta investigación.

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A los participantes en la investigación se les proporcionó una respuesta preparada: el compañero de habitación estaba enfadado porque el blanco de su ira (el participante en la investigación) había mostrado una mala nota a un amigo mutuo cuando había jurado que no la revelaría; estaba deprimido a causa de un sentimiento general de que nada le salía como debía las clases habían ido de mal en peor, había tenido un desengaño amoroso no había dormido y demás; estaba alegre porque todo iba bien, incluyendo las clases y una relación íntima. A los participantes en la investigación se les pidió entonces que indicaran cómo responderían a esta explicación Llegados a este punto de la investigación se habían alcanzado dos rondas de turnos (o interacciones) La expresión de emoción de A La pregunta de B sobre la causa El establecimiento por parte de A del contexto La reacción de B

Esta gama de escenarios parcialmente completos se utilizó entonces como la reserva de muestra para explorar una tercera ronda de turnos. Los protocolos de la muestra se seleccionaron aleatoriamente a partir de un contingente inicial de intercambios y fueron presentados a un nuevo grupo de participantes en la investigación. A este nuevo grupo se le pidió que se pusiera en el lugar del compañero de habitación (1) que inicialmente había emitido la expresión emocional, y explicaran por qué se sentían de ese modo y luego se confrontaba con la respuesta del compañero de habitación. ¿Cómo responderían ahora? ¿Qué dirían ahora? (A los participantes también se les dijo —tanto ahora como antes— que indicaran si consideraban que la secuencia había alcanzado un final o no, es decir, si había algo más qué decir o bien si se sentían perplejos, qué podría añadirse. Tales indicaciones se consideraron como señales del cierre de un escenario, y no se hicieron más investigaciones.)

Las respuestas obtenidas en cada fase de estas muestras de escenario fueron entonces categorizadas. ¿Podríamos nosotros, como participantes culturales, asignar las categorías en las que las diversas respuestas a las diversas coyunturas podían fácilmente ser situadas? Con este tipo de simplificación esperábamos que sería posible asignar formas ampliamente convencionales o genéricas. A medida que esta caracterización avanzaba se hizo evidente que, en cualquier estadio de cualquier intercambio, más del 90 de las respuestas podían asignarse fácilmente o sin esfuerzo en una de tres categorías. Efectivamente, parece que en cada punto de elección en los escenarios que se desarrollan, los participantes, en general, se enfrentaban, al menos, a tres alternativas inteligibles. La generalidad y los límites de esta pauta quedaban por explorar.

A fin de apreciar los hallazgos de las indicaciones de personajes o papeles, examinemos los escenarios de enfado representados en la figura 9.2. El caso resulta particularmente interesante a la luz de los resultados del primer estudio sobre la hostilidad intensificada. Tal como la esquematización hace evidente, vemos primero que la interacción inicial está compuesta por la pareja familiar: la expresión de enfado y la consiguiente investigación de su razón de ser. En la segunda interacción, la explicación del enfado se da (tal como se ha descrito antes) y los participantes en la investigación generan tres opciones principales. La opción escogida más comúnmente era el remordimiento («Siento mucho haber herido tus sentimientos»). La segunda reacción más frecuente fue el reencauzamiento. La respuesta de reencauzamiento es aquella en la que el interlocutor intenta redefinir el acontecimiento precipitador de tal modo que el enfado deje de ser la respuesta idónea. En el caso que nos ocupa, dominaban dos formas de reencauzamiento, la primera, una excusa basada en la ignorancia relativa al deseo de que la información permaneciera en secreto («No sabía que querías que la nota se mantuviera en secreto»), y la segunda, una afirmación de intención positiva («Sólo lo hice porque pensé que podría ayudarte»).

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En la tercera posición en cuanto a la frecuencia con que fue seleccionada está la respuesta de enfado («¿No crees que te estás pasando un poco? No es tan importante»).

Figura 9.2. Escenarios emocionales del enlado

Esta última pauta señala una limitación importante en el estudio anterior de la hostilidad intensificada. Aunque la intensificación de la hostilidad es un escenario común en nuestra cultura, no es ni esencial ni necesario (es decir no es algo biológicamente requerido). Más bien, es una opción posible entre muchas, pero por lo menos en el caso que nos ocupa, no es la que se prefiere de un modo típico.

Tal como lo demuestra la figura, a partir de la tercera interacción, se percibe una ruptura natural en el intercambio, y los participantes encuentran posible poner punto final al escenario. El antecedente más favorecido de la finalización es la expresión de remordimiento en la segunda interacción Si el remordimiento se expresa en este caso, dos de las tres respuestas (y las dos mas favorecidas) llevan al final de la narración. El remordimiento probablemente ira seguido de la compasión («Está bien. En realidad no importa tanto, supongo»), por la cautela («Bien, espero que nunca lo vuelvas a hacer»). La respuesta de reencauzamiento en la segunda interacción es algo menos fructífera en llevar a un fin el escenario. De las tres opciones seleccionadas por los participantes, sólo la reacción menos preferida (la de la compasión) consigue dar al escenario una rápida conclusión.

La reacción más frecuente de reencauzamiento, sin embargo, es un intento por parte del realizador emocional de reencauzar aún una vez más en general a fin de restituir la validez de la afirmación inicial de enfado («Sabias muy bien que no me ayudaría»). Sin embargo, una reacción muy común a esta respuesta de reencauzamiento es sencillamente mayor enfado aún Reencauzar puede ser considerado como un insulto en la medida en que desafia la capacidad del actor para comprender la situación. Por consiguiente, reencauzar simultáneamente deslegitima el enfado, evita admitir la propia culpabilidad y denigra al actor por su pobre comprensión. En cualquier

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caso, si el reencauzamiento engendra enfado, el escenario no logra concluir Una imagen similar surge cuando examinamos la reacción airada al enfado' Cuando se produce, la réplica más común es la de enfadarse aún más En efecto estos últimos resultados proporcionan una contestación al estudio de la hostilidad intensificada.

Podemos derivar una comprensión más plena de estas pautas relacionados a partir de una breve comparación de los escenarios de enfado con aquellos que implican depresión o felicidad (figuras 9.3 y 9.4). En caso de la depresión, el reencauzamiento («Oh, las cosas no están tan mal como las ves») el consejo («Si quisieras sólo trabajar un poco más duro, estoy seguro que lo lograrías») y la conmiseración («Sé exactamente como te sientes») son las reacciones mas comunes. Y de las reacciones consiguientes a estos movimientos solo dos opciones conducen a un final de la historia. Aparentemente, ofrecer consejo no es la respuesta más efectiva a la expresión de depresión; de hecho, existe al menos una pequeña posibilidad de que precipite el enfado. Si la introducción del enfado en un escenario de depresión sirve de apertura para una nueva gama de escenarios o no (implicando ahora la interpretación del enfado como en la figura 9.2), es algo que queda por explorar. Además, si uno expresa conmiseración por la depresión, existe una alta probabilidad de que resulten expresiones aún más intensas de depresión. En esta coyuntura, la opción de reencauzamiento parece más prometedora para llevar a una conclusión el escenario de depresión.

Figura 9.3. Escenarios emocionales de la depresión

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Figura 9.4. Escenarios emocionales de la felicidad

En relación con las expresiones de felicidad, la reacción de lejos más común (la del 70 de

los participantes) es la de empatia («Esto me alegra a mi también»). Esta respuesta también circunscribe las reacciones subsiguientes del iniciador; otra expresión de felicidad por su parte característicamente conduce el escenario a una conclusión. Casi el mismo resultado se obtiene si uno responde a la alegría con confirmación («Esto está realmente muy bien par tí»). El escenario rápidamente finaliza con la ulterior expresión de contento por parte del iniciador. Sin embargo, tal como las cifras demuestran, los escenarios de felicidad no siempre se completan tan rápidamente. En particular la expresión de felicidad por parte de un amigo puede con un leve grado de probabilidad, conducir a una expresión de celos Si esta reacción se produce, una gama de reacciones posibles, incluyendo la culpabilidad, el enfado y la ofensa pueden ser desencadenadas en el actor, y el escenario queda abierto a ulteriores iteraciones.

Claro que estas exploraciones son sólo ilustrativas. Sin embargo, dentro del presente marco sugieren que: • Se requieren marcadores de conversación (u otras pistas abiertas) para que los participantes coordinen sus acciones en un escenario único. • Una vez que el escenario está en marcha, existen múltiples opciones para la transformación; cualquier fragmento particular o secuencia de fragmentos puede utilizarse dentro de un escenario inteligible o más de uno. La apertura de un escenario no necesariamente indica ni su forma subsiguiente ni su clausura. Al mismo tiempo esta libertad no es infinita; la tradición cultural trunca ampliamente las posibilidades de acción inteligible. • Los escenarios emocionales de un modo casi invariable concluyen con una expresión que puede ir desde sentimientos neutros a la felicidad. Parece difícil en la cultura contemporánea completar un escenario con una representación de enfado, celos, depresión, miedo o similares. • Los escenarios que empiezan con una realización emocional positiva parecen ser menos

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extensos que aquellos en los que la emoción negativa es central. Dada la dificultad de concluir un escenario con una emoción negativa, parece que en la cultura contemporánea las emociones negativas se clasifican como «problemas a resolver» («¿Cómo podemos mitigar la depresión de Harry?»), como indicadores del algún otro problema («¿Qué sucede con mi conducta que tanto te enfada?»). En este sentido, el escenario típico implica una emoción negativa que se aproxima a la novela o la comedia aristotélicas. Ambas formas narrativas comienzan en un nivel positivo, los protagonistas entonces se ven impelidos a lo largo de una pendiente narrativa, y el resto del relato se ocupa en restablecer un nivel positivo (armonía, éxito).

De un modo más amplio, los escenarios emocionales se semejan a formas de danza cultural; las formas disponibles pueden ser limitadas, pero las convenciones están sujetas a erosión o acrecentamiento históricos. Sería útil en este punto explorar las variaciones en los escenarios comunes, así como las formas comunes de las personas de subvertir o escapar a sus exigencias. Las consecuencias terapéuticas también tienen que elaborarse. Los problemas emocionales, desde esta perspectiva, pueden provenir de precarias habilidades o precaria formación en los escenarios comunes de la cultura, o de una incapacidad para situar alternativas a aquellas otras que impulsan las relaciones al desastre. Finalmente, tenemos que prestar atención a las pautas de relaciones más amplias en las que se incrustan los escenarios emocionales. Al igual que centrarse en las emociones individuales se considera inútil, la exploración de los escenarios microsociales tiene también limitaciones importantes. Este tipo de escenarios no simplemente se materializan dentro de la diada; cada escenario puede desempeñar un papel importante en un complejo de relaciones más amplias. Los horizontes de la teoría y de la práctica se ven, por consiguiente, también ampliados.

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Capítulo 10 Trascender la narración en el contexto terapéutico

La terapia tradicional se ha centrado en los problemas de la mente individual; los terapeutas familiares se abren paso hacia una comprensión más amplia de los procesos sociales; tanto unos como otros siguen ampliamente comprometidos con los conceptos gemelos de unidad disfuncional y de cura terapéutica. Desde un punto de vista construccionista, el acento se desplaza desde la mente individual a la gestión conjunta de la realidad, y desde la cura a la pragmática del significado en el contexto social. Un vehículo de primera magnitud para generar significado es la narración. Sin embargo, la terapia construccionista finalmente tiene que llevar más allá la tarea de reconstruir las narraciones. El problema no es el de establecer una nueva narrativa, sino el de trascender su alojamiento narrativo. Cuando las personas acuden a la psicoterapia tienen una historia que contar; frecuentemente un relato turbado, hiriente o airado de una vida o de una relación ahora deteriorada. Para muchos se trata de un relato de los acontecimientos calamitosos que conspiran contra un sentido de bienestar, de autosatisfacción o de eficacia. Para otros el relato tal vez concierna a fuerzas no visibles y misteriosas que se han insinuado en las secuencias organizadas de la vida, desbaratándolas y destruyéndolas. Y para otros aún es como si, bajo la ilusión de saber cómo es el mundo o cómo debe ser, de algún modo hubieran tropezado con el trastorno para el cual la explicación favorecida de las cosas no les ha preparado. Han descubierto una realidad terrible que ahora drena la lógica de todas las comprensiones pasadas. Con independencia de cuál sea su forma, el terapeuta se enfrenta a una narración, a menudo persuasiva y absorbente, que puede acabar en un breve período o prolongarse durante semanas o meses. En cierto momento, sin embargo, el terapeuta tiene que responder inevitablemente a la relación hecha de las cosas, y con independencia de lo que venga a continuación en el procedimiento terapéutico, su significación se basa en la respuesta dada. ¿Qué opciones son asequibles al terapeuta ahora cuando contribuye al escenario relacional? Por lo menos una opción está generalizada en la cultura y, a veces, se utiliza también en el tipo de ayuda socio-psicológica, en la praxis del trabajo social y en las terapias a corto plazo: la opción consultiva. El relato del cliente/paciente sigue relativamente no violado; los términos de su descripción y las formas de su explicación siguen incontestadas de un modo significativo. Lo que el asesor intenta hacer es localizar formas de acción efectiva «en las circunstancias» en tanto que narradas. Así, por ejemplo, si el individuo habla de que se siente deprimido a causa de un fracaso, el asesor buscará los modos de restablecer la eficacia. Si el cliente o el paciente se ha vuelto inefectivo a causa de la aflicción o el dolor, el asesor puede sugerir un programa de acción para superar el problema. De hecho, el asesor acepta el relato de la vida del cliente como algo que aquél tiene por fundamentalmente exacto, y concreta el problema en la asignación de formas destinadas a mejorar la acción en los términos del relato. Es mucho lo que cabe decir en nombre de la opción consultiva. Dentro del ámbito de lo relativamente ordinario, es «razonable» y probablemente efectiva. Aquí existe una materia vital del hacer frente a las cosas cotidiano. Con todo, para aquellos clientes o pacientes más seriamente crónicos o profundamente perturbados, la opción consultiva tiene graves limitaciones. De entrada, en escasa medida intenta enfrentarse a los amplios orígenes del problema o a los modos complejos como se sostiene; el asesor está en primer lugar preocupado por asignar un nuevo curso de acción. Con independencia de cuál sea la cadena de antecedentes, simplemente siguen siendo los mismos, y a menudo continúan operando como amenazas para el futuro. Además, la opción consultiva escasamente intenta sondear los contornos del relato, para determinar su

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utilidad relativa o viabilidad. ¿Podría el cliente estar desincronizado o definir las cosas de un modo algo menos que óptimo? Este tipo de preguntas a menudo permanecen inexploradas. El aceptar «el relato tal como es contado» asegura que la definición del problema también quedara fijada, limitando por consiguiente la gama de opciones para la acción. Si el problema fuera el fracaso, por ejemplo, se engranarán opciones tendentes a restablecer el éxito, y otras posibilidades se abrirán paso en los márgenes de la plausibilidad. En el caso crónico o grave, asignar alternativas de acción parece demasiado a menudo un paliativo superficial, ya que para alguien que se sienta frustrado, poco reconocido y desesperado durante un período de años, el simple consejo de vivir puede que no pase de ser palabras lanzadas al viento. En el capítulo 1 quise explorar dos alternativas más sustanciales a la opción consultiva. La primera la representan las formas más tradicionales de psicoterapia y práctica psicoanalítica. En su depender de diversas suposiciones neoilustradas dominantes en las ciencias de esta centuria, esta orien-tación hacia las narraciones del cliente/paciente puede considerarse como moderna (véase también el capítulo 4). En cambio, buena parte del pensamiento del ámbito posmoderno —y, de un modo más específico, el del enfoque construccionista posmodemo— constituye un poderoso reto para la concepción moderna de la narración. Narraciones terapéuticas en un contexto moderno Mucho es lo que se ha escrito sobre la modernidad en las ciencias, la literatura y las artes, y difícilmente encuentro aquí el contexto para una revisión cabal.1 Con todo, resulta útil, examinar brevemente un conjunto de supuestos que han guiado las actividades en las ciencias y las especialidades afines de la salud mental, ya que esta gama de suposiciones son las que han dado ampliamente forma al tratamiento terapéutico de las narraciones del cliente/paciente. La época moderna en las ciencias ha sido aquella que, ante todo, ha estado comprometida con la elucidación empírica de las esencias. Con independencia de cuál sea el carácter del átomo, del gen o de la sinapsis en las ciencias naturales, o los procesos de percepción, de la toma de decisiones en la economía o el desarrollo organizativo en el de las ciencias sociales, el objetivo primero ha sido el de establecer cuerpos de conocimiento sistemático y objetivo. Tal como debiera quedar claro, tanto la metateoría empirista como la psicología cognitiva del tipo de la que he examinado en capítulos precedentes son quintaesencialmente modernas. Desde el punto de vista moderno, el conocimiento empírico se comunica a través de los lenguajes científicos. Las narraciones son esencialmente estructuras de lenguaje y en la medida en que se generan en el medio científico pueden, según la exposición moderna de las cosas, funcionar como vehículos del conocimiento objetivo. Por consiguiente, las narraciones del novelista son calificada de «ficción» y tenidas por poco importantes para los serios propósitos científicos. Las narraciones que la gente hace de sus vidas, qué les ha sucedido y por qué, no son necesariamente ficciones, pero, tal como el científico conductista proclama, son notoriamente inexactas e informales. Por consiguiente, son tenidas en escasa consideración para la comprensión de la vida del individuo y muchos menos preferibles que las explicaciones empíricamente basadas del diestro científico. En consecuencia, a la explicación científica de estas cosas se le otorga la más alta credibilidad, asignándole un lugar aparte y privilegiado respecto al tejido doméstico de relatos de la vida cotidiana y de los mercados del entretenimiento público. Las especialidades que se ocupan de la salud mental en la actualidad son en gran medida una

1 Para estudios más detallados sobre la modernidad, véanse Berman (1982) Frisbv (1985) Giddens (1991) y Gergen (1991b).

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excrecencia del contexto moderno que comparte profundamente sus suposiciones. Por consiguiente, desde Freud a los terapeutas cognitivos contemporáneos, la creencia general ha sido que el terapeuta profesional funciona (o idealmente debe funcionar) como un científico (véase también el capítulo 6). En virtud de la formación científica, la experiencia de investigación, el conocimiento de la literatura científica y las incontables horas de observación sistemática, y a través de la situación terapéutica, el especialista está armado con el saber. Ciertamente, el saber contempera^ neo es incompleto, y siempre se requiere más investigación. Pero el conocimiento del especialista contemporáneo es muy superior al de los terapeutas de finales del siglo XIX, de modo que, según se dice, el futuro sólo puede deparar mayores perfeccionamientos. Por consiguiente, con pocas excepciones, las teorías terapéuticas (ya sean conductistas, sistémicas, psicodinámicas o experimentales/humanistas) contienen suposiciones explícitas relativas a (1) la causa subyacente o base de la patología; (2) la ubicación de esta causa en el paciente/cliente o en sus relaciones; (3) los medios a través de los que los problemas pueden ser diagnosticados; y (4) los medios a través de los que la patología puede ser eliminada. En efecto, el especialista profesionalmente adiestrado ingresa en el ámbito terapéutico con una narración bien desarrollada que goza de un amplio apoyo en la comunidad de colegas científicos. Este trasfondo establece la postura que adopta el terapeuta respecto a la narración del cliente, ya que la narración del cliente está, al fin y al cabo, tejida con la liviana materia de los relatos cotidianos: plena de extravagancia, de metáfora, de ilusiones y recuerdos distorsionados. La narración científica, en cambio, cuenta con el sello de la aprobación profesional de la especialidad. Desde esta atalaya resulta claro que el proceso terapéutico tiene que redundar inevitablemente en la lenta, aunque inevitable, sustitución del relato del cliente/paciente por el del terapeuta. El relato del cliente/paciente no sigue siendo una reflexión independiente sobre la verdad, sino más bien, cuando las preguntas se plantean y se responden, las descripciones y explicaciones se reencauzan y la afirmación y la duda son diseminadas por el terapeuta, la narración del cliente/paciente o es destruida o queda incorporada —pero en cualquier caso sustituida— por la exposición especializada del profesional. El psicoanalista transforma la exposición del cliente/paciente en un relato de familia o en una novela, el seguidor de Rogers en una lucha contra la consideración condicional, y así sucesivamente. Este proceso de sustituir el relato del cliente/paciente por el del especialista profesional ha sido ampliamente descrito por Spence en su Narrativo Truth ana Historical Truth (1982). Tal como Spence resume:

«[el terapeuta] está constantemente tomando decisiones sobre la forma y la condición del material del paciente. Las convenciones específicas de escucha... ayudan a guiar esas decisiones. Por ejemplo, si el analista supone que la contingüidad supone causalidad, entonces oirá una secuencia de enunciados desconexos como una cadena causal; en algún momento posterior, puede que haga una interpretación que haría que esta suposición se explicitara. Si supone que la transferencia predomina y que el paciente siempre habla, de una forma más o menos disfrazada, del analista, entonces "oirá" el material en ese sentido y hará cierto tipo de evaluación sobre la marcha del estado de la transferencia» (pág. 129).

Estos procedimientos de sustitución tienen de hecho algunas ventajas terapéuticas. En relación a una de ellas, cuando el cliente alcanza «la intuición real» de sus problemas, la narración problemática queda eliminada. El cliente/paciente pasa entonces a estar dotado con una realidad alternativa que sostiene la premisa de un futuro bienestar. En efecto, el relato de fracaso con el que el cliente entró en la terapia se ha intercambiado por una invitación a un relato de éxito. Y, al igual que la opción consultiva que antes perfilé, el nuevo relato probablemente sugerirá líneas alternativas de acción, como es formar o disolver relaciones, operando bajo un

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régimen cotidiano, sometiéndose a procedimientos terapéuticos, y así sucesivamente. En el relato del profesional existen nuevas cosas, y más optimistas, que hacer. Y al dar al cliente una formulación científica, el terapeuta ha desempeñado su papel fijado en la familia de rituales culturales en la que el ignorante, el fracasado y el débil buscan consejo en el sabio, el superior y el fuerte. En realidad se trata de un ritual de consolación para todos aquellos que quieran someterse. Con todo, a pesar de estas ventajas, existe una razón sustancial de preocupación. Las principales imperfecciones en la orientación moderna de la terapia ya han sido señaladas. Tal como perfilé en capítulos anteriores, el enfoque tradicional favorece una forma de culpa personal, a menudo es ciego a las condiciones sociales en las que se desarrollan los problemas, frecuentemente se muestra insensible u opresivo al tratar a las mujeres o a las minorías, supone un enfoque empirista injustificado del conocimiento mental, y al reificar el trastorno mental puede generar y sostener el déficit cultural. Además de estos problemas, existen imperfecciones específicas en la orientación moderna de la narración del cliente/paciente. Existe, por mencionar uno, una imperiosa confianza sustancial en el enfoque moderno. No sólo la narración del terapeuta nunca se ve amenazada, sino que el procedimiento terapéutico prácticamente asegura que se trata de una narración que será justificada. Utilizando los términos de Spence, «el espacio de búsqueda [en la interacción terapéutica] puede expandirse infinitamente hasta que la respuesta [del terapeuta] sea descubierta y... no haya posibilidad de hallar una solución negativa, de decidir que la búsqueda [del terapeuta] ha fracasado» (pág. 108). Por consiguiente, con independencia de la complejidad, sofisticación y valor de la exposición que haga el cliente/paciente de las cosas, prácticamente ha de ser sustituida por una narración creada con anterioridad a su entrada en la terapia y según los contornos sobre los que el cliente/paciente no tiene control alguno. No es simplemente que los terapeutas de una escuela determinada garanticen que sus clientes saldrán creyendo en una exposición particular de las cosas. En virtud de las ontologías limitadas, la meta final de la mayoría de escuelas de terapia es hegemónica. Todas las demás escuelas de pensamiento y sus narraciones asociadas, sucumbirán. En general, los psicoanalistas quieren erradicar la modificación de la conducta, los terapeutas conductistas-cognitivistas consideran la terapia de sistemas como equivocada, y así sucesivamente. Con todo, la mayoría de las consecuencias inmediatas y potencialmente perjudiciales se reservan al cliente/paciente, ya que al final, la estructura del procedimiento da al cliente/paciente una lección de inferioridad. Al cliente/paciente se le informa indirectamente de que es ignorante, insensible o emocionalmente incapaz de comprender la realidad. En cambio, el terapeuta se posiciona como el omnisciente y sabio, un modelo al que podría aspirar el cliente/paciente. La situación es especialmente lamentable debido al hecho de que, al ocupar el papel superior, el terapeuta no logra revelar sus debilidades. Aunque en ninguna parte se han hecho conocer fundamentos inseguros de la exposición del terapeuta, casi en ningún lugar salen a la luz las dudas personales, las manías y las inferioridades del terapeuta. Y de este modo el cliente se enfrenta a una visión de la posibilidad humana que es tan inalcanzable como el heroísmo de una película de Hollywood. La orientación moderna también adolece de una fijeza de formulaciones narrativas. Tal como hemos visto, los enfoques modernos de la terapia comienzan con una narración a priori justificada por pretensiones de poseer una base científica. Al ser sancionada como científica, esta narración está relativamente cerrada a toda modificación. Pueden realizarse modificaciones de orden menor, pero el sistema mismo lleva el peso de la doctrina establecida. En la medida en que este tipo de narraciones pasan a ser la realidad del cliente/paciente y guían sus acciones, las opciones de vida quedan gravemente truncadas. De todos los modos posibles de actuar en el mundo uno se sitúa en un curso que hace hincapié en la autonomía del ego, la autorrealizacion, la

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evaluación racional y la expresividad emocional dependiendo de la marca particular de la terapia que se escoja. O dicho de otro modo cada una de las formas de terapia moderna lleva consigo una imagen del «pleno funcionamiento» o del «buen» individuo; al igual que un figurín de moda, esta imagen sirve de modelo guía para la obtención del resultado terapéutico. Esta constricción de las posibilidades de vida es, de todas, la más problemática porque está descontextualizada. La narración del terapeuta es una tormalización abstracta separada de las circunstancias culturales e históricas. Las narraciones modernas no tratan de condiciones específicas de vivir en la pobreza de los barrios degradados, con un hermano que es enfermo de SIDA, con un hijo que tiene el síndrome de Down, con un jefe atractivo que es sexualmente solícito, y demás. En contraste con los complejos detalles que coronan los ángulos de la vida cotidiana -que son en realidad la propia vida-, las narraciones modernas no son específicas. Aspiran a una universalidad y dicen muy poco acerca de las circunstancias particulares Por consiguiente, estas narraciones se encuentran precariamente insinuadas en las circunstancias de la vida de un individuo. En este sentido son - toscas e insensibles, y no logran registrar las particularidades de los compromisos vitales del cliente/paciente. Hacer hincapié en la plena autorrealizacion de una mujer que vive en un hogar con tres niños pequeños y una suegra con la enfermedad de Alzheimer es probable que no sea beneficioso Presionar a un abogado de Park Avenue para que incremente su expresiva dad emocional durante sus rutinas diarias sera una dudosa ayuda.2

Realidades terapéuticas en un contexto posmoderno Tal como describí en los primeros capítulos, los argumentos que conducen al construccionismo plantean un reto importante al enfoque moderno del conocimiento y de la ciencia. En un sentido importante el construccionismo es hijo del «giro posmoderno» en la vida cultural.3 Este tipo de argumentos también se extienden a la crítica de la psicoterapia en el marco moderno. A medida que se presta más atención al problema de la representación, o a los medios a través de los cuales la «realidad» se expone en la escritura, las artes, la televisión y demás, los criterios para las representaciones exactas u objetivas son puestos en tela de juicio. Tal como argumenté en el caso de la escritura, por ejemplo, cada estilo o género literario opera según reglas o convenciones locales, y estas convenciones determinan ampliamente el modo como comprendemos el objeto putativo de la representación. Tal como vimos en el capítulo 7, el sentido de la objetividad es ampliamente un logro literario. Tal como subrayé en el capítulo 8, las exposiciones narrativas no son réplicas de la realidad, sino dispositivos a partir de los cuales se construye la realidad. La escritura científica, pues, proporciona una imagen de la realidad que no es más exacta que la ficción. Todas las exposiciones del mundo —míticas, científicas, misteriosas— están guiadas por convenciones basadas histórica y culturalmente. Este tipo de argumentos constituyen un desafío importante par la orientación moderna de la terapia. En principio eliminan la justificación tactual de las narraciones modernas de la patología y la cura, transformando estas exposiciones en formas de mitología cultural. Socavan el status incuestionado del terapeuta como autoridad científica con un conocimiento privilegiado de la causa y la cura. Las narraciones del terapeuta por consiguiente ocupan su lugar a lo largo de

2 Para una exposición amplia de los Problemas de la orientación moderna (o empirista fundamentalista) de psicoterapia, véase Ryder (1987). 3 Para referencias más amplias del giro posmoderno, véase el capitulo 2. En cuanto al estudio de la relación particular entre posmodernidad y práctica terapéutica, véanse Gergen (1991b), Ibáñez (1992) y Lax (1992).

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miríadas de otras posibilidades disponibles en la cultura, sin ser trascendentalmente superiores sino diferentes en cuanto a las consecuencias pragmáticas. Igualmente, tienen que plantearse preguntas significativas acerca de la práctica tradicional consistente en sustituir los relatos del cliente/paciente por las alternativas fijas y estrechas del terapeuta moderno. No existe justificación fuera de la pequeña comunidad de terapeutas animados por los mismos sentimientos para el hecho de hacer que el complejo del cliente y una vida ricamente detallada vaya comprendiéndose en una narración única y preformulada, una narración que puede ser de poca importancia o poco prometedora para las condiciones de vida subsiguientes del cliente/paciente. Y, finalmente, no existe ninguna amplia justificación para la jerarquía de status tradicional que tanto degrada como frustra al cliente/paciente. El terapeuta y el paciente/cliente forman ambos una comunidad a la que tanto uno como otro aportan recursos y a partir de la cual se puede dar forma a los contornos del futuro. Aunque estas diversas críticas cubren con un paño mortuorio la aventura moderna y desacreditan el optimismo que la acompaña, de la cenizas de la desconstrucción lentamente está cobrando forma una nueva concepción de la terapia. Sus primeros estadios encuentran su sostén en los escritos construccionistas de diferentes tipos —de Kelly y Maturana, y de von Glasersfeld—. Tal como indiqué en el capítulo 3, cada uno hacía un pronunciado hincapié en el mundo como algo construido por el sujeto individual; por consiguiente, cada uno desafiaba el enfoque moderno del conocimiento como una imagen exacta del mundo. La obra de Bateson y de sus colaboradores también hizo hincapié en las concepciones bolistas de la acción humana, desafiando el enfoque modernista de los individuos como esencias aisladas abrigando enfermedades que son sólo suyas. Estas concepciones fueron luego reforzadas por la cibernética y sus enfoques de los sistemas autoorganizativos y su pronunciada invitación a los terapeutas para buscar pautas de relación —especialmente en las familias— de las que los problemas del individuo no son sino un síntoma localizado. Esta obra se ha convertido en un trabajo multifacético y ricamente laminado (véanse Hoffman, 1992; Olds, 1992). El construccionismo —uno de los resultados más sugestivos del pensamiento posmoderno— proporciona ahora a estas aventuras nuevas formas de conciencia que ponen determinadas líneas de razonamiento en tela de juicio e introducen nuevas concepciones y prácticas. El construccionista coincide con el constructivista tanto en el rechazo del dualismo sujeto-objeto como en la presuposición relacionada de que el conocimiento es una representación exacta del mundo. Sin embargo, mientras que los constructivistas tienden a sustituir el dualismo por una forma de monismo cognitivo, los construccionistas se desplazan del mundo mental para pasar a centrarse en el dominio de lo social (véase el capítulo 3). La construcción del mundo tiene lugar no dentro de la mente del observador sino en las formas de relación. Este cambio es de importancia decisiva en cuanto a las consecuencias que tiene para la terapia. Del proceso mental al social. Tanto terapeutas modernos como constructivistas trabajan en la fontanería de las profundidades de la subjetividad del cliente: por ejemplo, la cognición del cliente, construcciones, significados. Para el construccionista, en cambio, el acento muda al dominio más accesible del discurso del cliente/paciente. La obra pionera de Watziawick, Beavin y Jackson (1967) sobre la pragmática del lenguaje terapéutico ha tenido una importante repercusión en el campo terapéutico. Sin embargo, esta obra, al igual que muchos de sus nietos (véase, por ejemplo, Reiss, 1981; Efran, Lukens y Lukens, 1990), ha hecho también un pronunciado hincapié en los procesos conceptuales o cognitivos individuales. Los escritos construccionistas, en cambio, mitigan o ponen entre paréntesis el interés por los constructos individuales, y centran su atención en el lenguaje como proceso microsocial. ¿De qué modo se

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estructura la vida? ¿Qué palabras se escogen? ¿Cuál es su repercusión? Los nuevos conceptos analíticos se están abriendo paso ahora en el ámbito terapéutico: conceptos de metáfora, metonimia, forma narrativa y similares. Este tipo de conceptos invitan a formular nuevas preguntas y nuevos modos de arranque terapéutico. El interés se desplaza a «los modos en que una pluralidad de perspectivas se coordinan en pautas coherentes de interacción, cada una de las cuales potencia y contrasta simultáneamente formas particulares de acción» (McNamee, 1991, pág. 191). Un terapeuta puede preguntar si los elementos de una autodescripción dada pueden incorporarse a través de la metáfora o la metonimia a una nueva forma de dar cuenta. ¿Hay narraciones alternativas que interpreten igualmente bien los hechos de la vida como algo dado? ¿Se puede dar cabida a una voz que ha sido marginada en el discurso para lograr una articulación mayor? ¿Puede ponerse entre paréntesis el contenido de los argumentos de una pareja («modos inefectivos de expresar las cosas») y dirigir su atención a las condiciones o a las pistas de que inducen a argumentar en sentido contrario a la cooperación? ¿Cuáles son los medios de desconstrucción y reconstrucción efectivas de la realidad del cliente/paciente? Para estudios pormenorizados de estas cuestiones, véanse Andersen (1991), White y Epston (1990), Goolishian y Anderson (1987) y Lax (1992). Hacia la igualación y la coconstrucción. El enfoque moderno del terapeuta como un cognoscente superior ha sido puesto en tela de juicio por los escritos constructivistas (Mahoney, 1991). Con todo, para la mayoría de los constructivistas el terapeuta sigue siendo independiente de la subjetividad del cliente/paciente y desde este punto de vista remoto e implícitamente superior intenta «perturbar el sistema» del cliente. Desde el punto de vista construccionista, sin embargo, la pérdida de autoridad del terapeuta es un dato primario; la jerarquía tradicional es desmantelada. En su lugar, el terapeuta ingresa en el ámbito no con una verdad superior sobre el mundo, sino en diversos modos de ser, incluyendo una gama de lenguajes. Tampoco estos modos de ser son inherentemente superiores a los del cliente/paciente. No son modos de vida, sino más bien formas de vida que, juntamente con las acciones del cliente, pueden engendrar alternativas útiles. Tal como los comentaristas expresan cada vez más, el terapeuta se convierte en un colaborador, un co-constructor de significado. Del diagnóstico y la cura a la responsabilidad cultural. En el enfoque moderno, el terapeuta de un modo característico asigna la enfermedad y la destruye: el proceso es el del diagnóstico y la cura. El modelo médico de enfermedad sigue siendo robusto. Aunque los constructivistas ofrecían una recusación importante de este enfoque, permaneció el omnipresente interés por los «problemas» que exigen «soluciones». Para Kelly (1955) habían constructos problemáticos, para los estructuralistas sistémicos hay pautas familiares disfuncionales, y así sucesivamente. Pero, a medida que el acento se desplaza a la construcción lingüística de la realidad, las enfermedades y los problemas pierden el privilegio ontológico. Dejan de estar «ahí» como constituyentes de una realidad independiente y se sitúan entre la gama de construcciones culturales (véase el capítulo 6). Por consiguiente, uno puede hablar de problemas, de sufrimiento y de alivio, pero este tipo de términos siempre se consideran que califican la realidad sólo desde una perspectiva particular. No hay problemas más allá del modo en que una cultura los constituye como tales. Por un lado, esta conclusión sugiere primero que el proceso de diagnóstico, o de «localizar el problema», es innecesario. En realidad, los argumentos desarrollados en el capítulo 6 sugieren que la existencia misma de categorías nosológicas y de cualificación de la enfermedad se suma incrementalmente al sentido cultural de debilitamiento. Igualmente problemático es el concepto relacionado de «cura». Si en la naturaleza no hay «enfermedades», entonces ¿qué quiere decir «cura»? Con todo, formular la pregunta a este nivel hace que la profesión toda se vea sacudida por ráfagas de dolor. Ya que si se sacrifica el concepto

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de cura, la función de la terapia también es puesta en tela de juicio. Si no hay problemas en realidad y tampoco soluciones, entonces, ¿cómo se justifica la terapia? ¿Por qué la gente buscaría ayuda terapéutica, por qué uno entraría en la especialización profesional, y por qué la gente sería gravada por estos servicios? Seguramente, en principio, la discusión de este tipo de preguntas carece de límites (¿Por qué, al fin y al cabo, uno debe hacer algo?... ¿Sólo porque existe una justificación adecuada?). Sin embargo, en último análisis no podemos eludir la cultura; no podemos quitarnos de en medio para preguntar cómo actuaríamos en un mundo que está sin construir. Podemos continuar representando los rituales en los que aceptamos a los demás como seres que tienen dolor real para el que existen curas reales, o podemos ubicar o desarrollar realidades alternativas. Pero no podemos vivir fuera de una constitución de lo real. Por consiguiente, no existe ningún argumento rotundo contra «los problemas del tratamiento» y hacer afirmación de la «cura» y el «progreso» terapéutico. Aquello que la perspectiva construccionista añade, sin embargo, son dimensiones reflexivas y creativas: reconoce la naturaleza contingente de las construcciones propias, es sensible para con sus posibles efectos, y demuestra una apertura a generar alternativas. En efecto, uno se ve así alentado a examinar las conclusiones de las propias elecciones, sus resultados y sus consecuencias para una variedad de puntos de vista, y el potencial de empeños alternativos. En el sentido más amplio esto es reconocer la cualidad de uno como miembro de una cultura, la propia participación continuada en los múltiples enclaves de significación. Las consecuencias plenas para un enfoque construccionista distan mucho de estar claras. Nos encontramos en una coyuntura crítica, en un punto de partida radical respecto a las suposiciones tradicionales sobre el conocimiento, las personas y la naturaleza de la enfermedad y de la cura. Ahora requerimos una deliberación y un examen esenciales, e incluso entonces tendremos sólo el combustible adicional para una conversación que, idealmente, no tendría fin. Es en este espíritu que presento los argumentos restantes. En algunos aspectos, las decisiones actuales acerca del significado narrativo en la terapia todavía conservan vestigios significantes de la cosmovisión moderna. Pero si el potencial del construccionismo posmoderno ha de realizarse completamente, hemos de ir más allá de la construcción narrativa. El último desafío para la terapia, aventuraría, no es tanto sustituir una narración impracticable por otra útil, sino permitir que los clientes/pacientes participen en el proceso continuo de creación y transformación del significado. Para apreciar esta posibilidad, tenemos que explorar ante todo la dimensión pragmática del significado narrativo. La pragmática de la narración Las exposiciones narrativas en un marco moderno sirven como representaciones potenciales de la realidad: son verdaderas o falsas en la medida en que se equiparan con los acontecimientos en la medida en que se producen. Si las exposiciones son exactas, también sirven como pistas para la acción adaptativa. Por consiguiente, en la terapia, si la narración refleja una pauta recurrente de acción inadaptativa, uno empieza a explorar los modos alternativos de comportamiento. Ahora bien, si capta los procesos formativos para una patología dada, se prescriben paliativos. En el seno del enfoque moderno, la narración del terapeuta cuenta con un status privilegiado a la hora de prescribir un modo de vida óptimo. En cambio, para la mayoría de los terapeutas formados en las perspectivas posmodernas, el interés moderno por la exactitud narrativa no es convincente. La verdad narrativa no puede distinguirse de la verdad histórica, y si se examina de cerca, incluso el último concepto resulta ser problemático. ¿Cuál es, pues, la función de la reconstrucción narrativa? Las exposiciones más estimulantes actualmente apuntan

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en la dirección del potencial de tales reconstrucciones para reorientar al individuo, para abrir nuevos cursos de acción que son más satisfactorios y más idóneamente adecuados a las capacidades y propensiones del individuo. Por consiguiente, el cliente/paciente puede modificar o mover anteriores narraciones no porque sean inexactas, sino porque son disfuncionales en sus propias circunstancias particulares. Hemos de plantearnos ahora una pregunta: ¿En qué sentido o sentidos, justamente una narración es «útil»? ¿Cómo guía, dirige o informa un lenguaje de la autocomprensión las líneas de acción? ¿Qué hace el relato por el cliente? Dos respuestas a esta pregunta impregnan en el momento presente los campos posempiristas, y las dos son imperfectas en sentidos significativos. Por un lado está la metáfora del lenguaje como una lente. Según esta exposición, una construcción narrativa es un vehículo a través del cual se ve el mundo. Es a través de la lente de la narración como el individuo identifica objetos, personas, acciones y demás. Y cabe argumentar que es sobre la base del mundo en tanto que visto, y no del mundo tal como es, como el individuo determina un curso de acción. Por consiguiente, aquel que ve la vida como una caída trágica percibiría los acontecimientos que en ella se desarrollan en estos términos. Con todo, tal como subrayé en el capítulo 3, adoptar esta posición equivale a considerar al individuo como aislado y solipsista, como quien simplemente se cuece en la salsa de sus propias construcciones. Las posibilidades de supervivencia son mínimas, ya que no hay escapatoria a la encapsulación dentro del sistema interno de constructos. Además, tal como vimos en el capítulo 5, una exposición como ésta genera una gama de problemas epistemológicos notorios. ¿Cómo, por ejemplo el individuo desarrolla esta lente? ¿De dónde proviene la primera construcción? Ya que, si no existe mundo salvo el que es internamente construido, no habría modo de comprender y, por consiguiente, de desarrollar o moldear la lente. ¿Cómo podemos defender el enfoque de que los sonidos y marcas empleados en el intercambio humano son de algún modo transportados en la mente para imponer orden en el mundo perceptivo? Ésta era, en realidad la propuesta de Whorf (1956), pero se trata de un enfoque que nunca logro ser algo más que controvertido. El argumento en favor del lenguaje como lente parece pobremente sostenido. La principal alternativa a este enfoque sostiene que las construcciones narrativas son modelos internos, formas de relato que pueden ser cuestionadas por el individuo como guías para la acción. Una vez más, no se argumenta en favor de la verdad del modelo; la narración opera simplemente como una estructura perdurable que informa y dirige la acción. Así pues, por ejemplo, una persona que se caracteriza a sí misma como un héroe cuyas gestas de valentía e inteligencia prevalecerán contra toda probabilidad encuentra la vida impracticable. Mediante la terapia se da cuenta de que un tipo de enfoque así no sólo lo sitúa en circunstancias imposibles, sino que trabaja contra los sentimientos de estrecha intimidad e interdependencia con su esposa y sus hijos. Elabora un nuevo relato en el que llega a considerarse a sí mismo como paladín no de sí mismo sino de su familia. Alcanzará su heroísmo a través de los sentimientos de felicidad de aquéllos y, por consiguiente, dependerá en un mayor sentido de las valoraciones que ellos hagan de sus acciones. Es esta imagen transformada la que ha de guiar sus acciones subsiguientes. Aunque esta posición expresa una cierta prudencia, es también problemática. Los relatos de esta variedad son, en sí, idealizados y abstractos. Como tales, a veces pueden regir la conducta en una interacción compleja en marcha. ¿Qué dice el nuevo relato acerca, por ejemplo,, de la mejor reacción al deseo de su esposa de que se pase menos horas trabajando y más en casa con la familia? ¿Cómo responderá él a una nueva oferta de empleo, sugestiva y beneficiosa, pero llena de riesgo? Los relatos como modelos interiores no solo están faltos de directrices específicas o implicaciones, sino que siguen siendo estáticos. El individuo se mueve a través de diversas situaciones y relaciones: uno de los padres muere, un hijo cae en las drogas una vecina atractiva

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actúa seductoramente, y demás. Con todo, el modelo narrativo sigue siendo inflexible, rígido y de pertinencia oscura. El «modelo en la cabeza» es ampliamente inoperante. Existe todavía un tercer modo de comprender la utilidad narrativa, aquel en el que se desarrolla el énfasis construccionista en la pragmática del lenguaje (queda detallado con mayor plenitud en el estudio de las autonarraciones del capítulo 8). Tal como propuse, las narraciones alcanzan su utilidad primeramente en el seno del intercambio social. Existen componentes constitutivos de las relaciones vigentes, esenciales para el mantenimiento de la inteligibilidad y la coherencia de la vida social, útiles al reunir a las gentes, al crear la distancia y demás. Los relatos del yo nos permiten establecer identidades públicas, hacer que el pasado sea aceptable y seguir los rituales de la relación con facilidad. La utilidad de estos relatos deriva de su éxito como movimientos dentro de los ámbitos relaciónales en términos de su adecuación como reacciones a movimientos previos o como a instigadores de lo que viene a continuación. Consideremos, por ejemplo, un relato de fracaso: cómo alguien hizo todo cuanto pudo para pasar una examen profesional, pero sin lograrlo. Tal como hemos visto, el relato no es ni verdadero ni falso en sí, es simplemente una construcción de los acontecimientos entre muchas. Sin embargo, en la medida en que este relato se inserta en diversas formas de relación —en los juegos o danzas de la cultura—, sus efectos son notablemente variados. Si un amigo acaba de contar un relato de gran logro personal, el relato de otro acerca de su fracaso es probable que actúe como una fuerza represiva y aliene al amigo que de otro modo anticipaba una reacción de felicitación. Si, en cambio, el amigo hubiera precisamente revelado un fracaso personal, compartir los propios sentimientos probablemente sería tranquilizante y fortalecería la amistad. Análogamente, relacionar el propio relato de fracaso con la propia madre puede provocar una alarma y una reacción compasiva, permitiéndole efectivamente que sea una «madre»; pero compartirlo con la esposa que se preocupa siempre por hacer llegar el dinero a final de mes puede producir tanto frustración como enfado. Expresándolo de otro modo, un relato no es simplemente un relato. Es en sí mismo una acción emplazada, una performación con efectos ilocuacionales. Actúa para crear, sostener o modificar mundos de relación social. En estos términos, resulta insuficiente que el cliente/paciente y el terapeuta gestionen una nueva forma de autocomprensión que parezca realista, estética e inspirada en el seno de la diada. No es la danza del significado en el contexto terapéutico lo. que primeramente está en juego, sino más bien si la nueva forma de significación es útil en el ámbito social fuera de estos confines. Por ejemplo, ¿cómo se representa el relato de uno mismo como «héroe del grupo familiar» para una esposa a la que no le gusta su status dependiente, para un jefe que es una «mujer que se ha hecho a sí misma» o para un hijo rebelde? ¿Qué formas de acción debe inducir el relato en cada una de estas situaciones, qué tipos de danzas se engendran, se ven facilitadas o sostenidas como resultado? Es la evaluación a este nivel lo que terapeuta y cliente deben confrontar. Trascender la narración El centrarse en la pragmática narrativa dispone el escenario para lo que puede ser el argumento más crítico. Muchos terapeutas al hacer el giro posmoderno en la terapia siguen considerando la narración o bien como una forma de lente interna, determinando el modo como se ve la vida o como un modelo interno que guía la acción. A la luz de nuestro estudio crítico de la pragmática, estas concepciones son precarias en tres aspectos importantes. Primero, cada una de ellas retiene el estrabismo individualista de la modernidad, en el sentido de que el lugar de descanso último de la construcción narrativa se da dentro de la mente del individuo singular. Pero

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tal como hemos reconsiderado la utilidad de la narración, hemos abandonado la mente individual para situarnos en las relaciones constituidas por la narración en acción. Las narraciones existen en la acción del relato, y esos relatos para bien o para mal, son elementos constituyentes de formas relaciónales En segundo lugar, las metáforas de la lente y del modelo interior favorecen ambas la singularidad en la narración; ambas tienden a presumir la funcionalidad de una única formulación de la autocomprensión. El individuo posee «una lente» para comprender el mundo, se dice, no una reserva de lentes -y a través de la terapia uno llega a poseer «una nueva verdad narrativa» tal como a menudo se dice, y no una multiplicidad de verdades. Desde el punto de vista pragmático, la presuposición de la singularidad opera contra la adecuación funcional. Cada narración del yo puede funcionar bien en determinadas circunstancias, pero conducir a pobres resultados en otras Disponer de un único medio para hacer que el yo sea inteligible, por consiguiente es limitar la gama de relaciones o situaciones en las que puede funcionar satisfactoriamente. Así, por ejemplo, puede resultar muy útil ser capaz de «realizar» escenarios furiosos efectivamente y formular exposiciones que al dar cuenta de ello justifiquen esta actividad. Existen determinados momentos y lugares en los que el enfado es el movimiento más efectivo en la danza Al mismo tiempo, estar sobrecapacitado o sobrepreparado en este aspecto de modo que el enfado sea prácticamente el único medio para hacer avanzar las relaciones, en gran medida reducirá estas relaciones. Desde la perspectiva presente, la multiplicidad narrativa ha de ser ampliamente preferida Por ultimo, tanto la concepción de la lente como la del modelo interno favorecen una creencia en la narración o un compromiso con ella Ambas sugieren que el individuo vive dentro de la narración como un sistema de comprensión: uno «ve el mundo de este modo» y la narración es por consiguiente «verdadera para el individuo». Ahora bien, el relato transformado del yo es «la nueva realidad»; constituye una «nueva creencia acerca del yo» que puede apoyar y sostener al individuo. De nuevo, sin embargo si examinamos la utilidad social de la narración, la creencia y el compromiso pasan a ser sospechosos. Estar comprometido con un relato dado del yo, adoptarlo como «verdadero para mí» es gran medida en limitar las propias relaciones posibles. Creer que uno es un éxito es por consiguiente tan debilitador a su modo como creer que uno es un fracaso. Al fin y al cabo, una y otra perspectiva son sólo relatos, y cada una de ellas puede fructificar dentro de un abanico particular de contextos y relaciones. Avanzar a rastras en una y enraizarse en ella es prescindir del otro y, por consiguiente, reducir la gama de contexto y relaciones en las que se alcanza la adecuación. Expresando la cuestión de otro modo, la conciencia posmoderna favorece un relativismo minucioso en las expresiones de la identidad. A nivel metateórico induce a una multiplicidad de formas de dar cuenta de la realidad, aunque reconociendo la contingencia histórica y culturalmente situada de cada una. Sólo existen exposiciones de la verdad dentro de conversaciones distintas, y ninguna conversación es trascendentalmente privilegiada. Por consiguiente, para quien ejerce profesionalmente en el ámbito posmoderno se induce una multiplicidad de autoexposiciones, aunque no es necesario comprometerse en modo alguno con alguna de ellas. Desde este punto de vista, se debe alentar al cliente/paciente para que explore una variedad de formulaciones narrativas, pero disuadiéndole del compromiso con cualquier «verdad del yo» particular. Las construcciones narrativas, por consiguiente, siguen siendo fluidas, abiertas a los vínculos cambiantes de la relación. ¿Podemos tolerar una conclusión así? ¿Se reduce el individuo a ser un estafador social, adoptando cualquier postura de identidad que recoja la mayor recompensa? Ciertamente el construccionista hace hincapié en la flexibilidad de la autoidentificación, aunque ello no implica simultáneamente que el individuo posea una especie de duplicidad intrigante. Hablar de duplicidad es suponer que es de otro modo asequible un «decir la verdad». Hemos encontrado

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que este enfoque era profundamente problemático. Uno puede interpretar las propias acciones como fingidas o sinceras, pero estas adscripciones son, al fin y al cabo, simples componentes de relatos diferentes. Análogamente, suponer que el individuo posee motivos privados, incluyendo un cálculo racional de autopresentación (la base psicológica de una «estafa») es de nuevo sostener el enfoque moderno del individuo independiente. Desde el punto de vista construccionista, la relación adquiere prioridad sobre el yo individual: los yoes sólo se realizan como subproductos de la relación. Por consiguiente, cambiar la forma y el contenido de la autonarración de una relación a otra, no es ni fraudulento ni egoísta en el sentido tradicional. Más bien, es honrar los diversos modos de relación en los que uno está cogido. Es tomar en serio las múltiples y variadas formas de relacionalidad humana que constituyen una vida. Las acciones adecuadas y satisfactorias sólo lo son en términos de los criterios generados en las diversas formas mismas de relación.4

Movimientos terapéuticos Tal como hemos hallado, la terapia como medio para una reconstrucción narrativa o sustitución no logra ni realizar las plenas consecuencias de la teoría construccionista ni tampoco facilitar la plena gama de posibilidades para el funcionar humano. Un construccionismo minucioso hace hincapié en la narración dentro del proceso social más amplio de generación del significado. Esto implica una apreciación de la relatividad contextual del significado, una aceptación de la indeterminación, la exploración generativa de una multiplicidad de significados y la comprensión de que es innecesario adherirse a un relato invariante o buscar una identidad definitiva. «Recomponer» o «volver a relatar» no parece, por consiguiente, sino un enfoque terapéutico de segundo orden, enfoque que implica la sustitución de una narración dominante disfuncional por otra más funcional. Al mismo tiempo, este resultado lleva consigo las semillas de una rigidez prescriptiva, la cual podría también servir para confirmar la ilusión de que es posible desarrollar un conjunto de principios o códigos que pueden aplicarse invariablemente, con independencia del contexto relacional. Desde un determinado punto de vista, cabría aventurar también que esta misma rigidez es constitutiva de las dificultades que se aportan a la situación terapéutica. Esta posibilidad merece nuestra atención. Así como los psicoterapeutas puede ser disuadidos por un código limitador, así la gente que describe sus vidas como problemáticas a menudo parece atrapadas dentro de un vocabulario limitador, en códigos de conducta y convenciones constitutivas a partir de las cuales se moldean los contornos de su vida. Al actuar en términos de una narración singular y sus acciones asociadas, uno no sólo es disuadido de explorar posibilidades alternativas sino puede quedar preso en pautas transaccionales angustiosas con los demás.5

4 En este capitulo hago el máximo hincapié en el cambio y la flexibilidad en la construcción narrativa. Sin embargo, en ningún sentido trato de establecer un argumento asentado en prin cipios para estos fines. He insistido en el cambio primeramente porque aquellos que buscan terapia están característicamente descontentos con el stutu quo. Para aquellos que llevan vidas satisfactorias dentro de un conjunto estable y delimitado de narraciones, el acento puede en realidad pasar a los medios de controlar rigurosamente un mundo que amenaza constantemente con la desorganización. 5 En este sentido son relevantes las descripciones que Shotter (1993a, págs. 83-86) hace de las falacias ex post jacto, aunque seria un error referir todas las dificultades a una construcción autorreforzada de la vida. La atención también tienen que cambiar de rumbo en el sentido en que este tipo de construcciones funcionan dentro de relaciones existentes, y la posibilidad de que la rigidez aberrante pueda desarrollarse como relaciones disminuye y los otros ya no desafian o proporcionan las alternativas a una construcción existente.

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Si el lenguaje proporciona la matriz de la que se deriva la comprensión humana, entonces la psicoterapia puede ser construida adecuadamente como «actividad lingüística en la que la conversación acerca de un problema genera el desarrollo de nuevos significados» (Goolishian y Winderman, 1988, pág. 139). Dicho con otras palabras, la psicoterapia puede pensarse como un proceso de semiosis: la forja de un significado en el contexto de un discurso de colaboración. Se trata de un proceso en el que el significado de los acontecimientos se transforma a través de una fusión de los horizontes de los participantes, se desarrollan modos alternativos de narrar los acontecimientos y evolucionan posturas respecto al yo y los demás. Un componente esencial de este proceso puede ser inherente no sólo a los modos alternativos de dar cuenta de las cosas que se generan por el discurso, sino también a la diferente concepción del significado que surge al mismo tiempo. Una transformación en el discurso puede con frecuencia proporcionar una liberación de la tiranía de la autoridad implícita de las creencias regentes. Tal liberación puede verse facilitada por un diálogo transformativo en el que se gestionan nuevas comprensiones, juntamente con un nuevo conjunto de premisas acerca del significado. Utilizando las distinciones de Bateson (1972) entre niveles de aprendizaje, es ir más allá del aprendizaje para sustituir una puntuación de una situación por otra (nivel 1), aprender nuevos modos de puntuación (nivel 2), desarrollar lo que Keeney denomina «un cambio de las premisas que subyacen a un sistema completo de hábitos de puntuación» (1983, pág. 159) (nivel 3). Se trata de una progresión desde aprender nuevos significados hasta desarrollar nuevas categorías de significación para transformar las propias premisas acerca de la naturaleza misma del significado. Estas transformaciones también exigen un contexto que las facilite. Al principio hay mucho que decir en favor del hincapié hecho por Goolishian y Anderson (1987) en la creación de un clima en el que los clientes/pacientes tengan la experiencia de ser escuchados, de ser comprendidos tanto en su punto de vista como en sus sentimientos, de sentirse confirmados y aceptados. Con todo, aunque sin duda la ayuda al terapeuta para comprender las premisas de las que surge el punto de vista del cliente/paciente, la escucha interesada no implica simultáneamente un compromiso por parte del terapeuta con las premisas del cliente/paciente. Más bien, sirve de validación contextual para una exposición particular, una validación que permite que cliente y terapeuta reconstituyan esta realidad como un objeto conversacional, ahora vulnerable a una nueva infusión de significado. ¿Cómo ha de proceder este proceso? No existe una única respuesta a esta pregunta, al igual que no puede haber ninguna limitación de principio sobre el número de conversaciones posibles. Sin embargo, los terapeutas sensibles a los diálogos posmodemos han sido muy creativos a la hora de desarrollar practicas que sean conceptualmente compatibles. Hoffman (1985) plantea los contornos para «un arte.de las lentes». Goolishian y Anderson (1992) emplean una forma de investigación interesada, planteando preguntas que simultáneamente den crédito a la realidad del cliente/paciente y le urjan a evolucionar. Andersen y sus colaboradores (1991) han desarrollado la practica del equipo de meditación, los individuos que observan el encuentro terapéutico y luego comparten sus opiniones tanto con el terapeuta como con el cliente. El equipo de reflexión reduce la autoridad (el terapeuta), genera una apreciación de las realidades múltiples y facilita al cliente/paciente una variedad de recursos para proceder. White y Epston (1990) emplean cartas (y otros documentos escritos) para ayudar a los clientes a recomponer sus vidas. Estas cartas pueden ser escritas tanto por el cliente/paciente como por el terapeuta. Penn y Frankfurt (en proceso editorial) también se apoyan en la carta escrita por el cliente/paciente, generando un proceso dialógico en el seno de los relatos de los clientes/pacientes a fin de forjar nuevas aperturas a las conversaciones con los demás. 0'Hanlon y Wilk (1987) esbozan una gama de medios conversacionales a través de los cuales la gestión cliente/paciente-terapeuta puede

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Trascender la narración en el contexto terapéutico

avanzar hacia una disolución del problema putativo. De Shazer (1991) alienta la conversación sobre las soluciones (en oposición a los problemas) y Friedman y Fanger (1991) sobre las posibilidades positivas. Lipchik (1993) hace hincapié en la exposición hablada del cliente tratando de equilibrar los diferentes pros y contras en las alternativas existentes para sustituir una orientación del tipo «o bien / o bien» por otra de la forma «no sólo / sino también». Muchos terapeutas hacen un pronunciado hincapié en la construcción positiva del yo y de las circunstancias de vida (véase, por ejemplo, Durrant y Kowaiski, 1993). Fruggeri (1992) alienta descripciones diferentes de acontecimientos dados, nuevos modos de relacionar conductas y acontecimientos, y un proceso de reflexividad continua. Coelho de Amorim y Cavalcante (1992) ayudan a adolescentes incapacitados a producir teatro de títeres a través de los cuales narran sus condiciones de vida y sus posibilidades. Con todo, sencillamente por el hecho de que estas formas terapéuticas crecen en el suelo de un construccionismo posmodemo, esto no significa que todas las demás terapias estén pasadas de moda o tengan que ser abandonadas. Al contrario, tal como subrayé en los capítulos anteriores, un punto de vista construccionista —a diferencia de sus predecesores metateóricos— no intenta erradicar lenguajes alternativos de comprensión y sus prácticas asociadas. Prefijos como «es verdad», «es objetivo» y «es más fructífero a la hora de generar curaciones» pueden ser eliminados del proceso de comparación crítica. Sin embargo, todas las teorías de la terapia, todas las formas de práctica terapéutica, tienen que considerarse en términos de lo que añaden a (o sustraen de) la matriz conversacional que denominamos terapia y sus ramificaciones en cuanto a la vida cultural más en general. Visitas al psicoanalista, análisis de los sueños, atención positiva, intervenciones estratégicas, puesta en tela de juicio circular, todas ellas son otras tantas entradas del más amplio vocabulario de la profesión. Inducen determinadas líneas de intercambio y acción, y suprimen otras. Igualmente podemos considerar el intento moderno de sustituir los lenguajes laicos (de la «ignorancia) por lenguajes científicos —característicamente, un lenguaje unívoco de la verdad— como algo innecesario y perjudicialmente limitador. Los lenguajes comunes mediante los cuales las personas viven sus vidas cotidianamente tienen un potencial pragmático enorme. Los lenguajes de salón, de la calle, los lenguajes espirituales o de la New Age, estos y otros lenguajes son motores primordiales de la cultura. Restringir su participación en el marco terapéutico es reducir las posibilidades de conversación. La creencia no está en cuestión aquí, ya que el concepto de creencia (ca ificando un estado mental) es en sí profundamente sospechoso. Más bien, el principal desafío concierne al potencial de la conversación terapéutica que hay que llevar a cabo en las relaciones fuera de este contexto. De un modo más general, podemos preguntar si nuestros lenguajes y prácticas terapéuticos pueden liberar a los participantes en ellas de convenciones estáticas y delimitadoras, permitiéndoles una plena flexibilidad de relación. ¿Pueden esas coyunturas decisivas para el terapeuta en épocas de problemas trascender las limitaciones impuestas por su dependencia antigua de un determinado conjunto de significados? ¿Pueden ser liberados los terapeutas de la lucha que resulta de imponer sus creencias sobre el yo a los otros? Para algunos, las nuevas soluciones a los problemas serán visibles mientras que, para otros, aparecerá un conjunto más rico de significados narrativos. Para otros aún, la postura respecto al propio significado puede tal vez evolucionar, dando paso a aquella tolerancia de la incerteza y a la liberación del yo que resulta de la aceptación de la relatividad ilimitada del significado. Para aquellos que la adoptan, esta postura ofrece la perspectiva de una participación creativa en el significado interminable y en desarrollo de la vida.

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Los orígenes comunes del significado

Capítulo 11 Los orígenes comunes del significado

En los capítulos precedentes he argumentado que las concepciones del yo y de los otros se

derivan de las pautas de relación, a la vez que son sostenidas por estas pautas. A través de la coordinación relacional, nace el lenguaje, y a través del lenguaje adquirimos la capacidad de hacernos inteligibles. Así pues, la relación sustituye al individuo como unidad fundamental de la vida social. Con todo, nos queda por abordar el problema del significado: ¿Cómo adquieren las palabras y los gestos significado para la gente? ¿Cómo es que alcanzamos comprensiones comunes o que a menudo no conseguimos llevar a buen puerto nuestros intentos de comprender? Los enfoques psicológicos tradicionales se muestran incapaces de resolver estos problemas esenciales. ¿De qué modo pueden solucionarse desde la perspectiva relacional?

Los problemas especializados están invariablemente unidos a perspectivas particulares: lenguajes que los enmarcan como «problemas» y exigen algo que damos en llamar «soluciones». Asimismo, el modo en que se articulan los problemas circunscribe simultáneamente la gama de resultados posibles. Un problema enunciado en un sistema dado de comprensión se limitará a soluciones originadas en ese sistema, y las aserciones de sistemas alternativos seguirán sin ser reconocidas. En gran medida, el problema del significado en las ciencias humanas se ha enmarcado en una tradición particular de la epistemología occidental (véase Overton, 1993). Con todo, a mi juicio, esta venerable tradición enmarca la cuestión del significado de un modo que imposibilita una respuesta viable; las herramientas de la tradición están mal formadas para solucionar la pregunta tal como se plantea. Si el problema del significado se estructura mediante un sistema de suposiciones alternativo ganamos no sólo en términos de coherencia intelectual sino también en términos de panoramas de investigación ampliados, así como también de porvernir societario.

Aunque el concepto de «significado» es una colina más en una variedad de paisajes intelectuales, para muchos especialistas —incluyendo ahí a los psicólogos— se define preeminentemente en términos de significación individual o de la simbolización interna del mundo extemo (representación, conceptualización). Desde esta posición básica los especialistas derivan no simplemente un «problema del significado», sino un conjunto de enigmas interrelacionados y profundamente sugestivos. Entre los más destacados: ¿Cómo es que el mundo externo llega a tener un significado para el individuo (el problema de la epistemología)? ¿Cómo podemos dar cuenta de lo que parecen ser diferencias entre las personas en el significado de los acontecimientos (psicología cultural)? ¿De qué modo el significado individual llega a expresarse en el lenguaje (psicolingüística)? Con todo, mi argumentación no se dirigirá a abordar ninguno de estos problemas desalentadores. Más bien, plantearé una cuestión derivada, aunque igualmente importante, a saber, la del significado en relación con otros. Aquí la principal pregunta es cómo podemos percibir o comprender los significados de cada uno de nosotros, lograr comunicarnos y comprendernos mutuamente. Con independencia de las soluciones que se ofrezcan a las variantes iniciales sobre «el problema del significado», finalmente tienen que ser capaces de dar cuenta del significado en relación con otros. Cualquier teoría del significado individual que sea incompatible con la posibilidad del significado compartido no sólo nos dejaría la conclusión insatisfactoria de que la comprensión social es algo imposible, sino que también nos dejaría con la desgraciada paradoja de que no podemos comprender la propia teoría.

Así, pues, si nos centramos en el problema del significado en relación con otros, podemos distinguir dos orientaciones: una que cuenta con una tradición a la vez rica y venerable, y la otra, que tiene un origen reciente y más humilde. Habida cuenta del fuerte atractivo intuitivo, su

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dominio sobre la psicología contemporánea y su papel esencial en la esfera del desarrollo, pasaré a considerar en primer lugar la orientación tradicional. Cuando la inadecuación de esta perspectiva se hace evidente, abrimos la vía a la consideración de la alternativa. La orientación tradicional en este caso se deriva de una creencia fundamental en la significación individual, o dicho más directamente, una creencia en un «Yo» fenoménico, como punto fijo de apoyo de actuación individual, o en la autoría privada de las ideas. Es el «yo» consciente el que puede significar, y es el «yo» el que vehicula el significado a través de palabras y escritos. «Conocer las intenciones de otro» desde este punto de vista es acceder a la subjetividad del otro o a su sistema simbólico. Comprender a otro es ir más allá de la superficie visible hasta penetrar en el interior del otro, comprender lo que el otro «quiere decir» o intentar subjetivamente a través de sus palabras y escritos. Si hemos de lograr comunicarnos, según esta exposición, tenemos que adquirir un estado de transparencia intersubjetiva.

El problema de la comprensión intersubjetiva ha tenido una historia escabrosa durante el siglo pasado. Para los filósofos alemanes del siglo xix era esencial separar las ciencias naturales (Naturwissenchaften), que se centraban en el mundo físico, y las ciencias humanas (Geisteswissenchaften), que se preocupaban por la actividad significativa de los seres humanos. Tal como a menudo se ha sostenido, los procesos necesarios para comprender los objetos físicos (entidades no significativas) tenían que diferir necesariamente de aquellos otros que intervenían en la comprensión de los agentes intencionales. En términos de Dilthey (1894): «En los estudios de humanidades... el nexo de la vida psíquica es el dato originalmente primitivo y fundamental. Explicamos la naturaleza, pero comprendemos la vida psíquica... Así como el sistema de la cultura —la economía, el derecho, la religión, el arte y la ciencia— y la organización externa de la sociedad en los vínculos de la familia, la comunidad, la Iglesia y el Estado surgen del nexo vivo del alma humana (Menschenseele), así pueden comprenderse sólo haciendo referencia a ella» (pág. 76).

Si bien el interés de la psicología por la intersubjetividad ha continuado vigente en el presente siglo, la hegemonía del conductismo norteamericano ha puesto en gran medida estas cuestiones en los márgenes del interés principal. Para el conductista, las respuestas abiertas sirven como estímulos para las acciones de los demás, y viceversa. Desde este punto de vista, sencillamente no hay problema de la intersubjetividad, y, por consiguiente, tampoco del significado, tal como generalmente hemos venido comprendiendo el término. Hasta que el movimiento cognitivo rehabilitó el ámbito de la vida mental, el problema de la intersubjetividad no pudo volver a integrarse en el programa especializado. Con todo, los intentos hechos para resolver el problema de cómo puede transmitir un «sistema cognitivo» sus contenidos a otros son escasos (véase, por ejemplo, Johnson-Laird, 1988). Sin embargo, tal como sostiene Bruner en Acts o/ Meaning, la metáfora dominante del individuo como «procesador de información» ha seguido oscureciendo el problema, ya que esta metáfora sitúa los procesos psicológicos del individuo en el centro mientras remite las preocupaciones interpersonales a los extremos. Una de las principales excepciones a esta tendencia se ha de hallar, lo cual es bastante interesante, no en la psicología social sino en el ámbito de la teoría del desarrollo, en las obras de Jean Piaget. Ya que a diferencia de los cognitivistas modernos, Piaget se preocupó por cómo se podía transmitir el significado de una subjetividad a otra. El pasaje que citamos a continuación del libro El lenguaje y el pensamiento del niño de Piaget da un marco claro a esta cuestión:

La comprensión entre niños sólo se produce en la medida en que hay contacto entre dos esquemas mentales idénticos ya existentes en cada niño. Dicho con otras palabras, cuando el que explica y el que escucha han tenido... preocupaciones e ideas comunes, entonces cada palabra del que explica es comprendida, porque se adecúa al esquema ya existente y bien

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definido en la mente del que escucha (pág. 113).

Con todo, a pesar de la importancia histórica de esta obra y de la riqueza de la tradición que representa, temo que su elaboración culmina en un punto muerto. Mientras el problema del significado o sentido interpersonal se deriva de una creencia en el individuo como centro del significado o del sentido, seguirá siendo resistente a tener una solución. En efecto, empezar por la suposición de que el significado es una significación individual nos conducirá a la conclusión insostenible de que la comprensión interpersonal es imposible. Permítanme reforzar esta aseveración con dos líneas molestas de crítica. El punto muerto hermenéutico

Existen muchas razones para dudar del enfoque intersubjetivo del significado humano, algunas de las cuales son tan antiguas como la propia tradición. Este enfoque se desarrolla en el suelo del dualismo, al distinguir una mente (logos, alma, conciencia) como separada de lo material, un «interior» de un «exterior». El hecho de que si empezamos con la conciencia humana (un «ahí dentro», un interior) no tengamos modo de estar seguros de una realidad extema —que incluye también la posible existencia de otras mentes— ha sido un problema irritante para los filósofos. No tenemos modo alguno de trascender la subjetividad, de situar un punto de vista privilegiado extrasubjetivo desde el que podamos ver la relación entre lo subjetivo y lo objetivo (o entre dos subjetividades aisladas) para determinar cuándo y cómo lo uno se relaciona con lo otro. Éstos eran también los problemas de Piaget, cuando intentó compensar las consecuencias debilitadoras de su compromiso racionalista con amplias dosis de pragmatismo y funcionalismo (Kitchener, 1986). Tal como hemos visto, los problemas de la epistemología dualista son tan graves que materialistas, fenomenólogos y seguidores de Wittgenstein indistintamente han optado desde entonces (aunque por razones diferentes) por abandonarla.

Aunque estos y otros problemas de la epistemología han estado durante mucho tiempo conectados a la tradición dualista, ahora pasaré a considerar otros argumentos. Estos exámenes críticos son de cosecha reciente y están de un modo más distinto vinculados a cuestiones de la significación humana. El primero deriva de la tradición hermenéutica y, de un modo más particular, de las teorías que afectan a la interpretación adecuada o válida de los textos. La teoría hermenéutica es central para la cuestión del significado humano, ya que una teoría adecuada de la interpretación textual, en principio, debe proporcionar comprensión de los medios a través de los cuales se logra la comunión intersubjetiva. Es decir, la teoría hermenéutica debe proporcionar la dirección mediante las cuales el individuo puede ir más allá de la superficie fenoménica para asir el impulso intencional del hablante. Y si la teoría hermenéutica no puede hacer frente a este reto, tendremos toda la razón para sospechar de la presunción misma de una transparencia intersubjetiva.

Existen por lo menos dos corrientes del pensamiento hermenéutico que apoyan decididamente todo dar cuenta intersubjetivo del significado humano. Por un lado, la hermenéutica romántica, que alcanzó su punto álgido en el siglo anterior, estaba esencialmente preocupada por los medios gracias a los cuales el individuo podía «habitar» o «digerir» la experiencia del otro. Desde el punto de vista romántico, comprender al otro es experimentar en cierto modo la subjetividad ajena. Siguiendo esta línea, por ejemplo, es como Dilthey (1894) propuso un proceso de Verstehen gracias al cual el individuo de un modo prerreflexivo se transpone en el otro, mediante la empatia o aprehendiendo cierto aspecto de la «experiencia vivida» del otro. Con todo, a pesar de su atractivo intuitivo, los enfoques románticos de las

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subjetividades compartidas no podían sostener, en parte porque los teóricos no podían dar cuenta de un modo convincente de cómo podía tener lugar un proceso como el Verstehen. ¿Mediante qué facultad se produce esa transposición mental? ¿Cómo capta un campo experimental la esencia de otro? ¿Cómo puede determinarse la exactitud? Las respuestas a estas preguntas siguen estando veladas en el misterio.

Con el menguar progresivo del romanticismo en el siglo xx y su sustitución por una mentalidad moderna, la creencia en el captar empalico las subjetividades de otros fue dejada de lado en favor de la razón y la observación. Para el moderno, la labor del lector no es «sentir con» sino utilizar procedimientos analíticos sistemáticos en su aproximación al significado central que está detrás del texto. El emblema de la hermenéutica moderna es la obra de Hirsch. En su ampliamente debatida obra Validity in Interpretation, Hirsch (1967) propuso que los autores están en una posición privilegiada respecto al significado de sus palabras, que, en efecto, «el significado (meaning) de un texto es la intención (meaning) del autor» (pág. 25). Del lado de los lectores o de los intérpretes está la labor de desplegar procesos de cuidadosa observación, combinados con la inferencia lógica y la puesta a prueba de las hipótesis, de pasar del texto como algo dado a las interpretaciones cada vez más exactas de la intención del autor. Para el moderno, la comprensión se alcanza a través de las mentes individuales que buscan el significado en el otro; un medio lógico sustituye a otro romántico.

En el debate contemporáneo se han abandonado, no obstante, los enfoques modernos de la racionalidad y de la puesta a prueba de las hipótesis, y por lo menos una importante razón para su fenecimiento es la extensión de los argumentos heideggerianos por parte de su discípulo, Hans Georg Gadamer. Tal como propuso Gadamer (1975), nos enfrentamos al texto (y analógicamente con cada uno de los demás) con una «preestructura de comprensión» —una gama de prejuicios o precomprensiones—, las preguntas que planteamos al texto y suposiciones sobre el abanico de respuestas posibles. Este abanico de prejuicios es históricamente contingente; su carácter ha evolucionado con el tiempo y el mudar de las circunstancias. Por consiguiente, para Gadamer no existe ningún significado en sí mismo, un impulso de autoría que tengamos que captar necesariamente a fin de derivar la interpretación correcta del texto. La preestructura de comprensiones del intérprete no puede dar forma al significado.

Aunque convincente, esta conclusión precipita a Gadamer en un nuevo problema, el del solipsismo. ¿El lector simplemente recapitula sus propios sesgos en cada nueva confrontación con un texto? ¿De qué modo cambiaría entonces el horizonte con el paso del tiempo? ¿Cómo podría uno escapar de las paredes en las que le encierra el prejuicio? Para responder, Gadamer propone que los propios horizontes pueden ampliarse hasta unirse con el texto en una relación dialógica. El texto por consiguiente pasa a ser capaz de influir en los propios prejuicios y su significado se ve simultáneamente influido por ellos. Esta fusión de horizontes se logra cuando se posibilita a la voz del texto plantear preguntas del lector y mediante ello le permite que tome conciencia de la gama de prejuicios. La interpretación, según este enfoque, no tiene lugar en la cabeza del lector, sino que se desarrolla a partir de la interacción dialógica entre texto y prejuicios. Ahora bien, como diría Gadamer, la fusión de horizontes tiene lugar entre el lector y el texto; el resultado no es una lectura exacta o correcta, sino aquella que representa una fusión del texto y del lector. Para Gadamer «comprender es siempre más que la mera recreación del significado de alguien distinto» (pág. 338).

A mi juicio, Gadamer no logró resolver ni el problema que se había autoim-puesto del solipsismo ni el problema más general del significado social. Ya que si el individuo sólo puede comprender en términos de un sistema de significado que está al pairo con un texto, no existe ningún medio evidente gracias al cual pueda permanecer fuera de este sistema y permita al texto

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plantear sus propias preguntas o generar una conciencia de sus propios pre-juicios como individuo. ¿De qué modo «las preguntas del texto» se comprenderían si no dispusiéramos de una preestructura? En realidad, ¿cómo pasaría uno a tomar conciencia de sus propios prejuicios salvo en términos de un conjunto ya existente de comprensiones? Como respuesta, Gadamer propone que todos aquellos que están en una cultura comparten experiencias similares; la herencia cultural en la que se incrusta el texto asegurará que los miembros de esa cultura trasciendan el horizonte contemporáneo a la vez que induce al intérprete a nuevas formas de comprensión. Pero esta conclusión no logra ser convincente, primero porque reintroduce sutilmente la suposición de la transparencia intersubjetiva. Esto es, Gadamer supone que el lector puede de algún modo tomar contacto con una esencia que está detras del texto, un significado que puede plantear preguntas o informar a una conciencia sobre los prejuicios. Además, Gadamer no logra ofrecer un medio a través del cual cualquiera pudiera comprender a cualquier otro que no participara de la misma herencia cultural o cuyas experiencias en la cultura estuvieran en desacuerdo con las de sus predecesores. Habría pocas y muy concretas posibilidades para una comprensión transcultural. Por consiguiente, aunque plantea importantes preguntas sobre la suposición de la relación intersubjetiva, no creo que la teoría de Gadamer constituya un recambio viable.

Piaget (1955) mismo abordó el problema hermenéutico. En El lenguaje y el pensamiento del niño se pregunta cómo podía estar seguro de que sus propias estructuras mentales se correspondían con las de sus sujetos. «Es imposible», admitía, «a través de la observación directa estar seguro de que [los niños] se estén comprendiendo unos a otros. El niño tiene mil y un modos de pretender comprender, y a menudo complica las cosas aún más al pretender que no comprende» (pág. 93). Piaget nunca soluciona el problema, y en lo que a mí respecta, creo que al intento intersubjetivista de establecer la validez en la interpretación subyacen dificultades de principio. El problema se desata cuando uno trata el texto (u otra acción social) como algo opaco y supone un segundo nivel (un lenguaje interno) que tiene que ser situado a fin de hacer transparente lo disimulado. Pero todo cuanto tenemos a nuestra disposición en el proceso de comprensión es un dominio de discurso público (o acción). Suponemos que existe un ámbito de mención privada del que el discurso público es una expresión, aunque no tenemos acceso ni al dominio privado mismo ni a las reglas a través de las cuales se traduce en el ámbito público. Por consiguiente, cualquier intento de traducir (o asignar significado) tiene que basarse en un conjunto a priori de suposiciones y tiene que sacar conclusiones, limitadas a estas suposiciones y a la vez determinadas por ellas: primero, acuerdos a priori en cuanto a la ontología del mundo mental (qué puede haber posiblemente «en las mentes de las personas») y, segundo, ¿de qué modo se relacionan estos estados con formas de expresión (cuáles son los estados que producen qué palabras o acciones)? Se sigue que el sentido de una lectura exacta o traducción sólo puede proceder a través de un proceso circular de autoverificación (el «círculo hermenéutico» en forma viciosa).

Nos enfrentaríamos con un problema similar si intentáramos leer la mente de Dios a través de las condiciones meteorológicas. Sin una gama de presuposiciones difícilmente podríamos proceder; las variaciones meteorológicas estarían tan mudas como la mente de Dios. Sin embargo, si pudiéramos comprometernos primero con una ontología mental del Sagrado Uno (Dios como un ser que «quiere», «desea», «tiene voluntad», etc.) y segundo con un conjunto de reglas para vincular estados del lenguaje corriente mental con las condiciones meteorológicas (cuando Dios se «enfada», el cielo se oscurece), estaríamos en condiciones de proceder de un modo eficaz. Una vez en su lugar las suposiciones imaginadas, los pensamientos de Dios serían transparentes. Sin embargo, lo serían sólo en virtud del sistema de suposiciones que hemos construido para llevar a cabo la labor. Si no hay ningún «impulso interno» al que podamos

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acceder, todos los intentos para interpretar lo «interior» en virtud de lo «exterior» tienen que ser inherentemente circulares. En este mismo sentido Charles Taylor (1981) concluye que, «interpretar... [las acciones de otro] no puede sino desplazarse en el círculo hermenéutico. Nuestra convicción de que una exposición tiene sentido es algo que depende de nuestra lectura de la acción y de la situación. Pero estas lecturas no pueden explicarse o justificarse salvo haciendo referencia a otras lecturas como éstas, y a su relación con el todo. Si un interlocutor no comprende este tipo de lectura, o no la acepta como válido, el argumento no llevaría a ninguna parte» (pág. 127). De la interpretación a la textualidad

Examinemos una segunda línea de discusión, relacionada con ésta, y derivada en este caso de la crítica literaria. Tal como vimos en el capítulo 2, la teoría literaria de las últimas dos décadas representa una importantísima disyunción respecto a sus formas precedentes, y el diálogo en desarrollo es de importancia esencial para el problema del significado. Una preocupación esencial son las reglas para la crítica textual: ¿A través de qué criterios ha de juzgarse una obra literaria? O, razonando atentos a los intereses hermenéuticos, ¿existen reglas racionales o fundacionales para privilegiar determinadas interpretaciones sobre otras? Tradicionalmente, la crítica literaria ha participado en el enfoque intersubjetivo del significado. El interés del analista es el de situar el significado interno de la obra literaria, es decir, el significado privado que el autor intenta expresar públicamente. Sin embargo, con el advenimiento de la nueva crítica en la década de 1950, la intención del autor empieza a menguar en importancia. Tal como la nueva crítica sostenía de modo convincente, una obra literaria es una unidad en sí misma. La interpretación debe apropiadamente centrarse en su estructura, en las labores internas, la coherencia y similares. Por ejemplo, un poema es por sí mismo una entidad independiente y que se autosustenta (Krieger, 1956). Lo que el autor llega a pensar o sentir acerca de la obra es de escaso interés.

Con el declive del punto de vista de la autoría en el período moderno, se había dado paso para el movimiento más radical posmoderno. Tengamos en cuenta el hincapié que recientemente se ha hecho en la respuesta del lector (Sulieman y Crossman, 1980). Reflejando la preocupación de Gadamer por la participación del lector en el proceso de generación de significado, los teóricos se centran en las presuposiciones, las heurísticas, las ideologías, los sentimientos o las disposiciones cognitivas que determinan la interpretación que el lector hace de los textos. Cuando las disposiciones del lector llegan a dominar el significado que se deriva del texto, la intención del autor llega a ser insignificante. En un sentido importante, algunos teóricos de la respuesta del lector como Fish (1980), también empezaron a dar una alternativa al subjetivismo que obsesionaba a (y finalmente subvirtió) la orientación gadameriana. Para Gadamer, el lector aportaba al texto un horizonte o una preestructura de comprensión que podía, sin intervenir, apropiarse plenamente del texto. Para Fish, esta sensibilidad individualizada es sustituida por una comunidad de intérpretes. Son las reglas de la interpretación incrustadas en el seno de la comunidad lo que determina cómo se lee el texto. Aunque Fish, juntamente con la mayoría de los analistas de la reacción del lector, se detiene súbitamente antes de llegar a una exposición plenamente social (imbuyendo al lector con procesos de razón, intención y similares), no sería más que un pequeño paso en el sentido de erradicar en conjunto a la mente individual. Uno podía dar cuenta de las acciones del lector individual sin con ello recurrir a su «mente», situando simplemente el conjunto del peso explicativo en los criterios comunitariamente generados. En este sentido, la mente individual del intérprete se uniría a la de la subjetividad individual del autor

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desapareciendo del espectro analítico. En breve volveré a retomar esta posibilidad. Incluso con este situarse fuera más ampliamente de las suposiciones intersubjetivistas, sin

embargo, la reacción del lector no consigue llevarnos lo bastante lejos. Al final, se nos deja sin una exposición viable del significado humano, y en el lugar antes ocupado por el aislamiento impenetrable de la subjetividad humana —inventada por la exposición tradicional— con una forma de solipsismo social. Cada comunidad de lectores comparte las reglas de interpretación a través de las cuales uno se apropia del significado de los textos. Por consiguiente, los textos basados en los criterios comunitarios de otro grupos no lograrían ser comprendidos en sus propios términos, y la comprensión entre los grupos sería imposible de alcanzar. En terminología neocibernética, los textos del «otro» simplemente provocarían procesos autoorganizativos internamente determinados de la comunidad de lectores. Pocos quedarían satisfechos con este enfoque de la comunicación humana.

La teoría literaria desconstruccionista es más radical en su subversión de la exposición intersubjetivista del significado. El verdadero responsable en los escritos de Derrida (1976, 1978) es esencialmente el enfoque logocentrista del funcionar humano; según dicho enfoque los actores poseen facultades de razonamiento capaces de fijar el significado y de generar el lenguaje. En un sentido, sus escritos avanzan hacia la erradicación de la subjetividad individual en el proceso de comunicación, algo que logra en parte al demostrar la fatal incoherencia de los textos que sostienen la tradición logocentrista. Sin embargo, de un modo más radical, Derrida demuestra la futilidad de la búsqueda de lo significado —el significado— detrás o en el texto. Tradicionalmente hemos venido procediendo como si los otros se nos presentaran con un lenguaje hablado o escrito (un abanico de significantes) y este lenguaje nos informa acerca del estado de la mente del comunicador (por ejemplo, intenciones, significados y demás) y del mundo (objetos, estructuras y similares) —es decir, los reinos de lo significado—. Sin embargo, tal como esbocé en el capítulo 2, cuando exploramos el dominio de los significantes para colocar el significado, encontramos que cada significante está en sí mismo vacío. No nos cuenta nada, su significado está desplazado. Constantemente se nos conduce a otros significantes, que nos informan de la naturaleza precisa del significante en cuestión. Pero este aplazamiento del significado es de nuevo sólo temporal, ya que los significantes que pretenden clarificar o elucidar lo significado se hallan, tras un examen más detallado, vacíos también, a menos que sean complementados aún por otros significantes. Finalmente, el significado no puede fijarse; cada elección nos deja en un estado de indecisión. Lo significado ha perdido sus dominios y se nos deja a solas con el texto.

Si nada hay fuera del texto, ¿cómo hemos de entender entonces el proceso a través del cual los seres humanos se comunican a través de las palabras? ¿De qué manera logramos lo que pasa por ser una comprensión? ¿Por qué razón la búsqueda interminable de significado tiene un punto final, por lo común, en los asuntos cotidianos? Actualmente, los teóricos del desconstruccionismo no consiguen dar respuesta a este tipo de preguntas. Desde luego, el desconstruccionista podría replicar poniendo en tela de juicio en general el concepto de significado humano. Desde el punto de vista desconstruccionista, las teorías del significado no versan sobre el mundo, son en esencia gamas de significantes dentro de un cuerpo de textos interrelacionados. Su significado no se deriva de su relación con un proceso real de intercambio significativo (incluso el término «real» es abandonable), sino de su relación con otros significantes. En este sentido, se nos invita a abandonar la presente búsqueda teórica porque, simplemente, no deja de ser otro ejercicio más textualmente determinado (o meramente académico).

Tal como propuse en el capítulo 2, sin embargo, incluso según las reglas desconstruccionistas uno es también libre de rechazar este tipo de invitación —no por ninguna

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razón (meramente otro gesto textual, desde el punto de vista construccionista), sino como una acción infundada en sí misma. Este rechazo es convincente, no sólo a causa del fin inmóvil y autoingurgitado alcanzado a través del análisis desconstruccionista, sino también porque, si destacamos determinadas premisas, encontramos que el argumento desconstruccionista mismo contiene el núcleo de una teoría del significado. Los desconstruccionistas tienden a confinar sus análisis al mundo de los textos pero si extendemos las consecuencias de estos análisis, abrimos nuevas alternativas en el ámbito social. Consideremos primero que hay tres entidades no fijas en el marco desconstruccionista. Cada significante singular, tras un examen detallado, se llega a considerarlo como un impostor, un doble de otro significante. Cuando nos acercamos a la entidad real que hay detras del significante, también se muestra como un encubridor. Con todo, aunque las entidades se disuelven, se da una constante en el análisis al nivel de la relación. Ningún significante por sí mismo es informativo, sino que es el proceso de aplazamiento lo que genera el significado. Cuando el significante se encuentra a la luz reflejada de otros significantes —una reflexión de la cual es en realidad el elemento constituyente— alcanzamos una claridad momentánea. El «intersticio» efectivamente da forma a sus límites, y en una transferencia simbiótica, nace el significado.

Avancemos en este análisis, aplicándolo a un «mundo» más allá de los textos. ¿Por qué debemos circunscribir así el concepto de «texto»? ¿Son los textos necesariamente formas de escritura (o sonidos pronunciados)? ¿Qué nos evita introducir aquello que llamamos «acciones» u «objetos» en el dominio de la textualidad (como significantes)? Esta posibilidad fue en realidad demostrada en el estudio de la referencia en las ciencias naturales que abordamos en el capítulo 3. En efecto, si ampliamos el «juego de significantes» de este modo, ello converge primero con el concepto wittgensteiniano de «juegos del lenguaje» y, lo que es aún más importante, con su concepto mas general de «forma de vida». El juego de los significantes es esencialmente un juego dentro del lenguaje, y este juego está incrustado en las pautas de la acción humana, en lo que damos en llamar contextos materiales Podemos entonces abandonar el texto en su sentido tradicional y examinar la manera en la que un proceso de puesta en relación es continuamente operativo generando un mundo de particulares tangibles. Significado en relación

Los recientes desarrollos en la teoría hermenéutica y literaria nos dejan en la situación siguiente: el enfoque tradicional, según el cual el significado se origina en la mente individual se expresa en el seno de las palabras (y otras acciones) y se descifra en las mentes de otros agentes, es profundamente problemático. Si el significado fuera preeminentemente un proceso de establecimiento de la intersubjetividad, seríamos incapaces de comunicar. Parece no haber modo de ir más allá inferencial o intuitivamente de las palabras (o acciones) de otro hasta la fuente subjetiva; tampoco sería posible comprender nada exterior al propio sistema preexistente de significados. En resumen, empezar a resolver el problema del significado humano asumiendo la subjetividad individual no deja vía alguna para la solución.

Con todo, haciéndonos eco de los capítulos precedentes, la pregunta por el significado no es preciso enmarcarla en la tradición individual. Existe un modo alternativo de enfocar el problema del significado social: eliminar al individuo como punto de partida abre una gama de posibilidades prometedoras. En lugar de empezar por la subjetividad individual y operar deductivamente hacia una exposición de la comprensión humana a través del lenguaje, podemos tal vez empezar nuestro análisis al nivel de la relación humana en la medida en que genera tanto el lenguaje como la comprensión. Este enfoque ha tomado impulso gracias al movimiento

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semiótico encabezado por Peirce y Saussure y significativamente ampliado por Barthes, Eco, Greimas, y muchos otros. En este caso la atención se dirige más al sistema del lenguaje o a los signos comunes a una cultura dada. La sociedad se mantiene unida, en efecto, mediante la participación común en un sistema de significación. Con el sistema de signos por consiguiente subrayado, cabe enfocar la comprensión social como un subproducto de la participación en el sistema común. En este sentido, no es el individuo quien preexiste a la relación e inicia el proceso de comunicación, sino que son las convenciones de relación las que permiten que se alcance la comprensión.

En aspectos importantes, la teoría literaria que acabamos de estudiar es compatible con la tradición semiótica, o se basa fuertemente en ella. La teoría de la reacción del lector abandona el problema del significado en la mente del autor, centrándose más bien en los sistemas de signos compartidos de la comunidad interpretativa. En efecto, la comunidad genera el significado del texto al apropiárselo en su sistema de signos. De manera similar, para Derrida, el significado de cualquier significante dado es a la vez evanescente y contingente, dado que el significado siempre se difiere a otros significantes y es finalmente difundido a través del sistema completo de significación. Con todo, tal como también hemos visto, en la forma que revisten actualmente este tipo de teorías no logran dar cuenta satisfactoriamente de los medios a través de los cuales los seres humanos generan o sostienen el significado, ni en la tradición semiótica de un modo más general se dan exposiciones unívocas de este proceso. Como observa un comentarista (Siess, 1986), «en ningún ámbito de la semiótica el sentido de la incerteza es más obvio y profundo que en relación al significado» (pág. 88).

Sería prematuro en esta coyuntura ofrecer una exposición plenamente articulada del significado social a partir de la perspectiva relacional. Resulta útil, sin embargo, esbozar una gama de suposiciones rudimentarias, ampliando el diálogo existente y prefigurando un futuro posible. Para ello, haré uso de la tradición semiológica y las corrientes más próximas, pero con una orientación principal. La tradición semiótica se centra principalmente en las propiedades del lenguaje (y de un modo más característico, en el texto); atribuye la producción del significado a la modelización lingüística (o textual). Sin embargo, ampliando los argumentos del capítulo 2, este foco oscurece el emplazamiento desde el que se deriva el significado. Las palabras (o los textos) en sí mismas no llevan significado, no logran comunicar. Sólo parecen generar significado en virtud del lugar que ocupan en el ámbito de la interacción humana. Es el intercambio humano el que da al lenguaje su capacidad de significar, y tienen que ser el lugar esencial de interés. Quiero, pues, sustituir la textualidad por la comunalidad. Este cambio nos permite reestructurar mucho de lo que hasta ahora se ha dicho acerca del significado en los textos como un comentario sobre las formas del estar en relación.1 Al mismo tiempo, permite que se establezcan importantes vínculos entre las tradiciones textuales y el análisis social. Examinemos, pues, algunas estipulaciones rudimentarias para teoría relacional del significado humano.

Las prelusiones de un individuo no poseen en sí mismas ningún significado. En la exposición intersubjetiva del significado, la mente del individuo sirve como fuente originaria. El

1 Piaget era plenamente consciente de la posibilidad de una invasión social de lo mental. En La psicología del niño, él e Inhelder avisan de la amenaza que suponía la «escuela sociológica de Durkheim» y el argumento de que el «lenguaje constituye no sólo un factor... esencial en el aprendizaje de la lógica... sino que es, de hecho, la fuente de toda lógica para el conjunto de la humanidad» (pág. 87). Tanto Piaget como Inhelder proponen pruebas con que rebatir esta posibilidad y restituir la conclusión individualista de que «el lenguaje no constituye la fuente de la lógica, sino que, al contrario, es estructurado por ella» (pág. 90). Sin embargo, la «prueba» en este caso depende de las suposiciones problemáticas de una mente interior, cuyas suposiciones también operan circularmente para garantizar la conclusión.

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significado se genera en la mente y se transmite a través de las palabras y de los gestos. En el caso relacional, sin embargo, no hay propiamente un inicio, ninguna fuente originaria, ninguna región específica en la que el significado alce el vuelo, ya que siempre estamos ya en una situación relacional con los otros y el mundo. Por consiguiente, para hablar de los orígenes tenemos que generar un espacio hipotético en el que haya una prelusión (marca, gesto y demás) sin incrustación relacional. Concediendo este caso idealizado, encontramos que la prelusión sola de un individuo no logra por sí misma poseer significado. Se trata de algo que es más evidente en el caso de cualquier morfema seleccionado (como son el, os, muy). En solitario, el morfema no consigue ser nada más que él mismo. Opera, como en el caso textual como un significado de posición libre, opaco e indeterminado. Uno puede generar una variedad de excepciones aparentes a esta suposición inicial —grito de «ayuda» en la oscura noche, o secuencias de palabras más extensas como «Coman en casa de Joe». Pero el valor comunicativo de este tipo de excepciones inevitablemente demostrara que dependen de una historia a priori de relaciones, en la que gritos y vallas publicitarias, por ejemplo, desempeñan un papel a la hora de coordinar los asuntos humanos. Utilizando los términos de Bakhtin (1981), las «prelusiones no son indiferentes unas de otras, no son autosuficientes; son conscientes de las otras y se reflejan mutuamente» (pág. 91). Examinemos el sonido «woo» que emite con los labios una damisela en un claro cercano. Aunque la prelusión se emite con un potencial de significación, finalmente es opaca. Incluso en el contexto sigue siendo intraducibie.

El potencial para el significado se realiza a través de la acción complementaria. Las

prelusiones aisladas empiezan a adquirir significado cuando uno u otro se coordina con la prelusión, es decir, cuando añaden cierta forma de acción suplementaria (ya sea lingüística o no). El complemento puede ser tan simple como una afirmación («sí», «cierto») de que en realidad la prelusión inicial ha logrado comunicar. Puede tal vez adoptar la forma de una acción (cambiando la línea de mirada tras oír la palabra «¡Cuidado! »). Ahora bien puede extender la prelusión en cierto sentido (cuando «se» emitido por un interlocutor va seguido por «acabó» emitido por un segundo). En el caso de la damisela, el significado se genera cuando oímos una voz que responde a «Woo» con «Sí, cariño» que proporciona al sonido el significado de llamar a alguien por su nombre.

Por consiguiente, encontramos que un individuo aislado nunca puede «significar»; se exige otro que complemente la acción y darle así una función en la relación. Comunicar es por consiguiente el privilegio de significar que otros conceden. Si los otros no tratan las prelusiones de uno como comunicación, si no logran coordinarlas alrededor del ofrecimiento, este tipo de prelusiones queda reducido al absurdo. En este aspecto, prácticamente a cualquier forma de prelusión se le puede otorgar el privilegio de ser significativa o, inversamente, de ser una candidata al absurdo. Being There, de Kosinski, nos aporta numerosos ejemplos, maliciosos a veces, de cómo las palabras de Chauncy Gardner, un tonto aparentemente, alcanzan la profundidad a través de los creyentes que le rodean. Los ejercicios de Garfinkel (1967) al poner en tela de juicio los rituales de rutina de la conversación cotidiana —«¿Exactamente, qué quieres decir con "llanta plana"?»— demuestra la posibilidad de abortar incluso a los candidatos más evidentes y sofisticados al significado.

En términos semióticos, estoy intentando eliminar el significado tanto de las estructuras impersonales del texto como del «sistema del lenguaje» y situarlo en el proceso de relación. Para muchos semióticos, la unidad fundamental de significado se halla contenida en la relación entre significante y significado; no está colocada dentro en una de las dos unidades individualmente, sino en el vínculo entre ambas. Aquí, sin embargo, elimino la vinculación de su ubicación textual

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y la sitúo en el ámbito social. Por consiguiente, podemos considerar las acciones de un individuo como un «significante» primitivo, mientras que las respuestas de otra persona ahora ocupan el lugar del «significado». Esta relación «significa» —en términos semióticos el significante-vinculado-con-el-significado— es ahora sustituida por acción-y-complemento. Sólo en virtud de la complementariedad de los significantes, las acciones significantes cumplen su capacidad de significar, y es sólo en la relación de la «acción-y-complemento» como se ha de situar el significado. Utilizando los términos de Shotter (1993b), el significado no nace de la acción y la reacción de la acción conjunta.

Los complementos actúan tanto para crear como para limitar el significado. La acción inicial del individuo (prelusión, gesto y demás) no exige, en el ámbito hipotético que he desarrollado hasta aquí, ninguna forma particular de complementación. Al estar solo carece de fuerza lógica (Pearce y C roñen, 1980). El acto de complementariedad por consiguiente opera de dos modos opuestos. Primero, garantiza un potencial específico a la significación de la prelusión. La trata como significando esto y no aquello, como induciendo una forma de acción en oposición a otra, como situando determinadas demandas en oposición a otras. Por consiguiente, si me preguntan «tiene fuego» puedo reaccionar mirándole con asombro (y por consiguiente negando aquello que usted ha dicho como acción significativa). O, a la inversa, puedo reaccionar en una variedad de modos diferentes, cada uno de ellos concediendo un significado diferente a la prelusión. Por ejemplo, puedo buscar nerviosamente en mis bolsillos y responder «no», puedo responder «sí» e irme, puedo decirle «no despacho cerveza», puedo pedirle qué quiere realmente, o puedo incluso gritar y ponerme en posición fetal.

Al mismo tiempo, creando la significación del interlocutor de una de estas diversas formas, simultáneamente actúo acortando su potencial para muchos otras. Dado que lo he creado como significando esto, no puede significar aquello. En este sentido, mientras invito a mi interlocutor a existir como portador de significado (como «agente intencional»), también actúo de tal modo que niego el potencial de mi interlocutor. Del enorme abanico de posibilidades, por consiguiente creo dirección y reduzco temporalmente las posibilidades de la identidad y actuación de mi interlocutor. Pero este acortamiento no tiene que ser considerado unidireccional, al crear y delimitar el complemento aquello que ha precedido. En estado más o menos ordenado de la vida cultural corriente, las coordinaciones acción-complemento están ya dispuestas. Las acciones parecen tener una fuerza lógica —exigir determinados complementos en oposición a otros— porque sólo estos complementos se consideran sensibles o significativos. Así, pues, aunque es posible en principio caer en una posición fetal, se corre el peligro de abortar las posibilidades mismas del significado dentro de la relación. De este modo, la relación acción-complemento es más indicado considerarla como recíproca: los complementos operan determinando el significado de las acciones, mientras que las acciones crean y limitan la posibilidad de complementación.

Cualquier complemento (o acción-y-complemento) es un pretendiente a una complementación adicional. El complemento una vez realizado llega a ocupar la misma posición que la acción inicial o prelusión. Está abierto a más especificación, clarificación u olvido a través de las acciones consiguientes del actor inicial (o de otros). Su función de complemento, por consiguiente, es tanto transitoria como contingente en lo que sigue. Por consiguiente, el complemento finalmente no añade significado, sino que hace las veces de un elemento funcional temporal y anulable. Esto no equivale a decir que el complemento sea un acontecimiento aislado similar a la «acción» hipotética con la que empezamos —una acción que no tiene significado hasta que se ve clarificada mediante una complementación ulterior—. Más bien, dado que el

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complemento se produce en el contexto de la acción inicial, y ha sido creado y limitado por esa acción, vemos que es la relación entre acción y complemento lo que pasa a estar sujeto a una futura revisión y clarificación. Así, por ejemplo, si me pides si tengo fuego, y respondo que «sí» y me voy, hemos formado una unidad que ha de ser resignificada por ti. Si me miras fijamente con asombro, dejas de garantizar un intercambio significativo. Si, no obstante, reniegas en voz alta mirándome mientras me voy, afirmas que la acción y el complemento tenían significado (en este caso, mi complemento hace las veces de una reacción malévola e insensible a la pregunta que me hiciste). Del mismo modo, puedes quedarte asombrado por mis comentarios sobre servir cerveza, negando por consiguiente el acto-y-complemento en tanto que comunicación; ahora bien, puede que reacciones riendo (garantizando mi acto de referencia alusiva a la luz de los comerciales de cerveza) y, por consiguiente, restituyendo al intercambio un status significativo. Simultánea a la instigación del complemento de segundo orden, la reacción entre los interlocutores se ha visto ampliada en su potencial y de nuevo constreñida. De todos los significados posibles que pueden darse a la pregunta planteada y mi respuesta en términos de servir cerveza, tu risa nos constituye como habiendo hecho una broma juntos. En este sentido, tus risas nos otorgan una forma particular de potencial, algo que no nos proporciona, por ejemplo, un fruncir el ceño o una breve réplica. Y al igual que sugiere un futuro, cierra también temporalmente la puerta a otros.

Los significados están sujetos a una reconstitución continua a través del dominio en expansión de la complementación. A la luz de estas consideraciones encontramos que «aquello que se quiere decir» y lo que se comunica entre dos personas son algo inherentemente indecidible. Esto es, el significado se presenta como un logro temporal sometido a continuo acrecentamiento y modificación a través de significaciones suplementarias. Todo aquello que queda fijado y establecido en un ejemplo tal vez puede ser ambiguo o deshecho en el siguiente. Sarah y Steve tal vez se encuentran frecuentemente riendo juntos, hasta que Steve anuncia que la risa de Sarah es «antinatural y forzada», cuando ella intenta presentarse como una «persona acomodadiza» (en cuyo caso la definición de las acciones previas se alteraría). Ahora bien,. Sarah anuncia, «eres tan superficial, Steve, que realmente no te comunicas» (negando así el intercambio mismo como forma de actividad significativa). Al mismo tiempo, estas últimas posturas en la secuencia vigente están sujetas a la negación («Steve, eso es un disparate») y a la modificación («Sólo lo dices, Sarah, porque encuentras a Bill muy atractivo»). Estos ejemplos de negación y modificación están sujetos a un cambio continuo a través de la interacción con y entre los demás (amigos, parientes, terapeutas, el medio, y similares). También puede que sean eliminados temporalmente del intercambio mismo (consideremos una pareja divorciada que, retrospectivamente, redefine toda su trayectoria matrimonial o, por ejemplo, tengamos en cuenta las deliberaciones del Tribunal Supremo sobre el significado del Bill of Rights [Acta de derechos]).

El carácter fundamentalmente abierto de «lo que se quiere decir» con-duce a una exploración de la gestión social del significado. La temprana obra de Garfinkel (1967) sobre el carácter de indexación del significado y el carácter ad hoc del tener sentido en una relación son aportaciones clásicas en este ámbito. Estudios acerca de los modos en que las comunidades de científicos elaboran enfoques mutuamente aceptables de «los hechos» (Latour y Woolgar, 1979), los psicólogos elaboran trabajosa y colectivamente una visión del sujeto humano (Danziger, 1990), las familias establecen visiones mutuamente aceptables del pasado (Middieton y Edwards, 1990), los conocidos estructuran las identidades respectivas (Shotter, 1984) y las figuras políticas renegocian el significado de sus discursos públicos (Edwards y Potter, 1992), todo ello sirve para

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llenar la imagen del significado en vías de formación. Llegados a este punto, sin embargo, encontramos que el foco exclusivo puesto en las

relaciones microsociales es, por lo menos, demasiado estrecho. Si «tengo sentido» es algo que no cae finalmente bajo mi control, pero tampoco está determinado por uno o por el proceso diádico en el que el significado se abre camino hacia la realización. Derivamos nuestro potencial para significar en la diada, de nuestra inmersión previa en una gama de otras relaciones. La relación es una prolongación de anteriores pautas de tener sentido. Y, cuando nos movemos hacia afuera desde nuestra relación para comunicar con otros, ellos también sirven de complementos a nuestra pauta relacional, alterando, así, de un modo potencial el sentido que hemos logrado; estos intercambios puede que sean complementados y transformados en su significado por otros más. En efecto, la comunicación significativa en cualquier intercambio dado depende finalmente de una gama prolongada de relaciones, que se extiende, cabría decir, a las condiciones relaciónales de la sociedad como un todo. Todos nosotros estamos de este modo interdependientemente Íntervinculados sin la capacidad de significar nada, de poseer un «yo», salvo en virtud de la existencia de un mundo potencialmente aprobado de relaciones.

Al igual que las relaciones se coordinan (ordenan) cada vez más, asimismo se desarrollan

las antologías y sus instanciaciones. Existe una estrecha relación entre significado y orden. Si el intercambio entre dos individuos es aleatorio, de modo que cualquier acción por parte de uno puede servir de preludio a cualquier reacción del otro, difícilmente podemos llamar al intercambio significativo. Sólo cuando el intercambio desarrolla orden de modo que la gama de contingencias se restringe, avanzamos hacia el significado.2 Si te lanzo una pelota y la envías a otra parte, te lanzo otra y te la guardas en el bolsillo, y te vuelvo a lanzar otra más y la aplastas bajo tu pie, no hemos logrado según las reglas comunes generar significado. Sin embargo, si te lanzo una pelota y la coges y me la devuelves, y a cada lanzamiento que prospera haces lo mismo, entonces has dado a mi lanzamiento el significado de una invitación que te hacía para que devolvieras el lanzamiento, y viceversa. Las acciones, por consiguiente, llegan a tener significado dentro de secuencias relativamente estructuradas.3

Esto también significa que los participantes en una relación tenderán a desarrollar una ontología positiva o una gama de «apelaciones» mutuamente compartidas que crean el mundo como «esto» y no «eso», que permiten que la interacción prosiga aproblemáticamente. Por consiguiente, los investigadores en astrofísica no cambian su vocabulario de un momento a otro, ya que al hacerlo destruirían la capacidad del grupo para alcanzar lo que dan en llamar «resultados productivos de la investigación». El funcionamiento efectivo del grupo depende del hecho de mantener un lenguaje relativamente estable de descripción y explicación (véase el capítulo 3). En términos más amplios, la ontología positiva pasa a ser el abanico que una cultura muestra de comprensiones sedimentadas o de sentido común. Esta modelización reiterativa es lo que precisamente permite a los especialistas tratar el lenguaje como un «sistema» o como una estructura fija con implicación lógica y/o como regido por reglas.4

2 Dicho de otro modo, demostrando que aquello que damos en llamar comprensión en una relación se consigue no accediendo a la subjetividad del otro, sino llevando a cabo una acción apropiada dentro de una secuencia establecida. 3 Aunque el presente análisis sugiere una considerable libertad en cuanto a la propia capacidad de crear y restringir el significado, la existencia de pautas de larga duración de intercambio en el seno de la cultura prácticamente garantiza que no «todo vale». 4 No debe concluirse que estamos, por consiguiente, encerrados en sistemas de significado conflictivos más o menos permanentes. Las nuevas formas de relación siempre son posibles; uno no está impedido de participar en formas

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Cuando el consenso se establece, también lo son las bases tanto para la comprensión como para el malentendido. Tal como vemos, las relaciones tienden hacia secuencias ordenadas y recursivas en las que el significado se vuelve transparente a los diversos participantes. Con todo, estas suposiciones en sí mismas nos dejan sin una justificación de los significados erróneos —casos en los que las personas afirman no comprender o no lograr comprenderse entre sí— A tenor del anterior análisis, queda claro que los problemas de incomprensión no pueden solucionarse recurriendo a las subjetividades individuales. Los individuos no crean malentendidos en virtud de la inaccesibilidad del contenido mental del otro, o de un fallo en su propio funcionamiento mental. Sin embargo, la exposición relacional desarrollada aquí sugiere respuestas muy diferentes, aunque afines. Primero, y de manera más simple, existen múltiples contextos en los que se forman las relaciones y se desarrollan las ontologías locales. La participación en un conjunto como éstos de actividades coordinadas no es ninguna preparación necesaria para otros. La formación en lengua inglesa y sus pautas asociadas de coordinación es una preparación escasa para hacerse entender en la China rural. Tanto los niños como los estudiantes tienen que hacer una inmersión en las convenciones de coordinación antes de que pueda producirse una «comprensión adecuada».

Este último punto está directamente relacionado con una segunda base para la tergiversación y el malentendido. Hasta ahora he hecho hincapié en la consecución de la coordinación en las diadas o los grupos. Sin embargo, es importante señalar que el concepto de «comprensión» es un indexador occidental. Por tradición marcamos diversas formas de coordinación en términos de si se ha producido la «comprensión» y lo hacemos en función de diversos propósitos sociales. Así, una pareja podría alcanzar una rutina perfectamente coordinada de polémica, aunque según las reglas culturales diremos que se «malentienden» entre sí. Pero si dirigiéramos una obra de teatro en la que la pareja tuviera que pelearse, podríamos concluir que los actores logran una perfecta comprensión cuando la pelea se hace más intensa. Así, pues, en muchos casos, los fracasos en la comprensión puede que se constituyan como tales a través de procesos particulares de calificación propios a la cultura. Este tema es especialmente importante en casos en los que los individuos son condenados por desavenencia. Según la presente exposición, castigar a un estudiante que no «consigue comprender la aritmética» no está más justificado que considerar responsable al maestro por su fracaso docente. En ambos casos, el «hecho de no comprender» nace de un problema en la coordinación mutua.

Consideremos una tercera fuente de desavenencia o malentendido, relevante para personas que comparten formaciones culturales similares. Aquí la gente emplea un lenguaje común, pero encuentra el proceso de generación de la comprensión (coordinación mutua) cargado de dificultades. Desde nuestra perspectiva, estas disarmonías pueden comprenderse en parte como un resultado del carácter continuamente en desarrollo de la cualidad relaciona! humana. A medida que la gente se abre paso a través de la vida, el dominio de las relaciones característicamente se expande y el contexto de cualquier relación dada cambia. En efecto, continuamente nos enfrentamos a cierto grado de novedad —nuevos contextos y nuevos desafíos—. Con todo, nuestras acciones en cada momento pasajero necesariamente representarán cierto simulacro del pasado; tomamos prestadas, reformulamos y remendamos diversas piezas de relaciones precedentes a fin de lograr la coordinación local del momento. Significar en ese ahora es siempre una tosca reconstrucción del pasado, una ristra de palabras arrancadas de contextos familiares e insertadas precariamente en la realización que surge en el momento presente. De un

nuevas o ajenas de inteligibilidad, de la misma manera que toda una vida dedicada a jugar al ajedrez no nos impide ser socializados jugando al croquet.

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modo más personal, a cada nueva relación la propia identidad lleva una relación metafórica con la propia identidad pasada: una translación del yo a partir de un contexto previo (literal) a uno nuevo en el que las acciones anteriores, ahora repetidas, adquieren nuevos significados. En este sentido, cada instrumento cultural para generar significado (palabras, gestos, imágenes y demás) está sujeto a una recontextualización múltiple. Cada término en el lenguaje pasa a ser polisémico, con una multiplicidad de significados. Por consiguiente, nos encontramos con la siguiente situación: cada movimiento en una secuencia coordinada es simultáneamente un movimiento en las otras secuencias posibles; cada acción es por consiguiente una invitación posible a una multiplicidad de secuencias inteligibles, cada significado es potencialmente algún otro, y la posibilidad para el malentendido o la desavenencia está permanente y constantemente al alcance de la mano.

Existe una cuarta fuente significante de malentendidos en las culturas y en muchos sentidos es la más sugerente en cuanto a sus consecuencias. El teórico ruso de la literatura Mikhail Bakhtin (1981) reconocía dos tendencias principales en las pautas lingüísticas de una cultura: una centrípeta (que se mueve hacia una centralización o unificación del significado) y la otra centrífuga (descentrando e inquietando la unidad existente). Así, pues, las tendencias lingüísticas hacia la estabilización están por siempre compitiendo con las que se apartan de ella. «Cada prelusión participa en el "lenguaje unitario"... y al mismo tiempo tiene rasgos de heteroglosia social e histórica» (pág. 272). En el contexto presente, podemos enmarcar esta dinámica opositiva en términos de ámbitos discursivos en competencia: la confianza centrípeta se manifiesta como un dominio de ontología positiva, y la centrífuga en una generación constante de la marginalidad: significados contrapuestos o subvertidores de la ontología positiva. Cuando la ontología positiva se constituye, genera las bases sobre las que cimentar una ontología negativa, u oposicional. Tal como propuse en el capítulo 1, los acuerdos sobre «lo que hay» se hacen siempre contra el telón de fondo de «lo que no hay». Por consiguiente, en un sentido amplio, cada comunidad de significado desata el potencial de su propia destrucción.

La exigencia de la ontología negativa tiene consecuencias importantes para el problema de la comprensión. La inicial diada o comunidad de elaboradores de significado se enfrenta a la persistente posibilidad de negación —siendo sus premisas sustituibles por premisas opuestas— y por consiguiente a la amenaza de exterminación relacional. En la medida en que las comunidades se sostienen en virtud de conceptos como Dios, democracia, igualdad..., tienen que estar siempre vigilantes y negar discursos como el ateísmo, el fascismo, el racismo. Esta posición antagonista no existiría si no fuera por la articulación inicial de la ontología positiva. Simultáneamente, sin embargo, la vigilancia y la defensa van aduciendo razones para un malentendido sistemático. Ya que para aquellos que están dentro de la ontología positiva, «una comprensión del otro» —una coordinación con la ontología negativa— amenazaría su realidad y, por consiguiente, su vida relacional. Discutir, deliberar o argumentar con la oposición, en este sentido, probablemente no conducirá a la comprensión, ya que cada parte colocará un medio para sostener la «maldad» del otro. El significado en el contexto del estudio del desarrollo

Tejiendo las diversas líneas recientes de investigación y ampliándolas, he intentado exponer los rudimentos de una justificación relacional del significado. La formulación prevé la generación de significado como un proceso tenue y dinámico, en el que la comprensión del lenguaje (o de las acciones) del otro es la consecución de una coordinación fructífera —en términos de reglas locales de juicio—. Comprender no es, pues, un acto mental que se origina en la mente sino una

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consecución social que tiene lugar en el dominio público. Al mismo tiempo, cada coordinación localizada depende de las vicisitudes de los procesos sociales más amplios en los que está incrustada, y es, por consiguiente, vulnerable a la reconstitución como un proyecto suspendido. La consecución de la comprensión no es, pues, el resultado de mi deliberación personal, sino de la acción coordinada; y es nuestra consecución primeramente en virtud de los procesos culturales en que estamos inmersos. Además, cada consecución de significado en un grupo pone en movimiento fuerzas que trabajaran desestabilizando y generando desavenencia o malentendido. En efecto, encontramos una relación íntima interdependiente entre el consenso y el conflicto: el hecho de generar comprensión social pone las bases para su disolución potencial.

Mi argumentación en este capítulo sostiene la crítica del cognitivismo que está presente en toda esta obra. También estoy en contra de las teorías del significado que se basan en las suposiciones de la intersubjetividad. El enfoque tradicional del significado como producto de la mente individual genera un conjunto de problemas inmanejables en relación con la comprensión social. Al comenzar con la coordinación comunal y no por la subjetividad individual, sin embargo, evitamos las críticas planteadas por la hermenéutica contemporánea y la teoría desconstruccionista. Con todo, los críticos pueden responder que así como la exposición tradicional deja al individuo incapaz de entrar a formar parte de relaciones, así también el enfoque comunitario nos deja con el problema de cómo el individuo adquiere capacidades sociolingüísticas. ¿Cómo adquiere el niño capacidades lingüísticas? ¿Cómo consigue la coordinación? Seguramente cierta exposición de este proceso es necesaria. Y, tal como los críticos podrían argumentar, las respuestas a este tipo de cuestiones parecerían requerir una teoría de la psicología individual. En realidad ésta es la opinión de Nelson (1985), tal como la expresa en Making Sense: The Acquisition of Shared Meaning. «El estudio del desarrollo del significado», confiesa esta autora, «depende de la determinación de cómo la sistematicidad interna surge de la experiencia externa del significado en el contexto» (pág. 9). Con todo, haciéndonos eco de mi argumento inicial, tal vez sea infructuoso plantear el problema en estos términos. El problema de cómo lo «externo» se infiltra en lo «interno» es un enigma tan intratable como otro, afín a éste, sobre cómo lo interno se transforma en sonidos y señales para el consumo de otros. Ambos problemas caen fuera de la tradición individualista, y tal como he intentado demostrar, tampoco son solucionables en principio.

Al mismo tiempo, un enfoque relacional del significado nos permite plantear la pregunta por la adquisición de un modo diferente. Los vocabularios descriptivos y explicativos del teórico relacional deben, si son plenamente desarrollados, proporcionar una plena justificación de la acción humana, inclusive de la socialización del individuo. «¿No sucede nada en el interior del individuo cuando es expuesto a las acciones de otros?», pueden añadir los críticos, «¿Y no es esto esencial al determinar lo que hace la persona?» Ciertamente, algo sucede de hecho, pero una justificación únicamente psicológica o cognitiva de esta cosa que sucede no es más esencial que una explicación de carácter neurológico o, incluso, que otra que estuviera forjada en términos de física atómica. Todas ellas son modos de caracterizar al individuo en movimiento, pero ninguna es fundamental para generar un sentido de la comprensión. Ninguna es exigida a fin de hacer que las acciones del individuo sean comprensibles. Una descripción de la «esencia interna» del individuo no parece más necesaria para avanzar en los tipos de relaciones en que se logra la comprensión que una exposición de las propiedades atómicas de una pelota de tenis individual lo es para ganar el trofeo de Wimbledon.

Con ello no se extingue el derecho de derimir toda hipoteca de «psicologización» futura. Tal como hemos visto, las exposiciones psicológicas son esenciales a la vida cultural de Occidente, no a causa de su exactitud descriptiva, sino porque son rasgos constitutivos de las pautas

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Los orígenes comunes del significado

relaciónales. Si no puedo hablar de «mis pensamientos, intenciones, esperanzas, sentimientos, deseos» y similares, existen muchas formas de vida cultural en las que difícilmente puedo participar. La especialidad profesional de la psicología es —para bien o para mal— una aportación importante a la reserva de recursos simbólicos de la cultura. Y puede en realidad que haya un lugar para un vocabulario específicamente «cognitivo» dentro de la estructura relacional que he subrayado. En particular, con una reconceptualización de la «cognición», términos como éstos podrían utilizarse para dar cuenta de las acciones sociales implícitas: ensayo privado, actuación o actividad anticipadora que de otro modo adquiere su significado e importancia de su ubicación en las secuencias relaciónales. Un enfoque como éste es coherente con la obra de Shotter (1993a), Harré (1986), y Wertsch (1991), entre otros.

Esto nos conduce, por lo menos, a las conclusiones de un enfoque relacional del significado para la teoría y la investigación sobre el desarrollo. Tres cuestiones tienen especial importancia. Ante todo, mis argumentos se abren enérgicamente paso hacia exposiciones relaciónales del desarrollo humano. Es decir, en lugar de considerar el desarrollo en términos de un despliegue ontogenético (naturaleza) o de impacto medioambiental (educación), el análisis puede de un modo más provechoso centrarse en las unidades y procesos relaciónales. Ni la causalidad formal ni la eficiente son necesarias en cuanto a los propósitos explicativos en este tipo de casos: todos los elementos en el proceso relacional pueden relacionarse como piezas de un rompecabezas o instrumentos en un cuarteto de cuerda. Las relaciones pueden adecuadamente describirse y explicarse sin referencia a los conceptos de causa y efecto. Existen, desde luego, puntos de partida afines e importantes disponibles ya en el ámbito del desarrollo. Las obras de Kurtines y Gewirtz (1987) sobre las dimensiones sociales del desarrollo moral, Rogoff (1989) sobre el aprendizaje infantil, Youniss y Smollar (1985) sobre las relaciones adolescentes, Corsaro (1985) sobre la amistad en los primeros años, y Hinde (1988) sobre las relaciones en las familias, se cuentan entre las más destacadas. El reciente renacer de la teoría de Vygotsky es también un testimonio del «cambio hacia lo social». Sin embargo, a mi entender, la mayoría de este tipo de obras se queda inmóvil, tímida ante la perspectiva de entrar en el ámbito relacional. Ya que en la mayoría de estos casos, una preocupación por lo social es secundaria respecto de un interés por lo individual. El mundo social se dice que influencia el desarrollo cognitivo o emocional del niño individual, o al revés, pero la psique del niño individual sigue teniendo un interés central. Mientras el funcionar del individuo siga siendo la base para una comprensión de las relaciones del niño, las relaciones seguirán siendo secundarias y sintéticas.

A mi juicio, la investigación sobre el desarrollo humano puede ampliarse últimamente a las esferas más amplias de la socialidad. La relación madre-hijo es seguramente un punto de partida importante, pero tiende a tener la misma cualidad sumergida que «la mente del niño». Esto es, la relación madre-hijo tiende a ser considerada de un modo aislado respecto al resto de la esfera cultural. También es insuficiente extender el campo de interés al conjunto pleno de relaciones familiares, o a los amigos y la comunidad.

El desarrollo humano puede ser considerado de un modo más fructífero como un rasgo constitutivo de un proceso social más amplio, plenamente enredado en las prácticas económicas, políticas, educativas y tecnológicas de la cultura. De hecho, las relaciones padre-hijo son, a veces, independientes; se constituyen mediante pautas circundantes de vida cultural, y funcionan de manera importante en su seno (en la comunidad, el lugar de trabajo, los lugares de ocio, etc.). Los ejercicios de un adolescente para tomar decisiones, por ejemplo, son sólo en el sentido más limitado posesiones de la mente adolescente. Pueden ser consideradas con más utilidad como resultados de una amplia pauta de relaciones que inmediatamente conectan al adolescente con sus amigos y la familia, pero también con la economía (disponibilidad de trabajo), la política

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(políticas de planificación familiar), los medios de comunicación (obras sobre el aborto) y demás. Al mismo tiempo, una decisión local puede tener un efecto resonante de amplias consecuencias. Defender el aborto sirve de modelo a otros, permite que las clínicas funcionen, y galvaniza la resistencia contra el aborto. En este sentido, las decisiones individuales sobre el aborto son inherentemente colectivas, tanto en cuanto a sus orígenes como en sus reverberaciones. Un enfoque relacional favorece una extensión significativa del estudio del desarrollo.

Finalmente, insistiendo de nuevo en las preocupaciones expuestas en el capítulo 2, el centrarse en la exposición relacional persuade al profesional a adoptar una postura de autorreflexión. Ampliar las consecuencias de las propuestas de Wittgenstein relativas al significado lingüístico como un producto del uso social llama la atención por la manera como la teoría y la investigación del desarrollo están ellas mismas inmersas en pautas de relación más amplias. La psicología del desarrollo ha ocupado una posición de importancia central en la información de la cultura acerca de la naturaleza del niño. La teoría del desarrollo a menudo salta las fronteras de los círculos profesionales y toma parte en las prácticas más amplias de la sociedad. (Consideremos, por ejemplo, la teoría piagetiana y su repercusión en las prácticas educativas y en los manuales de educación infantil.) Considerar cómo en el ámbito de la profesión escogemos caracterizar las vidas humanas constituye un tema de gran importancia ética y social. Tal como he intentado sostener, hay mucho que decir en favor de dejar atrás un enfoque individualizado del funcionar humano.

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Capítulo 12 Fraude: de la conciencia a la comunidad

La decepción, la hipocresía, el fraude, todo parece predominar cada vez más en nuestras

vidas cotidianas, a pesar de las graves penas que a menudo resultan. ¿La fiebre moral de la cultura desgasta? Para el construccionista, el engaño, el fraude, como concepto y como fenómeno cultural tiene que examinarse cuidadosamente. La suposición del engaño o fraude depende de una creencia gemela en «narraciones verdaderas y honestas». Si esta última presunción es puesta en tela de juicio, tal como sugieren los anteriores capítulos, entonces el engaño también se vuelve problemático, y pasa a ser exigible una concepción alternativa de lo que comúnmente consideramos como decepción. Hemos considerado los rudimentos de un enfoque relacional del yo, de la emoción y de la comunicación. Ahora quiero prolongar este razonamiento al reino del engaño y, con esta reformulación volver a este problema societal con un nuevo enfoque de sus orígenes y consecuencias.

Existen pocos términos en inglés que lleven la fuerza crítica de deceit engaño o de sus variantes: «fraude», «mendacidad», «trampa» «duplicidad». El curiosamente irrestricto reprender a los niños cuando mienten a sus padres, la expulsión de la profesión de aquellos científicos que falsifican sus datos, la incapacitación de las figuras políticas que defraudan al público, todo ello sugiere una animosidad enorme y omnipresente respecto al responsable. Al mismo tiempo, el castigo ritual de lo fraudulento constituye una realización espectacular de la ideología del individualismo. Un individuo es fraudulento cuando es (1) conocedor de la verdad y (2) intencionalmente oculta o distorsiona este conocimiento al comunicarse con otros. En efecto, las principales características definitorías del fraude son esencialmente psicológicas. Dado que la duplicidad se considera una acción inmoral, su aparición se atribuye característicamente a una condición de conciencia subdesarrollada o deteriorada. Es el individuo quien defrauda, quien tiene que ser considerado responsable y, finalmente, es el individuo quien tiene que ser sometido a enmienda y castigo. El simple concepto de fraude, por consiguiente, se incrusta en una enorme red de acciones discursivas y no discursivas. El uso común de los términos no implica nada más que un enfoque del orden social como derivado y dependiente de las mentes y corazones de los individuos.

Desde la época de Aristóteles hasta ahora, los especialistas, sabios y eruditos han hecho cuanto han podido por reforzar esta opinión. Así, para Kant mentir era algo inmoral en gran medida porque infringía el deber del individuo para consigo mismo. El individuo expresa su plena naturaleza moral a través de la acción moral, y al decepcionar a los demás infringe las reglas de la acción moral. Engañar es por consiguiente cobarde, una debilidad de carácter, una capitulación a las bajas inclinaciones, ya que es efectivamente una traición de la naturaleza propia más profunda.1 Otros sostienen que mentir es una ofensa que el individuo hace a otros. Socava la confianza o a fe común necesaria para la buena sociedad y destruye la base misma de la relación humana, inclusive la posibilidad tanto de la justicia como del amor.2 Además, el fraude es una forma de dominación, socava la posibilidad de la igualdad en la relación, dando al mentiroso una injusta ventaja sobre los demás.

A la luz de los argumentos desarrollados en los primeros capítulos, sin embargo, tenemos

1 Véase sobre todo La doctrina de la virtud, de Kant (1971). 2 Sissela Bok (1978) incorpora este enfoque en su general «principio de veracidad» (pág 32) y lo hace remontar a los escritos de Cicerón a través de las filosofías de la moral del.siglo XX.

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que detenernos brevemente. Ya hemos descubierto que los enormes problemas son inherentes a las distintas formas psicológicas de explicación. No existen medios ni conceptuales ni psicológicos que garanticen las afirmaciones acerca de la mente; los intentos de representar el mundo mental como un espejo del mundo físico y considerar los actos mentales como causantes de los actos físicos son profundamente imperfectos Las suposiciones acerca del funcionar mental pueden de un modo más convincente hacerse remontar a procesos de intercambio social, y están por consiguiente, sujetos a influencias culturales e históricas. Además, la ideología del individuo independiente favorecida por la explicación psicológica, que considera a las personas como fundamentalmente solitarias e incapaces de comprender a otros, es problemática. Cuando estos argumentos apuntan al concepto de fraude o engaño, vemos que sus ingredientes psicológicos centrales, autoconocimiento e intención, son puestos ambos en tela de juicio Ambos parecen ser construcciones peculiares de la concepción occidental de la mente, ambos son anulables y ninguno está sujeto a una justificación fundamental.

En consecuencia, lo que vengo a sostener es que poner en tela de juicio la base psicológica del fraude o el engaño exige una reconsideración de su carácter, juntamentente con la enemistad con la que se sostiene. Para el construccionista esta exigencia es la más acuciante de todas, dado que el concepto de falsedad también depende en cuanto a su inteligibilidad de un concepto de la verdad. Sin una suposición firme del hecho de «decir la verdad» ¿cómo podríamos identificar qué es «decir una mentira»? Con todo tal como han puesto en claro los capítulos anteriores, el concepto de verdad objetiva es problemático. Es poco el apoyo que cabe dar a la suposición de que el lenguaje puede reflejar o ser un espejo de los estados de cosas independientes. Si el lenguaje no representa lo que es en realidad —ni exacta ni inexactamente—, sale perjudicado el enfoque tradicional del lenguaje como portador de la verdad. Y si el lenguaje no es el portador de la verdad, entonces ¿qué significa decir una mentira? ¿Cómo puede uno engañar o embaucar si no existe ninguna exposición que justifique viablemente lo que es una representación exacta?

Al mismo tiempo, términos como «fraude» y «engaño» se utilizan en los asuntos cotidianos con cierto grado de fiabilidad. Existen acontecimientos públicos que pueden calificarse con estos términos y merecer un amplio acuerdo. En lugar de argumentar a favor del abandono de estos términos, por consiguiente, la vía más prudente es la de la reconstitución: reconceptualizar el fraude o el engaño y, de un modo más específico, expresar su significado en términos de prácticas relaciónales. En este caso, mi exposición amplía los argumentos de los capítulos precedentes para una reconstrucción microsocial de los predicados psicológicos. Al hacerlo, argumentaré también que podemos anticipar una aceleración del engaño en las próximas décadas. Los cambios tecnológicos están afectando a la vida social de modos que harán que el fraude o el engaño se convierta cada vez más en el resultado posible. Finalmente, al enfrentarnos con el engaño, espero mostrar que la tradición de la aprobación moral es de una utilidad limitada y problemática. Desde la perspectiva relacional, nuestra atención puede que útilmente mude su temática de las cuestiones de la conciencia y la corrección a temas de lealtad social conflictiva. Realidades múltiples y el surgimiento del fraude

Un análisis del fraude depende primero de que se disponga de una justificación de la verdad: reglas adecuadas respecto a las cuales puedan contrastarse las desviaciones y las falsedades. Mucho se ha dicho ya contra los enfoques tradicionales de la verdad como reflexión exacta en la mente del mundo o como espejo que refleja la realidad. He roto una lanza, en cambio, por la concepción de la verdad como construcción cultural, como el subproducto de relaciones que se dan entre personas. Tal como desarrollé en los capítulos precedentes, podemos tal vez afirmar

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que cuando las personas interactúan en el tiempo tenderán a generar una ontología local, un lenguaje de representación que les permita llevar a cabo sus relaciones de formas satisfactorias. Las comunidades harán un gran esfuerzo —incluyendo tanto a la censura pública como al castigo público— para sostener la verdad y lo real, ya que lo que está en juego es nada menos que la vitalidad continuada de un modo de vida. Derivando del capítulo 1 la preocupación por las formas integrales de inteligibilidad, consideremos esta unidad inicial de elaboración de la realidad como un núcleo relacional. En cualquier núcleo, los participantes tal vez sean capaces de identificar lo que es «verdadero», es decir, de indexar los modos convencionales o aceptables de representación. Por consiguiente, si estamos de acuerdo en que «es un día bonito y soleado», y sigo haciendo este tipo de informes en los momentos en que hayamos convenido en que debo hacerlos, me convertiré para ustedes en un hombre del tiempo veraz. Y ello no porque esos días verdaderamente sean bonitos y soleados (desde otros puntos de vista podrían ser «agresivamente brillantes», «idealizaciones burguesas» o «cargados de la culpa de deseos insatisfechos»), sino porque estamos de acuerdo en cómo hablar del «tiempo».

Dada la ausencia de criterios de verdad universales, ¿cómo hemos de comprender la naturaleza del engaño? Si la verdad no se logra emparejando adecuadamente ni palabras ni la mente con el mundo, sino que es más bien un producto de la coordinación microsocial, entonces se requiere una reconceptualización. Al principio, es importante considerar que bajo las condiciones de unanimidad ontológica, en las que hay un consenso pleno en cuanto a lo que es en realidad, el fraude es prácticamente una imposibilidad. Ahora bien, en otros términos, el fraude no podría nunca producirse en un núcleo relacional aislado. Es así porque primeramente para las personas que están plenamente de acuerdo sobre la naturaleza del mundo sería absurdo decir una falsedad. Cualquier descripción que no fuera integral para las pautas existentes del núcleo carecería de sentido. Por ejemplo, estamos plenamente de acuerdo en que determinados tipos de días son «calurosos y soleados», y no hay otro modo de describirlos, no dispongo de ninguna descripción privada que discrepe de esta exposición. Difícilmente podría albergar la opinión de que son en realidad «rangibles» como opuesto a caluroso y soleado, porque «rangible» no es un término que tenga un significado en el núcleo relacional. No puedo disponer de una exposición privada de lo que no era sino una exposición pública.

Ampliando este ejemplo, podríamos considerar el caso del robo. En una cultura en la que siempre y en todas partes se ha convenido en que cada individuo tiene derecho a determinados bienes y no a otros,3 no habría modo alguno de comprender que alguien pudiera coger este tipo de bienes de alguien distinto. En estas condiciones, no habría robo, porque ningún individuo podría tener sentido realizando un acto así. Coger los bienes de otro en una sociedad como ésa tendría como equivalente, digamos, que un europeo se comiera su perro como desayuno. Es físicamente posible ser indulgente con una comida como ésa, pero no por ello deja de ser menos absurdo. Por otro lado, si desarrolláramos culturalmente una base racional para una conducta así, la gente pagaría por la inmunidad.4

De ello se sigue que, para que el fraude se produzca, tiene que haber primero múltiples núcleos que posean exposiciones discrepantes de la realidad y, en segundo lugar, la posibilidad de una participación simultánea en múltiples núcleos. Si sólo hubiera comprensiones locales de la realidad, el fraude seguiría siendo imposible. Si un grupo de personas creyera en la propiedad privada y un segundo grupo pudiera sólo conceptualizar la propiedad de un modo comunitario,

3 Para más detalles, véanse Cooperrider y Pasmore (1991), asi como Gergen (1991b). 4 Para un estudio critico útil de las realidades subculturales, véase Carbaugh (1990).

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ambos grupos serían capaces de infringir las convenciones del otro grupo sin por ello incurrir en engaño. En el primer grupo podría conservar la propiedad para mí mismo, actuando por consiguiente de un modo a todas luces incomprensible para el otro grupo. Sin embargo, no lo haría (y en realidad no podría hacerlo) de un modo subrepticio a menos que también estuviera en disposición del conocimiento del conjunto alternativo de convenciones. Si no lograse ajusfarme a las convenciones locales, podrían estigmatizarme como ignorante o descuidado, pero no podrían culparme de ser mentiroso. Para mentir, uno tiene que estar inmerso en al menos dos formas de inteligibilidad: una en la que un acto es comprensible y otra en la que no lo es.

Dicho de otro modo, la existencia de múltiples núcleos dispone el escenario para exposiciones mutuamente exclusivas, aunque igualmente aciertas», de los mismos «acontecimientos». La posibilidad de fraude surge cuando un individuo comparte su calidad de miembro en al menos dos núcleos relaciónales: uno en el que un acto es inteligible y otro en el que no lo es. En la relación A, por ejemplo, tal vez se esté de acuerdo comúnmente en que las personas tienen ciertos derechos de propiedad, en que coger los bienes de otro es una infracción de esos derechos y en que ese tipo de acciones deben ser castigadas; Tal como hemos visto, si todos los participantes en la relación compartieran estas y sólo estas opiniones, el robo nunca se produciría. Sin embargo, si uno de los participantes en la relación A es también miembro de un segundo núcleo, B, existe la posibilidad de negar la ontología específica a A. En particular, si los participantes en B creen que el sistema de propiedad privada es injusto u opresivo y que librar «a los que tienen» de sus posesiones es un acto que merece todos los honores, existe una buena razón en la relación B para hacer aquello que en A sería repugnante. La posibilidad de engaño surge cuando a un individuo que es miembro de ambos grupos, el grupo A le pide que rinda cuentas de precisamente ese tipo de actos. Examinemos las principales posibilidades abiertas al individuo sospechoso de «robar» en el sistema A: 1. Confesión: El sospechoso puede confesar su crimen («Sí, robé el coche»), y por consiguiente estar de acuerdo únicamente con el enfoque de la realidad compartido en el sistema A. El resultado será no sólo el castigo sino la negación de una realidad alternativa, B («Este coche me pertenece, porque los ricos son avaros y no me dejan otra elección que sacar partido»), así como de las relaciones asociadas sobre las que descansa esta realidad. 2. Explicación: El sospechoso puede intentar educar a sus acusadores en el sistema alternativo de inteligibilidad. Puede demostrar la razón por la que tenía una «razón buena y válida» en emprender esa acción. Si el sospechoso consigue plenamente enseñar esta nueva ontología, el acto por consiguiente dejara de ser considerado un «crimen»: «Sí, hizo bien en coger el coche», podrían concluir entonces los acusadores; «usted ha sido injustamente tratado, y cambiaremos nuestros modos y nuestras leyes». Desde luego, un resultado de este tipo es improbable, y normalmente así lo será. Ya que el núcleo de realidad A es una inteligibilidad vivida, una especificación de la verdad y del bien intrínsecamente tejidos en las pautas que rigen la vida cotidiana. La inmersión en esta realidad deja en desventaja cualquier alternativa. Si la alternativa fuera plenamente inteligible, las comprensiones compartidas en la comunidad A ya no serían las mismas: la comprensión alternativa y sus prácticas correlativas las sustituirían. Mientras los miembros de A quieran seguir permaneciendo en sus sistemas de comprensión, no hay medio alguno a través del cual pueda justificarse un enfoque alternativo. 3. Fraude: Como queda claro, ninguna de estas opciones es óptima para el acusado. La primera asegura el castigo y la negación de una comunidad alternativa en la que uno se tiene por miembro. La segunda es improbable que fructifique. La opción inducida, por consiguiente, es la de denegar a quienes forman parte del grupo acusador que la acción haya tenido lugar en los términos a través de los cuales la comprenden. De hecho, engañarles. Si el engaño tiene éxito, el

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individuo no sólo evitará el castigo y sostendrá sus vínculos con el grupo alternativo, sino que seguirá disfrutando de su cualidad de miembro de buena reputación en la comunidad de acusadores.

En una sociedad altamente compleja en la que los individuos participan en relaciones múltiples, cada una con su forma potencialmente única de construir la realidad, habría una fuerte invitación al engaño. Desde luego, buena parte del engaño será de naturaleza baladí (las «mentiras veniales» de la vida cotidiana). Sin embargo, habida cuenta de los altos costes de la confesión (castigo y negativa a aceptar formas alternativas de relación) y la dificultad de explicación (los grupos, por ejemplo, protegerán característicamente sus realidades a fin de sostener sus modos de vida), el engaño se convierte en algo atractivo. En estos términos hay una razón contundente para creer que las ocasiones de engaño se multipliquen en los años venideros. Como tuve la oportunidad de detallar en alguna otra parte (Gergen, 1991b), las tecnologías del siglo XX han acabado produciendo un incremento exponencial de nuestra capacidad de relacionarnos. Empezando por el teléfono, el automóvil, y la radio a principios de siglo, luego a través de la aviación a reacción y la televisión en fecha más reciente, y actualmente a través de los ordenadores, las transmisiones vía satélite, el procesamiento de la información a partir de microtransistores y otras innovaciones tecnológicas, hemos acabado saturados por los otros, por sus valores, sus actitudes, sus opiniones y sus personalidades. Y esto es así no sólo en el ámbito de la vida cotidiana, donde las amistades, las intimidades compartidas o no, y los vínculos familiares puede generarse y sostenerse a distancias planetarias, sino que tambien lo es a nivel institucional —negocios, gobierno, educación, ejército, etc.—, donde la interconexión global se está convirtiendo en una necesidad. A estos impulsos que nos llevan a la interdependencia tenemos que añadir los miles de organizaciones populares —grupos religiosos, políticos y étnicos, ligas deportivas, organizaciones medioambientales y similares— que, cada vez más, reúnen gentes de lugares dispares.5

Esta expansión en los ámbitos de la relación y la conectividad humana esencialmente multiplica la gama de núcleos relaciónales en los que participamos: los sentidos posibles que pueden adquirir lo real y lo correcto. Amplía la gama de acciones justificables y, por consiguiente, el número de modos en los que podemos «ser atrapados», actuando racional y correctamente según las pautas de una relación, pero de un modo impropio según las de otra. El aumento de nuestra capacidad de estar en relación conduce por sí mismo a la discreción y el engaño. Por consiguente, así es como estamos asediados por instancias de duplicidad, espionaje, doble juego, infiltración, filtraciones organizacionales, uso fraudulento de información privilegiada, prevaricación, falsificación de documentos y plagio. Así, pues, ¿no nos enfrentamos a la posibilidad de una más importante erosión de la confianza pública? Muchos son los que creen que la erosión es ya muy profunda.

Aunque no está en mi mano ofrecer grandes soluciones a la expansión societaria del engaño, el enfoque relacional que desarrollé aquí abre nuevas perspectivas al diálogo. Antes de pasar a explorar estas posibilidades, sin embargo, quiero examinar un caso singular de escándalo público desde la perspectiva relacional y, de este modo, clarificar las cuestiones y sus posibles consecuencias. Engaño y la controversia iran-contra

5 Estos diagramas son sólo ayudas analíticas. Una formalización más adecuada se podría hacer en un espacio tridimensional con clusters de núcleos interrelacionados. Sin embargo, para los propósitos del argumento presente, basta con dos dimensiones.

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Durante la primavera de 1987 la capacidad del gobierno de los Estados Unidos para llevar a

cabo sus diversas misiones se vio gravemente comprometida, primeramente a causa de los intentos, tanto por parte del Congreso como de la prensa, para evaluar las dimensiones de fraude en la rama ejecutiva del gobierno (incluyendo al presidente Reagan, su equipo, al gabinete y a los organismos y agencias asociados). Se declaró que el Congreso, el pueblo y los aliados de la nación habían sido gravemente engañados acerca de las acciones del ejecutivo. Mientras el presidente, Ronaid Reagan, aconsejaba a otras naciones «no pactar con los iraníes que habían tomado rehenes y hacía promesas públicas en nombre del gobierno de los Estados Unidos, él y sus colegas estaban haciendo justamente lo contrario. Al mismo tiempo, después de que el Congreso promulgara leyes contra un nuevo apoyo militar a la Contra nicaragüense, un ejército armado de insurgentes cuyo objetivo era derribar al gobierno socialista de Nicaragua, el presidente y sus colaboradores procedieron de modo privado y subrepticio recogiendo fondos y armas exactamente para financiar y equipar a ese movimiento insurreccional. La trama del subterfugio consistía en que los fondos conseguidos de la venta de armas a Irán, a cambio de sus favores respecto a los rehenes norteamericanos, fueron luego destinados a apoyar las actividades militares de la Contra. Finalmente, cuando las acusaciones sobre la ayuda a la Contra se formalizaron, el brazo ejecutivo del gobierno negó rotundamente la existencia de todas aquellas actividades. Las palabras y los escritos de quienes ocupaban altos cargos no parecían dignos de confianza. A causa de esta pérdida de confianza, el proceso de gobernabilidad se vio gravemente impedido.

Como revelación del fraude gubernamental, el escándalo Iran-Contra es en escasa medida un acontecimiento novedoso, ni en relación a los políticos norteamericanos ni en ninguna otra parte. Desde el debacle del Watergate en la época de Nixon, la prensa norteamericana se ha mostrado muy sensible a la posibilidad de duplicidad a nivel de altos cargos. El fraude es una mercancía que procura elevados beneficios en el mundo de las noticias. Tampoco estas sangrías son algo exclusivo de la cultura norteamericana. Los franceses desde hace tiempo se han mostrado profundamente recelosos respecto a las actividades de sus cargos gubernamentales; las revelaciones públicas de traición interna abundan con frecuencia en la prensa. La prensa británica ha sido inquebrantable en su intento por situar la mendacidad, el doble juego y el espionaje en los niveles de la esfera gubernamental. De manera similar, desde la reunificación de las dos Alemanias, las revelaciones de fraude y engaño entre los comunistas de la Alemania Oriental se han convertido en un pilar del quehacer periodístico. En cierto grado, esta omnipresente preocupación por la duplicidad en la gobernabilidad puede hacerse remontar a lo que muchos creen que es una deslegitimación generalizada de la autoridad en la cultura occidental. Tal como especialistas de la talla de Habermas (1979) y Lyotard (1984) han argumentado, esta deslegitimación tiene bases morales y lógicas. En efecto, de quienes están en el poder ya no se confía que «apelen a la ontología» en sus relaciones con el pueblo. Sus «invitaciones al realismo» parecen de manera creciente orientadas a su propio beneficio. La confianza pública, y en lo público, parece haber entrado en decadencia.

Con todo, el análisis precedente nos da una buena razón para creer que los recelos generalizados de la época contemporánea es probable que continúen, si es que no se intensifican. A pesar del carácter de aquellos que tienen un cargo, el establecimiento de penas y garantías, y la sensibilidad predominante hacia las amargas lecciones del pasado, el fraude y el engaño es probable que hagan un rápido negocio durante cierto tiempo en el futuro. Los escándalos periódicos se pueden convertir en una característica común del paisaje político, y la confianza pública en la gobernabilidad puede seguir deteriorándose. He intentado explicar este cambio en

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términos de la tecnología y la proliferación de realidades. Sin embargo, el escándalo Irán-Contra añade una dimensión importante a la discusión al elucidar las realidades múltiples de la vida organizativa.

Ante todo, examinemos lo que cabría denominar laminaciones de realidad en el marco de la organización: las capas de relaciones nucleicas en una burocracia compleja. Una relación no laminada existe sólo entre dos interlocutores: se trata de la condición del núcleo relacional. Tal como hemos visto, las actividades que se dan en el núcleo deben abrirse paso hacia el desarrollo de un conjunto de creencias que estén más allá de cualquier puesta en tela de juicio local. Si no existieran realidades en competencia, el fraude, tal como también he sostenido, sería una opción ininteligible. Un tipo de condición como ésta podría existir si el presidente desarrollara plenamente y hasta el último detalle todas sus políticas, digamos, con un único miembro de la prensa. Si los dos participantes no tuvieran ningún marco de referencia fuera de lo que comparten, el fraude o el engaño sería una imposibilidad lógica.

Pero añadamos un elemento de realismo a esta situación hipotética «laminando» el campo de relaciones del presidente. Tratemos su relación con los asesores presidenciales como un segundo núcleo. En este punto, se han establecido las condiciones para el surgimiento de una segunda ontología (véase figura 12.1). Puede que haya una discrepancia entre la realidad negociada en la relación del presidente con la prensa y aquella forjada en las habitaciones y despachos interiores de la Casa Blanca, precisamente en este punto se crea la posibilidad de fraude: aquello que se afirma en compañía de un periodista no es necesariamente aquello que se pronuncia en las habitaciones y despachos interiores. Las acciones condonadas en un ámbito pueden ser censuradas en el otro.

La posibilidad de fraude es más amplia en este caso en virtud del hecho de que la prensa está comprometida en al menos otro núcleo más, el formado por sus propias relaciones con los consumidores del medio de comunicación. Esta laminación adicional significa que el presidente no puede confiar en que las negociaciones de la realidad desarrolladas con un periodista permanecerán inalteradas cuando sean recreadas por el consumidor del medio de comunicación. De hecho, el representante del medio de comunicación es también capaz de fraude o engaño —obteniendo opiniones de buena fe pero explotándolas («distorsionándolas») en función de los propósitos de uno o de su grupo (crear controversia, ganar premios, vender artículos) al dirigirse al público.

Con la posibilidad de un fraude o engaño sistemático multiplicado de este modo, una nueva complicación se afianza. El hecho de que el presidente no puede confiar en la prensa asegura que las presentaciones públicas del presidente (en este caso, sus encuentros con la prensa) recibirán una atención preliminar en el seno de su grupo de asesores. Esto es, la realidad que le está permitido negociar en el dominio público será el resultado calculado de las deliberaciones privadas en el interior de la Casa Blanca. La conferencia o el discurso público ya no es, por consiguiente, un resultado auténtico de la relación del presidente con la prensa (o público), sino un dispositvo artificial diseñado para tener el máximo impacto en los ámbitos de la realidad pública. Si las deliberaciones que se llevan a cabo en la Casa Blanca fueran asequibles para el público, la autenticidad de las palabras del presidente se vería socavada. Y, a medida que la prensa y el público se fueran haciendo cada vez más conscientes de tal deliberación (como sucedió con las revelaciones del Watergate), las presentaciones públicas se irían haciendo cada vez más sospechosas.

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Figura 12.1. Laminaciones de la realidad política

Examinemos, además, los efectos que comporta extender las laminaciones de la realidad a los diversos niveles del gobierno. Los miembros del gabinete, por ejemplo, todos presiden personalmente organizaciones notables: el Departamento de Estado, el Departamento de Defensa, y así sucesivamente. Un miembro crítico del equipo de la Casa Blanca es el asesor en Seguridad Nacional. A su vez, el asesor de Seguridad Nacional encabeza una amplia organización (que creció constantemente durante los años de gobierno de Reagan), cuyos miembros no se reunían ni con el equipo presidencial ni con el presidente. De hecho, el consejero de Seguridad Nacional está simultáneamente comprometido al menos con dos núcleos relaciónales, en los que se hacen posibles al menos dos realidades enfrentadas (véase figura 12.2).

Figura 12.2. Multiplicidad en las realidades presidenciales

En este punto la posibilidad de fraude en el ámbito ejecutivo se acrecienta aún más, ya que

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la ontología que se genera en el seno del Consejo de Seguridad Nacional difiere de la que se genera en el equipo de la Casa Blanca, que de nuevo puede diferir del que se genera en la relación del equipo con el presidente y, a su vez, la relación del presidente con la prensa. Esta gama compleja de posibilidades en realidad absorbió el interés de los norteamericanos durante muchos meses. Las actividades del Consejo d.e Seguridad Nacional —tanto en cuanto al canje de armas a cambio de rehenes, como el apoyo ilegalmente proporcionado a la Contra— pasaron a ser minuciosamente examinadas. La aparente duplicidad de este grupo también acabó amenazando la credibilidad del presidente y la de sus asesores.

Hasta aquí hemos visto cómo las laminaciones en los núcleos relaciónales en el gobierno condujeron por sí mismas al fraude y a la pérdida de confianza. Con todo, cada núcleo en un sistema gubernamental está vinculado no sólo en dirección vertical, sino también horizontalmente. El presidente prosigue con su relación con su equipo, pero también esta vinculado interdependientemente con los miembros del gabinete, el Congreso, el Tribunal Supremo, su partido político, la comunidad comercial y empresarial, etc. Este proceso se repite a cada laminación gubernamental. Además, cada uno de estos individuos (o grupos) está vinculado con otras relaciones, tanto en sentido vertical como horizontal. Esta multiplicidad de interdependencias exacerba grandemente el potencial de fraude, porque cada miembro de cada núcleo puede renegar potencialmente de la realidad de ese núcleo en sus relaciones alternativas. Aquello que es negociablemente «real» y sensible en una relación puede que sea reformulado en un sistema de realidad alternativo para parecer simplista, ingenuo, equivocado, inmoral o incluso traidor. En cualquier relación dada sólo hay «sentido común»; el mundo se construye de modo que parezca apropiado y correcto. Sin embargo, una vez que esta realidad se transpone en contextos alternativos de comprensión, predomina el potencial de «fraude».

Los ejemplos más evidentes de subterfugio sistemáticamente generado adoptan la forma de «filtraciones» y «confesiones». Los individuos en cualquier nivel dado de gobierno revelarán a la prensa las realidades mantenidas en secreto en el interior del santuario. Un contacto en la Casa Blanca revela las deliberaciones de los otros miembros del equipo, un piloto habla de las misiones secretas en las que se entregan armas a los Contras, una secretaria de Oliver North, que en aquel momento estaba en el Consejo de Seguridad Nacional, habla del frenético intento de destruir documentos antes de una investigación, etc. En los núcleos internos, los participantes llevan a cabo actividades que parecen razonables y correctas. Faith Hall es una eficiente secretaria que hacía lo que tenía que hacer correctamente al ocultar documentos en su vestido cuando pasaba por los controles de seguridad. Sin embargo, cuando las mismas palabras y escritos se transforman en la realidad de la prensa, se convierten en pruebas de un enorme encubrimiento.

Tal como sugeriré, las acusaciones de duplicidad se suscitaron incluso cuando aquellos que estaban en el gobierno creían firmemente estar prestando un servicio al pueblo norteamericano. Es decir, las acusaciones de fraude pueden anticiparse incluso cuando aquellos que están en el poder están comprometidos con el bien común. ¿Cómo es así? En gran medida este resultado puede hacerse remontar a unas sutiles transformaciones de la antología que se producen cuando uno se desplaza a través de diversas laminaciones o a través de la gama horizontal de relaciones. Las transformaciones ontológicas son alteraciones del significado que se producen cuando dominios diferentes del discurso (o sistemas ontológicos) son puestos en contacto entre sí. Por consiguiente, si un individuo participa en dos sistemas con diferentes concepciones de la realidad, es probable que desarrolle una amalgama de los dos sistemas, tomando prestado de los dos, pero sin duplicar ninguno. Por ejemplo, aquello que era «esencial para la Seguridad Nacional» en una realidad y «una grave infracción de los derechos de otros» en otra realidad, puede convertirse en

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«una política prudente aunque imperfecta». De este modo, el individuo puede que no experimente una aguda disyunción entre las ontologías en concurrencia; las solapará lo suficiente para que uno pueda sentir que se explica en el seno de una única realidad.

Cuando nos desplazamos a través de laminaciones sucesivas de una organización (o una sociedad compleja), la inteligibilidad en el núcleo inicial queda además disipada. Las palabras que significan una cosa en un contexto llegan a significar otra en un segundo contexto, y cambian su significado aún de nuevo cuando se mueven en un tercer contexto. Las suposiciones se van haciendo cada vez más abstrusas y flexibles; los compromisos esenciales pueden abandonarse discretamente. En cierto punto, aquello que se tiene como «real» a nivel público no puede reconciliarse con la realidad al nivel de los núcleos más profundos o más remotos. Examinemos de nuevo la petición de Reagan de que sus aliados evitaran negociar con los terroristas y su consiguiente negación de que estuvieran comprometidos en hacer justamente lo contrario. Con todo, tal como las pruebas acumulativamente fueron sugiriendo, esta realidad pública era sólo parcialmente reproducida en el seno de la Casa Blanca. En las reuniones con su equipo, el presidente también declaró que querría conseguir la libertad de los rehenes que tenían presos los terroristas iraníes y que, si era necesario, se habrían de tomar medidas contundentes. Tal como los documentos indicaron luego, este mensaje abstracto a nivel del equipo de la Casa Blanca se transformó de nuevo a nivel del Consejo de Seguridad. Allí el mensaje se tradujo como una invitación a buscar la negociación con el gobierno iraní. En particular, el Consejo de Seguridad creía que si se podían proporcionar armas a Irán se reduciría tal vez la dependencia iraní de la Unión Soviética, obteniendo una relación más duradera con las facciones moderadas, e indirectamente induciría a que los iraníes liberaran a los rehenes.

Otro dominio de transformación ontológica tiene que añadirse, se trata del nivel que surge con el proceso de negociación internacional mismo. Cuando los representantes de Estados Unidos y de Irán se reunieron, se fue haciendo progresivamente evidente que había de haber un quid pro quo: armas a cambio de rehenes. A pesar de los compromisos hechos a otro nivel de intercambio, la realidad pública se había disipado entonces por completo. Tal como los noticiarios sugerían, los corredores de realidad en estos niveles alterior dieron pasos para asegurar que esta conceptualización no iba a traducirse en su forma tosca cuando de nuevo atravesara el sistema. En efecto, se habían hecho conscientes de las discrepancias existentes entre las ontologías, que inducían al consiguiente fraude. Sin embargo, de modo general cabe conjeturar que a cada nivel de organización encontramos decisiones que eran a la vez «razonables y buenas» según cierta pauta local, y, en un sentido, todas ellas fueron decisiones de personas que se consideraban a sí mismas justas y de gran entrega. Con todo, a medida que las realidades se multiplicaron y transformaron a través del sistema, el resultado fue una «duplicidad detestable». El fraude y el lugar del juicio moral

Los lectores tal vez objeten a esta exposición microsocial del fraude tal como se presenta. Al fin y al cabo, ¿no hay algo repugnante en este análisis, una sugerencia de que, dado que el fraude es inevitable, simplemente tenemos que resignaros ante él? ¿Por qué deberíamos adoptar una teoría que parece disculpar a aquellos que engañan o rompen la confianza pública? ¿De qué modo puede una sociedad organizada proseguir si no logramos tener gente moralmente responsable de acciones fraudulentas? Este tipo de preocupación está seguramente más que justificada. Sin embargo, mi análisis de ningún modo debe leerse como una aprobación, digamos, de los diferentes papeles de la farsa Irán-Contra. Tampoco quiero proporcionar un apoyo ni tan sólo indirecto a las mentiras y fraudes de Hitler, Stalin y similares. Más bien consideramos las

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consecuencias contrastantes de adoptar una postura moral respecto a estas diversas formas de fraude, como opuesta a la perspectiva relacional que he desarrollado tanto en éste como en anteriores capítulos. Siguiendo el razonamiento desarrollado en el capítulo 4, podríamos suponer que, a largo plazo, un reacción de juicio moral ante ejemplos de fraude será menos efectiva en cuanto al mejoramiento de nuestra incumbencia social que adoptar las consecuencias de una perspectiva relacional.

A fin de explorarlas, consideremos los importantes problemas que acompañan a la reacción moral ante actos fraudulentos. En principio, este tipo de juicios descansa en suposiciones problemáticas acerca de la mente y del lenguaje —que, por ejemplo, las mentes hacen las veces de fuente originaria de la acción y que el lenguaje puede proporcionar una imagen exacta de lo real—. Tal como he demostrado, ambas líneas de razonamiento demuestran ser erróneas en una diversidad de aspectos. Además, los juicios morales forman una cuña alienadora entre el agente que emite el juicio y el responsable al que se le imputa. El juez se establece a sí mismo como superior moral respecto a aquellos que tienen que someterse para castigo y desprecio. Al mismo tiempo, dado que quien ha perpetrado ese acto característicamente permanece comprometido con el enfoque que justificaba sus acciones, a menudo encuentra el castigo y el desprecio injustificados. En lugar de estar arrepentido resuelve hacer la voluntad del moralista, siendo la reacción frecuente el resentimiento, la hostilidad, la alienación y un deseo de venganza, aciagos propósitos para futuras relaciones.

Finalmente, la mojigatería moral también carece del tipo de fundamentaciones necesarias para dar una amplia justificación. No existe en realidad ningún sistema de principios éticos que exija un acuerdo general.6 Tampoco desde la perspectiva construccionista hay razón alguna para suponer que una ética universal pueda estar encerrada en su sitio. Existen pocos medios a través de los cuales la racionalidad moral desarrollada en una comunidad o núcleo relacional pueda hacerse inteligible o unirse con una comunidad de comprensión alternativa. Incluso en la tradición occidental, el moralista comprometido se entrega raras veces a un principio universal de honestidad.7 Castigar en nombre del principio de honestidad es en este sentido hipócrita, ya que ¿quién exigiría honestidad en todas las condiciones? Incluso el moralista estricto estará preparado para honrar a aquellos que mintieron para evitar a algunos judíos el tener que ir a los campos de concentración nazis. La mayoría de nosotros defendemos la «deshonestidad», si se lleva a cabo por una causa justa. En general, no es el fraude lo que nos intranquiliza; más bien, su importancia parece depender de los resultados de instancias específicas. Es este punto final el que allana el camino para una reconsideración de las consecuencias del fraude desde una perspectiva relacional.

Examinemos ante todo la posibilidad de que los gritos vengativos de «fraude» sean proferidos primeramente cuando los participantes en un núcleo relacional dado encuentran que están sufriendo pérdidas como resultado de una exposición (desde su punto de vista) deshonesta. En el caso Irán-Contra, los miembros del Congreso condenaron a la rama ejecutiva porque los

6 Véase el capitulo 4 en cuando a la elaboración. 7 El presente análisis hace hincapié en la participación como miembro en diversos núcleos, por consiguiente remitiendo el fraude a la participación en múltiples grupos. Sin embargo, dado que los miembros de cualquier grupo heredan los dispositivos de interpretación de un pasado cultural heterogéneo, la participación como miembros no puede ser un requisito para el fraude. Por lo tanto, uno puede comprender las ventajas del robo no porque pertenezca a otro grupo en el que el robo es una acción honrada sino que incluso dentro de la cultura principal la inteligibilidad del robo se realiza a través de la historia. Los relatos de espías y de detectives, las novelas bélicas e incluso las novelas amorosas glorifican el robo que se hace en función de fines buenos. En este sentido la mayoría de nosotros lleva consigo inteligibilidades múltiples y, a veces, antitéticas (véase también, Billig y otros, 1988).

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dossieres «falsos» socavaron su poder e infringieron aquello que sentían que era una política prudente y/o justa. Si, en cambio, el ejecutivo hincha las estimaciones presupuestarias para el gasto militar, a veces oímos acusaciones de fraude. Más o menos el hecho de que el ejecutivo invente las cifras es algo esperado. Sin embargo, lo que es más importante es el hecho de que este fraude no amenace el abanico de acuerdos existentes en el Congreso. Los miembros siguen viéndose como teniendo el control sobre el presupuesto y ejerciendo sus deberes de un modo racional y efectivo. También debe quedar claro aquí que la «pérdida» para cualquier grupo depende de un conjunto de interpretaciones compartidas en el seno del grupo. Las pérdidas no son elementos existentes en el mundo-real sino que dependen de las negociaciones de realidad que se dan en la esfera social. Por consiguiente, para que el Congreso viera el canje Irán-Contra como una violación de su poder, los representantes tuvieron que compartir una amplia gama de suposiciones acerca de qué constituye el poder, el bien nacional, los derechos del ejecutivo, y demás. Pues bien, todas estas suposiciones son anulables y están sujetas a reconstrucción desde otros puntos de vista.

Viéndolo bajo esta luz, percibimos que las acciones que valen como «fraude» y están sujetas a castigo en el seno de un grupo son aquellas que violan los acuerdos o comprensiones comunes de ese grupo. Se trata de exposiciones llevadas a cabo en el sistema de inteligibilidad del grupo, y por consiguiente por alguien que ostensiblemente participa en esa ontología. (El ladrón comprende perfectamente qué quiere decir «no robé el coche»). Sin embargo, se trata de exposiciones justificativas que son falaces si nos atenemos a las reglas del grupo. Por consiguiente, revelan que el embaucador no es «uno de nosotros», no rinde pleitesía a nuestros códigos, no cree como nosotros, y puede destruir nuestras relaciones e instituciones. En la tradición occidental, estos fracasos se atribuyen al responsable individual: a su pobre juicio, a su condición moral deteriorada o a su carácter malévolo. A veces consideramos el contexto social o relacional que haría que la acción inmoral fuera inteligible, así como la necesidad consiguiente de engañar. Ahora bien, en términos más amplios, aquello que no logramos apreciar es que el fraude es el resultado de alianzas relaciónales conflictivas, de ser localizado en el intersticio de al menos dos formas incompatibles de inteligibilidad. Cabe que castiguemos al embaucador por una flaqueza moral (psicológica); sin embargo, con ello oscurecemos la fuente principal tanto de la acción imperfecta como de la razón para la falsedad.

Si bien castigar a los individuos puede disuadir a otros de realizar acciones similares, también hemos atisbado su potencial para provocar una profunda hostilidad. En cambio, la exposición presente invita a los agentes de juicio a adoptar una postura más dialógica. En lugar de considerar su cosmovisión como algo que se da por supuesto como «verdadera y exacta reflexión de cómo son las cosas», y sus enfoques consiguientes de lo que es correcto y lo que está mal como «fundamentales», las partes en el juicio están invitadas a ver su comprensión dentro de un marco comparativo, como una más entre muchas otras. Además, cuando el carácter localmente construido de esta realidad se hace evidente, las construcciones alternativas pueden abrirse a la consideración. Ello hace posible una ampliación de la comprensión, un abrirse a sistemas de comprensión en los que acciones de otro modo viles se hacen inteligibles. En el caso del conflicto Irán-Contra, por ejemplo, los tableros de investigación, los juicios y la difamación personal se hubieran podido sustituir por formas de diálogo. ¿De qué modo las acciones de las organizaciones gubernamentales como la CÍA y otras, así como del Consejo de Seguridad Nacional, pueden hacerse inteligibles al Congreso y al público? ¿En qué sentido eran estas acciones decentes y honradas? Con ese acrecentamiento de la inteligibilidad también podemos comprender el carácter sugestivo del fraude o del engaño.

Desde luego, este cambio hacia una perspectiva relacional difícilmente debe limitarse a los

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actores del juicio. Nos es preciso desarrollar formas de diálogo en las que aquellos cuyas acciones necesitan del fraude lleguen a una comprensión más profunda de aquellos cuyas realidades están siendo amenazadas y del lugar que ocupan en estas realidades. Consideremos la esposa que se ve atraída por la inteligibilidad de un lío extramarital. Si se la atrapa en sus mentiras puede quedar sujeta a una fuerte condena. El resultado puede ser una relación para toda la vida de alienación entre los esposos. Sin embargo, si el marido y la esposa estuvieran plenamente inmersos en la inteligibilidad del otro —su validez local y su fuerza persuasiva—, la invitación a un amorío sería menos atrayente, y sus potenciales apreciados con mayor plenitud. Mentir sería menos necesario y la protesta moral se moderaría. Con ello no se erradican los conflictos entre las realidades opuestas, sino que se las hace ser menos antagónicas. Con una luz más prometedora, este tipo de comprensión podría simultáneamente promocionar mayor flexibilidad y compromiso o, digamos, nuevas formas de relación en las que el compañerismo comprometido ratifica las múltiples relaciones que contribuyen a su existencia.

Desde este punto de vista, el problema del Consejo de Seguridad Nacional era inherente no a su actuación en su realidad local sino en su fracaso a la hora de apreciar la plena realidad del Congreso y aquella otra de amplios segmentos del público. Si los miembros del Consejo hubieran reconocido la racionalidad de perspectivas alternativas y, en realidad, su dependencia de esas perspectivas, a la vez que su compromiso para con ellas, sus realidades locales se habrían visto modificadas. Si hubieran permitido que su propia participación se extendiera a otras relaciones —más allá de las paredes del edificio del ejecutivo— para ingresar de un modo más pleno en sus procedimientos, entonces acciones atroces (según las pautas del Congreso y las del público) hubieran sido menos sugestivas. En principio, si todas las partes participaran en todos los sistemas de inteligibilidad, entonces las acciones para las que el fraude es una opción atrayente serían menos razonables.

Tal vez en la mayoría de ámbitos de la vida cotidiana sea idealista anticipar el tipo de reflexividad multirrelacional necesaria para reducir la tentación existente de defraudar o de culpar. Cuando estamos inmersos en la elaboración de la realidad del momento, los discursos alternativos —incluso aquellos que nos son queridos— son fácilmente apartados a los márgenes. Cuando uno está sumergido en un tango está mal dispuesto a bailar una vals. Así, pues, los medios concretos y continuos a través de los cuales las realidades destacadas pueden ser puestas en movimiento son mucho más necesarios. Esto es ratificar decididamente los numerosos esfuerzos de que un número creciente de voces extrañas tomen parte en contextos de toma de decisiones: en el gobierno, en el mundo de los negocios, en la universidad, en el ejército, la política y demás. Estos intentos reducen el potencial totalizador de cualquier realidad particular y sus formas correlativas de justificación moral. Sin embargo, este tipo de diálogos cuentan con un potencial limitado cuando la identidad de los participantes está circunscrita: una representando «la opinión de las mujeres», la otra «a los negros», otra aún «a los pobres», etc. El diálogo no sólo tiende a congelar a las personas en categorías ajenas, sino que niega la multiplicidad de inteligibilidades de las que la mayoría de la gente forma parte. Lo que se precisa es una atención creativa a los medios a través de los cuales las personas pueden inexcusablemente compartir el carácter multirrelacional de su existencia social.

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Realidades y Relaciones Kenneth J. Gergen

Si debemos hacer caso a este libro, el célebre adagio de Descartes "Pienso, luego existo" tendría que expresarse de un modo más apropiado como "Comunico, luego existo", pues, en él, el método de la duda se equipara no a la razón sino al lenguaje, siempre producto de relaciones interdependientes. Centrándose, de este modo, en los procesos del discurso, así como en sus explicaciones sociales y literarias, Gergen examina los desafíos que se lanzan contra el empirismo bajo el estandarte de la "construcción social" y subraya los principales elementos de una perspectiva de este tipo, ilustrando su potencial y abriendo lo que puede ser un fructífero debate sobre el futuro de las actividades construccionistas, tanto en las ciencias humanas como en la psicología. Cuando estas últimas se guían por una perspectiva, cuando la relación —y no el individuo— es el lugar del conocimiento, las formas de teoría, de investigación y de práctica resultantes retornan a los ámbitos habituales de la investigación especializada en psicología —el yo, las emociones, el entendimiento humano, la patología y la psicoterapia— y abren un refrescante estudio sobre la narración, el fraude y la moralidad. Pues bien, eso es lo que sucede en este libro revolucionario: una obra maestra que no sólo integra la multiplicidad de voces de la crítica antiempirista, sino que nos muestra los más nuevos panoramas de las ciencias humanas y de la práctica cultural. Kenneth J. Gergen es profesor de Psicología del Swarth-more College y autor de El yo saturado, también publicado por Paidós.