Gestualidad Japonesa - Monomane II III
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Tada, Michitaro. Gestualidad japonesa. (Trad. Anna-Kazumi Stahl y Tomiko Sasagawa
Stahl) Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, Argentina. 2006, 2007.
MONOMANE I
(Hacer mímica I)
La imitación versus la originalidad
He visto aquel programa de televisión, “El show de los Sokkuri” (“El Show de los
Parecidos”). Es el programa en el que presentan a amateurs que “se parecen” mucho a
cantantes y otros artistas famosos. Durante la emisión estas personas cantan o hacen
gestos para imitar a los famosos a los que se asemejan. El dinero del premio va a los que
pueden hacer las mejores personificaciones. Estoy seguro que la mayoría de la gente lo
ha visto. Aprovecho esta oportunidad para recomendarlo como el “más japonés” de los
shows televisivos.
A nosotros los japoneses nos encanta ver la mímica. No sólo eso, sino que
también hacemos mímica con excepcional habilidad. Sólo con tomar esto en cuenta, ya se
puede dar por hecho que “El show de los Parecidos’” sea el “más japonés” de todos –
pero eso no es exactamente la razón por la que lo recomiendo como tal. El motivo que
tengo es el siguiente: “El show de los Parecidos” es el “más japonés” porque revela – y
de manera tan clara – el valor especial que damos los japoneses al hecho de “ser como”
otra persona. (Irónicamente se considera un acto de originalidad.)
Para expresarlo en términos sencillos, nosotros los japoneses jamás creemos – en
el fondo de nuestros corazones – que imitar sea algo malo. No somos de opinar en contra
de ellos en lo más mínimo. De hecho, podemos llegar hasta a sentir un anhelo por ello.
De ser lo contrario, “El show de los Parecidos” – un programa tan extraordinario y
original que pudo tomar la imitación como su propósito principal – nunca podría haber
sido aceptable, ni mucho menos popular. De modo de hacer un contraste, no me puedo
imaginar que un amateur, alguien que de causalidad se pareciera a la perfección a Yves
Montand, fuese llevado a ser el centro de atención en un escenario del canal nacional de
la televisión francesa para imitarlo al actor famoso. Todavía menos puedo imaginarme
que este desconocido reciba tremendos aplausos por hacerlo bien. Y es más, aunque se
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hiciera un programa así en Francia, Montand mismo en breve estaría disgustado al ver su
originalidad sometida a la mímica. Del mismo modo, el público, siendo francés, no podrá
sentirse cómodo o satisfecho con un show que representara la mímica como un arte. (Es
posible encontrar en occidente formas de entretenimiento o shows que utilizan la mímica,
pero es el caso de los ambientes informales, del tipo vaudeville.)
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Aquí en Japón, por otro lado, este tipo de cosa sí puede ser el enfoque de un
exitoso programa de arte y entretenimiento en la televisión. Hasta los contextos más
triviales de la vida cotidiana me presentan con evidencia del mismo valor, este privilegio
que se le da al hecho de “parecerse a otro”. Cuando voy por primera vez a una reunión de
personas que ya se conocen entre sí, siempre comentarán cuán parecido soy a tal fulano,
que será alguien bien familiar a todos los del grupo. Déjenme darles otro ejemplo: estuve
una vez en un bar, tomando algo con una editora, y una de las mozas le dijo a la editora
que era hermosa y que parecía exactamente a Michiko Kyo (la actriz de Rashomon, el
film famoso de Akira Kurosawa). Entonces, mirándome a mí con mucho cuidado, me
dijo que parecía a Kyo-oji Sugi. Ahora, aquello no fue un gran halago para mí; era mucho
más joven que el Sr. Sugi. Sin embargo no es mi opinión que ella haya hecho ese
comentario con la más mínima intención de ofenderme. Era simplemente el hecho de una
persona japonesa actuando de la manera más natural y acorde con la idea de que existe un
valor intrínseco en encontrar, en un alguien recientemente conocido, algún parecido a
otro, ya de antes familiar.
Cuando un extraño se introduce inesperadamente en un grupo ya establecido, por
lo general al comienzo le tratarán con cierta cautela. Tal vez sea así tanto en occidente
como aquí en oriente. De todos modos, nosotros los japoneses tenemos la costumbre de
encontrarle algún aspecto en el que se parezca a alguien que ya conocemos. Una vez
logrado esto, nos podemos relajar ya con el recién llegado. Ahí se ve el poder y el valor
con los que “parecerse a otro” funciona en la sociedad japonesa.
Entonces, ¿cuál es el significado de esto?
2
No debo intentar llegar con rapidez a sacar mis conclusiones al respecto. No
obstante ya me siento bastante seguro de que esta costumbre tan común y cotidiana que
tenemos será manifestación de una idea o una sensibilidad muy profundamente arraigada,
y que tendrá estrecha relación con el “ser original” y “hacer mímica”.
Antes que nada, vamos a decir que nosotros los japoneses somos de considerar
que es bueno si una persona se parece a otra. Y, para llevar el pensamiento un paso más,
podemos decir que nos gusta si una persona intenta parecer a otra.
Sentimos alivio, en un grupo, si las personas se parecen a otras. Hace evidente la
conexión que existe entre un ser humano y el resto. El tema no es simplemente un gusto
por la mímica, o tan solo un don para ella.
Roger Caillois, en su obra El hombre, el jugar, y los juegos, diferencia lo que él
llama una “sociedad de cálculo” y otra “sociedad de caos”. La primera, si me permiten
expresar el concepto de Caillois en mis propias palabras, es una sociedad en la que cada
individuo tiene una apariencia que lo distingue de los otros. La sociedad en sí, entonces,
está compuesta por estos rostros diferentes. En un contexto así, los principios activos son
los de la competición y del azar. Cada individuo exhibe su habilidad, diferenciándola lo
más que pueda de las habilidades de los otros. Más allá de los límites de esta capacidad,
sólo existe el poder de Dios, ilustración de la eficacia máxima de la habilidad individual.
En cambio, en una “sociedad de caos”, este enfoque sobre “lo que uno es” o sobre
el “yo” se abandona. El “yo” se vuelve indistinguible del “otro” – tal cual como cuando,
por ejemplo, uno hace un rol-play o actúa en una obra teatral. Uno experimenta placer en
sentir esta desintegración del “yo”, comparable al que acompaña la excitación de hacer
esquí o de fumar marihuana. En este contexto, los principios activos son los de la
imitación y del “mareo”.
Ahora se me ocurre que el motivo por el que tal vez nosotros los japoneses
sintamos placer al experimentar la desintegración del “yo” sea porque, en el fondo,
sentimos un enorme alivio durante este tipo de experiencias. Esto se debe a que, en
nuestra sociedad, existe una asegurada, que se basa en la presuposición que todos somos
“parecidos” a algún otro. Por lo tanto, todos encontramos nuestro sostén firme en la
condición de ser interconectados, que el tácito acuerdo indica. Es por eso que, al
experimentar la desintegración del “yo”, podemos sentir tanta confianza y tranquilidad,
3
pues siempre caemos sobre el firme cimiento de la unidad asegurada que nos sostiene. En
lugar de sufrir cuando perderíamos el “yo” y pretender parecerse “exactamente” a otro, al
contrario, experimentamos la agitación de una maravillosa sensación de alivio.
Lo siguiente es un pasaje de una novela escrita por Akatsuki Kambayashi1, un
escritor cuya obra ejemplifica la narrativa autobiográfica. Es el pasaje en el que el héroe
se despertará al amor profundo que siente por su mujer, que es ciega. El hombre llega a
esta revelación cuando la imita.
“Una noche, mientras cenaba, hubo de repente un apagón. Allí me encontré,
sentado en la oscuridad total, sin poder ver nada en absoluto. Levanté los palitos y el gran
bol de arroz donburi, y luego levanté una porción de rabanito daikon del plato. Seguí
comiendo por unos momentos y a propósito no prendí una vela. La intención que tuve era
la de experimentar el mundo en el que vivía mi mujer, un mundo que carecía de luz
natural tanto como de luz eléctrica. Era horrendo. Me agité en seguida, sentí taquicardia;
me sobrevino el pánico. De inmediato, entonces, prendí una vela y así, en un instante,
estuve a salvo. Sin embargo, con fuerza terrible me llegó la conciencia de que en el
mundo de mi mujer no existía ningún alivio de ese tipo. ¿Cómo pude jamás haber la
criticado o haberme enojado con ella? Me angustié por la profundidad de mi
perversidad.” (En el Hospital San Juan)
Este es un pasaje maravilloso. La esencia de nuestros sentimientos religiosos debe
de tener una naturaleza similar a la sugerida por Sr. Kambayashi allí. La escena describe
algo como lo que se expresa en aquel proverbio tan nuestro: “wagami tsunette hito no
itasa o shire” (“antes de que juzgues el dolor de otro, primero pellízquese a sí mismo”).
Sin embargo, esta instancia de la mímica muestra un sentimiento profundo que no se
limita a la ética de todos los días.
Un accidente casual, un apagón, mete al “yo” en las mismas circunstancias que
“la esposa”. Pero luego, con conciencia, él se pone en la condición de ella. Por ende, no
es tanto que él descubre ser similar a su mujer sino que se vuelve similar a ella. En
aquella situación entonces llega a una empatía profunda. Con respecto a nuestra discusión
1 El autor Tokuhiro Iwaki (1902-1980) escribía bajo el pseudónimo Akatsuki Kambayashi. Su ficción mayoritariamente autobiográfica incluye una serie de cuentos que tratan el afecto que sentía por su mujer, a la que cuidaba mucho también, y que falleció luego de una larga enfermedad.
4
aquí, el verdadero significado de hacer mímica se revela como aquello que mencioné
anteriormente, de hecho: se relaciona con el éxtasis que surge cuando uno se da cuenta de
su conexión a los otros, y no cuando uno afirma estar separado de ellos.
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Me resulta interesante que, en Occidente, fue Pascal que experimentó este tipo de
éxtasis religiosa, mientras al mismo tiempo era él mismo quien insistía en la idea de “la
patente”. En este segundo aspecto, se pone a hacer mímica de la voluntad de Dios, y en
eso encarna el vanguardismo del egoísmo moderno. Lo cual llega desemboca a – para
decirlo de manera cruda – la negación de Dios. Y en ese caso entonces ya no hay más
modelo a seguir. En vez de eso, cada hombre compite sólo con su propia originalidad e
ingenio. Se enfatiza la singularidad de cada uno, y se insiste en ella en la relación de uno
con la sociedad. Es así cómo uno llega a vivir como un individuo. “La patente” entonces
es el efecto económico de esta manera de pensar. La filosofía de la originalidad (uno
podría también decir el “mito” de la originalidad), a la que adhieren los europeos
modernos, se constituyó en esta línea.
Si uno adopta aquel modo de pensar, entonces preferirá ser diferente de los otros.
Llega a ser posible, incluso, apreciar obras de arte o de música sólo por que se distinguen
de las obras que les presidieron. A mi entender, esto crea un mundo verdaderamente
extraordinario. Podríamos tomar la tecnología de hoy en día como un ejemplo, y observar
cómo nadie se detiene a preguntar para qué sirve o qué sentido tiene para la comunidad
humana. No, porque un culto a la originalidad ha nacido. Como consecuencia, lo que era
original en el siglo XIX se ve como extraño y excéntrico en el siglo XX.
Las corrientes de aquel modo de pensar, que es el de la mente occidental, han
dado la vuelta al globo. Ha levantado olas que ya están pegando a las costas orientales de
las islas del Japón. Utilizar una frase tan simple como “olas que rompen sobre la costa”
es poco correcto para el caso. Sería más apropiado decir que el Japón moderno has sido
bautizado y en un sentido así inducido e iniciado en aquel modo de pensar. Muy
radicalmente. Y nadie ha levantado la mínima objeción a este acontecimiento.
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De todas maneras, bien adentro, debajo de la tierra y la arena de estas costas,
continúa sobreviviendo sin acobardarse la idea de valorar la mímica y la imitación.
¿Debemos enfrentar también en esto la “doble estructura” que nos es tan habitual?
Con tal de no sacar conclusiones demasiado rápido, primero consideraré esta
cuestión: “¿qué es la imitación?”
MONOMANE II
(Hacer mímica II)
El aprendizaje a través de la imitación
Estoy avanzando en años ahora y a veces, inesperadamente, me sorprendo a mí
mismo: sin querer hago algún gesto o hago alguna expresión en la cara y de repente me
encuentro pareciéndole muchísimo a mi padre. Hay ocasiones en las que me doy cuenta
de esto porque otros me lo hacen notar. Y hay otros momentos en los que me tropiezo
con la observación y siento la sorpresa por mi cuenta, yo solo. Esta debe de ser una
experiencia común, una que todo el mundo ha tenido.
Cuando uno es joven, quiere ser lo más diferente posible de los demás. Decir “los
demás” para referirse al padre propio suena raro, pero hay personas que en la búsqueda
de exhibir su singularidad y su originalidad, se dedican a hacer las cosas de modo
diferente al del padre, o adoptan posturas diferentes a las del padre. No hay nada inusual
en esto. Sin embargo, aun estos sujetos – cuando llegan a tener la edad que tenía el padre
en aquel momento – empiezan a notar lo parecidos que son a sus padres. Además el
parecido no surge en relación a la profesión que uno tiene, ni a logros particulares; sino
que se encuentra, precisamente, en los aspectos pequeños, así como son, por ejemplo, los
gestos cotidianos.
¿Qué significa esto?
¿Es la personalidad de un ser humano determinada por lo hereditario? ¿O, como
dicen algunos psicólogos, por un aprendizaje adquirido a la edad formativa (o sea, a
través del entorno que le rodeaba a uno en sus primeros años)? Hay un proverbio japonés
que dice: “uji yori sodachi” (“el nacimiento cuenta para muchas cosas, pero la crianza
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cuenta para más”). Parece correcto concluir que lo hereditario y el aprendizaje temprano,
ambos, participan en la formación de la personalidad.
Las características más fisonómicas de una persona – las facciones del rostro, el
tipo de físico, etcétera – son por lo general heredadas. Por otro lado, los movimientos y
los gestos característicos de una persona – que son aspectos, vale decir, más bien
“superficiales” respecto de este individuo – se forman como resultados de las influencias
ambientales de la vida hogareña en los primeros años de vida. Los comportamientos sin
intencionalidad que tenía papá, o los manierismos de mamá, penetran hasta la
profundidad de nuestros corazones y de nuestras mentes, aun antes de que seamos
conscientes. Estos factores en el alrededor forjan nuestras características, formando los
movimientos y los gestos que expresarán estas características. Este procedimiento sucede
casi sin conciencia. Con frecuencia los movimientos y los gestos así adquiridos luego se
reprimen, en particular cuando somos jóvenes y nuestras conciencias pueden ejercer un
cierto control estricto. Sin embargo, al ir envejeciendo, nuestras expresiones
inconscientes vuelven a la superficie, y nos encontramos frente a tales sorpresas como las
anteriormente mencionadas.
Un ser humano no puede escapar lo que ha sido su crianza. Lo mismo vale para la
cultura de una nación, ya que la cultura también tiene un nivel inconsciente que es muy
difícil erradicar. Si consideramos que este nivel es el que corresponde a los gestos o a los
movimientos, entonces reconocemos que se forma a través de actos de la imitación, tal
cual sucede en la crianza de una persona.
De la misma manera en la que un niño crece imitándola a su madre, se puede
decir que una cultura se forma mientras las personas que participan en ella y la llevan
hacia delante se imitan mutuamente. Es bien fácil imitar un estilo de vida, ciertas maneras
de expresar la individualidad y los modos de hablar. Es así porque estos aspectos son
parte consciente del pensamiento y de la acción.
Por otro lado, no es tan fácil sostener una mímica de los movimientos o de los
gestos porque estos son aspectos que pertenecen en su mayoría a la inconciencia. Por eso
estos últimos aspectos son más difíciles de cambiar, o bien, son más permanentes.
*
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Con frecuencia – con sorprendente frecuencia – nosotros los japoneses decimos
con cierta auto-crítica que somos “copiones” o personajes del estilo del refrán “lo que el
mono ve, el mono hace”, porque parece ser que imitamos por puro hábito, como si fuera
un acto reflejo. Sin embargo, la verdad es que “imitar” tiene una función, y es intrínseca
al procedimiento formativo que describí recién: es lo que forja la dimensión más
profundamente asentada tanto en el individuo como en la cultura. De hecho, sin la
imitación, la formación misma de una cultura, y su traspaso de generación en generación,
sería imposible.
Todas las culturas del mundo deben su existencia a la imitación de elementos
fundamentales como aquellos anteriormente mencionados. Aun así, hay una nación que
valoriza de manera especial la imitación como definitiva de la cultura. La nación de la
que me refiero es China. La cultura de China, o su civilización, pues la llamamos así por
su universalidad, se desarrolló como cultura con la imitación como eje, por lo menos
hasta el comienzo del siglo XX.
Como no soy un experto sobre China, que yo haga una declaración de la nada así
como lo he hecho tal vez resulte poco convincente. El Dr. Kojiro Yoshikawa2, al exponer
sobre el arte de China, dice lo siguiente: “Lo que considero lo más importante es que los
materiales crudos están fijados como constantes… Si tomamos la música como nuestro
ejemplo para el caso, vemos que el arte con los materiales crudos previamente ‘fijados’
no se trata de componer sino de tocar. La partitura ya está dada. Cómo uno toca una
determinada obra de música es un acto que tiene su paralelo en el arte de la caligrafía.
Tocar la música, en los casos de mayor seriedad, toma la forma de la caligrafía rinsho (en
la que uno escribe siguiendo un modelo)”. (“El arte de tocar música”, Revista Tembo,
enero 1977.)
Esta modalidad no se limita a la caligrafía. Por ejemplo, en el arte de la pintura, es
frecuentemente más respetable aprender de o bien imitar a los grandes pintores como Ni-
Yun Lin o Huang-Da Chi3. Siento un poco de duda al emplear este término “imitar” para 2 Kojiro Yoshikawa (1904-1980), una eminencia respecto de la literature china con cátedra en la Universidad de Kioto de 1931 a 1967; fue traductor prolífico de obras literarias chinas.3 Ni-Yun Lin y Huang-Da Chi eran paisajistas famosos de la dinastía Yuan hacia fines del siglo XIII y durante el siglo XIV.
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referirme a este proceso por el uso occidental que la palabra tiene. Aunque digamos
“rinsho” o “narau” (“aprender a través de la imitación”) no hablamos de imitar cada línea
y cada punto. En vez de eso, el espíritu de esta modalidad de aprendizaje es el de la
emulación, de emular la forma que es constante o “fijada” en el trabajo de aquella
escuela, y al mismo tiempo hacer manifiesta la sutil individualidad que yace en la
imitación y que es lo que, en última instancia, le da su importancia.
Sin embargo, ahora entramos en conflicto con aquella idea del Occidente de la
originalidad. Aun así, debo insistir que es desde la imitación que surge la originalidad, y
no de la diferenciación o la singularidad. La imitación en este sentido es la base de la
cultura y la ideología fundamental del arte, y es algo muy diferente de lo que llamamos
“ser un copión” o “lo que el mono ve, el mono hace”.
En el Occidente mismo, la imitación no siempre fue una palabra de connotación
negativa. Esto se puede ver en el uso que la da Aristóteles: “la imitación de la
naturaleza”. La frase resuena con un tono algo solemne porque en ella se refiere a
imitarlo a Dios. Sin embargo, cuando la gloria de Dios llegó a ser objeto de la duda, los
hombres empezaron a pensar que ellos mismos debieran convertirse en Dios. La idea que
tenían tal vez se pueda resumir de esta manera: “Si no hay un Dios, entonces lo tenemos
que inventar”. De esta manera fue concebida aquella idea de la “originalidad”. Y así,
según creo, podemos ver su peculiaridad.
*
El Dr. Yoshikawa utilizó la metáfora de “tocar música” y con cuidado evitó el
término “imitar”. De todas formas, sí dice que en China hay dos razones positivas por las
que la gente respeta a sus antepasados. Aquí abajo repito la consideración que expresó,
una de suma importancia, yo creo, que todos nosotros debemos advertir.
Una de las razones es: “para honrar al ‘saber común’ porque es universal en la
civilización de esta nación”. Es decir, uno debe mostrar respeto por las cosas rutinarias.
Esta actitud llevaría el respeto hacia las cosas más cercanas a nosotros y de este mundo,
en vez de hacia Dios o Buda, quienes pertenecen al otro mundo, al más allá. Y la otra
razón es: “Ya que el arte es la obra noble de un ser humano, no debe ser consecuencia de
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los hechos de un especialista. Sino que debe tener una forma en la que todos los seres
humanos puedan participar. El espíritu de este entendimiento se practica aquí”.
El seguidor de las rutinas y el no-especialista. Entonces, tal cual creamos y
manifestamos nuestra individualidad a través de la imitación de nuestros antepasados en
la vida cotidiana, así también en el mundo del arte la “emulación” debe predominar. En
vez de destacarse y diferenciarse de los otros, uno les emula o imita. Y aunque los
efectos de uno siempre llevan alguna sutileza propia, sigue siendo de acuerdo con lo que
les es común a todos.
La cosa que sí es aborrecida en China es “kyo” (locura o demencia). En contraste
a la demencia, es considerado bueno seguir la rutina en los asuntos mundanos y aprender
de ella. Entre los seres humanos, no es el individuo original o extraño sino la persona
común y corriente quien aprende los artes del mundo. Tantos las características originales
como las hereditarias se hallan en este proceder.
Contemplado de esta manera, la “imitación” provee un punto de origen para el
valor, y la “originalidad” en este sentido no se aborrece.
Permítanme dejar China de lado ahora y volver a la situación que tenemos en el
Japón. ¿Cuál es la situación del Japón, un país ‘copión’? ¿Es tan diferente de China,
donde el ‘arte de tocar música’ se respeta?
MONOMANE III
(Hacer mímica III)
No quedarse atrás de los vecinos
Los ceramistas japoneses enfrentaban el problema de hacer “buenas” copias de las
obras de la cerámica china. Crearon las obras de cerámica que se llamaban así: “la copia
Kanzan”, “la copia Ming roja”, “la copia ésta” o “la copia aquella”. Era el enfoque de su
arte, el trabajo de sus vidas.
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El Sr. Tadashi Kawai4 dice así: “Dohachi, Hozen, y Shuhei hicieron cerámica
china, ya que China era el prócer en la cultura. El propósito del artista era copiar bien, es
decir, imposible encontrarse más lejos de lo que es crear. Es más, aun cuando sucediera
algo así como la creación, se consideraba que carecía de valor. En vez de ello, era copiar
que ocupaba el centro en la estética del ceramista japonés”. (Tsuchi, Tratado sobre el
copiar).
Lo que era “central” para los ceramistas no podía haber sido insignificante para
los que trabajan en otros campos o en otras artes y en la educación. Las artes y la
educación en el Japón fueron iniciados y se establecieron en un proceder de copiar a los
“próceres en la cultura”. Haríamos bien si lográramos recordar esto sin auto-repudio.
Sin auto-repudio – digo esto porque hemos llegados a estar permeados por
completo por el veneno de “la originalidad” y, por lo tanto, estamos perdiendo de vista el
valor de copiar. Sin embargo, como dice el Sr. Kawai, “copiar es transformativo”. “La
cultura se transforma naturalmente a través del acto de copiar y es por eso que podríamos
decir que la forma japonesa puede ser ‘natural’”. El próximo paso que debemos dar es el
de poner la atención en el sentido de “copiar” que es “seguir”.
*
Es la cultura misma lo que se copia, por eso se transforma, y luego se arraiga. En
realidad, todo el proceso en sí se debe denominar “cultura”. Hasta incluso la cultura
europea ha sido testigo de esto ya. El siglo de Louis XIV – cuando la Edad de Oro de la
cultura europea se forjaba – se caracterizaba por copiar las culturas Clásicas de Grecia y
Roma Antiguas. Los dramaturgos europeos se dedicaban la vida entera a la tarea de
“copiar” las obras dramáticas de Sófocles y de Eurípides.
Fue durante el proceso de la trascendencia, desde la Edad de Oro y hasta el siglo
XVIII, que tuvieron lugar los famosos “Debates a cerca de lo viejo y lo nuevo”. Estos
debates buscaban determinar cuál poseía la mejor cultura, los Clásicos, encarnados por
4 Tadashi Kawai (1926- ) es un ceramista contemporáneo que se formó en la famosa escuela Kosen Kioto (actualmente el Instituto de Tecnología de Kioto). Sus obras se exhiben en todas partes del mundo, y una sola pieza de su autoría puede llegar a cotizarse en 800,000 Yenes (aprox. 7,500 dólares) en una de las grandes galerías de Tokio.
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los griegos antiguos, o los Modernos, en aquel momento los franceses. La conclusión
favorecía los Modernos. En otras palabras, la nueva cultura francesa fue evaluada como
superior a las culturas Clásicas griegas y romanas. Con esto, entonces, se abrió la puerta a
la “Edad Moderna”. Al contemplar cuál sería la relevancia de estos eventos históricos
para con nuestra discusión aquí, en primer lugar debemos tener en cuenta que este tipo de
acontecimiento es sumamente infrecuente.
En segundo lugar, debemos comprender que, todavía en Europa, la cultura de la
Edad Clásica al comienzo fue copiada, y luego superada. Es a través de este proceso que
los europeos pudieron ir consumando viejas y nuevas culturas en aquella “tierra de la
ignorancia”, Gallia (región antigua que incluía, entre otros, a Francia y Bélgica).
Nosotros los japoneses estamos en una situación mucho más difícil que la de los
franceses en los siglos XVII y XVIII. Ya hemos pasado por las experiencias de “copiar”
el budismo que vino de India, y también la civilización floreciente de la Dinastía Tang,
que vino de China. Sin embargo, ni bien hemos empezado a copiar la Edad Moderna de
Europa, nos encontramos inundados por las olas de una civilización aun más nueva (a la
que se llama la “cultura popular” o la “sociedad controlada”), y esta situación nos lleva a
sentir un cierto temor, ya que intuimos el augurio de algo ajeno en su naturaleza.
Por otro lado, uno podría decir que lo que ocurre es, sencillamente, que ahora se
nos demanda una capacidad aun mayor de “copiar”. Una vez escuché a alguien definir la
posición de la cultura japonesa moderna como la de una “oficial de enlace” (oficial que
desempeña funciones de enlace con otros comandos) para las culturas del mundo. Tal vez
no nos sintamos cómodos con este término “oficial”, sin embargo no es extraño que
nosotros mismos nos pensemos – en aparente humildad – como sujetos que cumplen una
misión, cuando copiamos (y transformamos) las culturas de otras naciones.
*
Al expandir los parámetros del sentido de la mímica, o la imitación, pusimos la
atención naturalmente en “copiar” y su significado especial en relación al campo de las
artes. La copia como un arte, con una estética propia, es algo que pertenece a aquellos
pueblos que conocen profundamente que la cultura nace de la transformación producida
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por copiar y a su vez sostiene, a posteriori, en el acto de hacer la copia como un acto
transformativo. Sin embargo, en un nivel más profundo, más interior, los japoneses
tenemos el acto de “copiar” también como una actitud frente a la vida en general; es una
parte de nuestro código de valores. Y esta actitud se ve en cosas tales como el valor
positivo que le damos al hecho de “parecerse” uno al otro, como anteriormente
desarrollamos en este capítulo. Hay varias evidencias del hecho de que otorgamos valor a
esta modalidad de “copiar”. Como ejemplo, podemos tomar bajo consideración por un
momento el fenómeno en la sociedad japonesa que se ha denominado “conformismo
social”. Esta característica o este fenómeno se ha conocido bajo el término más cotidiano
de “seguir ciegamente” o de “hacer eco”.
Un vecino ha comprado un televisor. Entonces, nosotros también tenemos que
comprar uno. Fulano hizo un viaje de placer con su familia a tal lugar. Entonces, nosotros
también tenemos que hacer un viaje así.
Por lo general, los japoneses demostramos esta característica de inquietarnos si no
nos hemos enfilado con los demás, por decirlo de alguna manera. Es por esto que
experimentamos con tanta frecuencia el fenómeno de una profecía que se cumple por sí
sola, por el mero hecho de anunciarse como tal. Esto sería, por ejemplo, si cuando una
persona dice “aquello es un éxito total”, entonces lo que sea de inmediato se vuelve un
éxito de verdad. Esto es así a tal punto que tenemos los japoneses un proverbio que lo
expresa: “Si un perro ladra como haciendo una falsa alarma, diez mil perros lo asignarán
como una alarma real”. Por supuesto tememos y criticamos duramente este tipo de
“seguimiento ciego al otro” como evidencia de una actitud poco perceptiva, apresurada, y
peligrosa. Sin embargo, al mismo tiempo, caemos en ella una y otra vez.
¿Qué hay detrás de esto, a fin de cuentas?
Tenemos una expresión idiomática: “el granjero de al lado”. Cuando el granjero
de al lado planta arroz, nosotros también tenemos que plantar arroz. Cuando él cosecha,
nos apuramos a hacer lo mismo. Para decirlo en una palabra, parecemos no tener
“independencia” alguna, parecemos no tener ningún plan propio.
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Aun así, de acuerdo al Sr. Izaya Bendasan (Isaiah Benderson)5, quien se auto-
domina un judío japonés, este comportamiento es característico del cultivo de arroz estilo
“campaña grupal” y refleja una racionalidad específica (Los japoneses y los judíos). Por
ejemplo, la fecha para la cosecha se ha puesto, y no hay manera de cambiarla. “Un día de
pereza es un mes de maldad” (o del infortunio o de la mala suerte). Por esta razón, si el
granjero de al lado está cosechando, y nosotros postergamos un día – un acto que
demostraría nuestra independencia – entonces abrimos un flanco a la catástrofe. La
demora de un solo día, en el caso de que se nos acerque un tifón desde el mar, nos dejaría
con la cosecha anulada y la ganancia en cero, mientras nuestro vecino tendrá el 100% de
su cosecha ya cómodamente acopiado y la ganancia asegurada.
También tenemos el dicho: “namakemono no sekku-bataraki” (“el hombre
perezoso trabaja en el feriado para recuperar el tiempo perdido”). Esta expresión ya no
tiene tanto significado como antes. Hoy en día todos trabajamos con apuro, nos
quedamos mucho más tarde que lo acordado para la jornada laboral, incluso trabajamos
los domingos, y mientras, estamos todavía repitiendo la vieja frase: “namakemono no
sekku-bataraki”. Usamos la expresión con más liviandad ahora, riéndonos de nosotros
mismos y de los demás. Sin embargo, en su origen, aquel dicho significaba que uno no
debía en absoluto trabajar en el feriado. La idea central y subyacente era que el feriado –
y esto vale tanto en Occidente como aquí en Oriente – era un día no sólo para que uno
descansara físicamente, sino para dedicárselo a reverenciar a Dios.
Hay un día, entonces, en el que no se trabaja; se reverencia a Dios. O mejor dicho,
se le da la bienvenida a Dios. Por ejemplo, “feriado” en nuestro idioma se refería al día
señalado para hacerle una invitación al Dios de los Arrozales. Si los granjeros no hacían
esto, equivalía a cometer un crimen, una delincuencia que generaría un efecto negativo en
la cosecha misma. No sólo es malo que el hombre perezoso habitualmente no trabaje lo
5 “Izaya Bendasan” era, en realidad, el crítico y editor Shichihei Yamamoto (1921 - ). Fundó la Editorial Yamamoto Shoten en 1958, institución que publicaba las obras de Bendasan, entre ellos el libro Los japoneses y los judíos, que salió en 1972. Yamamoto sostuvo que el libro era una traducción de una obra en lengua inglesa, y muchos intelectuales fueron engañados en ese momento. Cuando le desafiaron con producir el original, Yamamoto no pudo hacerlo, por supuesto, pero jamás admitió que había sido una trampa editorial, ni que aquel había sido su propio pseudónimo.
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suficiente, sino – e incluso con mayor importancia – que en el feriado no descanse. No
hay hombres respetables entre los que trabajan en los días feriados…
Este tipo de lealtad estricta al cronograma del grupo tenía, en su origen, una
explicación “racional” en nuestro país. El ciclo de las cuatro estaciones es fijo, y una
buena cosecha no se podría esperar sin que se cumpliera el cronograma con uniformidad.
Sr. Bendasan sugiere que este comportamiento en realidad muestra una forma de
independencia: “Elegir a un vecino (como modelo), y elegirlo por criterio propio, y hacer
como hace el vecino es una demostración excelente de la independencia. Además, es
imposible imitar al otro a la perfección, salvo que los dos tuvieran capacidades iguales.
Por otro lado, si uno fuere a buscar entrenarse para así tener las mismas capacidades que
el otro, esto también sería una hazaña indiscutible de la independencia – por lo menos en
cuanto nos concierne el cultivo de arroz al estilo “campaña grupal”. Y es por eso que los
japoneses han mirado hacia los europeos como los ‘granjeros de al lado’ durante los
últimos cien años”.
Ver en el comportamiento de “seguir ciegamente al otro” una instancia de la
“independencia” es una paradoja conveniente para nosotros los japoneses. Sin embargo,
sobre este punto también preferiría abstenerme de sacar conclusiones hasta más adelante.
Aunque ya nos hemos dado cuenta de que la uniformidad producida por el “seguimiento
ciego” puede ser el marco de estabilidad para una civilización, dejemos la discusión aquí
y volvamos de nuevo a contemplar la cuestión de la “mímica” y la “creación”, ¿no le
parece?
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