Grimal Pierre - Los Extravios de La Libertad

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    Filosofía

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    Filosofía

    L O S E X T R A V I O S D E L A L I B E R T A D

    ¡Libertad ó muerte! Dilema falaz, replica Pierre Grimal: la■ verdadera libertad sólo se cumple plenamente en la muerte.

    ¿De dónde proviene, entonces, ese mito de la libertad,que conlleva tantas esperanzas portadoras de tantas carnice-

    ' rías? Pierre Grima! describe su origen y aparición, desde la primera definición negativa (ser libre era lo mismo que no

    ser esclavo) hasta llegar a la acepción metafísica (la libertad- de conciencia y de ser), pasando por su ambigua transforma-..ción política (la libertad cívica)..

    • < Al analizár las estructurás originales de las sociedadesgriega y romana, Pierre Grimal nos pone de manifiesto la auténtica historia de la libertad. Denuncia así la "desvergonzada impostura" dé la presunta libertad ateniense y establece

    que únicamente Roma conoció una libertad semejante a la. inasible imagen que se forjan dé.ella los hombres.Esta historia es la deun recorrido sembrado de yerros trá

    gicos o sublimes -que recuerdan la trayectoria de Uliseserrabundo en busca de la sabiduría- al término del cual aparece la plena significación de un concepto que para unos re

     presenta la más alta dignidad de! hombre y para otros, unasuperchería creada para desgracia propia.

    Al revelamos lo que fue en otro tiempo la libertad, Grimalnos hace comprender lo que cabe esperar hoy de ella.

    Código : 2.356

    ISBN 84-7432-397-5

    788474 323979

    Colección Hombre y SociedadS e r i e

    -------   - - .____________ 

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    LOS EXTRAVIOS DE 

    LA LIBERTAD

     por 

    Pierre Grimal

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    Título del original francés:

     Les erreurs de la liberté © 1989, by Société d'édition Les Belles Lettres, París

    Traducción: Alberto L. Bixio

     Diseño de cubierta: Gustavo MacriComposición tipográfica: Estudio Acuatro

    Primera edición, Barcelona, 1990

    Derechos para todas las ediciones en castellano

    © by Editorial Gedisa S. A.

    Muntaner, 460, entlo., 1*

    Tel. 201 6000

    08006   - Barcelona, España

    ISBN: 84-7432-397-5

    Depósito legal: B. 1.081 - 1991

    Impreso en España

    Printed in Spain

    Impreso en Rom anyá/Valls, S. A.

    Verdaguer I - 08786 Capellades (Barcelona)

    Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impre

    sión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro

    idioma.

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    "Cuando mediante el señuelo 

     de la libertad se ha logrado se ducir a las muchedumbres, éstas 

     son arrastradas a ciegas apenas 

     oyen tan sólo su nombre.   ”B   o s s u e t

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    Introducción

     Nadie duda de que la palabra libertad sea una de las m ás os-curas que existan. Esto no ofrecería inconveniente mayor si al pro- pio tiempo no fuera uno de los vocablos m ás conmovedores y más

     peligrosos que se conocen. La libertad, que se concibe común-mente como una fuente de espontaneidad y vida, como la mani-festación misma de la vida, se revela en la experiencia como algoinseparable de la muerte.

     Ninguna forma de vida, en efecto, es espontaneidad pura . Des-de muy temprano se nos impone la sensación de los límites quenos encierran por todas partes: límites de nuestro cuerpo, limitesdebidos a las cosas que nos resisten y con las cuales hay que usa rde astucia, límites que resultan de la presencia de los demás en

    todas las edades de nuestra existencia. Pero si. mediante el pensamiento, suprimim os todos esos obstáculos, se hace eviden-te que al mismo tiempo suprimimos las razones que tenemos pa-ra ob rar y para afirmar nuestra libertad, se hace evidente que to-da vida es una lucha y que el obstáculo es todo aquello que nos per-mite existir, aquello que nos hace cobrar conciencia de nue stra vo-luntad al resistirse a nosotros. Sólo hay libertad absoluta en unasoledad absoluta y. finalmente, en la muerte.

    Guizot aseguraba, en su  Historia de la civilización en Europa. 

    que el mundo an tiguo había ignorado el sentimiento de la libertaden su “estado puro". Guizot entendía por esta expresión “el placerde sentirse hombre, el sentimiento de la personalidad, de la espon-taneidad hu m ana en su libre desarrollo". Un sentimiento, decía,que no existía entre los bárbaros o. como los llamaba Guizot. los“salvajes". Guizot hacia esta afirmación en la época del romanti-cismo y apoyándose en Rousseau. Chateaubriand y ... Tácito. Di-cha afirmación no responde a ninguna verdad histórica. D espuésde Guizot. sabemos, gracias a los esfuerzos de los etnólogos, quelas sociedades de los pueblos "salvajes" son también las m ás so-metidas: a creencias sofocantes, a ritos, a costumbres estrictas.

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    a la tiranía de un Jefe o de un grupo. Esas sociedades dependentambién muy estrechamente de las condiciones materiales de suvida, siempre am enazada por las fuerzas natura les. En realidad,no hay servidumbre más completa que la de los “salvajes”, aun

    cuando el hombre civilizado tenga la ilusión de que llevan un a vi-da Ubre. La Ubertad de que gozamos nosotros mismos se olvida yse pasa por alto como el aire que respiramos.

    Uno de los caracteres esenciales de las civilizaciones antiguases el haber Uberado casi totalmente a los hombres de las tiraníasde la naturaleza: primero, en la edad neolítica con la invención yel perfeccionamiento de la agricultura, luego al establecerlos enciudades que eran inseparables de un suelo sagrado. En esas ciu-dades los hombres tenían la seguridad de pe rdurar y las funcio-nes sociales estaban suficientemente diferenciadas pa ra que ca-da uno pudiera disponer por lo menos de una parte de su  tiempoy de sus fuerzas pa ra utilizarlos a su gusto. La ciudad an tigua in-ventó el “ocio”, que es u na forma de la libertad personal. En Gre-cia nace la civilización del ágora, donde apareció el diálogo libre;también e stá allí la civilización del teatro, en la que el espectácu-lo ‘polariza” la atención y la sensibilidad de quien lo escucha y locontempla y borra por u n tiempo las oposiciones, los conflictos, en

    que chocan las libertades personales. También se da allí la civili-zación del discurso, en la que el apremio ejercido po r el hombre há- bil en el uso de la palabra culmina en la aquiescencia del audito-rio. En Roma, con algunas variantes, se encontrará e sta misma“conciliación" de las libertades “espontáneas" y del ottum —es de-cir, la posibilidad de disponer del espíritu y del cuerpo a volun-tad— que será una de las conqu istas de que podrán enorgullecer-se los romanos a ju sto título.

    De manera que no es exacto, como lo afirmaba Guizot. que só-

    lo la libertad política había preocupado siempre a las civilizacio-nes antiguas. Estas conocieron también la libertad de ser: elrespeto de las personas, de su seguridad, el derecho de propiedad,el derecho de fundar un a familia y de perpetuarla... lo cual segu-ramente no dejaba de acarrear limitaciones. E sas libertades fun-damentales eran independientes del régimen político en vigor, mo-narquía, oligarquía, democracia o tiranía. Dichas libertades esta-

     ban vinculadas con la condición social de las personas y definidasde manera esencialmente negativa por el hecho de no ser uno es-

    clavo. Aquí se encuentra la separación fundam ental entre las doscategorías de seres hum anos que constituyen la sociedad antigua.Los “ciudadanos", los “hombres libres" pueden o no participar en

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    el gobierno de la ciudad. No por esto son menos ‘libres’ y sólo envirtud de u na metáfora abusiva hab rá de decirse que los súbditosde u n rey son s us "esclavos”. La “tiranía”, en el sentido modernodel término, sólo comienza a partir del momento en que el rey in

    tente violentar las conciencias.La antigüedad también conoció intentos de esta índole. Los

     poetas trágicos griegos fueron sensibles a este problema. Veremosque la tragedia ática, con Esquilo en el Prometeo o en la Orestía- d a y  con Sófocles en su  Antígona, llevó ese problema a la escena.Los poetas y los filósofos reivindican el derecho a la rebelión cu an do dos morales están en conflicto, pero ese derecho no tiene el finde oponer una persona a otra; la persona se borra y cede el lugara u na norma abstrac ta. Cuando rinde los honores fúnebres a su

    hermano. Antígona no lo hace para glorificarse ella misma, sino para obedecer a los dioses. ¿Existe, pues, una libertad de la obediencia? Sí, siempre que esa obediencia sea razonada, querida, sies sumisión a lo que nos sobrepasa. Y también ésta es un a conquista del espíritu antiguo. Los dioses participaban entonces enla vida de la ciudad. Entre ellos y la comunidad hay un intercam

     bio de servicios; a los sacrificios ofrecidos por los hombres en losaltares responde la protección divina. Pero la oración nó tiene como única finalidad obtener esta o aquella ventaja; es un acto dereconocimiento de las potencias que aseguran el orden del mundo. hacen el futuro menos incierto; la oración es pues una comunión con lo divino. El hombre griego "que obedece” al oráculo, lohace interrogándose sobre lo que el dios quiso decir. Trata de poner en armonía su acción con lo que cree comprender del mensa

     je que le comunicó la pitonisa o el sacerdote. Ese mensaje es oscuro. el hombre puede escoger entre varias interpretaciones. Eldios le ha dejado ese espacio a su libertad.

    Lo que es cierto en el caso de Grecia y de sus oráculos ambiguos no lo es menos e n el caso de Roma y de los auspicios y presagios. Aquí tampoco los dioses obligan a hacer una determinadacosa. Simplemente m uestran la dirección y no imponen nada. Alas conciencias les corresponde elegir. Y és tas decidirán según susluces. La religión no abolió la razón. Lo que cada cua l entiende re presenta la diferencia que hay entre urja voluntad conforme conel orden universaly otra voluntad que se rebela contra él. Pero unay la otra son igualmente “libres”.

    Esta complejidad de la libertad, en las sociedades y en los es píritus antiguos, y el contenido diferente del concepto según los siglos ha n sido con frecuencia pasados por alto y no faltan ignoran-

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    cías y anacronismos en la aplicación que los modernos hicieron deél. Cuando los revolucionarios de 1789 invocaban los combatessostenidos en Roma "por la libertad” —la expulsión de los reyes oel asesinato de César—, lo hacían ateniéndose a su s recuerdos del

    colegio, es decir, a una lectura sumarla de los textos antiguos. Pero no iban m ás allá de eso. Por lo demás, no habrían podido hacerlo. Los conocimientos que se ten ían entonces del pensamiento antiguo no eran muy precisos, pero la historia, sobre todo si unosólo la entrevé, es muy complaciente con las ideologías y alimenta las pasiones. Nunca el nombre de Bruto fue más frecuentemente citado que en los peores momentos de la Revolución Francesa.Era un nombre que tenía la ventaja de designar a la vez al asesino de C ésar —ese “tirano"— y al primer cónsul elegido en Roma,

    aquel que casi cinco siglos antes de los idus de marzo del año 44había hecho expulsar a los reyes. Cuando se pronunciaba esenombre, nunc a era claro a quién se refería. La realidad históricase esfumaba en la bruma del símbolo.

    Verdad es que el vocablo libertad se encuentra en todas par

    tes en el mundo antiguo: libertas en Roma; ‘EXeuóepia en Grecia.Aparece en miles de pasajes de autores antiguos. En nombre dela libertad los atenienses combaten en Maratón; por la libertad loshoplltas prestaron juram ento y se comprometieron a morir antes

    que a vivir como “esclavos", aun cuando, como veremos, se tra tara de u na “esclavitud” puramente simbólica. Tam bién la libertadinvocaron Bruto y Casio, los principales conjurados de los idus demarzo en el año 44 a. de C. cuando apuñalaron a César. Pero, ¿setrataba de la misma libertad en todos los casos?

    Lo que reclamaban los atenienses amenazados por los persasde Darío era el derecho de que gozaba un pequeño grupo (los “hom

     bres-libres") a deliberar en la asamblea sobre los asunto s del estado, el derecho a sortear a los magistrados a fin de que cada cualtuviera por turno una parte del poder, lo cual significaba tambiénla negativa a volver a la época de los “tiranos”, a la época de Pisis-trato y de Hipias, por próspera que hubiera sido la ciudad bajo elreinado de estos hombres. No se trata ba aquí de esclavos ni de su“libertad".

    En Roma, cuando fueron expulsados los reyes, la idea que setenia de la libertad no era muy diferente. También en Roma hab íaesclavos que estaban integrados (más directamente, según pare

    ce. que en el mundo griego) en los grupos familiares que constituían el armazón de la comunidad. Desde este punto de vista su de pendencia no difería mucho de la que pesaba sobre los miembros

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    “libres” de la fam ilia, las e sposas y sus hijos. En la Roma arcaica,las mujeres no son más independientes que en Grecia. Juríd icamente las mujeres son eternamente “menores de edad’ y están sometidas a la autoridad del “padre”, jefe de la familia. Esto signifi

    ca que su s relaciones con el resto de la ciudad se establecen porintermedio del padre, especialmente ante la ley. E sta situacióndu rará muy largo tiempo y fue m enester gran ingeniosidad por parte de los ju ristas para im aginar artificios apropiados a fin dedism inuir y finalmente bo rrar esas cadenas. A fines de la república llegó un día en que las mujeres romanas pudieron disponer enla prác tica de su s propios bienes, gracias a la complacencia de untu to r que ellas mismas elegían: y ha sta tuvieron la posibilidad de“repudiar” a su marido y. según las palabras de Séneca, algunas

    de ellas contaban los años no por el nombre de los cónsules, (sino por el de sus sucesivos maridos! No olvidemos tampoco queotras mujeres que no pertenecían a familias de vieja cepa teníanla posibilidad de renunciar, por simple declaración ante el pretor,a s u condición de “matronas” y de vivir a su gusto con quien se lesantojara. La sujeción a que estaba n sometidas las “matronas” tenía el fin de mantener la pureza de la sangre, de asegurar la continuidad au téntica del linaje. Esa era la condición para que sus hi

     jos fuesen liben,  una palabra que definía al propio tiempo la pu reza del origen y su condición de personas libres. La obligación que pesaba sobre su madre era la condición de esa libertad.

    Si la sujeción jurídica de la mujer tendió a dism inuir y por fina desaparecer en el mundo romano, lo mismo ocurrió con la condición de los esclavos que por cierto se verificó más lentamente pero de manera irresistible. También en esto la comunidad romanase m ostró más liberal que la ciudad griega, tan to a cau sa de la vie

     ja ideología de la fam ilia  como a causa de circunstanc ias políticas

    nuevas: la formación de u n imperio con vocación universal, en elque el "derecho de gentes" tendía a cubrir y eclipsar el derecho delos ciudadanos, el “derecho de los quintes", elaborado en la época e n que el pueblo romano debía oponerse todavía a otros pue blos y velar celosamente por la conservación de su ser propio, esdecir, por salvaguardar su “libertad”, otro nombre dado a su personalidad. Esta progresiva desapartcióp de las barreras que separab an la libertad y la esclavitud y que se comprueba a fines de larepública es quizá la mayor de las conquistas de Roma, una con

    quista en la que no hubo derramamiento de sangre y que se produjo gradualmente, de generación en generación, h as ta la desa- parición completa de la esclavitud, retrasada por las necesidades

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    de la economía, pero preparada p ara sucesivas dulcificaciones,especialmente durante el reinado de Justlnlano.

    En cuan to a la “libertad’ de los ciudadanos, se consolidó ellatambién cada vez m ás sólidamente a l tran scur rir los siglos. Rei-

    vindicación política a fines de la república, sólo había dejado bue-nos recuerdos. Pero parecía Inseparable de la violencia y de la sa n-gre. de la guerra civil, de las expoliaciones, de las revoluciones pro-ducidas en las ciudades, de las conjuraciones con desprecio de lasleyes hum an as y divinas. Habían sido necesarios prolongados es-fuerzos para establecer un régimen que hiciera olvidar esa largaserle de males. Y Augusto lo logró. Fue honrado a semejanza de undios y nunca m ás se retomó a la época de la libertas.

    Esto en modo alguno significa que el Imperio hubiera queda-do reducido a la esclavitud. Veremos en virtud de qué conciliacio-nes el orden romano y la libertad terminaron por armonizar. Se sa -

     be que el imperio no estuvo apoyado nunca en un gran número delegiones, que e ran simples fuerzas de policia an tes que un verda-dero ejército, puestas en las manos de los gobernadores. Las ciu-dades de las provincias eran ‘libres’ en el seno de la “paz roma-na’ que nunca fue sangrienta ni tiránica.

    La libertad es un concepto (o u n sueño) multiforme. Si segui-

    mos en la antigüedad (y no nos proponemos sobrepasar aquí loslimites del mundo antiguo) los meandros de su historia no pode-mos dejar de pensa r en Ulises que fue de país en país, de error enerror entre los pueblos más diversos que poco a poco le com uni-caron la sabiduría, l a libertad, ¿ha sentado cabeza en el curso deese ‘erra r’? Así nos ha parecido. La idea que el hombre se ha for-

     jado de ella cambió de siglo en siglo. Se le reconoce la libertad in-terior al esclavo, libertad que p repara su libertad jurídica , las víc-timas del ‘tirano* atestiguan la dignidad hum ana: la libertad cí-

    vica se apoya en leyes cada vez m ás precisas, tan to que del “tiem- po de los romanos* subsis te la imagen de un mundo e n el que laley se impone a la violencia. En Ravena. los mosaicos de S an Ví-tale conservan ese testimonio ha sta nuestros días.

    En aquel mundo apaciguado, los filósofos enseñan ‘libremen-te* que los hombres pueden alcanzar la libertad practicando las“virtudes* que son propias de su naturaleza. Los estoicos, cuya in-fluencia llegó a su apogeo du rante el reinado de Marco Aurelio,m ostraban que sólo era ilusión todo lo que la opinión estimaba o

    creía vinculado con la libertad. Lo que nos contraría y nos hiere noes n i debe ser más que el medio de conquistar la verdadera liber-tad. la libertad que es tá en armonía con la voluntad de los dioses.

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     No somos libres ni de vivir ni de venir al mundo, ni de morir o de

    no morir. Pero tenemos la libertad de aceptar la muerte. Una vez

    más, es en la muerte y por ella como se realiza nuestra libertad.

    Así hablaba y escribía el emperador Marco Aurelio en el libro de

    sus Pensamientos.

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    La “libertas" republicana

    De manera que, el 15 de marzo del año 44 a. de C., Bruto, Ca-sio y sus amigos conjurados para dar muerte a César asesinaron

     bruta lm ente en el Campo de Marte a quien habia extendido el im- perio de Roma hasta los limites del mundo, desde los bordes delocéano occidental hasta las orillas del Oriente, en adelante paci-ficado. Y los conjurados hacían aquello porque, según decían,querían devolver a Roma la libertad.

    ¿No recordaban acaso que cinco años antes, a principios deenero del año 48. ese mismo César habia cruzado los límites de su provincia que abarcaba las Gallas y el Ilirico, que a la cabeza desu ejército habia cruzado el célebre Rubicón y se había colocadoen estado de insurrección porque también él apelaba a la libertad?Un asesinato, un a guerra civil constituían un balance bien pe-sado.

    A orillas del Rubicón, César había declarado solemnementeante los soldados de la legión xni (todos ciudadanos, como lo eranlos legionarios, y por consiguiente directamente interesados en elmantenimiento de la libertad cívica) que salía de la legalidad pa-ra impedir que el senado se opusiera por la fuerza al ejercicio del

    derecho de veto que tenían los tribunos. Ese derecho de veto, su- primido durante algunos años por la dictadura de Sila y restable-cido después, era considerado generalmente como el último ba-luarte de la libertad. Había sido instituido en el mismo momentoen que se instituyó el colegio de los tribunos del pueblo duranteel primer siglo de la república y daba a los tribunos el poder de opo-nerse a todo acto de un magistrado que les pareciera arbitrario.Ahora bien, ocurría que en aquel año. durante las primeras sesio-nes del senado los cónsules, enemigos de César, habían intenta-do llamarlo a Roma para poner fin a su mando con la esperanzade acusarlo por actos ilegales que no podrían dejarse de descubrir,mediando ciertas argucias Jurídicas, en la administración de sus provincias. Los tr ibunos habían opuesto su veto. La mayoría del

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    senado habia decidido hacer caso omiso de ello, lo cual era de unadudosa legalidad. Los tribunos, en lugar de entablar un a batalla

     ju rídica que seguramente habrían perdido (ya fuera que realm en-te temieran alguna violencia, ya fuera que hubieran querido su -

    ministrar a César un pretexto para que acudiera a salvar la ‘‘li- bertad" y asi imponer su voluntad al senado) abandonaron a Ro-ma y fueron a refugiarse en el campamento del vencedor de las Ga-llas.

    Los soldados de la legión xni. cuando hubieron oído el discur-so de su jefe lo aclamaron y sin vacilar lo siguieron a la guerra ci-vil. La causa de César les parecía evidentemente excelente. La pa-labra libertad hab ía mostrado su habitual eficacia.

    En varias ocasiones esta tesis fue recordada por César a su sadversarlos. Por ejemplo, cuando en la ciudad de Corfinio. si tua-da en el corazón de los Apeninos. César asediaba al muy noble ymuy obstinado Domicio Enobarbo, que mandaba uno de los ejér-citos del senado, le decía a Comelio Léntulo Spinther que habíaido a negociar con él la rendición de la plaza:

    'que nu nc a hab ia salido de su provincia pa ra hac er mal a quien quie-ra que fuere, sino pa ra defenderse contra las afrentas de s u s enemi-gos, para restablece r en la dignidad que era la suya a los tribuno s dela plebe, expu lsados de la ciudad a ca us a de ese asunto, y p ara devolver la libertad al pueblo romano  oprimido por un a facción de un os

     pocos".

    De manera que el mismo hombre y por una misma acción —que era tomar el poder por la fuerza— podía apelar a la libertade iba a ser muerto por un grupo de hom bres que ¡lo acusaban dehaber arrebatado la libertad a los ciudadanos!

    Tal vez pueda pensarse que (como se ha dicho también de Ci-cerón) César hablaba y escribía como abogado muy hábil, que sus

    declaraciones hechas al comienzo de la guerra civil no eran másque pretextos para encubrir sus verdaderas intenciones; o tam-

     bién podría pensarse que, posteriormente y cualquiera que hayasido su primera intención, César se habia dejado arrastrar con elejercicio de la soberanía de hecho a considerarse como un monar-ca y habia renunciado a restitu ir al "pueblo" (pero, en realidad, ¿aquién?) la dirección del Estado. Podrían encontrarse argumentostanto en favor de una tesis como de la otra. No puede negarse queen la práctica César, una vez dictador, tendrá en sus m anos todos

    los poderes, que decidirá como amo soberano todos los negocios,desde la reforma del calendarlo has ta las relaciones con los pue-

     blos extranjeros, la composición de los tribunales, la sucesión de

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    los cónsules y de los demás magistrados. No consultaba n i al senado ni a las asam bleas tradicionales (los comitia centuriata, loscomtLia tributa). No puede negarse entonces que la libertad, si seentiende por esta palabra la participación efectiva de los ciudada

    nos en cualquier forma para decidir cuestiones importantes, ha bía sido confiscada por César. De suerte que una vez más y como por obra de una fatalidad ineluctable se habia instaurado una tiranía en nombre de la libertad. Un hombre se hab ía convertido en“la ley viviente" y había nacido un régimen monárquico.

    Todo esto aparece claramente en las cartas de Cicerón escritas du ran te los últimos meses del año 45 y principios del año 44.La “tiranía” de una facción (la que amenazaba a César a principiosdel año 49 y tendía a privarlo de su posición dentro del Estado en

    contra de toda equidad) habia sido reemplazada por la arbitrariedad de u n solo hombre. Poco importa que no se condujera comoun tirano (en el sentido en que los modernos entienden este término). poco importa que se m os trara jus to. clemente, hábil, generoso. Asistido por algunos amigos sólo él decidíay eso bas taba para que se lo condenara. Era pues cierto que César habia luchado

     por la libertad (es decir, por el funcionamiento tradicional de la sinstituciones del Estado) y al mismo tiempo la había en realidadsuprimido. Pero, ¿se trataba verdaderam ente de la misma libertad?

    Al comienzo de la guerra civil, lo que estaba en juego era el derecho de los tribunos a paralizar la acción de un magistrado o deun cuerpo político (en ese caso el senado): un solo hombre, un tri

     buno de la plebe se arrogaba pues (¡con toda legalidad s in embargo!) un poder que a nosotros nos puede parecer exorbitante y contradictorio. el poder de bloquear el funcionamiento de las ins tituciones en virtud de las cuales el tribuno afirmaba su derecho. Los

    dos tribuno s que defendían a César en el año 49. Marco Antonioy Q. Casio, se comportaban como monarcas y probablemente selos podía acusar también a ellos de tiranía. En realidad, existíauna especie de tiranía de los tribunos que se habia ejercido frecuentemente en el pasado y habia conducido a situaciones revolucionarias. En la época de César, todos los senadores recordabanejemplos célebres. En primer lugar el ejemplo de Tiberio y de Cayo Graco (los Gracos) que habían inteñtado también ellos pertu r bar las instituciones tradicionales y habían violentado su funcio

    namiento para asegurar el éxito de su política. Los dos habían perecido en nombre de la libertad a la que apelaban y a la que tam

     bién apela ban sus adversarlos. Luego actuaron Livio Druso. Sa-

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    tum ino y Glausias, tribunos cuyas funciones resultaron funestas para la república, y siem pre en nombre de la libertad los episodiosestuvieron acompañados de matanzas.

    Por todas estas razones era m uy difícil decidir si César, a l ini-

    ciar la gue rra civil, combatía por la libertad o contra la libertad.¿Consistía ésta en reconocer a un solo magistrado poderes tanamplios como los que pretendían los tribunos o en hacer de ma-nera que u na asamblea legalmente establecida hiciera caso omi-so de ellos si juzgaba que así lo exigía el interés del Estado? No ha-

     bía pues una sola libertad; había dos: aquella a la que apelaba Cé-sar y aquella a la que apelaban sus adversarios. Semejante con-flicto sólo podía encontrar su solución en la violencia que. dandola victoria a un a parte, haría desaparecer a la otra.

    Tal vez el problema podría haberse resuelto mediante leyes propuestas, por ejemplo, por un cónsul y adoptadas por los comi- tía centuríatcu según la regla. Pero la situación e ra de tal gravedadque nadie pudo encarar esa solución, las pasiones de ambas par-tes no lo permitieron. Aquí el pueblo y el senado ya habían perdi-do su ‘‘libertad’', es decir, la posibilidad de decidir otra cosa. Y nola habían recuperado cuando el poder de César (su “libertad” re-conquistada) pareció insoportable a algunos. De nuevo fue la vio-lencia la que decidió. La muerte de César fue decidida por los con-

     ju rados para que le fuera devuelto al senado el poder de decisiónque le habían negado los tribunos del año 49. Una vez desapare-cido César, ese poder fue restituido al mismo senado, cuyo miem-

     bro más eminente era entonces el ex cónsul Cicerón. ¿Se había porfin recuperado la libertad?

     Nada de eso. En su testamento político (la célebre inscripciónde Ancira), Augusto, al resumir sus actos, comienza diciendo asi:

    “A la edad de veinte años reuní un ejército por mi propia inicia-

    tiva y a mi costa, y gracias a ese ejército devolví la libertad al Estadooprimido por la tiranía de una facción”.

    La “facción” tiránica es tam bién es ta vez el senado al que el jo-ven Octavio (el futuro Augusto) comenzó sirviendo, pero al que bien pronto obligó, mediante las armas, a conferirle poderes extra-ordinarios que Octavio compartió con los enemigos de la víspera,Marco Antonio y el escurridizo Lépldo. No nos asombremos de queel testamento de Augusto repita casi palabra por palabra las de-claraciones de su tío abuelo y padre adoptivo pronunciadas al co-mienzo de la guerra civil. Lo que resu lta m ás sorprendente es el he-cho de que las palabras de aquel testamento son un eco de las que pronunció Cicerón en el tercer discurso contra Antonio (la Terce-

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    raFtlípfca} y en a labanza de Octavio en la época en que todavía am - bos tenían a Antonio como enemigo común:

    *C. Césa r (es decir, Octavio, segú n el nom bre qu e le hab la dadosu adopción por César), siendo a ú n un hom brejoveny sin que siquie-

    ra noso tros se lo pidiéramos ni lo pensáramos, reunió un ejército ygastó sin cue nto su patrimonio...*.

    Y Cicerón continuaba afirmando que el joven César, Octavio,había “liberado" el Estado de ese flagelo que era entonces Anto-nio... desde luego antes de aliarse con él, ¡y siempre en interés dela libertad!

    Era inevitable que al term inar esta larga serie de esfuerzos pa -ra “restablecer” una libertad que cada vez se juzgaba amenazada,

    la libertad del Estado term inara por desaparecer. ¿Q uién podría pretender que la libertad se hubiera recuperado cuando se asesi-nó a César? ¿Cómo no comprobar que esa palabra, repetida de ge-neración en generación, había terminado por vaciarse de todocontenido preciso, que sólo hablaba a la sensibilidad de quienesla oían, aunque conservaba la fuerza y empuje irresistibles —eirracionales— que le conocemos a través de los siglos?

    Durante la revolución que siguió a la toma del poder por par-te de los triunviros —Marco Antonio. Octavio. Lépido—, la idea de

    libertad, o por lo menos su nombre, fue evocada frecuentemente,como nos lo confirma la inscripción de Ancira. Allí Augusto nosasegura que devolvió la libertad al pueblo romano y. según vere-mos, su acción en el imperio resultó positiva, pero en el interior deRoma y en lo inmediato, ¿a quién fue restituida esa libertad? Noa los ciudadanos de las asambleas, puesto que el mismo príncipeuna vez que quedó establecido el nuevo régimen hacia valer en laselecciones todo su peso y en realidad repartía las magistratura s asu gusto. Tampoco al senado cuyos miembros eran precisamen-te los mismos hom bres llevados a las m agistraturas por Augusto,hombres que reconocían por eso mismo la eminente “majestad"del príncipe. El pueblo llega a s er entonces u na entidad mal defi-nida. pues en principio es “libre" pero sin que esa libertad lleguea concretarse de manera precisa.

    Pero, en realidad, el debate no gira alrededor de las institucio-nes políticas, y el término “libertad" no debe engañamos. Segúnla más antigua tradición romana que nunca se interrumpió des-

    de la época de los reyes, la libertad es independiente de la formade constitución que rige el Estado: es el nombre que se le da a l he-cho de que en ese Estado está garantizada la condición ju rídica de

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    cada uno. el hecho de que una persona sea ciudadana y todo lo demás. esto es. que pueda poseer bienes que nadie pueda dispu tarle ni quitarle, redactar un testamento y que su cuerpo esté protegido de la violencia. En sí misma y reducida asi a lo esencial, es

    ta libertad es u na realidad tangible, cotidiana, la cual asegura queuno no será castigado con un a pena corporal ni encarcelado sin

     juicio, que no se lo condenará a pagar una m ulta y que una sentencia cualquiera que sea ésta sólo puede ser pronunciada por untribunal regularmente constituido y compuesto de ciudadanosque poseen los mismos derechos que el acusado. Ser libre en esascondiciones significa de manera negativa no ser esclavo. El esclavo. en efecto, es la cosa de su amo. no posee ni bienes ni familia,no dispone de su cuerpo. En cambio, el ciudadano tiene el derecho de poseer bienes muebles e inmuebles, dirige a una familia so

     bre la cual tiene plena autoridad y de la cual es responsable ante los demás ciudadanos; también es el administrador del pa trimonio que le legó su padre y que él tiene el deber de transm itir asus propios descendientes. El ciudadano es esencialmente una“entidad de derecho", y su libertad consiste en la circunstancia deque dicha entidad es “intocable". ¡Todo lo que tienda a suprimirla o a mutilarla es un crimen contra la libertad!

    Pero lo cierto es que esa libertad no se extiende directamentea todos los otros miembros de la familia. Veremos en virtud de qué principio ello es así y cuáles son las consecuencias de este estado de derecho. A decir verdad, c iudadano "libre" sólo es el Jefe deuna JamÚia: és ta (dejando de lado a los esclavos) sólo es libre glo

     balmente y a través de su jefe. Los hijos se llaman líbert lo cual significa probablemente que por su nacimiento integran la fa m üia y  que de derecho poseen una libertad análoga a la de sus padresdentro del marco del Estado. Por esa razón u n atentado contra el

    grupo familiar es un a tentado con tra la libertad. Asi lo muestraclaramente la historia de la revolución del año 509 a. de C. cu an do losTarquinos fueron expulsados de Roma y asi quedó abolidala monarquía.

    En aquel año. un pariente del rey habia abusado del honor deuna mujer. El Joven Tarquino habia violado a Lucrecia, esposa deuno de su s primos al que la tradición llama Tarquinlo Egerio Co-llatlno. Crimen contra la joven mujer que no habia querido sobrevivir a su deshonor por m ás que sólo hubiera cedido a la violen

    cia. Sobre ese hecho, los historiadores romanos posteriores construyeron toda una novela sentimental. Nos dicen que la tristesuerte de la esposa virtuosa conmovió al pueblo que concibió ho-

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    rror por el rey y s u s parientes y que a Instigación de Junio Brutolos proscribió para siempre. En el mismo momento se hizo el Juramento de no tolerar nunc a que hubiera un rey en Roma. Ese Juram ento de execración se observaba todavía en Roma cinco siglos

    después y nunca fue olvidado. Ese Juramento contribuyó poderosamente a encender la cólera popu lar contra César, cuando Marco Antonio en las fiestas lupercales del año 45 le ofreció públicamente la diadema, insignia de los reyes. Esta reacción apasionada, irreflexiva, obligó a Augusto a inventar una forma política nueva y a instaurar el principado. Lo cual fue para la libertad y su s h istoria un hecho de gran importancia.

    Sin embargo, lo que provocó la revolución no fue la muerte deLucrecia en sí misma. El pueblo se sublevó, no para vengarla per

    sonalmente. El crimen cometido por el Joven Tarqulno era muchomás grave. Era un atentado contra el derecho y tenía valor ejem plar pues el joven libertino con su acto habia puesto en una familia la mancha indeleble del adulterio, había roto la continuidad dellinaje, interrumpido la sucesión de los antepasados. Habia atacado el ser mismo de esa gens,  habia atacado su libertad al suscitar una descendencia incierta, de la cual no se podía saber si per

     petuaba realmente (ante los ojos de los dioses y de los hombres)

    a los padres que se habian sucedido de generación en generación.Poco importaba saber si de la violación misma nacería o no un b as tardo. Las consecuencias eran mucho m ás graves: lo que continuaba siendo spurius era el hijo que podría engendrar en el futuro el padre legítimo, porque su madre ya no sería nunca “pura":ese hijo no podría ocupar su lugar en la línea familiar.

    Por irracionales que puedan parecemos semejantes creencias. no por eso dejaban de ser otros tantos dogmas admitidos portodos en la Roma arcaica y nunca desaparecieron completamen

    te. El acto de la procreación, aunque quedara estéril, marcaba ala mujer que lo había sufrido. Ponía en ella el sello indeleble delhombre que la habia poseído; y esa marca quedaba inscrita en susangre. Durante toda la historia de Roma siempre se tuvo un res

     peto muy particular por la esposa univlra. aquella que nunca ha bía conocido más que a un marido y que no se había vuelto a casa r habiendo enviudado o habiéndosedivorciado. Sus hijos y ellamisma gozaban de privilegios religiosos. Nunca fue puesta en tela de juicio la santidad de una pareja unida que ni siquiera la

    muerte podía separar.Al violar a Lucrecia. el joven Tarquino habia cometido pues un

    crimen contra el “derecho", contra la condición legal de un a fami-

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    lia an te los dioses y los hombres, u n crimen reconocido por todos;con ese acto hab ía pecado contra uno de los principios m ás sagra-dos sobre los que reposaba el Estado: la continuidad del grupo fa-miliar. Si el joven Tarquino pudo hacerlo, dijeron los romanos, fue

     porque se había aprovechado de un poder que en aquellas cir-cunstanc ias se hab ía enderezado con tra ese derecho. De esa ma-nera se había dado la p rueba de que la monarquía —al permitirque u n hombre, el rey, y peor aún . u n miembro de su casa pasa-ra por alto la ley común— era incompatible con la libertas y quela realeza contradecía lo que era entonces un a de las reglas fun-dam entales no escritas de la sociedad: la conservación de la iden-tidad de las gentes.

    La violación de Lucrecia (que haya ocurrido verdaderamente

    o no) puede considerarse como un mito que ilustra la idea de liber-tad. ta l como és ta existía en la Roma del siglo vi a. de C.. idea quenada tenia que ver con el gobierno del pueblo por el pueblo. Segu-ramente no se debe a u n azar el hecho de que u n medio siglo des- pués de la expulsión de los Tarquinos. un episodio bastante pa-recido precipitó una crisis política que puso al pueblo contra la “ti-ranía'' de los decenviros. u n colegio de diez magistrados, provis-tos de plenos poderes a quienes se les había encargado redactarel código de las leyes, hasta entonces no escritas. Esta vez la víc-tima se llamaba Virginia. Era la hija de u n centurión . Virginio, queestaba en el ejército y había debido dejar a su hija en Roma. En suausencia, uno de los decenviros, u n miembro de la gens Claudia(conocida por su altivez aristocrática y su desprecio por los plebe-yos), se enamoró de la joven Virginia a quien había visto en el Fo-ro. Para satisfacer su deseo, la hizo reclamar por uno de sus liber-tos pretendiendo que la muchacha era su esclava y se había fuga-do. Como él mismo debía se r el Juez en aquel asun to, la decisión

    era segura. Virginia seña llevada por la fuerza a la casa de ApioClaudio y padecería s us violencias.Mientras tanto, el padre, Virginio, a quien unos parientes y

    amigos habían prevenido, regresó a Roma a toda prisa y se presen-tó ante el tribunal del decenviro. Este se negó a escuchar su que-

     ja y como Virginia Iba a ser entregada al Juez enamorado, sú pa-dre tomó un cuchillo del mostrador de un carnicero vecino y conél dio muerte a la Joven. Lo mismo que en el caso de Lucrecia, la

     pureza de la sangre se m anlñesta como el valor supremo que hay

    que conservar a toda costa aunque cueste la vida. Sabemos cómoel pueblo, Indignado por la conducta del decenviro, se sublevó ysuprimió aquella magistratura de excepción que había permitido

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    a uno de su s miembros cometer u n delito contra la libertad. Unavez más encontramos el terrible dilema: ¡libertad o muerte!

    En el “mito” de Virginia asi como en el de Lucrecia no se tr ata ciertamente de libertad política, de que el pueblo mismo deci

    da e n grandes opciones. Lo que aquí en tra en juego es la estructura m isma del Estado. Aquí se tra ta de sabe r si esa estruc turacon tinuará existiendo siendo ella mism a —esto es, la libertas—  osi perecerá u na vez abolido el principio que la funda

    La amenaza contra la libertas puede proceder del poder de unhombre o de un a “casa", como ocurrió en 509, o de la arbitrariedad de un magistrado que obra como habría podido hacerlo u n rey(y. en realidad. Apio Claudio fue acusado de regnum) o por fin deuna facción, de un grupo de presión que se eleva por encima de los

    demás ciudadanos, se arroga una autoridad particular y. por diversos medios, ejerce una influencia decisiva en las asambleasdonde el conjunto de los ciudadanos debe formular u n juicio. Ese

     juicio no es de orden político sino que es Judicial. Y aquí está unode los privilegios de la libertas, ilustrado por otro mito, aun máscélebre y más significativo que los de Lucrecia y de Virginia; la historia del Joven Horacio, asesino de su herm ana. La ley. en castigo de ese crimen, lo destinaba a perecer, pero Horacio fue absuelto por la asamblea de los ciudadanos constituida comoj urado. Po

    co importa que sea legendario o no este episodio que la tradiciónsitú a en el siglo v iii a. de C. El episodio es ante todo simbólico y nosinforma acerca de la manera en que los historiadores romanos,seis siglos después, se rep resentaban la estructura de la sociedadarcaica en la cual veían la prefiguración de su propio siglo.

    El Joven Horacio y su s dos herm anos fueron los campeones deRoma contra los Curiados que eran los campeones de Alba. La victoria de unos u otros debía asegurar a su patria la supremacía so

     bre la patr ia del adversarlo. Esta es una situación que puede pa

    recer extraña —un Invento de carác ter folclórico, dicen a menudolos modernos— pero muchos hechos la confirman. En el antiguoLaclo, entrevemos la existencia de grupos de combatientes pertenecientes a una misma gens o a u na misma familia. Es asi como

     podemos interpretar, por ejemplo, la inscripción de S atricum, recientemente descubierta, que menciona una dedicatoria al diosMarte hecha por los “compañeros'* (sodales) de u n tal Publlo Valerlo, quien puede h ab er sido el célebre cónsul. Menos hipotéticaes la historia de los Fablos. todos miembros de una misma gens, que partieron para combatir al enemigo y perecieron todos en elCremero. Es seguro que la Roma de aquella época es tá concebl-

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    da en la memoria colectiva como una organización basada en unaestructura gentilicia. La ciudad es entonces esencialmente unconjunto de gentes, de grupos humanos que tienen un mismo antepasado, que tienen su s dioses y sus cultos propios y a veces son

    llevados a ac tua r de manera autónoma. Todo permite creer que la“leyenda" de Horado y de los C uriados es menos inverosímil de loque se ha dicho y que. en su desarrollo, ella encubre u na realidadhistórica. Es asimismo una leyenda ejemplar que da testimonio deun momento en que la ciudad se soldó al darse una dimensiónju-rídica nueva tanto en relación con las gentes como en relación consus reyes.

    Es conocida la estratagem a de que se valló el joven Horacio para obtener la victoria. Sus dos hermanos habían sido muertos ensu combate contra los tres Curiados, quienes a su vez habían quedado heridos en el primer encuentro; Horacio dividió las fuerzasde su s adversarios al Incitarlos a perseguirlo y luego volviéndose

     por vez los fue matando uno a uno. Verdad es que aquí se reconoce un tema folclórico el cual m uestra bien que la historia no es elrelato de un hecho real, pero lo cierto es que esa historia fue ela borada con una intención bien definida y no ha de considerársela una anécdota gratuita.

    Horacio vencedor regresa p ue s a Roma y en el camino se encuentra con su herm ana Camila que llora a su prometido, uno delos Curiados. Indignado, Horacio le da muerte. Ese es u n crimen particularm ente grave; el asesinato de u n miembro de su propiogrupo se considera como una traición contra el Estado.

    En ese momento la situación juríd ica es clara. Como Horaciotiene todavía a su padre, depende de éste. Corresponde que su acto sea primero juzgado en el tribunal de la familia en el que el padre es soberano. El anciano Horacio, si bien llora a su hija y a su s

    dos hijos, se niega a condenar al único hijo que le queda, ya porternura na tural que siente por él. ya para salvar lo que subsisteaú n de su raza, ya tal vez porque le parece justo que su hija, infiel a la patria en el fondo de su corazón, haya pagado el precio desu traición. Pero absuelto por el tribunal familiar. Horacio debetambién con tar con la jurisdicción del rey que castiga los actos dealta traición, y en ese caso no puede dejar de sus tituir la jurisdicción del padre desfalleciente por la suya propia. Al rey no le queda m ás remedio que aplicar la ley. No hacerlo seria un acto arb i

    trario de su parte. Esa ley sólo contempla el hecho material y no prevé ninguna circunstancia atenuante . El castigo sólo puede serla muerte infligida en condiciones atroces: una tu nda de palos y

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    luego la decapitación con hacha. Y ya los lictores del rey (que sonsu s agentes de ejecución) se apoderan del joven y le a tan las ma-nos cuando un a Inspiración ilumina el espíritu de Horacio que ex-clama: “Apelo a mis conciudadanos". Esto creaba una situación

     ju rídica nueva, sin ejemplo hasta entonces. Acceder a la apelaciónsignificaba adm itir que la molestas —es decir, la superioridad ju -rídica— dejaba de corresponder al rey en ese caso para pa sar amanos del pueblo. Así se m ostraba un a resq uebrajadura en el po-der monárquico. Pero había algo más: no sólo la molestas del pue-

     blo era reconocida respecto del rey. sino que también lo era res- pecto de las leyes a las que los reyes mismos debían obedecer. El pueblo e ra soberano y a él le correspondía fijar la pena o absolveral culpable. El pueblo, poniendo en la balanza la magnitud del cri-

    men y la del servicio prestado al Estado por Horacio y teniendo encuen ta también (y quizá sobre todo) el hecho de que el joven Ho-racio pertenecía a la gens Horatia. un a de las m ás antiguas y glo-riosas y que iba a perecer, pronunció la absolución y se contentócon obligar a Horacio a purificarse religiosamente, es decir, a p a-sar bajo el “yugo" simbólico que lo devolvía a la com unidad paci-fica. El pueblo había decidido con toda independencia, había afir-mado su propia “libertad" al tiempo que la del hombre al que ha- bla juzgado.

     Naturalmente, cuesta trabajo pensar que el invento de este de-recho de apelación al pueblo (el Jus provocationis) naciera de esamanera y por obra de una súb ita inspiración que se creía haber si-do enviada por los dioses. La idea de una dignidad y de u n podersuperiores —la molestas — reconocidos al conjunto de los ciuda-danos no era realmente nueva: ya había comenzado a insinuarseen los primeros tiempos de la ciudad y era el resultado de las co-sa s mismas. El rey. ser humano, no podía perdurar. La ciudad (lacivltas, la comunidad de los ciudadanos) era en cambio perdura -

     ble. De m anera que era necesario, en v irtud de un acto definido,que en cada cambio de reinado esa comunidad reconociera la au-toridad del rey por más que en ciertas circu nstancias no lo eligie-ra directamente. El poder del rey en Roma era a la vez u n poder dehecho y un poder de derecho, y tal vez éste sea un o de los inven-tos políticos m ás fecundos de los romanos. Conocemos la existen-cia de una “ley curiata” (adoptada por las curias, las asambleas delas que en seguida nos ocuparemos) que confería el poder supre-

    mo (el imperium). 

    Caída en desuso durante la república, esta leycuriata será retomada por Vespaslano que ha rá legitimar asi su poder mediante un texto que hemos conservado.

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    En teoría, el impertían que se concedía al rey de esta numerale daba un poder absoluto sobre los ciudadanos, especialmente elderecho de vida y de muerte. De suerte que el impertían colocabaa los ciudadanos en una posición de dependencia total y. si se

    quiere, de esclavitud respecto del rey. Si el impertían se ejercía ensu plenitud, suprimía toda libertas. El derecho de apelación restituía ésta al poner un límite a eventuales excesos, si todo dependía de la buena o mala voluntad de un a sola persona.

    Cuando los reyes fueron expulsados, el  Impertían subsistió, pero se tomaron precauciones para que perdiese por lo menos su posible carácte r tiránico. Se lo confío a magistrados llamados primero pretores, luego cónsu les que ejercían su s funciones sólo durante un año y se alternaban cada vez en cuanto al manejo de los

    negocios. Se esperaba limitar así los peligros de la arbitrariedad, primero en la duración, luego por el derecho de veto, que en cierta s ocasiones uno de los cónsules podía oponer al otro. Se imaginó una tercera limitación: el impertían sólo se ejercía en todo su rigor fuera de la ciudad de Roma, fuera de su recinto sagrado, el po-meriwn. u na faja que limitaba el territorio, en el interior del cualeran válidos los auspicios urbanos (las respuestas que daban losdioses a las cuestiones formuladas por el magistrado y al mismo

    tiempo la consagración del poder de éste por la aquiescencia de lasdivinidades). Cuando el magistrado salía de la ciudad, en unacampaña militar por ejemplo, debía recibir de nuevo los auspiciosy recuperaba entonces en relación con sus soldados la totalidadde su impertían. De esta m anera la libertas, protegida dentro delmarco de la vida u rbana y garantizada por el derecho de apelacióndel que podían valerse todos los ciudadanos (que no estaban en elejército), se encontraba al abrigo de las amenazas m ás graves.

     No ocurría lo mismo en el ejército donde, como veremos, los

    ciudadanos se encontraban bajo la dependencia absoluta de su je fe. de ese mismo cónsul cuyo imperium ya no estaba limitado enel ejército. El soldado, por ciudadano que fuera, ya no era un“hombre libre", en el sentido en que se en tendía entonces esta ex

     presión. Su jefe podía golpearlo, expulsarlo del campamento, ejecutarlo “según el derecho consuetudinario antiguo" (ese derechoque amenazaba al joven Horacio con la muerte). En el momento enque el ciudadano era designado pa ra enrolarse, prestaba ju ra mento a su jefe y ese juram ento precisaba que éste tendría todos

    los derechos sobre el soldado. Se manifiesta con evidencia que laestructura del ejército conservaba la de un a sociedad en la que todavía no se había precisado la idea de libertad.

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    un poco celosa contra posibles ambiciones demagógicas. En elimperio, sólo el príncipe (por lo menos después de algunas vaci-laciones) tendrá derecho a ese titulo que le confería una de suslegitimidades.

    De manera que la dependencia absoluta del ciudadano res- pecto del poder se encuentra en los orígenes mismos de la ciudadromana. Pero ya muy pronto se manifiesta una aspiración contra-dictoria: asegurar y garantizar la independencia personal de losciudadanos, por lo menos de aquellos que a los ojos de los dioses poseían una personalidad propia, es decir, los ‘hombres libres” por oposición a los esclavos y ante todo los jefes de familia. Estaindependencia incumbía a la vida de esos hombres, no a su s ac-tos. que estaban sometidos a toda clase de sujeciones, a las leyes,a la jerarquía, al derecho consuetudinario, sobre todo a ese mos maiorum (la “manera de proceder" de los antepasados), que domi-nó toda la historia moral de Roma. En el interior de la ciudad esoshombres eran quintes, una palabra que no nos resulta del todoclara, pero que parece designar a los ciudadanos inscriptos en lascunas  (las "asambleas de los hombres"). Esas curias estabanagrupadas alrededor de un culto propio y cada una comprendía avarias gentes. Su conjunto formaba los ‘comicios curlatos" cuyo

     papel señalamos en la investidura de los reyes. Son sus miembros,los quirites, los que estaban llamados a arreglar negocios de diver-sa naturaleza, en particu lar las adopciones y la legitimación de loshijos, que m arcaban el ingreso de esos recién llegados a la comu-nidad.

    Los quirites ratificaban las decisiones que les eran propues-tas. pero ellos mismos no tomaban decisiones y por ello dejabande ser hombres libres. No estaban sometidos al impenum  de nin-gún jefe. aceptaban las leyes, es decir, reglas cuyo efecto se s itua-

     ba en el futuro. Los quinte s tenían como patrono divino al diosQuirtno, quien no era otro que Rómulo convertido en dios, aquelRómulo que fundó la ciudad, que unió alrededor del Foro las al-deas dispersas en las colinas, que distrtbuyó tierra s a los jefes defamilia para establecerlos en ese suelo que se habla hecho sagra-do. Quirino (Rómulo pacifico y legislador) era aquel que. de acuer-do con Júpite r (como lo había mostrado el prodigio de los doce bu i-tres que aparecieron en el momento en que Rómulo recibía losauspicios antes de traz ar los limites de su ciudad), garantizaba la

    estabilidad del cuerpo social, la menuda independencia cotidiana,la duración de la ciudad y su cohesión. Esa era la libertad de quegozaban los quirites.

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    Esto no significaba que en la Roma arcaica no se hayan ejercido otra s coacciones. Ya muy temprano aparecieron las jerarqu ías. Unicamente los padres, según ya lo hemos recordado —es decir. losjefes de familia— poseían todas la s prerrogativas de los ciu

    dadanos; s u s hijosy su m ujer, todos aquellos y todas aquellas quedependían de esos padres, todos los que estaban en “su mano" (ínmanu) dependían de su autoridad. Pero existía adem ás otra ca tegoría de personas dependiente, los “clientes", que tenían como“patrón" a uno de losjefes de familia; este término que está formado partiendo de la palabra  pater  dem uestra el parentesco de losdos conceptos, su casi equivalencia. Los "clientes” eran hombreslibres en el sentido de que no eran de condición serví] y gozabande ciertos derechos que eran com unes con los de todos los ciudadanos. por ejemplo, el derecho de poseer bienes. Pero no podían

     promover ninguna acción en lajustlcla . En este sentido, se encontraban en la misma situación que los hijos de familia; únicamente su “patrón" (así como el padre represen taba a s u s hijos) los re presentaba en el tribunal, si se veían envueltos e n alguna cuestión.

    Se nos dice que, en la Roma real y tal vez todavía a comienzosde la república, los clientes recibían de su patrón alguna parcela

    de tierra que cultivaban para atend er a sus necesidades y las desu familia y acaso también y por lo menos parcialmente para beneficio de ese mismo patrón, pero eso es bas tan te incierto. E n laépoca clásica, esta dependencia económica había tomado otra forma; dicha dependencia estaba representada por la “espórtula" (elcestillo de alimentos) que todas las mañ anas el cliente iba a b uscar a la morada de su patrón cuando se p resen taba a saludarlo.Posteriormente ese cesto fue reemplazado por algunas monedas, pero el principio perduró: el cliente era a limentado simbólicamen

    te por su patrón. Entre ellos existían lazos morales, expresados por esa dependencia material que implicaba consecuencias p rácticas. Por ejemplo, el patrón debía asistencia a su cliente en todaslas circunstancias. Este, en cambio, tenía el deber de rescatar asu patrón o a su hijo en el caso de que cayeran prisioneros de gue-nra. Esta situación de servicios recíprocos implicaba el conceptode Jldes, en virtud de la cual dos personas en tre las cuales habíadesigualdad se reconocían obligaciones m utua s. Por ejemplo, unguerrero vencido, si se remitía a la Jldes de su vencedor, hacién

    dose su “suplicante", podía salvar la vida; en teoría se convertía enesclavo del otro, pero en la práctica se le concedía una parte de suanterior libertad. El vencido quedaba obligado con el vencedor al

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    tiempo que éste a su vez se hacia garante de la supervivencia deaquél.

    La situación del cliente es análoga a la del vencido a quien elvencedor recibió in fide. El patrón de quien depende se hace res ponsable de él. de la misma forma en que el padre se siente res ponsable de los suyos, de su ser. de su futu ro, m ás allá de su p ro pia existencia (al reconocerse admin is trador del patrimonio). Elrégimen familiar fundado en la preeminencia y la responsabilidaddel padre, régimen que parece haber existido antes de la propiaRoma, se encontraba asi extendido, desde el comienzo de la ciudad. a toda una parte de la sociedad reunida por Rómulo. Losclientes, lo mismo que los hijos de familia, eran “libres". Esto no

    significa que unos y otros fueran independientes y autónomos.El origen de la clientela, de esa parte esencial de la sociedadromana, es bastante oscuro. Pero es posible formular una hipótesis que nos parece ofrecer cierta verosimilitud. No se puede pensa r que la clientela haya tenido como origen solo la dependenciaeconómica. Verdad es que los textos sugieren que los clientes eran por regla general menos ricos que sus patrones. Las m ás veces selos llama “gentecilla", pero esto en u na época en que las estructu ras sociales hab ian evolucionado y en que la riqueza era el prin

    cipio en que estaba fundada la jerarquía social. En realidad, ciertos indicios m uestran que los clientes debian disponer de recursos propios, como lo Índica la obligación que tenían de rescatar asu patrón prisionero. Muchos de ellos no ten ían ciertamente ne cesidad de la espórtula y ya vimos que ésta era el símbolo de la f ieles. Nos parece probable que los primeros “clientes” hayan sidohombres exteriores a las familias, acaso com erciantes o mercaderes que se instalaron en Roma y a qu ienes se quiso integrar enaquella sociedad esencialmente agrícola de los quin tes concediéndoles un a parcela de tierra y asignándolos j uridicamente a un “patrón". Si esto ocurrió asi. Roma en su s primeros tiempos se nosmanifiesta como una sociedad formada por una sene de “núcleos"

     —es decir las familias agrupadas alrededor de un padre— y. en losintersticios, como en un tejido vivo, estaban los recién llegadosque no habían nacido en el seno de ninguna de esas células familiares.

    La existencia m atenal de esos “núcleos” está atestiguada por

    ciertos datos arqueológicos que permitieron discernir en la mismaRoma lo que se ha dado en llamar un estado “preurbano", es decir, aldeas separadas y establecidas en las fu tura s colinas de laciudad y en el Lacio, en las laderas del monte Latiar (¡bajo la mi-

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    rada de Júpltert). Las aldeas eran anteriores a la ciudad. Se puede pen sar que en ellas vivían como abejas alrededor de su reina losdescendientes y los parien tes de u n padre. Cada aldea tenia alrededor una zona “neutra'' en parte cultivada, y bien cabe imaginar

    que allí fueron a establecerse personas aisladas semejantes a esas personas “al margen de la ley“ de que habla la leyenda de Rómu-lo y que pidieron asilo y se ins talaro n en las vecindades del tem

     plo de Júp ite r capitolino.Esas personas aisladas, desarraigadas, no podían quedar sin

    una condición Jurídica so pena de que se las considerase comohostes. es decir, a la vez extran jeras y potencialmente enemigas.Para ins talarse en aquel suelo que iba a convertirse en el de la ciudad unificada, se colocaban bajo la Jides de los jefes de familia y

    quedaban a s u merced. Lo cual les daba u na garantía legal (por lomenos según el derecho consuetudinario) y por lo tan to participa

     ban en la libertas propia de las gentes. En virtud de u na ficción ju rídica se convertían en miem bros de una gens. El paterera su pairarais. e s decir, su ‘casi pad re’.

    Tal debe de haber sido la prim era organización de Roma en elmomento de su fundación alrededor de mediados del siglo vm a.de nu es tra era. Esa organización reconocía a todos los miembrosde la ciudad con nacimiento libre (independientemente de las de

    sigualdades que hemos señalado) un derecho igual: el derecho deexistir legalmente.

    En cambio, la organización política se fundaba en una jerarquía estricta, como garante del cuerpo urbano, verdadera hipós-tasis de Jú pite r, en el vértice de la pirámide se encontraba el rey.Luego venían los jefes de clanes —los jefes de familia— con su do ble papel de padres y de patrones y alrededor de ellos estaban losclientes. Era esa población heterogénea, miembros de gentes yclientes, la que estaba agrupada en las curias, cuya asamblea de

    sempeñaba la parte que hemos señalado y que es la de “testigos",cuya presencia autentificaba y daba validez al acto propuesto. Pero así como no corresponde a los “testigos" de un casam iento elegirá la novia o al joven prometido, no correspondía a los miembrosde la asamblea curlata la iniciativa de una proposición. Sólo cu an do fue imaginado el derecho de apelación (ilustrado por el “mito"de Horacio y de los Curiados) esta asamblea adquirió, en materia

     judicial, un poder de decisión y comenzó a desempeñar una parte positiva en la ciudad. Las decisiones de otro orden, las decisiones propiamente políticas, se tomaban en otra parte. Y es aquídonde aparece el papel del senado.

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    En el seno de cada familia, el padre se hacía, en efecto, asistir para ejercer su autoridad por un “consejo”, formado por su s p arientes próximos y amigos seguros, es decir, otros  paires con loscuales aquél mantenía vínculos, ya de parentesco (por el casa

    miento de su s hijos, etc.), ya de inte reses o de amistad, como suele ocurrir entre vecinos en el campo.

    Esta costumbre de adm itir consejeros que tenían los hombresque debían tomar un a decisión es característica de la romanidaddesde su s orígenes ha sta el final; esa costum bre partía del principio de que u n hombre solo puede equivocarse y ser engallado porla pasión, por la ignorancia, por la precipitación. Más sutilmente,dicha costumbre es una precaución contra toda sospecha de a r bitrariedad y, según veremos, es asi como habrá de aplicarla Au

    gusto pa ra establecer su legislación. Esa costumbre se aplicabatanto en estado de paz como durante una guerra; el jefe militar cu yo poder sobre sus hombres era absoluto, no tomaba ninguna decisión importante sin consultar a su s oficiales. Asimismo el pretor que ac tuaba en el foro pedía la opinión de los asesores que lorodeaban.

    Ya en la Roma real, el rey tenía un consejo que era natura lmente el "consejo de los padres", cuyos miembros llevaban efectivamente el nombre de  paires, consejo que pronto se convirtió en el

    senado (senaíus). porque en principio estaba compuesto por hom  bres de edad madura (senes, de alrededor de cincuenta años),hombres experimentados y libres ya de los transportes de laj uven-tud. Ese senado primitivo era elegido entre los jefes de familia y posteriormente se agregaron otros personajes, los “inscritos"[conscripta.

    Lo mismo que la asamblea de las curias, el senado du ran te laépoca de los reyes no poseía poder propio, definido po r leyes o poralguna forma de constitución. El senado “asistía” al rey. pero nole imponía esta o aquella decisión. La decisión correspondía al ím-

     pertum real, era tomada “con los auspicios* del rey y, por lo tanto y en definitiva, de conformidad con los dioses. Sin embargo, siuna opinión del senado no limitaba legalmente el poder real, obra

     ba empero de una manera m ás sutil. Constituía lo que se llama ba una auctorttas. concepto del que a veces nos cuesta comprender la verdadera significación.

    El procedimiento seguido du rante el período republicano pue

    de ayudamos a comprenderla. Cuando una cuestión era sometida a los padres, estos se p ronunciaban mediante u n voto sobreun a proposición precisa formulada por uno de los senadores que

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    estaba llamado a ha bla r entre los primeros. Esa proposición, lasententía. era som etida a votación; si se la aprobaba, la proposi-ción misma no ten ia ningún valor obligatorio, no era una ley (Zex), puesto que no había sido sometida a consideración de la asamblea

    de los ciudadanos. Era solamente la opinión de un grupo, presti-gioso por cierto, pero que no podía pretender representar al pue- blo. La sententía era una solución posible, probablemente la mássensata y la mejor justificada teniendo en cuenta que procedía delos personajes m ás em inentes de la ciudad, de los más “pruden-tes*. Adoptada por el senado, se convertía en u na auctoritas. y es-ta palabra expresa el carác ter sagrado que se le reconocía.

     Auctoritas pertenece, en efecto, a toda una familia de vocabloscuya resonancia es religiosa. Esto se ve claramente en el nombre

    de Augustas que en el año 27 a. de C. los senadores dieron a Oc-tavio vencedor y amo del Estado. El vencedor de Actium poseía el

     poder de hecho. Faltaba conferirle un derecho a ese poder, y esoes lo que los senadores quisieron hacer al llamarlo Augusto. En elcentro de este grupo semántico se encuentra en efecto el verbo au- gere que nosotros traducimos torpemente por “acrecentar, au-mentar” (y fue ese el sentido profano que terminó por adquirir enla época clásica y en su uso cotidiano) pero que conserva lazos con

    lo sagrado. En el mundo nada acaece o se desarrolla sin que seaquerido o autorizado por los dioses. La fuerza que su scita tanto alos seres como a los acontecimientos tiene su origen en la s divini-dades: “Me he visto ‘acrecentado* con un pequeño", dice Cicerónal nacer su hijo. ¿Y hay algo tan incierto acaso, algo que esté tan

     puesto en la mano de los dioses como la venida al mundo de unniño?

    Los presagios permiten adivinar la presencia de esa fuerza que poseen las divinidades gracias a los ‘augurios*, otro vocablo per-

    teneciente al mismo conjunto. Cada momento del presente prepa-ra el que habrá de seguir. Una palabra pronunciada al azar (¡so-

     bre todo al azar!) determina lo que será el futuro, y esa palabra puede ser de buen agüero o de mal agüero. Existen creencias queno han desaparecido enteramente de nu estra s conciencias ni si-quiera hoy. Tan arraigadas están en el corazón de los hombres.

    En la Roma m ás an tigua, la indagación de los signos, de los au-gurios. era un a institución del Estado.Tlabía un colegio de sacer-dotes. llamados precisamente augures, que poseían los secretos

    de la interpretación de tales signos. Cada año y h asta una épocatardía en nombre del pueblo romano se recibía solemnemente loque se llamaba el augurium Salutis, el augurio del buen estado, de

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    la salud. De esta manera se esperaba conocer lo que se prepara- ba para el año siguiente, aquello que las divinidades harían ‘cre-cer”, es decir, cobrar ser. Esta ceremonia se practicaba a un en elimperio.

    Llamar a Octavio Augustus era reconocerle el don de llevar afeliz término lo que emprendía, el don de ser todo él “de buen au-gurio”. lo cual equivalía a sacralizarlo, a colocar en sus manos“benditas” esa parte del futuro imprevisible con la cual los esta-dos deben contar.

    En ese mismo sentido y desde la Roma arcaica, una auctoritas del senado constituía una presunción de éxito tocante al proble-ma propuesto o a la decisión que había que tomar. La auctoritas ayudaba a hace r lo mejor posible las apues tas s in las cuales no es

     posible ningún gobierno. La sabiduría humana debía tener encuenta la de los dioses.

    Bien se comprende que, en esas condiciones y con semejan-te sistema de pensamiento, la libertad política no se basaba en laresultante de las voluntades individuales ni en la de los ciudada-nos ni en la de los padres y n i siquiera en la del rey. Se compren-de también que e sa libertad no existía, no podía existir, puesto quelas decisiones debían tom arse de conformidad con lo que se cre-ía saber o adivinar de las voluntades divinas. Los romanos se re-

     presentaban a Júpiter según veían las instituciones de la ciudad;se lo imaginaban como un rey rodeado también él de asesores, losdii consentes (los dioses del consejo), que daban su opinión cadavez que Jú pite r debía lanzar el rayo. En verdad, esos dii consentes debían algo a la religión de los etruscos, pero la institución querepresentaban era bien latina y de todas maneras la imagen quedaban era bien romana al haber sobrevivido tanto tiempo.

    Esta visión del mundo que suponían las reglas de la acción po-lítica planteaba el problema de la libertad humana: ¿podía consi-derarse “libre" a un rey que se concebía él mismo como el intérpre-te de Júpiter? o ¿podía considerarse libre un senado cuyas deci-siones ten ían el carácter adivinatorio? En realidad, el poder nun-ca se ejerció en Roma, ni siquiera durante la república, en mediode la libertad, si se entiende por este término la autonomía de unavoluntad individual o colectiva que puede escoger esta o aquellasolución en virtud de criterios sobre los cuales solamente la razón

     juzga. Esta es u na diferencia esencial respecto de las institucio-

    nes de la Atenas democrática, donde la asamblea del pueblo, laekklesia,  sólo estaba su jeta muy remotamente a la influencia delos dioses y donde la razón humana (que era razonable según se

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     pensaba) lo sometía todo a su crítica. En Roma, los dioses controlaban a todos los hombres que poseían algún poder. Aun en tiem pos de guerra, los Jefes militares que poseían autoridad absolutasobre s us soldados debían interrogar a los dioses. Si no lo hacían

    asumían una terrible responsabilidad. Desdichado aquel que.cuando las aves sagradas se negaron a comer lo que se les dabalas hizo arrojar al mar diciendo (estas palabras ha n sido a m enudo repetidas): “¡Si no quieren comer, que beban!". Después de esonadie se asombró de que la flota hubiera quedado aniquilada. Unageneración después, el desastre del lago TYasimeno fue el precioque debió pagar Roma por una impiedad parecida de que se hizoculpable otro cónsul. Todo jefe militar, así como todo magistrado,era en cierto modo u n sacerdote. Y. según vimos, ese carácter sa grado que se le asignaba era exaltado después de la victoria por lasaclamaciones de los soldados que lo proclamaban imperator.

    Cuando en el año 19 después de Cristo, Tiberio supo que Germánico había recogido con su s propias manos los huesos de soldados de Varo muertos en los bosques de Teubuigo, lejos de felicitarlo por ese acto de piedad, lo censuró porque, decía Tiberio, un

     jefe militar debía guardarse de toda mancilla religiosa, lo cual leimpedía tener u n contacto cualquiera con el mundo de los muer

    tos. El jefe debía permanecer puro para continuar siendo el intermediario entre su ejército y los dioses.A cualquier parte a que dirijamos la mirada sobre esa Roma ar

    caica, se nos manifiesta que cada forma de la vida política, tantoen la paz como en la guerra, está calculada para hacer aparecerla voluntad y la acción de los dioses, en o tras palabras, para descifrar el destino que aguardaba a la ciudad.

    Pero aquí se plantea una cuestión. Si esa voluntad divina esconocida, ¿implica esto que está Ajada y determinada de un a vez

     por todas? Seria extraño que un pueblo que atestiguó siempre ta m aña obstinación por sobrevivir ha sta en los reveses más corridosse hub iera contentado con aceptar una fatalidad absoluta. A diferencia de los helenos de la época de Homero, los romanos pensaban que los dioses disponían de un libre arbitrio, que era posi

     ble influir en ellos si estaban encolerizados, hacer a un lado losmalos presagios por los cuales se expresaba esa cólera, “expiarlos"(expiare). Los augurios eran entonces como las indicaciones que

     ja lo nan un camino. Anunciaban lo que habría de ocurrir si se

    adop taba esta o aquella conducta. Siempre era posible que unosuspendiera su marcha si se daba cuen ta de que la ruta lo extraviaba y siempre e ra posible echar a an dar por otro camino. Así ocu-

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    rría con las decisiones consideradas. Si las victimas dab an señ a-les desfavorables cuando el magistrado recibia los auspicios, és-te suspendía su acción y recurría a alguna otra de las recetas con-signadas en los libros de los adivinos y apropiadas para m an te-

    ne r o restablecer buenas relaciones con los dioses. Este conjun-to de prescripciones y de ritos hacia de la vida política un arte enel que intervenía a la vez la razón, el cálculo y un instinto más su -til que únicamente poseían los hombres “hábiles*', aquellos quehabían dado pruebas de éxito en su s empresas, aquellos que eranamados por los dioses, los hombres augustL

    Esa era la manera en que podía gobernarse la ciudad. En el plano humano debía gobernársela con sabiduría y previsión; en el plano divino debía hacérselo con la mirada constantemente fija enlas cosas divinas. De manera que todos los lugares de reunión, lacuria donde se reunía el senado, el comitium, que era la parte delforo situad a frente a la curia, donde los magistrados durante la re- pública y donde antes que ellos sin duda el rey se dirigía a los ciu-dadanos de los comicios curlatos, todos esos lugares eran templa, lugares inaugurados, es decir, lugares en los que se manifestabanlos presagios y en los que se interrogaba a los dioses. La vida po-lítica se desarrollaba así como una sucesión indefinida de interro-

    gaciones. El voto mismo de una asamblea no era m ás que la res- puesta enviada por las potencias divinas a la pregunta formula-da. por ejemplo, la elección de un hombre, la aprobación de unaley.

    Esta doble actitud, a la vez de sumisión y de astucia respec-to de la voluntad divina, hizo que desde muy temprano hubiera enla ciudad personajes que gozaban de una autoridad particular,aquellos que en el curso de su vida habían sido “afortunados",aquellos que hemos llamado los augustl (¡no sin incurrir en algún

    abuso de lenguaje!). Se los consultaba preferentemente, se los ele-gía si se producía alguna crisis grande, y aquel pueblo acostum - brado a criar ganado y a seleccionar sus razas admitió instintiva-mente que esas cualidades de sab iduría y de éxito obtenido en laacción se transm itían en el seno de las familias de generación engeneración. Se suponía que el descendiente de una casa ilustrehabía heredado el heroísmo o la habilidad o sencillamente la“suerte” de su s antepasados. Esta concepción se insertaba con to-da naturalidad en un sistema de pensamiento para el cua l la cé-

    lula social por excelencia era la gens.  La gens poseía, en efecto,una duración que compensaba la demasiado breve trayectoria deun solo personaje. Este era continuación de sus antepasados y

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    su s descendientes continuaban a aquellos, de suerte que si unode quienes habian llevado el nombre de una determinada gens había tenido la suerte de gusta r a los dioses, de hallar la maneramás eñcaz de granjearse la buena voluntad de estos, era muy

     probable que otros de igual nombre pudiesen hacer otro tanto. Lahistoria de Roma tuvo ejemplos que muestran que el nombre deun magistrado o de unjefe m ilitar tenía por si mismo valor de au gurio. Por ejemplo, el caso de los Escipiones de Africa. De esta m anera que no era del todo irracional se constituyó una aristocracia

     basada en el mérito y la eficacia más que (por lo menos al princi pio) en la riqueza. La igualdad (aequalttas) de los ciudadanos entre si fue u n ideal que los hechos contradijeron desde m uy tem

     prano.Sin embargo nos equivocaríamos si pensáram os que esa igualdad de los ciudadanos entre si desapareció totalmente. Siempre

     persistió, por lo menos durante la república en la m edida en quela personalidad del hombre encargado de una m agistratura se borraba frente a la función que ejercia. Se sabe que Catón el Censor,en sus obras históricas, aun en la primera mitad del siglo n a. denuestra era. se abstenia de llamar a los hombres por su nombrey se contentaba con decir “el cónsul" o "el pretor" pa ra designar a

    quien habia ganado una batalla, llevado a buen término una negociación o alcanzado un triunfo. Pero, a los ojos del pueblo ycuando se trataba de aceptar o de rechazar una cand idatura, elnombre de un varón, el nombre de su gens. tenía gran importancia. Ese hombre, descendiente de personajes ilustres era conocido por todos y era "noble", nobilis.

    De manera que sí por derecho todos los ciudadanos teníanigualmente la posibilidad de pretender las magistraturas, si todoslos magistrados que se sucedían en una m agistratura eran "inter

    cambiables", en la práctica los hechos sucedían de modo muy diferente. La tradición que en el pasado habia llevado a varios J u nios o a varios Comelios al consulado, los méritos antiguos a tri

     buidos a estos nombres o a otros igualmente respetados y otras influencias diversas limitaban la libertad de un a elección que no erala elección de la indiferencia.

    Ese es el cuadro que se puede trazpr de la libertad en la Romaarcaica y a comienzos de la república. La palabra libertad tenia entonces varios sentidos. Unicamente se respetaba la libertad de las

     personas en sus cuerpos y por pertenecer a la ciudad. Sólo se podía atentar contra ella (como nos lo recuerda el mito de los Horacios y de los Curiados) mediante u n juicio en la asamblea del pue-

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     blo, es decir, u na vez m ás consultando a los dioses, bajo cuya au-toridad se reunía esa asamblea y cuya voz era como la de losdioses. La libertad política ejercida directamente por semejanteasamblea era inconcebible. Si se hubiera sugerido entonces que

    todo ciudadano podía m ane jar los grandes negocios del Estado,llegar a ser magistrado supremo, ciertamente eso habría pareci-do una peligrosa quimera. A diferencia de lo que ocurría en Ate-nas, las funciones públicas nunca se sortearon en Roma. Paraasignarlas se tenía en cuenta el valor personal, real o presunto.Los privilegios reconocidos de hecho a las grandes familias sólo seatenuaron gradualmente, al término de una larga evolución y enun a época en que los antiguos valores quedaron a medias borra-dos y has ta pervertidos, aunque nunca desaparecieron del todo.Aun en los últimos tiempos de la república hacían falta méritosexcepcionales para que u n “hombre nuevo" pud iera se r politica-mente el igual de quienes descendían de antepasados ilustres.

    Tal vez se me reproche el hecho de que para trazar este cua-dro de la ciudad arcaica me haya valido de textos y de hechos quese remontan a varias épocas diferentes, a veces distantes en va-rios siglos. Sin embargo no se podía proceder de otra manera, puessólo poseemos muy pocas informaciones directas (o dignas de cré-

    dito) sobre la época de los reyes, pero existen ciertas constantesque aparecen bien atestiguadas en diferentes momentos; su mis-ma permanencia hace posible una extrapolación al pasado másremoto. Es asi como entrevemos, entre el siglo vin y mediados delsiglo vi de nu es tra era. la existencia de una sociedad ya aristocrá-tica en la cual la jerarquía no parece haber estado basada en lafortuna, sino que vemos una comunidad de “iguales", en la que es-ta igualdad teórica estaba en contradicción con la desigualdad delas familias. E sta comunidad estaba regida por obligaciones reli-

    giosas. La reputación de piedad que tenían los antiguos romanos —piedad por los dioses, por los padres y antepasados, el respetode la Jldes — no era seguramente inmerecida. La piedad de los ro-manos era el fundamento mismo de su vida social, el “cemento” dela ciudad.

    Pero a partir del siglo vi (a mediados de ese siglo), actuaronotros factores a medida que se acentuaba la riqueza. La poblaciónde Roma se hizo más num erosa. El desarrollo del comercio con lastierras etru scas y las ciudades del bajo Laclo (cuya importancia

    nos han revelado los arqueólogos), donde se hacia sentir la in-fluencia de las colonias griegas de la Magna Grecia, de Cumas yde Nápoles. hizo aparecer otra s formas de riqueza diferentes de la

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     posesión de tierras. La tradicional e structura patriarcal, vincula-da con la propiedad rural (estructura que perdurará au n d ura n-te numerosos siglos, mientras se exigió que los senadores poseye-ran tierras en Italia), se encontraba am enazada, lo cual muy pro-

     bablemente provocó ese “endurecimiento" de la aristocracia gen-tilicia que comprobamos du ran te los primeros años de la repúbli-ca y que. aun después de las conquistas políticas de la plebe, acen-túa las desigualdades en tre los ciudadanos.

    La gran mutación económica y social se manifestó en virtuddel establecimiento de una constitución basada en la desigualdadsocial y las diferencias de fortuna. Esa constitución, atribuida alrey Servio Tullo y establecida en la segunda mitad del siglo vi a. deC., repartía los ciudadanos en varias clases según la cuantía de su

    fortuna (el cens). Se trataba entonces de organizar un tipo de ejér-cito “moderno", análogo al de las ciudades griegas, en el que el pa- pel principal correspondía a los hoplitas. un sis tema más eficazque el tradicional "reclutamiento" y mejor adaptado para las po-sibles luchas contra los pueblos de Italia central, instruidos por elejemplo de las colonias griegas con las que aquellos mantenían re-laciones. Es significativo el hecho de que e sta transformación dela comunidad rom ana en u na sociedad militar, en la que todas lasclases es tarían definidas en función de su parte en el ejército, se

    haya realizado según criterios censuales. Los ciudadanos m ás ri-cos debían comprar y ma ntener a su costa un caballo. Esa era lacategoría de los equües (caballeros). Los que seguían después porsu fortuna debían procurarse un armamento pesado, ofensivo ydefensivo. Los más pobres se contentaban con un armamento li-viano, esencialmente ofensivo (picas, etc.). Esta constitución su- pone, pues, que en la Roma de entonces existían im portantes de-sigualdades de fortuna y. lo que es de gran importancia, dichaconstitución tuvo el efecto de que la antigua asam blea curlata. ca-racterística de la sociedad arcaica, quedó suplantada por unaasamblea llamada "centuriata". porque la unidad táctica, la cen-turia (que comprendía en principio a cien hombres) servía de m ar-co para la votación de los ciudadanos.

    En adelante fue en la asam blea centuriata donde se ejerció (yesto se prolongó hasta el imperio) la ‘libertad política", es decir, laelección de los magistrados (después dé la caída de los reyes). don-de se votaban las leyes y se ejercía el poder judicial. Pero todas las

    centurias, repartidas en clases censuales no ten ían en realidad elmismo poder devoto. La influencia decisiva correspondía a los ciu-dadanos de las cen turias formadas por los hombres más ricos. La

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    antigua jerarquía, en la que los miembros de las gentes más “no- bles" y más prestigiosas poseían una auctorttas mayor, hab ía de- jado parcialmente el lugar a otra je rarquía en la que la riqueza erael factor determinante. En realidad, esta s dos jerarqu ías se su per-

     ponían en la medida en que los ciudadanos más ricos eran los je-fes de los clanes más numerosos, hombres rodeados de unaclientela abundante, que no habían perdido nada de su influen-cia con la nueva organización. Los ciudadanos más humildes nohabían ganado nada. Su libertad política no se reflejaba en la práctica.

    Con todo, no tardó en hacerse sentir otra consecuencia de es-ta mutación "económica”. Mientras que los ciudadanos m ás ricosmantenían su posición de holgura o hasta la acrecentaban, los

    más pobres se hacían cada día m ás miserables. Obligados, comotodos los miembros de la comunidad, a servir en el ejército, eranincapaces de dedicar a sus asun tos el tiempo y los cuidados ne-cesarios. Y esto era cierto sobre todo en el caso de los m ás nume-rosos, los campesinos, que debía abandonar sus campos duran-te la primavera y el verano, en el momento en el que los trabajosrurales eran más urgentes. Ahora bien, esos campesinos y s us fa-milias no podían sobrevivir si cada arlo no recogían su cosecha.Sin eso les era necesario pedir dinero en préstamo. Al cabo de al-

    gún tiempo su situación no tuvo salida. Les fue necesario venderlas tierras, los pocos bienes que poseían y Analmente e