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PORTADA: Grupo de trabajo: Flora María U ribe Pacheco María Cecilia Trujillo Pérez Gloria Aristizábal Bernal Marta Cecilia V élez Saldarriaga "Las Dos Fridas" Frida Kahlo, pintora mexicana, 1910-1954. Frida Kahlo tomó inspiración del arte popular nativo en búsque- da de su identidad mexicana. Utilizó también el estilo "naive" y la fantasía del arte popular para distanciarse y distanciar al espec- tador del tema central de su arte: su propia vida. Un estilo primi- tivista -cargado de inesperadas combinaciones de colores, figu- ras estáticas y a menudo frontales, escalas y espacios irraciona- les- le permitió describir los sentimientos y eventos personales más intensos de su vida. Sobre el origen de Las Dos Fridas, Frida Kahlo escribe: "Debo ha- ber tenido seis años cuando viví intensamente la amistad imagina- ria con una niña de mi misma edad más o menos. En la vidriera del que entonces era mi cuarto, y que daba a la calle de Allende, sobre uno de los primeros cristales de la ventana echaba "baho". y con un dedo dibujaba una "puerta". " Por esa "puerta" salía en la imaginación, con una gran alegría y urgencia, atravezaba todo el llano que se miraba hasta llegar a una lechería que se lla- maba PINZON .. . Por la O de PINZON entraba y bajaba intem- pestivamente al interior de la tierra, donde mi amiga imaginaria me esperaba siempre. No recuerdo su imagen ni su color. Pero sé que era alegre, se reía mucho. Sin sonidos. Era ágil, y bailaba como si no tuviera peso ninguno. Yola seguía en todos sus movi- mientos y le contaba, mientras ella bailaba, mis problemas secre- tos" .

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PORTADA:

Grupo de trabajo: Flora María U ribe Pacheco María Cecilia Trujillo Pérez

Gloria Aristizábal Bernal Marta Cecilia V élez Saldarriaga

"Las Dos Fridas" Frida Kahlo, pintora mexicana, 1910-1954.

Frida Kahlo tomó inspiración del arte popular nativo en búsque­da de su identidad mexicana. Utilizó también el estilo "naive" y la fantasía del arte popular para distanciarse y distanciar al espec­tador del tema central de su arte: su propia vida. Un estilo primi­tivista -cargado de inesperadas combinaciones de colores, figu­ras estáticas y a menudo frontales, escalas y espacios irraciona­les- le permitió describir los sentimientos y eventos personales más intensos de su vida.

Sobre el origen de Las Dos Fridas, Frida Kahlo escribe: "Debo ha­ber tenido seis años cuando viví intensamente la amistad imagina­ria con una niña de mi misma edad más o menos. En la vidriera del que entonces era mi cuarto, y que daba a la calle de Allende, sobre uno de los primeros cristales de la ventana echaba "baho". y con un dedo dibujaba una "puerta". " Por esa "puerta" salía en la imaginación, con una gran alegría y urgencia, atravezaba todo el llano que se miraba hasta llegar a una lechería que se lla­maba PINZON .. . Por la O de PINZON entraba y bajaba intem­pestivamente al interior de la tierra, donde mi amiga imaginaria me esperaba siempre. No recuerdo su imagen ni su color. Pero sí sé que era alegre, se reía mucho. Sin sonidos. Era ágil, y bailaba como si no tuviera peso ninguno. Yola seguía en todos sus movi­mientos y le contaba, mientras ella bailaba, mis problemas secre­tos" .

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Jas muje.res e sc..ri ben

Violeta Luna.

Andrea Dworkin.

Fl(Yra Alfaro.

Marta C. Vé~ez s.

Aura Lóp'ez.

M. Cecilia Trujillo.

Liliana Cavani.

CONTENIDO

Rimando el Cuerpo ......... 3

La Pornografía y el Duelo... 7

La Visita .................. 13

La Autoconciencia: una experiencia entre mujeres 17

He pecado y te he sido infiel.. 32

Imágenes .................. 39

Lilith, la luna negra o el eros rechazado ........... 44

DIBUJOS

Miriam Lon'doño B. Pgs. 5, 45, 53. Flora M. Uribe Pág. 2l. M. Cecilia Trujillo Págs. 3'5, 39.

Correspondencia y colaboraciones, canje y envío de publi­caciones, Apartado Aéreo 49105, Medellín, Colombia.

Licenoia de funcionamiento en trámite

2 Medellín, Febrero de 1983.

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8 DE MARZO DIA INTERNACIONAL DE LA MUJER

El 8 de marzo de 1908 una grave desgracia golpea a las mujeres y suscita entre ellas un movimiento de soli­daridad: 129 obreras· textileras mueren carbonizadas en el incendio de la fábrica Cotton de Nueva York.

Las obreras habían organizado una huelga donde reclamaban la igualdad de salarios y la reducción del ho­rario de trabajo a 10 horas. Esto motivó la ira del pa­trón, quien mandó cerrar las puertas y prender fuego al establecimien to.

Por ello, sobre la propuesta de Clara Zetkin pre­sentada en el Segundo Congreso Internacional de Muje­res Socialistas realizado en Copenhage en 1910, deciden declarar el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer.

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" ... Ya que toda la literatura es una larga carta a un interlo­cutor invisible, presente, posible o futura pasión que liquidamos o buscamos. Y, como ya se ha dicho, no interesa tanto el objeto, ape­nas pretexto, sino antes bien la pasión; y yo añado que no interesa tanto la pasión, apenas pretexto, sino más bien su práctica o ejer­cicio.

N o será necesario preguntarnos, pues, si lo que nos une es pa­sión común de prácticas diferentes, o práctica común de pasiones diferentes. Porque sólo nos preguntamos entonces por el modo de nuestra práctica, si nostalgia o venganza. Sí, sin duda la nostalgia es una forma de venganza, y la venganza una forma de nostalgia; en ambos casos buscamos lo qu,e no nos destruya. Mas no deja la pa­sión de ser la fuerza, y la práctica su sentido.

Sólo de ,nostalgias haremos una comunidad y un convento, Sor Mariana de las cinco. cartas. Sólo de vE'Jlganza haremos un Octu­bre, un Mayo, un nuevo mes para nenar el calendario. Y de no­sotras, qué haremos?"

María Velho da Costa, María Isabel Barreno, María Teresa Horta. Nuevas Cartas Por'tuguesas. Las TI'es Marías. Ed. Grijalbo 1976.

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'---_______ Rimando el cuerpo

Los recuerdos llegan hasta la bruma densa de una infancia que ha sido olvidada, cubierta por el telón de las prohibiciones y las leyes. Ningún recuerdo guarda las palabras de los discursos que se tornaron excluyentes y que habitaron en mí bajo las formas del temor y del pánico. Allí, secretamente silenciado, atrapado en cárceles sutiles y verdugos desconocidos, el cuerpo perdió la sol­tura alegre, olvidó la movilidad natural y prematuramente co­menzó a convertirse en tronco de dura corteza y rígida figura.

Desesperanza al constatar, quizás irremediablemente perdidas, mis primeras sensaciones sobre el cuerpo, mis primeras aproxima­ciones sensoriales a esta piel que intenta nuevamente el erizarse alegre, la leve convulsión, el cosquilleo asombroso de una sensibi­lidad desatada entre caricias y movimientos. Dolorosa convicción de haber perdido allí mi cuerpo, de haber aprendido a sentirlo, vi­virlo, y amarlo como lugar para el otro, como prenda de trueque para eso que oía nombrar con la palabra "amor". No yo, sino el otro era quien podía acariciar y recorrer mi cuerpo, un otro que tenía todo el poder sobre mí y que secretamente, amparado por esas leyes prohibitivas, me dividía, me gozaba, me utilizaba, me ultrajaba. El sí podía ignorarme para sensibilizarse en mí, mien­tras yo debía entregarle un cuerpo que nunca había sido mío y que poco o nada conocía acerca de los movimientos que lo hacían danzar, las caricias que hacían vibrar la piel en un concierto de sensibilidades.

Cuerpo desaprendido, cuerpo desconocido para ser invadido, cuerpo ignorado por mí para ser utilizado por otro. Dolor de sa­ber, con esa convicción desarticulante de todo sentido hasta ahora justificante y justific8ldo, que no es posible dar lo que no se tiene, entregar algo que ha sido desde los más tempranos recuerdos, lu­gar de suciedades, inmoralidades y muerte, lugar que tiene que ser de otro y para otro para ser redimido, rescatado de los subur­bios morales y elevado al rango del amor y de la vida.

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No tocar, no ver, no acariciar, no sentir, esconder, fueron las órdenes que me robaron el cuerpo, las que me alejaron de él has­ta convertirlo en mi propia extrañeza, lugar de mi exilio, senda en la que me pierdo y me dejo habitar como si yo fuese realmente otra. De allí nació mi imposibilidad de saberme, mi temor a la soledad, a esa soledad amenaza de lo social, de la ausencia del otro, clave para ser, estar y sentir. De allí nació la terrible sensa­ción de ser puerto, lugar de llegada y salida, espacio para dar la vida, excepto la de mí misma.

Una promesa se me ofrecía a cambio de la pérdida de mi cuerpo: los hijos, una vida afectiva estable y económicamente pro­gresiva. Sí, perder mi cuerpo era ~paradójicamente-- promesa de mil regalos. Y entonces ya perdido continué perdiéndolo. No buscaba los hijos, buscaba desesperadamente las sensaciones que me hicieran sentir viva, las caricias -dones que rescataran mi cuerpo de las prohibiciones y me entregaran mil sensaciones vi­vas, alegres. Y esas caricias llegaron rápidas -a veces no había que pedirlas, sólo salir a la calle y sentir mil pulpos, mil miradas y mil palabras que sólo gozaban con su goce y con la agresión que me hacían-o Y fuera de esas calles, entre las promesas de amor y palabras enamoradas, en medio de las sombras y los tímidos balbuceos de algo llamado deseo, todo se quedaba en el goce del otro, en vólumenes rápidos en los cuales yo sólo importaba como importa el medio. Y esa comunicación a dos, ese recuperar el cuer­po en un concierto, ¿ dónde estaba? ¿ Acaso en ser ignorada, en observar el goce del otro, mientras mi cuerpo aún lleno de esperas y sensaciones volvía a perderse, a huir entre esas viejas prohibi­ciones que ya me lo habían arrebatado para siempre y desde tiem­pos inmemoriales? Y luego el temor ancestral, la espera ansiosa de ese fluído mensual que podía tranquilizarme, quitarme ese te­mor de un hijo nacido de la soledad y el egoísmo, de esa pareja, ese duo que prometía tantas alegrías y tantos goces.

¿ Pero y qué era lo que yo quería? pregunta no sólo dirigida a mí por el otro, ese otro siempre fugaz, huidizo, presente sólo para animarse en mi carne y desfallecer tan rápido como lo hacía en su huir, sino también por mí misma. ¡Ah! pobre miseria la de mi cuerpo si era eso lo que me deparaba el futuro a costa de negarme, falacia de sensaciones y largos días de ansiosa espera, de extra­ñeza ante eso que llamaban en mi infancia "sólo para adultos".

Pero cómo podía yo saber lo que quería si nunca el cuerpo ha­bía sido mío, si jamás pude sentirlo y sentirme en estrecha rela­ción con él, si se me había prohibido tocarlo, crecer también junto a él en sensaciones, en flujos, en su humedad, su calor, en los mo­vimientos que acompañaban cada sentir.

y entonces poco a poco fuí comp·rendiendo que esas miserias

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entregadas en la relación con el otro sólo eran una reducción ante lo que imaginaba y comenzaba a recordar mi cuerpo podía sentir. y quise entonces tocarme, conocerme, continuar aquel caudal de sensaciones interrumpido por la urgencia de una sexualidad defor­mada, llena de egOÍsmo e ignorancia de aquél con quien había co­menzado a descubrir mi cuerpo. Quise entonces hablarle, decirle, pero mi actitud parecía reducir su precaria y débil personalidad de macho.

Debía ganarme a mí misma, ser la artífice de mis sensaciones y descubrir en el cuerpo todo aquello que perdido para mí, había sido prenda de otro. ¿ Pero cómo desterrar esas prohibiciones si aún continuaban teniendo resonancia en lo más profundo de mí misma? Algunas veces dejaba escurri.r mi mano para escudriñar

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cada rincón de mi cuerpo; recordaba las ansiedades insatisfechas, los deseos interrumpidos, las caricia,s presurosas, y comencé a dar­les otro tiempo, un tiempo sin premura, sin la precisión capitalis­ta, sin urgencia de llegadas, secreciones o penetraciones. Comencé a darle a mi cuerpo su propio ritmo, a jugar con él, a estar atenta a cada reacción, a cada cadencia, a cada movimiento, y entonces descubrí no sólo cuanto yo podía sentir, sino que aquella otra esce­na de duos y conciertos estaba preñada de premuras, mientras yo había sido educada en servilismos y prohibiciones a mi propio placer.

He ido aprendiendo mi cuerpo, me he ido apropia.ndo de él. Ahora no será más flujo contenido, lugar de mi negación, goce para otro y espera aJlsios~ de menstruaciones. Lejos han quedado los oráculos de temibles predicciones, lejos las leyes que se impo­nían entre mi cuerpo y yo misma llenándome de extrañeza.

Siento mi piel suave erizarse al contacto de las manos que me recorren lenta y acariciadoramente. La vegetación de mi piel co­mienza a despertar como si la clave de su desciframiento estuvie­se en ese recorrido lento que sacude con pequeños espasmos mi cuerpo. Yo voy dejándome conducir segura de encontrarme final­mente ante un cuerpo completamente relajado, regado de escar­chas que fluyen caudalosamente entre mis labios ávidos de caricias.

Estoy sola. La noche hace rato trajo sus sombras y todo yace en silencio. El movimiento lento de las manos desata ríos en mí atrapados. Me siento, me vivo, me reconozco gozante, placiente, dándome un cuerpo que porté con la absurda convicción de ser un' para - otro. He quebrado las prohibiciones, he exorcizado los maleficios, he pintado mi rostro con el gesto del goce, he acaricia. do mi cuerpo!

Violeta Luma

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La pornografía y el duelo

El 18 de noviembre de 1978, 3.000 mujeres descendieron por las oalles de San Francisco, invadiendo 11 desbordatndo los barri.o8 "Pomo". Esta manifestación para "Tomarse la rnoche" hacía par­te de un {,oloquio de tres días sobre el tema: "Perspectivas femi-\ nistas sobre la pornografía", orgarniza40 por las "Mujeres Corntra la Violencia en la Pornografía y en los Medios Masivos de Comu­niooción". Antes de comenzar la mar,cha, las mujeres escucharon este discurso de Andrea Dworkin.

Quería decir cosas esta tarde muy diferentes a las que real­mente voy a decirles. Quisiera estar aquí como militante, orgullo­sa y con una gran cólera. Pero cada vez la cólera me aparece como una pálida sombra del sentimiento de duelo que me invade. Si una mujer tiene idea de su propio valor, observar fragmentos de por­nografía puede conducirla efectivamente a una rabia útil. Estudiar la pornografía en la cantidad y profundidad en que lo he hecho durante más tiempo del que quisiera acordarme, conduciría a esta muJer al duelo.

La por,nografía es vil. Caracterizarla de otra manera sería mentir. Ninguna peste de intelectualismo o de sofisma masculino puede cambiar ni esconder este hecho. Georges Bataille, filósofo de la pornografía (que él denomina "erotismo") lo expone con claridad: "Esencialmente, el dominio del erotismo es el dominio de la violencia, el dominio de la violación" (1 ) . Batame, a diferencia de muehos de sus pares, hace al menos explícito el hecho de que aquí se trata de violar a las mujeres. En términos eufemistas tan queridos a los intelectuales machos que escriben sobre la pornogra­fía, Bataille nos informa que "es esencialmente la parte pasiva, femenina que es disuelta en tanto que ser constituído" (2) "ser disueltas" -no importa por qué medio- es el rol de las mujeres en la pornografía. Los grandes investigadores científicos y los fi­lósofos de la sexualidad, tales como Kinsey, Havelock Ellis, Wil­helm Reich y Freud, apoyan esta visión de nuestra función y de nuestro destino. Los grandes escritores hombres utilizan un :engua-

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je lleno de belleza a fin de mostrarnos en fragmentos y, enseguida, nos "disuelven" progresivamente, mediante cualquier medio. Los biógrafos de los grandes artistas hombres ensalzan las atrocidades reales que esos hombres han cometido contra nosotras, como si esas atrocidades fueran escenciales a la creación artística. Y a tra­vés de la historia tal como los hombres la han vivido, nosotras he­mos sido "disueltas" por cualquier medio. Nuestra piel cortada y el sonido de nuestros huesos constituyen las fuentes energéticas del arte y de la ciencia, tal como los hombres las definen, y también, el contenido principal de la pornografía. Esta experiencia viceral de un odio sin límites con relación a las mujeres, me ha llevado más allá de la cólera y más allá de las lágrimas. No puedo hablar­les más que de duelo.

Todas hemos esperado un mundo diferente a éste, ¿ no es cier­to? A pesar de las privaciones materiales y emocionales que he­mos podido sufrir, niñas o adultas, a pesar de lo que hemos com­prendido a lo largo de la historia o a través de los testimonios de personas vivas sobre las formas y la causa del sufrimiento hu­mano, todas nosotras hemos creído en nuestro fuero interno, en la posibilidad humana. Hemos creído en el arte, en la literatura, o bien, en la música, la religión, en la revolución, en nuestros hijos y también en el potencial redentor del erotismo, o del afecto. A pe­sar de lo que sabíamos sobre la crueldad, creíamos en la bondad a pesar de lo que sabíamos del odio, creíamos todas en la amistad o en el amor. Ninguna de nosotras hubiera podido imaginar,1IÍ creer los simples hechos de la vida tales como los conocemos ahora: La rapa­cidad del deseo masculino de dominar, la maldad de la supremacía del macho, el desprecio virulento a las mujeres que constituye la base misma de la cultura en que vivimos. El Movimiento de las Mujeres nos ha obligado a confrontar todos estos hechos. Por más que tengamos coraje y lucidez, por más que aceptemos la realidad sin romanticismo y sin ilusiones, estamos sumergidas completa­mente por el odio de los hombres a nuestra especie: la morbidez, la insistencia, la obsesión de este odio y su propia celebración en cada detalle de la vida y de la cultura. Pensamos haberlo medido de una vez por todas, haberlo visto en toda su crueldad espectacu­lar, haber aprendido todos sus secretos, habernos acostumbrado a él, haberlo superarlo o habernos organizado contra él a fin de es­tar protegidas de sus propios excesos. Pensamos saber todo lo que hay que saber sobre lo que los hombres hacen de las mujeres, igual­mente si no podemos imaginar por qué hacen lo que hacen, y lue­go ocurre algo que nos vuelve locas, que nos pone fuera de noso­tras mismas y de nuevo estamos encerradas como bestias en jau­la en la realidad paralizante del control maoho, de la revancha masculina contra Dios sabe qué, del odio de los hombres contra nuestro ser mismo.

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Podemos saber todo y no imaginar las películas "Pornos". Po­demos saber todo y estar aún chocadas y aterrorizadas cuando un hombre que ha intentado hacer películas "porno", es liberado a pesar de los testimonios de las mujeres detectives que él había querido torturar, matar -y seguramente filmar-o Podemos sa­berlo todo y quedar estupefactas y paralizadas cuando un niño es continuamente violado por su padre o por cualquier otro pariente cercano. Podemos saber todo y quedar reducidas al balbuceo cuan­do una mujer es perseguida porque ella ha intentado abortar con agujas de tejer, o cuando una mujer es encarcelada por haber ma­tado a un hombre que la había violado o torturado, o mientras la violaba y la torturaba. Podemos saber todo y querer al mismo tiem­po mata.r y estar muertas cuando vemos en la carátula de una re­vista la foto gloriosa de una mujer destrozada por una máquina de moler. Podemos saber todo y no creer profundamente que la violencia personal, social y culturalmente aproba.da contra las mu­jeres, es ilimitada, imprevisible, invasora, constante, implacable, bienaventurada y abiertamente sádica. Podemos saberlo todo y ser incapaces de almitir que el sexo y el asesinato están confun­didos en el espíritu de los hombres, de suerte que el uno sin la po­sibilidad del otro es impensable, imposible. Podemos saber todo y negarnos en el fondo a admitir que la aniquilación de las mujeres es la fuente de la significación y de la identidad para los hombres. Podemos saber todo y querer desesperadamente no saber nada, porque hacer frente a eso que sabemos, es preguntarse si la vida vale la pena de ser vivida.

Los pornógrafos, modernos y antiguos, del visual y del escri­to, vulgares y aristócratas, adelantan una proposición sempiterna: el placer erótico de los hombres deriva y depende de la destruc­ción salvaje de las mujeres. El pornógrafo más distinguido del mundo, el Marqués de Sade (nombrado el divino Marqués por los hombres eruditos) ha escrito en uno de sus grandes momentos de encierro y civismo "no hay una mujer en el mundo que no hubie­ra tenido razón de quej arse de mis servicios si yo hubiera tenido la certeza de poderla matar luego". La erotización del asesinato es la esencia de la pornografía como es la esencia de la vida. El ver­dugo puede ser un policía que arranca las uñas de su víctima en una celda en la prisión, o bien, un hombre dicho normal intentan­do "violar" a muerte a su mujer. El hecho es que el proceso de asesinato -y el acto de violar o de golpear a las mujeres son eta­pas en ese proceso -constituye para los hombres el acto sexual fun­damental en la realidad y/ o en lo imaginario. Las mujeres en tan­to olas·e deben permanacer sometidas, sujetas .a la voluntad se­xual de los hombres, porque la certeza de un rlerecho de muerte imperial --que ese derecho sea enteramente o parcialmente ejerci­do- es necesario para alimentar los apetitos y los comportamien-

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tos sexuales. Sin las mujeres como víctimas verdaderas o poten­ciales, los hombres devienen, como lo dice la jerga higiénica con­temporánea "sexualmente disfuncionales". Es la misma motivación la que opera en los homosexuales m aoho s , cuando la fuerza y/o la convención designa a algunos hombres como hembras o femini­zados. La proliferación del cuero y de las cadenas en los homose­xuales machos, así como la nueva moda que consiste, para los pe­derastas llamados radicales, en defender los circuitos de prostitu­ción de los jóvenes, testimonian la permanencia de la compulsión masculina de dominar y de destruir que está en el origen del pla­cer sexual de los ,hombres.

La cosa más atroz en la pornografía es que ella dice la ver­dad machista. Lo más insidioso en la pornografía es que ella dice la verdad machista como si fuera la verdad universal. Esas imá­genes de mujeres encadenadas y torturadas son consideradas co­mo representantes de nuestras aspiraciones eróticas más profun­das. Y algunas de nosotras lo creen, ¿ no es cierto? La cosa más importante en la pornografía es que los valores que se encuentran allí son los valores comunes a los hombres. Tal es el hecho crucial que los hombres de derecha y los hombres de i:oquierda (de modo diferente a su manera, pero reforzándola mutuamente), quisieran esconder a las mujeres. Los hombres de dereoha quisieran esconder la pornografía, los hombres de izquierda quisieran esconder su significación. Todos desean tener acceso a ella para encontrar allí coraje y energía. La derecha quisiera acceder en privado, la iz­quierda quisiera acceder públicamente. Pero que veamos o no esta pornografía, los valores que ella expresa son los valores ex­presados a través de los actos de violación y golpizas a las mu­jeres, a través del sistema jurídico, de la religión, el arte y la literatura, a través de las discriminaciones económicas ejercidas sistemáticamente contra las mujeres, a través de las academias mo­ribundas, por los hombres prudentes, simpáticos y claros en todos los dominios. La pornografía no es un género de expresión se­parado y diferente de la vida, es un género que se armoniza per­fectamente con la cultura, sea cual sea, que la alimenta, legal o ilegalmente. Y en los dos casos la por:nografía sirve para perpe­tuar la supremacía de los hombres y los crímenes de violencia contra las mujeres, a explotarlas y a herirlas. La pornografía existe porque los hombres desprecian a las mujeres, y los hom­bres desprecian a las mujeres en parte porque existe la pornogra­fía.

A mí, la pornografía me ha deshecho como hasta ahora la vida jamás lo había hecho. Sean cuales sean las luchas y las di­ficultades que he debido afrontar, siempre he querido encontrar el medio de continuar, aún sin saber cómo hacer para VIVIr

un día más, aprender alguna cosa, dar un paseo, leer un libro,

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escribir un párrafo, ver a un amigo, amar una vez más. Cuando leo o veo pornografía, quisiera que todo se suspendiera. ¿ Por qué me digo, por qué son ellos tan crueles y por qué se enorgullecen tanto de serlo? Algunas veces hay un detalle que me vuelve loca. Existen una serie de fotos: una mujer corta sus senos con un cuchillo, su cuerpo está bañado en su sangre y tiene una espada metida en su vagina. Y ella sonríe. Y es esta sonrisa la que me vuelve loca. Hay una carátula de un disco exhibido en un alma­cén: la imagen sobre la carátula muestra de perfil los muslos de una mujer. Su entrepierna es sugerida porque nosotras sabemos que allí está. Ella no es mostrada. El título del disco es "viólame a muerte". Y es el empleo de la primera persona lo que me vuel­ve loca. "Viólame a muerte". La arrogancia. La sangre fría. Y eso cómo puede continuar, cómo en lo absurdo, en la brutalidad, ,

en- la estupidez. Día tras día, año tras año, estas imágenes y estas ideas son vertidas, empacadas, vendidas, compradas, promovidas, y eso dura, eso dura y nadie les pone fin y nuestros pequeños amigos intelectuales las defienden y los elegantes abogados radi­cales pelean en su favor, y los hombres de todas las clases no quieren y no pueden vivir sin eso. Y la vida que significa todo para mí, ya no significa nada, porque estas celebraciones de la crueldad destruyen hasta mi capacidad de sentir, de amar y de es­perar. Más que todo, detesto los por:nógrafos por haberme priva­do de la esperanza.

La violencia psíquica de la pornografía, ella sola, es insopor­table. Ella golpea a cualquiera, reduciendo la sensibilidad a un ardor, anonadando el corazón. Una se queda paralizada, todo se detiene y mira los libros o la pantalla y sabe: esto es lo que quie-

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ren los hombres, lo que los hombres han tenido y a lo que no renun­ciarán. Como lo ha hecho notar la feminista lesbiana Karla J ay en un artículo titulado: "La Hierba, el porno y la política del de­seo", los hombres renunciarán a las uvas, a la lechuga, al jugo de naranja, al vino y al atún, pero no renunciarán a la pornogra­fía. Y sí: se tienen deseos de arrancársela, de quemarla, de rom­perla, de hacerla estallar, de demoler sus cines y sus casas edi­toriales. Podemos hacer parte de un movimiento revolucionario, o podemos hacer su duelo. Quidás yo he encontrado la verdadera fuente de mi duelo: No hemos devenido aún un movimiento re­volucionario.

Esta tarde, vamos a caminar todas j untas para tomarnos la noche como las mujeres lo han hecho en todas las ciudades del mundo, porque en todo el sentido de la palabra, ninguna de no­sotras puede caminar sola. La mujer que camina sola es un ob­jeto. Toda mujer que camina sola es perseguida, acosada, golpea­da más y más por una violencia psíquica o física. Y solamente caminando en grupo podemos caminar con el mínimo de seguri­dad, el mínimo de dignidad, el mínimo de libertad. Esta tarde, ca­minando juntas, proclamaremos a los violadores, a los pornógra­fos y a los hombres que golpean a sus mujeres, que sus días están contados y que nuestra hora ha llegado. Y mañana, ¿ qué hare­mos mañana? Porque, hermanas, la verdad es que será necesa­rio tomarse la noche todas las noches, sino la noche no nos per­tenecerá jamás. Y una vez que hayamos conquistado la noche, se­rá ir a la luz, tomar el día y hacerlo nuestro. Esta es nuestra elec­ción y nuestra necesidad. Esta elección, esta necesidad son revo­lucionarias. Para nosotras las dos deben ser inseparables, como nosotras debemos ser inseparables en nuestra lucha por la liber­tad. Muchas de nosotras hemos hecho ya mucho camino --cami­no duro y de coraje- pero no hemos ido bastante lejos. Esta tarde, en cada respiración, en cada paso, debemos comprometer­nos a ir hasta el fin, para transformar este mundo-prisión, este mundo-tumba en el cual vivimos, en un mundo de goce al cual tenemos derecho. Esto es lo que nos es necesario hacer y lo que haremos, por nosotras mismas y por todas las muj eres muertas y vivientes.

Andrea Dworkiln. Tomado de la r,evista "Sorciéres"

Traducido por Marta Cecilia V élez S.

1. George Bataille : El Erotismo, Ed. de Minuit, París, 1957, p. 23.

2 . Ibid., p . 24.

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La visita

Flora Al/aro

No fue fácil volverle a ver. Hablabas mucho, sin pausa, sin darte tiempo para regular tu respiración. Un borbotón de pala­bras fluía atropelladamente forma,ndo nudos de sonidos que a su vez construían extrañas geografías auditivas, cadencias volcáni­cas de cráteres y estallidos, lavas y fluídos calientes. El ritmo loco de tus palabras en estampida me recordaba extrañas lenguas, so­nido de pájaros de remotos países. Tus gestos, antes pausados y casi inexpresivos, parecían adquirir ahora raras contracciones pasando de un brusco ademán a otro aún más insólito. Aquellos inesperados malabarismos que hacían saltar un brazo allá, una mano acá, la cabeza arriba, los ojos abajo, me sumían en una distante fascinación y no dejaba de pensar que eras una muñeca mecánica que no lograba la armonía buscada. Estabas bella en tu frenesí. Tu casa, de amplios espacios y grandes paredes blan­cas, desnuda, luminosa, la ador,nabas con pocos objetos, lisos, geométricos, sencillos, muebles livianos y claros. Este espacio era el escenario que habías creado para moverte en libertad, pe­ro era tu cárcel y lo sabías; lo poblabas de palabras e historias. Tu maternidad nueva era una aventura que describías deshilva­nadamente sin ocultar tu asombro y tu risa.

Tus palabras incesantes caían una y otra vez en mi silen­cio obstinado, creando una musicalidad rara de tonos disarmó­nicos que me recordaban cascabeles y panderetas. Hablabas sin cesar y yo te escuchaba anclada a otra región, a otro país. N o podía alcanzarte en tu infinito presente, en el inmenso espacio del que eras dueña. Te movías magníficamente, todo lo domina­bas, lo gobernabas con tu risa y tus palabras sin asomo de duda o de tormento.

E.I bebé gemía, despierto, en la otra habitación y tú distin­guías sus balbuceos a distancia. "Aún en los sueños estamos uni­dos" me decías, y yo sabia que era cierto. "El sueño de nodri­za", pensaba sin decírtelo. El bebé gemía y daba rollos en la

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gran cama en donde lo habías acostado, tú lO' oías, yo no. Pa­ra mí sus balbuceos no eran nada diferente al sonido gutural de las palomas, al golpeteo de las grandes hojas de las palme­ras, al chasquido de los remoli,nos de papeles en el pavimento. Yo percibía todos esos sonidO's diferenciados y descO'nocía el úni­co que tu oías y que hacía parte de tu risa.

De tanto en tanto, entre tus relatos, como si de pronto re­cordaras que yo estaba allí, a tu lado, escuchándO'te, pregunta­bas "¿ cómo va tu vida '!" . Pero no esperabas mi respuesta y re­comenzabas otras historias, fragmentos de a,nécdotas o sO'ltabas Wla risa cual racimo de frutas desatado. "Cuéntame de tu vida", volvías a decirme. Entonces callabas, agotada quizás de hablar. Callabas y yo sentía que esta vez acasO' esperarías mi respuesta y debía llenar el silencio que me ofrecías.

Y o nO' sabía qué responderte, si mi vida era un escenario envejecidO' con sus cortinas roídas, en donde ya no se presenta­ba, desde hacía mucho tiempo, ninguna función. Sentía que no tenía nada nuevo que contar y la sensación de estar relatando historias que ya sabías me suscitaba una secreta vergüenza. Mis historias siempre envejecidas, prestadas de antiguas aventuras me producian largas horas de recuerdos, trance en el que gene­ralmente entraba al iniciar un largo viaje, al caminar pO'r las noches.

, ",

Ante una pregunta sobre mi vida yo intentaría responder­te, "¿recuerdas el día en que rO'dábamos por las colinas y tu vesti­do se pegaba y montaba a tu cuerpo y sólo eras un rollito de piernas y calzO'nes loma abajo?". No, no era posible tal respues­ta. Sinembargo, tú no te habrías molestado, ni siquiera sorpren­dido, quizás no lo habrías escuchado. Esa eta una lengua que tú no hablabas, los signos del pasado ya habían desaparecidO'.

Tu presente me sobrepasaba, me ahogaba. TodO' era realidoo. en tu vida, el espacio que estallaba de luz, los' objetos transpa­rentes, el paisaje que veíamos a través de las ventanas, el bebé que balbuceaba, tu cuerpo firme de fuertes carnes, la fO'rma en que te movías, cómO' ibas de un lugar a O'tro. Podías caminar, atravesar la sala sin producir ningún sonido y yo te observaba pensando cómo vivías en el presente, sin esforzarte, cruzándolo, fragmentándO'lo sin producir el más pequeño ruido.

Te levantaste. Caminabas lentamente, parecía que desafiabas la gravedad y yo miraba tus pies pensando si acaso tocarían el suelO'; sentía que no tenías peso, que hacías parte del aire, de la atmósfera y de todo cuanto te rodeaba. Diste varias vueltas por la habitación mimetizándote con los objetO's, sin dejar huellas tras de tí. Preguntaste de nuevO' "¿cómo estás?". O acaso nunca lO' hicis­te. Talvez era mi propia voz la que oía; quizás la pregunta conti-

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nuaba golpeándose en mi mente, en ecos interminables, cual ondas atrapadas en un laberinto. Yo no tenía respuestas de cuatro pala­bras firmes, de contornos claros y definidos. Mi vida era toda ella retazos mal hilados, prestados a un pasado invasor que todo lo tiznaba y a un presente difuso que apenas balbuceaba. Mis res­puestas aún permanecían atadas a unas montañas de picos que­bradizos, ásperas y azules, a un valle infinito, a un generoso río y a un sol despiadado.

Ambas estábamos allí, hundidas en un gran sofá blanco y mu­llido. Hablando, callando, escuchando, huyendo. Todo en un ritmo apasionado de compases lentos y frenéticos. Allí permanecimos lar­gas horas hasta que las montañas azules fueron borrándose, con­fundiéndose con el firmamento negro que las devoraba. Encendis­te las lámparas de la habitación y ésta volvió a ser la misma de la tarde, luminosas las blancas paredes, los espacios amplios. Tu cuerpo, grande y fuerte tenía la luz de todos los objetos que te rodeaban.

"Tengo miedo", dijiste como en un susurro, casi como si otra voz hablara a través de tí. Tu rostro hacía parte ahora de las som­bras que dibujaban los objetos de la habitación. La luminosidad de la sala me pareció entonces insoportable y las sombras reteñidas hacían un contraste violento. Tu rostro ocupaba todo el espacio y una extraña penumbra en tus ojos ensombrecía los objetos que mi­rabas. Yo intenté apagar una de las lámparas y dijiste con un ges­to: "No cambiarás nada". Supe que era cierto.

Ahora reías de otra forma. Tu risa era ronca y hueca. Me recordó otra risa que no era la tuya. "Risa de Campana Mayor", pensé. Tu risa solemne y grave me recordó tu última frase ya dis­puesta a ser olvidada por mi memoria. "Tengo miedo es una frase del presente, lo abarca todo, engulle el universo, nada se escapa", pensé. Te levantaste para ver al bebé que dormía plácidamente. Te equivocaste, tu escucha de nodriza falló, confundiste los sonidos, escuchaste tu propio lamento. Te hundiste de nuevo en el sofá jun­to a mí; te sentí cerca y lejana, pero menos distante que antes, cuando hablabas sin pausa lenguas de remotos países.

La habitación parecía cambiar de dimensiones, adquirir pro­porciones gigantescas, sumirse en la penumbra, brillar hasta herir los ojos, transformarse en un sofocante cuartito. El espacio ya no era controlable y los objetos tenían vida propia.

Alhora no escuchábamos más al bebé, sentía que ambas nos habíamos separado del mundo, de la casa clara de muebles livia­nos, del parque y de las montañas lejanas, crispadas y azules, del valle y sus árboles reventados de chicharras, de las ventanas gran­des y del bebé en su ancha cama.

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Victoria y yo estábamos solas una frente a la otra mirándonos a los ojos vacíos, oscuros, solitarios. Cada mirada se sumergía en la otra, rebujando pasados, objetos vacíos, postales, cartas incon­clusas, notas y admiraciones, rayas y comentarios a pie de pági­na en las novelas que leíamos en nuestra adolescencia. Nos mirá­bamos sin mirarnos, yendo más allá del presente, tropezando con nuestros pasados atestados de recuerdos - objetos que íbamos des~ cal'tando, observando con indiferencia o nostalgia, acariciando una idea aquí, un sueño allá, sonriendo con condescendencia. Victoria se levantó bruscamente del sofá y la observé desde mi posición acurru­cada y vulnerable, la vi más grande, de talla gigantesca, como una Alicia Alucinada. "¿ Para qué buscamos más allá?", dijo. Confusa, no supé qué responder; ¿ era aquello acaso una pregunta, una frase dirigida a al'guien, o acaso hablaba conmigo?

"Siéntate de nuevo", le dije casi suplicante. "Tengo frío". "E.stamos solas". "Sí, solas acompañadas de nosotras". "La habitación no es la misma de antes. Nada es lo mismo

de antes y sinembargo todo es igual".

Tu intentaste -¿o alguna fuerza se apoderó de tí?- retomar el ritmo de tu discurso veloz y frenético, pero tus ojos y manos no respondieron, el cansancio congeló tu voz y dijiste "tengo miedo".

Ahora, cuando pienso en tí, cuando quiero tomar el teléfono y hablar contigo, imaginándote en aquella ciudad de sol y árboles reventados de chicharras, creo que siempre imaginé que decías "tengo miedo".

Si tomo el teléfono y marco los ocho números lentamente, me parece oir tu voz de cascabeles y tu risa. Me contarías muchas his­torias en pocos minutos y las dejarías fácilmente inconclusas, pa­ra comenzar otras nuevas; yo pensaría que jamás llegarías a abu­rrirme y que el mundo te pertenece.

Mientras cuelgo el auricular, levanto lentamente la mirada hasta encontrar frente a mí, mi propia mirada severa reflejada en la ventana de mi habitación oscura. Otras, muchas imágenes, se reproducen en los ventanales de las celosías y mis movimientos son repetidos simultáneamente. Permanezco quieta, como para sor­prender la vida independiente que pudiesen tener aquellas imáge­nes. Permanezco allí, inmóvil largo rato, como en un letargo beatí­fico y secretamente ansioso. No dejo de mirar mis propias imáge­nes sombrías y bellas y pienso que hoy, despojada de presente, sin nostalgias del pasado, busco a tientas un futuro inexistente.

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La autoconciencia:

una experiencia e.ntre . mUIeres

Esta charla no aparece en mi vida gratuitamente; es un re­sultado y al mismo tiempo un impulso al interior de un proceso ha­ce años comenzado: el proceso de ser mujer, de convertirme en aquello que ya siendo no ha podido ser asumido, expresado, vivido. y es por esto que he querido detenerme en lo que ser mujer ha im­plicado para mí y para muchas de ustedes acá presentes, quienes de diversas formas me han acompañado en esta búsqueda y me han tomado de la mano para mostrarme sendas por las cuales es posible transitar hacia aquello que somos.

Estas palabras que hoy toman cuerpo en mí, han partido de nuestras historias, de los innumerables desgarramientos que he­mos compartido y de la profunda soledad que aún nos separa y ca.­racteriza. Por esta razón, dedico esta charla a las mujeres, como agradecimiento a lo que me han enseñado, dado, animado e impul­sado.

Aunque esta búsqueda de ser mujer lleva años y el pensamiento ha logrado comprender muchas de las razones por las cuales esto parece tan desconocido y doloroso, cuando recibí la carta de invi­tación a este ciclo, no pude e.Scapar a la sensación de temor, ese t~mor frío que nos invade visceralmente y que asciende y desciende 'POI" nuestro cuerpo; y aún a-hora, al estar frente a ustedes siento 1:Itre esa sensación no ha desaparecido y me temo que aún caminaré durante un largo trecho con ella a cuestas.

y una de las cosas que he tenido que asumir con relación a lo que de nuestra historia de mujer he comprendido, ha sido esta charla que hoy intento compartir con ustedes. Nos hemos acostum­brado a guardar silencio, a callar y a aceptar, y cuando comenza­mos a hablar, nuestros discursos surgen contaminados, palabras que se lleva el viento y que poco o nada nos comprometen. Hace al-

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gunos meses decía en una charla, que las mujeres no podíamos ha­blar sino a la manera solitaria del chisme o las tímidas conversa­ciones entre pocas personas. Reclamaba la discusión, el debate y la expresión pública. Pues bien, me llegó esta invitación y yo, llena de temor y ansiedad, sentía que no podía negarme. Debía asumir mis palabras, abandonar la queja y comenzar a actuar poco a po­co, a asumirme a mí misma en lo que sentía y pensaba. Y he de decir que ésta es la parte más dolorosa en la búsqueda de ser mu­jer.

Dentro de este proceso ha habido un primer momento que llamaré de toma de conciencia donde se ha intentado hacer el aná­lisis y la reconstrucción de la historia a partir de los roles que he­mos asumido, las tareas que considerábamos nuestras y el lugar que hemos ocupado en la sociedad que nos ha tocado vivir. Pero en este primer momento nuestra historia personal, aquella teñida por nuestras singularidades, quedaba excluída de la conciencia política y social que íbamos adquiriendo.

Descubrimos sin embargo las formas más aberrantes de la alie­nación, encontrando que las mujeres habíamos permanecido al mar. gen de la historia y de la cultura, vacías de ser y proyectos pro­pios, carentes de palabras y con un cuerpo manipulado y someti­do al deseo de los otros. Extrañas para nosotras mismas, hemos sido terreno baldío, cuerpo de invasión y vida entregada a ideales. que nunca han sido nuestros. Todo esto lo hemos denunciado y se­guiremos denunciándolo allí donde esa alienación se ejerza ya sea a nombre de la naturaleza, la ciencia o el sentido común.

y este primer momento --que aún no termina si tenemos en cuenta que la toma de conciencia surge desde la cotidianidad, en cada actitud que observamos-, es también el momento de nuestro compromiso. La crítica asumida no sólo con las pa;labras, sino con la vida, en ese arduo enfrentarnos con una sociedad y una cultura que se preserva a pesar de todas las fuerzas tendientes ~ cambiar­las. Y he de decirlo de una vez: todo está hecho para que las muje­res no logremos encontrar nuestro ser, asumir nuestro cuerpo y to­mar nuestras propias decisiones. Este es el muro con el cua;l nos tropezamos para lograr hacer de la crítica algo constructivo y creador; muro que podrá ser descrito como cultura, pero' que puede señalarse en la familia, la religión, la educación, el amor, el traba­jo, las relaciones sociales y en general en todas las actitudes que en esta cultura nos ha tocado asumir.

Si bien ese primer momento de, toma de conciencia donde nos descubríamos como personas cuya existencia y modos de ser esta­ban por fuera de nosotras mismas, fue y continúa siendo doloro­so, la imperiosa necesidad de asumir estas críticas y romper la com­pulsión de la cultura a calcarnos desde la alienación y el someti-

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miento, es aún más dolorosa y a veces desalentadora. Es allí don­de nos encontramos la mayoría de las veces en medio de la soledad, y donde los temores a ser incapaces de cambiar tienden a parali­zarnos, a hacernos retroceder y a conciliar con cosas que sólo nos hace-n daño a nosotras mismas.

Uno de los elementos fundamentales a partir del cual se ha desarrollado esta toma de conciencia ha sido el cuerpo, puesto que lo hemos comprendido como el lugar fenoménico de la afectividad, las fantasías, la sexualidad y la creación. Han sido las reflexiones sobre el cuerpo las que nos han permitido tomar conciencia de la utilización que se ha hecho de nosotras como objetos de goce y encierro. Alejadas de nuestro cuerpo, hemos estado fisuradas en nosotras mismas. Basta solamente con indagar un poco acerca de cómo vivimos las manifestaciones de nuestro cuerpo, cómo fueron las primeras experiencias sexuales, cómo fue vivido el cambio en­tre esa infancia alegre y un poco libre y las tiesas medias veladas, los zapatos de tacón y los vestidos almidonados, para que las mu­jeres descubramos el profundo recelo que guardamos frente a nues­tro cuerpo, recelo que se acrecienta al observar que la cultura nos ha querido obligar a asumir una sexualidad reducida a la repro­ducción para imposibilitamos el goce y la decisión sobre nuestro cuerpo. De esta forma, aún con la vagina llena de espermaticidas y aparatos, nuestro goce ha sucumbido al temor del embarazo o a los innumerables embarazos -Indeseados que históricamente han mantenido a la mujer por fuera de la cultura e imposibilitada frente a la creación, a la decisión sobre su cuerpo y a su goce.

y en este preguntarnos por nuestro cuerpo las mujeres he­mos encontrado que tampoco tenemos el lenguaje. Separadas de nuestra corporeidad, moramos un lenguaje que no puede nombrar­nos en la medida en que éste sólo es expresión de esa fisura y alie­nación. De esta forma nuestras expresiones niegan y marcan más aún esa fragmentación que portamos en nosotras mismas. Negan­do los femeninos que nos dan existencia en la palabra, las muje­res nos hemos asumido como "nosotros", como "uno" y vamos ha­blando a la manera masculina, según la óptica de comprensión del mundo de los varones. Pero esto también nos ha puesto a pensar acerca del sexismo en el lenguaje, denunciándolo como portador de la segregación y el desprecio que un mundo machista siente por la mujer.

Serían innumerables Jos ejemplos, pero sólo expondré dos que vienen de la expresión común de la gente y que muestran clara­mente lo que acabo de decirles: Piénsese en la frase "ese hombre eR un perro" y contrapónganle la misma frase en f~enino: "esa mujer es una perra" y observarán que la connotación es abierta­mente otra , además de tener un profundo sentido sexual. Veamos

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esta otra frase: "ese hombre es un vagabundo" y "esa mujer es una vagabunda". N os encontramos nuevamente con una connota­ción sexual y peyorativa.

Así pues, en este primer momento ha sido posible encontrar nuestra alienación, dar algunas explicaciones sociales acerca del porqué de esto y tener una mirada más clara y analítica acerca del cómo hemos estado en la historia y en la cultura en general. Pero descubrir nuestra alienación a nivel del cuerpo, de la palabra, de la historia, de la creación, del trabajo, de las decisiones más im­portantes con relación a nosotras mismas, no ha sido garantía pa­ra una liberación, no sólo de todas las mujeres, sino de la vida per­sonal de cada una en particular.

Pasado un poco el dolor y el desgarramiento, la ira y el pro­fundo sentimiento de desespero que este primer momento nos pro­dujo y aún produce, ha sido necesario preguntarnos acerca de có­mo asumir todo esto y comenzar a introducir los cambios neces~ rios. Iniciamos intentando cambios en el exterior --cambios que considero importantes, pero que sin una profunda transformación a nivel personal, se quedaban como meras reivindicaciones que fá­cilmente eran recuperadas y neutralizadas por la cultura machis­ta y la sociedad capitalista. Así, las mujeres comenzamos a luchar por el derecho al trabajo, por la ley del aborto, por anticoncepti­vos más seguros etc., pero no veíamos que éstos eran logros que iban asfixiándonos cada vez más. El trabajo se duplicaba pues era necesario continuar con las tareas del hogar. Una ley del abor­to y peticiones de anticonceptivos más confiables continuaban man­teniendo una sexualidad reproductiva, haciéndonos correr además riesgos con relación a nuestra salud. Desde el punto de vista de la participación en el proceso social, las mujeres comenzamos a ser más activas, pero continuábamos siendo marginadas en los parti­dos cumpliendo papeles de segunda y fisuradas en tanto se hace allí la diferencia entre ser mujer y miUtante.

Pero todo esto que veíamos y denunciábamos no lográbamos transformarlo realmente. Nuestra 'historia personal se desarrollaba más o menos al margen de estas denuncias, permaneciendo enton­ces como exterioridades que no asumíamos en nuestra existencia. Poco a poco fuimos viendo la necesidad de pensar en cada una de nosotras, en las razones por las cuales no lográbamos transformar la vida a pesar de tener más o menos claros los nudos que forma­ban nuestra alienación.

En esta búsqueda, un grupo de mujeres decidimos reunirnos para hablar acerca de nuestras vivencias personales. Se trataba de un intento de comprensión de nuestra vida a partir de la con­ciencia que habíamos adquirido en ese p'rimer momento, y buscar en nosotras mismas las razones por las cuales nos era tan difícil

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cambiar esa situación desde nuestras vivencias cotidianas, superar la fisura al interior nuestro y sentirnos más cercan3¡S Y solidarias entre nosotras.

y esto nos puso en camino hacia la Autoconciencia. Ninguna de nosotras sabía cómo realizarla, no conocíamos a ningún grupo que tuviera esta experiencia y tampoco teníamos claridad sobre los métodos a seguir. Pero aunque carecíamos de la claridad teÓri. ca o de la información acerca del desarrollo de estos grupos en otros países, cada una tenía -en mayor o menor medida- con· ciencia de los problemas que nos impedían lograr 10 que quería­mos. Conocíamos -medianamente-- los diferentes acontecimien. tos que nos habían marcado, y sobre todo, nos habíamos detenido a pensar en ·nuestra educación y en nuestro estar en el mundo. Y too do esto fue volviéndose el material mismo de la autoconciencia. Es­perábamos que a través de ésta fuera posible ese enlazamiento en­tre 10 personal y 10 colectivo, entre 10 político y lo que a nivel de nuestra singularidad se manifiesta.

Decidimos pues, partir de nosotras mismas, de nuestras in­quietudes y temores, de nuestras imposibilidades y sueños, de aquello que por personal y privado se llevaba como dura carga so­portada silenciosamente en medio de las noches y las angustias so­litarias.

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Romper oota especie de doble vida, hacer estallar el dique que separaba lo colectivo de lo personal y privado corno dos historias que nada tienen que ver la una con la otra, donde una era piel destrozada, silencio aniquilante y paralizador y la otra, máscara de espuma que asimila todos los roles que la sociedad nos impone, se convirtió en uno de nuestros objetivos más importantes.

Fue duro comenzar. Al inicio, la frase que cada una de no­sotras se decía a sí misma: "esto no tiene importancia", se con­vertía en el filtro de cuanto intentábamos hacer. En las reuniones reinaba el silencio o la anécdota vacía de todo contenido afectivo. Asistíamos a la puesta en escena de cuanto acontecía en nuestras relaciones sociales, el trabajo y el estudio. Pero, ¿y lo que a niveles más profundos sentíamos? ¿ Y lo que anécdotas jocosas o más o menos traumáticas nos habían marcado? Nada aHí era fácil. La separación entre lo que se siente y lo que se dice, entre lo personal y nuestra postura social, iba apareciendo corno una pared de plomo dura de cincelar y oscura en la posibilidad de vislumbrar lo que tras ella se escondía.

Decidirnos pues comenzar a pensar en el porqué de esta imposi. bilidad. ¿Por qué aquello que nos comunicábamos lo considerába. mos importante y cuál era la razón para callarnos tantas cosas que en verdad podían ser la causa que nos impedía actuar los cam· bios en lo sociall? ¿ Cómo nos asumíamos frente a las otras muje­res del grupo y sobre todo, cuáles eran los parámetros que discer. nían entre lo narrado y lo callado? ¿ Por qué razón no lográbamos hablar de nosotra~ mismas- sino escudándonos en un lenguaje inde­finido y amorfo corno: "se dice", "se piensa", 1 "los hom­bres ... ", "las mujeres ... " ¿ De dónde y por qué la imposibilidad de asumir nuestro pronombre e imprimir de personal -yo siento, yo pienso- cuanto hablábamos y sentíamos?

y entonces comenzarnos a tener claro ese mundo de las leyes y las falsas posturas, ese mundo de lo social que nos alejaba de nosotras mismas, de nuestras exper.iencias y vivencias. Nos descu­brirnos corno seres divididos y fisurados que escasamente y sólo desde lo racional o 'colectivo nos permitiamos asumir nuestro pro­nombre y una identidad que venía más de afuera que de nosotras mismas.

Nunca, aunque parezca extraño, habíamos hablado de noso­tras mismas, nunca habíamos pensado que aquellas imposibilida­des, temores o deseos fueran vividos por las mujeres en general. Al contrario, todo lo que asumíamos silenciosamente cada una de nosotras lo considerábamos del lado de las vergüenzas o de las en­fermedades -neurosis, psicosis-- patologías de las cuales nos cul­pábamos a nosotras mismas en mayor o menor medida.

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P€ro poco a poco, sintiendo todo el temor a hablar y a poner ante nosotras las imposibilidades, fuimos comprendiendo €n nues­tra historia -la Historia- que cuanto nos avergonzaba y vivía­mos como enfermedad y patología era el resultado de una enfer­medad social cuyo principal blanco era aislarnos e imposibilitarnos comprend€r estas vivencias como historia común de las mujeres, y como el resultado de una violencia social, cultural y sexual que nos había usurpado el ser.

P€ro paralela a esta conci€ncia, miles de temores y fantasmas surgían desde lo más profundo de mí misma: Por un lado superar esa mirada racional que por mi propia formación había adquirido y que escamoteaba cuanto de afectivo pudieran tener mis palabras. Lo que quiero decir es qU€ en mí se imponía y aún se impone en menor m€dida la Razón sobre cuanto hablaba. Esta me impedía de­jar vislumbrar lo emocional que cada acontecimiento había des­pertado en mí, y al mismo tiempo, sentía cómo esa razón lógica y rigurosa impedía apod€rarme de mi historia. Por otro lado, estar entre mujeres cuya historia me era en gran medida común, des­pertaba en mí el temor de encontrarme ant€ emociones y sentimien­tos q:ue había tratado de callar y esconder durante mucho tiempo.

gl silencio convertido en r€sguardo y protección no fue posi. ble de ser mantenido, y las palabras nos ponían en evidencia ante nosotras mismas y ante las otras mujeres, comenzando entonces a exter,iorizar lo que durante todo el tiempo soportábamos en sole­dad. Las defensas fueron cediendo lentamente y en su lugar, sur­gía nuestro verdadero rostro.

Recuerdo que antes de hacer autoconci€ncia habíamos coinci­dido en algunas reuniones donde intentábamos ~fallidamente­pensarnos. y digo fallidamente puesto que ignorando las historias personales ·nos proyectábamos hacia afuera con la secreta esperan­za que era de allí de donde debía venir el cambio, sin tener en cuenta que sólo desde una comprensión crítica de lo vivido, de la incidencia de lo cultural en nosotras, sería posible proyectarse un cambio en la estructura familiar, en las relaciones amorosas, las amistades, el trabajo, la creación etc. De esta manera nuestros discursos con relación a la sexualidad, al poder, a la cotidianidad, permanecían externos a nosotras en cuanto no lográbamos pensar­los y pensarnos en estrecha relación y modificación. Igualmente, en aquellas superficies pintadas, los gritos en las calles y en esas tardes de deliciosa concurrencia, nosotras mismas permanecíamos intocadas, abocadas al silencio acerca de quiénes éramos y cómo encarnábamos aquellos discursos. Y debo decir así mismo, que no me opongo a las manifestaciones públicas que denuncien nuestra situación, me opongo a que ello se haga por fuera de 'Un trabajo

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persmuLl, de una verdmZlff'a ,crítica y tramsformación de QWsotras mismas a nivel de nuestra historia. i~-

Y ese :rostro que nacía de la autoconciencia comenzó a doler-nos. La imagen que de nosotras iba surgiendo nos aterrorizaba y nos invitaba nuevamente a las fáciles posturas que el mundo noS está ofreciendo constantemente. Ibamos descubriendo lo extrañas que éramos para nosotras mismas y el dolor ante los cambios que debíamos asumir. Poco a poco descubrimos que las palabras nos fragmentaban y separaban de nosotras, que este esfuerzo perma­necía en muohos de sus aspectos una vacía copia de aquello que rechazábamos en lo social. En estos intentos por enunciar nuestra situación, éramos veladas. Las palabras y los pensamientos que nos servían para acercarnos a nosotras mismas, eran como nubes de polvo que nos cubrían y mimetizaban, disfrazándonos, a la ma­nera un poco liberal, pero aceptada por los varones, en las muje­res que ellos, aún con algunos cambios, aceptaban y creaban a su imagen y semejanza.

y a medida que comenzábamos a dejar salir lo callado y vi­vido como vergonzoso y enfermo, íbamos perdiendo la palabra. Era como si hablar de todo esto nos condujera al balbuceo y mu­chas veces a la desesperante ausencia de palabras para narrar sen­saciones y vivencias que aún carecían de lugar en el lenguaje. Pe­ro paralelamente, al lado de este balbuceo, surgía claro y nítido el discurso legislador de la cultura: Teníamos mucha claridad acerca de las prohibiciones y hasta podíamos citar textualmente las órde­nes a nosotras dirigidas. De esta manera, nuestro discurso comen­zó a llenarse de gente; eran los padres, los hermanos, los amigos etc., quienes hablaban en nuestras palabras, quienes actuaban en nuestras acciones, y así, todo aquello que buscábamos exteriorizar comenzó a poblarse de otros, hasta que en aquel cuarto de reunión no cabía nadie más y cada una de nosotras comenzaba a sentir el ahogo.

Ante la pregunta por el sentir y por las vivencias, los ecos de los otros emergían de la memoria para invadir también las res­puestas ¿ Dónde estábamos entonces nosotras? ¿ Dónde nuestra pa­labra y dónde la singularidad de lo vivido? ¿ Acaso no nos era po­sible pensarnos, hablarnos y narrarnos sin la constante presencia del otro amordazando y sentenciando? ¿ Acaso ninguna palabra, ningún recuerdo, ninguna sensación nos pertenecía, a no ser como circularidad, paso obligado por el otro, para que ella tuviera sen­tido?

Las respuestas surgían rápidas y nosotras diluí das en ellas. Pero una y otra vez las preguntas surgían: ¿ Dónde estábamos ca­da una de nosotras? ¿ Qué hacíamos? ¿ Qué temores albergaba­mos? ¿ Qué sueños nos sostenían?

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Pero no podíamos surgir sino cOomOo atrapadas por una extra­ña y complicada trama que nos tejía a otras historias en las cuales sólo éramos puntOo de enlace y dOonde nada de cuanto alguna vez valoramOos parecía tener sentido.

Así, llenas de temor nos encontrábamos en un encrucijada dOonde nOo lOográbamOoS vernos con nitidez, sinOo comOo envueltas pOor la bruma y el descOonocimientOo. La extrañeza de nosotras mismas nOos venía desde un cuerpo expropiado, una sexualidad aprendida comOo destino y sOometimiento, nunca como placer y goce, como li­bertad y escogencia; morábamos un lenguaje que nos exduía como mujeres y vivíamos como travestis, filtrándolo todo a través del modo de enfrentar el mundo -agresión, violencia, exclusión y ex­plotación- de lOos varones. Y al mismo tiempo que descubríamos esto en nuestras vivencias cotidianas, sentíamos que tales interro­gantes nos conducían a ver amenazados los lazos que teníamos con los varones y al mismo tiempo -lógica del patriarcado- la unión con la cultura y nuestro mundo cotidiano.

Teníamos que asumir una nueva política y al mismOo tiempo, el doloroso y arduo enfrentamiento con todo aquello que de la cul­tura habíamos interiorizado, hecho carne y compOortamiento. Era un juego doble, un ir y venir de actitudes nuevas que a menudo nos hacían sentir solas y desesperanzadas. A medida que nos con­quistábamos a nosotras mismas, que dábamos un pasOo adelante por fuera del camino trazado por la cultura patriarcal y recons­truíamos el rostro de la historia con nuestra historia, dábamos al mismo tiempo un paso hechOo de rupturas y dolor que nos guiaba ha­cia nosotras mismas y a la precariedad ante la sensación de que todo debía cambiar. Las diferentes relaciones iban perdiendo su carácter de cOotidianidad amañada y muchas de las personas que nos habían acompañado a lo largo de la vida, fueron tOomando por otro camino. La familia comenzó a desfigurarse en su red tenta­cular y opresora, y la madre, como mujer que nOos había transmi­tido el aprendizaje que ahora queríamos destruir, la vivíamos do­lorosamente hermana, cubierta por la misma historia y los mismos mecanismos opresivOos que nOos asfixian.

Comenzamos a pensar en nuestra madre. en esa mujer de quien aprendimos lo que era ser mujer, a pensar en la relación que con ella habíamos mantenido y en la influencia oue hablamos recibido. Ella era la representante de lo que no queríamos, la mu­;pr OllA había hecho de su sHenciOo la vida, de su negación la coti­dianidad v de la sumisión y sometimiento la unidad de la familia y la posibilidad de vida para otros. Y todo esto se reproducía en las relaciones que habíamos mantenido y en las relaciOones entre nosotras. Algo así como si sólo fuéramos la una para las otras la representante más próxima de su madre: nos amábamOos cuando

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nos protegíamos mutuamente de nosotras mismas. Vivíamos pues situaciones profundas de repetición del rol de la madre acudiendo a disculpar a la otra, o a no permitirle decirse su propia verdad. Pero cuando algo amenazaba esa protección y debíamos asumir so­las nuestra propia vida e intentar ser consecuentes con lo que cada una descubría de sí misma, el odio se hacía presente. Y por otro lado la madre, esa mujer negada, era la representante -doloros.a representante- de la negación de nuestro ser y de nuestra sexua­lidad, puesto que ella nunca había sido la mujer, sino la madre, es decir, la mujer del hombre, para el hombre y por el hombre.

Si bien era cierto que un análisis, acerca de nuestra relación con el padre mostraba claramente nuestra postura en el mundo, postura que cotidianamente asumíamos y podíamos pensar con cierta claridad, la relación con la madre por el contrario, se nos presentaba ambivalente, confusa, nena de temores arcaicos y de sentimientos desconocidos. Sólo, al igual que nosotras, la podía.. mos pensar a través del padre, pero ella como ser y no como apén­dice al igual que nosotras también se nos escapaba junto con la vida. Por esta razón, el discurso sobre la violencia masculina será algo abstracto y parcial, si no pensamos en la violencia interiori­zada, y en esa violencia que vivimos desde la más temprana in­famcia en la relación con una madre negada de atemano en su ser de mujer. Y que sea esta madre negada y violentada en su ser quien nos exteriorice nuestra negación y conduzca a ella -por su misma negación-, es el aspecto más doloroso de nuestra histori~.

Todo 10 anterior me conducía a un bloqueo donde era difícil, si no imposible en un primer momento, establecer una constante entre mi historia personal, lo que en ella sentía, los temores que de ella surgían y el cambio a nivel de las actitudes y del modo de asumir la vida. De esta forma, el planteamiento de la autonomía que se desprendía de la toma de conciencia y de la crítica a la cul­tura y a lo vivido, era en sentido estricto, un horizonte hacia el cual dirigir nuestra vida y desde el cual analizar nuestros actos. Veíamos, por ejemplo, cómo establecíamos relaciones de dependen­cia con nuestros compañeros y amigas; sentíamos la imposibili­dad de enfrentarnos al trabajo de una manera creativa y nos re­fugiábamos en la queja de una rebelión contra lo establecido, sin inventarnos allí, nuevas formas para movernos creativamente.

Pero esto nos llevó aún a un punto más hondo y enraizado: comprendimos las razones por las cuales las mujeres no lográba­mos existir sin relación y referencia al varón. Poco a poco cuanto habíamos hablado, temido, callado, fue armándose como un rom­pecabezas. El desconocimiento, de nosotras mismas, asumir roles externos que sólo nos negaban, una sexu3ilidad obligada y alie­nante, un lenguaje invadido y ocupado por la cultura patriarcal

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y el desempeño en labores que nos eran dictadas desde fuera y asumidas desde la razón --que sólo lo es a la manera masculina-, nos mostraban de qué modo estábamos alienadas, es decir, expro­piadas de nuestra existencia y teniendo . nuestro ser en manos del mundo exterior y en la cultura, una cultura formada únicamente por 10 que el varón ha heoho de ella y en ella: el trabajo, la guerra, la política, la religión, el lenguaje etc., es decir, todas las ei:\truc­turas existentes en las cuales nos hipostasiábamos y mimetizába­mos perdiéndonos a nosotras mismas. Y dar un paso adell;tnte, además del valor y el coraje necesarios, implicaba ser el lugar d~l señalamiento y la marginalidad.

y este análisis histórico que como 10 mostré anteriormente, había partido de la relación hombre-mujer en lo social y cultural, comenzó a tomar formas nuevas, es decir, superó la queja: nuestro cambio personal debía llevar a los varones forzosamente al cam­bio, o simplemente se quedaban rezagados en la alienación que le es propia a quien somete y aliena. Ahora debíamos afrontar esa des­valoración de nosotras mismas que continuaba teniendo lugar· aún sin la presencia de los varones: la depresión, el sentimiento de im­posibilidad, la sensación de rompimiento y fisura y la pérdida de ser que nos venían como herencia de la cultura.

Comenzamos entonces a darnos cuenta de la verdadera di­mensión de nuestra búsqueda. Sentíamos que nuestra alienación, cubierta siempre por lo económico, contenía una profundidad tal que eBa revelaba su verdadero sentido: buscar siempre nuestro ser en un otro que violentamente se ha apoderllido de él. Esto ex­plicaba la razón por la cual cuando hablábamos, cuando intentá­bamos expresar lo que vivíamos y pensar en las razones de nues­tra parálisis, eran siempre los otros, ellos, los que ocupaban nues­tra palabra y nombraban nuestro ser. Descubríamos en cada reu~ nión, que se convertía en cotidianidad en la medida en que ella abarcaba cuanto vivíamos, que éramos seres prácticamente inexis­tentes, diluídas por aquellos que nos habían impedido histórica y personalmente la apropiación de nuestra vida.

Veíamos entonces que las mujeres nos encontrábamos desde el origen sin ningún modo de existencia propio, o como si el único modo de existencia fueran aquellos roles -hija, madre, esposa­que nos niegan precisamente como mujeres. Ser mujer supone te­ner la conciencia. el dominio, el sentido y el valor no sólo de nues­tro cuerpo, sino de la existencia a todos los niveles: Pero nosotras habíamos tenido nuestras primeras experiencias sexuales como al. go frustrante donde nuestro compañero sólo se interesaba por su propio goce y nosotras sólo éramos el instrumento para ello. Y nunca los cuestionamos puesto que desde 'la inf8lncia ·se nos había apartado de nuestro cuerpo, ' prohibido cualquier contacto con él

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y negada toda posibilidad de sentirlo, acariciarlo, aprenderlo, que­riendo esto decir que nuestro cuerpo era algo para otro, de otro y no para nuestro goce y deleite. Con una madre cubierta de gasas corno una momia y las prohibiciones de la masturbación rodeadas de tabúes y magia, pel'dimos nuestro cuerpo y fuimos lanzadas al vacío e imposibilidad de identidad.

Pero nuevamente la pregunta se dirigía al cambio: ¿ Cómo en­frentar 10 que era nuestra historia, los sentimientos aprendidos, la violencia interiorizada, de una manera creativa y revoluciona­ria? ¿ Cómo acabar con los celos, las dependencias Y el capitalis­mo en el amor? ¿ Cómo destruir la pareja que .nos aisla y somete, la familia que perpetúa esta situación y enfrentarnos al otro corno un ser a quien no le podernos dar todo como si fuésemos sus pro­genitoras?

La pregunta nos conducía en últimas a enfrentar la vida co­mo mujeres, es decir, construyéndonos cotidianamente y en lucha continua con una sociedad y una cultura que nos quiere vaciar constantemente de ser, negarnos para alimentarse de nosotras; para una cultura que nos quiere eternos senos o vaginas -madres o prostitutas-, objetos de reproducción y alimento sexual, amo­roso, vital, afectivo, pero nada para nosotras mismas.

y entonces poco a poco, el silencio comenzó a reinar en medio de las reuniones. Las ausencias se fueron haciendo más notorias y cuando nos reuníamos queríamos hablar de otras cosas. Todo había sido duro y doloroso. cada descubrimiento significaba algo así como arrancarse un pedazo de piel, y cada palabra. brotando de unas sensaciones y unos sentimientos desconocidos hasta aho­ra, era ponerse en evidencia, comprometerse con un cambio y so­meterse. en cualquier momento, y por cualquier actitud, a ser in­terpelada por alguna del grupo.

Vinieron largas semanas de triviales conversaciones. Estába­mos heridas y la tarea de construirnos una existencia nueva, de darnos el ser, nos parecía difícil y ardua en su realización. E·nton­ces el temor a la parálisis regresó de nuevo y de nuevo comenza­tylOS a discutir acerca de 10 que nos ocurría y de las ausencias a la aut.oconciencia. Comenzamos a manifestar la angustia que nos producía constatar en nosotras mismas que no existfamos, que no teníamos un modo de existencia propio. En cada cosa que hada­mos, en el lenguaje que usábamos. en los modales adquiridos. en la mlJsica oue bailábamos y en la óptica con la cual mirábamos el munno. no hacíamos sino repetir esa violencia originaria ya inte­riorizada. disolviéndonos allí y perdiéndonos aonte nuestra mirada aterrorizada.

Pero este temor estaba acompañado de una capacidad cada vez mayor de análisis. Este elemento se convertía en un aliado

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importante con relación a la claridad que lográbamos tener acerca de cada uno de nuestros actos, sentimientos y relaciones posibili­tándonos poco a poco y lentamente, comenzar a romper con la repetición y emprender nuevos horizontes y posturas en la vida_

Una de las mujeres del grupo que había comenzado una rela­ción seria con su compañero, iba mostrando cómo esa relación evo­lucionaba paralela a su comprensión y al espíritu crítico que iba adquiriendo. Con mucho dolor y trabajo se transformaba en una relación libre y posibilitadora de ser. Ella por su lado conservaba su mundo, sus planes y proyectos completamente independientes de él y no cedía en nada a la invasión y al saqueo que en nuestra cultura supone amar. Era alentador oir cómo cada una de nosotras manifestaba pequeños cambios no sólo en el amor, sino también en las relaciones familiares. de trabajo y en las nuevas relaciones donde intentábamos permanecer con lo que queríamos hacer de nuestra vida sin perdernos en el otro, o ceder a sus temores de so­Jedad y de enfrentamiento con su vida y con su historia. En resu­midas cuentas. creo que habíamos comenzado a querernos a noso­tras mismas y era difícil que ahora alguien se apropiara de noso­tras para llenar sus propias carencias y tapar sus alienaciones. La propiedad privada comenzó a desaparecer lentamente. los es­pacio~ ta'les como la caSa o el cuarto privado fueron lentamente apropiados por alg-unas del grupo. y ese lu!!'ar privado fue con­virtiéndose en el espacio que decorábamos y disfrutábamos.

Pero 5nnto a esto estaba también el compromiso personal de las difer~ntes vivencias cotidianas; y la soledad que cada una vi­vía. el dolor Que sentíl'lmos y las imposibilidades que nos estancan, podemos ahora pensarlas en g-rupo, compartirlas con la g-ente que está cercll. de este proceso. Al'IÍ. en grupo. v con la individualidad de r.ada una. nllestra nnión ha id., nosibHitándonos esta postura no1íticl'l. (111e en la medida en que hava más mujeres haciendo au­toconciencia . siQ'nificar:t reales c::>mbioc::t desde 10 personal hacia lo colectivo v de lo colectivo a lo personal

Repp.nsar la hiRtoria personal colectivamente. hablar de 10 Qlle acontece en nosotras a niveles profundos: Las anQ'ustias. las a1eQ'rÍaR. JOR sueños. lac::t esueranzas. Jos temores. las fantasías y

Jos fant::>~mas. e.'1 un acto revolucionario de nl'lcimiento Y transfor­mación dI" ll'l cultura v dp. la historia. Esta es. se¡nín mi parecer. la ¡Í.nir>a nr~ctir.a Que pueda l'lroducir cambios efectivos.

Es pues necesaria la práctica de la autoconciencia, donde no se deje por fuera el nudo de nuestra alienación, donde sea posible expresar lo no-dicho y sometido y donde la dialéctica entre lo per­sonal y lo político permita rescatar la angustia y la soledad de cada mujer en la alienación que ha significado su historia per­sonal.

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Debo decir finalmente que nada ha sido fácil. Nosotras, cinco mujeres cuya historia común ha sido el desolador espectá<7ulo de existir de la única manera como nos representábamos y n()s ense­ñaban que era posible vivir en esta cultura -impulsando los pro­yectos de los varones, acordando a su lado las tareas políticas, in­terpretando el mundo a su manera y animándolos en su egoísmo filantrópico (toda la raza humana como eUos)-, intentamos reu­nirnos y recuperar nuestro ser, hablar de nosotras mismas, de­sentrañar la historia en nuestros recuerdos y ganarnos, levantan­do mentira a mentira aquel orden que semejante a un espejo nos devolvía imágenes aterradoras de objetos de abuso o adoración.

y esto ha supuesto no sólo el dolor de la ruptura a nivel per­sonal, sino múltiples rupturas afectivas y la bús'queda creativa de un nuevo modo de enfrentar la vida asumiéndonos como seres au­tónomos. Es por esto que un grupo de autoconciencia debe condu­cirnos a no aceptar más una práctica separada de lo cotidiano, ni a permitir que en los análisis políticos se deje por fuera el ele­mento fundamental de la alienación, donde las mujeres hemos sido usurpadas de nuestro ser y de nuestra existencia, convirtién­donos en otras diferentes a lo que realmente sentimos y somos.

Conferencia dictada en el ciclo "Papel de la muj,er en el Pro­c.eso Social Latino-AmericCllJW". U. de A., Martes del Paraninfo 9 de Noviembre 1982.

Por Ma1'fa Cecilia V étez Saldarriaga

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ere'ación

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He pecado he sido

y te infiel

Aura López

N o había cumplido los 7 años cuando empecé a ir a ia iglesia con mi mamá, quien leía en voz alta una oración que decía: "¿ Qué hacía mi buen Jesús cuando no te amaba? ¿ Por qué perdí tantos años sin pensar en tí y sin amarte? Belleza infinita, bondad su­prema, amarte, vivir solo para tí, iniciar en la tierra un amor que sólo termine en la eternidad de los cielos, será la única ocupación de mi existencia". Y o me deleitaba oyéndola, y acabé aprendién­dala de memoria, repitiendo una a una sus palabras, recreándome en ellas. En el final decía algo así como "mas he pecado y te he sido infiel", y cuando pronunciaba la frase, veía a Dios, un hom­bre alto, de inmensos ojos profundos, barba negra y hermosísima túnica blanca que me Hamaba y me reprochaba el haberle sido in­fiel, aunque no estaba muy claro para mí lo que esto significaba. ¿Era acaso distraerme, olvidarlo en mis juegos, no ir todos los días a la Iglesia, decir mentiras? Me refugiaba entonces en la his­toria de San Tarcisio, que la señorita Luzmila nos había contado en el colegio. Se trataba de un niño que había muerto por defender las hostias de una iglesia atacada por hombres infieles. Lo golpea­ron hasta matarlo, pero él no soltó sus manos del pecho donde ha­bía guardado las hostias para protegerlas de los malvados. San Tarcisio estaba ahí, de bulto, junto a una de las columnas de la iglesia, con su vestido de acólito, una corona reluciente en la ca­beza y sus manos apretadas contra el pecho. Yo anhelaba morir así, sería valiente y no tendría miedo. La escena sucedía en el atrio, después de bajar corriendo las primeras gradas: los hom­bres malos me cerraban el paso y yo caía en el suelo sin soltar las manos. Mi gozo llegaba al límite cuando me veía a mí misma ten­dida en el piso, la blusa despedazada, el cuerpo lleno de golpes, la sangre brotando de las heridas. Volvía de estas ensoñaciones tra,nsformada, traspasada por un deseo vivo de que algún día pu­diera sucederme algo igual e imaginaba un pequeño altar donde después de muerta, aparecería mi figura con una coronita brillan­te sobre la cabeza. Todo el pueblo sabría mi historia y durante el catecismo repartirían a los niños estampas con mi retrato.

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El olor del incienso me mareaba, me envolvía. Miraba fasci­nada los incensarios, extraños objetos que los sacerdotes agitaban en el aire con movimientos solemnes, y el humo que ascendía por el presbiterio hacia el altar. Desdibujada tras el humo la custo­dia brillante, luminosa, y la gran hostia en el centro. En noehes especiales, cuando me llevaban a la Salve, me extasiaba mira·ndo al padre cubierto con una gran capa dorada que caía hasta el sue­lo, levantar el incensario, agitarlo varias veces en dirección al al­tar y entonar el canto de Salve, recoger la custodia y bendecirnos a todos, mientras los otros sacerdotes y los acólitos lanzaban tam­bién sus incensarios. De pronto toda la Iglesia estaba impregnada del olor del incienso y yo, perturbada, lo aspiraba una y otra vez y dejaba que me envolviera hasta embriagarme.

Comenzaron los preparativos de la primera comunión. Todas las tardes, a la salida del colegio, nos reuníamos en la Iglesia mientras el padre nos hacía repetir, con los ojos cerrados y las ma­nos juntas, las principales oraciones. Pero la idea de la confesión me hacía temblar, y dos graves pecados parecían acercarme hasta los bordes del infierno cada vez que el padre hablaba acerca de la impureza. Decidía entonces hablar con mi mamá, contarle mis temores, pedirle ayuda. Pero un miedo aún más grande me impe­día acercarme a ella, la vergüenza me ahogaba, y resolvía más bien no confesar mis pecados, guardar silencio para que nadie se enterara de mi terrible secreto. Entonces la palabra sacrilegio, re­petida desde el púlpito, zumbaba en mis oídos y las llamas del in­fiemo se agrandaban a mis pies, devorándome. ¿Cómo decirlo? ¿ Cómo hablarle al padre de los pechos de la s·eñorita Luzmila, có­mo explicar que yo la espiaba en clase, en el recreo, que me acer­caba a ella tratando de descifrarlos, de tocarlos? Y aquella tarde, en el solar, con mi prima Lucía, ¿ cómo decirlo, cómo hablar de a1-go en lo cual ni yo misma me atrevía a pensar desde que sucedió? La historia de la niña sacrílega contada por el padre que hacía nuestra preparación, helaba la sangre en mis venas, me secaba la garganta y hacía aún más confusos mis pensamientos. El padre contaba cómo una tarde, mientras la niña se confesaba, las perso­nas que estaban a su lado notaban que de su boca salían pequeños sapos que se perdían luego en el aire. Pero vieron también asomar la cabeza de un enorme sapo que salía sólo a medias para escon­derse de nuevo entre su garganta. Los sapos pequeños eran peca­dos veniales y el sapo grande era un terrible pecado mortal, un vergonzoso pecado de impureza que la niña no fue capaz de con­fesar, convirtiéndose así en sacrílega. Bañada en sudor, al borde del vértigo, me dije a mí misma que hablaría. Mi suerte estaba en manos del sacevdote y yo ya no tenía fuerzas para resistirme .

. 'EI día de la confesión, mientras la voz de mi mamá sonaba ex-

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traña y distante, me sentí levemente empujada por ella, que ha­bía cerrado su libro de oraciones, y me acompañó hasta el confe­sionario donde caí, en un vahído de terror, ante la ventanilla mo­rada, desde donde surgía la voz del padre que rezaba el Señor Mío Jesucristo y me pedía prepararme para recibir su bendición. Dicho. sa y aturdida, con una felicidad que me aseguraba que no me iría para el infierno, corrí hasta donde me esperaba mi mamá y me hundí en sus rezos y me dejé acariciar por su voz que cobraba de nuevo su fascinante belleza.

Ell día de la primera comunión temblaba de nuevo, en la Igle­sia, junto a mi mamá, el ramo de azucenas en la mano, los ojos puestos en el altar resplandeciente. El olor del incienso y de las flo­res me penetraba, y no se cómo llegué hasta el comulgatorio. Sentí de repente el contacto frío de la patena y la mano del padre acer­cando la hostia hasta mi boca entreabierta. Cerré los ojos tal como me habían enseñado, solté las flores y junté mis manos que tem­blaban. Saqué la lengua y sentí cómo se pegaba a ella la hostia de­jando un extraño sabor en mi saliva. Traté de abrir nuevamente los ojos pero las luces me cegaron y el olor del incienso me hun­dió en una región desconocida, como si flotara. Volví los ojos ha­cia mi mamá que me miraba sonriente y entonces me eché a llorar y corrí a abrazarla, y me pegué de su cintura, acosada por un de­seo imposible de decirle que la quería.

En el colegio teníamos un pequeño oratorio y el padre Zu­luaga decía misa con frecuencia. Ejercía sobre mí una extraña fascinación. Alto, pálido, con una sombra azulosa en la piel del rostro, yo lo miraba llegar con su sotana negra y una gran capa que descendía desde los hombros hasta el ruedo. Durante la misa me deleitaba mirando sus manos largas, pálidas, y esa manera que tenía de sacar las hostias del copón, lentamente, con las pun­tas de sus dedos que dejaban unos segundos la hostia en el aire, como en el momento de la elevación.

El mes de mayo concentraba todo lo que a mí más me gusta­ba de este ambiente arrobador. La capilla permanecía atestada de t1ores, velas y cirios encendidos durante el rezo del rosario, y el olor del incienso se percibía aún desde el salón y desde el patio donde jugábamos. Alternadas por grupos, a las alumnas nos co­rrespondía quemar incienso un determinado día del mes, coloca­das adelante, cerca del altar, con platos loceados llenos de bra­sas. El crepitar de las brasas y los granos de incienso que se de­rretían al pie de mis narices, eran ya el colmo de la dicha. Ofi­ciante directa de un rito que me fascinaba, al delirio se mezclaba un orgullo personal, que me hacía sentir envidiada y distinguida, mirada por las demás en mi sitio de honor.

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En la Iglesia había celebraciones especiales, sobre todo en la Semana Santa y en la Navidad. Todo el ambiente se transformaba. Largas cortinas de colores alegres o fúnebres según el caso, enor­mes jarrones llenos de hortensias y tulipanes, cirios de todos los tamaños y todas las lámparas encendidas, creaban un ambiente dorado, de luz crepitante. E'l hombre que encendía los cirios carecía de identidad, de nombre, surgía silenciosa y lentamente por la puerta de la sacristía con su vestido oscuro, su cuerpo delgado, llevando en la mano una larga vara que remataba en una mecha con la cual iba encendiendo uno a uno los grandes cirios empotra­dos en sólidos candelabros plateados, con garras bruñidas a mane­ra de patas. Yo seguía como hipnotizada sus movimientos, veía prenderse una a una las luces, y soñaba con llegar a ser algún día sacristán, caminar por el presbiterio y encender los cirios de la Iglesia.

Cuando cumplí diez años y nos vinimos a Medellín, cedió un poco mi arrobamiento ante Jos altares. Emper.é a experimentar cierta pereza, cierto aburrimiento durante la misa, sentimientos que coincidían con una actitud sorda contra mi mamá, contra sus imposiciones severas y sus órdenes secas. La Iglesia me resultaba fría y muchas veces me acostaba sin rezar, sin darme la bendi­ción. En el colegio donde me matricularon al año siguiente, conocí al padre Mesa y muy pronto me sentí querida por él. Caminába­mos juntos por el largo corredor, yo feliz a su lado, acomodando mi paso al suyo. Tenía la piel rosada y de su sotana se desprendía un olor especial, que me hacía pensar en esos oJor~s imprecisos de los estantes de un a'lmacén de telas. Lo escuché predicar por pri-

mera vez en los ejercicios espirituales, tres días durante los cuales no podíamos hablar, apenas un gesto, una sonrisa, y si acaso unas breves palabras en secreto. Para el padre Mesa había un tema esencial, un asunto clave que surgía en cada una de sus palabras y que parecía obsesionarlo: la pureza. Ser puras era preservar el cuerpo, ocultarlo, mantenerlo a salvo de miradas, pensamientos o deseos que pudieran ma·ncharnos. Con voz emocionada, vehemente, nos decía, gritaba casi, que el mayor tesoro de una mujer era su

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pureza, es decir, su cuerpo guardado, recatado. Hacía, con pala­bras que yo descubría asustada, el retrato de la mujer impúdica, que dejaba ver las formas de su cuerpo, que permitía que su cuer­po apareciera ante los ojos de los hombres, ávidos de concupiscen­cia y lascivia. Esas palabras, escuchadas por primera vez, me gol­peaban la sangre, me escandalizaban, aunque el tema no era nuevo porque de hecho la desnudez estaba proscrita en mi familia y ni aún para bañarme se me permitía estar descubierta, debiendo usar un vestido especial, hecho sobre el modelo de un vestido de baño tradieional, entero, que me cubría el torso, atado a los hombros con cargaderas. Yo no me miraba para quitar o poner el vestido a la hora del baño, y al terminar me metía rápidamente en la toalla y me vestía presurosa sin que mis ojos se hubiesen detenido un se­gundo en una sola parte de mi cuerpo. Pero ahora, frente a las te­rribles palabras del padre Mesa, el asunto revestía aspectos que yo no sospechaba antes. No era ya el pecado de mis propios ojos sino el pecado de los ojos de los hombres sobre mi cuerpo. Una tarde, en la última plática, nos puso el ejemplo de una joven a quien la muerte sorprendió a la hora del baño, un ataque fulminan­te que a duras penas le dió tiempo de llamar. La encontraron muer­ta, sobre el piso, desnuda. El padre Mesa interrogaba con su voz vibrante, terrible, acusadora, qué había sido de esa alma, obligada a presentarse ante Dios en tales condiciones, a afrontar el instan­te supremo, la muerte, en medio de la desnudez del cuerpo. Yo veía a la joven tirada en el piso, en el baño de mi casa, una joven desnuda, sin rostro, mi mamá y mis hermanas la recogíamos, me­dio cubierta con una toalla, y yo miraba hacia un lado aterrada, avergonzada. La voz del padre Mesa se elevaba por la capilla, en el sopor de la última tarde de ejercicios y la joven desnuda, muer­ta, estaba ahora ahí, cerca del altar, y yo retiraba la vista pero al­canzaba a verla de nuevo en otro lugar de la capilla, en el salón de la clase, cerca de mi cama. El clamaba entonces por la pureza, cubrir el cuerpo como si a cada instante fuésemos a morir. Sí, el cuerpo era nuestro enemigo y sólo la pureza nos ayudaría a derro­tarlo.

Salí esa tarde transida, acosada por la idea de la desnudez. En el cuerpo, en mi cuerpo, residía la clave del pecado. La idea de mostrarlo alguna vez a un hombre me parecía algo espantable, una posibilidad que rechazaba de inmediato y que encarnaba el viejo miedo al infierno, ahora con una forma propia, definida. Se­ría la más pura, me 10 proponía en ese momento con la vehemen­cia con que deseaba ser la más brillante, la más inteligente. De nuevo, como en la primera comunión, la boca temblorosa se abría para tragar la hostia que me entregaba el padre Mesa. Me estre­mecí al roce de sus manos en mis labios y pensé que siendo pura, podría mirarlo a la cara sin temores, ser su consentida.

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Cuando interrumpí mis estudios y empecé a trabajar, tenía 16 años, una enemistad turbia con mi mamá, y una vida religiosa que se me imponía desde fuera , a la cual debía ceñirme impulsada por el miedo que mi mamá me inspiraba. Sinembargo la idea de Dios era en mí cada vez más cierta, has·ta el punto de que lo veía presente en todos los actos de mi vida, aún los más triviales, unas veces como un ser bondadoso que aprobaba mi conducta, otras co­mo ser huraño e irascible, dispuesto a descargar sobre mí todo el peso de su ira, toda la fuerza de su castigo. Dios seguía mis pasos, escuchaba mis palabras, observaba hasta el más mínimo de mis gestos. Estaba encaramado detrás de las puertas, en el comedor, suspendido sobre mi cama, o instalado en la ducha del baño, o surgía de pronto en la calle, detrás de las esquinas, y ahora en la oficina donde podía mirar mi trabajo, seguir uno a uno mis pasos inseguros en ese mundo que se me entregaba por primera vez.

Por eso cuando don Alberto me detuvo un día al salir de la oficina, lo que siguió ese día y lo qU(~ habría de seguir después, fue ese miedo de Dios, el temor a su castigo, el remordimiento mezcla­do a los placeres del amor nuevo, al placer de la pureza perdida. A los momentos de placer, sucedían los días amargos del remordi­miento, la sensación de haber incumplido mi propósito de mante­nerme pura. Del remordimiento saltaba de nuevo al goce del fru­to prohibido, como si una fuerza empujara ineludiblemente a la otra. Iba a la Iglesia. abrumada por la vergüenza de Dios, por el peso de mi impotencia. "Señor, he pecado y te he sido infiel". Yo no tenía perdón, ni siquiera pedía perdón, sólo que me arrodillaba allí, avergonzada, temerosa, segura de que Dios descargaría sobre mí todo su poder. A veces, por ratos, por días, olvidaba a Dios, dejaba fluír el placer como un agua que se derramaba desde mi sangre y desde mis entrañas, y me bañaba en esa agua, dichosa. Pero de pronto, como un ramalazo, aparecía Dios sin llamarlo. sin buscarlo. Y se instalaba al lado mío y espiaba mi desnudez. y es­cuchaba mis conversaciones y conocía mis citas secretas, mis mi­radas furtivas. Y otra vez me hundía en el agua sucia del remor­dimiento.

Me inscribí en los ejercicios espirituales en la casa de Loyo­la. y me sentí aHviada cuando llegué a mi celda, pequeña, limpia,

. silenciosa. rodeada de árboles. Creí que en ese silencio se me en­tregaba la paz y que en esa paz residía mi salvación. No quería volver a traspasar el muro de esa casa. deseaba quedarme ahí y cortar con todo 10 que dejaba al otro lado. Otra vez la capilla co­braba su brillo deslumbrante. encontraba de nuevo mis placeres de altar, mis largas ensoñaciones frente al comulgatorio. Ahora era el padre Fernández quien me convocaba con voz rica y vibran­te. El tema era el mismo, porque el gran pecado, el terrible peca-.

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do del mundo, era el pecado del cuerpo. Sólo que ahora la joven que escuchaba había cometido ese pecado, había quebrantado las promesas, había desoído las voces. Las palabras fango, lodo, con­cupiscencia, me golp€aban el rostro como latigazos. El padre pre­guntaba con voz grave, angustiada: "¿ De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?". Yo había perdido mi alma y era necesario recuperarla a cualquier precio. Salí de la casa de ejercicios como si hubiera hecho de nuevo la primera comunión. Me sentía limpia, tranquila, y parecía apoyarme 11 cada paso en el brazo firme y amoroso del padre Fernández.

Pero no me quedé en sus brazos. Al traspasar el muro encon­tré de nuevo los lazos que me ataban y mi vida empezó entonces a girar entre dos oleajes que me disputaban como si fuese su presa: el deseo me llevaba a los brazos de don Alberto, el remordimiento me lanzaba a los del padre Fernández y en los brazos del uno añoraba los del otro y se repetía de nuevo el ciclo.

Durante mis temporadas de remordimiento visitaba al padre en la sala de recibo de su convento. El aparecía en la puerta, me abrazaba y me hacía reclamos cariñosos, y secaba mis lágrimas con el pañuelo que mantenía en el bolsillo de su sotana. Después de una ausencia más o menos larga volvimos a encontrarnos. Ha­bía estado preocupado por mí y rezaba a Dios por mi salvación. Esa misma semana lo internaron, enfermo, en una clínica. Angus­tiada, pregunté por él. Alguien, a través del teléfono, me contestó que estaba muy grave. Murió al día siguiente. Me sumí en un dolor terrible, hondo, me sentía culpable de haberle hecho daño, de ha­berlo traicionado, y su muerte convertía en irreparable esta trai­ción.

Acepté verme una tarde con don Alberto, cuando el dolor to­davía me atenazaba y el remordimiento revivía por instantes. Yo estaba fría, ausente, y cuando él, temeroso de perderme, quizo abra­zarme, prorrumpí en un llanto sordo, desgarrador. El padre Fer­nández estaba ahí, al pie mío, mirándome, y yo no resistía su mi­rada. Muerto, ocupaba el lugar de Dios y me parecía · que en toda la tierra no encontraría ya un lugar donde pudiera estar a salvo de su mirada tierna, terriblemente acusadora. Como Eva, expulsa­da del paraíso, tuve vergüenza de mi desnudez. Desde lo alto, Dios parecía reclamar definitivamente mi cuerpo, exigirme el abando­no del cuerpo como único precio de mi salvación. Y un enorme sapo atravesado en mi garganta, ahogaba mi voz, taponaba la po­sibilidad de gritar, se acomodaba dentro de mí para chantajearme.

Aniquilarlo resultó ser una tarea agotadora, un combate lar­go y difícil, sin tregua y sin pausa. Tanto, que todavía, a la ori­lla del placer, aparecen de pronto los restos de su cadáver, como cua·ndo el mar se retira y deja la playa sucia de escombros.

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Imágenes

Hay un mundo donde tus gestos se olvidan de tí y se convier­ten en caricias hacia mÍ. Mágicamente entonces el espacio se tor­na lugar para nuestro deseo.

AHí, las emociones me queman las manos que imaginarias vuelan hacia tu piel, pero en el fugaz espacio entre pensar el de­seo de la caricia y mirar tu piel, cae como segado, ése, mi deseo de tí; porque eres como yo, porque esa fantasía mía sólo tiene lu­gar en mis ojos, única opción posible para pa'lparte, recorrerte, mimarte, abandonarme a tí a través de ellos y tenerte .

. . . Entonces comprendo que mi deseo no es éste que ahora siento, es algo antiguo que me fue dado más allá del recuerdo.

El deseo, esta palabra con la que choco y me destrozo una y mil veces, no es más que eso, una simple palabra, máscara absur­da de un algo indescifrable, confuso; arcaísmo de mil palabras más, matización sutil de hábitos indemnes filtrados muy profun­do aquí dentro; cimiento de ancestrales costumbres que nos em­pujan por la vida mimetizadas como nuestro propio sentir, nues­tra creencia, pero que a cada instante nos desatan allá, honda­mente, ese amargo sabor del desencuentro, ese insoportable descon-

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cierto, engendro de la disparidad de nuestro sentimiento y de ése que creemos "nuestro" deseo, "nuestra propia esencia".

Ahora, furiosa, observo mi lejano deseo empañado, opacado por la neblina absurda de la tradición que forja de mil quejidos, de incontables negaciones y culpas, ascos y angustias, incertidumbres y vergüenzas, esta finísima y transparente red que impide que mis músculos estallen y hagan mío el rea:l calor de tu piel.

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Entonces me miro con mi -cuerpo' inútil y m; "ve~ perdid~' en el vacío imperdonable de la negación . .. Sí... Desde ese tiempo en que mi piel se abría alegremente a1 presentido lugar de gozo· sos encuentros ...

y en toda esta disolución dudosa inevitablemente apareces tú, madre, en mi desazón, en mi miedo. Inquieta, me pregunto, ¿ por qué tú? ¿ Desde cuándo mi cuerpo ligado a tí?

Me recreo entonces remontándome imaginariamente hacia aquel tiempo en que yo era en tí, y allí fundida comenzaba a ser en aqueHos órganos tuyos que me guardaron, que hicieron mis ner­vios y me cobijaron con mi piel; yo, calor de tu pensamiento, vida en tu vida, parásito en tu ser.

Me deslizo ligera por el olvido y conjeturo la separación co­mo la inconsciencia de nuestra diferencia. Luego tú, regalándome con los secretos de mi propio ser mientras yo buscaba en tu cuer­po mi universo viscoso y tibio. Me complacías con la dulce sustan­cia y yo tratando de reencontrar la fusión con tu oscuridad, con­fusa fusión, en donde sin saberme diferente de tí, colmé mi deseo.

y así poco a poco tu seno me fue sustituí do y tu piel nunca más estuvo desnuda para mí. Entonces me extasiaba libre y feliz en tí mientras el mundo se empeñaba en distanciarnos. Y este dis­tanciamiento coincide con el comienzo de mi propio distancia­miento, cuando apenas comenzaba a aprehenderme, y con el} tuyo propio, pues desde entonces, cuando poseíamos ese mundo nuestro yo ignoraba quién poseía tu piel.

Tus recatadas manos despertaron temerosas la sensaclOn de mi cuerpo. Me enseñabas cuidadosamente cada una de las partes que lo constituían y develabas para mi placer la especificidad mágica de su función. Pero resultaba imposible, como pretendías, ignorar la enorme curiosidad de descubriI'llas por mí misma. Que­ría investigar mirando, pa:lpando, pero quizás a través de sutiles actitudes comprendí que en él existían jerarquías de gozo y tur­bación, y así, al mismo tiempo que me regalabas la magia de sa­berme me entregabas también un oscuro e incierto translondo que desdibujaba mi dicha entre las tenues garras de la culpa, la inseguridad y el desencuentro.

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Cada una perdida en la multiplicidad, en la diversidad de unos seres que debíamos ser -y de los que diferíamos al mismo tiem­po- nos veíamos enfrentadas a aquellos caústicos y rígidos mol­des por los que tendríamos que pasar forzosamente para forjar es­ta parásita feminidad que nos era impuesta.

Sí, madre, en tu precariedad, tú que fuiste víctima, no te pre­guntaste lo suficiente por tu vida y fuiste con tus actos instrumen­to que vertió gota a gota la doctrina que apartándome de mi piel, hizo al deseo exiliado de mi cuerpo y morador ilímite de lo etéreo.

Nombraste el recato, el pudor, la vergüenza como si nombra­ras mi boca, mis senos, mi vulva, pero nunca osaste nombrar el gozo, el placer que de ellos podía nacer. ¿Era para tí vergonzo­so? . .. ¿ O acaso desconocido? ¿ O innombrable, talvez? De todos modos para mí inexistente; porque no fue tu boca la que un tiem­po después, cuando mi sexo fogoso renacía, me llevaría de nuevo a descubrirlo. j No! . .. Fueron tus manos desentendidas las que me entregaron unas frías páginas repletas de términos extraños, de sangre, dolores, de bebés, deberes, de membranas y virtudes, funciones y roles y. . . y. .. y .. ' palabras y palabras, tinta impre­sa carente de ese algo que no se define con trazos negros sobre pa­pel, porque es vida, porque algún día vibró en tí, porque eras tú; ¿ o acaso ello no lo viviste?, ¿ acaso no fue una valiosa experien­cia en tu vida?

j Qué angustia pensar tu desconcierto, tu miedo, qué amargo sondear lo conflictivo de tu propio desconocimiento!

¿ Y cómo entender y asimilar tra.nquilamente un secreto que se desvelaba de pronto, súbitamente, para sumirse de nuevo en su inquietante turbiedad?

Sí, esas letras que me diste nombraron nuestro antiguo secre. to, tuyo y mío, censurado por tí y nuevamente mío. Ese renacer no fue más que una terrible contradicción. La biología genital no nombraba esa brasa que me carcomía, a no ser para p'revenirme de un instinto que debía ser aplacado y embalsamado para revi­virlo algunos años después.

Mi cuerpo y mis manos que me empujaban a volar fueron se­gados de mi ser; entonces tendría que esperar y mesurar otros cuerpos y otras manos que me incitaban libremente, mientras yo desesperada y desconcertada trataba de mantener las amarras del desconocimiento, la responsabilidad, la culpa y mil razones que me obligaban a hacerme entender que yo no era mía. Y tú, madre mu­da, secretamente cómplice de mi vida, tu antigua vida, me celabas, me cuestionabas silenciosamente tus dudas, me infiltrabas sutil­mente tu miedo.

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y YO mirándome en tí, realidad a la que debía parecerme. Imagen de mujer donde no me encontraba porque tu mundo estu­vo presente sólo en mis intrigas, en mi incertidumbre. ¿ Y nuestro mundo antiguo? Perdido entre tradiciones, creencias y costum­bres, exiliado en lo etéreo, negado, inexistente.

Tuviste que morir para palpar en mi desesperanza la magni­tud de nuestro abismo, para enfrentarme a la realidad de nuestra diferencia, para darme cuenta que mi vida no podía ser lo que fue la tuya.

Sí, madre, todo esto me lo invento porque me rebelo al pensar en dos acorazadas que se ahogan en su mutuo desconocimiento. No se lo que sea, pero en mi memoria perdura el vacío eco de un si­lencio insondable que me corroe, que carcome mis sienes con la pregunta ¿ qué fue de tí? ¿ El olvido borró tu propia vida, lo que compartimos? j Me rehuso a aceptarlo!

Pero he sentido cómo te me vas del recuerdo, cómo buscándo­me en tu vida ni siquiera te encuentro. Desde entonces el lentísimo despertar del que aún no he salido, la desazón de tomar concien­cia de todo esto, su revaluación dolorosa pero necesaria para te­ner claro el no querer ser esa que fuiste. Te amé demasiado y su­frí demasiado también tratando de alcanzar tu sumisión, tu bon­dad, tu mutismo, tu entrega, esa vida tuya en donde no logro en­contrar proyectos propios fuera del darse y dar, toda tú por y para otros.

Pero seguí y sigo recreando tu imagen dividida, nuestro in­creíble desconocimiento. Sigo mirándonos en las falsas y distantes relaciones de mis amigas con sus madres. Cuá>nto luché porque ellas empezaran a construir palabra por palabra, gesto por gesto, un sutil puente en el abismo de su mutuo desconocimiento.

y así, en medio de mi letargo hacia tí, fui hallando la igno­rancia acerca de mí misma, tu misma imagen reflejada: yo divi­dida!

En la rigidez de todo aquel mundo arcaico vislumbré un lu­gar al que quería pertenecer: mi propio ser.

¿ Cómo comenzar a ser yo misma a partir de mi deseo? Yo, mi total desconocida me pregunto de nuevo, ¿dónde yo? como lo hice contigo, madre, si yo he deseado de mí sólo lo que el otro de­sea, también yo por y para el otro. ¿ Dónde mi más recóndito de­seo? ..

Una vez más el desencuentro angustioso con mi esencia por­tadora de una rebeldía constante, fatigosa y amarga contra un mundo donde nada colma porque ha sido el otro quien me ha con-

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figurado. Y yo transigiendo estúpidamente en espera de alcanzar una individualidad para todos inexistente.

Mis más importantes ilusiones me habían sido prestadas co­mo la reevocación de un mito al que yo asistiría por primera vez. Absurdo destino al que entonces cuestioné pocas veces. Y ahora, que he querido buscarme, me he visto tratando de construirme des­de la referencia, desde el otro, incrédula de mí misma, nicho de inseguridad y de vacío, siempre buscando un soporte que haga rea­lidad esta imagen informe que me constituye.

Pero habré de ser ciega creyente mía para desde la disolución batallarme al vacío, para resurgir y recordarme que esta vida es mía y soy yo quien la vivo. Habré de no dolerme tanto, de no tran­zar, de juntar coraje para darle oportunidad a mis anhelos, aún desde la equivocación y teniendo que combatir la duda a cada in­cierto paso. Se que habré de parirme nuevamente, de despojarme entera de este disfraz imposibilitador, que como legado a tí ma,.. dre, ayudaste a hacerme creer también mío. Creeré en la utopía de forjarme una nueva sensación que dictará mi propia piel, que na­cerá desde la avidez misma que se gesta impetuosa en mis entra­ñas.

i Batallar siempre! e ir abriendo lentamente los agujeros del foso donde se encuentra mi letargo, poco a poco desperezando mi ternura, convocando el vibrar reconfortante de pasiones maldi­tas desde siempre.

Iré siendo camino que descubro asombrada para llegar a tí desde mi esencia, desde aquel recóndito lugar donde nada exis­tirá que siegue mi deseo de alcanzarte, que mutile mi gozo de que­marme en tu piel. Dejaré que ese algo incierto que acaricia mis ór­ganos, mis músculos, mis huesos, renazca para inundarme, bulla y se desborde impetuosamente en la deliciosa danza donde el de­seo me infunde la vida.

Matría CecilÜL ,T1'Ujillo Pérez

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Lilith La luna negra

o el eros rechazado

Introducción de Lilialna Cavani al libro de María Tr«esa Co­lonna, "Lilith, La Luna Negra ,o ,el Eros R,echazado" .

. . . Dios ,entonces creó a "Lilith", la primera mujer, así romo había ,creado a Adán, pero usando solamente .sedimrmtos y desper­dicios en lugar de polvo puro. De la uniém de ,Adátn con este demo­nio, y con otra llanuula Naamah, hermanuJ, de Tubal Caín, nacie­ron Asmodeo ,e innumerables demonios que aÚln plagan la humani­dad. Muchas generaciornes más tarde, Lilith iY NaatnULh Uegaro,n al trono del juicio 'de Salomón, disfrazadas ,de (prostitutas de Jerusa­temo

Adán y Lilith nunca tuvieron paz juntos; ,cuando él quería yacer con ella, la mujer tSe .0fMbdía por la posición que se le impo-

11I.ía: "¿ Por qué siempre he de extenderme debajo de tí? preguntó. y o tambiéln he sido hecha de !polvo y por \eso ¡soy igual a,tJí". Pues­to que Adán quería obtener obediencia por la fuerza, Lilith aira­da, murmuró :el sacro nombre de Dios, ,se ,ecM al aire y lo aban. donó.

Adátn se w.mentó a Dios: "Mi compañera me ha abandonado". Dios mLtndó inmediatamente a los átngeles Senoy, San s,enoy y Se­mangelaf a buscar a Lilith. La encontraron ,cerca del mar Rojo, en una región donde ab'UtYbdaln demonios lascivos, con los cuales ella concebía Lilim (seres luminosos) en una medida de más de cien al día.

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El coro de las Bacantes de Eurípides dice en el parodo: "Bie­naventurado el que dichoso/ sabe los misterios de los dioses,/ san­tifica su vida/ y lleva su alma a la procesión/ danzante en las montañas/ con sacras purificaciones'; Las orgías de la Gran Ma­dre/ CibeIe honra/ y agita el tirso,! y coronado de yedra/ sirve a Dionisos ... " Es difícil apreciar hasta el fondo el significado numinoso de esta tragedia si no se conoce todo aquello que con­cierne al mito de Dionisos. En los tiempos de Eurípides estos mi­tos eran como un planeta joven, aún desenfocado y no congelado como en nuestros tiempos. Puesto que se trata de una traducción de Eurípides, podemos notar cómo las palabras del coro se han de­generado: "bienaventurado", "Misterios de los dioses", "Santífi­ca", "Purificaciones", "Orgías", "Gran Madre". Además el coro era considerado una especie de delegación de los espectadores en escena y por esto dichas palabras tenían un toque popular. Cuan­do Nietzsohe dice que "Dios ha muerto", podemos estar seguros que lo dice con desesperación. Con Dios murieron también los mi­tos y murió, o mejor digamos, "desapareció" también "Lilith", y este libro nos muestra cuán poco debemos alegrarnos por ello.

Sólo quien no es tonto puede comprender cómo se ha enten­dido aquello que dijo Nietzsche en este pasaje (Nacimiento de la tragedia) : "Esta es la manera en la cual las religiones suelen ex­tinguirse: cua,ndo bajo los ojos de un dogmatismo 'racional y or­todoxo los presupuestos míticos de una religión son sistematizados como una suma conclusa de advenimientos históricos, cuando el

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sentimient~ del mito se extingue y su lugar es substituído por la pretensión de la religión en su fundamento histórico". He aquí puesta, delante de nuestros ojos la eterna lucha entre Mito e His­toria, traducidos también en Racional e Irracional, o sea, los dos a,ntagonismos que contienen la clave del conocer, por esto, del saber. Por otra parte se puede observar que no hay una sola pala­bra en el coro de las Bacantes que la Razón ~odría tolerar; y no se crea que haya sido una lucha combatida sólo en el pa:pel escrito al interior de las academias. Cito solamente un ejemplo, Gyorgy Lu­kács en su tratado La Destrucción de La Razón que tiene por ob­jeto el análisis del irracionalismo en todas sus variantes y deriva­ciones, desde sus orígenes hasta los grandes exponentes de la "reac­ción" filosófica del Ochocientos (Shopenhauer, Kierkegaard, Nietz­sche) y las diversas formas de la "Filosofía de la vida", el existen­cialismo, hasta la confluencia de todos los motivos irracionalistas en la ideología del hitlerismo: "Se descuida el heDho, -dice Lukács­que el problema del irracionalismo se hace cada vez más potente en el curso de la historia, para llegar a ser al fin el instrumento infer­nal del fascismo ... y la conclusión de mi libro, el movimiento por la paz como insurrección de millones de hombres por la defensa de la razón en la realidad histórica, debe aparecer necesariamente como idealismo".

El libro llegó a ser, más allá de la búsqueda de buena fe, .. un manual para buscar a los "culpables" de los males universales, que serían en este caso todos aquellos que no se conformaran con una visión marxista de la historia, y para decirlo de un modo brus­co, en particular todos aquellos que han querido meter la "psiquis" entre los pies de la "razón". El papel escrito hiere como las espa­das, y libros corno éste son los diktat determinados por una visión parcial del mundo y que confieren después, a tal visión, el soporte del pensamiento.

No quiero que parezca que tomo las cosas a la ligera; me ur­gía entrar en la encrucijada de la dualida'd perenne de los proce­sos de conocimiento, para advertir cómo cada vez que se habla de un mito es necesario comprender su valor además de su significa­do en el ámbito de la entera aventura humana del conocer.

¿ Qué mito es el de Lilith que para su conocimiento este libro aporta una vasta y crítica indagación? Lilith, la primera mujer de Adán que no quiso estarle debajo (o estar sujeta) y Dios la ex­pulsó del paraíso, y la tradición la demonizó como "prostituta y demonesa"; mujer instintiva y desinhibida, mujer libre. Figura in­quietante y prohibida, llegó a ser la esencia misma de lo Feme­nino destituído, la fuerza temida y desorientante en cuanto a irra­cional y huidiza al orden y a las leyes. Llegó a ser también una

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especie de personificación diabólica de la materia, la destituída es­finge de la Luna Negra, Hécate misma. Fue vivida también como enemiga primig,enia del Logos, el pensamiento racional apolíneo de un sistema ideal del mundo. Llegó a ser la máscara temible de la realidad misma en una cultura donde la realidad tomó sus dis­tancias: "La realidad -dice Nietzsche (Ecce Homo)- ha sido destituída de su valor, de su veracidad en la medida en que se ha tenido que fingir un mundo ideal. " Sobre la realidad pesa la men­tira del ideal, la mentira del ideal es la maldición que ha penetra­do la humanidad hasta en sus más recónditos instintos".

Sustrayendo a Lilith del conocimiento y confiándola en los abismos del inconsciente ha sido suprimida la inquietud de la mo­vilidad. La sometida Eva ha procurado una falsa paz, una tregua ilusoria entre los contrarios, que ha permitido la construcción de un edificio social ideal. En un mundo en el cual los instintos y la naturaleza (o sea la realidad) son repudiados y excluídos, todo de­be ser racional para ser lícito y todo debe ser conciente para ser bello. Son éstos los templos culturales erigidos a Apolo desde Pla­tón. Son los edificios idealistas y racionales en los cuales se cul­tiva con ímpetu la ilusión de la verdad; edificios con las puertas aseguradas. Pero fuera, encima y debajo de estos templos, se en­cuentra la mutable, inestable y temida naturaleza; la vilipendiada y repudiada, se le llame en sus diversas máscaras Dionisos o Lilith o Demetra, la venerada en los misterios eleusinos que celebran la espiritualización progresiva de la materia en tiempos en los cuales el Logos no había sido confeccionado del todo.

Por una aberración (o un engaño del astuto Logos) la cultu­ra de la ilusión apareció como cultura de lo real que se funda so­bre insospechables verdades eternas (aeternae veritates). Pero contrariamente esa cultura ha servido para engatusar al hombre en aquello que 8hopenhauer llamó "el velo de Maia". Bajo aquel velo seguro de las tempestades y de la oscuridad, de los náufragos que la ,naJturaleza mueve a capricho, el hombre se sintió protegido. y aquel hombre protegido se defendió acusando (demonizando) lo desconocido y lo mutable que le daban pánico, reaccionando al mie­do con un resentimiento que ha llegado a ser misoginia no sólo referida a la mujer sino también a la naturaleza misma. Solamen­te Eva puede estar al lado de ese hombre protegido, porque ella también está cubierta por el velo de Maia y cuidado si se descu­briera el velo y mostrara tener aquello de Lilith. Es claro que el hombre y la mujer deben descubrirse juntos el velo para no crear miedo el uno del otro.

En las Bacantes Cadmo dice a Penteo, el rey que rechaza re­cibir a Dionisos: "Pero tú persuádate Penteo/ no presumas que la fuerza puede todo en los hombres/ no pienses aún si lo piensas/

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(o si tu pensamiento está enfermo), que eres sabio/ Acoge al dios en esta tierra/ hazle sacrificios y participa en el bacanal". Pe­ro Penteo el racional, oscuro y terco rey de Tebas responde: "N o me toques tú que estás por entrar en el baca,nalj o me pegarás a mí también la infección de tu delirio/ Este maestro de tu insen­satez me las pagará". El maestro de la insensatez es Dionisos que ha endemoniado ya a todas las mujeres de Tebas que lo han reci­bido como lo merecía. En los templos apolíneos no puede entrar -pues es prOihibidO- la infección dionisíaca: "El exceso se develó como verdad, la contradicción, la alegría nacida del dolor habla­ron de sí brotando del corazón de la naturaleza, y donde quiera que penetrara lo dionisíaco, lo apolíneo era destr uido; la natura­leza extraña y hostil o subyugada celebra de nuevo la reconcilia­ción con el hijo perdido, el hombre". (F. Nietzsche. El Nacimiento de la Tragooia)

Sin embargo una nostalgia de curiosidad perdura en Penteo. Se disfraza de mujer para ir a curiosear impunemente al baca­nal. Pero las bacantes, las "furiosas" creyéndolo una fiera, lo despedazan, y la primera entre ellas, su madre Agave. El rechazo del Dios le ha costado a Penteo una trágica suerte: "Si hay un hombre soberbio de frente a los dioses, mire esta muerte -dice CadmO- y creerá que existen los dioses". Penteo sirviéndose de una astucia "lógica" se ha perdido. La recuperación de la natura­leza, de lo dionisíaco reprimido, no puede pasar a través de la razón, sino a través del rito de la resurrección del propio sí dioni­síaco. Pero la civilización nacida de la glorificación de la razón nos hace tomar la salida por las pistas habituales: "Como en el mar en­furecido y sin límites, un navegante sentado sobre un bote con­fía en su débil embarcación, así el individuo está plácidamente en medio de un mundo de afanes apoyándose y confiado en el principium individuationis (principio individual)". (S'hopenhauer. El mundo como voluntad de representación).

'Este es el hombre protegido por el velo de Maia. Fuera del bote existe el riesgo de ahogarse. pero quizás también de hacerse llevar por las olas sobre riveras desconocidas y tal vez mara­villosas; aquellas riveras reales donde cada hombre no debe ser la copia de un ser ideal, sino que puede ser sí mismo en ar­monía Con la naturaleza. Puesto que la realidad no tiene temor de sí misma, tampoco el hombre 10 debería tener. La ilusión tie­ne miedo de la realidad. Y las mujeres encontrando la parte per­dida de sí mismas, Lilith, la parte que ha permanecido en la som­bra, no deben ser iguales a un ideal, sino aquello que son. Si en el mundo de la ilusión (apolíneo, del Logos) ellas son racionales para ser lícitas (aceptadas) y cons'CÍentes para ser bellas (de otro modo serían obcenas o brujas) , en el mundo real (dion isíaco) , ellas son aquello que son como cada dios es aquello que es.

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La naturaleza se expresa a través de los mitos y los mitos a través de las religiones, pero si "Dios ha muerto" como dice Nietz­sche, han muerto también los mitos y entonces ¿ cómo reencontrar la naturaleza?

En este libro se habla de Nueva Conciencia como expansión de la conciencia para abrazar todo aquello que ha sido destituí do, como Lilith, principio femenino desconocido y reprimido del cual ha sido defraudada no sólo la mujer, sino también el hombre. Se sabe que el psicoanáJlisis se propone hacer consciente lo inconscien­te, reconstruir los mitos fragmentarios e incoherentes encerrados en la sombra como el mito de Lilith, lo Femenino rechazado. La dua­lidad Femenina y Masculina creo que está al centro de una en­crucijada de equívocos muy frecuentada pero aún no bien ilumi­nada. Tomemos aquello que es claro: el psicoanálisis se ocupa del modo en el cual el orden humano es heredado y adquirido. Suce­de sin embargo que este orden y sus leyes son patrimonio de una civilización estrechamente patriarcal. Si una zona profunda de lo Femenino fue destituída, como es indudable, llega a ser difícil ha­blar de lo Femenino sin haber puesto a la luz todos sus aspectos. En "la situa'CÍón edípica -dice Juliet Mitchelil (Psicoanálisis y fe­minisrrw) - el niño aprende qué puesto le espera en cuanto here­dero de la ley del padre. El complejo de Edipo es un mito patriar­cal y Freud reohazó la hipótesis para la mujer de un mito parale­lo a éste: el llamado complejo de Electra. Freud estuvo siempre en contra de cualquier simetría en la formación cultural de los hombres y de las mujeres. El complejo de Edipo es para la niña una labor secundaria que sin embargo le enseña que la sumisión a la ley del padre implica para ella el deber de llegar a ser la re­presentante de la "naturaleza" y de la "sexualidad", un caos de creatividad espóntanea e intuitiva. Ya que no puede tener el "to­que" de la ley, su sumisión consistirá en situarse como su opuesto, o sea como todo cuanto existe de amoroso e irracional". N atural­mente un "irracional" razonable para no salirse de lo sembrado. Por otra parte creo que hablar para la mujer de una "caída", quie­re decir imaginar (como inclusive ha sido hecho) que haya exis­tido una civilización matriarcal preedípica antes de la Historia, pero está todo por demostrar. Es entonces difícil hipotetizar cuándo haya sucedido y si ha sucedido realmente una "caída". Es muoho más en el Mito que en la Historia donde existen indicios de una unidad andrógina femenina y masculina. El mito de Lilith llega a ser la piedra miliar de una vía que ha sido separada y que hay que buscar.

"La distinción entre los sexos -dice Juliet Mitchell- y la consecuente opresión de la mujer vagan en busca de autor en los campos de la antropología, la biología, la psieología y la economía.

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El mito propuesto por Freud se resuelve en una SUposlclOn acer­ca de modo en el cual la humanidad "piensa" la propia historia y ésto lo ha deducido de la actual estructura psíquica sobre la base de nuestra naturaleza eterna; pero es también el modo en el cual los hombres "deben" creer que haya sucedido si quieren vivir se­gún los dictados de la sociedad". Se podría entonces hipotetizar que a las mujeres les ha faltado alguien que haya "pensado" la Historia según estructuras psíquicas fundadas sobre lo Femenino: "Yo pienso que la psicología en lo que concierne a las mujeres -dice Ronald Laing en El Loco y el Sabio- sufre de una defor­mación muy, muy grave. Distorsiona el cuadro y la deformación se insinúa en todos los aspectos de la teoría de Freud. Así, hasta que no se haya elaborado u.na psicología equilibrada, toda la labor queda muy sospechosa". Es muy sospechoso aqueMo que escribió Sandor Ferenczi en su Thalassa (mar): "el coito en su esencia no es otra cosa que la satisfacción del instinto del re­torno a la madre y al océano antes del nacimiento de todas las madres". La primera pregunta que una mujer se hace es ésta: ¿ y para la mujer el coito qué es? En efecto el libro habla del aco­plamiento del hombre con la mujer pero como si la persona pre­sente fuera solamente el hombre, porque a la mujer le toca hacer la parte de océano. Que la participación de la mujer en el coito sea la de funcionar de "océano" es por lo menos risible. En otro ensayo de Ferenczi que tiene como título Macho y Hemb1"a, se lee: "La mujer posee una sabiduría y una bondad superiores al hom­bre. Es una criatura de más finos sentimientos (morales) y en su sensibilidad (estética) da prueba de mayor buen sentido, pero el hombre ha creado las rigurosas leyes de la lógica, de la ética, de la estética de las cuales la mujer, bien conciente de su propio ín­timo valor, tiene muy poco en cuenta". Creo que hace bien leer es­tas cosas aún si no requieren ningún comentario ni de orden polé­mico ni de orden científico. Insuperable, Firenczi continúa así: "La tendencia que muchas mujeres presentan a emprender activi. dades masculinas revela en ·numerosos casos un substrato neuró. tico. Según las más recientes investigaciones de Freud, aquello que es llamado "complejo de virilidad" forma el núcleo de la mayor parte de las neurosis femeninas y representa la causa más impor­tante de la fri'gidez. Numerosas mujeres afligidas por neurosis no se han reconciJ.iado con el hecho de no haber nacido hombres (deseo del pene)".

Creo que la más calmada de las mujeres, la menos feminista, no quede desconcertada, porque además no estamos citando el MaZZeus Maleficarum de los dominicanos Jacob Sprenger y Hein. rich Institoris de 1487, sino un texto científico de 1924 y traduci. do por nosotros en 1965 y del cual Freud dijo: "Esta obra, la más brillante y la más profunda del pensamiento de Firenczi es una

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aplicación del punto de vista psicoanalítico a la biología de los pro­cesos sexuales". Y la mujer que no se presta a servir de "océano" para permitir al compañero alcanzar a través del coito su regre­sión t/w,lassale, ¿ cómo debe sentirse? ¿ Anormal? ¿ Neurótica? "Lo peor -dice Ronald Laing- es que Freud siendo un genio, como yo creo, cuando se equivoca su error es profundo. Un obvio ejem­plo de tal error es la doctrina de la envidia del pene en las muje­res (al cual sería naturalmente fácil contraponer la envidia del útero en el hombre)". En efecto, no es ni siquiera el caso de ob­jetar que la mujer es feliz con sus propios genitales, también hay hombres y mujeres que amarían pertenecer al sexo opuesto. Por el contrario, aquello que emerge de todo esto es la necesidad de admitir que el planeta de lo Femenino es aún muy desconocido tan­to a los hombres como a las mujeres: "Es difícil -dice Laing­decir qué cosa sea lo masculino y lo femenino. Pero si es aún lícito hablar de un principio masculino y femenino tenemos que recono­cer que ellos se equilibran en la naturaleza, tanto de los hom­bres como de Jas mujeres. Cuando un hombre y una mujer se en­cuentran tiene lugar un íntimo entrecruzamiento entre el lado fe­menino de él y el lado masculino de ella. Así las partes femeninas y masculinas de ambos interactúan en sentido ya sea homo o he­terosexual y dan lugar con ello a una integración". Por otra parte sea Freud o Jung había ya puntualizado el hecho de que psicológi­camente hombre y mujer son hermafroditas; que el alma es a un tiempo masculina y femenina sea en el hombre o en la mujer.

Me parece poder observar que hoy se están por fortuna de­teriorando los drásticos confines de las dicotomías de los contra­rios, racional - irracional, eros - logros; y así también la ciuda­dela patriarcal presenta algunas hendiduras en sus muros: el ho­rror vacuo de tantos destacados de la teorética "lógica" es mode­rado por el escepticismo de otros estudiosos de la psicología (R. Laing, G. D. Wilson), que dan una idea de la desconfianza sobre toda una serie de conceptos (lo profundo, la intención de la men­te, el inconsciente). La construcción de pirámides demasiado altas es el inicio del fi.n de la dinastía. El haber rodeado con muros de­masiado altos la ciudadela apolínea del Logos, ha permitido se­guramente construir en paz archivos y códigos, pero es fuera de las murallas donde residen las fuerzas libres fuera de catálogo, llá­mense éstas Lilith o de otro modo, y que piden deshacer los juegos hechos y volver a mezclar las cartas.

Una de las expresiones (máscaras) modernas de Lilith es Lu­lú de Wedekind (que se enlaza al mito de Pandora, pero en defi­nitiva al Femenino absoluto). Lulú es la mujer libre, se autodeter­mina, usa el hombre según el propio capricho y es su propio ca­pricho el que determina la concatenación de los hechos (Historia). Obviamente ella representa en grandes líneas al Mal, la Lujuria y

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el desenfrenado Erüs. Obiavmente Jack el Descuartizadür longa manus de la süciedad patriarcal, la descuartiza hürrendamente (mi­tO' de Diünisüs). J 'ack el asesino de las prüstitutas, es la figura "moral" de la ciudadela patriarcal. Jack, el impütente, nO' hace el amür cün Lulú ni cO'n las otras, su falO' es un cuchillO' que intrO'du­ce en la vagina y cün un largO' cO'rte descuartiza sus víctimas. De­liriO' de pütencia fálica. UsandO' ciertO's esquemas freudianüs pO'de­müs hablar de envidia de la vagina comO' übjetü eróticO' (en cuanto libre, pürque es ofrecidO' según el caprichO' para un placer cUyO' fin es él mismO' y pO'r lo tantO' asücial) y lugar de prücreación, tantO' que la hoja llega hasta las víscera's, allá dO'nde la procreación se cüncluye. PerO' todO' estO' es muy sabidO'. J ack es el vistosO' emble­ma de la enemistad de lO' MasculinO' cüntra lO' FemeninO'.

PuestO' que la lücura de J ack es cümO' tüdas las lücuras el sín· tüma de un malestar colectivO', se pO'dría deducir que la civiliza­ción patriarcal es cuna de Descuartizadüres. PerO' también estO' es muy sabidO'. LO's Jack sO'n la pO'licía secreta de la ciudadela, 10's mü­ralizadüres temibles que cuidan de las buenas costumbres. Una ene­mistad incO'nsciente hacia lO' FemeninO' es la característica de la ciu­dadela patriarcal. ¿ PO'r envidia? Tal vez pO'r terror, puestO' que de la mujer depende el regenerarse de la especie y de la naturaleza (Demetra), el renacimientO' de lüs nuevüs gérmenes; mujer y naturaleza fuerO'n rápidamente cO'nfundidüs el unO' cO'n el ütrO', te­midüs y pür estO' subyugadüs. En el mitO' existen recuerdO's de de­serciO'nes: Las AmazO'nas, que usan el hümbre sólO' para la pro. creación, Demetra que airada rechazó hacer tornar la primavera y el veranO'; perO' estO' también es mitO'. J ack el Descuartizadür en cambiO' está dentro de la Histüria, ha vividO' y comO' él tantO's O'trüs. Creo entO'nces que si el verdugO' está dentrO' de la Histüria, es ciu­dadanO' de la ciudadela patriarcal, también la víctima está en la HistüI'lia O' sea en la misma ciudadela. YO' piensO' que exis,te una HistO'ria matriarcal que nO' es antes de périodO' edípicO', O' sea an­tes de la Histüria, sinO' cO'ntempüránea a ella. Las mujeres están en la ciudadela, en sus ghettO's, en sus cárceles si se quiere, perO' su Histüria se desarrO'lla allí. Una histO'ria de prisión parangO'nable a aquella de 10's hebreO's en EgiptO'. Estaban en EgiptO', perO' conser­vandO' el prüpiO' ,diO's, la propia cO'ncepción monoteísta. También lO' FemeninO' tiene sus prO'piO's dioses y sus mitO's, la prO'pia idea so­cial para realizar. El día que las mujeres atravezarán el Mar Ro­jO', ellas cO'nstruirán una civilización diferente y éstO' los patriar­cas ID saben. PerO' pO'drían encO'ntrar antes la cO'mún O'ntO'génesis de ID MascUlli'nü y lO' FemeninO'. Citaba las Bacantes de Eurípides poIXIue me parece un textO' preciO'sO' que narra una especie de fuga del EgiptO' de las mujeres el día que DiO'nisO's (Lilith) llega a la ciudadela de Tebas. Exaltadas, liberadas, ellas huyen sobre 10's

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mO'ntes y se reaprO'pian de la madre naturaleza y nO' hay ni una sóla ley patriarcal que las detenga. El textO' de Eurípides tiene una vitalidad mítica enO'rme, al menO's tantO' cO'mO' el textO' de SófO'cles sO'bre EdipO'. Es curiO'sO' que se hayan extraídO' tantas cO'nsecuen­cias de EdipO' y tan pocas que yO' sepa de las Bacantes. Se diría que la Mitchell tiene razón cuandO' dice: "E,} mitO' prO'puestO' por Freud, se resuelve en una supO'sición acerca del mO'dO' en el cual lO's hombres deben creer que estO' haya sucedidO' si quieren vivir según lO's dictadO's de esta sO'ciedad". PerO' existe y cO'n igual res­petO', también el mitO' de las Bacantes que podría ser la mina erran­te de un modO' de "pensar" distintO' la HistO'ria. La cO'sa podría ser puesta en O'tros términO's: JudaísmO', Cristianismo, Capitalismo, las fuerzas históricas que han actuado en nuestra civilización y han determinadO' lO's sistemas conceptuales cO'n los cuales el mundO' es a·nalizadO' (pensadO') e interpretadO' (habladO'). Cada unO' constitu­ye una episteme O' sea un cO'njuntO' de reglas que cO'nsiente pensar y hablar de aquellas fuerzas históricas: sólO' vO'lviendo el propiO' discursO' cO'nfO'rme a aquella episteme se puede acceder al discurso mismO'. En breve: La episteme es un sistema de discurso que se cO'nfO'rma a las fuerzas dO'minantes. Por ejemplO' el discursO' freu­dianO' es una episteme que se cO'nfonna a las fuerzas dO'minantes pO'r su discursO' mismO' y es pO'r lO' tantO' cO'ntingente y relativO'. ¿ PO'r qué no pensar la Historia nO' sólO' con una episteme patriarcal sino también matriarcal?

Pero lO' FemeninO' ha sido empO'brecidO' a causa de mitO's des­truídO's, destituídO's (Lilith, DiO'nisO's) y por consiguiente nO' es fuerza dO'minante sinO' cO'accionada. ¿ Puede haber una episteme de la fuerza cO'acciO'nada? Es una episteme censurada. La demoniza­ción de lo FemeninO' ha sido una censura contra la episteme de lO' FemeninO'; se trata de una episteme que es infracción y herejía. "El LogO's se hace carne" dice el EvangeliO'. El cristianismo en su estadO' naciente es una episteme de lO' FemeninO' que cO'n el tiempO' es censurada. La HistO'ria según la episteme de lO' Feme­ninO', es una HistO'ria censurada. PO'r O'tra parte es verdad que el LogO's se hace carne (en el estadO' naciente del cristianismO') pe­rO' enseguida la carne es reabsorbida por el LO'gos: "DeshechadO' el erotismO' de la religión, los hombres han reducidO' esta última a la moral utilitaria". (Bataille: La lágrima de Eros). El mundO' del erO'tismO' (diO'nisíacO') está en el pO'lO' opuestO' del mundO' serví!, de la utilidad y de la prO'ducción: el erO'tismO' tiene en sí mismO' su propiO' fin, su propiO' sentidO', su propia satisfacción. Si éste es el mundo de lo FemeninO', la episteme de lO' Femenino es la anarquía. Lilith, la mujer rebelde, la primera compañera de Adán que nO' quiso permanecerle debajo, se presentó desde el primer mO'mento como un grave peligro para lo Util y el Fin, y por esto, contra la Historia que tal como la cO'nocemos se funda sobre lo Util y el

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Fin. El eros es ahistórico al contrario del Logos: "Apolo es el genio trans-figurador del principium individuationis gracias al cual se puede conseguir la liberación en la ilusión; por el contra­rio del grito de júbilo de Dionisos la cadena de la individuación es despedazada y se abre camino hacia las Madres del ser, hacia la esencia íntima de las cosas". (F. Nietzsche. El Nacimi,ento de la Tragedia) .

Quisiera concluir citando la Flauta Mágica de Mozart, obra en la cual el autor conscientemente o no ha narrado la tragedia (según el significado numinoso que de él dio Nietzsche) de lo Fe­menino y lo Masculino como dualidad que encuentra la conjunciém. La Reina de la Noche, La Gran Madre, Demetra y, en su contra Sarastro sacerdote del Sol, se sitúan como dos antagonistas fren­te a Tamino y Pamina cuya historia de amor coincide con la ini­ciaclOn que los llevará a encontrar el alma común: "Hombre y mujer, mujer y hombre alcanzan la divinidad", canta Papageno. "La música de La Flauta Mágica, llega a ser la más alta manifes­tación de la conjunción de lo masculino y lo femenino, -dice Eric Neumann (La Psioología de la Femenino)- en el signo de una sa­biduría del corazón que alude al misterio de Isis y Osiris". La-Flau.­ta celebra esta unión y no es casualidad que sea la obra de un gran artista quien nos dé a través de la música esta celebración, así como fue el espíritu de la música el que nos manifestó los re­cesos de ,la Psiquis a través de la tragedia, como lo entendió Nietz­sche en su insuperable texto El Nacimiento de la Tragedia del Es­píritu de la Música. La tragedia clásica habla de Edipo, pero no entendido como el emblema historizado del hombre occidental, con sus traumas; Edipo es una de las máscaras de Dionisos: "Dioni­sos no dejó nunca de ser el héroe trágico que personificó todas las figuras famosas de la escena griega: Prometeo, Edipo etc". (Na­cimient.o de la Tragedia). Tal vez Freud no debería haber igno­rado que los trágicos no hacían "Histor;ia" sino obras numinosas que tenían por objeto siempre los dolores de Dionisos, los dolo­res de un numen que era siempre macho y hembra, sujeto y objeto, víctima y verdugo y sobre todo Eros y no Logos. Las tragedias eran diversas representaciones de un mismo tema: la dolorosa re­lación del hombre-mujer con el numen, la lucha por buscarse, por compenetrarse.

Como Mozart, tampoco Esquilo, Sófocles o Eurípides se pro­pusieron a través de sus obras formular leyes u órdenes según lo útil y el fin, a la par que Licurgo o Sócrates. Proponiendo al hé­roe trágico como máscara infinita de Dionisos propusieron el rito, la ebriedad (abandonarse al numen) como forma de conoci­miento y única armonía del iniciado (aquel que acepta al dios) en la naturaleza: ésta es la idea real de la psiquis que tuvieron los

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trágicos, pero que en definitiva es la única idea posible de psiquis. En el crisol de sus obras se forma ciertamente la psiquis del hom­bre-mujer occidental, pero corno magma numinoso que permanece siempre incandescente en contraposición al Logos que enfría para seccionar. IEl triunfo del Logos es la muerte del mito y de la con­ciencia del él, o sea de la psíquis; el triunfo del Logos lleva a ale­jarse al hombre - muj'er de las raíces húmedas que consienten el fluir de la armonía con la naturaleza; trae las dicotomías, los te­rrores, las angustias. Demetra, Dionisos, Númenes del acá y del al1lá conferían a la psiquis la numinosidad y por lo tanto una visión de unidad de los contrarios: masculino y femenino, luz y noche, vida y muerte, muerte y renacimiento. No por casualidad escribe Moz'art al padre (1787) : "Puesto que la muerte es en el fondo el verdadero fin de nuestra vida, desde hace un par de años he es­trechado tal amistad con ésta, verdadera y mejor amiga del hom­bre, que su imagen no tiene para mí nada de asustador, al contra­rio, es francamente tranquilizante y reconfortante! Y agradezco a Dios haberme concedido aprender a conocerla como clave de la verdadera felicidad".

El artista es aquel en el cual el Logos no mata la psiquis o sea el contacto COn lo numinoso sino que al,imenta sus raíces.

Sólo una indagación humilde pero celosa de aquello que la pSiquis es y no de lo que debería ser (el cómo debería ser es siem­pre el ímpulso de los asesinos), se puede vislumbrar la conjunción de los contrarios y entonces en relación a nuestro terna, la con­junción de lo Masculino y de lo Femenino.

LiUarUL Cavani Roma, Marzo 1980

Traducción: Miriam Londoño Blair