¿Gutenberg versus Steve Jobs?
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En busca de un nuevo paradigma educativo
Ángel Cepeda Hernández
Departamento de Inglés
El panorama que se presenta, aunque muy
simplificado, sería el siguiente: hay un choque de
dos mundos, el de la institución escolar, o mejor, las
instituciones y las personas dedicadas a la educación
(sea formal, no formal o informal), que provienen de
un mundo conceptual derivado de una tecnología de difusión del conocimiento basada en la palabra
fundamentalmente (la galaxia Gutenberg), que se
enfrenta a una sociedad (los discentes) inmersa en
otra “onda” diferente, en un mundo dominado por
las tecnologías de la información y la comunicación
basadas en el lenguaje icónico, en una cultura del
espectáculo. Es casi, como si dijéramos, que se ha
roto la comunicación, pues aunque hay emisor y receptor, y mensajes compartidos en un mismo
contexto, sin embargo el código parece no coincidir
y, si me apuran, tampoco los canales.
Los datos conocidos dicen que el hecho –si
no la causa, que puede ser más diversa--, está ahí, y
no podemos darle la espalda. Hemos apuntado una
causa, pero otras también pueden tener su
importancia; no sólo la dificultad o hasta
incapacidad del profesorado y del resto de los
responsables educativos de conectar con los jóvenes,
sino también la percepción que tienen los jóvenes de
que la institución escolar no les ofrece mucho frente a las exigencias que les plantea.
Esto no es nuevo, aunque ahora tenga otros
condicionantes y otras explicaciones. Pero el hecho
es que siempre ha habido cotas de fracaso escolar claramente debidas a la no sintonía de la escuela con
el alumno. Valga como ejemplo bien conocido de
casos notables de “fracasados” en el sistema que
luego han triunfado no ya en ámbitos no
académicos, sino dentro de los campos académicos,
de la ciencia y de la cultura, el del mismísimo Albert
Einstein.
En este punto, me gustaría añadir que tal
vez no hayamos definido con rigor cuáles son las
metas comunes que debemos exigir al alumnado
para no considerar que fracasaron, y hasta qué punto
lo que se ha dado en llamar diversificación
curricular no debería ser moneda más común para dar respuesta a las inadaptaciones de muchos
alumnos a los curricula propuestos, cuando sabemos
con certeza casi absoluta que estamos frustrando, en
muchas ocasiones, a chavales que podrían
desarrollarse e incluso retornar después al itinerario
común si la institución es capaz de anticiparse para
dar respuestas diversificadas a las demandas también
diversificadas de los diferentes individuos.
Sea cual fuere el peso de cada uno de los motivos, el caso es que estamos instalados en lo que
algunos califican como de tercera gran crisis de la
educación occidental a lo largo de la historia (las
otras dos se corresponderían también con sendas
revoluciones: la del paso de la cultura oral a la
cultura escrita y la que coincide con la aparición de
la imprenta). Se pone el acento, en esta tercera crisis
educativa, en la influencia enorme que los medios de masa audiovisuales e informáticos ejercen sobre las
nuevas generaciones, sustituyendo a las instituciones
de manera muy importante en los procesos de
socialización y de enculturación, con la instauración
de nuevas formas de comunicación y, lo que es más,
de representación e interpretación de la realidad.
Ya queda dicho. Si siempre se ha hablado
de desencuentro generacional, parece que éste al que
nos referimos de los tiempos actuales es algo más
que un salto cuantitativo e incluso cualitativo. Yo
diría que podríamos hablar de un salto perceptivo:
en el sentido no sólo de una manera de percibir la
realidad, sino incluso en el de captar “otra” realidad.
O, cuando menos, de una suerte de “mutación” que lleva a los individuos de la iconosfera a percibir unas
facetas y a obviar o ignorar otras.
Ante este panorama, que el educador puede
entender como una carencia de la sociedad para
hacer que los individuos más jóvenes sean capaces
de ver la “realidad oficial” –la que él mismo percibe
como la realidad auténtica--, puede éste considerar
que su papel debe ser el de luchar contra viento y
marea y convertir su “espacio seguro” –el aula--, en
su torreón defensivo desde el que reconquistar las
mentes confusas de los educandos. Y cometería un
gran error, pues no sólo coadyuvaría a reforzar la
idea de que la sociedad y la escuela están siempre de
espaldas (la cultura libresca, la cultura oficial, frente
a la cultura de la calle, la que perciben como
“auténtica” los jóvenes). También contribuiría esta
postura a traicionar el verdadero papel que al
educador le compete, el de ser mediador, el de ser
comunicador. Y difícilmente puede comunicar quien emite en una sintonía distinta a la que alcanza el dial
de los “oyentes”.
Así pues, conviene conocer bien cuáles son
los procesos mentales y las características de este
nuevo discente sumergido en el mundo de la imagen
y alejado del mundo de la palabra escrita, de unas
nuevas generaciones en las que la influencia de las herramientas culturales imperantes (televisión,
internet, multimedia...) no sólo influyen de manera
notable en su mundo perceptivo, sino también a
nivel mental. Se constata cada vez de forma más
palmaria que se está produciendo un “gap” o brecha
entre generaciones, y ya hay pocas dudas de que los
adolescentes y los jóvenes actuales perciben de
manera diferente y reaccionan más inmediatamente
a estímulos visuales y auditivos; pero no sólo eso,
sino que “los necesitan”. Necesitan su ración de
imágenes trepidantes.
Cuando les cuento a mis alumnos que el día
que pusieron la televisión en casa de mis padres,
siendo yo un chaval de 12 años, en lugar de
quedarme en casa preferí irme por ahí con los
amigos, a “explorar” en bicicleta una curva de la
carretera en donde meses atrás se había producido
un accidente de tráfico, tengo que explicarles cómo
la calle era para nosotros nuestro auténtico mundo,
lleno de sensaciones, olores, colores y sonidos reales, frente a la realidad virtual catódica (en
realidad, cada vez más “plasmática”), que representa
el televisor o la pantalla del ordenador o del
Smartphone. Y es que, efectivamente, estamos con
el periodista Manuel Campo Vidal cuando afirma
que “…si de pronto se averiaran todos los
televisores del mundo, no habría escalas para medir
los maremotos de aburrimiento”.
La pasión por la lectura es también cada
vez más difícil encontrarla entre las nuevas
generaciones. Y este es un factor desde mi punto de vista esencial, no sólo por aquella cuestión casi
romántica que tantas veces repetimos del acto íntimo
e irrepetible del individuo recreando otras realidades
mediante la interpretación de un código abstracto,
sino porque conforma, frente a la postura del
espectador audiovisual, maneras diferentes de
percibir la realidad y de poner en marcha los
mecanismos mentales de asociación y de sinapsis
mentales. Estos últimos tienden a percibir mejor lo concreto que lo abstracto, lo que se percibe por los
sentidos que lo que reflexionamos mediante
procesos mentales: contemplar es más cómodo que
pensar.
Mi pregunta es, si en definitiva lo que se persigue es una “sobredosis” que satisfaga nuestras
necesidades perceptivas, ¿no es posible llegar a la
misma de otro modo que no sea el bombardeo
icónico? Yo creo que sí, que hay alternativa. Con
permiso de Marshall McLuhan, no creo que el
mensaje sea el medio, aunque cada vez se esté más
dispuesto a confundir el medio con el mensaje. Por
el contrario, considero que incluso la satisfacción perceptiva puede ser lograda –y ser más rica--, sin
tener que recurrir a productos terminados y
predigeridos.
En este punto, no me resisto a comentar una
anécdota personal en torno a la conocidísima obra
del semiólogo Humberto Eco “El nombre de la rosa”. La primera vez que leí el libro, en el que se
retrata de manera tan magistral una riquísima
biblioteca que atesora incunables, y que se convierte
en epicentro del policiaco argumento, al llegar al
pasaje en que esta biblioteca empieza a arder, tuve
que cerrar el libro, como si así pudiera conjurar el
fuego y pudiera acabar con las llamas; hasta tal
punto era para mí vívida la percepción de esa biblioteca, convertida en mi imaginario ya en algo
casi tangible. Obviamente, la película no me
transportó luego esas sensaciones; las imágenes
siguen su curso sin mi intervención, y ponen el
acento más en la acción que en la reflexión en torno
a la importante pérdida cultural que representa la
quema de ese tesoro…
Otro aspecto muy interesante es el referido
a la existencia de una nueva conformación
perceptiva de las mentes de los ciudadanos de la
iconosfera; es lo que se ha dado en llamar el
“zapping mental”. Efectivamente, frente a la linealidad de los mensajes en los textos escritos
(mentalidad de ABCD), la simultaneidad, la cultura
mosaico, la dispersión mental que propician los
medios audiovisuales: nadie lee dos textos
simultáneamente, pero sí “vemos” dos programas a
la vez. Así pues, individuos que en vida cotidiana
están bombardeados por esos mensajes
fragmentarios, cuasi simultáneos, a modo de mosaico, se enfrentan como discentes en el aula a
una cultura oficial con características opuestas: la
linealidad, la secuenciación, lo verbal, lo abstracto y
lo analítico.
Lo actitudinal también se ve influido desde
esta perspectiva de contemplación de las cosas. El
zapping como técnica de “picoteo” frente al
televisor, también se traslada a sus vidas. Lo
verdaderamente alarmante es cuando esa
inestabilidad, ese continuo cambiar se lleva hasta el
mundo de las ideas y de la racionalidad: todo puede ser puesto en cuestión, nada es estable ni cierto, ergo
no existen los principios (si lo llevamos hasta la
exageración), ni normas mínimamente permanentes.
Ante este panorama, cerrar los ojos a las visiones de los apocalípticos, a veces enormemente
exageradas y “generaciocéntricas”, sería tan torpe
como obviar también la existencia de esa realidad
que hemos descrito: la de un nuevo perfil de
ciudadanos dotados de un nuevo paradigma
perceptivo. La institución escolar debe hacer un
análisis serio de lo que comporta la situación y
abordar soluciones que no pueden situarse ni en el
encastillamiento en los axiomas oficiales, ni en la rendición ante un supuesto enemigo. Creo que la
realidad, innegable, está ahí; hay que ser consciente
de ello, como de los peligros que comporta no
tenerla en cuenta. Pero quizás –una vez más--,
podamos encontrar la vía del medio, en la que dicen
que se halla la virtud. El papel del educador será
muy difícil –nunca fue fácil--, y habrá de saber
conjugar sus propios valores, aquellos con los que se siente seguro, con los otros valores a los que ha de
acercarse si no quiere perder el diálogo con las
nuevas generaciones. Y hacer comprender a los
alumnos –e incluso a muchos de los padres y madres
de los alumnos–, que alcanzar el conocimiento conlleva esfuerzos, que a pesar de no ser
gratificantes aparentemente en primer término, nos
conducen a metas mejores que al final –en muchas
ocasiones, ya tarde--, acabamos reconociendo.
Ángel Cepeda Hernández Departamento de Inglés
Ilustración de un adolescente sobre "los nuevos alumnos"