Héctor P. Agosti - Echeverria

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Héctor P. Agosti ECHEVERRIA* Editorial Futuro * Esteban, 1805, Bs. As.-1851, Montevideo, donde se instala por su posición: unitaria, contraria al gobierno de Rosas. [Solapa izquierda] Más que un ensayo estrictamente histórico, este libro sobre Echeverría importa una sociología que procura indagar en el trasiego del pensamiento argentino partiendo del drama personal del autor de La cautiva. Héctor P. Agosti nos tiene revelada esa dirección de su temperamento creador con El hombre prisionero, con Defensa del realismo, con Cuaderno de bitácora, y más específicamente con Ingenieros, ciudadano de la juventud, cuya segunda edición ha aparecido recientemente. Esta nueva aportación nos entrega rescatada, envuelta en las contradicciones de su pensamiento y en la luminosidad de sus aciertos, la imagen total de Esteban Echeverría. A la variada bibliografía echeverriana se agrega el estudio que faltaba en torno a la elucidación de lo ideológico, en función siempre de lo crucial argentino y americano. La mera exégesis aparece aquí suplantada por el análisis exhaustivo, por la inquisición profunda que nos remonta a las interrogaciones primordiales del ser nacional. Por eso mismo la evocación del pasado está teñida por la preocupación del porvenir. En este apasionado diálogo con Echeverría surgen los problemas madres de la nacionalidad que tanto afectan al plano de la cultura como al económico-social desmenuzados por el riguroso método científico, que despunta un enfoque proclive a la polémica por su novedad. EDITORIAL FUTURO GIBSON 4021 BUENOS AIRES DEL AUTOR EL HOMBRE PRISIONERO. Ed. Claridad, Buenos Aires, 1938. EMILIO ZOLA. Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1941. LITERATURA FRANCESA. Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1944. DEFENSA DEL REALISMO. Ed. Pueblos Unidos, Montevideo, 1945.

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Hctor P. Agosti

ECHEVERRIA*

Editorial Futuro* Esteban, 1805, Bs. As.-1851, Montevideo, donde se instala por su posicin: unitaria, contraria al gobierno de Rosas.

[Solapa izquierda] Ms que un ensayo estrictamente histrico, este libro sobre Echeverra importa una sociologa que procura indagar en el trasiego del pensamiento argentino partiendo del drama personal del autor de La cautiva. Hctor P. Agosti nos tiene revelada esa direccin de su temperamento creador con El hombre prisionero, con Defensa del realismo, con Cuaderno de bitcora, y ms especficamente con Ingenieros, ciudadano de la juventud, cuya segunda edicin ha aparecido recientemente.

Esta nueva aportacin nos entrega rescatada, envuelta en las contradicciones de su pensamiento y en la luminosidad de sus aciertos, la imagen total de Esteban Echeverra. A la variada bibliografa echeverriana se agrega el estudio que faltaba en torno a la elucidacin de lo ideolgico, en funcin siempre de lo crucial argentino y americano. La mera exgesis aparece aqu suplantada por el anlisis exhaustivo, por la inquisicin profunda que nos remonta a las interrogaciones primordiales del ser nacional. Por eso mismo la evocacin del pasado est teida por la preocupacin del porvenir.

En este apasionado dilogo con Echeverra surgen los problemas madres de la nacionalidad que tanto afectan al plano de la cultura como al econmico-social desmenuzados por el riguroso mtodo cientfico, que despunta un enfoque proclive a la polmica por su novedad.

EDITORIAL FUTURO

GIBSON 4021 BUENOS AIRES

DEL AUTOR

EL HOMBRE PRISIONERO. Ed. Claridad, Buenos Aires, 1938.

EMILIO ZOLA. Ed. Atlntida, Buenos Aires, 1941.

LITERATURA FRANCESA. Ed. Atlntida, Buenos Aires, 1944.

DEFENSA DEL REALISMO. Ed. Pueblos Unidos, Montevideo, 1945.

INGENIEROS, CIUDADANO DE LA JUVENTUD. P edicin: Ed. Futuro, Buenos Aires, 1945; 2a edicin: Ed. Santiago Rueda, Buenos Aires, 1950. (Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.)

INGENIEROS, CIDADO DA JUVENTUDE. Traduccin de Jos Geraldo Vieira. Ed. Brasiliense, San Pablo, 1947.

CUADERNO DE BITCORA. Ed. Lautaro, Buenos Aires, 1949.

Hecho el depsito que previene la ley 11.723 Copyright by Editorial Futuro S. R. L., 1951

Se termin de imprimir en Artes Grficas Bartolom U. Chiesino, Ameghino 838, Avellaneda, el da 23 de septiembre de 1951.

"...nuestra misin es esencialmente crtica porque la crtica es el gran instrumento de la razn". Echeverra.

ECHEVERRIA

A CRISTINA RUTH.

I

HOMBRE DE ESTE TIEMPO

Partir de lo que somos para saber lo que debemos ser representaba para Echeverra la actitud fundamental. "Ser grande en poltica --dijo alguna vez--, no es estar a la altura de la civilizacin del mundo, sino a la altura de las necesidades de su pas". Ninguna meditacin argentina ha sido por lo mismo ms dolorosamente exhaustiva que la suya, ms hostigada por una crtica que a l tambin alcanzaba a veces plenamente con los ramalazos de la autocrtica. Partir de lo que somos equivale a mirar con ojos muy abiertos la realidad concreta. Echeverra saba mirarla valerosamente, porque bien comprenda que la realidad de un pueblo est constituida por esa entrecruzada trama que va desde lo que come hasta lo que piensa. Pero mirar la realidad concreta no es lo mismo que fraguar una realidad de fatdicas perversidades apoyada en invariantes psicolgicas de carcter casi metafsico. Mirar la realidad equivale a partir desnudamente de lo que somos. Pero dicho preciso arranque no significa abrumar al pas con acentos de fatalidad irredimible, sino descubrir lo que este pas tiene de esencial y tpico en el curso universal de la civilizacin. Si la hipocresa patritica consiste en exaltar los dichos del turbio nacionalismo pregonando ber alles [sobretodo] la superioridad del propio pueblo, el coraje patritico no podr consistir, sin embargo, en lo contrario: en amputar la condicin redimible de ese pueblo, en desposeerlo de toda fertilidad probable, en despojarle toda apropiada excelencia, en inmovilizarlo con cualidades inmanentes, en mirarlo como sujeto marginal de la historia, como si su historia fuera el mero desenvolverse de aquellas atribuibles (e invariables) fatalidades psicolgicas; como si el alud de los sucesos del mundo no estuviera llamndolo tambin a acompasarse con el ritmo primordial de la crnica humana. Aquel movimiento de negacin casi absoluta puede computarse como contrapartida cuando se miden los excesos de alguna adulacin sofstica del pueblo; pero los extremos antihistricos de la demagogia no justifican los extremos igualmente antihistricos de la fatalidad abrumante. En los extremos late la inanidad de la interpretacin psicologista de la historia, fantasa con prudentes recortes de pasividad que nos llevara a dolernos pacientemente del pas castigado por un infortunio irreversible, tan abrumador en su sustancia especfica que ningn esfuerzo podra serle aplicado vlidamente para transformarlo.

Cuando Echeverra se propone partir de lo que somos para prevenir la identidad de nuestro futuro, aquel ejercicio del patriotismo honrado comienza por indagar la teora de la revolucin, lo cual equivale a formular explcitamente el acta de acusacin contra los culpables de la revolucin incumplida. "Estar a la altura de las necesidades de su pas" equivale puntualmente a instrumentar el cumplimiento de la revolucin interrumpida. Quiere decir, entonces, que el prosista metdico del Dogma socialista confirma la necesidad de descubrir las particulares races del hecho argentino para diagnosticar con pericial exactitud sus remedios enrgicos. Y no se ve en esos remedios sino la imperiosidad de abreviar el hiato revolucionario, de cerrarlo cabalmente mediante la comprensin de las razones que propician entre nosotros la revolucin total. Conocer el hecho argentino equivale por de pronto a mirar este pas en sus particularidades gentilicias, sin empearse tampoco en suponer que dichas cualidades constituyan un suceso desgajado de la universalidad revolucionaria. Echeverra ensea la verdad de esta conexin universal de los sucesos revolucionarios, y frente a ciertas meditaciones ilusorias de la historia va a probarnos que las ideas no viven en compartimientos clausurados por fronteras nacionales, y que reproducen sus mismos efectos a poco que sus mismas causas originarias reaparezcan sobre otras latitudes. Ms aun: va a probarnos que el pensamiento es en s mismo "engendrador de la revolucin", en tanto "no es un pensamiento aislado, parto solitario de la razn, sino una concepcin racional deducida del conocimiento de la historia, y del organismo animado de la sociedad".

Los crticos no han sabido aislar esta leccin primordial de Echeverra, que es sin duda la clave de su pensamiento: lo han visto como un remedador de doctrinas extranjeras, cuando ninguno pis ms firmemente que l la tierra argentina. Aquella recordada frase sobre las circunstancias de la grandeza poltica debiera haber servido de suficiente ndice para los crticos. No se nos estaba previniendo all contra la falsedad doctrinaria de querer injertar sistemas polticos ajenos a las mudanzas materiales del pas, no se nos estaba indicando all que toda revolucin argentina deba arrancar de una valoracin muy afinada y precisa de los datos argentinos? Pero no por sobreponerse a la fra abstraccin de los idelogos se encerraba Echeverra en la aberracin nacionalista de los restauradores del pasado colonial, cuyo salvajismo ms consista en las aduanas intelectuales que en los desbordes mazorqueros [terroristas de Rosas]. Aquella clave de la grandeza poltica queda explicada en su ensayo sobre la revolucin del 48 [defensores del sufragio universal y socialistas, liderados por Louis Blanc derrocan al rey y proclaman la II Repblica francesa, se suceden otras insurrecciones en Europa central] con la doctrina del paralelismo histrico, doctrina que afirma en estricta justicia el carcter mundial de los procesos transformadores. "Por lejana que est la Amrica, por ignorante y atrasada que la supongan, por ms vallas que interpongan los gobiernos retrgrados que la despotizan para trabar su comunicacin con la Europa, la Amrica no podr sustraerse a la invasin de las ideas que han engendrado la Repblica en Francia; ni a la accin de los acontecimientos que nacern de su seno", nos dice entonces Echeverra. El nacionalismo ideolgico resulta as refutado muy explcitamente, porque el autor del Dogma sabe que el proceso transformador es uno e indivisible, cualesquiera sean sus peripecias particulares, y porque sabe tambin que el pensamiento originado en los pases avanzados tiene que ejercitar necesariamente su accin de "desquicio" en los pases ms atrasados; aunque vanamente pretendan impedirlo las aejas y las renovadas inquisiciones.

Pero aquel pensamiento avanzado ha de ser una herramienta y no un plagio, y en la mansa sumisin a los modelos extranjeros encuentra Echeverra las razones principales de su discrepancia --agria muchas veces, injusta otras-- con los unitarios. Sarmiento [Domingo Faustino, 1811, San Juan-88, escritor y poltico, organiza la primera Escuela Normal (de maestros) de Amrica] va a confirnoslo tambin en el Facundo: la revolucin francesa de 1830 --nos dice-- "descubri toda la decepcin del constitucionalismo de Benjamn Constant" [... de Rebecque, 1767-1830, escritor y poltico liberal]. Aquel constitucionalismo obstinado represent el sueo ms ambicioso del partido unitario, y en su trasplante hasta las mrgenes todava irredentas del Plata descubre Echeverra una forma funesta de plagio poltico. "Los unitarios no comprendan dice el sistema social de un punto de vista nacional o argentino. Ellos buscaron lo ideal que haban visto en Europa o en los libros europeos, no lo ideal resultante del desenvolvimiento armnico y normal de la actividad argentina" (Cartas a De Angelis [Pedro, 1784, Npoles-1859, Bs. As., historiador]). La censura a los unitarios, con los vientos de injusticia que por instantes presupone, es, sin embargo, la afirmacin de un realismo crtico por parte de Echeverra y nunca el abandono de las ideas revolucionarias que justificaron nuestro impulso inicial como nacin. El primer crtico que Echeverra debi padecer (un padecimiento ms para l, que tantos soportara) alab esa inexistente amputacin casi como un ttulo de gloria para el poeta de La cautiva. "No es por cierto, seores, el menor mrito de los autores del Dogma --escribe Estrada [Jos Manuel, 1842, Bs. As.-97, escritor y poltico] en su Poltica liberal-- haberse emancipado de la tradicin que una en espritu a sus predecesores con los revolucionarios franceses y la escuela de Rousseau". Y esto expresa ms un deseo del crtico que una verdad absoluta, ms una voluntad de despojar al Dogma de su secuencia revolucionaria que de analizarlo en el proceso histrico que representa y procura estimular. Para Estrada, en efecto, se trata de cercenar la continuidad jacobina del ideal revolucionario. No nos dice, acaso, que la doctrina del contrato social "disfraz con apariencias filosficas todas las inmoderaciones de la revolucin francesa"? Y si bien es cierto que a Echeverra no puede calificrselo como seguidor puntualsimo de Rousseau [Jean-Jacques, 1712, Ginebra-78], ello no significa en modo alguno que se coloque en las contrarias de aquel pensamiento revolucionario: quiere decir nicamente que lo supera, porque no es ajeno a las repercusiones que en el terreno de la organizacin poltica asume el conflicto individuo-sociedad. La decepcin constitucionalista, percibida por Sarmiento, es el anuncio ms cierto y definitivo de ese conflicto, y cuando Echeverra censure a los unitarios por su remedo de aquella ilusin, no vendr a reprocharles que su obra ms ambiciosa, la constitucin de 1826, carezca "de cierta enrgica y plebeya originalidad"? Destaco especialmente la palabra plebeya para reasumir la actitud fundamental de Echeverra, en apariencia contradictoria con su atencin constante al mejor pensamiento revolucionario de Francia. La tnica plebeya de que habla Echeverra fue sin duda la condicin eficiente de la grande Rvolution y el calificativo ms estricto de los ejrcitos libertadores en nuestra emancipacin criolla. Al acentuar aquella condicin aspiraba Echeverra a evidenciar el carcter especial de nuestra sociabilidad, a veces olvidado en las ensoaciones aristocrticas de algunos unitarios. Haba que estar entonces a la altura del pas plebeyo, porque en esa comprensin de la realidad reside la grandeza poltica. Pero acaso dicha atencin a los sucesos del pas mirados con desapasionado anlisis realista se contradice con aquella invasin de las ideas provenientes de Europa? Para salvar esta contradiccin aparente, quizs haya fabricado Estrada aquella teora de la destitucin revolucionaria, o la otra, ms inexplicable todava, que reduce la doctrina del Dogma a un puro empirismo casi oportunista. Pero parece evidente que aquella clave echeverriana descubre una inusitada fertilidad terica, una fertilidad nada anacrnica, sino vivamente actual en la conciencia de los argentinos. Saber exactamente lo que somos no representa una abrumadora pesquisa sobre las actitudes inalterables del hombre argentino, sino ms bien indagar las circunstancias sociales dentro de las cuales se mueve ese hombre como sujeto histrico. Partir de lo que somos equivale por lo mismo a conocer las necesidades del pas, y la verdadera grandeza del poltico habr de consistir entonces en colocarse a la altura de esas necesidades, en saberlas servir con adecuada eficiencia transformadora. Pero eso no convalida un grosero empirismo oportunista, sino una firmsima doctrina racionalizada, una obligacin de mirar los adelantos de los pases que marchan a la cabeza de la civilizacin para aprender de ellos lo verdaderamente aprovechable. Echeverra no ciega las fuentes culturales del pas, como los mazorqueros de las dcadas infames, o como sus presumibles herederos de todos los tiempos; no desprecia "la altura de la civilizacin del mundo": simplemente se niega a imitarla artificialmente, a imponer modos de conducta colectiva que no se encuentren justificados por la peculiaridad de nuestra constitucin social o difundidos en la comprensin radical de las masas.

A lo que en definitiva habr de negarse es a la intelectualizacin de la conducta poltica, a la torpe inanidad de los pensamientos abstractos: "Acordmonos que la virtud es la accin, y que todo pensamiento que no se realiza es una quimera indigna del hombre" (Dogma socialista). En qu otra cosa puede consistir la ciencia del revolucionario verdadero sino en procurar que sus pensamientos se conviertan en accin, sino en acompasar sus anticipaciones doctrinarias con el grado de estricta comprensin de las masas, sin rezagarse de ellas por complacencia, sin adelantarse a ellas por soberbia? Y en la frmula de Echeverra hay que mirar esa forzosa voluntad de transmutar los pensamientos en hechos materiales: esa voluntad tremenda de reanudar la revolucin interrumpida, cuando no traicionada. El doctrinario sabe ponerse cumplidamente de lado cuando los temas de la accin concreta le aguijonean la sangre. Lo dice, muy dolidamente, en una carta a Pacheco y Obes [Melchor..., 1805, Bs. As.-55, militar uruguayo, luch contra la ocupacin brasilea]: "cuando se pelea a muerte y todo hombre empua un fusil para defender su bolsa y su vida quin podra detenerse a escuchar al mentido Apstol, que en vez de enristrar una lanza da un consejo, y en lugar de enfilarse entre los combatientes se reserva el cmodo papel de trompeta doctrinario? ... escribir por escribir, sin que una creencia, una mira de utilidad pblica nos mueva, me parece, no slo un charlatanismo ignorante, sino el abuso ms criminal y escandaloso, que pueda hacerse de esa noble facultad". Cuando los temas de la accin concreta le aguijonean la sangre, el doctrinario parece menospreciar su propia labor: piensa que quien pretenda derribar a Rosas con virulentas filpicas [arengas de Demstenes contra Filipo de Macedonia] no es ms que un charlatn cobarde. Quizs, en un pasajero desfallecimiento, l mismo no valoraba las dimensiones de su propia obra, no perciba que estaban incluidos esos temas de la accin concreta en todas las reflexiones de su realismo crtico. Lo cual equivale a decir que Echeverra no "escriba por escribir". Muy fundamentales presupuestos de transformacin nacional movan su meditacin apasionada. Los explicables desalientos de la accin sin visible transferencia inmediata pudieron dictarle de pronto esa incomprensin de su propia obra. Quin no ha sentido alguna vez, en la alta noche callada, en el dilogo patticamente desnudo consigo mismo, la inconformidad por el propio pensamiento que no alcanza a dibujarse en acto rotundo y definitivo, esa acongojante sensacin del tiempo desvanecido sin rescate como una fuga de la propia vida irrealizada? Pero nunca los pasajeros desnimos desencajan de su obra fundamental al escritor autntico, al que no se conforma con la agachada de ser un testigo mudo de su tiempo, al que pretende ms bien determinar muy decididamente la marcha de su tiempo. Los abatimientos de Echeverra son igualmente efmeros, igualmente dictados por la inmovilidad de su destierro y por la certeza de su muerte temprana y sin remedio. "Dicen por ah que tengo talento y escribo como nadie y lo que nadie por ac: zoncera!. Yo tengo para m que soy el ms infeliz de los vivientes porque no tengo salud, ni esperanza, ni porvenir y converso cien veces al da con la muerte hace cerca de dos aos", escribe a Gutirrez [Juan Mara, 1809, Bs. As.-78, funda con Alberdi la Asociacin de Mayo en 1838] y Alberdi [Juan Bautista, 1810, Tucumn-1884] en 1846. Y cuatro aos despus, estas palabras ms desoladas todava: "Slo la deplorable situacin de nuestro pas ha podido compelerme a malgastar en rimas estriles la sustancia de mi crneo". La deplorable situacin de nuestro pas!... En ese deplorable medio el poeta tena fama de estar viviendo entre las nubes porque pregonaba, con muy escasas inconsecuencias, la voluntad heroica de reasumir el curso de la revolucin interrumpida. Hostigado por las facciones clsicas de la poltica argentina, el poeta deba de sentirse irremediablemente slo entre los muros de la Montevideo sitiada: solo con sus propios pensamientos desvalidos de fruto inmediato. Era el anunciador de un tiempo nuevo, la voz proftica que la leyenda quiere insertar en el osado oficio del poeta. Pero era el anunciador condenado a no ver con sus ojos el fruto del anuncio. Fue el hombre que no pudo hacer, si por ello se entiende poner las propias manos afanosas en la modificacin real de los sucesos. Y en eso pudo radicarse tambin alguna parte de su implacable proscripcin pstuma. Porque la desgracia de un hombre poltico consiste en que sus doctrinas se convierten en cantidades desperdiciables cuando no alcanzan a transformarse en accin. Y no siempre dicha transformacin depende exclusivamente del doctrinario, sino de las circunstancias. Otros vienen despus, en tiempos ms favorables, y cosechan las glorias, mientras paralelamente suele oscurecerse el renombre (y hasta el nombre) del anunciador.

En esta oscuridad repentina se estaba traduciendo el suicidio histrico de la clase que l procur adiestrar con sus lecciones. El poeta se haba metido en las honduras de la vida argentina para comprenderla, pero tambin para encauzarla; para diagnosticar muy vivamente sus dolores, mas para presagiar tambin sus remedios con certera energa. Tal como los formulaba Echeverra, esos remedios no constituyen una sobre valoracin apriorstica de la sociedad sino una muy evidente voluntad de modificacin social, porque renunciar a los principios previsibles de dicha transformacin equivaldra a aniquilar al hombre como sujeto activo de la historia y a mantener residuos de fatalidad o mecanicismo en la maduracin espontnea de las condiciones objetivas. Pero en la renuncia de aquellas condiciones mensurables se inscribe precisamente el drama argentino y se reconocen las razones del continuo destierro de Echeverra. Aquellos principios mensurables, qu otra cosa significan, al fin de cuentas, sino la exaltacin progresiva, en constante ensanchamiento revolucionario, de la tradicin de Mayo? Esa tradicin revolucionaria, concebida como norma de nuestro desarrollo, es la que siempre se procur erradicar de la conciencia de las masas. Escribo siempre con mucha seguridad, porque si ahora los revisionistas de la historia nos ofrecen una versin lbrega de la revolucin (el "descastizamiento", la traicin hacia la raza y hacia Espaa, segn ellos llaman a nuestra independencia poltica), antes nos sirvieron los empresarios de la historia oficial una versin inocente de la revolucin despojada de su condicin propicia de nuevos desarrollos en profundidad (como en esas adaptaciones pudorosas de los libros atrevidos que las muchas "bibliotecas rosas" ofrecen a sus lectoras), para que valiera de pantalla a la revolucin traicionada.

Pero Echeverra emerge ahora de esa doble proscripcin ms vigorosamente que nunca, porque sus temas siguen ofrecindose como ineludibles puntualizaciones del deber de los argentinos. Cada uno de sus temas es un dolor que pide ser reparado, y en la reiteracin de los mismos males sin remedio, Echeverra se nos incorpora como una presencia viva en las corrientes de la propia sangre, como si su carne y sus nervios de anunciador otra vez recuperasen sobre nuestra tierra su extinguida estructura material. Hombre de nuestro tiempo por sus urgencias reparadoras, lo es asimismo por su sentimiento de la renovacin total de la sociedad argentina. Siguen viviendo para nosotros sus palabras de entonces: "Y sabe V., seor Editor, por qu critiqu entonces y ahora a los unitarios? Porque en mi pas y fuera de l hay muchos hombres patriotas que estn creyendo todava, que la edad de oro de la Repblica Argentina... est en el pasado, no en el porvenir; y que no habr, cado Rosas, ms que reconstruir la sociedad con los viejos escombros o instituciones, porque ya est todo hecho. Como esta preocupacin es nocivsima, como ella tiende a aconsejarnos que no examinemos, que no estudiemos, que nos echemos a dormir y nos atengamos a los hombres del pasado; como ese pasado es ya del dominio de la historia, y es preciso encontrarle explicacin y pedirle enseanza, si queremos saber dnde estamos y adnde vamos; como por otra parte yo creo que el pas necesitar, no de una reconstruccin, sino de una regeneracin, me pareci entonces y me ha parecido ahora conveniente demostrar, que la edad de oro de nuestro pas no est en el pasado sino en el porvenir; y que la cuestin para los hombres de la poca, no es buscar lo que ha sido, sino lo que ser por medio del conocimiento de lo que ha sido" (Cartas a De Angelis). No resplandece por ello la nueva vitalidad de Echeverra en quienes se resisten obstinadamente a las trampas de la nostlgica reconstruccin del pasado? Lego mi pensamiento a Alberdi, haba escrito, casi como un presentimiento, al filo de su propia muerte. Pero hay una transferencia del legado hacia los nuevos grupos sociales interesados en recuperar el tiempo ausente y en imponer una regeneracin precisa. En esos grupos revive Echeverra como presencia activa, si es que la historia de un pueblo tiene sentido de unidad inalterable. Y en ese ver lo que fuimos --que es como ver lo que somos-- radica nuestra posibilidad de anticipar lo que deberemos ser. Es el sueo del porvenir venturoso lo que en definitiva se incorpora en esta adivinacin de nuestro ser propicio. Pero tampoco se nos pregona en Echeverra (con todos los arrebatos romnticos que el abuso crtico le otorga) ninguna blandura de pasiva ensoacin. Entre escribir la historia y hacer la historia sin duda es preferible hacerla. Echeverra es, por esencia, el hombre que pugna por hacer la historia. Pero todo hombre que se empea en hacer la historia es necesariamente alguien que se desvela por injertar en la realidad concreta esa partcula de sueo que la torna transformable. Soar en las realidades, no era para Lenin el atributo del revolucionario verdadero? Echeverra se nos muestra as como un soador de realidades, como un recomponedor y transformador de realidades: como un hombre de este tiempo ardientemente volcado hacia el futuro y prohibido por lo mismo para todas las afrentas de la reconstitucin imposible del pasado.

II

EL REALISMO CRITICO

Mirar la realidad con ojos claramente desvelados constituye para Echeverra el punto de arranque de su realismo crtico. Pero su realismo no es un mero aprovecharse de las oportunidades: un empirismo eclctico, como torcidamente lo supone Estrada. El realismo crtico importa en este caso una toma de posicin inequvoca, voluntad de desarrollar el pensamiento revolucionario en estrecho paralelismo con las situaciones que una crtica sistemtica de la sociedad argentina poda revelar. Tanto como un pensador realista, Echeverra se nos presenta en estos trances como un poltico realista. Mucha charlatanera confundida ha dilapidado en el oportunista inescrupuloso ese calificativo expresivo, sin advertir que en dicho caso no nos topbamos con un realista ni con un poltico, sino con un aventurero ms o menos sinvergenza, inteligente o aprovechado. Pero aqu se trata de rescatar para Echeverra la condicin de pensador realista, y aun la de poltico realista, entendidas ambas como el ejercicio de principios sociolgicos inferidos sobre una valoracin prudente del status social. "Singular, raro sera que nosotros, que no somos hombres de especulacin intuitiva, sino prcticos; hombres que pretendemos obrar sobre las masas y encaminar el espritu pblico, adoptsemos ahora todas las soluciones ms altas de la filosofa francesa..., doctrinas que no son ms que el resultado del desarrollo de la vida francesa, en vez de deducir del examen de nuestra vida y de nuestra historia, una doctrina vasta, sinttica, que abrace la existencia pasada, presente y futura de nuestra sociedad", asegura en una de sus exposiciones en la Joven Argentina.

La vocacin poltica del hombre de accin se descubre entonces plenamente en esta voluntad de insertarse como presencia viva en el cuerpo de las masas. El poltico est siempre movido por una conciencia accionante y actual, por una urgencia de contemporaneidad, por una necesidad de fructificaciones inmediatas, puesto que est obligado a construir con los mltiples elementos cambiantes de los hombres que constituyen el hombre colectivo de la experiencia histrica. Todo poltico es, si se quiere, un poltico realista, en la medida en que est forzado a tomar cuenta de las situaciones reales para organizar su propia conducta. Pero el realismo como conducta no es lo mismo que el realismo como doctrina. El realismo como conducta comporta frecuentemente la voluntad de obrar sobre las masas para distorsionarlas de sus verdaderas ambiciones, o de acomodarse al impulso de las masas para tratar de modificar sus saludables rumbos. El realismo como doctrina supone en cambio el conocimiento de las leyes que rigen la evolucin social y el propsito de obrar sobre las masas para elevarlas a la conciencia de esas mismas leyes. Un realismo doctrinario no est desde luego desgajado de la realidad concreta, desvinculado de los estmulos y de las correcciones que esa realidad circundante pueda determinar en el curso mismo de la doctrina. Echeverra lo dice en una de sus cartas a De Angelis: "en nuestra poca no tiene la autoridad y el valor de Doctrina Social, la que no se radica a un tiempo en la ciencia y en la historia del pas donde se propaga". En lo cual se completa --y se corrige en cierto modo-- la frmula de la grandeza poltica, que con la ciencia se sita "a la altura de la civilizacin del mundo", y con la historia "a la altura de las necesidades de su pas". Pero la frmula implica asimismo la insercin vigorosa en un realismo doctrinario de muy firmes alcances que lo separa del realismo simplemente demaggico de los aduladores de la multitud. Es que acaso podra negarse a Rosas sus talentos de "realista" poltico? Pero en el caso Rosas este realismo presunto resulta la ilustracin ejemplar de la peor especie del realismo poltico: del que se empea en fomentar los instintos de las masas ineducadas para torcer el rumbo de la historia en vez de educar a esas masas en favor de aquel mismo curso histrico.

El similor [smil oro: aleacin de cobre y cinc] del realismo poltico, de apariencias plebeyas y hasta revolucionarias, aparece en la historia cada vez que las masas se encuentran en trance de ponerse en movimiento o de completar un movimiento ya iniciado. Entonces aflora la demagogia social sustituyndose a una verdadera poltica social, entonces la demagogia social asume formas de cesarismo retrgrado que derivan hacia la existencia de los presumibles jefes carismticos *. El "realismo" en este caso ha consistido cabalmente en entender el impulso de las masas, en escuchar su secreto rumor, en descubrir las causas profundas de su malestar, en prevenir las razones secundarias de su descontento; pero este "realismo" intenta en todo caso modificar el curso probable de la realidad histrica encubrindose con la satisfaccin parcializada de aquellas razones secundarias. Y el "realismo" procura as sus finalidades de alienacin de las masas y de restauracin de un pasado en trance de abolirse, decorndose a veces con los aditamentos casi mgicos de lo sobrenatural. El jefe carismtico aparece como una recompensa de Dios, dotado de virtudes mticas que por momentos encandilan a las masas y pueden mitigar o anular su propia accin independiente. Pero los jefes carismticos --admitido que el movimiento histrico no vuelve nunca hacia atrs, admitido que no puede hablarse de restauraciones absolutas del pasado-- ejercitan la paradjica misin de estimular el paso posterior de las masas a formas superiores de organizacin poltica. En un texto aparentemente contradictorio, aparentemente oportunista (as lo entiende Estrada), Echeverra alcanza a percibir la naturaleza de este fenmeno: "Quiz el ao 16 hubiera sido fcil el establecimiento de una Monarqua; quiz en el ao 19 pudo cortarse en el vuelo a la Democracia, fundando una Aristocracia de la riqueza y la ilustracin. Yo por mi parte me hubiera adherido de buen grado a cualquiera de ambos sistemas; porque no hay para m alguno absolutamente malo, sino el despotismo, y porque no soy teorista en poltica. Pero hoy que las masas tienen completa revelacin de su fuerza, que Rosas a nombre de ellas, ha nivelado todo y realizado la ms absoluta igualdad, pensar en otra cosa que en la Democracia, es una quimera, un absurdo: buscar reglas de criterio social fuera de la Democracia, una estril y ridcula parodia de la poltica del pasado" (Cartas a De Angelis).

* En su estudio titulado Les partis politiques et la contrainte sociale ("Mercure de France", mayo 1ero. de 1928), ROBERT MICHELS desarrolla la teora del jefe carismtico (del griego karisma; regalo de Dios, recompensa). El jefe poltico recibe dicho nombre cuando ejerce una influencia absoluta sobre sus partidarios a causa de cualidades tan eminentes (muchas veces infladas por una propaganda ad hoc) que parezcan sobrenaturales. Piensa que en el estado moderno la "carisma" coincide con la etapa primitiva de los partidos demaggicos de masas, en los que la doctrina se presenta como algo nebuloso que necesita de un papa infalible para ser interpretada y adaptada a las circunstancias. Un partido carismtico sera, pues, el que se forma en torno a ciertas personalidades, sobre la base de la fe en uno solo, revestido de autoridad exclusiva: es el caso de Rosas, "carisma" llevado hasta la excelsitud de los altares. Esta tesis, inspirada naturalmente en el ejemplo inmediato del fascismo italiano, tiene ms valor alegrico que prctico, puesto que es indudable que un tipo semejante de partido no existe en los tiempos modernos, donde los ilusorios jefes uninominales ocultan concretas relaciones de clase; pero la teora puede aludir metafricamente al uso --y al abuso-- que hacen dichos partidos del valor mtico de un lder.

El texto echeverriano aparece ante los ojos azorados de Palcos [Alberto, prologuista] como un funesto error; casi como redimiendo a Rosas de toda su oprobiosa gestin contrarrevolucionaria. Hay en Echeverra sin duda una equivocacin notable, un testimonio de cmo alcanzan a prevalecer en su nimo algunos de los prejuicios aristocratizantes del pasado. La impronta unitaria se descubre ntidamente en el pasaje acerca del nivelamiento social, de la "absoluta igualdad" que habra realizado Rosas, y asombra comprobar que un espritu agudo como Echeverra haya podido incurrir en tan descuidada confusin. Por lo mismo que aparecen para prevenir las consecuencias de un movimiento inicial de las masas, los caudillos carismticos saben revestir su fulgor mtico con apariencias plebeyas y suelen tambin denigrar el prestigio social de las viejas aristocracias. Y las viejas aristocracias --unas veces por clculo poltico, otras por ignorancia derivada de sus rancios prejuicios y de su repulsin hacia las masas plebeyas-- suelen confundir esa igualdad de las apariencias con una igualdad de las esencias. Los jefes carismticos no alteran el fundamento social: ms bien procuran una restauracin en la medida misma en que sofrenan el impulso total de las masas conmovidas por propsitos de vasta transformacin, ms bien procuran confundir a esas masas con gestos de familiaridad y campechana que propician una ilusin de igualdad*. Pero la igualdad derivada de la transformacin social del status econmico, sa se cuid demasiado de realizarla Rosas, como mucho se cuidan de conseguirla todos los jefes carismticos que repiten el episodio con las naturales mudanzas de la historia: los jefes carismticos acrecientan en cambio la desigualdad esencial con la creacin de nuevas oligarquas econmicas, aliadas o sucesoras de las precedentes. Y las viejas aristocracias desplazadas suponen que la igualdad aparente de las masas es el signo concurrente del despotismo, y en sus arrebatos de desesperacin antihistrica no conciben ms remedio que el retorno al pasado, o a "una estril y ridcula parodia de la poltica del pasado", como muy ciertamente apunta Echeverra. Por lo mismo tambin que estas antiguas fuerzas desplazadas suelen persistir, an despus del suceso para ellas desgraciado, en la direccin cultural del pas, puede ocurrir que sus modos de interpretacin ideolgica prosigan tiendo, aunque sea subrepticiamente, las versiones de los mismos que aspiran a liberarse de aquel pretrito para reconstruir sobre inditas bases el porvenir. Echeverra sucumbe en el texto trascripto a ese miraje unitario que lleva a contemplar equivocadamente al rosismo como una tentativa de plebeyizacin de la sociedad argentina, como una voluntad de exaltar a las llamadas clases bajas hasta la vecindad del gobernante. Y si sa es su falla de anlisis, su gravedad no es tanta, sin embargo, como para impedirle observar la intimidad ms escondida del fenmeno suscitado por la accin de los caudillos demaggicos. Cuando el jefe carismtico exalta la potencia de las masas frente a las caducas aunque no abolidas aristocracias, no est creando paradjicamente las condiciones de su propia superacin? Las masas resultan as engaosamente aduladas por un clculo de restauracin poltica; pero las masas adquieren paralelamente la conciencia de su propia fuerza, y eso seala el polo positivo del proceso histrico. Este fenmeno --que ya no es problema de historia sino de crnica manifiestamente contempornea-- lo percibi Echeverra ms agudamente de lo que Palcos supone. "Hoy que las masas tienen completa revelacin de su fuerza... pensar en otra cosa que en la Democracia, es una quimera, un absurdo..." Y esto no constituye una absolucin de Rosas sino un ajuste preciso en la valoracin histrica de las masas. Porque pudo indudablemente equivocarse en la apreciacin del fenmeno significado por el rosismo, mas era incuestionable su tendencia a radicar en las masas la vitalidad de la democracia.

* Este sentimiento de limitacin del impulso de las masas Rosas lo tena muy claramente desenvuelto, segn lo documenta Santiago Vsquez, agente del gobierno uruguayo, en sus conocidas y difundidas Confidencias de don Juan Manuel de Rosas. El mismo da en que asumi el mando, el Restaurador le dijo: "Conozco y respeto los talentos de muchos de los seores que han gobernado el pas y especialmente de los seores Rivadavia, Agero y otros de su tiempo; pero a mi parecer, todos cometan un grave error; los gobiernos se conducan muy bien para la gente ilustrada pero despreciaban los hombres de las clases bajas, los de la campaa, que son la gente de accin. Ud. sabe la disposicin que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores: me pareci pues desde entonces muy importante conseguir una influencia grande sobre esa clase para contenerla o para dirigirla". (El subrayado me pertenece, H. P. A.)

En dicha valoracin histrica de las masas va a descansar --con sus inconsecuencias incluidas-- la doctrina poltica de Echeverra, concebida como una teora de la revolucin total. A causa de esta doctrina resulta rescatada la imagen ideolgica del poeta, a ratos sealado por algunos como un idealista perdido entre brumas de ensueo, por momentos clasificado por otros como un eclctico poltico, emprico y casi oportunista. Pero sucede que es precisamente su realismo poltico el que le lleva a sugerir, propiciar y organizar la conducta de la nueva generacin, hastiada del nfasis desdeoso de los unitarios, repelida por las brutalidades de la ficcin federal de los mazorqueros. El Dogma socialista resulta en este sentido la plataforma de un nuevo partido poltico; pero muy equivocado anda Garca Mrou [Martn, 1862-1905, poeta novelista y ensayista: Ensayo sobre Echeverra (1890)] cuando lo califica de "ingenuo programa de regeneracin social", o cuando supone que su calidad de manifiesto de un partido acorta su trascendencia sociolgica, o cuando asegura que "sus planes flotan en el platonismo de las aspiraciones ideales". Echeverra es quien primero establece por estos pagos la posibilidad de una poltica cientfica, concientemente sujeta al tratamiento de los intereses colectivos. "Polticamente hablando, un partido es el que representa alguna idea o inters social; una faccin, personas; nada ms", puntualiza en la Ojeada retrospectiva. Sin duda no alcanza a percibir que en los partidos de apariencia personal tambin subyacen concretos intereses de clase; pero en cambio se adelanta a formular una teora representativa de los partidos que por muchos aspectos lo acerca a las concepciones de la moderna ciencia poltica. Por dichas circunstancias puntuales la nueva generacin echeverriana aspira a ser un partido, aspira a constituirse como entidad militante para proseguir el interrumpido curso revolucionario. Sospechada por "la faccin federal vencedora, que se apoyaba en las masas populares y era la expresin genuina de sus instintos semibrbaros"; menospreciada por "la faccin unitaria, minora vencida, con buenas tendencias, pero sin bases locales de criterio socialista, y algo antiptica por sus arranques soberbios de exclusivismo y supremaca", la nueva generacin rescata en ese instante el sentido ms profundo de nuestro drama histrico. "Nosotros no somos unitarios ni federales, porque creemos que unos y otros han comprendido mal el pensamiento de Mayo o lo han echado en olvido", afirma en carta a Urquiza. Y en el no ser ni una cosa ni la otra reside la misin histrica de la generacin echeverriana, afanosa de definir un orden revolucionario integral.

Una concepcin realista mueve esta actitud de divorcio, porque cuando Echeverra postula la continuidad del impulso revolucionario de Mayo lejos est de sucumbir a una nostalgia sentimental. La revolucin no es para Echeverra una metafrica enunciacin de la libertad sino la ordenacin total de la sociedad sobre nuevas bases que van desde la economa hasta la religin. La revolucin burguesa --tal como Echeverra y sus discpulos la enuncian-- sobrentiende el total aniquilamiento del viejo orden colonial, pero supone igualmente un cambio profundo en la ordenacin de las fuerzas productivas. La nueva generacin se encuentra con una revolucin apenas empezada, reducida a apariencias corticales por la agenesia del partido unitario, definitivamente retrogradada hacia las brumas de la colonia por la mscara federal del rosismo. Y he aqu entonces que la pugna de los partidos tradicionales se ejerce sobre el escenario de la revolucin incumplida y acaso traicionada. El drama histrico consiste precisamente en el hecho de que, frente a la restauracin semicolonial del rosismo, el partido unitario slo ofrece la solucin de un retorno al pasado reciente de las apariencias revolucionarias, hostigado por infaustos errores y desconsoladoras inconsecuencias. El plan poltico de Echeverra no flota entonces "en el platonismo de las aspiraciones ideales", sino que se afirma en una valoracin concreta del status argentino ofreciendo soluciones cuya certidumbre ha verificado la experiencia histrica. Por eso se rebela contra el chantaje poltico de la emigracin unitaria, inventora de un procedimiento de coercin moral que cien aos despus sigue desempeando anlogos usos. Desamparados del poder, los unitarios aparecan efectivamente como la nica fuerza opuesta al desenfreno de la tirana: colocarse fuera de sus filas, o criticar simplemente sus equivocaciones, no asuma el riesgo de suponer una absolucin, siquiera indirecta, de la tirana? El equvoco era sin duda perversamente explotado por los publicistas de la emigracin unitaria, deseosa de restaurar, sin juicio y sin enmienda, su antiguo podero. "Uno de nuestros grandes errores polticos y tambin de todos los patriotas --escribi Echeverra a sus correligionarios de Chile--, ha sido aceptar la responsabilidad de los actos del partido unitario y hacer solidaria su causa con la nuestra. Ellos no han pensado nunca sino en una restauracin; nosotros queremos una regeneracin. Ellos no tienen doctrina alguna; nosotros pretendemos tener una: un abismo nos separa". El gran chantaje poltico de la contrarrevolucin se reanuda cada vez que una crisis profunda conmueve el status social. Con las escasas variaciones del tiempo histrico, el planteo echeverriano traslada hasta nuestros das una cuota de vivsima actualidad. Porque otra vez estarnos sometidos a formas de coercin moral que procuran hacernos solidarios con la totalidad del pasado poltico; a riesgo de asociarnos insidiosamente a la contrarrevolucin contempornea, y otra vez el denuesto intenta confundirse con el programa, y otra vez se nos quiere incluir en actividades negativas de retorno para sustituir con ellas la fertilidad de un programa positivo que mire al porvenir. Echeverra vio en su tiempo lo que nosotros quisiramos ver ahora con pareja certeza; vio que todo retorno al pasado equivala a desmerecer an ms a las fuerzas creadoras del pas, a tornar ms oneroso todava el esfuerzo revolucionario; vio igualmente que esa reconstruccin deba planearse en etapas superiores toda vez que las masas haban alcanzado la revelacin de su fuerza. Y en ello, entonces como ahora, consiste precisamente el grave drama histrico: en saber que las masas, una vez puestas en movimiento, ya no se detendrn a mitad del camino, ni volvern melanclicamente hacia atrs, como lo quisieran los antiguos dignatarios del poder; en saber que toda revolucin probable descansa en esta intervencin activa de las masas y en su elevacin a la conciencia poltica de la propia dignidad eficiente. Frente a las masas, Echeverra tiene por momentos actitudes de inesperado recelo que constituyen su primordial --y quizs nica-- inconsecuencia. Pero acierta a comprender, sin embargo, que la salvacin argentina reside en un partido revolucionario, capaz de asegurar, con lcidos aportes provenientes tambin de ambas fracciones tradicionales, la efectividad de la conducta democrtica enunciada por la revolucin americana. El dilema era sin duda tremendo. "Qu nos ofrecan los federales? Una infame librea de vasallaje. Qu nos daban los unitarios? Impotencia y la responsabilidad de actos en que no habamos tomado parte alguna y que reprobbamos en conciencia" (Cartas a De Angelis). Y entonces? La solucin que Echeverra reclama es dinmica y eficiente. Se lo dice a Madariaga, en palabras singularmente expresivas: "Estamos tambin empeados en la formacin de un partido nico y nacional, que no sea federal, ni unitario, sino la expresin ms alta y ms completa de los intereses y opiniones legtimas que esos partidos representan, y de las nuevas que han surgido en medio de la lucha que despedaza a nuestro pas".

La concepcin realista de Echeverra alcanza su confirmacin en estos puntos. Fundar un partido equivale a proponerse los medios tcnicos para ejecutar un programa. "Todo pensamiento que no se realiza es una quimera indigna del hombre", asegura el Dogma socialista. El programa de Echeverra aspiraba entonces a obrar sobre las masas por el instrumento tcnico de un partido poltico, y con ello resulta redimida toda posible tacha de ensoacin romntica. Pero los programas definidos suelen ser igualmente acusados de irrealidad discursiva por quienes suponen que el realismo poltico consiste en la inescrupulosa mudanza de la conducta segn las cambiantes circunstancias. No se nos asegura en esos casos que el programa comporta la ilusin de aprisionar la rica variedad de la vida en los rgidos esquemas de una construccin ideolgica? Cuando est inferido sobre un anlisis minucioso y concreto de la realidad, un programa definido no representa una forma de rgido esquematismo sino una tendencia de la evolucin histrica. No es por razones fortuitas que nicamente los partidos progresivos estn en condiciones de formular programas definidos. En las encrucijadas de las crisis polticas, cuando son posibles las coincidencias temporarias de los partidos, los grupos conservadores (los grupos ms seducidos por las recalcitrantes voces del pasado) suelen pregonar la dispersin de las fronteras programticas en beneficio de una probable flexibilidad de la conducta. Si los partidos avanzados sucumben a esa seduccin puede vaticinarse, con seguridad casi infalible, la frustracin o la limitacin temporaria del progreso histrico. Porque en el proceso democrtico de incorporacin de las masas a la actividad civil, slo los partidos avanzados estn en condiciones de desplegar un programa concreto de suficientes satisfacciones colectivas. Y en esto consiste precisamente el realismo de los programas definidos cuando los sostiene el aparato tcnico de un partido. Parece indudable que los programas definidos deben ser elaborados tcnicamente para que su aplicacin se torne posible, porque sin una organizacin del proceso tcnico de su realizacin posible no son otra cosa que una hueca e insensata utopa. El proceso tcnico alude necesariamente a la formacin del partido como instrumento de realizacin del programa, y al obrar sobre las masas como potencial de afirmacin del programa. Pero la ausencia de programas definidos una vez cumplidas, siquiera parcialmente, aquellas condiciones, o el sacrificio del programa definido en favor de los intereses de la coincidencia circunstancial, slo puede alentar la absorcin o el engao de las masas por los partidos conservadores, ms diestros en el favorecido manejo de aquellas tcnicas*. Definir un programa fue entonces rasgo muy agudo en el realismo crtico de Echeverra. Pero ese realismo opera an ms explcitamente cuando se descubre que la doctrina aparece como condicin de un partido. No es culpa de Echeverra que ese partido no haya podido consolidarse (y acaso ni siquiera constituirse).

* Muy acertadamente anota Gramsci que "la teora contra los programas definidos es de carcter francamente retrgrado y conservador", y que "los polticos como Mazzini, que no tienen "programas definidos", trabajan slo para el rey de Prusia, son fermentos de rebelin que infaliblemente habrn de monopolizar los elementos ms retrgrados, que a travs de la "tcnica" terminarn prevaleciendo sobre todos" (ANTONIO GRAMSCI: Il Risorgimento, ed. Einaudi, Turn, 1949; pg. 116).

Ms todava: cuando lleg el momento de convertir en hechos concretos el programa de la revolucin interrumpida, los antiguos vociferadores del antirrosismo frentico vinieron a transformarse en los sucesores de Rosas, apenas con los revestimientos efmeros de un ropaje liberal. Alberdi vio el suceso con harta crudeza: "Rosas no cre el poder que ejerci como dictador, sino que ese poder lo produjo a l, como dictador omnipotente. El despotismo fue su causa y su origen, no su efecto. Resida en el estado de cosas econmicas que lo produjo a l como dictador. Derrocado el efecto, es decir, el dictador, y dejada en pie su causa, es decir, la dictadura de los intereses generales concentrados en Buenos Aires, sucumbi el dictador pero no la dictadura, que estaba constituida en las cosas e intereses econmicos... En lugar de ponerse a restaurar a su viejo dictador desacreditado, los intereses lo dejaron caer en el destierro de Southampton y se dieron nuevos instrumentos y agentes vestidos a la moda, hablando en lenguaje de la libertad, pero cuidando de guardar el poder absoluto que Rosas ejerci; poder absoluto que qued intacto en el poder de los intereses y riqueza de toda la Nacin Argentina, que quedaron como estaban, concentrados y acumulados en el centro metropolitano del comercio, de la riqueza, del gobierno de todo el pas" (Obras completas, tomo XI). La frustracin revolucionaria en la crisis poltica de 1851 no desvalora el realismo crtico de Echeverra; ms bien enaltece sus previsiones. No haba advertido el idelogo del Dogma sobre la necesidad de crear un nuevo partido con programa definido y difundido entre las masas? Cuando lleg el instante de obrar el programa careci del instrumento tcnico de un partido, y en la coincidencia con los viejos caudillos sublevados, los antiguos corifeos de la Asociacin de Mayo creyeron de habilidad poltica reemplazar aquellas precisiones por algunos lemas de retumbante vaguedad. El resultado fue previsible: los elementos menos avanzados terminaron prevaleciendo sobre todos; no disponan acaso del instrumental tcnico de un partido, pero eran duchos en cambio en el manejo del instrumental tcnico del ejrcito, revestido al efecto con las retricas usuales de la liberacin.

En la imposibilidad de constituir un partido operante reside sin duda el ms desesperado aniquilamiento de Echeverra. Poseyendo todas las virtudes del pensador poltico, afinado con todas las previsiones del poltico realista, careca en cambio de las aptitudes de mando que contrastan la psicologa del jefe poltico. Acaso la ausencia de esas condiciones podra explicar el desencuentro entre la enunciacin y la instrumentacin de su programa? Tendr ocasin de mostrar que ello obedece a razones ms profundas que las meras motivaciones de la conducta personal; pero en manera alguna supone una incomunicacin entre la doctrina del Dogma y el conjunto de hechos y gentes que forman la sustancia del pas. Quiero decir que este fracaso del pensamiento sistemtico del Dogma podra tornar presumible el supuesto de un aparato erudito desproporcionado a la osamenta social del pas, una utopa entusiastamente adelantada sobre las conveniencias de la nacin apenas sostenida. Algo de eso piensa Ingenieros [1877-1925, fils. y psicl. arg., socialista, darwinista] cuando habla del "idealismo revolucionario" de Echeverra casi como de una pura uncin con arrebatos romnticos. Y, sin embargo, no hay pensador argentino de juicio ms prudentemente atenido al examen imperioso de la realidad nacional. Su doctrina es un necesario sistema de ajustes para reanudar la revolucin interrumpida en la trama de la sociedad y en la conciencia de las masas, para sofocar aquellas causas que hicieron posible el despotismo de Rosas primero, que esterilizaron ms tarde las consecuencias presumiblemente benficas de su derrocamiento. Era, s, un romntico, en la medida en que puede serlo todo revolucionario autntico, cuando pone una fe apasionada en la certeza de su propia causa; no en el sentido peyorativo de suponerlo un dulce y poco menos que inofensivo arrullador de ensueos. Pero ese romanticismo del impulso ideal de la conducta --ese idealismo tico del revolucionario capaz de entregar la propia vida en holocausto de sus principios-- tena en el caso de Echeverra muy estrictas apoyaturas en la realidad concreta: son las que terminan por definirlo como un pensador y un poltico realista. Declara en su primera exposicin ante la Joven Argentina: "Se me dir que el Cdigo contiene doctrinas atrasadas: --yo contestar que nuestro progreso no es idntico al progreso europeo, y que el verdadero progreso consiste en lo adecuado y normal, no en lo inadecuado e irrealizable. Se me objetar que no estn en l todas las ideas progresivas: --yo contestar que estn todas las aplicables". Y acerca de la condicin misma de la ley --quiz como una reaccin frente a aquellas decepciones del puro constitucionalismo anotadas por Sarmiento en el Facundo-- va a decirnos Echeverra en el Dogma que ser efmera y carecer de sancin por el criterio pblico si el legislador, en lugar de hacer una que tenga races vivas en la conciencia popular (subrayo a propsito), se limita a plagiar legislaciones extraas: "su obra ser un monstruo abortado, un cuerpo sin vida, una ley efmera y sin accin". Podra decirse que el Dogma propugna una teora de posibilidades reales para la sociedad argentina, nunca una teora de posibilidades ilusorias confinada hasta las vecindades medianamente poticas de la utopa social. La humanidad, en definitiva, nunca se plantea fines ms extensos de los que puede alcanzar, y esas finalidades surgen nicamente donde ya existen las condiciones materiales para su resolucin o estn al menos en proceso de presentarse. En trminos concretos, ello equivale a decir que la ley escrita no puede sobrepasar a la ley real de las sociedades, o que la ley real es la que impone en definitiva el curso del status social aunque se demore la ley escrita en sancionarlo. Dicha circunstancia es la que Echeverra se propone destacar con parecidas voces, pensamiento nada utpico si por ello se entiende la vaguedad de la profeca y la ignorancia de los medios para su realizacin eficiente. Por lo mismo que l aspira a constituir un partido, presupone la necesidad de crear las circunstancias propicias para la transformacin del programa terico en suceso material. "El legislador no podr estar preparado si el pueblo no lo est... Es indispensable, por lo mismo, para preparar al pueblo y al legislador, elaborar primero la materia de la ley, es decir, difundir las ideas que debern encarnarse en los legisladores y realizarse en las leyes, hacerlas circular, vulgarizarlas, incorporarlas al espritu pblico. Es preciso, en una palabra, ilustrar la razn del pueblo y del legislador sobre las cuestiones polticas, antes de entrar a constituir la nacin" (Dogma socialista).

El aparato de un partido, tema inicial en la tcnica instrumental de la poltica, se completa ahora con la presencia de los medios de realizacin de su programa. Pero como Echeverra es un poltico realista en procura de la revolucin total, aquella instrumentacin de las masas no se limita a una mera utilizacin de su pasividad sino que procura la activa exaltacin de su conciencia responsable: la ilustracin de su razn, como va a decirnos reiteradamente.* Acaso lo que ms reproche al partido unitario sea su carencia de fe en el pueblo, "dolo que endiosaba y menospreciaba a un tiempo"; la indiferencia para elevarlo a la responsabilidad de los deberes democrticos, a causa de sus mismos arrebatos de soberbia aristocrtica; su incapacidad para tornarse "plebeyo y revolucionario", exceptuada la aislada energa de Rivadavia [Bernardino, 1780, Bs. As.-1845, Cdiz, impuls fin esclavitud, libertad prensa, sistema representativo, adquisicin tierras por campesinos, aboli privilegios iglesia]: casi de la misma manera como reprochara a los federales, con la sola salvedad de Dorrego y sus amigos**, no haber salido nunca "del nfimo papel de facciosos, ni concebido, ni profesado, ni realizado pensamiento alguno socialista". El reproche es global, segn lo manifiesta en su Primera lectura sin pelos en la lengua: "Qu falt a nuestra educacin poltica para ser verdaderamente fecunda? A mi juicio, seores, direccin hbil, direccin sistemada, direccin elemental [para] encaminar progresivamente al pueblo al conocimiento de los deberes que le impona su nueva condicin social". A partir de este punto se enuncia la pedagoga poltica de Echeverra como adiestramiento de la razn del pueblo. Y en este planteo el realismo crtico de Echeverra padecer su primer (y nico) desfallecimiento. Porque en esa pugna tremenda de los partidos tradicionales cree percibir la oposicin inconciliable de las campaas [campo] y de las ciudades, con el consecuente triunfo de una faccin que se apoya en los "instintos semibrbaros" de las masas populares. Y su pedagoga poltica procura entonces la limitacin temporaria de los derechos de las masas en el mismo instante en que el crescendo semifeudal de intereses y resentimientos provincianos empieza a dispersar la energa nacional, a disgregar la norma centralizadora de la voluntad colectiva que la revolucin adelant como tono eficiente de la constitucin nacional. Quiz piense entonces Echeverra que "los principios son estriles si no se plantan en el terreno de la realidad, si no se arraigan en ella, si no se infunden, por decirlo as, en las venas del cuerpo social"; pero la voluntad transformadora, apenas se apoya en un examen concreto de los sucesos y no en meras ilusiones de la fantasa, necesita asimismo del impulso romntico que en ocasiones aparenta mostrarla como en el vano ejercicio de remontar la corriente. El realismo crtico de Echeverra se apoya alternativamente en ambos episodios, y por lo mismo procura infundirse en las venas del cuerpo social. Y as se aproxima al clmax de la revolucin argentina: cuando en dicho instante se nos formule el tema de la suficiencia consciente de las masas para el ejercicio transformador, no nos vendr sealada por aadidura la responsabilidad de las clases dirigentes en el aniquilamiento de la revolucin argentina? Y no vendr a estimular ello mismo la presencia, cada vez ms definida, de nuevas clases directoras?

* No quiero caer en la fcil tentacin de las analogas histricas, pero me parece oportuno recordar este prrafo de Marx: "Nosotros predicamos por el mundo principios nuevos que deducimos de los principios del mundo. Nosotros no le decimos: Abandona tus luchas, no son ms que tonteras; queremos hacer resonar en tus odos la verdadera palabra de lucha. Nosotros le mostramos solamente por qu lucha en verdad, y la conciencia es una cosa que debe adquirir aunque no lo quiera" (Carta a Ruge, septiembre de 1843).

** En las cartas a De Angelis dice que Dorrego es "la ms completa y enrgica expresin del sentido comn del pas, alarmado en vista de las incomprensibles y bruscas innovaciones del partido unitario"; pero que, no obstante representar el federalismo de modo inteligente, su posicin fue negativa porque hizo su ideal de la constitucin norteamericana sin tener en cuenta las realidades del pas.

IIILA POLITICA Y LAS MASASUna fomentada teora de resentimientos provincianos sigue gravitando an en la vida argentina, y en esa afloracin psicolgica de la poltica remota resulta abrumada Buenos Aires con abusivos dichos de infamia. El esquema polmico de civilizacin y barbarie tiende por lo mismo a ser invertido en algunos ensayos recientes. "En el estado actual de nuestro pas --escribe Ricardo Rojas [1882, Tucumn-1957], insistiendo en antiguas manifestaciones suyas--, los campos son asiento de civilizacin, por su trabajo esforzado que mantiene a las ciudades, por la salud moral de los que en ellos viven, y porque sus paisajes y tradiciones inspiran nuestro arte naciente, en tanto que las ciudades son parsitos de la burocracia, el comercio, la sensualidad odiosa, el cosmopolitismo sin patria, la barbarie, en fin" (El profeta de la pampa). Buenos Aires, en tanto que entidad representativa de aquello que ha dado en llamarse "la ciudad", resulta revestida de desdeosos calificativos que apenas si alcanzan para disimular un recalcitrante rencor. En esta perpetua restauracin provinciana Sarmiento aparece como un gran equivocado, cuando no como un gran traidor. Pero ninguna interpretacin tiende a resumir ms precisamente el drama de nuestra historia que la esquemtica frmula de Sarmiento, tan cargada de exageraciones pero tan enderezada, sin embargo, a descubrir la sustancia misma de la revolucin total. En el Facundo, en efecto, Sarmiento formula su teora de las dos ciudades para destacar el papel de Buenos Aires como fermento jacobino de la revolucin. Esas dos ciudades son Crdoba y Buenos Aires, tomadas como tipificacin de un antagonismo primordial entre los viejos modos de la sociedad colonial y los nuevos usos de la civilizacin revolucionaria. "Crdova [Crdoba], espaola por educacin literaria y [en este texto usaba/n las i latinas en vez de y griegas] religiosa, estacionaria y hostil a las innovaciones revolucionarias, y Buenos Aires, todo novedad, todo revolucin y movimiento, son las dos fases prominentes de los partidos que dividan las ciudades todas; en cada una de las cuales estaban luchando estos dos elementos diversos, que hay en todos los pueblos cultos. No s si en Amrica se presenta un fenmeno igual a ste; es decir, los dos partidos, retrgrado y revolucionario, conservador y progresista, representados altamente cada uno por una ciudad civilizada de diverso modo, alimentndose cada uno de ideas extradas de fuentes distintas: Crdova, de la Espaa, los Concilios, los Comentadores, el Dijesto [digesto: coleccin textos]; Buenos-Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura francesa entera" (Facundo, cap. VII). Excusadas las necesarias prevenciones sentimentales, esta doctrina de Sarmiento se acerca a la computacin del suceso primordial de la revolucin americana y acaso tambin a la raz de su ms oscura frustracin. Pues aunque la gazmoera [escrupulosidad] de un patriotismo por ocultacin se empee en trazar el cuadro idlico de las campaas frente al egosmo de las ciudades, o ms concretamente de la ciudad de Buenos Aires, el proceso histrico obliga a situar en las ciudades el epicentro del fenmeno revolucionario y a descubrir precisamente en esos rumbos los episodios del posible aniquilamiento de la revolucin. Y ello es sin duda necesario, aunque el espejismo de las sublevaciones campesinas pueda encontrarse justificado por una aislada frase de Echeverra: "El partido unitario no tena reglas locales de criterio socialista; desconoci el elemento democrtico; lo busc en las ciudades, estaba en las campaas" (Ojeada retrospectiva). En esta aislada frase de Echeverra se descubre el planteo del problema de las masas en la dinmica de la revolucin argentina, pero nunca la condena de la ciudad en nombre de la "democracia instintiva" de las campaas.

Puede concebirse una revolucin burguesa sin el predominio de las ciudades, y ms particularmente sin la hegemona de una gran capital revolucionaria? En el paso preciso de las formas de convivencia feudal a las manifestaciones ms decididas de la civilizacin burguesa, las ciudades representaron el avance de la produccin, del comercio, de la cultura, de las instituciones sociales y polticas. Dicha sustancia histrica de la ciudad-capital ha sido igualmente decisiva en el proceso de unificacin nacional, y su carcter afirma una funcionalidad progresiva aunque la civilizacin burguesa que las ciudades representan no alcanzara an a manifestar plenamente los modos de produccin tpicos de la sociedad burguesa. Quiero decir que este papel ascendente se declara aunque las ciudades, por las trabas de la evolucin social, no hayan logrado todava la consistencia de una concentracin econmica siquiera relativa. Por el simple hecho de convocar en su recinto funciones econmicas intransferibles, la ciudad se convierte en un ncleo de civilizacin operante: achacarle los vicios de parasitismo atribuidos al comercio equivale a una desdichada e idlica nostalgia de aquellas maneras de la economa natural que el feudalismo arrastr consigo hasta su tumba. Pero el tema de la ciudad no es suceso abstracto en la ordenacin de los episodios histricos, y Sarmiento supo advertirlo con sobrada perspicacia entre sus desmanes de desmedida polmica. No es casual, por lo mismo, aquella oposicin dialctica entre Crdoba y Buenos Aires. En la capital revolucionaria se fusionaban los intereses ms decididamente contrapuestos a la vieja economa colonial: razones histricas y hasta razones geogrficas confluan en dicho ejercicio primordial. Tena que ser, por esas mismas circunstancias, el asiento de la burguesa ms desarrollada en su incipiente andar sobre estas tierras: all deba constituirse por lo tanto el ncleo intelectual de la revolucin, abierto a la nueva ideologa no por simples razones de plagio, como a veces con injusticia lo piensa el propio Echeverra, sino por las necesidades de una clase social que ya se revuelve aprisionada en la antigua convivencia. El tema, entonces, supo desmontarlo Sarmiento con suficiente lucidez, y Alberdi, aun a tono de controversia, vendra a confirmarlo algunos aos despus: "Si fuese preciso localizar el espritu nuevo y el espritu viejo en Sud Amrica, la simple observacin nos hara ver que la Europa del siglo XIX, atrada por la navegacin, el comercio y la emigracin, est en las Provincias del litoral, y el pasado ms particularmente en las provincias mediterrneas. Esto se comprende, porque se ve, toca y palpa" (Cartas quillotanas).

Pero si la revolucin burguesa impone la hegemona de la ciudad, asimismo supone la puesta en marcha de las masas rurales como tema de la dinmica factorial. Cuando Echeverra asegura que el elemento democrtico estaba en las campaas descubre la existencia de aquel factor potencial, aunque nunca se haya encargado l mismo de analizarlo y explicarlo coherentemente. Pero la afirmacin advierte, sin embargo, una fisura en el esquema de oposiciones polricas trazado por Sarmiento. Esa fisura la descubre tambin Alberdi: "La localizacin de la civilizacin en las ciudades y la barbarie en las campaas, es un error de historia y de observacin, y manantial de anarqua y de antipatas artificiales entre localidades que se necesitan y complementan mutuamente. En qu pas del mundo no es la campaa ms inculta que las ciudades?" (Cartas quillotanas). Aquella fisura no ignoraba sin duda "el cretinismo [sub-inteligencia] de la vida rural", pero en su exaltacin civilizadora de las ciudades acaso olvidara los medios precisos para incorporar a las masas campesinas a ese proceso de civilizacin activa significado por la revolucin total de las ciudades. El gran drama histrico de la ineficacia jacobina ha consistido entre nosotros en el desconocimiento de esa ley de interpenetracin dialctica que une al campo con la ciudad en el desarrollo de la civilizacin burguesa. El desprecio manifiesto de las masas urbanas hacia los hombres del campo, o los trmolos de rencor que las masas rurales encrespan frente a la ciudad (salvados los motivos de congruente fomento de esas discrepancias), son remanentes precisos de una revolucin irrealizada. El rgimen de la economa burguesa somete el campo al imperio de la ciudad y provoca el xodo de grandes contingentes rurales para incrementar la poblacin urbana. Ese fue, con ciertos reparos, el proceso inciertamente dibujado en Buenos Aires por la revolucin argentina. Buenos Aires era de hecho la nica ciudad frente a las disminuidas aldehuelas apenas erguidas en la inmensidad del desierto. Acaso podan precisarse (Buenos Aires aparte) los lmites suficientes entre la ciudad y el campo? Y acaso, tambin, la vida rural no era atrasada y rudimentaria, volcada en el exclusivismo chcaro [quechua: indomado] del pastoreo, casi sin que en punto alguno se descubriese la presencia civilizadora de la agricultura? Por aqu, entonces, se afianza el planteo de Sarmiento, aunque pueda descalabrarse por la insuficiencia dialctica de su polarizacin extremada. Sostengo por lo mismo que cuando Echeverra nos asegura que el elemento democrtico "estaba en las campaas", no quiere aludir a las ilusorias excelencias del hombre de campo, sino referirse a las fuerzas dinmicas de la revolucin argentina. En trminos contemporneos, ello equivaldra a suscitar el tema de las masas operantes y de su direccin poltica. Y all descansa, con todos sus errores posibles, la estrategia revolucionaria de Rivadavia: poner en movimiento a las masas campesinas bajo la direccin poltica de la minora jacobina de las ciudades. Pero los supuestos * argentinos no pudieron, o no supieron, desempear hasta el fin aquellos principios de la revolucin total que sus mayores franceses haban realizado entre tanto escndalo pasado y tanta calumnia presente; y en la disputa de la direccin poltica primero, en el gobierno efectivo de las masas despus, fueron derrotados sin demasiado esfuerzo por los caudillos que enarbolaban confusas banderas de dispersin nacional. Echeverra reprocha justamente a los unitarios que no hayan sabido hacerse plebeyos y revolucionarios, lo cual equivale a denunciar su jacobinismo de puras apariencias. "El partido unitario --dice al referirse a la sublevacin de los caudillos que provoc la cada de Rivadavia-- pudo y debi hacer uso de la fuerza para aniquilar a los facciosos: el uso de la fuerza era santo, era legtimo para escudar el derecho, la justicia y el orden pblico, primera obligacin de todo gobierno: no lo hizo, y la historia lo acriminar por esto. Sacrific el porvenir, los intereses del pas y los suyos propios a su mxima favorita de las vas legales... Poco despus, despechado y exacerbado en la lucha, apel al motn y se convirti en faccin. Conoci recin, algo tarde, no era buena su doctrina de las vas legales..." (Cartas a De Angelis). La crtica del jacobinismo supuesto (y verdaderamente inexistente) resalta en estos prrafos con singular evidencia, porque aquel posible jacobinismo de los acompaantes de Moreno [Mariano, 1779, Bs. As.-1811, ms radical que Saavedra: responsable de expulsar al virrey Cisneros y fusilar al v. Liniers] apareca ahora recortado por el tono liberal de los sucesores. Y en ello radica la frustracin histrica de la revolucin argentina, con todas sus calientes resonancias de actualidad vivsima.

* Empleo la palabra en el sentido utilsimo que le asigna Gramsci para designar al hombre poltico enrgico, resuelto, y a veces hasta fanticamente persuadido de la bondad de sus ideas, asentadas sobre bases sociales cuyo desarrollo se procura forzar en el sentido de la direccin histrica (Il Risorgimento, pg. 75).

Toda revolucin, en definitiva, cumple su finalidad histrica cuando realiza los intereses de la nacin, y esa categora nicamente la consigue cuando su clase dirigente alcanza la hegemona y la interpretacin de todas las clases populares vinculadas al porvenir nacional. En esa medida estricta las revoluciones coinciden siempre con una necesidad nacional. Slo la enceguecida torpeza de quienes marchan a destiempo de la historia puede cobijar, antes lo mismo que ahora, la presuncin ridcula de las revoluciones importadas, de las revoluciones impuestas forzadamente al corpus nacional, cmodo expediente para execrar con eptetos de infamia a las tendencias ms legtimas del avance social. En qu otra cosa pudo consistir entonces el jacobinismo argentino sino en crear esa necesaria relacin estable entre el campo y la ciudad? La virtud revolucionaria de los jacobinos franceses haba consistido precisamente en sobreponerse a todos los otros partidos en el terreno de la poltica rural y en asegurar la hegemona de la capital revolucionaria mediante el adecuado movimiento de las masas campesinas. Rivadavia tuvo sin duda una intuicin genial de este problema al planear su poltica agraria, y asombra comprobar que los planteos tericos de la enfiteusis [adjudicar inmuebles] no hayan merecido atencin alguna a Echeverra, tan preocupado por examinar detalladamente en otros terrenos la poltica unitaria. Pero Rivadavia no es todo el unitarismo, como Moreno no es toda la revolucin. Rivadavia procura dar a la revolucin burguesa un sentido inequvoco, aniquilando la influencia de los todopoderosos barones de la tierra*; quiere reemplazar la dilatada incivilidad de los ganaderos terratenientes con la prspera constancia de los cultivadores de una tierra sin arriendos. Dice Garca [Juan Agustn, 1862, Bs. As.-1923, escritor, jurista y socilogo] en La ciudad indiana: "Si el rey de Espaa hubiera tenido ciertas nociones elementales de economa, si subdivide la tierra, permitiendo que se formara una sociedad estable, con familias arraigadas al suelo, con intereses que proteger, con los hbitos de trabajo e industria consiguientes, la organizacin poltica definitiva se habra hecho con toda facilidad sin mayores trastornos, como en Estados Unidos". Lo que el rey de Espaa no poda realizar sin mengua del rgimen feudal que l mismo representaba, quera hacerlo Rivadavia en aquellas jornadas azarosas, postulando un problema que la revolucin incumplida nos entrega como dramtica herencia del desencuentro argentino.

* Esa teora est adelantada en el decreto dictado por Rivadavia el 4 de septiembre de 1812, ordenando el levantamiento del plano topogrfico de la provincia de Buenos Aires. En l se deca que dicha medida tena por objeto "repartir gratuitamente a los hijos del pas suertes de estancia, proporcionadas, y chacras para la siembra de granos, bajo un sistema poltico que asegure el establecimiento de poblaciones y la felicidad de tantas familias patricias que, siendo vctimas de la codicia de los poderosos, viven en la indigencia y en el abatimiento, con escndalo de la razn y en perjuicio de los verdaderos intereses del Estado".

Este jacobinismo a medias busca tambin las soluciones a medias, como si quisiera probarnos que la burguesa argentina, desenfrenada despus en todas las descomposturas de su clase, no ha sido capaz en cambio de ninguna de sus virtudes revolucionarias. Porque mientras Rivadavia formula sus reformas, los gobiernos unitarios hostilizan en los hechos a los peones sin tierra. Y as acontece que la ordenacin estratgica de las masas nuevamente aparece desvirtuada porque la enfiteusis rivadaviana no alcanza a constituir una slida clase de agricultores afincados, punto de apoyo para toda burguesa mercantil e industrial vida de horizontes ms dilatados. En este sentido primordial corresponde decir que los jacobinos argentinos lo son en las exterioridades pero no en las esencias. Gramsci anota que la funcin de los jacobinos franceses consisti en forzar (aparentemente) las situaciones revolucionarias, conduciendo a la burguesa a una posicin ms avanzada que la consentida por los primitivos grupos revolucionarios o aun por las mismas premisas histricas *. Pero esta situacin de avanzada sobre su propia clase en ningn sentido puede compararse a una abstracta utopa desatinada, porque las situaciones son forzadas en el sentido del desarrollo histrico real: ms bien es el ejercicio de la revolucin total, que compromete no slo las aspiraciones de las personas fsicas contemporneas sino tambin las necesidades futuras de todos los grupos nacionales que la estrategia revolucionaria aconseja asimilar al grupo fundamental existente. En el obligado paralelismo histrico, que Echeverra va a inaugurar entre nosotros como mtodo de anlisis sociolgico, no cabra sealar, como nudo de las dramticas frustraciones, este jacobinismo a medias de los imputables jacobinos argentinos? Puede decirse que la funcin de avance de Rivadavia sobrepasa en mucho a la infeliz cortedad de su clase, y ste es un punto de proyeccin secular en la vida argentina sobre el cual acaso haya padecido Echeverra su ms funesta equivocacin. Cierto es que reconoce en Rivadavia un "hombre muy superior a todos los de su partido como organizador, dotado de una inteligencia rara y de una integridad y firmeza de carcter estoicas"; pero es precisamente en el problema de las masas donde va a mostrar su nico desfallecimiento el pensador del Dogma. Hay que decirlo claramente: en el problema de la ordenacin poltica de las masas, Echeverra retrocede con respecto a las visiones ms audaces de Rivadavia.

* "...en realidad se "impusieron" a la burguesa francesa, conducindola a una posicin ms avanzada de la que los ncleos burgueses primitivamente ms fuertes hubiesen querido ocupar espontneamente y aun mucho ms avanzada de lo que las premisas histricas deban consentir, y de all los golpes de retorno y la funcin de Napolen I" (GRAMSCI: Il Risorgimento, pg. 84).

El yerro del supuesto jacobinismo argentino consisti en no haber convertido en acto social la funcin hegemnica de la ciudad-Buenos Aires, con todos los determinantes de transformacin econmica que dicho suceso puede evocar en el cuadro de la revolucin burguesa. En el terreno concreto de la estrategia revolucionaria, las reformas de Rivadavia, tan enrgicas bajo muchos aspectos, intentaron transformar en hegemona ideolgica las formas, no demasiado precisas, de la dictadura poltica de Buenos Aires. Y Echeverra le reprochar en cambio esa circunstancia como el ejercicio de una ilusin desgraciada: enrostrar a los unitarios la escasa consecuencia de su contacto con las masas, sus reales temores de despertar en esas masas la autoconciencia de su poder; pero los censurar principalmente porque dieron "el sufragio y la lanza al proletario" poniendo as "los destinos del pas a merced de la muchedumbre". Y aqu nos tropezamos otra vez con la frmula de la grandeza poltica, alimentada ahora por sus atribuciones locales. Escribe efectivamente en la Ojeada: "El partido unitario no tena reglas locales de criterio socialista; desconoci el elemento democrtico; lo busc en las ciudades, estaba en las campaas. No supo organizarlo, y por lo mismo no supo gobernarlo... Rosas tuvo ms tino. Ech mano del elemento democrtico, lo explot con destreza, se apoy en su poder para cimentar la tirana. Los unitarios pudieron hacer otro tanto para cimentar el imperio de las leyes. Ser grande en poltica, no es estar a la altura de la civilizacin del mundo, sino a la altura de las necesidades de su pas". No resulta aqu aludido claramente el problema del gobierno de las masas (ahora diramos: de la hegemona poltica) en la dinmica revolucionaria? Las condiciones que llevaron a la funesta inmovilizacin de las masas para una poltica autnticamente revolucionaria las estableci Echeverra con mucha agudeza en sus cartas a De Angelis, y dichas observaciones desnudan implacablemente los quebrantos de la revolucin burguesa. Pero aqu ausculta Echeverra el problema efectivo de la poltica argentina, definido por el hecho de que las masas operantes sean de radicacin rural. Cuando asegura que el elemento democrtico est en la campaa, cuando muestra que Rosas oper con mayor sagacidad en sus relaciones con dicho elemento, est sealando sin duda el origen de la fuerza imprescindible para la proyeccin revolucionaria total. Dicho de otra manera: las clases dirigentes de la revolucin argentina quedaban perdidas si no acertaban a conquistar ese "elemento democrtico" de las campaas para la empresa total de la revolucin. Pero muy de seguido se contradice Echeverra en este tema primordial, y no es difcil descubrir en sus recelosas implicancias ese definible desaliento del intelectual a quien las contingencias privan de un personal y certero contacto con los sucesos. No quiero decir que Echeverra asuma actitudes de hostilidad ante las masas puestas en movimiento, esas masas plebeyas a veces seducidas por la excrecencia demaggica y calificada de "turbas" por quienes no se acercan a su ms escondida palpitacin. Echeverra atestigua, por el contrario, en favor de la excelencia moral del pueblo: "... el pueblo era ignorante al emanciparse, as continu en el transcurso de la revolucin por la cual se sacrific sin recoger fruto alguno... un pueblo jams es perverso: los perversos y malvados son los que lo engaan y explotan su ignorancia ... El pueblo no es criminal. Se extravi porque era ignorante, y era ignorante porque no lo educaron para la nueva vida inaugurada en Mayo, para la Democracia" (Mayo y la enseanza popular en el Plata). Pero en esta presuncin de la ignorancia popular se mueve el sistema de vacilantes contradicciones de Echeverra. Porque el pensador del Dogma, el mismo que sostiene que "la raz de todo sistema democrtico es el sufragio", censura precisamente a los unitarios por haber concebido el voto universal y hecho posible de esta manera el advenimiento del despotismo rosista. Ya se sabe que la Ojeada y las Cartas, donde estos reproches resultan fundados, fueron escritas entre 1846 y 1847, y es curioso observar que diez aos despus Pierre Leroux [1797-1871, poltico y pensador, fund Le Globe (sansimoniano), la Encyclopdie nouvelle y la Revue indpendente (desta), partidario de un socialismo mstico] va a coincidir en igual condena del sufragio universal, considerando como tirana "todo gobierno fundado aparentemente bajo la rbrica de las mayoras manifestadas por las elecciones" (L'Esprance, 1856). La coincidencia no es azarosa, no obstante la desventurada prioridad del argentino, porque Leroux va a testimoniar con aquellas palabras su desencanto por el fracaso de la revolucin de 1848, su amargura por el desdeoso olvido en que lo sumen sus conciudadanos. Este es indudablemente el punto crtico en el proceso de descomposicin de la democracia burguesa posterior a la revolucin del 48. En Las luchas de clases en Francia seala Marx que las reducciones del sufragio universal significaban que este instrumento, mediante el cual ascendiera la burguesa al dominio poltico, comenzaba a dejar de ser razonable, es decir, empezaba a convertirse en vehculo de otras posibles aspiraciones contradictorias con las de la clase triunfante. Pero ya con anterioridad manifestaban los idelogos de la reforma social su desconfianza hacia la soberana del pueblo. El texto de Leroux, aparentemente ocasionado por el triunfo electoral de Luis Bonaparte, tiene una adecuada compaa en las anlogas reflexiones del Manifiesto de Considerant [Victor, 1808-93, difundi la nocin de derecho de trabajo, ppio. fdtal. del socialismo francs en 1848], o en los anhelos de Vctor Hugo [V. Marie H., 1802-85, el mayor impulsor del romanticismo] deseoso de ver el sufragio universal precedido por la educacin del pueblo. Pero en aquel instante crtico los representantes del incipiente comunismo proletario reclamaban el acceso de todos los ciudadanos al sufragio como forma de extensin revolucionaria de la democracia, con lo cual el movimiento obrero adquira ya ese carcter de sostn de la democracia en crecimiento que la propia burguesa comenzaba a traicionar con los ms variados (y decorosos) pretextos. Aqu se inscribe entonces el punto de fractura entre el reformismo pequeo-burgus decepcionado de las masas ignorantes y el sentimiento verdaderamente revolucionario que ve en esas masas, no obstante sus pasajeros extravos, la nica condicin de la continuidad democrtica. Y otra vez quedamos dramticamente enfrentados con el problema de la conciencia de las masas, que Echeverra alcanza a percibir aunque no a resolver de manera operante.

Con frecuencia suele atacarse al sufragio universal desde un ngulo de petulante aristocratismo. El sufragio universal partira del supuesto de una igualdad absoluta de sus practicantes, de tal modo que en la determinacin del rumbo social tendra igual peso el voto de un analfabeto que el de quien entrega al Estado sus mejores y ms lcidas energas. Cuntas reflexiones parecidas no hemos escuchado con motivo de episodios muy cercanos? Parece innecesario decir que esta crtica descansa en un sofisma (y hasta me permitira decir que en un sofisma interesado); pues olvida que los nmeros sealados por el cmputo de los sufragios tienen un simple valor instrumental y son apenas la determinacin del grado de influencia conquistado por las ideas o los programas de aquellos ciudadanos (o grupos de ciudadanos) que dedican a la poltica su actividad fundamental. La crtica de Echeverra no adolece de semejantes alucinaciones aristocrticas, ni descansa tampoco en la hiptesis de una condicin de irreversible atraso democrtico en las masas populares. El se supone, por lo contrario, plenamente insertado en la realidad argentina, y antes que repudiar el sufragio universal como principio terico lo rechaza temporariamente a causa de las peculiares circunstancias locales. Confa exclusivamente en educar la razn del pueblo para que pueda ascender en forma paulatina al ejercicio total de la soberana: "Ilustrar las masas sobre sus verdaderos derechos y obligaciones, educarlas con el fin de hacerlas capaces de ejercer la ciudadana y de infundirles la dignidad de hombres libres, protegerlas y estimularlas para que trabajen y sean industriosas, suministrarles los medios de adquirir bienestar e independencia: he ah el modo de elevarlas a la igualdad" (Dogma socialista). Entretanto imagina un sistema gradual de acceso al sufragio, que reduzca al "proletario" a la urna municipal y slo conceda a la propiedad el voto poltico propiamente dicho. La idea del sufragio basado en la propiedad es en su origen una concepcin burguesa con dos tiempos radicalmente contrapuestos. Proclamar que la propiedad constituye el fundamento del sufragio era inicialmente una forma de extenderlo y de socavar por lo mismo los remanentes del privilegio feudal. Pero esa libertad del sufragio, proclamada de comienzo como una finalidad de alcances universales, se comprime cuando una masa cada vez mayor de desposedos carece de la condicin indispensable para ejercitarlo. La teora burguesa llega hasta nosotros en este instante, despojada de su posible fertilidad inicial, porque nuestro tema preciso es el de una masa de desposedos frente a una pequea minora de terratenientes con nfulas feudales. Y aquellas masas, arrebatadas a la soberana por carecer de propiedad, eran las nicas en las cuales pudiera apoyarse, no obstante sus desfallecimientos parciales, el ejercicio de la revolucin democrtica. Puede asombrarnos entonces que en este punto descanse el nico elogio franco que Groussac [Paul, 1848-1929, escritor arg.] tribute al autor de La cautiva? "El sufragio universal --asegura Groussac en su ensayo sobre Echeverra-- es una ilusin. El propietario de una mina que ocupe mil trabajadores, deposita mil votos en la urna electoral; el propietario de un ingenio azucarero, el empresario de ferrocarril, el estanciero, disponen exactamente de los centenares de millares de votos de todos sus empleados. A eso se reduce el sufragio universal, aqu, en los Estados Unidos, en Inglaterra; y pienso que, poco ms o menos, en todas partes". Groussac traiciona aqu su propio pensamiento liberal. No haban sido precisamente los liberales quienes propulsaran el sufragio universal como forma de extensin de su base poltica de masas? Pero Groussac, que vitupera el posible socialismo de Echeverra, lo aplaude en cambio en estas limitaciones del sufragio apoyndose en el sofisma de su falsificacin por las vas de la coaccin y del soborno. Y con ello, en todo caso, no vendra sino a robustecer la necesidad de aquel posible socialismo echeverriano, puesto que obligara a atacar las causas econmicas que, dentro de la ficcin liberal, impiden a las masas el pleno ejercicio de su soberana. Pero ello conducira entonces al despotismo de las masas, expresin bajo la cual engloban Groussac y sus congneres la negativa de esas mismas masas a comportarse bajo los blandos dictados de la burguesa liberal y de su difundida fantasmagora de intelectuales.*

* Vale la pena recordar que en este sentido el catlico Estrada es ms avanzado que el librepensador Groussac. En sus comentarios del Dogma ESTRADA se declara decidido adversario de toda mutilacin del sufragio, especialmente si dicha quirurgia se dirige contra las masas a pretexto del analfabetismo. "Penais al ignorante --dice-- por culpa de los que omitieron educarle, lo cual es injusto".

Si en estas crticas de Groussac apunta ya, casi sobre el filo del siglo, la amedrentada adivinacin del movimiento de las nuevas clases nacidas a la certidumbre de su conciencia histrica, sera equivocado asimilarlas a la conducta de Echeverra frente al tema concreto del sufragio. All se descubre una solucin errada para el problema vital de la revolucin democrtica: una declinacin desfalleciente del slido realismo poltico de Echeverra, una mutilacin del necesario impulso romntico que todo realismo transformador debe cobijar en sus entraas. En la doctrina echeverriana la soberana slo puede ser ejercida por "la parte sensata y racional de la comunidad social", quedando la parte ignorante "bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional"*. Y as resultan enunciados dos temas primordiales en el planteo de la revolucin: la limitacin del sufragio por una parte, la formacin de la conciencia de las masas por la otra. La revolucin est forzada eventualmente a limitaciones y extensiones paralelas del sufragio, y cuando aquella eliminacin tiende a destituir las viejas clases privilegiadas se est ejercitando en los hechos una variante de esa dictadura democrtica que resulta inseparable de toda transformacin profunda de la sociedad. Pero el ejercicio de la dictadura revolucionaria no es un despotismo, como muy orondamente suelen asegurar los cronistas de informacin escasa, sino el orden democrtico de masas en constante crecimiento, ascendidas a la conciencia de su valor social a causa de una participacin ms asidua y enrgica en el proceso de la produccin y de su direccin concreta. En este sentido muy especfico, la "ilustracin de la razn del pue