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HISTORIA DE LOS GRIEGOS

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A LOS LECTORES

Me sería más fácil enumerar los vicios y defectosde este libro que sus méritos y cualidades.

Antes de escribirlo, sabía que llegaría fatalmente atal conclusión, pero lo escribí igualmente porque medivertía hacerlo, porque espero que alguien se diver-tirá leyéndolo y porque pienso que, pese a todas suslagunas, llenará aquella, mucho mayor, que nuestrosprofesores olvidaron colmar: narración sencilla, rela-to cordial.

La he llamado HISTORIA DE LOS GRIEGOS por-que, a diferencia de la de Roma, es una historia dehombres, más que una historia de pueblo, de nacióno de Estado.

Por esto he reducido a lo esencial la trama de losacontecimientos políticos para dar preferencia a tosque determinaron el desarrollo de la civilización yjalonaron sus grandes etapas. En este libro, los poe-tas y los filósofos cuentan más que los legisladoresy los caudillos, la huella dejada por Sócrates y Só-focles me parece más profunda que la dejada porTemístocles y Epaminondas.

No pretendo haber dicho algo nuevo ni haber dado,a lo que ya es sabido, una interpretación original.Y ni siquiera me lo había propuesto. Mi ambiciónha sido la de proporcionar a los lectores un mediopara acercarse sin fatiga, y sobre todo sin aburri-miento, a tos antiguos griegos.

Espero haberlo logrado.INDRO MONTANELLI

Milán, setiembre de 1959.

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PRIMERA PARTE

ENTRE HISTORIA Y LEYENDA

CAPÍTULO PRIMERO

MINOS

Hace unos sesenta años que un arqueólogo inglés,llamado Evans, hurgando en ciertas tiendecitas de an-ticuarios, en Atenas, halló algunos amuletos feme-ninos provistos de jeroglíficos que nadie logró desci-frar,

A fuerza de conjeturas, estableció que debían pro-ceder de Creta, se fue allí, compró una parcela deterreno en el lugar donde se creía que estaba sepul-tada la ciudad de Cnosos, contrató a una cuadrillade excavadores, y después de dos meses de labor topócon el resto del palacio de Minos, el famoso Laberinto.

Poetas e historiadores de la Antigüedad, desde Ho-rnero hasta nuestros días, habían dicho que la primeracivilización griega había nacido, no en Micenas, o seaen el continente, sino en la isla de Creta, y que habíatenido la máxima floración en tiempos del rey Mi-nos, doce o trece siglos antes de Jesucristo. Minos,contaban, había tenido varias mujeres que habían in-tentado en vano darle un heredero: de sus entrañasno nacían más que serpientes y alacranes. Tan sólo

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Pasifae, por fin, logró darle hijos normales, entreellos Fedra y la rubia Ariadna. Desgraciadamente,Minos ofendió al dios Poseidón, quien se vengó hacien-do que Pasifae se enamorase de un toro, pese a seréste un animal sagrado. A satisfacer ésta su pasiónla ayudó un ingeniero llamado Dédalo, llegado a laisla procedente de Atenas, de donde tuvo que huirpor haber matado por celos a un sobrino suyo. Deaquel connubio nació el Minotauro, extraño animal,mitad hombre y mitad toro. Y a Minos le bastó conmirarle para comprender con quién le había engañadosu mujer.

Ordenó entonces a Dédalo que construyese el Labe-rinto para alojar en él al monstruo, pero dentro dejóprisioneros también al constructor con su hijo Ícaro.No era posible encontrar el camino para salir de aquelintrincamiento de corredores y galerías. Pero Dédalo,hombre de infinitos recursos, construyó para sí ypara su chico unas alas de cera, con las que amboshuyeron elevándose en el cielo. Ebrio de vuelo, Ícaroolvidó la recomendación de su padre de no acercarsedemasiado al sol: la cera se derritió, y él se preci-pitó al mar. No obstante su tremendo dolor, Dédaloaterrizó en Sicilia, adonde llevó las primeras nocionesde la técnica.

Mientras, en el Laberinto seguía girando el Mino-tauro, exigiendo cada año siete muchachas y sietejóvenes para comérselos. Minos se los hacía entregarpor los pueblos vencidos en las guerras. Se los recla-mó también a Egeo, rey de Atenas. El hijo de éste,Teseo, por bien que príncipe heredero, pidió formarparte de aquellos hombres, con el propósito de mataral monstruo, desembarcó en Creta con las demás víc-timas y, antes de internarse en el Laberinto, sobornóa Ariadna, la cual le entregó un ovillo de hilo paraque, desenrollándolo, le permitiera volver a encontrarel camino de salida. El valeroso joven logró su in-tento, salió afuera y, fiel a la promesa que le habíahecho, se casó con ella y se la llevó. Pero en Naso laabandonó dormida en la playa y prosiguió el viajesolo con sus compañeros.

Los historiadores modernos habían recusado estahistoria como inventada de raíz, y hasta ahora acasotenían razón. Y aun habían acabado negando que enCreta hubiese florecido, dos mil años antes de Jesu-

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cristo y mil antes que en Atenas, la gran civilizaciónque le atribuía Homero. Y en eso se equivocabanciertamente.

Atraídos por los descubrimientos de Evans, arqueó-logos de todo el mundo —entre ellos los italianos Pa-ribeni y Savignoni—, acudieron a los lugares, inicia-ron otras excavaciones, y pronto de las entrañas dela tierra salieron los monumentos y documentos deaquella civilización cretense que, por el nombre delrey Minos, fue llamada minoica.

Todavía hoy los estudiosos se están peleando acercade su origen, pues unos consideran que vino de Asiay otros de Egipto. De todos modos, fue con certezala primera que se desenvolvió en una tierra europea,alcanzó altas cimas e influyó en la que después se for-maría en Grecia y en Italia. Fue en Creta donde Li-curgo y Solón, los dos más grandes legisladores dela Antigüedad, buscaron el modelo de sus Constitu-ciones, donde nació la música coral adoptada por Es-parta, donde vivieron y trabajaron los primeros maes-tros de la escultura, Dipeno y Chili.

Estudiando las excavaciones, los competentes handividido la civilización minoica en tres eras, y cadauna de éstas en tres períodos. Dejémosles en estasdistinciones demasiado sutiles para nosotros, y conten-témonos con comprender globalmente en qué consistíala vida cretense de hace cuatro mil años. Por el modocon que son representadas en sus pinturas y bajo-rrelieves, eran gentes más bien bajas y delgadas, depiel color pálido las mujeres y bronceada la de loshombres, hasta el punto que les llamaban Foinikes,que quiere decir «pieles rojas». Éstos se tocaban conturbantes y aquéllas con sombreros que podrían muybien reaparecer en cualquier exhibición de moda con-temporánea en París o en Venecia. Unos y otras teníanun ideal de belleza triangular, pues llevaban túnicasestrechamente ceñidas en el talle. Y las mujeres de-jaban sus senos al descubierto, lo que hace pensarque solían tenerlos prósperos. Una de ellas, según apa-rece en una pintura, es tan coqueta y provocativa,que los arqueólogos, pese a su proverbial austeridad,la han llamado La parisienne.

En un principio, Creta debió de estar dividida envarios Estados o reinos que guerreaban con frecuenciaentre sí. Pero en un momento dado, Minos, más há-bil y fuerte que los demás, redujo a sumisión los ri-

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vales y unificó la isla, dándole por capital su ciudad,Cnosos. ¿Era Minos su nombre personal, o el que sedaba al cargo que ostentaba, como en Roma se llama-ba César y en Egipto Faraón? No se sabe. Sábesesolamente que quien ejecutó aquella obra de unifica-ción y al que la leyenda atribuye a Pasifae como es-posa con todas las desdichas que ésta le acarreó, vivióy reinó trece siglos antes de Jesucristo, cuando entodo el resto de Europa no brillaba aún el más remo-to fuego de civilización.

De dar crédito a Homero, Creta tenía el esplendorde noventa ciudades, algunas de las cuales competíancon la capital en cuanto a población, desarrollo y ri-queza. Festo era el gran puerto donde se concentrabael comercio marítimo con Egipto: Palaikastro era elbarrio residencial; Gurnia el centro manufacturero yla «capital moral», como hoy lo es Milán en Italia;Hagia Tríada, residencia estival del rey y del Gobier-no, según demuestra la villa real desenterrada. Lascasas son de dos, de tres, y hasta de cinco plantas,con escaleras interiores bien acabadas. Y en las pin-turas y bajorrelieves que adornan las paredes se vea los inquilinos varones jugando al ajedrez bajo lamirada aburrida del ama de casa, que teje lana. Sue-len estar de regreso de cacerías, y a sus pies yacen,fatigados, los animales que les han ayudado a ojearel oso o el jabalí: canes ágiles y delgados, semejantesa lebreles, y gatos salvajes que debían ser deliberada-mente instruidos para ese cometido. Otro deporte enel que destacaban los cretenses era el pugilato. Losde peso ligero se batían con las manos desnudas, ytambién usaban los pies para golpearse, como aúnahora hacen los siameses; los de peso medio usabancasco y los de peso pesado también guantes.

El dios de aquella gente se llamaba Vulcano, y co-rrespondía al que entre los griegos fue Zeus y conlos romanos Júpiter. Era un personaje omnipotentee iracundo, y cuando se ponía tonto sus fieles invo-caban a la diosa Madre, como quien dice a la VirgenMaría, para que le calmase. La gran fuerza de Minos,en tanto que rey, fue la de descender de aquél, o porlo menos, de haber logrado hacérselo creer a sussúbditos. Cuando publicaba una ley decía que Vulcanose la había sugerido la noche anterior, y cuando re-quisaba un quintal de trigo o un hato de ovejas, de-cía que era para hacerle un regalo a Vulcano. Estos

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regalos, naturalmente, el dios se los dejaba en depósi-to a Minos, que había hecho construir por sus inge-nieros inmensos apriscos en el palacio real para con-servarlos; y eran lo que los impuestos entre nosotros,pues en Creta, donde no se conocía el dinero, lostributos se pagaban en especies al dios, no al Go-bierno.

Era un pueblo de guerreros, navegantes y pintores.Y a estos últimos debemos el hecho de haber podidoreconstruir en parte su civilización que, precisamentebajo Minos, alcanzó la más alta cima. No se consiguecomprender qué cosa provocó su decadencia, que, ajuzgar por las ruinas, debió de ser muy rápida. ¿Fueun terremoto seguido de incendios lo que en un mo-mento determinado destruyó Cnosos con sus bellos pa-lacios y teatros? Por las excavaciones diríase que ca-sas y tiendas fueron sorprendidas repentinamente porla muerte, mientras sus moradores se hallaban enplena y normal actividad.

Es probable que esta decadencia hubiese comenzadomucho tiempo antes y que alguna catástrofe hubieseprecipitado su conclusión. Muchos signos revelan quela de Creta, nacida seguramente bajo el signo delestoicismo siete u ochocientos años antes, era ya entiempos de Minos una civilización epicúrea, o sea agra-dable y llena de pus como un forúnculo maduro. Losbosques de cipreses habían desaparecido, el malthu-sianismo había ocasionado vacíos en la población yel colapso de Egipto enrareció el comercio. Tal vez,como remate de tantas desdichas, hubo también unterremoto. Pero es más probable que la desventuradefinitiva fuese en forma de invasión; la de losaqueos, que precisamente por aquellos años habíancaído sobre el Peloponeso desde Tesalia, haciendo deMicenas su capital. En Creta lo destruyeron todo,hasta el idioma, que bajo Minos no era ciertamenteel griego, como demuestran las inscripciones que hanperdurado.

Por ellas, pese a que nadie ha logrado descifrarsu sentido, diríase que los cretenses habían tenido orí-genes egipcios, o en cualquier caso orientales. No po-demos confirmarlo ni desmentirlo. Pero sí podemosrepetir que la de Creta fue la primera civilizaciónde Europa, y que Minos fue nuestro primer «ilustreconciudadano».

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CAPÍTULO II

SCHLIEMANN

El mejor modo de pagar a nuestro contemporáneoEnrique Schliemann los enormes servicios que nos haprestado reconstruyendo la civilización clásica, creoque es incluirle entre sus protagonistas, como él mis-mo mostró desear ardientemente, eligiendo, en plenosiglo XIX, a Zeus como dios, elevando a él sus oracio-nes, poniendo de nombre Agamenón a su hijo, Andró-meca a su hija, Pélope y Telamón a sus servidores,dedicando a Homero toda su vida y su dinero.

Era un loco, pero alemán, o sea organizadísimo ensu vesania, que la buena fortuna quiso recompensar.La primera historia que, cuando tenía cinco o seisaños, le contó su padre no fue la de Caperucita Roja,sino la de Ulises, Aquiles y Menelao. Tenía ocho cuan-do anunció solemnemente en familia que se propo-nía redescubrir Troya y demostrar, a los profesoresde Historia que lo negaban, que esa ciudad habíaexistido realmente. Tenía diez cuando escribió enlatín un ensayo sobre este tema. Y dieciséis cuan-do pareció que toda esta infatuación se le había pa-sado del todo. Efectivamente, se colocó de dependienteen una droguería, donde con seguridad no había des-cubrimientos arqueológicos que realizar, y a poco em-barcó no hacia la Hélade, sino hacia América, enbusca de fortuna.

Tras pocos días de viaje, el buque se fue a piquey el náufrago fue salvado en las costas de Holanda.Quedóse allí, viendo en aquel episodio una señal deldestino, y dedicóse al comercio. A los veinticuatroaños era ya un comerciante acomodado, y a los treintay seis un rico capitalista, del cual nadie había sos-pechado jamás que entre un negocio y otro hubiese

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seguido estudiando a Homero. Debido a su profesiónse había visto precisado a viajar mucho. Y habíaaprendido la lengua de todos los países donde estuvo.Sabía, además del alemán y el holandés, francés, in-glés, italiano, ruso, español, portugués, polaco y ára-be. Su Diario está redactado, efectivamente, en la len-gua del país donde sucesivamente está fechado. Peroen la que siempre seguía pensando era el griego an-tiguo.

De improviso cerró Banco y tienda y comunicó a sumujer, que era rusa, su propósito de ir a establecerseen Troya. La pobre mujer le preguntó dónde estabaaquella ciudad de la que jamás había oído hablar yque, en realidad, no existía. Enrique le mostró en unmapa dónde suponía que estaba, y ella pidió el divor-cio. Schliemann no hizo objeciones y puso un anuncioen un periódico pidiendo otra esposa, a condición deque fuese griega. Y de entre las fotografías que lellegaron eligió la de una muchacha que tenía veinti-cinco años menos que él. Se casó con ella según unrito homérico, la instaló en Atenas en una villa llama-da Belerofonte, y cuando nacieron Andrómaca y Aga-menón, la madre tuvo que sudar tinta para inducirlea bautizarlas. Enrique se avino a ello sólo a condi-ción de que el cura, además de algún versículo delEvangelio, leyese durante la ceremonia alguna estrofade la Ilíada. Sólo los alemanes son capaces de estarlocos hasta tal punto.

En 1870 se encontraba en aquel asolado y sedientorincón noroeste del Asia Menor donde Homero afir-maba, y todos los arqueólogos negaban, que Troya sehallaba sepultada. Necesitó un año para obtener delGobierno turco permiso para iniciar las excavacionesen una ladera de la colina de Hisarlik. Pasó el in-vierno, con un frío siberiano, practicando hoyos consu mujer y sus excavadores. Tras doce meses de es-fuerzos inútiles y de gastos delirantes, como para de-sanimar a cualquier apóstol, un buen día un picochocó con algo que no era la piedra de costumbre,sino una caja de cobre que, al ser abierta, revelóa los ojos exaltados de aquel fanático lo que él llamóen seguida «el tesoro de Príamo»: miles y miles deobjetos de oro y plata.

El loco Schliemann despidió a los excavadores, llevótoda aquella fortuna a su barraca, encerróse en ella,adornó a su mujer con los collares, los confrontó con

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la descripción de Homero, convencióse de que eranaquellos con que se habían pavoneado Helena y Andró-maca, y telegrafió la noticia a todo el mundo.

No le creyeron. Dijeron que fue él quien llevó allítoda aquella mercancía, tras haberla acopiado en losbazares de Atenas. Tan sólo el Gobierno turco le diocrédito, pero al objeto de procesarlo por apropiaciónindebida. Sin embargo, algunas lumbreras más escru-pulosas que las demás, como Doerpfeld, Virchow yBurnouf, antes de negar, quisieron investigar sobre elterreno. Y, por muy escépticos que fuesen, tuvieronque rendirse a la evidencia. Continuaron las excavacio-nes por cuenta propia y descubrieron los restos, no deuna, sino de nueve ciudades. La única duda que per-maneció en sus mentes no era si Troya había exis-tido, sino cuál de las nueve era aquella que el picohabía desenterrado.

Mientras tanto, el loco estaba devanando con su ha-bitual lucidez el lío jurídico en que se había enzar-zado con el Gobierno turco. Convencido de que enConstantinopla iban a malograr sus preciosos descu-brimientos, mandó a escondidas el tesoro al Museodel Estado de Berlín, que era el más calificado paracustodiarlo debidamente. Pagó daños y perjuicios alGobierno turco, que tenía más interés por el dineroque por aquella quincalla. Después, armado del másantiguo de todos los Baedeker, el Periégesis, de Pau-sanias, quiso demostrar al mundo que Homero no sólohabía dicho la verdad acerca de Troya y de la gue-rra que en ella se había desarrollado, sino sobre susprotagonistas. Y con gran entusiasmo se puso a bus-car, entre las ruinas de Micenas, la tumba y el cadá-ver de Agamenón.

Nuevamente el buen Dios, que siente debilidad porlos lunáticos, le compensó de tanta fe, guiando supico por los sótanos del palacio de los descendientesdel rey Atreo, en cuyos sarcófagos fueron halladoslos esqueletos, las máscaras de oro, las alhajas y lavajilla de aquellos monarcas que se consideraba nohabían existido más que en la fantasía de Homero.Y Schliemann telegrafió al rey de Grecia: Majestad,he hallado a sus antepasados. Después, seguro ya desu camino, quiso dar el golpe de gracia a los escép-ticos del mundo entero y, sobre las indicaciones dePausanias, fuese a Tirinto, donde desenterró las mura-llas ciplópeas del palacio de Proteo, de Perseo y de

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Andrómeda.Schliemann murió casi setentón en 1890, tras haber

trastornado desde los fundamentos todas las tesis ehipótesis sobre las que hasta entonces se había basadola reconstrucción de la prehistoria griega, inclinada aexiliar a Homero y a Pausanias en los cielos de lapura fantasía. En el hervor de su entusiasmo, acasodemasiado apresuradamente, atribuyó a Príamo el te-soro descubierto en la colina de Hisarlik y a Aga-,menón el esqueleto hallado en el sarcófago de Mice-nas. Sus últimos años los pasó polemizando con losque dudaban de ello, y en estos litigios aportó más vio-lencia que fuerza persuasiva. Pero el hecho es que élse consideraba contemporáneo de Agamenón y tratabaa los arqueólogos de su tiempo desde la altura detres milenios. Su vida fue una de las más bellas,afortunadas y plenas que un hombre haya vivido ja-más. Y nadie podrá negarle el mérito de haber apor-tado la luz en la oscuridad que envolvía la historiagriega antes de Licurgo.

Las excavaciones que, siguiendo su ejemplo, fueronemprendidas por Wace, Waldstein, Müller, Stamatakisy muchos más en Fócida y Beoda, en Tesalia y enEubea, han demostrado que era cierto lo que Schlie-mann aprendiera de Hornero; a saber, que contem-poráneamente a la de Creta, e independientemente deésta, se había desarrollado una civilización en el con-tinente griego, aunque menos avanzada, que tuvo suscentros en Argos y Tirinto. Se llamó micénica por laciudad que fue capital. La construyó Perseo dieciséissiglos antes de Jesucristo, y no se sabe a qué razaadscribir su población. Sólo se sabe que en aquellaépoca Grecia se componía de numerosos Estados: Es-.parta, Egina, Eleusis, Orcómenes, Queronea, Delfos,etc. Y sus habitantes se llamaban genéricamente pe-lasgos, que significaría «pueblo del mar», acaso porquepor mar habían llegado, probablemente del Asia Me-nor. Tuvieron contactos con Creta y algo copiaron desu cultura, sin conseguir, empero, emularla. Tuvieronindustria, pero no tan desarrollada como lo fuera enGurnia. En cuanto a su lengua, no se sabe nada,como de la de Creta; sólo que nada tiene que vercon el griego.

El griego vino después de la invasión de los aqueos,una tribu del Norte que se puso en movimiento ha-cia el Peloponeso en el siglo XIII, lo sometió, lo unificó

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e implantó aquellos reinos, de cuyas cortes Homerofue el trovador vagabundo. Él no nos habla de talinvasión, que representa tan sólo una hipótesis. Suhistoria comienza después de haberse producido aqué-lla, y hasta antes de Schliemann su relato fue con-siderado pura fantasía e imaginarios los protagonistas.

Mas ahora, tras los descubrimientos del loco alemán,no tenemos ya derecho a poner en duda la realidadhistórica de Agamenón, de Menelao, de Helena o deClitemnestra, de Aquiles y de Patroclo, de Héctory de Ulises, aunque sus aventuras no hayan sidoexactamente las que Homero describió, elevándolas detono. Schliemann ha enriquecido la historia, y ha em-pobrecido la leyenda con algunas decenas de persona-jes de primer término. Gracias a él, algunos siglos queantes permanecían en las tinieblas han entrado en laluz, aunque no sea más que la incierta del alba. Y sólollevados de su mano podemos explorarlos.

He aquí por qué hemos querido satisfacer su de-seo: el de alinearse, en la reconstrucción de la ci-vilización griega, al lado de Homero y de sus héroes.

CAPÍTULO III

LOS AQUEOS

Si hemos de escuchar a los historiadores griegosque, hasta cuando hubieron alcanzado la edad de ra-zón (y nadie la tuvo jamás más clara y límpida queellos), siguieron creyendo en las leyendas, la historiade los aqueos comienza directamente por un dios lla-mado Zeus, que les dio su primer rey en la personade su hijo Tántalo. Éste era un gran pillastre que,tras haberse aprovechado de su parentesco con losdioses para divulgar sus secretos y robar el néctary la ambrosía en sus despensas, creyó aplacarles ofre-

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dándoles en sacrificio su propio vastago, Pélope, trashaberle cortado a lonjas y hervido. Zeus, afectado ensu sentimiento de abuelo, juntó de nuevo a su niete-cito y precipitó en el infierno al hijo parricida, con-denándole a babear de hambre y de sed ante inapre-sables fuentes de mantequilla y copas de vino.

Pélope, que heredó de su desnaturalizado padre eltrono de Frigia, no tuvo suerte en política porquesus súbditos le depusieron y le exiliaron a Élida, enaquella parte de Grecia que después, por él, se llamóPeloponeso. Allí reinaba Enómaos, gran aficionado alas carreras de caballos, en las que era imbatible.Solía desafiar a todos los cortejadores de su hija Hi-podamia prometiendo al vencedor la mano de la mu-chacha y al perdedor la muerte. Y ya muchos «buenospartidos» habían dejado la piel en ellas.

Pélope, que en algunas cosas debía parecerse unpoco a papá Tántalo, se puso de acuerdo con el ca-ballerizo del rey, Mirtilo, proponiéndole repartirse conél el trono si hallaba el modo de hacerle vencer. Mir-tilo apretó el cubo de rueda del carro de Enómaos,quien se cayó y se rompió la cabeza en el incidente.Pélope, habiendo desposado a Hipodamia, le sucedióen el trono, pero, en vez de compartirlo con Mirtilocomo había prometido, arrojó al mar a éste, quien,antes de desaparecer en los remolinos de agua, lanzóuna maldición contra su asesino y todos sus descen-dientes.

Entre éstos hubo Atreo, del cual después la dinastíatomó el nombre definitivo; átrida. Sus hijos, Agame-nón y Menelao, casaron respectivamente con Clitem-nestra y Helena, hijas únicas del rey de Esparta,Tíndaro. Pareció un gran matrimonio. Y efectiva-mente, cuando Atreo y Tíndaro murieron, los doshermanos, Agamenón como rey de Micenas y Menelaocomo rey de Esparta, fueron los dueños de todo elPeloponeso. Ellos no recordaban, o tal vez ignoraban,la maldición de Mirtilo. Y, sin embargo, la tenían encasa, personificada en las respectivas esposas.

En efecto, algún tiempo después, Paris, hijo dePríamo, rey de Troya, pasando por aquellos parajes,se enamoró de Helena. Y aquí no se sabe ya conprecisión cómo ocurrieron las cosas. Hay quien diceque Helena le correspondió y siguió a su cortejador.Hay quien dice que él la raptó, y ésta fue la ver-sión que de todos modos dio el pobre Menelao para

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salvar ya la reputación de la esposa, ya la propia.Y todos los aqueos exigieron al unísono el castigodel culpable.

El resto de la historia la contó Homero, a quienno nos proponemos hacer la competencia. Todos losgriegos útiles se agruparon en torno de sus señoresaqueos, y en mil naves arribaron a Troya, la asedia-ron durante diez años y al final la expugnaron, sa-queándola. Menelao recuperó la esposa, pero más bienavejentada, y nadie le quitó ya de encima la famade cornudo. Agamenón, vuelto en casa, halló su sitiojunto a Clitemnestra ocupado por el emboscado Egis-to, quien, junto con ella le envenenó. Su hijo Orestesvengó más tarde al padre matando a los dos adúlteros,se volvió loco, pero como consecuencia pudo reunirbajo su cetro los reinos de Esparta y de Argos. Ulisesse dio a la buena vida, completamente olvidado deÍtaca y de Penélope. En suma, la guerra de Troyaseñaló a la vez el apogeo del poderío aqueo y el co-mienzo de su declive. Agamenón, que lo personificaba,era un, poco un rey de mentirijillas. Para expugnarla ciudad enemiga había perdido buena parte de sustropas, con muchos de sus más hábiles capitanes. Enel camino de regreso, una tempestad sorprendió a laflota, destruyendo buena parte de ella y arrojandoa la tripulación náufraga en las islas del Egeo ylas costas de Asia Menor. Los aqueos ya no se re-cobraron de estos golpes. Y cuando un siglo despuésun nuevo invasor vino del Norte, no tuvieron fuerzapara resistirle.

¿Quiénes eran aquellos aqueos que, durante tres ocuatro siglos fueron sinónimo de griegos, porque do-minaron completamente el país?

Hasta todo el siglo pasado, historiadores, etnólogosy arqueólogos convinieron que fueron tan sólo unade las tantas tribus locales, de raza pelásgica comolas otras, que en un momento determinado tomaronel poder y desde su cuna, Tesalia, cayeron sobre elPeloponeso constituyendo en todas partes una clasedirigente y patronal. Según esta tesis habrían sidolos continuadores de la civilización micénica, desarro-llándose sobre el modelo de la minoica de Creta, de lacual tan sólo representaron un estadio más avanzado.

Fue otro arqueólogo, esta vez inglés, quien derribó

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los castillos construidos sobre esta hipótesis. El señorWilliam Ridgeway descubrió que entre la civilizaciónmicénica y la aquea había diferencias sustanciales. Laprimera no había conocido el hierro y la segunda sí.La primera enterraba a los muertos y la segunda losincineraba. La primera rezaba mirando a lo alto por-que creía que los dioses moraban en la cumbre delOlimpo, o entre las nubes. De lo cual Ridgeway dedu-ce que los aqueos no eran en absoluto una poblaciónpelásgica como las otras de Grecia, sino una tribucéltica de Europa central, que cayó sobre el Pelopo-neso no «desde» Tesalia, sino «a través» de ésta,sometió a los indígenas y, entre los siglos XIV y XIIIantes de Jesucristo, se fusionó con ellos creando unanueva civilización y una nueva lengua, la griega, perosiguiendo como clase dirigente.

Es muy probable que esta hipótesis sea cierta o almenos contenga varias verdades. Sin duda los aqueos,a diferencia de los pelasgos, fueron gente de tierra;lo cierto es que hasta la guerra de Troya no inten-taron empresas por mar, y que cada vez que lo en-contraban se detenían. Ni siquiera intentaron ponerpie en las islas más cercanas del continente, y todassus capitales y ciudadelas se levantaban en el interior.Bajo su dominio, Grecia se limitaba al Peloponeso,Ática y Beoda; mientras que para las poblacionespelásgicas de la civilización micénica, que eran mari-neras, aquélla englobaba también todos los archipiéla-gos del Egeo.

En cuanto a las gestas que Hornero atribuye a losaqueos, hasta hace un siglo eran consideradas puraleyenda, incluida la guerra de Troya, de la que inclu-so se negaba hubiera tenido lugar. En cambio Troyaexistía, como hemos visto, y significaba una rivalpeligrosa para las ciudades griegas, porque dominabalos Dardanelos, a través de los cuales había que pasarpara alcanzar las ricas tierras del Helesponto. Losaqueos habían inventado una leyenda para estimular asus súbditos contra Troya: la de los argonautas, osea la de los navegantes que a bordo del Argos ybajo el mando de Jasón, habían partido a la recon-quista del Vellocino de Oro en Cólquida. Formabanparte de la expedición Teseo —el del Minotauro—,Orfeo, Peleas, padre de Hércules, y el propio Hércules,quien, cuando Troya intentó detener la nave en laentrada del estrecho, desembarcó, saqueó la ciudad él ]

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solo y mató al rey Laomedonte con todos sus hijos,excepto Príamo. La expedición se llevó a cabo graciasa Medea. Y en la mente del pueblo llano quedó elVellocino de Oro como símbolo de las riquezas delHelesponto y del mar Negro. Mas para llegar allíhabía que destruir Troya, que controlaba el paso obli-gado y seguía enriqueciéndose por el comercio que allíse desarrollaba, imponiendo probablemente tributos alos transeúntes.

No se sabe quiénes fueron con exactitud los troya-nos. Les llamaban también dárdanos. Pero la hipó-tesis más atendible es que se tratase de cretensesemigrados a aquel territorio del Asia Menor, en partepara fundar una colonia, en parte tal vez para sus-traerse a las catástrofes, fueran las que fuesen, quehabían azotado la isla y destruido la civilización mi-noicá. Según Homero, hablaban la misma lengua delos griegos y, como éstos, veneraban el monte Ida,«de las muchas fuentes». Es probable que cretensesólo lo fuera la población ciudadana, mientras que elcampo era asiático. Lo cierto es que era un granemporio comercial del oro, la plata y la madera. Lle-gaba incluso el jade de China.

Los griegos, tras haberla metódicamente destruido,fueron muy caballerosos al juzgar a sus habitantes.En su Ilíada, Príamo es más simpático que Agame-nón, y Héctor resultó un perfecto caballero en com-paración con aquel canallita que era Ulises. HastaParís, aunque voluble, es amable. Y si un pueblo pue-de ser juzgado según la Casa real, hay que decirque la de Príamo era más digna, más limpia y máshumana que la de Micenas.

Como he dicho, hasta hace un siglo la guerra deTroya, sus protagonistas y la misma existencia dela ciudad eran considerados como puramente imagina-rios, fruto de la fantasía de Homero y de Eurípides.Schliemann fue quien les dio consistencia histórica.Ahora puede decirse que lo de Troya fue el primerepisodio de una guerra destinada a perpetuarse enmilenios y no resuelta aún: la guerra del Orienteasiático contra el Occidente europeo.

Por medio de la Grecia de los aqueos el Occidenteeuropeo ganó el primer round.

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CAPÍTULO IV

HOMERO

No sabemos nada de Homero. No sabemos siquierasi verdaderamente existió. Según la leyenda más co-múnmente aceptada, fue un «trovador» ciego del si-glo VIII antes de Jesucristo, que los señores contrata-ban para oírle cantar sus maravillosas historias. Ellosno podían leerlas porque eran analfabetos, y el tiem-po lo pasaban únicamente guerreando, cazando y sa-queando. Pero también Homero, tal vez, era analfabe-to. Recogió la materia de sus poemas directamente delabios del pueblo y la transformaba, con su inagota-ble fantasía, según el gusto de los aristócratas au-ditores.

Con todo el respeto por su genio, debía de ser ungran filón, porque en sus historias los que le dabanhospitalidad encontraban con qué satisfacer sa propiaorgullo. Cada uno de ellos, además de ver exaltadaslas gestas de sus antepasados, hallaba un árbol ge-nealógico que le unía más o menos directamente aun dios. Él se ganaba el pan halagándoles y tal vezpasó una vida feliz, de parásito de lujo, y si bienno había de ser fácil contentarles a todos a causade los odios y las rivalidades que les dividían, pareceser que lo logró.

Ciertamente, lo que él nos ha dejado de la socie-dad aquea, que era tan sólo una restringida clasedominante, no es un retrato digno de atención, porquetodos sus trazos están transfigurados y embellecidos,no sólo por el estro poético del autor, sino tambiénpor la necesidad de agradar a los clientes, muchosde los cuales eran descendientes de aquélla. Es unretrato comparable a lo que ahora se llama estilopompier. Pese a todo, aun cuando este retrato se pa-rece más a lo que aquella sociedad deseaba ser otenía nostalgia de volver a ser, que a lo que era enrealidad, desde el punto de vista documental tiene

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gran valor y nos permite hacernos un cuadro de sumundo.

Homero dice que el aqueo era un pueblo de granbelleza física; atletas todos los hombres y reinasde belleza todas las mujeres. No es verdad, probable-mente. Pero ello basta para hacernos comprender quela belleza física era su máximo ideal, es más, acasoel único. Eran escrupulosamente elegantes. Y por bienque la industria de la moda se hallase en un estadiorudimentario, con lo poco que tenían hacían milagros.El único tejido que usaban, varones y hembras, erade lino. Lo llevaban en forma de saco, con un agu-jero para pasar la cabeza, pero cada uno le añadíaguarniciones y bordados, a veces costosísimos, paradarle un toque personal. Y le concedían tal impor-tancia, que Príamo, para lograr la restitución delcadáver de Héctor por Aquiles, ofreció a éste a cam-bio su vestido, como la más preciosa de las propinas.

Las casas eran de adobe y paja las de los pobres,y de ladrillo con basamento de piedra las de los ricos.Se entraba en ellas por una puerta central, y en lamayoría de los casos no había divisiones de aposen-tos ni ventanas. La cocina no existió hasta muchodespués. Se guisaba en medio de la única estancia,que tenía un agujero en el techo para que saliera elhumo. Solamente los grandes señores tenían cuartode baño. Y fueron señaladas como extravagancias demillonarios la de Penélope, que se encargó una sillacon brazos, y la de Ulises, que construyó para ambosuna cama doble. Verdad es que debía tener que com-pensarla de los veinte años de viudez en que la habíadejado. ¡Pero la cosa, según parece, ocasionó ciertoescándalo!

No hay templos. Aunque muy religiosos, los señoro-nes aqueos derrochan mucho para sus propios pala-cios, mas se preocupan poco para hospedar dignamen-te a sus dioses, es más, les dejan al raso, incluso eninvierno. Ulises, que después de tantas aventuras, enla vejez fue sedentario y casero, se construyó inclu-so un patio con arriates, árboles y caballeriza. Y Pa-ris, el seductor de Helena, se hizo construir unagarçonniere por los más expertos arquitectos de Tro-ya, pero no sabemos cómo era.

Además de la casa y la indumentaria, las dos cla-ses —dominadores y dominados— se diferenciaban enla alimentación. Los generales de la guerra de Troya

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son carnívoros y tienen predilección por los lechones;suboficiales y soldados son vegetarianos, y se alimen-tan de trigo tostado y, cuando lo encuentran, depescado. Los primeros beben vino y usan la mielcomo azúcar. Los segundos beben agua. Ni unos niotros conocen los cubiertos. Usan solamente las manosy el cuchillo. Ninguno es propietario de tierras a tí-tulo personal. La propiedad es de la familia, en cuyoseno rige una especie de régimen comunista. Ella esla que vende, compra y distribuye honores y ganan-cias, asignando a cada cual su tarea. Dado que ha-bitualmente es muy numerosa y la articulación de lasociedad en categorías y oficios es aún rudimenta-ria, la familia, en general, se basta a sí misma aundesde el punto de vista artesano y profesional. Siem-pre hay un hijo albañil, otro carpintero, otro zapatero.Y esto sucede incluso en las casas de los señores,hasta en la corte, donde el rey siega, acepilla, cosey clava tachuelas.

No se labran metales, es más, ni siquiera se bus-can mediante excavaciones mineras. Se prefiere impor-tarlos del Norte ya manufacturados, y fue precisamen-te esta carencia lo que provocó la catástrofe de losaqueos el día que se encontraron frente a los dorios,más bárbaros que ellos, pero provistos de instrumen-tos de acero. La vida se estanca en estos microcosmosdomésticos de horizontes limitados. Grecia está eriza-da de cadenas montañosas que tornan difíciles losviajes y contactos. Faltan caminos. Y como medio detransporte existe el carro, tirado por mulos o porhombres. Pero, a la sazón, poseer un carro era comoposeer hoy un yate.

Dentro de la familia, además de quien forma partede ella por sangre o por matrimonio, hay tambiénlos esclavos, pero menos numerosos y mucho mejortratados de lo que serán en Roma. En general sonmujeres, y se acaba por considerarlas como de casa.El dinero es solamente un medio de cambio, no uníndice de riqueza, que se mide únicamente en bienesnaturales materiales, hectáreas de tierra y ganado.La única moneda que se conoce es, por lo demás, unlingote de oro, el talento, pero al que se recurre sóloen las transacciones importantes. De lo contrario, sesirven del acostumbrado pollo, o la medida de trigo, oel cerdo.

Moralmente, estamos más bien bajos. Ulises, presen-

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tado como ejemplo y modelo, es uno de los más des-carados embusteros y embrollones de la historia. Y lamedida de su grandeza la proporciona solamente eléxito, que debía ser la verdadera religión de aquellagente, prescindiendo de los medios para alcanzarlo. Eltrato que da Aquiles al cadáver de Héctor es igno-minioso. La única virtud respetada y practicada es lahospitalidad. Debía imponerse la aspereza del país, .los peligros que se corrían, y, por tanto, la utilidadde conceder asilo para poder disfrutar de él a su vezen caso de necesidad. La estructura de la familia espatriarcal, pero la mujer ocupa un sitio superior alque le asignarán los romanos. El hecho de que paraentusiasmar al pueblo y llevarle a morir bajo lasmurallas de Troya, hubiera que inventar una historiasentimental, basta para decir cuánto contaba el amoren la sociedad aquea. Para el matrimonio, la mucha-cha no tiene elección. Tiene que aceptar la de su pa-dre, que en general la contrata al padre del novio,en términos de vacas y pollería. Una muchacha gua-pa vale hasta un rebaño entero o una manada entera.La fiesta nupcial, en la que participan las dos familias,es de carácter religioso, pero se celebra sobre todoa copia de comilonas y de danzas al son de la flautay de la lira. No obstante, una vez convertida enama de casa, la esposa lo es en serio. No tiene de-recho a quejarse de las infidelidades del marido, quesolían ser frecuentes, pero hace las comidas con él,goza de su confianza, le ayuda en el trabajo y cuidade la educación de los hijos, que por lo demás sereduce a la sola disciplina, pues nadie se preocupade aprender o de enseñar a leer y a escribir. Unrasgo curioso, y que subraya la domesticidad dee.sta vida, es que en la cocina regularmente están loshombres, no las mujeres. Éstas tejen y cosen. Engeneral son muchachas castas y esposas fieles. Elcaso de Clitemnestra y de Helena puede ser conside-rado sensacional y monstruoso.

La polis, o sea la ciudad propiamente dicha, noha nacido aún. Así se llama solamente el palacio oel castillo del señor aqueo, que al principio tiene unpoder muy limitado sobre los geni circundantes. Losgeni son los que en Roma serán las geníi: grupos defamilias que se reconocen un antepasado común. Esla amenaza exterior lo que crea la unidad. Frenteal peligro de una invasión, los cabezas de familia se

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estrechan en torno al señor que les reúne en asam-bleas y toma con ellos, democráticamente, las decisio-nes del caso. Pero a poco, de esta Asamblea en laque tenían derecho a participar todos los ciudadanoslibres y varones, se derivó un Consejo que fue unaespecie de Senado, en el que participaban solamentelos capitanes de los geni. El «señor» comenzó a lla-marse «rey», y tuvo todos los poderes religiosos, mi-litares y judiciales, pero bajo el control del Consejo,que hasta podía deponerle.

La ley no existía: tal era considerado el veredictodel rey, que lo emanaba de su cabeza. Y ni siquierahabía impuestos. E1 erario, que además era la cajapersonal del soberano, se alimentaba con «donativos»y, sobre todo, con los botines de guerra. Por estolos aqueos fueron conquistadores. Las guerras contraCreta y después contra Troya fueron seguramente im-puestas también por agobios financieros. Sin embar-go, si bien todas fueron conquistas de ultramar, losaqueos no era un pueblo marinero, o por lo menos loeran mucho menos que los fenicios, que a la sazóndominaban el Mediterráneo oriental.

CAPÍTULO V

LOS HERÁCLIDAS

Entre las muchas leyendas que florecieron en tiem-pos de los aqueos, había la de Hércules, que ya he-mos encontrado de pasada, como formando parte dela tripulación del Argos, la nave en que Jasón fuea la conquista del Vellocino de Oro. Pero es necesariodecir algo más de él porque es uno de los personajesmás importantes de la historia griega.

Era, hay que decirlo, hijo de Zeus, quien, antes dehaber desposado a Hera, se concedía algunas liberta-des, y una vez perdió francamente la cabeza por una

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\mujer vulgar, aunque de sangre aristócrata: Alcme-na, mujer de un Anfitrión tebano, que después habíade dar su nombre a una de las más simpáticas ybenéficas categorías del género humano: el de la gentehospitalaria.

Zeus estaba tan apasionado por ella, que hizo durarveinticuatro horas, en vez de ocho, la noche en quefue a visitarla. Y el fruto de aquel abrazo fue enproporción a su duración. Hera, para vengarse, man-dó dos serpientes a estrangular al neonato. Pero éstecogiéndolas entre el índice y el pulgar les aplastóla cabeza. Por esto le llamaron Hércules, que quieredecir «gloria de Hera».

Creció idóneo a sí mismo, y convirtióse en breveen el más popular de los héroes griegos por su carác-ter alegrote, vagabundo, cariñoso y amable, aunque devez en cuando, creyendo hacerle una caricia, le rom-pía la columna vertebral a un amigo, y luego se echa-ba a llorar sobre el cadáver por su propio atolondra-miento. Las hizo de todos los colores. Sedujo a las cin-cuenta hijas del rey de Tespias, mató con las manos aun león, cuya piel fue, desde entonces su único ves-tido, enloqueció por una brujería de Hera, estran-guló a sus propios hijos y fue a curarse a Delfos,donde le ordenaron retirarse a Tirinto y ponerse alas órdenes del rey Euristo, quien, para tenerle sujeto,le ordenó doce empresas dificilísimas y arriesgadísi-mas, esperando que en una de ellas dejase la piel.Pero Hércules las llevó a cabo.

Después de muerto, fue venerado como un dios, perosus hijos, llamados heráclidas, que debían de ser mi-llares dada la fuerza demográfica del papá y quehabían heredado su carácter turbulento se convirtie-ron en los bandidos de Grecia. Uno de ellos, Hilo,retó, uno tras otro, a los soldados que el rey habíamovilizado para echarle con sus hermanos. La condi-ción era que, si les vencía a todos, los heráclidas ten-drían en premio el reino de Micenas. Si perdía, semarcharían, comprometiéndose a volver sólo despuésde transcurridos cincuenta años, o sea en las personasde sus hijos y nietos. Perdió, y la promesa fue mante-nida. Los heráclidas partieron, pero sus descendientesde la tercera generación, al cumplirse el medio siglo,se presentaron puntualmente, mataron a los aqueosque intentaron resistir, y se adueñaron de Grecia.

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Esto que la leyenda llama «el retorno de los herá-clidas», en lenguaje histórico se llama «invasión do-.ria», y aconteció hacia el año 1100 antes de Jesucristo.Sin duda fueron los mismos dorios, si no los que ela-boraron de raíz esta leyenda, los que se la apropiaron.Deparaba un pretexto para el abuso y un blasón alseñorío de los nuevos amos, haciéndoles pasar poracreedores en vez de ladrones.

Como de costumbre, no se sabe con precisión quié-nes eran los dorios. Pero no hay duda de que proce-dían de la Europa central, porque llevaron a Greciael don más precioso de aquella civilización que losetnólogos llaman «de Hallstatt», por el nombre de laciudad austríaca donde se han descubierto las pri-meras huellas: el hierro.

También los aqueos habían conocido el hierro, perono lo habían labrado jamás, limitándose a importarlodel Norte, manufacturado. Los dorios eran mucho mástoscos y bárbaros que ellos; pero poseían hierro engran cantidad; lo extrajeron hasta de las laderas delas montañas epirotas y macedonias a medida queavanzaban hacia el Sur en su marcha de conquista, ycon él se proveyeron de armas contra las cuales laspiedras y las mazas de los aqueos podían bien poco.Eran altos, de cráneo redondo y ojos azules, de un-valor y una ignorancia a toda prueba. Se trataba,ciertamente, de una raza nórdica.

Cayeron a manadas, establecieron su primera for-taleza en Corinto, que dominaba e¡ istmo, y prontosometieron toda Grecia menos el Ática, donde los ate-nienses lograron resistir y rechazarlos. A diferenciade los aqueos, no eran solamente terrestres y no selimitaron al continente. Desembarcaron en las islas,y en Creta destruyeron los últimos restos de la civili-zación minoica.

Casi siempre, los conquistadores se cansan prontode hacer de amos y, tras de un arrebato de prepoten-cia, suelen acabar como hicieron los aqueos: llegandoa un compromiso con la población local, con la quese mezclan y de la que aceptan del todo o en partelas costumbres. Pero los dorios tenían una fea enfer-medad: el racismo. Y hasta en esto se confirma quese trataba de nórdicos, que el racismo lo llevaronsiempre y siguen llevándolo en la sangre: todos, hastalos que de palabra lo niegan. Por bien que fuesenmucho menos numerosos que los indígenas, o acaso

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precisamente por ello, defendieron su integridad bio-lógica, a menudo con auténtico heroísmo como enEsparta. La civilización griega, lejos de seducirles, enel primer momento les espantó. Aceptaron la lengua,mucho más evolucionada que la suya y rica ya de unaliteratura, aunque sólo fuese oral. Se adueñaron de laleyenda de los heráclidas, porque les era útil. Pero laparidad de derechos y los matrimonios mixtos los ex-cluyeron aún mucho tiempo, y esto es lo que explicael caos que provocaron.

Hesíodo, que seguramente no era dorio y escribióalgún tiempo después, llamó a ésta «la edad del hie-rro», y no sólo porque el hierro era por primera vezampliamente usado, sino porque la vida se había vuel-to dura y difícil. La inseguridad en el campo lo ha-bía despoblado. Todos llevaban armas para defendersey atacar. El desarrollo artístico y cultural se habíadetenido porque, a diferencia de los aqueos, todosmuertos o fugitivos, los nuevos señores no tenían som-bra de mecenazgo. Todo esto tuvo, como veremos,fatales consecuencias.

SEGUNDA PARTE

LOS ORÍGENES

CAPÍTULO VI

LA POLIS

Los acontecimientos que —tratando de desentrañarla historia de la leyenda, que en los cronistas griegosse confunden— hasta aquí hemos narrado, pertene-cen a la Edad Media helénica, que se cierra con lainvasión doria y con el caos que siguió. Trataremosahora, antes de levantar el telón sobre la historia

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propiamente dicha, que comienza en el siglo VII antesde Jesucristo, de fijar sus características principales.Porque, además, en ellas reside la explicación de losacontecimientos sucesivos.

Como hemos dicho, el rasgo fundamental y per-manente de los griegos fue el particularismo, quehalló su expresión en las polis, es decir, en las «ciuda-des-estado», que no lograron jamás fusionarse en unanación. Lo que sobre todo lo impidió fue, más quela diversidad racial de los varios pueblos que se so-brepusieron unos a otros, su escasa permeabilidad.Me explicaré. Todas las nacionalidades son compues-tas. El último en creer que las hay puras, y en fundarencima una doctrina y, lo que es peor, una política,fue Hitler. Y acabó como ha acabado. De hecho, lamisma Alemania es una mezcolanza de germano yde eslavo, como una mezcolanza de céltico, de nor-mando y de sajón es Inglaterra, como de céltico,de germánico y de latino es Francia, por no hablar deItalia, donde hay de todo cabalmente. Quiero decir queen el mundo entero las invasiones que toda nación hasufrido tarde o temprano, no han impedido la for-mación, a plazo más o menos largo, de un pueblo,que es precisamente el resultado de una fusión desus distintos ingredientes étnicos.

Esto no ocurrió en Grecia por culpa de los dorios,que al invadir el país, no digo que destrozaron suunidad puesto que no existía, pero sí impidieron quese formase, permaneciendo apartados, con el senti-miento de una superioridad racial frente a los indi-genas con los cuales no quisieron mezclarse. No sesabe exactamente cómo anduvieron las cosas. Peroyo creo que Heródoto, que fue el primero en tratarde ponerlo en claro, tiene sustancialmente razón cuan-do dice que los dorios se impusieron, reduciéndoles ala esclavitud a los aqueos, los cuales a su vez se habíanimpuesto, reduciéndoles a esclavitud, a los pelasgos,que por lo tanto, eran los verdaderos autóctonos deGrecia. Ésta resultó así compuesta por tres estadosétnicos, o al menos por dos, pues cuando los doriosllegaron, en 1100, los aqueos, que les habían precedi-do en un par de siglos, se habían mezclado bastantecon los pelasgos, o se estaban mezclando con ellosy precisamente por esto los dorios les despreciabanllamándoles «bastardos» como llamaban los alemanesnazis a los austríacos.

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No es por nada que los atenienses decían ser unode los dos pueblos griegos que quedaron de razapura, o sea no contaminada por los dorios. El otroera Arcadia, el más inaccesible reducto alpino delPeloponeso, donde efectivamente es probable que losnuevos conquistadores no lograran jamás instalar-se. Evidentemente, el racismo dorio provocó, por reac-ción, otro aqueo-pelasgo, que se llamó jónico, predo-minó en el Ática y en las islas de la Jonia, y que im-pelía a los atenienses a proclamarse «generados porla tierra», y a los árcades a sostener que sus padresse habían instalado en Arcadia antes de que en el cielonaciese la luna, a fin de tener un pretexto para tra-tar a los dorios como intrusos.

En este punto se impone una pregunta. Aquellosgriegos litigantes, que no lograron jamás formar po-líticamente una nación, o sea una comunidad, tuvie-ron, sin embargo, algo común y nacional: la lengua.Y visto que ésta no pudo nacer de una fusión queno se produjo, ¿cuál de los tres elementos la elaboróy la impuso a los otros? En suma, de las tres razasque poblaban Grecia, ¿cuál era la que hablaba griego?

Heródoto, gran buscador de curiosidades, cuenta ha-ber hallado en sus exploraciones por todos los rinco-nes del país, muchas poblaciones y tribus donde sehablaba una lengua incomprensible para él. Segura-mente era la pelasga, que subsistió en algunas «bol-sas» del interior hurtadas a la soberanía de los con-quistadores aqueos primero, y después a la de losdorios. No se sabe qué lengua pudiera ser, como nose sabe de qué raza eran los pelasgos; pero segura-mente era de origen meridional. Se deduce por lapalabra que, extinguiéndose poco a poco, dejó a lalengua griega propiamente dicha; thálassa, por ejem-plo, que quiere decir «mar». Jenofonte, cuenta quedurante la famosa «Anabasis» de los diez mil gue-rreros griegos de Asia Menor, éstos no hacían másque preguntar a los indígenas que encontraban porla calle: «¿Thálassa...? ¿Thálassa...?» Y los indígenascomprendían, pues precisamente era una palabra desu lengua. Hay muchas más: en general todas laspertenecientes a cosas y hechos del mar. Lo que nosconfirma que aqueos y dorios no entendían de mar,acaso porque no lo habían visto antes de llegar aGrecia, y, por lo tanto, no tenían siquiera un vocablopara denominarlo. Por esto adoptaron el de los pelas-

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gos, que con el mar tenían, en cambio, gran confianza,como sugiere su nombre.

Por consiguiente, no puede haber duda: el griegofue una lengua importada, y no tiene mucho sentidodiscutir si la importaron los aqueos o los dorios.Por el simple motivo que, salvo diferencias dialectales,la hablaban unos y otros, por cuanto unos y otrosprocedían del mismo tronco indoeuropeo, como loslatinos, los celtas y los teutones.

Pero vayamos adelante. El hecho de que los doriospracticasen el racismo, suscitando otro no menosinsensato en sus coinquilinos de Grecia, no bastapara explicar la segmentación de ésta. Porque ellosno dominaban, en suma, más que el Peloponeso, don-de siempre constituyeron una minoría, e igualmente enla misma Esparta, que era su castillo roquero. En lasotras regiones, donde dominaba el cruce aqueo-pe-lasgo, o sea el jónico, algún Estado que fuese algomás que una ciudad con su suburbio podía formar-se hasta para mejor resistir a la amenaza doria, yen cambio no se formó. ¿Por qué?

Hay que poner en guardia al lector ante la ten-tación de interpretar ciertos fenómenos de la Antigüe-dad según su experiencia moderna. Los antiguos his-toriadores reclutados por el servicio de propaganda delos dorios seguramente se equivocaban al imaginár-selos nietos de los cincuenta hijos de Hércules, queretornaban a su patria de origen a recuperar su po-sesión en virtud de un pacto debidamente estipuladoy suscrito. Pero nosotros no nos equivocaríamos me-nos atribuyendo a su invasión, que ciertamente fuetal, los métodos y la técnica de la alemana en Che-coslovaquia o la rusa en Estonia. Más que verdade-ras y propias conquistas, planificadas y programadas,fueron aluviones de tribus escasamente coaligadas en-tre sí. Y si, el «grueso» se acuarteló en el Peloponeso,otros grupos dispersos se diseminaron un poco portodas partes, y en todas partes crearon confusión einseguridad.

¿Qué sucedió? Sucedió que en toda Grecia los cam-pesinos, no pudiendo defenderse solos en sus aisladoscaseríos, los abandonaron y comenzaron a agruparseen las cimas de ciertas colinas, donde, juntos y conla ayuda de la naturaleza, podían resistir mejor. Es-tas cimas se llamaron acrópolis, que literalmentequiere decir «ciudad alta», Fortificadas, se convirtie-

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ron en el primer núcleo de la ciudad, que fue, comose ve, antes que nada un expediente estratégico.

Alguien objetará que esto no sucedió solamente enGrecia. Un poco en todas partes las ciudades nacieronpor los mismos motivos, lo que no les impidió endeterminado momento el fusionarse en Estados másgrandes. Es verdad. Pero no en todas partes los mo-tivos que obligaron a los griegos a despoblar los cam-pos para agruparse en las acrópolis y permaneceren ellas, sin contactos con las demás acrópolis de Gre-cia, duraron mucho. El Medievo griego, o sea el pe-ríodo de las invasiones y de las convulsiones, iniciadopor la llegada de los aqueos en el 1400 antes de Je-sucristo, alcanza hasta el 800, o sea que se extiendedurante seiscientos años. Seiscientos años represen-tan veinticuatro generaciones. Y en veinticuatro ge-neraciones se forma una mentalidad, costumbres yhábitos que nada logra ya destruir. El espíritu de lapolis, o sea aquella fuerza coagulante que hace decada griego un ciudadano tan sensible a lo que suce-de dentro y tan indiferente a todo aquello que sucedefuera de su ciudad, es en estos seiscientos años cuan-do se desarrolla hasta hacerse indestructible. Inclusolos grandes filósofos del Siglo de Oro no lograronconcebir algo que superase la ciudad con su inme-diata campiña. Es más, esta ciudad no la querían sinode cierta medida. Platón decía que no debía rebasarlos cinco, mil habitantes; y Aristóteles sostenía quetodos debían conocerse entre sí, al menos de vista.Muchos se le echaron encima a Hipodamo cuando,encargado por Pisístrato de realizar el proyecto paracircuir de murallas a Atenas hasta El Pireo, calculóque dentro del recinto debían caber diez mil personas:«¡Exagerado!», dijeron. En realidad, Atenas alcanzódespués las doscientas mil almas. Pero en aquellostiempos el alma era atribuida únicamente a las cor-poraciones de ciudadanos, que sólo representaban unadécima parte de la población, de quien preocuparse encaso de invasión. Los demás podían quedarse fuera ydejarse aporrear. La sociabilidad del pueblo griego,su sentido comunitario y exclusivista con todos susderivados, hasta los más menguados —murmuración,envidia, intrusión en la conducta ajena—, nacen deesta larga incubación. «Evita la ciudad», dice Demós-tenes de un enemigo suyo para significar que no parti-cipa de la vida de todos, lo que era la peor acusación

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que pudiera lanzarse contra un ateniense.Este hecho acarrea otro; la colonización.La diáspora de los griegos en toda la cuenca me-

diterránea, que les condujo a fundar sus caracterís-ticas poleis un poco en todas partes, desde Mónaco yMarsella a Nápoles, a Reggio, a Bengasi, en las costasasiáticas y en el mar Negro, atravesó dos estadios.El primero fue el confuso y desordenado de la fugapura y simple, escapando de las invasiones, y espe-cialmente de la doria, y no obedecía a ningún planni programa. La gente no partía para fundar colo-nias: huía para salvar el pellejo y la libertad, y buscórefugio sobre todo en las islas de la Jonia y del Egeoporque eran las más cercanas a la tierra firme y por-que ya estaban habitadas por una población pelas-ga. Es imposible decir qué proporciones alcanzó estefenómeno; pero debieron ser notables. Como fuere,un primer estrato de población griega con sus usosy costumbres estaba establecido ya en estos archi-piélagos cuando en el siglo VII comenzó el flujo mi-gratorio organizado.

Con seguridad, ello fue debido al aumento de la po-blación en las poleis y a su carencia de aledaños don-de alojarla. No había espacio donde desarrollar unasociedad campesina. Además, admitiendo que lo hu-biese sido en el pasado, el griego que emergía delos seis siglos de vida en la ciudad no era ya uncampesino; y hasta cuando poseía una granja, des-pués de haber trabajado en ella todo el día, por la.noche volvía a dormir, y sobre todo a charlar y achismorrear, en la ciudad. Pero las murallas ciuda-danas no podían contener gente más allá de ciertolímite: además de una repugnancia espiritual, comohemos visto en Platón y Aristóteles, existía para lapolis la imposibilidad material de transformarse enmetrópoli. Y fue entonces, o sea en el siglo VIII, cuan-do se comenzó a disciplinar y a organizar la emigra-ción.

«Colonia», en griego, se dice apoikia, que signi-fica literalmente «casa afuera»; y ya la palabra ex-cluye toda intención de conquista y toda reticencia im-perialista. Eran solamente unos pobres diablos que seiban a poner casa. Y si bien su Gobierno designabaal frente de aquellas expediciones un «fundador» queasumía el mando y la responsabilidad de la expedi-ción, la apoikia, una vez constituida, no se conver-

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tía en dependencia, dominio o protectorado de la ciu-dad-madre, sino que conservaba con ésta tan sólovínculos sentimentales. Algún privilegio era concedidoa los viejos conciudadanos cuando iban de visita opor negocios; la lumbre en el hogar público era en-cendida con tizones traídos de la patria de origen; ya ésta era costumbre dirigirse para que designase unnuevo «fundador», si la colonia, superpoblada a suvez, decidía fundar otra. Pero no había servidumbrepolítica. Es más, de vez en cuando estallaban guerrasentre ellas, como tal ocurrió entre Corinto y Corfú.Y ni siquiera había servidumbre económica. La apoi-kia no era una base ni un emporio de la madre-patria,con la cual hacía solamente los negocios que le con-venían. En suma, así como faltaba una ligazón nacio-nal entre las poleis, también faltaba un vínculo im-perial entre cada una de ellas y sus colonias. Y tam-bién esto contribuyó de manera decisiva a la disper-sión del mundo griego, a su sublime desprecio detodo orden y criterio territorial. Grecia nació a pe-sar de la geografía. De este desafío sacó muchas ven-tajas, pero del mismo le vino también la ruina.

Otros motivos que la obligaron a ellos fueron, sedice, los geofísicos y los económicos, o sea la confi-guración particular de la península, que hacía difí-ciles los contactos por vía terrestre. Pero nosotroscreemos que ésta fue más bien una consecuencia queuna causa. Ningún obstáculo natural impidió a losromanos, animados por una enorme fuerza centrípeta,el crear una imponente red de caminos aun a travésde las regiones más impenetrables. Los griegos eran,y siguen siendo, centrífugos. Atenas no sintió jamásnecesidad de una carretera que la uniese con Tebas,sencillamente porque ningún ateniense sentía el de-seo de ir a Tebas. En cambio, tuvo una hermosísima,con El Pireo porque El Pireo formaba parte de la po-lis, la cual a su vez no se sentía parte de nada más.

Los griegos podían concedérselo, por otra parte, por-que en aquel momento ninguna fuerza externa ene-miga les amenazaba, y ésta fue acaso su gran desven-tura. En Asia, el imperio de los hititas se había de-rrumbado: en su lugar había, a la sazón, los reinosde Lidia y de Persia, todavía en formación y, portanto, sin fuerza agresiva. En África, Egipto decaía.El Occidente estaba sumido en las tinieblas de la pre-historia, Cartago era un puertecito de piratas fenicios.

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Rómulo y Remo no habían nacido, y los emigrantesgriegos que se habían ido a fundar Nápoles, Reggio,Síbari, Crotona, Niza y Bengasi, no habían encon-trado en los parajes más que tribus bárbaras y des-unidas, incapaces, no digo ya de atacar, sino siquie-ra de defenderse. Al Norte, la península balcánicaera tierra de nadie. Tras la invasión de. los aqueosy la de los dorios, desde sus selvas y montañas nose había ya asomado ningún enemigo sobre Grecia.

En aquel vacío, la polis pudo tranquilamente entre-garse a su vocación particularista y secesionista, sinninguna preocupación de unidad nacional. Es bajo laamenaza del exterior cuando los pueblos se unen.Y por eso los dictadores modernos la inventan cuan-do no existen. Reyertas y pequeñas guerras se desa-rrollaban entre poleis, es decir, en familia, y, porconsiguiente, en vez de unirla, contribuían a dividirlacada vez más.

He aquí, pues, el cuadro que nos presenta Grecia,políticamente, ahora que comienza su verdadera his-toria; una vía láctea de pequeños Estados disemina-dos a lo largo de todo el arco del Mediterráneo orien-tal y del occidental, cada uno de ellos ocupado en ela-borar dentro de las murallas ciudadanas una propiaexperiencia política y una cultura autóctona. Intente-mos recoger los primeros frutos en sus personajesmás representativos.

CAPÍTULO VII

ZEUS Y FAMILIA

La historia política de Grecia es, pues, la de mu-chos pequeños Estados, compuestos con mucha fre-cuencia de una sola ciudad con pocas hectáreas detierra alrededor. Jamás constituyeron una nación. Pero

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a hacer de ellos lo que suele llamarse una civiliza-ción contribuyeron dos cosas; una lengua en comúna todos, por encima de los dialectos particulares, yuna religión nacional, por encima de ciertas creenciasy cultos locales.

En cada una de estas pequeñas ciudades-estado, elcentro estaba, en efecto constituido por el temploque se alzaba en honor del dios o de la diosa protec-tora. Atenas veneraba a Atenea, Eleusis a Deméter,Éfeso a Artemisa, y así sucesivamente. Sólo los ciuda-danos tenían derecho a entrar en aquellas catedralesy de participar en los ritos que en ellas se celebraban:era uno de los privilegios que más apreciaban. Losmás trascendentes acontecimientos de su vida —na-cimiento, matrimonio y muerte— habían de ser con-sagrados en los templos. Como en todas las socieda-des, cualquier autoridad —desde la del padre sobrela familia a la del arcante sobre la ciudad— había deser «ungida por el Señor», o sea que era ejercida ennombre de un dios. Y dioses los había para personifi-car todas las virtudes y todos los vicios, todo fenó-meno de la tierra y del cielo, cada éxito y cada des-ventura, cada oficio y cada profesión.

Los mismos griegos no lograron jamás poner ordeny establecer una jerarquía entre sus protectores, ennombre de los cuales también se enzarzaron en mu-chas guerras entre sí, reclamando cada cual la supe-rioridad del dios suyo. Ningún pueblo los ha inven-tado, maldecido y adorado jamás en tal cantidad. «Nohay hombre en el mundo —decía Hesíodo, que, sinembargo, pasaba por ser competente— que pueda re-cordarlos todos.» Y esta plétora es debida a la mezclade razas —pelasga, aquea y doria— que se superpu-sieron en Grecia, invadiéndola en oleadas sucesivas.Cada una de ellas traía consigo sus propios dioses,pero no destruyó los que ya estaban instalados en elpaís. Cada nuevo conquistador degolló un determinadonúmero de mortales, pero con los inmortales no quisolíos y los adoptó, o por lo menos los dejó sobrevivir.De modo que la interminable familia de dioses griegosestá dividida en estratos geológicos, que van de losmás antiguos a los más modernos.

Los primeros son los autóctonos, es decir, los delas poblaciones pelasgas, originarias del territorio, yse reconocen porque son más terrestres que celestes.En cabeza figura Gea, que es la Tierra misma, siem-

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pre encinta u ocupada en amamantar como una no-driza. Y detrás de ella viene al menos un millar dedeidades subalternas, que viven en las cavernas, lasárboles y los ríos. Se lamentaba un poeta de aquellostiempos: «No se sabe ya dónde esconder una fanegade trigo: ¡cada hoyo está ocupado por un dios!»En un dios se personificaba hasta cada viento. Fue-sen gélidos como Noto y Euro, o tibios como Céfiro,se divertían enmarañando las cabelleras de náyadesy nereidas que poblaban torrentes y lagos, acosadaspor Pan, el robacorazones cornudo que las hechizabacon su flauta. Había divinidades castas, como Arte-misa. Pero también indecentes como Deméter, Dioni-so y Hermes, los cuales exigían prácticas de cultoque hoy serían castigadas como otros tantos ultrajesal pudor. Y por fin había los más aterradores y amena-zadores, como el ogro de la fábula: los que morabanbajo tierra. Los griegos trataban de congraciarse conellos dándoles nombres amables y afectuosos; llama-ban por ejemplo Miliquio, es decir «el benévolo», aun tal Ctonio, serpiente monstruosa y Hades, el her-mano de Zeus, a quien éste había cedido en contratalos más bajos servicios, fue rebautizado Plutón y lenombraron dios de la abundancia. Pero el más espan-toso era Hécata, la diosa del mal de ojo, a la que sesacrificaban muñecas de madera esperando que susjetaturas se limitasen a ellas.

El Olimpo, o sea la idea de que los dioses morabanno en la tierra, sino en el cielo, la llevaron a Grecia,como hemos dicho, los invasores aqueos. Estos nue-vos amos, cuando llegaron a Delfos donde se alzabael más majestuoso templo a Gea, la sustituyeron porZeus, y poco a poco impusieron también en todo elresto del país sus dioses celestes a los terrestres queya eran venerados, pero sin barrerlos. Así se forma-ron dos religiones; la de los conquistadores, que cons-tituían la aristocracia dominante, con sus castillos ypalacios, que rezaba mirando al cielo; y la del pue-blo llano dominado, en sus chozas de adobe y paja,que rezaba mirando la tierra. Homero nos habla so-lamente de los olímpicos, o sea celestes, porque estabaa sueldo de los ricos; hoy día, la gente de izquierdasle habrían llamado «el poeta de la Confindustria». Y deesta «religión para señores», Zeus es el rey.

No obstante, en el sistema teológico que poco a pocose fue instituyendo, tratando de conciliar el elemento

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celeste de los conquistadores con el terrestre de losconquistados, no es él quien creó el mundo, que exis-tía ya. No es siquiera omnisciente y omnipotente, tan-to es así que sus subalternos le engañan a menudo, yél tiene que sufrir las malicias de aquéllos. Antes devolverse «olímpico», o sea sereno, estuvo sujeto a cri-sis de desarrollo, tuvo pasiones terribles no sólo pordiosas, sino también por mujeres comunes, y de estevicio no le curó tampoco la vejez. En general, se mos-traba caballeroso con las seducidas, porque las despo-saba. Pero luego era capaz también de comérselas,como hizo con su primera esposa, Metis, que, estandoencinta, le parió dentro del estómago a Atenea, y él,para sacarla, tuvo que desenroscarse la cabeza. Lue-go casó con Temis, que le pagó al contado con docehijas, llamadas Horas. Después Eurínome, que le diolas tres Gracias. Después, Leto, de quien tuvo Apoloy Artemisa. Después Mnemosina, que le hizo padrede las nueve Musas. Después su hermana Deméter,que parió a Perséfone. Y por fin Hera, que él coronóreina del Olimpo, sintiéndose ya demasiado viejo paracorrer otras aventuras matrimoniales: lo que no leimpidió, sin embargo, dedicarse de pasada a peque-ñas distracciones como aquella con Alcmena, de laque nació Hércules.

Como que la sangre no miente, cada uno de estoshijos tuvo otras tantas aventuras y dio a Zeus unejército de nietos otro tanto desordenados. Sin embar-go, no hay que creer demasiado a los poetas que selo atribuyeron. Cada uno de éstos estaba al serviciode una ciudad o de un señor que, queriendo buscaren su propio árbol genealógico un vínculo con aque-llos encumbrados personajes celestes, le pagaba paraque se lo encontrase.

Este Panteón, litigioso, inquieto, chismoso y sin je-rarquía definitiva, fue común a toda Grecia. Y aunquealguna de sus ciudades eligió como protector un dioso diosa diferentes a los demás, todas reconocieron lasupremacía de Zeus y, lo que más cuenta, practicaronlos mismos ritos. Los sacerdotes no eran los dueñosdel Estado, como sucedía en Egipto, pero los due-ños del Estado se hacían sacerdotes para desarrollarlas prácticas del culto, que consistían en sacrificios,cánticos, proposiciones, rezos y alguna vez banquetes.Todo estaba regulado con una precisa y minuciosa li-turgia. Y en las grandes fiestas que anualmente cada

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ciudad celebraba en honor de su patrono, todas las de-más mandaban sus representantes. Lo que constituyóuno de los pocos ligámenes sólidos entre aquellos grie-gos centrífugos, pendencieros y separatistas..

Los magistrados, en su calidad de altos sacerdotes,se hacían ayudar por especialistas, para los cualesno existía ningún seminario, pero que se habían vuel-to tales a fuerza de práctica. No constituían ningunacasta y no estaban- sujetos a regla alguna. Bastabacon que conociesen el oficio. El más buscado era el deadivino, que cuando se trataba de mujeres se llama-ban sibilas y tenían la especialidad de interpretar losoráculos. De estos oráculos los había en todas partes,pero los más célebres fueron el oráculo de Zeus enDodona y el de Apolo en Delfos, que habían alcanzadograndísima fama hasta en el extranjero y conseguidouna afectuosa clientela entre los extranjeros. TambiénRoma, más tarde, solía enviar mensajeros para inte-rrogarles antes de iniciar alguna empresa importante.Los oráculos eran atendidos por sacerdotes y sacerdo-tisas que conocían el secreto para interpretar sus res-puestas, y lo hacían de tal suerte que éstas resultasensiempre exactas.

Estas ceremonias sirvieron también mucho paracrear y mantener vínculos de unión entre los griegos.Algunas ligas entre varias ciudades, como la anfic-tiónica, se formaron en su nombre. Los Estados quelas componían se reunían dos veces al año en tornodel santuario de Deméter: en primavera en Delfos,en otoño en las Termopilas.

Diógeñes, que era mordaz, dijo que la religión grie-ga era aquella cosa por la cual un ladrón que supierabien el Avemaria y el Padrenuestro estaba seguro desalir mejor librado, en el más allá, que un hombrede bien que los hubiese olvidado. No se equivocaba.La religión, en Grecia, era tan sólo un hecho de pro-cedimiento, sin contenido moral. A los fieles no seles pedía fe ni se les ofrecía el bien. Se les imponíasolamente el cumplimiento de ciertas prácticas buro-cráticas. Y no podía ser de otro modo, visto que decontenido moral los mismos dioses tenían bien pocoy no podía decirse ciertamente que ofreciesen un ejem-plo de virtud. Con todo, fue la religión la que impusoaquellos fundamentales deberes sin los cuales ningunasociedad puede existir. Convertía en sagrado, y porende indisoluble, el matrimonio, moralmente obligarte -

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ria la procreación de hijos, y apremiante la fidelidada la familia, a la tribu y al Estado. El patriotismode los griegos estaba estrechamente ligado a la reli-gión, y morir por el propio país equivalía a morirpor los. suyos y viceversa. Es esto tan verdad que,cuando estos dioses fueron destruidos por la filosofía,los griegos, no sabiendo ya por quién morir, cesaronde combatir y se dejaron subyugar por los romanos,que todavía creían en los dioses.

CAPÍTULO VIII

HESIODO

Algunos biógrafos de Homero han contado que, ade-más de escribir poesías por su cuenta, se pasaba eltiempo juzgando las ajenas como presidente de lascomisiones para los premios literarios, que tambiénen aquellos tiempos —como se ve— apasionaban almundo, o al menos a Grecia: y que en uno de esosconcursos él hizo conceder el triunfo a Hesíodo, queefectivamente viene en seguida después de Homero enel afecto y la estima de los antiguos griegos. No esverdad, porque entre Hornero y Hesíodo corren al me-nos un par de siglos. Pero nos gustaría creerlo.

Los atenienses, que fueron las lenguas más viperi-nas del mundo clásico, consideraron después a Beocia,donde Hesíodo nació, como patria de villanchones ycazurros, e hicieron de «beocio» un sinónimo de «ton-to», por bien que beocios hayan sido escogidas perso-nalidades como Epaminondas, Píndaro y Plutarco. Enesta malevolencia existían sobre todo motivos políti-cos: Tebas, capital de Beocia, será durante siglosenemiga de Atenas, hasta el punto de llamar a lospersas contra ésta. Pero hay que reconocer que unamano, a los denigradores de su país, se la echó tam-

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bien él, Hesíodo, el más célebre de sus hijos, descri-biéndolo de modo que justificaba plenamente la ca-lumnia.

Por lo demás, no había nacido allí, pues su madrele puso en el mundo en Cime, en Asia Menor, dondesu padre, pobre campesino, había emigrado en buscade trabajo, o tal vez mezclado con otros prófugos quebuscaban zafarse del yugo de los invasores dorios.Pero era beocio de sangre, y en Beocia, donde le lle-varon de niño, vivió el resto de su larga vida, labran-do un campecillo poco generoso en Ascra, cerca deTespias.

Visto con otros ojos, podía ser un paisaje encan-tador, lleno de sublimes inspiraciones. En el horizontese recortan el Parnaso y el Helicón, el Hollywood deaquellos tiempos, donde se, daban cita las Musas ydonde Pegaso, el caballo alado, decíase que había em-prendido el vuelo hacia el cielo. Y no lejos de allígorgoteaba la fuente en la cual Narciso contemplabasu propia imagen, según algunos; o, según otros, bus-caba la de su hermana muerta, de la que había estadoincestuosamente enamorado.

Bellísimos motivos que, en manos de Homero, se hu-biesen traducido en Dios sabe qué novelas de amory de aventuras. Pero Homero era un poeta cortesano,que trabajaba por orden de príncipes y de princesas,clientes de alto rango que exigían productos confeccio-nados a su medida aristocrática y a su gusto togado,y que no podían conmoverse más que por las suertesde héroes semejantes a ellos, espléndidos, caballeres-cos y a quienes sólo el Hado podía vencer.

Hesíodo era campesino, hijo de campesinos. Jamáshabía visto príncipes ni princesas; tal vez nunca habíaido a la ciudad; y aquella tierra que él no había idoa visitar como turista, sino que araba con sus manos,le pareció tan sólo avara, ingrata, gélida en inviernoy candente en estío, como así efectivamente la des-cribe.

Se desconoce, no digo el año, sino incluso el sigloen que nació. Créese generalmente que fue el séptimoantes de Jesucristo, cuando Grecia comenzaba a salirde las tinieblas en que la había sumido cuatro siglosantes la invasión doria, y a elaborar finalmente sucivilización. Hesíodo nos da un cuadro nada poético,pero exacto, de aquellos tiempos y de aquellas miseriasen Los trabajos y los días, que son una serie de con-

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sejos impartidos a su joven hermano Perseo, de quienlo menos que podemos pensar es que se trataba de unmozallón disoluto y más bien embustero. Al parecer,defraudó al pobre Hesíodo su parte de herencia yvivía disfrutando del trabajo de éste, dedicado sóloal vino y a las mujeres. Tenemos la sospecha de queno tuvo muy en cuenta las prédicas de su hermano ma-yor y que continuó toda su vida burlándose de su sen-satez, que le reclamaba al trabajo y a la honestidad.Mas esto no desanimó a Hesíodo, que seguía propi-nándole sus sermoncetes, especialmente contra el bellosexo, con el cual hubiérase dicho que tenía el dienteparticularmente envenenado. Según él, fue una mujerquien trajo todos los males a los hombres, que hastaaquel momento habían gozado de paz, salud y pros-peridad: Pandora. Y entre líneas da a entender que,rascando un poco, se encuentra una Pandora en cadamujer. De esto muchos críticos han deducido que de-bió de haber sido soltero. Nosotros creemos, en cam-bio, que cosas semejantes sólo pueden escribirlas loscasados.

En su Teogonía nos ha contado cómo él y sus con-temporáneos veían el origen del mundo. En principiofue el dios del Cielo, y Gea, diosa de la Tierra, loscuales, al casarse, procrearon a los Titanes, extrañosmonstruos con cincuenta cabezas y cien manos. Urano,al verles tan feos, se puso rabioso, y los mandó alTártaro, o sea al infierno. Gea, que no dejaba de seruna mamá, se lo tomó a malas y organizó una con-jura con sus hijos para asesinar a aquel padre des-naturalizado. Cronos, el primogénito, encargóse de laruin tarea, y cuando Urano volvió trayéndose consigoa la Noche (Erebo) para acostarse con su mujer, dela que estaba enamoradísimo, se le echó encima conun cuchillo, le infligió la más cruel mutilación quese puede infligir a un hombre, y arrojó los restosal mar. De cada gotita de sangre nació una furia;y de las olas que había engullido aquel innomina-ble pedazo del cuerpo de Urano emergió la diosaAfrodita, que precisamente por ello, no tenía sexo.Después Cronos subió al trono del derrocado Urano,se casó con su hermana Rea y, recordando que alnacer sus progenitores predijeron que él sería depues-to a su vez por sus hijos, se los comió a todos, menosuno que Rea logró sustraerle con engaños y llevarle aCreta. Éste se llamaba Zeus, quien después, habién-

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dose hecho mayorcito, derrocó verdaderamente a Cro-nos, obligándole a regurgitar los hijos que había en-gullido, pero que aún no había digerido, mandó defi-nitivamente al infierno a sus tíos Titanes y quedóse,en la religión griega, como señor del Olimpo, hasta eldía en que Jesucrito lo expulsó a él.

Tal vez en toda esta alegoría se halla condensaday resumida, en un estilo de fábula, la historia de Gre -cia: Gea, Urano, Cronos, los Titanes, etc., formabanparte de la teogonia terrestre de la primera pobla-ción autóctona: la pelasga. Zeus era, en cambio, undios celeste, que llegó a Grecia, como se diría ahora,«en la punta de las bayonetas» aqueas y dorias. Sudefinitiva victoria sobre el padre, los hermanos y lostíos señala precisamente el triunfo de los conquista-dores provenientes del Norte.

Dígase lo que se quiera el único título de Hesíodopara la inmortalidad es su estado civil. Él es, después.de Hornero, el más antiguo autor de Grecia. Pero sibien escribiera en versos, no es seguramente un poeta.Hesíodo encarna un personaje tosco y mediocre quees de todos los tiempos y que está entre Bertoldo,Simplicissimus y Don Camilo. Pero su valor de testi-monio consiste precisamente en habernos mostrado,en cronista escrupuloso y chato, la otra cara de aque-lla antigua sociedad, la proletaria y campesina de lacual Homero nos ha pintado solamente el áulico yaristocrático frontón. En sus descripciones opacas y aras de tierra, sin un destello de lirismo, condimen-tadas tan sólo con un basto sentido común de hombrecualquiera, reviven los peones de la Beocia arcaica, lospobres villanos vejados por los latifundistas absentis-tas y rapaces, que no viven en el campo, que ni si-quiera conocen, como la mayor parte de los baronesdel sur de Italia, nuestros contemporáneos. Las ca-sas de Hesíodo son cabañas de adobe, de una solaestancia para bípedos y cuadrúpedos, donde en invier-no se tirita y en verano se asa. Nadie viene de la ciu-dad a pedir el parecer de esta pobre gente, ni su voto.Tan sólo tiene que entregar una parte de la cosechaal amo, y otra parte al Gobierno, alistarse en el Ejér-cito y morir, por motivos que no conoce e interesesque no le atañen, en las guerras entre Orcómenes yTebas, o entre Tebas y Queronea. Porque la patria noes más que la región, o sea Beocia, vagamente unidapor un vínculo confederal representado por los beo-

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tarcas.La dieta es de las que se sustraen a todo cálculo

de vitaminas y calorías. Grano torrefacto, cebollas, alu-bias, queso y miel, dos veces al día, cuando la cosaiba bien, e iba bien muy raramente. El paludismo cau-saba estragos en los terrenos pantanosos del lago Co-pais, hoy desecado. Para escapar de él, hacía falta reti-rarse a colinas pedregosas e inhóspitas, donde se mo-ría de hambre. La moneda no existía. Tenían que jun-tarse cinco o seis familias para reunir el grano nece-sario para pagar un carro al carpintero que lo habíaconstruido. No había fuerzas ni tiempo que distraerde la lucha contra el apetito. Nadie soñaba en la ins-trucción. La categoría más alta y evolucionada era lade los pequeños artesanos de pueblo, que solamentehacía poco habían aprendido a labrar el hierro im-portado por los nuevos amos dorios, y fabricaban tansólo objetos de uso común. En las ciudades, en tornode los señores, los había más refinados, que ya tira-ban hacia lo decorativo; pero en el campo se estabaaún en el estadio más arcaico. El núcleo que hacíade puntal a la sociedad era la familia en cuyo cerra-do ámbito los incestos eran frecuentes, lo que todosencontraban tan natural que también se los atribuíana sus dioses.

Hesíodo fue el cantor de este mundo, de esta Gre-cia campesina, tiranizada por los conquistadores nór-dicos que aún no se habían fusionado. Y tuvo un solomérito: el de reproducirla fielmente en sus miserias,de las que personalmente participó: y se nota.

CAPÍTULO IX

PITÁGORAS

Entre las más lozanas colonias que florecieron enaquellos años de los siglos VIII al VI antes de Jesu-cristo, hubo las de la Magna Grecia en las costas de

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la Italia meridional. Los griegos llegaron por mar,desembarcaron en Brindisi y en Tarento, y fundaronvarias ciudades, entre ellas Síbari y Crotona, que pron-to fueron las más pobladas y progresivas.

La primera, que en determinadp momento tuvo —dí-cese— trescientos mil habitantes, alcanzó tal celebri-dad por sus lujos que de su nombre se ha inven-tado un adjetivo, sibarita, sinónimo de «refinado».

Trabajaban solamente los esclavos, pero a éstos leseran prohibidas todas aquellas actividades —de al-bañil o de carpintero, por ejemplo— que podían, consus ruidos, estorbar las siestecitas de los ciudadanos.Éstos se ocupaban tan sólo en cocina, modas y depor-tes. Alcístenes se hizo confeccionar un vestido que des-pués Diógenes de Siracusa revendió en quinientos mi-llones de liras, y Esmíndrides hacíase regularmenteacompañar en sus viajes por mil servidores. Los coci-neros tenían derecho a patentar sus platos, conser-vaban el monopolio durante un año, y con elloacumulaban un patrimonio que les bastaba para vivirde renta el resto de sus días. El servicio militar sedesconocía.

Desgraciadamente, hacia el fin del, siglo VI esta felizciudad, además del placer y la comodidad, quiso tam-bién la hegemonía política, que mal se acuerda conaquéllas, por lo que se puso en litigio con Crotona,menos rica, pero más seria. Y con un enorme ejércitomarchó contra esta ciudad. Los crotonenses —cuén-tase— les esperaron armados con flautas. Cuando sepusieron a tocarlas, los caballos de Síbaris, acostum-brados, como los de Lipizza, más a la arena del circoque al campo de batalla, se pusieron a danzar. Y lostoscos crotonenses destrozaron jovialmente a los jine-tes dejados a la merced de sus cuadrúpedos. Síbarisfue arrasada tan concienzudamente que, menos de unsiglo después, Heródoto, que fuera a buscar los restosno encontró siquiera rastro. Y Crotona, una vez des-truido el enemigo, se infectó, como de costumbre, desus microbios y enfermó a su vez de sibaritismo.

Y por esto Pitágoras fue a establecerse allí. Enla isla de Samos, donde nació en 580, había oído ha-blar de aquella lejana ciudad italiana como de unagran capital donde los estudios florecían con particu-lar lozanía. Turista impenitente, había visitado yatodo el Próximo Oriente hasta —dícese— la India.De vuelta en la patria, encontró la dictadura de Pol-

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crates, que detestaba: era demasiado dictador él mis-mo para poder aceptar otro. Y se trasladó a Crotona,donde fundó la más «totalitaria» de las academias.

Podían ingresar tanto varones como hembras: masantes tenían que hacer voto de castidad y comprome-terse a una dieta que excluía el vino, los huevos ylas habas. El por qué se las hubiese con las habas,nadie lo ha comprendido jamás; tal vez porque a élno le gustaban. Todos debían vestir de la manera mássencilla y decente, estaba prohibido reír, y al finalde cada curso escolar todos los alumnos estaban obli-gados a hacer en público la «autocrítica», o sea aconfesar sus propios «desviacionismos» como dicenhoy en día los comunistas que, como se ve, no haninventado nada.

Los seminaristas estaban divididos en externos, queseguían las clases, pero volvían a casa por la noche,y los internos, que se quedaban en aquella especie demonasterio. El maestro dejaba a los primeros bajola enseñanza de sus ayudantes, y personalmente sólose ocupaba de los segundos, los esotéricos, que cons-tituían el restringido círculo de los verdaderos ini-ciados. Pero también estos últimos veían a Pitágorasen persona solamente después de cuatro años de no-viciado, durante los cuales él les mandaba sus leccio-nes escritas y autentificadas con la fórmula autosepha, el ipse dixit de los latinos, que significaba «loha dicho él», para dar a entender que no cabía dis-cusión. Finalmente, tras esta poca espera preparato-ria, Pitágoras se dignaba aparecer en persona ante susseleccionadísimos secuaces, y a impartirles directa-mente los frutos de su sabiduría.

Empezaba con las Matemáticas. Pero no como lasconcebían los groseros y utilitarios egipcios que sólolas inventaron con objetivos prácticos, sino más biencomo teoría abstracta para alentar las mentes haciala deducción lógica, hacia la exactitud de las relacio-nes y a su comprobación. Sólo después de haber eleva-do los alumnos a este nivel, pasaba a la Geometría,que con él se articuló definitivamente en sus elemen-tos clásicos: axioma, teorema y demostración. Sinconocer a Tales descubrió por sí mismo varios teore-mas. Por ejemplo, que la suma de los ángulos de untriángulo es igual a dos ángulos rectos, y que el cua-drado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo esigual a la suma de los cuadrados de los catetos. ¡Quién

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sabe cuántas otras verdades habría anticipado si nohubiese despreciado estas «aplicaciones», que conside-raba demasiado humildes para su genio! Apolodorocuenta que cuando descubrió el segundo de dichos teo-remas, el de la hipotenusa, Pitágoras sacrificó cienreses en agradecimiento a los dioses. La noticia estáabsolutamente desprovista de fundamento. El maestrose ufanó toda la vida de no haber tocado jamás unpelo a un animal, obligaba a sus alumnos que hicie-ran otro tanto, y el único ejercicio que le procurabagoce no era la formulación de los teoremas, sino laespeculación en los cielos abstractos de la teoría.

También la Aritmética, que constituía el tercer esta-dio, la concibió no como instrumento de contabilidad,sino como estudio de las proporciones. Y así fue comodescubrió las relaciones de número que regulan lamúsica. Un día, al pasar por una herrería, quedóimpresionado por la rítmica regularidad del repicardel martillo sobre el yunque. De vuelta a su casa,ejecutó experimentos haciendo vibrar agujas de idén-tico espesor y tensión, pero de distinta longitud. Con-cluyó que las notas dependían del número de vibra-'ciones, lo calculó, y estableció que la música no eramás que una relación numérica de ellas, medida se-gún los intervalos. Hasta el silencio, dijo, no es sinouna música, que el oído humano no percibe sóloporque es continua, es decir, que carece de intervalos.Es la «música de las esferas», que los planetas, comotodos los demás cuerpos cuando se mueven, producenen su girar alrededor de la Tierra. Pues también laTierra es una esfera, dijo Pitágoras dos mil años an-tes que Copérnico y Galileo. Gira sobre sí misma deOeste a Este y está dividida en cinco zonas: ártica,antartica, estival, invernal y ecuatorial; y, con los de-más planetas, forma el cosmos.

No hay duda de que estas intuiciones hacen dePitágoras uno de los más grandes fundadores de laciencia y el que más ha contribuido a su desarro-llo, aunque en algunos de sus descubrimientos defi-nitivos e inmortales injertara además algunas curiosassupersticiones difundidas en aquellos tiempos, o reco-gidas en sus viajes a Oriente. Sostenía, por ejemplo,que el alma, siendo inmortal, transmigra de un cuer-po a otro, abandonando al difunto, purgándose du-rante cierto tiempo en el Hades, y reencarnándose; yque él, personalmente, recordaba muy bien haber

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sido antes una famosa cortesana, después el héroeaqueo Euforbo de la guerra de Troya, tanto que, es-tando en Argos, reconoció en el templo la coraza dehierro que había llevado en aquella expedición.

Sin embargo, son estas poco pitagóricas fantasíaslas que nos acercan un poco al plano humano y nosinclinan a alguna simpatía para con este hombre decerebro traslúcido y de corazón árido, que de otromodo nos sería francamente antipático. Timón de Ate-nas, que no obstante estaba en condiciones de alcan-zar su grandeza e intelectualmente le estimaba, le des-cribe como «un sabiazo de lenguaje solemne que logróadquirir importancia a copia de dársela». Sin duda,hay su verdad. Aquel «liberal» que había huido deSamos por culpa de la dictadura, instauró después unaen Crotona que habría llenado de envidia a Sila, Hitlery Stalin. No se limitaba a practicar la virtud absolu-ta con una vida casta, con una dieta rigurosa, conuna actitud contenida y sosegada, sino que hizo deello un instrumento de publicidad también. Detrás deaquel su administrarse con parsimonia, haciéndose de-sear durante cuatro años por sus propios alumnos yconcediendo la gracia de relaciones personales, con élsolamente a los que daban suficientes garantías deadorarle como a un Mesías, había una vanidad incom-prensible. En su autos epha está el precedente de «elDuce tiene siempre razón». Y, en efecto, como todoslos que siempre tienen razón, también él acabó enla plaza de Loreto.

Encerrado en su orgullo de casta, y convenciéndosecada vez más de estar constituyendo una clase selectay predestinada por los dioses a poner orden en el pue-blo de los hombres comunes, el Círculo de los pitagó-ricos decidió adueñarse del Estado y fundar en Cro-tona, sobre la base de las verdades filosóficas elabora-das por el Maestro, la república ideal. Como todas lasrepúblicas, aquélla había de ser una «tiranía ilustra-da». Ilustrada, se comprende, por Pitágoras, jefe deuna aristocracia comunística que, con una potenteG. P. U., prohibiría a todos el vino, la carne, los hue-vos, las habas, el amor y la risa, obligándoles, encompensación, a la «autocrítica».

No sabemos si se trató de una verdadera y propiaconjura ni cómo se desenvolvió. Sabemos solamenteque en determinado momento los crotonenses se die-ron cuenta de que todas las magistraturas estaban

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llenas de pitagóricos: gente austera, muy seria, abu-rrida, competente y sosegada, que estaba a punto deconvertir a Crotona en lo que Pitágoras convirtiera su|academia: algo entre fortaleza, cárcel y monasterio.Antes de que fuese demasiado tarde, rodearon el semi-nario, sacaron a los inquilinos y les zurraron. El Maes-tro huyó en calzoncillos, de noche, pero un destinovengador guió sus pasos hasta un campo de habas.Con el odio que las tenía, se negó a echarse en él paraesconderse. Con lo que fue alcanzado y muerto.

Tenía, por lo demás, ochenta años, y ya había pues-to a salvo sus Comentarios, confiándolos a su hijaDamona, la más fiel de sus seguidores, para que losdivulgase por el mundo.

CAPÍTULO X

TALES

Una de las primeras ciudades que los griegos fun-daron en la costa del Egeo fue Mileto. Llegaron pri-meramente, en calidad de pioneros, los veteranos dela guerra de Troya, y acaso no fueron absolutamentea propósito; sino tan sólo arrojados como náufragosde la tempestad que dispersó la flota de Agamenóny en la que andaba también Ulises.

Los griegos, cuando hacían apoikia, es decir, cuan-do ponían su casa en el extranjero, trataban a losantiguos inquilinos —que estaban mucho menos evo-lucionados que ellos— de modos diversos, que no eranjamás, empero, muy tiernos. Y en Mileto, por ejem-plo, dado que llegaron solteros, usaron aquello dematar del primero al último a los hombres y casarcon las viudas, que eran de sangre caria, o sea orien-tal, y —por lo que podemos presumir del gentil epi-sodio— más bien guapetonas. Ellas lloraron a los ma-ridos muertos, aceptaron a los vivos, absorbieron el

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idioma y la civilización y les dieron muchos hijos.Y a los cuatro siglos de aquel brusco cruce, ocu-rrido hacia el año 1000 antes de Jesucristo, Miletoera la ciudad más rica y evolucionada del mar Egeo.Como siempre, empezó haciéndose gobernar por unrey y, después por la aristocracia, y por fin por la de-mocracia, que degeneró en la consabida dictadura.

En el siglo VII el dictador de turno se llamabaTrasíbulo, tirano prepotente, pero inteligente, bajo elcual Mileto convirtióse en capital, no sólo de la indus-tria (sobre todo textil) y del comercio, sino tambiéndel arte, la literatura y la filosofía. La colonia habíafundado a su vez otras ochenta colonias, entre gran-des y pequeñas, en la costa y en las islas circundantes,y en todo el mundo griego se hablaba de ellas conacento escandalizado por mor de la riqueza, la libertady el lujo de que disfrutaban. Sus marinos eran losmás recelosos, sus mujeres las más refinadas, y sucultura la más avanzada.

Esta cultura había escapado a las manos de lossacerdotes, que en todas las demás partes detentabanaún el monopolio, y se había vuelto laica, escépticay sometida al examen crítico del libre pensamiento.Mientras en el continente la ciencia se confundía aúncon la mitología y había quedado en lo que enseñaranHomero y Hesíodo —por lo demás muertos hacíapoco— en Mileto había ya quien jubiló a los diosescon sus leyendas, y fundó sobre bases experimentalesla primera escuela filosófica griega, la naturalista.

Era un llamado Tales, que nació en 640 de una fa-milia no griega, sino fenicia. De niño tuvo reputaciónde divertido y zángano porque estaba siempre distraí-do e inmerso en sus pensamientos; tanto, que a menu-do no sabía dónde metía los pies, y un día se cayópor las buenas dentro de un foso, provocando la hila-ridad de sus conciudadanos que le consideraban comoun inútil. Tal vez también porque, herido en su orgu-llo por aquellos sarcasmos, Tales se metió en la cabe-za demostrar a todos que, si quería, también él sabíaganar dinero. Y, haciéndoselo prestar, probablemen-te por su padre, que era un mercader acomodado, com-pró todas las almazaras que había en la isla parael aceite. Érase un invierno, y los precios eran bajospor falta de demanda. Pero Tales, estudioso y com-petente en Astronomía, había previsto un buen añoy una cosecha de aceitunas favorable que, en el mo-

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mentó oportuno, haría inapreciables aquellas zaranda-jas. Sus cálculos se confirmaron. Y el otoño sucesivopudo imponer a los usuarios, como monopolizador, losprecios que quiso. Con esto se tomó un bonito des-quite sobre los que tanto le habían escarnecido, acu-muló un discreto patrimonio que le permitía vivir derenta, y se dedicó enteramente al estudio.

Del científico tenía, además de la distracción, la cu-riosidad, la capacidad de observación y el espíritu deintuición. Habiendo estado en Egipto para ponerse alcorriente de los progresos que allí habían hecho las,Matemáticas, aplicó los resultados calculando la altu-ra de las pirámides, que nadie sabía, con el métodomás sencillo y expeditivo: medió su sombra sobre laarena en el momento que él mismo proyectaba unade la misma longitud que su cuerpo. E hizo la pro-porción. Bastante tiempo antes de que Euclides, pa-dre de la Geometría, viniese, al mundo, Tales habíaformulado ya buena parte de los principales teoremassobre los que se basa la ciencia. Había descubierto,por ejemplo, que los ángulos de la base de un trián-gulo isósceles son iguales; que son otro tanto igualesdos triángulos que tienen en común dos ángulos y unlado, que los ángulos opuestos, formados por el crucede dos rectas, son también iguales.

En cuclillas sobre la cubierta de la embarcación quele transportaba de un puerto a otro del Mediterráneo,cavilaba acerca de todo ello. Y de noche estudiaba elcielo, tratando de darle un orden y una lógica, a laluz de cuanto había aprendido en Babilonia, dondelos estudios de Astronomía estaban más desarrollados.Compartió muchos errores de su tiempo, se compren-de, porque carecía de instrumentos para comprobarsu falta de fundamento. Creyó, por ejemplo, que laTierra era un disco flotante en una interminable ex-tensión de agua, y personificó en el Océano a su crea-dor.

Según él, todo procedía del agua y acababa en elagua. Aristóteles dice que esta idea le fue sugeridapor la observación de que todo cuanto alimenta a ani-males y plantas es húmedo. Puede ser. Como fuese.Tales fue el primero en comprender que todo lo queforma lo creado tiene un principio único y común.Equivocóse al identificarlo con el agua. Mas, a dife-rencia de todos los que le precedieron y que habíanhecho remontar el origen de las cosas a una plurali-

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dad de otras cosas o personas, atisbo el origen únicode todo, es decir, fue el primero en dar fundamentofilosófico al monismo (de monos, que precisamentequiere decir uno).

Tales imaginó la vida como un alma inmortal,cuyas partículas se encarnaban momentáneamente oraen una planta, ora en un animal o un mineral. Loque moría, según él, era solamente estas momentá-neas encarnaciones, de las cuales el alma inmortaltomaba sucesivamente la "forma y constituía la fuerzavital; para las cuales, entre vida y muerte no habíadiferencia sustancial. Y cuando le fue preguntado porqué, entonces al obstinarse en preferir la primeraa la segunda, respondió: «Precisamente porque no haydiferencia.»

Tales era hombre de carácter tranquilo y bondadoso,qué procuraba enseñar a sus conciudadanos y razonarcorrectamente, pero no se indignaba cuando aquéllosno le comprendían o se reían francamente de él. Paraellos fue una gran sorpresa el día que los otros grie-gos le incluyeron en la lista de los Siete Sabios al ladode Solón. Los milesios no se habían dado cuenta deque tenían en Tales un conciudadano tan ilustre eimportante. Una sola vez lo sospecharon: fue cuan-do predijo el eclipse de sol para el 28 de mayo de585, y el eclipse, en efecto, aconteció. Pero, en vezde admirarle, por poco le acusan de brujería.

Era un hombre agudo, que fue precursor de Sócra-tes en la técnica de rebatir las objeciones ajenas conrespuestas que parecían bromas solamente a todoslos necios, que creen que la seriedad es lo mismoque el engreimiento y la prosopopeya. Cuando le pre-guntaron cuál era, según él, la empresa más difí-cil para un hombre dijo «Conocerse a sí mismo.»Y cuando le preguntaron qué era Dios, respondió:«Aquello que no comienza y que no acaba», que estodavía, después de dos mil quinientos años, la defi-nición más pertinente. A la pregunta de en qué con-siste, para un hombre virtuoso, la justicia, replicó:«En no hacer a los demás lo que no se quiere quesea hecho con nosotros.» Y en esto se anticipó enseiscientos años a Jesús.

Le llamaban sopho, es decir, sabio, aunque con unmatiz de bondadosa ironía. Demostró serlo hasta enel más estricto sentido de la palabra, no molestan-do jamás a nadie, contentándose con poco y mante-

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niéndose alejado de la política. Esto no le impidióser amigo de Trasíbulo, que con frecuencia mandabaa llamarle porque se divertía con su conversación. Laúnica cosa que le hacía olvidar la Filosofía era eldeporte. El pacífico, distraído y sedentario Tales eraun «hincha» rabioso, no perdía un espectáculo en elestadio y allí murió viejísimo, durante una competición de atletismo, acaso de dolor al ver perder a su«equipo preferido».

Dejó un alumno, Anasimandro, que continuó susindagaciones y perfeccionó algunas, contribuyendo aasentar sobre bases científicas la Física de Talesy anticipándose a las teorías de Spencer. Pero no te-nía la originalidad y el genio del Maestro. Vivió enuna Mileto que estaba decayendo con rapidez, políticay económicamente, después del lozano florecimientode los tiempos de Trasíbulo y de Tales. En 546 laisla fue anexionada por Ciro al Imperio persa, y lacultura griega entró en agonía. Tales hubiera dichoque la cosa no tenía importancia porque también lacultura y el Imperio no son más que formas pasajerasdel alma inmortal. Pero sus compatriotas no compar-tieron tal opinión.

CAPÍTULO XI

HERÁCLITO

Otro de los grandes centros de la cultura griegaen el siglo VI antes de Jesucristo fue Éfeso, célebrepor su espléndido templo de Artemisa, protectora dela ciudad, por la cantidad de túnicas que llevaban susmujeres (que, sin embargo, por lo que decían las ma-las lenguas, no bastaban para protegerles la virtud),y por sus poetas. Entre estos últimos había el dulce ymelancólico Calino, al cual se deben las primeras ele-gías de la literatura griega, y el agresivo y sar-cástico Hiponates, a quien se deben las prime-

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ras sátiras. Éste era cojo, raquítico y tuerto. Notuvo suerte en amores y se vengó de ello diciendoque la mujer da al hombre solamente dos días defelicidad: cuando se casa y aquel en que le deja viudo.Se befó de todos sus conciudadanos, desde los másilustres hasta los más oscuros, pero luego les com-pensó suicidándose en medio del general alborozo.

Pero no fue Hiponates el único personaje excéntri-co de Éfeso, la cual debía tener un poco la especialidadde los caracteres extraños. Heráclito lo fue aún másque él, a juzgar por lo poco que sabemos de su viday de los ciento treinta fragmentos de su obra quese han conservado. Estos últimos están escritos en unestilo tan retorcido que le valieron el nombre deHeráclito el Oscuro. Los modernos exegetas, aun con-fesando que no han logrado comprender el sentidoexacto en muchos puntos, están concordes en decirque bajo aquella oscuridad brilla el genio. Aceptemos,pues, el veredicto y tratemos de ver en qué consistetal genio.

Heráclito pertenecía a una familia noble, y, al pa-recer, nació en 550 antes de Jesucristo. Pero ape-nas llegado al uso de razón empleó ésta para con-denar, dentro de sí mismo, todo aquello que le rodea-ba: casa, padres, ambiente, hombres, mujeres, Estadoy política. No sabemos qué fue lo que le inspiró tan-tas antipatías. Nos agrada imaginarle como una es-pecie de Leopardi qué, en vez de en la poesía, bus-case, como se dice hoy, una evasión en la filosofía.Y debió refugiarse en ella con empeño y estudiarno poca y con agudo sentido crítico para escribir:«La gran cultura sirve de poco. Si bastase para for-mar genios, lo serían hasta Hesíodo y Pitágoras. Laverdadera sapiencia no consiste en aprender muchascosas, sino en descubrir aquella sola que las regulatodas en todas las ocasiones.»

Para alcanzar él mismo esta meta, el joven Herá-clito plantó familia, posición, comodidades, ambicio-nes sociales y políticas, se retiró a una montaña yen ella vivió el resto de su vida como eremita, siem-pre a la búsqueda de aquella idea que regula todas lascosas en todas las condiciones. Sus meditaciones yconclusiones están reunidas en un libro titulado So-bre la naturaleza, que, cuando estuvo terminado, de-positó en el templo de Artemisa para desesperación dela posterioridad, que ha tenido que devanarse los sesos

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para comprender algo. Pues su desprecio de los hom-bres era tal que escribió adrede de modo que no lecomprendiese nadie. Heráclito sostenía que la Huma-nidad era una bestia irremisiblemente hipócrita, obtu-sa y cruel, a la cual no valía la pena intentar enseñarlenada. Mas no debió de ser del todo sincero, pues ental caso no habría perdido tanto tiempo escribiendo,es decir, intentando comunicar con ella. Como en mu-chos sucesores suyos, grandes despreciadores de lagloria, tenemos la sospecha de que también bajo sudesprecio incubaba una infinita ambición.

Heráclito dice que el mundo aparece cambiante -sóloa los ojos de los estúpidos; en realidad lo que varíason tan sólo las formas de un solo elemento, siempreel mismo: el fuego. De éste se desprenden gases. Losgases se precipitan en el agua. Y de los residuosdel agua, tras la evaporación, se forman cuerpos só-lidos que constituyen la tierra y que los tontos to-man por realidad, cuando la realidad verdadera esuna sola; el fuego, con sus atributos de condensacióny rarefacción. Este continuo transformismo del gaseo-so al líquido, al sólido y viceversa es la única ver-dadera, indiscutible realidad de la vida, en la quenada es, todo se torna.

Habiendo descubierto, pues, qué son las cosas y,cómo cambian, Heráclito llega a la más desesperaday desalentadora de las conclusiones: o sea, que todopresupone su propio contrario. Existe el día porqueexiste la noche en la cual se transforma y vicever-sa. Existe el invierno en cuanto que existe el estío.Y hasta la vida y la muerte se condicionan recíproca-mente, siendo en el fondo la misma cosa. Y tambiénel bien y el mal. Pues no es más que una fluctuaciónora en un sentido, ora en el otro, del mismo elemen-to eterno: el fuego. Y así como la tensión de unacuerda crea aquellas vibraciones que se llaman, segúnsu frecuencia, «notas», y produce la música, así laalternancia de lo opuesto (frío y calor, blanco y ne-gro, guerra y paz, etc.), crea la vida y le confieresu significado. Ésta es una lucha eterna entre opues-tos: entre hombres, entre sexos, entre clases, entrenaciones, entre ideas. Aquellos que no admitan al pro-pio enemigo o tratan de destruirlo, son suicidas. Por-que sin él, también ellos serán muertos.

Transportada al plano religioso, esta concepción al-canza el ateísmo total. ¿De qué serviría un dios, in-

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móvil y por tanto negación de lo mutable, si el fuegomonopoliza ya todos sus atributos y poderes? Dios noexiste y sus estatuas solamente son pedazos de pie-dra con las cuales es inútil entablar conversaciones ya los que es perder el tiempo sacrificar animales. ¿Ypor qué el hombre habría de ser inmortal? Lo es elfuego, del que él no representa más que una débil lla-mita. Pero la llamita, en sí, está destinada a apagarsecon la muerte; la cual, como el nacimiento cuando lacandela se enciende, no representa más que una omi-sible fase de aquel continuo cambio del Todo de gaseo-so en líquido, de líquido en sólido y de sólido nueva-mente en gaseoso, bajo el estímulo del fuego eterno.Démosle, pues, por comodidad, el nombre de dios, aeste fuego. Pero no le alteremos los atributos. Todo loque decimos y hacemos en su nombre corresponde anuestros prejuicios y convenciones, no a las suyas. Paraél no existen cosas buenas ni cosas malas, porque ca-da una de ellas, teniendo en sí y equivaliendo al propiocontrario, está igualmente justificada. Lo que nosotrosllamamos «el Bien» es lo que sirve a nuestros in-tereses, no a los del dios. El cual nos juzgará, perocomo juzga precisamente el fuego, destruyendo todaslas candelas, sin discriminar entre buenas y malas,para encender otras que a su vez serán destruidas.

Pero, con todo, no se crea que el fuego haga estosin un orden y un criterio. El verdadero sabio, o seano aquel que ha copiado muchas nociones en su cere-bro, sino el que sabe mirar el mundo y la vida enpanorama, recoge una Razón, o sea una Lógica. ElBien, o la Virtud, consiste en adecuar a ella la propiavida individual. Consiste en aceptar sin rebeldía lasleyes de este continuo y eterno cambiar, o sea hastala propia mortalidad. Quien haya comprendido la nece-sidad de todas las oposiciones soportará el sufrimien-to como inevitable alternativa del placer y perdonaráal enemigo, reconociendo en éste el complemento desí mismo. No podrá lamentarse de las luchas quehabrá de sostener, porque es justamente la luchael resorte de todos los cambios o sea la madre dela misma vida. La lucha convierte al vencedor en unamo y al vencido en un esclavo. Es normal. Y siendonormal, es también moral. ¿Cómo podría existir la li-bertad de unos sin la servidumbre de otros? El sen-tido de la riqueza nos la dan los mendigos, y de labuena salud los enfermos. Un día todo quedará devo-

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rado igualmente por idéntico fuego.Ésta fue, en resumen, la gran idea que regula to-

das las cosas en todas las ocasiones, que Heráclito fuea buscar en la montaña, y cuyo descubrimiento nosrelató en aquel hermético libro, una parte del cualha llegado hasta nosotros. Y fue una gran idea, puestodos los filósofos posteriores a él se atuvieron a ellaplenamente a manos llenas. Los estoicos se apropiaronel concepto de la equivalencia de cada cosa con suopuesto, los racionalistas pescaron en ella la idea de laRazón; y los cristianos la de la palingenesia o Juiciouniversal. Pero esto, además de su gran intuición,es debido también a la diabólica astucia de Heráclitoquien, escribiendo en aquel estilo retorcido y nebuloso,pronunció veredictos que se prestaban a las más diver-sas interpretaciones y en los que cada cual podía ha-llar lo que más le acomodara. Efectivamente, no hahabido filósofo en el mundo, desde Hegel a Bergson, aSpencer y a Nietzsche, que no haya citado en pro-pia ayuda a Heráclito. Este despreciador de los hom-bres es uno de los hombres que los otros hombresmás han honrado. Es lástima que sus contemporá-neos no lo hayan previsto y no hayan dejado de élalguna detallada biografía.

Tan sólo Diógenes Laercio le dedicó pocas y dis-traídas palabras. Nos cuentan que Heráclito, en lamontaña, pasaba todo el tiempo meditando, escribien-do, paseando y buscando hierbas para comer crudas.Esta dieta vegetariana le hizo daño y le produjo hidro-pesía. De haber seguido sus propias teorías, no hubieradebido quejarse ni ver en aquella dolencia más quelo correspondiente a la buena salud, su necesarioopuesto. En cambio no logró soportarla, y tratando decuidarse y de sanar, bajó de sus solitarias rocas vol-viendo a la ciudad. Consultó un médico tras otro, enbusca de alguno que le diese una receta para secartoda aquella agua que le quemaba el cuerpo y en laque hubiese debido ver una de las muchas fases mo-mentáneas del eterno cambio de lo gaseoso en líquido,de lo líquido en sólido y de lo sólido nuevamente engaseoso. Pero nadie entendió nada. Y entonces él seencerró en un redil de ovejas, esperando que el calorde los lanudos cuerpos llegase a desecar el suyo. Perotampoco en esta cura halló remedio; y así murió, de-sesperado de morir, tras setenta años de vida gastada

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solamente en pensar y escribir que la muerte no eranada diferente de la vida.

CAPÍTULO XII

SAFO

Mitilene, en la pequeña isla de Lesbos, de la cualconvirtióse en capital, era famosa por sus comercios,por sus vinos y por sus terremotos.

También ella comenzó, como todos los demás Es-tado helénicos, por una monarquía que después seconvirtió en oligarquía aristocrática, hasta que unacoalición de burgueses y propietarios la derribó instau-rando la democracia a través de acostumbrado dicta-dor. Este fue Pitaco, que después tuvo el honor deverse alineado al lado de Solón en la lista de los SieteSabios. Era un hombre tosco, valeroso, honesto y ani-mado de las mejores intenciones, pero sin demasiadosescrúpulos en la elección de los sistemas para reali-zarlas. No se limitó a echar a los patricios del poder;les echó del país, mandando muchos de ellos al destie-rro. Y entre éstos, también a dos poetas uno varón,Alceo; y otro hembra, Safo.

Por lo que respecta a Alceo, no vacilamos en creerque subsistiesen buenos motivos políticos. Era unjoven aristócrata, turbulento y fanfarrón, con ciertotalento para el libelo y la calumnia, una especie de«escuadrista» a lo Malaparte. Caminaba abombandoel pecho y na perdía ocasión para impresionar a lagente. Pero, como siempre ocurre a los petulantes,cuando se trató de combatir de veras y de arriesgarel pellejo, tiró el escudo, echó a correr y no volvió aencontrar su valor más que para componer una poesíaloando sus propias gestas y presentándolas como ma-nifestación de sensatez y de modestia.

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El exilio le favoreció porque, haciéndole evaporar dela cabeza sus ambiciones políticas, le dio su verdade-ra dimensión, obligándole a aceptar su propia natura-leza: que no era la de un hombre de Estado, legis-lador o guerrero, sino la de un archiliterato más cons-truido para exaltar las empresas ajenas que parallevar a cabo las propias. Era un virtuoso de lapoesía e inventó una métrica personal, que más tardefue precisamente llamada «alcaica» por su nombre.Y probablemente habría pasado a la posteridad comoel más grande poeta de su tiempo —el tercero despuésde Hornero y de Hesíodo—, si no hubiese tenido ladesventura de ser contemporáneo de su compañerapor parte de política y de exilio: Safo.

De esta curiosa y fascinante mujer que se asomóa la celebridad como una especie de Francoise Sagande hace dos mil quinientos años, Platón escribió:«Dicen que hay nueve Musas. ¡Los desmemoriados!Han olvidado la décima: Safo de Lesbos.» Y Solón,que había conservado la nostalgia de la poesía porqueera la única cosa qué no había conseguido hacer,cuando su sobrino Esecéstides le hubo leído una deaquélla, exclamó; «¡Ahora puedo incluso morir!» Ellaera la «poetisa» por antonomasia, como Hornero erapor antonomasia «el poeta».

Había nacido a fines del siglo VII antes de Jesu-cristo, al parecer en 612, en Ereso, una pequeña ciu-dad cercana a la capital. Pero sus padres, que erannobles y acomodados, la llevaron de pequeña a Mi-tilene, precisamente en el momento en que Pitaco ini-ciaba allí su afortunada carrera. ¿Estuvo ella verdade-ramente implicada en la conjura para derrocar aldictador? Nos parecería un poco extraño. Por bienque perteneciese a un ambiente noble donde las muje-res contaban algo y no tenía que ocuparse tan soloen la lana que tejer y en los platos que aderezar—como sucedía en la burguesía y más aún en el pro-letariado—, ello no nos sugiere la idea de una intri-gante política. Sus ambiciones debían de ser muyotras y de carácter más femenil.

No parece que fuese muy bella. Frágil y menudade cuerpo, semejaba un carboncillo encendido por morde la piel, el pelo y los negrísimos ojos. Mas, comotodos los carboncillos encendidos, ardía ante cualquie-ra que se le acercase. Tenía, en suma, aquello quehoy se llama sex-appeal y aquella falta de cerebro y

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de sensatez que en las mujeres y los niños constituyeuna fascinación irresistible. Ella misma se proclamaba«una cabecita casquivana» y reconocía tener «un cora-zón infantil». Y aun esto no nos permite verla comouna Aspasia o una Cornelia.

Más que la política fue sin duda la moralidad loque aconsejó a Pitaco determinarse a confinarla enla vecina ciudad de Pirra. El dictador era, comotodos los dictadores, austero, y Safo debía de habercometido algún estropicio, no obstante la digna y va-gamente retórica respuesta que había dado a Alceo,quien le escribió una carta galante, lamentando queel pudor le impidiese decirle lo que quería decirle. «Situs deseos, Alceo, fuesen puros y nobles y tu len-gua adecuada para expresarlos, ningún recato te impe-diría hacerlo.» Pero se trataba de literatura, entre dosque sabían que sus escritos llegarían a la posteridad.Pues Alceo, en realidad, de recato tenía poco. Y Safo,ninguno. Él compuso aún algunos versos más en ho-nor de ella, que no le contestó. Y todo acabó ahí. Porlo demás, los poetas no suelen casarse entre sí. Selimitan a odiarse de lejos.

Apenas había regresado del exilio en Pirra, cuandoPitaco la echó, de nuevo, esta vez a Sicilia. Pero aquícasó con un industrial rico, como sucede a las «divas»de todos los tiempos, que eligen por marido a un ca-ballero millonario. Y tuvo una niña; «que no cambia-ría —escribió— por toda la Lidia y ni siquiera por laadorable Lesbos». El industrial, después de habérseladado, cumplió también con el postrero de sus deberesde buen marido: la dejó viuda y dueña de toda suhacienda. «Necesito del lujo como del sol», recono-ció ella lealmente. Y volvió a gozar de uno y otroen Lesbos, adonde después de cinco años de confina-miento pudo regresar rica y sin compromisos con-yugales.

Disfrutó de ello ampliamente a lo que parece. Pri-meramente; además de la hijita, dedicóse con mater-nal afecto al hermanito Carasso. Mas éste la decep-cionó enamorándose de una cortesana egipcia. Safo,emotiva y mujer que era, tuvo un ataque de celos,le arañó y no quiso volver a verle. Después instituyóun colegio para muchachas en el que se inscribierondesde el principio todas las de la mejor sociedad deMitilene. Ella las llamaba «hetairas», o sea, «compa-ñeras», les enseñaba música, poesía y danza, y fue,

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según parece, una maestra incomparable. Pero luegocomenzaron a cundir extraños rumores sobre, las cos-tumbres que ella introdujo en aquella escuela. Y undía los padres de una hetaira llamada Atti acudieron,con el rostro ensombrecido a llevarse a su hijita, queera justamente la preferida de la maestra.

Esta desdicha de Safo fue, para la poesía, una gransuerte, pues el dolor de la separación inspiró a la poe-tisa algunos de los mejores versos de la lírica detodos los tiempos. El Adiós a Atti sigue siendo unmodelo por la sinceridad de la inspiración y la so-briedad de la forma, y demuestra que —desgracia-damente— para la buena poesía no son necesariosen absoluto los buenos sentimientos. En su «agridulcetormento», como ella lo llamó, cada cual puede re-conocer los propios.

Como sucede con frecuencia a las pecadoras, Safotuvo una vejez muy decorosa y casi edificante. Se-gún una leyenda, creída y recogida hasta por Ovidio,ella recomenzó a amar a los hombres, perdió la cabezapor el marino Faón y, no correspondida por éste,se mató precipitándose desde un peñón de Léucade.Pero parece ser que la heroína de esta tragedia fueotra Safo, una cortesana. Un fragmento de sus pro-sas, descubierto en Egipto, nos la presenta en cam-bio muy diferente y serenamente resignada. Es surespuesta a una petición de matrimonio: «Si mi pe-cho pudiese aún dar jugo y mi regazo frutos, me enca-minaría sin temblar hacia un nuevo tálamo. Pero elamor ha grabado ya demasiadas arrugas en mi piely el amor ya no me acosa más con la fusta de susexquisitas penas.» Y en otra frase, difundida a lossiglos; «Irremediablemente, como la noche estrelladasigue al rosado ocaso, la muerte sigue a toda cosaviviente, y al final la arrebata.»

Por razones morales la posteridad fue severa paracon Safo. Hace novecientos años, la Iglesia condenó ala hoguera su obra, reunida en nueve volúmenes. Fuepor casualidad, a fines del siglo pasado, que dosarqueólogos ingleses descubrieron en Oxicorrinco al-gunos sarcófagos envueltos en tiras de pergamino, enuna de las cuales eran aún legibles seiscientos versosde Safo.

Es todo lo que nos queda de ella, pero basta paracatalogarla entre los más grandes poetas, acaso elmás grande, del siglo VI, como por los demás la con-

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sideraron unánimemente sus contemporáneos y, lo quees más extraño, hasta sus rivales. Entre estos últimoslos había de buena calidad, como Mimnermo. Peroacaso el único que puede parangonársele fue Anacreon-te, excelente artesano de la rima, pero carente del apa-sionamiento y del ímpetu lírico que constituyen el he-chizo de Safo. Anacreonte era un poeta de la Corte, aquien le agradaba estar entre señores y hacerse man-tener. Nació en Teo y cuidó sobre todo de vivir bien.Lo consiguió, pues vivió hasta los ochenta y cincoaños, y seguramente hubiese llegado a los cien siun gajo de uvas no se le hubiese atragantado, aho-gándole. Para evitarse disgustos no se comprometiójamás en nada: ni en política, ni en amor. Peroprecisamente esto impide a su poesía meterse dentrode la piel de sus lectores. Está magníficamente cons-truida desde el punto de vista métrico. Y ha constitui-do un modelo: precisamente el de las odas «anacreón-ticas». Mas a diferencia de Safo, que pagó con excesotoda inspiración con goces y tormentos extenuado-res, para Anacreonte la poesía fue sobre todo, sino únicamente, un oficio. Como Vincenzo Monti, es-cribía con facilidad, comía con apetito, bebía en abun-dancia y no tenía problemas sentimentales ni casosde conciencia.

Dícese que de viejo se enamoró en serio y queaprendió a conocer el sufrimiento de los celos. Peroera ya demasiado tarde para renovar en él su musaligera, cuyo egoísmo le había impedido el calar hondoen los sentimientos humanos.

CAPÍTULO XIII

LICURGO

Quien desde la costa remonta el Peloponeso haciael Norte, halla en un punto determinado el valle deLacedemonia, o Laconia, engarzado entre montañas

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tan impenetrables que su capital, Esparta, jamás tuvonecesidad de construir murallas para defenderse. Do-mina a todos los demás el pico nevado del Taigeto, dedonde se precipita, hervoroso, el torrente Eurotas.

Esparta quiere decir «la esparcida», y hoy tendrámás o menos cinco mil habitantes. Fue llamada asíporque fue el resultado de la fusión de cinco pobla-dos que entre todos contarían unos cincuenta mil ha-bitantes. Esta fusión no fue espontánea. La impusie-ron a la fuerza los conquistadores dorios, cuando ba-jaron del Norte en seguimiento de sus reyes heráclidas.Éstos dominaban desde las montañas circundantes elPeloponeso, e iniciaron su conquista atacando Mese-ne. Pausanias cuenta que el rey de la ciudad, Aris-todemo, corrió a Delfos para consultar al oráculosobre la manera de salir de aquel apuro. Apolo le sugi-rió que sacrificara su hija a los dioses. Aristodemo,que seguramente tenía en sus venas un poco de san-gre napolitana, dijo que sí, pero en el último momen-to, a escondidas, puso en lugar de su hija a otramuchacha, esperando que los dioses no lo notarían.Luego fue a la guerra y quedó derrotado. Cincuentaaños después, su sucesor Aristómenes se rebeló contrael yugo. Perdió vida y trono y sus súbditos la libertad.Éstos fueron equiparados a los indígenas de Esparta,que se llamaban «ilotas», y que a su vez estaban equi-parados a los esclavos, los cuales debían entregar,gratis, a los ciudadanos la mitad de sus rentas y co-sechas. Sobre esa masa de desheredados, que entre laciudad y el campo sumaban cerca de trescientas milalmas, incluyeron los «periecos», que eran los ciu-dadanos libres pero privados de derechos políticos, so-brenadaba la minoría guerrera de los treinta mil con-quistadores dorios, únicos que gozaban de los dere-chos de ciudadanía y que ejercitaban los políticos. Eranatural que éstos hicieran por manera de cortar elpaso a las ideas progresistas de justicia social parano perder sus privilegios patronales. Las montañasque circundaban el valle les ayudaron, al dificultarlos contactos con las otras ciudades, y especialmentedonde la democracia triunfaba. Licurgo añadió a aque-llas ideas un conjunto de leyes que petrificaban la so-ciedad en sus dos estratos de siervos y amos.

No se sabe si Licurgo ha existido efectivamente ja-más. Los que lo creen, conforme a los testimonios delos antiguos historiadores griegos, dudan respecto a

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las fechas. Algunos creen que vivió novecientos añosantes de Jesucristo; otros ochocientos; otros sete-cientos, y otros, seiscientos, que es lo más probable.No era un rey. Era tío y tutor del joven soberano Ca-rilao. Dícese que fue a buscar el modelo de su fa-mosa Constitución a Creta, y que para hacerla acep-tar por sus compatriotas contó, a su regreso, que fueel oráculo de Delfos en persona quien se la sugirióen nombre de los dioses. Ésta imponía una disciplinatan severa y sacrificios tan grandes, que no todos semostraban dispuestos a aceptarla. Un joven de la aris-tocracia, Alcandro, enfurecióse hasta tal punto al dis-cutirla, que le tiró una piedra a Licurgo y le dio en unojo. Plutarco cuenta que, por sustraer el culpable al fu-ror de los circunstantes, Licurgo se lo hizo entregar yque por todo castigo se lo llevó a cenar consigo. Y en-tonces, entre plato y plato, mientras se ponía com-presas sobre el ojo lastimado, explicó a su agresorcómo y por qué se proponía dar a Esparta leyes tanduras. Alcandro quedó convencido y, admirado por lagenerosidad y la cortesía de Licurgo, convirtióse enuno de los más celosos propagandistas de sus ideas.

Alguien sostiene que las leyes de Licurgo no fueronescritas jamás. De todos modos, fueron observadashasta que se volvieron consuetudinarias y formaronlas costumbres de aquel pueblo. Su autor reconocíaque su esencia era «el desprecio de lo cómodo y de loagradable» y, para hacerlas aprobar, propuso unplazo, obligándose sus conciudadanos a mantenerlasen vigor hasta el día siguiente de su retorno. Eldía siguiente partió a Delfos, se encerró en el temploy se dejó morir de hambre. Así las leyes no fueronjamás derogadas y se tornaron consuetudinarias.

Según ellas, los reyes debían sentarse por parejasen el trono de modo que uno pudiese vigilar al otro,y que la rivalidad entre ambos la aprovechase el Sena-do para erigirse en arbitro de la situación. El Se-nado se componía de veintiocho miembros, todos demás de sesenta años. Cuando alguno moría (y, dadala edad, debía de suceder a menudo), los candidatosa la sucesión desfilaban en fila india por la sala. Elque recibía más aplausos quedaba elegido, así comoen las discusiones ganaba la proposición el que sabíagritar con voz más potente.

Debajo del Senado estaba la Asamblea, una especiede Cámara de Diputados, abierta a todos los ciu-

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dadanos de treinta años para arriba. Ésta nombraba,previa aprobación del Senado, a los cinco éforos, o mi-nistros, para la aplicación de las leyes. En esa divisiónde poderes, Esparta no difería sustancialmente de losotros Estados de la Antigüedad. Pero lo que le dioaquel carácter que, de entonces acá se ha llamado «es-partano», fueron la regla ascética y los criterios dedisciplina militar que, por voluntad de Licurgo, impri-mieron la vida y sobre todo la educación de los jó-venes.

Esparta no tenía un ejército; lo era. Además, sushabitantes eran tan sólo súbditos y no tenían derechoa ejercer la industria ni el comercio porque debíanreservarse sólo para la política y la guerra, no cono-cieron nunca el oro ni la plata porque estaba prohibi-do importarlos, y hasta sus monedas fueron solamen-te de hierro. Una comisión gubernamental examina-ba a los recién nacidos y mandaba arrojar a los cortosde talla desde un pico del Taigeto, haciendo dormira los demás al raso, aun en invierno, de modo que sólolos más robustos sobreviviesen. Se tenía libertad deelegir mujer. Pero quien se casaba con una poco aptapara la reproducción, pagaba una multa, como le suce-dió incluso a un rey, Arquidamo. El marido estabaobligado a tolerar la infidelidad si la adúltera la co-metía con un hombre más alto y fuerte que él: Licurgohabía dicho que en estos casos los celos eran ridículose inmorales.

A los siete años el niño era arrancado a la familiay entraba en el colegio militar, a costa del Estado.En cada' clase se nombraba paidónomo —o, comodirían los alemanes, Führer— al más valeroso, osea al que había zurrado más y mejor a sus compa-ñeros, resistido mejor las desolladuras y los latiga-zos de los instructores, y más brillantemente soporta-do las noches en el chiquero. A los alumnos se les en-señaba a leer y escribir, pero nada más. La únicaevasión era el canto. Pero estaba prohibido el indi-vidual, admitiéndose tan sólo el coro, que consolidabala disciplina. Los coros son un signo característico delas sociedades militares y guerreras: a coro can-tan los alemanes y los rusos, en tanto que france-ses e italianos- cantan cada cual por su cuenta. Es-parta amaba la música como la amaba la Prusia delsiglo pasado. Y dado que la educación que daba asus jóvenes no permitía desarrollar entre ellos a mu-

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sicógrafos, los importaba del extranjero, como hace-mos nosotros con los futbolistas. El más célebre, Ter-pandro, fue llevado a Lesbos, y recibió tal nombre, quesignifica «deleitador de hombres», porque compusohimnos patrióticos donde nadie podía cantar un solo.

Hasta los reyes, que participaban en los cantos,tenían que atenerse a su parte y basta. Y uno deellos que quiso lanzar un do de pecho fue multado.Después de Terpandro vino Timoteo, que trató deperfeccionar la lira aumentando las cuerdas de sietea once. Los éforos, que no querían novedades en nin-gún terreno, ni en el musical, se lo prohibieron.

El espartano seguía viviendo militarmente bajo tien-das o en barracas hasta los treinta años, sin conocercamas ni otras comodidades caseras. Se lavaba poco,ignoraba la existencia del jabón y de los ungüentos, ytenía que procurarse la comida por sus propios me-dios, robando, pero sin que le descubrieran, porqueen tal caso era duramente castigado. Si después deveintitrés años de esa vida no había muerto aún, podíavolver a su casa y tomar esposa. Las chicas que aguar-daban no tenían secretos que esconderles porque esta-ban obligadas a contender desnudas en las palestras,de modo que todos podían escoger la más florida ysana. El celibato era un delito. Se castigaba obligan-do a quien caía en él a la desnudez hasta en invier-no y al canto de un himno en el que reconocía haberdesobedecido la ley.

Hasta los sesenta años se comía a la mesa pú-blica, donde la dieta era rigurosa. Quien engordabahasta rebasar un límite, era confinado. Todo lujo eraconsiderado como un ultraje a la sociedad. El reyCleómenes mandó repatriarse a un embajador en Sa-mos porque usaba vajilla de oro. Nadie podía ir alextranjero sin un permiso del Gobierno, muy difícilde conseguir. Como todos los Estados totalitarios derégimen policial, también Esparta tuvo su «telónde acero». Detrás de éste vivían trescientos mil sier-vos de treinta mil esclavos. Un sibarita que estuvo devisita, exclamó: «Apuesto a que los espartanos sonsoldados valerosos. Llevando esta vida, ¿qué miedopueden tenerle a la muerte?»

Esparta ha tenido y sigue teniendo numerosos en-salzadores: especialmente los filósofos, desde Platónacá, que aspiran al Estado omnipotente y predicanel sacrificio del individuo a la colectividad, han su-

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frido su fascinación. Por «virtud» los espartanos en-tendían, en efecto, la total sumisión a las leyes eintereses de la patria. Cuando iban a la guerra susmamas les acompañaban cantando un estribillo:«Vuelve con el escudo o encima de él.» Porque elescudo era tan pesado que, para huir, había que tirar-lo, y en caso de muerte servía de ataúd.

Ciertamente, fue una formidable potencia militarque durante siglos hizo temblar de miedo a los veci-nos. Toda Grecia puso unos ojos como platos cuandose enteró de que el pequeño ejército de Epaminondasla había derrotado. Parecía imposible que hombres quelo habían sacrificado todo a la fuerza, pudieran servencidos por la fuerza. Un poco menos imposible, esmás, totalmente normal, pareció el hecho de que, per-dido el ejército, en Esparta no quedase nada más. Lafuerza centrípeta de su sociedad y sus costumbresheroicas la mantuvieron en pie más tiempo que aAtenas. Pero las leyes que se habían dado no le per-mitían ninguna evolución. Hoy, quien vaya a visi-tarla, no halla más que un villorrio sin carácter decinco mil almas, en cuyo pobrísimo Museo no hayun resto de estatuas ni un pedazo de columna queatestigüen la existencia de una civilización espartana.

Habría que mandar a visitarla a todos los discí-pulos de Hitler y de Stalin, los cuales fueron a suvez modestos imitadores de Licurgo, verdadero jefede escuela de los totalitarios y el más respetable detodos, porque el sacrificio del individuo a la colec-tividad no tan sólo lo predicó: lo puso en prácticadando el ejemplo.

CAPÍTULO XIV

SOLÓN

El Ática es —como lo era también hace tres milaños— una de las más pequeñas y más pobres re-giones de Grecia. Toda ella son colinas pedregosas,como el Carso, sólo tiene bueno el aire, terso y lumi-noso. Pero en aquellos tiempos también el aire estaba

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enfermo de paludismo. De suerte que sus únicos atrac-tivos eran los puertos naturales, adecuados para elcomercio. Nacieron de ellos en cada ensenada por ini-ciativa de aquel pueblo pelasgo, típicamente medite-rráneo, con el que se mezclaron, tras la caída de Mice-nas, los aqueos jónicos huyendo del Peloponeso yBeocia, ante los invasores dorios, que el Ática siem-pre odió y rechazó.

Según la tradición, fue el rey Teseo quien, veteranosuperviviente de la empresa del Minotuaro, unificóaquellos poblados dispersos en una sola ciudad, Ate-nas, que por esto tuvo un nombre plural y cada añocelebraba fiestas en honor de la diosa Sinacia (quequiere decir literalmente «unión de las casas»). Laciudad empezó a desarrollarse a una decena de kiló-metros del mar de El Pireo, entre las colinas de Hi-meto y del Pentélico y a la sombra de la acrópolisfundada por los aqueos de Micenas, donde los habitan-tes podían hallar refugio en caso de ataque. Del delos dorios la salvó otro rey, Codro, inmolándose.

Muerto éste, y disipado de momento el peligro, losatenienses dijeron que no había disponible otro hom-bre de tales cualidades que pudiera sustituirle, abo-lieron la monarquía y proclamaron la república, entie-sando el poder a un presidente, que se llamó arconte.elegido de por vida. Luego encontraron demasiado lar-go este plazo y lo redujeron a diez años, para final-mente dividir las atribuciones entre nueve arconteselegidos por un año. Había el arconte basileo que teníalas funciones de papa, el polemarca que era el coman-dante en jefe del Ejército, el epónimo que redactabael calendario y daba el nombre al año, etc.

Esta Constitución correspondía a la estructura dela sociedad, dominada por una aristocracia heredita-ria, la de los eupátridas, que quiere decir «bien naci-dos», o patricios. Éstos tenían el monopolio del podery lo ejercían sobre una población dividida en tresrangos o clases: los que por el hecho de poseer uncaballo se llamaban hippes o caballeros, como talesse alistaban en el Ejército y correspondían a la altaburguesía; los que poseían un par de bueyes y con suscarros formaban las tropas acorazadas blindadas ylos asalariados que no tenían nada y en la guerra cons-tituían la infantería. Ciudadanos lo eran tan sólo lospertenecientes a los dos primeros rangos, como tam-bién sucedía en la antigua Roma, donde por populus

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se entendía solamente patricios y caballeros. El siste-ma feudal produjo sus deletéreas consecuencias, res-tringiendo cada vez más la riqueza en manos de pocosprivilegiados y haciendo cada vez más desesperadauna plebe día a día más numerosa. En el siglo VII,el arconte tesmotetes, o sea legislador, Dracón, intentóponer remedio a ello con leyes que hicieron de sunombre un sinónimo de «severidad». Pero Dracón fuedraconiano solamente por los castigos con que con-minaba a los transgresores. Pues en cuanto al resto,sus leyes no cambiaban nada; al revés, petrificabanel orden existente, basado sobre injusticias, y deja-ban el poder en manos del areópago, o sea el Senado,compuesto sólo de eupátridas.

Eupátrida era el mismo Solón, y hasta de sangrereal porque descendía de Codro, quien a su vez se de-cía que era descendiente del dios Poseidón. De jovenfue tan sólo un hijo de familia; en vez de trabajar sedivertía escribiendo poesías —que por lo demás debíande ser más bien malas— y pasaba el tiempo entrejovenzuelos y chicas de costumbres fáciles, enamorán-dose imparcialmente de unos y de otras. Pero a un mo-mento dado papá cesó de darle cuartos porque habíaperdido los suyos en negocios arriesgados. Y entoncesSolón sentó cabeza de pronto, enderezó la desfallecien-te hacienda y en pocos años consiguió un gran patri-monio y una sólida reputación de sagacidad y honra-dez. Estaba al margen de la política. Tanto, que ha-biendo estallado en aquel período una revolución, no-quiso participar en ella ni a favor ni en contra del Go-bierno. Acaso porque hubiera tenido que elegir entreuna traición a su clase y una complicidad con su po-derío.

Esto no impidió a la clase media de Atenas desig-narle candidato a una elección de arconte epónimo.Habiéndole conocido en los negocios, aquellos artesa-nos y comerciantes le estimaban y veían en él al úni-co eupátrida que pudiese arrancar el consentimientodel Areópago para las necesarias reformas sociales.Solón, que tenía entonces cuarenta y cinco años, fueelegido, abolió la esclavitud libertando a los que ha-bían caído en ella por deudas, que fueron canceladas,y devaluó la moneda, cuya unidad se llamaba dracma,a fin de facilitar los pagos de aquéllos incluso en elfuturo.

Era una auténtica revolución que hacía perder un

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montón de dinero a los acreedores, todos ellos de lasclases altas y conservadoras. Solamente Plutarco,al contar la historia aquélla muchos años después,dijo con su habitual candor que, desvalorizando lamoneda, Solón había favorecido a los deudores sinperjudicar a los acreedores porque éstos recibían, enel fondo la misma cantidad de dracmas que habíanprestado. Lo que nos demuestra cuánto entendía deeconomía el ilustre historiador.

Pero la gran revolución de Solón fue la de subdi-vidir la población según el censo. Todos los ciudadanoseran libres y sujetos a las mismas leyes. Pero susderechos políticos variaban según los impuestos quecada uno pagase. Era el fisco, no ya los blasones,lo que les graduaba, y esto era progresivo como lo eshoy en todos los países civilizados. Quien más con-tribuía al erario, más años había de servir en el Ejér-cito, y más altos puestos de mando le incumbían enla paz y en la guerra. O sea, que el privilegio eramedido con el metro del servicio que cada cual ren-día a la colectividad.

Dividida así en cuatro clases de ciudadanos, Atenasse convirtió en una democracia que sirvió de modeloa todas las demás ciudades. De la primera clase seextraían los miembros del Areópago y los arcontes,que eran elegidos, empero, por la asamblea en la quese reunían todos los ciudadanos. Ésta podía someter aexpediente a cualquier funcionario y ejercía de tribu-nal de casación para todos los veredictos de los tri-bunales inferiores, que a su vez eran emitidos porjurados elegidos entre seis mil ciudadanos de buenaconducta procedentes de todas las clases.

Pero Solón reformó también el código moral, cali-ficando el ocio de crimen y condenando a la pérdidade la ciudadanía a quienes en las revoluciones per-manecían neutrales, como él mismo hiciera muchosaños antes. Algunos se sorprendieron de que legali-zase la prostitución. Él contestó que la virtud consis-tía, no en abolir el pecado, sino en mantenerlo ensu sede; prescribió una ligera multa para quien sedu-cía a la mujer ajena, y se negó a infligir penas alos célibes; «Pues —dijo—, todo sumado, una esposaes un buen fastidio.»

En estos detalles está todo el carácter del hombreque amaba la justicia, pero sin acritudes moralizado-ras y con mucha indulgencia para las debilidades de

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sus semejantes. A diferencia de Licurgo en Espartay de Numa en Roma, no pretendió en absoluto haberrecibido de Dios el texto de aquellas leyes, y aceptótodas las críticas que le fueron dirigidas. Cuando Ana-carsis, que aunque amigo suyo le asaeteaba con sussarcasmos, le preguntó si las consideraba como lasmejores en sentido absoluto, Solón contestó: «No, so-lamente las mejores en sentido ateniense.»

Su fuerza de persuasión y su capacidad diplomáticadebieron de ser inmensas para permitirle imponer,aquel código hasta a quienes lesionaba sus intereses ypara mantenerse en el cargo veintidós años, consecuti-vos. Pero cuando le ofrecieron quedárselo de por viday con plenos poderes, declinó: «Pues —dijo— la dicta-dura es uno de esos sillones de los que no se logra ba-jar vivo.» Retiróse a los sesenta y cinco años, en 572.«Ya es hora —dijo—, que me ponga a estudiar algo.»Y habiendo recabado a sus conciudadanos la pro-mesa de que no cambiarían de leyes durante diezaños, partió para Oriente. Heródoto y Plutarco cuen-tan que en Lidia fue invitado por Creso, quien le pre-guntó si le consideraba entre los hombres felices.Solón le contestó; «Nosotros los griegos. Majestad,hemos recibido de Dios una sabiduría demasiado ca-sera y limitada para poder prever qué ocurrirá ma-ñana y proclamar feliz a un hombre todavía empeñadoen su batalla.»

El rey diplomático permanecía tal frente al rey.Pero eso no quita que fuese sincero cuando hablaba de«sabiduría casera y limitada» e identificaba el geniogriego, o por lo menos el ateniense, en la concienciade estos límites. Toda su vida demuestra que él latuvo clarísima, y a esto se debe su éxito personal y elde su reforma, de la cual cinco siglos después Cice-rón pudo comprobar la supervivencia en aquella du-dad decadente, donde la democracia había degeneradoen una continua reyerta. Cuando le preguntaron enqué consistía, según él el orden, respondió: «En elhecho de que el pueblo obedezca a los gobernantes,y que los gobernantes obedezcan a las leyes.»

Volvió a la patria viejísimo, después de haber apren-dido un montón de cosas, de entre las cuales la quemás le había impresionado era la historia, que le con-taran en Heliópolis, de la Atlántida, el continente su-mergido. No hacía sino volverla a contar a todos casicomo una monomanía, como a menudo les sucede

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a los ancianos, y sus conciudadanos, un poco aburri-dos, se sonreían. Nos agrada pensar que fuese un pocochocho cuando comenzaron las agitaciones, el pueblodejó de obedecer a los gobernantes y los gobernantesdejaron de obedecer a las leyes. De lo contrario élhubiera debido deducir que las leyes sirven de poco,o sea reconocer la inutilidad de su obra.

Solón fue inscrito por sus contemporáneos en lalista de los Siete Sabios, que era un poco el PremioNobel de la época, pero mucho más serio. Y si se lequisiese atribuir un lema, habría que elegir aquel queél mismo hizo grabar en el frontón del templo de Apo-lo: meden agan, que quiere decir: «sin excesos».

CAPÍTULO XV

PISÍSTRATO

La democracia que Solón había introducido en Ate-nas se había articulado en tres partidos, cuyas luchaspronto demostraron cuan difícil es practicarla. Habíael de la «Llanura», conservador, o sea de derechas,donde iban a parar los latifundistas eupátridas, o seaaristócratas. El de la «Costa», porque estaba domina-do por los ricos mercaderes y armadores y agrupabala pequeña y alta burguesía. Y por fin, había el par-tido de la «Montaña», o sea del proletariado urbanoy campesino.

Un día el jefe de estos últimos se presentó en elAreópago, alzó un pico de su toga, mostró una heridaa los circunstantes diciendo que los enemigos del pue-blo se la habfan infligido con el propósito de asesinar-le, y pidió que se le permitiera contratar una banda decincuenta hombres armados para defenderse.

La pretensión era revolucionaria, pues en aquellaciudad sin ejército permanente ni fuerzas de policía,la ley prohibía a todos tener una guardia de corps

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privada, con las que hubiera sido fácil a cualquieraimponerse sobre un pueblo inerme. Fue llamado Solón,quien acudió. A pesar de ser viejo, comprendió enseguida de lo que se trataba y previno a los circuns-tantes: «Escuchadme bien, atenienses: yo soy más sa-bio que muchos de vosotros, y más valeroso que mu-chos otros. Soy más sabio que los que no ven la mali-cia de este hombre y sus fines ocultos; y más valerosoque los que, aun viéndola, fingen no verla por evitar-se líos y vivir en paz.» Y, notando que no le hacíancaso, añadió, indignado: «Siempre sois iguales: cadauno de vosotros, individualmente, obra con la astuciade una zorra. Pero colectivamente sois una bandadade gansos.»

Al gran anciano, que veía en peligro toda su refor-ma le era fácil comprender los planes de aquel tri-buno, que se llamaba Pisístrato. Pues éste era primosuyo, y Solón había aprendido a medirle, desde pe-queño, la sagacidad, la ambición y la falta de escrú-pulos. Desgraciadamente, además de la «Montaña»,Solón tenía también en contra la «Llanura», dominadapor aquellos aristócratas retrógrados y santurronesa los que él había suprimido el monopolio del poder.Apesadumbrado y desilusionado, se encerró en su casa,atrancando la puerta en la que colgó, como se usabaentonces, las armas y el escudo, para significar que seretiraba de la política.

También Pisístrato era aristócrata y de familia rica.Pero había comprendido que la democracia, una vezinstaurada, es irreversible y va siempre hacia la iz-quierda. Por lo que hacía tiempo que cifraba sus ambi-ciones en el proletariado, habiéndose puesto al frentede él con ese espíritu demagógico y ese cinismo quees lo que precisamente prefiere el proletariado. Su pe-tición fue aprobada. Pisístrato, en vez de cincuentahombres, enroló y armó a cuatrocientos, se adueñó dela Acrópolis, y proclamó la dictadura. En nombre ypara bien del pueblo, claro está, como todas las dic-taduras.

La «Costa», o sea las clases burguesas, que hastaaquel momento le habían apoyado, se asustaron, secoaligaron con la «Llanura», derribaron al tirano y leobligaron a huir. Pero Pisístrato volvió pronto al ata-que. Heródoto cuenta que un día del año 550, se pre-sentó a las puertas de la capital un imponente carrocon guirnaldas de flores, en el cual sentábase majes-

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tilosamente una bellísima mujer con las armas y elescudo de Palas Atenea, protectora de la ciudad. Na-turalmente, la acogieron con aplausos y hosannas.Y cuando los heraldos que precedían al vehículo anun-ciaron que la diosa había venido personalmente pararestaurar a Pisístrato, el pueblo se inclinó. Y Pisís-trato compareció al frente de sus hombres que habíanpermanecido ocultos entre el cortejo.

¿Fue la rabia de haberse dejado engañar con unaestratagema tan burda lo que impelió a los burguesesde la «Costa», a coaligarse con los barones de la«Llanura» contra el dictador de ascendencia aristo-crática, pero de ideas progresistas? No se sabe. Sábesesolamente que la coalición se hizo y se llevó la mejorparte, volviendo a arrojar al exilio a Pisístrato. Peroéste no era hombre para aceptar la derrota. Tres añosdespués del segundo derrocamiento, o sea en 546, heleaquí de nuevo con sus hombres a las puertas de unaciudad que, evidentemente, no había encontrado de sugusto la restauración del antiguo régimen y que selas abrió sin resistencia. Pisístrato volvió a ser dic-tador, y siguió siéndolo, casi sin molestias, durantediecinueve años, o sea hasta su muerte.

Este curioso y complejo personaje parece creadoaposta por la Historia para confundir las ideas a todosaquellos que creen tenerlas clarísimas y que, basán-dose en ellas, han decidido que la democracia es siem-pre una fortuna, y que la dictadura es siempre unadesgracia. Apenas se lo volvieron a encontrar enci-ma, todos sus enemigos —que seguían siendo mu-chos— temblaron ante la idea de una purga. En cam-bio, Pisístrato, que durante la lucha había sabidodar la cara, en la victoria derrochó generosidad. Sedesembarazó rápidamente, confinándoles, tan sólo deaquellos que se encarnizaban en una aversión irre-ductible; mas para los demás hubo indulgencia ple-naria. Todos esperaban que modificase la Constitu-ción de Solón para dar una base jurídica al propiopoder personal; y, en cambio, los retoques fueron esca-sos y superficiales. Nada de régimen policial, nadade denuncias, nada de «leyes especiales», nada de «cul-to de la personalidad». Pisístrato quiso elecciones li-bres, aceptó a los arcontes que el voto popular designóy se sometió al control del Senado y de la Asamblea.Y cuando un particular le acusó de asesinato, se que-relló simplemente ante un tribunal común. Ganó la

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causa porque el adversario no se presentó. Pero lacontumacia fue sugerida a ésta por el conocimientode sostener una tesis impopular. Pues la inmensa ma-yoría de atenienses, tras haberle hostigado y tenidopor sospechoso mucho tiempo, se habían vuelto since-ramente afectos a Pisístrato, que poseía un arma for-midable: la simpatía.

Le llamaban tirano, pero la palabra no tenía enaquellos tiempos el amenazador y peyorativo signifi-cado que tiene en el nuestro. Venía de tirra, que quie-re decir fortaleza, pero también era el nombre de lacapital de Lidia, donde el rey Giges había establecidoprecisamente un clásico régimen dictatorial. El tiranoPisístrato era un hombre cordial que, eso sí, hacíalo que quería, pero después de haber convencido a losdemás de que lo que él quería era lo que ellos que-rían también. Pocos eran los que lograban oponerargumentos a sus argumentos, y eso también porqueél sabía exponerlos de la manera más persuasiva. Te-nía eso que los franceses llaman charme, conocía elarte de aliñar los discursos sobre las materias más di-fíciles con anécdotas divertidas, de atraerse a los opo-nentes sin ofenderles, es más, fingiendo darles larazón, y exponía sus tesis con llaneza, sin engreimien-to, haciéndolas comprensibles a todos. Y de estas cua-lidades se sirvió para llevar a cabo una obra fenome-nal. Su reforma agraria fue tal, que el Ática no tuvonecesidad de otra durante siglos. El latifundio quedódestruido y en su lugar surgió una miríada de culti-vadores directos que, sintiéndose propietarios, sen-tíanse también ciudadanos y, como tales, interesadosen el destino de la patria. Su política fue «producti-vística» y de pleno empleo de la mano de obra, através de grandes empresas de obras públicas queabsorbieron a los desocupados e hicieron de Atenasla verdadera capital de Grecia.

Hasta aquel momento había sido de hecho una ciu-dad como muchas otras, de segundo plano con respec--to a Mileto y Éfeso, mucho más desarrolladas desde elpunto de vista comercial, cultural y arquitectónico,tanto, que Hornero apenas habla de ella. Pisístratoempezó por el puerto, fundando astilleros que prontoconstruyeron las más modernas y poderosas naves dela época.

Había comprendido que el destino de Atenas, cir-cuida por áridas y pedregosas montañas por la par-

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te de tierra, estaba en el mar. La iniciativa, ademásde conciliarle la burguesía de la «Costa», formadaprincipalmente por armadores y mercaderes, le procu-ró el dinero para la reforma urbanística. Fueron susgeólogos los que descubrieron, en los contornos, platay mármol. Y fue con estos materiales que, en el lugarde las cabañas de adobe, se elevaron los palacios, yen la Acrópolis, el viejo templo de Atenea fue embe-llecido con el famoso peristilo dórico. Pues Pisístrato,el hombre dé hierro, era además culto y de gustosrefinados. Y, en efecto una de las primeras cosas quehizo apenas llegado al poder, fue instituir una comi-sión para la compilación y ordenamiento de la Ilíaday de la Odisea, que Homero había dejado desparra-madas en episodios fragmentarios confiados a la me-moria oral del pueblo. Y hasta qué punto la comisiónreuniera y modificara también el texto, es difícil sa-berlo.

En política exterior, Pisístrato no perdió de vistasolamente dos cosas: evitar la guerra, y dar a Atenas,sin que las demás ciudades se diesen cuenta, una po-sición de capital moral sobre Grecia, en espera de con-vertirla en capital política. Lo consiguió, a pesar delas molestias que causó a mucha gente con su flotaomnipresente y entrometida y con las «colonias» quefundó un poco en todas partes, en casa ajena, peroespecialmente en los Dardanelos. Escultores, arquitec-tos y poetas acudieron a Atenas también porque reco-nocían en Pisístrato a un intelectual como ellos. Y losjuegos «panhelénicos» que él instituyó en la ciudadse convirtieron en motivo de encuentro no sólo paralos atletas, sino también para los hombres políticosde toda Grecia. Pero más lejos no se llegó. Celosocada uno de la propia «patria chica», representada poruna ciudad sola y sus aledaños, eran constitucional-mente refractarios a concebir otra más grande.

Pisístrato vio los inconvenientes, pero tuvo el buensentido de no forzar con la violencia una unidad an-tinatural. Como Renan, creía que una nación se fundapor el deseo de sus habitantes de vivir juntos; y quecuando este deseo falta, no hay política que puedasustituirlo. Fue un gran hombre. Su dictadura, pre-sentada como la negación de la Constitución de Solón,le procuró en cambio el medio de llevar a cabo suobra y de resistir a las pruebas posteriores. El tiranosupo rehuir todas las tentaciones del poder abso-

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luto, menos una: la de dejar el «cargo» en herenciaa sus hijos Hipias e Hiparco. El amor paternal im-pidióle ver con su habitual claridad que los totali-tarismos no tienen herederos y que el suyo se justi-ficaba solamente como una excepción a la democracia,para asegurar el orden y la estabilidad. Lástima.

CAPÍTUIO XVI

LOS PERSAS A LA VISTA

Pisístrato había muerto en el 527 antes de Jesucris-to. Veintiún años después, o sea en 506, hallamos auno de sus dos hijos, designados por él para suceder-le, Hipias, en la Corte del rey de Persia, Darío, para.sugerirle la idea de declarar la guerra a Atenas y aGrecia entera. Los grandes hombres no deberían dejarnunca viudas ni herederos. Son peligrosísimos.

Este Hipias no había debutado mal, después que supadre hubo sido depositado en la fosa. Era un mozal-bete despierto que, a fuerza de estar junto al papá,había aprendido muchas de sus triquiñuelas, y se ha-bía apasionado por la política, a diferencia de suhermano Hiparco que, en cambio tan sólo se intere-saba por el amor y la poesía, de modo que entre am-bos ni siquiera había rivalidades peligrosas. Y, sinembargo, quien provocó las desventuras que conduje-ron a la caída de la dinastía fue precisamente Hi-parco.

Probablemente éste no era, en cuanto a moralidad,peor que muchos de sus coetáneos y en materia sen-timental seguía sus ideas, entre las cuales figurabala de una absoluta imparcialidad en lo que atañe alos dos sexos. Hiparco tuvo la desgracia de tropezarcon un bellísimo joven llamado Hannodio, que un_tal Aristógiton —aristócrata cuarentón, influyente yceloso— consideraba propiedad suya. Éste concibió

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la idea de desembarazarse de su rival con el puñaly, para imprimir al asesinato una etiqueta más lim-pia que lo hiciese popular, pensó en extenderlo tam-bién al hermano Hipias, haciéndolo así pasar por «de-lito político» en nombre de la libertad y contra latiranía. Organizó en ese sentido una conjura con otrosnobles latifundistas y, con ocasión de una fiesta, in-tentó el golpe, que sólo resultó bien a medias: Hi-parco dejó el pellejo en él, mientras que Hipias sesalvó. Y desde aquel momento, un poco por rencor yotro poco por miedo a otros complots, el hijo y discí-pulo de Pisístrato, dictador liberal, indulgente e ilus-trado, convirtióse en un tirano auténtico.

Los efectos de su política persecutoria no se hicie-ron esperar. Aristógiton, que había intentado el gol-pe por motivos personales y más bien sucios, y quede momento no había encontrado ningún apoyo moralen el pueblo, tardó poco, en la fantasía de la gente,indignada por los abusos de Hipias, en convertirseen un adalid de la libertad, en tanto que Harmodioadquiría la semblanza de un mártir, como si hubiesesido una muchacha inmaculada y acosada; y hastala cortesana Lena, su amante, fue aureolada de leyen-da. Decíase que, detenida y torturada por la policíapara que revelase los nombres de los cómplices, sehabía cortado la lengua de un mosdisco, escupiéndolaa la cara de sus verdugos.

El descontento del pueblo enfureció a Hipias, quea su vez enfureció al pueblo. Y cuando el divorcioentre ambos fue total, los exiliados, que mientras tan-to se habían concentrado en Delfos, armaron un ejér-cito, llamaron a los espartanos en su ayuda, y juntocon éstos marcharon contra Atenas. Hipias se refugióen la Acrópolis con sus seguidores. Mas, para ponera salvo sus hijitos, trató de hacerles expatriar secre-tamente. Los sitiadores los capturaron. Y el infelizpadre, por salvar la vida de los hijos y la suya pro-pia, capituló y marchó voluntariamente al destierro.No hay que olvidar, empero, que por sus venas corríaaún la sangre de Pisístrato, o sea de un hombre pron-to siempre a sacrificar la posición por la familia,pero jamás dispuesto a resignarse a la derrota.

El que mandaba a los rebeldes, al frente de loscuales entró en la ciudad, era Clístenes, un aristócratapor quien los demás aristócratas sentían poca simpatíaporque tenía ideas progresistas. Por lo que, como los

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vencedores eran ellos, impugnaron su candidatura paralas elecciones siguientes, y en su sitio pusieron aIságoras, un latifundista retrógrado que pretendíaque la república se volviese a tragar todas sus con-quistas sociales. Al cabo de cuatro años fue depuestopor una insurrección popular, contra la cual nada pu-dieron ni siquiera los espartanos, acudidos nuevamen-te para apuntalar un orden constituido que, a ellos,reaccionarios encallecidos, les gustaba en extremo.

Clístenes, que había capeado la revuelta, asumió elpoder y lo ejerció un poco dictatonalmente, también,pero en nombre de la democracia. Llevó a término lareforma igualitaria de Pisístrato, duplicó et númerode ciudadanos con derecho a voto, destruyó desde loscimientos algunas agrupaciones en tribus que cons-tituían la fuerza de clientela de la aristocracia y quecorrespondía un poco a nuestro colegio uninominal;e inauguró aquel sistema de autodefensa de las insti-tuciones democráticas que se llama ostracismo. Cadamiembro de la Asamblea popular, de la que formabanparte seis mil personas, o sea prácticamente todos loscabezas de familia de la ciudad, podía inscribir enuna pizarra el nombre del ciudadano que, según él,constituyese una amenaza para el Estado. Si esta anó-nima denuncia venía avalada por tres mil colegas, eldenunciado se veía mandado al destierro por diezaños sin necesidad de un proceso que testificase susculpas.

Era un principio injusto y por lo demás peligroso,pues se prestaba a toda clase de abusos. Pero losatenienses lo practicaron con moderación, si bien nosiempre atinadamente, pues en los casi cien años queestuvo en uso, fue aplicado tan sólo en diez casos. Y elcolmo de la sabiduría acaso la pusieron de manifiestohaciendo blanco de ello precisamente a quien lo habíainventado. Un día en que el presidente de la Asamblea,según el enjuiciamiento habitual, preguntó a la asis-tencia; «¿Se halla entre vosotros alguno que conside-réis peligroso para el Estado? Y si está, ¿quién es?»,muchas voces respondieron: «Clístenes.» La denunciareunió los tres mil sufragios exigidos por la ley, conlo que el inventor del ostracismo fue «ostracizado» poraquel pueblo al que había devuelto la libertad y que,con sabia ingratitud, la usó para librarse de él, quien,con muchos méritos en su haber, podía sentirse ten-tado a hacer de ellos un título para legitimar una

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nueva tiranía.No conocemos las reacciones del pobre proscrito.

Pero el hecho de que la Historia no las haya regis-trado, demuestra que fueron menos enérgicas queaquellas a las que se hubiese entregado un Pisístratoo un Hipias. Acaso Clístenes tuvo bastante lucidezpara darse cuenta de que la ingratitud, jamás excusa-ble en el plano humano, a menudo lo es en el planopolítico. Y en el hecho de que los atenienses, conver-tidos por él en partícipes de la soberanía del Estado,se mostrasen en seguida tan celosos de usarla en per-juicio suyo, vio probablemente el triunfo de su pro-pia obra y gustosamente sacrificó a ella su destinopersonal. Ya que el ostracismo no implicaba más per-secución que el exilio, nos agrada pensar que Clís-tenes vivió el tiempo suficiente para poder ver conqué heroico encarnizamiento los atenienses defendie-ron las libertades que él les había dado, cuando paraamenazarlas se perfiló, por consejo de Hipias —viejo,pero aún robusto y, a diferencia de Clístenes, inca-paz de perdón y de resignación—, el ejército daDarío.

En este punto hemos de hacer un pequeño inciso.Algo había cambiado, desgraciadamente, desde los

tiempos en que las poleis griegas podían librementeabandonarse a sus fuerzas centrífugas y separatistasporque ningún enemigo les amenazaba. Al Norte, lasbárbaras tribus ilirias, de la que habían descendidoaqueos y dorios, habían dejado de caer sobre la Héla-de. Al Sur, el poderío egipcio seguía declinando. Al Oes-te, Roma y Cartago todavía estaban en los albores.

Mas el peligro provenía del Este, donde hasta aquelmomento, sólo había existido el reino de Lidia, frutomás que nada de la diplomacia de un gran soberano:Creso, el amigo de Solón, el cual, por bien que hubieseanexionado varias islas griegas de la Jonia, era favo-rable a los griegos, de los que había absorbido lacultura. Tanto, que precisamente esto fue acaso suequivocación. Pues, ocupado y preocupado solamentepor ellos, no se fijó en la Persia que le crecía a lasespaldas; y cuando se dio cuenta del peligro, era yademasiado tarde.

El nuevo rey de aquel país, Ciro el Grande, habíaconquistado ya Babilonia y la Mesopotamia, cuando

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Creso le declaró la guerra. Pero justamente el díade la batalla hubo un eclipse de luna. Los dos ejér-citos se espantaron tanto que se negaron a combatir.Poco después, Creso fue a Delfos para consultar aloráculo. Y éste le contestó que, si lograba atravesarcon sus tropas el río Halys, destruiría un poderosoImperio. La profecía se cumplió. Creso atravesó elrío Halys, presentó batalla, y perdió un poderoso Im-perio: el suyo. Heródoto cuenta que, al capturarle,Ciro le puso sobre una parrilla para «sacrificarle a losdioses», como entonces se decía gentilmente, asado ensu punto. En aquel momento, Creso se acordó de So-lón quien, aunque con mucha diplomacia, le había ex-hortado a la prudencia, e invocó su nombre por tresveces. Ciro quiso saber quién era aquel Solón. Y unavez oída su historia, quedó tan impresionado que man-dó desatar al prisionero. Demasiado tarde, pues elfuego ya ardía. Pero algún dios misericordioso envióun buen temporal que apagó la hoguera.

Así narraba Heródoto los grandes acontecimientoshistóricos. Según él, no solamente Creso se puso asalvo, sino que se hizo amigo de Ciro y gozó todala vida de su hospitalidad. El trono, empero, no lorecuperó. Y la anexión de la Lidia permitió a Persiaasomarse el Mediterráneo, justo frente a Grecia, quese las daba de dueña con la flota ateniense.

A la sazón la corona de Ciro la ceñía Darlo, uncondottiero de ejércitos más que un verdadero hom-bre de Estado, y, como tal, propenso a calibrar la im-portancia de un Imperio por su extensión. De conquis-.ta en conquista, se había introducido ya en el conti-nente europeo, engullendo Tracia y Macedonia e ins-talándose así en la vertiente montañosa de la Greciameridional.

Los historiadores dicen que Darío había concebidoel grandioso proyecto de imponer al mundo la civiliza.ción oriental, destruyendo todos los centros de la occi-dental. Lo dudamos, porque, cuando Hipias, al refu-giarse en su Corte tras el exilio, empezó a atizarle con-tra la propia patria, Darío contestó; «Pero, ¿quiénesson esos atenienses?» Evidentemente, era la primeravez que oía hablar de ellos. No era hombre de grandesconcepciones estratégicas. Seguía una lógica militarpropia, la sencillísima de todos los generales desdeque el mundo es mundo, y, según la cual, la conquistade un país no está afirmada si no es seguida por

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la de los países limítrofes. Había sido la aplicaciónde este principio lo que le llevó a anexionarse tambiénlas islas del Egeo oriental, porque éstas amenaza-ban las costas de Asia Menor donde se había instalado.

Entre sus conquistas, hubo también la de Mileto,que soportó mal el yugo persa. Aristágoras, uno delos irredentistas más encendidos, fue a solicitar ayudade Esparta, que declinó. Era una ciudad de campesi-nos que no veían más allá de sus narices. Aristágorasse trasladó a Atenas y halló buena acogida. Los ate-nienses eran armadores y mercaderes, para los cualesel mar lo significaba todo. Las ciudades del Egeo erancasi todas colonias jonias, o sea fundadas y pobladaspor gente del Ática. Y Aristágoras era un gran ora-dor: cualidad que para los buenos gustadores de Ate-nas era muy apreciada.

Tal vez los sucesores de Clístenes no sabían conexactitud lo que, en el llamado equilibrio de fuerzasmundiales, representaba Darío. Y de todos modos,tampoco tuvieron una idea exacta de la importanciahistórica que entrañaba la decisión de atajarle el paso.Tan sólo hoy, ante los hechos consumados, podemosdecir que gracias a aquello fue posible el nacimientode Europa. Si Darío hubiese pasado entonces, el Occi-dente se habría quedado como tributario del Orientequién sabe durante cuántos siglos y con qué conse-cuencias. Pero de momento es lícito pensar que losatenienses fueron tentados solamente por la idea decontribuir al rescate de algunas ciudades que consti-tuían sus Trento y Triste. Y fue tal vez con ciertaligereza que decidieron enviar allí a una pequeña flotade veinte naves en ayuda de los insurgentes.

Acabó mal porque, en la flota de la liga jónica quese formó para la ocasión, el contingente de Samosdesertó en el momento de la batalla que se libró enaguas de Lade y que significó para los griegos unaderrota colosal. Los persas reconquistaron Mileto, ma-taron a todos sus habitantes varones y redujeron lasislas jónicas a tales condiciones que no volvieron arecobrarse nunca más. Y, con gran alegría de Hipias,declararon la guerra a Atenas.

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CAPÍTULO XVII

MILCÍADES Y ARÍSTIDES

El destino de Grecia, que muy poco después habíade desaparecer como nación por el hecho de no haberlogrado serlo, fue preanunciado por el espectáculoque ofreció en aquel año 490 antes de Jesucristo, cuan-do seiscientas naves y doscientos mil soldados persasse asomaron a sus puertas. Los Estados septentrio-nales se rindieron cada uno por su cuenta; Eubease sometió; Esparta pidió consejo a los dioses, que ledieron el de evitar los «líos». Total: que al lado deAtenas sólo formó la pequeña Platea, ciudad de segun-do orden, que mandó su modesto ejército a alinearsejunto al que con gran prisa había preparado Milcíades.

Era éste un caudillo que hubiese hecho muy bue-na figura también en la Italia del siglo XV, deesos que, cuando nacen en el momento justo, o sea enel del peligro, representan una bendición para su país.Había en él algo que recuerda a McArthur, y debíaconducirle a los mismos éxitos y a los mismos excesos.Con veinte mil hombres someramente armados, sinté-ticamente adiestrados y con escasa tradición militar,Milcíades tenía que afrontar a doscientos mil y encondiciones particularmente difíciles a causa de unreglamento que le imponía compartir los turnos demando con otros nueve generales. Los atenienses noquerían que de una guerra volviesen a casa «héroes»,dispuestos tal vez a sacar provecho de los méritosmilitares para una carrera política. Pero en determi-nados casos ciertas preocupaciones acarrean la pa-rálisis.

La gran suerte de Milcíades fue que el día de labatalla en la llanura de Maratón, el turno de mandole tocase a Arístides, el cual, reconociendo, como hom-bre honrado que era, la superior capacidad de sucolega, renunció en su favor. Milcíades había com-prendido cuál era el punto flaco de los persas; eran

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valientes soldados individualmente, pero no teníanninguna idea de la maniobra colectiva. Y sobre éstaapostó. De dar crédito a los historiadores de la época—que desgraciadamente eran todos griegos—, Daríoperdió siete mil hombres y Milcíades ni siquiera dos-cientos. No nos parece muy creíble. Pero lo cierto esque fue una gran y sorprendente victoria. Todos sa-bemos cómo el mensajero mandado a anunciarla aAtenas, Fedípides, cayó muerto, con los pulmones re-ventados, dando un ejemplo que ningún maratoniano,hasta Zatopek, ha vuelto a tener la fuerza y el valordé seguir. Mientras corría, llegaron también a Mara-tón los espartanos. Estaban sinceramente apenadospor su retraso y pidieron humildemente perdón porél a los vencedores.

Henchido de orgullo y con el pecho cubierto demedallas, Milcíades pidió setenta naves. Los atenien-ses no comprendieron qué quería hacer con ellas,pero, por gratitud, se las dieron. El general, converti-do en almirante, las condujo a Paros a cuyos habi-tantes intimó que le entregasen cien talentos, algoasí como quinientos millones de liras. He aquí lo quequiso hacer con aquella flota: cobrarse el servicio quehabía prestado a su patria, la cual se había olvidadode pagárselo. El Gobierno le reclamó, pero le impusoentregar tan sólo la mitad de lo que se había embol-sado. Milcíades no llegó a tiempo de restituirlo por-que la muerte se lo llevó, por suerte suya y de supaís. A saber cuántas cosas habría imaginado si hu-biese quedado con vida.

Sobrevivióle Arístides, cuyas vicisitudes nos demues-tran, desgraciadamente, que la honestidad en políti-ca no encuentra siempre su recompensa, y que la his-toria, como las mujeres, siente debilidad por los bri-bones.

Era el hombre hacia el cual todo el público volvióla mirada cuando una noche, en el teatro, un actordeclamó ciertos versos de Esquilo que decían: «Él nopretende parecer justo, sino serlo. Y de su ánimo nogerminan, como trigo de fértil gleba, más que sabi-duría y mesura», pues cada uno vio en esta descrip-ción su retrato. Era el hombre que no sólo habíacedido su turno de mando a Milcíades, sino que des-pués de la batalla, habiendo recibido en custodia lastiendas del enemigo, dentro de las cuales se acumu-laban cuantiosas riquezas, las había entregado intac-

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tas al Gobierno; cosa que también en aquéllos tiem-pos, como se ve, causaba gran impresión. Su recti-tud era tan universalmente reconocida que, cuandoAtenas y sus aliados convinieron en formar una liga einstituir un fondo común en Delos, fue él, por vota-ción unánime, designado para administrarlo.

No nos maravilla, porque había sido amigo y discí-pulo de Clístenes. Y había pasado la juventud com-batiendo, en nombre del orden democrático, la corrup-ción política y las malversaciones de sus funcionarios.Desgraciadamente, son cualidades que la gente admi-ra, pero no ama. Y acaso le faltaba a Arístides aqueldon de la «simpatía» que había sido la fuerza dePisístrato y le había permitido hacerse perdonar sucinismo. El hecho es que fue batido por su adversa-rio Temístocles, del que tal vez le separaba más bienuna rivalidad sentimental que una oposición ideológi-ca. Habían estado ambos perdidamente enamoradosde la misma muchacha, Estesilao de Ceo. A la sazón,ella había muerto. Pero los rencores habían sobrevi-vido, y la mala fortuna quiso que las buenas cuali-dades, entre los dos, estuviesen equitativamente re-partidas: al superior carácter de Arístides se oponíala superior inteligencia de Temístocles, orador bri-llante y hombre político de recursos inversamenteproporcionales a los escrúpulos. «No había —dice Pla-tarco de él— aprendido gran cosa, cuando los maes-tros trataron de enseñarle cómo hay que ser; perohabía aprovechado ampliamente las lecciones cuan-do le instruyeron sobre los métodos de triunfar.»

Venció él, y con escasa caballerosidad propuso elostracismo para Arístides. Era el único medio de li-brarse de semejante hombre de bien. Y no dice mu-cho a favor de los atenienses el hecho de que los tresmil votos se encontraron también en esa ocasión.Los motivos de esta desdichada medida los expresócon claridad un pobre rústico analfabeto, que el díade la votación, se dirigió a Arístides sin saber quiénera éste, para rogarle que inscribiese en la pizarrasu aprobación a la propuesta de Temístocles.- «¿Porqué quieres mandar al exilio a Arístides? ¿Te ha hechoalgo?», preguntó Arístides. «No me ha hecho nada—respondió el otro—, pero no puedo aguantar másoírle llamar "el Justo". ¡Me ha roto los cascos consu justicia!» Arístides sonrióse de tanto rencor, típicode la mediocridad contra lo sobresaliente, e inscribió

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el voto de aquel hombre contra él. Y tras haber oído elveredicto condenatorio, dijo sencillamente: «Espe-ro, atenienses, que no volváis a tener ocasión de acor-daros de mí.» Así, después de Clístenes, que lo habíainventado, también su mejor amigo y alumno caíavíctima del ostracismo. Pero también esta vez habíaun motivo, aunque cruel e injusto: Atenas, en aquelmomento, necesitaba más de Temístocles que de Arís-tides. Los persas se hallaban de nuevo a suspuertas.

Esta vez los conducía Jerjes, que sucediera a su pa-dre en 485 y ardía en deseos de vengar la única de-rrota de éste. Empleó cuatro años en preparar laexpedición. Y lo que en 481 se puso en marcha parael gran castigo era un ejército que Heródoto calculóen más de dos millones y medio de hombres, apoyadopor una flota de mil doscientas naves. «Cuando se pa-raban a beber en un sitio, los ríos se secaban», añadeel historiador para hacer más creíbles sus cifras.Los espías griegos que Temístocles mandó para pro-curarse informaciones fueron descubiertos. Pero Jer-jes ordenó que se les soltase. Prefería que los grie-gos se enteraran y que, sabiendo, se rindiesen.

Los Estados del Norte lo hicieron. Al ver a los inge-nieros fenicios y egipcios construir un puente de sete-cientas barcas, sobre el que extendieron encima unacapa de troncos de árbol y tierra, y excavar despuésun canal de dos kilómetros para atravesar el istmo delmonte Atos, aquellos pobres campesinos pensaron queJerjes debía ser una encarnación del dios Zeus y que,por lo tanto, era inútil resistirle. Como de costumbre,al lado de la temeraria Atenas, de momento sólo es-tuvo Platea. A ésta se agregó Tespias. Y, poco des-pués, Esparta decidióse finalmente a unirse a la coa-lición. Su rey, Leónidas, condujo en las Termopilasun extenuado grupo de trescientos hombres, todosviejos, pues los jóvenes tenían que. quedarse a actuarde simiente en casa. Y de dar crédito a los historia-dores griegos, aquéllos hubieran rechazado solos a losdos millones y medio de enemigos, si unos traidoresno hubiesen guiado a éstos, por un sendero oculto,cogiendo de revés a Leónidas. Éste cayó con doscien-tos noventa y ocho de los suyos, tras haber causadoveinte mil muertos al enemigo. De los dos supervi-vientes, uno se suicidó por vergüenza y el otro se re-habilitó, cayendo en Platea.

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Una lápida fue colocada en conmemoración del epi-sodio. En ella está escrito; «Ve, extranjero, y di enEsparta que nosotros caímos aquí en obediencia asus leyes.»

La noticia del desastre llegó a Temístocles el díasiguiente de la batalla naval de Artemisium, donde,si bien se encontrase a uno contra diez, logró no per-der. La víspera, los otros almirantes querían retirar-se. Mas los eubeos, temerosos de un desembarco per-sa, le habían enviado treinta talentos —algo así comocien millones de liras— para que él les decidiera abatirse. Temístocles les dio la mitad. El resto de lapropina se la guardó. El desastre de las Termopilasno le permitió reanudar la batalla el día siguiente.Era preciso mandar la flota a Salamina para embar-car a los atenienses, que comenzaban a huir ante elejército de Jerjes en marcha hacia la ciudad. Éstano se rindió. Un diputado que lo había propuesto fuemuerto en la Asamblea, y su esposa y sus hijos la-pidados por las mujeres.

Los persas saquearon una ciudad desierta, y creye-ron haber vencido porque, mientras tanto, su flotahabía entrado también en la rada.

En este punto se vio quién era Temístocles. Nopudiendo oponerse a sus colegas que, unánimes, que-rían huir, mandó a escondidas un esclavo suyo a Jer-jes para informarle del plan de retirada que habíade efectuarse la noche siguiente. Si aquel mensajehubiese sido descubierto, Temístocles habría pasado.por un traidor. En cambio, llegó a su destino. Jerjes,para que el enemigo no le rehuyese, le cercó, y Temís-tocles alcanzó su objetivo: el de obligar a los griegosa batirse.

Jerjes, desde tierra firme, asistió a la catástrofede su flota, que perdió doscientas naves contra cua-renta griegas. Los únicos de entre sus marineros quesabían nadar eran también griegos, que se unieronal enemigo. Los demás se ahogaron.

Así, por segunda vez desde Maratón, Atenas salvósea sí misma y a Europa en Salamina. Corría el año480 antes de Jesucristo.

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CAPÍTULO XVIII

TEMÍSTOCLES Y EFIALTES

Cuando, una vez consumados los hechos, los ge-nerales y almirantes griegos se reunieron para deci-dir quién, entre ellos, había sido el mayor artífice dela victoria y recompensarle, cada uno dio dos votos:uno a sí mismo y el otro a Temístócles.

Éste había continuado, aun después de Salamina,haciendo de las suyas. Después de la batalla naval,había vuelto a mandar el mismo esclavo, de absolutaconfianza, a informar a Jerjes que él había logradodisuadir a sus colegas de que persiguiesen a la flotaderrotada. ¿Lo había hecho realmente? ¿Y por quémotivo advertía de ello a su adversario? Tal vez por-que no se sentía seguro y prefería que éste se reti-rase. Pero la continuación de sus vicisitudes nos hacevislumbrar más graves sospechas. Sea como fuere,también esta vez Jerjes le hizo caso. Dejó en Greciatrescientos mil hombres bajo el mando de Mardonio.Y con los demás, entre los que la disentería causabaestragos, se retiró desalentado a Sardes. Hubo un añode tregua porque en ambas partes sentíase necesi-dad de recobrar alientos. Después, un ejército griegode cien mil hombres conducidos por el rey de Esparta,Pausanias, fue a alinearse en Platea frente al persa.El encuentro tuvo lugar en agosto de 479, y de nuevonos hallamos ante cifras poco dignas de crédito. He-ródoto dice que Mardonio perdió doscientos sesentamil soldados, y esto puede ser. Pero añade que Pau-sanias perdió ciento cincuenta y nueve, y esto ya nosparece inverosímil.

De todos modos, fue una gran victoria terrestre, ala que pocos días después se añadió otra marítima, enMicala, donde la flota persa quedó destruida. Comodespués de la guerra de Troya, los griegos fueron denuevo dueños del Mediterráneo. O mejor dicho, lofueron los atenienses, que eran los que habían dado

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la mayor contribución. Temístocles, el hombre de las«emergencias» y de los «hallazgos», supo aprovecharpara sí aquella posición. Organizó una confederaciónde ciudades griegas de Asia y del Egeo, que se llamó«Delia» porque se escogió como protector al Apolode Delos, en cuyo templo se convino depositar el teso-ro común. Pero pidió y obtuvo que Atenas, además deser su guía, contribuyese no ya con dinero, sino connaves. Así ésta tuvo un pretexto para desarrollar aúnmás su flota, con la que reforzó el dominio naval queya ostentaba.

Temístocles leía con claridad el destino de su pa-tria. Sabía que de la parte de tierra no había queesperarse nada bueno, y no sosegó hasta que hizoaceptar al Gobierno el proyecto de encerrar la ciudadhasta el puerto de El Pireo —que es un buen trechode camino—, dentro de una enorme valla, y que éstafuese abierta sólo sobre el mar, donde su fuerza eraya suprema. Preveía las luchas con Esparta y con losdemás Estados del interior, celosos del poderío ate-niense. Y al mismo tiempo tomó la iniciativa de lostratados de paz con Jerjes porque quería el mar des-pejado y abierto al comercio.

Mas, al igual que Milcíades, se proponía hacersepagar también los servicios que prestaba, y lo hizosin reparar en los medios. La democracia había en-viado al exilio a muchos aristócratas conservadores ypropietarios, poseedores de conspicuas fortunas. Pro-puso hacerles llamar, se embolsó las gratificacionesy les. dejó en el destierro. Un día se presentó con laflota en las islas Cicladas y les impuso una multapor la ayuda que, obligados con violencia, habíanprestado a Jerjes. Con escrupulosa exactitud entregóel total al Gobierno; pero guardó en su bolsillo lassumas que algunas de aquellas ciudades le habíandeslizado en él para quedar eximidas del castigo.

Si la guerra hubiese continuado, los atenienses talvez se lo habrían perdonado. Pero la gran borrascahabía pasado ya y todos deseaban volver a la nor-malidad que significaba, sobre todo, honestidad y or-den administrativo. Por lo que la Asamblea recurrióotra vez el ostracismo para condenar a aquel que,apoyándose en el mismo, había hecho condenar alvirtuoso Arístides.

Temístocles se retiró a Argos. Era riquísimo. Sabiagozar también de la vida al margen de las ambiciones

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políticas. Y acaso no habría vuelto a dar que hablarsi los espartanos no hubiesen mandado a Atenas unlegajo de documentos de los que resultaba que Te-místocles había negociado secreta y traidoramentecon Persia, de acuerdo con su regente Pausanias, queellos habían condenado ya a muerte.

La Historia no ha puesto en claro si esta denun-cia correspondía a la verdad. El «affaire» Temís-tocles semeja un poco al de Tukachevski, el maris-cal soviético que los alemanes, para librarse de él,denunciaron como traidor a Stalin. Mas el brillanteestratega, enterado de lo que estaba a punto de caerleencima, buscó refugio precisamente en la Corte deArtajerjes, el sucesor de Jerjes. ¿No había prepara-do Temístocles, hombre previsor, el terreno, el díaque mandó a los persas la famosa información quepermitió su retirada, tras el desastre de Salamina,con toda tranquilidad? Artajerjes le recompensó delfavor con suntuosa hospitalidad, le aseguró una cuan-tiosa pensión, y prestó oído complaciente a los con-sejos que Temístocles le dio de reanudar la luchacontra Atenas, y a los criterios que había que seguirpara llevarla a buen término.

La muerte, llevándose a los sesenta y cinco años,en 459, a aquel «padre de la patria» que se dispo-nía a convertirse en el sicario, puso fin a la carrerade un inquietante personaje, que parecía encarnartodas las cualidades y los vicios del genio griego.

Mientras tanto, en Atenas se había creado una si-tuación nueva. Los dos partidos —el oligárquico yel democrático, dirigido el primero por Cimón, hijode Milcíades, y el segundo por Efialtes— no estabanya equilibrados como antes, cuando se alternaban enel poder. Por dos motivos; en primer lugar porquela guerra había sido ganada por la flota, arma yfeudo de la burguesía mercantil, a costas del Ejér-cito que, arma y feudo de la aristocracia terrestre,casi no había tomado parte en ella. Y, además, por-que la valla dentro de la cual Atenas proyectaba ence-rrarse y que ya estaba comenzada, acentuaba su vo-cación, burguesísima, de emporio marítimo, Cimónfue la víctima de esta situación. De su padre nohabía heredado ninguno de aquellos cínicos recursosque habían labrado su suerte. Era un hombre hones-to, de gran carácter y políticamente desmañado. Perono fue éste el motivo de su derrota, pues también su

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adversario era íntegro y esquinado.De ese Efialtes, cuya acción fue decisiva, pues

allanó el camino a Pericles é inauguró el períodoáureo de Atenas, sabemos solamente que era unhombre pobre, incorruptible, melancólico e idealista.Atacó a la aristocracia en su castillo roquero, el Areó-pago o Senado, o sea en el plano constitucional, re-velando ante la Asamblea todos los manejos que seperpetraban en aquél para convertir prácticamente eninoperante la democracia. Sus acusaciones eran do-cumentadas e incontrovertibles. Ellas pusieron a laluz todos los manejos y todas las intrigas a que seentregaban los senadores, con la colaboración de lossacerdotes, para imprimir un aval religioso a susdecisiones, que tendían solamente a salvaguardar losintereses de casta.

El Areópago salió malparado de aquella campaña.No solamente no logró salvar a varios de sus miem-bros, condenados unos al destierro y otros a muerte,sino que se vio despojado de casi todos sus poderesy reducido a una posición subordinada con respectoa la. Asamblea, o Cámara de diputados. Pero Efialtespagó cara su victoria. Después de algunas tentativasinfructuosas para corromperle, no les quedó a susadversarios, para desembarazarse de él, más que elpuñal de un asesino. Fue muerto el 461. Pero, comode costumbre, el delito no «pagó». Al revés, hizomás aplastante e irrevocable el triunfo de la demo-cracia y costó el ostracismo a Cimón, que probable-mente nada tuvo que ver con el atentado.

Las perspectivas para Atenas no podían ser másbrillantes cuando Pericles, sucesor natural de Efial-tes, hizo su debut político. En el mismo año 480 queAtenas había derrotado a los persas en Salamina,los griegos de Sicilia habían batido en Himera a loscartagineses. En todo el Mediterráneo oriental elOccidente, representado por la flota ateniense, toma-ba la delantera al Oriente, representado por los per-sas y los fenicios. Las victorias de Maratón, de Pla-tea, de Himera y de Micala no eran definitivas.

Contra los persas se siguió combatiendo durantedecenios, pero los teatros de la guerra se alejabancada vez más hacia el Este. El Mediterráneo orientalestaba abierto ya para la flota de Atenas, que podíadisfrutarlo a su antojo.

La ciudad poseía todas las condiciones para con-

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vertirse en una gran capital. Mercaderías y oroafluían a ella. Y sobre todo afluían hombres de di-versas civilizaciones para crear en ella aquel crucede culturas del que salió una nueva: la que suelellamarse precisamente «la civilización griega», la ci-vilización del Partenón, de Fidias, de Sófocles, deEurípides, de Sócrates, de Aristóteles y de Platón.Fue un florecimiento rápido y ágil, que en dos si-glos dio a la humanidad lo que otras naciones nohan dado en milenios.

TERCERA PARTE

LA EDAD DE PERICLES

CAPÍTULO XIX

PERICLES

La mayor fortuna que puede tenerse en este mundoes nacer en el momento oportuno. Muy probablemen-te cada generación tiene sus Césares, sus Augustos,sus Napoleones y sus Washington. Pero si les tocaactuar en una sociedad que no les acepta por dema-siado acerba o demasiado marchita, acaban, habi-tualmente, en vez de en el poder, en la horca o en laoscuridad.

Pericles fue uno de los pocos venturosos. Tuvo desu parte tantas y tan felices circunstancias, se encon-tró dotado de cualidades que tan bien respondían alas necesidades de su tiempo, que la Historia —quesiempre se inclina ante la suerte— ha terminadopor dar su nombre al más glorioso y floreciente pe-ríodo de la vida ateniense. La Edad de Pericles es laEdad de Oro de Atenas.

Era hijo de Jantipo, un oficial de marina que enSalamina conquistó los galones de almirante y mandó

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la ilota en la victoriosa batalla de Micala; y de Aga-rista, sobrina segunda de Clístenes. Era, pues, unaristócrata, pero ligado ideológicamente al partidodemócrata: el de más seguro porvenir. Alga debía de-signarle desde niño a una posición de primer plano,porque desde entonces se hizo circular sobre su ori-gen una leyenda que ponía en causa la sobrenatural.Decíase que Agarista, poco antes de traerle al mundo,había sido visitada en sueños por un león.

En realidad, el pequeño Pericles no mostró muchasemejanza con el león. Era más bien delicado y dé-bil, con una curiosa cabeza en forma de pera, quedespués se tornó en blanco de las malas lenguas yde los chansonniers de Atenas, que la hicieron objetode infinitas burlas. Pero su familia le dio desde elprincipio una educación de príncipe heredero, y él laaprovechó con mucha inteligencia. Historia, economía,literatura y estrategia eran su yantar cotidiano. Se loproporcionaban los más insignes maestros de Atenas,entre los cuales destacaba Anaxágoras, al cual el dis-cípulo siguió después mostrando profundo afecto.

De chico, Pericles debió de ser prematuramente se-rio, precozmente imbuido de su propia importancia ycon destacadas características de «primero de la cla-se», bien impopular entre sus coetáneos. Porque desdeel primer momento que entró en la política —y entrómuy pronto— no cometió ninguno de esos errores enlos que habitualmente caen, por atolondramiento, losdebutantes. Lo prueba el sobrenombre de Olímpicoque en seguida le atribuyeron y que usaron tambiénsus adversarios, aun cuando fuese con un asomo deironía. Había verdaderamente en él algo que parecíaprovenir de lo alto. Tal vez era su modo de hablarque suscitaba esa impresión. Pericles no era un ora-dor fecundo, enamorado de su propia palabra, comoCicerón o Demóstenes. Raramente pronunciaba dis-cursos; cuando lo hacía era brevemente, y se escu-chaba, eso sí, mas para controlarse, no para embria-.garse. Tenía la lógica geométrica de la estatuaria yde la arquitectura de aquel período. En su fuero in-terno, no existían pasiones. Había solamente hechos,datos, cifras y silogismos.

Pericles era un hombre honesto, pero no a lo Arís-tides que de la honestidad había querido hacer unareligión en medio de compatriotas estafadores, quequerían ser administrados por un hombre de pro

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que, sin embargo, les dejase continuar sus latrocinios.Como Giolitti, Pericles fue honesto de sí, y, efecti-vamente, salió de la política con el mismo patrimoniocon el que había entrado; mas para los demás semostró tolerante. Y fue sobre todo por este buensentido, creemos, que los atenienses no se cansaronde elegirle para los más altos cargos durante casicuarenta años seguidos, desde 467 a 428 antes deJesucristo, y reconocieron a su cargo de strategosautokrator más poderes que cuantos le reconocía laConstitución.

Demócrata auténtico, aunque sin gazmoñería, Peri-cles no cometió abusos. Para él, el régimen mejor eraun liberalismo ilustrado y de progresivo reformis-mo, que garantizase las conquistas populares dentrodel orden y excluyese la vulgaridad y la demagogia.

Es el sueño que acarician todos los hombres de Es-tado sensatos. Pero la suerte de Pericles consistió pre-cisamente en el hecho de que Atenas, después de Pi-sistrato, Clístenes y Enaltes, estaba en condicionesde poderlo realizar y contaba con la clase dirigenteadecuada para hacerlo.

La democracia, sancionada por las leyes, hallaba aúnalgunas dificultades de aplicación a causa del desequi-librio económico entre clase y clase. Pericles intro-dujo la «quinta» en el ejército, de modo que el ser-vicio de las armas no acarreara, para los pobres, laruina de la familia y concedió un pequeño estipen-dio a los jurados de los tribunales, a fin de que tandelicada función no fuese un monopolio de los ricos.Extendió la ciudadanía a varias categorías de perso-nas que por una razón u otra estaban inhabilitadaspara ella, pero impuso, o se dejó imponer, una es-pecie de racismo que prohibía la legitimación de loshijos habidos con un extranjero. Medida absurda, quemás tarde él mismo había de pagar.

Su mejor arma política fueron las obras públicas.Podía emprender cuantas quisiera, porque con losmares libres y con una flota como la ateniense, el co-mercio navegaba a toda vela y el Tesoro rebosabadinero. Y, por lo demás, todos los grandes estadistasson también grandes constructores. Pero lo que distin-gue a Pericles de los otros no es tanto el volumencomo la perfección técnica y el gusto artístico quequiso imprimir a sus realizaciones. Disponía, desdeluego, para llevar a cabo su obra, de hombres ido-

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neos: maestros como Ictino, Fidias, Mnesicles. Perofue Pericles quien les llamó a Atenas, seleccionándo-los y supervisando los planes. Así, bajo su mandato,fue realizado el amurallamiento que Temístocles pro-yectaba para aislar, tierra adentro, la ciudad y supuerto. Viendo en él una fortaleza inexpugnable losespartanos mandaron un ejército para destruirla.Pero resistió. Pericles encontró algunas dificultadespara convencer a sus conciudadanos de elevar elPartenón, la más grande herencia arquitectónica y es-cultórica que Grecia nos ha dejado. El presupuestopreveía un gasto de más de diez mil millones de li-ras. Y los atenienses, por mucho que amasen lo bellono estaban dispuestos a pagar tanto. Es caracterís-tica de Pericles la estratagema a la que recurrió paraconvencerles. «Bien —dijo, resignándose—, entoncesconsentidme que lo construya por mi cuenta, quie-ro decir que en el frontón, en vez del nombre deAtenas, será inscrito el de Pericles.» Y por envidiay emulación se consiguió lo que la avaricia había im-pedido.

Aunque pasase por frío, y acaso lo fuese, como to-dos los hombres dominados por la ambición política,también Pericles pagó un día el peaje a la más huma-na de todas las debilidades —el amor—, y perdió lacabeza por una mujer. La cosa era un poco embara-zosa por dos razones; primero, porque ya estabacasado y hasta entonces se había mostrado como elmás virtuoso de los maridos; y después, porque aque-lla de quien se prendó era una forastera de pasa-do y aspecto más bien discutibles. Aristófanes, lalengua más mordaz de Atenas, decía que Aspasia erauna ex cortesana de Mileso, donde había administradouna casa de mala nota. No tenemos elementos paraconfirmarlo ni para desmentirlo. De todos modos, ha-bíase trasladado a Atenas, donde abrió una escuelano muy diferente de la que Safo fundara en Lesbos.Aspasia no escribía poesías, pero era una intelectualque luchaba por la emancipación de la mujer, queríasustraerla al gineceo y hacerla partícipe de la vidapública, en paridad de derechos con el hombre.

Son cosas que hoy nos dejan indiferentes, peroque entonces parecían revolucionarias. Aspasia ejer-ció un gran influjo sobre las costumbres ateniensescreando aquel prototipo de «hetaira» que despuésvolvióse corriente en la ciudad. No sé sabe si era

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bella. Sus ensalzadores nos hablan de su «voz argen-tina», de sus «cabellos de oro», de su «pie arqueado»:detalles que pueden ser también los de una mujer fea.Pero fascinante debía de serlo, pues todos están con-cordes en loar su conversación y sus maneras. Algunodice que, cuando Pericles la conoció, era amante deSócrates, quien, poco apegado a las mujeres, se lacedió gustoso y siguió siendo su amigo. Ciertamen-te, su salón era frecuentado por el mejor ambientede Atenas. Acudían a él Eurípides, Alcibíades, Fidias.Y sabía entretenerles tan bien, que Sócrates recono-ció, tal vez exagerando un poco, haber aprendido deella el arte de argumentar.

Fueron sin duda esas cualidades intelectuales, másque las físicas, las que sedujeron al Olímpico, queesta vez no resistió a la tentación de descender atierra y comportarse como cualquier mortal. Pareceser que, por conveniencia, se decidió en aquel momen-to a darse cuenta de que su mujer era poco menosvirtuosa que él. En vez de reprenderla, le ofreció muygentilmente el divorcio, que ella aceptó. Y se dirigióa casa de Aspasia quien, convertida así en la «pri-mera dama de Atenas», abrió otro salón y entre con-versación y conversación hasta le dio un hijo. Pero,¡ay!, Pericles era el autor de la ley que prohibía lalegitimación y la extensión de la ciudadanía a losfrutos de la unión con extranjeros. Ahora era la víc-tima y lo fue con dignidad.

Parece ser que Aspasia le hizo feliz, pero política-mente no le trajo fortuna. Progresistas en el Parla-mento, los atenienses eran conservadores en familiay no quedaron edificados por el ejemplo de aquelautokratnr que trataba a la concubina de igual a igual,le besaba la mano y la hacía plenamente partícipe desu vida y de sus preocupaciones. Apartándose aúnmás comenzó a perder contacto con la masa del pue-blo, que le acusó de esnobismo y le tomó ojeriza.

Siguieron, sin embargo, dándole sus votos durantemuchos años y confirmándole en su puesto de su-premo rector y guía. Pericles cayó, puede decirse, jun-to con Atenas, o sea cuando el ocaso de la primacíaque él mismo había dado a su ciudad con una hábilpolítica interior y exterior.

Esa primacía de Atenas, luminosa y rápida comoun meteoro, se confunde con la de Grecia, cuya ci-vilización alcanzó el florecimiento y la consumación

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en el espacio de poco más de tres generaciones. Peri-cles tuvo el privilegio de asistir a casi toda aquella ex-traordinaria parábola y de darle su nombre. Auncuando finalizara melancólicamente en la ingratitudy la catástrofe, su suerte fue una de las más afortu-nadas que jamás se haya deparado a un hombre.

CAPÍTULO XX

LA BATALLA DE LA DRACMA

Probablemente, en el origen de la extraordinariafortuna de Atenas estuvo su pobreza. Los habitantesdel Ática no hubieran podido elegir, como patria, unrinconcito de mundo más estéril, árido y sediento; desus doscientas mil y pico de hectáreas, una buena mi-tad no es cultivable, ni siquiera ahora con la aplica-ción de la técnica moderna. La otra mitad exigía he-roísmo y prodigios para exprimir los típicos frutosde las tierras pobres: vino, aceite e higos. Tampoco lasgrandes obras de irrigación y saneamiento emprendi-das por Pisístrato permitieron cosechas de cerealespara saciar el hambre de más de una cuarta parte dela población, y la carencia de pastizales impidió el de-sarrollo del pastoreo.

Los atenienses hicieron de la necesidad virtud, yun poco como los toscanos de dos mil años después(que mucho se les parecen, en lo bueno y en lo malo)aprendieron a aprovechar al máximo sus magros re-cursos y a administrarlos con sensatez. Parece impo-sible, pero la civilización entendida como sentido demesura, de armonía, de equilibrio y de racional clari-dad, tiene siempre como abono la avaricia de la tierray la parsimonia de los hombres, que encuentran enello un estímulo para su propia iniciativa. No teniendocomo producto base más que el aceite, los ateniensescomprendieron en seguida todos sus posibles aprove-

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chamientos culinarios, químicos y combustibles. Lospueblos podrían reagruparse en dos categorías: losque van al aceite y los que van a la mantequilla.Y no cabe duda de que la civilización nació entrelos primeros.

Condicionada por esa pobreza, la dieta de los ate-nienses era sobria, lo que explica su buena salud ysu preeminencia deportiva. Quien se haya hecho unaidea de ella por los relatos homéricos, donde un ca-brito asado era un desayuno normal, va descaminado.En Atenas sólo los ricachones comían carne de vezen cuando. Y si el pescado en salazón era algo máscomún, el fresco representa una preciosa y costosadelikatesse. Los campesinos no conocen más que loscereales: lentejas, habas, guisantes, cebollas, coles yajos. Sólo los días festivos le tuercen el cuello a unpollito o confeccionan un dulce con huevos y miel,pues todos crían gallinas y son apicultores. Pero tam-poco el ciudadano medio se aleja de este régimen.Hipócrates, el primer médico laico, exclama escanda-lizado: «¡Decir que hay gente que come hasta dosveces al día y lo considera normal!»

Un poco mejor se anda en cuanto a industriasde extracción. La primera fue la de la sal, que duran-te cierto tiempo constituyó incluso moneda de cam-bio; tan es verdad que, para hacer el elogio de unamercancía, se decía; «Vale su sal.» Los ateniensesno buscaron jamás el carbón, que por lo demás noexistía. Como combustible, se servían solamente deleña, y eso fue su desgracia porque en un abrir ycerrar de ojos destruyeron los pocos bosques que cir-cundaban la ciudad, y Pericles encontró ya una Ate-nas encerrada en un mar de pedruscos, que hasta parala madera dependía de las importaciones. Sus geólogoshurgaron las entrañas de la tierra para extraer pla-ta, hierro, cinc, estaño y mármol. Precisamente cuan-do Pericles tomó el poder, Atenas era presa de una«fiebre de la plata» a causa de un rico filón descu-bierto en Laurion. Todo el subsuelo pertenecía alEstado, el cual no administraba directamente las mi-nas, pero las daba a contratistas que pagaban untanto al año más un tanto por ciento sobre el produc-to, y que las explotaban con el trabajo de los esclavos.De éstos había, en el siglo v, entre diez y veinte milempleados en esa labor en condiciones inauditas. Losempresarios los alquilaban a los mayoristas a cien

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liras diarias cada uno. Y, naturalmente, con salariosde este tipo, las ganancias eran enormes. En el pri-mer presupuesto de Pericles representaban uno de losingresos mayores del Estado: cerca de doscientos cin-cuenta millones de liras.

El beneficio del mineral era primitivo, pero yase conocía el mortero, el filtro y el lavado. Los re-sultados debían de ser apreciables porque, por ejem-plo, las monedas de plata tenían una pureza de hastael noventa y cinco por ciento, y el artesanado atenien-se fue de los mejores organizados y más famosos porla perfección de sus productos. Por ejemplo, quien fa- (bricaba espadas no hacía escudos, y viceversa, porquecada una de estas especialidades era monopolio de undeterminado gremio de armeros. Naturalmente, nose trataba de verdaderos complejos industriales, sinode una teoría de talleres, celoso cada uno de su pro-pia independencia, y con esclavos en lugar de máqui-nas. Todos los demás conspicuos ciudadanos de Atenaseran un poco industriales, por cuanto cada uno poseíauno, o varios de esos pequeños talleres: hasta Peri-cles y Demóstenes eran propietarios de ellos. Y estotuvo su importancia, pues una población de carácterpredominantemente industrial acaba siempre desarro-llando una política diferente a la de las poblacionesrurales.

En primer lugar, tiende a dar prioridad a los pro-blemas del comercio y de las finanzas. Para compen-sar las importaciones de productos alimenticios, losatenienses hubieron de proceder a la exportación demanufacturas, y por ende a una producción suficien-temente masiva. He aquí por qué la civilización ate-niense fue exquisitamente ciudadana. Si hubiese debi-do medirse sobre las proporciones y los recursos delcampo ático, Atenas se hubiera quedado en poco me-nos que un burgo. Para convertirse en una capital nole cabía más que desarrollar al máximo su artesaníaindustrial, asegurándole mercados de salida. Mas és-tos no podían encontrarse en el interior de la tierrahelénica a causa de las dificultades de comunicación.Los atenienses no fueron grandes constructores decaminos como los romanos. Construyeron sólo y ma-lamente, la Vía Sacra hasta Eleusis, pero dado que elprovecho no compensaba los gastos, ni siquiera la em-pedraron. Sobre el piso fangoso, los carros tiradospor bueyes se atascaban. Y por esto en Grecia jamás

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se desenvolvió ni un servicio postal ni una industriade hospedaje.

No quedaba, pues, más que el mar. Atenas con suPireo fue un Milán con Genova a diez kilómetros.Y después de Salamina se erigió en dueña del Me-diterráneo oriental. Su flota contaba ya con naves demás de doscientas toneladas con velocidades de hastaquince kilómetros por hora, con esclavos a los remosy velas al viento. Eran cargueros, pero también trans-portaban pasajeros, cuya tarifa variaba según el pesopersonal y el de los equipajes, pues se les considerabacomo sacos de trigo o de patatas. Debían traerseconsigo las vituallas para el viaje y no se les proveíasiquiera de una silla. Pero en general eran tarifasbajas: por quinientas liras se podía ir a Egipto.

La cosa más difícil de reglamentar era el sistemamonetario y bancario, y ahí Atenas comprendió loque los italianos, en cambio, jamás comprenderán:o sea, la única manera de ser taimado y de no ser-lo. Mientras todos los Estados practicaban la mez-quina astucia de la desvalorización, Atenas practicóuna honradez que no estaba en las costumbres y enla moralidad de sus ciudadanos, dando un valor es-table a la propia dracma, como el del franco suizo y eldólar americano, y convirtiéndola, por tanto, en mo-neda de cambio internacional. Una dracma tenía seisóbolos, que valían cerca de cien liras cada uno, y con-tenía una determinada cantidad de plata que jamásfue alterada. Mientras combinando negocios en cual-quier otra moneda se arriesgaba uno a acabar comohan acabado nuestros ahorradores con los bonos delTesoro, con el dracma uno podía estar tranquilo: entodos los países del mundo su poder adquisitivo erael equivalente a una medida de trigo.

Por ser de metal, no era fácilmente transportable.Pero precisamente por esto surgieron los Bancos,cuya historia nos permite calibrar la hipocresía delos atenienses y la infinidad de sus recursos. Conside-raban inmoral el préstamo con interés, y durantealgunos siglos obligaron a los ahorradores a escondersus cuartos en un calcetín de lana. Luego se dieroncuenta de que aquellos capitales quedaban sustraídosal ciclo productivo. Y entonces, pese a seguir prohi-biendo los Bancos, consintieron que los ahorros fuesendepositados en las iglesias. Comprenderéis: una vezque uno confía su peculio a la diosa Palas, por ejem-

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plo, en el aspecto moral se ha puesto en su sitio.Y en cuanto a Palas, ésta es libre de hacer lo quequiera de los dineros: hasta de prestarlos a un fielsuyo bajo compromiso de restituirlos con intereses.Es eso tan verdad que cuando Atenas propuso a losdemás Estados la constitución de un fondo común, osea de un Banco internacional, ¿quién fue nombradopresidente? Apolo de Delfos.

Ahora bien, sucedió que esos dioses-banqueros secomportaron todo lo contrario que Giuffré. A quiendepositaba su capital en sus institutos, ellos daban,como rédito, el dos o tres por ciento. Pero a quien loiba a pedir en préstamo, le exigían hasta el veintepor ciento de interés. Temístocles, que en las guerraspersas había ganado no sólo los galones de generalí-simo, sino también algo así como trescientos millo-nes de liras, y no sabía dónde meterlas, fue el pri-mero, parece ser, que se dirigió a un particular deCorinto, un tal Filostéfano, que le garantizó el cincopor ciento. En Atenas, cuando lo supieron, no sealarmaron tanto del hecho de que un general hubieseacumulado un patrimonio tan ingente, cuanto de quelos capitales huyesen al extranjero. Y se decidierona autorizar cambistas que, por la mesa a la que sesentaban, se llamaron trapezitas, y que poco a pocose convirtieron en verdaderos banqueros. Entreellos se hicieron famosos y omnipotentes Arquestratoy Antístenes, los Rothschild de Atenas. Así estalló elboom comercial, garantizado por la supremacía naval,por la estabilidad de la moneda y por el sistema credi-ticio. Atenas no exporta ya tan sólo sus productos ma-,nufacturados para pagar los géneros alimenticios. Susarmadores facilitan el vehículo para la circulación detodo el comercio mediterráneo y sus banqueros pro-porcionan las dracmas para todas las transacciones.En El Pireo se fletan todos los mercantes, hacenescala todas las mercaderías y etapa todos los viaje-ros. He aquí por qué toda cosa y toda persona seconvierte en algo de casa. «Se encuentra —decía Isó-crates— lo que es imposible procurarse en otras par-tes.» Se calcula que, sólo en un impuesto del cincopor ciento sobre los fletes, el Estado ingresaba qui-nientos millones de liras al año. Pero los efectos noeran tan sólo económicos, sino también morales y es-pirituales. Pues fue esa su vocación de gran emporiointernacional lo que hizo de Atenas la ciudad más

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cosmopolita y menos provinciana de Grecia; más aún,del mundo antiguo. Y se lo debió a la pobreza delrinconcito del mundo donde Teseo y los demás fun-dadores habían hecho instalar el pequeño pueblo delÁtica.

CAPÍTULO XXI

LA LUCHA SOCIAL

La cosa más extraordinaria es que en esta Atenastraficante, resonante de mazos y martillos, que adorael dinero hasta instalar los Bancos en las iglesias ydesignando presidentes de ellos a los dioses, los ciu-dadanos desprecian el trabajo y lo consideran comouna mortificación de la dignidad humana.

Por muy contradictorias y poco dignas de créditoque sean las estadísticas de la época, no cabe dudade que estos ciudadanos constituyen una exigua mi-noría en la masa de la población. Según DemetrioFaléreo no rebasaban los veinte mil sobre quinien-tos mil habitantes. Pero a saber cómo hicieron lacuenta. Grosso modo, parece, ciertamente, que eranpocos y que, considerando el ocio como la más nobleactividad y la primera condición de todo progreso es-piritual y cultural, dejaban el trabajo en monopolioa las otras tres categorías de la población: los me-tecos, los libertos y los esclavos.

Por metecos (que literalmente significa «coinquili-nos») los atenienses entendían lo que los inglesesentienden por aliens, o sea, todos los que, no habiendotenido el privilegio de nacer en Atenas, habían esta-blecido en ella su morada, aunque, no obstante serlibres, no tenían derechos políticos. Éstos formabanuna típica clase media de artesanos, mercaderes, agen-tes de negocios, procuradores y profesiones liberales,originarios sobre todo de Oriente Medio, La ley ate-niense les trataba altaneramente. Les excluía del

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arrendamiento de las minas, labor demasiado cómoday remuneradora para no dejarla en monopolio a losindígenas; les prohibía comprar tierras y casarse conciudadanos, les imponía el servicio militar y los tri-butos. Pero en el terreno comercial, como se necesi-taba su valiosa aportación, les protegía y defendíareconociendo la legalidad de sus profesiones y la va-lidez de sus contratos.

Más o menos en la misma condición se encontrabanlos libertos, o sea, los esclavos e hijos de esclavos quelograban ganarse la libertad. Los caminos para alcan-zar esta suspirada meta eran varios. A algunos se laconcedía el dueño como premio a su buena conducta;a otros se la procuraban, a fuerza de dinero, parienteso amigos libres que habían logrado acumularlo (éstefue el caso, entre otros, de Platón); a muchos se laconcedía el Estado para convertirlos en soldados,cuando las levas estaban exhaustas; y había quienesse la compraban con sus ahorros acumulados óbolo aóbolo.

Metecos y libertos, pese al trato discriminatorio alque estaban supeditados, amaban Atenas, la conside-raban su patria y se enorgullecían de ella. Es más,ellos fueron los que constituyeron la urdimbre vincu-ladora y la fuerza. De sus filas salieron los grandesmédicos, los grandes ingenieros, los grandes filóso-fos, los grandes dramaturgos, los grandes artistas, ytambién todos los pequeños. El ateniense que, fiel asu vocación por el ocio, buscaba un buen adminis-trador, un buen capataz, un buen sastre, un médicode cabecera, etc., lo encontraba entre ellos. Y por lodemás, en un momento dado, todas las finanzas déAtenas se encontraron controladas por dos de ellos,Pasión y Formión, que, habiendo realzado y desa-rrollado el Banco de Arquestrato y Antístenes, seencontraron siendo dueños de una ciudad que les ne-gaba la ciudadanía.

Los verdaderos desheredados eran los esclavos, queacaso no llegaban a los cuatrocientos mil, como diceDemetrio, pero que sin duda rebasaban los cien miLSon casi todos prisioneros de guerra o carne de horca.En el campo hay pocos porque un labrador difícilmen-te puede procurárselos al precio que costaban: enel mercado de Delos, que era el más importante ydonde se les exhibía desnudos, un esclavo de buenaconstitución llega a costar medio millón. Además, a

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diferencia de lo que se hace en Roma, donde el amotiene incluso el derecho a matarlo, en Atenas el escla-vo goza de cierta protección de la ley. Si uno le mata,acaba en el tribunal acusado de homicidio. Y si leazota excesivamente, el esclavo huye y se refugia enun templo, de donde no se le puede desalojar y hayque venderlo a precio de saldo.

Salvo los que acaban en las minas, donde se traba-ja diez horas al día y tarde o temprano se muerebajo un desprendimiento de tierras, su suerte no es,pues, tan negra. A muchos los enrola el Estado comopersonal de servicio —porteros, mandaderos, bede-les— con pequeños salarios y libertad de movimien-tos y de morada. Otros entran en familias particu-lares como cocineros o camareros, o también comoescribanos o bibliotecarios, y acaban siendo consi-derados como formando parte de ellas. En suma, hayque decir que la civilizadísima Atenas practicó laesclavitud de la manera más humana, pero no se hizocon ella un problema de conciencia, aunque algúnfilósofo lo agitó. Sócrates no dijo palabra. Y Platónmanifestó que era reprochable que los griegos mantu-viesen esclavos a otros griegos. Claro; a él le habíatocado serlo. A los extranjeros, consideraba justo ylógico tenerles subyugados. En cuanto a Aristóteles,sostiene una teoría vagamente marxista escribiendoque la esclavitud no era ni moral ni inmoral, sinotan sólo una necesidad impuesta por un régimen ca-pitalista que aún no había pasado la revolución in-dustrial. «Serán las máquinas —dijo—, no las leyes,las que liberarán a los esclavos haciéndoles inútiles.»

No cabe duda de que, cuando Pericles alcanzó elpoder, el régimen ateniense era capitalista. La propie-dad de la tierra, que en tiempos de los aqueos erade la «gente», ahora es individual. Los Bancos, lasgrandes empresas navieras y las industrias son priva-das. Al Estado sólo le pertenece el subsuelo, y aunéste no lo administra directamente. Pero hay que aña-dir inmediatamente que el problema social permanececonfinado en la minoría de los ciudadanos; ni siquie-ra a los politicastros más radicales les pasa por lacabeza tener en cuenta a los metecos y a los libertos.

Entre esos ciudadanos, el desequilibrio económicono era muy grande. Temístocles aparte, cuyo caso erade hecho considerado como escandaloso y que tuvoque huir para poner a salvo cabeza y peculio, no ha-

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bía millonarios. Los grandes patrimonios, de los quese hablaba con una mezcla de envidia y de admiración,eran los de Calia y de Nicias, que bordeaban los qui-nientos millones de liras. Tal vez en el origen de lalucha de clases, en Atenas, hay más un conflicto deideas y de moralidad que de interés. Veamos a Alci-bíades, que será uno de los protagonistas. Pertenecea la aristocracia agraria, entre la cual pasa por ricoporque posee veinte hectáreas, que en un Ática frag-mentada en pequeños predios es considerado como unlatifundio. Propietario de una casita de campo, que élllama pomposamente «castillo», pero que no es nadamás que una alquería, donde su padre araba personal-mente la tierra con bueyes, cuando va a la ciudadsiente la riqueza de sus coetáneos burgueses, sus có-modas villas y sus vestidos a la moda como una faltade miramientos para con él. Afecta gran despreciopor esos nuevos ricos (que a menudo lo merecen) ypor su democracia, procura distinguirse de ellos, aña-diendo, en la tarjeta de visita, su propio nombre aldel padre, como hoy hacen algunos incorporando un«de» al apellido. Pero, en resumidas cuentas, tambiénese hidalgüeño rural aspira a enriquecerse, bajo elaguijón de su mujer que quiere el visón y el palacioen la ciudad, y que si bien en el agora no cuentanada, en casa incordia como un tábano.

Ahora bien, a disposición de esos nobles venidosa menos, la democracia no deja más que una fuerzaen la que apoyarse políticamente: los ciudadanos delas clases más pobres. En teoría, éstos serían los cam-pesinos, que la avaricia del suelo y la pequeñez dela heredad condenan a una miseria endémica. Peroson poco receptivos a las ideas revolucionarias. Ade-más, aunque sean, por derecho, miembros de la Asam-blea, acuden raramente a ella a causa de la falta demedios de comunicación. Es esto, precisamente, lo quefija límites concretos y restringidos a la democraciaateniense. Sus protagonistas son, sobre tres o cuatro-cientos mil habitantes, treinta o cuarenta mil ciuda-danos. Mas de éstos, los del campo, es decir, unabuena mitad, quedan excluidos a causa de las ingen-tes dificultades de los desplazamientos. Todo se desen-vuelve, pues, entre las quince o las veinte mil perso-nas que conviven dentro de las murallas de la ciudad,que se conocen, se encuentran todos los días y sellaman por sus nombres. He aquí por qué el experi-

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mento democrático ateniense ha alcanzado en la His-toria un valor ejemplar y se destaca en ella con tansobria evidencia.

Los vástagos de la aristocracia empobrecida buscansecuaces entre los descontentos de una democracia ca-pitalista que tan sólo favorece a las clases altas ymedias. Es fácil comprender cuáles son éstas; todoslos que, en un régimen de libre competencia, se que-dan atrás, Y los hay: basta mirar los salarios y losemolumentos. Es difícil, hoy día, calcular el poderadquisitivo de la dracma. Pero según las cuentas quehacen los más acreditados expertos, una familia decuatro personas necesitaba un centenar al mes paravivir como hoy se viye con cien mil liras. Pues bien, elsalario de un artesano y los emolumentos de un pe-queño empleado no rebasaban los treinta.

De ahí las reivindicaciones y las «instancias socia-les» sobre las que la aristocracia venida a menos hacepalanca. Que no las interpreta, como hoy hace el socia-lismo, reclamando nacionalizaciones: las interpretareclamando la abolición de las deudas, la distribucióngratuita de trigo y la participación de todos en lasutilidades del comercio y de la industria. De todoslos ciudadanos, se entiende. De metecos y libertos, porno hablar de los esclavos, nadie se preocupa. Aristófa-nes pone en escena una «condesa de izquierdas» quepredica precisamente una especie de comunismo aris-tocrático, reclamando la distribución en partes igua-les, entre los ciudadanos, de los beneficios del trabajocolectivo. «Pero el trabajo, ¿quién lo hace?», le pre-gunta Blepiro. «Los esclavos, por supuesto», respondela dama.

Éstos son los términos en que se debate la luchade clases en Atenas, con un partido democrático quecorresponde aproximadamente a lo que hasta hacepoco ha sido el partido radical francés, compuesto to-talmente de clases medias, interesadas, sí, en el pro-greso, pero con mucha moderación, y hostigado poruna extrema derecha y una extrema izquierda totali-tarias, ligadas, como casi siempre ocurre, por unaalianza gazmoña. No exageremos, sin embargo: porbien que vivaz y pendenciera en el Parlamento, los co-micios y los salones, aquella lucha de clases fue siem-pre atemperada por el miedo que aglutinaba a lostreinta o cuarenta mil ciudadanos: la de verse desbor-dados hasta cierto punto por los dos o trescientos mil

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metecos, libertos y esclavos, sobre cuya masa su exi-gua minoría había, claro está, de seguir flotando.

No obstante, fueron aquellos marxistas atenienses,con muchos blasones y lemas en las tarjetas de visi-ta, quienes inventaron la bandera bajo la cual, deentonces en adelante, habían de militar todos los co-munistas de todos los tiempos; la roja. Ésta, pues,no tiene un origen proletario, como hoy se cree, sinoaristocrático.

CAPÍTULO XXII

UN TEÓFILO CUALQUIERA

No se puede decir con exactitud si la política ate-niense fue favorable o no al incremento demográfico.Sobre tal punto siempre fue contradictoria. En la leycivil y en la religiosa se hallan muchos estímulos,incluyendo la adopción de hijos por matrimonios es-tériles. Pero también se halla sancionado el infantici-dio, que se practicaba regularmente con los niños de-formes, mientras que el código médico de Hipócratesprohibía el aborto.

Cabe creer, en suma, que el Estado dejaba manolibre a la iniciativa privada, ya que todo dependía delos progenitores que el destino daba al recién nacido.Si aquéllos eran de índole afectiva y la criatura eravarón y de buena constitución, tenía muchas posibi-lidades de ser bien recibido. De lo contrario corríael riesgo de ser arrojado por la puerta.

Superado este primer examen, el niña, dentro delos diez días de su nacimiento, era acogido por lafamilia con una ceremonia en la que se le hacían va-rios regalos, entre ellos el nombre. Mas, a diferenciade sus coetáneos romanos que en seguida recibían tres(el propio, el de la familia y el de la «gente» o «dinas-

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tía), aquél sólo recibía uno; lo que demuestra cuántomás individualista era la sociedad griega, es decir,cuánto menos contaban los vínculos de parentesco.

Tomemos un Teófilo cualquiera de la clase media.Le han llamado así porque así se llamaba su abuelo.Si acaso, para distinguirle de los otros Teófilos dela ciudad o del barrio, le llamarán Teófilo de Cimón,que es el nombre de su padre, o Teófilo de El Pireo,que es el barrio donde ha nacido. Con el nombre, harecibido el derecho a la vida, en el sentido de que apartir de ahora no se le puede arrojar por la puerta:hay que quedárselo, alimentarle y educarle. Natural-mente, también el cumplimiento de estos deberes de-pende del carácter de los progenitores y de sus posi-bilidades económicas. Mas el propio Temístocles, quefue uno de los hombres más poderosos e influyentesde Atenas, decía que el verdadero dueño de la ciudadera su hijo porque mandaba a su madre, la cualle mandaba a él. Lo que nos demuestra que, una vezapegados al niño, los progenitores se tornaban, comobuenos meridionales, tiernuchos como los padres ita-lianos de hoy. .

La casa donde Teófilo ha nacido no es grande. Des-de fuera, es sólo una pared enjalbegada, sin ventanas,con una pequeña puerta provista de una mirilla, queda al callejón sin pavimentar. Está construida conladrillos y sólo tiene una planta. Aun después de queAlcibíades hubo estimulado el lujo y la ostentación,pocos fueron los ciudadanos que agrandaron la casay la circundaron de una columnata: tenían demasiadomiedo de inspirar envidia a los vecinos, tentacionesa los ladrones y pretextos al fisco. Además, el climano favorecía el amor a la casa, que ellos considerabanpoco más que un dormitorio.

En el centro había un patio, que tan sólo los aco-modados circuían de un pórtico, y donde la familiase reunía para comer y rezar. Sobre él daban todaslas estancias, escasamente provistas de decoración yde muebles: algunas sillas, una mesa, una cama. Decalefacción hay poca necesidad. Cuando conviene seemplean traseros de bronce. Para el alumbrado hayunas anillas incrustadas en la pared donde colgarlas antorchas.

Teófilo crece sobre todo en el patio, o sea al airelibre, en compañía de las mujeres, jugando con her-manitos y hermanitas. Sus juguetes preferidos son pe-

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lotitas de barro cocido, muñecos, soldados de trapo,carritos de madera. Por la noche le meten tempranoen la cama, en el «gineceo», o sea en el sector delas mujeres. Así transcurren con frecuencia varios díassin que vea a su padre, que sale por la mañana, deamanecida, para ir a trabajar o a discutir de políticaen la plaza. Más que en la familia, éste vive en la«cofradía», o sea en el club (en Atenas hay lo menoscincuenta), y no siempre vuelve para comer. Es unpadre menos autoritario que el romano. No educa per-sonalmente a su hijo, y cuando éste tiene seis añosle manda a instruirse a una escuela privada, dondecada mañana le lleva de la mano un «pedagogo», quien,contrariamente a lo que hoy se cree, no es el maestro,sino un esclavo o un criado que sólo hace de acompa-ñante. Pese a las sugerencias de Platón, el Estado deAtenas no quiso asumir jamás el monopolio de la es-cuela, y dejó también ésta a la iniciativa privada.Sólo instituyó por su cuenta las «palestras» y los «gim-nasios», donde se practicaba la gimnasia, porque evi-dentemente los músculos de sus ciudadanos le intere-saban más que sus cerebros.

Teófilo seguía pais, o sea muchacho, y continuabaen la escuela hasta los catorce o dieciséis años, apren-diendo a leer, a escribir, a cantar y a tocar la lira.No tiene un banco, sino tan sólo una silla, y sostienesobre las rodillas el libro, el cuaderno, la pluma yel tintero. Sin embargo, las horas que pasa allí sonpocas comparadas con las que está obligado a pasaren la palestra; pues en Atenas no se considera «edu-cado» a quien no sepa correr los cien metros en me-nos de doce segundos, nadar, ejercitarse en lucha ylanzar el disco y la jabalina. Solamente después deesa formación media, Teófilo, si quiere, puede espe-cializarse en oratoria, o en ciencias, o en Filosofía,o en Historia siguiendo los cursos de algunos profe-sores particulares que los dan paseando por los aleda-ños de la palestra o sentados bajo un árbol, y quecuestan un montón de cuartos.

A los dieciocho años Teófilo se convierte en efebo,hace el servicio militar y, para educarse en la guerra,la administración y la política, se inscribe en un no-:madelfia, donde duerme y come con sus conciudada-nos, con ellos discute los reglamentos de la comunidady, si se distingue, entra a formar parte del gobiernoque la rige. Transcurrido un año de este entrenamien-

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to, jura fidelidad a la patria, es decir, a Atenas, en unaespléndida ceremonia ante el Consejo de los Quinien-tos, y va a terminar el servicio militar en el cuartel.A partir de este momento es ya un ciudadano depleno derecho, tiene una butaca gratuita en el teatro,aparece en primera fila en las procesiones que se ha-cen en honor de Palas, toda la ciudad le mira consimpatía, porque es joven y guapo, y va a aplaudirlecuando, con los otros efebos, corre de noche la «esta-feta», desde E1 Píreo a Atenas pasando la antorcha alcompañero de equipo.

Cuando se licencia, Teófilo tiene ventiún años yno es ya efebo sino aner o sea hombre autorizado afundar una familia por su cuenta, y protagonista dela vida ciudadana. No se puede decir propiamente quesemeja a una estatua de Fidias; pero en generaltiene buena planta, de estatura media, siendo menosmacizo pero más armonioso que el romano. En tantoque su padre Cimón llevaba pelo y barba muy lar-gos Teófilo los lleva cortos porque cada quince días vaa nacérselo cortar por el barbero, cuyo establecimien-to se ha vuelto ya en lugar de reunión y en fraguade chismorrerías políticas y mundanas. Así al menoslo dice Teofrasto demostrándonos cómo en el fondo laHumanidad siempre ha sido la misma.

Teófilo no tiene muchos tratos con el agua, un pocoporque no tiene mucha a su disposición en esa ciudadrodeada de montañas peladas, donde los servicios hi-dráulicos siempre han dejado mucho que desear. Porla mañana, en vez de lavarse, se unta con aceite yusa alguno de los cien perfumes, cuya fabricaciónconstituye una de las industrias más prósperas deAtenas (y Sócrates, que es un guarro, cuando le en-cuentra se queja de ello y frunce la nariz). En com-pensación, la dieta sobria y seca, las prolongadasnadaduras en la piscina o en el mar, la vida casi siem-pre al aire libre —pues al aire libre están tambiéniglesias y teatros— permiten que necesite poco deabluciones. Posee un solo traje para todas las esta-ciones, el guitón, que es una túnica de lana. Su padrela llevaba blanca. Pero Teófilo se la ha teñido de rojo.Sombrero no usa: está convencido de que le haríaencanecer o perder el pelo antes de tiempo. Para cal-zar, usa sandalias, sustituyéndolas con zapatos de ver-dad y aun con polainas sólo en ocasión de grandesviajes, como un peregrinaje a Dodona o a Epidauro.

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Le gustan mucho los anillos y en general lleva másde uno, aunque no llegue al exhibicionismo de Aris-tóteles, que se recargaba los dedos con ellos hastael punto de taparlos enteramente. Puede gastarse ale-gremente su dinero en ellos porque la casa le cuestapoco. No tiene afición al hogar, como no la tenía supadre. Ha nacido en la casa, pero sólo se ha criadoen ella durante seis años, pues toda su formación seha desarrollado en la escuela, en el cuartel y en laplaza. Pertenece mucho más a la ciudad que a la fa-milia. Por eso también su moralidad es menos rigo-rosa y más desenfadada que la romana.

Teófilo es hospitalario, aunque menos que Cimón,porque ahora la seguridad de los caminos es mayar.Pero a los huéspedes les llama parásitos, como untiempo se llamaba a los sacerdotes que se apropiabanlas dádivas en trigo que los fieles ofrecían a los dio-ses. Y encuentra muy natural, es más digno de enco-mio, mentir; ¿o es que no está, entre sus héroes pro-f eridos, Ulises, el más descarado embustero de la His-toria? Vender por buenas las aceitunas pasadas y robaren el peso, es para él absolutamente normal, y hastaenseñará este arte a su hijo para «tomar el pelo» alprójimo. Su moralidad es la del rey Agesilao quien,al proponérsele traicionar al de Tebas, responde:«¿Puede salir bien?» Porque, si puede salir bien, has-ta la traición queda admitida. Cuando va a la guerra,Teófilo encuentra del todo lógico rematar a sablazosal enemigo herido y robarle armas y cartera, saquearlas ciudades y violar a las mujeres.

Teófilo, como buen meridional, no ama la Natura-leza. Destruye plantas y animales, contribuyendo conlas propias manos a la pobreza y aridez de su tierra,y en total se parece poco a aquel ejemplar de sabi-duría humana que Goethe y Winkelmann imaginaran.Es astuto y voluble, ha cuidado más de formarse unainteligencia que un carácter, y prefiere ser un bri-llante bribonazo mejor que un mediocre caballero.Cree en la lógica, pero más como arma de combatepara pasar a saco al prójimo que como llave paraexplicar el porqué de la vida. Predica el self-control,pero no lo practica porque es siempre presa de al-guna pasión: gloria, amor, poder, dinero, y hastasapiencia. Le gusta lo nuevo, y por esto ama mása los jóvenes que respeta a los ancianos. Su ideal devida no es en absoluto la serenidad, como se ha dicho,

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sino una exuberancia de fuerzas que le permita unaexistencia plena: plena, quiero decir, de todas las ex-periencias, las buenas y las malas.

En suma, hay en él todo cuanto hace falta parahacer de Atenas, en el espacio de un siglo, la capitaldel mundo y la más decaída de las colonias.

CAPÍTULO XXIII

UNA NIKÉ CUALQUIERA

Aparte las legendarias —Helena, Clitemnestra, Pe-nélope, etc.—, las únicas mujeres que ganaron unpuesto en la verdadera y propia historia griega sonlas hetairas, que fueron algo entre las geishas ja-ponesas y las cocottes parisienses.

Dejemos a la más célebre, Aspasia, quien, comoamante de Pericles, tornóse, sin más, en la «primeradama» de Atenas y que con su salón intelectual dictóleyes en ella. Pero también el nombre de otras muchasnos ha sido transmitido por poetas, cronistas y filóso-fos, que con ellas tuvieron gran intimidad y que, lejosde avergonzarse, se envanecían de ello. Friné inspiróa Praxíteles, que la amaba desesperadamente. Ha que-dado famosa, además de por su belleza, también porla habilidad con que la administraba. No se mostrabamás que cubierta con velos. Y tan sólo dos veces alaño, durante las fiestas de Eleusis y las de Poseidón,iba a bañarse en el mar completamente desnuda, ytoda Atenas se citaba en la playa para verla. Eraun hallazgo publicitario formidable que le permitiómantener muy elevada su tarifa. Tan elevada, que uncliente, después de haber pagado, la denunció. Debióde ser un proceso sensacional, seguido ansiosamentepor toda la población. Friné fue defendida por Hipé-rides, un Giovanni Porzio de la época, que frecuen-

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taba su trato, y que no recurrió mucho a la elocuen-cia. Se limitó a arrancarle de encima la túnica paramostrar a los jurados el seno que estaba debajo. Losjurados miraron (miraron largo rato, suponemos), yla absolvieron.

El escrúpulo de la buena administración era vivotambién en Clepsidra, que fue llamada así porque seconcedía por horas y, terminado el tiempo, no ad-mitía prolongaciones: como lo era en Gnatena, queinvirtió todos sus ahorros en su hija y, tras haberlaconvertido en la más renombrada maestra de la época,la alquilaba en medio millón por noche. Mas en todoesto no se crea que las hetairas fuesen tan sólo aló-males de placer, interesadas exclusivamente en amon-tonar dinero. O, por lo menos, el placer no lo procu-raban solamente con sus formas aventajadas. Eranlas únicas mujeres cultas de Atenas. Y por esto, auncuando se les negaban los derechos civiles y se lasexcluía de los templos, excepto el de su patrona Afro-dita, los más importantes personajes de la política yde la cultura las frecuentaban abiertamente y con fre-cuencia las llevaban en palmas. Platón, cuando esta-ba cansado de filosofía, iba a reposar en casa de Ar-queanasa; y Epicuro reconocía deber buena parte desus teorías sobre el placer a Danae y a Leoncia, quele habían proporcionado las más elocuentes aplicacio-nes del mundo. Sófocles mantuvo prolongadas rela-ciones con Teórida, y, una vez cumplidos los ochentaaños, inició otras con Arquipas.

Cuando el gran Mirón, encorvado por la vejez, viollegar a su estudio, como modelo, a Laida, perdió lacabeza y le ofreció todo lo que poseía con tal de quese quedase aquella noche. Y dado que ella rehusó, aldía siguiente el pobre hombre se cortó la barba, setifió el pelo, púsose un juvenil quitón color de púr-pura y se pasó una capa de carmín sobre el rostro.«Amigo mío —le dijo Laida—, no pienses obtenerhoy lo que ayer rehusé a tu padre.» Era una mujertotalmente extraordinaria, y no solamente por su be-lleza, que muchas ciudades se disputaban el honor dehaber sido su cuna (mas, al parecr, era de Corinto).Rechazó las ofertas del feo y riquísimo Demóstenesal pedirle cinco millones, pero se entregaba gratis aldesdinerado Arístipo sencillamente porque le gustabasu filosofía. Murió pobre, después de haber gastadotodo su peculio en el embellecimiento de las iglesias

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donde no podía entrar y para ayudar a los amigoscaídos en la miseria. Y Atenas la recompensó con unosespectaculares funerales como jamás los tuvo el másgrande hombre de Estado o el general más afortuna-do. Por lo demás, también Friné había tenido la mis-ma pasión de la beneficencia, y entre otras cosashabía ofrecido a Tebas, su ciudad natal, reconstruirlas murallas, si le permitían inscribir su nombre. Te-bas contestó que estaba de por medio la dignidad.Y con la dignidad se quedó sin murallas.

Las hetairas no deben confundirse con las pornai,que eran las meretrices comunes. Éstas vivían en bur-deles esparcidos un poco por toda la ciudad, pero con-centradas sobre todo en El Pireo, el barrio portuario,porque los marineros han sido en todos los tiemposlos mejores clientes de esos lugares de mala nota.Eran casi todas orientales, jóvenes y de carnes pere-zosas y soñolientas, que sufrían su degradación sinrebelarse, dejándose explotar por sus empresarios, vie-jas mujerucas que administraban aquellas casas. Sólolas que lograban aprender un poco de modales y atocar la flauta mejoraban de situación convirtiéndoseen aléutridas. Parece ser que la misma Aspasia veníade esta carrera, pero su caso ha quedado el único.

Como fuere, no es de esas mujeres públicas —seanpornai, aléutridas o hetairas—, como ha de ser re-construida la condición de la mujer en Atenas, quepermaneció singularmente, aun en el período de ma-yor esplendor, en posición subordinada e inferior. To-memos el caso de una Niké cualquiera, nacida en unafamilia de la clase media. Ha corrido, antes de seracogida, más peligros que su hermano Teófilo, susexo la hace menos útil y, por tanto, menos aceptada.«Mala suerte, es una chica: ¿qué hacemos con ella?»,es habitualmente la bienvenida que el padre da a larecién nacida.

Crece en casa, en el patio y en el gineceo, dondeno recibe ninguna educación verdadera y apropiada.Su madre le enseña tan sólo economía doméstica, en-tre otras cosas porque aparte cocinar y tejer la lana,ella misma no sabe otra cosai Aspasia intentó insti-tuir cursos de Filosofía y Letras para jovencitas. Masquien los frecuentó hubo de desafiar el escándalo, y lainiciativa tuvo escasa continuidad.

Niké crece en casa y hasta por esto no es bella.Un sedentarismo atávico la hace pernicorta, ancha de

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caderas y de seno fácilmente relajable. Es morena,pero se tiñe para parecer rubia, porque, como todoslos varones del Sur, también los griegos prefieren loscolores del Norte. También ella se lava poco y en vezde jabón usa ungüentos y perfumes. Se retoca loslabios con carmín, se unta las mejillas con cremas ypolvos, trata de parecer más alta llevando tacones lar-gos sobre los que se tiene mal de pie y se enjaulael pecho en un enrejado de agujetas y gruperas. Plu-tarco cuenta que cuando en Mileto se difundió entrelas mujeres una epidemia de suicidios, el Gobiernopuso remedio ordenando sencillamente que los cuerposde las víctimas fuesen expuestos desnudos a la pobla-ción. Y la coquetería pudo lo que no podía el instintode conservación.

Niké, hecha ya una muchacha, lleva el peplo delana, blanca o colorada, pero ésta es la única elecciónque se le deja. Dado que está confinada en casa, nopuede siquiera hacer la elección del chico que le gustay tiene que esperar que su padre se ponga de acuerdocon otro padre para concertar el matrimonio. Dadoque Niké pertenece a la burguesía media, una pizcade dote la tiene, lo que facilita mucho las cosas. Estadote queda siempre de su propiedad, y por eso el ma-rido ateniense no se divorcia gustosamente. Sin em-bargo, el amor tiene poco que ver con esos himeneos,que son decididos por los papas respectivos a menudoignorándolo los interesados, y basados casi exclusiva-mente en criterios económicos. En general, hay bas-tante diferencia de edad entre los novios, pues, entrepornai, aléutridas y hetairas, el solterón ateniense tie-ne con quién pasar sus veladas y, por lo tanto, notiene ninguna prisa en casarse. La pobre Niké, si todova bien, se casará a los dieciséis años con un hombrede treinta a cuarenta. Precedidos de pocos días porel noviazgo, las bodas se efectuarán en casa de ella.Y, si bien el ceremonial tiene un carácter religioso yprevé, entre otras cosas, un «baño de purificación»,el matrimonio es laico, por cuanto ningún sacerdotetoma parte en él en calidad de tal. La novia, velada,es cargada por su novio sobre un carro seguido pormúsicos y llevada a su casa donde el cabeza de fa-milia la acoge como «nueva adepta de sus dioses»(pues cada familia tiene los suyos, con tantos comohay a disposición). En la entrada, para simular unrapto, el novio coge en brazos a la novia y la depo-

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sita en la cámara nupcial, en cuya puerta permanecenlos invitados cantando a voz en cuello los coros nup-ciales, hasta que él se asoma anunciando que el ma-trimonio ha sido consumado.

Niké queda obligada a la fidelidad conyugal. Si nola observa, su marido es llamado «cornudo» (puesfueron los griegos, no los napolitanos, quienes inven-taron esta palabra), y tiene derecho a echarla de casa.Es más, la ley impondría en ese caso el uxoricidio,pero los griegos fueron siempre indulgentes sobre estepunto y habitualmente se contentaban con toda o unpedazo de dote como reparación del honor ofendido.El marido, en cambio, está autorizado a tener unaconcubina. Demóstenes fue el teorizante de esa cos-tumbre diciendo que un hombre, para estar bien, hade tener una concubina con la que pasar el día yconversar y alguna cortesana que otra con la que man-tenerse en forma. Qué lugar asignaba al trabajo, enuna jornada distribuida así, Demóstenes no lo dice.En suma, Niké, salida del gineceo paterno, entra enel conyugal y permanece en él más o menos reclui-da, porque la ley le prohibe incluso el deporte y el tea-tro. Su condición es regresiva desde los tiempos dela edad heroica, cuando por una mujer se desencade-naban guerras y Homero les dedicaba capítulos y máscapítulos de sus poemas. Entonces, no era ella quiendebía comprar marido con una dote; era el novioquien tenía que comprarla a ella a base de ovejas ycerdos. En la civilización aquea, y también, en la he-raclea o dórica, la mujer es protagonista. Y esto pre-cisamente nos confirma el origen nórdico de aquellosconquistadores. Efectivamente, allí donde ellos se que-daron como dueños, así en Esparta, la mujer goza demuy otra situación, y la vemos contender desnuda enlos estadios, para poner a los jóvenes en condicionesde elegir la mejor constituida, la más calificada «fac-tora» de una prole robusta.

Heródoto, para explicar por qué las mujeres ate-nienses comían en la cocina, en vez de hacerlo en elcomedor con los maridos, cuenta que los atenienses,cada vez que en los tiempos pasados habían ido aconquistar alguna isla y a fundar en ella una colo-nia, habían matado a todos los hombres casándose consus viudas y sus huérfanas. Éstas, que eran de san-gre caria, o sea medio oriental, habían jurado no sen-tarse jamás a la mesa con sus esposos. Acaso haya

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en ello algo de verdad. Atenas, hostil a los septentrio-nales dorios y encerrada hacia el interior de las mon-tañas, tuvo relación casi exclusivamente con Egipto,Persia y Asia Menor, con cuyas mujeres y ciudadanosse mezclaron. He aquí por qué la capital del progresopolítico y cultural fue, en el plano de las relacionesfamiliares, la ciudadela de la reacción. Perezosa e ig-norante, Niké es una mujer de harén. Ve raramentea su modernísimo y civilizadísimo marido, que vuelvea casa sólo para dormir; y cuando vuelve, no le cuen-ta nada, no le hace la corte y de ella habla, en elagora o en la barbería, sólo para repetir, con Plutar-co y Tucídides, que «el nombre de una mujer de bienha de permanecer oculto como su rostro», cosa quehubiera hecho montar en cólera a Homero.

CAPÍTULO XXIV

LOS ARTISTAS

Según cálculos —sobre cuya exactitud adelantamosabrigar, sin embargo, muchas dudas—, Pericles, parahacer de Atenas, no sólo políticamente sino tambiénarquitectónicamente, la primera ciudad de Grecia, gas-tó no menos de treinta mil millones de liras. Teniendoen cuenta lo escasa que era en aquellos tiempos la cir-culación fiduciaria, puede fácilmente imaginarse quésensación de prosperidad, qué boom, diríase hoy, pro-vocó aquel movimiento de dinero.

De regreso de Salamina, los atenienses encontraronsu capital medio destruida por los persas, por lo quefue necesario reconstruirla. Una de las razones queles permitió no limitarse a un remiendo, como hubie-sen querido los administradores más tacaños, fue eldescubrimiento de yacimientos de un maravilloso mar-mol rosado en las laderas del Pentélico, pequeña mon-

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taña cuya proximidad reducía el trabajo y el costedel transporte. Mas a esta razón material, se añadióotra; la madurez que justamente en aquel momentohabía alcanzado el genio artístico griego, y no tansólo en Atenas, en cuanto a métodos, escuelas y esti-los. «Juro por todos los dioses —dice un personaje deJenofonte—, que no daría la Belleza por todo el po-der del rey de Persia.» Era el sentimiento dominantede los griegos de aquel período.

No lo manifestaron mucho en la pintura, que per-maneció siempre para ellos como un arte menor por-que no se prestaba a su concepto geométrico y ra-cional de la armonía. En el siglo precedente, fue unmonopolio artesano, con fines ornamentales, de los al-fareros. Mas ahora había elaborado una técnica másrefinada y había descubierto el lienzo, el temple yel fresco. El público comenzó a encontrarle gusto yvarios Gobiernos a patrocinarla. El de Atenas encargoa Polignoto de Tasos la representación del Saqueo deTroya, de Ulises en los infiernos y de otros variosepisodios homéricos. El éxito del autor queda demos-trado por la elcvadísima recompensa que le dieron:la ciudadanía.

En 470 antes de Jesucristo, Delfos y Corinto insti-tuyeron las primeras Cuadrienales, como hoy Venecia,que se celebraban con ocasión de los juegos ístmicos.Y el primero que ganó el premio fue Paneno, inven-tor del «retrato». En su Batalla de Maratón, los pro-tagonistas eran reconocibles. Y esa verosimilitud im-presionó basta tal punto a los jueces que les cegósobre los defectos de aquellos frescos. Paneno estabamás ayuno de perspectiva que los otros. Ponía todaslas figuras en el mismo término y, en vez de empe-queñecerlas para indicar su profundidad, les ocultabalas piernas dentro de los repliegues del terreno.

Es curioso que, mientras la Geometría hacía tanrápidos y decisivos progresos, los pintores la aprove-chasen tan poco. Sólo Agatarco, el escenógrafo deEsquilo y de Sófocles, comprendió el juego de las lu-ces y las sombras, sobre las que Anaxágoras y De-mócrito habían escrito tratados, e inventó el claros-curo. Pero quien llegó a maestro fue Apolodoro, aquien, en efecto, llamaron skiagrafo, o pintor de som-bras, y de quien Plinio dice con respeto que fue elprimero en «representar los objetos como realmenteaparecen».

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Un día presentó en la Cuadrienal un extraño perso-naje, con caballete, pinceles y colores, envuelto en unapreciosa túnica sobre la que estaba recamado en oroel nombre del titular: Zeuxis de Heraclea. Agatarcole desafió a improvisar un fresco sobre dos paredespara ver quién de los dos lo hacía antes. Zeuxis res-pondió: «Seguramente tú, que puedes poner la firmaen cualquier mamarrachada. La mía la reservo paralas obras maestras.» Animado por esta modestia, pre-sentó sus obras, mas fuera de concurso, «porque —di-jo— no había suma lo bastante elevada para pagar suvalor». Y las regaló al Gobierno, ministros y dipu-tados.

No poseemos elementos para juzgar si sus cuadrosestaban a la altura de la opinión que el autor teníade ellos. Pero nos apremia comprobar que, desde aque-llos tiempos, lo primero que hay que hacer para ad-quirir importancia es darse mucha. Los atenienses in-vitaron a Zeuxis a establecerse entre ellos, se lo su-plicaron cuando él vaciló y definieron su llegada como«un acontecimiento». É1 no les dio jamás confianzas.Hablaba desde lo alto, pintaba desde lo alto, trató asus rivales con displicencia y quiso ignorar franca-mente al más ilustre de ellos, Parrasio de Éfeso, quese había autoproclamado «el príncipe de los pintores»,llevaba una corona de oro en la cabeza y, cuando es-taba enfermo suplicaba a los doctores que le sanasen,«porque —decía— el Arte no resistirá el golpe de mimuerte».

Entre aquellos dos fenómenos, la lucha por la pri-macía fue a cuchillo y nos gustaría conocer mejorsus detalles. Pero tenemos la sospecha de que Parrasiomantenía aquella actitud sobre todo para ridiculizara Zeuxis y burlarse de él. Pues no logramos conci-liario con su rumorosa cordialidad, con los chistes quecontaba y con el hecho de que pintaba por las buenas,cantando, silbando, bromeando con los chiquillos queinfaliblemente le rodeaban. Le acusaban de compraresclavos para torturarles y estudiar a lo vivo sus mue-cas bajo el látigo. Pero acaso eran bulos puestos eacirculación por Zeuxis.

Por fin los dos rivales aceptaron enfrentarse anteuna comisión que decidiría cuál de los dos era el me-jor. Zeuxis expuso una «naturaleza muerta» que re-presentaba racimos de uva. Eran tan «verdaderas» queuna bandada de pájaros se echó encima para picotear-

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las. Los jueces lanzaron gritos de entusiasmo, y elautor, seguro del triunfo, invitó a Parrasio a levan-tar la tela que cubría su cuadro. Pero aquella telaera pintada también y Zeuxis, con mucha caballero-sidad, declaróse batido y dejó Atenas a su afortuna-do rival para retirarse a Crotona, donde le encarga-ron una Helena para el templo de Hera. El pintoraceptó, a condición de que las cinco muchachas másbellas de la ciudad posaran desnudas en su casa parapoder elegir el modelo más idóneo. El Gobierno aceptóy las señoritas de buena familia anduvieron a puñeta-zos para merecer el alto honor. ¡Y luego dirán que elcinematógrafo y los concursos de «reinas de belleza»han corrompido las costumbres! El último fresco deZeuxis fue un atleta, en un ángulo del cual él escri-bió que la posteridad encontraría más fácil criticarloque igualarlo. Y con esta última manifestación demodestia concluyó su carrera.

Nadie crea, sin embargo, que la pintura alcanzase,en tiempos de Péneles, un alto nivel. Nosotros habla-mos de ella, entendámonos, de oídas, visto que no haquedado nada que nos permita un juicio.

Pero sabemos con certeza que no fue con ella conlo que se expresó el genio griego, desconfiado del co-lor por extraño a toda novelería y enamorado de lalínea simétrica. Efectivamente, con ellas la pinturapuso su acento esencialmente sobre el dibujo, con elque la razón se entiende mejor. Y, en suma, fue con-siderada como una especie de sucedáneo o de hermanapobre de la escultura. A darle vida hubieron de pro-veer los Estados y Gobiernos con sus premios y en-cargos. Pero ningún particular se hizo mecenas ni co-leccionista. Los griegos en general, y los atenienses enparticular, no eran avaros, o al menos no lo eranmás que todos los otros pueblos. Pero cuando teníandinero para dedicar al embellecimiento de sus casas,preferían gastarlo en estatuas más bien que en cua-dros.

Por esto la estatuaria nace en seguida casera, per-sonal, más de proporciones que de dimensiones, sinnada áulico, solemne o forzado y, por tanto, sincera.No era concebida para el museo, sino para la tumbade familia o para el salón. Y hasta los motivos desu inspiración son modestos y domésticos. Sobre elobelisco, un niño juega a la pelota, un cazador des-cansa con el perro tumbado a sus pies, una muchacha

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sumerge un ánfora en la fuente...En el siglo VI antes de Jesucristo son pocas las

obras que van más allá de un valor puramente arte-sano, y la técnica es todavía rudimentaria. Pero enel siglo V el salto es gigantesco. Mientras Zeuxis yParrasio pintaban aún con sus pinceles figuras inmó-viles, rígidas y todas apiñadas en un mismo término,el más humilde cantero de Atenas había descubiertoya la perspectiva y consideraba empeño de honor norepresentar a su modelo más, que en movimiento. Só-crates, que, como hijo de uno de ellos, pertenecía ádicha clase y cada día se daba una vuelta por lostalleres, les exhortaba así: «Solamente modelando delnatural, muchachos, podréis hacer estatuas vivientes.Así como nuestras diversas actitudes motivan en nues-tro cuerpo diversos juegos de músculos, unos contra-yéndose y otros relajándose, así solamente si los cap-táis en estos momentos, lograréis dar verismo a vues-tras estatuas.»

Aquellos artesanos se las habían ya con todos losmateriales, desde la madera al barro cocido, al hueso,al marfil, oro, bronce y plata. Pero desde que des-cubrieron los yacimientos del Pentélico, prefirieron elmármol. El bronce, que había sido hasta entonces lode uso más común porque garantizaba la duración,presentaba grandes dificultades técnicas para la fun-dición. Requería, como hoy en día, el barro, la cera, elmetal y el horno de fundición. Era un procedimientolargo y costoso. Sobre el mármol, en cambio, se podíatrabajar directamente, a manos libres, sobre el blo-que, sin tener que romperse demasiado la cabeza conproblemas técnicos. Con un simple cincel se teníamás inmediata la sensación de «traducir la materiaen forma», como decía Aristóteles.

Representaban de todo, dioses y animales, hombresy mujeres, pero especialmente atletas, que en aquelpaís de «hinchas» eran los más populares y los que me-jor se prestaban al estudio de los «músculos en mo-vimiento». Mientras el bronce permanecía de pragmá-tica por motivos de encargo, religiosos y mitológicos,el mármol, aquel bellísimo mármol del Pentélico, ve-teado de hierro y que, al sazonar, se encendía coareflejos de oro, se convertía definitivamente en la ma-teria prima de la gran estatuaria laica ateniense.

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CAPÍTOU) XXV

FIDIAS EN EL PARTENÓN

Una de las grandes batallas que hubo de afrontarPericles en el Parlamento fue, como hemos dicho, lareconstrucción de la Acrópolis, centro y ciudadela dela ciudad desde la época micénica. Los persas la ha-bían destruido también, reduciendo sus palacios y tem-plos a un montón de ruinas.

El primero que, después de Salamina, volvió a ocu-parse de ella fue Temístocles, con su habitual gran-diosidad. Pero, tras su caída, los trabajos, que apenasse habían iniciado, se vieron abandonados por dos mo-tivos: primero, porque eran demasiado costosos y,después, porque preveían la erección de un enormetemplo a la diosa Atenea, protectora de la ciudad, queantes del saqueo se alzaba en otro sitio. El partidooligárquico, tradicionalista y beato, decía que Atenea,si se la cambiaba de casa, se pondría rabiosa. Y losatenienses que, con todas sus ideas progresistas, teníanlo suyo de supersticiosos, así lo creían.

Pericles no se dio por enterado. Y en un memora-ble debate en el Parlamento superó ambas objeciones,dando el visto bueno para los trabajos a los arqui-tectos Ictino y Calícatres bajo la supervisión de Fi-dias.

Fidias había ido a Atenas precisamente aquel año,llamado por el autokrator. Hijo de pintor, había sidopintpr a su vez, trabajando en el taller de Polignotode Tasos, el gran maestro de principios de siglo, delque había aprendido a ver en grande. Polignoto nopintaba cuadros, sino paredes, y sus frescos estabanllenos de personajes. Ulises en los infiernos, El sa-queo de Troya. Las mujeres troyanas, eran verdaderosfilmes que ponían en evidencia a Grecia. Los distribu-yó, sin cobrar, a los Gobiernos de las distintas ciuda-

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des, contentándose con que aquéllos le mantuviesensuntuosamente.

Fidias, que en muchas cosas se le parecía, tras ha-ber aprendido de él dibujo y perspectiva, trocó el pin-cel por el cincel, que le pareció un instrumento másidóneo para realizar sus grandiosas concepciones. Enaquel tiempo había cuatro escuelas que se disputabanla primacía en la escultura; la de Reggio, la de Ar-gos, la de Egina y la de Atenas, cada una con suscampeones, entre los que se producían competiciones.Fidias las visitó todas, tratando de captar lo mejorde cada una. Los que más le impresionaron fueronGeladas y Policleto de Argos, que habían inventadouna especie de «geometría de las formas», o sea quehabían descubierto la relación de dimensiones que exis-te entre la cabeza, el torso, las piernas y hasta conlas uñas de una figura.

Otro maestro de Fidias fue ciertamente Mirón, dis-cípulo de Geladas como Policleto y fundador de laescuela ática. Es el autor del famoso Discóbolo, que,sin embargo, los contemporáneos no consideran suobra maestra, prefiriéndole el Atenea y Marsias, delque hay una copia en el Lateranense. Mirón fue segu-ramente quien mejor tradujo al bronce y al mármollas recomendaciones de Sócrates, representando sus fi-guras en movimiento. Prefería, como Policleto, los atle-tas y los animales, y su Ternera era tan verdadera queun admirador le gritó: «¡Muge!» Pero Fidias no le per-donaba que viese las cosas en pequeño y preferir laarmonía a la grandiosidad.

De Fidias hombre sabemos poco. Pero parece queestaba ya cargado de años y de decepciones cuandopuso manos al Partenón, pues en un friso se repre-sentó a sí mismo más bien viejo, calvo y melancólico.Todo permite creer que era justo lo contrario queZeuxis, Parrasio y Policleto: es decir, un artista eter-namente descontento de su propia obra. El encargaque había aceptado le obligaba solamente a dibujarel plano de la inmensa obra y a controlar su reali-zación. Pero quiso esculpir asimismo tres estatuas dela diosa, dos de las cuales por lo menos eran de pro-porciones colosales, y una precisamente de marfil yoro, cuajada de gemas. Nos es imposible dar una opi-nión de ellas porque no queda ninguna, pero sus con-temporáneos apreciaron la más pequeña, Atenea deLemnos, lo que nos hace pensar que lo que traicionó

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a Fídias fue siempre aquella su manía de lo grande.Debía de ser un hombre solitario y malhumorado,

pues es el único personaje célebre de Atenas de quienno se encuentra rastro en los cronistas y la libelís-tica de la época. La única noticia segura es la de sucondena por la desaparición del oro y del marfil quele habían entregado para su estatua. Seguramenteel golpe iba dirigido más contra Pericles que contraél; pero el hecho es que Fidias no supo justificarla falta y fue condenado. Su fama era entonces tal,que la sentencia promovió un escándalo, y el Go-bierno de Olimpia ofreció abonar las pérdidas al deAtenas con tal de que dejasen en libertad al escul-tor, al que encargó la estatua de Zeus en el homó-nimo inmenso templo.

Fidias, además de la libertad, halló por fin el es-pacio que buscaba. Pese a representar al rey de losdioses sentado en un trono, la estatua tenía más deveinte metros, y de nuevo recurrió al oro y al mar-fil. Cuando lo vieron, el día de la inauguración, losde Olimpia dijeron; «¡Esperemos que no se levante;si no, adiós techo!», pero la obra —de la que desgra-ciadamente no queda nada, salvo algunos fragmen-tos de pedestal— fue unánimemente considerada comouna de las siete maravillas, como ya se decía en aque-llos tiempos. Fidias, satisfecho por primera vez, pidióa Zeus un signo de agradecimiento. Y Zeus, cuen-tan, descargó un rayo sobre el templo, que era unmodo diríamos un poco bufo de congratularse. PeroEmilio Paolo y Dión Crisóstomo, que llegaron a tiem-po para verlo, atestiguan que se trataba de una obramaestra.

Fidias acabó mal. Alguien ha dicho que volvió, des-pués de lo de Olimpia, a Atenas, donde le metieronotra vez en la cárcel hasta que se murió. Algún otroafirma que emigró a Elida, donde le condenaron nose sabe por qué, a la pena capital. Algo, en su carác-ter, debía enemistarle con los hombres, visto que nin-guno le quería. Y, no obstante, fue no solamente ungran escultor, sino incluso un notabilísimo maestro,que, además de haber creado un estilo, hizo de ésteuna escuela, transmitiendo las reglas a discípulos comoAgorácrito y Alcamenes, continuadores del «clásico».

Mas aquí hemos anticipado un poco los tiempos yconviene volver a aquellos en que Pericles, todavíaen el candelero, cada día, antes de volver a casa de

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su Aspasia subía a la Acrópolis a ver los trabajosque progresaban bajo la dirección de Fidias. Se ha-bía comenzado por la ladera sudoccidental de la coli-na, donde Calícatres había puesto manos a la obra enel Odeion, una especie de teatro para conciertos deatrevidísima modernidad por su forma cónica. Los ate-nienses vieron en seguida su semejanza con la cabezade Pericles, que tenía también forma de pera, y lasmalas lenguas de la oposición la rebautizaron odeion.Pero, además de esto estaban ya en buen punto lasescaleras de mármol, flanqueadas por dos hileras deestatuas en tanto que, en la cima, Mnesicles levantabalas columnas dóricas que después habrían de llamarsepropileos, o antepuertas.

No queremos hacer aquí la descripción del monu-mento: ésta pertenece a la Arqueología y a la Historiadel Arte. Se llama, como todos saben, Partenón, deTon parthenon, que quiere decir «de las vírgenes».Pero entonces este nombre sólo correspondía a la pe-quena estancia de las sacerdotisas de la diosa, edifi-cada en un rinconcito del ala occidental, y no se com-prende cómo, con el tiempo, terminó dando el nombrea todo el majestuoso y complejo conjunto.

Seguramente con Pericles subían a visitarlo sus ami-gos personales, algunos de los cuales eran sus ene-migos políticos: Sócrates con su cortejo de discípulos,entre ellos Alcibíades y Platón, su ex maestro Ana-xágoras, quien tal vez desde allí arriba, en lugar demirar las estatuas y los capiteles, inspeccionaba elcielo buscando las relaciones de espacio entre las es-trellas y los planetas, Parménides con su pupilo Ze-nón, eterno bastión contrario, Sófocles, Eurípides, Aris-tófanes; todos ellos personajes destinados a dejarhuella en la historia de la Humanidad y de los cuales,en la Atenas de Pericles, se encontraba un ejemplara la vuelta de cada esquina. Poquísimos de ellos ha-bían nacido en la ciudad. Pero el hecho de que seviesen obligados a acudir a ella para hallar un te-rreno favorable a sus obras y a sus ideas, nos pro-porciona la medida de la importancia de Atenas y elgrado de su desarrollo.

En el mismo momento que sobre la Acrópolis ma-duraba la obra maestra más completa del genio ar-tístico griego, el Partenón, en todo el resto de aque-lla pequeña ciudad de doscientos mil habitantes y detreinta o cuarenta mil ciudadanos, se echaban las

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bases de todas las escuelas filosóficas y se prepara-ban los temas del futuro conflicto entre la fe y larazón.

El secreto del extraordinario florecimiento intelec-tual de Atenas en aquel su siglo de oro reside pre-cisamente ahí: en la intimidad de contactos entresus protagonistas recogidos en el angosto espacio delas murallas ciudadanas y agrupados en el agora yen los salones de las hetairas; en la intensa parti-cipación de todos, en la vida pública y en su adiestra-miento para hacerse eco prontamente de los más im-portantes motivos políticos y culturales; y en la li-bertad que la democracia de Pericles supo garantizara la circulación de las ideas. Un pensamiento de Em-pédocles, un sofisma de Pitágoras, un bon tnot deGorgias, una insolencia de Hermipo daban inmedia-tamente, de boca en boca, la vuelta a la ciudad, sehacían eco en el Parlamento y alcanzaban a Sófoclesinfluyendo en la redacción de un drama suyo.

Quién sabe si los atenienses se dieron cuenta del in-menso privilegio que les tocó por haber nacido enAtenas en aquel momento. Acaso no. Los hombres nosaben apreciar y medir más que la fortuna de losdemás. La propia, nunca.

CAPÍTULO XXVI

LA REVOLUCIÓN DE LOS FILÓSOFOS

Lo que efectivamente hizo de Atenas la patria dela filosofía no fue una natural predestinación debidaal superior genio de sus hijos, sino solamente su ca-rácter imperial y cosmopolita, que la hacían receptivaa las ideas, más curiosa y tolerante que las otrasciudades griegas. La filosofía, hasta Sócrates, se latrajeron los inmigrados. Pero, mientras Esparta laprohibía no viendo en ella más que «una incitacióna las disensiones y a inútiles diatribas», Atenas abrió

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sus puertas con entusiasmo a sus cultivadores, les aco-gió en sus casas y en sus salones, proveyó a su sus-tento y a muchos les honró con el don supremo de laciudadanía. No sé si esto les ayudó a vivir mejor. Peroles permitió sobrevivir en el recuerdo de los hombres,que en el nombre de Atenas ven reasumido y sim-bolizado todo el genio de la Grecia antigua.

El vehículo de esta infección filosófica fueron lossofistas, palabra que con el tiempo adquirió un sig-nificado casi despreciativo, pero que originariamenrte quería decir «maestros de sabiduría». La acuñó y sela atribuyó Protágoras, cuando desde su patria, Abde-ra, llegó a Atenas para fundar una escuela. Díceseque los jóvenes, para ser admitidos en ella, tenían quepagar diez mil dracmas, algo así como seis millones deliras actuales. Y es probable que un poco de la anti-patía que acabó por rodear a los sofistas fuese de-bida a lo elevado de estos precios. Mas la razón ver-dadera fue otra, o sea el abuso, en que pronto ca-yeron los sofistas de la argumentación especiosa, dela cavilación dialéctica, en suma, de lo que preci-samente desde entonces se llamó con desprecio «elsofisma».

Protágoras no se deslizó jamás en él. El mismoPlatón, que llegó a tiempo de conocerle, que le abo-rrecía, y que registró sus diálogos con Sócrates, re-conoce que Protágoras, de los dos era el que discutíacon más objetividad y mesura, y que era Sócrates,si acaso, quien se refugiaba en los sofismas. Dio-genes Laercio va más lejos aún. Dice paladinamenteque fue él quien inventó el llamado método socráticaComo fuere, no cabe duda de que a él se debe elrelativismo filosófico sobre el problema del conoci-miento.

Hasta entonces, lo que más había ocupado la mentede los griegos era el problema del origen de las co-sas. Es ello tan verdad que casi todos sus libros setitulaban De la naturaleza, y se proponían aclararcómo se había formado el mundo y qué leyes lo rega-laban. Protágoras se propuso, en cambio, indagarcon qué medios el hombre podía darse cuenta de larealidad y hasta qué punto podía conocerla. Y llegóa la conclusión de que debía resignarse a lo poco quele permitían percibir los sentidos: la vista, el oído,el tacto, el olfato. Ciertamente, el hombre no podíair muy lejos en esos imprecisos y variables instru-

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mentos. Pero precisamente por esto debía renunciaral descubrimiento, detrás del cual, en cambio, habíacorrido Heráclito, de las llamadas «verdades eternas»,válidas para todos en todos los tiempos y en cua-lesquiera circunstancias; y contentarse con la que va-lía para él en aquel momento y en aquella particularocasión, admitiendo implícitamente con esto que po-día no valer para otro, ni tampoco para él mismo enun momento y circunstancia diferentes.

Nosotros comprendemos perfectamente que esta lec-ción, mientras suscitaba entusiasmo en los salonesintelectuales, había de provocar escándalo y aprensiónentre la gente timorata y las jerarquías constituidas.Era una sacudida a aquellos «principios» sobre loscuales también la sociedad de Atenas, como todas lasdemás de cada época, se fundaba, y que no puedenser vueltas a poner en discusión sin provocar un te-rremoto. El bien, el mal, Dios mismo, ¿no eran, pues,sino verdades contingentes y subjetivas, a las quecada uno estaba autorizado a oponer otra, y total-mente diferente?

En una conferencia ante un público de libres pen-sadores, entre los que figuraban también el joven Eurí-pides, que no debía olvidarlo jamás, Protágoras con-testó que sí. Y entonces el Gobierno le desterró, con-fiscó sus libros y los quemó en la plaza pública. Elmaestro embarcó para Sicilia y parece ser que pereció,durante el viaje, en un naufragio. Pero había dejadoun profundo recuerdo en todos quienes lo conocieronpersonalmente. Sus discípulos habían sido numerososporque, si es verdad que él pedía seis millones a losricos, también es verdad que había enseñado gratisa los que, en el templo, le habían jurado ante Diosque eran pobres: curioso proceder para un hombreque decía no creer en Dios. Pero sobre todo él habíaechado una semilla en la sociedad ateniense: la se-milla de la duda.

Ocupó su puesto un diplomático, Gorgias, enviadocomo embajador a Atenas por la ciudad siciliana deLentini para solicitar ayuda contra Siracusa. Gorgiashabía sido alumno de Empédocles, pero su métodoy su profundo escepticismo, que se resumía en estastres proposiciones fundamentales, era el de un sofista:nada existe fuera de aquello que el hombre puedepercibir con sus sentidos; y aunque otra cosa existie-se, nosotros no lograríamos percibirla y aunque lo-

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grasemos percibirla, no conseguiríamo' comunicarloa los demás.

Gorgias la pasó bien porque, como buen diplomáti-co, se detuvo ahí, sin meter en la danza a los dioses.Y en el fondo fue coherente. Porque es justo sufrirsinsabores para afirmar las «verdades eternas», masno para negarlas. Los sentidos, en los que había de-positado tanta confianza, le recompensaron colmán-dole de todos los goces de los cuales son instrumento,hasta la edad de ciento ocho años. Gorgias viajó portoda Grecia pronunciando conferencias y haciéndosealojar en las villas más señoriales. Frisaba en losochenta años cuando, en los juegos olímpicos del 408antes de Jesucristo, obtuvo un inmenso éxito con unagran alocución en la que invitó a los griegos, empe-ñados ya en luchas fratricidas, a la paz y a la unióncontra el resurgido poderío persa. Y antes de morirtuvo la sensatez de comerse su patrimonio.

Sobre las huellas de estos dos grandes pululó todauna afirmación de sofistas menores, entre los cualeslos había, como siempre sucede, buenos y malos; perolos malos superaban a los buenos. Estimulaban elespíritu dialéctico, habituaron a los atenienses a razo-nar mediante esquemas lógicos y contribuyeron nota-blemente a la formación de una lengua precisa, some-tiendo sustantivos y adjetivos a un riguroso examen.Es con ellos cómo, al lado de la poesía, nace una prosagriega. En tanto que es probable que sin ellos el mis-mo Sócrates no hubiese sido quien fue, o hubieseexagerado. Pero no hay duda de que ellos, si no laprovocaron, apresuraron la desintegración de la so-ciedad. Hay inconformistas que acaban haciendo másdaño que bien, cuando niegan por el solo gusto denegar, haciendo de ello un exhibicionismo. El Club delDiablo, que ciertos intelectuales á la page fundaronen aquellos años para dedicarse a solemnes comilonaslos días sacros que el calendario destinaba al ayunonos molesta hasta a nosotros que jamás hemos creídoen los dioses griegos. ¿Hay un modo más necio dedesafiar a la tradición y a la superstición? Y estoera sobre todo lo que Sócrates condenaba en lossofistas, pese a que de ellos había aprendido muchascosas.

Como he dicho, aquellos sofistas, más que des-cubridores, fueron divulgadores de lo que el pensa-miento griego estaba elaborando. En aquellos tiran-

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pos no existía Prensa ni academias que asegurasenlos contactos y permitiesen los intercambios entrelas varias escuelas. Grecia no tenía unidad geográfica.Su genio estaba desparramado en una miríada de ciu-dades y de pequeños Estados, desde el Asia Menor alas costas orientales italianas. El mayor servicio quelos sofistas prestaron fue precisamente el de libar lamiel de todas las flores, de llevarla a Atenas y allífundirlas en el crisol común. El momento estaba bienelegido, pues precisamente entonces se echaban lasbases del gran conflicto filosófico que todavía durasin posibilidad de solución; el que existe entre elidealismo y el materialismo.

El primero nació en Elea, en las costas italianas,y se encarnó en Parménides. De él se conoce tansólo lo poco que escribió Diógenes Laercio, o sea quefue discípulo de Xenófanes, el fundador de la escue-la eleática. Era éste un curioso e inquietante perso-naje que, nacido en Colofón, se pasó su larga vidaemigrando, pues adondequiera que fuese no suscitabamás que enemistades con su sarcasmo y su mordaci-dad. Se las tenía con todos, pero particularmente consu contemporáneo Pitágoras, a quien acusaba de im-potencia y de histerismo. No dejaba en paz ni tansiquiera a los muertos. Y de Hesíodo y de Hornerodecía: «Estos panegiristas del robo, del adulterio ydel fraude»; lo cual no es del todo falso. Pero se veque la maledicencia es un elixir de larga vida, porqueXenófanes llegó a los ciento y pico de años, metién-dose siempre con todos.

Parménides no compartió el odio de su maestrohacia Pitágoras. Lo estudió y aceptó algunas de susenseñanzas, especialmente en el campo de la astro-nomía. Pero tenía demasiados intereses en el mundode los hombres para perderse en el del cosmos. Re-dactó, por encargo del Gobierno de Elea, un códigode leyes. Y sólo se entregó a la filosofía como pasa-tiempo, escribiendo de ella, como entonces estaba aluso, en un poema que, para cambiar, se llamó Sobrela naturaleza y del cual sólo nos quedan dos centena-res de versos. Refutó las tesis de Heráclito, según lacual «todo transcurre» y la realidad consiste en estetranscurrir o transformarse. Según Parménides, encambio, «todo está», es decir, que la transformaciónno es más que una ilusión de nuestros sentidos. Nada«comienza», nada «se torna», nada «acaba». El ser

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es la única realidad. Y es inmóvil, porque para pre-sumir que éste se desplace de donde está adonde noestá, habría que admitir la existencia de un espaciovacío que, no siendo, no puede existir, por cuanto elser, por definición, lo llena todo por sí mismo. Lo quese identifica también con el pensamiento, por cuantono se puede pensar más que lo que es, e, inversa-mente, no se puede ser más que lo que se piensa.

Todo esto es ya muy difícil para nosotros. Y talvez habría permanecido del todo incomprensible paralos contemporáneos, si Zenón, que fue el alumno másinteligente de Parménides, no lo hubiese vulgarizadoen un libro de paradojas, de las cuales han llegadohasta nosotros una decena. He aquí algunas. Una fle-cha que vuela, en realidad está quieta en el aire, por-que a cada instante de su aparente carrera ocupa unpunto quieto en el espacio: por tanto, su parábola noes más que un engaño de nuestros sentidos. El corre-dor más veloz no puede adelantar a la turtuga, porquecada vez que alcanza su posición, ella la ha rebasadoya. De hecho, un cuerpo, para moverse del punto A alpunto B, ha de alcanzar la mitad de este trayecto quees el punto C. Para alcanzar el C, tiene que alcanzarantes la mitad de este segundo trayecto que es el pon-to D, y así hasta el infinito. Ahora bien, dado que elinfinito requiere una serie infinita de movimientos, esimposible recorrerlo en un tiempo definido.

No estamos del todo seguros de que Parménideshabría aprobado, de haber podido oírlo, el métodode su secuaz para demostrar la validez de sus teo-rías. Pero hubiese debido convenir en que ello di-vertía la mar a los atenienses entre los que Zenón;como buen sofista, fue a predicarlo. Sócrates le teníaojeriza y criticó ásperamente su sofística dialéctica.Pero la imitó. Tal vez el único que no cayó en laspropias trampas fue el mismo Zenón, que de viejose mofó de los que le habían tomado en serio. Aquelescéptico tuvo un fin de estoico cuando, de regreso aElea, le detuvieron por razones políticas y le torto-raron. Murió bien, sin doblegarse ni lamentarse.

Indirectamente, le tocó a un discípulo suyo dar elprimer impulso en ayuda del materialismo contrael idealismo de Parménides. Hacia el año 435, habíallegado a Elea procedente de Mileto un tal Leucipo,que debía haber oído algo de Pitágoras, o que tal _vez había ido a la escuela de alguno de sus discípulos. .

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No quedó convencido en absoluto de aquel asunto delomnipresente e inmóvil ser identificado con el Pen-samiento. Y, trasladándose a Abdera, donde abrió unaescuela por su cuenta, desarrolló, en cambio, el con-cepto del no ser, o sea el vacío. Según él, lo creadono es, en efecto, más que una combinación de vacíoy de átomos, los cuales, girando arremolinadamentepor el espacio, se combinan entre sí dando lugar alas formas o cosas. También lo que nosotros llama-mos «alma» no es sino una determinada combina-ción de átomos. Éstos son los que constituyen lasustancia de todo, hasta el pensamiento. Todo, pues,no es más que materia.

Mas este concepto materialista se desarrolló aúnmejor en su amigo y seguidor Demócrito, que en Ab-dera frecuentó sus cursos. Pertenecía a una gran fa-milia de la burguesía mercantil, y su padre, al morir,le dejó cien talentos, algo así como cuatrocientos mi-llones de liras. Demócrito los empleó en pagarse ungran viaje que tuvo que durar varios años. Y que lellevó a Egipto, a Etiopía, a la India, a Persia. Era unhombre curioso y concienzudo, que quería verlo todopersonalmente y que no sufría de ningún chauvinismoni provincianismo. «La patria de un hombre razonablees el mundo —decía—. Y es más importante conquistaruna verdad que un trono.» Un pudor aristocrático leimpidió propagar sus propias teorías, instituir una es-cuela e incluso provocar debates, como era de usoen aquellos tiempos. Aun cuando no le quedó ni uncéntimo, en vez de aprovechar la cultura que tenía,limitó sus necesidades y en Atenas, donde se hablaestablecido, vivió apartado, sin frecuentar a los de-más filósofos ni los salones donde se reunían, dedi-cado solamente a escribir. Diógenes Laercio dice quecompuso tratados de Medicina, de Astronomía, de Ma-temáticas, de Música, de Psicoterapia, de Física, deAnatomía, etc. Ciertamente, era un enciclopedista, do-tado de un estilo terso y mesurado que a los ojos deFrancis Bacon le hizo aparecer como el más grandede los pensadores antiguos, superior incluso a Aristóte-les y a Platón. Sólo una vez se decidió a apare-cer en público para leer a sus conciudadanos de Ab-dera, adonde había regresado viejo ya, un ensayosuyo titulado El mundo grande, que era un poco elcompendio de toda su sapiencia. Y Laercio cuentaque la impresión fue tal, que el Estado decidió res-

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tituirle los cien talentos que él había gastado paraadquirir sus conocimientos: ejemplo que proponemossin más a nuestros gobernantes.

Parece ser que Demócrito, practicando los pre-ceptos higiénicos que había predicado, vivió hasta losnoventa años, pero hay quien dice que hasta los cien-to nueve. Siempre según Laercio, un mal día se diocuenta de que estaba muriéndose y se lo dijo a su her-mana. Mas ésta le respondió que no podía hacerlo,precisamente aquellos días, porque siendo las fiestasde Tesmoforias, ella tenía que ir al templo. Demócri-to le dijo que fuese de todos modos con ánimo tran-quilo. Bastaba con que cada mañana volviese paratraerle un poco de miel. Así lo hizo ella, y él, aplicán-dose un poco de aquella miel en las narices y respi-rando su fragancia, logró sobrevivir hasta que las fíes-tas hubieron terminado. Entonces dijo: «Bueno, aho-ra puedo irme.» Y se fue, sin sufrimiento alguno, Do-rado por toda la población, que le acompañó enmasa hasta el cementerio.

Demócrito había llegado a sus conclusiones materia-listas partiendo de las premisas idealistas de Parmé-nides. También él niega los sentidos como mstrumen-tos del conocimiento, diciendo que éstos nos permitenaferrar tan sólo las «cualidades secundarias» de lascosas; la forma, el color, el sabor, la temperatura,etcétera.

Todo esto nos proporciona una opinión. Pero laverdad se nos escapa. Ésta está constituida por una«necesidad», incomprensible para nosotros, que regalalas combinaciones de los átomos, los cuales son laúnica realidad de lo creado. Son lo que son, eternos:no mueren los viejos, no nacen otros nuevos. Lo quecambia son sus asociaciones, que nosotros solemosatribuir a la casualidad, palabra inventada por nues-tra ignorancia que no nos permite comprender la ne-cesidad que las ha dictado. También en el hombretodo está hecho de átomos, aunque los que constituyenla llamada alma sean de material diferente y másnoble que los que constituyen el cuerpo.

De esta teoría gnoseológica, o sea sobre el modo deconocer las cosas, Demócrito derivó también una«ética», o sea una regla moral. Dijo que el hombretenía que contentarse con la modesta felicidad quepodía permitirle esa estrecha dependencia de la ma-:teda. Los sentidos no le bastan para procurarse una

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mayor, como tampoco le sirven para contemplar lascosas. El hombre puede solamente buscar la serenidaden una existencia ordenada y moderada, pues el bieny el mal hay que encontrarlos dentro de nosotros, noesperarlos del exterior.

Ahora bien, en esta lucha, que aún dura, entre losque, como Parménides, en nombre del alma y de laidea negaban la materia y los sentidos, y aquellosque, como Demócrito, reducían a materia hasta laidea y el alma, se interpuso, con el pretexto de con-ciliarles, el que acaso fue el más turbulento y pinto-resco de todos los filósofos de todos los tiempos:Empédocles.

Había nacido en Agrigento, de una familia de cria-dores de caballos de carreras. Su padre debía de seruna especie de Tesio de aquel tiempo, y tal vez preo-cupado por el carácter indócil, exuberante y temibledel chico, le mandó a escuela con los pitagóricos, que,siguiendo las huellas de su maestro, habían fundadoun poco en todas partes colegios célebres por la se-veridad de la disciplina. Empédocles se zambulló consu innato ímpetu en la filosofía, se entusiasmó con lateoría de la transmigración de las almas y en seguidadescubrió en sí mismo la de un pez porque nadabamagníficamente, la de un pájaro porque corría comouna saeta y al fin la de un dios. «¡De qué alturas,de qué gloria he sido arrojado sobre esta miserabletierra para mezclarme con esos bípedos vulgares!»,exclamaba indignado. Mas, incapaz de guardarse eldesdén en el pecho, reveló todas esas inquietudessuyas fuera del colegio, cosa rigurosamente prohibidapor la regla de los pitagóricos, que le expulsaron.

Empédocles no volvió a casa. Convencido ya de suorigen divino, diose a recorrer el mundo calzado consandalias doradas, un manto de púrpura sobre loshombros y la cabeza adornada con guirnaldas de lau-rel, ofreciéndose como médico y adivino. Decía queera su hermano Apolo quien le sugería las recetas ypredicciones. Y tal vez lo creía en serio. Había en él,mezclado, algo de Cagliostro, el mago de Napóles y deLeonardo da Vinci. Dio lecciones de oratoria a Gor-gias, que después demostró haberlas aprovechado bri-llantemente. Se improvisó ingeniero para el deseca-miento de los pantanos de Selino. Organizó una revo-lución en Agrigento, la condujo al triunfo y, decli-nando la dictadura, instauró la democracia. A ratos

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perdidos escribía poesías tan perfectas como parasuscitar más tarde la admiración de Aristóteles y deCicerón. Pero sobre todo se consideraba un filósofoa quien incumbía la misión de conciliar Parménidescon Demócrito, el alma con los sentidos, la. idea conla materia. Y lo intentó inventando la ley que pre-sidía las combinaciones de los átomos y sus descom-posiciones: el odio y el amor.

Según Empédocles, es por amor que los elementosse asocian, y por el odio que se disocian. Es un pro-ceso alterno que va adelante Hacia el infinito. Y silos sentidos no nos permiten aferrarlo, nos ponen, sinembargo, en el buen camino para hacerlo. No hayque creer ciegamente en ellos, pero tampoco hay quedespreciarlos.

En total, de las cuatro o cinco mil palabras quede Empédocles nos han llegado, creemos poder dedu-cir que él fue acaso más grande como ingeniero,como revolucionario, como poeta y seguramente contóaventurero de altos vuelos que como filósofo. Tal vezfue también culpa de su exuberancia, que no le per-mitía encuadrarse en una escuela y limitarse a ella.Una curiosidad devoradora y sus variables humoresle indujeron al eclecticismo y no le dieron tiempopara desenvolver desde la «a» a la «z» una teoríaorgánica. Mas, mediocre y desordenado pensador, fueen compensación un personaje fuera de lo corrientey siguió siéndolo hasta de viejo, cuando arrojó lejosde sí las sandalias de oro, el quitón de púrpura y lacorona de laurel y, descalzo como un franciscano, seconvirtió en un sermoneador que invitaba a los hom-bres a purificarse, antes de la reencarnación que lesaguardaba, renunciando al matrimonio y —tambiénél, como Pitágoras— a las habas. ¡Quién sabe por quése metían tanto con esa legumbre tan casera los grie-gos de la Antigüedad!

Sobre su fin hay dos versiones. Según la más dig-na de crédito, Empédocles, cuando los griegos sitia-ron Siracusa, corrió a defenderla, con gran despechode Agrigento, que odiaba a la ciudad rival y que porcastigo le desterró a Megara, donde murió. Pera se-gún Diógenes Laercio, que no podía contentarse conun epílogo tan trivial, Empédocles desapareció mis-teriosamente durante una fiesta convocada para ce-lebrar el milagro que él había obrado resucitando auna muerta. Más tarde, de él se hallaron solamente

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los calzoncillos al borde del cráter del Etna, dondeevidentemente se había arrojado por no dejar ras-tro de su cuerpo y confirmar así su origen divino.Desgraciadamente, aquel trivial indumento, devueltoa la superficie por una erupción, le delato: los diosesno usan calzoncillos.

CAPÍTULO XXVII

SÓCRATES

«Doy gracias a Dios —escribió Platón— por ha-ber nacido griego y no bárbaro, hombre y no mujer,libre y no esclavo. Pero sobre todo le agradezco elhaber nacido en el siglo de Sócrates.»

Sócrates es ante todo uno de los rarísimos casosde modestia premiada. Premiada no por los contem-poráneos, que, al contrario, le condenaron a muerte,sino por la posteridad, que ha reconocido la inmorta-lidad de las obras que él no escribió porque fueronsus discípulos los que se tomaron ese trabajo. Loshabía, en torno suyo, de todas las edades, condicio-nes e ideas: desde el aristocrático y turbulento Al-cibíades hasta el noble y compuesto Platón; desdeCritias el reaccionario hasta Antístenes el socialista,y por fin hasta Arístipo el anarquista. Cada uno deellos vio y describió el maestro a su manera. Y Dió-genes Laercio cuenta que, cuando leyó la semblanzaque de él había escrito Platón, Sócrates exclamó:«¡Caramba, cuántas mentiras ha contado sobre míese jovenzuelol»

Lo creemos, en primer lugar porque nadie —niel mismo Sócrates, que, sin embargo, fue el hombreque con más encarnizamiento lo intentó— lograverse a sí mismo, o por lo menos verse como los de-más le ven; y, luego, porque cada retratista atribuye

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a su personaje no sólo lo que ha dicho y ha hechosino también todo lo que hubiese podido decir y hacer, en coherencia consigo mismo. Breno, no pronun-ció seguramente la frase: Vae victis! entre otrasrazones porque no sabía latín. Mas aquella frase, ensu boca, queda bien y le caracteriza. Las buenas bio-grafías están construidas todas con anécdotas falsasen su mayor parte. Lo importante es que de talesfrases se deduzca un carácter verdadero.

Sócrates, que miraba mucho dentro de sí, pero ha-blaba poco de ello, se definió como un «tábano». Y lofue, en un sentido nobilísimo, pues con su maníade escrutar en el fondo de las almas y de las co-sas no dio paz a nadie, como se dice hoy. Su progeni-tor había sido un modesto escultor, acaso poco másque un picapedrero, por bien que después sele han atribuido, no sabemos con qué fundamento,las tres Gracias que se elevan junto a la entradadel Partenón. Aun cuando el hijo continuase a ratosperdidos el oficio, volviendo de vez en cuando a mo-delar el mármol o la piedra, sentíase más próximo ala madre, que había sido comadrona. «Pues —decíamedio en broma, medio en serio— también yo ayu-do a parir a los demás: no hijos, sino ideas.»

Ésta era de hecho su verdadera vocación y fue suúnica actividad durante toda su vida. Nos es fácilsuponer que sus progenitores no estuvieron entusias-mados con ello. Debieron confundir la repugnancia deaquel chico para con la escuela y el trabajo y suinagotable pasión de dar vueltas por la plaza y lascalles escuchando lo que la gente decía, interrogán-dola, aguijoneándola, con una forma de holgazaneríaque no prometía nada bueno. Y, ciertamente, no eraéste el mejor medio de labrarse una posición.

Pero el hecho es que Sócrates no se inclinaba poruna posición. No era rico, pero tampoco pobre deltodo, pues a la muerte del padre heredó de éste la casay setenta minas, algo así como cuatro millones deliras, que confió a su amigo Critón para que, las invir-tiese. Contaba vivir de la renta porque tenía escasasnecesidades. Aristóseno de Tarento cuenta haberoído decir a su padre, que le conoció personalmente,que Sócrates era un ignorante borrachín cargadode deudas y dado a los vicios. Efectivamente, la solaeducación que había cuidado había sido la militar ydeportiva. Llamado a las armas cuando la guerra del

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Peloponeso, se había mostrado buen soldado, resisten-te, disciplinado y valeroso. En la batalla de Potidea,fue él quien salvó la vida a Alcibíades, mas no lo dijopara no comprometer la medalla al valor que habíasido concedida a su joven amigo. Y en Delio, contralos espartanos, que además eran soldados no fácilesde domeñar, fue el último de los atenienses que ce-dió terreno. Debía de tener pasta de grognard y dealpino. Y hasta el busto que le representa, y quese halla en el museo de las Termas en Roma, nossugiere la misma impresión.

No era ciertamente guapo, al menos en el sentidogriego de la palabra. La gruesa y larga nariz, loslabios carnosos, la frente pesada, la mandíbula ma-ciza nos hacen pensar en ascendencias campesinas.Alcibíades, el descarado, le decía riendo: «No puedesnegar, Sócrates, que tu facha semeja la de un sá-tiro.» «Llevas razón, y además tengo también la panza.Tendré que ponerme a danzar para reducir sus pro-porciones.»

Es muy posible que el padre de Aristóseno hubieseinducido la gandulería de Sócrates de su aspecto cha-bacano y del desaliño de su persona. Iba siemprevestido, en invierno como en verano, con el mismoquitón manchado y remendado. Empinaba el codo amenudo y gustosamente. Y Xantipa, su mujer, decíaque no se lavaba.

Esta Xantipa ha pasado luego a la posteridad comola personificación de la esposa quejicosa y murmura-dora, exigente y asfixiante. Y es natural que asísea, pues la biografía, es más, las biografías de Só-crates las escribieron sus amigos y discípulos que ladetestaban, y a quienes ella detestaba porque se lellevaban al marido. Efectivamente, Sócrates no sepreocupaba mucho de la familia. No entregaba unreal porque no lo ganaba, y estaba ausente de casadías y noches. La pobre mujer llegó a tal extremo deexasperación, que presentó una denuncia contra élpor negligencia en sus deberes y le arrastró ante eltribunal. Sócrates, en vez de defenderse a sí mismo,la defendió a ella. Y no sólo delante de los jueces, sinotambién delante de sus indignados discípulos. Dijoque, como esposa, tenía perfecta razón, y que era unabuena mujer, que hubiera merecido un marido me-jor que él. Pero, una vez absuelto, reanudó sus há-bitos extradomésticos y no siempre inocentes del todo.

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Pues no se limitaba a frecuentar el salón intelectualde Aspasia, sino también la casa de Teodata, que erala más célebre prostituta de Atenas.

Todos le apreciaban porque siempre estaba de buenhumor, no se ofendía por nada, y decía las cosasmás abstrusas con las palabras más sencillas. Ten-deros y comerciantes le saludaban familiarmentecuando pasaba por la calle, seguido por el cortejo desus discípulos. Se paraba ante los escaparates y decía,maravillado: «¡Fíjate cuántas cosas necesita hoydía la Humanidad!» Hasta en las casas más empin-gorotadas donde le invitaban a comer, estaban habi-tuados a sus pies descalzos, pues entre las cosas queél no necesitaba figuraban también los zapatos.

No se sabe qué escuelas había frecuentado: talvez ninguna. Y si se llegase a descubrir que ni si-quiera aprendió a leer, no me asombraría. Puestoque, siendo de naturaleza sedentaria, no había siquie-ra viajado, y su cultura debió de ser exclusivamenteel fruto de meditaciones y de conversaciones con tosintelectuales de su tiempo. Platón ha descrito sus en-cuentros con Hipias, con Parménides, con Protágorasy con muchos otros filósofos de aquella época. Pro-bablemente no tuvieron jamás lugar. Parece ser que,personalmente, Sócrates solamente conoció a Zenón,en cuya dialéctica se apoyó algo. En cuanto a Anaxá-goras, que con seguridad le influyó, tuvo contactosindirectos con él a través de Arquelao de Mileto, quefue discípulo de Anaxágoras y maestro de Sócrates.

Por lo demás, el método que Sócrates siguió excluyela consulta libresca. Él se había propuesto dos proble-mas fundamentales que ninguna biblioteca ayuda aresolver; ¿Qué es el bien? ¿Y cuál es el régimenpolítico más adecuado para alcanzarlo? La fascinaciónde su enseñanza consistía en esto: que, en vez desubir a la cátedra para comunicar a los demássus ideas, declaraba no tenerlas y rogaba a todos quele ayudasen a buscarlas. «Yo -decía- me consi-dero el más sabio de los hombres porque sé que nosé nada.» Y de esta premisa, que era a la par mo-desta e inmodesta, partía todos los días a la con-quista de alguna verdad, haciendo preguntas en vezde dar respuestas. Escuchaba pacientemente las desus alumnos y luego comenzaba a poner objeciones:«Tú, Critón, que hablas de virtud, ¿qué entiendespor esta palabra?» Sócrates no se cansaba nunca de

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exigir conceptos precisos, formulaciones claras. «¿Quées esto?», era su pregunta preferida, se hablase delo que fuere. Y cada definición la pasaba por lacriba de su ironía para mostrar su falacia o que noera adecuada. Era propiamente un incorregible «tá-bano», nacido para sacudir todas las certidumbres desus auditores que a menudo montaban en cólera yse le rebelaban. «¡Por los dioses! —gritaba Hipias—.Es muy fácil ironizar sobre las respuestas ajenassin dar las propias. ¡Yo me niego a decirte lo queentiendo por justicia, si no me dices antes qué en-tiendes tú!» Aristófanes, más tarde, satirizó en unacomedia. Las nubes, lo que él llamaba «la tienda delpensamiento», donde, según él, se aprendía tan sóloel arte de la paradoja, presentando a un discípulode Sócrates que pega a su padre y después sostienela legitimidad de su acto diciendo que lo ha realiza-do para pagar la deuda contraída cuando su padre lehabía pegado a él. «Deudas son deudas. Hay que de-volver todo lo que se ha recibido.»

Platón cuenta que Sócrates resolvió, un día, invertirlos papeles y ser él quien respondiera, en vez de in-terrogar. Mas luego desistió, diciendo: «Tenéis ra-zón al acusarme de suscitar dudas en vez de ofrecercertezas. Pero, ¿qué queréis hacerle? Soy hijo de unacomadrona: habituado a hacer parir, no a procrear.»

Contaremos más adelante cómo y por qué le con-denaron a muerte. Dícese que, en parte, el responsa-ble fue Aristófanes por aquella comedia satírica suya.Nos parece difícil porque la condena fue dictada vein-ticuatro años después de la primera representación.Sin embargo, los motivos aducidos en el veredictofueron los que habían inspirado la comedia a Aris-tófanes. Sócrates, para inventar la Filosofía, de lacual ha sido el verdadero padre, tuvo necesidad deafirmar el derecho a la duda, o sea de sacudir todaclase de fe. No creemos en absoluto que hubiese te-nido como finalidad únicamente o, sobre todo, la de-mocracia. Creemos que también sometió la democra-cia a la crítica que le era habitual. De su «tienda»salió de todo: un idealista como Platón, un lógicocomo Aristóteles, un escéptico como Euclides, un epi-cúreo anticipado como Arístipo, un aventurero de lapolítica como Alcibíades, y hasta un general y profe-sor de historia como Jenofonte. Es natural que en unlaboratorio tan vasto se hubieran producido vene-

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nos contra el régimen democrático que hizo posiblesu creación y su funcionamiento.

Sócrates, reconociendo en trance de morir que lademocracia tenía razón al darle muerte, pronunció unacto de fe democrático. Mas por ahora dejémoslevivir, pasear y hablar por las calles y en la plaza desu Atenas.

CAPÍTULO XXVIII

ANAXÁGORAS Y LA «FANTACIENCIA»

Cuando Anaxágoras, oriundo de Clasomene, llegóa Atenas en 480 antes de Jesucristo por invitacióndel almirante Jantipo que le había elegido como pro-fesor de su hijo Pericles, tenía apenas veinte años,y tal vez quedóse un poco desilusionado, no de la ciu-dad en sí, que debió de parecerle maravillosa, sinopor las atrasadísimas condicjones en que encontrólos estudios científicos, o, mejor dicho, por su dese-quilibrio.

En realidad, en Atenas, como por lo demás en todaGrecia, hasta aquel momento había progresado sola-mente la Geometría, no como instrumento de realiza-ciones prácticas, sino como pretexto de especulaciónabstracta. Los atenienses no recurrían a ella paraconstruir puentes y acueductos, de los que jamás sin-tieron la necesidad, sino para juguetear con su lógicadeductiva. En efecto, no se dedicaron a ella los inge-nieros, sino los filósofos, especialmente los que pro-cedían de la escuela de Pitágoras, y el problema quemás les atrajo fue la cuadratura del círculo.

Las Matemáticas, en cambio, se habían quedado enlas «astas», y no es una manera de decir: un astaera 1, dos astas era 2. Para el 10 y los múltiplos de10 se usaban las iniciales de la palabra equivalente:

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d—deka, h—hekato, etc. La mente griega no ima-ginó jamás el cero, el más necesario de todos losnúmeros. Personas que hablaban con gran compe-tencia de «fenómenos» y de «noúmeno», de planosy perspectivas, cuando se trataba de hacer la máselemental suma o división tenían que recurrir a unformulario, porque por sí mismas no lograbansacarlas y si además era cuestión de fracciones,renunciaba sin rebozo. Sólo con mucha fatiga apren-dieron de los egipcios a contar por decenas y de losbabilonios a contar por docenas. Pero, por su cuenta,no dieron ningún paso adelante.

Otro campo en el que la ciencia estaba en los pri-meros balbuceos era la Astronomía; basta ver, paradarse cuenta, cómo habían redactado el calendario.Para empezar, cada ciudad tenía el suyo y señalaba elcomienzo del año cuando le acomodaba. Es más, hastalos nombres de los meses eran diferentes, porque tam-poco sobre este punto los varios Estados griegos ha-bían logrado ponerse de acuerdo. Atenas se habíaquedado poco más o menos en el sistema de Solón,que había dividido el año en doce meses de treintadías cada uno. Y dado que de tal manera, al final delaño, faltaban cinco, cada dos años se añadía un deci-motercer mes para recuperarlos. Pero de esta manera,en cambio, acababan con días de más. Entonces elaño fue vuelto a dividir en meses alternos de treintay treinta y un días. Y para eliminar el pequeñopico que de tal modo quedaba, se estableció saltarseun mes cada ocho años.

La razón de este atraso, además de la alergia quelos atenienses mostraban por las matemáticas, era de-bida a la superstición, de la que ellos se burlaban depalabra, pero que de hecho les aprisionaba. En todaslas sociedades y en todos los tiempos la Astronomíaha sido la primera enemiga de la génesis, como quie-ra y por quien fue revelada. Lo era particularmenteen la Grecia antigua, donde la génesis metía la nariztambién en el árbol genealógico de los individuos, re-montándolo a algún dios o diosa. Ahora bien, mientrasen Tebas, Filolao el pitagórico podía hasta predicarque la Tierra no era en absoluto el centro del uni-verso sino tan sólo un planeta entre los muchos quegiraban en torno de un «fuego central», porque enaquella ciudad no había nadie que le comprendiese y,tal vez, ni menos quien le escuchase, ni siquiera los

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sacerdotes, en Atenas, de un discurso semejante todoshabrían aprehendido las implicaciones y preguntadoal autor cómo hacía para conciliario con Zeus y todala cosmogonía que de ello se derivaba. El mismo Peri-cles no se había atrevido a abolir la ley que prohibía,como contraria a la religión, la Astronomía.

No sabemos si Anaxágoras había frecuentado escue-las. Pero, curioso como era de las cosas celestes másque de las terrenales, seguramente había recogido lasnuevas ideas que, sobre el cielo, circulaban ya comoun polen por el aire de toda Grecia. Demócrito deAbdera iba diciendo que la Vía Láctea no era másque polvillo de estrellas y, en Agrigento, Empédoclesinsinuaba que la luz de los astros empleaba deter-minado tiempo para llegar a la Tierra. Parménides deElea exponía graves dudas sobre que la Tierra esplana y más bien se inclinaba a creer que fuese re-donda, y, en Chíos, Enópidas preanunciaba la oblicui-dad de la elipse.

Entendámonos bien; no eran más que intuiciones,casi siempre formuladas con un lenguaje vago y en-tremezclado de las más descabelladas afirmaciones.Y tenemos la sospecha de que su valor científico hasido exagerado por los historiadores modernos. Paraconvertirse en descubrimientos verdaderos tuvieronque esperar los instrumentos de cálculo que la Huma-nidad elaboró en los siguientes dos mil años y quepermitieron a Copérnico y a Galileo fundamentarlossobre bases experimentales. De momento, todos aque-llos astrónomos que merodeaban por Grecia mirandohacia lo alto no eran más que unos Paneroni másgeniales y de exuberante fantasía, que se sacabanlas ideas de la cabeza sin acompañarlas de ningúnelemento de prueba.

También Anaxágoras lo fue. Y si por una parte me-rece el título de «padre de la Astronomía» por laexactitud de algunas de sus predicciones, por otrale corresponde el de «inventor de la fantaciencia»por las arbitrarias ilaciones que de ella dedujo, comocuando afirmó que los otros planetas son habitados,como la Tierra, por hombres en todo semejantes anosotros, que construyen ciudades y casas como noso-tros y que como nosotros aran sus campos conbueyes.

Era un curioso hombre quimerista y charlatán, quepor las estrellas descuidó su patrimonio y no hablaba

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más que de ellas. Partía del concepto de que no haynecesidad de invocar nada sobrenatural para explicarlo natural. El cosmos, decía, se había formado delcaos a consecuencia de un remolino que había separa-do con su fuerza centrífuga los cuatro elementos fun-damentales; el fuego, el aire, el agua y la tierra, decuyas combinaciones dependen las formas orgánicas.En su consecuencia, de la Tierra se habían desprendi-do pedruscos y fragmentos de rocas que, reaspiradosen un éter incandescente, ahora ardían en el aire yeran estrellas. La mayor, el Sol: grande, decía Anaxá-goras, como el Peloponeso multiplicado por cuatro opor cinco. Mientras giran, esas estrellas permanecenen el aire. Cuando se paran, caen y se tornan meteo-ritos. Hasta la Luna tiene el mismo origen. Es la máscercana a la Tierra, que de vez en cuando se interpo-ne entre ella y el Sol produciéndose así los eclipses.

La Tierra gira enfundada en una envoltura deaire, cuya rarefacción y condensación son la conse-cuencia del calor solar y la causa de los vientos. Ésteera sin duda, para aquellos tiempos, un buen des-cubrimiento, pero Anaxágoras lo estropeó bastanteañadiendo que el rayo es debido a la fricción dedos nubes, en tanto que el trueno queda determinadopor su colisión. En cuanto a la vida, ésta se halladotada de los mismos elementos para todos los anima-les, que Se diferencian sólo por dosis y relaciones di-versas. El hombre se ha desarrollado mejor que todoslos demás porque su posición erecta le da —hay quedecirlo— mano libre, o sea dispensada de las tareasde locomoción.

Como se ve, el sistema de Anaxágoras es una cha-puza en la que, si se quiere, se hallan mezclados jun-tamente Galileo y Darvvin, pero también los «tebeos»y los filmes sobre marcianos. Pero tenía, respecto alas leyes de Atenas, un pequeño defecto: el de no citarjamás a Zeus, como si en toda esa evolución notuviese nada que ver. Anaxágoras, cuando quiso con-densarlo en un libro, que también se llamó Sobre lanaturaleza, se dio cuenta de ello, e introdujo, comopadre del vórtice que había dado origen al Universo,un nous, es decir, una mente que, ante los jurados, po-día también haber hecho pasar por el Padre Eterno.La citaba continuamente, hasta conversando, tanto,que los atenienses, para mofarse de él, le apodaronnous, y así le apostrofaban cuando pasaba por la

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calle: «¡Hola, nous...! ¿Qué tiempo, nous, hará ma-ñana?»

Acaso nous lo hubiese pasado bien de no habersido tan amigo de Pericles y de no haber frecuentadoel salón de Aspasia: privilegio que, en aquella demo-cracia entretejida de envidias, se pagaba caro. Undía, durante un sacrificio, cayó en manos de los au-gures un carnero con un solo cuerno. Los sacerdotesoficiantes en la ceremonia vieron en ello algo so-brenatural. Y Anaxágoras, que con lo sobrenatural noquería saber nada, les puso en berlina delante detodo el pueblo haciendo decapitar al animal y de-mostrando que el único cuerno había crecido debidosólo a que el cerebro se había desarrollado irregu-larmente en el centro de la frente en vez de a amboslados.

Cleón, el adversario de Pericles, vio en ello unaexcelente ocasión para atraerse al clero burlado, in-sinuándole al oído que el famoso nous era una excusainventada por el filósofo para no pagar aduanas yhacer contrabando de herejía. Anaxágoras fue acu-sado de impiedad ante un verdadero tribunal de laInquisición, que se puso a espulgar su libro, porbien que toda la parte culta de Atenas fuese entusias-ta de él y lo considerase su obra maestra. Efectiva-mente, el nous de pegote puesto en el último momento,poco tenía que ver. En negro sobre blanco estaba es-crito que el Sol, considerado como dios por la religiónoficial, no era sino una masa de piedras ardientes.

Sobre la continuación de los sucesos hay dos versio-nes. Según una de ellas. Pericles, viendo el caso de-sesperado, impelió a la huida a su viejo maestro. Se-gún otra, confió en poderle salvar, le defendió antelos jueces y cuando éstos le hubieron condenado, pro-paró su evasión. Como fuere, lo cierto es que Ana-xágoras se refugió en Lampsaco del Helesponto y queen tal ciudad vivió hasta los setenta y tres años en-señando filosofía. Cuando le hablaban de la condenaa que los atenienses le habían sentenciado decía, mo-viendo la cabeza: «Pobrecillos, no saben que la Na-turaleza les ha condenado también á ellos.» Pericles,que le había hecho a la par mucho bien y muchodaño, le envió bajo mano subsidios hasta el últimomomento.

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CAPÍTULO XXIX

LAS OLIMPÍADAS

Sólo una vez cada cuatro años, aquellos griegos divi-didos en ciudades-estados en eterna pelea entre ellos,sentíanse hermanados por un vínculo nacional. Y estevínculo lo creaba el deporte con ocasión de los jue-gos de Olimpia.

«Así como el aire es el mejor de los elementos,como el oro es el más precioso de los tesoros, comola luz del sol sobrepasa cualquier otra cosa en es-plendor y en calor, así también no hay victoria másnoble que la de Olimpia», escribía Plutarco, «hincha»impenitente.

Como todas las demás ciudades griegas, tambiénOlimpia tenía orígenes fabulosos que la vinculabancon las leyendas aqueas. El primero que la eligiócomo terreno de competición fue Saturno, que de jo-ven, decía la mitología, batió allí varios récords, y quede viejo fue desafiado precisamente en el mismolugar por el hijo de Zeus que quería su abdicación, ynaturalmente se la dio. Después fue el turno de Apolo,que hizo de Olimpia el ring para sus encuentros depugilato. Y, por fin, fue también allí donde Pélopeganó, con ayuda de Mirtilo y en menoscabo del fairplay, la carrera de carros, la mano de Hipodamia yel trono de Enómaos.

El lugar era adecuado para hacer de él la sedede esas grandes reuniones deportivas nacionales: lassecas rocas de Acaya le resguardaban de los vientosdel Norte y los peñascos del Sur del siroco. Sólo laalcanza, tierna y sazonada de salobre, la brisa marinaque otea suavemente el fondo de la llanura. La fe-cha de la fiesta era anunciada por mensajeros sacros,que se desparramaban por toda Grecia sembrando enella un alegre tumulto. Miles y miles de «hinchas»procedentes de todos los rincones se ponían en mar-

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cha a lo largo de las siete carreteras que conducíana Olimpia, la principal de las cuales era la Vía Olím-pica, camino arbolado que desde Argos hasta el ríoAlfeo discurría entre templos, estatuas, tumbas ybancales de flores. Podían encontrarse en él, del bra-zo, a diputados de izquierda atenienses y generalesespartanos, e incluso grupos de filósofos en paz entreellos. Pues, además de las masas, allí se daba citatoda la alta sociedad helénica olvidada por algunosdías de sus diferencias y conflictos. Las ciudades man-daban pomposas embajadas de personalidades empe-rifolladas, que se dedicaban a observarse para verquién llevaba el uniforme más hermoso, el cinto másfastuoso, los penachos más coloreados. Y había tam-bién muchas mujeres como en los concursos hípicos,que, más que a ver, iban a hacerse ver, porque delos espectáculos de competiciones estaban excluidasreglamentariamente. Sólo hubo .un caso de transgre-sión; el de Ferénika de Rodas, la cual, por ser hijade un gran campeón de lucha y madre de otro cam-peón, pasaba por descendiente de Hércules. El ansiamaternal la impulsó a disfrazarse de monitor y a co-larse en el estadio con un grupo de atletas, para asis-tir al match de su hijo. Pero su partidismo la delató.Precipitándose, desgreñada, hacia el ring sobre elcual su retoño había puesto de espaldas contra el sue-lo al adversario, se le cayó el disfraz y fue recono-cida. La ley era formal: la mujer cogida en falta teníaque ser pasada por las armas. Pero en favor de Fe-rénika, dícese, acudió a testimoniar desde el cielo elmismísimo Hércules, que era campeón del mundo yque la reconoció como de su progenie. La acusadafue absuelta. Mas, para impedir que el caso se re-pitiese, quedó prescrito que a partir de entonces, to-dos, atletas y entrenadores, se presentasen desnudos.

En el gran estadio, donde había sitio para cuarentamil espectadores, el programa se iniciaba por la ma-ñana, de amanecida, con un cortejo que surgía deuno de los vomitorios. Iban al frente los diez heladó-nicos, delegados que representaban los diversos Esta-dos. Eran ellos quienes organizaban la fiesta. Envuel-tos en ropajes de púrpura, daban la vuelta a la pistay luego se situaban en la tribuna central, entre elcuerpo diplomático en pleno y los diputados y foraste-ros de alto linaje. Hércules en persona había fijadolas dimensiones de la pista; doscientos once metros

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de longitud por treinta y dos de anchura. La primeracompetición era la más sencilla, pero también la máspopular y ambicionada; la carrera de los doscientosonce metros. Ensordecedores clamores se levantabandel público. Y una vez que fue ganada por uno deArgos, éste, en vez de pararse en la meta, siguiócorriendo hasta su ciudad para ponerla al corrientede su triunfo: casi cien kilómetros y dos montañascruzadas en el mismo día.

Seguía la carrera doble, o sea de cuatrocientos me-tros, y por fin el dólico o carrera de fondo: catorcekilómetros, como para quedar reventado. Luego sepasaba al atletismo pesado, con los luchadores, quehan sido celebrados por la posteridad, a tenor deciertas estatuas, como ejemplos de gracia y esbeltez.De hecho no debió de ser así. La Historia nos hahecho llegar el nombre de un campeón, Milón, quien,al subir al ring con aire fanfarrón, lo primero quehacía para impresionar al público y a sus adversa-rios era atarse una soga al cuello y apretarla hastaasfixiarse. Pero no se asfixiaba. Por la presión delas venas endurecidas con el esfuerzo, lo que saltabaera la cuerda y los espectadores se quedaban pasma-dos. Se trataba de hombretones forzudos y basta.Otro, Crotón, queriendo arrancar un árbol, se le que-dó una mano enganchada en una hendedura del tron-co, y así inmovilizado los lobos le despedazaron. Untercero, Polidamas, queriendo absurdamente apuntalaruna roca que se desprendía, quedó aplastado por ella.

Seguía el pugilato, que no debía resolverse con ca-ricias. Un anónimo epigramista apostrofó así a Es-tratofón, superviviente de un encuentro: «Oh, Estra-tofón, después de veinte años de ausencia de su casa,Ulises fue reconocido por su perro Argos. Pero tú,después de cuatro horas de sopapos, intenta volver atu casa y verás qué acogida te hace el perro. Ni siquie-ra él te reconocerá.» Hornero habla claramente de«huesos triturados», y tal vez en sus salvajes tiemposera verdad. Pero también el Luchador de Dresde, quees del siglo v, muestra una clase de «vendaje» comopara darle miedo a Joe Louis: cuero reforzado conclavos y láminas de plomo.

Las primeras Olimpíadas terminaban aquí. Después,con los años y en vista del éxito, fueron prolonga-das con las carreras de caballos en el hipódromo.Pausanias, que llegó a verlas, dice que la pista medía

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setecientos setenta metros y que la había hecho peli-grosa Tarasipo, el demonio de los caballos, que ace-chaba en las vueltas. ¡Ni Xarasipo ni nadal Era elrecorrido lo que la hacía insegura, como la del Palioen Siena. Una vez, de cuarenta jinetes que tomaron lasalida, sólo uno llegó a la meta. Pero a los potros ga-nadores, como a los de Cimón y Feidolas, se les alza-ban estatuas.

Después de la hípica, se volvía al estadio para elpentathlon, el más complicado y «distinguido» de los .juegos. Para ser admitido en la competición había queser ciudadano, pertenecer a la buena sociedad y tener«buena conciencia hacia los hombres y los dioses».E1 gran público acudía solamente por el gusto de«meterse» con los señoritos protagonistas. La pruebaera combinada; salto, lanzamiento de disco, jabalina,carrera y lucha. «Todo el cuerpo, todas las fuerzasempeñadas: elegancia y robustez», decía Aristóteles,que era un empedernido «hincha» del pentathlon.

Pero el deporte, si bien constituía el pretexto, noagotaba las fiestas de Olimpia. En torno del estadiose improvisaba una especie de enorme Luna Park contiro al blanco, sibilas baratas, comedores de fuego,tragadores de sables, ¿nujer-cañón y tenderetes conturrón de almendras. Y para los invitados de gustomás refinado, había teatros, bailes, rinconcitos reser-vadísimos con hetairas de primera categoría y panta-llas de color de rosa, y salas para conferencias ypara espectáculos de vanguardia. Dado que el períodode los festejos caía entre mayo y junio, las nocheseran breves y tibias, y las damas podían exhibir susescotes sin miedo a los resfriados. Mezclados conellas, podíamos encontrar a Temístocles y Anaxágo-ras, Sócrates y Gorgias, tal vez en la inauguración dealguna exposición particular de pintores y escultores.

Llamaban a Olimpia «la ciudad santa», debido a lasfiestas que en ella se celebraban. Mas no todo loque se hacía allí en aquella ocasión era santo. Losmismos dioses combinaban buenos negocios con susoráculos; y, con la excusa de la tregua, los hombrespolíticos intrigaban y hacían su propaganda. Menan-dro resume aquellas celebraciones con estas palabras:«Muchedumbre, intrigas, saltimbanquis, juerguistas yladrones.» Sin embargo, estaban todos tan convenci-dos de su importancia que el año de su inaugura-ción —el 776 antes de Jesucristo— es considerado

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como la primera fecha cierta y la que señala el ini-cio de la historia griega; Alejandro el Magno con-sidera Olimpia como capital de Grecia y su padreFilipo, pese a su mal carácter, pagó humildementeuna fuerte multa porque algunos de sus soldados ha-bían molestado a los peregrinos que se dirigían a losjuegos y que por la ley eran considerados como sa-grados. Fue por culpa de la tregua de Olimpia queel pobre Leónidas quedóse abandonado, solo, consus Trescientos, en las Termopilas, donde él y los su-yos dejaron el pellejo. «Por los dioses —gritó conacento de admiración un soldado persa a su gene-ral—, ¿qué clase de hombres son esos griegos que, envez de estar aquí defendiendo su país están en Olim-pia defendiendo tan sólo su honor?» En realidad, sibien oficialmente no había premios y todos los atle-tas eran considerados como amateurs, los vencedoresse enriquecían con donativos bajo mano por parte desus respectivas ciudades; eran nombrados generalespor las buenas; escultores y poetas como Simónidesy Píndaro eran retribuidos por ensalzarlos en versos,en mármol, en bronce y a veces hasta en oro. Total,también entonces el «divismo» era desenfrenado.

Olimpia alcanzó su apogeo en el siglo VI antes deJesucristo, cuando los escritores empezaron a relatarla historia de su país contando los años basándoseprecisamente en las Olimpíadas, cada una de lascuales era designada con el nombre del vencedor enla competición de carrera sencilla. En 582 fueron inau-gurados otros juegos panhelénicos en Delfos, en honorde Apolo y los ístmicos de Corinto en honor de Po-seidón. En 576 fueron instituidos también los de Ne-mea en honor de Zeus. Y Olimpia tuvo que compar-tir el monopolio deportivo con aquéllos, formando un«período» cuadrienal. Así como hoy los ciclistas tie-nen como máxima aspiración ganar el mismo año elGiro en Italia y el Tour de Francia, así entonces losatletas aspiraban al título de campeón de las cuatrocompeticiones de la época.

Pese a ir de consuno con la decadencia general ya dejarse corromper cada vez más por los «sobreci-tos» y los «tongos», Olimpia siguió siendo la capitaldel deporte durante más de mil años, o sea desde el776 antes de Jesucristo al 426 después de Jesucristo.Fue Teodosio II quien mandó destruir por sus solda-dos incluso el edificio del estadio, que se había con-

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vertido en garito. Y aunque no quedase ya nada dedeportivo en Olimpia, la acción fue considerada sacri-lega.

Olvidábamos decir una cosa; que entre las variascompeticiones que se disputaban en Grecia, no exis-tía el maratón. El cazador Fedípides que, para llevarla noticia de la victoria de Maratón a Atenas corrióveinte millas y dejó la piel en la hazaña, fue elúnico campeón del mundo que no percibió premios,que no fue ensalzado por la Prensa, que no fue in-mortalizado por la estatuaria, y que no dio nombre nia una Olimpíada ni a ninguna especialidad atlética.

CAPÍTULO XXX

EL TEATRO

El teatro nació en Grecia medio sacro y medio por-nográfico. Y es natural, dado su origen, que Aristóte-les atribuya a las procesiones que se celebraban porlas fiestas de Dionisio, un dios particularmente des-vergonzado que exigía a sus fíeles, en vez de ciriosy plegarias, símbolos fálicos y ditirambos que cele-brasen el sexo. Los primeros actores del teatro griegofueron los practicantes de este culto, que se presen-taban disfrazados de sátiros, con un rabo de cabra co-sido en las asentaderas y ciertas guarniciones de cue-ro rojo, cuya descripción el pudor nos prohibe hacer.

En realidad, lo que a nosotros nos parece obsce-no, a los ojos de los griegos aparecía tan sólo comomanifestación de religioso respeto hacia las mági-cas fuerzas de la fecundación y la procreación, quegarantizaban la continuidad de la vida. En aquellasocasiones se proclamaba una especie de moratoria ala decencia, concediendo a quienquiera que fuese—viejo o joven, varón o hembra—, el derecho de vio-

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lar sus preceptos. Y por esta razón la comedia griegapermaneció siempre maculada de obscenidades. Estastenían un carácter de ritual y, más que un derecho,representaban un deber para el autor.

No fue en Atenas, sino en las fiestas de Siracusadonde se desarrolló, al principio del siglo VI, la pri-mera representación verdadera, por obra y gracia deun tal Susarión que tuvo el hallazgo de parcelar endiálogos los monólogos de los sátiros, haciendo lo quehoy se llamarían sketches, toscos y groseramente alu-sivos. La innovación gustó y fue adoptada tambiénen la madre patria, donde se formaron «compañíasde jira» y las «filodramáticas» estables. El recitado te-nía poca parte en aquellos espectáculos: eran, másque nada, mímicos y musicales, y su trama, casi siem-pre de tema religioso y mitológico, estaba hecha conlos pies, en el sentido que se desarrollaba, alusiva-mente, con ballets.

El carácter litúrgico de aquel teatro, que en reali-dad era una especie de «oratorio», lo atestiguaba laestatua de Dionisio que se colocaba en el palco dehonor y a quien antes de comenzar, se le ofrecía unacabra en sacrificio. El local donde se desarrollabael espectáculo era, o bien el templo mismo, u otroque, para la ocasión, disfrutaba de absoluta inmuni-dad; por lo que cualquier delito que se cometiera enél era considerado sacrilegio y castigado con la muer-te. Casi con seguridad, al menos al principio, la tramatenía por protagonista al mismo dios, cuyas gestaspretendía ensalzar. Luego sé consintió tomar a prés-tamo de la mitología otros héroes, con predilecciónpor los más infortunados. Había una pizca de magiaen todo esto. Los griegos entendían, al representar lasmás luctuosas vicisitudes, suplicar a Dionisio que selas ahorrase a ellos. Tal vez la tragedia griega naciócomo una especie de sublime y poético conjuro.

Durante todo el siglo VI el espectáculo siguió sien-do coral y confiado no a la voz de los actores, sinoa las piernas y a la mímica de los danzantes. Fue unode éstos, Tespis de Icaria, pequeña ciudad de la pro-vincia de Megara, quien, sintiéndose tal vez más capazque los otros, inventó el «personaje», separándose delcoro y oponiéndose a éste, es decir, dando pie al ele-mento fundamental del drama: el «conflicto». La in-novación causó escándalo y fue particularmente de-plorada por Solón, que la hizo condenar por inmoral,

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acusación que desde entonces no ha cesado de reso-nar contra todo innovador y que, como se ve, tieneun blasón antiquísimo. Tespis tuvo que huir de Ate-nas, donde había plantado sus tiendas, pero regresócon Pisístrato, que era un dictador, sí, pero menosreaccionario y santurrón que su democrático primo ypredecesor; y de éste recibió, en vez de condena, unpremio literario. Todo esto ocurría tan sólo cincuentaaños antes del debut de Esquilo. Lo que nos demues-tra con qué ímpetu los griegos, en hechos de teatro,pasaron de la Edad Media al Renacimiento, y con quérapidez quemaron en él su genio.

Según lo que nos ha contado Suida, hubo tambiénun incidente que aceleró ese proceso. En el año 500antes de Jesucristo, mientras se representaba unaobra de Pratina en un local rudimentario, se derrum-bó una galería de madera causando heridas a algunosespectadores y provocando el pánico entre todos losdemás. La gente, que había empezado a encontrarlegusto a aquel pasatiempo, dijo que ya era hora dealojarlo de manera más digna y más segura. Así nacióel primer teatro, dedicado naturalmente a Dionisio,en un espolón de la Acrópolis. Pero no es el que hoyen día se muestra a los turistas, restauración del si-glo IV con sucesivas añadiduras del segundo y del ter-cero después de Jesucristo. Pero también era de piedray fue tomado como modelo por todas las demás ciu-dades griegas, incluidas Siracusa y Taormina.

Los arquitectos que lo construyeron debían de te-ner el sentido panorámico y levantaron la graderíasemicircular capaz para mil quinientos espectadores,frente al Himeto y al mar. De techo, naturalmente,refulgía el cielo, que en Atenas es maravillosamenteterso y bajo. Los asientos no tenían respaldo, excep-to los reservados a los sacerdotes de Dionisio, justofrente al proscenio que se llamaba orquesta porqueservía al cuerpo de baile para sus danzas corales.Detrás estaba la escena propiamente dicha, de maderay desmontable para poderla adaptar con facilidad. Losgriegos no eran muy exigentes en materia de direc-ción ni de decoración; un Visconti o un Strehler nohubiese llegado nunca a dictador entre ellos. Se con-tentaban con un interior de templo o de palacio some-ramente esbozado, y tuvieron que aguardar a Agatarcode Samos para tener telones de fondo en perspectivaque diesen la sensación de la distancia. Practicaron,

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sin embargo, aunque fuese toscamente, la técnica de la«disolución» empujando hacia delante, desde el fondo,cuando la intriga lo exigía, una plataforma de maderacon ruedas que mostraba, en alusivo tableau vivant, loque se suponía haber ocurrido fuera del escenario. To-dos los episodios de violencia, por ejemplo, siendoprohibidos por la ley, eran resumidos así. Más tardeEurípides inventó, o tal vez solamente perfeccionó, la«máquina», una grúa con la que, cuando el enredoparecía haber llegado a un punto muerto, el dios o elhéroe que constituía el protagonista caía del cielo yresolvía el embrollo a fuerza de un milagro.

En Atenas, la «temporada dramática» queda limi-tada al carnaval de Dionisio, no perteneciendo a lainiciativa privada. Ya unos meses antes del «estre-no», los autores han presentado sus manuscritos alGobierno, que ha seleccionado los que mejores les haparecido. Ahora hay que elegir al corego, que repre-senta a la vez el financiador, el empresario y el direc-tor del espectáculo. Cada una de las diez tribus enque está dividida la ciudadanía ha designado al quele parece más adecuado por sus facultades y su buengusto. Cada uno de los autores quisiera tener a Ni-cias, el financiero democristiano de ideas beatas, perode bolsa pródiga, que en un drama exige varias ave-marias, pero que está dispuesto a compensarlas conballets fastuosos y rico vestuario.

El corego se llama así porque no vayáis a creerque, después de Tespis, haya desaparecido el coro.Éste ha tenido que aceptar la competencia del per-sonaje, pero, sin embargo, es todavía el elemento másimportante del espectáculo y está compuesto por quin-ce individuos, entre cantores y danzantes, todos ellosvarones, que precisamente son instruidos por el co-rego y para los cuales el propio autor compone lamúsica. El único instrumento es la flauta, que sólosirve para subrayar las palabras que se pronuncian,imitando su tono. La tentativa llevada a cabo por Ti-moteo de Mileto de dar a la música una mayor par-ticipación, confiándola a una lira de once cuerdas, notuvo seguidores y por poco le cuesta la piel alautor. El público ateniense quería saber cuál era «elhecho». Y esto favoreció la afirmación de grandes ac-tores que a menudo no eran más que redomados bri-bones y que, lejos de ser socialmente descalificadoscomo en Roma, gozaban de varios privilegios: exen-

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ción del servicio militar, por ejemplo, y libre tránsitoa través de las líneas durante las guerras. Estos acto-res se llamaban hipócritas, pero la palabra no signi-ficaba lo que significa en nuestra lengua, sino «repli-cadores», porque daban la réplica al coro. Y estabanorganizados en una agrupación panhelénica de «ar-tistas dionisíacos», que llenaban las crónicas con susescándalos.

Según. Luciano, sus caracterizaciones eran mons-truosas y su recitado estentóreo, pero ello se com-prende pensando en las condiciones acústicas y devisibilidad de aquellos enormes teatros al aire libre,que no permitían mímica y entonación matizados.Había que recurrir a máscaras caricaturescas y a ele-vaciones físicas obtenidas con tacones altísimos y crá-neos superpuestos. Sólo cuando Aristófanes, con Lasnubes, puso en escena a Sócrates, el intérprete notuvo necesidad de caricatura alguna. Sócrates era ya,de por sí, una caricatura.

Pero el espectáculo verdadero es el público, muysemejante al japonés del kabuki. La entrada es depago, pero quien no tiene los dos óbolos para el bi-llete lo recibe gratis del Gobierno. Por lo tanto, acu-den a familias enteras, a dinastías, a manadas. Enel umbral, los sexos se separan y las cortesanasdisponen de un recinto aparte. El espectáculo duraun día entero desde el alba al ocaso; y en escena sesuceden cinco obras: tres tragedias, habitualmente,una comedia satírica y un monólogo. Por lo tanto hayque afrontar esta especie de olimpíada con las subsis-tencias a cuestas; comida, bebida, cojines, dados ypalabras cruzadas. Es una platea líquida, quejicosay peleona, donde se come, se trinca, se cambia desitio para hacer visitas y se manifiesta librementetodo lo que se piensa. Estallan aplausos, crepitan pa-teos, vuelan higos, tomates y hasta piedras. Esquinesfue casi lapidado; Esquilo se libró con dificultad deser linchado por la multitud que sospechaba de élhaber revelado en su obra un misterio eleusino; uncompositor se jactó de haberse construido la casa conlos ladrillos que habían arrojado contra él y cuandoFrínico presentó La caída de Mileto, los ateniensesquedaron tan afectados que el Gobierno le sacudióuna multa de cien dracmas por «crueldad mental».Los intérpretes de personajes malos o desagradablesarriesgaban de vez en cuando el pellejo: en tanto

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que los personajes simpáticos eran ovacionados y aco-gidos al grito de; «¡Aquí están los nuestros!»

Pero donde asoma el carácter de los griegos es enla modalidad del concurso. Siendo desconocidos losderechos de autor, éste recibe en pago un premio quepara las tres tragedias es una cabra y para la co-media una cesta de higos. Ello asignado por diez jue-ces, elegidos entre los espectadores. Cada uno deellos, al final de cada obra, escribe su juicio sobre unatablilla y las tablillas se van recogiendo en una urna.Después, el arconte saca cinco al azar y lee el re-sultado. Así no se logra saber cuáles son, de los diezjueces, los cinco que han asignado los premios. ¡Sefiaban unos de otros, los atenienses! Casi tanto comolos italianos de hoy.

Platón escribió más tarde que, a pesar de quedarasí sustraídos a los «guateques» de los autores, aque-llos jueces no lo estaban en absoluto a la sugestióndel éxito y a la intimidación del público. Y deploróesta corruptora «teatrocracia», dispensadora de so-brecitos, que había recompensado con una cabra laOresttada y con un cesto de higos Las nubes. Le pa-recía un escándalo.

CAPÍTULO XXXI

LOS «TRES GRANDES» DE LA TRAGEDIA

«Aquí yace Esquilo, de cuyas proezas son testigoslos bosques de Maratón y los persas de largos cabe-llos, que las conocieron bien.»

Este es el epitafio que el propio Esquilo dictó parasu tumba poco antes de morir. Evidentemente, élno atribuía mucha importancia a sus méritos de dra-maturgo y prefirió subrayar los que había alcanzadoen el campo de batalla como soldado-, como si sola-mente estos últimos pudiesen cualificarlo a la grati-tud y a la admiración de la posteridad.

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En efecto, Esquilo aun antes que un incompara-ble artista fue un ciudadano ejemplar. Y el prima:premio lo ganó no en la escena sino en la guerra,donde con sus dos hermanos realizó tales actos de he-roísmo, que el Gobierno encargó a un pintor que lo ce-lebrase en un cuadro. En el teatro había debutadonueve años antes, en 499 antes de Jesucristo, cuandoél tenía veintiséis; y en seguida se impuso a la aten-ción del público y crítica. Pero cuando la guerra con-tra Darío llamó a las puertas de Atenas, trocó la plumapor la espada y no regresó más que tras haber sidoalcanzada la victoria y ultimada la desmovilización.Nadie mejor que él, que había participado en aque-llo, podía sentir la orgullosa exultación de la pos-guerra y hacerse el intérprete de ella. Para festejarel triunfo sobre los persas, el Estado financió es-pectáculos dionisíacos nunca vistos, y todo permitecreer que Esquilo debió de tomar parte también ensu organización. En 484 ganó el primer premio. Cuatroaños después, los persas volvieron con Jerjes a inten-tar el desquite. Esquilo de cuarenta y cinco años ypoeta laureado, podía haberse sustraído a la llamada.En cambio, volvió a tirar lejos la pluma para empa-ñar la espada y combatió con el entusiasmo de unhombre de veinte años en Artemisium, en Salaminay en Platea. En 479 reanudó su actividad de drama-turgo y, regularmente, año tras año, ganó el primerpremio hasta 468, cuando hubo de cedérselo a unjovenzuelo de veintiséis años, un tal Sófocles. Se rehí-zo al año siguiente. Mas volvió a ser batido en los su-cesivos, hasta 458, cuando obtuvo el triunfo con laOrestíada. Sin embargo, en adelante le sucedió serdesposeído por Sófocles, y acaso por esto emigró aSiracusa donde ya había estado y donde Gerón tetributó grandes honores. Allí murió a los setenta y dosaños por culpa, decía la gente, de un águila que,vagando por el cielo con una tortuga entre las ga-rras, la dejó caer sobre la calva cabeza del poetatomándola por una piedra. Atenas quiso oír las trage-dias que había compuesto en Sicilia y volvió a darle,una vez muerto, el primer premio.

A Esquilo se le debe antes que nada una gran refor-ma técnica; la introducción de un segundo actor, enañadidura al que ya había desarrollado Tespis. Fuegracias a esto que el canto dionisíaco se transmutó de-finitivamente de oratoria en drama. Pero más impor-

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tante aún fue el tema que eligió y que después quedócomo de pragmática en todo el teatro sucesivo: lalucha del hombre contra el destino, o sea del indi-viduo contra la sociedad, del libre pensamiento contrala tradición. En sus setenta (o noventa) tragedias, Es-quilo asigna regularmente la victoria al destino, a lasociedad y a la tradición. Y no se trataba de tartu-fismo, pues su vida constituía un ejemplo de espontá-nea sumisión a estos valores. Pero en las siete obrasque de él nos han llegado, y sobre todo en el Prome-teo, asoma la simpatía del autor para el condenadorebelde.

Esta simpatía debía de ser compartida por el pú-blico que, al parecer, acogió mal la Orestíada porconsiderar demasiado beatas sus conclusiones y silbóa los jurados que la premiaron. Pero Esquilo pro-cedía de buena fe al poner en boca de sus protago-nistas esos latiguillos moralizadores que a menudo ha-cen pesados sus diálogos y atascan la acción: teníapasta de predicador cuáquero, de «cuaresmalista».Y más de dos mil años después, el filósofo alemánSchlegel, que en muchas cosas se parecía a él, dijoque Prometeo no era «una» tragedia, sino «la» trage-dia.

El padre de quien le sucedió en el favor de losatenienses es poco conocido, mas ciertamente dos co-sas, en su vida, le llamaron a engaño: la profesión yel nombre del hijo. Era armero en Colono, un subur-bio de Atenas, de modo que las guerras con los persas,que empobrecían a casi todos los ciudadanos, le en-riquecían a él y le permitieron dejar una hermosarenta a su vástago, que se llamaba Sófocles, es decir,«sabio y honrado».

A este hermoso nombre y a aquel hermoso patri-monio, Sófocles añadía también el resto: era guapo,sano como una manzana, atleta perfecto y excelentemúsico. Aun antes que como dramaturgo, consiguiópopularidad como campeón de pelota y de tocador dearpa; y tras la victoria de Salamina fue designadopara dirigir un ballet de jóvenes desnudos, elegidosentre los más hermosos de Atenas, para festejar eltriunfo. Por otra parte, además de en el teatro, hizotambién una espléndida carrera en política: Periclesle nombró ministro del Tesoro, y en 440 le confiriógalones de general al mando de una brigada en lacampaña contra Samos. Hemos de creer, sin embargo,

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que, como estratega, no debió de dar grandes resul-tados, pues el propio autokrator dijo más tarde quele prefería como dramaturgo.

Sófocles amó la vida, a la griega, o sea sin darcuartel a todos los placeres que aquélla ofrecía. Ve-nido al mundo en la edad feliz de Atenas, se apro-vechó ampliamente, como se lo permitían sus mediosde fortuna, una buena salud y un robusto apetito.Amaba el dinero, administró sabiamente el que le de-jara su padre y ganó otro tanto por sí mismo. Eradevoto de los dioses y a ellos dirigía plegarias yhacía sacrificios con escrupulosa puntualidad. Mas encompensación exigió de ellos el derecho de engañara su mujer y a frecuentar los más ambiguos niñosbonitos de Atenas. Sólo de viejo se «normalizó», vol-viendo a cortejar a las mujeres y se enamoró de unacortesana, Teórida, que le dio un hijo bastardo. El le-gítimo, Jofonte, temiendo que su padre le deshereda-se en provecho de su hermanastro, le citó ante eltribunal para hacerle desautorizar por chochez. El-anciano se limitó a leer a los jueces una escena dela tragedia que estaba componiendo en aquel momen-to; Edipo en Colonna. Y los jueces no solamente leabsolvieron, sino que le escoltaron hasta su casa enseñal de admiración.

Tenía casi noventa años cuando murió, en 406. Labelle époque de Atenas había terminado y los esparta-nos asediaban la ciudad. Entre el pueblo cundió lavoz de que Dionisio, dios del teatro, se había apare-cido en sueños a Lisandro, rey de los sitiadores, yle había ordenado que concediera un salvoconductopara franquear las líneas a los amigos de Sófocles,cuyo cadáver querían llevar a Deceleia para darle se-pultura en la tumba familiar. Fantasías, se compren-de; pero que sirven para demostrar la enorme popula-ridad de que había gozado aquel extraordinario per-sonaje.

Había escrito ciento trece tragedias, las cuales nose limitó a poner en escena: intervino también enellas como actor, y siguió haciéndolo hasta que lavoz se le enronqueció. Con él los personajes se habíanconvertido en tres y el coro perdió cada vez más suimportancia. Era un natural desarrollo técnico, peroa él contribuyó también la propensión de Sófoclespor la psicología. A diferencia de Esquilo, que era entodo partidario de la «tesis», él estaba por los «ca-

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racteres»; el Hombre le interesaba más que la Idea,y en esto estriba sobre todo su modernidad.

Las siete obras que de él nos quedan demuestranque aquel hombre, afortunado entre todos los hom-bres, ingenioso, jacarandoso y gozador de la vida, eradespués, en poesía, un sombrío pesimista. Considera-ba, como Solón, que la mayor ventura para el hombreera no nacer o morir en la cuna. Pero expresaba estospensamientos con un estilo tan vigoroso, sereno ycontenido, que nos hace dudar de su sinceridad. Eraun «clásico» en el sentido más completo de la palabra.Sus intrigas son perfectas como técnica teatral. Y lospersonajes que las animan, en vez de sermonear comoen Esquilo, tienden a demostrar. «Yo los pinto comodebieron ser —decía—. Eurípides es quien los pintacomo son.»

Eurípides, el joven rival del gran Sófocles, habíanacido en Salamina el mismo día, dícese, en que sedesarrolló la famosa batalla. Sus padres, que se ha-bían refugiado allí procedentes de Fila, eran gentede la buena clase media, si bien Aristófanes hayainsinuado después que ella, la mamá, vendía florespor la calle. El chico creció con la pasión de la filo-sofía, estudió con Pródico y Anaxágoras y se vinculócon tan estrecha amistad con Sófocles, que más tardele acusaron de haberse hecho escribir por éste susdramas, lo que es ciertamente falso.

No se sabe cómo se convirtió en escritor de tea-tro. Pero aparece claro, por las dieciocho obras quede él nos han llegado, sobre setenta y cinco que se leatribuyen, que Eurípides se burlaba del teatro en sí yque lo consideró tan sólo como un medio para exponersus tesis filosóficas. Aristóteles tiene razón cuandodice que, desde el punto de vista de la técnica dra-mática, representa un paso atrás respecto a Esquilo ya Sófocles. En vez de desarrollar una acción, mandabaun mensajero a resumirla en el escenario en formade prólogo, confiaba al coro largos parlamentos pe-dagógicos y, cuando el enredo se embarullaba, hacíabajar del techo un dios que lo resolvía con un mila-gro. Recursos de dramaturgo no cuajado, que le ha-brían conducido a rotundos fracasos, si Eurípides nolos hubiese compensado con un agudísimo sentido psi-cológico que prestaba veracidad y autenticidad a lospersonajes, acaso incluso contra sus intenciones. SuElectra, su Medea, su Ifigenia, son los caracteres más

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vivos de la tragedia griega. A lo cual debe sumarsela fuerza polémica de sus argumentaciones sobre losgrandes problemas que se planteaban a la concienciade sus contemporáneos. Había en Eurípides unShaw de gigantescas proporciones, que se batía porun nuevo orden social y moral, siendo cada uno desus dramas un redoble de tambor contra la tradición.Conducía esa cruzada con habilidad, consciente de lospeligros que entrañaba, pues la Grecia de entoncesno era la Inglaterra de hoy. Así, por ejemplo, paradesmantelar ciertas tendencias religiosas, finge exal-tarlas, pero lo hace de manera tal que muestra su ab-surdidad. De vez en cuando interrumpe en la boca deun personaje un razonamiento peligroso para permitirque el coro eleve un himno a Dionisio, destinado atranquilizar la censura y a calmar las eventuales pro-testas de los auditores santurrones. Pero de vez encuando se le escapan frases como; «Oh Dios, admi-tiendo que exista, pues de Él solo sé de oídas...», quedesataban tempestades en la platea. Y cuando en Hi-pólito pone en boca de su héroe; «Sí, mi lengua hajurado, pero mi ánimo ha permanecido libre», los ate-nienses, que estaban acostumbradísimos al perjurio,pero que no admitían oírselo decir, querían lincharle;y el autor tuvo que presentarse en persona paracalmarlos diciendo que tuviesen la paciencia de aguan-tar: Hipólito sería castigado por aquellas sacrílegaspalabras.

En el Louvre hay un busto de Eurípides que lemuestra barbudo, grave y melancólico y que corres-ponde a la descripción que han dejado sus amigos.Éstos le pintan como un hombre taciturno y más bienmisántropo, gran devorador de libros, de los que erauno de los raros coleccionistas. Su polémica moder-nista le había acarreado la hostilidad de los bienpensantes. Los conservadores le odiaban y Aristófa-nes le tomó directamente como blanco en tres desus comedias satíricas. Índice de la gran civilizaciónde Atenas es, sin embargo, el hecho de que cuandoEurípides y Aristófanes se encontraban en el agorao en el café, se comportaban como los mejores ami-gos del mundo. Solamente cinco veces los jurados seatrevieron a otorgarle el primer premio. En cuantoa los espectadores, se indignaban ó fingían indignar-se. Pero en sus «estrenos» no se encontraba un asien-to ni pagándolo con oro.

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En 410 le procesaron por impiedad e inmoralidad.Y entre los testigos de la acusación figuraba tambiénsu mujer, que no le perdonaba, dijo, el pacifismoen el momento que Atenas estaba empeñada en unalucha a vida o muerte contra Esparta. Entre los do-cumentos de la acusación fue exhibido el discurso desu Hipólito. El imputado fue absuelto. Mas la acogidaque inmediatamente después el público hizo a su dra-ma, Las mujeres troyanas, le hizo comprender queen adelante sería un extranjero en su patria. Por in-vitación de Arquelao se trasladó a Pella, capital deMacedonia. Y allí murió despedazado, contaron losgriegos, por los perros, vengadores de los dioses ofen-didos.

Sócrates había dicho que para un drama de Eurípi-des no le molestaba ir a pie hasta El Pireo, lo cual,para un perezoso de su calaña, significaba un gran sa-crificio. Y Plutarco cuenta que cuando los siracusanoshicieron prisionero a todo el cuerpo expedicionarioateniense, devolvieron vida y libertad a los soldadosque sabían recitar alguna escena de Eurípides. SegúnGoethe, ni siquiera Shakespeare le iguala. Ciertamen-te, él fue el primer dramaturgo «de ideas» que ha teni-do el mundo y quien llevó a la escena, en términos detragedia, el gran conflicto de aquél y de todos lostiempos: el conflicto entre el dogma y el libre examen.

CAPÍTULO XXXII

ARISTÓFANES Y LA SÁTIRA POLÍTICA

Leyendo las tragedias griegas, se comprende muybien por qué el público, después de haber oído tresen un día, una tras otra, notase la necesidad, antes deirse a la cama, de ver una comedia. Aquéllas no con-ceden tregua al espectador y le mantienen, desde laprimera hasta la última escena, en el estremecimiento

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y en el suspense. Una rigurosa división de trabajoprohibía a los dramaturgos recurrir a los ingredientescómicos de los comediógrafos.

Éstos, sin la democracia tal vez no hubieran apare-cido jamás, porque la comedia griega fue en seguida,desde el primer momento, comedia de costumbres,que exige libertad de crítica. Epicarmo, Crátino yEupolis, que fueron sus pioneros, se sirvieron delteatro como hoy se sirve del periodismo: para atacar,morder y parodiar partidos, hombres e ideas. Y, sinembargo, justamente la democracia y su gran jefe,Pericles, a quien debían su existencia, fueron preci-samente el blanco de ellos.

Esta contradicción no es difícil de explicar. Loscomediógrafos de Atenas no eran en absoluto anti-demócratas. Eran tan sólo escritores que buscaban eléxito. Y el éxito, también entonces, solamente se ob-tenía con el inconformismo, o sea con la crítica delorden constituido. Y como éste era democrático re-sultaba fatal que las comedias fuesen de tono con-trario, aristocrático y conservador. Era el único modode hacer oposición, que a su vez es un modo comootro cualquiera de ejercer un derecho exquisitamentedemocrático.

Sólo Aristófanes tiene algún título para ser con-siderado como un verdadero reaccionario, que creíaen lo que decía. Pues era de familia noble rural yhasta su vida lo demuestra. Se mantuvo apartado, concierta altivez, del café society y de los círculos in-telectuales de Atenas, mostrando una simpatía pro-bablemente sincera por Esparta, incluso cuando laguerra hubo estallado entre las dos ciudades. Tal vezde haber nacido bajo otro régimen, se hubiese conver-tido en poeta de la Naturaleza, como demuestran lospocos y fragmentarios Versos que de él nos han llega-do, de elevada inspiración y perfecto estilo. Había enél la solera del hidalgo rural, culto y elegante. Pero,habiendo venido al mundo en 450 antes de Jesucristo,se encontró, jovencísimo, teniendo que vivir en unademocracia que ya no era la del refinado Pericles,sino la del desaliñado Cleón el curtidor. Ella le esti-muló la manía polémica y le. impulsó a afrontar elteatro, que era, a falta de periódicos, la única arenadonde se pudiera empeñar una batalla de ideas, demoralidad y de costumbres. Y no con la tragedia,ligada al pasado, que le imponía sus temas, sino con

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la comedia, que le permitía enfrentarse al presente.La comedia era casi contemporánea, por fecha de

nacimiento, de Aristófanes. Solamente en 470 el Go-bierno había autorizado a Epicarmo, venido de Sicilia,a representar sus mamotretos satírico-filosóficos. Latradición dionisíaca de las procesiones fálicas, a laque todo el teatro se vinculaba, permitía también ala comedia el lenguaje soez. Pero los sucesores de Epi-carmo abusaron a tal punto de él, que en 400 huboque promulgar una ley para frenarlo. Nada se hizo,en cambio, contra la sátira política. Crátino pudoatacar a Pericles con los términos más groseros yvulgares, y Ferécrates exaltar la tradición aristocráti-ca contra el progreso democrático.

El más destacado en aquel momento era Eupolis,con quien Aristófanes trabó al principio una firmeamistad y estableció una provechosa colaboración;pero poco después riñeron y, pese a que ambos se-guían profesando las mismas ideas de oposición al ré-gimen, de vez en cuando interrumpían esta polémicapara atacarse y mofarse uno del otro en sus respecti-vas obras. A pesar de estos precursores, a los que Aris.tófanes alguna vez se dignó dirigir condescendienteselogios, la comedia era considerada aún como unapéndice de la tragedia, que se toleraba por razonesde taquilla. Se trataba de informes chapuceros, sintrama, sin caracteres, que se mantenían en pie sólo afuerza de chanzas y de muecas.

Aristófanes hizo diana en seguida atacando a Cleón,el amo de turno, y de tal manera, que ningún actortuvo el valor de encarnar el papel. Fue el mismo autorquien se presentó en escena con el indumento delstrategos, quien, en la platea, asistió impasiblemente asu propia y despiadada burla, la aplaudió y luego de-nunció a Aristófanes haciéndolo multar. Lo que noshace abrigar la duda de que el rústico Cleón era, al finy al cabo, un poco menos rústico de lo que se hadicho. El comediógrafo, una vez satisfecha la multa,escribió otra comedia que presentaba en escena almismo personaje, al que hizo objeto de un trato peorque en la precedente. El enorme gentío, exorbitante,aplaudió a rabiar. Y entre los aplausos estaban tam-bién, esta vez, los de Cleón. La democracia de Atenasestaba en manos de hombres que sabían lo que sehacían. Y nadie lo demostró mejor que él, Aristó-fanes, que se había propuesto denigrarla.

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Otro blanco de este curioso personaje era el racio-nalismo laico de las nuevas escuelas filosóficas, queél consideraba responsables del declive de la religión.Y, naturalmente, a sufrir la pena, Aristófanes pusoen el escenario los sofistas, Anaxágoras y su propioamigo Sócrates, que se vio cruelmente parodiado, peroque siguió siéndole amigo.

Porque esto era lo bueno de Atenas y el síntoma desu altísima civilización: que se relacionaban unoscon otros, discutían, se iban juntos de juerga, se mo-faban recíprocamente en público y seguían siendo ami-gos en privado. En Las nubes hay para todos. Peroespecialmente el pobre Sócrates, caricaturizado conel ropaje de «tendero del pensamiento», sale mal-parado.

El tercer blanco de Aristófanes fue Eurípides, y secomprende. Le odiaba talmente, que siguió poniéndo-le en escena para que hiciera las más ruines y ridicu-las figuras hasta después de muerto (Las ranas). Enél, Aristófanes se proponía, sobre todo, fustigar elprogresismo y el feminismo, sobre los que se apoya-ban aquellas concepciones utópicas de una sociedadigualitaria que detestaba y que puso en picota eaLos pájaros, acaso la más perfecta de sus obras, en-tre otras cosas porque es la única que no cierra laspuertas a la poesía.

Aristófanes es un nudo de contradicciones. Tomala actitud de campeón de la virtud, pero la defiendecon un lenguaje digno del más impenitente pecadory describe los vicios con una competencia y una com-placencia que nos induce a alguna sospecha sobresus fuentes de información. Su grosería nada tieneque envidiar a la de Crátino.

Defiende la religión, mas esto no le impide poneren escena una parodia de los Misterios eleusinos, quesería como hacer hoy una de la santa Misa; satiri-zar al mismo Dionisio, dios del teatro, e insinuar queel propio Zeus no es más que el amo de una casa detolerancia en el Olimpo. Para sus requisitorias morali-zadoras no vacila en utilizar las armas más inmorales,como por ejemplo la calumnia y la difamación.

Este hombre, sin duda inteligentísimo, se tornaobtuso frente a los hombres que odia y las ideasque detesta. En sus diatribas contra Pericles y el pue-blo, cae a menudo al mismo nivel de los demás desca-lificados libelistas, tipo Hermipo. Los rencores ofus-

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can en él el gusto y el sentido de la mesura. Rara-mente sonríe. Casi siempre se carcajea. En vez delsense of humour usa el sarcasmo, a menudo vulgar.Sus tramas son simple pretexto. Al leerle, se tiene laimpresión que se ponía a escribir sin saber dóndeiría a parar, y que él mismo buscaba a tientas latrama del suceso, como un miope que por la mañana,al despertar, buscase sus gafas. Sus personajes sonesquemáticos y caricaturescos, como los de todos losque escriben en tesis y llevan más en su interiorlos temas que los hombres.

Mas, pese a todas estas graves reservas, hay quedecir además que no se comprenderá nunca nada deAtenas si no se lee a Aristófanes: lo cual es el mayorelogio que se puede hacer de un escritor. En suspáginas aparecen las costumbres y la crónica de aque-lla ciudad, las ideas que por ella circulaban, los vi-cios que la afligían, las modas que en ella se su-cedían. Es la conversación del café y de la plaza loque ahí se vuelve a encontrar, fielmente conservada.Aristófanes es a la vez el Dickens y el Longanesi deAtenas: una mezcolanza de grandeza, de granujería yde miseria, de engagement y de charlatanería, deidealismo y de extorsión.

Con él, la comedia cesó de ser la hermana pobrey el vulgar proscrito de la tragedia para remontarsea la dignidad de expresión de un arte independiente.Efectivamente, el Gobierno consintió que en una jor-nada de las fiestas de Dionisio fuese dedicada exclusi-vamente a ella. Pero los abusos y las licencias que losautores se tomaron fueron tales como para provocarla institución de una censura que, como siempre, semostró catastrófica. La comedia de sátira política mu-rió antes que Aristófanes, que la había inventado, yque en sus últimos años acaso lamentó haberla usa-do en perjuicio del régimen político que se lo habíapermitido y que entonces había fenecido también.

La libertad es uno de esos bienes que se apreciansolamente cuando los hemos perdido. Aristófanes, quefalleció en 385, acabó escribiendo comedietas senti-mentales. Nos divierte poco leerlas porque notamoslo poco que se divirtió él al escribirlas.

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CAPÍTULO XXXIII

POETAS E HISTORIADORES

A primera vista puede sorprender que, al lado deaquella floración de la filosofía, el teatro, la escul-tura y la arquitectura, la edad de Pericles no puedaufanarse de otra igualmente desbordante de la poesía.Pero hay sus razones. La democracia, al destruir mo-narquías y principados, había destruido el mecenazgo,que es el gran abono. La poesía nace siempre cor-tesana y castellana, como fue precisamente la deHomero. La democracia es ciudadana, y en lugar delseñor guerrero y romántico coloca al burgués mer-cantil y racional, más interesado en el juego de la in-teligencia que en la intervención fantástica. El con-flicto de las ideas cobra prevalencia, arranca incluso elpoeta a la contemplación solitaria y le obliga a to-mar partido, es decir, a hacerse abogado de una ode otra causa. De hecho no es que la poesía falteen la Atenas de Pericles. Casi todos escriben en verso.Pero lo hacen al servicio de las ideas, por la filosofíao por el teatro. Y, naturalmente, teatro, filosofía eideas nos ganan. La poesía nos pierde.

Su mayor representante es Píndaro, nacido a finesdel siglo VI antes de Jesucristo (en 522, parece ser),que estaba más que saturado de poesía. Era de Tebas,ciudad que gozaba la fama que hoy tiene Cuneo yque, como Cuneo, no la merecía. Píndaro tenía untío músico, que le envió a sus costas, para estudiarcomposición a Atenas, con los maestros Laso y Agáto-cles. Al chico aquellos estudios le sirvieron bastantepara extraer de las palabras todas las armonías posi-bles. Sus conciudadanos dijeron que, una vez, Píndaroquedó dormido en el campo y que unas abejas, zum-bando sobre su boca, habían dejado caer encima unasgotas de miel. O tal vez fuera el mismo Píndaro quieninventó esta historia; la modestia no era su fuerte.Cinco veces concurrió al primer prefliio poético con

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su maestra y conciudadana Corina, que otras tantasveces le batió. Parece ser que ella iba provista, aojos de los jueces que componían el jurado, de argu-mentos de los que el pobre Píndaro carecía y quetenían poco que ver con la poesía. La derrota le hizoperder todo escrúpulo de galantería. Dijo que se sen-tía un águila «en comparación con aquella excrecenciacarnosa». Pues los poetas, cuando está de por medioun premio, emplean la prosa, ¡y qué prosa!

Pero pronto tuvo su desquite, pues de todas partesle llovieron comisiones de Gobiernos forasteros, de ti-ranos como Gerón de Siracusa y hasta de un rey, comoAlejandro de Macedonia (el bisabuelo del Magno). Demodo que cuando tuvo unos cuarenta y cinco añosy volvió a casa rezumaba celebridad y riqueza. Perolas había sudado, pues sus famosas odas, que al leer-las parecen tan fáciles y fluidas le habían costadoun trabajo indecible. Las componía a la par que lamúsica, de la que desgraciadamente no ha quedadorastro, pues la destinaba al canto que él mismo en-señaba al coro. Píndaro era, en suma, «un letrista»,aunque de altísimo nivel. Gran maestro de la métri-ca, henchido de metáforas, fantasioso y sustancialmen-te frígido bajo sus aparentes entusiasmos, llegó a losochenta años guardándose muy bien de mezclar supropio destino personal a los grandes acontecimientosde los cuales era regularmente el panegirista. Cuan-do estalló la guerra con los persas, estuvo con laneutralidad de Tebas, que involucraba la suya per-sonal también. Después, consumados los hechos, searrepintió y dirigió un sonoro homenaje a Atenascomo a «la renovada ciudad protegida de los dioses,rica, coronada de violetas, guía y baluarte de la Héladetoda». Tebas, por esta contradicción, le impuso unamulta de diez mil dracmas, algo así como seis millonesde liras. Pero fue Atenas la que, por gratitud, se lapagó. Murió en 442, cuando, habiendo mandado unmensajero a Egipto para preguntar al dios Ammónqué era lo mejor de la vida, éste le respondió: «Lamuerte.» Atenas le dedicó un monumento. Y cuando,siglo y medio después, Alejandro el Magno quiso cas-tigar a Tebas por una rebelión, mandó a sus soldadosincendiarla toda, menos la casa de Píndaro. Que, enefecto, todavía existe.

No queda gran cosa que decir sobre la poesía dePíndaro ni sobre la de sus menores contemporáneos.

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Toda la literatura de la edad de Pericles es engagée, esdecir, funcional. Y hasta en la prosa, los únicos quebrillaron fueron los «retóricos», o sea los maestresde oratoria, entre los cuales el más grande fue cier-tamente Gorgias, y los historiógrafos, que ademáseran sobre todo ensayistas políticos.

La rapidez de los progresos que los griegos hi-cieron en este campo queda demostrada por el hechode que entre Heródoto y Tucídides no transcurrenmás que cincuenta años, cuando parece que al menoshubieran sido quinientos. Heródoto escribe la historiacomo si fuese un cuento de hadas, sin distinguirla dela leyenda y el mito. Sabía muchas cosas porque, hijode una buena familia de Halicarnaso, había viajado;mas, en vez de cribarlas críticamente, las amontonóen una miscelánea que de «historia universal» teníasolamente la modesta pretensión. Los acontecimientosse confunden con los milagros y con las profecías,y Hércules es descrito como un personaje real, pari-gual de Pisístrato. Todo esto confiere a Heródoto elembrujo del frescor y de la inocencia. Puede leérselecon placer. Sólo hay que guardarse muy bien decreerle.

Tucídides, que comenzó a manejar la pluma cin-cuenta años después que Heródoto la hubo dejado,parece francamente pertenecer a otra edad. Se notaque entre ambos aparecieron los sofistas y se formóaquella especie de ilustración que tan extrañamenteacerca el siglo VI ateniense al siglo XVIII francés.

Tucídides había nacido en 460 antes de Jesucristo,de padre propietario de minas y madre de prestigiosafamilia tracia. Esto le permitió adquirir una excelenteinstrucción en la costosa escuela de los más renom-brados sofistas, de los cuales absorbió un escepticismofundamental. Su pasión era la política y, en efecto, to-dos sus primeros escritos son un diario de los aconte-cimientos de que era testigo. Se salvó de milagro dela epidemia de 430, que le había contagiado. Y seisaños después le encontramos almirante en la expe-dición naval en socorro de Anfípolis sitiada por losespartanos. El fracaso le costó el exilio y nos ha de-parado a nosotros el placer de una Historia de laguerra del Peloponeso que, de haberse quedado él ensu patria haciendo política, probablemente no hubieseescrito nunca.

Comienza su relato en el momento que Heródoto lo

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había dejado. Pero, ¡qué diferencia, incluso de estilo!El de Tucídides es terso como el cielo del Ática, sinbaboseos ni divagaciones. Hechos y personajes sonvistos con su mirada límpida y representados con sujusto relieve, sin prejuicios moralizadores. Nadie pue-de decir que sus retratos de Pericles, Nicias, Alcibía-des, sean verdaderos. Pero lo parecen y esto bastapara hacer gran historia. Tucídides no cae en una deesas inexactitudes en que el lector puede «picotear».Y su mano de escritor es tan hábil que no se nota.Él no emite juicios. Resalta lo bueno y lo malo en lanarración de los hechos. Sus simpatías y antipatíasno se advierten: lo que es singularmente raro en undesterrado. Tiene una sola debilidad: la de poner enboca de sus héroes frases elegantes, como se suelehacer escribiendo, más no hablando. Pero él mismoconfiesa que es un truco al que recurre para reavivarel relato y hacerlo más conciso y dramático. Todossus personajes tienen, en efecto, el mismo estilo: elde él. A veces, sin embargo, exagera: como cuandoatribuye a Pericles una Oración fúnebre sobre la de-caída grandeza de Atenas. Mas, ¡ay!, que Plutarcoestá ahí para decirnos que Pericles no había dejadonunca ningún escrito y que ni siquiera se habíantransmitido sus pasajes orales. Lo que creemos, tam-bién a causa de que la oratoria de Pericles no anduvojamás en búsqueda de paradojas, de dichos memora-bles y de frases de medalla que mereciesen recor-darse.

Tucídides es un hábil reconstructor de intrigas, peromás allá de la política no ve nada: ni los factoreseconómicos, ni las corrientes ideológicas, ni las trans-formaciones de las costumbres. En sus páginas no seencuentra una estadística, ni figura el nombre de unfilósofo. No asoma nunca ni un dios ni una mujer,ni siquiera Aspasia, que, sin embargo, algo contó enla vida y la carrera de Pericles.

Hay en él una mezcolanza de Tácito y de Guicciar-dini, pero más del segundo que del primero. ComoGuicciardini, desahogó en historia las defraudadasambiciones políticas, y lo hizo con la misma frial-dad desencantada e igual pesimismo sobre la funda-mental maldad y estupidez de los hombres. No reco-noce progreso. La Humanidad, según él, está destinadaa no aprender nada de la Historia y a repetir siempre,a cada generación, los mismos errores, idénticas in-

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justicias y bestialidades. Confesemos que encontraría-mos cierto embarazo en contradecirle.

Además de darnos una representación de los hom-bres y los hechos de su tiempo, Tucídides nos pro-porciona el documento de la madurez alcanzada porAtenas en cuanto a pensamiento y expresión. Su pro-sa es un elevado modelo de concisión, de eficacia,de limpio equilibrio. Es una lengua hablada maravillo-samente, como lo son todas las que han alcanzado laperfección. Nada de áulico ni de académico. Es unestilo sublime porque no se nota que es un «estilo».

Pero Tucídides, el discípulo de los sofistas, nos de-muestra también otra cosa: que el escepticismo habíavencido ya. Los griegos, una vez arrojados del Olimposus dioses, instalaron en él la Razón. Y él no creía yaen nada: ni siquiera en lo que escribe.

CAPÍTULO XXXIV

DE ASCLEPIOS A HIPÓCRATES

Oh Asclepios, oh deseado, oh invocado dios, ¿cómopues podría conducirme dentro de tu templo si túmismo no me conduces a él, oh invocado dios quesobrepasas en esplendor el esplendor de la tierra y dela primavera? Y ésta es la plegaria de Diofanto. Sál-vame, oh dios socorredor, sálvame de esta gota, quesólo tú lo puedes, oh dios misericordioso, sólo tú enla tierra y en el cielo. Oh dios piadoso, oh dios detodos los milagros, gracias a ti he sanado, oh diossanto, oh bendito dios, gracias a ti, gracias a ti, Dio-fanto no caminará más como un cangrejo, sino quetendrá buenos pies como tú has querido.

Ésta es una de las tantas inscripciones que se pue-den leer todavía en una de las muchas lápidas del

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templo de Epidauro, donde todos los enfermos de Gre-cia acudían a hacerse curar por Asclepios, dios dela medicina. Aquella amalgama de santuario, hospital,sanatorio y bazar debía de presentar, durante elaño, un aspecto harto curioso. Una muchedumbre delisiados, de ciegos, de epilépticos, la tomaba por asal-to, dando mucho quehacer, para disciplinarla, a loszácoros, a los portallaves, a los piróforos, que, mitadsacerdotes y mitad enfermeros, representaban a Ascle-pios y vigilaban los milagros.

Los peregrinos se reunían bajo los pórticos jónicos,de setenta y cuatro metros de longitud, que circun-daban el templo, con su impedimenta, que debía deser bastante voluminosa, pues cada cual tenía que pro-veerse por sí mismo de comida y leche. La clínica sóloproporcionaba, para no dejarles al raso, los muros deldormitorio, que estaba en la planta superior y se lla-maba ábaton. Los pacientes, tras una noche pasada,unos durmiendo y otros rezando, eran conducidos ala fuente para tomar un baño y la precaución nodebía de ser superflua: los griegos se lavaban pococuando estaban sanos, conque figurémonos cuando es-taban enfermos. Solamente después de haberse des-costrado de encima lo mejor posible el hedor y lasuciedad, eran admitidos en el templo propiamentedicho para la oración y la ofrenda. Asclepios era undoctor honesto; se remitía, para los honorarios, alcliente y sólo los exigía en caso de curación. Para sol-dar un fémur roto se contentaba con un pollo. Maspara los pobres trabajaba también gratis, como de-muestra la inscripción de otra lápida, donde se recuer.da el caso de un labrantín quien, no habiendo podidoofrendar más que un puñado de huesecitos, fue sana-do lo mismo.

No sabemos con precisión en qué consistían las cu-ras. Ciertamente las aguas tenían gran parte en ellas,pues la región abundaba en termales. Otro ingredien-te muy usado eran las hierbas. Pero sobre todo secontaba con la sugestión que se creaba a copia deexorcismos y espectaculares ceremonias. Tal vez serecurría también al hipnotismo y en ciertos casos has-ta a la anestesia, si bien no se sabe cómo la lograban.Porque de las inscripciones resulta que Asclepios, másque un clínico, era un cirujano. Éstas no hablan, enefecto, más que de vientres abiertos a cuchilladas, detumores extraídos, de clavículas soldadas, de piernas

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torcidas enderezadas haciendo transitar un carro porencima. El caso más célebre de todos fue el de unamujer que, queriendo librarse de una tenia y estandoAsclepios ocupado en aquel momento, se había dirigi-do a su hijo quien, teniendo como el padre la pasiónpor la cirugía, le separó la cabeza del cuello y con lamano fue a buscarle la lombriz en el estómago. La en-contró y la sacó. Pero luego no pudo volver a ponerla cabeza sobre el tronco de la desdichada, así quetuvo que entregarla en dos trozos al padre, quien,tras haberle dado un capón al incauto muchacho, losjuntó. Esto también aparece escrito en una lápida.

Seguramente los sacerdotes que en nombre de As-clepios cumplían estas hazañas debían de ser unosbribonazos de marca. Pero no es imposible que tu-viesen un poco de práctica en medicina, y de todassuertes conservaron en el culto a Asclepios algo dehogareño y cordial. En aquella gran Lourdes de Epi-dauro, el dios se había contentado con una simplecapilla, donde se alzaba su estatua con los dos ani-males preferidos por él: el perro y la serpiente. Elresto era destinado a la comodidad de los peregrinosy a sus recreos, con piscina y palestra.

Fue este dios socorredor y algo charlatán, pero bon-dadoso, o, por decir mejor, fueron sus sacerdoteslos que monopolizaron la medicina griega hasta elsiglo v. Sólo en tiempos de Pericles asomó la me-dicina laica, que se apoyaba o pretendía apoyarse enbases racionales, al margen -de la religión y de losmilagros. Pero también esta novedad le vino a Atenasdesde fuera, o sea del Asia Menor y de Sicilia, dondese habían formado las primeras escuelas seglares.

El verdadero fundador fue Hipócrates, si bien pare-ce ser que antes que él, en Crotona, había habido otro,Alcmeón, formado en la escuela de Pitágoras, al quese atribuye el descubrimiento de las trompas de Eus-taquio y del nervio óptico. Pero de éste no sabemoscasi nada, jnientras que Hipócrates es una figura his-tórica. Era de Coo, donde todos los años acudían milesde enfermos para zambullirse en las aguas termales.Éstos constituían un excelente material de estudiopara el joven Hipócrates, que era hijo de un «curan-dero» y discípulo de otro, Heródico de Selimbria. Em-pezó por elaborar una casuística que le allanó el cami-no para formular, sobre la base de la experiencia, ladiagnosis. Sus libros fueron después reunidos en un

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Corpus Hippocraticum, donde de Hipócrates tal vezno hay más que una mínima parte, siendo el restoañadido por sus discípulos y sucesores. En él se en-cuentra confusamente de todo: Anatomía, Fisiología,inducciones, deducciones, consejos, investigaciones yun conspicuo número de absurdidades. No obstante,ha constituido el texto fundamental de la Medicinadurante más de mil quinientos años.

Hipócrates debió de haber tenido algún disgustocon la Iglesia, porque comienza con la afirmación delvalor terapéutico del rezo. Mas en seguida se pone adesmantelar el origen celeste de las enfermedades, tra-tando de reconducirlas a sus causas naturales. Pa-rece que, como profesional, valía poco, pues no com-prendió el valor revelador de las pulsaciones, juzgabala fiebre sólo con el contacto de la mano y no aus-cultaba al paciente. Pero desde el punto de vista cien-tífico y didáctico, fue ciertamente el primero queseparó la Medicina de la religión, prefiriendo anclarlaen la filosofía, que desgraciadamente no es menospeligrosa. Era amigo de Demócrito, que le desafió alongevidad. Ganó el filósofo, rebasando los cien años,en tanto que el médico sólo llegó a los ochenta y tres.

El cuerpo, dice Hipócrates, está compuesto de cua-tro elementos: sangre, flegma, bilis amarilla y bilisnegra. Las enfermedades provienen del exceso o deldefecto de cada uno de ellos. La cura debe consistir enun reequilibrio y por eso ha de basarse, más queen las medicinas, en la dieta. Mejor es prevenir ladolencia que reprimirla.

No puede decirse que bajo la guía de Hipócratesla Anatomía y la Fisiología hubiesen hecho grandesprogresos. Sólo la Iglesia proporcionaba material deestudio con los despojos de los animales que eransacrificados para deducir de ellos los auspicios. Y encuanto a la cirugía, permaneció siendo monopolio delos practicones que la ejercían a troche y moche y,sobre todo, de aquellos que lo hacían al servicio delEjército durante las guerras. Pero a él se debe la for-mación de la Medicina como ciencia autónoma y suorganización. Antes, de Hipócrates, se iba a Epidauroa solicitar el milagro. De laicos no había más queciertos peripatéticos brujotes que se desplazaban deciudad en ciudad y a quienes el Estado no exigía eltítulo de estudios para ejercer. Había entre ellos mu-chas mujeres, porque sólo éstas podían curar a las

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demás mujeres. Alguno, como Democedo, adquirió in-cluso fama y ganaba buenos puñados de dinero. Perola profesión estaba imbuida de charlatanería y, por lotanto, desprestigiada.

Hipócrates le confirió una alta dignidad, elevándolaa sacerdocio con un juramento que comprometía alos adeptos no sólo a ejercer según ciencia y concien-cia, si que también a atenerse a un rígido decoroexterno, a lavarse mucho y a guardar una actitudmesurada que inspirase confianza al paciente. Por pri-mera vez, con él, los médicos se organizaron gremial-mente, se volvieron estables, fundaron iatreia, esdecir, gabinetes de consulta, y celebraron congresosdonde cada uno aportaba la contribución de sus pro-pias experiencias y descubrimientos.

El Maestro ejercía poco. Por lo demás, estaba conti-nuamente de viaje para consultas de excepción. Lellamaban hasta el rey Pérdicas de Macedonia y Ar-tajerjes de Persia. Atenas le invitó en 430 antes deJesucristo, cuando hubo una epidemia de tifus pete-quial. No sabemos qué curas prescribió ni qué resulta-dos obtuvo. Pero Hipócrates tenía un modo de diag-nosticar y de pronosticar, a fuerza de sonoras pala-bras científicas, que infundía respeto hasta cuandono curaba el mal. Y era célebre por aforismos como:«El arte es largo, pero el tiempo es fugaz», que deja-ban a los pacientes con sus reumatismos y sus ja-quecas, pero que les sugestionaban.

Su buena salud era la mejor réclame de sus te-rapias. A los ochenta años correteaba aún de unaciudad a otra, de un Estado a otro, huésped de lascasas más señoriales, pero siempre sujeto a un hora-rio y a una dieta rigurosa. Comer poco, andar mucho,dormir sobre duro, levantarse con los pájaros y conéstos acostarse, era su regla de vida.

Fue una especie de Frugoni (1). Más que fundaruna ciencia, dio un ejemplo a todos los que a partirde entonces habrían de servirla.

(1) Poeta italiano (1692-1768), fecundo, fácil y de imaginaciónpomposa. Frugonianismo significa en Italia poesía vacía y enfática.(N. del T.)

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CAPÍTULO XXXV

EL PROCESO DE ASPASIA

Formalmente Pericles permaneció strategos autokra-tor hasta 428 antes de Jesucristo, cuando murió. Dehecho, estaba «jubilado» hacía tres años, o sea en432, cuando se intentó un proceso contra Aspasia, aun-que en realidad el objetivo era él. Fue la grandeaffaire política y mundana del momento, una especiede Capocotta con protagonistas de más alto y noblenivel, pero con aspectos no menos sórdidos y bajos.

La ofensiva fue lanzada por los conservadores, queya habían intentado dañar a Pericles difamando y acu-sando a sus amigos más íntimos y colaboradores. Fi-dias lo fue por indebida apropiación de una cantidadde oro que se le entregó para exornar su gigantescaestatua de Atenas y resultó condenado. Ánaxágoras,atacado por herético, huyó para escapar de un procesode cuyo resultado no estaba nada seguro y que elpropio Pericles quería evitar. Hasta que, envalentona-dos por esos éxitos, los conservadores llevaron al tri-bunal a Aspasia, bajo la acusación de impiedad.

Fue como destapar un ataúd, tal fue la podredum-bre que salió en forma de cartas y de libelos anóni-mos. Los más descalificados libelistas de la época, ca-pitaneados por Hermipo, compitieron en lanzar lascalumnias más infamantes contra la «primera damade Atenas», representándola como una vulgar celesti-na, que había hecho de Pericles lo que Deyanira habíahecho de Hércules, no ya envolviéndole en una cami-sa ardiendo, sino debilitándole y prostituyéndole conorgías, cocaína y «misas negras». Gracias a ella, de-cían, la casa del autokrator se había convertido en unburdel, donde Aspasia atraía a las damas de la buenasociedad y a sus hijas menores de edad, para darlasen pasto a su estragado amante y luego rescatarle.

Nada de esto fue probado al tribunal compuestode mil quinientos jurados. En defensa de la acusada

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habló el mismo Pericles, cuya voz se quebraba ensollozos de vez en cuando. Tal vez lo que le inspirabatal desesperación no eran los peligros que corría lapersona que él amaba más que nada en el mundo,sino el espectáculo de la ingratitud, la envidia ruin,los sordos rencores, los complejos de inferioridad quela sociedad ateniense ponía de manifiesto en perjui-cio de un hombre a quien debía, si no todo, mucho.Y tal vez la verdadera razón por la cual él se apartódesde entonces fue que aquella experiencia le habíaquitado la fe en la democracia, haciéndosela aparecercomo la incubadora de los más bajos instintos hu-manos.

Pero incluso políticamente, además de moralmente,este proceso es instructivo porque nos muestra loslímites de lo que erróneamente fue llamada «la dic-tadura de Pericles» y nos esclarece su esencia. ¿Osimagináis, en pleno fascismo, un proceso contra Cla-retta Petacci, o en pleno nazismo contra Eva Braun?Evidentemente, el sírategos autokrator no era un duceni un führer y su régimen no era semejo a ninguno delos modernos totalitarismos policíacos.

Para comprender algo de ello hay que poner siem-pre mientes en los tres hechos fundamentales que locondicionan: la restricción de la ciudadanía, qué norebasaba los treinta mil votantes, de los que unamitad, la del campo, como yo hemos dicho, quedabaexcluida por las dificultades del viaje; la conciencia,por parte de los ciudadanos, de constituir una minoríaprivilegiada en una ciudad de más de doscientos milhabitantes; y su honda participación en los asuntospolíticos y de Estado, dado el escaso sentido que te-nían de los vínculos familiares. Mientras un italianode hoy es antes que nada un padre, un marido, unhijo, etc., o sea un hombre convencido de tener debe-res sólo con la familia, en nombre de la cual puedeincluso ser un desertor en la guerra y un ladrón en lapaz, el ateniense de entonces era, antes que cualquierotra cosa, un ciudadano para el cual prevalecían losdeberes sociales. Éste los cumplía sobre todo en dossedes; la del club o «confraternita» y la del Parlamen-to o Ecclesia.

En Atenas había tantos clubs casi como hoy díaen los países anglosajones. Cada ateniense pertenecíapor lo menos a tres o cuatro; pongamos el de losoficiales retirados, el de los que se habían elegido por

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patrono determinado dios o diosa, el profesional, elde los aficionados a cierto vino o a cierta lechoncita.Y era una manera de conocerse y controlarse uno aotro, de establecer vínculos, de tomar decisiones cole-giales de categoría que tenían eco en el Parlamento.

Aquí se reunían cuatro veces al mes todos los ciu-dadanos, no ya sus diputados. Los atenienses no ele-gían a nadie para representarles. Dado el número re-lativamente escaso, iban en persona. Y se reagrupa-ban, no según los partidos, sino, en todo caso, segúnlos clubs, donde habían llegado ya a un acuerdo sobrela actitud a tomar respecto a los proyectos de ley endiscusión. Naturalmente, existía una notoria divisiónentre los oligárquicos con su séquito proletario y losdemócratas; mas no existía una «derecha» y una «iz-quierda» como en la topografía política moderna.

Este Parlamento no disponía de local. Se reuníasiempre al aire libre a veces en el teatro, a veces enel agora y a veces incluso en El Pireo. La sesión seabría al alba, con una ceremonia religiosa que consis-tía en el sólito sacrificio a Zeus de un ternero oun cerdo. Si llovía, quería decir que Zeus estaba demal humor y la reunión quedaba aplazada. Luego elpresidente, que era elegido cada año, leía los pro-yectos de ley. En teoría, todos podían hablar en proy en contra, por orden de edad. En realidad habíaque estar legalmente casado, no tener antecedentespenales, ser propietario de algún bien inmueble y estaren orden con los impuestos. Y estamos seguros deque en estas condiciones se encontraban a lo más eldiez por ciento de los congregados, Pero, además ha-bía que poseer también el don de la oratoria, pues setrataba de una reunión de entendidos que no gustabade meterse con el que subía a la tribuna.

Éste no podía quitar ojo a la clepsidra de agua quemedía el tiempo y cuya institución es lástima que losParlamentos de hoy día hayan olvidado. Había quedecir todo lo que se tenía que decir, bien, clara yrápidamente. No sólo esto, sino que quien presenta-ba una proposición era responsable de la misma, en elsentido de que, al cabo de un año de su adopción,si los resultados habían sido negativos, además deanular el acuerdo, se podía multar al autor de la pro-puesta. Y también es lástima que se haya perdidoesta costumbre. Se votaba por aclamación, salvo encasos particulares en los que se exigía el escrutinio

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secreto. Y el resultado era definitivo: la proposiciónse convertía automáticamente en ley. Pero antes dellegar a este resultado final, habitualmente se pedíael parecer de la bulé o Consejo, que era una especiede Tribunal constitucional.

Lo formaban quinientos ciudadanos sacados a suer-te de los registros de vecinos, sin fijarse en califi-caciones y competencias particulares. Ejercían el car-go durante un año y no podían ser sorteados de nue-vo hasta que todos los demás ciudadanos hubiesencumplido su turno. Por aquel servicio público eranmodestamente pagados: cinco óbolos al día. Y se re-unían en un edificio ex profeso, el buleuterio, en unángulo del agora. Estaban divididos en diez pritanias,o comités, de cincuenta miembros cada uno, según loscometidos que eran de vario y amplio control: laconstitucionalidad de las proposiciones de ley, la mo-ralidad de los funcionarios civiles y religiosos, el pre-supuesto y la administración pública. Estaban reuni-dos todos los días desde el amanecer hasta el ocaso.Cada pritania presidía durante treinta y seis días atoda la bulé, sacando a suertes cada día el presidentede entre los propios miembros. De modo que a cadaciudadano le tocaba serlo tarde o temprano, lo quehacía de Atenas una ciudad de ex presidentes y ayudaa explicarnos el gran apego de aquel pueblo a su ciu-dad y a su régimen.

En cuanto al Areópago, ciudadela de los aristócra-tas conservadores, y en tiempos omnipotente, la de-mocracia, desde Pisístrato en adelante, lo ha ido devo-rando lentamente. Existe aún en tiempos de Pericles,pero reducido a una especie de Tribunal de casación,competente sólo para pronunciarse sobre los delitosque entrañan la pena capital. El poder legislativo esahora un sólido monopolio de la Ecclesia y de la bulé.

El ejecutivo es ejercido por los nueve arcontesque, de Solón en adelante, componen el ministerio. Enteoría, también éstos vienen imparcialmente sorteadosentre el elenco de los ciudadanos. De hecho, por «ca-sualidad» se guía la mano con mil sagacidades. Elsorteado ha de demostrar primero que todos sus as-cendientes son, por las dos partes, atenienses, que hacumplido todos sus deberes de soldado y de contri-buyente, el respeto que tiene a los dioses, la ejem-plaridad de una vida sobre la cual son admitidas todaslas insinuaciones y sobre la cual muy pocos debían

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de estar dispuestos a aceptar investigaciones. Pero,además, hay que pasar ante la bulé una especie deexamen psicotécnico llamado doquimasia, que pongade manifiesto el nivel intelectual del candidato, y aeste respecto es fácil comprender qué clase de paste-leos se podían hacer.

El arconte permanece en el cargo un año, duranteel cual ha de pedir lo menos nueve veces el voto deconfianza a la Ecclesia. Expirado el término, todasu actividad queda sujeta a investigación por parte dela bulé, cuyo veredicto varía de la condena a muerte ala reelección. Si no hay ni ésta ni aquélla, el ex arcon-te queda jubilado del Areópago, donde permanece, pordecirlo así, como senador vitalicio pero sin poderes.

De los nueve arcontes, el formalmente más impor-tante es el basileo, que literalmente querría decir rey,pero que en cambio correspondería hoy en día a«papa», dado que sus atribuciones son exclusivamentereligiosas. En el papel, encarna el más alto cargo delEstado. Pero en realidad los poderes mayores, en estasospechosa división que tiende a excluirles a todos,están en manos del arconte militar, llamado stratégosautokrator, que es el comandante en jefe de las fuer-zas armadas. Dado que Atenas no es un Estado mili-tarista con ejército permanente y que el servicio deleva, en vez de en cuarteles, se hace en nomadelfiassin uniforme, donde el recluta, más que a obedecer,aprende a autogobemarse y guarda celosamente elsentido de sus derechos y de su independencia deciudadano, no hay peligro de que el autokrator puedahacer de él un instrumento para cualquier pronuncia-miento (1) a la sudamericana.

Fue, pues, este cargo en el que en seguida fijóPericles su atención, haciéndose reelegir año tras añodesde el 467 en adelante. Pero por el mismo hechoque cada vez tenía que formar una mayoría en laEcclesia y luego someterse a una investigación porparte de la bulé, está claro que sus poderes eran máslos de un rey constitucional que los de un dictador.Por su habilidad personal logró ejercerlos en sentidoextensivo, atribuyéndose poco a poco los de ministrode Relaciones Exteriores y del Tesoro. Atenas, comogran potencia naval, necesitaba de gran diplomaciay los atenienses, pareciéndolcs que Pericles era muy

(1) En español en el original.

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ducho en ella, se la dejaron en contrata. Pero cadadecisión que tomaba tenía que someterla a la Ecclesia.Más recelosos se mostraron en lo tocante a la admi-nistración de las finanzas, porque parecía que Pénelestenía las manos rotas. Y, como ejemplo, por el Par-tenón le hicieron, como hemos dicho, mil historias.

Pero las cifras son las cifras. El presupuesto del Es-tado, cuando Pericles fue elegido por primera vez, re-gistraba una entrada total de mil quinientos millonesde liras al año. Cuando se retiró, pese a lo que habíagastado en obras públicas, las entradas habían subidoa treinta y cinco mil millones.

En suma, el secreto de Pericles, el que le valió lareelección para autokrator durante casi cuarenta años,era tan sólo su éxito, debido a la excelencia de suscualidades de estadista y de administrador. Tan pocoabusó de ella, que tuvo que sufrir, al término de suinmaculada carrera, el proceso de Aspasia, del cualel verdadero encausado era él mismo y tuvo que im-plorar, llorando, piedad en público, .ante mil quinien-tos jurados.

Si aquel proceso deshonra a alguien, no es a Peri-cles y ni siquiera a Aspasia, sino a Atenas.

CUARTA PARTE

EL FIN DE UNA ERA

CAPÍTULO XXXVI

LA GUERRA DEL PELOPONESO

De prestar oídos a las malas lenguas de la época,Pericles llevó Atenas a la ruina buscando camorra enMegara, porque algunos megarenses habían ofendido

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una vez a Aspasia secuestrando un par de chicas desu casa de tolerancia. También entonces la gente sedivertía explicando la historia con la nariz de Cleo-patra.

En realidad, el asunto de Megara, que fue el co-mienzo de la catástrofe no tan sólo para Atenas sinopara toda Grecia, tiene orígenes mucho más comple-jos y lejanos y no dependió en absoluto de la volun-tad de un hombre, ni siquiera de un Gobierno o deun régimen. Pericles no hizo una política exterior dife-rente a la que otro cualquiera, en su lugar, habríahecho. Para Atenas no había alternativas: o ser unimperio o no ser nada. Encerrada por la parte delcontinente, con pocos kilómetros cuadrados de tierrapedregosa y árida, el día en que no hubiese podidoimportar trigo y otras materias primas se habríamuerto de hambre. Para importarlas necesitaba se-guir siendo la dueña del mar. Y para seguir siendodueña del mar, tenía que dominar con su flota todosaquellos pequeños Estados anfibios que los griegoshabían fundado en las costas de su península, delAsia Menor y en las islas, grandes y pequeñas, querecortan el Egeo, el Jónico y el Mediterráneo.

El Imperio de Atenas se llamaba Confederación,como el inglés se llama Commonwealth. Pero la rea-lidad que se ocultaba en este nombre hipócritamentedemocrático e igualatorio, era el control comercial ypolítico de Atenas sobre las ciudades que formabanparte de la Confederación. Metona, cuando fue azota-da por la sequía y la carestía, hubo de penar no pocopor obtener de Atenas el permiso de importar consus naves un poco de trigo. Atenas pretendía ser ellaquien distribuyese las materias primas, primeramentepara garantizar el monopolio de los fletes a sus ar-madores, y, después, para disponer de un arma conque reducir por el hambre aquellos pequeños Estadossi hubiesen tenido veleidades autonomistas.

Pese a todo el liberalismo, Pericles no aflojó jamásese control. Como buen diplomático, defendía el de-recho a la supremacía marítima ateniense en nom-bre de la paz. Decía que su flota aseguraba el orden,y en cierto sentido era verdad. Pero se trataba de unorden estrictamente ateniense. Él, por ejemplo, rehusóregularmente, como sus predecesores, dar una explica-ción sobre el uso que se había hecho de los fondosaportados por las varias ciudades para financiar las

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campañas contra Persia: en realidad los había emplea-do para reconstruir Atenas desde los cimientos y ha-cer de ella la gran metrópoli en que se convirtió bajoél. En 432 recogió de los Estados confederados la bo-nita suma de quinientos talentos, equivalente a algoasí como ciento setenta mil millones de liras de hoy.Por la «causa común», se comprende, y por la flotaque garantizaba la paz. Pero esta flota era sólo ate-niense y la paz le acomodaba a Atenas para mantenersu supremacía. Los ciudadanos de la Confederación notenían los mismos derechos. Cuando surgían líos ju-diciales en los que se viese envuelto un ateniense, tansólo eran competentes los magistrados de Atenas, se-trún el régimen que hoy se llama «de capitulación»

que siempre ha caracterizado al colonialismo.En suma, la democracia de Pericles tenía límites.

Dentro de la ciudad era monopolio de la pequeña mi-noría de ciudadanos, con exclusión de los metecos ylos esclavos. Y en las relaciones con los Estados con-federados no asomaba ni de lejos. En 459 Atenas habíaempleado la flota para intentar una expedición enEgipto y expulsar a los persas que se habían instaladoallí. Aunque batidos, todavía constituían un peligro yEgipto, además de poseer bases navales de primer or-den, era el gran granero de aquel tiempo. La Confe-deración no tenía mucho interés en anexionárselo:además, el trigo, Atenas se lo habría quitado después.Pero tuvo que financiar igualmente la empresa, quefracasó.

El mal humor contra el prepotente amo, que yaincubaba hacía tiempo, estalló en Egina, luego en Eu-bea y por fin en Samos. Y la flota, que debía servira la «causa común», o sea también a la de estos tresEstados que se desangraban por financiarla, sirvió encambio para aplastarlos bajo una violenta represión.

Las represiones no son nunca un signo de fuerza,sino de debilidad. Y como a tales fueron interpreta-das las de Atenas por Esparta que, encerrada en susmontañas, no se había convertido en una gran ciudadcosmopolita, no tenía literatura, no tenía salones, notenía Universidad, pero en compensación tenía mu-chos cuarteles donde había seguido instruyendo solda-dos con la disciplina y la mentalidad de los kamika-ze, como en los tiempos de Licurgo. Un poco por suposición geográfica en el interior del Peloponeso, unpoco por la composición racial de sus ciudadanos, to-

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dos de tronco dorio y por ende guerrero, que jamás sehabían fusionado con los indígenas, que permanecíanen la condición de siervos y apartados de toda partici-pación, hacían de ella la ciudadela del conservadurismoaristocrático y rural. Sus hombres políticos no teníanla brillantez de los atenienses; pero poseían el cálculopaciente de los campesinos y el sentido realista delas situaciones. Cuando fueron solicitados por los emi-sarios de los Estados vasallos de Atenas y de los quetemían serlo, para encabezar una guerra de liberaciónde la poderosa rival, oficialmente declinaron, pero bajomano se dedicaron a urdir la trama de una coalición.

Esto no pasó inadvertido a Pericles, quien proba-blemente se preguntó si no sería cuestión de recupe-rar las simpatías perdidas, implantando las relacionesconfederales sobre bases más equitativas y democrá-ticas. Pero fuere que terminó concluyendo para susadentros que era imposible hacerlo sin renunciar a lasupremacía naval, o que previese perder el «puesto»presentando una propuesta semejante a la Asamblea,el hecho es que prefirió afrontar los riesgos de unatirantez. Su plan era sencillo: retirar, en caso deguerra, toda la población del Ática y todo el Ejércitodentro de los muros de Atenas y limitarse a defenderla ciudad y su puerto; la supremacía marítima le per-mitiría una resistencia indefinida. Trató, sin embargo,de evitar el conflicto convocando lo que hoy se llama-ría una conferencia panhelénica «en la cumbre», en laque deberían participar los representantes de todoslos Estados griegos para encontrar una pacífica so-lución a los problemas pendientes.

Esparta consideró que el adherirse a ella equival-dría a reconocer la supremacía ateniense y declinó.Fue como si hoy América convocase una conferenciamundial y Rusia rehusase o viceversa. Su ejemploanimó a otros muchos Estados, que la imitaron.Y aquel fiasco fue otro paso adelante hacia un conflic-to del cual estaban ya puestas las premisas. Se trata-ba de saber quién, entre Atenas y Esparta, poseía lafuerza de unificar a Grecia. Atenas era un pueblojonjeo y mediterránea era la democracia, la burgue-sía, el comercio, la industria, el arte y la cultura.Esparta era una aristocracia dórica y septentrional,agraria, conservadora, totalitaria y tosca. A estos mo-tivos de guerra Tucídidc's añadió otro: el aburrimien-to que la paz, que ya había durado demasiado, ins-

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piraba especialmente a las nuevas generaciones inex-pertas y turbulentas. Y tampoco esta tesis suya hayque echarla en saco roto.

El primer pretexto lo proporcionó en 435 antes deJesucristo, Corcira con una insurrección contra Co-rinto, de la que era colonia. Ésta solicitó incorporarsea la Confederación ateniense, es decir, que con pobrespalabras pidió la ayuda de su nota, que fue enviadaen seguida y tuvo un encuentro con la de Corinto, acu-dida a su vez para restablecer el statu quo. El éxitofue dudoso y no resolvió nada. Tres años después,Potidea hizo lo contrario; colonia de Atenas, se rebe-ló y pidió ayuda a Corinto. Pericles mandó en su con-tra un ejército que la sitió durante dos años y nologró expugnarla. Estos dos fracasos constituyeronun grave golpe para el prestigio de Atenas, pues cuan-do se quiere mandar, hay que demostrar ante todoque se tiene la fuerza de hacerlo. La rebelde Megarase sintió alentada y se alineó al lado de Corinto, que asu vez llamó a Esparta. Atenas impuso el bloqueoa Megara, sitiándola por hambre. Esparta protestó.Atenas replicó que estaba dispuesta a retirar las san-ciones si Esparta aceptaba un tratado comercial conla Confederación, lo que significaba entrar a formarparte de la Commonwealth. Era una propuesta pro-vocativa, ante la que Esparta reaccionó con una con-traproposición otro tanto provocativa: dijo que esta-ba dispuesta a aceptar si Atenas a su vez aceptaba laplena independencia de los Estados griegos, esto es, sirenunciaba a su primacía imperial. Pericles no vaci-ló en rehusar, aun a sabiendas de que aquel «no»era la guerra.

La alineación de las fuerzas estaba ya clara: deuna parte Atenas con sus infinitos confederados delJónico, el Egeo y del Asia Menor, mantenidos unidospor la flota; de la otra, Esparta con todo el Pelopone-so (salvo la neutralista Argos), Corinto, Beocia, Mega-ra, mantenidos unidos por el Ejército. Pericles pusoinmediatamente en práctica su plan. Reunió las tro-pas dentro de los muros de Atenas, abandonando elÁtica al enemigo, que la saqueó, y mandó las navesa sembrar la confusión en las costas del Peloponeso.El mar era suyo, y, por tanto, los aprovisionamien-tos estaban asegurados: se trataba de esperar a queel frente enemigo se desintegrase.

Tal vez eso hubiese ocurrido si el hacinamiento en

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Atenas no hubiera provocado una epidemia de tifuspetequial, que diezmó soldados y población. Comosiempre sucede en estos casos, los atenienses, en vezde buscar el microbio, buscaron al responsable, y na-turalmente lo identificaron en Pericles. Éste, debilita-do ya por el proceso de Aspasia, había visto multipli-carse, por causa de la guerra, a sus enemigos tantode derechas como de izquierdas. De izquierdas, el másencarnizado era Cleón, un curtidor de pieles, tosco, de-magogo y valeroso. Acusó a Pericles de malversacio-nes. Y dado que Pericles no pudo efectivamente ren-dir cuentas de los «fondos secretos» que había em-pleado para intentar corromper a los estadistas es-partanos, fue derrocado y multado, precisamentecuando la epidemia le mataba a su hermana y susdos hijos legítimos. Es verdad que, arrepentidos enseguida después, los atenienses le llamaron de nuevoal poder, y es más, haciendo una excepción a la leyimpuesta por él mismo, confirieron la ciudadanía alhijo que había tenido con Aspasia. Pero el hombreestaba ya moralmente acabado y pocos meses despuéslo estuvo también físicamente. Triste fin de una ca-rrera gloriosa.

Le sustituyó Cleón, su antítesis humana. Aristótelesdice de él que subía a la tribuna en mangas de camisay que arengaba a los atenienses con un lenguaje depillastre, vulgar y pintoresco. Pero fue un buen gene-ral. Derrotó a los espartanos en Esfacteria, rechazósus proposiciones de paz, dominó con inaudita vio-lencia las revueltas de los confederados y al final mu-rió batiéndose como un león contra el héroe espartanoBrásidas.

La guerra, que arreciaba hacía casi diez años, habíasembrado la ruina en toda Grecia, sin arribar a nin-guna solución. Amenazada por una revuelta de escla-vos, Esparta propuso la paz. Atenas aceptó, siguiendopor fin el parecer de los aristócratas conservadores,uno de los cuales, Nicias, firmó el tratado en 421 yle dio su nombre. Éste preveía no sólo una paz porcincuenta años, sino también una colaboración entreambos Estados en caso de que en alguno de los doslos esclavos se sublevaran. Los grandes enemigos vuel-ven a encontrar la concordia para mantener las in-justicias sociales.

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CAPÍTULO XXXVII

ALCIBÍADES

Tal vez aquella paz, aun sin durar cincuenta años,que tales eran las intenciones de los contratantes,hubiese durado empero un poco más de seis, comoaconteció, de no haber llevado el nombre de Nicias.

Era éste el vastago de una dinastía de encumbradolinaje y, como todos sus colegas del partido conser-vador, había desaprobado vivamente la guerra contraEsparta, ciudad en la que todos los reaccionarios deGrecia veían un modelo que imitar. Era también unode los pocos aristócratas ricos. Incluso, al parecer, supatrimonio era, con el de Calias, el más fuerte deAtenas; se evaluaba en quinientos millones de liras,casi todos empleados en esclavos, que él alquilaba encuadrillas a los administradores de las minas.

Este comercio, que a nosotros nos parece odioso,pero que en aquellos tiempos era considerado mondí-simo, no impedía en absoluto a Nicias pasar por hom-bre piadoso, devotísimo de los dioses, para los queno transcurría día sin que él hiciese algo. Ora dedi-caba una estatua de Atenea, ora una parte de su patri-monio a Dionisio, financiando como corego los mássuntuosos espectáculos en su honor. Para cada míni-mo acto que cumplir, consultaba al numen competen-te y le pagaba la respuesta con ex votos costosos.Nunca habla salido de casa con el pie izquierdo. Ins-cribía palabras mágicas en las paredes de su moradapara protegerla de los incendios. Los días nefastos(pongamos el martes y el viernes) jamás había inicia-do ninguna empresa. Para cortarse el pelo esperabala luna llena. Cuando el vuelo de los pájaros indicabamal tiempo, pronunciaba la fórmula de conjuro y larepetía veintisiete veces. Organizaba y pagaba de subolsillo procesiones para la cosecha. Abandonaba elSenado si oía el chillido de un ratón. Se tapaba losoídos a cada palabra de sonido funesto. A cada muer-

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to de su familia, que siendo antigua habían de sermuchos, le dedicaba una ceremonia especial, invocan-do por el nombre a cada uno de ellos a cada bocadoque engullía; tantos muertos, tantos bocados; tantasmuertas, tantos tragos. Es más, comía incluso conuna tablilla ante los ojos en la cual estaban escritoslos nombres de todos sus antepasados, para no olvi-dar a ninguno; y a medida que honraba a uno, tacha-ba el nombre con tiza, eructaba en señal de saludo ypedía otro servicio. Después de lo cual, como demo-cristiano ejemplar, alquilaba otro rebaño de esclavosy se ganaba otra propinilla de millones.

Para combatir a un hombre semejante, cargado dedinero y a quien el resultado ruinoso de la guerra ala cual él siempre se habla opuesto, había terminadodándole la razón, su adversario Alcibíabes, aun cuan-do aristócrata también, no tenía más que un medio:tomar la sucesión ideológica de Pericles al frente delbelicoso partido demócrata y tratar de desacreditarla obra «distensiva», aquello que hoy se llamaría el«espíritu de Munich», del partido conservador.

Alcibíades no tenía dinero. Y no podía ni menosufanarse de contar con la protección de los dioses,con los cuales se mostraba muy irrespetuoso. Pero encompensación poseía un blasón, la belleza, el espíritu,el valor y la insolencia. Hijo de una prima de Pericles,se había criado en casa de éste, quien, seducido porla exuberancia y la genialidad del muchacho, habíatratado de disciplinar sus dotes y de orientarle ha-cia el bien. En vano. Egocéntrico y extravertido, Al-cibíades, con tal de causar sensación y hacer carrera,no reparaba en los medios. Cierto que más por am-bición que por patriotismo se había batido como unhéroe contra los espartanos, primero en Potidea yluego en Delios, si bien algunos dijesen que el verda-dero autor de las hazañas que se le atribuían habíasido Sócrates, que le quería con un amor sobre cuyanaturaleza tal vez es mejor no hacer indagaciones.

Alcibíades formaba parte del grupo de jóvenes in-telectuales que el Maestro ejercitaba en el arte sutilde razonar, pero de vez en cuando se alejaba para irdetrás de prostitutas y mozalbetes de equívoca famay entonces Sócrates perdía la cabeza, cuenta Plutar-co, y se ponía a buscarle como a un esclavo fugitivo.Después Alcibíades volvía, lloraba de arrepentimientomás o menos fingido en los brazos del viejo, que se

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lo perdonaba en seguida, y preparaba otra de las sa-yas. Un día se encontró con Hipónaco, que era uno delos más ricos jefes conservadores y, por una apuesta,le abofeteó. Al día siguiente se presentó en su casa, sedesnudó y se echó a los pies del ofendido suplicándoleque le azotase en castigo. El pobre hombre, en vez deun buen par de vergajazos le dio por esposa a suhija Hipareta, el mejor partido de Atenas, con unadote de veinte talentos. Alcibíades los disipo inmedia-tamente en un palacio y una cuadra de caballos decarrera con los que, en el derby de Olimpia, ganó lospremios primero, segundo y cuarto.

Atenas estaba loca con él. Adoptó, como en Ingla-terra, el vicio del tartamudeo, porque él era ligera-mente tartamudo, y se dejó imponer la moda de cier-tos zapatos sólo porque él la lanzó. Nesesitando siem-pre dinero para su desenfrenado lujo, se lo hacía re-galar hasta de las hetairas más famosas. Y para mos-trar que ninguna mujer se le resistía, hizo grabar ensu escudo de oro un Eros con el rayo en la mano. En-tre otras cosas, quiso una flotilla de trirremes para suuso particular. Y de una de ellas hizo su garconniereflotante, con una tripulación formada de músicos. Undía, Hipareta huyó de casa y le citó ante los tribu-nales para divorciarse. Él acudió y, delante de los jue-ces, la raptó. La pobre mujer aceptó su hado de espo-sa engañada, sufrió en silencio las humillaciones queél le infligió y poco después murió de pena.

Ahora bien, este extraordinario y turbulento per-sonaje, violador de leyes y de mujeres, seductor notan sólo de corazones femeninos, sino también de ma-sas electorales, era partidario de la guerra porque laguerra significaba un atajo para sus ambiciones, ydetestaba la paz porque llevaba el nombre de Nicias.La Constitución no le permitía, ni siquiera cuandofue elegido arconte, denunciar el tratado. Pero él, aunrespetándolo formalmente, se dio a fomentar oculta-mente una coalición contra Esparta, que Atenas armósin participar en ella y que fue severamente derrotadaen Mantinea en 418. Poco después mandó una flota aMilo, que se había rebelado, hizo condenar a muertea todos los adultos varones, deportar como esclavas alas mujeres y a los niños, y entregar los bienes aquinientos colonos atenienses. A la sazón, el partidodemócrata y las clases industriales y comerciales quele sostenían y financiaban volvían a levantar cabeza

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e hicieron de él uno de los diez generales entre losque se dividía el mando de las fuerzas armadas. Plu-tarco cuenta que, al oír aquella noticia, Timón, unviejo misántropo que odiaba a los hombres y gozabacon sus calamidades, se frotó las manos de contento.

Poniendo a contribución toda su tortuosa diploma-cia, Alcibíades se dedicó a convencer a los ateniensesde que el único modo de recuperar el perdido pres-tigio y reconstruir un Imperio, era conquistar Sicilia.Se ofrecía un buen pretexto. La ciudad jonia de Len-tini había mandado de embajador en Atenas a Gor-gias para solicitar ayuda contra la doria Siracusaque quería anexionársela. Nicias suplicó a la Asam-blea que rechazase la propuesta. Alcibíades la avaló,seguro de recibir el mando de la expedición, y la hizoaprobar.

Mas el azar se entremetió. Una noche, mientras ha-cían los preparativos, las estatuas del dios Hermesfueron impíamente mutiladas. Se ordenó una encues-ta para indagar las responsabilidades de aquel sacri-legio. Y las sopechas recayeron sobre Alcibíades, quetal vez no tenía nada que ver y era solamente la víc-tima de una maquinación de los conservadores paraevitar la guerra. Él solicitó un proceso. Pero en esperade que fuese celebrado, el mando de la expedición fueconfiado a Nicias, es decir, a quien no la quería.

Nicias había sido ya general en la guerra contraCorinto. Había ganado su batalla. Pero, mientras vol-vía a Atenas, recordó haber dejado insepultos a dossoldados suyos y volvió atrás, pidiendo humildementea los vencidos que le permitieran inhumar los doscadáveres. Los atenienses se habían reído un poco detanta santurronería; pero después de la afrenta aHermes, querían estar seguros de que su comandantefuese querido por los dioses y por eso le eligierona él.

Antes de aceptar, Nicias, como de costumbre, con-sultó a los oráculos y hasta mandó emisarios a Egiptopara interrogar a Ammón, el cual dijo que sí. Sus-pirando y poco convencido, el mojigato general diola señal de partida. En el último momento recordóque estaban en la nefasta Plinterias, como quien dicemartes y trece; pero era demasiado tarde para revo-car la orden. La noticia de que los cuervos estabanpicoteando la estatua de Palas —otro signo sinies-tro— acabó por ponerle tan nervioso que aquel día,

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por primera vez, salió de casa con el pie izquierdo.Para congraciarse de nuevo con el cielo, durante to-das aquellas semanas de navegación ordenó ayunos ypreces a sus soldados que desembarcaron en la costasícula desmoralizados y debilitados. Siracusa pare-ció en seguida como de difícil conquista. Y el cielose ensañó con los sitiadores descargando lluvias to-rrenciales. Nicias pasaba el tiempo, rezando a los dio-ses, que le respondieron mandándole una epidemia.Por fin, espantado, decidió abandonar la empresa yreembarcar el ejército. Mas precisamente en aquel mo-mento hubo un eclipse de luna, que los augures lo in-terpretaron como una orden celeste de aplazar la parti-da por «tres veces nueve días», o sea veintisiete días.

Habiendo comprendido finalmente con quién se lashabían, los siracusanos efectuaron una salida noctur-na, asaltaron la flota ateniense y le pegaron fuego.El gazmoño general se batió como un bravo soldado.Fue capturado vivo por los siracusanos y pasado porlas armas inmediatamente junto con todos los demásprisioneros, menos aquellos que —como hemos di-cho— sabían recitar de memoria algún verso de Eurí-pides.

Como buenos germánicos, los dorios de Siracusa sen-tían tanta pasión por la sangre como por el arte ytenían igualmente fácil la horca y el «sentimiento».

CAPÍTULO XXXVIII

LA GRAN TRAICIÓN

Con la flota, Atenas había perdido, en las playassicilianas la casi totalidad del Ejército, esto es, lamitad de sus ciudadanos varones. Y como los desas-tres no vienen nunca solos, a éste se sumó otro: ladeserción de Alcibíades quien, para eludir el proceso,se había refugiado en Esparta poniéndose a su ser-

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vicio. Y Alcibíades era uno de esos hombres que cons-tituyen un peligro para quien lo tiene a su favor, perouna desdicha para quien lo tiene en contra.

Tucídides le atribuye estas palabras, cuando, fugi-tivo, se presentó a los oligarcas espartanos: «Nadiesabe mejor que yo, que he vivido en ella y soy suvíctima, lo que es la democracia ateniense. No me ha-gáis gastar saliva sobre una cosa de tan evidente ab-surdidad.» Tales palabras fueron sin duda del agradode aquellos reaccionarios, pero no desarmaron su des-confianza. Alcibíades, es cierto, era aristócrata y par-tidario de la guerra. Para granjearse la confianza delos espartanos, se dedicó a imitar sus estoicas y pu-ritanas costumbres. Aquel que hasta entonces habíasido el árbitro de todas las elegancias y refinamien-tos, tiró los zapatos para pasearse descalzo, con unabasta túnica en los hombros, se alimentó de cebollasy empezó a bañarse hasta en invierno en las gélidasaguas del Eurotas. Era tal el rencor que incubaba con-tra Atenas que para vengarse de ellos ningún sacri-ficio le parecía desmedido. Así logró persuadir a losespartanos de que ocupasen Deceleia, donde Atenas seabastecía de plata.

Desgraciadamente, aun sucio y mal vestido, era toda-vía un buen mozo y sus maneras aparecían irresisti-bles a las mujeres, sobre todo a las de Esparta, queno estaban acostumbradas a ellas. La reina se enamoróde él y cuando el rey Agis volvió del campo, dondehabía hecho las grandes maniobras, encontró un arra-piezo del cual le constaba no, haber sido el autor.Alcibíades declaró, para excusarse, que no había po-dido sustraerse a la tentación de contribuir con susangre a la continuidad de la dinastía en un tronoglorioso como el de Esparta, pero de todas suertesjuzgó prudente embarcar como oficial de marina enuna flotilla que partía hasia Asia. Los amigos le acon-sejaron, una vez desembarcado, que mudase de aires.La flotilla, en efecto, era perseguida por un mensa-jero que tenía orden de eliminar al adúltero. Éstetuvo apenas tiempo de evitar la puñalada y en Sar-des fue a ver al almirante persa Tisafernes, a quien leofreció, para cambiar, sus servicios contra Esparta.

Dejémosle un momento en los líos de su triple juego,para volver a Atenas, al borde de la catástrofe. Laciudad estaba ya totalmente aislada, pues hasta losmás fieles satélites se iban pasando al enemigo, Eubea

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no enviaba más trigo y no había una flota paraobligarle a ello. Los espartanos, al ocupar Deceleia,además de las minas de plata, se habían adueñado delos esclavos que en ellas trabajaban y que se alis-taron en su Ejército. Y por si fuera poco habían ini-ciado tratos con Persia para aniquilar al insolente ad-versario común, prometiéndole el archipiélago jonio.Era la gran traición. Los griegos llamaban en su ayudaa los bárbaros para destruir a otros griegos.

En el interior, el caos. El partido conservador, acu-sando al demócrata de haber querido la ruinosa gue-rra, organizó una rebelión, tomó el poder, lo confióa un Consejo de los Cuatrocientos y, asesinando algu-nos jefes de la oposición, la redujo a tal espantoque la Asamblea, si bien de mayoría aún demócrata,votó los «plenos poderes», es decir, que abdicó lospropios.

Pero después de la revolución vino el golpe de Es-tado. Algunos de los mismos conservadores, guiadospor Terámenes, volvieron a mandar a sus casas a losCuatrocientos, les sustituyeron por un Consejo deCinco mil y trataron de crear una «unión sagrada»con los demócratas para dar vida a un Gobierno desalvación nacional. Podía ser una solución, de no ha-ber surgido una especie de «rebelión de Kronstadt»por parte de los marinos de la reducida flota, quienesanunciaron que no volverían a entrar en el puerto uncargamento de trigo si no se restauraba inmediatamen-te el Gobierno demócrata. Era el hambre. Terámenesexpidió mensajeros a Esparta: Atenas estaba dispues-ta a abrir las puertas a su Ejército, si venía paratraer vituallas y apuntalar el régimen. Pero los es-partanos, como de costumbre, perdieron tiempo pen-sándolo, la población hambrienta se rebeló, los oligar-cas huyeron y los demócratas volvieron al poder paraorganizar una resistencia a ultranza.

Nada puede darnos mejor la medida de la desespera-ción a la que estaban reducidos, como la decisión quetomaron de llamar, para ponerse al frente de sus re-ducidas fuerzas, a Alcibíades, quien, no contento conhaber traicionado a Atenas con Esparta y después aEsparta con Persia, había intrigado también con Terá-menes. En 410 volvió a la patria, como si hasta aquelmomento le hubiese servido fielmente, se puso alfrente de la flota y durante tres años infligió a laespartana una nutrida serie de derrotas. Atenas res-

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piró, comió y aclamó, pero se olvidó de mandar loshaberes a los marinos. Con el desenfado que le dis-tinguía, Alcibiades decidió obrar por su cuenta. De-jando el mando de la escuadra a su lugartenienteAntíoco con orden de no moverse de las aguas deNozio pasara lo que pasara, partió con pocas embar-caciones hacia Caria para saquearla y proveerse dedinero. Pero Antíoco, que era un ambicioso, vio labuena ocasión para demostrar sus propias capacida-des: fue al encuentro de la flota espartana mandadapor Lisandro y perdió la suya, a la par que su vida. Al-cibiades, esta vez, nada tenía que ver con ello. Perocomo gran almirante fue considerado responsable deaquel enésimo y definitivo desastre y huyó a Bitinia.

En Atenas se tomaron decisiones supremas. Todaslas estatuas de oro y plata dedicadas a la divini-dad que fuese, se fundieron para financiar la cons-trucción de una nueva flota, que fue adjudicada a diezalmirantes, uno de los cuales era hijo de Pericles yde Aspasia. Encontraron a la escuadra espartana enlas islas Arginusas (406 a. J. C.) y la derrotaron;pero después perdieron veinticinco naves en una tem-pestad. Los ocho almirantes supervivientes fueronsometidos a proceso, y le tocó ser juez también a Só-crates, quien se pronunció por la absolución, pero fuebatido. Los ocho almirantes fueron ejecutados. Pocodespués, los autores de la condena de muerte fuerona su vez condenados a muerte. Pero el daño ya estabahecho. Hubo de sustituir a los almirantes muertos conotros que valían menos que ellos y que buscaron undesquite contra Lisandro en Egospótamos, cerca deLámpsaco, donde Alcibiades estaba refugiado en aquelmomento. Desde lo alto de una colina vio las navesatenienses, diose cuenta en seguida de que habíansido mal alineadas y se apresuró a advertir a suscompatriotas. Éstos le acogieron mal y le echarontachándole de traidor, precisamente la vez en que Alci-biades no lo era. El día siguiente, el traidor hubode asistir impotente a la catástrofe de la última flotaateniense, que perdió en el encuentro doscientas na-ves logrando salvar solamente ocho. Lisandro, que ha-bía sabido del paso de Alcibiades mandó un sicariopara matarle. Alcibiades buscó refugio en casa del ge-neral persa Farnabazo. Pero ya no era más que unQuisling que no encontraba protectores dispuestos acreerle. Farnabazo le dio un castillo y una cortesana,

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pero también un piquete de guerreros que en realidaderan unos sicarios y que pocas noches después le ase-sinaban. Así, a los cuarenta y seis años, concluyó lacarrera del más extraordinario, inteligente e innobletraidor que la Historia recuerde.

Atenas no le sobrevivió de mucho. Lisandro la blo-queó con su flota y durante tres meses la hizo pere-cer de hambre. Para indultar a los supervivientes im-puso las siguientes condiciones: demolición de las mu-rallas, llamada al poder a los conservadores huidosy ayuda a Esparta en toda guerra que ésta hubiesede emprender en el futuro.

Corría el año 404 antes de Jesucristo cuando los oli-garcas volvieron «en la punta de las bayonetas enemi-gas», como se diría ahora, bajo la guía de Terá-menes y de Critias, quienes instituyeron, para gober-nar la ciudad, un Consejo de los Treinta. Y hubouna insensata opresión. Además de los que fueron ase-sinados, cinco mil demócratas tuvieron que emprenderel camino del exilio. Todas las libertades quedaron re-vocadas. Sócrates, a quien se le prohibió seguir ense-ñando y que se negó a obedecer, fue encarcelado,por bien que Critias fuese amigo y ex alumno suyo.

Mas las reacciones duran poco. El año siguiente, losdesterrados demócratas habían formado ya un ejérci-to a las órdenes de Trasíbulo y con él marchaban ala reconquista de Atenas. Critias llamó la poblacióna las armas, pero ésta no respondió. Sólo un puñadode asesinos comprometidos ya con su régimen se unióa él en una resistencia sin esperanza. Fue derrotadoy muerto en una corta batalla y Trasíbulo, vuelto aentrar en Atenas con los suyos, restableció un Gobier-no democrático que se distinguió en seguida por suescrúpulo legalista y la benignidad de las depuracio-nes. Hubo condenas al destierro, pero ninguna penacapital; los afectados fueron tan sólo los grandes res-ponsables. Para todos los demás hubo amnistía.

Esparta, que se había empeñado en sostener el ré-gimen oligárquico, se contentó con exigir al democrá-tico los cien talentos que había pedido como indemni-zación de guerra. Y como los obtuvo en seguida, noinsistió con más pretensiones.

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CAPÍTULO XXXIX

LA CONDENA DE SÓCRATES

A esta regla de sabia tolerancia hacia sus adver-sarios, la restaurada democracia hizo una sola excep-ción: en perjuicio de un hombre que era sin dudael más grande de los atenienses vivos, y que no eraadversario; Sócrates.

La condena de Sócrates queda como uno de los másgrandes misterios de la Antigüedad. El setentón Maes-tro había rehusado obediencia a los Treinta y denun-ciado el mal gobierno de Critias. Escapaba, por tan-to a cualquier acusación de «colaboracionismo», comohoy se diría, y no era susceptible de «depuración».De hecho, sus adversarios no le acusaron en el planopolítico, sino en el religioso y moral. La imputaciónque se le dirigió en 399 era de «impiedad públicarespecto a los dioses, y corrupción de la juventud».El jurado estaba compuesto por mil quinientos ciuda-danos. Y en aquello que hoy llamaríamos la tribunade la Prensa, sentábanse, entre otros, Platón y Jeno-fonte, cuyas reseñas permanecen como los únicostestimonios dignos de consideración del proceso.

Fue el «affaire Dreyfus» de la época. Y como siem-pre sucede en esos casos, los motivos pasionales sesobrepusieron a todo criterio de justicia. Mas pre-cisamente por esto el proceso nos dice más acercade la psicología del pueblo griego que cualquier libro.

De los tres ciudadanos que habían presentado laquerella, Anito, Meletos y Licón, el primero tenía mo-tivos personales de rencor para con Sócrates porque,cuando tuvo que ir al destierro, su hijo se había ne-gado a seguirle para quedarse en Atenas con el Maes-tro, del cual era un apasionado partidario, se habíadado a la buena vida y murió medio alcoholizado.Anito era un hombre de bien, un demócrata auténticoque por sus ideas había sufrido destierro y que des-pués combatió valerosamente bajo Trasíbulo respetan-

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do la vida y los bienes de los oligarcas que habían caí-do en sus manos. Pero, como padre, era lógico queguardase cierto resentimiento. Lo que sorprende esque éste fuese compartido por gran parte de los ciu-dadanos, como demostraron los hechos.

Los motivos inmediatos de la impopularidad de Só-crates eran evidentes, pero de escaso relieve. Se lereprochaba haber tenido entre sus discípulos a Al-cibíades y a Critias, muy odiados en aquel momento.Pero uno y otro se habían apartado muy pronto delMaestro, precisamente por refractarios a sus enseñan-zas. Además, entre los estudiantes de Sócrates siem-pre había habido de todo. En cuanto a sus antiguascostumbres sexuales, en la Atenas de aquel tiempo nohabían sido nunca motivo de escándalo.

Pero eran otras y más profundas las razones porlas que muchos, sin tener conciencia de ello, le de-testaban. Y las había indicado claramente la come-dia de Aristófanes, que no constituyó en absoluto,como dice Platón, un texto de acusación contra elencausado, pero que documenta los motivos por loscuales había sido mal visto. Sócrates era, por naturale.za, un aristócrata, no en el sentido trivial y vulgarde pertenecer a una clase y participar de sus pre-juicios, sino en el sentido intelectual, que es el únicoque cuenta. Era pobre, iba vestido como un andra-joso y nadie podía reprocharle la menor deslealtadrespecto al Estado democrático.

Al contrario, había sido un buen soldado en Anfí-polis, en Delios y en Potidea. Se había mostrado comoun juez escrupuloso en el proceso de los almirantes delas Arginusas. Se había rebelado a Critias, a pesarde ser su amigo. El respeto a las leyes de la ciudad,antes de predicarlo en el Critón, lo había practicado.

Como filósofo, empero, había exigido que aquellasleyes estuviesen a tono con la justicia y había impe-lido a sus discípulos a fiscalizar que así ocurriese. Paraél, el ciudadano ejemplar era el que obedecía cuandorecibía una orden de la autoridad, pero que antes derecibirla y después de haberla cumplido, discutía sila orden era buena y si la autoridad la había for-mulado bien. No se jactaba de saberlo en absoluto,pero reivindicaba el derecho a indagarlo y por estohabía fundado todo su método en las preguntas. «Tíestí?-», preguntaba. «¿Qué es esto?» Buscaba los con-ceptos generales y trataba de conseguirlos a través

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de las inducciones. «Dos cosas —dice Aristóteles— sele deben reconocer; los discursos inductivos y lasdefiniciones.» Y su objeto era claro: preparar unaclase política instruida que gobernase según justicia,tras haber aprendido bien qué es justicia. Llevabaen la cabeza una noocracia, o sea una especie de dic-tadura de la aptitud que naturalmente excluía la ig-norancia y la superstición.

Todo esto la plebe no lo sabía porque no era capazde seguir la dialéctica socrática. Pero lo intuía. E ins-tintivamente odiaba a Sócrates y su sutil modo derazonar, del cual se sentía excluida. Aristófanes, consu tosco «qualunquismo» (1) precursor, no había si-do más que el intérprete de aquella protesta plebe-ya, la cual pretendía oponer a Sócrates un sentidocomún y estaba animada por la envidia que todoslos hombres mediocres sienten hacia los de intelectosuperior. Porque no hay que creer que Atenas estu-viese compuesta exclusivamente de filósofos cultos.Como en la Florencia del siglo XVI y en el París delsiglo XVIII, la gente de cultura constituía una res-tringida minoría en medio de una masa de bajonivel.

Ahora bien, de esta masa procedía la mayoría delos jurados y la del público que sobre aquéllos re-flejaba sus propias pasiones. Es de creer, sin embar-go, que difícilmente se habría llegado a la condena, siel mismo Sócrates no hubiese puesto lo suyo paraprovocarla. No es que se negara a defenderse. Lo.hizo y hasta con elocuencia, si bien no hacía fal-ta mucha para refutar las acusaciones. Dijo que siem-pre había respetado formalmente a los dioses. Eraverdad y nadie pudo replicarle que, sin embargo, nohabía creído en ellos, pues en aquellos tiempos talproblema no se planteaba. En cuanto a la corrupciónde los jóvenes, desafió a quien fuere a negar que siem-pre les había exhortado a la templanza, a la piedady a la prudencia. Mas en seguida se lanzó a la másorgullosa e inoportuna apología de sí mismo, procla-mándose investido por los dioses de la misión de re-velar la verdad.

Todos palidecieron. No solamente porque aquellaspalabras parecían un desafío al tribunal, sino tambiénporque sonaban absolutamente a novedad en boca de

(1) Partido político italiano contemporáneo.

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un hombre que siempre se había mostrado modestoy propenso a la autocrítica. Los jurados trataron depararle en ese peligroso camino. Pero él no les escu-chó y siguió hasta el fondo, pidiendo al fin ser nosólo absuelto de la acusación, sino proclamado bien-hechor público.

Según el enjuiciamiento ateniense, los veredictoseran dos. En el primero se afirmaba o se negaba laculpabilidad. En el segundo se determinaba la pena,por la cual el acusador hacía una propuesta, el acusa-do otra y después el tribunal elegía entre las dos, sinpoder decidir una tercera. Por lo que, cuando el acu-sador pedía la pena de muerte, el acusado solicitaba,pongamos dos años de cárcel, para ofrecer a los jue-ces una escapatoria; pero no una medalla. Sócrates,en cambio, a la propuesta de muerte de Meletos, res-pondió pidiendo ser alojado en el Pritaneo, el Viminalde aquel tiempo. Así, con una altanería que debía decostarle, al fin y al cabo, un gran esfuerzo, por-que no estaba en su carácter, desairó a público, jue-ces y jurados. De éstos, setecientos ochenta votarona favor de la pena capital y setecientos veinte encontra. Sócrates podía aún proponer una alternativa.Primeramente se negó, después, por fin, se rindióa las súplicas de Platón y de otros amigos, y se avi-no a satisfacer una multa de treinta minas, que aqué-llos se declararon dispuestos a pagar. Los juradosvolvieron a reunirse. Había buenas esperanzas de quela catástrofe fuese evitada y el temor era grandeen todos, excepto en Sócrates. Cuando se recontarron los votos, los partidarios de la pena de muerte ha-bían aumentado en ochenta.

Sócrates fue encerrado en la cárcel, donde se per-mitió que sus discípulos le visitaran. A Critón, quele decía: «Mueres inmerecidamente», respondió: «Perosi no lo hiciese, lo merecería.» Y a Fedón, su favo-rito del momento; «Lástima de tus rizos. Mañanatendrás que cortártelos en señal de luto.» No se con-movió siquiera cuando llegó Xantipa, llorando con suúltimo hijo en brazos: pero rogó a uno de sus ami-gos que la acompañaran a casa. Llegado el momento,bebió la cicuta con mano firme, se tendió en el lecho,se cubrió con una sábana, y debajo de ésta esperóla muerte, que le comenzó por los pies y le subió len-tamente a lo largo del cuerpo. En torno a él susdiscípulos lloraban. Les consoló mientras tuvo un poco

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de aliento; «¿Por qué os desesperáis? ¿No sabíaisque desde el día en que nací la naturaleza me hacondenado a morir? Mejor es hacerlo a tiempo, conel cuerpo sano, para evitar la decadencia...»

Acaso en estas palabras resida el secreto del miste-rio. Sócrates había sentido que el sacrificio de la vidaaseguraría el triunfo de su misión. Valeroso comoera, no le pareció siquiera un gran sacrificio. Contan-do ya setenta años, no renunciaba a gran cosa. Encompensación se aseguraba una gran hipoteca sobreel futuro. Todos se habían engañado con él, deslum-hrados por su carencia de vanidad. Bajo su apa-rente modestia se ocultaban un orgullo y una ambi-ción inmensas y, sobre todo, una profunda fe en lavalidez de lo que había enseñado y que, por aquellaespontánea aceptación de la muerte, alcanzaba unaimportancia profética.

Los frutos no tardaron en madurar. Apenas el cadá-ver había caído en la fosa, Atenas se rebelaba yacontra quien había provocado la condena. Nadie quisovolver a dar un tizón a los tres acusadores para encen-der sus fuegos. Meletos fue lapidado y Anito deste-rrado. Es un destino que sometemos a la meditaciónde todos los que se fortalecen con los más bajosinstintos del pueblo para cometer una injusticia contralos mejores.

CAPÍTULO XL

EPAMINONDAS

Ahora bien, en aquella Grecia empequeñecida, des-concertada y ensangrentada, tres ciudades se halla-ban poco más o menos en el mismo plano y, si hubie-sen llegado a entenderse y colaborar, acaso hubiesenllegado a tiempo de salvar el país y a ellas mismas:

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Atenas, Tebas y Esparta. Pero Esparta estaba yaconvencida de merecer la primacía y las otras dos noestaban dispuestas a reconocérsela.

No les faltaban razones, pues allí donde pudieronejercer su predominio los espartanos no se mostraronen absoluto dignos de él. Los satélites de Atenashabían apenas acabado de desahogar su entusiasmopor la liberación del vasallaje, cuando ya considerabana los «liberadores» aún más odiosos que el antiguoamo. El nuevo, en cada uno de sus Estados, instalóun gobernador al frente de una gendarmería espar-tana, cuya principal misión consistía en exprimir delerario un pesado tributo para Esparta. Ningún auto-gobierno podía formarse sin su permiso, el cual sólose concedía a los reaccionarios.

Atenas no había llegado nunca hasta este punto.Pero tal vez nadie hubiese añorado la mayor libertadque ella había consentido, si el orden instaurado en sulugar por Esparta hubiese sido respetable. Y aquíse vio precisamente qué efectos deletéreos puede pro-ducir a veces una disciplina excesiva. Los goberna-dores que fueron a administrar las colonias (pues erantales, y no otra cosa), habían sido educados en supatria, según el severo código de Licurgo, con «des-precio de lo cómodo y lo agradable». Frío, hambre; re-nuncias, marchas forzadas y penitencias habían sidolos fundamentos de su pedagogía. Y mientras perma-necían en su patria, bajo el control de sus semejantesy en una sociedad que no consentía errores, le eranfieles. Mas en cuanto se encontraban investidos de unpoder absoluto fuera de su ciudad y en contacto conpueblos en los que lo cómodo y lo agradable no erandespreciados en absoluto, se ablandaron inmediata-mente, como ha sucedido en Italia, entre 1940 y 1945,a muchos alemanes primero y después a muchos ame-ricanos e ingleses, venidos a nosotros con el ceño mo-ralista y autoritario típico de estas razas, y quepronto se aclimataron. No hay nada más corrompibleque los incorruptos. Poco entrenados como están a latentación, cuando ceden no conocen ya límites.

Fue el destino de los espartanos en el extranjero:ladrones, prevaricadores y libertinos. Y no salió tansólo mancillado el prestigio de Esparta, sino tam-bién la buena salud de la sociedad, entre la cual sedesarrolló de improviso la fiebre, hasta entonces re-primida, del oro y la especulación. Las riquezas, dice

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Aristóteles, se concentraron solamente en la clase pa-tronal, reducida de número por las continuas guerras,pero todavía prepotente y prevaricadora, sobre la ma-sa de los periecos y de los ilotas reducidos a la mise-ria más negra. Y sobre esta peligrosa situación in-terior se injertó una nueva guerra exterior.

Persia atravesaba un momento difícil. En 401 sehabía rebelado contra el rey Artajerjes II su jovenhermano Ciro, que enroló en su ejército un cuerpode doce mil mercenarios espartanos al mando del ate-niense Jenofonte, ex discípulo de Sócrates. En Cu-nasa, Ciro fue descalabrado y muerto. Y los griegos,por no seguir su suerte, iniciaron aquella famosa ana-basis que después, bajo la pluma de su comandante,se tornó también en un bellísimo relato. Hostiga-dos continuamente por las patrullas enemigas y ace-chados por una población hostil, los supervivientes cru-zaron una de las más inhóspitas tierras del mundopara alcanzar, desde las orillas del Tigris y del Eu-frates, las costas del mar Negro, consteladas de ciu-dades griegas, donde los ocho mil seiscientos quequedaron fueron acogidos fraternalmente.

Fue un episodio que llenó de orgullo a toda Greciay que convenció al rey de Esparta, Agesilao, de quePersia era un gran imperio, sí, pero de arcilla (y no seequivocaba). «¿Qué os hace creer —preguntó a quienle aconsejaba prudencia— que el gran Artajerjessea más fuerte que yo?» Y, sin ninguna provoca-ción, partió a la guerra con un pequeño ejército. Ahorabien, tengamos muy en mientes el hecho de que aquelpequeño ejército, aunque compuesto de espartanosque ya no eran como los de antes, avanzó como a tra-vés de mantequilla, desbaratando uno tras otro losque Artajerjes mandó en su contra. Pues es cosa quenos permitirá comprender otras muchas. Hasta que elgran rey, advirtiendo que no podía contar con sustropas, que no valían nada, expidió mensajeros secre-tos y sacos de oro a Atenas y a Tebas para sublevarlasa espaldas de Agesilao.

Las dos ciudades no esperaban más que la ocasión.Formaron un ejército y lo mandaron a Coronea, mien-tras la escuadra ateniense se unía a la persa. EnCoronea, Agesilao, volviendo rápidamente sobre suspasos, barrió al enemigo en una sangrienta batallacampal. Pero el almirante ateniense Conón destruyóla flota espartana en Cnido (394 a. J. C), y desde

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aquel momento Esparta desapareció definitivamentecomo potencia marítima.

Podía haber sido la resurrección de la ateniense.Pero Agesilao imitó a Artajerjes mandándole mensa-jeros secretos para ofrecerle todas las ciudades grie-gas de Asia a cambio de la neutralidad. Así, el reypersa, que estaba a punto de perder el reino, acabóacrecentándolo. Impuso en 387 la paz de Sardes, lla-mada también «la paz del rey», que destruía los frutosde Maratón. Todo el Asia griega fue suya, junto conChipre. Atenas tuvo Lennos, Imbros y Esciros. Y Es-parta siguió siendo la más fuerte potencia terrestre,pero a los ojos de Grecia entera con el estigma dela traición por haber hecho —entendámonos— con-tra Atenas y Tebas lo que Tebas y Atenas habíanhecho contra ella.

Como de costumbre. Esparta que jamás había sa-bido tratar con los extranjeros y era incapaz de diplo-macia, en vez de hacer olvidar y perdonar la trai-ción, no perdió ocasión de recordársela a todoscomportándose como el gendarme de Artajerjes eimponiendo Gobiernos oligárquicos en la propia Beo-cia, feudo de, Tebas.

Mas aquí un joven patriota, Pelópidas, urdió unaconjuración con seis compañeros suyos, que un buendía asesinaron a los ministros pro espartanos, res-tablecieron la Confederación beocia y aclamaron comobeotarca, o sea presidente, a Pelópidas, el cual pro-clamó la guerra santa contra Esparta, ordenó la mo-vilización general y confió el mando del Ejército auno de los más extraordinarios y complejos persona-jes de la Antigüedad; Epaminondas.

Epaminondas era un invertido, como lo era tambiénPelópidas. Y el amor, no la amistad, era el vínculoque les unía. Pero la homosexualidad, en la Greciade aquel tiempo, no era en absoluto sinónimo de afe-miaamiento y depravación. Del jovencísimo Epami-nondas, hijo de una familia aristocrática y severa, sedecía que nadie era más docto y menos locuaz que él.Era el clásico «reprimido», lleno de complejos. Desdepequeño se le había impuesto una vida ascética, con-trolada por una férrea voluntad y turbada por crisisreligiosas. De haber nacido cuatro siglos más tarde,Epaminondas se hubiese convertido seguramente enun mártir cristiano. No amaba la guerra, era másbien un «objetor de conciencia». Y cuando le ofre-

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cieron el mando respondió: «Reflexionadlo bien. Por-que si vosotros hacéis de mí vuestro general, yo haréde vosotros mis soldados y como tales llevaréis unavida muy dura.» Pero Tebas era presa del deliriopatriótico y todos se sometieron de buen grado ala tremenda disciplina que Epaminondas instauró.

Con la meticulosidad que solía, el jovencísimo gene-ral hizo un cuidadoso estudio de la estrategia y latáctica espartanas, que consistían siempre en el ha-bitual ataque frontal para hundir las líneas enemigaspor él centro. Él no tenía más que seis mil hombresque oponer a los diez mil espartanos que el rey Cleóm-broto estaba conduciendo a marchas forzadas haciaBeocia. Epaminondas alineó su pequeño ejército en lallanura de Leuctra. Pero a diferencia del enemigo, des-guarneció el centro para reforzar las alas, especial-mente la derecha, donde el elemento de choque estabaformado por un sacro pelotón de trescientos hombres,homosexuales como él, por parejas, cada uno compro-metido bajo juramento a permanecer hasta la muerteal lado del que era su «compañero», y no solamente enel campo de batalla.

Esta singular sección tuvo, con su encarnizamien-to, una importancia decisiva en el resultado de labatalla. Los espartanos, avezados a forzar sobre elcentro, no estaban en absoluto preparados para con-tener un ataque de flanco. Sus alas fueron desba-ratadas. Y toda Grecia se quedó sin aliento al oír quesu Ejército, imbatido hasta entonces, había sido deshe-cho por un enemigo cuyos efectivos eran poco menosque la mitad de los espartanos y que hasta entoncesno había gozado de crédito alguno.

El éxito embriagó al ex objetor de conciencia Epa-minondas, quien, con Pelópidas, se convenció de po-der dar a Tebas aquella preeminencia a la que enadelante Esparta y Atenas debían renunciar. Irrum-pió en el Peloponeso, liberó Mesenia, fundó Megaló-polis para que los árcades, que jamás se habían so-metido a Esparta, hicieran de ella su fortaleza, yavanzó incluso hasta Laconia, o sea en el corazón delenemigo, cosa que nunca había sucedido y que nosdemuestra en qué se habían convertido los famososguerreros de Esparta.

Pero una vez más los odios y los celos impidieronque Grecia se unificase. Atenas, que había saludadocon gozo la victoria tebana en Leuctra como fin de

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la preponderancia espartana, veía hora con recelo laconsolidación de la tebana. Tanto, que se coligó conel viejo enemigo mortal, a cuyo Ejército unió el suyopara cortar el paso a Epaminondas. La batalla tuvolugar en Mantinea, el año 362 antes de Jesucristo.Epaminondas venció una vez más, pero fue muertoen combate por Grilo, hijo de Jenofonte. Y con élse esfumaron los sueños hegemónicos de Tebas.

Ninguna de las tres grandes ciudades griegas te-nía la fuerza para imponer la propia supremacía,pero cada una tenía la de impedir la ajena. ComoEuropa después de la Segunda Guerra Mundial, Gre-cia estuvo después de Leuctra y Mantinea, más di-vidida y fue más egoísta, más disparatada y másdébil que antes.

CAPÍTULO XLI

LA DECADENCIA DE LA POLIS

Después de la muerte de Epaminondas y el ocaso dela efímera supremacía de Tebas, Atenas se ilusionócon poder recobrar su antigua posición imperial. Ha-bía reconstruido sus murallas y, bien o mal, seguíasiendo la única potencia naval de Grecia. Sus viejossatélites, ahora que habían comprobado de qué pastaeran los llamados «liberadores», tenían muchas me-nos prevenciones para con el antiguo amo, y las pro-longadas guerras en que se habían visto envueltosles enseñaron que no podían defenderse solos.

Pero la baza más fuerte que Atenas había sabidoconservar en la mano era la dracma, que había per-manecido, en medio de tantas vicisitudes, casi inalte-rada. Los gobiernos atenienses, fuesen de derechaso de izquierdas lo habían volcado todo, sin ahorrar,en el horno de la guerra. Escuadras enteras se habíanido a pique, la población estaba diezmada, y el Ática

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entera, o sea todos los recursos agrícolas, habíansido desbaratados y asolados por invasiones y saqueos.Pero se habían entercado en la defensa de la dracma,negándose a desvalorizarla con la inflación. Con ellase compraba todavía una medida de trigo, y su valoren plata no había variado. El de Atenas era aún el úni-co sistema bancario organizado racionalmente. Y todoel comercio internacional del Mediterráneo estaba ba-sado en su moneda.

Apenas tuvieron un poco de respiro, los ateniensesno pensaron absolutamente en poner en orden las al-querías y los cultivos que los campesinos habían aban-donado para refugiarse en la ciudad huyendo de losinvasores. Por lo demás, no querían volver al campoporque, desgraciadamente la urbanización es siempreirreversible. El campo ático fue, pues, repartido entrepocas familias ricas, casi todas de industriales y decomerciantes, que confiaron sus latifundios al traba-jo de los esclavos. De éstos, el Gobierno, a propuestade Jenofonte, hizo gran acopio. Compró, parece ser,diez mil; y alquilándolos a los propietarios ruralesy a los administradores de las minas de plata logrósaldar el déficit del presupuesto.

La reapertura de los mercados continentales y me-diterráneos encontró, pues, a Atenas muy dispuestaa satisfacer la demanda de los productos manufac-turados que a causa de la guerra escaseaban. Perocomo la industria no estaba utillada para hacer fren-te a estas nuevas necesidades, lo que más se desarro-lló fue el comercio y la Banca. Los Bancos conce-dieron importantes créditos a la gente de iniciativapara que fuera a comprar de todo donde lo encontrasey lo distribuyese donde no hubiera. Así muchos par-ticulares se convirtieron en propietarios de flotas en-teras, que tenían precisamente este cometido. Aúnmás, banqueros como Pasión se hicieron armadoresellos mismos y su organización alcanzó tal eficiencia,que cualquier recibo que llevase sus firmas era con-siderado por los tribunales un documento irrefutablecomo prueba.

Además de este bienestar económico, parecía queAtenas hubiese conquistado también la sensatez, esdecir, la firme voluntad de no recaer en los erroresque le habían costado, después de Pericles, el Imperio.Poniendo en pie una nueva Confederación, se com-prometió solemnemente a renunciar a toda anexión

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y conquista fuera del Ática. Y tal vez fue una pro-mesa hecha de buena fe. Pero después las tentacio-nes fueron más fuertes que los buenos propósitos.Bajo varios pretextos, la isla de Samos y las ciu-dades macedonias de Pidna, Potidea y Metón hubieronde aceptar «colonias» atenienses, que poco a poco sevolvieron los amos. Los aliados protestaron y algu-nos se retiraron de aquella especie de OTAN. Escurioso ver cómo ni siquiera la experiencia sirve ja-más de algo. Atenas por querer someter por la fuer-za a sus satélites, había perdido el primer Imperio.

Pero recurrió a los mismos métodos para apuntalarel segundo. Cuando Quíos, Coo, Rodas y Bizancio sesecesionaron declarando una rebelión «social», Atenasmandó contra ellas una flota mandada por Timoteoe Ifícrates. Y como éstos no se atrevieron a empe-ñar la batalla durante una tempestad, les llamó yles sometió a proceso.

Entre revueltas y represiones, la segunda Confedera-ción alcanzó el año 355, cuando hasta a los ojos delos más empecinados «estalinistas» de Atenas estu-vo claro que proporcionaba más perjuicios que ven-tajas. La única decisión que los confederados toma-ron de común y espontáneo acuerdo, fue la de di-solverla. Después de lo cual, Atenas se encontró mássola que antes y de un modo aún más fraccionadoy centrífugo.

Como siempre acaece en semejantes crisis, cuandouna comunidad pierde el sentido de la propia misióny el control del propio destino, se desencadenaron losegoísmos personales y de grupo. El vocabulario deAtenas se enriqueció con tres nuevas palabras: pleo-nexia, que significa manía de lo superfluo; chrema-tistike, que quiere decir fiebre del oro; y neoplutoi,que corresponde a nuestro «tiburón». Platón decía quehabía dos Atenas: la de los pobres y la de los ri-cos, en guerra una contra otra. E Isócrates añadía:«Los ricos se han vuelto tan antisociales, que pre-ferirían tirar al mar todos sus bienes antes que ce-der una parte a los pobres, los cuales por su partetienen más odio a la riqueza ajena que compasiónde las propias estrecheces.» Aristóteles asegura quehabía un club aristocrático cuyos miembros se com-prometían bajo juramento a obrar contra la colecti-vidad. La medida del colapso económico y moral noses dada por la reforma fiscal que dividió a los con-

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tribuyentes en cien simorias, en cada uno de las cua-les dos acaudilladores, considerados como los más ri-cos, habían de contribuir por todo el grupo, con liber-tad de rembolsarse después de los demás. Era la co-dificación del desorden y de los abusos. Las evasionesy las corrupciones eran la regla. Como si un oscuroinstinto les advirtiese de la inminente catástrofe,todos tiraban a gozar de la vida, sin preocuparse denada más. De hacer caso a Teopompo, no había yaninguna familia que se tuviese en pie, y la disgre-gación no se limitaba a las clases altas. Cuando lo-graron reconquistar el poder, en seguida después delparéntesis conservador, la pequeña burquesía y elproletariado no dieron a la ciudad gobiernos ni ejem-plos mucho más sanos. La población, incluyendo la delcampo, no contaba más que veinte mil ciudadanos.«Y para buscar uno de buen fuste —decía Isócra-tes— hay que ir a buscarlo al cementerio.»

¿Qué fue lo que provocó, así de pronto, la catás-trofe de un pueblo que, hasta la generación precedente,había sido el más vital del mundo?

Los historiadores suelen responder que fueron lasdiscordias intestinas de Grecia con las guerras quesiguieron entre Atenas, Tebas y Esparta y todoel cortejo de sus satélites. Y, desde un punto de vis-ta puramente mecánico, es cierto. Pero no es posibledejar de reflexionar que aquellas guerras intestinashabían existido siempre, desde que Grecia era Grecia,y siempre bajo la amenaza del mismo peligro ex-terior: el persa. Sin embargo, Grecia se había salva-do siempre, pese a seguir dañándose, y, lo que es más,sin haber dejado nunca de expansionarse. En tiemposde Jerjes, la misma Atenas había caído en manosdel enemigo. No obstante, pocos meses después suflota perseguía a la persa hasta las costas de AsiaMenor. Ahora bien, a distancia de menos de un siglo,Persia ocupaba solamente algunas islas y no dabaen absoluto ningún signo de ser más fuerte que lade entonces. Pero Grecia no reaccionaba, se sentíaperdida y esperaba de un rey macedonio, que consi-deraba extranjero, el rescate y la salvación. Tenía quehaber, pues, en su mecanismo, algo que ya no fun-cionaba y no le permitía recobrarse.

Este «algo» es más bien complejo, pero se encuen-tra resumido en una palabra que justamente en aque-

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llos años fue acuñada y comenzó a circular: kosmó-polis.

Todo el sistema político, económico y espiritual deGrecia estaba basado en la polis, o sea en la ciudad-estado, la cual presuponía una población limitadaque participase directamente en la gestión de la cosapública. La polis no conocía, ni tan siquiera en régi-men democrático, el llamado «sistema representativo»,por el cual la masa delegaba en una restringida mi-noría el cometido de dictar leyes y controlar suaplicación por parte del Gobierno. En la polis, cadacual era, al mismo tiempo, soberano y súbdito. Todoslos ciudadanos eran, por así decirlo, los diputados desí mismos, todos iban al Parlamento a defender suspersonas y sus intereses. Y a cada uno, antes o des-pués, según el sorteo, le tocaba ser presidente deuna pritania, que correspondería más o menos a unasección de nuestro Consejo de Estado, para criticarla administración pública.

Todo ello hacía de los griegos un pueblo de «dilet-tantes» en el significado más noble de la palabra, esdecir, en el sentido de que nadie podía limitarse a laactividad personal. La acusación de Demóstenes a untal que, según él «descuidaba la ciudad», habla claro.En la polis, era considerado, si no un crimen, unainmoralidad. Y la consecuencia era una falta totalde «técnicos» o de «expertos», como quiera decirse.La polis impedía que se formasen, obligando a todosa ocuparse de todo, lo que no permitía a nadie es-pecializarse en nada. El historiador alemán Treist-schke escribió una vez que la diferencia entre alema-nes e italianos estriba en que los primeros «son» doc-tores, ingenieros, etc.; los segundos «hacen» de docto-res, de ingenieros, etc.

Ahora bien, los antiguos eran, en ese aspecto, mu-cho más avanzados que los italianos modernos, enel sentido de que llevaban el «dilettantismo» hastasus extremas consecuencias. En la polis, al menoshasta Jenofonte, no había siquiera especialistas de laguerra. Los reclutas eran instruidos, no en los cuar-teles, sino en las nomadelfias, donde se les enseñabamás a administrar la cosa pública que a combatiral enemigo, y el mismo Estado Mayor no era «decarrera»; hasta los generales y los almirantes erande «complemento» y recibían el mando según el car-go político que ejerciesen en aquel momento. La au-

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tarquía de la polis no era solamente un hecho queobligaba a una especie de autosuficiencia al propioindividuo. Cada uno era el propio comandante, el pro-pio empleado, el propio legislador, el propio policía,el propio médico, el propio sacerdote y el propio fi-lósofo. Y en esta complejidad del hombre está el he-chizo y el valor de la civilización griega, como loserá la del Renacimiento italiano.

Homero llamaba arete a esta característica de suscompatriotas y la consideraba su suprema virtud. Peroel hombre occidental, del cual los griegos fueronlos primeros y tal vez los más grandes adalides, lle-va en el cuerpo un estímulo que no le permite estan-carse en ninguna conquista: el estímulo del progresoque le empuja a tratar de saber, de hacer más y me-jor. Un ejemplo bastará para explicarlo. En la primerabatalla naval contra los persas, librada en aguas deLades, los lentos y perezosos trirremes atenienses si-guieron la táctica más simplista: la de echarse encimade los bajeles enemigos y espolonearlos. Era lógico porlo demás, pues las dotaciones estaban constituidaspor gente que tal vez era la primera vez que navega-ban, y los oficiales eran hombres que hasta entonceshabían sido abogados o tenderos. Entendían de admi-nistración pública porque participaban en ella, perono eran ciertamente especialistas en la guerra y nisiquiera en la navegación.

Pero en la batalla de Artemisium las cosas habíancambiado. Las naves atenienses fingieron embestircon los espolones a las persas, pero en el último mo-mento se desviaban para rozarlas solamente, arran-cando los remos de manos de los remeros adversa-rios, cuyas embarcaciones quedaban a sí a merced delenemigo. Esta maniobra requería, por parte de oficia-les y tripulación, una gran habilidad y una experiencia consumada. Era, pues, evidente que en adelanteAtenas, bajo el estímulo del peligro, había formado«profesionales», dedicados exclusivamente a las cosasdel mar y que no se parecía ya mucho al ciudadanoclásico de la polis, aficionado a todo y especializadoen nada.

Algo similar había acontecido también en el Ejércitoa consecuencia de la guerra del Peloponeso, que lohabía sometido a una prueba muy dura. Ifícrates noera un general de carrera cuando tomó el mandode un regimiento contra los espartanos: era un magis-

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trado que hasta entonces se había ocupado solamenteen política. Mas, queriendo hacer bien las cosas, sedio a estudiar la táctica de la infantería y llegó ála conclusión de que la ateniense iba equipada demanera demasiado pesada para la guerra de montaña;así, poco a poco, transformó sus huestes en una di-visión de «tropas de asalto», con las que infligió alenemigo, mucho más potentemente armado, una so-berana paliza.

Jenofonte es el fruto maduro de esta evolución. Elex discípulo de Sócrates, que bajo la dirección delMaestro se encaminaba al arete, o sea que se prepa-raba para convertirse en uno de aquellos hombrescompletos, numerosísimos en Atenas, capaces de discu-rrir acerca de todo —Historia, Filosofía, Medicina, Eco-nomía—, pero sin una profesión concreta, fue en-tonces convirtiéndose poco a poco en un típico sol-dado profesional al frente de una tropa de emercena-rios», es decir de soldados profesionales también.

Esto ejerció sus efectos sobre la mentalidad y lascostumbres de los griegos, como nos demuestranlas vicisitudes del propio Jenofonte, que en su vejezvemos retirado en el campo, en Esquilunto, en las cer-canías de Olimpia. Los atenienses lo habían desterra-do, parece ser, por colaboracionismo con los Treintadel Gobierno reaccionario. Y hasta aquí, nada hay deextraño. Mas un poco extraño era que el general hu-biese elegido el lugar de su propio confinamiento enuna provincia espartana, es decir, en casa del más im-placable enemigo de su patria. Y aún, además de soste-ner relaciones de cordial amistad con el rey de Es-parta, Agelisao, correspondía a su amistad dándoleconsejos de logística, de estrategia y de organizaciónmilitar, sin la más remota sospecha de que ello re-presentase algo parecido a una traición.

El hecho es que Jenofonte, como muchos otroscompatriotas suyos, no sentía ya la polis y el com-promiso de lealtad aparejado a ella. Del mismo modoque los científicos atómicos se consideran, hoy día,dispensados de determinadas servidumbres patrióticasy ligados tan sólo a un empeño profesional que lespermite cambiar desenfadadamente de nacionalidad yde dueño, así Jenofonte razona no ya como ciuda-dano, sino como hombre profesional, que sólo se sien-te vinculado a la profesión. Es un especialista dis-puesto a servir a quien le permita desarrollar su pro-

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fesión y basta. Se dirá: también Alcibíades lo hizo,poniéndose al servicio primero de Esparta y despuésde Persia. Es verdad, mas por ello fue condenado amuerte por traidor, traidor él mismo se considerabay como tal murió. Jenofonte no tuvo jamás tal sos-pecha, ni nadie le acusó de serlo. En la sociedad ate-niense se daba por supuesto que un hombre profesio-nal iba adonde la profesión le llamaba. Estaba obliga-do solamente a hacerlo bien. Es decir, que al deberdel ciudadano se había sobrepuesto el del «técnico».

Ahora bien, aquellos técnicos no querían ya sabernada de una polis de confines demasiado angostos yde limitadas posibilidades, y de hecho fueron ellosquienes acuñaron la palabra cosmópolis, es decir, seadelantaron a la exigencia de un mundo que ya noestaba encerrado dentro de un modesto cinturón demurallas y sincopado por las autarquías nacionales.Como hoy mucha gente ha destruido ya el mito de lapatria para sustituirlo con el de Europa, así tam-bién muchos griegos comenzaron a pensar en térmi-nos de Grecia y ya no en los de Atenas, o de Te-bas, o de Esparta, como hasta entonces.

Hubiera sido excelente cosa que, después, Grecia sehubiese constituido. Pero desgraciadamente no se cons.tituyó; y de la decadencia de la polis subsistieronsolamente los efectos negativos, que fueron sobre todola desafección del ciudadano a su Estado y el de-senfreno de sus egoísmos. Se vio sobre todo en elteatro, donde la comedia política de Aristófanes, tes-timonio del apasionado interés de todos por los ne-gocios públicos, fue sustituida por otra de sabor po-pulachero con mezquinos problemas de vida domésticay escenas «neorrealistas» (tan viejos son los viciosen el mundo) de barullos en el mercado, de «estraper-lismos» y de esposas infieles. Es una comedia a tonocon un público no integrado ya por aquellos cívicos«dilettantes» que actuaban de ministro en tiempos depaz, de generales o almirantes en tiempos de guerra,de oradores en la plaza pública, de industriales enla tienda, de poetas y filósofos en los salones, comoen tiempos de Pericles, sino de «profesionales» más omenos estimados, cada uno de los cuales ejercía suoficio y del resto no sabía ni jota, y sobre todo seburlaba de las grandes cuestiones de interés colectivo.

Por otra parte, era la nueva organización socialque lo imponía. Platón y Aristóteles habían tenido

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sus buenos motivos al decir que una polis se gobier-na bien solamente cuando sus ciudadanos son tanpocos que se conocen todos entre sí. Esto ya no su-cedía en las poleis griegas. Y, aparte el número desus habitantes, el progreso técnico imponía una di-visión del trabajo mucho más compleja, es decir,mucho más especializada. Un abogado, para conocertodas las leyes que los varios Gobiernos habían dio-tado, tenía que dedicarse a ellas todo el día en de-trimento de todos sus demás intereses. Los médicos,de Hipócrates en adelante, debían estudiar más ana-tomía que filosofía. El progreso, en suma, mataba alnoble «dilettantismo», que había sido la más seduc-tora característica de los griegos de Pericles, y el«dilettantismo» se llevaba a la fosa la polis.

He aquí lo que no funcionaba ya en la Grecia queemergía de las guerras del Peloponeso. No eran lascarnicerías ocurridas en el campo de batalla, las in-vasiones, los saqueos, las flotas naufragadas ni eldesbarajuste económico lo que la ponía a merced decualquier invasor. Era el agotamiento de la pilastrasobre la cual había construido su civilización; laciudad-estado, a la sazón no adecuada ya a las nue-vas necesidades de la sociedad.

CAPÍTULO XLII

DIONISIO DE SIRACUSA

La incapacidad de superar los límites y los es-quemas de la ciudad-estado, o sea de formar unaverdadera y propia nación, debía de ser, por así de-cirlo, consustancial con la raza helénica, pues estátambién en la base de la quiebra de Siracusa, la másimportante colonia griega, que en cierto momento pa-

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recia tener que ocupar en el mundo el lugar de lamadre patria.

Como hemos dicho, los griegos, aun antes de queRoma naciese, habían desembarcado en las costas ita-lianas, donde fundaron varias ciudades; Brindisi,Tarento, Síbaris, Crotona, Reggio, Napoles, Capua.Y tal vez desde estos trampolines hubiesen podido ha-cer griega la península entera en nombre de la supe-rior cultura, si con ésta no hubiesen traído consigo elvicio de dividirse y de litigar. Crotona destruyó aSíbaris, Tarento destruyó a Crotona. Y, en suma, nose logró jamás establecer una colaboración entreaquellas potéis, ni tan siquiera cuando fueron amena-zadas por el común enemigo romano, que acabó porengullírselas a todas.

Las colonias más importantes eran las de Sicilia,donde los griegos, atraídos por las inmensas riquezasde la isla, habían empezado a desembarcar en el si-glo VIII antes de Jesucristo. Hoy día cuesta creerlo,pero en la Antigüedad Sicilia era un paraíso tal debosques, de trigo y de árboles frutales que se llamaba«la tierra de Démeter», que era la diosa de la abun-dancia. En aquel tiempo estaba habitada por escasosgrupos de sicanos venidos de España y de sículos ve-nidos de Italia. Después, en la costa occidental fue-ron a establecerse también los fenicios, que fundaronPalermo. Pero eran colonias pequeñas y discordes,que no pusieron ninguna resistencia a los recién lle-gados griegos, los cuales, con muy otra vitalidad, sedesparramaron no sólo a lo largo de la costa orien-tal, sino también por la occidental, donde fundaronAgrigento.

Muy pronto hubo todo un florecer de ciudades, pro-piamente al modo griego. Y entre estas ciudades des-tacaron Leontini, Mesina, Catania, Gela, y sobre todoSiracusa. Esta última fue fundada por los corintiosque, obligando a los sículos a retirarse hacia el in-terior, donde se dedicaron a la ganadería, construye-ron un puerto en torno del cual nació una metró-polis que al comienzo del siglo v frisaba en el mediomillón de habitantes.

El gran realizador de aquella empresa fue un ti-rano, Gelón, que se instaló en el poder a consecuen-cia de una revolución democrática que derrocó al vie-jo régimen aristocrático y conservador. La historia,como veis, es monótona. En Gelón la inteligencia era

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inversamente proporcional a los escrúpulos, mientrasque el éxito fue directamente proporcional a los de-litos con los cuales lo alcanzó. Hay que reconocer que,con toda probabilidad, todas las colonias griegas deSicilia hubieran quedado sometidas a Cartago, quehabía mandado una flota al mando de uno de susmuchos Amílcares, si Gelón, por la violencia y latraición, no hubiese unificado el mando. El mismoaño —y algunos llegan a decir el mismo día:— queTemístocles alineaba las naves contra las de Jer-jes en Salamina, Gelón formaba sus soldados contralos de Amílcar en Himera y le derrotaba en una me-morable batalla que limitó la supremacía cartaginesaa la Sicilia occidental, dejando la oriental bajo la in-fluencia griega.

Durante todo el siglo IV antes de Jesucristo, Siracu-sa a pesar de las turbulencias de política interior, si-guió desarrollándose en una continua alternación deetapas demócratas y largos regímenes totalitarios.Dionisio fue el tirano más despiadado y más instrui-do. Desde su atrincherada fortaleza de Ortigia, domi-nó la ciudad con métodos estalinianos y criterios va-gamente socialistas. En la distribución de tierras, porejemplo, no hacía distinciones entre ciudadanos y es-clavos, entregándoselas imparcialmente a éstos y aaquéllos. Y cuando las cajas del Estado (el cual seconfundía, naturalmente, con su persona) estaban va-cías, anunciaba que Démeter se le había aparecidopara reclamar que todas las damas de Siracusa de-positasen sus joyas en el templo. Ellas, naturalmen-te, se apresuraban a llevárselas porque, aunque hu-biesen tenido la tentación de desobedecer la ordendivina, estaba la policía humana de Dionisio para di-suadirlas. Después de lo cual, éste se hacía «prestar»las joyas por Démeter.

Era un curioso hombre infatuado de técnica y depoesía. Para echar a los cartagineses de la isla, mandócontratar en todas las ciudades griegas a los especia-listas en mecánica, haciendo secuestrar a los que serehusaron. El invento de la catapulta le embelesó y lehizo creer que con aquella arma en la mano nadiepodría resistirle ya. Por lo que mandó un embajadora Cartago para intimarla a abandonar Sicilia. Siguie-ron casi treinta años de guerras y de matanzas deltodo inútiles, pues, al final, todo quedó como antes:los griegos dueños de Sicilia oriental y los cartagine-

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ses de la occidental. Dionisio se replegó entonces a unprograma más modesto: unificar bajo su mando atodos los griegos de la isla y de la península. Loconsiguió, pero sólo por la violencia. Como Atenascon sus satélites, así Siracusa se mostró incapaz defusión con sus súbditos y sus relaciones con éstosquedaron sólo mantenidas por la fuerza. Cuando, porejemplo, trató con Reggio, Dionisio se declaró dis-puesto a respetar las libertades mediante el pago deuna fuerte suma. Después, cuando la hubo cobrado,vendió a todos los reggianos como esclavos.

Sin embargo, aquel déspota tenía también aspec-tos humanamente simpáticos. Cuando el filósofo pi-tagórico Fincias, condenado a muerte por él, le pidióun día de permiso para ir a su casa, fuera de laciudad, a ordenar sus asuntos, Dionisio consintió contal que dejase en rehenes a su amigo Damón. Y cuan-do vio presentarse a éste confiadamente y a Finciasllegar a tiempo, en vez de hacerle matar, pidió hu-mildemente ser admitido en la amistad de ambos, quele había conmovido. Otra vez condenó a trabajosforzados en las minas al poeta Filoxeno que habíacriticado sus versos. Luego se arrepintió, le llamóy ofreció en su honor un gran banquete al final delcual leyó otros versos e invitó a Filoxeno a juzgar-los. Filoxeno se levantó y, haciendo un signo a laguardia, dijo: «Llevadme a la mina.»

Fue esta pasión por la poesía, que siguió cultivandosu asiduidad, lo que indirectamente le costó la vidaa Dionisio. En 367, una comedia suya obtuvo el pri-mer premio en Atenas. El tirano, si bien de satisfac-ciones hubiese ya sacado a porrillo con su omnipo-tencia, fue tan feliz con aquel modesto premio litera-rio, que lo festejó con un banquete pantagruélico,al término del cual un ataque apoplético le fulminó.

Le sucedió su hijo de veinticuatro años Dionisio II,no más rico que su padre en cuanto a escrúpulos,pero mucho más pobre en cuanto a ingenio. Tuvo,sin embargo, dos excelentes consejeros en su tío Dióny en el historiador Filisto. El primero le convenciópara que llamara a Platón, del cual era grandísimoadmirador, seguro que el joven soberano se prestaríagustosamente a realizar los planes políticos de aquél.Dionisio quedó, en efecto, muy impresionado por elfilósofo, que le puso a estudiar matemáticas y geo-metría como introducción a la verdadera sapiencia.

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El joven estaba lleno de buenas intenciones y Platónse ilusionó con hacer de él su instrumento. Pero elmaestro bebía a escondidas y por la noche se hacíavisitar en palacio por la juventud de peor fama deSiracusa.

Filisto esperó a que el rey estuviera un poco can-sado de teoremas y de triángulos isósceles y luegocomenzó a murmurarle al oído que Platón era sóloun emisario de Atenas, la cual, no habiendo podidoconquistar Siracusa con el ejército de Nicias, tratabade hacerlo ahora con las figuras geométricas de Eu-clides y con la complicidad de Dión.

Dionisio se alegró de creerlo y expulsó al tío. Pla-tón protestó, y como no consiguió que se revocase ladisposición, dejó la ciudad para reunirse en Atenascon el pobre exiliado. Éste, pocos años después, volvióa su patria al frente de otros ochocientos desterradosy derrocó a Dionisio, que huyó. Los siracusanos exul-taron, mas para impedir que a un tirano le sustituyeseotro, le quitaron el mando a Dión, quien se retiró sinamargura a Leontini. Dionisio volvió a la carga y de-rrotó a las fuerzas populares de Siracusa que, deses-perada, hizo un nuevo llamamiento a Dión. Éste acu-dió, venció de nuevo, anunció una dictadura tempo-ral para poner de nuevo en orden el Estado, y comopremio recibió una puñalada en nombre de la «liber-tad».

Dionisio volvió a ser dueño de la ciudad y los si-racusanos hicieron un llamamiento a la madre patria,Corinto, para que fuera a liberarles. Entonces vivíaen Corinto, casi echado al monte, el aristócrata Ti-moleón, que había matado a su hermano para impe-dirle que se convirtiese en dictador. Maldecido portodos, hasta por su madre, Timoleón armó a un pu-ñado de hombres, al frente de los cuales desembarcóen Sicilia, y con un prodigio de estrategia derrotó alejército de Dionisio. Dícese que no tuvo ni una baja.Y esto nos hace sospechar que el prodigio de estra-tegia consistió en el hecho de que el enemigo saliócorriendo o se pasó a él. El propio soberano fue cap-turado. Pero Timoleón, en vez de matarle, le dio todolo que tenía en el bolsillo para que pagase el viajehasta Corinto, donde efectivamente Dionisio pasó elresto de sus días. Después, él mismo se retiró a lavida privada, limitándose a reaparecer entre los sira-cusanos sólo cuando éstos le llamaban para escuchar

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sus consejos.Cuando murió, pobre y sin cargos, en 337, Siracusa

le conmemoró como el más grande y el más noble desus ciudadanos. Gracias a él, había encontrado denuevo, al menos de momento, la libertad. Pero encompensación estaba perdiendo rápidamente la fuer-za que le había permitido resistir victoriosamente lapresión cartaginesa.

CAPÍTULO XLIII

FILIPO Y DEMÓSTENES

Probablemente la mayor parte de los griegos igno-raba hasta la existencia de su provincia más septen-trional, la Macedonia, cuando Filipo, en 358 antes deJesucristo, subió al trono según el proceder habitualen aquella comarca y en aquella Corte, o sea, una seriede asesinatos en familia. Las ciudades-estado del Surtenían escasísimas relaciones con aquellos parienteslejanos del Norte, que, si bien hablaban su mismalengua o poco más o menos, no les había dado ni unpoeta, ni un filósofo ni un legislador.

Pero tampoco los macedonios, por su lado, habíansentido jamás ninguna necesidad de meter baza en losasuntos ni en las riñas de Atenas, de Tebas y deEsparta. Eran dispersas tribus de pastores que vi-vían en régimen patriarcal, agrupadas cada una entorno a su propio principillo. Su evolución política nohabía seguido en absoluto la de Grecia; se habíaquedado en medieval. Había un rey, pero su poderestaba limitado por ochocientos vasallos, cada uno delos cuales, en su propia circunscripción, sentíase due-ño absoluto y no admitía interferencias. No iban sinoraramente y a desgana a Pella, la capital, que dehecho no pasaba de ser una aglomeración de cabañas

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en torno de la única plaza; la del mercado. El rey,cuando había de tomar alguna decisión importante,tenía que consultarles y no siempre lograba su con-senso.

El nuevo soberano, empero, no era, como sus pre-decesores, «hecho en casa». De chico le habían manda-do a estudiar en Tebas, donde se metió en las ma-las compañías de los parientes y amigos de Epami-nondas. No había aprovechado mucho las leccionesde Filosofía e Historia. Pero siguió con atención lasde estrategia que aquel gran capitán había enseñado asu ejército. Pese a las muchas lagunas de su cultura,cuando volvió entre los pastores de Pella, fue consi-derado un sabio. De hecho, él sabía lo que aquéllos,criados en la montaña y sin puntos de referencia,ignoraban: o sea, que Macedonia era una comarcasemibárbara, que debía romper su aislamiento con elresto de Grecia y que el mejor modo de hacerlo eraapoderarse de ella. Mas esto sólo se podía conseguirdespués de haber unificado el mando de Macedonia,o sea después de haber destruido o embridado lasfuerzas feudales y centrífugas de los principillos lo-cales.

Lo consiguió un poco por la fuerza y otro poco porla astucia, porque de ambas cosas tenía a porrillo.Era un pedazo de hombre listo y prepotente, guerrerointrépido, cazador infatigable, siempre dispuesto aenamorarse indistintamente de una hermosa mujerque de un guapo muchacho. Un trasfondo de astuciase encontraba en cada gesto suyo, hasta en el más es-pontáneo. Era de natural simpático, pero lo sabía yse aprovechaba. El mismo Demóstenes, su irreducti-ble adversario, después de haberle conocido exclamó:«¡Qué hombre! Por el poder y el éxito ha perdido unojo, tiene un hombro roto y un brazo paralizado.¡Y todavía no hay quien pueda hacerle poner de ro-dillas!»

Por primera vez desde su advenimiento al trono, los«compañeros del rey», como se llamaban los ochocien-tos señorones macedonios, para afirmar su paridadcon él comenzaron a frecuentar Pella, adonde Filipoles atraía con fiestas, con los dados, las mujeres ylos torneos. A menudo jugaba con ellos hasta avan-zada la noche. Pero su objeto no era solamente di-vertirles y divertirse. Entre una cacería y una borra-chera tejía la trama del mando único en la nueva or-

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ganización copiada de Epaminondas, y contagiaba aaquellos indóciles barones sus sueños de gloria y deconquista. Se impuso a quien se le resistía corrom-piéndole y a veces matándole, acaso «por accidente»en cacerías o torneos, sin perjuicio de conmoverse so-bre el cadáver y de tributarle regias exequias. Aquelhombre de modales rudos y francos sabía mentir comoel más vil de los hipócritas. Su diplomacia apuntabalejos y no conocía escrúpulos. En pocos años puso enpie el más formidable instrumento de guerra que hayaconocido la Antigüedad antes de las legiones romanas:la falange, rígida muralla de dieciséis filas de infantes,protegida en los flancos por escuadrones de espanta-ble caballería. La falange no contaba más que con diezmil hombres. Pero eran, a diferencia de los demásgriegos, soldados toscos, entrenados, por su propiavida de pastores, a la disciplina y al sacrificio.

Con perfecta elección del momento, Filipo esperóque Atenas estuviese sumida en la «guerra social» quepuso término a su segundo Imperio, para adueñarsecon un golpe de mano de Anfípolis, Pidna y Potidea,distritos mineros y claves del comercio ateniense conAsia. Y a las protestas de Atenas respondió: «Conun arte y una literatura como la que tenéis, ¿porqué dar importancia a esas pequeneces?» Poco des-pués, otras dos «pequeneces» cayeron en sus manos:Metón y Olinto, o sea todo el oro de Tracia y el con-trol del alto Egeo.

Dónde quería llegar Filipo, era claro. Es decir, lohabría sido si los griegos hubiesen tenido el valor dereconocerlo. Pero, otra vez más, en lugar de unirsecontra la amenaza común, prefirieron pelear entreellos. Por una cuestión de dinero, atenienses y esparta-nos se habían coligado contra la Liga anficiónica deBeocia y Tesalia, que, derrotada, llamó a Filipo. Ésteacudió, en Delfos fue aclamado protector del templode Apolo, patrono de la Liga, y graciosamente aceptóla presidencia honoraria de las Olimpíadas siguientes,lo que era un poco la candidatura a la soberanía so-bre Grecia.

Finalmente, Atenas despertó; pero hizo falta laoratoria de Demóstenes para arrancarla de su pereza.Para quien ama la libertad, es bastante doloroso saberque en Grecia ésta haya encontrado su último adaliden un hombre semejante. Pero los tiempos no ofre-cían otro mejor. Demóstenes era hijo de un armero

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acomodado que, al morir, le había dejado unos cin-cuenta millones de liras, confiados al cuidado detres administradores. Éstos los administraron tan bienque cuando Demóstenes, a los veinte años, trató derescatarlos, no encontró ni un céntimo. Y tal vez sa-cara un ejemplo y una moral de esta lección.

Aquel que estaba destinado a convertirse en el másgrande o al menos en el más famoso, de todoslos oradores, no era un orador nato. Estaba afectadode tartamudez y para curársela dícese que se habituóa hablar con una piedrecita en la boca y a declamarcorriendo en cuesta. Pero jamás fue un improvisador.A menudo se recluía en una caverna, afeitándosesolamente media cara para no ceder a la tenta-ción de salir, para preparar por escrito sus requisito-rias. Empleaba en ellas meses enteros y después lasensayaba y volvía a ensayar ante un espejo para estu-diar todos los efectos, incluso los mímicos. Con tal deconseguirlos, no ahorraba contorsiones, alaridos, mue-cas. El oyente común se divertía como en el teatro.Pero nosotros estamos con Plutarco, que definió aquelmétodo como «bajo, humillante e indigno de un hom-bre», y llamamos la atención sobre este juicio a mu-chos pequeños Demóstenes contemporáneos del país.

Demóstenes había debutado escribiendo «compare-cencias» por cuenta de otros, a menudo a favor delos dos litigantes de la misma causa. Pero despuésse convirtió en abogado del gran banquero Formióny, no teniendo necesidad de dinero, se dedicó sola-mente a procesos célebres en defensa de clientes dealto copete, entre ellos la Libertad.

¿La amaba verdaderamente, o solamente vio en ellael pretexto para labrarse una gran reputación y unacarrera política? No contestó jamás a su adversarioHipérides, que le acusó de defender la libertad deAtenas contra Filipo para revenderla a los persasque se la pagaban bien. Si no era verdad, era ve-rosímil, pues la moralidad del hombre tenía bastanteslagunas. «Nada que hacer con Demóstenes —decíasu secretario—. Si una noche encuentra una corte-sana o un guapo chico, al día siguiente el clientele esperará en vano en el tribunal.» Pero era unhistrión tal, que sus llamamientos a la resistenciacontra el macedonio tenían el apasionado acento dela verdad. Contra él estaba lo que hoy se llamaría«el espíritu de Munich», el partido de la paz, capí-

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taneado por Foción y Esquines.Foción era un hombre de bien, de costumbres es-

toicas, que batió el récord de Pericles haciéndose ele-gir estrategos cuarenta y cinco veces seguidas. Cuan-do un discurso suyo en la Asamblea era interrumpidopor un aplauso, preguntaba sorprendido; «¿Acaso hedicho alguna estupidez?» Ni siquiera Demóstenes pudojamás insinuar en contra de él que quisiera el com-promiso con Filipo por algún interés personal; dijoque lo quería por estolidez y vileza. Todo permitecreer, en cambio, que Foción comprendía perfecta-mente los planes de Filipo. Pero comprendía tambiénque Grecia no se uniría jamás para combatirlo y queAtenas sola no bastaba. Y tal vez esperaba fran-camente que la unificación, en vez de «en contra», sehiciese «bajo» Filipo.

No pudiendo atacarle personalmente, Demóstenesatacó a su mayor colaborador, Esquines, que era tam-bién su enemigo personal. El pretexto era fútil. Añosantes, un tal Ctesifonte había propuesto en la Asam-blea que le fuese dada a Demóstenes una corona enrecompensa a los servicios prestados por éste a laciudad. Esquines le denunció por «ultraje a la Cons-titución». Ahora bien, la causa que se llamó precisa-mente «Sobre la corona», se veía en el Tribunal, yDemóstenes era el abogado de Ctesifonte. Fue unproceso no menos sensacional que el de Aspasia, yDemóstenes prodigó todo lo mejor de su repertorio:alaridos, «trémolos», llantos, carcajadas, sarcasmos ymelancolía. Y, si bien no tenía razón, ganó. Esqui-nes, condenado a una multa exorbitante, huyó a Ro-das, donde, dícese, Demóstenes siguió mandándole di-nero hasta el fin de su vida.

Mas aquella victoria judicial fue también una victo-ria política. Demostró que el partido de la guerrahabía tomado la delantera. Por primera vez en suhistoria, bajo el estímulo de la oratoria patrióticade Demóstenes, Atenas echó mano de fondos destina-dos para las fiestas, que eran considerados intocables,para organizar un ejército. En 338, éste se alineócon el de Tebas en Queronea contra Filipo, que de-rrotó fácilmente a uno y otro.

¿Había, finalmente, encontrado Grecia su amoy unificador en el rey de su región más bárbara ytosca?

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CAPÍTULO XLIV

ALEJANDRO

Filipo fue magnánimo en la victoria. Devolvió la li-bertad a los dos mil prisioneros que había capturadoy mandó a Atenas, como mensajeros de paz, a su hijoAlejandro, de dieciocho años, que se había cubiertode gloria en Queronea como general de caballería,y al más sagaz de los lugartenientes, Antípater. Eldiktat era sumamente generoso: Filipo pedía solamen-te que se le reconociese el mando de todas las fuerzasmilitares griegas contra el enemigo común persa. Losatenienses, que se esperaban algo mucho peor, aclama-ron en él a un nuevo Agamenón. Y en la conferencia deCorinto todos los Estados que mandaron a sus repre-sentantes, menos Esparta, aceptaron unirse en unaconfederación copiada de la beocia, comprometién-dose a suministrarle contingentes militares y a renun-ciar a las revoluciones.

¿Les empujó finalmente una necesidad de concor-dia y de unidad? Tal vez alguno lo advertía. Pero lamayoría esperaba solamente que el nuevo amo seembarcase lo más pronto posible en la aventura persay que posiblemente no volviese. Filipo estaba ya,, enefecto, preparándola, cuando entre él y los persas seinterpusieron dos adversarios inesperados: su esposaOlimpia y su hijo.

Olimpia era una princesa de la tribu guerrera delos molosos del Epiro que, a diferencia de las nume-rosas mujeres que él había desposado antes, no to-leraba aparcerías. Filipo, al principio, había intenta-do un experimento de monogamia. Pero a la largano tuvo éxito. Sus apetitos eran demasiado vigorosospara que una sola mujer, por muy bella y ardientecomo Olimpia, pudiese satisfacerlos. Ésta, después dehaberle dado a Alejandro, había buscado consuelo enlos más desenfrenados ritos dionisíacos. Una noche Fi-lipo la encontró dormida en el lecho al lado de una

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serpiente. Ella dijo que en la serpiente se encarnabael dios Zeus —Ammón— y que éste era el verdaderopadre de Alejandro. Filipo no protestó; aquel intrépi-do soldado que no tenía miedo a nadie, lo sentía atrozde su mujer. Pero buscó compensación en otra quele ahorrase las desleales competencias de los dioses.Cuando esta última estuvo encinta, uno de los gene-rales macedonios, Átalo, propuso en un banquete unbrindis para el futuro heredero «legítimo» (e insis-tió en esta palabra). Alejandro, enfurecido, le tiró uncáliz al indiscreto, gritando; «¿Pues yo qué soy? ¿Unbastardo?» Filipo se lanzó espada en mano sobre suhijo, pero, de borracho que estaba, tropezó y se cayó.

«Mirad —le escarneció Alejandro—. ¡No se tiene enpie y quiere alcanzar el corazón de Asia!»

Pocos meses después, otro general, Pausanias, fuea pedir explicaciones por un insulto recibido de Átalo.Y como Filipo no se las diera, le asestó una puña-lada, matándole. Nadie ha sabido nunca si lo hizo ins-tigado por Alejandro, por Olimpia, o por los dos.Como fuere, el testamento no se encontró. Y Alejan-dro fue aclamado sucesor por el Ejército, que le ido-latraba. Contaba apenas veinte años.

Filipo, que le había querido de pequeño con unamor en el que había también mucho de orgullo, lehabía dado los tres mejores maestros de la época: elpríncipe moloso Leónidas para los músculos. Lisíma-co para la literatura y Aristóteles para la Filosofía.El alumno no les decepcionó. Era bellísimo, atlético,lleno de entusiasmo y de candor. Aprendió de memo-ria, la Iliada, de la cual llevóse desde entonces siem-pre consigo un ejemplar como libro de cabecera, yeligió como héroe preferido a Aquiles, de quien decía-se que descendía Olimpia. A Aristóteles le escribía:«Mi sueño, más que acrecentar mi poderío, es deperfeccionar mi cultura.» Pero también a Leónidas elestoico le daba muchas satisfacciones con su maes-tría de jinete, de esgrimista y de cazador. Le invita-ron a correr en las Olimpíadas. Respondió orgullosa-mente: «Lo haría si los demás concursantes fueranreyes.» Mas cuando supo que ninguno lograba domaral caballo Bucéfalo, acudió, montó en su grupa y nose dejó desarzonar. «¡Hijo mío —gritó Filipo, exta-siado—, Macedonia es demasiado pequeña para ti!»Otra- vez, habiendo encontrado un león, le afrontóarmado de un solo puñal en un duelo «de cuyo éxito

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—refirió un testigo— parecía depender la decisión dequién entre los dos había de ser el rey». De dóndesacase aquella energía no se sabe, pues era sobrio yabstemio y solía decir que una buena caminata ledaba buen apetito para el desayuno, y un desayunoligero buen apetito para la comida. Por esto, dicePlutarco, tenía el aliento y la piel tan fragantes.

Tal vez, al menos en parte, aquella increíble fuerzavital le derivaba de los reprimidos instintos sexuales.Sentimental y emotivo, pronto a llorar por una can-ción (tocó el arpa hasta que su padre se mofó de estadebilidad, y a partir de entonces no quiso oír másque marchas militares), Alejandro era, en asuntos deamor, un puritano. Se casó varias veces, pero porrazones de Estado. Tuvo paréntesis de homosexuali-dad. Mas lo poco que hizo, fue siempre a hurtadillas,con el complejo del pecado, y abandonándose a laira cada vez que los cortesanos le traían a casa o a latienda jovenzuelos o prostitutas. Los inmensos teso-ros de su ternura los reservaba para los amigos ypara sus soldados. Plutarco dice que, sobre una nade-ría, era capaz de escribir largas cartas a un amigoausente.

Era muy supersticioso, por lo que en su Corte,que solía ser una tienda, rebosaba siempre de as-trólogos y adivinos, sobre cuyas respuestas radactabalos planes de batalla o los modificaba. ¿Fue verdade-ramente un gran general? Desde el punto de vista es-tratégico y táctico, no resulta que haya aportadoninguna variación a los conceptos de Filipo, que habíasido verdaderamente el inventor de un nuevo arte mi-litar. Ignoraba la geografía, no quiso consultar jamásun mapa topográfico, y los reconocimientos los hacíasolo, también porque esperaba siempre encontrar al-gún enemigo o alguna alimaña con la que medirse.Más que un gran capitán a lo Aníbal o a lo César, eraun buenísimo comandante de regimiento, que, empu-ñando el arma, alcanzaba irresistibles victorias prepa-radas por el Estado Mayor que le dejó en herenciaFilipo. Su valor no necesitaba de la excitación de labatalla. Una vez, enfermo, alargó a su médico, que leofrecía un purgante, una carta anónima que le acu-saba de estar al servicio de los persas para envenenar,le a él. Y sin aguardar el mentís, bebió la poción.

Un día, siendo chico, se había quejado a sus com-pañeros: «Mi padre quiere hacerlo todo él, y a noso-

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tros no nos dejará nada importante que realizar.» Erasu pesadilla. En cambio, cuando Filipo murió, nada delo que había querido hacer había sido hecho, comodemostró la inmediata secesión de todos los más im-portantes Estados griegos de la Confederación de Co-rinto. En Atenas, Demóstenes organizó fiestas de agra-decimiento y propuso en la Asamblea que decretaseun premio para el asesino Pausanias. Y en Macedo-nia hasta se urdieron complots para matar al nuevorey. Alejandro no hizo añorar a su padre en cuanto aenergía. En un santiamén desenmascaró y liquidó alos conjurados y marchó contra los Estados griegos,que no aguardaron su llegada para mandar de nuevosus representantes a Corinto para aclamarle generaly reconstituir la Confederación. Alejandro volvió so-bre sus pasos, atravesó las fronteras de Rumania, do-minó allí una rebelión, penetró en Servia, deshizo elEjército ilirio que se aprestaba a atacarle, y volvió adescender hasta Grecia, donde, habiendo cundido lanoticia de su muerte, nuevamente todos habían hechodefección. En Tebas, la guarnición macedonia habíasido degollada, y, en Atenas, Demóstenes había reor-ganizado su partido con el oro persa.

En Alejandro, la crueldad y la generosidad se alter-naban imparcialmente. Tebas conoció la primera: to-das sus casas fueron arrasadas en represalia, menos lade Píndaro. Atenas conoció la segunda. Alejandro, quetenía una debilidad por ella, amnistió a todos, has-ta a los que hoy se llamarían «criminales de gue-rra», empezando por Demóstenes. Alimentaba paracon esta ciudad un complejo de inferioridad, herenciade sus estudios filosóficos y literarios. Una vez, a dosamigos atenienses que habían ido a verle a Pella, lespreguntó señalando a sus conciudadanos: «Vosotrosque venís de allá, ¿no tenéis la impresión de hallarosentre salvajes?» Y cuando, más tarde, fue a guerrearen Asia, después de cada victoria mandó a Atenas,para que adornase su Acrópolis, los tesoros de arteque habían caído en sus manos.

Naturalmente, por tercera vez, mas siempre con lamisma sinceridad, los Estados griegos reconstituyeronla Confederación, con la esperanza de que finalmenteél se decidiese a partir hacia Oriente. Por lo que nole regatearon los veinte mil hombres que pidió de re-fuerzo a sus propios diez mil infantes y cinco miljinetes. Con treinta y cinco mil hombres en total se

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aprestó, pues, a marchar contra el ejército de Darío,que contaba con un millón. Pero no se los llevó atodos consigo. Dejó un tercio de ellos a las órdenesde Antípater en Grecia, pues ya había comprendidoqué concepto había de tener de la fidelidad de ésta.Y en 334 antes de Jesucristo, o sea dos años despuésde su advenimiento al trono, emprendió el caminopara aquella especie de cruzada.

¿Es cierto que se proponía unir Asia a Europa enun único reino y refundirlo en la civilización griega?Alejandro es uno de los personajes que más han cos-quilleado la fantasía de biógrafos y novelistas, cadauno de los cuales ha acabado prestándole las idease intenciones propias. Quisiera poner en guardia deesos árbitros a los lectores. Alejandro no sabía quéera el Asia por la sencilla razón de que en aquel tiem-po nadie lo sabía. Y, de haberlo sabido, no creo quese hubiese propuesto conquistarla y someterla conveintitrés mil hombres. En aquel momento no estabaaún tan loco como para acometer semejante empresa.

Yo creo que sus verdaderos móviles se deben dedu-cir de la ceremonia con que coronó la primera etapa.Mientras que sus hombres embarcaban para Abidos,en el Helesponto, él desembarcaba en el cabo Sigeo,donde la litada decía que Aquiles había sido sepul-tado. Alejandro cubrió de flores la que era considera-da como la tumba del héroe, y se puso a correr des-nudo en torno a ella gritando: «¡Afortunado Aquiles,que fuiste querido por un amigo tan fiel y celebradopor un gran poeta!»

Esto es. Lo que movió a Alejandro contra Asia nofue un plan estratégico ni político. Fue un sueño degloria detrás del cual corrió durante once años, sindespertar.

CAPÍTULO XLV

«¿FUE GLORIA VERDADERA?»

Las victorias de Alejandro fueron fulgurantes y hansuscitado la incondicional admiración de sus contem-poráneos y de la posteridad. Mas nosotros no sabe-

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mos si adscribirlas más a su valentía que a la abso-luta inconsistencia de los persas, que por lo demás ja-más habían ganado una batalla, ni siquiera cuandohabían sido trescientos contra uno.

Un primer contingente de aquéllos fue derrotadoen el río Gránico, donde Alejandro fue salvado dela muerte por su lugarteniente Clito. Todas las ciuda-des de la Jonia fueron liberadas; Damasco y Sidónse rindieron; Tiro, que quiso resistir, fue literalmentedestruida, y Jerusalén abrió sus puertas dócilmente.A través del desierto de Sinaí, el conquistador penetróen Egipto, y lo primero que hizo fue un acto de ho-menaje en el oasis de Siwa al templo de Ammónque, según Olimpia, era su padre. Los sacerdotes lecreyeron sin más y le coronaron faraón. Para com-pensarles de tanta complacencia, Alejandro ordenó laconstrucción en el delta de una nueva ciudad, Ale-jandría, de la que trazó él mismo un plano, dejandola ejecución a su arquitecto Dinócrates. Y reanudó sumarcha hacia Asia.

El encuentro con el grueso del ejército de Daríotuvo lugar cerca de Arbelas. Al ver aquella multitudde seiscientos mil persas, Alejandro tuvo una vacila-ción. Y sus soldados gritaron: «¡Adelante, general!Ningún enemigo podrá resistir el hedor a carnero quetraemos encima.» No sabemos si fue propiamenteel hedor lo que derrotó aquel heterogéneo y políglo-ta ejército. Sea como fuere, hubo derrota, caóticae irremediable. Darío fue muerto cobardemente porSus generales, y su capital, Babilonia, se sometiósin resistencia a Alejandro, que encontró en ella untesoro de cincuenta mil talentos, algo así como dos-cientos mil millones de liras, lo repartió equitati-vamente entre sus soldados, su propia caja y la dePlatea para resarcirla de su valerosa resistencia antelos persas en 480, ordenó la inmediata reconstrucciónde los templos sacros dedicados a los dioses orienta-les, a los que ofrendó suntuosos sacrificios, y anun-ció orgullosamente en una solemne proclama al pue-blo griego su definitiva liberación del vasallaje persa.

Los objetivos de la guerra habían sido alcanzados,mas no los de Alejandro, que sabía concretamentecuáles eran. Reemprendió la marcha sobre Persépolisy, enfurecido por encontrar prisioneros griegos conmiembros cortados, ordenó la destrucción de la estu-penda ciudad. Y siguió adelante hacia Sogdiana, Aria-

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na, Bactriana y Bujara, donde capturó al asesino deDarío. Le hizo atar a dos troncos de árbol acercadoscon cuerdas. De modo que, cuando las cuerdas fue-ron cortadas, al enderezarse los troncos, le despe-dazaron las carnes. Y adelante aún, a través del Hi-malaya, en ruta hacia la India, donde oyó hablar delGanges y quiso verlo. El rey Poros, que trató de opo-nérsele, fue vencido.

Pero aquí los soldados comenzaron a dar muestrasde impaciencia. ¿Adonde quería conducirles su rey enaquella loca carrera de miles y miles de kilómetrosen el corazón de tierras desconocidas, cuya exten-sión se ignoraba? Alejandro, que no podía respon-der porque tampoco lo sabía él, se retiró —comosu héroe Aquiles— desdeñosamente a su tienda y du-rante tres días se negó a salir. Luego, a desgana, serindió, volvió atrás, y en un combate se encontrósolo, dentro de una ciudadela enemiga, porque lascuerdas con las que se escalaban las murallas se ha-bían roto bajo los pies de los que le seguían. Sebatió como un león hasta caer desangrado por las he-ridas. Pero justo en aquel momento llegaron los suyos,que habían trepado con las uñas. Mientras le lleva-ban a la tienda, los soldados se arrodillaron a supaso para besarle los pies. Convencido de haber re-conquistado su favor, el rey, tras tres meses de con-valecencia, les recondujo hacia el Indo y les hizodescender hasta el océano indico. Aquí hizo prepararuna flota que, bajo el mando de Nearco, devolvióa la patria, por vía marítima, a los heridos y enfer-mos. Con los supervivientes remontó el río, abrién-dose el camino de retorno a través del desierto deBeluchistán.

Hará falta llegar a la retirada de Rusia por Napo-león para hallar algo comparable a una marcha tan-desastrosa. El calor y la sed mataron e hicieron en-loquecer a miles de hombres. Cada vez que se encon-traba un pozo de agua, Alejandro bebía el último,después de todos sus soldados. Pero es como parapreguntarse si su cerebro estaba completamente enorden, admitiendo que alguna vez lo hubiese estado»cuando al fin, con los pocos supervivientes de aque-lla matanza, llegó a Susa.

Allí reunió a sus oficiales y les expuso en término»perentorios un nebuloso programa de dominio mun-dial empernado sobre los intercambios matrimoniales.

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Él se casaría simultáneamente con Statira, la hija deDarío, y con Parisatis, la hija de Artajerjes, unien-do así las dos ramas de la familia real persa. Ellosle ayudarían desposándose a su vez y haciendo casara sus subalternos con otras señoritas locales, a cuyasrespectivas dotes proveería él poniendo a disposiciónveinte mil talentos, algo así como ochenta mil millo-nes de liras. Así —dijo—, tras haberla sancionado enel campo de batalla, se consumaría en la cama launión entre el mundo grecomacedonio y el oriental,mezclando su sangre y su civilización.

Lo creyeran o no, aquellos toscos guerreros, trasdiez años de alejamiento de sus familias hallaroncómodo fundar otra con las mujeres persas que, enci-ma de todo, hasta eran guapotas. Así, en una nochede festejos, fueron celebradas aquellas grandes bodascolectivas. Alejandro las presidió, flanqueado por susdos esposas y con un traje de su invención, quePlutarco describe como de corte mitad griego mitadpersa. Acto seguido proclamó su propio origen di-vino como hijo de Zeus-Ammón; los sacerdotes deBabilonia y de Siva lo reconocieron, los Estados grie-gos lo aceptaron carcajeándose, y sólo Olimpia, quehabía Inventado aquella fábula y que todavía vivía enPella, comentó escépticamente; «¿Cuándo dejará esechico de calumniarme como adúltera?»

No se ha sabido jamás, y no se sabrá nunca, siAlejandro era tan desequilibrado como para creer enaquella fábula, o si la avalaba sólo por diplomacia.Una vez, alcanzado por una flecha, había dicho a susamigos, mostrando la herida; «¿Veis? ¡Es sangre,sangre humana, no divina!» Pero ahora sentábase so-bre un trono de oro, llevaba en la cabeza dos cuernosque eran el símbolo de Ammón y exigía que todos seprosternasen ante él. El abstemio adolescente de untiempo ahora bebía, y en las borracheras perdía lacabeza. Cuando Clito, que le había salvado la vida,le dijo que el mérito de sus grandes victorias corres-pondía no a él, sino a Filipo que le había dejado ungran ejército (y era verdad), le mató en un accesode furor. Una conjura le hizo recelar. Filotas, bajola tortura, denunció a su propio padre, Parmenio,el general más es Limado por Alejandro. También lecondenó a muerte. El paje Hermolao, torturado asu vez, denunció como cómplice a Calístenes, sobri-no de Aristóteles, que el rey se había llevado en su

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séquito como cronista de las expediciones y que noquiso prosternarse ante él, afirmando que todas, aque-llas empresas un día se habrían convertido en his-tóricas porque Calístenes las había escrito, no porqueAlejandro las hubiese llevado a cabo. El impertinentefue metido en la cárcel, donde murió. Estalló unasedición entre los soldados, que le pidieron ser licen-ciados «visto que tú, Alejandro, eres un dios, y quelos dioses no necesitan tropas». Alejandro respondióenojado; «Marchaos, pues; así, de ahora en adelante,seré rey de aquellos de quienes os he hecho vencedo-res.» Los soldados rompieron a llorar, le pidieronperdón, y él, reanimado, concibió la empresa de con-ducirles a nuevas conquistas en Arabia.

Pero en aquel momento murió Efestión, a quien élconsideraba su Patroclo y quería con un amor quejamás había sentido por ninguna mujer: hasta elpunto de que cuando la viuda de Darío, venida a haceracto de sumisión en su tienda, les había confundidouno con otro, el rey dijo sonriendo: «No hay ningúnmal en ello. Efestión es también Alejandro.» Aquellamuerte le afectó de manera irreparable. Hizo mataral médico que no supo evitarla, rehusó la comida du-rante cuatro días seguidos, ordenó honras fúnebresen las que gastó cuarenta mil millones de liras, man-dó a preguntar al oráculo de Ammón, que natural-mente se apresuró a concedérselo, el permiso de ve-nerar al pobre difunto como a un dios, y como sa-crificio expiatorio ordenó el degüello de una tribuentera de persas.

Era claro ya que el conquistador venido a Orientepara grecizarlo se había orientalizado hasta convertir-se en un verdadero sátrapa. Cada vez mas enfermode insomnio, buscaba en el vino ese sucedáneo deldescanso que es el aturdimiento. Cada noche haciacon sus generales concursos de resistencia. Una nochefue derrotado por Promacos, que ingirió tres litros delicor fortísimo, y al cabo de tres días murió. Ale-jandro quiso batir el récord e ingirió cuatro litros. Alotro día le dio una fuerte fiebre. Quiso seguir bebien-do. Desde la cama, en las pausas de delirio, siguiódando órdenes a gobernadores y generales. Luego,el undécimo día, entró en agonía. Cuando le pregun-taron a quién se proponía dejar el poder, respondióen un soplo; «Al mejor.» Pero se olvidó de decirquién era el mejor. Era en 323 antes de Jesucristo.

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y Alejandro debía cumplir en aquellos días treinta yun años. Hay que preguntarse qué habría llegado ahacer si hubiese tenido tiempo. La breve aventura desu vida había sido tan intensa y tan plena de sensa-cionales empresas, que se comprende muy bien la su-gestión que ha ejercido sobre sus biógrafos. Yo creo,empero, que todas las intenciones que se le han atri-buido carecen de fundamento. No pueden achacarse auna idea política, como en el caso de Filipo, que sa-bía perfectamente lo que quería. Alejandro no siguiósu plan y, más que artífice, se nos aparece como elesclavo de un destino. Lo que nos impresiona en éles una fuerza vital tan abrumadora y desenfrena-da como para trocarse en defecto. Fue un meteoroque, como todos los meteoros, deslumbró el cielo y sedisolvió en el vacío, sin dejar tras sí riada construc-tivo.

Pero acaso por ello interpretó y concluyó del modomás adecuado el ciclo de una civilización como lagriega, condenada por sus fuerzas centrífugas a fene-cer de dispersión.

CAPÍTULO XLVI

PLATÓN

Mientras Alejandro se ilusionaba en conquistar elmundo en nombre de la civilización griega, esta civili-zación difundía sus últimos fulgores. La literaturalanguidecía, transformada ya en un mal subproducto:la oratoria, exclusiva de los varios Demóstenes, Esqui-nes, etc. La tragedia había muerto y en su lugar ibatirando una comedia burguesa, hilvanada con medio-cres motivos de adulterio y de vida cara. La Escultu-ra producía aún obras maestras con Praxíteles, Esco-pas y Lisipo. La ciencia, más que a nuevos experi-

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mentos y descubrimientos, se dedicaba a la clasifica-ción escolástica de lo ya realizado. Pero la Filosofíaalcanzaba precisamente entonces su cénit.

Era la herencia de Sócrates, en cuya escuela habíanacido un poco de todo. Entre sus continuadores talvez el más superficial, pero asimismo el más pinto-resco, fue Arístipo, elegante estafador e infatigabletrotamundos. El hedonismo fue para él no tan sólouna teoría, sino también una práctica de vida. Todo loque hacemos, decía, lo hacemos sólo para procurarnosplacer, aun cuando inmolamos la vida por un dios oun amigo. Nuestra llamada «sapiencia» nos engaña.Los únicos que nos dicen la verdad son los sentidos,y la filosofía sólo sirve para afinarlos.

Arístipo era un guapo hombre de modales exquisi-tos y de conversación fascinante, que jamás tuvo ne-cesidad de trabajar para vivir. Una vez, náufrago enaguas de Rodas, hechizó totalmente a sus salvadores,quienes, después de alimentarle y vestirle, hasta leabrieron una escuela a sus expensas. «¿Veis, mu-chachos? —dijo Arístipo en su exordio—. Vuestrosprogenitores deberían proveeros solamente de aquelloque se puede salvar hasta en un naufragio.» Cuandoestaba sin blanca, se iba de huésped a casa de Jeno-fonte, en Escila, o bien a Corinto, en la de la célebrehetaira Laide, que despojaba a sus clientes, y quea Demóstenes, por una noche de amor, le había pedi-do cinco millones, pero que tenía una debilidad porArístipo y le recibía gratis en casa. Había estadotambién en Siracusa con Dionisio que una vez le es-cupió en la cara. «Bah —dijo Arístipo, enjugándo-sela—, un pescador ha de mojarse más para capturarun pez más pequeño que un rey.» El tirano le obligabaa que le besara los pies. Arístipo se excusaba deello ante los amigos diciendo: «No es culpa mía silos pies son la parte más noble de su cuerpo.» Notenía nunca dinero, pero todos le querían por la ge-nerosidad con que gastaba el de los demás. Y mu-rió diciendo que lo dejaba todo a la virtud, pero alu-día solamente a su hija que se llamaba precisamenteasí («Arete») y que tradujo en cuarenta libros laamable filosofía de su padre mereciendo el título de«Luz de la Hélade».

Otro curioso maestro era Diógenes, jefe de escuelade los cínicos, llamada así por Cinosarge donde teníansu gimnasio. Lo había fundado Antístenes, alumno

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de Sócrates, que una vez, mirándole, le dijo: «A tra-vés de los agujeros de tu vestido, Antístenes, veo tuvanidad.» Era verdad. Antístenes compensaba con lahumildad su orgullo, que era inmenso. También él,originario de siervos, había instituido aquella escuelapara los pobres, y de buenas a primeras rechazó lainscripción a Diógenes porque era banquero, aunqueen quiebra. Decidióse a acogerle sólo cuando vio quedormía en el suelo en compañía de mendigos y queandaba por las calles pidiendo limosna también.

Diógenes fue acaso el que más escarbó según pre-dicaba. Habiendo afirmado que el hombre no es másque un animal, hacía, como los animales, sus necesi-dades en público, negaba obediencia a las leyes y nose reconoció ciudadano de ninguna patria. Fue el pri-mero en usar, para sí, el término cosmopolita. En unode sus muchos viajes, los piratas le capturaron y lerevendieron como esclavo a un tal Xeníades de Corin-to, quien le preguntó qué sabía hacer. «Gobernar a loshombres», contestó Diógenes. Xeníades le confió suspropios hijos y después, poco a poco, hasta sus pro-pios negocios. Le llamaba «el genio bueno de mi casa».

También en Diógenes, como en Antístenes y en to-dos los demás que profesaban la humildad, había unainfinita ambición. Le importaba mucho su dilatadafama de dialéctico ingenioso y mordaz. Una vez, alver a una mujer prosternada ante una imagen sagra-da; «Cuidado —le dijo—, con tantos dioses en circula-ción, puede haber también uno detrás al que estésenseñando las posaderas.» El gran rey y el pobre fi-lósofo murieron, según algunos, el mismo día. El pri-mero tenía treinta y un años, el segundo noventa.

• Platón conoció a Antístenes y quedó un poco con-tagiado por la filosofía cínica, como se manifestabaen su República, donde anhela un estado comunistafundado sobre las leyes de la Naturaleza. Mas eraun pensador demasiado grande y profundo para pa-rarse ahí. Procedía de una noble y antigua familiaque hacía remontar sus orígenes en el cielo al diosdel mar Poseidón, y en la tierra a Solón. Su madreera hermana de Cármides y sobrina de Critias, eljefe de la oposición aristocrática y del Gobierno reac-cionario de los Treinta. Su verdadero nombre eraArístocles, que significaba «excelente y renombrado».Más tarde le llamaron Platón, o sea «ancho», debidoa sus fuertes espaldas y atlética corpulencia. Era, en

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efecto, un gran deportista y un supercondecorado deguerra. Pero hacia los veinte años encontró a Sócratesy en su escuela se convirtió en un intelectual puro.

Fue acaso el más diligente alumno del Maestro, aquien amó apasionadamente, como estaba, por lo de-más, en su naturaleza. Por razones de familia se hallócomplicado en los grandes acontecimientos que seprodujeron a la muerte de Pericles: el terror oligár-quico de Critias y de Cármides, su fin, la restaura-ción democrática, el proceso y la condena de Sócrates.Todo esto le afectó y le hizo expatriarse. Refugióseprimeramente en Megara en casa de Euclides, luego enCirene y finalmente en Egipto, donde buscó el sosiegoy el olvido en las Matemáticas y la Teología. Volvió aAtenas en 395, pero de nuevo huyó para ir a estudiarla Filosofía pitagórica en Tarento, donde conoció aDión, quien le invitó a Siracusa y le presentó a Dioni-sio I. El tirano, que alimentaba un complejo de in-ferioridad hacia los intelectuales y no alcanzaba aquererles más que a cambio de mortificarles, creyópoderles tratar como a Arístipo y un día le dijo: «Ha-blas como un estúpido.» «Y tú como un prepotente»,respondió Platón. Dionisio le hizo detener y le vendiócomo esclavo.

Fue un tal Aníceres de Cirene quien desembolsó lastres mil dracmas para su rescate, rehusando despuéshacérselas restituir por los amigos de Platón que, en-tretanto, las habían reunido ya. Así, con aquel capital,fue fundada la academia. Que no fue la primera Uni-versidad de Europa, como alguien ha dicho. Habíaexistido ya la de Pitágoras en Crotona y la de Isó-cratcs en Atenas. Pero fue ciertamente un gran pasoadelante en la organización escolástica moderna. Loslibelistas de la época hablan de ella como hoy se hablade Eton, o sea como de la incubadora de muchos es-nobismos y sofisticaciones. Los alumnos vestían ele-gantes capas y tenían un modo muy peculiar de accio-nar, de hablar y de llevar el bastoncillo. No pagabanmatrícula. Pero dado que eran seleccionados única-mente entre las familias más conspicuas (Platón eraun franco negador de la democracia) existía entreellos la costumbre de entregar espléndidos donativos.

En el frontón de la puerta estaba escrito: Medeisageometretos eisito, que era como decir: «Demostradvuestros conocimientos geométricos al ingresar.» De-bía de ser un recuerdo pitagórico. La Geometría tenía,

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en efecto, gran parte en la enseñanza, junto con lasMatemáticas, las Leyes, la Música y la Ética. Platónera secundado por ayudantes que enseñaban con di-versos métodos; conferencias, diálogos, debates públi-cos. Las mujeres también eran admitidas: Platón eraun femenista encarnizado. Y los temas eran, por ejem-plo : «Buscad las reglas que regulan el movimiento, enapariencia desordenado, de los planetas, confrontán-dolas con las que gobiernan las acciones de los hom-bres.»

Uno de los grandes subvencionadores de la acade-mia fue Dionisio II quien, apenas ocupó el puesto desu padre, mandó ochenta talentos, algo así como tres-cientos millones de liras, tal vez por sugerencia deDión. Lo que contribuye a explicarnos la gran pasiónque con aquel caprichoso soberano tuvo Platón, cuan-do fue invitado por él en Siracusa. El filósofo debíade ser un hombre valeroso, para volver a la ciudady a casa del hijo de aquel que les había hecho correrla ruin aventura de ser vendido como esclavo. Mastambién le espoleó la esperanza de realizar allí aquellarepública ideal de la igualdad, en la que creía férrea-mente. Presuponía un Gobierno autoritario en manosde un rey-filósofo. Dionisio II no era filósofo, peroera rey, y Platón esperaba, con la ayuda de Dión,hacer de él su instrumento para la instauración deun Estado al modo de Esparta, de una ascética mo-ralidad.

Acabó como se ha dicho ya. Intimidado por aquelmaestro célebre y animado por una fe mesiánica, Dio-nisio se puso animosamente a estudiar. Luego se can-só de la Filosofía, prestó oídos a Filisto y alejó aDión. Platón protestó, y dado que Dionisio se man-tuvo firme pese a confirmarle su confiado y reveren-te afecto, presentó la dimisión de la academia quefundara también en Siracusa, y se reunió con el ami-go refugiado en Atenas,

No se movió de ella sino raramente. Y parece serque tuvo una vejez bastante feliz, o al menos sose-gada. La escuela le absorbía completamente. Cuandono enseñaba, llevaba de paseo a sus alumnos en pe-queños grupos para seguir ejercitándoles en el arte deargumentar. Platón era un hombre cándido, sin malhumor ni engreimiento. Al contrario, irradiaba ungran calor de simpatía humana; además de exponerelevadas ideas sabía contar los más divertidos chis-

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tes y, como todos los hombres profundamente serios,tenía mucho sense of humour.

Un día uno de los escolares le invitó a ser su pa-drino de boda. A pesar de los ochenta años cumpli-dos, el Maestro acudió, participó en la fiesta, bromeócon los jóvenes hasta bien entrada la noche comiendoy tal vez empinando un poco el codo. En determinadomomento se sintió un poco fatigado y, mientras se-guía la comilona, se retiró a un rincón para descabe-zar un sueño.

A la mañana siguiente le encontraron sin vida.Había pasado del sueño momentáneo al eterno sindarse cuenta. Todo Atenas se movilizó para acompa-ñarle en masa al cementerio.

CAPÍTULO XLVII

ARISTÓTELES

Entre los alumnos de la academia, el que más lloróla muerte del Maestro fue Aristóteles, que, no bas-tándole con llevar luto, elevó un altar en su honor.Mas, ¿le fue esto sugerido por el afecto o por un pocode mala conciencia?

Había venido a Atenas de Estagira, pequeña colo-nia griega en el corazón de Tracia. Pertenecía tam-bién a una buena familia burguesa; su padre habíasido, en Pella, el doctor de confianza de Amintas, pa-dre de Filipo y abuelo de Alejandro. Y por él habíasido iniciado en los estudios de medicina y de anato-mía. Pero, al conocer a Platón, le ocurrió lo que a ésteal conocer a Sócrates; su vocación cambió de rumbo,sin que, empero, su temperamento lo siguiera.

Aristóteles siguió siendo discípulo de Platón duran-te veinte años, siendo probable que los primeros loshubiese pasado bajo la fascinación del Maestro, el

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cual tema lo que a él le faltaba: la poesía. Platón noseguía un riguroso sistema científico ni como métodode enseñanza ni como doctrina. Era, más que un pen-sador, un artista que, pese a su manía de en-cuadrar las ideas en un orden geométrico y en unajerarquía determinada, no llegó jamás a dominar supropio carácter pasional, que le llevaba invariable-mente a las contradicciones. Amaba las Matemáticasprecisamente porque en ellas buscaba el rigor del quecarecía. Mas el que quiera estudiar sus teorías debefiltrarlas, como las pepitas de oro en el fango, de suprosa cenagosa y elaborada, llena de divagacionesliterarias y de ilustraciones poéticas. Él mismo reco-nocía ser incapaz de escribir un «tratado». Prefería los«diálogos» porque se prestaban más a la improvisa-ción y a las digresiones. Hasta como cronista no sefija mucho en la sutileza. El retrato que nos ha dejadode Sócrates es ciertamente «verdad», pero es una ver-dad obtenida por medio de anécdotas que el mismo re-tratado reconoce como inventadas de raíz. Platón es unescritor, y como tal describe sus personajes con unvivacísimo sentido dramático, que, claro, se da de bo-fetadas con la realidad.

Es imposible, dada su vastedad, resumir la doctrinade Platón. Pero resulta bastante claro qué clase dehombre fue. Nietzsche le llamó «un precristiano» poralgunas de sus anticipaciones teológicas y morales.Tuvo, naturalmente, una religiosidad peculiar, peromuy confusa, en la cual el concepto del pecado y dela purificación se mezclan a extrañas creencias pita-góricas y orientales sobre la transmigración de las al-mas. En el terreno moral, es un acérrimo puritano.Y en política un totalitario que, de vivir hoy, reci-biría el «premio Stalin». Propugna la censura en laPrensa, el control del Estado sobre los matrimoniosy la educación, proclama la disciplina como más im-portante que la verdad. Sus últimos Diálogos son des-corazonadores: el heredero de la gran cultura atenien-se entona himnos a Esparta y aprueba el apartamien-to a que ésta había sometido la poesía, el arte y lapropia filosofía. Como coherencia, por parte del anti-guo discípulo de Sócrates, no estaba mal.

Nadie tal vez ha tenido nunca más que Aristóte-les, el sentido exacto de las confusiones y de las con-tradicciones en que incurría Platón, cuando, con losaños, aprendió a mirarle con ojos desapasionados y

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críticos. No es que le hubiese faltado jamás al res-peto. Antes bien, por lo que cuenta Diógenes Laerció,se hizo notar por el Maestro no sólo como el másinteligente, sino también el más diligente de los dis-cípulos. Pero bajo aquella aparente docilidad, estabapreparando ya sus refutaciones.

Muerto Platón, Aristóteles emigró a la Corte de Her-mias, un tiranuelo del Asia Menor, con cuya hijaPitia se casó. Y se disponía a fundar allí una escue-la propia bajo los auspicios del dictador, que habíaestudiado con él en la academia, cuando los persas lomataron y se anexaron el Estado. Aristóteles logróhuir a Lesbos, donde Pitea murió después de haber-le dado una hija. El viudo volvió a casarse más tarde,o al menos convivió, con Erpilis, célebre hetaira deaquel tiempo. Pero el recuerdo de Pitia le atormentósiempre, y al morir pidió ser sepultado a su lado:patético detalle que contrasta un poco con su leyendade hombre seco y frío, todo cerebro razonador, inca-paz de pasiones y de sentimientos.

En 343, Filipo, que probablemente le conocía comohijo del médico de su padre, le llamó a Pella paraconfiarle la educación de Alejandro. Y si esto fue,para el filósofo, un gran honor, fue también el co-mienzo de sus desdichas. Alejandro sintió mucha ve-neración por su maestro. Durante las vacaciones leescribía cartas devotas, casi apasionadas, jurándoleque, una vez hubiese heredado el poder, lo ejerceríasólo en beneficio de la cultura. No sabemos si Aristó-teles, por su lado, soñaba hacer de Alejandro lo quePlatón había soñado hacer de Dionisio I I : el instru-mento de su filosofía. Pero creemos que no: era unhombre demasiado desencantado para entregarse a se-mejantes ilusiones. Sin embargo, desempeñó su come-tido de tal modo que Filipo, como premio, le hizo go-bernador de Estagira, donde su obra fue tan apreciadaque a partir de entonces la fecha de su onomástica.fue celebrada como un aniversario festivo.

Terminada su misión, volvió a Atenas, donde fun-dó, en competencia con la academia, el famoso liceoque, a diferencia de aquélla, notoriamente aristocráti-ca, reclutó sus alumnos entre la clase media. Pero elcontraste no se limitaba ahí; afectaba también a lasustancia y los métodos de enseñanza. Aristótelesapuntó sobre todo a la ciencia y modeló sus criteriossobre las exigencias de los estudios científicos.

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Con un sentido muy claro de la división del tra-bajo, reunió a sus alumnos en grupos, a cada unode los cuales confió un concreto cometido escolástico.Unos tenían que recoger y catalogar los órganos ylas costumbres de los animales, otros los caracteresy la clasificación de las plantas, otros más compilaruna historia del pensamiento científico. El hijo delmédico había heredado de su padre y de sus primerosestudios de Anatomía en Pella el gusto por la nociónexacta sobre lo particular concreto. Su pensamientono procedía, como el de Platón, por líricas ilustracio-nes y adivinaciones poéticas, sino por inducciones ra-zonadas sobre hechos experimentales. Su Organon,que quiere decir «instrumento», es un documento deapiñamientos. Antes de formular una teoría. Aristóte-les quiere que se haya aclarado también el sentido delas palabras con las cuales se dispone a enunciarla.Nos explica que son las «definiciones», las «catego-rías», etc. Es, en suma, el verdadero «profesor».

Es muy probable que no suscitase ni entre sus alum-nos ni entre sus amigos —si es que los tuvo— elafecto y la simpatía que inspiraba Platón. Era hom-bre reservado, casi impenetrable, un trabajador metó-dico, sujeto al horario como un burócrata. De sus jor-nadas, todas iguales, dedicaba la mañana a las lec-ciones para los estudiantes regulares. Pero no las dabadesde la cátedra, sino paseando con ellos a lo largode los peripatoi, o sea los pórticos que circundabanel colegio y que precisamente dieron el nombre a laescuela peripatética, o sea «paseante». Por la tardeabría también las puertas al público profano, a quiendaba conferencias sobre problemas más elementales.Pero el máximo empeño lo ponía en el cuidado de labiblioteca, del parque zoológico y del museo natural.Para organizarlos, había tenido, naturalmente, ayudafinanciera de Alejandro, quien ordenó además a todossus cazadores, pescadores y exploradores que manda-sen todo cuanto de interés científico encontraran.

En realidad, Aristóteles era más bien un científicoque llegó a la Filosofía inductivamente, especialmentepor la biología. Fue el primero en intentar una cla-sificación de las especies animales dividiéndolas en«vertebrados» e «invertebrados», en esbozar la teoríade la generación, y en intuir los caracteres heredita-rios. Llegó a los problemas biológicos del alma pasan-do a través de los anatómicos del cuerpo, y los afrontó

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con el mismo escrúpulo de exactitud y de observación.Solamente sobre una cosecha impresionante" de datosy de experiencias, a las que dedicó su vida propia yla de una generación entera de estudiosos, constru-yó su sistema filosófico, destinado a permanecer comoun insuperable ejemplo de «planificación». Escribíamal. Su prosa es fría, sin palpitación, sin la dramáticavivacidad de la de Platón. Se repite y se contradice.Este maestro del razonamiento a menudo razona adespropósito. Especialmente cuando se enfrenta con laHistoria cae en errores garrafales, porque, creyéndolafruto de la Lógica, no recoge en ella los motivos pasio-nales, que son en cambio los que la determinan. Maseso no es óbice para que su obra permanezca acaso lamás grande y rica construcción de la mente humana.

No se sabe casi nada de su vida privada, tal vezporque fuera de la escuela no la tuvo. Se conoce tansólo una flaqueza suya: la de los anillos, de los que sellenaba los dedos hasta ocultarlos todos. De políticano se ocupó más que en un plano teórico, propugnan-do una timocracia, es decir, una combinación de aristo-cracia y de democracia, que garantice las competen-cias y reprima los abusos de la libertad sin caer enla tiranía. Era, como se ve, mucho menos radical quePlatón y, por tanto, se nos hace difícil atribuir aesas doctrinas la causa de su desgracia.

El hecho es que Aristóteles no era popular en Ate-nas, un poco por su carácter austero y huraño, perosobre todo por sus vínculos con el amo macedonio.Y, encima, existía la rivalidad entre el liceo y la aca-demia, que le creaba antipatías.

Cuando Alejandro murió, Aristóteles fue acusado de«impiedad». Era la acostumbrada excusa a la que serecurrió en el caso de Sócrates. De sus libros fueronentresacadas algunas frases que, tomadas aisladamen-te, podían sonar a irreverentes; método que, desdeentonces, no ha caído jamás en desuso. Entre otras Co-sas, le echaron en cara también los honores que élhabía tributado siempre a la memoria de su suegroHerméiades, no tanto porque éste se había vuelto unrano, cuanto porque había nacido esclavo.

Aristóteles comprendió que era inútil defenderse ya escondidas abandonó la ciudad. «No quiero —dijo—que Atenas se manche con otro delito contra la filo-sofía.» El tribunal le condenó a muerte por contu-macia y tal vez pidió su extradición al Gobierno de

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Cálcida, donde se retiró en casa de sus parientes ma-ternos. Sea como fuere, no hubo incidente diploma-tico, pues Aristóteles murió repentinamente, no sesabe si de una dolencia de estómago o, como Sócrates,por ingerir cicuta.

Su cuerpo se sumió en la fosa casi al mismo tiem-po que el de su ex alumno Alejandro.

QUINTA PARTE

EL HELENISMO

CAPÍTULO XLVIII

LOS DIÁDOCOS

La mayor parte de los historiadores cierran con lamuerte de Alejandro la historia de Grecia, y se com-prende por qué; a partir de entonces, o sea duranteel llamado «período helenista», que va hasta la con-quista de Roma, resulta muy difícil de relatar porla vastedad de los horizontes en que se pierde. Elrey macedonio no conquistó el mundo con su increí-ble marcha hasta el océano Indico, sino que rompiósus barreras, abriendo el Oriente de par en par ala iniciativa griega que se derramó en él con ímpetutorrencial. A Grecia siempre le había faltado una ca-pacidad de coagulación nacional. Mas entonces loscentros sobre los cuales gravitaba aquel fragmentadopueblo —Esparta, Corinto, Tebas y sobre todo Ate-nas— no tuvieron ya una fuerza centrípeta que oponera la centrífuga. Y como hoy día las naciones europeashan abandonado a Asia y a América el papel de pro-tagonistas de la Historia, así entonces las ciudadesde Grecia hubieron de cederlo a los reinos periféricosque se conformaron con la herencia de Alejandro.

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Éste, como he dicho, murió sin dejar heredero nidesignar sucesor. Fueron, pues, sus lugartenientes, lla-mados diádocos, quienes se repartieron el efímero peroinmenso Imperio sobre el que el pequeño ejército ma-cedonio habla plantado su bandera. Lisímaco tuvo Tracia; Antígono, el Asia Menor; Seleuco, Babilonia; To-lomeo, Egipto, y Antípater, Macedonia y Grecia, Éstosprocedieron al reparto sin consultar a los Estadosgriegos en nombre de los cuales Alejandro había rea-lizado su empresa de conquista y que, además, le ha-bían proporcionado un contingente de soldados. Estodemuestra precisamente lo poco que contaban ya en-tonces aquellos Estados.

Es materialmenteimposible seguir las vicisitudes delos nuevos reinos grecoorientales que de tal suerte seformaron a lo largo de todo el arco del Mediterráneo.Nos limitaremos, pues, a resumir las de Antípater ysus sucesores, únicas que tienen relación directa conGrecia y Europa, hasta el advenimiento de Roma.

Plutarco cuenta que, cuando la noticia de la muertedel gran rey llegó a Atenas, la población se echó alas calles enguirnaldadas de flores, cantando himnos devictoria, como si hubiesen sido ellos quienes le mata-ron. Una delegación se apresuró a buscar a Démoste-nes, el glorioso desterrado, la gran víctima del fascis-mo macedonio, que, en realidad, tras haberle condena-do por el hecho comprobado de haber estado a sueldo,del enemigo, le había dejado huir a un cómodo exilio.La Historia, como veis, es monótona como las mise-rias de los hombres que la hacen. Demóstenes volvióespumante de rabia y de oratoria contenida, arengóal pueblo en fiestas predicando la guerra de libera-ción contra Antípater el opresor, organizó un ejérci-to con la ayuda de otras ciudades del Peloponeso ylo lanzó contra Antípater, que lo derrotó en una ba-talla de pocos minutos.

Antípater era un viejo y bravo soldado que no ali-mentaba hacia la civilización y la cultura de Atenas,los complejos de Filipo y de Alejandro. Impuso creci-das reparaciones a las ciudades rebeldes, dispuso enellas una guarnición macedonia y deportó, privándolesde la ciudadanía, a doce mil perturbadores del ordenpúblico, entre los cuales debía de hallarse también De-móstenes. Éste se fugó a un templo de Calauria. Peroal verse descubierto y rodeado, se envenenó.

Después de aquella lección, los atenienses se mantu-

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vieron un poco tranquilos, bajo el gobierno de unhombre de confianza de Antípater o, como se diríahoy, de un Quisling; el habitual hombre de bien Fo-ción, que obró como mejor no se hubiera podido enaquellas circunstancias. Pero esto no le salvó de serlinchado cuando murió Antípater, y los atenienses seconvencieron, una vez más, de haber sido ellos quie-nes lo mataron. Casandro, el nuevo rey, volvió a inter-venir, deportó otra cantidad de gente, dispuso otraguarnición y confió el gobierno a otro Quisling que,por casualidad, fue también un hombre de Estadoejemplar por su honestidad y moderación: el filóso-fo Demetrio Falareo, alumno de Aristóteles.

Mas aquí sobrevinieron complicaciones entre los diá-docos, cada uno de los cuales, naturalmente, soñabacon reunir en sus manos el Imperio de Alejandro. An-tígono, el del Asia Menor, creyó tener fuerza paraello, pero fue batido por la coalición de los otros cua-tro. Su hijo Demetrio Poliorcetes, que quiere decir«conquistador de ciudades», fue acogido como «libera-dor» en Atenas, y se acuarteló en el Partenón transfor-mándolo en una gargonniére para sus amores de am-bos sexos. Los atenienses consideraron democrático yliberal su régimen, que tan sólo era licencioso. Enefecto, Demetrio no perseguía más que a quienes tra-taban de eludir sus galanterías. Uno de ellos, Damo-cles, para escapar de ella, se tiró a un caldero de aguahirviendo, suscitando, más que la admiración, el estu-por de sus conciudadanos, poco avezados a semejan-tes ejemplos de pudor y de esquivez.

Después de doce años de orgías, Demetrio reempren-dió la guerra contra Macedonia, la derrotó, proclamó-se rey, mandó a Atenas otra guarnición que puso fin alintermedio democrático y se aventuró en otra largaserie de campañas contra Tolomeo de Egipto, luegocontra Rodas y finalmente contra Seleuco, quien, trashaberle derrotado y capturado, le obligó a suicidarse.

Sobre este. caos cayó del Norte, en 279 antes deJesucristo, una invasión de galos celtas. AtravesaronMacedonia presa de la revolución y, por tanto, carentede ejército. Guiados por algunos traidores griegos queconocían los pasos, rebasaron las Termópilas, saquean-do ciudades y aldeas.

Después, rechazados hasta Delfos por un ejércitoconstituido de cualquier manera entre todos, se arro-jaron sobre Asia Menor, degollaron a la población, y

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sólo comprometiéndose a pagarles un tributo anual, Se-leuco llegó a persuadirles de que se retiraran más ha-cia el Norte, aproximadamente en la actual Bulgaria..

Afortunadamente, en aquel momento Antígono IIllamado Gonatas, hijo de Poliorcetes, lograba sofocarla revolución en Macedonia, y a la cabeza de su ejér-cito barrió los restos de la invasión. Fue un soberanoexcelente, que entre otras cosas tuvo también la for-tuna de permanecer en el trono treinta y siete años-seguidos, durante los cuales, con sabiduría y modera-ción, ejerció con mucho tacto su poder sobre Grecia.Pero Atenas, con la ayuda de Egipto, se rebeló con-tra él. Gonatas, tras haber vencido sus tropas conirrisoria facilidad, no se mostró riguroso. Limitósetan sólo a restablecer el orden, dejando para garanti-zarlo una guarnición en El Píreo y otra en Salamina.

En aquel momento se estaban haciendo en toda lapenínsula tentativas para adaptarse a la nueva situa-ción y hallar un equilibrio estable que conciliase elorden con la libertad. Se habían formado dos ligas,la etolia y la aquea, cada uno de cuyos Estados miem-bros había renunciado a una pizca de su soberanía enfavor de la colectiva ejercida por un strategos regu-larmente elegido.

Era un noble y sensato esfuerzo para superar final-mente los particularismos, pero eran los griegos desiempre quienes lo llevaron a cabo. En 245, el estrate-gos aqueo, Arato, persuadió con su habilidad oratoriaa todo el Peloponeso —excepto Esparta y Elida, quese mantuvieron al margen— a entrar en la Liga. Lue-go, sintiéndose lo bastante fuerte, organizó una expedí.ción de sorpresa contra Corinto, expulsó a la guarni-ción macedonia y por fin repitió el golpe en El Píreo,donde los macedonios, previa propina, se fueron porsu cuenta.

Era de nuevo para toda Grecia, la liberación del ex-tranjero como siempre había sido considerada, injus-tamente, la Macedonia, que sin embargo, hablaba sulengua y había absorbido su civilización. Pero algunosEstados, no reconociendo en ello más que la suprema-cía aquea, se apretaron en torno a la Liga etolia, inclu-yendo Esparta y Elida. Y de nuevo se encendió unaguerra fratricida, de la que Macedonia podía haberseaprovechado fácilmente si su «regente», Antígono III.que aguardaba la mayoría de edad de su hijastro Fili-po para cederle el trono hubiese querido hacerlo.

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Así Grecia continuó marchitándose en las discordiasintestinas y en las revueltas sociales. Estas últimastocaron finalmente también a Esparta, la ciudadeladel conservadurismo, que parecía a resguardo de todasubversión.

La concentración de la riqueza en manos de pocosprivilegiados había ido acentuándose cada vez más.El catastro de 244 demuestra que las 250.000 hectá-reas de Laconia eran monopolio de sólo cien propie-tarios. Dado que no había industrias ni comercio, todoel resto de la población era pobre. Un intento de re-forma surgió de los dos reyes que, como de costumbre,se repartían el poder en 242: Agides y Leónidas. Elprimero propuso una distribución de tierras sobre elmodelo de Licurgo. Pero Leónidas urdió un complotcon los latifundistas y le hizo asesinar con su madrey su abuela que, grandes propietarios a su vez, ha-bían dado el ejemplo del reparto. Fue una tragediade mujeres del viejo molde heroico. La hija de Leó-nidas, Quilónides, se puso de parte de su maridoCleómbroto, que a su vez era partidario de Agides, yle siguió voluntariamente al exilio.

Leónidas echó mal sus cuentas dando por mujer asu hijo Cleómenes, por razones de dote, la viuda deAgides. Cleómenes, subido al trono al lado de su pa-dre, se enamoró en serio de su mujer (ocurre, a veces),compartió sus ideas, que eran las del difunto marido,se rebeló contra Leónidas y le mandó al destierro.Cleómbroto fue llamado. Pero Quilónides, en vez deseguir a su esposo triunfante, se reunió con elpadre.

Cleómenes operó la gran reforma restableciendo elordenamiento semicomunista de Licurgo. Luego, iden-tificándose con aquel papel de justiciero, acudió a li-berar todo el proletariado griego que lo invocaba.Arato marchó contra él con el Ejército aqueo y fuederrotado. Toda la burguesía griega tembló por supropia suerte.y llamó a Antígono de Macedonia, quienllegó, vio y venció, obligando a Cleómenes a refugiar-se en Egipto.

Pero una vez desencadenada, la lucha de clases noremitió, complicando la que ya se desarrollaba por elpredominio político y mezclándose con ésta. Despiertoya, el proletariado de los pobres ilotas volvió a insu-rreccionarse y, de revuelta en represión, no hubo yapaz hasta el advenimiento de Roma.

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Olvidábamos decir que cuando Leónidas volvió altrono, Quilónides no le siguió a Esparta. Se quedó ensu confinamiento en espera del marido, Cleómbroto,que, en efecto, se reunió con ella.

CAPÍTULO XLIX

LA NUEVA CULTURA

No se infiere de ningún testimonio que los griegosde la época helenística tuviesen la sensación de quecon la muerte de Alejandro hubiese comenzado su de-cadencia. Al contrario, el bienestar material les dio laimpresión de una vigorosa resurrección. El adveni-miento de las nuevas dinastías grecomacedonias enlos tronos de Seleucia, Egipto, etc., abrió los merca-dos de estos países, necesitados un poco de todo: elcomercio mediterráneo no había sido nunca tan flo-reciente.

El largo aprendizaje hecho desde los tiempos de Pe-ricles situó a los banqueros de Atenas en una posi-ción preeminente. Instalaron sucursales en las nuevascapitales y monopolizaron todas sus transacciones. Unode ellos, Antímenes, organizó en Rodas la primeracompañía de seguros, que creada en principio comosalvaguardia de la fuga de esclavos, se extendió des-pués también a los naufragios y los saqueos de lospiratas. La prima era del ocho por ciento. Los teso-ros hallados en las cajas de los vencidos y de tossátrapas derrotados, puestos en circulación masiva-mente, provocaron una espiral inflacionista, a la cuallos salarios no podían adaptarse, si bien, al finalizarel siglo III, se utilizase una especie de «escala móvil».Poco a poco, los desniveles económicos que todavíadistanciaban los ciudadanos pobres de los esclavos, dis-minuyeron, confundiendo los unos con los otros en unproletariado miserable y anónimo.

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E1 empadronamiento efectuado en Atenas por De-metrio Falereo en 310 antes de Jesucristo, arrojabaestas increíbles cifras: veintiún mil ciudadanos, diezmil metecos y cuatrocientos mil esclavos. Aproxima-damente en el mismo período, en Mileto, según las ins-cripciones halladas sobre las tumbas, cien familias te-nían un promedio de ciento dieciocho hijos. En Ere-tris, sólo una familia de cada veinte tenía dos. Nose daba ya el caso de un matrimonio con dos hijas:cuando no las dos, al menos una estaba «expuesta»,o se arrojaba por la puerta, a morir de frío.

Esta grave crisis de natalidad era principalmenteconsecuencia de la del campo, entonces casi totalmen-te despoblado. El campo, no pudiendo defenderse, es-taba más sujeto a las devastaciones durante las gue-rras. Además los costes de los productos agrícolas sehabían vuelto antieconómicos, pues que a la sazónllegaba el trigo de Egipto mucho más barato. La talade bosques había hecho el resto, especialmente en elÁtica, cuyas colinas, dice Platón, semejaban un es-queleto descarnado. Las minas de Laurium eran aban-donadas, pues la plata se importaba, a precios másconvenientes, de España: y las de oro de Tracia esta-ban en manos de los macedonios.

¿De qué vivían, pues, los griegos? Principalmentedel artesanado y del comercio. Es más, hasta tal puntodependían de ello, que muchos Estados, para sustraer-les a los caprichos y las inseguridades de la iniciativaprivada nacionalizaron las principales industrias,como hizo Mileto con la textil, Priene con las salinas,Rodas y Cnido con la alfarería. Pero la parte principalde los ingresos eran, un poco como hoy, los envíos delos emigrantes, la mayoría de los cuales no eran enabsoluto unos pobres diablos, aun cuando como a taleshubiesen partido, sino unos Niarcos o unos Onassis,propietarios de flotas y de Bancos.

Eran éstos los conquistadores del nuevo mundo,abierto a su iniciativa por el ejército de Alejandro.Los jóvenes Estados que se formaban necesitaban téc-nicos y sólo la vieja Grecia podía proporcionarlos. Unpequeño agente de cambio, llegado a Bizancio, recibíael encargo de organizar el Banco de Estado. Un mo-desto empresario marítimo, sólo con que tuviese unpoco de práctica en fletes, se veía confiar el mandode la flota mercante. Éstos ganaban mucho, robabanotro tanto y se preparaban para la vejez tranquila en la

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patria, donde invertían sus ahorros en palacios y vi-llas. Pero cuando volvían a ella, no podían traerseconsigo ni el Banco ni la flota, los cuales se quedabanen el país de la inmigración que con ellos competíacon los Bancos y las flotas griegas. Es la eterna histo-ria de todos los colonialismos, destinados a matarsepor propia mano al convertirse los subditos en rivales.

En esta situación no sorprende que la vida en lasciudades griegas se hiciese cada vez más refinada,A la sazón, los hombres se rasuraban. Y las mujeres,casi completamente manumitidas, participaban acti-vamente en la vida pública y cultural. Platón les habíaadmitido en su universidad. Una de ellas, Aristodama.tornóse en la más famosa «fina recitadora» de poe-sías e hizo tournées por todos los países del Medi-terráneo. Naturalmente, para hacer frente a estosnuevos cometidos, la mujer tenía que abandonar el dela maternidad. El aborto era castigado solamente cuan-do era hecho en contra de la voluntad del marido. Masla voluntad de los maridos ha sido siempre la de susesposas. La homosexualidad se propagaba. Siempre ha-bía sido practicada, aun en los tiempos heroicos, masahora se había convertido en cosa corriente en todaslas clases sociales. Aquellos griegos, un tiempo céle-bres por su sobriedad, reclutaban en Oriente a losmás famosos cocineros, cuya cocina, rica en grasasy especias, les hacía engordar. Los «deportistas»no eran ya atletas —como en tiempos, cuando cada jo-ven estaba obligado a demostrarlo y competía en losestadios por la bandera de su ciudad o de su club—,sino los espectadores que, como hoy día, hacían de«hinchas» sentados y jugaban a las quinielas.

Las dos industrias que más florecían eran las delvestir, sea masculino o femenino, y la de los jabonescatalogados en ciento ochenta y tres variedades deperfumes. Demetrio Poliorcetes impuso a Atenas untributo de algo así como quinientos millones de liras,justificándolo precisamente como «gastos de jabón»para su amante Lamia. «¡Caramba, qué sucia debeser!», comentaron los guasones atenienses.

Otro artículo que absorbía entonces muchos re-cursos privados eran los libros. Acaso más por esno-bismo que por verdadero afán de cultura, pero sobretodo porque la lengua griega se había tornado oficialincluso en Egipto, Babilonia, Persia, etc. La pro-dución comenzó a realizarse en serie, empleando a

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millares de esclavos especializados. El papiro impor-tado de Alejandría proporcionaba un excelente mate-rial. Y para hacer más corriente el trabajo de escri-tura, se inventó una nueva y más sencilla grafía, osea un especie de taquigrafía.

Las vicisitudes de la biblioteca de Aristóteles mues-tran hasta qué punto llegaba esta pasión bibliófila.A la muerte de Platón, Aristóteles había compradocierto número de volúmenes de aquél por más de diezmillones de liras y los había añadido a los suyos quedebían de ser muchos más. Al huir de Atenas, losdejó a su alumno Teofastro, que a su vez los dejó aNeleo, el cual se los llevó a Asia Menor y, para sus-traerlos a la codicia del rey de Pérgamo, que eragoloso de ellos, los enterró. Un siglo después fuerondescubiertos por puro azar, desenterrados y adquiri-dos por el filósofo Apelicón, que los copió todos in-tercalando texto, a su juicio, donde la humedad ha-bía roído las páginas. Con qué inteligencia lo hicierano se sabe. Acaso la prosa de Aristóteles nos pare-cería menos aburrida sin aquellos retoques. El teso-ro cayó en manos de Sila cuando éste conquistó Ate-nas en 86 antes de Jesucristo, siendo finalmente lleva-dos a Roma, donde Andrónico recopiló y publicó lostextos.

Otros apasionados fueron los Tolomeos. En su Corte,el cargo de bibliotecario era uno de los más elevados,porque llevaba también aparejado el de tutor del here-dero del reino. Por él, los nombres de los que lo os-tentaron han pasado a la Historia como Eratóstenes,Apolonio, etc. Tolomeo III reunió más de cien milvolúmenes, que requisó en todo el reino, compensandoa sus propietarios con copias redactadas a costa suya.Alquiló en Atenas, por casi cien millones de liras, losmanuscritos de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides.Y también de éstos devolvió tan sólo las copias, guar-dándose los originales.

Poco a poco, la caligrafía convirtióse en un artetan prestigioso que procuró a muchos esclavos la ciu-dadanía. Las «tiendas de escritura» se multiplicarony perfeccionaron hasta alcanzar la eficiencia de ver-daderas y propias casas editoriales. Nació un «anti-cuariado» para la autenticación y el acopio de losmanuscritos antiguos, por los cuales los aficionadospagaban cifras fabulosas. El filólogo Calimaco compilóel primer catálogo de todos los originales existentes

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en el mundo y de sus primeras ediciones. Aristófanesde Bizancio, inventó las letras mayúsculas, la pun-tuación y los «a parte». Aristarco y Zénódoto reor-denaron la Ilíada y la Odisea, que sobreviven pre-cisamente según su presentación.

Todo eso nos dice qué cosa fue la «cultura» delperiodo helenístico. No era ya la inventiva de poetasy de pensadores, que la intercambiaban en el agora yen los salones de Pericles, dejando a sus discí-pulos el cuidado de transcribir después lo que en elloshabía sido dicho. Había perdido de hecho aquel tonode conversación y de improvisación que le daba unperfume de cosa inmediata y sincera y se había vuel-to un hecho técnico, de estudiosos especializados,tan buenos en lo tocante a crítica y bibliografía comopobres en inspiración creadora. Éstos compilaban ca-tálogos y biografías, se peleaban por las interpre-taciones, se dividían en escuelas, pandillas y sectas.Pero escribían solamente para leerse entre ellos; ysacaban a relucir prosa y hasta poesías profesorales,perfectas en cuanto a métrica, pero desprovistas decalor.

De bueno y de útil hicieron solamente la gramáticay los diccionarios. La lengua griega, al mezclarsecon las orientales, se corrompía en eso que hoy llama-ríamos un petit négre. Son fenómenos que no se pue-den parar, y de hecho tampoco los filósofos grie-gos lo consiguieron. Pero debemos estarles agradecidosde haber salvado el griego clásico y habernos propor-cionado la clave de él, aunque los estudiantes deInstituto de hoy lo maldigan precisamente por eso.

En los palacios y en las villas de los señores atenien-ses de aquel período era de obligada elegancia ha-blar la lengua antigua, subrayando incluso los ar-caísmos, como hacen los alumnos de Eton en Inglate-rra, y plantear interminables discusiones sobre esteu otro fragmento de Homero o de Hesiodo. Y tambiénéste era un signo de inactualidad y de progresivodespego de una vida que ya había encontrado otroscentros y que palpitaba más vigorosamente en los deAsia y de Egipto.

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CAPÍTULO L

PEQUEÑOS «GRANDES»

Ya que el Teatro es el espejo más inmediato deuna sociedad, la helenística halló el suyo en las come-dias de Menandro, que se comenzaron a representarprecisamente el mismo año de la muerte de Alejandro.Fueron ciento cuatro y no quedan más que algunosfragmentos; lo que basta, sin embargo, para hacer-nos comprender cómo eran los pequeños y los gran-des de aquel tiempo. Escuchando una exclamó un crí-tico: «Oh, Menandro, oh, Vida, ¿quién de vosotrosimita al otro?» No lo sabemos. Sabemos tan sólo queambos se contentaban con poco; poner los cuer-nos a la mujer o al marido, eludir los impuestos yarramblar con la herencia del tío rico. Mas no po-demos culpar a Menandro si, en su época, eran ésoslos grandes problemas de la vida ateniense.

Menandro vivió igual que escribió, o sea sin to-marse las cosas demasiado en serio. Guapo, rico yde educación señoril, tomó el placer donde lo encon-tró, y lo encontró sobre todo en las mujeres, congran desesperación de Glicerias, su esposa, que tuvola desgracia de amarle apasionadamente y de sercelosa. Como autor, el público prefería a Filemón,del cual no ha quedado nada, pero de quien se sabe,por los cronistas de entonces, que era un habilísimoorganizador de claques. Al decir de los competentes,Menandro valía mucho más que él, especialmente porsu estilo elegante y limpio. De cualquier modo, fueMenandro a quien el romano Terencio tomó por mode-lo. De vez en cuando también escribía poesías. Y enalguna de ellas, extrañamente, presintió su propiamuerte en el mar. Ahogóse, en efecto, a los cincuen-ta y dos años, a causa de un calambre, mientras na-daba en aguas de El Píreo.

Otro autor, mas no de teatro, que representa muybien la refinada y lánguida sociedad helénica, fue el

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poeta Teócrito, que trajo a la lírica griega una graninnovación: el sentimiento de la Naturaleza. Los grie-gos, como todos los meridionales, italianos incluidos,no lo habían tenido nunca y la inspiración la ha-bían buscado siempre, si acaso, en la Historia, esdecir, en los hechos humanos, aunque se los atribu-yeran a los dioses. En Teócrito, por primera vez, seadvierte el susurro de las aguas y el rumor de los ár-boles.

Había nacido en Sicilia, pero hizo carrera en Alejan-dría —donde entonces se iba con preferencia a Ate-nas—, componiendo un panegírico para Tolomeo II,que se lo llevó a la Corte. Pero seguramente el éxitode sus Idilios fue debido a las damas, que los encon-traron «exquisitos» y ciertamente lo eran en cuantoa lenguaje y a estilo. Teócrito lo tenía todo para gus-tar a las mujeres: la gentileza, la melancolía y lahomosexualidad. Mas sobre todo a tono con la época,tenía eso que los portugueses habrían llamado sauda-de, o sea esa mezcla de nostalgia, de lamento y develeidosas aspiraciones en las que él zambullía su penay que es lo típico de una sociedad en decadencia.

Pero más que el literario, es el recuento del pen-samiento filosófico lo que nos da el sentido y la me-dida del lento deslizamiento de Grecia hacia posicio-nes, por decirlo así, periféricas y de su renuncia abuscar las respuestas a los grandes porqués de lavida, de la justicia y de la moral. En este terreno,Atenas mantuvo la preeminencia. Gracias a las dosgrandes escuelas que siguieron floreciendo en ella des-pués de la desaparición de los dos fundadores y maes-tros: la academia y el liceo.

El liceo había sido confiado por Aristóteles, cuandohuyó de la ciudad, a Teofrasto, que lo rigió ininte-rrumpidamente durante treinta y cuatro años. Veníade Lesbos y su verdadero nombre no se sabe, oacaso lo había olvidado también él, una vez acostum-brado al que le diera Aristóteles y que significa:«elocuente como un dios». Diógenes Laercio le descri-be como un hombre tranquilo, benévolo y afable, tanpopular entre los estudiantes, que llegaban a dos millos que asistían a sus lecciones. No era un granpensador; la Filosofía propiamente dicha le debe bienpoco. Acentuó la tendencia científica y experimentaldel liceo, o sea su carácter empírico, dedicándosesobre todo a la Historia Natural. Era un profesor

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ejemplar con su claridad, llaneza y eficacia expositi-va. Escribió un libelo, superficial y desenfadado, con-tra el matrimonio, que más tarde hizo montar encólera a Leoncia, la amante de Epicuro, que le con-testó con otro libelo. Pero la obra que de él ha que-dado y que todavía hoy se lee con gusto, es la quéél tal vez daba menos importancia y que escribiócomo pasatiempo: Los caracteres, libro digno del me-morialismo francés del siglo XVIII.

Teofrasto se mantuvo al margen de la política, loque no impidió a un tal Agnónides denunciarle acu-sándole de la consabida «impiedad». Como su maestro,Tcofrasto no quiso afrontar los riesgos de un procesoy, con gran sigilo, abandonó Atenas. Pero pocos díasdespués, los comerciantes del barrio se manifestarontumultuosamente delante de la Asamblea: Teofrastohabía sido seguido en su exilio por centenaresde alumnos, todos clientes de los establecimientos deaquéllos, que ya no sabían a quién vender. Así, no porescrúpulo de justicia o por amor a la Filosofía, sinopara que no se estropeasen salchichones y quesos si-cilianos, fue retirada la acusación y Teofrasto volvióen triunfo a su liceo, donde permaneció hasta la muer,te, que le llegó a los ochenta y cinco años.

Después de él, la escuela, precisamente por su es-pecialización científica, decayó. Era un campo nuevo,en el cual Atenas no podía jactarse de tener unagran tradición que oponer al moderno instrumentalde Alejandría, encaminada ya a convertirse en la ca-pital de la técnica. Siguió floreciendo, por el motivoopuesto, la academia, que después de Platón habíapasado por poco tiempo a manos de Espeusipo y luegoa las de Xenócrates. que la dirigió durante veinticincoaños.

Como Teofrasto, Xenócrates fue un maestro ejem-plar, que contribuyó mucho a realzar en la opiniónpública el prestigio de una categoría que los sofistashabían desacreditado mucho. El ya citado Laerciodice que cuando pasaba por la calle, hasta los des-cargadores del muelle le hacían sitio con respeto por-que le confundían con un potentado. Xenócrates eramás pobre que Job, no había aceptado nunca estipen-dios y hubiese acabado en la cárcel por renuencia alfisco, si Demetrio no hubiese intervenido en persona.Una vez, Atenas le mandó con otros embajadores aFilipo de Macedonia quien, terminada la misión, dijo

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confidencialmente a sus amigos; «Es el único queno he logrado corromper.» Llena de curiosidad, yacaso irritada por su aureola de virtud, la cortesanaFriné quiso ponerle a prueba y una noche llamó asu puerta fingiéndose perseguida por un sicario, yle pidió hospitalidad. Xenócrates le ofreció cortes-mente su propio lecho y se acostó a su lado en él.Al alba, la mujer se fue llorando de rabia por suderrota.

Después de su muerte también la academia comenzóa decaer. O, mejor dicho, comenzó a decaer en ellael estudio de aquellas disciplinas que había tenido encomún con el liceo en tiempos de Platón y de Aris-tóteles, los cuales estaban de acuerdo en un punto:en considerar que era posible alcanzar el conocimientode la verdad. Ahora ya nadie lo creía. Muchas hipóte-sis se habían formulado a ese propósito y muchasescuelas habían discutido los métodos. ¿Y qué queda-ba sino un montón de palabras?

Pirrón fue el intérprete de ese estado de ánimo.Era de Elida y había seguido a Alejandro a la India,donde probablemente había asimilado algo de la filo-sofía hindú. Sea como fuere, volvió de allí persuadidode que la sabiduría consistía en renunciar a la bús-queda de la verdad, que era inalcanzable, y en conten-tarse con la serenidad, más fácil de obtener con-formándose a los mitos y a las convenciones del pro-pio ambiente: falsos ciertamente, pero no mucho másde lo que son las teorías de los filósofos. Por su parte,lo hizo aceptando las leyes y costumbres de su ciudad,y renunciando hasta a curarse un resfriado, «porque—decía— la vida es un bien incierto y la muerte noes un mal cierto». Y acaso por esto vivió muy sanohasta los noventa años.

Pero los más grandes adalides de esa filosofía derenunciación fueron Epicuro y Zenón. El primero erade Samos y fue uno de los pocos filósofos formadoslejos de Platón y de Aristóteles. Llegó a Atenas yahecho, por decirlo así, e instituyó una escuela por sucuenta en el jardín de su casa. Aparte el concubinatocon Leoncia, que le amó apasionadamente pese a se-guir haciendo la mundana y que él jamás desposó, eraun hombre de costumbres sencillísimas, que sólo co-mía pan y queso y vivía apartado, respetuoso de lasleyes y de los dioses. Lo que la gente común llama«epicúreo» nada tiene que ver con su vida privada si

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con sus ideas, que él condensó en trescientos libros.Su «credo» moral, en la escéptica y licenciosa Atenasde aquel tiempo, destaca por su honestidad. La sabi-duría, decía, no consiste en explicar el mundo, sinoen fabricarse un refugio de tranquilidad con las pocascosas que la pueden dar: la modestia, el respeto a losdemás, la amistad. Las amistades de Epicuro, enefecto, fueron proverbiales. Cuando murió, a los se-tenta y un años tras haber pasado treinta y seis en-señando a sus discípulos y amándoles, su último es-fuerzo, en los terribles sufrimientos que le producíanlos cálculos renales, fue dictar una carta para unode ellos recomendándole a los hijos de Metrodoro,otro discípulo suyo.

Zenón era un millonario de Chipre que lo perdiótodo, menos la vida, en un naufragio, en aguas deEl Pireo. Habiéndose sentado, desconsolado, en unalibrería, abrió por azar los Memorables de Jenofontepor las páginas que hablaban de Sócrates y preguntódónde podían hallarse hombres semejantes. «Sigue aése», le respondió el librero indicándole a Crates, quepasaba por allí. Crates era un tebano que había re-nunciado a su fabulosa fortuna para vivir como cínico,o sea, de mendigo. Zenón le siguió y, tras haber escu-chado sus lecciones, dio gracias a su dios de haberlearrojado náufrago y pobre en aquella ciudad. Estudióahincadamente también en la academia de Xenócra-tes y después instituyó una escuela por su cuentaque, por los pórticos de Stoas bajo los cuales dabalas lecciones, se llamó estoica.

Durante cuarenta años, dando el ejemplo con suvida franciscana, enseñó las ventajas de la sencillezy de la abstinencia a sus alumnos, entre los cualesse contaba Antígono de Macedonia quien, al ser rey,le invitó en Pella. Pero Zenón, para mantenerse fiela la escuela y a la pobreza, mandó en su lugar asu discípulo Perseo. A los noventa años aún enseña-ba. Un día se cayó fracturándose un pie. Dio unaspalmadas en el suelo y dijo; «¿Por qué me llamáisasí? Heme aquí.» Y con sus propias manos se es-tranguló.

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CAPÍTULO LI

PASO A LA CIENCIA

La decadencia de la Filosofía, ahora ya reducidasólo a la busca de normas morales y de conducta, fa-voreció a la Ciencia, que, en efecto, alcanzó en los si-glos III y II su máximo florecimiento. Es una viejahistoria que dura desde siempre: el hombre, cada Vezque abandona la esperanza de descubrir por racioci-nio los grandes porqués de la vida y del universo, queconstituyen precisamente la meta de la Filosofía, serefugia en el estudio del «cómo», que es el cometidode la Ciencia. También nosotros, los contemporáneosvivimos precisamente en una de estas coyunturas.

Mas a ésta se sumaban también otras causas. Enprimer lugar, la instauración, en el lugar de los vie-jos regímenes democráticos, de los autoritarios, queprofesan la manía de los progresos técnicos y que sonmás capaces de llevar a cabo su organización.Después, la proliferación de escuelas, libros y mu-seos. Y, por fin, la consolidación de una lengua co-mún, la griega, como medio de intercambio para ladifusión de las ideas.

Euclides, que durante dos mil años estaba destinadoa quedar como sinónimo de geometría, escribió, enefecto, en sus famosos Elementos, que todo su trabajohabía consistido en reunir y condensar los descubri-mientos de todos los estudiosos griegos, de los cualesla Universidad de Alejandría constituía el centro aglu-tinante. No se sabe de él más que vivió solamentepara enseñar, que sus discípulos se convirtieron engrandes maestros de la época, que no tenía un cén-timo y que no se preocupó jamás de ganarlo.

De su escuela, en efecto, salió también Arquímedes,el cual, sin embargo, no llegó a conocerle. Venía deSiracusa, era hijo de un astrónomo y gozaba de laprotección de Gerón, el ilustrado y benévolo tirano dela ciudad, del cual también era pariente lejano. Era

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hombre distraído y divertido, como casi todos loscientíficos, que, de vez en cuando, para dibujar esfe-ras y cilindros en la arena, como se hacía entonces,se olvidaba de comer y de lavarse. Sus investigacionesprocedían de una observación atenta de los fenómenosnaturales. Un día, por ejemplo, Gerón, le dio a exa-minar una corona, que el cincelador le cargó en cuen-ta como toda de oro, pero con orden de no hacerle niun arañazo. Arquímedes estuvo semanas buscando unsistema. Pero una mañana, en la bañera, se dio cuen-ta de que el nivel del agua subía a medida que elcuerpo se sumergía y que cuanto más se sumergíael cuerpo menos pesaba. Así fue como llegó a formu-lar el famoso «principio», según el cual un cuerpo, alsumergirse, pierde un peso equivalente al del aguaque desplaza. Mas en seguida le relampagueó tambiénla sospecha de que, una vez sumergido, este cuerpodesplazaría una cantidad proporcional al propio vo-lumen. Y, recordando que un objeto de oro tiene me-nos volumen que un objeto de plata del mismo peso,hizo un experimento con la corona y comprobó quedesplazaba, en efecto, más agua que la que habría des-plazado si hubiese sido toda de oro. Vitrubio cuentaque estuvo tan contento de aquel descubrimiento que,para correr a comunicárselo a Gerón, olvidó vestirsey se precipitó desnudo por la calle gritando: «Eu-reka, Eureka», que quiere decir: «Lo he encontrado,lo he encontrado.»

Gerón solicitó de Arquímedes, que construía trastosdiversos por el solo gusto de estudiar su funciona-miento y descubrir las leyes mecánicas que lo regu-laban, que los hiciera para usos bélicos. Pero no losempleó nunca, porque jamás puso a Siracusa en si-tuación de necesitarlos. Desgraciadamente, al desapa-recer él, sus sucesores, en vez de seguir su sabiduríapolítica de fiel alianza con Roma, desafiaron el pode-río de ésta y se concitaron la ira del cónsul Marcelo,que los sitió por mar y por tierra. Arquímedes in-ventó toda suerte de ingenios para ayudar a su pa-tria: enormes grúas para enganchar a las naves yvolcarlas, así como catapultas para hundirlas bajohuracanes de piedras. Los romanos, despavoridos, co-menzaron a sospechar de algún sortilegio y atribuye-ron su origen a algún dios que había volado en soco-rro de Siracusa. Pero Marcelo sabía de qué dios setrataba. Y cuando la inexpugnable ciudad, tras ocho

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meses de asedio, se rindió por hambre, dio órdenes alas tropas de que se respetase a Arquímedes. Ésteestaba, como de costumbre, dibujando figuras en laarena, cuando un soldado romano le reconoció y leordenó que se presentase inmediatamente al señorcónsul. «Apenas haya terminado», contestó el anciano.Pero el celoso hombre de armas, avezado a la discipli-na romana, le mató. Arquímedes, en aquel momento,tenía setenta y cinco años y la ciencia había de espe-rar mucho tiempo, más de mil setecientos años paraencontrar en Newton un descubridor de la mismagrandeza.

Otro gran paso adelante hizo en este período la As-tronomía, que los griegos de la edad clásica habíanmás bien descuidado. Se comprende de dónde, a lasazón, venía el impulso: de Babilonia, que había teni-do siempre el monopolio en esos estudios. No se hi-cieron grandes descubrimientos porque faltaban losmedios de observación. Pero por primera vez se co-menzó a dudar de que la Tierra fuese el centro in-móvil del universo, como hasta entonces siempre sehabía creído. Arquímedes atribuye a Aristarco deSamos la hipótesis de que el centro del universo fue-se el Sol, en torno al cual la Tierra giraba con movi-miento circular. Nació de ello una polémica de la cualno conocemos particularidades, pero que nos hacepensar que una especie de Santo Oficio existiese tam-bién entonces, visto que se concluyó con la retracta-ción de Aristarco, el cual, en definitiva, volvió a lavieja teoría geocéntrica. Evidentemente, no quería su-frir las desdichas que dieciocho siglos después habríade pasar Galileo.

Hiparco de Nicea se mantuvo prudentemente almargen del candente problema, limitándose a perfec-cionar los únicos instrumentos de la época —astrola-bios y cuadrantes— y fijar el método para determinarlas posiciones terrestres según los grados de lati-tud y de longitud. Él fue quien dio finalmente almundo griego un calendario sensato y racional, trashaber fijado el año solar en trescientos sesenta ycinco días y un cuarto, menos cuatro minutos y cua-renta y ocho segundos, apartándose solamente en seisminutos de los cálculos de hoy.

Hiparco fue el verdadero fundador del sistema to-lemaico. Hasta Copérnico, la Astronomía ha vivido deél. Descubrió la oblicuidad de la elipse y llegó a cal-

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cular la distancia de la Luna, equivocándose sólo enveinte mil kilómetros.

Si no el más original teórico, él fue sin duda elmás agudo observador de lá Antigüedad. Una noche,como de costumbre, explorando con sus pobres me-dios el cielo, descubrió una estrella que la noche an-terior no creyó haber visto. Para ponerse a cubiertode toda duda en el futuro, dibujó un mapa del cielocon la posición de mil ochenta estrellas fijas. Es elmapa sobre el cual se ha estudiado hasta Copérnicoy Galileo. Confrotándolo con el que Timócrates ha-bía compilado unos cuarenta años antes, Hiparco cal-culó que las estrellas se habían desplazado en dosgrados. Así llegó a su descubrimiento más importante,el de los equinoccios, de los cuales calculó la anticipa-ción año tras año, en treinta y seis segundos (mien-tras que según nuestros cálculos es de cincuenta).

Alguien se preguntará tal vez cómo lo hicieronlos griegos para obtener mediciones tan exactas conunas matemáticas rudimentarias. Pero es que tambiénéstas habían hecho grandes progresos, pues del mundogriego también formaba parte Egipto, donde siempreaquéllas habían alcanzado gran honor. Nosotros he-mos dejado a los atenienses con Pericles, cuando con-taban solamente con los dedos. Ahora contaban conlas letras del alfabeto, usando las nueve primeras paralas unidades, la siguiente para las decenas, la siguien-te para la centena, etc. Pero había también los acen-tos que indicaban las fracciones. Resultaba de ellouna taquigrafía rápida, pero complicada, que favore-ció la formación de especialistas para descifrarla.Y fueron éstos quienes después la perfeccionaron.

Dado que los estudios científicos son siempre in-terdependientes, era natural que estos programas sereflejasen también en las Ciencias Naturales y en laMedicina. Aristóteles y su liceo habían constituidolas premisas y proporcionado las condiciones de com-pilación y catalogación de materiales. Teofrasto, quetenía la pasión de la jardinería, compuso una Historiade las plantas, que fue durante varios siglos el ma-nual de todos los botánicos. Aquel mediocre filósofofue el más grande naturalista de la Antigüedad, sobretodo en cuanto a rigorismo de métodos.

Los Tolomeos fueron «salutistas» y dieron un cons-tante impulso a la Medicina. Ya no dependía de lasgeniales intuiciones de hombres aislados, sino que se

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había vuelto un hecho de escuela, de laboratorio yde investigaciones colectivas. Esto no impidió a Hero-filo destacar con sus estudios sobre la materia ce-rebral. Los desarrolló sobre cerebros disecados, des-cubrió el funcionamiento de las meninges y trazóuna primera y rudimentaria distinción entre el sis-tema nervioso cerebral y el espinal. Halló la diferen-cia entre venas y arterias y proporcionó a la diag-nosis el más elemental, pero asimismo el más nece-sario de todos los elementos: la medición de la fiebremediante el pulso, cuyos latidos contaba con unaclepsidra de agua. Fue él quien bautizó al duodeno yquien echó los cimientos de la obstetricia.

Sólo tuvo un rival en Hetisístrato, que fue una es-pecie de Pende (1) por la importancia que atribuyóal sistema glandular. Tuvo una vaga intuición del me-tabolismo basal y anticipó las grandes leyes de lahigiene. Estos científicos y sus colegas menores con-firieron a la Medicina un altísimo prestigio, que hacíacasi sagrado a quien la practicaba. Al siglo de los dra-maturgos y de los filósofos seguía el de los doctores.

CAPÍTULO LII

ROMA

Para Grecia, que tras la conquista doria, se habíadado una ordenación definitiva, el «enemigo» habíasido siempre el Oriente. Lo que ocurría en Occidenteno la había interesado más que casualmente. Salvolos marineros que frecuentaban sus puertos, tal veznadie en Atenas sabía qué grado de desarrollo habíanalcanzado las colonias griegas de la Italia meridionaly de Sicilia, y acaso por esto se decidió con tanta li-

(1) Médico endocrinólogo italiano contemporáneo.

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gereza la expedición de Nicias contra Siracusa. Lacatástrofe probablemente contribuyó a acrecentar eldesinterés. Y las conquistas de Alejandro lo hicierontotal, al monopolizar definitivamente la atención delos griegos hacia el Este.

La ascensión de Rodas en el siglo ni es una de laspruebas. Fue debido precisamente a la geografía, quehacía de la isla una etapa obligada y el punto deapoyo de todos los intercambios grecoorientales. Trashaber resistido heroicamente a Demetrio Poliercetes,Rodas reunió en una Liga a otras islas egeas, y lasmantuvo sabiamente en una línea neutral. Su políticafue tan sagaz que, cuando en 225 antes de Jesucris-to la ciudad fue destruida por un terremoto, todaGrecia mandó ayuda en dinero y mercancías por veren ella un pilar insustituible de su economía.

Nadie, en cambio, se había movido cuando, añosantes, Tarento se había encontrado en mala situacióncon Roma. También los tarentinos eran griegos y tam-bién ellos se dirigieron en busca de ayuda a sus con-nacionales de la madre patria. Pero sólo hallaron unodispuesto a acudir en socorro suyo: Pirro, rey delEpiro, del mismo linaje moloso del que descendíaOlimpia, la madre de Alejandro. Pirro desembarcó enItalia con veinticinco mil infantes, tres mil jinetes yveinte elefantes, que a la sazón, los griegos importa-ban de la India. Era un buen caudillo, que acaso pen-saba repetir en Occidente las empresas que su parien-te Alejandro había llevado a cabo en Oriente, y quecomo Alejandro, estaba infatuado de gloria y de Aqui-les, del cual también él estaba convencido que des-cendía. Derrotó en Heraclea a los romanos, empavore-cidos por los «bueyes lucanos», como llamaron a loselefantes, que jamás habían visto. Pero perdió medioejército, se dio cuenta de que Roma no era Persia y,tras otra sangrienta victoria en Ascoli, se desvió haciaSicilia para liberarla de los cartagineses, esperandoque a costa de éstos le sería más fácil ganar lagloria. Les derrotó también, pero halló tan escasa co-laboración entre los griegos del país que, abandonán-doles a su destino, cruzó de nuevo el estrecho de Me-sina, se hizo derrotar por los romanos en Beneventoy, descorazonado, abandonó Italia, murmurando pro-féticamente: «¡Que hermoso campo de batalla dejoentre Roma y Cartago!»

Pirro murió poco después en Argos y Grecia no

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hizo caso de su desaparición, como no había hechocaso de sus aventuras occidentales. Epiro era unacomarca periférica y montañosa, que todos considera-ban bárbara y casi forastera. En el mismo año (272),Roma se anexionó Tarento, como ya se había anexio-nado Capua y Napoles, y de todas las colonias griegasde la Italia del Sur no quedó nada. Poco después,Roma inició su duelo mortal con Cartago y la con-clusión fue que, en 210, hasta las colonias griegas deSicilia cayeron en sus manos.

Si esa vez Grecia se sacudió de su sopor, no fueporque hubiese visto en aquel episodio una catástro-fe nacional y se diese cuenta de la amenaza que seperfilaba al Oeste, sino sólo porque advirtió en élun pretexto para rebelarse contra su amo macedonio,que en aquel momento era Filipo: éste había su-bido, a los diecisiete años, a un trono que durantesu minoría de edad se mantuvo firme por su padrinoy tutor Antígoño III. Era tan extraordinario, en aque-llos tiempos, que un regente, en vez de matar allegítimo heredero para seguir en el poder, se lo en-tregase, que Antígono fue llamado dosona, el prome-tedor que mantiene; como se decía en la Argentinade Perón; que cumple.

Desgraciadamente, en la historia, no siempre lahonestidad paga. Y en este caso hubiese sido muchomejor que Antígono hubiese tenido menos honradez.Filipo era un muchacho valeroso y no carente decapacidad política, pero tenía ambiciones desenfrena-das y absolutamente amorales. Hizo envenenar a Ara-to, el brillante estrategos de la Liga aquea, mató a supropio hijo que sospechaba le traicionaba y enredótoda Grecia en una telaraña de intrigas. Mas cometióun error fatal: el de creer que, después de la victoriade Aníbal en Cannas, Roma estaba ya en la agonía.Y como Mussolini, que después de la derrota de Fran-cia se puso al lado de Hitler, así Filipo se puso allado de Cartago y convocó en Neupactos a los repre-sentantes de todos los Estados griegos para una cru-zada en Italia. Agelao, delegado de la Liga etolia,saludó en él al adalid de la independencia helénica,mas alguien, ocultamente, hizo circular entre los con-gregados una copia, más o menos apócrifa, del tratadoestipulado por Filipo, según el cual Cartago se com-

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prometía a ayudarle una vez ganada la guerra, parasometer a Grecia. ¿Era verdad? Tito Livio dice quesí. Pero algunos sostienen, en cambio, que fue unainvención de emisarios romanos, facilitada por el de-seo de creerla que animaba a los griegos. Como fuere,surgieron tales desórdenes que la proyectada expedi-ción hubo de quedar aplazada indefinidamente, o seahasta que la retirada de Aníbal la convirtió en to-talmente inútil.

Roma no se vengó en seguida. Al revés, en 205firmó un tratado con Filipo, que creyó haber salidode apuros con él. Después, Escipión llevó la guerra aÁfrica y derrotó a Aníbal en Zama. Y sólo despuésde haberse librado definitivamente de aquel mortalenemigo, Roma se hizo mandar por Rodas un llama-miento que la invitaba a liberar la isla de Filipo.Y, naturalmente, lo acogió.

Pagado con su misma moneda, Filipo se defendiócomo una fiera, destruyendo las ciudades griegas quese negaban a ponerse a su lado. En Abidos, todoslos habitantes, antes de rendirse, prefirieron suici-darse con sus mujeres e hijos. Pero su ejército nopudo nada contra el de Quinto Tito Flaminio, queen 197 le aplastó en Cinoscéfalos.

Hubiera podido ser el fin de Grecia como nación siFlaminio hubiese sido un general romano como losdemás, que dondequiera pasaban instalaban a un go-bernador y un prefecto con un buen cuerpo de poli-cía, introducían su lengua y sus leyes, proclamabanromana la provincia conquistada y la anexionaban.En cambio, era un hombre culto y muy respetuoso deGrecia, cuya lengua conocía y cuya civilización admi-raba. No sólo respetó la vida de Filipo, sino que le de-volvió el trono. Y, convocados los representantes detodos los Estados griegos en Corinto, proclamó queRoma retiraba de sus territorios las guarniciones yles dejaba en libertad de gobernarse con sus leyes.Plutarco dice que esta declaración fue acogida contales gritos de entusiasmo, que una bandada de cuer-vos migratorios se desplomó desde el cielo, murien-do del susto.

La gratitud no es lo fuerte de los hombres, y aúnmenos de los pueblos. Pocos años después, la Ligaetolia llamó a Antíoco de Babilonia para que fuesea liberarla. No se sabe de qué, visto qué los roma-nos se habían marchado. Pero el hecho de que éstos

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eran más fuertes bastaba para hacerles sospechososde imperialismo, como hoy sucede en Europa con losamericanos. Empero, Lámpsaco y Pérgamo no estuvie-ron de acuerdo; antes al contrario, pidieron ayuda aRoma, que mandó otro ejército a las órdenes de Esci-pión el Africano, el triunfador de Zama. Arrolló aAntíoco en Magnesia y luego, convergiendo al Norte,deshizo a los galos que aún vejaban a Macedonia.Grecia no había sido tocada, pero se encontraba ais-lada en la marea de las conquistas de Roma, que a lasazón se había anexionado toda la costa asiática.

Filipo murió en 179 antes de Jesucristo, y subió altrono de Macedonia, tras otra pequeña matanza enfamilia, su hijo Perseo. Éste casó con la hija de Se-leuco, sucesor de Antíoco, e hizo una liga con él, ala que se unió también Rodas, para hacer la guerracontra Roma, a la que nuevamente lanzó una llamadaPérgamo. Sólo Epiro e Iliria osaron alinearse conPerseo. El resto de Grecia se limitó a aclamarlo como«libertador» cuando, en 168, salió al campo contra .el cónsul Emilio Pablo. Éste le aniquiló en Pidna,destruyó setenta ciudades macedonias, devastó el Epi-ro, deportando como esclavos a cien mil ciudadanos,y transfirió a Roma un millar de «notables» de lasotras ciudades griegas que se habían comprometidoen aquel suceso. Entre ellos estaba el historiador Po-libio, que después se convirtió en uno de los inspi-radores del liberalismo romano.

Tampoco esta admonición valió. En 146 toda Gre-cia, excepto Atenas y Esparta, proclamó la guerrasanta. Esta vez el Senado romano confió la represióna un soldado chapado a la antigua, que no alimenta-ba ningún complejo para con la civilización griega.Mumio conquistó Corinto, capital de la rebelión, y latrató como Alejandro había tratado a Tebas, o seaque la arrasó. Todo lo que era transportable fue man-dado a Roma. Grecia y Macedonia fueron unidas enuna provincia bajo un gobernador romano. Sólo aAtenas y Esparta les fue permitido gobernarse consus leyes.

Grecia había encontrado al fin la única paz de laque era digna: la del cementerio.

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CAPÍTULO LIII

EPÍLOGO

No podemos, sin embargo, sepultar el cadáver sinunas palabras necrológicas.

En realidad, lo que aquí termina es tan sólo lahistoria política de un pueblo que no había alcanzadoa convertirse en nación. Las razones de su bancarrotalas' conocemos ya. No pudo remontar el limitado hori-zonte de la ciudad-estado y en torno de ella no supoconciliar el orden con la libertad. El desenfrenadoindividualismo y las guerras insensatas fueron susdolencias.

En compensación, elaboró una civilización que nomurió, que no podía morir por el simple hecho de que,como dice Durant, las civilizaciones no mueren nun-ca. Emigran tan sólo, cambian de lengua, latitudes ycostumbres. Emilio Pablo, que deportó a Roma dosmil intelectuales griegos, y Mumio que transfirió a ellatodas las obras de arte de Corinto, seguramente nose daban cuenta de que estaban transformando envictoria la derrota de Grecia. Y, sin embargo, fuepropiamente así. Los mismos romanos se dieron cuen-ta poco después y lo dijeron: «Graecia capta ierutnviciorem cepit...», la Grecia conquistada conquistó albárbaro conquistador. En esta especie de carrera derelevos que es la Historia, la antorcha de la civili-zación queda confiada por los pueblos refinados y de-cadentes a los jóvenes y toscos que tienen la fuerzade llevarla hacia nuevas metas.

Es imposible extender aquí un inventario de lo queel mundo debe a Grecia. El historiador inglés Mai-ne ha dicho que todos nosotros somos aún colonia deella porque, salvo las ciegas fuerzas de la Natura-leza, todo lo que en la vida de la Humanidad evolu-ciona es de origen griego. Tal vez hay un poco deénfasis en esta y otras afirmaciones similares. Talvez exista una «retórica de Grecia», como existe una

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de Roma, que altera un poco las proporciones de sucontribución. Mas nadie podrá negar que haya sidoinmensa y, sobre todo, que hayan sido variados, viva-ces y fascinadores sus protagonistas.

Espero que lo hayan permanecido también en mimodesta prosa.

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CRONOLOGÍA

Siglos xx-xI antes de J. C. — Civilización minoica ymicénica.

Siglo IX (?) antes de J. C. — Licurgo.Siglo IX-VIII antes de J. C —Homero.776 antes de J. C. — Primera Olimpíada desde la cual

los griegos contaron los años hasta el 426 des-pués de J. C.

Siglo VII antes de J. C —Hesíodo.640-548 (?) antes de J. C —Tales de Mileto.Siglo VI (?) antes de J. C. — Pitágoras.637-559 (?) antes de J. C —Solón.620 — Primeras reformas de Dracón en Atenas.612-568 (?). —Safo.594—Arcontado de Solón.561-527 —Pisístrato, tirano de Atenas.560—Craso ocupa Jonia.550-480 antes de J. C. — Heráclito.546 — Jonia es ocupada por Ciro, rey de Persia.527-514 — Tiranía en Atenas de Hipias y de Hiparco.514 — Sublevación en Atenas de Armodio y Aristogi-

ton. Muerte de Hiparco.510 —Exilio de Hipias.508 — Reformas de Clístenes en Atenas.492 — Comienzan las guerras persas contra Grecia.490 — El Ejército persa de Darío es derrotado en Ma-

ratón por los atenienses de Milcíades.485 —Muerte de Darío. Jerjes, rey de Persia.

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480 — Batalla de las Termópilas. Combate naval deSalamina. Los siracusanos baten en Himera alos cartagineses.

479 — El Ejército persa queda deshecho en Platea.— Otra derrota naval de los persas en Micala.

461 — Muerte de Efialtes.449 —Muerte de Temístocles.

ERA DE PERICLES

470-399 —Sócrates.467-428 — Pericles, strategos de Atenas.Siglo V—Fidias.

— Georgias.— Parménides.— Zenón.— Demócrito.— Empédoclcs.—Anaxágoras.— Protá goras.— Hipócrates.

525-456 —Esquilo.490-406—Sófocles.480-406 — Eurípides.450-385 — Aristófanes.522-442 —Píndaro.484-425 —Heródoto.460-400 —Tucídides.477 —liga dolio-ática.462 — El Areópago pierde en Atenas su importancia.459 —Desafortunada expedición de Atenas en Egipto.457 — Comienza la guerra de Atenas contra Tebas y

Esparta.449 —Paz de Atenas con Persia.447-432 —Construcción del Partenón.446 — Atenas batida en Coronea.435—Insurrección de Corfú contra Corinto.432 — Insurrección de Potidea.

— El proceso de Aspasia.432421 — Primera fase de la guerra del Peloponeso.430—Peste en Atenas.429-347 —Platón.

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428 —Muerte de Pericles.427 —Rebelión de Mitilene.421 — La paz de Nicias.415 — Exilio de Alcibíades.415-413 — Desastrosa expedición ateniense contra Si-

racusa.413-404 — Segunda fase de la guerra del Peloponeso.411 — Instauración de la oligarquía en Atenas. Retor-

no de Alcibíades.407 — Segundo exilio de Alcibíades.406 — Victoria ateniense sobre los espartanos en las

Arginusas.405 — Victoria espartana sobre los atenienses en Egos-

pó tamos.404 — Capitulación definitiva de Atenas. El Gobierno

de los Treinta Tiranos.403 — Expulsión de los Treinta y restauración demo-

crática en Atenas.401 — Rebelión en Persia de Ciro el Joven.399 — Proceso y muerte de Sócrates.394 — Los espartanos son batidos en Cnido.387-323 — Demóstenes.386 — Paz de Antálcidas.384-322 —Aristóteles.378 — Segunda Liga delio-ática.371 —Victoria tebana sobre los espartanos en Leuctra.367 — Muerte de Dionisio él Viejo, tirano de Siracusa.364 — Muerte de Pelópidas.362 — Victoria y muerte de Epaminondas en Manti-

nea.358 — Filipo III rey de Macedonia.357 — Filipo toma Anfípolis y Pidna.356-346 — La guerra sacra.356-323 — Nacimiento y muerte de Alejandro.353 —Filipo ocupa Metón.352 — Filipo conquista Tesalia.348 —Filipo destruye Olinto.338 — Atenas y Tebas son derrotadas por Filipo en

Queronea.336 — Asesinato de Filipo. Alejandro se convierte en

rey de Macedonia.335 — Alejandro destruye Tebas.334 — Alejandro ataca a Persia y vence en Gránico.332—Alejandro destruye Tiro y conquista Egipto.331 — Darío es derrotado en Arbelas.330 — Muerte de Darío.

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330-325 — Marcha de Alejandro hacia el interior deAsia.

323 — Muerte de Alejandro en Babilonia.323-311 — Lucha entre los diádocos.286-275 —Expedición de Pirro, rey de Epiro, a Ita-

lia.270 — Invasión de Grecia por los galos celtas.245 — Arato dirige la sublevación griega contra los

macedonios.242 — Reforma constitucional de Ágides y Leónidas en

Esparta.227 — Reforma de Cleómenes en Esparta.221-170 —Filipo V de Macedonia.217 — Paz de Neupactos entre los griegos.210 — Las colonias griegas de Sicilia caen bajo los

romanos.205 — Tratado entre Roma y Filipo de Macedonia.197 — El cónsul Flaminino derrota a Filipo de Mace-

donia en Cinoscéfalos.196 — El cónsul Flaminino proclama libres a las ciu-

dades griegas.175-164 — Antíoco Epífanes, rey de Siria.170 — Muerte de Filipo de Macedonia. Sube al trono

Perseo.168 — Perseo es vencido por los romanos en Pidna.148 — Macedonia se convierte en colonia romana.146 — Destrucción de Corinto.

F I N