HISTORIA DE UN SEMÁFORO CUALQUIERA

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HISTORIA DE UN SEMÁFORO CUALQUIERA. CARLOS ENRIQUE: EL INDIGENTE POR FERNANDO QUIROZ. - FOTOGRAFÍA: JORGE OVIEDO Carlos Enrique Serna Vallejo encontró a un hombre que era él mismo tendido en el suelo. Tirado sobre el asfalto de la avenida Caracas con la calle 19. Era otro, porque él lo veía desde arriba. Pero era él mismo. Ese soy yo, pensó.Ese soy yo, repitió el eco.Había un charco de sangre. De una sangre roja como nunca había visto, como no creía que pudiera ser la sangre, porque no la imaginaba tan roja. Había visto la sangre: claro que la había visto. ¿Quién no ha visto la sangre? Pero tenía la idea de que era más oscura, más densa. Y ajena. Pensaba que la sangre era ajena. Pero esta sangre era suya y era roja, casi tan roja como el colorete que usaba su madre: lo recuerda (el colorete) y la recuerda (a su madre), a pesar de que la perdió cuando apenas tenía siete años. Siete. Pero ahora no pensaba en ella, aunque estuvo a punto de encontrarla en ese más allá hacia el cual alcanzó a dar unos pasos. Quizá fue

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HISTORIA DE UN SEMÁFORO CUALQUIERA. CARLOS ENRIQUE: EL INDIGENTEPOR FERNANDO QUIROZ. - FOTOGRAFÍA: JORGE OVIEDO

Carlos Enrique Serna Vallejo encontró a un hombre que era él mismo tendido en el suelo. Tirado sobre el asfalto de la avenida Caracas con la calle 19. Era otro, porque él lo veía desde arriba. Pero era él mismo.

Ese soy yo, pensó.Ese soy yo, repitió el eco.Había un charco de sangre. De una sangre roja como nunca había visto, como no creía que pudiera ser la sangre, porque no la imaginaba tan roja. Había visto la sangre: claro que la había visto. ¿Quién no ha visto la sangre? Pero tenía la idea de que era más oscura, más densa. Y ajena. Pensaba que la sangre era ajena. Pero esta sangre era suya y era roja, casi tan roja como el colorete que usaba su madre: lo recuerda (el colorete) y la recuerda (a su madre), a pesar de que la perdió cuando apenas tenía siete años. Siete. Pero ahora no pensaba en ella, aunque estuvo a punto de encontrarla en ese más allá hacia el cual alcanzó a dar unos pasos. Quizá fue ella misma la que lo detuvo, la que le dijo que aún no era la hora, la que le ordenó que diera media vuelta y regresara. Y al volver, Carlos Enrique Serna Vallejo encontró a un hombre que era él mismo tendido en el suelo. Tirado sobre el asfalto de la avenida Caracas con la calle 19. Era otro, porque él lo veía desde arriba. Pero era él mismo. No entendía el fenómeno, pero lo aceptaba como un hecho irrefutable. Era él mismo… no había duda. Lo temió: primero lo temió. Luego lo supo. Y no lograba salir de su asombro.Ese soy yo, pensó.Ese soy yo,

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repitió un eco molesto.¿Qué hago ahí?¿Qué hago ahí?Estaba quieto. Asustadoramente quieto. Tendido sobre un charco de sangre roja en el asfalto. Lo acababa de atropellar un carro. ¿Qué carro? No lo sabe. ¿Qué pasó? No lo recuerda. Caminaba por ahí, por ese cruce siempre lleno de gente, siempre lleno de carros, siempre lleno de humo, siempre lleno de peligros que a él no lo asustaban porque se los conocía todos, porque era parte del peligro. De repente un carro chocó con él —chocó con él, más que atropellarlo— y cree haber oído una voz que salió por la ventanilla y le dijo a manera de insulto que se fijara por dónde andaba. Y le habría gustado responderle a ese hombre —cree que era un hombre—, increparlo, gritarle, pero no tuvo fuerzas: ni siquiera debió tenerlas para oír lo que cree haber oído. Porque el golpe fue violento: le quebró algunos huesos de la cabeza, lo tiró al suelo con violencia y lo dejó prácticamente muerto.Está vivo.¡Qué va a estar vivo!Está vivo.Mírelo: ¡qué va a estar vivo!Movió los ojos.Estará agonizando.Está vivo.Pasó mes y medio en el hospital. O tal vez fueron dos meses. Alguien lo llevó a La Samaritana. Algún buen samaritano. Alguien pagó una cuenta que pasó de 40 millones. No sabe cuánto tiempo había pasado cuando de repente vio a su mamá. Él tenía los ojos cerrados, pero ella estaba allí, en sus recuerdos, en sus anhelos. Estaba en esa cabeza a la que ahora le faltaba un pedazo. La vio, la sintió, y por ella se armó de valor, sacó fuerzas de donde no las tenía y empezó a moverse. Alguien dio la señal de alerta, alguien anunció el milagro, y fueron llegando uno tras otro todos los que usaban bata blanca, todos los médicos, y no lo podían creer. Unos días más tarde le preguntaron por su familia, y él contó que tenía 14 tías y tres hermanas que vivían en Medellín. Y le entregaron 40.000 pesos para que fuera a buscarlas. Nada más podían hacer por él en aquel hospital.Esas doctoras me cuidaron como nadie me había cuidado.Esas doctoras me cambiaban.Esas doctoras me conocieron la cola.Los médicos no podían creerlo. Nadie podía creerlo. Pero lo cierto es que se salvó. Y de vuelta a la vida, quisieron devolverlo a Medellín, donde estaban sus hermanas y sus tías. Pero si algo tenía claro Carlos Enrique era que no podía llegar peor de lo que había salido. El día que se fue —el día que cogió camino y llegó a Bogotá—, le dijo a su hermana que iba a buscar una vida mejor, que iba a ver qué conseguía, y salió como si fuera a conquistar un mundo que le ha sido esquivo. Por eso, aunque hubiera quedado tan impedido, tan limitado, no estaba dispuesto a regresar a Medellín para contar que no había logrado su cometido. Caminó, caminó y caminó hasta que, en el cruce de la calle 92 con carrera 11, se sentó a descansar y de

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repente le empezó a llover plata. La gente, al ver esa cabeza a la que le faltaba un buen pedazo, se conmovía. Nada tuvo que hacer, a nadie tuvo que pedirle, y en unas pocas horas reunió 70.000 pesos. Pensó, entonces, que las cosas pasan por algo. Pensó que seguramente con su cabeza hundida iba a pasar menos trabajos de los que pasaba antes de que lo atropellara aquel carro, en esos días en los que andaba de un lado para el otro contándole a la gente que él había estudiado Secretariado Comercial en Medellín, en la muy reconocida Escuela Remington del Comercio. Pero nadie le dio trabajo, nadie le dio la oportunidad de demostrar que sabía mover los dedos sobre la máquina, que podía escribir una carta, redactar un memorando, copiar un decreto o una fórmula médica. Nadie.Usted sabe que yo siempre le doy, dice un hombre mientras baja la ventanilla de su Audi y estira la mano.¡Gloria a Dios!Otro día le doy, dice una mujer entrada en años y en bótox mientras sube la ventanilla de su Mazda y esconde la mano.¡Gloria a Dios!Sabe que muchos le dan porque se apiadan de él, porque entienden que una persona con semejante lesión en realidad no tiene la opción de arreglárselas solo. Pero también sabe que hay muchos que le temen, que se asustan al verlo —porque impresiona su cabeza hundida y deforme—, que prefieren mirar para otro lado, que lo esquivan, que se pasan el semáforo en amarillo o incluso en rojo con tal de no tenerlo al lado, implorando ayuda, esperando una moneda. Sabe que unos le dan y que otros no le dan. Pero las matemáticas son exactas: si llega antes de las siete de la mañana, a eso de las once tiene cerca de 40.000 pesos. Suficiente para sobrevivir dos días, con esas cuentas que tiene claras: 10.000 para pagar la pieza y 10.000 para comer y para los buses, si es que alguno decide recogerlo, pues aunque se para en la carrera 11 con el billete a la vista para que vean que tiene con qué y que su intención no es pedirles plata a los pasajeros, para encontrar uno que se detenga y le abra sus puertas debe soportar la indiferencia de 50 choferes que siguen de largo. A veces no le queda más remedio que caminar durante un par de horas para llegar a su casa. Una casa que no es suya, pero que en todo caso es su reino. Allí vive hace tres años, en la habitación número nueve. Aunque la palabra habitación resulta muy grande para los cuatro metros cuadrados de ese inquilinato del centro de Bogotá que le dan a Carlos Enrique Serna Vallejo la seguridad de que él sí tiene en dónde caerse muerto. Hay días en los que doña Emilse y su esposo —los dueños del caserón— caen en la cuenta de que el viejo no ha asomado en toda la mañana, y le tocan a la puerta con la disculpa de preguntarle si amaneció bien, si algo le duele, si algo necesita,

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aunque en realidad lo hacen para descartar que ese viejo —viejo a los 48 años— en realidad haya caído muerto, incapaz de seguir viviendo con apenas tres cuartos de cabeza.Feliz cuando salga de estos harapos.Feliz si pudiera volver a Medellín y buscar a mis hermanas.Paga 10.000 por ese cuarto diminuto donde una cama de colchonetas raídas apenas le deja espacio a un parlante que usa como mesa de noche y a un televisor que todos los días amenaza con dejar de funcionar. Allí duerme, muy cerca de Carlos Mattos y de Jaime de Marichalar, que lo acompañan desde las paredes tapizadas con páginas de revistas del jet set por las que trepan esas ratas que devoran los restos de comida y que Carlos Enrique siente corretear en las noches de un lado a otro. Paga 10.000, en lugar de los 8000 que paga la mayoría —vendedores de tinto y rebuscadores de oficio—, por cuenta de ese televisor que le da sentido a las horas de la noche. No se pierde el noticiero, y en los últimos meses ha disfrutado sobremanera la serie sobre Pablo Escobar —el capo, le dice—, de quien tanto oyó hablar cuando aún vivía en Medellín. Suele quedarse dormido antes de que aparezcan en la pantalla los créditos finales, y a veces sueña con que regresa al barrio Castilla, donde se crio al lado de tres hermanas de las que hace varios años no tiene noticia, aunque no pasa un solo día en que no dedique un rato a recordarlas. A ellas y a su madre. De su padre, a quien acusa de ser el responsable de la muerte de su mamá por las palizas brutales que le daba, nunca supo más, nunca quiso saber más. Ni siquiera se interesó en averiguar si era cierto que había llegado a ser gobernador de Antioquia.?¿Para que le doy plata si se la sopla?La gente juzga.Eso sí me pone de mal genio: que la gente discrimine.Rara vez lleva a alguien a su pieza. La última vez que metió de contrabando a una noviecita se le desaparecieron los 15.000 pesos que tenía ahorrados. Por eso, cuando lo acosa el deseo, prefiere pagar los 10.000 o 20.000 que le cobran en el Bronx —él habla de la L, la zona L— por un rato de caricias. Y trata de estar lo más presentable posible, aunque le toque bañarse con agua fría, como debe hacerlo cada vez que visita al médico, cuando el Ponstan 500 deja de hacerle efecto. Se baña, se amarra bien ese pantalón de pana en el que cabrían tres como él y cubre con una gorra su deformidad. Aunque no le gusta mirarse en el espejo, está convencido de que así, recién bañado, podría hacer algo mejor que mendigar: vender tinto, por ejemplo. O pararse frente a una multitud y dar testimonio de lo que fue. ¿Y qué fue? No fue, exactamente, como él mismo lo dice, el hijo de la Virgen del Carmen. Fue necio: metió marihuana, metió bazuco. Pero hace cara de niño bueno cuando asegura que eso fue el pasado. Que ahora nada de nada.

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Aunque en el desorden contenido de su cuarto se vean algunos papelillos que quizá le dieron forma a alguna necedad olvidada. El pasado. Ese pasado negro que a veces visita en el Bronx, donde tiene tantos amigos. Pero no acaba de pronunciar la palabra cuando empieza a corregir: yo ando solo, tu mejor amigo te miente.¿Peligroso yo? ¡Qué va!Si yo no mato ni una mosca.Este palo es para tenerme, porque a veces me dan mareos.40.000 pesos. Eso es lo que espera de una jornada en el cruce de la carrera 11 con calle 92. Y se puede dar el lujo de descansar al día siguiente, y de dejar descansar a sus clientes. Para no aburrirlos, piensa Carlos. Si está de buenas, 50.000. Y si es un día extraordinario, algo más. Una vez le dieron 300.000 pesos, poco antes de Navidad: llevaba mucho tiempo sin saber lo que era una muda de ropa nueva. Casi todo lo que tiene, casi todo lo que usa, es de segunda, como los pantalones de pana varias tallas más grandes que se pone cuando va a bailar al Bronx. O como esa chaqueta Ralph Lauren que alguna vez fue verde y que el tiempo, el sol y el humo han ido oscureciendo. Otra vez le dieron dos millones de pesos. Pregúntenles a los colegas del semáforo para que vean que es cierto. Dos millones que casi le cuestan la vida. En la L se enteraron, lo rodearon y le quitaron millón y medio. En todo caso, con el medio millón que le quedó hizo maravillas. Cuando tiene unos pesos de más procura comprarle un mercadito a la mamá de su hija, a esa mujer con la que convivió un tiempo, hasta que el accidente lo sacó de circulación. Su hija se llama Olga Lucía y, aunque a Carlos Enrique le da pena que lo vea así, de vez en cuando se arregla y va a buscarla a Suba, donde vive, y le entrega a la mamá una platica para que le compre algo. Si está de buenas, de pronto lo dejan pasar esa noche allá, le lavan la ropa y le dan un poco de ese cariño que la vida tanto le ha negado. Si está de buenas. Por eso, para atraer la bondad y alejar los problemas, lo primero que hace cada mañana es leer alguno de los salmos que aparecen en su libro de oraciones. Su favorito es el 140: Líbrame, Señor, de la gente malvada. Protégeme de los hombres violentos, de los que solo piensan en hacer el mal… escucha, Señor, el clamor de mi súplica… Yo sé que el Señor hace justicia a los humildes y defiende los derechos de los pobres. Amén.

DON LUIS: EL VENDEDOR DE FLORES

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POR JUAN DAVID CORREA - FOTOGRAFÍA: JORGE OVIEDO

Si el territorio que comprende la esquina suroriental de la calle 92 con carrera 11, el separador de inmensos urapanes y pinos y la esquina norte de la misma dirección fuera suyo, hace mucho que don Luis habría hecho una reforma agraria y, como hoy, cada uno de los seis hombres que se reparten el lugar sería dueño de su pedazo de calle.

Si don Luis fuera rey, seguro que hace mucho tiempo su régimen sería la democracia. No habría en su reino un autócrata seguro de tener la razón, y convencido de que sus lares son propiedad privada. Si el territorio que comprende la esquina suroriental de la calle 92 con carrera 11, el separador de inmensos urapanes y pinos y la esquina norte de la misma dirección fuera suyo, hace mucho que don Luis habría hecho una reforma agraria y, como hoy, cada uno de los seis hombres que se reparten el lugar sería dueño de su pedazo de calle. Porque don Luis Eduardo Hernández fue el primero en llegar. Y por derecho, habría podido reclamarle a Carlos, el hombre al que una volqueta le aplastó medio cráneo; o a Vallejo, el canoso barbado que, según don Luis, perdió a su familia en un accidente y se dedicó a caminar esa esquina alzando la mano derecha para pedir algo de ayuda; o al hombre que exhibe desde sánduches hasta empanadas, con generosas cocas llenas de ají; o al muchacho que vende tinto al lado de Auros Copias desde las seis de la mañana; o a los desplazados con familias que descansan a la sombra de los árboles, a cualquiera de ellos habría podido decirles, como ocurre con muchas calles en Bogotá, que se fueran, que no estaban autorizados para vender nada en esa esquina. Pero don Luis la tiene clara: “Mientras no vendan leña ni flores ni El Tiempo ni cuajada, pueden estar ahí”. Don Luis sería un rey bueno porque es un hombre bueno. Porque conoce como nadie esa esquina —que no era esquina— desde hace 44 años, cuando llegó por primera vez a vender leña y ese pedazo de ciudad era un incipiente barrio, planeado desde 1954 por la firma Ospinas, sobre los viejos terrenos de la hacienda El Chicó, que pertenecía a varias familias como los Escallón, los Saiz, los Valenzuela y los París, y al propio Pepe Sierra, quien la compró a finales del siglo XIX. En ese entonces se levantaban casas que lamentablemente han desaparecido, cuyos diseños eran verdaderas muestras de cierta modernidad perdida: aún quedan algunos vestigios, pero enterrados bajo edificios que

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cobran uno de los metros cuadrados más caros de América Latina. Cuando pienso en 1968, el año en que don Luis llegó por primera vez, miro a mi alrededor y comprendo que, como Harvey Keitel en Smoke, aquella película de Wayne Wang con guion de Paul Auster, ha mirado y palpado el cambio de una sola esquina durante toda su vida. De barriga generosa, pelo entrecano, dientes con remates de platino, un bigotillo gris y una sonrisa constante, Luis Eduardo Hernández nació en el municipio de La Calera, en 1934. La ciudad, me dice, quedaba lejos, y desde allá se veían “poquitas luces”. Hizo hasta cuarto de primaria, “pero mi papá me dejó trabajar desde niño”, me dice. Peló papa, aprendió del campo, y cuando tuvo la edad suficiente, comenzó a bajar a Bogotá por caminos de mulas que todavía existen. “Bajaba leña y vendía por aquí”. El Chicó era entonces uno de los barrios más al norte de Bogotá, y dada su cercanía a las montañas, aún hoy, en los atardeceres y noches baja un viento helado de los cerros nororientales, lo cual hacía y hace que su mercado esté cautivo, a pesar de la antipática aparición de las chimeneas de gas a control remoto. ***Subo por la calle 92 a las 5:30 a.m.. El cielo apenas es un anuncio de un azul añil que se cernirá sobre la ciudad, pasadas las seis. A esa hora, Bogotá es vacía, plácida, los árboles del separador se mecen inquietos por una brisa apenas fría. Al llegar a la esquina pactada, me siento en un muro, junto a Auros Copias, y le pido un tinto a un muchacho que carga cuatro termos Imusa, en los cuales ofrece perico y tinto. Carga además una desvencijada caja con dulces baratos y cigarrillos Mustang. No es el potentado de la zona. Es más bien el primero en llegar, pues además de un reciclador que ha armado una suerte de instalación posmoderna con una carreta de la que salen cartones y decenas de desechos que él ha ido clasificando desde que llegué, no pasan sino los vigilantes que terminan su turno de noche, y piden un tintico con cigarrillo para comenzar el regreso a casa. De repente, un hombre vestido de saco azul, camisa del mismo color y pantalones cafés rematados en unos mocasines con un raro tejido en el empeine llega, se sienta y habla duro. “Ayer no llegó temprano”, le dice al muchacho, que, entre tímido y lejano, le sirve un tinto en un vaso de plástico negro y le alcanza un pan. El hombre habla como para sí, como sabiendo que sus palabras no tendrán eco. Sé que es don Luis. Pero espero un rato a que sean las seis para que la hora de nuestra cita sea exacta. Quiero oírlo; quiero que no me conozca mientras le doy sorbos a mi café, y él se ríe alto como si estuviera en su casa y no importara que hasta ahora la ciudad se esté despertando en esa zona. Don Luis, me lo cuenta después del saludo, ha estado levantado desde

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las 4:00 a.m.: se ha dado un baño, se ha vestido; ha salido hacia la carrera décima una hora después, y tras tomar un bus que viene del 20 de Julio, se ha bajado en la carrera 15 y ahí estamos. Después del tinto, don Luis me pide que lo acompañe a entregar un periódico: es una transacción extraña: de un edificio en la octava, a otro en la novena, sobre la 92 ha llevado un periódico del día. Aunque le pregunto, me elude y me dice que vayamos a organizar el puesto. Como el primer habitante de ese mundo despoblado antes, y ahora desbordado en su urbanización, don Luis saluda a cada vigilante, a cada señor o señora mayor de 60 años, a algunos más jóvenes, y todos le dicen por su nombre, pues es su amigo y lo conocen desde que tienen memoria. Bajamos hasta la carrera 11. Entramos a un edificio abandonado donde le guardan las flores que trae desde Tocancipá, Cajicá, Tabio o Tenjo, pues además de vendedor de leña, don Luis ha sabido diversificar su negocio vendiendo girasoles, pompones, lirios, cartuchos, fresias y gérberas, además de una cincuentena de periódicos del día que “ya no se venden tan bien”. Arrastrando un carro de mercado, volvemos a su esquina. A las 6:30 a.m., don Luis va armando la producción de su esquina. De la alcantarilla extrae los baldes en los que reposarán las flores; de un banco cercano le dan el agua para que no se mueran; y poco a poco, sobre un tablón de madera va organizando la exhibición: en uno de los galones vacíos, puesto al revés, pone el montón de periódico. Después organiza su parasol, acomoda una silla Rímax a su lado, y cuando todo está listo, toma distancia para comprobar cómo ha quedado su trono. Un rato más tarde, caminamos hacia uno de los urapanes, don Luis saca la leña y la dispone sobre el andén norte de la misma esquina, en atados de a ocho o nueve maderos amarrados con una cinta roja. A don Luis nadie lo roba, por eso camina por el separador, a veces limpia porches de edificios que aún tienen jardín, y si algún cliente frena en su esquina y él no está, alguno de los vendedores del lugar hace la venta. Lo peor de su oficio son los días malos: hay días en que no hace nada, ni un solo peso. Pero otros en los que la suerte le sonríe, pueden ser de 60.000 u 80.000 pesos. Pero don Luis también debe moverse, porque hace diez años padeció una trombosis que le causó afecciones cardiacas. Le da gracias al hospital Simón Bolívar y al Sisbén por existir, pues lo compusieron, como me dice. Hipertenso, con 78 años, lo miro y me parece que es un hombre recio, fuerte. Y entonces le pregunto por el amor: me confía que tiene una novia que tiene dos hijos y vive por su barrio. Con los dos se la lleva bien. Como con los suyos, de los cuales le quedan cinco, pues una de sus hijas murió hace ocho años. Otra,

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lucha contra el cáncer actualmente. De su exesposa no me dice mucho. Solo insiste en que a veces “las mujeres son las que lo separan a uno”, pero como el caballero que es, cierra la boca en cuanto a los motivos de su separación. Hoy, don Luis ha vendido tres paquetes de rosas, cada uno de 10.000 pesos. No parece desanimado, aun cuando llegue el fin de mes y la temporada no sea la mejor. Desde las nueve y hasta mediodía ha estado sentado en su trono, mirando mansamente el tráfago de carros que se descuelgan por la calle 92 hacia la carrera 15. A mediodía, don Luis va a almorzar adonde Manuel, uno de los vigilantes de una casa sobre la 11, que antiguamente era una escuela de idiomas. Dice, mirando el edificio, y el contiguo, y las casas del frente donde ahora están Suramericana y Davivienda, que todo eso va a desaparecer muy pronto. Los avisos amarillos de las curadurías urbanas anuncian torres de 11 pisos. Le digo que su andén dejará de ser suyo cuando construyan el edificio. Alza los hombros y me dice que todavía le queda el separador. Después de comerse un ‘entero’ de almuerzo, una porción de yuca, papa, plátano, arracacha, arroz y pollo, don Luis sale de nuevo hacia el semáforo. Hoy, por el sol relumbrante, la venta no será buena, anuncia. Es que los días de mucho sol o de mucha lluvia nunca son buenos. Sentados en su esquina, don Luis me habla de algo que sé que no podré comprobar, pero de todos modos presto atención. Me dice que él ha vivido casi 15 años en este barrio, en el Chicó original. “Un día —presume— me buscó doña María Eugenia de Rojas, que tenía una mansión al lado del parque El Virrey. Me dijo que se la cuidara el tiempo que fuera necesario, gracias a que conocían a mi papá. Además me aseguraron que podía guardar la leña y lo que quisiera”. Según sus cálculos, fueron diez años, de 1990 a 2000, aunque no puede precisarlo. De repente, se da la vuelta y me dice: “Acá —señala la casa blanca que le sirve de sede a la aseguradora— también cuidé una casa, la de la familia Melo; eso fue como dos años después y duré unos cinco años”. ***Don Luis me dice que le gusta irse antes de las cinco, porque si no se forma mucho trancón y le toca irse de pie en la buseta. El recorrido hasta su casa, en el barrio San José, en ese momento del día tarda una hora y media. En la mañana, en cambio, me dice, solo 30 minutos. Su casa está en el tercer piso de una edificación modesta, pintada de verde, con puerta metálica que chilla cuando él la abre. Al lado hay una tienda con chucherías, flotadores y una serie de avisos donde se anuncia que se venden DVD de cine y videojuegos, por 1000 pesos. Veo a dos chicas con corte punkie entrar a la tienda. La avenida 27 sur es amplia: al frente hay un conjunto cerrado y decenas de tiendas y

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comercios: hacia el norte, entre la décima y la Caracas, está Ciudad Jardín, que es, con Santa Isabel, el norte del sur. Don Luis dice que los traquetos, a mediados de los ochenta, fueron los que dañaron esos barrios. Aún hoy pueden verse entre sus casas algunos mármoles en la entrada y columnas dóricas, como el recuerdo de quienes se creyeron emperadores en esta ciudad que tras el sol se ha convertido en un páramo. “Aquí vivo yo —dice sonriendo—, la cama está destendida, pero como ustedes dijeron que querían hablar de mi vida, yo dejé las cosas como las dejo todos los días”. Don Luis nos ha conducido, antes, por un corredor que remata en unas escaleras que suben, angostas, al segundo piso. En un rellano hay un loro que saluda gorgoriteando. En el segundo piso viven los dueños de la casa: en el tercero, tras un patio lleno de chécheres viejos, donde alcanzo a advertir una mecedora rota con ropa encima y de la que salen los pies de una muñeca. Es un espacio amplio, con una cama doble, cuyo edredón —que él extiende para medio tender la cama— es la imagen repetida de unos pavos reales, en tonos ocres, rojos y verdes. Encima de una cómoda está el televisor: “Veo novelas, ahora estoy viendo una muy buena… con este famoso… ah”. Tras unos minutos de duda dice: “¡Carlos Vives!”. Más allá de la cómoda, un tubo sostiene sus chaquetas y camisas. Además está su mesa de noche, que es una especie de mezcla peligrosa de objetos: unos anteojos a punto de caer en un pocillo sucio y, encima, varias cajas de Nabumex, un inhalador para el asma. También, un retrato de la Virgen del Carmen, la patrona de los viajeros, se sostiene gracias a una cuerda de una solitaria puntilla. Leo parte de la oración. Don Luis tiene hambre y sueño. Le digo que vayamos a comer algo para después dejarlo descansar. Sale caminando despacio para ir hasta la panadería de don Jesús, a dos cuadras de su casa. Allí lo miran sonriendo los demás clientes, que lo conocen como ‘el vecino’, y le dicen que “se va a volver famoso”. Don Luis posa para las fotos, se come un pan integral con Coca-Cola, sonríe cuando se lo piden, mira para otro lado cuando le dicen, es paciente, no siente pena, desconoce el pudor de la juventud o la arrogancia del poder; sabe que es quien es, y que eso ya nadie se lo va a quitar: es un rey sin corona; pero rey al fin y al cabo. Y entonces pienso en la oración que tiene en su cuarto cuando lo veo desaparecer por la calle oscura: Aquí me tienes, Madre Mía del Carmen, cerca de ti, estoy desfallecido: ¡esta dura jornada del diario vivir! En medio de tantas preocupaciones, tentaciones y abatimientos busco tu refugio. Madre mía, ayúdame a ser bueno. No me dejes solo, llevo tu Santo Escapulario, acuérdate de tus consejos y promesas para que en la vida me protejas,

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Señora mía, y en la muerte me ayudes y me alcances la dicha inefable de salvarme. Que tu mirada y bendición me defiendan y protejan. Amén.

LUIS ROJAS: EL VENDEDOR AMBULANTE.POR IVÁN BERNAL MARÍN - FOTOGRAFÍA: JORGE OVIEDO

Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11.

El rojo del semáforo y el freno de los carros son su señal de partida. Trota, extiende una caja, enciende un cigarro para alguien. Vadea la corriente de llantas, saca un periódico, una menta, una iglesia de cerámica, y corre. No toma, aunque sus gafas recuerden minibotellas de aguardiente y se tambalee como borracho en su contrarreloj cotidiana… debe ser por la parálisis de la pierna y el brazo derechos, o por el peso de la bandeja de madera que le pende del cuello. Solo una vez corrió sin ella: en la Media Maratón de Bogotá de 2010, y recibió una medalla. Ahora trota y trota detrás de monedas que le sirven mucho más. Hasta que el amarillo despierta el rugir de los motores y el verde lo obliga a buscar la orilla de cemento. Un chorro de humo lo baña mientras cuenta los pesos que se acaba de hacer, sus nuevas medallas. Los pulmones buscan aire. Aprieta los dientes y abre toda la boca, como en una sonrisa.Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11. Tras una breve caminata, cualquiera comprueba que el reino del rebusque hoy es dominado por razas evolucionadas: acróbatas, puestos estacionarios, surfistas de busetas, músicos, artesanos.Él es un sobreviviente de otras épocas, que espera que el semáforo de la calle 94 con carrera 15 vuelva a darle la señal roja todos los días, desde las 7:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. Y vende diarios impresos y cigarrillos, como si internet y la discriminación preventiva

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no estuvieran dejando en el pasado ambos productos. Reflejo de un aspecto de su personalidad: su añoranza de tiempos que supuestamente fueron mejores. En su metro y medio de estatura están vertidos algunos de los principales rasgos de la realidad que le tocó. Es un legítimo habitante del tercer país más desigual —y supuestamente también el más feliz— del mundo. La respuesta es Colombia. Marcado desde su nacimiento por la pobreza y los errores médicos, condenado a padecerlos hasta la vejez, rematado por una violencia que creía ajena, aferrado al único trabajo que aprendió, con fe, aunque cada vez venda menos. Y, a pesar de todo, con un optimismo que franquea los límites entre lo descabellado y lo esperanzador.“No necesito eso, yo ya soy famoso”, responde, por ejemplo, cuando se le pide permiso para tomarle fotos. “A mí todo el mundo me conoce”, termina la frase abriendo los dedos de una mano torcida, irguiéndose hacia atrás, solemne ante la obviedad. La pose se esfuma, los ojos se empequeñecen tras los lentes y la pianola de dientes se revela amarilla y puntiaguda, en una carcajada de hiena.Costras de mugre cubren sus arrugas. Tiene la piel tostada. Viste cuatro chaquetas, además de chaleco. Es necesario detenerse un momento para notarlo en sus carreras entre camionetas y buses, frente a las vitrinas del banco Helm y la cooperativa Coomeva. Ha pasado los últimos 50 de sus 64 años revoloteando en esa esquina, fundiéndose con el ruido y el trajín bogotano hasta hacerse imperceptible para el transeúnte afanado. Solo cuando el paisaje se queda quieto, en las noches, el vacío que deja su ausencia hace preguntarse qué, o quién, suele llenar ese pedazo de la ciudad.Son las 9:00 a.m. de un jueves. El tráfico fluye y un joven de corbata anaranjada aborda a Luis y le pide que le venda un minuto de celular. Él lo dirige hasta su acompañante, su esposa hasta hace cuatro meses, la rubia de ojos verdes Olga Edith León. Está sentada al lado de un poste de luz, en una silla Rímax igual a ellos: con manchas negras en cada centímetro. “Ya esto se puso malo. Antes tenía tres celulares, ahora toca uno solo”, dice la santandereana, mientras pasa el teléfono. Su relación con Luis tiene los mismos años que su hijo, Richard Montoya. El apellido es lo único que el padre biológico le dio al bebé. Tras el embarazo, Olga dejó su trabajo como auxiliar en una clínica odontológica, y el vigilante del lugar le comentó que tenía un hermano que vendía periódicos y cuidaba carros. Hace 22 años, cuando el niño nació, ella empezó a venir a diario a la esquina con Luis, y él comenzó a convertirse en un papá para Richard. Olga viste un saco de una lana tan gris como el piso, unas botas de cuero con tacones y una

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gorra roja con una bandera de cuadros. En su espalda está colgado el muestrario de periódicos de Luis, con titulares de esa realidad que lo gestó: “Con una granada sacó a inquilinos de su vivienda”, “Calabazas repletas de marihuana”. A sus pies tiende una alfombra de plástico, llena de figuras coleccionables que ofrecen los periódicos como salvavidas de unas ventas que se hunden. Hoy exhibe carritos rojos, réplicas de monoplazas de Fórmula 1.Las señales de deportes y velocidad no son coincidencia. El tema es una constante en la vida de Luis desde antes de que ganara la medalla por su quinto puesto en la Media Maratón, categoría veteranos. La muestra orgulloso, como si se tratara de su propio récord mundial. El tesoro cuelga de un reloj de pared en la sala de su casa. Es fácil imaginarlo viéndola cada día antes de salir, casi rezándole, inspirándose. Quizá le hace presentir una verdad de la que no es consciente: la desgracia lo persigue, pero él corre más rápido.Fue el primero de los diez hijos de Luis Fernando Pinzón Zamora, un futbolista que enfermó y dejó de correr tras un balón para correr detrás de carros vendiendo diarios. Luis nació un 2 de noviembre en un municipio de Cundinamarca llamado Agua de Dios. El parto estuvo empapado de complicaciones para su madre. Ella solo tenía 15 años y él venía de medio lado. Tuvieron que sacarlo al mundo con unas tenazas médicas llamadas fórceps. Aunque el municipio es conocido como “el pueblo de la lepra”, no fue esa enfermedad la que le causó cicatrices y daños irreparables, sino los maltratos del nacimiento.Un cáncer acabó prematuramente con la carrera de su papá, de quien dice fue defensa de Santa Fe durante tres años. Luis se hizo vendedor ambulante a los 14, cuando empezó a acompañarlo a él, su padre, a las calles aledañas a los negocios que montaron excompañeros del fútbol, como Hernando ‘el Mono’ Tovar. Hasta que tuvo que asumir de lleno el negocio y el cuidado de sus hermanos. Papá y mamá murieron por cáncer de pulmón, sí, causado por cigarrillos como los que vende hoy. Ese producto que lo dejó sin padres a los 32 años es el más rentable entre los que ofrece. “Es que fumaban puro Pielroja, yo no vendo eso”, dice, y pasa los dedos negros por las cajetillas que cuelgan de su cintura, como excusándolas.El tren de las memorias de Luis sale a toda marcha, con vagones de recuerdos que se suceden uno tras otro: Millonarios sale campeón, se suma a una barra del equipo azul, viaja por carretera con otros hinchas. Sobrevive a un accidente automovilístico. Conoce el Metropolitano de Barranquilla, su estadio favorito, y los parques de Bucaramanga, su ciudad favorita. A los 42, sus hermanos le presentan a Olga, la vida parece buena. Una madrugada matan al dueño de la casa que

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está frente a su esquina, en la 94, y los hijos venden el terreno. Ahorcan a un celador en el cuarto piso de un edificio aledaño, atracan con un revólver a otro vendedor ambulante. Atropellan a uno más, “pero por borracho”. Las cosas parecen pasarles a otros, hasta que un día, en 1993, sale volando. Cuando abrió los ojos tenía todo el cuerpo vendado. Estuvo ocho meses hospitalizado. Le tuvieron que insertar platino en los brazos. Quedaron destrozados cuando lo golpeó la onda expansiva de los 300 kilos de dinamita del carro bomba que explotó en el Centro 93, a una cuadra de su semáforo. Todavía le agradece a Olga haberlo cuidado. Y todavía odia el frío que siente por cuenta de la placa que está en su cuerpo desde entonces. Por eso se reviste con chaquetas viejas, así haya sol. El metal en los huesos le resulta una tortura, lejos de los efectos impresionantes que tiene para personajes como Wolverine en el terreno de lo fantástico. Cada noche y cada mañana, Luis siente que se congela de dolor desde adentro, desde los brazos. Sobre todo cuando debe madrugar: siempre.Vive en el barrio Castilla, entre matorrales de monte, contenedores y camiones abandonados, torres de ladrillos y cables colgantes. Olga compró en 2002 un lote que estaba embargado. Hace poco terminó de pagar los diez millones que le costó. Lo único que revela la dirección (carrera 80 con calle 10) es que hay una ciudad entera entre su esquina y su cama.Un muro de diarios viejos separa la sala del comedor. Hay manchones de cemento aquí y allá, los tacos de energía eléctrica están destapados y un afiche de un barco industrial adorna una pared. Tiene apenas seis baldosas de ancho, pero ya han pegado los primeros ladrillos del cuarto piso. Hasta allá llevan los periódicos a Luis. Debe cargarlos en un maletín y salir a buscar TransMilenio cuando el reloj marca tortolito común con gorrión cantor; porque la hora la dan dibujos de aves con sus nombres, en vez de números, y tortolito con gorrión significa que son las 5:00 a.m. En lugar de péndulo, se balancea la medalla.Era natural que la ganara con el ritmo que fue obligado a seguir desde adolescente. A las 7:00 a.m. debe estar en sus marcas. Trota cientos de kilómetros a la semana en un mismo tramo de la carrera 15, entre los carros de los consumidores de cigarrillos, dulces y noticias que van rumbo a sus oficinas. “No fumo, no tomo, nada de vicio. Por eso tengo mis medallas colgaditas”, no se sabe si se refiere a la que está en el reloj o a la palangana llena de productos que lleva colgada al cuello.Luis está seguro de que la venta ambulante es todavía un buen negocio. “Sí da, siempre que sea juicioso. Si se va a jartar, a jugar billar, no”. Hasta hace unos años vendía 100 periódicos al día, ahora es afortunado si alcanza los 25.

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Solo lo logra “cuando hay buenas noticias”. ¿Y qué es lo bueno? Lo que vende. Pero su franqueza para responder lo haría parecer un sádico, puesto que incluye en esa categoría de buenas noticias la muerte de Colmenares, el suicidio de Lina Marulanda o el paro universitario. “¡A las ocho ya había vendido todo!”. A cada impreso solo le saca 200 pesos. Una cajetilla de 20 cigarros, en cambio, la consigue en 2500 y se la pueden comprar a 6000 pesos. Vende unas seis diarias. A la semana se gasta un par de paquetes de 12 cajetillas. Cada martes se los lleva hasta el semáforo un tipo motorizado, el mismo que hace décadas necesitaba venderlos, y al pasar por el lugar encontró en Luis a un distribuidor. Si le va bien, se llevará alrededor de 35.000 pesos al atardecer. Por la zona no se consiguen almuerzos a menos de 10.000 pesos. Pero Luis tiene resuelto el tema: una cocinera de un centro médico cercano le lleva un plato de comida si él le cambia billetes grandes por dinero sencillo; entonces, ella le pasa 250.000 pesos que él se encarga de canjear por monedas con sus “amigos” buseteros, y de paso come. Aunque a veces, como hoy, no le traen nada. Y se devuelve a casa con un hambre que supera el cansancio.Debe acercarse los billetes y monedas hasta la nariz para distinguirlas, pues está en una carrera por quedarse ciego: ha perdido el 75 % de la visión. Debe operarse, lo sabe, pero ahora “con todas las EPS emproblemadas por corrupción, no me arreglan nada. Estoy peleando por eso, pero a ellos no les importa. Todos los días salen pacientes muertos en salas de espera… ¿entonces?”.Se aleja de esa triste realidad en un chasquido. Se refugia en su convicción de que es “el rey del periódico”. Quita los carteles viejos de los postes, explica direcciones, no deja que ningún otro vendedor se instale allí. A lo largo de una jornada, pasan a saludarlo decenas de recepcionistas, vigilantes, mensajeros, choferes, meseros. Aunque no pueda estrecharles la mano, por sus tendones dañados, y solo los reconozca cuando hablan. A esto se refiere con ser famoso. En sus 50 años en la zona se convirtió en un punto de encuentro para muchos.Desamarra sus cosas del poste, barre los alrededores, carga el maletín y empieza a alejarse. Tropieza cada 2 metros, incapaz de prever cada andén o desnivel a su paso. Se inclina hacia adelante y hacia atrás con brusquedad, y su mano convulsiona al aire, en lo que parece la danza de un borracho. Pero no cae, se estabiliza y sigue recto como si nada hubiera pasado. Aprendió a equilibrarse así, bailando la tragedia que le tocó. Donde otros veían una señal de “pare”, tuvo que descifrar un “salga adelante”. Hay luz roja otra vez, pero ya el medallista del semáforo

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trotó. Ahora cruza la calle caminando. Son más de las 4:00 p.m. y la única meta que importa es un colchón.

HARRISON QUINTERO: EL DESPLAZADOPOR LUISA REYES - FOTOGRAFÍA: JORGE OVIEDO

“Usted parece que hubiera nacido en un país de ciegos y de sordos”, me dijo Harrison Quintero, directo, en una de nuestras últimas conversaciones.

“Usted parece que hubiera nacido en un país de ciegos y de sordos”, me dijo Harrison Quintero, directo, en una de nuestras últimas conversaciones. Y tenía razón. Eran las 9:00 a.m. de un jueves y estábamos parados al lado del semáforo de la 92 con 11 en Bogotá, el lugar donde Harrison vende bolsas de basura desde hace cuatro años. Él estaba con una camiseta blanca y unos jeans más negros que el color de su piel. No traía aretes ni cachucha, por lo que resaltaban sus cejas delineadas y la nariz ancha, pero respingada. El sol matutino hacía notorias las pequeñas cicatrices de sus cachetes que, según él, tienen dos causas: las mujeres —“usted sabe que por cualquier cosita lo arañan a uno”— y el trabajo que tuvo a los 14 años como raspachín en cultivos de coca —“como mantenía por esos montes, esas hojas son como cuchillas”. Después de más de un mes de hacerle visita en el semáforo, de conocer su casa, la de su novia, a su hija, a dos de sus hermanos y a algunos de sus amigos, me atreví a preguntarle por qué aparecía con una pistola nueve milímetros en una de sus fotos de Facebook. —Yo iba a quitar esa foto, hombe, sabía que usted la iba a ver y no quiero que piense mal. Mire, eso no es mío, es de un amigo, ¿ya?, pero es normal, la gente anda armada… hasta mi mamá vio esa foto y no me dijo nada.—¿Y armada para que?, yo no conozco a nadie que ande armado…—Usted… usted se ve que no tuvo problemas al crecer, que no ha visto lo mismo que yo. En Buenaventura, la gente anda armada para protegerse y como uno crece viendo eso, a uno le parece normal, ¿ya? Yo he oído muchas balaceras, he visto gente muerta… ¿no que usted tiene 27 años? Yo tengo 19 y, mire, sé más… ve, usted parece que hubiera nacido en un país de ciegos y de sordos. Y sí. Después de Sudán, Colombia es el país con más desplazados internos en el mundo, pero eso no lo vemos. Solo de Buenaventura, la ciudad

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natal de Harrison, más de 22.000 personas han huido de la guerra, pero eso no lo vemos. A la Unidad de Atención a la Población Desplazada de la localidad donde vive Harrison llegan diariamente entre 200 y 300 individuos de todo el país, pero eso tampoco lo vemos. Lo que vemos, si es que volteamos la cabeza, es a un joven incomodándonos al lado de la ventana del carro con unas bolsas de basura. Y como el vidrio está cerrado, no oímos lo que dice. Si eso es vivir en un país de ciegos y de sordos, él tiene razón.  ***Cuando me acerqué por primera vez al semáforo para decirle que quería escribir su historia, Harrison se negó. Dijo que no le interesaba que se supiera de su vida, que no le gustaban las fotos —“ni siquiera tengo Facebook”—, que solo iba al semáforo sábados y domingos, porque entre semana trabajaba en una carpintería, y que si quería contar una historia de miseria, ese no era su caso, pues él vivía bien en el barrio El Tunal. Lo mismo dijeron otros tres jóvenes que, como Harrison, vienen de Buenaventura y venden bolsas de basura en ese semáforo. Bajo la luz roja de esa señal trabajan a diario al menos seis personas. La nómina, como en casi todas las intersecciones de Bogotá, es bastante variada: el dueño del semáforo, como lo llaman algunos, es Carlos, un mendigo que tiene una deformidad en la cabeza y vive de la compasión que eso genera; Luis, el más antiguo, es un señor canoso que lleva unos 40 años en la misma esquina y vende leña, flores y periódico; su tocayo, un tanto más joven, tiene un puesto ambulante de galguerías; Harrison, Herney, Raffy y Norman venden bolsas, y a veces va una viejita que está perdiendo la memoria y que hace poco se llevó una chaqueta nueva de Harrison. Él se compadece de ella, por eso no le dijo nada. Aunque ninguno de los jóvenes quiso contarme su historia, les dejé mi tarjeta, por si acaso. Nadie llamó, pero después de varios días de insistencia, Herney Perea, el más joven, me dijo que podía ir a verlo jugar fútbol a su barrio. Quedamos en encontrarnos el domingo en una estación de TransMilenio en el norte y, en todo caso, me dio indicaciones: “Usted toma la ruta H-13 hasta la estación 40 sur, se sube a un alimentador y después ve una cancha y una iglesia. Barrio San Jorge, no es sino que pregunte”. Eran las 3:30 p.m. del domingo. Después de esperar a Herney media hora, se hizo evidente que no llegaría. Pero, con sus indicaciones, decidí irme a buscarlo. Lo que no me esperaba era que, en vez de conseguirlo a él, iba a encontrarme con Harrison Quintero. El barrio San Jorge está ubicado en la localidad Rafael Uribe Uribe, en el suroriente de Bogotá. Es una de las localidades con mayor densidad de población, pues viven 302 personas por hectárea, aunque el

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promedio de la ciudad es de 211, según la Secretaría Distrital de Planeación.Los barrios que hacen parte del Rafael Uribe Uribe reciben a diario personas que huyen de la violencia del campo para refugiarse en la ciudad, por lo que es probable que buena parte de los 360.468 desplazados que hay en Bogotá residan en esta localidad. Cuando uno abandona la autopista sur para adentrarse en el barrio San Jorge, las calles se vuelven estrechas. Se ven casas de ladrillo, de máximo cuatro pisos, apeñuscadas las unas contra las otras. Algunas tienen negocios en el primer piso y de ahí para arriba son viviendas. Huele a pollo asado, hay gente tomando cerveza en las tiendas y niños jugando en las calles. Pregunté aquí y allá, y llegué al campo de fútbol, que era más bien un polideportivo de asfalto con canchas de micro, básquet y unas graderías. Después de darle dos vueltas al lugar sin encontrar a Herney, sentí que me miraban con sospecha: una blanca, de pelo y ojos claros seguramente no es el pan de cada día en una plaza llena de hombres negros y acuerpados. Consciente de eso, decidí meterme en un CAI, donde encontré a nueve policías ojerosos: “Ahí donde nos ve llevamos 36 horas sin dormir. Anoche hubo un asesinato y hasta ahora estamos terminando de legalizar la captura… ¿usted lleva una cámara ahí? Ni se le ocurra sacarla, la matan por robársela”. Según ellos, en este barrio viven muchos reinsertados. Dicen que no hay pandillas pero que los jóvenes fuman marihuana y arman peleas. Aunque los nueve cargan pistola, casi nunca la sacan porque se las roban. “En una pelea de esas me la meto debajo de la chaqueta y me defiendo con el bastón de mando, con el casco, con lo que encuentre… termina uno tirando piedra igual que los gamines”. Mientras conversábamos, a uno de ellos le sonó el radioteléfono y todos salieron corriendo. Hora de irse también. Cuando estaba en el carro, a punto de abandonar la cuadra, vi a Harrison en una esquina. Tenía una camisa de cuadros morada con blanco, pantalones y zapatos del mismo color, aretes brillantes, anillo y un reloj de correa gruesa. Estaba recostado en la pared con una pierna doblada contra el muro. Al verme, chifló como una señal para llamar a sus amigos.De las graderías de la cancha se pararon unos cinco afrodescendientes más, todos vestidos como Harrison, que se nos acercaron y rodearon el carro. Reconocí a algunos de los que trabajan en el semáforo y ellos me saludaron por mi nombre (claro, les había dado mi tarjeta). Me preguntaron qué hacía ahí y recalcaron que no querían contarme sobre su vida ni salir en un “libro”, así que, consciente de que no estaba jugando de local y con el sol ya ocultándose, me fui. ***Aunque mi intento por convencerlo había fracasado, quedé intrigada con Harrison. Quería

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entender por qué su doble vida: parecía desplazado en la 92 y después pandillero de barrio, me había dicho que vivía en El Tunal y lo encontré en el San Jorge. Así que, como un intento desesperado por saber más, y aunque me había advertido que no tenía Facebook, puse su nombre en el buscador. Lo que apareció me dio escalofrío: una foto de él, acostado boca arriba con los ojos cerrados y una pistola sobre su pecho; 1191 amigos y 454 fotos de las cuales la mitad son de Lil Wayne, un cantante de rap gringo. En contraste, aparecen fotos de su bebé recién nacida, quien heredó la nariz ancha y respingada de su papá, y que unas semanas después tendría entre mis brazos. ***A la semana siguiente de mi visita al barrio San Jorge, volví al semáforo. Aunque no le dije a Harrison lo que había encontrado en internet, hablamos por horas bajo la sombra del árbol donde suele sentarse a descansar. Finalmente, al cabo de unos días, recibí una llamada a mi celular. Era él: “Está bien, la llevo a mi casa”. Al otro día estaba allá. Me explicó que se había ido de El Tunal porque estaba cansado de vivir con su suegra, un cuñado con el que no se la lleva y un primo de su novia. Además, porque la carpintería le quedaba lejos y porque Esteban, uno de sus diez hermanos, llegó hace poco a Bogotá y aprovecharon para alquilar una pieza. Esteban Quintero tiene 20 años y salió de Buenaventura huyendo de los enfrentamientos entre Los Urabeños y La Empresa, dos bandas criminales que se disputan los corredores de droga y el negocio de la extorsión en el Pacífico. Tal es el problema que, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, solo en octubre hubo un desplazamiento masivo de unas 2000 personas. “Los Urabeños querían que yo me metiera en ese cuento, que me pagaban un millón. Pero la verdad, yo no estoy para matar a nadie”, dice mientras con una mano se acomoda lo suyo entre la pantaloneta militar y con la otra recibe un café que le ofrece su hermano. La pieza queda en el primer piso de una casa de cuatro, en una calle empinada, cerrada por reparaciones. La habitación, de unos 13 metros cuadrados, les cuesta 175.000 pesos mensuales y está ocupada, en buena parte, por una cama doble en la que duermen los dos. El baño y la cocina deben compartirlos con el resto de los inquilinos. Tienen un televisor y un buen equipo de sonido, con parlantes suficientes para que toda la casa retumbe al ritmo de su salsa. En sus ratos libres, que son muchos, compran ropa, rumbean en la Primero de Mayo si hay plata o se quedan en la cancha. —¿Y qué hacen allá, Harrison? —Jugar, pero se está dañando porque fuman mucho. —¿Y usted fuma?—¿Fumo qué?—No sé, ¿marihuana?—No, mi amor, respéteme, ahí sí me ofendió. Yo fumé cigarrillo pero ya no, a mí no me gusta, en mi familia

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ninguno mete vicio, ¿si me entiende? Acá es que yo vine a tener amigos que fumaban, pero ni en Buenaventura, ni en Cali… Póngale cuidado que hay gente que trabaja con su mercancía, y ni ellos mismos se traban con eso.Entonces me cuenta que cuando tenía 14 años y la pesca estaba escasa, trabajaba raspando hoja de coca; que le pagaban 6000 pesos por arroba y que en un día sacaba unas 40; que los “patrones” también le daban buenas recompensas por llevarle una plata a tal persona o un paquete a tal otra; que después se fue a vivir a Cali a la casa de un hombre con mucho billete: carros, casas y una mujer operada de pies a cabeza que después lo mandó matar; que si no lo hubieran matado, él no estaría acá y que, en todo caso, no se devuelve para el Pacífico porque, aunque sabe que allá puede conseguir plata fácil, es muy riesgoso y él tiene una hija que quiere ver crecer. ***Hanna Luciana Quintero nació el 26 de septiembre de 2012, huele a colonia de bebé y casi no llora, ni siquiera cuando le pusieron aretes. Aunque apenas tiene 2 meses, ya no toma leche materna, pues su mamá trabaja fuera hasta las 8:00 p.m. Heidy, 18 años, novia de Harrison y mamá de Hanna, vive en El Tunal, en un edificio que hace parte de un complejo donde residen unas 100 familias. Era miércoles y Harrison no había ido a trabajar por quedarse cuidando a su hija. Apenas entré al apartamento, sacó a la pequeña de una silla en la que, a pesar del rap que sonaba, dormía plácida. Le dio un beso en la frente y me la entregó: “Yo siempre había querido tener hijos pronto, para que cuando tenga 30, estén grandes”. Cuando Harrison tenga 30 años, Hanna tendrá 11. A esa edad, su papá ya se valía por sí solo, ya había visto muertos y asesinos y estaba pronto a salir de su casa. Y llegó a la mayoría de edad conociendo tantas cosas que sus amigos lo bautizaron ‘el Viejo’. ***El dueño de la carpintería le dijo a Harrison que ya no lo necesitaba, por eso ahora se la pasa en el semáforo. Si se levanta con ganas de trabajar, lleva 30 paquetes de bolsas que vende a 1000 pesos cada uno, pero si la pereza es su desayuno, entonces solo lleva 16. A veces le va bien, pero hay días, como hoy, en que no vende nada. Aunque considera que Bogotá es difícil, le gusta porque puede moverse libremente, cosa que no puede hacer en Buenaventura. —Ahorita pusieron una ley allá —refiriéndose a las bandas criminales— que la gente no puede andar con tenis blancos ni camisa negra, ni camisa blanca, ni en mochos (pantaloneta).—¿Entonces cómo pretenden que se vista la gente?—Pues no sé cómo quieren los hijueputas que uno ande. Tengo ganas de ir a pasar el 31, pero con tanta ropa blanca que tengo.—¿Y cómo anuncian esas “leyes”?—Mami, yo no sé, eso tiran unos volantes o ponen unas carteleras en

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cualquier lado, ¿ya?El semáforo cambia a rojo y Harrison se para a trabajar. Extiende frente a los carros su cartel, algo desactualizado, que dice “Somos una familia economicamente en crisis i no tenemos los inplementos necesarios i pues igual tengo 16 años i no tengo cedula muxas gracias yo mui bien ce q ustedes no tienen la culpa que tengan una feliz tarde” (sic). La gente sube la ventana y se hace la que no lo ve. Y Harrison, resignado, tampoco hace el intento por decirles algo, pues bien sabe que, además de ciegos, están sordos.

ERWIN RAMÍREZ: EL OPERADOR DEL SEMÁFOROPOR LUIS FERNANDO AFANADOR - FOTOGRAFÍA: JORGE OVIEDO

En la central del Chicó trabajan dos ingenieros electricistas, dos ingenieros para el área civil y dos operadores de sala, estos últimos, frente a una pantalla, pueden detectar cualquier falla que se presente en los semáforos de la zona y también de la ciudad.

Llego a la carrera 18 n.° 93-54. Es la central del Chicó, una de las tantas casas de ese barrio adaptada como oficina y una de las tres sedes —las otras están en Paloquemao y Muzú— desde donde se monitorean todos los semáforos de Bogotá. Me anuncio. Dejo una identificación y doblo a la izquierda: me encuentro con una pequeña y modesta oficina donde hay tres computadores y tres funcionarios. Oh sorpresa: no era eso lo que había imaginado. Bueno, ¿y qué me había imaginado? No lo sé con exactitud, pero en todo caso una oficina más grande, con más gente, con unos equipos más sofisticados. En la central del Chicó trabajan dos ingenieros electricistas, dos ingenieros para el área civil y dos operadores de sala, estos últimos, frente a una pantalla, pueden detectar cualquier falla que se presente en los semáforos de la zona y también de la ciudad. Hoy, el operador de turno es Erwin Sergio Daniel Javier Ramírez. El hombre de los cuatro nombres y sombrero de ala ancha, músico rockero en sus ratos libres que lleva cinco años trabajando en movilidad. No dejemos pasar por alto la ironía: solo

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un rockero es capaz de resistir el ritmo semafórico de Bogotá. Erwin Sergio Daniel Javier tiene un aspecto tranquilo y melancólico, pero la intensidad va por dentro. “Cuando hay mayor presión, más me gusta este trabajo”. Y la verdad es que el estrés no falta. Las quejas, los insultos y la incomprensión. “A nosotros nos pasa como a los técnicos de fútbol: todo el mundo se cree ingeniero de tránsito”, dice Luis María Muñoz, el coordinador del grupo de semaforización. Y como a los técnicos de fútbol, los miden por los resultados: “Cuando se daña un semáforo, sí o sí lo tenemos que arreglar”, interpela Erwin Sergio Daniel Javier. El ingeniero de vías y comunicaciones, Luis María Muñoz, tiene ya once años de trabajar en semaforización. Ha pasado por las tres centrales y ahora es el coordinador del grupo, una distinción por la que no recibe más sueldo. Pero le gusta hacerlo y le gusta su trabajo, la estabilidad laboral que tienen sin depender del vaivén de la política local. Por eso ha rechazado ofertas de la empresa privada. En total trabajan con él 23 personas de planta en el área de movilidad. Las otras 150, los cuadrilleros que están en la calle, por contrato.Pero dejemos por un momento nuestra apasionante oficina y hablemos del semáforo. Si uno escarba en sus recuerdos, siempre aparece una historia relacionada con un semáforo. La mía es esta: un campero Vitara detenido ante un semáforo en rojo a las tres de la mañana. El semáforo era el de la 92 con 11 y el conductor, un amigo alemán, que se negaba a cometer la infracción pese a mi argumento de que estábamos completamente solos y en Colombia, no en Alemania. En esa época no había cámaras, nada iba a pasar, no había la menor posibilidad de que apareciera un ser humano, incluidos ladrones y policías. Pero el alemán seguía ahí, obediente, resignado. Como si aquel semáforo fuera un dios autoritario e implacable. Sin embargo, no fueron los alemanes, obsesivos con las normas, los que se inventaron el semáforo. Fue un inglés: el ingeniero ferroviario John Peake Knight, basado en las señales ferroviarias de su época. El primer semáforo de la historia se instaló en Londres en 1868 y era distinto al que conocemos hoy: manual —un policía lo accionaba— y con dos brazos que se levantaban para indicar que había que detenerse. Y en las noches, lámparas de gas de colores verde y rojo, las cuales terminaron produciendo un desastre al año siguiente: un policía quedó gravemente herido. La invención tenía que mejorar y, en 1910, Earnest Sirrine la mejoró con un semáforo automático. Y en vez de las luces rojas y verdes, las palabras proceed (proceder) y stop (detenerse). La supresión de las luces no gustó, y en 1912 Lester Wire, un oficial de policía de Salt Lake City, las reintrodujo, pero ya no con un sistema de gas

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sino eléctrico. Como era funcionario público, no patentó su invento, lo que sí hizo William Ghiglieri, cuyo nombre aparece asociado al primer semáforo automático —con la opción de un modo manual— con luces eléctricas rojas y verdes, instalado en San Francisco en 1917. Solo faltaba el color amarillo para que el invento quedara completo y eso fue obra de William Potts, en 1920. La palabra ‘semáforo’ viene del griego sema, que significa ‘seña’, y de phoro, que significa ‘llevo’, es decir un semáforo es “el que lleva señales”. Aunque a nosotros no nos llegó directamente del griego sino del francés, como tantas palabras relacionadas con el automovilismo. Muy linajuda su etimología, pero la verdad es que el semáforo ha producido mucha literatura didáctica, es decir, mala literatura: En la esquina allá en lo alto/ hay un señor vigilando. / Él es testigo de todo./ ¡Cuidado! Te está mirando. (El semáforo, Rubén Sada).A Bogotá llegaron los semáforos en los años cuarenta del siglo pasado. A finales de esa década había 11.834 automóviles, una cifra que venía creciendo con rapidez: en 1927 apenas había 1143 y en 1903, un Cadillac —uno solo, traído a lomo de mula— circulaba por sus calles. Con la disculpa de la IX Conferencia Panamericana que se realizaría en 1948, el cabildo municipal autorizó la construcción de una amplia avenida —la de las Américas— que seguía el modelo americano, de autopista, en función del automóvil, no del peatón, como la avenida Caracas o el Park Way. “Como símbolo máximo de expresión de lo moderno en la ciudad, para la nueva avenida de la Américas se previó la instalación de semáforos o señales luminosas sincronizadas, los cuales, conforme aumentara el número de vehículos que circulaban por ella, debían ser instalados en los cruces. La reglamentación exigía la eliminación de todos los elementos que obstruyeran el paso por la vía o afectaran su calidad estética. Como consecuencia de ello estaba prohibido “en ambos sentidos de la avenida el tránsito de ganado, aves, recuas conducidas por pastores o por jinetes. Igualmente no es permitido el tránsito de vehículo de tracción animal. Tampoco podrán transitar carritos, ‘zorras’ o volquetas animadas por personas” (Leopoldo Prieto Peláez, La aventura de una vida sin control). Sin embargo, el primer semáforo de la ciudad se instaló en la Jiménez con séptima. En una foto de 1946 se puede ver un semáforo cerca del hotel Europa, en la calle 12, regulando el paso de los tranvías. En 2012, hay cerca de un millón de vehículos en Bogotá. ¿Y cuántos semáforos? “Intersecciones”, me corrige el ingeniero Muñoz. Ellos hablan de “intersecciones”, que pueden incluir uno o varios semáforos “como tal”. Por ejemplo, la intersección de la 92 con 11 tiene cinco semáforos “como tal”. En

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Bogotá hay 1221 intersecciones que son manejadas por 999 equipos de control electrónico conectados a un transformador de Codensa, que se comunican con la central semafórica a través de un módem y un cable telefónico. Cuando vemos un semáforo fuera de servicio puede entonces significar lo siguiente: que se fue la luz —culpa de Codensa—, que se dañó y la central no lo sabe porque se robaron el cable telefónico de cobre para venderlo, luego de ser fundido, en el mercado negro. Por cierto, el 45,95 % de estos equipos de control son de tecnología antigua, de comunicación análoga, que no se puede operar por computador (el de la 92 con 11 pertenece a ese combo de vejestorios). Y de las 1221 intersecciones, únicamente 841 —el 79 %— tienen módulos peatonales. “Hace doce años no se pensaba en los peatones”, me dice el ingeniero Muñoz. Esos “doce años” se refieren a la administración de la red semafórica por parte de la Secretaría de Movilidad —antes de Tránsito— que le fue transferida por la ETB en el año 2000. Antes, el encargado era el Intra y ahora está previsto que en 2013 vuelva de nuevo a la ETB, dado el atraso tecnológico y el rezago presupuestal. Solo hay 21 intersecciones con semáforos inteligentes y de las 300 solicitudes pendientes de nuevas intersecciones se atienden por año apenas 50. Además, dice el ingeniero electricista Ricardo Patiño, una reciente y millonaria licitación para modernizar las viejas bombillas de los semáforos de Bogotá con el sistema LED —más nítido, ecológico y ahorrador— terminó en suministro de equipos que no sirvieron y en pleito judicial. Bueno, peor le fue a Quibdó: en 2001 al fin instalaron su primer semáforo —con fiesta incluida—, pero muy pronto cayeron en cuenta de que de poco serviría: la luz en esa ciudad de 130.000 habitantes se iba con mucha frecuencia.Los semáforos ‘inteligentes’ no son un espejismo: tienen unos detectores que regulan automáticamente los ciclos de acuerdo con el número de vehículos en uno u otro sentido y no se olvidan de los peatones. Aunque habría que hacer antes una campaña: la experiencia con los pocos que hay en la actualidad es que los conductores no los saben utilizar: no se ubican correctamente sobre los detectores instalados en el piso y piensan que el semáforo está dañado. “No hay cultura ciudadana”, dice el ingeniero Muñoz, quien ha comprobado muchas veces la cruel paradoja colombiana de que un semáforo, en vez de disminuir la accidentalidad, la incrementa. “El semáforo es lo más democrático que hay”, me dice el ingeniero Muñoz. No le creo. Le cuento el caso del semáforo de la calle 77 con séptima, que da paso a Rosales —y el de la 76 con séptima, que le da salida—, son exageradamente generosos con el verde en desmedro de la carrera

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séptima que en ese trayecto vive siempre trancada, ya sea en hora valle o en hora pico, en día corriente o en día festivo. ¿En esa sospechosa ola verde no habrá la injerencia de algún peso pesado? El ingeniero me dice que nunca —“nunca”— ha recibido presiones y que los ciclos los determina un software programado por la Universidad Distrital que ellos alimentan con información del día a día. Un criterio técnico al igual que el que determina la decisión de semaforizar una nueva intersección: movimiento o circulación progresiva de vehículos, antecedentes y experiencia sobre accidentes. “El semáforo es lo más democrático que hay”. En el semáforo de la 92 con 11 he sentido el rigor de esa democracia, bajando por el costado sur, a la hora del contraflujo: la luz verde dura apenas 10 segundos. Lo cierto es que en el imaginario de los bogotanos se encuentra arraigada la convicción de que los semáforos están mal sincronizados. El semáforo parece ser el chivo expiatorio de los graves problemas de movilidad. “Las vías ya no soportan más, el problema no es el semáforo. Si uno viene por la NQS hacia el norte, necesariamente se encuentra con el trancón de la 94 que tiene también un alto flujo. En cualquier sentido que se priorice el ciclo, siempre va a haber un trancón. Ahí lo que se necesita son obras civiles”, dice el ingeniero Muñoz. La culpa no es del semáforo, pero es claro que si el sistema funcionara mejor, sería una gran ayuda. Corrección: la culpa no es solo del semáforo. Las tres centrales semafóricas trabajan de seis de la mañana a diez de la noche, de lunes a viernes y de seis de la mañana a seis de la tarde, domingos y festivos. ¿Qué pasa si se daña un semáforo a las once de la noche en una vía principal? “Ese es el horario que manejamos”, me responde el ingeniero Muñoz. La máxima duración del ciclo de un semáforo en Bogotá es de 120 segundos. La vida puede ser eterna en 120 segundos. O un tiempo muy largo para un pueblo anárquico e impaciente. Que levante la mano el colombiano que nunca haya cruzado un semáforo en rojo. Respetar un semáforo puede resultar trágico. Nada más peligroso en Bogotá que confiar en un semáforo en verde a altas horas de la noche: alguien puede atravesarse. Por respetar un semáforo en rojo a las tres de la mañana, por esperar pacientemente como el amigo alemán del comienzo de esta crónica, un taxista y su pasajera, una joven trabajadora de una casa de banquetes, madre y padre de una bebé, perdieron la vida al ser brutalmente embestidos desde atrás por una camioneta con un conductor borracho en la 72 con séptima. Lo que va de un semáforo en Colombia a otro en Alemania. Cada país tiene los semáforos que se merece.