HORTENSIO 7 - Autocomprensión y expresividad de la Fe eclesial

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No.7 AÑO 4 MARZO 2016 Autocomprensión y expresividad de la fe eclesial Revista de Filosofía y Teología SAN AGUSTÍN. Peter Paul Rubens 1636-1638

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Revista de Filosofía y Teología publicada por el Agustiniano Instituto Filosófico Teológico. www.institutoagustiniano.org

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No.7AÑO 4

MARZO 2016

Autocomprensión y expresividad de la fe eclesial

Revista de Filosofía y Teología

SAN AGUSTÍN. Peter Paul Rubens 1636-1638

Revista de Filosofía y TeologíaMARZO 2016

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DERECHOS DE AUTOR Y DERECHOS CONEXOS, Año 4, Número 7, marzo 2016, es una publicación semestral editada por el Agustiniano, Instituto Filosó�co-Teológico, Paseo de San Agustín 72, Alteña III, Lomas Verdes, C.P. 53120, Naucalpan de Juàrez, Estado de México, ISSN: en trámite. Queda prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacio-nal de Derechos de Autor.

2 La autocomprensión de la Iglesia en su vida y su misterioDr. José Luis Guzmán Pérez, OSA

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3 Razón religiosa y Fe cientí�ca: un puente hacia una Bioética Universal

Jaqueline Alcázar Morales15

4 Lo inexpresable de la ética reveladaDiego Enrique Vega Castro

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5 La dimensión teológica del canto en San AgustínFr. José Gallardo García, OSA

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Sección Filosofía

El AGUSTINIANO se propone dar una sólida enseñanza �losó�ca y teológica basada en el conocimiento y manejo de los diversos métodos cientí�cos, los que acompañados de las técnicas pastorales y una visión del mundo social, permitan a sus alumnos realizar una labor ministerial más acorde a los lineamientos eclesiásticos, a la tradición agustiniana y a los tiempos que nos ha tocado vivir.

El ideal del AGUSTINIANO es ser una comunidad evangelizadora que vive, enseña y trabaja los valores del Evangelio para formar laicos, sacerdotes y religiosos solidarios que ayuden a implantar el Reinado de Dios en la sociedad.

El Instituto AGUSTINIANO dirige sus esfuerzos a conseguir un nivel de excelencia en los estudios tanto �losó�cos como teológicos iniciales, de acuerdo a las exigencias que la Iglesia dispone para la formación de los Candidatos a las Ordenes Sagradas (cf. CIC cc.250-257).

Los planes de estudio, tanto de Filosofía como de Teología, están encaminados a forjar en el alumno un espíritu crítico de la realidad, a la vez que una adhesión a la Tradición y Magisterio eclesiales, para dar al mundo razones de la esperanza cristiana (cf. 1Pe 3,15). Entre los múltiples pensadores o tradiciones de pensamiento que se abordan, en el AGUSTINIANO tenemos una especial predilección por la doctrina de San Agustín, obispo de Hipona.

Nuestro objetivo es ofrecer al futuro teólogo las herramientas y el saber �losó�co con los cuáles dará razones de su fe, con base en el pensamiento de San Agustín.

f Sección TeologíaOtorga bases sólidas para que el futuro ministro ordenado, así como en el laico comprometido, inicien una re�exión de las verdades de la fe, en comunión con la Tradición y Magisterio eclesial.

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Editorial

Ante un mundo en el que la esperanza se desvanece, la Iglesia debe reflexionar sobre sí misma, su misión y los medios por los que comunica esta misión, el magisterio eclesial evidencia la necesidad del mundo del anuncio de salvación del que es portadora. El producto de su reflexión es autocomprenderse teniendo como eje rector a Cristo, comunicando la “buena noticia” por y en Cristo. La Iglesia renueva su misión con nuevos bríos ante el reto que la actualidad exige. En el artículo “La autocomprensión de la Iglesia en su vida y su misterio” se demuestra lo anterior tomando como fundamento las constituciones conciliares.

Ahora bien, esta “buena noticia” tiene como campo de cultivo un erosionado suelo, en donde los valores trascendentales se extinguen. Según la autora de “Razón religiosa y fe científica: un puente hacia una bioética universal”, sólo una recomprensión y redefinición de los valores, que tome como fundamento el amor, puede generar un mismo caminar entre ciencia y religión, y así poder ser fruto vivo de tierra fértil.

Este nuevo caminar, este re-interpretarnos exige que nos salgamos del discurso moderno racionalizador. No hay nada más irracional que Cristo y su acto salvífico. Seguir sus pasos implica que lo hagamos más allá de nuestras limitaciones, de nuestro lenguaje, que nos lancemos sin temor al terreno de lo inefable, donde dejamos de ser yo, para simplemente SER. En “Lo inexpresable de la ética revelada” se plantea la inefabilidad de la ética cristiana.

¿Cómo ir a lo inefable si la razón habitual, si la modernidad mundana nos ofrecen medios inútiles? ¿Si los ojos cansados no ven el mensaje nítidamente? El último artículo de Hortensio ofrece una explicación de por qué la liturgia nos ayuda a elevar el espíritu hacia estos terrenos. El autor de “La dimensión teológica del Canto en San Agustín” nos invita a comprender que la liturgia es expresión de fe de la Iglesia. En la dimensión teológica del canto, donde el lenguaje no basta, la armonía unida a la oración alcanzan la neblina del creador.

Te invitamos pues, querido lector, a que encuentres en estas hojas lo que te hemos descrito líneas arriba. Que encuentres en estas páginas la esperanza y el ánimo para fortalecer la fe que se acompaña de la razón.

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2 La autocomprensión de la Iglesia en su vida y su misterioDr. José Luis Guzmán Pérez, OSA

5

3 Razón religiosa y Fe cientí�ca: un puente hacia una Bioética Universal

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4 Lo inexpresable de la ética reveladaDiego Enrique Vega Castro

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5 La dimensión teológica del canto en San AgustínFr. José Gallardo García, OSA

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Tímpano de la gloria de Cristo total. Museo de la Catedral de La Plata. Argentina.

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Miste

rioLa mystici corporis: los primeros pasos.

Unos años antes de que el Concilio Vaticano II se convocara, el Papa Pío XII había publicado una encíclica que hablaba de la Iglesia. La Mystici corporis (29-VI-1943), un documento nacido de la reflexión misma que la Iglesia hacía sobre sí misma y que pretendía ofrecer una definición de ella al mundo1. En la encíclica, el Papa trata de advertir primeramente contra aquellos que ven en la Iglesia sólo una manifestación de una corporación jurídica y social, pero también quiere corregir a quienes

1 Un comentario somero, pero muy acertado de esta encíclica, lo encontramos en Fliche-Martin, Historia de la Iglesia, XXVII-1. Pío XII y Juan XXIII, edit. EDICEP, Valencia 1983, pp. 486-497.

LA AUTOCOMPRENSIÓN DE LA IGLESIA EN SU VIDA Y SU MISTERIODr. José Luis Guzmán Pérez, OSAcorreo electrónico: [email protected]

En un acto reflexivo de verdadero análisis la Iglesia, se piensa a sí misma y, descubriendo valores y virtudes que ya señalaba la antigua Tradición, se descubre además portadora de una gran riqueza. En su autocomp-rensión, la Iglesia se ha revelado para sí y para todo el mundo, como la continuadora de una misión; ésa que Cristo realizó con su acto salvífico y que todavía hoy tiene vigencia en un mundo que necesita de este anuncio de salvación.

Palabras clave: Iglesia, autocomprensión, Cuerpo místico.

Siglas o abreviaturas.ES Carta encíclica Ecclesiam Suam, del Papa Pablo VI.GS Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el

mundo actual, del Concilio Vaticano II.LG Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, del

Concilio Vaticano II.MC Carta encíclica Mystici Corporis, del Papa Pio XII.

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quieren establecer un falso misticismo2. Después reconoce que Cristo, queriendo la abundancia de la gracia para la humanidad, pudiendo darla a todos no quiso hacerlo sin mediación de la Iglesia y dicha comunidad de fe, o Iglesia, se estructura en un cuerpo, o sea de muchos miembros unidos entre sí por lazos visibles e invisibles. Esta encíclica, si bien representaba en algunos sentidos un avance en la reflexión teológica y eclesiológica, dividía la Iglesia en dos estructuras: una jerárquica, que tenía la preeminencia, y otra carismática a la que había de estar atento para que no cayera en excesos. Además en su descripción hacía constar que la Iglesia estaba constituida jerárquicamente, es decir en una estructura que asemejaba a una pirámide, si bien no usó jamás expresamente esta descripción ni esta terminología.

Sin duda la afirmación más audaz de esta encíclica la encontramos en el número nueve, que reza así: “la verdadera Iglesia de Cristo, que es la Iglesia santa, católica, apostólica y romana, se define como Cuerpo místico de Cristo”. En tiempos actuales difícilmente podría hacerse esta afirmación, de hecho el Magisterio3 eclesiástico ha sido muy prudente al afirmarlo o quererlo poner de manifiesto, sobre todo en ambientes más sensibles al ecumenismo en tiempos recientes.

En la Mystici corporis se ve en modo claro el deseo de incluir en el seno de la Iglesia a quienes han sido lavados por el agua del Bautismo, pero que no han rechazado las cuestiones de fe ni de gobierno de la Iglesia, quedando quienes así hubiesen reaccionado fuera de la Iglesia (MC 16). Ya esta encíclica establecía la razón por la cual había de ser considerada la Iglesia como un cuerpo, pero además Cuerpo de Jesucristo y trae a colación una cuestión antiquísima en la reflexión eclesiológica, la referente a su fundador. Esto confirma lo que ya en la antigüedad se había proclamado: Cristo es el fundador de la Iglesia4. La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, y éste es su Cabeza, invisible; pero ha querido poner en su cabeza visible, el vicario de Cristo, la plenitud de su jurisdicción, gobierno y santificación (MC 24-37).

Si uno lee el texto de la Mystici corporis de 1943, y lo compara con la

2 Ya unos años atrás el Concilio Vaticano I había aprobado una declaración dogmática sobre la Iglesia, la Pastor aeternus (18-VI-1870), pero había enfatizado mucho el papel de la Iglesia en su estructura jerárquica, y de hecho el punto central de tal declaración fue lo referente a la Infalibilidad pontificia, colocando el mantenimiento y consolidación del primado petrino en la base de la solidez de la Iglesia misma.

3 Cuando aquí nos referimos a Magisterio, no hemos de olvidar que nos referimos a los Documentos emanados de algún Concilio Ecuménico, del Papa o de alguna reunión sinodal en que se encuentra representada toda la Iglesia o gran parte de ella por medio de los Pastores, es decir los obispos. Pero también el Magisterio lo ejerce cada obispo en su respectiva jurisdicción y por tanto, se refiere a una declaración oficial.

4 En tiempos posteriores a la encíclica, e incluso posteriores al Concilio Vaticano II, se hizo necesaria una reflexión acerca de la fundación de la Iglesia por Jesucristo, y la Comisión Teológica Internacional en su sesión de 1984 consideró necesario tratar el tema. Se publicó un documento: “Temas Selectos de Eclesiología” que, sin entrar en cuestiones polémicas, respondía a un cuestionamiento actual y antiguo a la vez, respecto al deseo de Jesús de fundar o no una Iglesia. El documento no puede más que reconocer y aclarar que Jesús quiso realmente fundar una comunidad que continuara su misión salvífica y el anuncio y actualización del Reino inaugurado por Él. La encíclica Mystici corporis se deleita en afirmarlo, incluso se detiene en el tema, reconociendo que por medio de la predicación, a través de su costado herido y el envío del Espíritu en Pentecostés, es como podríamos reconocer la fundación directa de la Iglesia por Cristo, y por tanto nos autoriza llamarle “Iglesia, Cuerpo de Cristo” (MC 18-24).

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Lumen gentium de 1964, podría llegar a pensar que muchos años separan a un documento del otro, pero no son más que dos décadas; esto pone de manifiesto la riqueza de reflexión y profundización que se dio en estos veinte años, en torno a un tema crucial como es el de la comprensión de la Iglesia en sí misma, es decir la autocomprensión de la Iglesia. En MC 41 podemos notar cómo se piensa enfáticamente en la presencia del Espíritu, sobre todo en aquellos que ejercen un cargo de gobierno, o pueden ser considerados y llamados superiores; y deja excluidos del Espíritu de Cristo a los que se han apartado de la Iglesia por medio del cisma o, peor aún, de la herejía5.

La Iglesia es considerada como una sociedad perfecta (MC 46-48), en la cual se conjunta lo social y jurídico, pero además se vislumbra lo espiritual y sobrenatural que Cristo, a través de su Espíritu, quiso plasmar en ella. Una sociedad que tiene un origen, un fin y además medios sobrenaturales para alcanzar dicho fin, que es también sobrenatural, es un cuerpo santo en todo lo que implica de místico, de sobrenatural y glorioso. El documento ya dejaba ver la realidad: tal cuerpo, por estar formado de muchos miembros, no deja de reconocer que entre sus miembros, se encuentran algunos que están enfermos, no por ello deja de ser ella en su conjunto “sin mancha ni arruga”, santa, pero pide y anima a que sus miembros enfermos sanen, o mejor dicho sean sanados por Dios en Cristo a través de su Espíritu (MC 49-51).

La Iglesia siempre ha anhelado la unidad, sin embargo, la manera en que la invoca ha variado a lo largo de la historia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II. En la MC se nota aún el modo en que lo venía haciendo hasta la primera mitad del siglo XX, reconociendo que esa unidad era no sólo posible sino necesaria para poner de manifiesto que el Cuerpo místico de Cristo era no sólo algo espiritual, sino que Él mismo había querido que fuese visible en sus miembros, por tanto había de implicar una misma confesión de fe, mismos sacramentos y una misma Cabeza visible, no sólo invisible (MC 54).

El Papa trató de equilibrar dos visiones de la Iglesia: una que veía sólo una Iglesia de amor y caridad sobrenatural, despreciando la estructura jurídica de la misma, y otra que sólo veía en ella una estructura jurídica, sin que la Iglesia se halle referida directamente a la Iglesia de amor. Sin duda fue una toma de posición de parte del Papa sobre corrientes que se cernían en la Iglesia, unos inclinados a mistificar tanto a la Iglesia que decían que la estructura visible de la misma era inútil y contradecía el mandato y deseo de Cristo, y otros que pugnaban por una superestructura eclesial que dominara, como antaño, en la sociedad tan carente de una guía y que sólo la Iglesia podría desempeñar. Esta encíclica era en cierto

5 Aunque el cisma y la herejía suelen asimilarse uno a la otra, empero existen entre ellos diferencias, ambos consisten en un apartarse de la Iglesia y de la doctrina que ella proclama, sin embargo, como bien lo establece el Código de Derecho Canónico en el c. 751, existe distinción entre una y otro: la herejía es la negación pertinaz después de haber recibido el Bautismo de una verdad que sea central para la fe católica, el cisma, sin embargo, atañe más directamente a cuestiones disciplinares, pues se refiere al rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o a la comunión con los miembros de la Iglesia sometidos a él.

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modo el triunfo de eclesiologías que se dejaban ver en escritos de autores como H. J. Scheeben, Tromps, Ives Congar, Möhler, Passaglia y que en el futuro vendrían a configurar la estructura fundamental de la Lumen gentium.

Ecclesiam suam: un empuje providencial.

Quizás ha notado quien lee este escrito que no hemos entrado de lleno a la eclesiología del Vaticano II, o mejor dicho de la Lumen gentium, pero consideramos oportuno iniciar con una visión de la Mystici corporis, y además queremos mencionar brevemente algo que sin duda impactó muchísimo en la comprensión y definición de la Iglesia, que se “canonizó” en el documento conciliar, y nos referimos a la primera encíclica del Papa Pablo VI, escrita el 6 de agosto de 1964, Ecclesiam suam. No se ha puesto demasiado énfasis en esta encíclica del Papa, puesto que pasó por un tiempo desapercibida, pero es ella la que dio luz para que en el Concilio se trataran temas que en su momento parecían tabúes, pero que el Papa reconocía como una reflexión válida de la propia Iglesia sobre ella misma, a través de los escritos de teólogos contemporáneos6. ¿Quiénes eran estos teólogos?, hemos mencionado algunos más arriba, pero cabe destacar a uno que era sin duda una autoridad en su comprensión de la Iglesia y era el cardenal León Josef Suenens, primado de la Iglesia de Bélgica, uno de los más autorizados en esta materia y que influyó no poco en el texto final de la Lumen gentium.

6 Baste recordar lo que dice Ecclesiam suam en el n. 11 sobre la importancia de los estudios eclesi-ológicos para el desarrollo de los trabajos del Concilio: “Y no nos parece tarea difícil cuando, por una parte vemos, como decíamos, una inmensa floración de estudios que tienen por objeto la santa Iglesia, y, por otra, sabemos que sobre ella principalmente ha fijado su mirada el Concilio Ecuménico Vaticano II. Deseamos tributar un vivo elogio a los hombres de estudio que, particularmente en estos últimos años, han dedicado al estudio eclesiológico con perfecta docilidad al magisterio católico y con genial aptitud de investigación y de expresión, fatigosos, largos y fructuosos trabajos, y que así en las escuelas teológicas como en la discusión científica y literaria, así en la apología y divulgación doctrinal como también en la asistencia espiritual a las almas de los fieles y en la conversación con los hermanos separados han ofrecido múltiples aclaraciones sobre la doctrina de la Iglesia, algunas de las cuales son de alto valor y de gran utilidad”.

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Lumen gentium: la Iglesia se muestra al mundo.

La Lumen gentium no fue un documento de fácil redacción, su discusión se tuvo que postergar desde la segunda sesión (30 de septiembre - 31 octubre de 1963) hasta la cuarta sesión, y no se definió sino hasta el año sucesivo, el 21 de noviembre de 19647. Los esquemas propuestos para los trabajos no gustaron a los padres conciliares y fue realmente una labor de colegialidad, discusión y reflexión personal la que llevó a los obispos a redactar el documento final lleno de erudición y además dejándose ver como un documento realmente reformador. Se les presentaron cuatro esquemas a trabajar: la Iglesia, los obispos y el gobierno de las diócesis, la Virgen María y el ecumenismo.

El documento final, que es el que es objeto de nuestra reflexión, presenta una estructura coherente. Está dividido en ocho capítulos: El misterio de la Iglesia, que muestra cómo se revela en la Iglesia el plan divino, eterno y trinitario de salvación. El pueblo de Dios, habla de la Iglesia en su conjunto sin hacer distinción de función o estado, Dios tiene un plan para todo el pueblo: el sacerdocio común es compartido por todos y ejercido en los sacramentos. El pueblo está en relación con los miembros de la Iglesia católica plenamente incorporados a él, con los otros cristianos e incluso con los no cristianos. Constitución jerárquica de la Iglesia y particularmente del episcopado, éste es el capítulo central del documento, sobre todo porque nos habla de una cuestión en ciernes, incluso hoy cincuenta años después del Concilio. Los laicos es un capítulo que pone de relieve la vocación específica de los mismos a participar en los oficios sacerdotal, profético y real de Cristo. Vocación universal a la santidad en la Iglesia recuerda a toda la Iglesia que todos, absolutamente todos, están llamados a la santidad y a dar frutos de caridad en la comunidad eclesial, independientemente del oficio que desempeñen o el estado que hayan abrazado. Los religiosos, en este capítulo trata el tema de la vida consagrada, como un reconocimiento al papel que desempeñan y han desempeñado en la Iglesia a lo largo de la historia los miembros de los institutos religiosos o de la vida consagrada. Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial y, por último, La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia coloca como miembro eminentísimo de la Iglesia a la Madre del Redentor, como modelo y figura de la Iglesia triunfante.

Definir no es algo que pueda llevarse a cabo fácilmente, por ende, la tarea que emprendió la Iglesia de definirse a sí misma fue algo que requería esfuerzos sobrehumanos. Haber redactado este documento tan equilibrado nos lleva a descubrir la gran riqueza que representó la reflexión de la Iglesia, hecha por los obispos y teólogos. Los ocho capítulos en que fue finalmente redactado el documento presentan algo

7 Remitimos a Velasco R., La Iglesia de Jesús. Proceso histórico de la conciencia eclesial, Estella 1992, pp. 191-246. El autor hace un análisis detallado de la Lumen gentium, sin dejar pasar la oportunidad de hacer una dura crítica sobre todo a la recepción del Concilio mismo.

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que hoy no podemos soslayar: la Iglesia quiso presentarse en un modo totalmente nuevo pero a su vez arraigado en su profunda tradición8.

Antes de pasar a la que podríamos llamar la categoría distintiva de la eclesiología de la Lumen gentium, la de Pueblo de Dios, que representó un cambio histórico que presupone se dé un nuevo paradigma de comprensión de la Iglesia misma, una comprensión más dinámica, histórico-evolutiva de la realidad del mundo y, dentro del mundo, también esto ha de tener sus repercusiones en la vida de la Iglesia y la comprensión de sí misma9. A pesar de que este sea el modelo que quiere poner en primer lugar el documento conciliar –decíamos más arriba–, no hemos de olvidar que en la base de la nueva autocomprensión de la Iglesia está su categoría de “Mysterium”10.

El primer capítulo de la Lumen gentium trata de poner en claro que la Iglesia es ante todo “Sacramentum”. La Iglesia es un misterio o sacramentum, y así quiere comenzar su autodefinición, reza el documento en una definición audaz y a la vez prudente: “cum autem Ecclesia sit in Christo veluti sacramentum seu signum et instrumentum intimae cum Deo unionis”11 (LG 1). Si bien este primer capítulo versa sobre la concepción de la Iglesia como sacramento o misterio, no deja de enunciarse la doctrina de la Iglesia reunida en un pueblo por medio del Espíritu, siendo así figura de la Trinidad: “sic apparet universa Ecclesia sicuti de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata”12 (LG 4).

El documento conciliar utilizó muchísimas figuras para hablar de la Iglesia, y es que no podía sino darse cuenta que presentarse tal y como es, no era sencillo. Por tanto, la analogía fue algo útil en su caminar descriptivo. Encontramos figuras bíblicas, la mayoría tomadas del Nuevo Testamento, que hunden sus raíces en la teología y tradición veterotestamentaria. Habiendo dicho que su misión brota del corazón mismo de la Trinidad manifestada sobre todo en la misión del Hijo en el mundo, y reconociendo que Él, queriendo perpetuar su obra salvífica, este pueblo congregado por el Espíritu constituye la Iglesia (LG 1-5).

Esta Iglesia es “redil”, “labranza de Dios”, “edificación de Dios”, “familia”, “templo santo”, “la Jerusalén del cielo”, “esposa inmaculada del Cordero”. Pero una de las figuras que resalta es la de Iglesia como

8 Como nota interesante hemos de mencionar que para definirse a sí misma la Iglesia se valió en el documento de expresiones bíblicas, de expresiones además que los Padres de la Iglesia fueron acuñando y otras de siglos posteriores. Es prudente señalar que san Agustín fue también un autor a quien se acudió en éste y otros documentos del Concilio, no podía ser de otra manera. Véase a este respecto Sieben H.J., «Augustins-Rezeption in Konzilien von seinen Lebzeiten bis zum Zweiten Vatikanum», en Theologie und Philosophie [ThPh], n. 84, Philosophisch-Theologische Hochschule Sankt Georgen, Frankfurt am Main 2009, pp. 169-198.

9 Cfr. op. cit. Velasco R, pp. 196-197.

10 En este sentido estamos en desacuerdo con R. Velasco, pues él da una importancia secundaria a la definición de la Iglesia como “Misterio” o “Sacramento”.

11 “Porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios” (Nota del editor).

12 “A fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu” (Nota del editor).

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Cuerpo místico de Cristo, aunque no abunda en esta imagen que había quedado representada y –por decirlo de algún modo– canonizada en la encíclica del Papa Pío XII, Mystici corporis (LG 7). El Concilio nos recuerda que no olvidemos que la Iglesia es visible y espiritual a un tiempo, pues asevera el documento: “societas autem organis herarchicis instructa et mysticum Christi Corpus, coetus adspectabilis et communitas spiritualis, Ecclesia terrestris et Ecclesia caelestibus bonis ditata, non ut duae res considerandae sunt, sed unam realitatem complexam efformant, quae humano et divino coalescit elemento”13 (LG 8)14. Esta comunidad de fe está al servicio de todos los que, como Cristo, viven pobres, pues Él vino a rescatar a pobres y oprimidos, a todos los que estaban perdidos.

Pero la Iglesia es y quiso entenderse a sí misma sobre todo como “Pueblo de Dios”. Quienes practican la justicia son los que se pueden llamar miembros de este pueblo, porque Dios habiendo elegido como pueblo suyo al pueblo de Israel, se constituyó un nuevo pueblo en Cristo y, por tanto, el pueblo de Dios vino a ser ya no Israel sino la Iglesia,

13 “Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino” (Nota del editor).

14 Este pasaje citado es una aliteración de la Mystici corporis de Pío XII; este número es de suma importancia, detenernos en él implicaría desviar el discurso, pero sí señalamos que en él se encuentra una de las afirmaciones más intrépidas pero a la vez más prudentes de la eclesiología conciliar. Reconoce la preeminencia y subsistencia de la Iglesia de Cristo en la Iglesia Católica, y en esto no ceja ni un ápice, reconoce, sin embargo, que pueden encontrarse elementos de verdad fuera de ella.

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es decir, todo el número de los bautizados en Cristo. Congregado de los gentiles y de entre los judíos se forma un nuevo pueblo mesiánico, constituido ya no según la carne sino del agua y del Espíritu. Este pueblo tiene una misión: la de ser signo de la presencia de Dios en medio de la humanidad, aun cuando todavía no contenga a todos en su seno, está llamado a ser germen firmísimo de unidad, de esperanza y salvación para todo el género humano.

El pueblo se constituye por los bautizados, que por el baño de regeneración quedan constituidos en ciudadanos del Reino, un Reino de sacerdotes. Así que todos son miembros del pueblo sacerdotal instaurado en Cristo. Tanto el sacerdocio común de todo bautizado, como el sacerdocio de quienes fueron ungidos para desempañar un ministerio especial en la comunidad, brotan del único sacerdocio de Cristo y están ordenados el uno al otro15. Pero el documento reconoce que tal pueblo, constituido en Cristo y sostenido por el Espíritu goza de un orden que podríamos y deberíamos seguir llamando jerárquico, en que cada quien, de acuerdo al ministerio y don recibidos, actúa en la Iglesia para provecho común; reconociendo en este ámbito un papel muy importante al ministerio ordenado que tiene el fin de velar sobre la justa y recta doctrina.

El pueblo de Dios está constituido por hombres y mujeres de todas las latitudes, edades y condiciones; de hecho está llamado a que todos lleguen a formar parte de dicho pueblo. Asumiendo y enriqueciendo cada elemento cultural que no se contrapone a su mensaje de salvación universal (LG 13). Elemento fundamental de este Pueblo, que es la Iglesia, es su universalidad, que es un don del Señor por el que la Iglesia católica tiende a recapitular todos los bienes de la humanidad en Cristo.

15 El número 11 del documento es una joya teológico-pastoral de los sacramentos, explicando cada función del bautizado según el sacramento en que esté participando o que haya personalmente recibido. Y todo basado en el sacerdocio común de los bautizados.

Tímpano de la gloria de Cristo total. Detalle.

Museo de la Catedral de La Plata. Argentina.

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Están incorporados plenamente a este pueblo los fieles católicos, es decir, aquellos que se unen por vínculos de la profesión de la fe, los sacramentos, del régimen eclesiástico y la comunión. El distintivo de este pueblo, de estos miembros, ha de ser apenas mencionado, resaltando sobre todo la práctica del mandato de la caridad (LG 14).

Aunque se siente unida la santa Iglesia a las comunidades de cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia católica, y puesto que son muchos los elementos de unión entre ellos, ese deseo de alcanzar un día la unida plena en Cristo no deja de animar a la Santa Madre Iglesia. Vemos que si bien no considera como miembros plenos de la comunidad eclesial a quienes forman parte de estas comunidades eclesiales no católicas, el documento se esmera en resaltar los elementos de unión más que los de separación entre los mismos, y esto fue ya un elemento novedoso en el Concilio. Tal fue la apertura de la Iglesia, que la categoría de Pueblo de Dios atribuida en modo propio a sí misma, dejó sentir su influencia tanto en las comunidades no católicas como en aquellas religiones no cristianas (sobre todo judíos y musulmanes).

Por último quisiéramos señalar que un elemento distintivo de este pueblo es su carácter misionero: la Iglesia nació del mandato recibido por los Apóstoles de ir a predicar. A su vez la Iglesia está llamada a anunciar este mensaje de salvación a toda criatura, no puede no anunciar el mensaje, puesto que si está convencida que el mensaje de salvación recibido en Cristo es el mayor bien, entonces no puede sino anunciarlo confiando plenamente que Dios es el que lleva a término el propósito de salvar a todos en Cristo: “ita autem simul orat et laborat Ecclesia, ut in Populum Dei, Corpus Domini et Templum Spiritus Sancti, totius mundi transeat plenitudo, et in Christo, omnium Capite, reddatur universorum Creatori ac Patri omnis honor et gloria”16 (LG 17).

Conclusiones.

Ciertamente la Iglesia quiso mostrarse al mundo de modo tal que se viera un cambio de paradigma en su modo de comprenderse y de ser comprendida. De la riqueza milenaria que posee extrajo elementos constitutivos de su ser y los propuso al mundo; no es el único documento en que la Iglesia se cuenta a sí misma –también perseguía un fin similar la Gaudium et spes–, pero fue la Lumen gentium la que puso las bases de una mayor comprensión de la comunidad eclesial.

Los documentos y reflexiones precedentes fueron escritos y pasos preparatorios al gran avance que significó el documento conciliar sobre la Iglesia. Quizás ahora, cincuenta años después, no hayamos comprendido aún del todo el peso que el documento contiene, pero no cabe duda que sin estas reflexiones llevadas a cabo en el Concilio Vaticano II sobre la Iglesia misma, sin los grandes aportes del Concilio, la fisonomía de la

16 “Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria” (Nota del editor).

Unida

d plena

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Iglesia actual no sería lo que es. Quedan pasos por dar, hay caminos aún por recorrer, sin duda. Pero también es cierto que gran parte de los avances y aperturas de las comunidades eclesiales a nuevas vivencias de fe se deben en gran parte al giro “copernicano” que representó para la Iglesia y para el mundo la nueva imagen y comprensión que tuvo de sí misma y que quiso dar a conocer al mundo.

Bibliografía.

Fliche-Martin, Historia de la Iglesia, XXVII-1. Pío XII y Juan XXIII, edit. EDICEP, Valencia 1983.

Paulus PP. VI, «Ecclesiam suam. Littera Encyclica», en Acta Apostolicae Sedis, núm. 56, Civitas Vaticani 1964, pp. 609-659.

Pius PP. XII, «Mystici Corporis. Littera Encyclica», en Acta Apostolicae Sedis, núm. 35, Civitas Vaticani 1943, pp. 193-248.

Sacrosanctum Concilium Oecumenicum Vaticanum II, «Gaudium et spes. Constitutio Pastoralis de Ecclesia in Mundo Huius Temporis», en Acta Apostolicae Sedis, núm. 57, Civitas Vaticani 1966, pp. 1025-1115.

Sacrosanctum Concilium Oecumenicum Vaticanum II, «Lumen Gentium. Constitutio Dogmatica de Ecclesia», en Acta Apostolicae Sedis, núm. 57, Civitas Vaticani 1965, pp. 5-67.

Sieben H.J., «Augustins-Rezeption in Konzilien von seinen Lebzeiten bis zum Zweiten Vatikanum», en Theologie und Philosophie [ThPh], n. 84, Philosophisch-Theologische Hochschule Sankt Georgen, Frankfurt am Main 2009, pp. 169-198.

Velasco R., La Iglesia de Jesús. Proceso histórico de la conciencia eclesial, Estella 1992.

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Razón-FeRAZÓN RELIGIOSA Y FE CIENTÍFICA: UN PUENTE HACIA UNA BIOÉTICA UNIVERSALJaqueline Alcázar [email protected]

La ciencia es hoy, a la vez la gran amenaza y la gran esperanzade la vida humanaD. Gracia

Hablar de ciencia y religión en la época actual resulta complejo, ya que, desde que la ciencia se independizó del yugo religioso optó por crear sus propios valores hasta el punto de ser tan dogmática como la religión misma. La religión, por otro lado, sigue luchando por no perder su poder y sigue marcando cuáles deben ser los valores morales que debemos seguir. Sin embargo, la época actual nos muestra que el uso que la ciencia hace de la razón no es la única vía de investigación, sino también el uso disfrazado de fe “científica” al no poder demostrar todos y cada uno de los preceptos científicos. Finalmente, tanto la ciencia como la religión, requieren de una nueva reinterpretación de sus valores para solucionar los problemas éticos globales.

Palabras clave: Ciencia, religión, valores, bioética, amor.

Siglas o abreviaturas.GS Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II.

Desde que el ser humano tiene conciencia intenta conocer e interpretar todo lo que le rodea. Dicho interés se vio manifestado, en primer lugar, con el pensamiento filosófico que hizo, y sigue haciendo, preguntas que intentan explicar el porqué de las cosas. La religión, por otro lado, da respuesta a esas preguntas que culminan en la idea de un Dios o dioses poderosos que crean y son responsables de todo lo que nos rodea.

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Filosofía y Religión se conformaron como dos ámbitos que explican de distinto modo las mismas preguntas. Desde que Galileo se enfrentó a las explicaciones científicas sobre el Universo, la Ciencia entra al debate haciéndose cada vez más fuerte debido a su conocimiento empírico de la naturaleza. De modo que, filosofía, religión y ciencia son las diferentes áreas de donde surge el discurso actual sobre las preguntas fundamentales de la vida humana.

Este escrito nace de la necesidad actual por explicar y resolver los diferentes problemas sociales y culturales que se presentan debido al gran avance de la ciencia. No sugiero una postura únicamente religiosa, pero tampoco meramente científica; más bien considero que una forma de superar el problema radica en unir ambos discursos (fe y razón) y crear una ética universal que contemple la postura religiosa y científica. Comenzaré explicando cuál es la postura ética de la ciencia y de la fe católica; en segundo lugar, mostraré cuál es la diferencia entre una bioética laica y una bioética religiosa; y finalmente, propondré el uso de una Bioética Universal que incluya el discurso laico y religioso. Para ello, seguiré de cerca la primera parte de la encíclica Gaudium et spes, de los documentos del Concilio Vaticano II; los dos primeros capítulos de Genoma humano y dignidad humana de Juliana González; y el artículo La ética en ciencia de Pablo Schulz.

Ética científica.

La ciencia actual se encarga de estudiar la naturaleza para comprenderla y saber de qué modo controlarla. De manera que, la labor del científico no sólo surge del análisis teórico de las teorías, sino que, el mismo conocimiento científico origina que haya una praxis que se sintetiza en lo que conocemos como tecnología. Sin embargo, aunque ciencia y tecnología van de la mano, son dos ámbitos que se estudian por separado. Cabe destacar que el científico logra prever ciertas circunstancias peligrosas para la humanidad misma; no obstante, no es la preocupación central de la investigación de la ciencia.

La parte relacionada con la ética del quehacer científico se divide en dos ámbitos: el que se refiere a la responsabilidad moral de los científicos al uso que se le da a sus investigaciones, y en el referido a la forma de llevar investigaciones que involucra violaciones a principios éticos.1

Así, el uso que se da a las investigaciones de los científicos ya no depende única y exclusivamente de ellos, sino del carácter político y económico del gobierno para el cual estos trabajan. Además la calificación moral del uso y aplicación de los conocimientos descubiertos por dicho investigador, parte de la moral de quien lo califica. Por ejemplo, la fabricación de armamentos que pueden usarse para herir o matar a alguien puede ser inmoral; o la venta de armamento clandestino puede sacar de la pobreza

1 Schulz J., «La ética en ciencia», en Revista Iberoamericana de polímeros, n.6-2, Bilbao 2005, p. 120.

Ética

científic

a

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a ciertos sectores de una comunidad y calificarse como algo bueno.

Hasta este punto pareciera que la investigación científica no tiene ningún control moral que cuide y proteja a la humanidad entera, sin embargo, cabe destacar que la ciencia no parte de cierta ética que condicione su labor, ya que ésta es éticamente neutral, sino que hace uso de ciertas responsabilidades que debe tener el investigador, por ejemplo: a) tiene el deber de dedicarse a la ciencia para hallar nuevos conocimientos, hacerlos adelantar y perfeccionarse; b) los avances científicos básicos y aplicados deberán beneficiar a su institución, su ciudad o provincia y a su país y c) ayudará al desarrollo científico de los países menos desarrollados.

La labor científica asume la responsabilidad de mejorar las condiciones humanas porque sus adelantos propician mayor riqueza cultural y económica para la humanidad. Sin embargo, es claro que existen diferencias políticas y económicas en los diferentes países que controlan la investigación científica, pero que no son directamente responsabilidad del científico. Finalmente, la labor de la ciencia no es formular juicios éticos o morales sobre sus investigaciones, sino que se limita a informar sobre los hechos que estudia e investiga. De tal suerte que, las teorías científicas son éticamente neutrales, pero no su aplicación, ésta depende, en la mayor parte de los casos, del Estado y de grupos políticos que no piensan en las repercusiones éticas que puedan tener ciertas aplicaciones de la ciencia en la sociedad.

ÉTICA RELIGIOSA

En nuestros días el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad (GS 12).

Parece entonces, que existe la preocupación general por un futuro que desconcierta a la humanidad misma y que los documentos del Concilio Vaticano II, en este caso la constitución Gaudium et spes, muestran la importancia de virar hacia la fe como una respuesta activa a los diferentes problemas sociales, económicos y culturales que muestra la sociedad actual. Uno de ellos, el que nos interesa es el avance del conocimiento científico y de su uso pragmático, que muestra la gran necesidad de proponer un tipo de conducta moral que pueda discernir entre los diferentes dilemas que se van presentando.

La propuesta de la fe católica consiste en renovar a la sociedad humana a partir de cada persona. Esta preocupación nace, también, del gran alejamiento que el hombre actual tiene de Dios. Quizá no sólo se debe al desarrollo de la ciencia, sino también al desencanto de la humanidad debido a los diferentes acontecimientos sociales, políticos y culturales

Ética

religiosa

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Fr. Gregor Johann Mendel, OSA.20 de julio de 1822 - 6 de enero de 1884

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que ha tenido que vivir: las grandes guerras del siglo XX, las diferentes enfermedades que aquejan a la humanidad y el gran deseo de saber del hombre mismo.

Para cumplir con dicha renovación, la Iglesia propone escrutar a fondo “los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, acomodándose a cada generación” (GS 13) y así, poder dar respuesta a las diferentes interrogantes que aquejan a la humanidad. Para ello, la fe católica establece que “es necesario conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza” (GS 14). No obstante, la Iglesia propone obtener valores a partir del Evangelio y compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. ¿Cuáles serán, entonces, los valores que a luz del Evangelio resuelvan dilemas como los que plantea la ciencia genómica?

La Iglesia católica considera que la ciencia ha modificado profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar; además de las grandes transformaciones naturales que ha hecho el avance de la técnica. Parece, que es necesaria la instauración de valores, cuyo origen religioso modifiquen no sólo la forma de pensar y sentir del ser humano, sino que provoquen la conciencia de lo que puede surgir en el futuro. La posición de la fe católica no sólo surge por la gran dispersión humana y el gran alejamiento que el ser humano actual tiene de Dios, sino también hay un sector que tiene un sentido más vivo de lo divino.

Sin embargo, no podría considerar que ese sector que cultiva su fe, se adhiera únicamente a la fe católica, sino que forman filas de otras religiones y sectas; incluso existen empresas, que dicen promover un sentido más claro de lo divino. Lo que parece relevante es la división de dos grupos que luchan entre sí: los que creen en Dios y cultivan su fe, incluso hasta el fanatismo; y los que dejan completamente de lado a Dios por creer que éste esclaviza, condena y en dado caso, no permite el avance del conocimiento humano, tal es la situación de la ciencia misma.

Bioética laica y bioética religiosa.

Existe un desesperado enfoque a los problemas sociales que presenta hoy la humanidad: avances científicos y tecnológicos que propician diferencias políticas, sociales, culturales e incluso desasosiego, que muchas veces deviene en guerras. Para resolver estos grandes problemas, la Filosofía plantea el uso de una bioética laica que permita discernir reflexivamente sobre los diferentes problemas que se derivan con el avance de la ciencia. Sin embargo, es importante mostrar que la bioética “abarca no sólo el ámbito más complejo de la ética médica, sino también el de la ética de la biotecnología, el de la ética ecológica, y el de las ciencias de la vida en general: todo cuanto compete a bios”2; y que al intentar definir la bioética pueden surgir problemas peligrosos, ya que

2 González Juliana, Genóma humano y dignidad humana, edit. Anthropos, Barcelona 2005, p. 46.

Bioét

ica

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por su reciente aparición y el uso que hacen de ésta las diferentes ciencias mencionadas, le confieren una identidad inestable y controversial.

Dicho carácter controversial depende del hecho de que es tratada bajo diferentes perspectivas. Son dos los enfoques de los cuales parte la bioética: el enfoque religioso y el enfoque laico o filosófico. Estos no han logrado conciliar una sola manera de tratar los diferentes problemas que preocupan hoy a la humanidad.

“Cabe hacer además dos observaciones sobre el cauce religioso y el cauce laico de la bioética: respecto al primero, importa tener presente que, aun cuando su fundamento sea de orden teológico y trascendente en general, la fuerza que suelen tener las valoraciones y las posturas de las Iglesias frente a los avances de las ciencias de la vida, no se basan solamente en sus dogmas de fe y en su influencia social; también cuentan con sus poderosos argumentos que les proporcionan (particularmente a la Iglesia católica) la colosal tradición de pensamiento que se remonta incluso al conocimiento filosófico de los griegos, interpretados a la luz del cristianismo […] Es cierto, desde luego, que la línea teológica y metafísica de la bioética no es más que una de las posibilidades de la bioética […] y que representa un punto de vista en muchos sentidos imprescindible, que se ha de sumar a los enfoques laicos o seculares.”3

Respecto al segundo enfoque, cabe destacar que la bioética laica camina muy cerca de la ética médica. Así, “la bioética laica incorpora sus avances y revoluciones, buscando atender a los cambios que ellas generan tanto en el ámbito del conocimiento como de la práctica”4. De modo que, la bioética laica por su naturaleza relativa, abierta y dialógica, opuesta a establecer verdades inmutables y universales se opone a la bioética religiosa que intenta resolver los mismos problemas a la luz del Evangelio, que se presenta como la única Verdad. De acuerdo a la perspectiva filosófica, parece que no hay criterios universales que puedan valorar los dilemas éticos y decidir entre ellos. Esto es porque los problemas aparecen, desaparecen, surgen otros y el mismo campo de estudio de la bioética resulta mutable todo el tiempo. Además, considero que podría existir la intersección de valores laicos y religiosos para explicar los diferentes dilemas éticos actuales.

Por otro lado, la bioética religiosa, por medio del “Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época” (GS 23). Sin embargo, la fe católica busca que los valores laicos que hoy gozan de gran aceptación encuentren su origen en lo divino para que estos no se distorsionen en la praxis por la corrupción del corazón humano. Por lo que si la fuente divina de donde emanan

3 Id., p. 48.

4 Ibid.

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los valores es todo bondad, estos no pueden ser corruptos, por lo que la propuesta de la bioética religiosa parte del origen que es Dios, y Dios es bondad y todo lo que emana de Él debe ser bueno.

Bioética universal como un puente entre la fe y la razón.

De acuerdo a lo expuesto en los apartados anteriores, considero que la ciencia y la religión no llegan a un acuerdo sobre cómo tratar los problemas actuales que aquejan a la humanidad. Por un lado, el Concilio Vaticano II declara “que existen dos órdenes de conocimiento” (fe y razón) y que la Iglesia no prohíbe que “las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio método […] cada una en su propio campo”, por lo cual, reconociendo “esta justa libertad”, la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente de las ciencias (GS 99). Por otro lado, llega a contradecirse cuando afirma que el hombre entra en peligro cuando confía en exceso en los inventos actuales, cuando cree bastarse a sí mismo y deja de buscar las cosas más altas.

Representación gráfica de una cadena de ADN

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No obstante, es notable que la labor del científico requiere no sólo de una escala de responsabilidades que beneficien el desarrollo cultural, político y económico de la humanidad, sino que también necesita de una ética que prevea un futuro siniestro que pueda incluso aniquilar a la humanidad misma. “El afán de conocimiento es parte esencial de la naturaleza humana y no puede tener restricciones, ni tiene por qué tenerlas. Los problemas y dilemas éticos surgen en relación con las prácticas y aplicaciones científicas y tecnológicas”5. De modo que, al no restringir el avance y desarrollo de la ciencia, es preciso virar sobre las posibles consecuencias y el uso que se haga de los resultados que otorgue el conocimiento científico.

La naturaleza de la ciencia no es crear escalas de valores para los resultados a los cuales lleguen los científicos, sino sólo otorgar a la humanidad beneficios que resulten de sus investigaciones. Además, resulta claro que cuando el científico trabaja en alguna teoría, antes de concluirla no puede saber de manera completa qué sucederá con el uso de dicho conocimiento; pero es posible prever, por medio de una escala de valores éticos qué usos negativos se pueden hacer con determinados conocimientos.

Para llevar a cabo dicha empresa es necesario, en primer lugar, hacer a un lado los dogmas científicos, porque la ciencia, en aras del conocimiento y en la lucha por el beneficio a la humanidad, pierde de vista su carácter laico y dogmatiza a la ciencia misma como su propio Dios. Además, lucha por aniquilar de cualquier plano científico la idea religiosa de Dios, aunque conserva la idea metafísica del mismo, sin saber la diferencia. De modo que, la lucha no es directamente con Dios, sino con el cristianismo que para la ciencia ha sido un tope en el desarrollo de la misma.

En otro plano, la fe católica, busca conciliar los diferentes problemas actuales que resultan del conocimiento tecnocientífico. No obstante, su propuesta no logra remediar la problemática porque restringe de manera tajante ciertos problemas que hoy requieren una posición neutral entre ciencia y religión. Por ejemplo, los casos de la ética médica, como en el caso del aborto, que hoy en día siguen teniendo una lucha porque la fe católica se opone a la postura de la medicina. Así como este ejemplo, podríamos encontrar casos de eutanasia o muerte asistida.

La solución católica parte de la base de los valores humanos que comienzan en la creación de las familias; otorga gran valor al matrimonio como fuente de los valores humanos. Sin embargo, la razón en la religión puede ser tan tajante que deja de lado los casos particulares que requieren de un análisis independiente. Siguiendo el ejemplo del aborto, para la fe católica se presenta como contrario al quinto mandamiento, lo que no permite analizar y reflexionar cuál es la situación particular de la madre.

5 Id. p. 58.

Dogm

as cient

íficos

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Así pues, pienso que para crear una bioética universal es necesario, en primer lugar, que la ciencia no sea dogmática, y en segundo lugar, que la religión no sólo sea racional. Considero que si se parte del mandamiento del amor al prójimo, la ciencia, en su labor tendría mayor cuidado con las posibles consecuencias para la humanidad, y del mismo modo la religión podría partir de la sensibilidad humana que presenta los diversos dilemas éticos que requieren de atención particular, debido a la dificultad de los casos.

“Somos semejantes, prójimos o próximos en el fundamento mismo de la pluralidad de mores y morales, que es nuestra condición humana. La raíz está en la comunidad ontológica interhumana, y en la común condición ética, que nos hermana más allá de las discrepancias. La otredad no es absoluta, se conjuga con la mismidad”.6

Así pues, ni la ciencia ni la religión se opondrían en defensa de la Verdad que cada una de ellas defiende, sino que la Verdad se pluralizaría y formaría parte de todos. Hoy sabemos que la vanidad humana que garantizó durante décadas la supremacía de nuestra especie es sólo una ilusión porque la ciencia genómica ha mostrado el gran parentesco que hay entre todas las especies. Sin embargo, la humanidad corre el riesgo de auto-aniquilarse si no vuelve sus ojos al cuidado de los otros.

Consideraciones finales.

Al unirse la fe religiosa con la racionalidad científica se podría hilar un discurso universal que resulte de la máxima referente al amor al prójimo. La ciencia se ocuparía de las consecuencias éticas de sus investigaciones, sin dejar de lado sus estudios y el avance de la misma. Mientras que, la religión tendría mayor apertura a los dilemas éticos que se presentan con las innovaciones científicas. Si se lograra partir del interés por los otros, sin volcarse sobre los intereses únicos y objetivos de cada una; considero que podría unificarse una bioética universal incluyente y dialógica. Lo que tendría que reportar ésta, sería el análisis de problemas y dilemas éticos que se fuesen presentando debido al avance continuo de la ciencia. Considerar al prójimo como próximo, de manera objetiva, resulta a mi parecer, el punto de encuentro entre la ética laica y religiosa, y la que podría resolver los diversos problemas éticos que presenta el gran desarrollo tecnocientífico.

No obstante, la noción de una verdad o de la Verdad, tendría que atenuarse y mostrar que, tanto ciencia como religión son parte de la vocación humana. La ciencia, como la fe católica, tendrían que ser menos hostiles en la defensa de sus supuestos y tener apertura para otro tipo de diálogos: como el arte, la filosofía y otras religiones. Si todo el conocimiento humano (ciencia, religión, arte y filosofía) parte de la máxima del amor, quizá la vida sería más benigna y objetiva, porque el

6 Id. p. 55.

Discu

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amor también implica respeto. Así pues, “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn 3,15). Finalmente, con este versículo no sólo se muestra el amor trascendente, sino también, si amamos a la humanidad, sin tomar en cuenta diferencias raciales o culturales, podríamos garantizar la vida de la humanidad como especie gracias a la inmanencia del amor y así algunos de los hábitos que deberían practicar los científicos estarían basados en el amor y el respeto.

Por último, los hábitos que, según Mario Bunge, deberían practicar los científicos son: honestidad intelectual de la cual se deriva la independencia de juicio, del que se requiere coraje intelectual, que infunde amor a la libertad que lleva a afianzar el sentido de la justicia7. De modo que, el amor al prójimo (en sentido religioso) y el amor a la libertad (en sentido laico) pueden ser uno y lo mismo porque ambos plantean el bienestar del yo y de los otros.

BIBLIOGRAFÍA

González Juliana, Genóma humano y dignidad humana, edit. Anthropos, Barcelona 2005.

Sacrosanctum Concilium Oecumenicum Vaticanum II, «Gaudium et spes. Constitutio Pastoralis de Ecclesia in Mundo Huius Temporis», en Acta Apostolicae Sedis, núm. 57, Civitas Vaticani 1966, pp. 1025-1115; traducción española, edit. Librería Parroquial de Clavería, México.

Schulz j., «La ética en ciencia», Revista Iberoamericana de polímeros, n.6-2, Bilbao 2005, pp.120-156.

7 Cfr. Schulz J., Op. cit., pp.134-135.

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ReveladaLO INEXPRESABLE DE LA ÉTICA REVELADADiego Enrique Vega Castro [email protected]

Se entiende a la ética cristiana como una ética de revelación. Que el cuestionamiento ético y las leyes dictadas a partir de éste sean reveladas plantea un problema sobre el alcance racional de la ética. Se vislum-brarán las posibilidades de que la ética en general, pero sobre todo la cris-tiana, no sea discursiva, racional ni lógica y las respectivas consecuencias que surgen de esta tesis, por ejemplo, su carácter inexpresable.

Palabras clave: Ética, revelación, inexpresable, ética naturalista, ley o máxima moral.

El hombre desde tiempos arcaicos se ha regido por diversos conjuntos de costumbres, ideas y creencias. Si jerarquizáramos cuál de ellas se postula como la más importante habríamos de decirlo históricamente o filosóficamente. Si lo dijéramos en el primer sentido, describiríamos los hechos que han acontecido a lo largo de la historia del hombre y bajo qué creencias, doctrinas o costumbres ha llevado su vida. Si habláramos en el segundo sentido, pensaríamos en qué ha dirigido al hombre a comportarse de esta u otra manera; indagaríamos sobre qué principios universales rigen al ser humano en su naturalidad, y en sus acciones. Este, precisamente, es el encaminamiento de cuestiones en los que erigimos la ética.

La investigación sobre la ética y la manera más adecuada sobre cómo debe llevar su vida el hombre, consideramos, usualmente, que proviene de sus costumbres, y que éstas a su vez, provienen de principios naturales. Y es así como fundamentamos el porqué de las leyes o de la política; es decir, el vivir del hombre se construye a partir de sí mismo. Sin embargo, nos enfrentamos ante un problema cuando la religión se impone como la ley moral o ética bajo la cual ha de regirse el ser humano. Entonces, sucede que el comportamiento moral del hombre no es construido o descubierto desde sí mismo, sino que es proporcionado desde algo extrínseco a él. La religión, en su generalidad, suele postular los criterios correctos bajo los cuales ha de llevarse la política, la moral y la vida del hombre. Es, pues, ley que domina desde el éter, y no es más del hombre para el hombre, sino del Dios o los dioses, para el cosmos.

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Bien

absolut

oEn este sentido, también la ética cristiana parece comportarse del

mismo modo: una ética donde Dios se nos muestra como el bien absoluto, eterno e inmutable, mientras que el hombre en medida que esté cerca o lejos de Él, también lo estará proporcionalmente del bien. No obstante, cuando creemos en ciertas leyes que se jactan de ser las mejores para la buena vida, pero que son descendentes, es decir, que provienen de un Ser que parece encontrarse lejano y que nos resulta complicado conocerlo mediante nuestros sentidos o mediante nuestra razón, nos enfrentamos ante una dificultad: ¿En qué se fundamenta la ética cristiana?

Este problema, en realidad, no sólo lo es para el cristianismo o la religión, sino para la ética en general. La complicación de fundamentar una ética bajo ciertos principios, y que éstos pertenezcan a la razón, a la naturaleza o a Dios, consiste en que siga siendo una ética al alcance del hombre. Existen solamente dos respuestas, me parece, que se muestran para este problema: o bien las formas bajo las cuales ha de regirse el hombre están dentro del alcance de su razón; o bien pertenecen a un ámbito que la sobrepasa, que la supera. Sobre la primera podemos pensar en las éticas empíricas o naturalistas, en aquellas que se forjan, prácticamente, en la experiencia sobre el placer y el dolor, o en predisposiciones naturales que nos determinan a actuar de cierta manera. Sobre la segunda, se nos presenta particularmente la ética revelada: ciertas leyes y principios que se le imponen al hombre por medio de su fe, o por medio de la revelación, y, por lo tanto, una ética que queda en esencia fuera del alcance de la racionalidad humana. Las éticas racionalistas intentan colocarse en un término medio entre aquellas dos: su fundamento es racional e inteligible, sin embargo los principios son deducidos por necesidades metafísicas, posiblemente divinas, que son imposibles de conocer por la luz de la razón.

Ahora, si preguntamos en cuál de ambas respuestas localizamos a la ética cristiana, habríamos de admitir que, aunque sea superficialmente, parece pertenecer al ámbito de la ética revelada. ¿Qué nos hace pensar esto? Que el hombre cristiano deposita las ideas y los últimos fundamentos del bien en Dios y, por lo tanto, no lo hace racionalmente, sino por fe o por revelación. Puede decirse que se colocan estos principios morales en Dios racionalmente, justo porque encontramos la necesidad de que esto sea así; pero cuando intentáramos dar una definición esencial sobre qué es el bien, tendríamos que recurrir inevitablemente a principios divinos desconocidos. Tomemos como ejemplo a Tomás de Aquino:

“[…] la verdad de la fe sólo puede ser totalmente conocida por quienes contemplan directamente la sustancia divina. Mas el entendimiento humano puede encontrar, […] algunas semejanzas, las cuales sin embargo no son suficientes para comprender dicha verdad de manera demostrativa, o bien para captarla en su inteligibilidad misma.[…]”1

1 Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, I, VIII, edit. Éxodo, México 2008. p. 35.

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La religión cristiana admite que el bien absoluto es Dios. Si para conocer a Dios en sí mismo es necesaria la fe y la revelación, puesto que las máximas verdades apenas y pueden ser vislumbradas racionalmente, es evidente que la razón no alcanza a conocer a Dios absolutamente. Entonces, si la razón se encuentra limitada para el conocimiento de Dios, necesariamente también lo está para conocer el bien. La concepción de Aquino sobre la investigación de la verdad es conciliadora entre la fe y la razón, y, sin embargo, sigue postulando a la razón como un medio imperfecto del conocimiento sobre lo divino.

La fe, pues, se encamina hacia dos usos: uno, la facilidad que ha de otorgársele a algunos hombres que no son aptos de descubrir estas verdades racionalmente, dándoles la aptitud de conocer a Dios por medio de la fe; el otro, es una fe que ha de persistir en el más ignorante y en el más sabio, pues por más desarrollada que se encuentre la razón de un hombre, jamás logrará comprender la sustancia divina si no es por revelación. Así pues, la Doctrina Sagrada se sustenta en la revelación, de ahí que su verdad sea inefable.

Otros casos en los que podríamos sospechar que la ética cristiana es revelada los encontramos en las propias Sagradas Escrituras. Por ejemplo, “Respondieron Labán y Betuel: <<De Yahvé ha salido todo este asunto. Nosotros no podemos decirte qué está mal o qué está bien>>” (Gn 24,50). O bien, encontramos el caso de Abraham y el sacrificio de su hijo. Aunque existan diversas interpretaciones y sea necesaria una investigación exhaustiva sobre el lenguaje figurado que encontramos en los versículos, es evidente que se alude a la fe de Abraham por encima de su razón. En efecto, sacrificar a Isaac por ser una orden de Dios, a un hombre no creyente le sería una abominación, y esto podría ser, o bien porque no lo considere correcto, o bien porque le cause dolor –entiéndanse estas creencias desde la dos ramas principales de ética-. Sin embargo, Abraham, hombre cercano a Yahvé, sigue rigurosamente sus mandatos. Podemos deducir, entonces, que el conocimiento ético del hombre es limitado y, aunque encuentre algunas de sus leyes por vía racional, el fundamento de sus mandatos es extrínseco y ajeno a él.

Declaremos, entonces, que el cristiano rige su modo de vida por fe y revelación. Su religión nos invita, pues, a descubrir verdades metafísicas y éticas por la luz de nuestra razón, y entregarnos a otras por la luz de la revelación. Sin embargo, el científico o el filósofo probablemente se niegue a esta petición, y pretenda descubrir alguna otra manera donde la ética le siga perteneciendo al hombre por vía absolutamente racional, sin que sus principios o fundamentos salgan de su propio ámbito. Por lo tanto, será preciso darle una explicación a la ética revelada que sea independiente a la teología o religión. Con este objetivo tomaremos a Wittgenstein y su concepción sobre lo expresable y lo inexpresable, lo que está causalmente en el mundo y aquello que está fuera del mundo

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Hagamos una breve semblanza, la concepción wittgensteiniana sobre el mundo. “El mundo es todo lo que es el caso.”2. Todo aquello que es el caso son los hechos que acontecen y, por lo tanto, son descriptivos. Ahora, si son descriptivos significa que están dentro del lenguaje y del pensamiento. “La figura lógica de los hechos es el pensamiento”3. Entonces, todos los hechos del mundo pueden ser planteados como una proposición lógica, científica, descriptiva, etc.

Si hay algo que no podemos describir o decirlo de una manera proposicional-científica hemos de afirmar que no es un hecho del mundo y que, al estar, entonces, fuera del lenguaje, es imposible que se trate, piense o discurra sobre él. En este sentido, tampoco es posible tratar sobre los valores, ya sean valores que posean las cosas por sí mismas, o valores en las acciones, esto es, en el hombre. “[…] En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor.”4

¿Dónde, pues, queda la ética? Es evidente que trata sobre valores, sobre lo bueno y lo malo más allá del mundo mecánico o teleológico. Discierne sobre el deber moral, pero no lo hace de manera descriptiva, fáctica y científica; es decir, cuando le adjuntamos un valor moral a cierta acción, trascendemos de la propia acción, puesto que ella es el hecho, lo descriptivo. En su Conferencia sobre ética Wittgenstein abunda en el tema, declarando y concluyendo que de ser que la ética exista, es inexpresable. Veamos por qué es esta su conclusión.

2 Wittgenstein Ludwig, Tractatus logico-philosophicus, edit. Alianza, Madrid 2012, proposición 1.

3 Id. proposición 3.

4 Id. proposición 6. 41.

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Caravaggio Galeria Uffizi, Florencia Italia

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Lo primero que se nos presenta para dudar de si la ética se encuentra en las cosas mismas o en las acciones del hombre, es el problema de los valores que acabamos de mencionar. Los valores sobre lo bueno y lo malo no parecen ser descriptibles y, por lo tanto, pensables, capaces de ser puestos en lenguaje. Pero si decimos, por ejemplo, que una acción es buena o mala por sí misma, tampoco encontramos exactamente a qué nos referimos con esto. Pensemos en el siguiente caso: “Hitler impulsó una ideología donde se rechazaba a todo aquel que no perteneciera a la raza aria sana e ideal, asesinando a judíos, gente de diferentes razas, inválidos, etc.” Usualmente, diríamos que esto es absolutamente malo en un sentido moral. Sin embargo, ¿qué es realmente lo que podemos decir que está mal? Si decimos que la acción es mala, en realidad no describimos lo malo. Lo único que podemos afirmar con certeza son proposiciones descriptivas, por ejemplo, que fue una guerra en cierto año que duró tanto tiempo; que Hitler asesinó a cierto número de personas, etc. No obstante, en la acción misma no encontramos aquello a lo que le llamamos bueno o malo.

Podríamos pensar que es algo parecido a un símil del lenguaje, esto es, que aquello a lo que llamamos bueno y malo se nos muestra en lo cotidiano, que lo pensamos y lo experimentamos usando un lenguaje metafórico o con símiles. Por ejemplo, cuando afirmamos que un hombre es bueno es totalmente distinto a afirmar que un hombre es bueno jugando futbol. En esta última proposición, encontramos que lo bueno es mecánico y teleológico, es decir, que dicho hombre juega bien porque lo hace conforme a un fin que es, por ejemplo, anotar muchos goles; pero en la primera intentamos expresar algo moral, algo que de hecho no es descriptible. Si decimos que es bueno porque responde ante cierta idea del bien absoluto, no seríamos capaces de describir proposicional y científicamente qué es eso.

De aquí podría aún argumentarse que el lenguaje es insuficiente para expresar aquello que sería una experiencia ética, y que, por lo tanto, usamos símiles que se acercan a decirlo. Sin embargo, todo aquello que es dicho metafóricamente, para que sea un hecho pensable, debe poder ser dicho sin ser metáfora. No obstante, al intentar regresar un lenguaje metafórico que intentaba expresar algún pensamiento ético al lenguaje formal y proposicional, nos damos cuenta de que nunca existió un hecho descriptible. Además, si todavía intentamos refugiarnos en un argumento como que la experiencia ética es algo sobrenatural, caemos en una paradoja. Toda experiencia dura cierto tiempo y en cierto espacio, debe de ser descriptible en un lenguaje proposicional y, por lo tanto, cabe dentro del pensamiento y de los hechos del mundo. “[…] es una paradoja que una experiencia, un hecho, parezca tener un valor sobrenatural […]”5. Esto mismo sucede con el lenguaje en la religión, parece ser que

5 Wittgenstein Ludwig, “Conferencia sobre ética”, t. II, Diarios. Conferencias, edit. Gredos, Madrid 2009, p. 521.

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aquello que sólo ha de poderse mostrar bajo un lenguaje metafórico y figurativo, no es posible decirlo proposicional y descriptivamente, pero hemos de notar que siempre topamos ante este problema: todo lo pensable ha de poder ser dicho en un lenguaje corriente.

Entonces, termina afirmando Wittgenstein “[…] Mi único propósito –y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión—es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado. […]”6. Por lo tanto, cuando hablamos sobre la ética cristiana y se nos muestran las leyes morales como algo extrínseco al hombre, parece ser que es justamente porque no le pertenece a él, ni a su pensamiento ni a su lenguaje. Es algo, pues, que no encontramos en nuestro mundo.

De la misma manera encontramos esta síntesis de la postura wittgensteiniana en sus conversaciones transcritas por Waissman. Expliquemos cuál es el pensamiento de Wittgenstein al discurrir sobre la postura de la ética religiosa de Schlick.

Schlick explica que hay dos maneras de interpretar la esencia de lo bueno en la religión: la primera es que lo bueno lo es porque así lo quiere Dios. La segunda es que Dios quiere lo bueno porque es bueno. Según el propio autor, la primera de las interpretaciones es la más superficial, mientras que la otra es la que realmente expresa el carácter de lo bueno, dándole un valor por sí mismo. Wittgenstein considera que si hay algún sentido y existencia de la ética se encuentra en la primera de las dos interpretaciones: Lo bueno lo es porque así lo quiere Dios. Esto es porque la esencia de lo bueno, según esta proposición, no tiene relación con los hechos y, por lo tanto, no puede explicarse mediante proposición alguna.

La ética, pues, queda como algo inexpresable, fuera de las fronteras de nuestro lenguaje y pensamiento. Y esto coincide con una ética revelada, es decir, una ética cristiana. La única manera de encontrar el porqué de lo ético para el cristiano es por medio de la revelación y de la fe. Las Sagradas Escrituras nos muestran exactamente esto, que la palabra de Dios Hijo es la forma en la cual se nos revela la mejor forma en la que hemos de vivir. Algo que queda en suspenso es qué conexión existe entre el hombre y una ética extrínseca, alejada, revelada; ¿hasta qué punto sigue algo siendo ética cuando no le pertenece al ser humano? Intentaremos concluir al final abordando esa pregunta.

Ahora bien, ¿cuál sería el contraargumento de estas tesis?, es decir, quién y cómo defendería que la ética, de hecho, está al alcance del hombre, que es de sí mismo, y, sobre todo, que es expresable y objeto del lenguaje y del pensamiento. Podríamos, me parece, sólo dar dos respuesta o vías útiles para argumentar una tesis contraria a la ya expuesta. La primera de

6 Id. p. 523.

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ellas es afirmar que la ética es naturalmente del hombre y que la descubre a través de la luz de su razón; que cuando pregunta por la mejor forma de vida descubre el bien, lejos de la experiencia, de lo contingente. Esta propuesta es similar a los principios éticos provenientes de Dios, pues la absolutidad del bien es tomada por el hombre para sus leyes morales. Entonces, el ser humano concibe por su razón que existe el bien y el mal, que tiene la capacidad de juzgar moralmente; se acerca con la razón pura a buscar los principios de lo que rige lo bueno y las buenas acciones, y las encuentra como algo que le pertenece. La única diferencia que me parece importante señalar entre ésta y una ética cristiana-revelada, es que en una se llega al bien como algo propio del hombre, como una razón práctica y a priori, mientras la otra llega a lo inexpresable e inconcebible de Dios.

Es común en el filósofo y en el religioso optar por esta opción, pues parece ser la más satisfactoria. La ética sigue siendo algo del hombre; el bien se conoce por medio de la razón encontrando sus principios, fundamentos y leyes absolutas. En el caso del religioso, intenta conciliar los principios morales provenientes de Dios con el descubrimiento racional del hombre y su cercanía natural con Dios mismo. Pero no olvidemos, apegándonos a Wittgenstein, que si es racional puede ser planteado como un hecho, como una proposición lógica y científica, es decir, descriptible. En todo caso, habríamos de refutar el planteamiento del filósofo afirmando que no todo lo racional es susceptible de ponerse en una proposición descriptiva, lo cual parece imposible.

Entonces, decir que la ética es solamente del hombre para el hombre y que se conoce por medio de la luz de la razón, se nos muestra como un camino pedregoso. Por ese motivo optaremos por la segunda opción como contraargumento de la ética revelada: una moral empírica. En el Tratado sobre la naturaleza humana Hume propone la única manera en la que, empíricamente, es posible admitir algo parecido a una ética.

El primer paso que da Hume para explicar la única posibilidad de entender la ética, que más que ética es un estudio sobre el comportamiento humano, es rechazar toda posibilidad de que la moral y sus respectivas normas estén fundamentadas en la razón, o que puedan ser examinadas bajo ella. La ética se refiere en todo momento a la acción y, sobre todo, a la acción virtuosa y la acción viciosa; es decir, es un estudio práctico del hombre. Bajo esta dirección, afirma Hume que las acciones laudables o reprochables lo son de esa manera por un sentimiento o pasión que pertenece solamente a la subjetividad del hombre. Esto significa que no existe manera alguna de encontrar leyes universales que rijan o, mejor dicho, que deban de regir el comportamiento del ser humano.

“La razón consiste en el descubrimiento de la verdad o la falsedad.”7 Cuando le damos un carácter a las acciones sobre si son buenas o malas, no nos referimos a su veracidad o falsedad; no resulta ser el hecho de

7 Hume David, Tratado de la naturaleza humana, edit. Alianza, Madrid 1977, p. 675.

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las acciones al que no referimos, sino al valor de ellas. Es, entonces, evidente en este sentido que no hay ninguna relación entre aquello que el entendimiento califica del mundo como verdadero o falso, y la propiedad de lo bueno y lo malo. Nótese el desapego de la tríada platónica.

Ahora, si el carácter moral del hombre no pertenece a la razón, a su entendimiento, ni a una ciencia que haga juicios sobre lo verdadero y falso, ¿a qué, pues, pertenece la ética? La respuesta de Hume se sigue manteniendo en una dirección completamente empírica; la moral no es más que un sentimiento, la empatía de un ser humano a otro. En este sentido, se apela simplemente a un sentimiento común, que, como buen sentimiento, nunca cabe dentro del análisis de la ciencia ni de un lenguaje enteramente lógico.

El sentimiento moral se reduce para Hume como una aprobación y desaprobación de ciertas acciones. Esta aceptación o rechazo se debe al placer o dolor que causa en el sujeto; es decir, que sentimos placer

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cuando observamos o hacemos acciones loables, y dolor cuando sucede en acciones reprochables. Bajo esto podemos afirmar, pues, que la ética se reduce a las cuestiones físicas sobre el placer y el dolor como sentimiento específico del hombre. En caso de que preguntáramos por qué es que surge este placer y dolor y si no es más bien que están subyugados ante las nociones del bien y del mal, para Hume, esta pregunta resulta insostenible, pues la mera experiencia sólo nos brinda este conocimiento. El indagar sobre los caracteres del bien y del mal más allá de nuestra percepción de sentimiento, es crear falacias intelectualistas.

En realidad, las posturas de Wittgenstein y de Hume no son del todo distintas, me atrevería a observar que ambas pretenden marcar los límites del conocimiento humano sobre la ética. Hume intenta explicar lo único que podemos decir sobre el deber del hombre; Wittgenstein refiere a aquello por lo que la ética resulta inexpresable. Sin embargo, la diferencia entre estos filósofos consiste en los límites; mientras Hume afirma que sólo existe esta ética empírica y no es posible saber de la existencia de una trascendental, Wittgenstein nos brinda razones por las cuales creer que de hecho existe tal ética, y que, sin embargo, resulta inexpresable fuera del alcance del hombre.

El planteamiento que hemos hecho sobre la imposibilidad del análisis de la ética como un hecho o como una ciencia, nos deja sumergidos, lamentablemente, en una caótica anarquía y confusión; pues, aunque nuestras consideraciones parezcan verdaderas en un sentido formal, su contenido no nos brinda satisfacción alguna. Bajo este análisis, lo único que puede el hombre decir sobre la ética se reduce a sentimientos sobre placer y dolor; pero cuando nos referimos a una ética de este tipo, la dejamos de llamar ética, y preferimos otorgarle esta investigación a la psicología o a otras ramas de la ciencia que pretendan decirnos cómo es que calificamos de bueno o malo tal cosa. Sin embargo, el discernimiento sobre el valor de lo bueno y malo, queda en un ámbito del cual no podemos decir nada, es decir, al momento de hablar sobre ética, deja de ser ética, y cuando pretendemos indagar en ella misma, sólo podemos guardar silencio.

¿Cómo conducirnos ahora? Si no es posible hablar sobre lo bueno y lo malo con exactitud, ¿con qué fundamento reprochamos o aceptamos ciertas acciones; cómo pretendemos elaborar leyes que se jactan de ser las mejores? En todo caso, sólo quedaría colocar a la ética, como pretende hacerlo Wittgenstein, en el ámbito de lo místico. La ética cristiana al estar fundamentada en la revelación, no parece darnos problemas, al menos no la clase de problemas que hemos tratado, pues siempre podemos aludir a la fe. Sin embargo, ¿qué pasa cuando la ética deja de encontrarse al alcance del hombre y se postula como leyes inaccesibles pertenecientes a Dios? Si los valores sobre lo bueno y lo malo no pertenecen al hombre, ¿dónde encontramos el deber más allá de las promesas divinas? No parece fácil una solución a este problema.

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No obstante, sí encontramos algo ventajoso a este asunto: delimitar aquello que podemos decir de lo que no. Y, en este sentido, colocarnos en una humilde posición ante la ética, sin pretender elaborar y descubrir aquellas leyes máximas y universales que han de regirnos. Que existe algo tal como la ética, parece que tenemos más razones en su favor que en su contra; lo que podamos afirmar o negar de ella, queda en tinieblas, y no sólo para el científico, sino también para el filósofo, teólogo o creyente.

BIBLIOGRAFÍA

Hume David, Tratado de la naturaleza humana, edit. Alianza, Madrid 1977.

Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, edit. Éxodo, México 2008.

Wittgenstein Ludwig, Conferencia sobre ética, t. II, Diarios. Conferencias, edit. Gredos, Madrid 2009.

____, Tractatus logico-philosophicus, edit. Alianza, Madrid 2012.

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LA DIMENSIÓN TEOLÓGICA DEL CANTO EN SAN AGUSTÍNFr. José Gallardo García, [email protected]

Introducción

La constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II sobre la liturgia, donde se oficializa el movimiento de renovación litúrgica del s. XX, ha derivado en diferentes cambios en las celebraciones litúrgicas, muy dignos de alabanza, como aquellos que permiten a la asamblea reunida sentirse parte de la celebración de los santos misterios y no un simple espectador; sin embargo, las deficiencias no pueden pasar desapercibidas. Uno de los elementos celebrativos que más ha llegado a carecer de una adecuada aplicación es el musical.

El canto en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia va mucho más allá del plano meramente estético, está llamado a ser una auténtica expresión de fe de la Iglesia misma. Entrar en la dimensión teológica del canto en la liturgia es el propósito de este artículo, apoyada la reflexión en uno de los más grandes pensadores de la humanidad y doctor de la Iglesia: San Agustín de Hipona.

Palabras clave: Liturgia, Música, Canto, Celebración, San Agustin

Siglas o abreviaturas.AAS: Acta Apostolicae Sedis.Conf: San Agustín, Confesiones.DV: Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación,

del Concilio vaticano II.IGMR: Institución General del Misal Romano, 3ª edición típica.In Ps. San Agustín, Comentario a los Salmos.Reg. Regla de San Agustín.Serm: San Agustín, Sermones.

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Puesto que hablar de música puede derivar en un mar de posibilidades, es necesario, primeramente, aprender a distinguir tres categorías que a veces se llegan a manejar indistintamente: la música religiosa, la música sacra y la música litúrgica. Mientras que hablar de música religiosa refiere a un concepto general que lo mismo puede abarcar una religión que otra, con tal que refiera –aunque sea vagamente- a una idea de trascendencia o divinidad, referirse a la música sacra en ambiente católico, exige una referencia obligada y clara a los principios de fe de la Iglesia. La música sacra, sin embargo, no es necesariamente litúrgica, puesto que para alcanzar esta categoría requiere una identificación plena con cada elemento de la celebración litúrgica. Podemos decir que toda música litúrgica es sacra, pero no toda música sacra llega a ser litúrgica. Esta primera precisión es también la primera limitación del presente escrito: el canto en el contexto de la música litúrgica.

En la alta Edad Media el canto gregoriano comenzó a posicionarse como el canto propio de la tradición romana, y hasta la actualidad éste sigue considerándose como el canto propio de la liturgia occidental (influenciando incluso a las tradiciones ambrosiana e hispánico-mozárabe). Sin embargo, encontrar actualmente una digna interpretación del gregoriano resulta más bien un motivo de novedad.

En los siglos posteriores al Renacimiento, la polifonía fue ganando terreno en la música sacra, llegando a su mayor expresión con las obras de grandes maestros como Bach, Vivaldi, o Mozart; obras que, en el terreno artístico y cultural, es indudable su grandeza, pero que en el plano celebrativo litúrgico hoy difícilmente consiguen responder al principio de participación activa, planteado por la reforma litúrgica conciliar.

La llamada “música popular” ha entrado con fuerza en muchas de las comunidades eclesiales, pero el mismo término “popular” muchas veces se utiliza en sentido peyorativo, como sinónimo de baja calidad o aquello a lo que pueden acceder las personas consideradas de baja condición socioeconómica o cultural. En el mejor de los casos, la música popular se ha incorporado para acompañar la expresión de fe en una comunidad reunida. Digo “en el mejor de los casos”, porque en la celebración de la Eucaristía, de

Pergamino Manuscrito para canto, 1520Collección Capilla Sixitna

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los otros Sacramentos o de la Liturgia de las horas, la recitación suele ser la forma ordinaria, reservando la música para algunas celebraciones. Con todo, la incorporación de la música popular no significa necesariamente que se trate de una presencia adecuada de la música en la liturgia.

Siguiendo con esta posible descripción de una realidad, se presenta un nuevo reto: la inculturación. Señalo lo anterior porque se trata de una realidad cada vez más fácil de identificar, aunque se sabe que un análisis exhaustivo de la realidad de la música litúrgica actual, así como el tema de la inculturación, requeriría un esfuerzo que sobrepasa enormemente los límites del presente artículo.

Por otro lado, el estudio de los Padres de la Iglesia ha retomado gran fuerza en los años del post concilio, baste señalar la instrucción sobre el estudio de los padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, de la Congregación para la educación católica, del 30 de noviembre de 1989. El conocimiento del pensamiento patrístico no significa regresar nostálgicamente a los primeros siglos de la cristiandad; significa no perder de vista los orígenes de la rica tradición de la Iglesia. En medio de este reencuentro con la tradición patrística, san Agustín de Hipona se nos presenta como un punto de referencia obligado, en especial para la Iglesia latina.

Justamente en el plano de la tradición patrística, y concretamente con san Agustín, es que desarrollo el presente artículo, como un modo de acercarnos a la comprensión del pensamiento de este padre, de modo tal que pueda dar una luz para reinterpretar nuestra realidad en el ámbito litúrgico y, concretamente, de la música litúrgica. He aquí la justificación del presente escrito.

Soy plenamente consciente que acercarme a un autor como san Agustín, conlleva una primera dificultad: la enorme extensión de su obra. Ante la incapacidad de un análisis de todos sus escritos, me he limitado al libro X de las Confesiones y al Sermón 336. Las pocas referencias que se encuentran a otras obras del santo se incluyen gracias a pistas que nos han proporcionado los trabajos de autores como Cipriano Vagaggini en su libro La preghiera nella Bibbia, Jorge Piqué Collado en su tesis doctoral Teología y música, y Agostino Trapè en su comentario a la Regla de san Agustín.

No pretendo abordar el tema de la música en general, que implicaría otro estudio por su complejidad filosófico-teológica. Limito, pues, mi trabajo al tema del canto, buscando la interpretación teológica que san Agustín da de ello, aproximándome a la experiencia que él tuvo del mismo y su implicación comunitaria, tan importante para quienes lo tenemos como padre espiritual.

Contexto patrístico del canto

La presencia del elemento musical en la vida de la comunidad cristiana se puede encontrar desde los textos bíblicos neo testamentarios, como 1Cor 14,15 “cantaré salmos con el Espíritu, pero también los cantaré con la mente”, sin duda en consonancia con la tradición judía de cantar en momentos rituales, como el mismo Señor Jesús lo hizo en la llamada última cena, al

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cantar himnos al final de la cena y justo antes de dirigirse al Monte de los Olivos (cfr. Mt 26,30; Mc 14,26). La presencia del canto no es ajena a la celebración litúrgica, que, como en aquélla celestial, toca y canta delante del Cordero (cfr. Ap 5,8-9; 14,2-3; 15,3).

En la época patrística, las comunidades cristianas tenían sus reservas respecto a la música como elemento de la celebración litúrgica, habiendo una oposición clara al uso de instrumentos, los cuales eran tenidos en referencia a los cultos idolátricos y espectáculos paganos. En contraposición, el hombre era considerado el instrumento musical perfecto,1 razón por la cual el canto no fue extirpado de la vida litúrgica de la Iglesia.

Siendo conocedores del “poder” que la música ejerce sobre las almas, pudiéndolas llevar moralmente a la salvación -por su capacidad de evocar la trascendencia- o a la seducción -cuando se convierte en un deleite en sí misma-, los santos padres muestran cómo el canto debía estar supeditado y en función a la Palabra, de modo que la música fuese un instrumento para el contacto del fiel con la Palabra revelada –que era lo único considerado verdaderamente importante- y aquello que no fuera referido a la Palabra divina no tenía cabida en la celebración cristiana.2 En este contexto patrístico, la cuestión musical se refiere fundamentalmente al canto, y, en especial, al canto de los salmos, el cual -según señala C. Vagaggini, citando algunos textos patrísticos- tiene entre sus características:

“su profunda correspondencia a la psicología humana; su utilidad para hacer penetrar en las almas una sana instrucción religiosa, entremezclada con un moderado placer estético; su eficacia para crear la psicología de la unidad entre los que participan; su fuerza como expresión del amor e incitación al amor; su honor al formar, bajo ciertas condiciones, como un terreno muy favorable en el cual se puede desarrollar la auténtica oración y, bajo el influjo de la gracia, nacer una verdadera contemplación que no excluye los grados más elevados; su valor pastoral…”3

Finalmente, hay que recordar que en la antigüedad cristiana la alabanza vocal estaba íntimamente unida al canto, identificándose los verbos salmodiar con cantar.4

El canto como expresión de la caridad

San Agustín platea el canto como imagen o, mejor dicho, como expresión de los sentimientos más profundos5 y, en última instancia, de la caridad, según la famosa frase “Cantar es propio del que ama”,6 recogida en la

1 Cfr. Basurko Javier, «La vida litúrgico-sacramental de la Iglesia en su evolución histórica» en La celebración en la Iglesia, dir. Dionisio Borobio, Salamanca 2000, edit. Sígueme, p. 102.

2 Cfr. Piqué Collado Jorge, Teología y música. Una contribución dialéctico-trascendental sobre la sacramentalidad de la percepción estética del Misterio (Agustín, Balthasar, Sequeri; Victoria, Schönberg, Messiaen), Roma 2006, pp. 89-92.

3 Vagaggini Cipriano, La preghiera nella Bibbia e nella tradizione patristica e monastica, 2ª edición, Milano, 1988, Edit. Paoline, p. 432.

4 Cfr. Id. p. 431.

5 Cfr. Serm. 256, 3; Trapè Agostino, S. Agostino. La Regola, Milano 1971, p. 191.

6 Serm., 336, 1.

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institución general del Misal Romano para señalar la importancia del canto en la celebración litúrgica.7 Pero, ¿qué relación encuentra el Obispo de Hipona entre el canto y la caridad? En el sermón 336, Agustín de Hipona lo explica en el contexto de una celebración en la dedicación de la Iglesia. La relación amor-canto parte de la reflexión que él hace del texto escriturístico “Canten al Señor un canto nuevo” (Sal 95,1) y del supremo mandato del Señor Jesucristo (Jn 13,34). En el referido sermón 336, san Agustín busca que sus interlocutores comprendan la necesidad de la edificación de la Iglesia, no sólo en el sentido material, sino entendida como la comunidad de los bautizados, fundada en el amor como cumplimiento del mandato divino, pero aprovecha el canto del Salmo -que él mismo asegura que fue cantado cuando se reedificó el templo de Jerusalén, después del exilio- para señalar la novedad del amor cristiano que se funda no ya en el amor humano, sino en un amor nuevo de origen divino: “¿Cuál es en realidad el contenido del canto nuevo? Cantar es propio de quien ama”.8

El canto no sólo es una imagen de la caridad; en el sermón referido, San Agustín señala explícitamente que el Salmo ha sido cantado: “Pongan atención al Salmo que ahora hemos cantado…; exulta de júbilo el canto de la dedicación del templo y dice…”9 Vemos, pues, que más allá de la alegoría, realmente se trata del canto en cuanto tal, dentro de una celebración litúrgica, pues en la época patrística no existía la práctica de la recitación o lectura silenciosa de los salmos.10

La experiencia que San Agustín tuvo del canto.

El tema del canto fue más allá de la reflexión teológica, formaba parte de la experiencia de Agustín, de su vida antes de la conversión, según lo que él narra en las Confesiones: “Más tenazmente me enredaron y subyugaron los deleites del oído; pero me desataste y libraste”.11

Parecería que el canto no fuera considerado por el obispo de Hipona como algo positivo, sin embargo el mismo Agustín declara, refiriéndose a la experiencia con la comunidad cristiana de Milán, en los meses previos a su bautismo:

¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas.12

La diferencia en la consideración de la experiencia del canto pagano y cristiano que el Obispo de Hipona manifiesta, se debe a un solo elemento: la relación del canto con la Palabra.13

7 Cfr. IGMR, 39.8 Serm., 336, 1.

9 Id., 336, 3.

10 Cfr. Vagaggini, op. cit., pp. 431-432.

11 Conf., X, 33, 49.

12 Id., X, 7, 16.

13 Cfr. Id., X, 33, 49.

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La Adoración del Cordero Místico - El Altar de Gante 1432Detalle Ángeles cantores.

Hubert y Jan van Eyck, Gante Bélgica,

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El Hiponense, de acuerdo a la mentalidad de su tiempo que advierte del peligro de la vanagloria y la teatralidad en canto religioso,14 deja ver ciertas reticencias en cuanto al canto, al considerar el riesgo del deleite en la melodía y no tanto en la Palabra, por eso él mismo confiesa en ocasiones inclinarse a la severidad de cantar de una forma, que más bien parece recitar los salmos, pero recuerda su experiencia en los inicios de su conversión y reconoce las bondades del canto bien interpretado, mostrando una fuerte tensión interior. Agustín deja en claro que la bondad no está en el canto sino en lo que se canta, aunque reconoce la necesidad de la belleza de la interpretación para que la Palabra pueda llegar más profundamente al interior del que escucha.15

El jubilusAnte la imposibilidad de que el hombre pueda decir –y cantar- algo

adecuado sobre Dios y para Dios, el canto de textos bíblicos parece la única vía cierta; nos encontramos, sin embargo, con que san Agustín tiene en gran estima el jubilus, una “modalidad del canto sin palabras, como vociferación alegre y jubilosa”.16 Se nos presenta una aparente contradicción: cantar la Palabra y cantar sin palabras. Sin pretender indagar demasiado en la cuestión, que sobrepasaría grandemente los propósitos del presente escrito, podemos encontrar una luz en la constitución dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, que, haciendo referencia al propio san Agustín, declara que “en la Sagrada Escritura Dios ha hablado a través de los hombres y a la manera humana”.17 La Palabra, al ser expresada en palabras, es incapaz de expresar la totalidad de la realidad divina y ante esto se presenta la modalidad del jubilus como una especie de “canto perfecto”, entendido en la dinámica del hombre que busca cantar la grandeza divina, pero ante la inefabilidad de ésta no puede más que expresar un murmullo en la modulación de una vocal y abandonándose a ella, para manifestar interiormente aquello que de modo exterior resulta imposible.18 En este sentido el padre Piqué en su tesis doctoral, citando a M. B. Zorzi, afirma: “Consecuencia imprescindible de la inefabilidad de Dios en el hombre era la postura del silencio, considerada único verdadero culto a Dios”.19

El canto se vuelve a encontrar y corresponder con la caridad en la modalidad del jubilus pues la experiencia de la trascendencia de Dios no puede ser cantada con palabras viejas, sino con el cántico nuevo –la caridad-, mismo que confiesa la grandeza de Dios y a la vez la limitación del hombre por el pecado, es el canto que se transforma en una alabanza, en un ¡Aleluya! permanente, en un jubilus capaz de expresar lo que de otro modo sería imposible.20 Se puede ver esta doble confesión que desemboca en el jubilus,

14 Cfr. Vagaggini, op. cit., p. 433.

15 Cfr. Conf., X, 33, 49-50; Piqué, op. cit., pp. 116-117.

16 Piqué, op. cit., p. 95.

17 DV 12; AAS, núm. 58, Civitas Vaticani 1966, p. 823.

18 Cfr. Vagaggini, op. cit., p. 446.

19 Piqué, op. cit., p. 96.

20 Cfr. Id., pp. 112-113.

Canto

perfecto

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en la misma dinámica que san Agustín maneja en sus Confesiones, donde a la vez que reconoce su pecado, reconoce la gracia y grandeza divinas:

Grande eres, Señor, y laudable sobremanera; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene número. ¿Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación, y precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios? Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.21

Nivel comunitario del canto

Al señalar el aspecto comunitario del canto, vale la pena explicitar la estrecha relación de éste con la oración, algo que de algún modo ya hemos señalado. Si bien entre las obras de san Agustín no se encuentra un tratado sobre la oración, en diversos escritos como la Carta a Proba o el Comentario al Padrenuestro encontramos el pensamiento de San Agustín sobre el tema.22

Cuando San Agustín habla de la oración a nivel personal, como un diálogo entre Dios que habla en la Escritura y el hombre que habla a Dios en la oración,23 él no señala indicaciones sobre el modo de desarrollar dicha oración, sino que se centra en señalar la actitud interior que el orante ha de tener;24 tomando las palabras del p. Van Bavel: “se necesita una armonía entre los labios y el corazón, entre lo interno y lo externo, entre la teoría y la práctica, el ideal y la vida”.25 San Agustín lo expresa de la siguiente manera: “Cuando ustedes oren a Dios con salmos e himnos, que sienta el corazón lo que profiere la voz”.26

En el caso de la oración común, en el capítulo II de la Regla de san Agustín,27 hay indicaciones, aunque pocas y elementales, referentes al modo en que se desarrolla el momento de oración común. Se trata de un capítulo sumamente breve, pero en donde se puede notar la alusión al canto, indicado casi como algo sobreentendido:

Cuando ustedes oren a Dios con salmos e himnos, que sienta el corazón lo que profiere la voz. Y no deseen cantar sino aquello que está mandado que se cante; pero lo que no está escrito para ser cantado, que no se cante.28

Como ya hemos visto, en la época patrística orar con los salmos e himnos bíblicos implicaba el uso del canto que, aunque no se excluye de la oración

21 Conf., I, 1, 1.

22 Cfr. Cipriani Nello, La pedagogia della preghiera in s. Agostino, Palermo 1984, pp. 11-12.

23 Cfr. In Ps., 85, 7.

24 Cfr. Cipriani, op. cit., pp. 19-21.

25 Van Bavel Tarsicius , La Regola di Agostino D’Ippona. Introduzione Traduzione Commento, Palermo 1986, p. 67.

26 Reg., II, 12.

27 Aunque han existido controversias sobre la autoría de la Regla por parte de san Agustín, en la tradición monástica y mendicante se acepta como un texto legítimo de este padre de la Iglesia. Cfr. Van Bavel, op. cit., pp. 15-21; Trapè, op. cit., pp. 77-81.

28 Reg., II, 12-13.

Oraci

ón comú

n

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privada, era referido sobre todo a los momentos comunes.29 La segunda parte del texto referido presenta explícitamente al canto, pero presentado en forma negativa, probablemente como una respuesta a los excesos de los donatistas que cantaban de una forma frenética,30 ante lo cual San Agustín, como ya hemos visto, se muestra claramente contrario.31

El canto de la oración común es para san Agustín, como para otros padres de la Iglesia, la expresión de la unidad y, a la vez un elemento que favorezca dicha unidad entre los fieles32 y, como hemos ya visto, es también expresión de la caridad. La comunidad reunida para la oración, a través del canto de salmos e himnos, se vuelve, en el pensamiento agustiniano, la concretización del Canten un cántico nuevo.

En el canto comunitario convergen dos de los pilares de la teología agustiniana: la caridad y la unidad. Para san Agustín la unidad se da sólo cuando se está dentro de la Iglesia, y quienes están fuera están también contra la Iglesia,33 siendo sólo los que se encuentran en la unidad de la Iglesia capaces de elevar la verdadera alabanza a Dios, con oraciones y cantos.34

Conclusión.

La experiencia que Agustín tuvo de los cantos que entonaba la comunidad cristiana, durante su proceso de conversión, lo marcó profundamente y lo llevó a tener en alta estima esta forma de expresar la alabanza a Dios.

29 Cfr. Trapè, op. cit., p. 191.

30 Cfr. Id., 189.

31 Cfr. Conf., X, 33, 50.

32 Cfr. Vagaggini, op. cit., pp. 459-461.

33 Cfr. Evans G. R., «Católica: La Iglesia es Católica», en Diccionario de San Agustín, dir. Allan D. Fitzgerald, edit. Monte Carmelo, Burgos 2001, p. 250.

34 Cfr. Vagaggini, op. cit., p., 462.

Pergamino Manuscrito para canto, 1520Detalle.Collección Capilla Sixitna

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Aun careciendo de un tratado como tal sobre el canto (recordemos que su tratado De musica está planteado más desde el aspecto filosófico), el Obispo de Hipona deja ver en sus escritos la dimensión que el canto puede adquirir, cuando pasa de ser una emisión armoniosa de sonidos a una expresión de la caridad en la unidad de la Iglesia.

De las páginas anteriores se pueden concluir que sólo el canto de textos bíblicos puede considerarse adecuado para expresar la alabanza, aún en el caso del jubilus, pues aunque las palabras se pierdan en la inefabilidad divina, pueden hacerlo sólo a partir de la Palabra revelada. Pero para san Agustín este canto no se entona en la soledad, sino que se trata de un cántico nuevo que se vuelve expresión de la caridad y la caridad sólo puede concretarse en medio de la comunidad.

En el desarrollo de las celebraciones litúrgicas, los padres de la Iglesia, como san Agustín, nos enseñan a revalorar la riqueza que el canto tiene, más allá de su dimensión estética, en su dimensión teológica. Liturgistas, músicos y responsables de la pastoral de cada comunidad, a partir de las enseñanzas el maestro de Hipona, juntos podemos responder a la siguiente pregunta: ¿Qué cantar en la celebración litúrgica? La Escritura; a lo que yo agregaría: y las expresiones que, a partir de la Escritura, la Iglesia ha formulado.

BIBLIOGRAFÍA

Cipriani Nello, La pedagogia della preghiera in s. Agostino (Quaerere Deum 2), Palermo 1984.

La Celebración en la Iglesia, vol. I, Liturgia y sacramentología fundamental (Lux mundi 57), dir. Dionisio Borobio, 5ª edición, Salamanca 2000.

Piqué Collado Jorge, Teología y música. Una contribución dialéctico-trascendental sobre la sacramentalidad de la percepción estética del Misterio (Agustín, Balthasar, Sequeri; Victoria, Schönberg, Messiaen) (Tesi Gregoriana. Serie Teologia 132), Roma 2006.

Sanctus Augustinus, Confessionum libri XIII en Patrologia. Series latina, 32-1, ed. J. P. Migne, Paris 1845, col. 657-968; traducción española, Las confesiones, en Obras completas, t. II, edit. BAC, Madrid 2005.

____, Sermones en Patrologia. Series latina, 38, ed. J. P. Migne, Paris 1845; traducción española, Sermones, en Obras completas, t. XXV, edit. BAC, 4ª edición, Madrid 1981.

Trapè Agostino, S. Agostino. La Regola (Caritas in veritatis), Milano 1971.

Vagaggini Cipriano, La preghiera nella Bibbia e nella tradizione patristica e monastica (Edizioni paoline 10), 2a edición, Milano 1988.

Van Bavel Tarsicius, La regola di Agostino d’Ippona. Introduzione Traduzione Commento (Quaerere Deum 3), Palermo 1986.

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4 Lo inexpresable de la ética reveladaDiego Enrique Vega Castro

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