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ICONOS DE ESTILO

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iconosde estiloUna mirada a la indUmentaria tradicional

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Entre 1799 y 1800, Francisco de Goya realiza dos retratos de la reina Mª Luisa de Parma, conservados en el Palacio Real de Madrid, que llaman la atención por la enorme diferen-cia que hay entre los vestidos que luce la soberana. En Mª Luisa de Parma en traje de corte, la reina es retratada a la moda francesa, con un vestido de corte imperio; mientras que en Maria Luisa de Parma con mantilla, la soberana se representa a la española, con una basquiña y una madroñera, además de una gran mantilla de encaje, todo ello en el color que ya se asociaba con el modo de vestir español: el negro.

Las dos formas de vestir de Mª Luisa nos muestran la complejidad de la historia de la in-dumentaria en España que, como en el resto de las manifestaciones culturales de nues-tro país, se debate entre la influencia extranjera y la necesidad de encontrar la esencia de lo español, para usarla como base de una modernidad propia.

La influencia extranjera será innegable durante todo el siglo xix, si bien pequeños ele-mentos decorativos (madroños, caireles…), la omnipresente mantilla o el mantón de ma-nila darán un toque español a las modas europeas. La tradición española persiste en las zonas rurales, las alejadas de las modas urbanas, en el traje popular y, a finales del siglo xix y primeras décadas del xx, con el esplendor de los estudios folcloristas, será redescu-bierta la riqueza, la variedad y la profunda sabiduría que hay detrás de estos trajes, que comienzan a percibirse como el emblema de las distintas comarcas y regiones españolas.

Y cuando una nueva generación de modistas salten a la escena nacional e internacio-nal en esos años, la influencia de la tradición popular española brillará en sus diseños. En primer lugar el gran Balenciaga, pero también Ana Pombo, Antonio del Castillo y otros, incorporarán esa esencia de “lo español” ese gusto por el detalle barroco, por el color intenso, por la forma geométrica que aprenden de la tradición popular española y lo trasladarán a diseños que triunfan en la esfera internacional. La contraposición que se aprecia en los cuadros de Goya se transforma en una inteligente síntesis en las manos de Balenciaga.

El traje popular español es conocimiento profundo de los materiales y sus posibilidades, de las técnicas artesanales convertidas en un factor de lujo y distinción, de la concep-ción geométrica e intelectual del cuerpo frente a visiones biologicistas, del simbolismo y la trascendencia de la indumentaria frente a la visión económica y comercial. Unas ideas tan alejadas de las percepciones que hoy en día tenemos de la moda, que las produccio-nes populares no pueden sino intrigarnos, despertar nuestra curiosidad y convertirse, como ya ocurrió hace unas décadas, en una incansable fuente de inspiración para los diseñadores del presente y del futuro.

Fernando Benzo SáinzSecretario de Estado de CulturaPresidente de Acción Cultural Española [AC/E]

iSBn978-84-8181-706-5 [museo del traje]978-84-15272-94-6 [ac/e]niPo 030-18-103-3 dl m-13308-2018

© de la presente edición: ministerio de educación, cultura y deporte. Secretaría General técnicaSociedad mercantil estatal de acción cultural, S. a.© de los textos: sus autores© de las imágenes: manuel outumuro

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entre la SomBra y la lUz

máS allá del tóPico

Una mirada a la indUmentaria tradicional

la herencia del PaSado

la joyería tradicional eSPañola: hiStoria deUna SedUcción

joSé ortiz echaGüe

intención docUmental y viSión Poética

GeoGrafía de eStiloS

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olivier Saillard

entre la SomBray la lUz

comisario. Palais Galliera

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Amplios y sobrecogedores corredores protegen los fondos del Museo del Traje, situado en la periferia de Madrid; estos pasillos fueron hace años el gigantesco telón de fondo de las obras que hoy posee el Museo Reina Sofía. Los peines metálicos que sujetaban la ingente cantidad de cuadros han dado paso hoy a armarios deslizantes, elementos de almacenaje para las prendas de indumentaria. El impresionante silencio de este territo-rio despoblado es el hogar de vestidos, abrigos, pantalones y camisas a la espera de que alguien los reclame para una exposición. Es aquí, sobre dos alturas, donde se concentra la increíble colección de tejidos antiguos de Mariano Fortuny junto con un conjunto significativo de piezas de su colección, mientras que otros espacios recogen obras de los siglos xix y xx en una de las colecciones de moda más hermosas que existen, en la que el maestro Balenciaga está hábilmente representado.

Quien tiene la suerte de perderse en este laberinto, digno de un decorado de película de ciencia ficción, descubre un horizonte secreto de fronteras oscuras dibujadas por una estructura de armarios de madera. El mobiliario a medida ocupa estas paredes sin per-donar ni un centímetro.

En este laberinto de pasillos desiertos, oscuros números impresos en papel blanco pre-siden las puertas cerradas; una centena de armarios mudos conservan aquí la colección más importante que existe de indumentaria tradicional española. Una cantidad abru-madora de faldas, blusas, chaquetas y accesorios que hace años constituyeron los fon-dos del Museo del Traje Regional e Histórico. La cantidad de piezas es tan impresionan-te como su calidad y su frescura.

Con motivo de las exposiciones que se organizan en las salas permanentes del Museo del Traje, algunas de estas piezas tienen la suerte, durante unos meses, de brillar en las vitrinas de vidrio en las que dialogan creaciones de alta costura con otras del día a día.

Cada uno de estos armarios de madera modesta y clara está asignado a una zona de España. Andalucía, Aragón, Ávila, Cantabria, Extremadura, Islas Baleares e Islas Cana-rias, León, Madrid, Navarra, Salamanca, Toledo, Valencia y Zamora forman un nuevo mapa geográfico donde los relieves y los paisajes se encarnan en la lana y el algodón. Colgados de dóciles perchas o tumbados en indulgentes cajones, las piezas de cada re-gión proponen una topografía poco habitual para el descubrimiento de un país. Todas estas piezas de uso cotidiano o, al contrario, de ceremonia o de uso excepcional, son el reflejo exacto de un arte del adorno y el vestir tal y como era antes de que la moda industrializara en exceso todas y cada una de las novedades.

Inmutables son las capas de hombre de Zamora, auténticas esculturas tejidas en lana cuyos adornos recortados en negro inventan geometrías siempre diferentes.

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Las Islas Canarias y las Islas Baleares proponen prendas ligeras de algodón y lino borda-do. Los pantalones bombachos y las alpargatas atadas con lazada llenarían de elegancia nuestras calles hoy en día.

Todas estas prendas, confeccionadas con tejidos rústicos y robustos, se distinguen unas de otras por los delicados adornos que las caracterizan. Si bien hay un respeto por cier-tos temas y rituales, y unas convenciones sobre la colocación, siempre idéntica, cada motivo, obra de la mujer que lo bordó, es único.

En este conjunto de trajes que parecen uniformes, no hay un detalle, un color, o una superficie, que siga un modelo estándar. Allí donde el mundo del lujo contemporáneo ha unificado y capitalizado el concepto de singularidad, la indumentaria tradicional es-pañola proclama alto y claro su diferencia. Aquí, lo precioso constituye lo ordinario, for-jado con arte y virtuosismo por bordadoras y costureras.

Hace veinte años, nuestra visión de los trajes tradicionales de cualquier país estaba car-gada de indiferencia. Hoy, cuando nuestro traje típico contemporáneo se reduce a com-binar jerséis, camisetas y pantalones, el traje tradicional nos despierta más curiosidad que nunca. Su superposición de vestidos o faldas, que antes nos parecía un gesto estra-falario e innecesario para la vida cotidiana, hoy nos fascina. La audacia de sus colores, la desmesura de sus volúmenes y la abundancia de sus adornos intimidan al más completo de los armarios modernos.

Muchas camisas de algodón seco, con hilos amarillos y negros meticulosamente cosi-dos en sus puños, podrían sin duda proceder del taller de un diseñador de moda actual, si es que no son directamente su fuente inspiración. Es en esta cierta estabilidad del pa-trón, que la indumentaria tradicional española prohíbe modificar, donde se da la mayor extravagancia creativa a través del adorno.

Sin duda esta exposición sirve para desmentir cualquier aspiración de renovación que la moda intenta imponernos desde hace más de un siglo.

Trajes de día, pero también de toda una vida, la indumentaria tradicional produce emo-ción. No lleva más firma que la de aquellos que se los pusieron. No hay otro logro que el de las manos que lo fabricaron. Esta dimensión íntima y tierna, sin ninguna intenciona-lidad con respecto a la moda, es sin duda el lujo definitivo que nunca resulta ostentoso.

Esta práctica cotidiana que sublima el arte de coser y componer, que reivindica sus erro-res con seguridad, es una respuesta certera y totalmente a la altura del ejercicio parisino de la alta costura.

Increíbles son los vestidos de novia de la región de Toledo, donde los encajes rivalizan con los lazos de colores mientras que los zapatos con bordados de lana serían la envida de cualquier creador contemporáneo.

Inquietante y sin embargo cotidiana es la cobijada de Cádiz, un gran manto negro que cubre parte del rostro dejando ver apenas un ojo curioso.

Generosos son los sombreros de mimbre de Extremadura, adornados con lana y boto-nes. No hay dos iguales, como sucede con las sayas de vibrantes colores que las mujeres recogen para sentarse, colocando sus pliegues como si de un pavo real se tratase.

Increíblemente contemporánea es esta falda de Alicante, cuyos pliegues se cosen para que mantengan su forma durante parte del año, y cuyos colores, del rojo carmín al verde oscuro, cubren una infinita gama de matices.

Más austera y dramática es la larga basquiña típica de Aragón que Sorolla, un apasiona-do de la indumentaria tradicional, pintaría una y otra vez.

En la indumentaria madrileña, en los trajes de majo y maja, encontramos al predecesor del traje de luces en el atuendo masculino, y un conjunto que parece sacado de un cua-dro de Goya en el femenino.

La pieza más misteriosa de todas, perfectamente conservada, es un traje de novia de La Alberca. Procedente de Salamanca, el vestido es en sí una obra de artesanía donde se mezclan los tonos marrones y rosados con la plata y el oro; por él se derraman sin pudor relicarios, medallas y amuletos. Su efecto abrumador nos recuerda a las extravagancias de un desfile de alta costura.

Más austero es el traje de las mujeres de Navarra; también más elegante cuando envuel-ve con naturalidad las caderas o la cabeza, un efecto que se podría comparar al de los trajes de noche de Balenciaga.

En la región de León, son los hombres quienes dotan de poesía a sus piernas y sus tor-sos; sus lazos sirven para sujetar, para adornar y para transmitir sentimientos: sobre ellos aparecen bordados en letras de distintos colores mensajes de amor y fidelidad.

Los sombreros de mimbre de la región de Ávila rizan o alisan la paja de la que están he-chos como hacemos hoy con los peinados; los exquisitos espejos situados en la parte frontal consiguen el buscado efecto intimidatorio. Sobre las faldas de fieltro y lana de generosos volúmenes, donde contrastan los tonos rojos y amarillos, se han cosido do-bladillos que permitirán a la prenda crecer a lo largo de toda una vida.

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Las fotografías de José Ortiz Echagüe ofrecen al visitante la ocasión excepcional de con-templar los trajes en su contexto cotidiano, en el blanco y negro de la fotografía de la época. Muchas de las piezas que se exponen recuperan así la gracia del movimiento. La inclasificable obra de José Ortiz Echagüe funciona como una auténtica labor de investi-gación documental y fotográfica sobre una España hoy desaparecida y ha sido una fuen-te de inspiración para numerosos diseñadores contemporáneos en busca del exotismo de lugares lejanos.

helena lópez de hierro

máS alládel tóPico

comisaria adjunta. museo del traje

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En 1969, en una de sus fantásticas crónicas sobre la alta costura española de la época, la periodista María Pilar Comín ensalzaba los rasgos españoles que ella y el modista Elio Berhanyer —el Courrèges ibérico— veían en la moda internacional. El influjo comenza-ba para ellos, claro está, en el magisterio de Cristóbal Balenciaga, cuya austera geometría, desarrollada después por muchos de sus continuadores, encuentra su raíz en las tradi-ciones indumentarias españolas.

La periodista achaca en su artículo dos pecados al mundo de la moda a la hora de re-conocer esta influencia: el primero, haberla derivado hacia ciertas formas y conceptos estereotipados, asociados a la imagen romántica, folclórica y castiza de lo español (los volantes, los mantones, los encajes), omitiendo la parte conceptual y, sobre todo, arqui-tectónica; y el segundo, pecado propio este, el no haber sabido la propia moda española leer y poner en valor esa influencia fundamental. Porque no solo se debe mencionar a Balenciaga: en París triunfaron también Antonio Castillo y Raphäel, demostrando el sa-ber hacer de los sastres en el corte; y más tarde, Paco Rabanne que llevó al paroxismo ese constructivismo tan hispano.

¿De dónde proceden estos rasgos? ¿Cómo se describe históricamente esa construcción, que se pretende autóctona y en cierto modo, identitaria? Hay que remontarse a tiem-pos de los Austrias para encontrar una influencia global española a través de la creación de una imagen propagandística marcada por la geometría de la silueta, la sencillez y la decoración mínima y el uso del negro como color de la dignidad más elevada. De todos estos atributos, quizá sea la geometría la que perdura a lo largo del tiempo y resume, con excepciones, en que va a consistir la indumentaria tradicional que se codifica en España en el siglo xviii.

Ya con la dinastía borbónica en el poder y las formas francesas totalmente arraigadas en la aristocracia y naciente burguesía, eclosionan las indumentarias regionales, llamadas también tradicionales o populares, en las que confluyen rasgos de modas extranjeras, cultas y pervivencias de elementos atávicos cuyo origen se pierde en la historia. Sus for-mas son tan variadas como lo es la geografía española: desde los pesados conjuntos de lana de las zonas ganaderas de la meseta, a las afrancesadas falleras de Valencia con sus sedas de color pastel, pasando por los majos madrileños, cuya estampa jovial se ha di-fundido por todo el mundo gracias a las pinturas de Goya y a la fiesta de los toros.

La codificación de los trajes tradicionales sintetiza la historia de los mismos. La simpli-fica, en cierta manera. Es obvio que la variedad comporta particularidades que afectan a casi todas las formas de este vestir. Los que han llegado hasta nosotros como principales referentes de un determinado lugar, son los trajes que se empleaban en las fiestas, prin-cipalmente porque son los que fueron conservados a lo largo del tiempo; pero los hay vinculados de forma directa a usos y costumbres cotidianas, reflejo de la economía de

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una determinada región. Hay adaptaciones, híbridos de formas vernáculas con noveda-des que en su momento fueron más o menos recientes. Pero también los hay de origen remoto, vinculados a usos antiquísimos y en apariencia, libres de modificaciones ulte-riores. Pueden ser, en fin, rústicos en su elaboración, sencillos en sus materiales, pero abundan los ejemplos de confecciones primorosas, de una laboriosidad y decoración extrema que puede hacer pensar, salvando las distancias, en las lujosas artesanías del mundo de la costura.

La colección que podemos ver en esta exposición es el germen mismo de la existencia del Museo del Traje. A partir de ella, su recorrido se amplió hacia otras formas de cultura material, hacia una refundación en los últimos años en los que la moda y la indumenta-ria son las protagonistas. La vuelta a los orígenes que se persigue con manifestaciones culturales como la que nos ocupa es la que hacemos nosotros, en estos momentos, con esta exposición. Con ella, no pretendemos hacer un análisis sistemático de todos los trajes que hay en España ni de todas sus regiones, sino mostrar, a través de la mirada de Olivier Saillard y de su fascinación ante esta colección del Museo, siquiera una muestra de la riqueza, complejidad y diversidad de los trajes tradicionales españoles. Buscamos, a partir de su selección, elementos comunes ante tanta variedad y aprendemos de las influencias que han tenido a la hora de crear imaginarios colectivos en el mundo de la moda. Recuperamos, al fin y al cabo, con una nueva mirada, una colección que se con-figura como fundamental a la hora de plantearnos si existen o no elementos que definen la moda española y si es así, en qué se basan.

Probablemente, si debemos señalar un rasgo definitorio de esta variada representación de la cultura española, ese sería el de la creatividad, el ingente caudal de soluciones ori-ginales, sorprendentes, audaces e ingeniosas. La austeridad de aquella moda de los Aus-trias queda difuminada bajo un muy popular gusto por la abundancia y el recargamiento. Si las estructuras que dotan la forma son, en su mayoría, elementales, pesadas, en línea con ese constructivismo del que hablábamos más arriba, la decoración que se sobrepone

–la joyería, accesorios, cintas, puntillas y recortes de tejidos– transforma por completo la idea sobria de la forma en un microcosmos de fantasía que, finalmente, ha resultado ser mucho más fácil de ser captado y asumido como esencia de lo español.

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Una mirada a la indUmentaria tradicional

fotógrafo

manuel outumuro

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La Alberca (Salamanca)Traje de vistas, 1880-1925

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Lagartera (Toledo)Traje de vistas, 1819-1925

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Lagartera (Toledo)Traje de jamellero, 1900-1925

Toledo1900-1925

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Maragatería (León)1900-1925

Donación de Mariano Domínguez Berrueta

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La Armuña (Salamanca)1900-1930

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Salamanca Traje de charros, 1880-1920

Traje de charra: Donación de S. A. R. Isabel de Borbón y Borbón Traje de charro: Donación de S. M. Alfonso XII

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Alfoz de Toro (Zamora)1820-1925

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Alfoz de Toro (Zamora)1880-1925

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Toro (Zamora)1880-1920

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Aliste (Zamora)1890-1925

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ZamoraCapas pardas, 1880-1925

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Ansó (Huesca)1900-1935

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Hecho (Huesca)1900-1925

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El Roncal (Navarra)1880-1925

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La Serena (Badajoz)Traje festivo de pastor, 1900-1925

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Montehermoso (Cáceres)1900-1925

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MadridMajos, 1790-1810

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La Palma (Santa Cruz de Tenerife)1880-1925

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Santa Cruz de Tenerife1880-1925

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Ibiza (Islas Baleares)1890-1925

Donación de Concepción Loring y Heredia, marquesa de La Rambla

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Mallorca (Islas Baleares)Traje de payés, 1900-1925

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Valencia1740-1925

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MurciaTraje de huertana, 1795-1900

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Monóvar (Alicante)1900-1925

Donación Familia Bonmatí de Codecido y Montoya

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Almería1900-1925

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Alosno (Huelva)1780-1935

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Vejer de la Frontera (Cádiz)Cobijada, 1900-1925

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Granada1880-1925

Donación de Concepción Loring y Heredia, Marquesa de La Rambla

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CantabriaAlbarcas, 1880-1940

ZamoraZapato de orejas, 1890-1920

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Navalcán (Toledo)1900-1920

Lagartera (Toledo)1819

Donación Pilar Primo de Rivera y Sáenz de Heredia

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Segovia1900-1930

Montehermoso (Cáceres)1950-1960

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Collaress. xvii-xix

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concha herranz

la herenciadel PaSado

jefa de colecciones. museo del traje

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«Les grands chapeaux espagnols, les petits pieds, les manolos et manolas,et los Españoles et las Españolas!»

Victor Hugo, Fragments d’une comédie, 1840.1

1 – Supuso una feliz circunstancia que esta exposición se mostrara en París, con el título «Costumes espagnols, entre ombre et lumière», entre los días 21 de junio y 24 de septiembre de 2017, y que tuviese lugar en la Casa de Victor Hugo, el gran escritor francés que amó España. Y que además él, en sus escritos, para la caracterización de los españoles y de las españolas tomara como punto de partida su vestimenta.

A pesar de la brevedad de su estancia infantil en Madrid, como hijo del general Joseph Hugo –“general español” al servicio del rey José, según sus palabras–, Victor Hugo dejó constancia de la estima cobrada a España en sus reiteradas menciones “al noble pueblo español” y en la asociación que estableció entre su origen, la ciudad de Besançon donde nació y la prolongada pertenencia de esta a España, en el poema que se inicia con la doble evocación: Besançon, vieille ville espagnole. Sin exageración puede decirse que Victor Hugo soñó ser español.

Cf. Florence Delay, Victor Hugo et l’Espagne, l’Académie française, Paris, 2002.

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2 – Olivier Burgelin, Barthes et le vêtement, Communications, nº 63, 1996, pp. 85–87.

3 – José María Pemán, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, Madrid, 1929, pp. 139–140.

4 – Manuel Amador González Fuertes, “¿Vistiendo España? Trajes e identidad nacional en el reinado de Carlos III”, Cuadernos de Historia Moderna, UCM, 2012, anejo xi, La nación antes del nacionalismo en la Monarquía Hispánica (1777–1824), pp. 73–105 ; Concha Herranz, “Moda y tradición en tiempos de Goya”, Vida cotidiana en tiempos de Goya, Madrid, Lunwerg, 1996, pp. 81 y 85.

En España, la historia del vestido en general, y del traje tradicional en particular, se mue-ve en un marco de falsas transparencias. Por “traje tradicional español” entendemos un conjunto de formas de vestido que a lo largo de un proceso histórico, en cuyo curso se da una paulatina integración de sus componentes, prendas fundamentales y comple-mentos, alcanza a construir una imagen definitoria y reconocible de España y sus re-giones con sus diferentes iconos. Para empezar, su imagen nos habla de inmutabilidad, pero según nos recordará Roland Barthes, el equilibrio de las formas es solo un momen-to dentro de un proceso de continuas transformaciones2. Esto nos lleva a plantear la necesidad de integrar el vestido en el conjunto de usos y valores de una sociedad en sus coordenadas espacio-tiempo. Es lo que hizo pensar a Balzac que el estudio del vestido constituía el mejor cauce para la comprensión de esa sociedad de la cual forma par-te, en cuanto medio de protección física, indicador de status y objeto de un “consumo ostentoso” gracias al cual los grupos provistos de riqueza exhiben su primacía ante el resto del cuerpo social. También en razón de esta disparidad tiene lugar algo asimismo relevante: tantas veces atesorados, los vestidos de las élites se conservan mejor por vía familiar que los utilizados por los estratos populares para su vida y trabajo cotidianos. Un último apunte afecta a la exigencia de que el observador atienda con cuidado a dis-tinguir entre aquello que es efectivamente producto de la tradición y lo que únicamente responde a una tradición inventada en un momento histórico determinado, a cuya cir-cunstancia se adscribe y se limita su significación. Un escritor español del pasado siglo, José María Pemán, habló en este sentido de las falsas tradiciones en España, poniendo como ejemplo a fines del xix el mantón de Manila, el cual solo venía de Manila, siendo de factura china3. Además el mantón ha desempeñado siempre una función de encubri-miento de las prendas tradicionales.

El traje en la construcción nacional

En sus Cartas marruecas, ya en la década de 1770, José Cadalso había definido a España como una de las naciones de Europa, integradora de un abanico de identidades (vascos, andaluces, gallegos, catalanes). La idea de esa nación de base plural se manifiesta en los distintos planos de la cultura: el pensamiento político, la literatura, y como no, la icono-grafía. La historia del traje no falta a la cita, siendo su más destacada expresión la obra del cartógrafo Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, quien a partir de 1776 inicia las entregas de sus grabados, la Colección de trajes de España, para en la práctica componer, con el rigor descriptivo del ilustrado, un mosaico amplio de tipos populares, toreros, majos e indu-mentarias locales. De la Cruz retrata a quienes desde distintos lugares de origen acuden a Madrid a ganarse la vida con sus trajes de oficios. Al igual que otras obras coetáneas, el Abecedario de los vendedores de Madrid y Los gritos de Madrid, van forjando estereotipos, en un puzzle alusivo a un marco común que es España, cuya articulación política ha de llegar con las Cortes de Cádiz, en la Constitución de 18124.

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el rápido proceso de modernización registrado en Europa. El traje y la fiesta de las dife-rentes regiones convergen aquí en esa unidad que es España. La visión de España por Sorolla en la Hispanic Society es su mejor expresión.

La Hispanic Society de Nueva York, fundada en 1904, gracias al mecenazgo de Archer Milton Huntington, encargó al pintor Joaquín Sorolla los catorce paneles que según el planteamiento de aquel, representan a “las regiones de España”, pero que para su autor ofrecen “una visión de España”. En cualquier caso, pluralismo que conduce a la unidad, y donde la fiel reproducción de los trajes tradicionales en las respectivas celebraciones o episodios de trabajo, transmite una sensación vibrante de dinamismo cromático. Para lograr esta culminación de la imagen de España a partir de sus regiones, Sorolla recorrió durante años el país, al igual que hicieran los grandes fotógrafos de los siglos xix y xx, e invitó incluso a su casa a hombres y mujeres ataviados con las prendas ancestrales, de tal modo que algunas prendas y algunos cuadros podemos contemplarlos en su casa–museo de Madrid.

No fue el único pintor; recordemos la obra de Ignacio Zuloaga, Francisco Iturrino o Valen-tín de Zubiaurre…

Renovación y tradición no estuvieron reñidas. En la Institución libre de Enseñanza, el más notable intento por lograr “un nuevo florecer de España”, Francisco Giner de los Ríos puso su acento principal en la educación y su más alta sensibilidad en el descu-brimiento del paisaje español7. Del paisaje “y de las viejas cosas”, corrigió Azorín. En el interior del pueblo descansan las posibilidades de esa transformación, una vez activada ésta por una minoría reformadora. El pueblo es el vivero de la nueva España. De ahí los esfuerzos institucionistas por recuperar la estética popular. Su mejor ejemplo fue la Es-cuela Madrileña de Cerámica de la Moncloa, fundada en 1911 por Jacinto Alcántara, viejo amigo de Sorolla y próximo a la Institución. Integraba a pintores, profesores y estudian-tes de dibujo, quienes para completar su formación, recorrían España en excursiones veraniegas con el fin de recoger y salvar los materiales de la tradición y sus valores, al pintarlos en sus acuarelas. Visitan hasta l936 los más diversos lugares, ofreciendo un insuperable registro documental de trajes, formas de peinados y técnicas de bordado8.

Durante la Segunda República el traje siguió siendo escaparate de esa dinámica, a través del Museo del Pueblo Español, origen de nuestras colecciones.

Tras la guerra civil tocó a la Sección Femenina de Falange la tarea de revitalizar desde muy pronto, en 1939–40, formas estéticas y costumbres en trance de desaparición. La concepción de la mujer en la Sección Femenina propugnaba al mismo tiempo su orientación hacia la esfera doméstica, y más allá de eso, su calidad de portadora de valores tradicionales. Algunos festejos significativos, como los carnavales, habían sido

7 – Antonio Machado “a don Francisco Giner de los Ríos” en Poesías completas, Espasa Calpe, Madrid, 1973. p. 167

8 – Francisco R. Pascual, Antonio Cea, Concha Casado, Tipos y trajes de Zamora, Salamanca y León. Acuarelas de la Escuela Madrileña de Cerámica, Zamora, 1986.

A lo largo del siglo xix tales imágenes del vestido se sucederán en publicaciones que atraen al público popular por el bajo precio de los grabados de madera. Desde 1836, el Semanario pintoresco español, de Mesonero Romanos, sigue el ejemplo del parisino Le Ma-gasin pittoresque, fundado por el sansimoniano Edouard Charton en 1833 para fomentar la instrucción popular. En ambos semanarios se incorporaron los atractivos grabados de madera. Entre tanto, los viajeros, atraídos por la España romántica, aportan noticias y descripciones de gran valor para la materia. Con sus instantáneas, la fotografía vino a enriquecer el conocimiento, ahora visual de los trajes populares, en particular merced a la boda real de Alfonso xii en 1878, a la cual la prensa dedicó amplia cobertura gráfica. Fueron difundidas las precisas imágenes de las parejas de las provincias, obviamente pertenecientes a las élites locales, que con sus trajes más ricos acudieron a la celebra-ción. De forma minuciosa quedaron recogidas tanto las prendas como los motivos de-corativos, el aire, el gesto y la pose que identificaban a cada localidad. Han sido conser-vados los negativos de cristal de su autor, el borgoñón Jean Baptiste Laurent, instalado en Madrid a partir de 1843. Las fotografías fueron expuestas en el pabellón español de la Exposición Universal de París de 1878, como prueba de una diversidad reflejada en sus ricos trajes tradicionales5. Más tarde su obra fue reproducida y comercializada en tarje-tas postales, tanto en blanco y negro como coloreadas.

Cabe mencionar también a Antonio Machado Álvarez, “Demófilo” padre de los poetas Manuel y Antonio Machado. Fue escritor, antropólogo y folklorista y, en línea con la creación en Londres de la Primera Sociedad de Folkloristas, trabajó las bases en 1881 de la Sociedad para la recopilación y estudio del saber y de las tradiciones populares. Después, más tarde, surgirán asociaciones regionales y locales en función de sus pecu-liaridades lingüísticas, geográficas y culturales.

Del testimonio al cromatismo de integración

El desastre del 98, la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas puso en tela de juicio la supervivencia de España en tanto que nación, catalogada por el primer ministro britá-nico, lord Salisbury, como un país moribundo. La reacción consistirá en la afirmación de los valores españoles, con el Quijote por emblema. Tiene lugar una intensa búsqueda de la autenticidad hispana, y a este fin la indumentaria tradicional, las fiestas, la memo-ria, atestiguan una continuidad innegable y positiva. En su Psicología del pueblo español, de 1902, Rafael Altamira, muy influyente entonces, confía en el porvenir venturoso de España, sustentado en los valores de su “espíritu”, “el alma española”, siempre que sea superado “el peligro de extranjerizarse”6. Al año siguiente los noventa y ochos más re-novadores: Azorín, Baroja y Maeztu se reúnen en la revista El alma española, apadrinada por Pérez Galdós. Una recuperación que en el orden estético representa un regreso a las formas tradicionales, contrastando en la indumentaria, a modo de una foto fija, con

5 – Jean Laurent en el Museo Municipal de Madrid, t. I, Madrid, 2005, p. 48.

6 – Rafael Altamira, Psicología del pueblo español, Madrid, 1902, p. 260.

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que “han conservado con cierta pureza el sentimiento de sus tradiciones9”. Fue también un llamamiento al envío sumamente cuidadoso de estos “objetos”. La iluminación de los salones de exposición corrió a cargo de Mariano Fortuny con procedimientos y apa-ratos inventados por él10. Artista polifacético y renovador, de quien nuestro museo cus-todia sus singulares e irrepetibles creaciones de moda, Delphos y Knossos, además de su colección de tejidos antiguos. Fortuny hubo de desplazarse para ello desde su residencia del Palacio Orfei de Venecia. Esta labor conjunta e interdisciplinar desarrollada en 1925 trataba de forjar una memoria colectiva en torno a la indumentaria y al mundo tradi-cional. Tras su clausura, alguno de estos materiales, junto a otros, habían de constituir el Museo del Traje Regional e Histórico de 1927. Posteriormente en 1934, dicho museo se integró con otros para crear el Museo del Pueblo Español, sobre una idea de Luis de Hoyos Sainz11. Destacado investigador vinculado desde 1914 al Seminario de Etnografía y Artes Populares de la Escuela Superior de Magisterio de Madrid, donde desarrolló un programa de sensibilización hacia la indumentaria tradicional y planteó su urgente res-cate, además de llevar a cabo la sistematización de los trabajos de etnografía. Parte de su labor ha quedado plasmada en las memorias sobre indumentaria española que realiza-ron alumnos de la Escuela Superior de Magisterio entre 1917 y 1930 a partir de un trabajo de campo efectuado sobre este tema, tal y como podemos comprobar al manejar estos documentos que hoy forman parte del archivo documental del museo.

En 1937, en el Pabellón de la República de la Exposición Internacional de París, junto al Guernica de Picasso figuró una escueta selección de esos trajes tradicionales acompa-ñados por imágenes fotográficas de José Ortiz Echagüe, fotos que hoy también forman parte de los fondos de nuestro museo y que igualmente son exhibidas en la presente exposición. Usos y vestidos populares, en las fotografías al carbón de Ortiz Echagüe, encarnan una pureza representada ahora por la República. En su prólogo de 1933 a la obra del gran fotógrafo, José Ortega y Gasset veía en los mismos un pueblo en trance de extinción que “ya no existe o casi no existe12”, aun cuando siguieran actuando como soporte de la identidad nacional.

La vida del Museo del Pueblo Español, que fue calificado por Julio Caro Baroja como “museo crisálida”, fue precaria, y resurgió de 1971 a 197313. A pesar de su letargo y cambios de denominación, su existencia ha permitido conservar un abundante y rico patrimonio, según mostró la exposición temporal “Moda en sombras” de 1991. Acerca de su impor-tancia, hice notar entonces: “El vestido siempre es testigo de la Historia. La tradición es heredera de la moda y queda vinculada a ella a través de las prendas ancladas en el pasado14”. Lo recíproco es también cierto, y por múltiples vías. De la geometría de los antiguos patrones de los siglos xv y xvi, a las formas de vestido del Antiguo Régimen o las modas extraeuropeas, sin olvidar los aspectos técnicos y ornamentales (tejeduría manual, bordados a la aguja, encajes, aplicaciones…). La simbología y el léxico reflejan la entidad de ese legado, lo cual nada tiene de extraño si tenemos en cuenta que más

10 – Exposición del Traje Regional , 1925, cit.pág. 26.

11 – carretero, Andrés: “El Museo del Traje, Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico”, Revista de Museología, nº 29, 2004, p. 89.

12 – ortega y gasset, José: “Prólogo” a José Ortiz Echagüe, España. Tipos y trajes, Madrid, 1933.

13 – caro baroja, Julio: “Instituciones corpore insepulto”, El País, 13 diciembre 1977.

14 – herranz, Concha: “La selección de piezas en ‘Moda en sombras’”, Anales del Museo del Pueblo Español, 1993, VI, p. 158.

prohibidos, si bien sobrevivieron danzas, música y trajes, a veces con curiosas modi-ficaciones, tales como el recorte en el largo de faldas para su adaptación a la escena. Ese paso al espectáculo sirvió para que siguieran en uso dichos trajes, convertidos en productos culturales.

Fuera de instancias oficiales, también colaboraron los empresarios y singularmente las compañías de baile. Buena muestra fue la bailarina Elvira Lucena, quien adquirió para su compañía varios trajes tradicionales españoles, como el aquí exhibido de La Alberca, con el fin de encargar réplicas muy cuidadas para con ellas vestir a sus bailari-nes. Y no cabe olvidar la labor positiva desempeñada a lo largo del siglo y en la actua-lidad por los coleccionistas particulares, verdaderos rescatadores de nuestro pasado, de nuestra tradición.

En el presente, el traje tradicional forma parte de nuestro patrimonio cultural, material e inmaterial, y es competencia directa tanto del Estado como de las comunidades autó-nomas, en virtud de las transferencias cedidas, sin olvidar los acuerdos firmados con la UNESCO en el año 2003 respecto a Salvaguarda del Patrimonio Inmaterial. Pero serán las asociaciones españolas de defensa del folclore las que de forma activa acojan a los diferentes grupos y asociaciones, en parte vinculados a las dos grandes federaciones, Federación Española de Agrupaciones de Folklore (FEAF) y la Federación de las Asocia-ciones de Coros y Danzas (FACYDE).

Para finalizar, solo me resta decir que la presente exposición enlaza con una prolonga-da trayectoria de coleccionismo institucional, investigación y exposiciones, que en la actualidad confluyen en el Museo del Traje, Centro de Investigación de Patrimonio Et-nológico, (CIPE), cuya denominación data de 2004. Admitamos de entrada que ante un corpus tan extenso como el conservado en nuestro museo, la selección ofrecida en esta muestra adolecerá inevitablemente de arbitrariedad. Hemos intentado conjugar la dimensión generalista, en piezas de muy diferente procedencia pero de rasgos compar-tidos, con la singularidad de otras. Tales serían los casos en cuanto a forma de los trajes del valle de Ansó e Ibiza, de la capa parda de Carbajales de Alba y de Aliste (Zamora), o del espléndido traje de vistas (de boda) de La Alberca (Salamanca) y el de Lagartera (To-ledo). No olvidemos, por su procedencia, la donación regia de los trajes tradicionales charros de Salamanca pertenecientes a Alfonso xiii y a su tía la infanta Isabel.

El origen de nuestras colecciones se sitúa en la Exposición del Traje Regional de 1925, preparada por Juan Comba, catedrático de Indumentaria en el Conservatorio, donde explicaba la Historia del Traje. La iniciativa correspondió a la duquesa de Parcent y ex-presaba, respecto del pueblo, una curiosa variante de la ideología del buen salvaje al “re-unir ejemplares de estos pintorescos trajes regionales, de tan extrañas hechuras”, pero

9 – Exposición del Traje Regional, 2ª edición, Madrid, 1925, pp. 7 a 11 y 26. Véase la crítica de Jesusa Vega, “El traje del pueblo. Ortiz Echagüe y el simulacro de España”, en José Ortiz Echagüe en las colecciones del Museo Nacional de Antropología, Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Museo Nacional de Antropología, 2002, pp. 29–37.

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la joyería tradicional eSPañola:hiStoria deUna SedUcción

allá de las formas, la significación del vestido se adentra en la profundidad de las creen-cias. Valga como ilustración la obra del maestro Cristóbal Balenciaga, cuya creatividad encuentra raíces en la España tradicional, incluso en la sombrerería, caso del buruko zapi, paño de cabeza usado antaño por la mujer vasca. No es una excepción, sino una prueba más de que nuestra tradición sirve de fuente de inspiración para los grandes exponentes de la moda internacional: Yves Saint Laurent, Lacroix, John Galliano, Givenchy, Valenti-no o Karl Lagerfeld.

El Museo del Traje realiza una actuación constante de acopio de material, con el fin de cubrir los vacíos apreciables en sus colecciones, entre las cuales destaca la referida indumentaria tradicional. Sus fondos son únicos en España, al contar con piezas tes-tigo con huellas de uso, que en su mayoría están contextualizadas y datadas. Además, el Museo lleva a cabo una sistemática labor de investigación y difusión, convergiendo ambas trayectorias en la organización periódica de exposiciones temporales, tanto so-bre fondos propios como en colaboración con instituciones similares españolas y de otros países.

conservadora. museo del traje

maría antonia herradón

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Fue hace justamente un siglo cuando se pusieron las bases de la estrecha, intensa y apasionada relación que la sociedad española ha venido manteniendo con el amplio y espléndido repertorio de su indumentaria tradicional. Se trata además de un vínculo que, aunque siempre ha estado rodeado de cierta polémica, no ha hecho sino intensifi-carse con el paso del tiempo hasta llegar a alcanzar, en este comienzo de milenio, uno de sus momentos culminantes. Recordemos, sin embargo, que bajo tan singular interés por esos trajes teñidos con nuestros venerados, pero imprecisos y, a veces, incluso in-ventados usos y costumbres, subyace mucho más que una corriente idealizada de es-pontaneidad colectiva. De hecho, las cuestiones realmente determinantes a la hora de perfilar y aquilatar esta unión han sido y son aún las de carácter político, sociocultural y económico. Por otro lado, estos aspectos se han visto reforzados por ese deseo tan humano de subrayar, mediante la vestimenta, la identidad personal y la pertenencia a un determinado colectivo. Como no podía ser de otra manera, la joyería que ornamen-ta nuestra indumentaria tradicional ha seguido idéntico camino con propósito similar. Gracias a tan sugerente combinación de factores, esos trajes y joyas han acabado con-sagrados como iconos ideales no sólo de la(s) identidad(es) local(es), sino también de la idiosincrasia nacional.

El modelo estético que desarrolla la joyería tradicional española es muy rico y comple-jo. Está basado en tipologías muy diversas relacionadas, de una u otra manera, con una notable pluralidad de períodos históricos que van desde la protohistoria de los pueblos mediterráneos hasta los inicios mismos del siglo xx europeo. De ahí que las joyas que lo conforman presenten una gran diversidad de estilos artísticos y cualidades técnicas, cuestiones estas que, aunque siempre son evidentes al observar individualmente cual-quiera de ellas, suelen pasar desapercibidas cuando se contemplan en conjunto, esto es, acompañando a la indumentaria. Si tenemos en cuenta esta variedad formal, la mayor de sus virtudes radica, pues, en haber sabido cohesionar modelos y estéticas a priori dis-pares, dando siempre además la impresión de presentar una notable antigüedad aunque, como observó Ortega y Gasset a propósito de la indumentaria, “sean de anteayer”. Recor-damos aquí, no obstante, que en este exitoso desenlace fueron decisivos tanto el tiempo histórico en el que tuvo lugar el proceso como los agentes que intervinieron en él.

Ese momento nos lleva a las primeras décadas del siglo xx cuando España necesitaba reconstruir su identidad nacional, un discurso que las artes plásticas en general –el caso de Sorolla es paradigmático– y el arte popular en particular recondujeron con éxito, y que derivó en la fundación en 1934 del Museo del Pueblo Español, germen del actual Museo del Traje, Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico. La indumentaria y la joyería tradicionales pasaron así a formar parte del patrimonio, si bien la condición de esta última entraba en franca contradicción con otros testimonios de nuestra vida rural. La joyería popular, todavía sin definir en España, se vio obligada entonces a establecer sus rasgos específicos, desde los tipos de piezas que incluía hasta la propia composición

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Por su parte, el aderezo de la mujer charra, que recubre la parte visible del peinado y todo el torso, nos lleva ya hasta el siglo xix a través de cuentas y joyas realizadas con filigrana de plata dorada, acompañada en ocasiones de diamantes, perlas y aljófar. Formalmente son piezas más modernas, de manera que a pesar de su abundancia provocan un efecto visual más ligero y luminoso que en el caso antes citado. Algo similar cabría señalar de los aderezos de otras provincias periféricas, situados al margen de la influencia castella-na, en los que va a predominar el color dorado. Es el caso, por ejemplo, de las delicadas joyas realizadas por los plateros catalanes. También de las piezas valencianas, entre las que destaca la singular peineta y las otras joyas dispuestas sobre el peinado, y de la em-prendada de Ibiza (Islas Baleares), cuyas cuentas bicónicas de oro laminado son únicas en el conjunto de nuestra joyería. Por último, si hablamos de color hay que mencionar las sartas de cuentas de vidrio de Murano, cuyos diseños, aún repetidos desde los ini-cios de la Edad Moderna y a pesar de su extrema sencillez, siempre se caracterizan por aportar frescura y colorido a las prendas castellanas. De todas estas piezas podemos ver ejemplos excelentes en esta exposición.

En definitiva, para entender la joyería tradicional española es necesario tener presente ciertos factores históricos. Porque, como dijo en una ocasión Claudette Joannis, conser-vateur en chef du patrimoine, no se trata de narrar la historia lineal de la joyería, sino de contar la historia a través de las joyas. Esa historia es la que está presente en los amuletos, testigos privilegiados de la pervivencia de unas costumbres que pretendían proteger de los males y problemas no solucionables por la medicina y que, aunque cueste creerlo, acabaron igualando a los infantes de la Casa de Austria con generaciones de anónimos niños españoles nada menos que hasta la década de 1930. Pero también hay que tener en cuenta la influencia de la moda, especialmente significativa en el caso de los pen-dientes, la joya femenina por excelencia, que en España además presenta un repertorio particularmente amplio de prototipos: desde medias lunas de inspiración oriental hasta ejemplares naturalistas decimonónicos, pasando por modelos renacentistas esmalta-dos, girandoles dieciochescas o sutiles tipos neoclásicos.

Profanas o religiosas, humildes u opulentas, sencillas o recargadas, caras o baratas, an-tiguas o modernas, hoy igual que hace cien años las joyas tradicionales españolas con-densan nuestras tradiciones como muy pocos bienes patrimoniales pueden hacerlo. Proclaman orgullosas su condición a lo largo de nuestro calendario festivo anual y a lo ancho de todo el territorio nacional, proyectando esta honda emoción hacia el futuro, a veces incluso hacia contextos no relacionados con las indumentarias locales propia-mente dichas. Es una cuestión de seducción, y nuestra joyería ha seducido y sigue sedu-ciendo a propios, pero también a extraños. Por ejemplo, la fotografía de una muchacha albercana firmada por Ortiz Echagüe inspiró el fastuoso, opulento, primitivo, barroco y mediterráneo aderezo que en 1969 Nino Lembo diseñó para la Medea de Pasolini inter-pretada por Maria Callas. Y ya en el siglo xxi es muy estimulante comprobar la naturali-

de los aderezos. Y los fue delimitando al mismo tiempo que la colección se formó, no mediante trabajo de campo ni investigación alguna, sino a través de las piezas adquiri-das en el mercado. En este sentido fue especialmente significativa la inspiración propor-cionada por las extraordinarias fotografías que José Ortiz Echagüe comenzó a realizar a partir de la segunda mitad de la década de 1920, muchas de las cuales podemos ver en esta exposición. La repercusión de la propuesta, unas imágenes de indiscutible fuerza y belleza, que mostraban las joyas tradicionales como nunca antes se habían visto, fue enorme. Tanto que esas instantáneas se consideraron el mejor y más fiel de los docu-mentos sobre nuestra joyería popular, el modelo ideal a reproducir primero por el mu-seo y, a partir de él, por todos los que, de una u otra forma entraron en contacto con ellas, desde los marchantes hasta los coleccionistas, pasando por quienes las usaron. De esta manera se fueron conformando unas guarniciones descritas como barrocas, rurales, atemporales, anónimas y de escaso valor, unas cualidades poco atractivas que, sin embargo, quedaron compensadas mediante el progresivo aumento del número de piezas que componían los conjuntos.

Puesto que a juicio de los intelectuales Castilla era la región española que mejor encar-naba nuestra esencia nacional, estos parámetros se pusieron en práctica con especial interés en los aderezos castellanos. Salamanca fue en este sentido la provincia que puso mayor énfasis en el adorno de sus mujeres, seguida de León y, en menor medida, Sego-via. Por eso, tanto el traje de charra salmantina como el traje de vistas de La Alberca, se convirtieron, especialmente este último, en verdaderos iconos de la joyería tradicional española. Cuando Ruth Matilda Anderson, fotógrafa de la Hispanic Society de Nueva York, visitó La Alberca en la década de 1920, quedó impresionada por la cantidad y la ca-lidad de joyas que guardaba esa pequeña localidad. Por eso escribió: «for jewelry display no girl in the Peninsula can surpass the albercana […] weighted with a dozen pounds of metal». El aderezo expuesto ilustra este despliegue de adornos, así como lo señalado a propósito de las fotos de Ortiz Echagüe. Está formado por nueve collares de cuentas de plata dorada, que siguen modelos árabes, y coral. Como en la joyería castellana en ge-neral, de estas sartas penden medallas, medallones y relicarios de plata, así como amu-letos de azabache, coral y cristal de roca, conformando una especie de pesado escudo frontal que actúa tanto como protección simbólica de la portadora como anuncio de la riqueza familiar. Este efecto se subraya con la presencia de dos largas cadenas verticales, llamadas brazaleras, que cuelgan de la sisa del jubón, y de las que se suspenden colgantes como los descritos, además de, en ocasiones, piezas de orfebrería de carácter utilitario, como el mondadientes o la taza. Completan el adorno un rosario de coral y plata, que se cuelga del cuello como un collar más, y un broche denominado corazón de novia. Las joyas que componen este conjunto, así como las de carácter religioso que acompañan a las sartas de coral, azabache, plata y plata dorada que se usan en amplias zonas penin-sulares, desde Andalucía a los Pirineos, pasando por Lagartera (Toledo) están fechadas entre finales del siglo xvi y el xviii.

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joSé ortizechaGüe

intención docUmental y viSión Poética

dad con la que Dolce & Gabbana ha incorporado en varios de sus desfiles unos elegantes y exquisitos pendientes que copian las cruces de oro de las muchachas de Ibiza. Así pues, el futuro se abre luminoso ante estos singulares aderezos que ahora escriben en el Museo del Traje, Centro de Investigación del Patrimonio Etnológico, un capítulo más de su brillante trayectoria.

conservadora del museo Sorollaconservadora de la colección de fotografía del Palais Galliera. musée de la mode de la ville de Paris

lorena delgado y Sylvie lécallier

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Un recorrido atípico

Nacido en Guadalajara en 1886, José Ortiz Echagüe pasa su infancia en Logroño. En 1903, entra en la Academia Militar de Valladolid donde cursa sus estudios mientras se aficiona a la fotografía, una pasión que le llevará a documentar la vida en la Academia. En 1907, la institución le encarga que realice las fotos de la visita de Alfonso xiii. Cuando termina su formación, le envían al Norte de África, una región que en aquel entonces era una de las principales prioridades de la política exterior española. Desde el Servicio de Aerostación al que estaba destinado, se encarga de la fotografía aérea. En 1911, obtiene el título de piloto de aviación. Durante su etapa africana, Echagüe comienza a realizar una serie de retratos de personas con trajes tradicionales que a partir de este momento se convertirían en uno de los principales motivos de su producción artística. De vuelta en España, decide dedicarse al sector de la aviación y del automóvil: en 1923 funda CASA (Construcciones Aeronáuticas S. A.) y en 1950, SEAT, la primera empresa española de automoción con fábricas de montaje en cadena, de la que fue presidente hasta 1976.

Su gusto por la fotografía contrasta con sus actividades profesionales, marcadas por el progreso y la modernidad. José Ortiz Echagüe tenía tan solo dieciséis años cuando en 1903 realiza su primera fotografía de género: Sermón en la aldea. Con esta obra inaugura lo que sería una producción de escenas costumbristas que se caracteriza por un gusto por la puesta en escena y la anécdota, el cuidado de la composición y una exigente pre-cisión en su representación de las tipologías populares.

Su estancia en África transforma su mirada sobre los modelos; los elementos típicos están a pie de calle. Tras esta experiencia y como viajero infatigable, recorrerá el terri-torio español con la sensación de ser uno de los últimos testigos de un mundo a punto de desaparecer.

En sus viajes, Ortiz Echagüe selecciona decorados naturales —iglesias, plazas, colinas, prados o interiores domésticos— que servirán de telón de fondo para sus composicio-nes. Escoge encuadres y entabla relación con los habitantes de cada pueblo para descu-brir aquellos más característicos y cuyos rasgos encajan mejor con los trajes tradicio-nales que les hace ponerse y con el estilo de vida que pretende documentar. Después, los modelos posan durante sesiones minuciosamente preparadas para fotografías que carecen de toda espontaneidad. Es su forma intencionada de recrear la realidad. En oca-siones, los modelos se niegan a ponerse los trajes de sus antepasados, que reservan para los días de fiesta. De hecho, varios expertos se han dado cuenta de que algunas de las piezas no encajan con el momento de la foto o con el lugar, y que su excelente estado de conservación podría ser prueba de que nunca las llevó nadie. Por lo tanto la puesta en escena queda descontextualizada y resulta anacrónica.

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En 1898, el año en el que Ortiz Echagüe recibe su primera cámara, España pierde sus últimas colonias. Este nuevo contexto conlleva profundos cambios en la forma de ver el mundo que marcarán a toda una generación de artistas y escritores. Esta crisis de iden-tidad colectiva se acompaña de una toma de conciencia sobre el carácter propio de cada región. Ajeno al progreso, el pueblo conserva el respeto por las tradiciones. Como el pai-saje, es inmutable.

Los intelectuales de la generación del 98 quieren reencontrar esta identidad nacional a través del regeneracionismo, una corriente que se traduce en una estética regionalista llamada a restituir lo auténtico y a reproducir las tipologías y las costumbres populares para captar su esencia y su alma, que recorrerá las artes plásticas, la literatura y la música.

Para Ortiz Echagüe, la fotografía debe ante todo captar el carácter y la personalidad que expresan la actitud, la postura y la forma de vestir. El fotógrafo participa así en la cons-trucción ideológica de la identidad a través de la expresión y la mirada de sus modelos. Este trabajo de documentación de una sociedad rural en vías de desaparición fija una determinada tipología y crea estereotipos al igual que hacen otros artistas contempo-ráneos. De hecho, pintores y fotógrafos comparten el mismo espacio y una iconografía festiva, anterior a la modernización y que el mundo urbano atribuye al mundo rural, así como motivos favoritos y opciones estéticas. Las mujeres de Sepúlveda, las murallas de Ávila o los campesinos de Castilla son presencias habituales en los cuadros de Zu-loaga y en las fotografías de Ortiz Echagüe. En ambos casos, las poses estudiadas y el movimiento contenido crean la sensación de un momento fijado para la eternidad. Y en ambos, los personajes, los paisajes, los rasgos y las particularidades del lugar mantienen una relación casi mística. El vínculo entre el hombre y su entorno es indisoluble. La tierra condiciona la forma de vida, las costumbres, la personalidad, e incluso la fisionomía de sus habitantes. La cercanía entre Ortiz Echagüe y la generación del 98 se pone de mani-fiesto gracias a los textos de Azorín que acompañaron las ediciones sucesivas de las imá-genes del fotógrafo. Además, el fotógrafo comparte temática con sus contemporáneos, tanto con la España blanca de Sorolla como con la España negra de Zuloaga y Regoyos.

Desde su aparición, las fotografías de Ortiz Echagüe tienen una intención que va más allá de la estética. Antes de la Guerra Civil, la prioridad del artista era documentar los rasgos regionales y su atemporalidad, con el fin de conservar testimonios de los usos y costumbres y de tipologías en vías de desaparición. Durante la guerra, entre 1936 y 1939, sus imágenes sirvieron para ensalzar las virtudes del pueblo en la prensa. En la Expo-sición Universal de París de 1937, compartieron el espacio del pabellón de la República Española con el Guernica de Picasso. “El Museo del Pueblo Español envió cuatro álbu-mes fotográficos de Ortiz Echagüe que se montaron sobre rieles para cuadros ya que se consideraban auténticas obras de arte de la fotografía de la época2”. Los fotomontajes realizados a partir de estas fotografías mostraban la identidad regional de una España

Las imágenes de Ortiz Echagüe están acompañadas de leyendas poéticas que enrique-cen la visión de “Arcadia rural” recreada por el autor; una visión eterna y atemporal de España. La técnica que utiliza el fotógrafo es completamente manual y necesita de una gran precisión. Su máquina fotográfica, de gran tamaño —una cámara Photosphere montada sobre un trípode— contaba con un voluminoso objetivo llamado Eidoscope. Gracias a su trabajo con película Kodak, obtiene negativos nítidos y de gran formato.

Su procedimiento de impresión es pigmentario. Las piezas adquieren tintes poéticos gracias a los matices tonales, el aspecto granuloso y la riqueza de las texturas. La imagen aparece sobre un papel todavía húmedo que se puede retocar con pincel o con tampón de algodón, o incluso grabar. Ortiz Echagüe aplica él mismo esta técnica similar a la im-presión al carbono directamente sobre papel Fresson, un papel fotográfico de fabrica-ción artesanal que diseñó Théodore-Henri Fresson en Francia y que solo funciona con papel recién fabricado. Cuando Fresson cierra su empresa, Ortiz Echagüe empieza a fabricar su propio papel, al que bautizaría como “Carbondir”. El proceso enriquece so-bremanera la plasticidad de la obra final, aunque su autor siempre rechazó que se le con-siderara un pictorialista. Decía: “siempre he intentado evitar la huella de la intervención manual en mis obras; es cierto que a menudo es necesario realizar retoques y arreglos, pero siempre con el máximo respeto que el objeto fotografiado se merece”.1

La construcción de una iconografía

En el s. xix los fotógrafos empezaron a documentar la modernización de España. Se eri-gieron en cronistas de las grandes obras y del progreso y, como tales, inmortalizaron ca-nales, puentes y demás obras de ingeniería. Sin embargo, desde la segunda mitad del si-glo, esta modernización hizo temer por la desaparición de la cultura tradicional. Surgen entonces las fotografías de viaje, que reflejan el interés de los fotógrafos por los habitan-tes de las regiones que recorren. En su serie de retratos, trajes y tradiciones españolas, el francés Jean Laurent, que se instaló en Madrid en 1843, aborda los temas populares bajo un ángulo diferente, con fotografías realizadas en estudio, sin puesta en escena ni deco-rado. Al igual que sucede con la pintura de género y de paisaje que perdura en la pintura regionalista de finales del s. xix y principios del s. xx, los fotógrafos recorren la península para crear una memoria fotográfica de los trajes regionales antes de que desaparezcan. El costumbrismo popular bebe directamente del romanticismo.

La Institución Libre de Enseñanza y la mirada de la generación del 98 explican la visión iconográfica de Ortiz Echagüe. Bajo la influencia del positivismo científico, la Institu-ción Libre de Enseñanza fomenta los viajes para descubrir in situ el medio rural y el pai-saje. Francisco Giner de los Ríos defiende que son las características del paisaje las que definen la personalidad de los habitantes de un determinado lugar.

1 – José Ortiz-Echagüe. Photographies, Paris, éditions du Chêne, 1979, p. 11 (edición original José Ortiz Echagüe. Sus fotografías, Madrid, INCAFO, 1978, p. 12).

2 – Pabellón Español. Exposición Internacional de París 1937, cat. exp., Madrid, Centro de Arte Reina Sofía, 25 junio – 15 septiembre 1987, p. 129.

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esencialmente rural y la enfrentaban a la modernización y a la transformación social emprendidas por la República. El franquismo recuperaría estas representaciones con fines ideológicos ya que veía en ellas un modelo de tradición, realismo, espiritualismo, austeridad e identidad nacional3.

La serie “Tipos y costumbres de España”, que data de 1930, se publicó doce veces entre 1930 y 1971; las últimas ediciones cuentan con más de 300 planchas. El Museo del Traje conserva una colección de 217 copias en papel de esta serie, la mayoría de ellas firmadas y con leyenda del autor. En 1933, el museo que entonces se llamaba “Museo del Traje Re-gional e Histórico” y que había sido creado en 1927, adquirió fotografías para ilustrar su colección de trajes populares, una función que perdura hoy en el Museo del Traje.

Las fotografías de Ortiz Echagüe, al igual que otras producciones artísticas contempo-ráneas, reflejan una cierta visión de la hispanidad. La “tradición” es la palabra clave que explica el motivo por el cual el fotógrafo recurre a una técnica personal que muchos de sus contemporáneos consideraban arcaica. La sensación de ser uno de los últimos tes-tigos de una realidad que la modernización y el progreso se disponen a destruir guiará toda su obra.

3 – José Ortiz Echagüe en las colecciones del Museo Nacional de Antropología, Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte / Museo Nacional de Antropología, 2002.

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La Alberca (Salamanca)

El traje de vistas era en su origen un traje de boda. De silueta cónica y realizado en paño de lana, destaca la gran cantidad de joyería que lo cubre, cargada de sim-bologías religiosas y de elementos de protección frente al mal o las enfermedades. Relicarios, crucifijos, patenas, medallas y todo tipo de colgantes, en plata y en coral, que llegan a alcanzar un peso de cerca de 10 kilos. La acumulación de conjuntos de joyas es una de las formas de manifestar, en la indumentaria tradicional, la riqueza y el estatus de la familia.

Maragatería (León)

Al oeste de la provincia de León se encuentra la comar-ca de la Maragatería. Sus pobladores se dedicaban al comercio de mercancías y al transporte de viajeros a lo largo de la Vía de la Plata. La indumentaria masculina es un icono del oficio de la zona y se vestía a diario como signo identitario. Es una de las más particulares del pa-norama nacional por el uso del calzón o braga negro de tipo bombacho, que se acompaña de la chaqueta o almi-lla, con cinto de cuero bordado y el amplio sombrero, y por el uso de ligas con textos de temática amorosa.

Lagartera (Toledo)

Este traje de ceremonia de boda se confecciona con te-jidos de lana y seda, ornamentados con cintas de seda de Talavera y Valencia y bandas de encaje de bolillos en hilos metálicos (los conocidos como “puntos de Espa-ña”). Las cinco fases que se presentan en la exposición muestran cómo se viste el traje, el gran número de pren-das que lo componen y su enorme complejidad a la hora de superponer unas sobre otras. Al igual que en el caso de las joyas de La Alberca, la acumulación de tejidos ri-cos es una clara muestra de exhibición del patrimonio familiar. En este caso, la joyería que acompaña al traje está formada por pendientes de media luna, rosarios y relicarios. Destaca, sobre todo, el ramo de flores coloca-do sobre el pecho que identifica a la novia.

Las técnicas del bordado de Lagartera se pueden apre-ciar en especial sobre la ropa blanca y sobre las cintas y pañuelos, donde las complejas composiciones de geo-metrías y temas florales, como el clavel o el tulipán, po-nen de relieve esta antigua industria local artesana.

Salamanca

La provincia de Salamanca tiene una gran variedad de trajes en sus diferentes comarcas. El traje charro desta-ca por el barroquismo de su decoración bordada y por sus aplicaciones de lentejuelas y mostacillas de pasta vítrea de colores, a lo que se suma una gran cantidad de joyas de oro y plata sobredorada. El hombre charro es, sin embargo, más sobrio. Destaca la camisa y el chaleco bordados y las botonaduras de filigrana de la chaqueta o las monedas de plata del chaleco. En la comarca de La Armuña, el traje de la mujer se caracteriza por las aplica-ciones de bandas de tafetán de seda fucsia deshiladas en el jubón, el mandil y la mantilla, a la que se llama sobina, que es rectangular, en paño de lana, bordada en negro. El hombre destaca por el chaleco y la chaqueta, blancos de piqué, y por la gran faja bordada a la cintura.

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Islas Baleares

Las Islas Baleares muestran una enorme variedad en sus trajes tradicionales. El traje masculino de Mallorca se caracteriza por un amplio pantalón bombacho de inspi-ración oriental, que se acompaña de un chaleco de seda de diversos colores. En Ibiza, el vestido femenino se ca-racteriza por la gonella, un vestido largo de lana negra sin mangas, con un mandil de mostra bordado con sedas de colores y manguitos con botones de plata. Destaca en este conjunto la joyería de oro, la dote de la novia, for-mada por collares de cuentas bicónicas y cadenas que se fijan al pecho con agujas del mismo material.

Andalucía

La variedad de trajes tradicionales andaluces va mucho más allá del traje de volantes. Pervive el traje castellano de “manto y saya” de la cobijada de Vejer (Cádiz), que, atado a la cintura, se eleva para cubrir el torso, la cabe-za y parte de la cara. En Alosno (Huelva), el bordado en negativo de la camisa conecta con el marroquí de Fez, mientras que en Níjar (Almería), el mantoncillo de Ma-nila documenta el uso de esta pieza icónica cuyo uso ha llegado a nuestros días. El traje de Granada revive la moda romántica en sus patrones y adornos de cordon-cillo, por el uso del catite y de las polainas de cuero.

Islas Canarias

La lejanía de la península y el relativo aislamiento entre las distintas islas hacen que la indumentaria canaria sea muy variada y fiel reflejo de su economía. Desde faldas de lana negra a faldas de rayas multicolor, chalecos y pañuelos de seda local, sombreros de paja de palmera sobre pañuelo de seda y monteras que se llevan sobre tocas de lino crudo. Existe una potente industria del bordado y deshilado que se refleja en cómo se adornan las enaguas, las camisas y otras prendas.

Valencia, Alicante y Murcia

Los orígenes de este traje tradicional se remontan al traje erudito de influencia francesa del siglo xviii y a su evolución a lo largo del siglo xix. De ahí el empleo de la seda en tejidos espolinados, cuya tradición de sederías se remonta a época árabe. Los justillos rígidos, mandiles y pañuelos bordados y la profusión de joyas completan la silueta. Las formas son parecidas en Murcia, donde el traje de mujer destaca por su decoración a base de apli-caciones de lentejuelas doradas, mientras que en Monó-var (Alicante) las faldas son de lana, con un interesante y marcado plisado vertical, en diferentes colores que se distribuyen en franjas horizontales. El uso del zaragüel es la prenda que mejor define el traje de huertano: un pantalón corto de algodón blanco, que en su origen se utilizaba para las labores del campo.

Zamora

Aliste se encuentra en una comarca ganadera que ha de-terminado el uso de trajes de lana de oveja, de color pardo, y de sus zapatos de oreja, de piel de becerro. Los patrones son arcaicos y con poca decoración, pervivencia de mo-das de los siglos xvi y xvii, tales como el sayín femenino. La riqueza de Toro y su Alfoz se refleja en el derroche cromáti-co y decorativo de los bordados y picados. De tipo popular en la saya roja y el zagalejo amarillo, y erudito, a base de chapería dorada, en el traje denominado de “viuda rica”, con el que se busca un claro contraste sobre el terciopelo negro de seda.

Las capas pardas son el icono del triángulo que forman Aliste, Carbajales y Miranda de Douro (Portugal). Impo-nentes y pesadas, son fiel reflejo del comercio ganadero de la región. Tuvo un uso múltiple, de diario, de trabajo, de ceremonia y de procesión. Realizada en lana de oveja de la zona, se adorna la esclavina, capa corta bajo el cuello, y el capillo, con aplicaciones de paño negro de motivos geométrico picados a tijera y pespunteados.

Extremadura

Destacamos el dengue del traje de Montehermoso, pren-da que se cruza sobre el pecho y que es común a muchos trajes peninsulares y que, en este caso, está decorado con cintas ondulantes de color rojo. Las faldas negras, granates, naranjas y marrones, se superponen hasta lle-gar, en los trajes más sofisticados, a agrupar cuatro, unas sobre otras. La evolución de la forma de cubrirse la ca-beza es muy curiosa: en 1878 Jean Laurent fotografía a una mujer montehermoseña con un pañuelo de seda multicolor. Sin embargo, ya a principios del siglo xx, las fotografías de Ortiz Echagüe recogen la incorporación de una gorra de paja muy decorada sobre el pañuelo, adaptación artesanal de un modelo de capota romántica, que rápidamente pasó a ser el icono del conjunto.

El traje del pastor del valle de la Serena es el fiel reflejo de la importante cultura ganadera extremeña. Los diseños funcionales se adaptan a la necesidad del trabajo como en los zajones, especie de mandil de cuero que, en este caso conserva el pelo, con perneras abiertas, para traba-jar con el ganado y proteger el calzón.

Huesca y Navarra

En la cordillera de los Pirineos cada valle ha desarrollado un traje propio y característico. En el valle de El Roncal (Navarra), el traje femenino se compone de un jubón negro de lana con bordados y varias faldas, también de lana, de color azul violáceo con un amplio bajo o haldar de color rojo. Destaca la forma de colocar la saya supe-rior, vuelta hacia la cintura y recogida en la espalda, re-creando una forma de mariposa o de abanico, gracias a un broche de plata llamado bitxi.

En el valle de Ansó (Huesca) pervive uno de los trajes con influencias más antiguas de la Península: realizado en una sola pieza con lana gruesa y pesada, la basquiña, si es verde, o el saigüelo, si es negro, recuerda en su for-ma a los modelos hispanoflamencos del siglo xv. Su ca-misa bordada y de cuello encañonado y levantado evoca los antiguos cuellos Medici de la moda italiana. El que exponemos es el traje de saigüelo que se empleaba para ir a misa.

Del traje de hombre del valle de Hecho destacamos dos particularidades: el elástico de lana cruda —la chaqueta— se viste debajo del chaleco y la enorme faja amoratada que cubre medio cuerpo. Al igual que en otras zonas de España el calzón interior asoma por debajo del cal-zón exterior.

Madrid

Punto y aparte dentro del mundo tradicional, el majismo fue un fenómeno social que destaca por el uso político que se hizo de su forma de vestir. Con origen en el xviii, fue usado en el xix por la aristocracia como oposición a lo francés y difundido, entre otros, por la obra de Goya. Destacan sus llamativos adornos: pasamanerías, flecos, borlas y redes de madroños. El traje masculino de majo está en el origen del “traje de luces” y ha quedado vincu-lado en el imaginario colectivo al mundo taurino.

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Gorras

El uso de sombreros como protección en los trabajos agrícolas y ganaderos forma parte de la tradición de to-dos los pueblos. Destacamos las gorras de Ávila y Segovia, realizadas de forma artesanal con paja de centeno, em-pleando técnicas trenzadas de cestería con aplicaciones de elementos decorativos diversos: telas, hilos metálicos y, raramente, espejos. Su forma refleja el peinado con el que se llevan, ya que la escotadura deja hueco al moño.

Zapatos

La extraordinaria variedad tipológica y ornamental que vemos en los trajes tradicionales podemos apreciarla también en los zapatos. Desde los elegantes y refinados zapatos valencianos, que al igual que su traje, siguen pa-trones aristocráticos del siglo xviii, hasta los toscos zapa-tos de orejas de la comarca de Aliste ornamentados con motivos calados en la lengüeta, pasando por los zapatos llenos de cintas y encajes de Lagartera, que se comple-tan también con grandes hebillas metálicas. Destacan también los zuecos, albarcas o madreñas, fabricados en una única pieza de madera a la que se aplican varios ta-rugos o pies para aislar el pie de la humedad y el barro, y las alpargatas de esparto, utilizadas sobre todo, en las regiones mediterráneas.

Cintas

Una de las costumbres de los sistemas económicos ba-sados en la ausencia temporal de uno de los cónyuges es el dejar mensajes de amor que recuerden a la pareja sobre distintos soportes. En el caso de los maragatos se utilizan las ligas para este fin, en el caso de los hombres, y las caídas de talle y los ceñidores, en los trajes de mu-jeres. Cintas realizadas en telares, con lana y lino, en los que también se ensalzan los valores de la mujer mara-gata ideal.

Medias

Las medias se realizan con agujas y forman un univer-so diferente de colores crudos, azules, rojos o rayados, muchas veces adornadas con bordados que reproducen motivos simbólicos que se repiten en otras prendas de vestir, como corazones, pájaros o ramos.

Joyería tradicional

La indumentaria tradicional española no puede enten-derse sin las joyas. Entre las piezas que la acompañan destacan los pendientes, en ocasiones el único aderezo que ornamenta el conjunto. De oro, plata o plata dora-da, a veces guarnecidos de perlas y piedras preciosas, en ellos pueden rastrearse influencias de distintos momen-tos históricos. Los que más abundan son los modelos de inspiración dieciochesca, así como los naturalistas del siglo xix que derrochan fantasía. También los collares adquieren un singular protagonismo, sobre todo por-que ocupan un lugar central, el más visible, en la figura femenina. Con sus cuentas, elaboradas con una gran variedad de materiales, desde oro y plata hasta coral y azabache pasando por madera, hueso o pasta vítrea, se organizan vueltas a veces guardando simetría, a veces formando combinaciones cromáticas aleatorias, aun-que siempre con la intención de poner de manifiesto la posición económica familiar.

En el área castellana sobresalen en este sentido los de cuentas de pasta vítrea procedente de los talleres de Murano, que cada propietaria ordena componiendo in-finitas combinaciones cromáticas. También los de aza-bache, cuyas cuentas de los siglos xvii y xviii, delicada-mente talladas, se combinan bien con algunas de coral, más sencillas, bien con otras de plata más grandes, ins-piradas en modelos de tradición oriental. El resultado son adornos sobrios y elegantes, pero también lumino-sos porque suelen incluir colgantes diversos de metal y esmalte. Sin olvidar las sartas de cuentas de filigrana de oro y plata, que todavía hoy siguen elaborando los plate-ros salmantinos.

Una de las características de los collares es que sirven de soporte a un repertorio ilimitado de colgantes, des-de monedas romanas hasta fragmentos de otros joyeles. Pero de acuerdo con la tradición cultural española, en-tre las joyas de colgar predominan las de carácter de-vocional ligadas al catolicismo. Es el caso de relicarios, medallas, medallones y cruces, los cuales conviven con otras de carácter profano como los amuletos. Los amu-letos eran utilizados para evitar el mal de ojo y, en último término, la muerte de los niños. Entre ellos figuran higas, cuernos, medias lunas, ramas de coral o castañas de In-dias. La condición de simbólicos protectores de estos objetos deriva tanto de su forma puntiaguda, a modo de defensa, como de sus materiales, caso del coral, el azabache o el cristal de roca, adornados desde la anti-güedad con poderosas virtudes profilácticas. Mención especial en este sentido merecen los sonajeros de plata, cuyo tintineo se consideraba muy beneficioso para pre-servar la salud de los infantes.

Dos últimas joyas completan este breve recorrido por el repertorio de alhajas utilizadas para embellecer nues-tros trajes. Una es el rosario, objeto de devoción y verda-dera alhaja debido a los materiales con que se fabricó y a su frecuente disposición en el cuello, como si fuera un collar más. La segunda es la única joya relacionada con la indumentaria masculina, el botón, que se incorpora a chaquetas, chalecos y calzones de todas las regiones españolas formando extraordinarias botonaduras.

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exposición

organizanmuseo del trajeacción cultural española [ac/e]

colaboraPalais Galliera. musée de la modede la ville de Paris

comisario generalolivier Saillard comisaria adjuntahelena lópez de hierro equipo de comisariadoindumentariaconcha herranzjoyeríamaría antonia herradónfotografíaconcha García-hoz

coordinaciónmuseo del trajerodrigo de la fuenteana muñoz

acción cultural española [ac/e]Susana Urraca

agradecimientosémilie augierBénédicte Bretoncorinne dommario Gonzálezelena Gusanoantonio martínaurélie martinGaël maminericarda lozanocarlos del Pesojosé luis Sánchez

catálogo

editanSecretaría General técnica del ministerio de educación, cultura y deporteSociedad mercantil estatal de acción cultural, S. a.

dirección científicahelena lópez de hierro

textoslorena delgadomaría antonia herradónconcha herranzSylvie lécallierhelena lópez de hierroolivier Saillard

coordinaciónmuseo del trajerodrigo de la fuenteana muñoz

acción cultural española [ac/e]Susana Urraca

diseñojosé duarte fotografíamanuel outumuro

traducciónGabriela díaz

fotomecánica e impresiónBrizzolis, arte en gráficas

encuadernaciónramos

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