INTRODUCCIÓN Las aguas de su bautizo la dejaron rojiza y...
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INTRODUCCIÓN
Las aguas de su bautizo la dejaron rojiza y
con fiebre, nadie podía explicarse por qué.
Meses después todo volvió a la normalidad
para los demás, pero no para la pequeña
Omiyori.
Ella recordaba lo caprichosa que solía ser,
no se acostumbró a hacer muchos
esfuerzos, si quería encender la luz decía en
voz alta: ¡Enciende la luz!, y la luz se
encendía; y cuando quería apagarla, lo
mismo. Si su leche estaba fría,
ordenaba:¡Caliéntate! y se calentaba. Si
algunas cosas estaban lejos decía: ¡Ven
aquí! Y las cosas venían como traídas por
el viento. Cuando ella le contó eso a sus
padres, ellos rieron.
Entre otras cosas, Omiyori se dio cuenta a
los siete años que podía hablar otro idioma
que ni ella misma entendía. Incluso no
recordaba haberlo aprendido, y comenzó a
pensar que lo inventaba. A partir de ese
momento se consideró creativa, que podía
inventar y tener lo que quisiera.
Pero a los diecisiete años, Omiyori se
enamoró, quería tener a su hombre junto a
ella. “Ven a mí, ven a mí”, decía en sus
conjuros, pero él no iba hacia ella, las cosas
no solían funcionar de igual manera con los
humanos.
Eso la llevó a investigar sobre todo tipo de
hechizos, pues ya sospechaba que tenía
poderes para hablar con los “espíritus”,
pero desconocía sus intenciones. Los
hechizos le eran revelados en sus sueños y
al amanecer los anotaba en una libreta para
no olvidarlos.
Otro dato curioso es que no le gustaba ir a
misa, le daba mucho dolor de cabeza
escuchar los cánticos religiosos, y en varias
ocasiones se mareaba y tenía que salir a
vomitar.
Siempre fue discreta. En sueños veía a
personas que le platicaban historias y le
decían lo que pasaría al día siguiente y lo
que debía hacer. “No le digas a nadie lo que
sientes o lo que te pasa, dímelo sólo a mí”,
le decía una mujer que aparecía en sueños,
con un vestido transparente, morena, alta,
parecía fuerte, de cabello negro rizado y
ojos cafés, y aunque no sabía su nombre,
Omiyori pensaba en ella como símbolo de
protección.
Desde su infancia Omiyori había sido
afortunada, a pesar de que era muy
distraída y caminaba como ausente,
estuvieron a punto de atropellarla 4 veces,
pero los autos siempre la esquivaban; no
mucha gente corría con la misma suerte.
Cuando caminaba por calles desconocidas,
escuchaba voces que le daban instrucciones
como si tuviera un GPS desde el más allá.
Para los exámenes, ni siquiera tenía que
leer o entender las preguntas completas
porque acertaba en las respuestas,
generalmente no pasaba horas estudiando,
sólo fingía.
Todos creían que era una excelente alumna;
pero siempre andaba sola, sus compañeros
le decían lo que se les ocurriera para
hacerla sentir mal: “Nerdita cerdita” era su
favorito.
A los siete años se enojó tanto que miró
endemoniadamente al niño que la burlaba
más y éste se desmayó. En otra ocasión,
otro niño se burlaba de ella, y dos niñas se
rieron, ella les dijo con todo el coraje y
odio que ninguna niña de siete años
pudieras tener:
— ¡Cuídense al mediodía! ¡Cuídense!
Ellos contestaron:
—”Ay sí, ay sí, que miedo, que miedo”.
Al mediodía cuando salían de la escuela y
fueron a jugar al parque, dejaron sus
mochilas a un lado; al volver estaban las
mochilas rotas, los libros y cuadernos
deshojados por los perros. Al ver la
situación los tres comenzaron a llorar, y sus
padres al enterarse se enojaron tanto que
los castigaron por no tener cuidado con sus
cosas. Al día siguiente, Omiyori se paró
frente a ellos a reírse. Fue en ese momento
que sintió un placer inexplicable por la
maldad y la venganza, se sentía poderosa
con todo de su parte. Después de su dicha,
les recalcó:
—¡Se los dije!
Los niños comenzaron a tenerle miedo,
pero también a odiarla en el fondo de su
ser. Omiyori pronto se dio cuenta que los
niños la dejaban de hablar incluso de
burlarse de ella, al menos en su presencia,
pero sabía que murmuraban a sus espaldas.
Omiyori tenía amigos verdaderamente
poderosos.
Sin embargo, también le molestaba no
poder controlar las pesadillas que tenía por
las noches. Se levantaba llorando y se iba a
dormir a la habitación de sus padres, los
cuales la volvían a dejar en su habitación,
donde intentaba rezar, pero siempre se le
olvidaban las oraciones. Llegó el momento
en que se acostumbró a tener miedo, y a
sentir la compañía de los espíritus que le
brindaban protección, según ella.
Las cosas que se relatan sucedieron en una
pequeña ciudad de México...
Capítulo I
Tal como en la primaria, en la preparatoria
Omiyori no tenía amigos, y sí enemigos.
Adoptó un estilo gótico, con una especial
atracción por el rojo y el negro, la
oscuridad y la sangre, quería dejar claro
que le deberían tener miedo.
Sus labios rojos, su piel blanca y sus
cabellos negros, parecía una bruja atractiva
y misteriosa. Muchos hombres querían
conocerla, estaban hechizados por su
belleza, pero le temían; los rumores de que
practicaba la “brujería” corrían por los
pasillos de la escuela.
A pesar de que sabía que la odiaban y le
tenían miedo, ella estaba satisfecha. La
gente procuraba tratarla bien porque no
querían que los hechizaran. Omiyori ya
tenía fama de predecir el futuro. Por
ejemplo, a una compañera de clases
llamada Clara, que de hecho, era de piel
clara, le dijo:
—Comerás garbanzos en cinco días.
Su compañera de clases se rió.
—¡Pero a mí no me gustan los garbanzos, y
mi padre tampoco come garbanzos!
—Ya lo veremos —dijo Omiyori
finalmente.
Cinco días después, a su padre le asaltaron
al salir del banco, y no tuvieron para comer
por dos días, mientras pedía prestado y
recuperaba sus tarjetas. La vecina les regaló
garbanzos, y aunque no les gustara tuvieron
que comerlo.
A otro de sus compañeros, Raúl, un joven
moreno, fanático de los deportes, que bien
se podía deducir al ver su cuerpo con
músculos marcados, le dijo después de que
éste terminó de hablar por teléfono:
—Es mejor que te quedes con tu familia, no
pasarás la navidad en tu casa, luego los
extrañarás.
—Claro, claro —dijo mientras levantaba
las cejas y volteaba discretamente para reír.
A una semana de navidad, Raúl prefirió irse
de excursión a otra ciudad con sus amigos,
por supuesto que nunca invitarían a
Omiyori, y pensó que era una envidiosa,
por eso sus “predicciones”. Se regodearon
de ella como de costumbre, inventando
chismes e historias de terror sobre sus
brujerías, por ejemplo: Cuando Raúl le dijo
a su grupo de amigos compuesto por
hombres de su equipo de fútbol y porristas
atractivas que iban tras ellos:
—¿Ya viste a ese perro? Es el maestro de
Química, ¡por fin son buenos sus hechizos!
El 26 de diciembre a Raúl le llegó una
invitación para irse a otra escuela de
intercambio por un año. ¡No lo podía creer!
Pero su padre le tenía aquella sorpresa para
navidad. Raúl no lo pensó más y el 29 de
diciembre se fue, no podía dejar pasar la
oportunidad.
Clara y Raúl estaban asombrados por las
predicciones de Omiyori, pero ninguno
hizo alguna declaración al respecto, decían
lo que no pasaba y no decían lo que sí
pasaba. Sin embargo, preferían no tener
problemas con ella.
En cambio, otros preferían desafiarla, sólo
unos cuantos en realidad.
En una ocasión, alguien le robó sus apuntes
de física. Ella nunca vio quién fue, ¡tanto
esfuerzo para que se los robaran por
maldad! Pero Omiyori no lloraba, ella se
vengaba.
Antes de dormir, se concentraba y decía:
“Mi ángel, ¿dónde estás?”. Luego esperaba
hasta dormirse profundamente. En sus
sueños se le aparecía la misma mujer
morena que se le aparecía desde su
infancia, y en sueños les hacía las
preguntas, si no es que la mujer llegaba y
ya le daba las respuestas.
El nombre que le dio fue: Esteban.
Él era de esos chicos rebeldes que marca su
territorio haciendo daño a los demás. Al ser
alto, como de 1.90 metros, cara cuadrada y
pómulos anchos, cejas espesas, trigueño;
daba la impresión de que también era
intimidante.
Para su hechizo, Omiyori debía conseguir
las notas de clase de Esteban. Y debía
quemarlas diciendo frases en un idioma que
desconocía, en realidad ella no sabía qué
decía, sólo que eran efectivos:
—¡Cutlichaque dela matcloedivo! —
repetía.
Omiyori tenía una especie de bitácora o
libro de hechizos que comenzó a escribir
como si fuera un diario desde los siete
años, dirario del cual se sentía orgullosa, y
que nadie podía descifrar. Ni siquiera ella,
pero era un símbolo de poder a pesar de no
ser más que una simple libreta de las más
económicas que había en el mercado, pero
que había decorado como todo un libro
antiguo.
Al día siguiente, miró y caminó hacia
Esteban sin miedo, con una mirada
arrogante y dominante, insinuando: “Ya sé
que fuiste tú”. Él se sintió intimidado y
helado mientras Omiyori se acercaba cada
vez más. Luego le dijo al oído
seductoramente:
—Préstame tus apuntes, he perdido los
míos.
—¿Cuándo me los regresarás? —preguntó
Esteban aparentando ser fuerte, cuando en
realidad moría de miedo, pero ya tenía
práctica para no tartamudear.
—Cuando tú quieras… —le dijo más
seductoramente, mirándole fijamente
mientras humedecía sus labios con la
lengua.
—Bueno… ¿Te parece esta noche? ¿En mi
habitación? —sugirió Esteban, sin perder la
oportunidad de “conquistar”.
—Claro, iré preparada a las nueve para una
noche fogosa —contestó Omiyori mientras
Esteban le entregaba los apuntes.
Finalmente Omiyori le mandó un beso
“volado”.
En su habitación, Omiyori tomó los
apuntes, encendió una vela, quemó una
hoja de la libreta, y recitó lo que decía en el
“libro” para el caso de Esteban. En la noche
se dirigió a casa de ese chico, quien vivía a
sólo dos cuadras de la casa de Omiyori, en
un barrio tranquilo de clase media. Una vez
ahí, en la habitación de Esteban, sin nadie
más en su casa; comenzaron a besarse y a
tocarse apasionadamente. Omiyori se
desnudó esperando a que Esteban estuviera
listo, pero no, ya nunca más lo estuvo. El
hechizo había funcionado. Omiyori reía al
ver la cara de Esteban.
—¡Qué lástima! ¡Tan caliente que estaba!
No importa, llámame cuando estés listo.
Esteban estaba helado, como cada vez que
Omiyori se le acercaba con o sin
intenciones de seducirlo. No podía entender
lo que estaba pasando, pero le aterraba
pensar que padecería disfunción eréctil por
el resto de su vida, ¡sólo por unos apuntes!
Se resistía a creer que era un hechizo, pero
las semanas se lo iban confirmando,
tomaba pastillas, visitaba al médico…¡Y
nada funcionaba!
Después de aquella noche, Omiyori regresó
a su casa feliz de haber herido el “ego” de
Esteban. Así nadie más se volvería a meter
con ella. Pero estaba equivocada, podía ser
la más fuerte de la escuela, pero no de la
vida o del más allá. Esa misma noche se
acostó a dormir, y tuvo pesadillas, como
era de esperarse: una silueta negra la
perseguía, mientras más corría para
escaparse, la silueta humana corría más
rápido mientras crecía cada vez más y se
convertía en un demonio. Omiyori se
refugió en casa, cerró la puerta con llave
pero el demonio la derrumbó, luego todo a
su alrededor prendió fuego. A pesar de
despertar en la madrugada, solía creer que
tenía la protección su hada y que no debía
temer.
Por cierto, sus padres la obligaban a ir a
misa, pero ella salía antes de terminar
porque no aguantaba los mareos, sudaba en
exceso, tenía náuseas y dolor de cabeza
cuando escuchaba al coro cantar.
Supuestamente decía que tenía un ataque de
ansiedad, no le gustaban los tumultos o las
voces desafinadas. A sus padres no parecía
importarles. Y así, había muchas cosas que
Omiyori quería cambiar y no podía.
El cuerpo esbelto que tanto había deseado
lo tenía porque se lo había pedido a su
hada, pero menos lo que realmente quería.
¿Por qué no podía tocar bien el piano por
más que practicara? ¿Por qué no podía
conseguir que sus padres cambiaran de
religión o cuando menos no la obligaran a
ir a la iglesia? ¿Y por qué no podía
desenamorarse?
Omiyori estaba de mal humor la mayoría
del tiempo, sólo una mirada intimidante de
ella era suficiente para tener un mal día, por
eso casi nadie se atrevía a mirarla a los
ojos. Nunca usaba lentes, le gustaba
presumir sus grandes ojos negros, muy
atractivos para el sexo opuesto, aunque
muchos hubieran deseado salir con ella no
se atrevían, ¿qué tal si les pasaba lo que a
Esteban o algo peor?
Le gustaba asustar a la gente justamente
para estar sola; invertía todas las tardes
aprendiendo nuevas melodías para tocar en
su violín. Escucharla tocar era hipnotizante,
su música se disfrutaba, aunque para los
vecinos era música tétrica.
Solía dar conciertos que le ayudaban a la
familia a comer bien, pero al entrar a la
preparatoria ya no tuvo tiempo, quiso
concentrarse en sus estudios, quería ser
abogada porque su padre no pudo serlo y él
quería que Omiyori lo fuera, pero lo suyo
era la magia negra y ella lo tenía claro.
Si se miraban y analizaban los cuadros que
tenía en su habitación, éstos formaban caras
de demonios. A sus padres nunca les gustó
la decoración, pero creían que en algún
momento cambiaría, que cuando terminara
su adolescencia comprendería que aquello
era de mal gusto, al menos para ellos.
Tenía dos hermanos gemelos de 10 años,
con la misma nariz aguileña que ella, pero
rubios; los cuales también la respetaban,
porque la última vez que se metieron a su
cuarto sin permiso se le murieron sus
mascotas, un par de ratoncitos que
quedaron momificados.
A pesar de que Omiyori era un ser
misterioso y en la familia casi un bicho
raro, su madre siempre trató de espiarla,
pero su cuarto era impenetrable. Puertas,
ventanas y cortinas cerradas.
Hasta ese momento nadie había notado
como en su habitación muchas cosas
volaban, y ella con su dedo podía atraer
cualquier objeto con pronunciar algunas
frases que incluso le dilataban las venas. A
Omiyori eso nunca le pareció terrorífico.
Capítulo II
La mala reputación de Esteban con las
mujeres debido a su disfunción eréctil,
comenzó con Silvia, quien no figuraba
como “sexy” entre el sexo opuesto, a pesar
de su gusto por el maquillaje, andar en
tacones y teñirse el cabello de rojo.
Silvia sabía de los apuntes extraviados de
Omiyori, y estaba segura que ella había
embrujado a Esteban. Comenzó a seguirla,
a observarla, a investigarla, sin que
Omiyori se diera cuenta.
Ella vivía a una cuadra de la casa de
Omiyori.Sabía que esta última no era de
salir mucho, y cuando salía era por las
noches cuando todo estaba solitario; y los
domingos para ir a misa.
Anotaba las reacciones de Omiyori en unas
hojas que guardaba en una carpeta color
manila con el título: “Caso O”, también
estaba enterada de su comportamiento en
las iglesias.
Un día se propuso entrar a la casa de
Omiyori clandestinamente y ver por ella
misma cómo era su recámara, puesto que
acercarse a ella y fingir ser su amiga era
una misión imposible.
Cuando toda la familia salió a la iglesia en
un “volcho” viejo; Silvia brincó la barda
del patio y entró por la puerta de la cocina
que para su suerte siempre dejaban abierta.
Pero el cuarto de Omiyori estaba cerrado
con llave. Silvia fue preparada con
truquitos que un amigo cerrajero le enseñó
para abrir puertas con un trozo de alambre.
Al entrar se encontró justo con lo que
sospechaba, un cuarto oscuro, con una
pared pintada de negro; velas, libros de
magia negra y muñequitos para Vudú, entre
otras cosas que no quería tocar.
Ya adentró sentía una energía misteriosa, y
por supuesto que tenía miedo, más cuando
la puerta se cerró de golpe, como si alguien
estuviera enojado o la quisieran dejar
encerrada. Silvia gritó fuerte del susto pero
nadie le escuchó, ya que el vecindario a esa
hora estaba desierto. Con las manos
temblorosas abrió la puerta; luego salió
corriendo y prometió no volver jamás; no le
gustaron las vibras que sintió en esa
habitación, ya había visto suficiente.
Omiyori trataba de explicarse por qué era
como era y si tenía una misión en la vida.
Su “ángel protector” no le respondía todas
sus preguntas. Omiyori tenía planes de
visitar lugares embrujados, y quería trabajar
de vidente. Le gustaba la astrología,
también el tarot y por supuesto que tenía su
Ouija. Muchas cosas las compraba sin que
sus padres se enteraran.
Cuando Silvia llegó a casa, buscó la carpeta
para anotar sus observaciones sobre el
“Caso O”, pero no la encontró por ninguna
parte a pesar de que solía ser organizada. A
partir de ese momento comenzó a pensar
que muchas cosas ya no tendrían
explicación. Aún estaba a tiempo de
olvidarse de todo, pero ella quería saber
qué estaba pasando.
Aquella misma noche, antes de dormir,
Silvia tuvo una pesadilla. En su sueño se
vio en su cama, la televisión se encendió, se
cayó el crucifijo que tenía colgado en la
pared enfrente de la cama, y apareció un
hombre con la cara cubierta con una risa
tenebrosa. Después llegó un aire fuerte que
rompió los cristales de las ventanas, y
Silvia sintió cómo el aire la llevaba hacia
afuera. En eso despertó, eran las 3 a.m.
Inmediatamente comenzó a rezar, y pronto
se dio cuenta que el aire azotaba los árboles
como si se aproximara una tormenta. Se
encontraba sola en su cuarto color rosa
rodeada de muñecos de peluche, y el resto
de su familia en sus respectivos cuartos
durmiendo, hasta miedo tenía de encender
la tv. Pero se armó de valor y fue a la
cocina por un vaso de leche, y se sentó en
la sala a ver televisión, estuvo mirando por
20 minutos; justo cuando pensó que todo
había sido una pesadilla y que no tenía nada
que temer, se fue la electricidad.
No podía ver, de repente la única luz era la
de los relámpagos. Los vidrios de las
ventanas sonaban frágiles, casi a punto de
romperse. Trató de cerrar los ojos, hasta
que escuchó unos pasos y la luz de una
vela, inmediatamente gritó: ¡Auxilio! Fue
tanto su miedo que se atragantó y vomitó la
leche que acababa de tomar.
Sin embargo, era su madre quien se
aproximaba en pijama. Y ésta asustada le
preguntó:
—¿Te encuentras bien?
Silvia estaba pálida, casi a punto de
desmayarse.
—¡Claro que no estoy bien! —respondió—.
Tuve una pesadilla, y ahora se va la
corriente eléctrica, y llueve muy fuerte.
—Cariño, no es la primera vez, ¡y tú eres
muy valiente! —Le animó su madre.
—Limpiaré enseguida, estaba muy
asustada.
Su madre la acompañó a buscar otra
veladora, y luego Silvia buscó un trapo para
limpiar. Mientras limpiaba, la vela se cayó
sobre unos libros y éstos comenzaron a
arder. Tuvo que echarles la cubeta de agua
con olor a vomito; a pesar de que apagó el
fuego, los libros se quemaron. Aquellos
eran unas reliquias para su madre, no sabía
con qué cara diría que accidentalmente los
quemó. Planeó no decir nada y hacerse la
tonta. A la mañana siguiente los metió en
una bolsa y los arrojó a la basura.
Cuando llegó a la escuela y se sentó en su
pupitre a esperar que llegara el maestro de
química, Omiyori se le acercó muy
enojada:
—¿Te gustó lo que viste? —le preguntó a
Silvia mirándola con sus desafiantes ojos.
Luego salió a caminar por los pasillos,
dejando oír a todos el ruido que producían
sus tacones de 15 cm.
Dos días después, los libros quemados
estaban en el estante de los libros
nuevamente. ¡Silvia no lo podía creer!
Corrió a preguntarle a su madre qué había
pasado. Ella le dijo que los encontró en la
basura.
—¿Acaso tú sabes algo al respecto? —le
preguntó su madre.
—Sí, yo los quemé accidentalmente. La
noche de la tormenta, estaba limpiando y
las veladoras cayeron sobre los libros. No
supe cómo decírtelo, así que los metí en
una bolsa, y no sé cómo los encontraste, ¡tú
no revisas la basura!
—Alguien los sacó de ahí, ¡estaban sobre
todas las bolsas a la vista de todos!
Obviamente los metí, siguen siendo muy
antiguos y valiosos para mi labor docente.
Silvia no podía con su curiosidad, y a pesar
de todas las circunstancias extrañas que
rodeaban el “Caso O”, ella no se daría por
vencida. ¿Quién había sacado esos libros?