Jack el destripador. la leyenda continúa

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Gabriel Pombo

Jack elDestripador

La leyendacontinúa

IBSN. 978-9974-99-868-1

Jack el Destripador – La Leyenda Continúa® Gabriel Pombo

1º edición, Mayo 2015. Montevideo-Uruguay

Sello editor: Torre del Vigía –Ediciones

Mercedes 937 piso 4. Telefax: 29087857

[email protected]

Queda hecho el depósito que ordena la ley

Impreso en Uruguay – 2015

Tradinco S.A. Minas 1367 – Montevideo

Queda prohibida la reproducción sin la autorización del autor.

Para comunicarse con el autor:[email protected]

AgradecimientosÍNDICE

gradecimientos 3

Capítulo I– Las víctimas 5

Capítulo II– Jack. El asesino psicópata 43

Capítulo III– Jack. El asesino enamorado 71

Capítulo IV– Jack. El asesino sexual 101

Capítulo V– Jack el asesino homosexual 127

Capítulo VI– Jack. El asesino satánico 155

Capítulo VII– Jack. El asesino inexistente 181

Capítulo VIII– Jack el Destripador: Las nuevas teorías 211

Capítulo IX– Jack el Destripador: Perfil psicológico 241

Bibliografía 275

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l doctor Eduardo Zinna, co-director de la revista Ripperologits, agradezcosus generosos comees qu Capítulo I

Las víctimas

Esa madrugada Emily Holland, a quien también llamaban Ellen susamigas y sus clientes, volvía a su alojamiento en el número 18 de la calleThrawl. No había esta vez candidatos a la vista para una cincuentona comoella, pero se conformaba recordando que dentro de su modesto bolsoguardaba los cuatro peniques que costaba pagarse el catre. El resto deldinero lo había gastado en la compra de embutidos y ginebra mientrasregresaba del muelle, luego de contemplar el ardiente panorama.

Había valido la pena la larga caminata. En el este del Londres de laReina Victoria raramente ocurría algún evento atractivo. La caminanteconservaba en sus retinas el fulgor rojizo de las llamaradas que, traspropagarse desde un almacén de brandy en el dique seco de Ratcliffe,arrasaron unas míseras casuchas y encendieron la base de la iglesia. Eracasi de medianoche y los bomberos todavía no habían logrado sofocar lavoracidad del fuego. Los resplandores se reflejaban sobre las aguas delTámesis y se avistaban desde los suburbios, a kilómetros de distancia.

Corrió de boca en boca la sensacional noticia y hasta el puerto, curiosa yexcitada, se dirigió ella, al igual que lo hicieron en aquella ocasióncentenares de pobladores de Whitechapel. Sin embargo todo lo bueno seacaba, y también llegó a su fin el gratuito entretenimiento nocturno de ese30 de agosto de 1888. Pronto se harían las 2.30 de la madrugada del díaentrante y, como quedó dicho, Emily Holland retornaba a su refugio.

Entonces fue que la vio.La pequeña meretriz avanzaba tambaleándose contra la pared. Producto

de una borrachera –otra más de ellas– sus piernas apenas coordinaban.Vestía con ropa más harapienta que de costumbre, y el único toquedisonante con la desastrada apariencia lo conformaba un sombrero de pajanegro con ribetes de terciopelo que parecía recién estrenado. Ellen seaproximó a la patética figura para cerciorarse. Sí, sin dudas, era ella. Sucompañera de oficio y de albergue Mary Ann Nichols, mejor conocidacomo «Polly».

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–Pero si eres tú Polly. ¡Por Dios, qué mala cara traes! –exclamó–. ¿Adónde vas? Ya son las dos y media de la noche.

–Hola Ellen– respondió aquella con tono apagado–. Es que deboganarme la plata para pagarme la cama. No tardaré mucho. Tengo queconseguir a otro. Esta noche ya me gané tres veces el precio, pero las tresveces me lo bebí.

–No hay caso contigo, mujer. Tú sí que no puedes con tu naturaleza.Bueno, te deseo que tengas buena suerte.

A pesar del aliento brindado, el timbre de voz de Holland delataba unmatiz de reproche. Aunque a ésta también le gustaba empinar el codo, y enoctubre de ese año sufriría dos arrestos por embriagarse y generarescándalo público, no se consideraba una beoda. Pero Nichols era un casoperdido. Optó por cambiarle de tema:

–Vengo desde el puerto a donde fui a ver el incendio. ¿Es que no teenteraste?: estalló un tremendo fuego en Ratcliffe Highway, en el muelle, ytodavía sigue ardiendo. Incluso quemó a la iglesia de St George´s en eleste. Fue todo un espectáculo...

Ellen iba a terminar la frase pero comprendió que la otra no le prestabaatención. Era claro que su mente deambulaba lejos de allí. Escrutó elabotargado rostro de su compañera y sintió lástima.

–Te noto muy cansada Polly. ¿Por qué no me acompañas?–No, gracias, tengo que conseguir la plata para pagarme la cama.–Cómo tú prefieras, yo me voy. Cuídate amiga.Tan sólo un par de horas atrás Mary Ann esbozaba un semblante afable y

parecía disfrutar de buen ánimo y salud. Aunque no era que tuviese muchosmotivos de regocijo, porque la habían despedido de la pensión donde sealbergaba. Desde los últimos cuatro meses se venía repitiendo ese ciclonómade y ella seguía sin afincarse en ningún lado.

La vieron salir a las 0.30 del 31 de agosto de la taberna The Frying Pan(literalmente: La Sartén). Había bebido más de la cuenta y parecíaachispada, aunque se conservaba bastante sobria todavía. Lo malo era quesolamente le quedaban dos peniques y necesitaba dormir. Se encaminóhacia el albergue de la calle Thrawl. Sabía que ese dinero no le alcanzabapara pernoctar y que lo más probable era que la rechazaran –allí el preciode la cama ascendía al doble de esa suma, al igual que en los demásmalhadados alojamientos del distrito– pero nada perdía con hacer elintento.

–Vamos, te doy dos peniques que es lo único que tengo encima. ¡Te juroque mañana te traigo lo que me falta!– rogó ante el hombre que semantenía impávido.

–Ya sabes cómo funciona esto. La cama cuesta cuatro peniques. Si no

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los tienes esta noche duermes afuera.– ¡No puedo creer que por dos miserables peniques me mandes a la

calle!– fingió indignarse Polly.–Lo siento, no puede hacerse nada. No soy yo quien fija las reglas aquí.Era cierto, el gordito calvo y malhumorado al cual Nichols le insistía

para que la dejara entrar no era el encargado de la casa de huéspedes sinoun suplente, y tenía que cuidar su empleo. Si el otro hubiese estado deguardia esa velada puede que ella lo hubiera ablandado, tal vez habríalogrado permutarle el precio del lecho a cambio de un servicio sexualrápido y discreto. No sería la primera vez. Pero para su mala fortuna eldueño estaba lejos de allí atendiendo otros menesteres.

Resignada, aunque alardeando confianza, dio media vuelta y salió haciala calle, no sin antes declarar al cruzarse con una conocida:

–No me importa. Sé que ésta va a ser mi noche de suerte. Mira qué lindosombrerito nuevo llevo puesto– sonrió mientras lo ladeaba.

Estaba persuadida de encontrar a los clientes con que obtendría el dineropreciso para costearse la cama y, alentada por ese convencimiento, seinternó en las neblinosas callejuelas. No obstante, otra compulsión aún máspoderosa que la de disponer de un techo bajo el cual cobijarse lagobernaba: el alcohol. Ansiaba con desespero beber cerveza, ron, ginebra oel líquido que fuera, con tal de sumergirse en ese estado de embriaguez enel cual el futuro no la angustiaba y su pasado quedaba en el olvido.

Buck´s Row era uno de los callejones del distrito, bordeaba elcementerio judío, y a mitad de su camino se ubicaba el matadero deSpitalfields. También constituía una ruta obligada para ir al mercado. Laregión distaba a unos quinientos metros de donde Ellen y Polly sostuvieransu breve conversación.

Una hora y cuarto a partir de aquel encuentro el carretero Charles Cross,que se adentraba por esa calzada rumbo a su trabajo en el mercado, divisóuna forma tendida encima de los adoquines. Al principio se figuró que eraun trozo de tela alquitranada, quizás caída de uno de los carros quetransitaban por allí. Pensando que podía sacarle provecho al hallazgo seacercó más, hasta comprender que no se trataba de una lona sino de uncuerpo femenino con sus vestimentas en total desorden.

Antes de poder enfocar mejor su mirada percibió el sonido de unaspisadas. Volteó el rostro y, entre las brumas de la madrugada, advirtió lapresencia de Robert Paul, un compañero de labor que avanzaba a ritmoraudo desde la acera opuesta.

– ¡Hey! Ven a ver a esta mujer, está desmayada de tan borracha.–No creo que esté borracha. Esta tipa parece muerta– musitó el otro, al

tiempo que se arrimaba.

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Inclinándose sobre ella y colocándole una mano sobre el pecho como siquisiera auscultar sus latidos, más para sí mismo que para que lo oyese sucamarada, Cross señaló:

–No, no está muerta. Me parece que la oigo respirar. ¡Ayúdame aponerla de pie!

– ¡Yo no la toco!– casi gritó Paul, dando un respingo.Enseguida torció el cuello y atisbó hacia el fondo del callejón

tenuemente iluminado por el gas de una farola. «En ese momento me asustéde verdad. Me di cuenta que la habían matado y se me dio por pensar que elasesino podía andar oculto cerca de ahí.», recordaría en la instrucciónjudicial.

Al convencerse que no iba a obtener colaboración por parte delamedrentado Paul, el solidario entusiasmo de Cross se esfumó.

–Bueno, lo mejor será irnos de aquí y avisarle a los polis.Los dos trabajadores giraron sobres sus talones, presurosos y aliviados

de dejar atrás a la desharrapada figura yacente en las sombras. Tras recorrerun corto trecho, dieron con el agente Jonas Mizen de la división H deWhitechapel que cumplía con su ronda habitual, y le notificaron sudescubrimiento.

Pero los mozos de mercado no revisaron con detenimiento. Si lohubieran hecho más grande habría sido su susto, al constatar que lacercenada garganta exhibía una salvaje rajadura, fruto de un muy filosocuchillo aplicado de izquierda a derecha en el nacimiento del cuello. Antesde que Mizen arribase al teatro del crimen otro policía, John Neil –quienmedia hora antes recorriera ese sitio sin apreciar nada raro–, se topó con elcadáver y comenzó a soplar su silbato en demanda de socorro. Eran las 3 y45 de la mañana.

Este custodio sí reparó en significativos detalles. Además delimpresionante tajo, y de la sangre manando a través de la herida, estabanaquellos ojos muy abiertos, casi en blanco y aterrorizados, que conferían unaspecto horrible a la faz de la víctima. El policía pensó que se trataba de unsuicidio y en vano buscó el arma capaz de haber infligido el corte. Reciénentonces cayó en la cuenta de que estaba frente a un homicidio ejecutadomediante degollamiento.

A los llamados de auxilio de su colega acudió el policía John Thain.– ¡Corre en busca de una ambulancia y por el médico! ¡Esta mujer fue

asesinada!– le requirió Neil, quien se quedó montando guardia.A las 4 hizo su aparición el doctor Rees Ralph Llewellyn, cirujano

policial que vivía a pocas cuadras. Inició el examen con ostensible desganoy sin reprimir su fastidio por haber sido despertado a horas tan impropias.Esbozó un ademán de desprecio al ver a un grupo de curiosos que se arre

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molinaban en círculo, pero no requirió que despejasen el perímetro.Cuando Thain volvió con otro agente transportando la tosca carretilla

que oficiaba de ambulancia les ordenó:– ¡Trasladen a la fallecida al depósito de cadáveres de Old Montague!

Yo iré hasta allí más tarde.El depósito mortuorio consistía en un cobertizo emplazado en la sección

trasera de un reformatorio que daba a la calle Old Montague. En tanrudimentario reducto el cuerpo de la víctima fue extendido encima de unbanco de madera. Previo al arribo del forense, dos internos del lugar –Robert Mann y James Hatfield– lavaron el cadáver y lo dejaron dispuestopara el análisis clínico. Junto con el doctor Llewellyn llegó John Spratling,un inspector de Scotland Yard, quien levantó el vestido de la finada ycomprobó que le habían amputado los intestinos.

A la vista quedaron sus enaguas, y sobre esta prenda lucía impreso unsello del asilo de Lambeth, uno de los refugios donde la víctima habíamorado en fechas recientes. Sus señas figuraban en el libro de ingresos deaquel establecimiento, extremo que permitió identificar a la mujer anónimacomo Mary Ann Nichols, de cuarenta y tres años, separada de su esposo ymadre de cinco hijos, con los cuales desde largo tiempo no manteníaningún contacto.

Lamentablemente, el contenido de la autopsia practicada a Polly Nicholscontinúa extraviado, y también se perdieron los reportes de las otrasautopsias, con la única excepción del formulado por el doctor ThomasBond sobre Mary Kelly, que se recuperó en 1987. La restante fuente dedatos deriva de artículos periodísticos y no resulta tan fiable. De aquí que lainformación más asequible proviene de las actas labradas en las encuestasjudiciales.

El procedimiento legal a fin de determinar la causa del óbito se encargóal jurista Wynne Edwin Baxter de la División Sudeste del condado deMiddlesex. Los registros de dicha instrucción se conservan intactos, y ellopermitió la divulgación de pormenores del crimen que de otra maneraserían desconocidos. Otro tanto sucedió en el caso de las demás asesinadas.

Al magistrado que en Inglaterra preside la fase previa en la indagatoriade una muerte se lo califica juez de guardia o coroner –atento a la versióninglesa del vocablo–. La figura del coroner es inherente al derechoanglosajón. Se trata de un funcionario local que resuelve, en uncomparendo con asistencia de jurados, si el fallecimiento de una persona –cuando no fue fruto de razones naturales– constituyó un accidente o unhomicidio. Una vez decidido ese punto, dicho juez ya no integra lapesquisa policial, si la hubiere.

El sábado 1º de setiembre se celebró, en el llamado Instituto de los mu

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chachos trabajadores de Whitechapel, el primer comparendo de lainvestigación. En el desastrado East End de 1888 no había un sólo edificiodecoroso para ser empleado como sala de audiencia, y aquel ámbito fue lomejor que se pudo conseguir.

Se abrió la sesión con un formulismo anglosajón que data de cientos deaños cuando el oficial de guardia proclamó con voz tonante:

– ¡Oíd, oíd! Vosotros, los buenos ciudadanos de este distrito, habéis sidoconvocados para investigar en nombre de vuestra soberana Su Majestad laReina, cuándo, cómo y por cuáles medios Mary Ann Nichols encontró lamuerte. Responded a los nombres.

Tras la fórmula de apertura se tomaron los juramentos a los jurados.Después los designados se levantaron y fueron con el juez de guardia aldepósito de cadáveres para ver el cuerpo de Polly, pues debían registrartodos los detalles antes de volver a la sala de audiencia.

Una vez que retornaron al improvisado tribunal, se reinició la sesiónrecibiéndose las declaraciones de los obreros de mercado que hallaron a lavíctima y, luego, de dos inspectores: John Spratling de la división J, yJoseph Henri Helson. El primer policía indicó que comprobó lasmutilaciones en el depósito de Old Montague y que cuando inspeccionó lazona de Buck´s Row casi no encontró rastros de sangre, excepto una muypequeña cantidad debajo del cuerpo, que fue rápidamente limpiada.Tampoco halló arma alguna.

Por su parte, el segundo detective manifestó que arribó a la morgue a las8 de la mañana. Describió el aspecto de la fallecida haciendo hincapié en elgrueso corsé que llevaba puesto. Adujo que esa prenda probablemente leimpidió al matador aplicar con más saña el cuchillo, limitando así laextensión de las heridas.

El testigo en apariencia más relevante era el marido de Polly, elmaquinista impresor William Nichols, quien el día anterior fue a reconocerel cadáver en compañía del inspector Frederick George Abberline,recientemente nombrado para comandar las operaciones. La mujer lo habíaabandonado dejándole cinco hijos a cargo, el menor de ellos de sólodieciséis meses. Él, a su vez, vivía en concubinato con la obstetra queatendiera a Mary Ann en su último parto.

–Te perdono por lo que has sido y por lo que me hiciste– declaró frenteal tieso organismo de su esposa, haciendo gala de sentido histriónico.

En el tribunal, el viudo narró la vida desarreglada que llevaba la extinta,su promiscuidad y su afición a la bebida.

Las declaraciones de William Nichols devinieron, empero,intrascendentes y meramente anecdóticas. La deposición más significativala brindó el forense actuante. El coroner mandó llamar al estrado al doctor

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Llewellyn, un médico con trece años de ejercicio que había estudiado en elLondon Hospital y era integrante de la Sociedad Británica de Ginecología.

–La occisa presentaba una pequeña laceración en la lengua y unhematoma en el lado derecho del maxilar inferior a raíz de un potente golpede puño, o por la presión de un pulgar– expuso, comentando los resultadosde su autopsia.

Hizo una pausa aguardando preguntas del juez, o la intervención dealgún miembro de jurado. Al percatarse que todos estaban atentos a suspalabras continuó su explicación con timbre monótono:

–De igual forma, mostraba una magulladura circular en la zona izquierdade la cara, sobre el maxilar, cuyo origen habría sido causado por el mismogolpe o presión. El cuello aparecía cortado en dos puntos. Un primer tajomedía diez centímetros de largo y se iniciaba a dos centímetros y medio pordebajo de la oreja izquierda. La otra incisión también nacía a partir del ladoizquierdo, aunque a un par de centímetros más abajo que la anterior.

– ¿Eso podría significar que el criminal la atacó por la espalda? preguntóBaxter.

–No. Soy del parecer de que la agresión se concretó de frente. Creo quele tapó la boca con la mano derecha para que no gritase, y de allí provienenlos moratones en la cara.

– ¿Cuál considera que fue el proceso de las heridas inferidas?–Primero le efectuó varias incisiones en el abdomen empuñando con su

mano zurda un cuchillo de hoja fuerte, larga y moderadamente afilado, quefue usado con gran violencia. Estos cortes fueron suficientes paraprovocarle la muerte a la víctima, y posteriormente le cercenó la garganta.Los tajos trazados de izquierda a derecha en el abdomen y en el cuelloindican que el asesino era zurdo, y que esgrimía el arma con esa mano–concluyó el facultativo.

Cabe intercalar que con tales conclusiones está en desacuerdo la mayoríade los actuales expertos quienes consideran, por el contrario, que elcriminal era diestro y que agredía por detrás a sus víctimas. Es muydiscutible también la opinión del doctor Llewellyn sobre que Polly muriódebido a los cortes abdominales. Lo más probable es que en su caso, aligual que en los restantes, el atacante comenzara con el degollamiento yque las incisiones en el vientre las infligiese con la mujer ya indefensa.

La instrucción soportó varias postergaciones. En una de ellas, se tomódeclaración a los internos del depósito que prepararon el cuerpo, y el asuntodel corsé, mencionado por el inspector Helson, salió de nuevo a relucir. Elcoroner le preguntó a James Hatfield:

– ¿Qué prenda le quitaron primero al cadáver?

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–Un impermeable, el cual pusimos en el piso. Después la chaqueta.– ¿Fue necesario que cortasen la tela?–No. El vestido lo llevaba muy flojo y no fue preciso cortarle nada. Yo

rompí las bandas de sus enaguas y las quité con mis manos. También abrísu corpiño por delante para poderlo sacar.

– ¿Recuerda si la occisa llevaba puesto un corsé?–No lo recuerdo, tengo mala memoria.En ese instante, el presidente del jurado requirió la palabra y, mirando

severamente al testigo, le conminó:–Usted puso el corsé sobre el cadáver de la difunta en mi presencia para

mostrarme lo corto que era. ¿Lo recuerda ahora?–Lo había olvidado– contestó Hatfield enrojeciendo.Su voz, que de por sí era chillona, sonó ahora tan aflautada por el susto,

que produjo una carcajada general en la sala. El juez Baxter, afirmando suautoridad, interrumpió con tono brusco:

– ¡Silencio señores! ¡Silencio! No tienen derecho a burlarse del testigo.El hombre admitió que tiene mala memoria.

El 17 de setiembre se celebró la vista final de la causa, y las actuacionesse cerraron con la declaración de que el deceso de Mary Ann constituyó unasesinato a manos de persona o personas desconocidas. Pero lo queverdaderamente importaba no era esa conclusión obvia, sino la recolecciónde pruebas forenses y de testimonios que irían a ser utilizados conprovecho, en caso de que la policía aprehendiese a un sospechoso al cual sesometiera a juicio penal.

El coroner realizó una recapitulación cuyo objetivo pareció más políticoque legal, pues se despachó contra las condiciones míseras en que lajusticia tenía que llevarse a cabo en el distrito. Llegado a ese punto, elpresidente del jurado solicitó nuevamente el uso de la palabra. Alabó almagistrado, y se extendió en críticas contra el ministro del interior SirHenry Mathews por no haber ofrecido una recompensa para quién ayudasea descubrir al culpable, como tampoco se hizo cuando mataron a MarthaTabram, muerte que, según él, era obra del mismo asesino.

–Si se hubiera ofrecido una gratificación económica en aquella ocasiónse habría evitado el homicidio de esta señora. No tengo dudas que no sehubiese dejado de entregar una remuneración si, en vez de tratarse de unamujer de la calle, la víctima fuese una persona importante– aseguró.

Y como vio que el juez lo apoyaba y que los demás estaban expectantesde su discurso, se envalentonó:

–En lo personal, estoy dispuesto a dar una recompensa de veinticincolibras de mi bolsillo a aquél que colabore en la captura del responsable. ¡Alfin de cuentas, estas pobres mujeres tienen alma como todo el mun

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do!–proclamó.Once días antes de verificarse esta última audiencia el cadáver de Mary

Ann Nichols aún permanecía en la morgue. El jueves 6 de setiembre loretiraron para introducirlo en un tosco ataúd, y antes de cerrar la tapa se lesacó la única fotografía que aún se conserva. El féretro fue izado a uncarruaje con caballos que se dirigió al cementerio de Ilford, distante a diezkilómetros de aquel antro fúnebre. En una tarde gris y lluviosa se extrajo elcuerpo y se lo colocó dentro de una fosa recién cavada, recibiendosepultura directamente en la tierra. El padre de la extinta, su cónyuge, tresde sus hijos y algunos policías asistieron a la ceremonia.

Nadie podía imaginar que tan sólo dos días después de que lossepultureros desocuparan la escuálida caja de madera para regresarla aldepósito de Old Montague –en patética muestra de la pobreza de recursosque imperaba en el East End– en ese mismo cubículo iría a reposar elcadáver de la nueva presa cobrada por el asesino de Polly.

La mujer bajita, regordeta, de abultados mofletes y fatigados ojoscelestes caminaba dificultosamente y parecía estar en las últimas. AmeliaFarmer se cruzó por segunda vez ese día con ella, y se sorprendióingratamente al notarla tan desmejorada. Apenas unas horas atrás, en laescalinata de la iglesia del Cristo, había conversado con Annie Chapman.Ya entonces advirtió que su amiga lucía sumamente demacrada, pero ahoraestaba aún peor; daba la sensación de que sobre sus hombros se habíaprecipitado de repente el tiempo, además de los achaques. Aparentaba tenermuchos más años de los cuarenta y siete con que realmente contaba.

–Te ves muy enferma– le dijo Farmer.–Es que he estado pasando por muchos apuros. No he comido nada en

todo el día, ni siquiera unas galletas o una taza de té– repuso con voz huecala interpelada. Y añadió:

–Tal vez pudiera albergarme un par de días en uno de los asilos deSpitalfieds… no sé. En verdad lo necesito, aunque tengo miedo de que alláme roben lo poco que aún me queda. Aparte no tengo fuerzas para trabajaren uno de esos sitios a cambio de la comida.

– ¡A dónde debes ir urgente es a la enfermería del London Hospital!¡Allí pueden ayudarte!

–Ya he pasado por ahí en estos dos últimos días y no me ha servido. Mehan dado unas píldoras para mis dolores, pero para qué las quiero si sigocomiendo tal mal.

–Toma, cómprate las galletas y el té con esto– se apiadó la otra, y ledepositó en la mano unas monedas por valor de un penique. –No es mucholo que puedo darte, pero no te vayas a gastar la plata en alcohol.

–Gracias amiga– le agradeció inexpresivamente, al tiempo que guarda-

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ba las monedas en uno de los bolsillos de su raído abrigo.–Tienes que dormir un poco. No puedes seguir recorriendo las calles tan

tarde– le aconsejó con sincera preocupación Amelia.–Es que ahora no puedo ponerme a descansar. No debo rendirme...–

parecía costarle articular las palabras –tengo que reponerme y salir a ganaralgunos peniques o no tendré donde pasar la noche.

Chapman se despidió de su compañera y se dirigió hacia su hospedajeubicado en el número 35 de la calle Dorset. No le bastaba con esasmonedas para que la dejasen pernoctar allí. De contar con algo más dedinero lo sumaría al penique regalado y abonaría el precio del catre.

¿De dónde iba a sacar los tres peniques que le faltaban para pagarse elalojamiento? Aunque estaba hambrienta, en vez de comer preferíaasegurarse unas horas de sueño digno y no dormir a la intemperie echadasobre un banco de la plaza. Su cuerpo le pedía a gritos descansar bienarropada, al menos durante algunas horas, libre del frío que la mortificabaen ese setiembre inglés.

En su viaje se detuvo frente a la casa de Edward Stanley, un jubilado delejército que vivía sólo y al cual ella, además de limpiarle la finca, lo bañaba–porque estaba parcialmente tullido– y le prodigaba otros servicios másíntimos aún. El viejo era la única oportunidad que se le venía a la mentepara hacerse con el dinero faltante. Su otra opción –para la que no teníaánimo– consistía en levantarse las polleras mientras se recostaba contra elmuro de un callejón, y soportaba sobre ella el cuerpo maloliente de uncliente borracho y jadeante.

Annie no gozó de suerte esa vez. Golpeó con sus nudillos cuatro veces lavetusta puerta del hogar de su amigo sin que nadie le abriera. No estaba.Para colmo de males empezaba a llover. El agua empapaba su chaqueta ysu falda, y se escurría por debajo del pañuelo de lana negro anudado a sucuello. Se puso a tiritar. Nada más le quedaba el maldito recurso desiempre, pero antes pasaría por la cocina del albergue para secarse la ropa ycalentarse las manos.

Timothy Donovan la observó sentada delante del fuego de la chimeneaen la espaciosa cocina de la pensión. Era la 1.45 de la madrugada delsábado 8 de setiembre de 1888.

–Ya estás pasada de hora para andar todavía por aquí. ¿No subes adormir en tu cama?– le inquirió el casero irlandés.

–No puedo, es que hoy no tengo nada de plata– repuso con timbrelastimero la interrogada.

–En ese caso sabes bien que no es posible que te deje quedar en lacocina, ya conoces el reglamento.

–Bueno lo comprendo, pero por favor no olvides reservarme una cama

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para más tarde. Conseguiré el dinero como sea. Esta noche no quieropasarla en la calle.

Con relación a las actividades de Annie Chapman una vez que saliera delalbergue de Donovan hay desacuerdo. Se alegó que entre la 1 y las 2 de lamadrugada la vieron bebiendo una copa en el pub Britannia con un cocherollamado Frederick Steven; este encuentro podría haberse producido tantoantes como después de su estancia en la cocina del hospedaje. En torno asimilar horario, intercambió unas frases triviales en la calle con un obrero aquien apodaban Brummie, y cuyo nombre era John Evans.

El ulterior avistamiento sobre la mujer data de cuando la señoraElizabeth Long se cruzó con ella. La vio junto con un hombre malentrazado: de aspecto «harapiento» y que parecía «haber pasado portiempos mejores», conforme manifestaciones de la testigo en la instrucciónjudicial. El sujeto aparentaba más de cuarenta años, su cutis era trigueño,vestía una añosa capa oscura y portaba un gorro de cazador de ciervos.

De acuerdo pretende este testimonio, la pareja hablaba en voz baja yparecía llevarse bien. Al pasar próximo a ellos Long observó de frente a suvecina Chapman, pero no distinguió el rostro de su acompañante, el cualestaba de espaldas a ella. El fragmento de la conversación captada por latestigo devino de calidad sumamente pobre, pues únicamente oyó cuandoaquél le inquiría «¿Quieres?», ante lo cual la interpelada habría respondido«Sí».

Lo más valioso de esta deposición ciertamente no sindicó en ese escuetodiálogo ni el aspecto del individuo, tan vagamente descrito, sino en el sitioy en la hora en que se habría visualizado a la meretriz con su cliente.Elizabeth fue terminante al sostener que dicho encuentro se operó a las 5.30de la mañana. También se mostró segura cuando reportó en dónde localizóa Annie y a su compañero: a la entrada del callejón adyacente al bloque deapartamentos número 29 de la calle Hanbury. «Estaban parados a unosmetros de la valla que rodeaba el callejón» precisó.

Los residentes del edificio allí afincado ingresaban y salían a todashoras, por lo que tanto la puerta delantera como la trasera siemprequedaban abiertas. Lo mismo ocurría con la entrada del acceso al patiointerior, el cual solía ser empleado para «fines inmorales» –según unaexpresión de la época– por las prostitutas. Las mujeres guiaban hasta esesombrío rellano a sus clientes a fin de consumar su labor sexual.

John Davis, un estibador que residía en aquel edificio, salió casi a las 6de la mañana rumbo a su trabajo en el mercado. Descubrió el cuerpo deAnnie Chapman en el piso entre la casa y la valla. La víctima yacía con sumano derecha replegada bajo su seno izquierdo y su otro brazo extendido.

Su verdugo le había levantado la ropa por encima de las rodillas, pro-

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bablemente mientras él mismo se arrodillaba para efectuar las mutilacionesa la mujer que apenas instantes atrás degollara. Davis no dio vuelta alcadáver. Si hubiese osado hacerlo habría contemplado el abdomen rajado ylos intestinos, quitados de la cavidad, esparcidos sobre el hombroizquierdo. El seccionamiento de la garganta era fruto de un tajo tan hondoque casi había desprendido la cabeza del tronco, en lo que parecía unintento de decapitación.

Pasmado frente a tamaña crueldad el trabajador regresó corriendo, y casisin respirar, a su habitación. Bebió un largo un trago de alcohol parainfundirse coraje y pensar cómo debía actuar. Cuando pudo razonar decidióir hasta su taller por una lona y con ella cubrió al cadáver, que no seanimaba a mirar. Enseguida, salió a paso agitado en busca de un vigilante.Lo ubicó a tan sólo dos cuadras, y el policía dio aviso a la comisaría de lacalle Comercial. Desde allí compareció inspector Joseph Chandler, quiencomprobó el hallazgo y mandó a llamar al forense George Bagster Phillips.

El punto de máxima intensidad en la actividad policial aconteció eldomingo 9 de setiembre, al otro día de este homicidio. Catorce sospechososfueron arrestados y se los derivó a la comisaría de la calle Comercial. Unacifra algo inferior de indagados fue llevada casi a rastras a las comisarías delas calles Upper Thames y Leman respectivamente. Los detenidoshabitaban en los alrededores. Se trataba de vagabundos, obreros en paro,rateros, proxenetas y personas de condición semejante.

Pronto todos fueron dejados en libertad, aunque no escasearon los malostratos. La prensa criticó con dureza a la policía acusándola de utilizarmétodos brutales y mostrar desesperación, pues resultaba patente quecontra ninguno de los aprehendidos mediaban pruebas. Las redadas teníanpor propósito intimidar y buscaban que alguien delatara al matador o, comomínimo, que aportase información conducente a su captura.

Aunque el despliegue dio la impresión de ser en vano, una pista enapariencia interesante había surgido. Mientras se conducía a la fuerza adesocupados y borrachos camino a las comisarías, inspectores de ScotlandYard supervisaban a un equipo de agentes que revolvió de cabo a rabo elcallejón del crimen. Su tenacidad pareció verse premiada cuando en unlavadero adyacente al patio localizaron un delantal o mandil de cuero en elcual –aunque había sido fregado recientemente– podían distinguirse tenuestrazos sanguinolentos.

Otro descubrimiento prometedor tuvo efecto en el suelo de ese patio: untrozo de sobre color blanco manchado de sangre. En el mismo lucíaimpresa la marca del regimiento de Sussex y una estampilla expedida enLondres el 20 de agosto. Faltaba la dirección del remitente, y sólo sevisualizaba una consonante mayúscula «M». A centímetros de donde se

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recogió dicho papel yacían dos pastillas blancas.El entusiasmo que suscitó aquel mandil y su posible significado se

diluyó una vez que la dueña del edificio de la calle Hanbury, la señoraAmelia Richardson, explicó que pertenecía a su hijo y que ella lo habíalavado días atrás. Lo dejó a secar al sol extendiéndolo encima delfregadero, pero se había olvidado de retirarlo. No obstante, la aparición deesa prenda dio origen a la leyenda de «Mandil de Cuero» y cimentó elfuturo arresto de John Pizer, a quien motejaban con ese alias porque erazapatero y usaba un delantal de cuero al practicar su oficio.

Y también quedó en agua de borrajas la pista de las píldoras y delfragmento de sobre con el sello del regimiento. Al testificar en lainstrucción, el casero de Annie explicó que cuando aquella estaba sentadacalentándose en la cocina tomó un sobre roto, que se hallaba en la repisa dela chimenea, y envolvió con él un par de pastillas blancas. A la pregunta deDonovan al respecto, ella habría contestado que se trataba demedicamentos que le dieron en la enfermería de Whitechapel para aliviarlesus dolencias.

Transcurrieron tres semanas.En torno de las 11.45 de la noche del 29 de setiembre Elizabeth Stride

paseaba asida del brazo de un caballero llamativamente bien vestido –paralos valores de elegancia que se manejaban en el East End– y se aproximójunto con éste a la pequeña tienda donde Mathew Packer vendía frutas yverduras en el número 44 de la calle Berner, a unas puertas del ClubEducativo Internacional de Obreros.

Tan minúscula resultaba la tienda que las operaciones forzosamente sedebían materializar a través del escaparate sobre el cual se exponía lamercadería. Más adelante, el dueño del comercio describiría alacompañante de la mujer como de mediana edad, unos treinta y cinco años,un metro setenta de alto, robusto y con pinta de oficinista.

– ¿Cuál es el precio de esas uvas? –le preguntó el hombre.–Seis peniques las negras y cuarto de libra las verdes –repuso Packer.–En ese caso denos media libra de las negras.El comprador pagó y agarró los racimos que dividió con su compañera.

El hombre y la mujer cruzaron despacio la calzada mientras saboreaban lafruta y entablaron una vivaz charla durante más de media hora, sin hacercaso a la llovizna que en esos instantes comenzó a mojarlos.

Al viejo tendero le causó extrañeza que la pareja no buscara algúnrefugio bajo el cual guarecerse, y ese hecho banal conllevó que les prestaramás atención que la habitual. Por eso no vaciló al identificar a la difunta.Incluso recordaba haberle comentado a su esposa: «Mira a ese par detontos, quedarse allí parados en medio de la lluvia».

Según el vendedor, al rato los tontos volvieron a cruzar la calzada y enfi-

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laron hacia la entrada del club político, donde se detuvieron para escucharla música que procedía desde allí. A las 00.15 del sábado 30 de setiembreel dueño cerró su negocio y dejó de verlos. «Supe que era esa hora porquelas tabernas ya habían cerrado», comentó.

La mujer parecía muy entretenida y de buen humor junto a su gentilcompañero. Como si éste no fuera un cliente más, y no se tratara de una delas tantas transacciones mercantiles que noche tras noche hacía ofreciendosu castigado físico para sobrevivir.

Además de Packer dos transeúntes –los obreros J. Best y John Gardner–testificaron haber visto a «Long Liz» –Liz la Larga– Stride con unindividuo próximo a las 11 de esa noche; vale decir, antes de la compra delas uvas en el diminuto expendio. La pareja se hallaba parada frente alestablecimiento de Bricklayers´Arms, y los jóvenes reconocieron a labuscona mientras permanecía junto a aquel cliente, no tan sobrio en estecaso.

Uno de ellos incluso se permitió a la pasada gastarle una broma:–Ten cuidado nena, ese tipo que está contigo es «Mandil de Cuero».Ni Elizabeth ni su admirador se percataron del paso de los intrusos. El

hombre la magreaba contra la pared.– ¡Te gusta! ¡Dime que sí te gusta!–jadeaba el sujeto.–Si me gusta, pero aquí no. Hay un patio cerca de acá al que podemos ir.

Ven, te lo enseñaré.– ¿Un patio? ¿Está limpio?–Sí, y allí tenemos un establo donde podemos hacerlo. Pero si me sigues

apretando tanto no podré llevarte –se rió Liz zafando del abrazo de suansioso galán.

Lo tomó de la mano y se dirigió con él rumbo a Dutfield´s Yard, un patiolindante con las instalaciones del fabricante de sacos Walter Hindley elcual, en virtud de su oscuridad permanente, se utilizaba para satisfacer losfines que urgían al acompañante de Stride.

Si se da crédito al testimonio del frutero habría que descartar a ese burdocliente como posible asesino de la meretriz, la cual ya había cumplido surápida labor y salió en procura de otro candidato que pagara por susfavores, encontrando en ese momento al señor pulcramente vestido conaires de oficinista.

Próximo a la 0.30 de la mañana del 30 de setiembre, mientras cumplía suronda, el policía William Smith creyó haber visto –y así lo afirmó en lainstrucción– a Elizabeth junto a un caballero que portaba saco negro,sombrero de fieltro, camisa blanca y corbata oscura. Advirtió que la señora,por su parte, lucía prendida en su chaqueta una flor roja.

Un rato antes otra persona también la habría identificado. Iba con unhombre diferente, pues la fisonomía de aquél no cuadraba con la de los

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clientes antes referidos. El testigo fue William Marshal, quien habríapasado tan cerca de la pareja como para oír que el individuo, con el cualStride caminaba asida del brazo, le decía unas extrañas palabras: «Diríascualquier cosa menos tus oraciones.»

Sin embargo, la frase no resultaría tan enigmática para la mujer, y debióformar parte de un chiste que el otro le estaba narrando, pues al escucharlaella se echó a reír ruidosamente junto con aquél.

Escasos minutos más tarde Liz ya no contaba con la compañía de loshombres descritos, y no tenía motivo alguno para reírse. Estaba a la entradadel pasaje adyacente al Club Educativo Internacional de Obreros, y laagredían a golpes y empujones.

El homicidio de la prostituta sueca o, cuando menos, los actosinmediatamente previos al mismo, fueron presenciados por un testigo enapariencia clave. El mismo fue Israel Schwartz, un judío húngaro queextrañamente no depuso en la encuesta instruida tras el crimen, sino quesus declaraciones sólo devinieron reproducidas en la prensa mediantepublicaciones de los periódicos Star y Evening Post.

Este inmigrante, que apenas hablaba inglés y recién había arribado aLondres, adujo haber visto, desde el extremo opuesto de la calle, a unhombre que abordaba a una fémina parada junto al portillo del patiolindante al local político. Aquel individuo arremetió contra ella, la arrojó alsuelo y la introdujo en el callejón a empujones. De acuerdo recordaba eldeclarante: «La mujer dio tres gritos, pero no muy fuerte».

El ofensor cifraba unos treinta años, lucía un bigote castaño y portabauna gorra con visera negra. Lo más curioso de esta deposición consiste enque Schwartz narró que, casi al mismo tiempo, un segundo hombre salió dela cervecería situada en la esquina de la calle Fairclough y se detuvosilenciosamente en la sombra mientras encendía una pipa. Este últimoaparentaba unos treinta y cinco años, medía un metro ochenta y vestía condecoro, a diferencia del gandul que agredió a la ramera.

El atacante se percató de la cercana presencia del testigo y de su notoriaapariencia extranjera y, para ahuyentarlo, le espetó en son de amenaza:«¡Lipski!». Se trataba de un insulto, ya que Lipski era el apellido de unjudío que el año anterior había sido acusado de victimar a una mujer en elEast End. Tanto Israel Schwartz como el hombre bien vestido se alejaroncautelosamente de allí, y esa asustadiza prudencia sellaría la suerte de LongLiz, cuyo cuerpo inerte, con la garganta segada de izquierda a derecha,sería descubierto minutos después por el conductor de un pony.

Se consideró que este testimonio representó el más certero de cuantosaportaron la fisonomía del homicida. La descripción ventilada en losdiarios habría puesto tan nervioso al criminal que aquél se creyó en la

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necesidad de intimidar al testigo.Abona tal sospecha una misiva fechada el 6 de octubre de 1888 remitida

a éste por alguien que, tras iniciar su mensaje con la frase «Te creíste muylisto cuando informaste a la policía», le prevenía que se equivocaba sipensaba que no lo había visto. Concluía sus líneas con la amenaza dematarlo y de enviarle las orejas a su esposa si enseñaba esa carta a la prensao si ayudaba a la policía de cualquier manera.

El degollado cadáver apareció en el pasaje del club político donde secelebrara una animada reunión. Los concurrentes fueron alertados porLouis Diemschutz, portero de ese establecimiento que transitaba en sucarro arrastrado por un pony y que, literalmente, se chocó con el tendidoorganismo. Dieron la voz de alerta y, además de los pesquisantes, concurrióallí un médico de apellido Blackwell que vivía en el barrio. Luego arribó elforense de la policía doctor George Bagster Phillips. Ambos galenos seabocaron al análisis in situ del cuerpo, y dispusieron que fuese trasladadoen una ambulancia manual a la morgue.

Mientras tanto, y a modo de medida precautoria, los custodiosexaminaron las manos y la ropa de aquellos asistentes a la reunión políticaque todavía no se habían retirado. No detectaron nada sospechoso.Simultáneamente, otro grupo de policías requisaba las viviendas y losalbergues aledaños, e irrumpía en las tabernas en pos de cazar al degolladoru obtener pistas para posibilitar su aprehensión. También esta vez laprovidencia les fue esquiva.

Minutos después, los agentes que acudieron por motivo de la muerte deStride se enteraron que a unas cuadras en dirección oeste, en Aldgate –queformaba parte de la City de Londres y, por ende, quedaba fuera de lajurisdicción de la Policía Metropolitana–, habían encontrado a una segundavíctima salvajemente mutilada. ¡El «Asesino de Whitechapel» –pues así lotildaba entonces la prensa– había tenido el tupé de matar a dos mujeres enla misma noche!

Edward Watkins, policía de la City, patrullaba circundando la plazaMitre cada quince minutos, con tediosa regularidad. Enfocó el hazanaranjado de su linterna de ojo de buey hacia el pavimento de la plaza,pero no captó nada fuera de lo normal. En su siguiente ronda, a la 1.45 dela madrugada, descubrió un cuerpo femenino con las polleras levantadassobre el pecho. Yacía bañada en sangre. «La habían despanzurrado como sifuese un cerdo expuesto para la venta en el mercado. Sus entrañas estabanechadas formando un montón alrededor del cuello» relataría ulteriormente.

Corrió en pos de auxilio hasta la caseta ocupada por George Morris,velador de los almacenes de la empresa Kearly and Tonge, que bordeaban

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la plaza.–Amigo, ¡Por favor ayúdeme!– ¿Qué pasa?–preguntó el cuidador, emergiendo de la pesadez del sueño

que a aquella hora lo había vencido.-- ¡Han despedazado a otra mujer! ¡El asesino volvió a atacar!– musitó

Watkins, que en sus diecisiete años de experiencia nunca se habíaenfrentado a una monstruosidad semejante, y a duras penas lograbadisimular su pánico.

El primer profesional en llegar al escenario fue el doctor George WilliamSequeira, un residente del barrio. Asistió al médico policial FrederickGordon Brown quien arribó a las 2.18, según quedó anotado con puntillosaexactitud en el reporte de la autopsia. También acudieron un inspector ydos agentes. Pronto comparecería allí asimismo el máximo responsablepolicial de la City de Londres, superintendente jefe Henry Smith.

Al rato convocaron a este jerarca a la entrada de un edificio de la calleGoulston. Sobre el piso yacía un trozo de delantal manchado con sangreque, conforme se sospechaba, el ejecutor le había arrancado a la mujer. Laprenda parecía servir para señalar hacia la pared interna donde lucía trazadacon tiza una extraña consigna: «Los Judíos son los hombres que no seránculpados por nada» (aunque en realidad en vez de «Judíos» decía « Juwes»,expresión carente de significado).

A las 5 de la mañana se apersonó en el lugar de esa pintada el supremojefe de la Policía Metropolitana, general Charles Warren, bajo cuyacompetencia caía esa presunta prueba. Warren mandó borrar el graffiti sinesperar a que amaneciera para ser fotografiado. Henry Smith y otroinspector de la City allí presente aceptaron a regañadientes esa decisión.

Catherine Eddowes –tal era el nombre de la víctima de la plaza Mitre–había nacido en los Middlands, era hija de un artesano que trabajaba enhojalata y de niña fue trasladada a la capital británica, donde la criaron enuna escuela de caridad. Contando con diecinueve años se fugó con unsoldado bastante mayor llamado Thomas Conway, cuyas iniciales llevabatatuadas en su antebrazo izquierdo. Convivió con el soldado durante doceaños y procreó tres hijos.

Durante sus últimos cuatro años mantuvo un vínculo estable con elvendedor ambulante John Kelly y desempeñaba labores zafrales como, porejemplo, segar lúpulo en la ciudad de Kent, desde donde arribó con supareja al East End días antes de su óbito. Aunque su amante y otrosconocidos lo negaron en la instrucción, con toda probabilidad ejercía elmeretricio en forma ocasional.

En 1888 su vida discurría en neto deterioro. Con cuarenta y seis añosvivía alejada de sus hijos, quienes renegaban de ella. Tanto le rehuían,

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que su hija mayor casada suministró una dirección falsa cuando Kate labuscó a fin de solicitarle un préstamo. Ese pedido de dinero frustrado fue larazón de que la mujer estuviera en Whitechapel por entonces, pues ella yJohn se habían gastado las magras ganancias obtenidas en la recolección delúpulo.

Empeñaron unas botas del hombre para que la noche anterior elladurmiera en una pensión y, como no alcanzaba para los dos, él se despidióen busca de un asilo masculino donde pernoctar. A la mañana siguiente sereencontraron en un mercadillo de ropa vieja sito en Houndsditch, entre lascalles Aldgate y Bishopsgate, y desayunaron con lo que les quedaba deldinero recibido por las botas. Luego se fueron cada uno por su lado, trasprometer volverse a reunir a la noche en aquel mismo sitio.

Pero para ese momento la mujer ya se había olvidado de esa cita. Era unaalcohólica perdida, y en tal estado se encontraba la noche del 29 desetiembre.

– ¡Tuuh, tuuh! ¡Abran paso! … ¡Tuuh, tuuh! –gritaba con voz estridentey pastosa por la ingesta de ginebra imitando el ruido de un carro debomberos, al tiempo que se aferraba como podía al caño de una farola agas. No era una borracha violenta, pero sus chillidos ahuyentaban a losclientes del puestero delante de cuyo expendio se había ubicado tras salirde la taberna. El comerciante mandó a su aprendiz en busca de algúnvigilante, y al rato aparecieron dos policías de la comisaría más próxima,que era la de Bishopsgate.

– ¡Vamos, ven con nosotros a la comisaría! Te quedarás encerrada hastaque se te pase la resaca –le ordenó el más viejo de los dos. No opusoresistencia y la transportaron asiéndola cada uno por un brazo, porqueapenas podía mover las piernas.

Una vez en la comisaría fue conducida frente al escritorio del agente deguardia, George Hutt, quien le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?–Nada– rumió, al tiempo que se dejaba caer sobre el sargento James

Byfield, que trabajosamente la sostuvo.–No puede ni mantenerse en pie. ¿La pongo en el calabozo?Hutt frunció el ceño y asintió.Próximo a la 1 de la mañana se reincorporó y preguntó cuándo la

dejarían marcharse.–Cuando seas capaz de cuidar por ti misma– repuso el guardia

acercándose a la celda con el cuaderno de ingresos y una pluma en la mano.Y, a propósito: ¿Cómo te llamas y dónde vives?

–Mi nombre es Mary Ann Kelly y vivo en el número 6 de la calleFashion– mintió. El policía tomó nota y, comprobando que al menos podía

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mantenerse erguida, le abrió la reja.–Mi marido me dará un tremendo rezongo cuando se entere que estuve

presa.–Y te lo tendrás bien merecido– contestó Hutt escoltándola hasta la

salida. –No tienes derecho a emborracharte. Buenas noches.El agente de guardia la había tratado bastante bien, pero Eddowes no

toleraba a los polizontes. Al darse cuenta de que no irían a volver aencarcelarla se despidió con un insulto.

–Buenas noches, gallo viejo.«Gallos viejos» o «moscardones azules» –por el color de su uniforme–

representaban algunos de los epítetos despectivos con que los habitantesdel East End se referían a los policías.

Luego de salir a la calle, a la 1.15 de la mañana, la mujer giró a suizquierda en dirección a Houndsditch, donde prometiera reunirse con JohnKelly nueve horas antes. Sin embargo, no siguió recto por ese sendero sinoque en cierto momento ejecutó un rodeo y, por razones que se desconocen,se encaminó con destino a la plaza Mitre.

Menos de media hora después de haber abandonado la comisaría, Katese encontró con Jack el Destripador.

Pasó el mes de octubre sin que se sumaran nuevos crímenes, y aún lasprostitutas que vivían aterrorizadas imaginaron que la existencia retornabaa su normalidad –dentro de lo que podía reputarse normal en Whitechapel–.Las que habían dejado de frecuentar los lugares en que se contactaban conclientes, o en donde iban para beber una copa y relajarse entre una faena yotra, volvían a atreverse a salir.

–Hola Jeannette, me alegra verte. Pensé que nos habías abandonado.Hacía más de un mes que no te dejabas caer por acá– le saludó lacorpulenta esposa del dueño del pub Britannia, el más próximo a donde ellase alojaba, en el número 26 de la calle Dorset, una especie de conventillollamado Miller´s Court.

–Buenas tardes señora Ringer, yo también me alegro de verla a usted.Aquí puedo venir a empinar un trago sin pensar en el trabajo, ni sermolestada cuando no tengo ganas de salir con un tipo.

– ¿Quieres que te sirva ginebra, o prefieres una pinta de cerveza?–La cerveza me apetece mejor hoy.En realidad a Mary Jane Kelly le apetecía la ginebra, pero la cerveza era

más barata y tendría que ahorrar o pronto la echarían literalmente a patadasde su habitación número 13 por morosa. Aunque era demasiado jovencomparada con las demás víctimas –pues sólo tenía veinticinco años– lairlandesa pelirroja de ojos azules había comenzado a abismarse por unapendiente sin salida.

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Extrañaba a Joseph Barnett, su concubino hasta sólo nueve días atrás. El30 de octubre aquél había abandonado la vivienda que compartían, luegode una violenta pelea donde ambos amantes se arrojaron con cuanto objetotuvieron a mano. Incluso rompieron el vidrio de una de las ventanas. Lachica ni siquiera podía recordar ahora el motivo de la gresca, de tan ebriaque entonces se encontraba.

Pero se hacía de noche, la noche del 8 al 9 de noviembre. Apuró elúltimo sorbo de su cerveza y se despidió de la señora Ringer, que de nuevotuvo la gentileza de fiarle. No podía seguir viviendo así, necesitaba ganardinero. Sin Joe ocupando su habitación se facilitaba su trabajo, no tendríaque hacer la molesta tarea de pie en un callejón. Además, podía conseguirclientes mejores, dispuestos a pagar bien por la comodidad de una cama yde un cuarto caliente.

Aquella madrugada varias vecinas y colegas la vieron entrar y salirincansablemente de su pieza llevando allí a candidatos muy diversos. Laseñora Mary Ann Cox, una viuda de treinta y un años, también prostituta,la halló del brazo de un tipo desarreglado, bajo, gordo, de mejillassonrosadas por el exceso de alcohol y bigote rubio. Para tornarlo másridículo aún, el cliente aferraba una jarra de cerveza. Jeannette abrió lapuerta del número 13 y lo hizo pasar, pero antes de entrar ella misma vio aCox que se retiraba de su habitación –que quedaba próxima a la ocupadapor la pelirroja– y le anunció:

–Amiga, te voy a dedicar una canción– tras lo cual se puso a entonar unamelodía titulada Una violeta que arranqué de la tumba de mi madre.Aparte de que la canción era triste Mary Jane desafinaba. Al rato la viudavolvió a verla salir en busca de otro cliente. El último testigo que la habríaavistado en esa velada fue un obrero amigo suyo, George Hutchinson,quien describiría a su acompañante como un sujeto muy elegantementevestido y «con pinta de extranjero, tal vez un judío».

El domingo 9 de noviembre era un día festivo para los londinenses en elcual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, distinción que recibe el Alcaldede Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. Pero notodos los londinenses estaban de espíritu alegre esa mañana. Mientras oía elpaso de la carroza que transportaba al Lord Mayor y los vítores de lamuchedumbre, John McCarthy –locador de Kelly y dueño de un bazar confrente a las covachas de Miller´s Court– refunfuñaba al revisar suscuadernos de cuentas. Ocurría que, desde semanas atrás, los números no lecerraban y únicamente se venía sosteniendo gracias a las ventas de sunegocio.

En una situación normal sus ingresos principales provenían de lashabitaciones que alquilaba a las prostitutas en el edificio del número 26 dela calle Dorset, y ahora la mayoría de ellas le estaban adeudando. Al

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reflexionar sobre la razón que provocaba esos atrasos McCarthy mascullópara sí: «¡Es por culpa de ese maldito de Jack el Destripador! Las tipastienen miedo de salir a trabajar y cada vez consiguen menos plata. Por esoes que les cuesta tanto pagar ahora»

El arrendador se consideraba un hombre razonable. Entendía que habíasurgido una causa que justificaba que sus inquilinas ganaran menos, y porel momento haría la vista gorda y no las acosaría. Sin embargo, al puntearcon su lápiz repasó la deuda que mantenía la pensionada del número 13. Elimporte ascendía a una libra y nueve chelines, eso era demasiado. Por pocoque estuviera trabajando le parecía claro que la irlandesa se estaba pasandode lista.

– ¡Indian Harry! – voceó, llamando por el seudónimo a Thomas Bowyer,su empleado de cobranzas, que había salido del bazar para contemplar eldesfile–. Ven acá de una vez hombre, que te necesito.

–Sí señor, a la orden –contestó aquél, entrando con paso desganado ydirigiéndose al escritorio donde su empleador hacía las cuentas.

–No te voy a mandar lejos. Quiero que cruces la calle y vayas hasta lo deMary Kelly para que, de una vez por todas, me pague el alquiler que medebe– levantó el cuaderno, y apuntando con su dedo índice le señaló lacantidad que la mujer adeudaba.

–Si no puedes obtener el total cuando menos no regreses con las manosvacías.

El otro asintió y fue hasta el perchero en procura de su abrigo. No es quehiciera mucho frío esa mañana, pero el gabán oscuro que ahora se ceñíacompletaba su apariencia de hombre serio, y él se figuraba que lo volvíamás digno de respeto ante los morosos.

A las 10.45 el cobrador golpeó a la puerta del número 13. Dos, tresveces. No hubo respuesta. ¿Estaría la mujer adentro y fingiría noescuchar? A efectos de salir de dudas, Indian Harry se dirigió a la partelateral de la vivienda para mirar por la ventana.

El vidrio tenía una rotura que permitía introducir la mano para descorrerla cortina interna. Cuidando no lastimarse apartó la sucia tela, y aplicó unojo a la abertura a fin de escrutar hacia el interior. Lo que vio le hizoproferir un alarido de terror y retiró tan rápido la mano que se raspó eldorso, el cual empezó a sangrar levemente.

El macabro hallazgo, que Mr. Bowyer tuvo la desgracia de hacer, resultóuno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de lacriminología mundial.

Sobre la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos deaquella que en vida fuera una sensual cortesana. Únicamente llevaba puestoun menguado camisón que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su

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organismo. Su estómago lucía abierto en canal y habían seccionado sunariz, sus senos y sus orejas. Trozos de muslo y fragmentos de piel de sucara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otrosórganos se esparcían en torno al cadáver y encima de la mesa de luz.

El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quien fue corriendo albazar de su patrón y le comunicó el terrible descubrimiento. Ambosregresaron a la pensión y, escudriñando desde la ventana, volvieron acomprobar el hecho. El dueño envió a su empleado a buscar ayuda a lacomisaría de la calle Comercial mientras él se quedaba montando guardia.Al rato arribaron los inspectores Beck y Abberline y el superintendenteThomas Arnold. También se llamó al médico forense Phillips.

Ninguno de los policías se decidía a impartir la orden de forzar la entradapara acceder a la escena del crimen, pues aguardaban instrucciones de SirCharles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que sesupo la sorprendente novedad de que el jefe supremo había presentado sudimisión aquella misma mañana.

A las 13.30 el superintendente Arnold asumió la responsabilidad demandar quitar la ventana para tomar fotografías al interior. Luego deefectuada esta tarea se requirió al propietario que rompiera la puerta a finde hacer posible el ingreso, lo cual éste hizo valiéndose de una piqueta.

« ¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!» exclamóJohn McCarthy al testimoniar en la instrucción subsiguiente, dejandoconstancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruosohallazgo, que estremeció incluso a los más endurecidos policías queconcurrieron a la tétrica habitación.

Este brutal crimen puso punto final, según las apariencias, a la furiaasesina desatada por Jack. No se llegó nunca a procesar a nadie por lasabominables muertes, y Mr. James Berry, quien ejercía por aquellos años elcargo de verdugo oficial de Gran Bretaña, no pudo ejecutar al culpable. Ano dudar que lo hubiera ejecutado, ya que la muerte en la horca constituía,de acuerdo a la legislación imperante, el destino que la ley y la sociedadagredida le reservaban al sádico personaje.

Los estudiosos de la saga vesánica de Jack el Destripador hablan de laexistencia de cinco víctimas de su segura autoría, a las cuales adjetivancomo «canónicas».

Ellas fueron: Mary Ann –«Polly»– Nichols, Annie –«La Morena»–Chapman, Elizabeth –«Long Liz»– Stride, Catherine –«Kate»– Eddowes yMary Jane Kelly, también apodada «Marie Jeannette», «Fair Emma» o«Ginger».

En contraposición con estas cinco infortunadas, cuyos desenlaces hemosrelatado líneas atrás, se han propuesto –mediante formulaciones dotadas demayor o menor seriedad y aportación de pruebas– a otras posibles

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asesinadas a cargo del desalmado perpetrador. Entre estas últimas cabedestacar los nombres de Fairy Fay (26 de diciembre de 1887+), EmmaElizabeth Smith (4 de abril de 1888+), Martha Tabram (7 de agosto de1888+), Alice McKenzie (17 de julio de 1889+), Frances Coles (13 defebrero de 1891+) y Carrie Brown (24 de abril de 1891+).

A tales mujeres se las reputaría como eventuales presas humanascobradas por el mutilador victoriano, en tanto se las denominaredundantemente «víctimas no canónicas». 1

Fairy Fay (Alegre Ada) nunca fue identificada, y únicamente se lallegaría a conocer por medio del sobrenombre que le impuso la prensa. Sucadáver profusamente apuñalado se encontró en las cercanías de la calleComercial la noche siguiente a la Navidad de 1887. Aunque jamás seacreditó su identidad han quedado registros referentes a sus últimas horas.Había estado alcoholizándose y armando alboroto en una taberna aledaña ala plaza Mine, de donde el encargado la sacó a empujones a medianocheuna vez que el local cerró. Vivía bastante lejos y tomó un atajo a través deun callejón lateral de la ronda comercial. Allí fue sorprendida por unanónimo ultimador que, de improviso, la agredió ferozmente por la espaldapropinándole numerosas cuchilladas.

Un homicidio impune, posterior al de la casi mítica Fairy Fay, lorepresentó el concretado contra Emma Elizabeth Smith. Esta desdichadaviuda, madre de dos hijos, cifraba cuarenta y cinco años, y retornabaprocedente de una taberna a su hogar a la 1.30 del lunes de Pascua 3 deabril de 1888. Una cuadrilla que ella describió como «de tres hombresjóvenes, y uno de ellos de no más de diecinueve años» la ofendióbrutalmente apaleándola en la calle Osborn en Whitechapel.

Al arribar en estado agónico al London Hospital de ese distrito losmédicos comprobaron que presentaba ruptura de peritoneo ocasionada porla violenta introducción de un objeto romo. Falleció al día siguiente dehaber ingresado al nosocomio a causa de una peritonitis.

Aquel cobarde atentado quedó sin resolver, aunque se atribuyó apandillas de rufianes organizadas para chantajear a las prostitutasexigiéndoles dinero a cambio de darles supuesta protección. En esostiempos las más conocidas bandas del área eran la Old Nichols y la HoxtonMarket, designadas así en razón del nombre de la calle y del mercado,respectivamente, donde estos gamberros poseían sus guaridas.

Curiosamente, el siguiente día festivo del pueblo inglés tuvo cabida unnuevo y similar crimen en la región. Martha Tabram –también conocidacomo Turner–, de treinta y nueve años, fue victimada cuatro meses mástarde que Emma Smith, entre la noche del 6 y la madrugada del 7 de agos-

1 Casebook Jack the Ripper, sitio web, internet.

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to, cerca del sitio donde atacaron a aquella. Martha era conocida por seruna «prostituta de soldados», pues se dedicaba a la atención de esta claseparticular de clientes. Practicaba sus recorridas atravesando con regularidadlos muelles en busca de soldados de guardia en la Torre de Londres.

En esa mañana la señora Francis Hewitt, portero del bloque de pisos delos edificios George Yard, oyó un potente grito de «¡Auxilio! ¡Me matan!»pero le pareció habitual y siguió durmiendo hasta la tarde. Tampoco elcochero Albert Crow, que volvía de trabajar a las 3.30, tomó en cuenta elbulto que vio caído próximo a la entrada cuando penetró en el edificio. Setrataba del cuerpo desangrado de Martha tumbado en el rellano de laprimera planta.

Crow justificó no haberse percatado que estaba en presencia de unavíctima porque no le prestó atención pues: «Estaba muy cansado. Estoyacostumbrado a ver gente dormida o borracha echada sobre las escaleras deentrada explicó », cuando depuso en la indagatoria.

Quien sí se percató de qué se trataba fue el estibador John Reeves,también arrendatario en el mismo bloque. No tuvo más remedio queadvertirlo porque se cayó de bruces y se ensució sus ropas, tras resbalar conla sangre del copioso charco que al costado del cadáver de la extinta sehabía ido formando.

La habían apuñalado treinta y nueve veces, quizás con una bayoneta. Sital hubiese sido el arma empleada para matarla este dato guardabaconsistencia con quien habría sido su último cliente de esa velada. Y esque, según su compañera de oficio Mary Ann Connelly –alias «PearlyPoll»–, ambas habían abandonado la taberna Blue Anchor con dosmilicianos, uno de los cuales se identificó como cabo.

Una vez que salieron del pub discutieron el precio de los servicioscarnales y, no bien se pusieron de acuerdo en el importe, Martha y susoldado se dirigieron hacia los edificios George Yard, cuyo tenebrosorellano se utilizaba para mantener relaciones sexuales. Pearly Poll, a suturno, se encaminó con el cabo rumbo a los recovecos del llamado Callejóndel Angel, recinto adecuado para el mismo propósito.

Cuando ambas busconas se despidieron eran casi las 2 de la mañana.Tabram moriría un rato después a manos de un victimario frenético. Sucorazón, su hígado, su bazo y la mayoría de sus grandes órganos, fuerontraspasados mediante incisiones cortas y extrañas, no facturadas con el filode un cuchillo ordinario.

La testigo principal, Mary Ann Connelly, era una mujerona alta, flaca ypoco atractiva que moraba en el albergue de Crossingham en la calleDorset, un tugurio plagado de ladrones, prostitutas y toda clase demalhechores. Tan asustada se la veía cuando rindió su testimonio en la

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instrucción sumarial que más de una vez el juez de guardia la amonestórequiriéndole que hablase alto. Cuanto más se esforzaba por alzar la vozmenos se le entendía, y el alguacil del juzgado tuvo que repetir sudeclaración proporcionada en susurros.

La investigación se encargó al Inspector Edmund Reid de Scotland Yard.Éste era el oficial de policía de más pequeña estatura de todo el cuerpo,pero compensaba sobradamente ese desmedro con tenacidad y sagacidad,cualidades que todos sus colegas le reconocían. Desde el inicio seconvenció de que la prostituta mentía para encubrir a alguien, y le exigióque fuera con él a la Torre de Londres, donde se organizó un improvisadodesfile.

Delante de Pearly Poll, quien lucía un sombrero con coloridas plumas ysus mejores atavíos, avanzaron de dos en dos todos los soldados y oficialesque habían tenido libre del 6 al 7 de agosto. Los inspeccionó lentamenteuno por uno, con fingida dignidad, y al final sentenció:

–No está aquí. No reconozco a ninguno.La tarde entrante idéntico procedimiento se reiteró dentro de los

cuarteles Wellington, en Birdcage Walk, donde se obligó a desfilar para elexamen a los guardias de ese regimiento. Connelly parecía estar harta ydeseando acabar de una vez por todas con aquellos fastidiosos trámites.Optó por cambiar de táctica:

– ¡Éste, y aquel de allá, el más alto y delgado de todos! Ellos dos fueronlos tipos que vinieron con nosotras– mintió.

Que mentía torpemente fue fácil de esclarecer porque los dos militaresseñalados por la testigo contaban con firmes coartadas Uno de los guardiashabía estado de custodia dentro del cuartel desde las 10 de aquella noche, yle sobraban testigos con los que respaldar su afirmación. El otro acusado, sibien gozó de franco en dicha emergencia, había pernoctado junto a suesposa en su hogar, el cual distaba a varios kilómetros del escenario delcrimen, y también podía demostrarlo.

Aquel sañudo asesinato quedó impune, y probablemente ni siquiera seconservarían registros del mismo de no ser porque representó el preludio dela orgía de sangre gestada por el criminal más misterioso de todos lostiempos, quien sólo tres semanas después inauguraría su serie finiquitandoa su primera víctima indiscutida.

¿Fué Martha Tabram una presa humana primeriza de Jack elDestripador?

Aunque algún autor sugirió que por aquel entonces éste era novato enmateria de homicidios, y que ello justificó la torpeza en la ejecución, noparecen aceptables tales argumentos. En este caso el arma esgrimida fue uncortaplumas o una hoja de bayoneta, y no un cuchillo. Además, el agresor

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actuó haciendo gala de un modo de operar frenético, lo cual refleja unataque improvisado y llevado a cabo en un descontrolado acceso de ira.Nada de esto armoniza con la fría y metódica precisión quirúrgica quecaracterizó a los posteriores degollamientos con mutilación.

Otra prostituta cuya muerte se sospechó que pudo haber sido facturadapor el desventrador fue Alice McKenzie, a quien se conocía con el alias de«Pipa de arcilla», dado que solía portar una pipa de dicho material asida aun collar, la cual al ser visualizada caída bajo su cuerpo ayudó a que laidentificaran. Alice resultó victimada el 17 de julio de 1889; vale decir, setrató de la primera asesinada luego de la seguidilla adjudicada alDestripador y a la cual, por lo común, se deja afuera de su lista, aunquealgunos estudiosos la han incluido.

El doctor Thomas Bond –uno de los facultativos que examinaron elcadáver– opinó que su matador era el tan buscado asesino serial. Del hechode que, desde el principio, las autoridades temieron que este homicidiopudo haberlo cometido el criminal de Whitechapel da cuenta lacircunstancia de que dicho forense fue llamado para colaborar en estapericia a causa de que había tenido intervención en la autopsia de MaryJane Kelly.

El médico creyó constatar notables coincidencias entre las muertesinequívocamente inferidas por el monstruo de Londres y la forma en queMcKenzie fue ultimada. No obstante, prevaleció el parecer de los doctoresGeorge Bagster Phillips, Frederick Gordon Brown y otros galenos, quienesdesestimaron cualquier posibilidad de que el fallecimiento de esta mujerconfigurase una tarea a cargo del ya por entonces afamado psicópata.

Transcurrirían casi diecisiete meses de acaecido ese crimen hasta que unnuevo hecho de sangre volviera a ser atribuido a Jack the Ripper.

El 13 de febrero de 1891, Benjamin Leeson acudió presuroso enrespuesta a los insistentes silbidos de auxilio. Aquella madrugada un fríoglacial azotaba a Londres, y en las calles desiertas la niebla le ganabaespacio a la lánguida luz de las farolas a gas.

La ronda del custodio iba desde de la Casa de la Moneda hacia el barriode Swallow Gardens; esta zona circundaba un arco del puente en torno alcual discurría un ferrocarril, y abarcaba las calles Royal Mint y Chambers.En Swallow fue donde Leeson se encontró con el responsable de losestridentes llamados, el joven agente de la metropolitana Ernest Thompson,junto a dos vigilantes nocturnos.

– ¿Qué sucede? –interrogó Leeson.–Han matado a otra mujer –repuso Thompson, y tras hacer una pausa

para tomar aliento exclamó.– ¡Ha sido Jack el Destripador!

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Thompson era un agente bisoño que apenas llevaba seis mesesrevistando en el cuerpo policial. Casi temblaba de miedo apuntando con suíndice al bulto que, caído sobre los adoquines, interrumpía el paso. Setrataba de una joven cuya ropa lucía desarreglada, y a la cual habíanatacado encarnizadamente. Un profundo tajo abría su cuello y exhibía otrasheridas, también sangrantes, en la región inferior del tronco. Leesonconocía de vista a la víctima, una ramera local de veintiséis años, cuyo alias«Carroty Nell» –por su cabello color zanahoria– ocultaba el nombre realde Frances Coles.

Al inclinarse para examinarla el policía comprobó que la mujer aúnrespiraba, aunque era evidente que estaba agonizante y nada podía hacerseya para salvarle la vida. Rápidamente se alertó a cientos de policías querodearon el perímetro del crimen en pos de cortarte la vía de escape alhomicida, y se organizó una búsqueda casa por casa. El forense Phillips fueconvocado a la comisaría donde se trasladó el cadáver y certificó elfallecimiento.

En un arroyo próximo al lugar de la agresión se localizó un sombrero decrespón negro que la mujer estrenaba –el viejo lo llevaba prendido a suchal–. La propietaria de una tienda sita en Baker´s Row, Spitalfields,identificó el sombrero y contó que la occisa lo había adquirido la tardeanterior por cinco chelines.

Entregó un adelanto de tres chelines a cambio de la prenda y prometióabonar el resto más tarde. Mientras realizaba la transacción, la tenderaobservó a un hombre aguardando a Frances fuera de su negocio.

–Era gordo, de mediana edad, bigote y barba negros con canas, en formade herradura. Vestía de manera presentable –describió.

– ¿Puede dar más detalles sobre ese sujeto? –le inquirió un oficial.–Sí, sin dudas se trataba de su acompañante. Cuando la chica se retiró de

mi tienda se prendió su sombrero viejo en el chal y se llevó puesto el queme compró. El tipo que la aguardaba la tomó del brazo y se fueron juntosconversando muy entretenidos.

Frances se afincaba en una casa de huéspedes de la calle Thrawl, y en lanoche de su óbito una persona cuya fisonomía encuadraba con la relaciónaportada por la tendera se presentó en ese establecimiento preguntando porella. Una de las manos del hombre estaba ensangrentada, y éste le comentóal casero de la joven –quien lo veía por primera vez– que aquella herida erafruto de una riña generada cuando se resistió a un atraco. La inquilina loatendió y estuvieron charlando en la cocina de la residencia durante unahora. El visitante se retiró entre la 1 y la 1.30 de la madrugada.

Instantes después, la mujer salió sola y se encaminó a Swallow Gardens,donde fue hallada agonizante por el agente Thomson. Cerca de las 3 de lamañana el mismo individuo retornó a la pensión mucho más maltrecho que

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la primera vez; profusas manchas de sangre salpicaban sus ropas y semostraba notoriamente alterado.

La explicación que le suministró al casero consistió en que unos rufianesle habían robado todo su dinero, incluido un reloj de oro y, aunque tambiénesta vez se resistió, le fue peor que en el incidente anterior. Los atacantes locastigaron duro, además de esquilmarlo.

Tras comunicarle esta historia rogó que esa noche lo dejase dormir allí.El arrendador desconfió del relato y, luego de negarse a brindarlealojamiento, le sugirió que fuera a curar sus heridas al London Hospital.Horas más tarde, al enterarse del homicidio de su inquilina notificó a lasautoridades policiales, quienes prontamente ubicaron y pusieron bajocustodia a aquel hombre.

En la comisaría de la calle Leman se congregó una rabiosa multitudcreyendo que habían prendido al victimario de Coles y, por consiguiente, aJack el Destripador. Por razones de seguridad los agentes sacaron a supresa por una puerta lateral, pero los sitiadores advirtieron el truco y, algrito de «¡Asesino!», convergieron desde todos lados con aviesasintenciones de linchamiento. Los policías se vieron forzados a blandir susporras contra las cabezas de los enardecidos vecinos para salvarle la vida aldetenido, el cual, aparte de insultos y amenazas, no pudo evitar recibirvarios puñetazos en su rostro que, una vez más, lo dejaron ensangrentado.

El tan vapuleado sospechoso era James Thomas Sadler, un marino decincuenta y tres años que oficiaba de fogonero en el barco S. S. Fez,atracado en el puerto naval de Chatham próximo a Londres. Se declaróinocente negando ser el matador de Frances. Reconoció haberlaacompañado en la tarde del 11 de febrero, día en que fuera despedido de sutrabajo en el buque. Según adujo, la había conocido un año y medio atrásen una taberna durante un día de franco y, desde entonces, se habían hechobuenos amigos.

Varios testigos declararon que el día del crimen la pareja deambulóbebiendo de bar en bar. El acusado confirmó haber visitado a Coles en supensión y señaló que se retiró de allí luego de la 1 de la madrugada. Esa fuela última oportunidad en que la habría visto. Reiteró a la policía lo que ledijo al encargado de la pensión; es decir: que rato más tarde resultóinterceptado por una pandilla que le aporreó para robarle.

La versión parecía inconsistente, por lo que el indagado quedóencarcelado en la prisión de Holloway mientras se instruía un proceso en sucontra. Desesperado, el preso pidió ayuda al gremio de los fogoneros.Harry Wilson, abogado, tomó el caso y lo defendió con destreza. Ofreció almagistrado declaraciones de tres capitanes de barco que tuvieron almarinero bajo su servicio; éstos elogiaron su buen comportamiento yaseguraron que era inofensivo.

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El letrado también probó, fuera de duda razonable, la veracidad de losdos ataques callejeros padecidos por Sadler durante la noche del crimen.De esta manera, se acreditó la coartada que justificaba la presencia deheridas y la sangre sobre sus ropas. Pese a todo, se retuvo al fogonero endependencias carcelarias hasta que el juez consultó con el fiscal del tribunalsupremo, y ambos juristas estimaron que debía disponerse su definitivaliberación en vista de la ausencia de pruebas.

Cierta prensa atribuyó el violento deceso de la bonita pelirroja a Jack elDestripador, y el suyo devino el último de los crímenes cometidos en GranBretaña que se quiso incluir en el elenco fatal del depredador deWhitechapel. Sin embargo, andando el tiempo, se consideró que se tratabade un asesinato de imitación. Similar pero perpetrado mediante otro modusoperandi por un ultimador diferente. Esta posición prevalece al día de hoy.

Las difuntas que encontraron tan patético destino bajo el cuchillo deaquel vándalo de estertores del siglo XIX, sufrieron la desgracia de haberhabitado dentro de uno de los sectores urbanos más conflictivos ymiserables de la capital inglesa: el East End; y más precisamente, en elsumergido distrito de Whitechapel (literalmente, Capilla blanca, en honor ala iglesia St. Mary Mattfelon allí emplazada, la cual fue destruida por lafuerza aérea alemana durante la Segunda Guerra Mundial).

Dicho segmento de la populosa urbe británica fue calificadoindistintamente con los motes de «El abismo» o «El infierno»,observándose aquí la nomenclatura que a su respecto acuñase el insigneescritor estadounidense Jack London. En el año 1902 el artista decidió ir aconvivir durante un período con los desamparados en las callejuelas y losalbergues situados en los suburbios de la Inglaterra victoriana para redactar,cimentado en sólido conocimiento de primera mano, su impresionantealegato de denuncia social contra las infrahumanas condiciones de vida enel este de Londres.2

La escabrosa celebridad adquirida por el asesino serial Jack elDestripador se construyó a lo largo de un lapso inferior a las diez semanas.De hecho, desde el 31 de agosto de 1888 –óbito de la primera víctimacanónica– pasando por la llamada Noche del doble acontecimiento y a lolargo de aquel octubre, donde sus matanzas representaron noticia deportada en los rotativos británicos, se consolidaría su reinado de terror.

A partir de la fatal madrugada del 30 de setiembre de ese truculento añola prensa y el público se enterarían del alias que se había puesto a sí mismoel criminal. Y aún cuando al presente existan pertinaces recelos de que elinquietante seudónimo se lo atribuyeron periodistas sedientos por vendernoticias, lo cierto fue que en todo el orbe se llegó a identificar por medio de

2 London, Jack, Gente del abismo, traducción de Alex Blasco, Ediciones de Intervención Cultural S.L.Colección El Viejo Topo, Barcelona, España, 2001.

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aquel pegadizo apodo a ese homicida sin parangón.Esas escasas semanas fueron suficientes para que el mundo contara con

un nuevo icono del miedo. Y, tras transcurrir un mes de octubre bajo unatensa calma precursora de tempestad, el pánico escalaría hasta sus cotasmás elevadas. El 9 de noviembre de 1888 el desmembrador concretó la másespeluznante de sus malévolas hazañas cuando en el amanecer de ese díadestrozó a Marie Jeannette Kelly, en el interior del lóbrego cuartucho queaquella atrayente cortesana rentaba en la pensión de Miller´s Court.

Luego saldría para siempre de escena, esfumándose tan abruptamentecuán repentina había devenido su irrupción. Dejaría detrás de sí lasangrienta estela de un puñado de hechos acreditados y las semillas de unapersistente leyenda que, de tanto prolongarse al cabo de los años, parecierano alcanzar nunca su fin.

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John McCarthy Mary Jane KellyRentaba la lúgubre habitación número 13 Famosa y tétrica fotografía

de Miller´s Court a Mary Kelly. de su desfigurado cadáver.

Restos de Mary Kelly fotografiados desde otro ángulo.

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Entrada de la pensión de Miller´s Court con frenteal número 26 de la calle Dorset.

Fotografía mortuoria de Martha Tabram¿Primera presa humana del Destripador?

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Mary Ann « Polly» Nichols en la morgueÚnica fotografía conocida de la inicial víctima canónica.

Descubrimiento del cadáver de Polly NicholsEn el recuadro superior: Caricatura del juez, del

médico forense, y de dos policías actuantes.

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Annie Chapman y su esposo JohnÚnica fotografía tomada en vida a una de las víctimas.

Annie Chapman con un cliente momentos previosa su muerte, vista por la testigo Elizabeth Long.

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El fatídico patio trasero del número 29 de la calle Hanbury.

Elizabeth «Long Liz» Stride

Primera víctima en la noche del «doble acontecimiento».

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Fachada del club político de la calle Berner en cuyo pasaje lateral fue degollada Liz Stride.

Catherine «Kate» EddowesSegunda víctima del 30 setiembre 1888.

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Frances ColesUna de las «víctimas no canónicas».

James SadlerAcusado de asesinar a Frances Coles.

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Comisaría de la calle Leman a cuya salidacasi linchan al sospechoso James Sadler.

Alice «Pipa de arcilla» McKenzie.¿Fué finiquitada por el Destripador?

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Capítulo II

Jack. El asesino psicópata

El hombre que años después se convertiría en sospechoso de haber sidoJack el Destripador sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsalcuando tañeron las campanadas de la cárcel de Sing Sing. Su hora finalhabía sonado. Muy pronto los guardianes vendrían a buscarlo paraconducirlo al patíbulo. Aunque alemán de nacimiento, y de fe católica,nunca había respetado los mandamientos cristianos, ni mucho menos,observado las palabras de las sagradas escrituras.

Pero aquella alborada, mientras fenecía su última noche sobre la tierra, lahabía pasado en constricción, recibiendo el auxilio espiritual de dossacerdotes. Humilde, se había arrodillado y vaciado su alma desahogándoseante los servidores del Señor. ¿Qué enormidades les había confesado? Losreligiosos ahora tendrían que cargar para siempre con sus terriblesconfidencias en acatamiento del secreto de confesión. ¿O tal vez, nisiquiera ante éstos el reo había abierto en verdad su alma?

Ya era bastante la culpa conocida por todos con la cual cargaba: elasesinato espantoso de una pobre viuda. Muerte a cuchillo, sin piedad.Ahora la justicia norteamericana que lo había atrapado no tendríaconmiseración para con él. Los guardias ya lo sacaban a rastras de su celdarumbo a la cámara del horror. Se sentó en la silla eléctrica sin oponerresistencia. Se quitó los lentes entregándoselos a su sacerdote confesorpreferido y le pidió que los guardase para que fueran enterrados con él.

El padre Bruder se mantuvo bien cerca suyo mientras lo amarraban conlas correas. Los asistentes pudieron ver muy claras las lágrimas en los ojosdel siervo de Dios. El condenado le besó la mano. Luego, esbozando unaforzada sonrisa cómplice, hizo un gesto amistoso hacia el verdugo: «Yotambién he estado en el lugar en que tú estás ahora», parecía decirle.

Y es que, después de todo, también él había sido verdugo de sussemejantes, y sin siquiera concederles un juicio previo justo, ni la menorposibilidad de defensa.

Wardem Sage, el ejecutor pagado por el Estado, le agradeció el saludo yse puso presto a su tarea. Le ajustó los electrodos a la base del cráneo y enla pantorrilla de la pierna derecha. El médico de la prisión, doctor Irvine, se

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aproximó también. Chequeó de un vistazo la situación y dio media vueltadirigiéndose a Mr. Davis, el carcelero encargado de aplicar la corrienteeléctrica.

Con un ademán adusto le indicó que procediera. El funcionario bajó lamanivela y el primer impacto eléctrico atravesó por el cuerpo delajusticiado. La corriente escaló a mil ochocientos veinte voltios. Eran las11 y 16 minutos de la mañana del lunes 27 de abril de 1896. Tras treintasegundos, el voltaje descendió hasta los trescientos voltios. El circuito seapagó e, instantes después, volvió a encenderse atizando un segundorelámpago de otros mil ochocientos veinte voltios.

Eran las 11 y 17 minutos. El penado estaba muerto. Calcinado yhumeante en las zonas donde sufrió las descargas. Su rostro azuladodelataba, sin dejar lugar a dudas, que la vida se le había escapadodefinitivamente. Pero debía seguirse con el rito fúnebre. Los forensesIrvine y Gibbs, hurgaron bajo la camisa del reo y palparon su pechoexaminándolo con sus espectrómetros, tras lo cual con parcos movimientosde sus cabezas confirmaron el deceso.

La menguada asistencia soltó la respiración trabajosamente contenida. Alas 11 y 18 minutos, Carl Ferdinand Feigenbaum, el asesino psicópata, fuedeclarado clínicamente muerto.

La historia oficial, por su parte, registra la comisión de un únicoasesinato de segura autoría de este delincuente el cual –atento a su saña ygravedad– bastó para condenarlo a muerte. La viuda Juliana Hoffmancontaba con cincuenta y seis años el 1º de setiembre de 1894, fecha en cuyamadrugada moriría degollada. Por entonces vivía con su llamativamentejoven hijo, de sólo dieciséis años, en una habitación precaria de la calleSexta Oriente de la ciudad de Nueva York, en el segundo piso de unvetusto edificio en cuya planta baja se emplazaba un almacén.

Una segunda muy modesta habitación de la cual eran inquilinos se lahabían subarrendado a un alemán de cincuenta y cuatro años. El miércoles29 de agosto dicho sujeto había acudido a la casa en respuesta al anunciocolocado en un periódico donde se ofrecía en alquiler la pieza con muebles.

–Es justo lo que andaba buscando. Me quedo con ella– anunció, mientrasle daba la espalda inspeccionando el cuarto–. Segundos más tarde, como sirepentinamente hubiese recordado algo, volviéndose hacia ella añadió:

–Eso en caso de que usted esté conforme con que yo sea su inquilino, porsupuesto.

– ¿Porqué no habría de estarlo? Usted parece ser un buen hombre. Ytambién le ha caído simpático a mi hijo cuando vino hoy por la mañana yyo no me encontraba. Si dispone del dinero que pido como adelanto lapieza es suya– repuso la interpelada.

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Aquella era una mujer de mediana estatura, ataviada para la ocasión lomás decorosamente que sus exiguos ingresos le permitían. Lucía su largacabellera negra atada con un rodete, y en ella las canas que principiaban aaparecer enmarcaban una cara casi sin arrugas. Era un rostro más agraciadodel que cabría esperar considerando su edad y las muchas fatigas que lavida le impusiera. También destacaba su cuello, el cual parecía más blanco,terso y esbelto que el resto de su cuerpo.

Y ese cuello –más exactamente la garganta– cautivó la atención de suinterlocutor, quien enfocó allí, durante un fugaz instante, una intensa yextraña mirada.

–Gracias señora. Estoy contento por haberme puesto de acuerdo conusted tan rápidamente– afirmó el otro con tono deferente, al tiempo queextendía su diestra para que ella se la estrechara en gesto de aprobación.Aunque la palma era áspera, su mano poseía una delicadeza contrastantecon la tosquedad de sus demás rasgos.

El tipo con el cual Juliana acababa de cerrar el trato se había presentadocomo marinero sin ocupación actual. Dio la excusa de que al día siguientecomenzaría a trabajar de florista en una tienda local y que, merced a esesalario, podría hacer frente al pago del precio pactado, consistente en undólar por semana más ocho centavos diarios a cambio del desayuno. Noobstante, se apresuró a informar que traía consigo los dos dólaresrequeridos a fin de señar la habitación.

Próximo a las 22 horas del viernes 31 de agosto de 1894 el flamantesubarrendatario permanecía en su pieza, y con una oreja aplicada contra lapared divisoria aguardó, expectante, que se hiciera silencio del otro lado.En la habitación contigua, y sin recelar de las intenciones de su taimadohuésped, dormía la arrendadora en su cama instalada al costado de una delas ventanas, en tanto su hijo reposaba en un largo sillón. Ese improvisadolecho se ubicaba en el extremo opuesto y sobre el mismo se cernía unacerrada penumbra.

A causa de la oscuridad fue que el inquilino, tras abrir furtivamente lapuerta, no se percató que una segunda persona estaba dentro. Las dosnoches anteriores había visto al chico escabullirse para penetrar en elapartamento de la criada del edificio, y dio por seguro que también esta vezaquél pernoctaría allí. Pero la sirvienta tenía marido, un viajante decomercio que precisamente retornó a su hogar ese día.

El joven durmiente representó el único testigo ocular del homicidio. Selevantó sobresaltado a mitad de la noche al oír los gritos proferidos por sumadre y vio al intruso reclinado sobre la cama de la mujer, la cualdificultosamente pugnaba por ponerse en pie y repeler la agresión. Elatacante esgrimía un cuchillo en su mano derecha y ya había inferido unaincisión en el cuello de la señora. Esa acometida no fue mortal, yseguramente la ejecutó el ofensor cuando su víctima permanecía dormida.

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El muchacho acudió en defensa de su progenitora y pateó al criminal,mientras éste permanecía de espaldas, haciéndolo trastabillar, intervenciónque le permitió a la agredida reincorporarse e intentar el escape.

Feigenbaum dio media vuelta encarándose con el jovencito y lo amenazóblandiendo en alto el cuchillo sangrante, gesto que hizo a éste huir hacia laventana, treparse a la cornisa y comenzar a gritar en dirección a la calle endemanda de socorro. Sus patéticos alaridos de «¡crimen!», «¡policía!»alertaron a vecinos y transeúntes, quienes empezaron a congregarse en elpórtico de ingreso del edificio.

Empero, Juliana Hoffman se hallaba mal herida, y el agresor capitalizósu debilidad para seguir ofendiéndola encarnizadamente. Le hizo perder elequilibrio y se montó sobre ella inmovilizándola, luego de lo cual rasgó sugarganta hasta herir la vena yugular con un profundo tajo propinado deizquierda a derecha en la base del cuello, frente a la impotente mirada de suhijo que continuaba encaramado sobre la cornisa reclamandodesesperadamente auxilio.

La ayuda llegó pronto pues, además de vecinos y curiosos, dos agentesde la comisaría local hicieron acto de presencia y persiguieron al prófugomientras éste procuraba evadirse atravesando un corredor aledaño, con susmanos y su camisa manchadas de sangre.

El delincuente comprendió que no podía salir por la entrada principal deledificio, que estaba atestada de gente, y optó por trepar al techo, quitándoseel calzado para hacer mejor equilibrio. Desde allí se lanzó rumbo a uncorredor que daba a la calle Sexta; pero su maniobra fue advertida y lospolicías lo interceptaron, reduciéndolo al cabo de una corta refriega. Lotrasladaron mediante la fuerza a la habitación del crimen, donde fueidentificado por testigos que habían acudido en defensa de la moribunda.

El detenido no se amilanó frente a las acusaciones. Por el contrario, deinmediato improvisó una coartada que –aunque increíble– mantuvotercamente a lo largo de su ulterior enjuiciamiento penal. Pretextó a susaprehensores que el asesino era un conocido suyo de apellido Weibel alcual por caridad había permitido pernoctar en su cuarto, puesto que elindividuo le aseguró que no tenía donde quedarse.

El pérfido acompañante esperó a que Carl se durmiese y se deslizó haciala habitación de la señora Hoffman con el propósito de robarle. Al sersorprendido por ésta comenzó a apuñalarla provocando sus agónicos gritos.Los ruidos lo despertaron y –según pretendió– se trabó valientemente encombate con el ladrón, aunque con escasa fortuna porque aquél era másrobusto y lo dejó inconsciente de un duro golpe.

Una vez repuesto, y al percibir el tremendo alboroto suscitado, creyó quelo irían a confundir con el homicida y entró en pánico. Por eso fue queescaló hasta el techo, y desde allí saltó con destino al corredor donde los

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policías lo aprehendieron. Justificó las secuelas hemáticas que impregnabansus manos y su camisa como fruto del forcejeo con el tal Weibel, quienquedara ensangrentado a raíz de su salvaje ataque contra la mujer.

En el escenario del atentado se hallaron evidencias materiales queincriminaban al presunto florista. Por ejemplo, en la habitación que rentabase ubicó una vaina de tela azul para guardar cuchillos y una piedra de lasque se usaban a fin de afilar herramientas cortantes.

Pero, claro está, lo más lapidario a los efectos de condenarlo fueron losnumerosos y armónicos testimonios oculares ofrecidos en su contra, asícomo el hecho de haber sido apresado en plena fuga con las manos y ropasensangrentadas y, sobre todo, el dramático testimonio rendido entresollozos por el adolescente hijo de la víctima.

La razón del homicidio aducida por la acusación fiscal consistió en elhurto, pues Juliana guardaba en su armario una modesta suma dentro de unlibro de oraciones, y aquel importe no se recuperó. No obstante, si el móvilfincaba en robar no se explica por qué motivo el supuesto caco portaba unrecio cuchillo si –conforme se destacó en el proceso– el hombre sabíadónde se ocultaba ese dinero y el armario no estaba cerrado con llave.Asimismo, si nada más quería hurtar no se justificaba que penetrara a lahabitación sabiendo que allí se encontraba la señora, cuando hubieraresultado más seguro aguardar a que aquella se retirase y después entrar acometer el latrocinio.

Y lo que torna aún menos plausible la hipótesis del robo comoexplicación de ese homicidio es la tan sañuda vesanía de la cual hizo galael ultimador. En realidad, todo apunta a que se trató del clásico asesinatoperpetrado por placer, o motivado en la compulsión de «matar por matar»que obsesiona a un victimario en cadena.

A términos de la última centuria la idea de que podían operarse crímenescarentes de las razones tradicionales, como el lucro, la codicia, el odio o lavenganza no gozaba de crédito, dado el estado incipiente por el cualatravesaba entonces la criminología.

Durante su enjuiciamiento el homicida fue patrocinado por dos letradosque actuaron de oficio. Uno de ellos fue William Sandford Lawton, quienera socio de un bufete de abogados de Nueva York. Luego de fallecido enla silla eléctrica su patrocinado, Lawton concluyó que no tenía ya razoneslegales para seguir atado por su voto de confidencialidad y optó por hacerpúblicas unas declaraciones que le había formulado su asistido, así comopor dar sus opiniones personales respecto de determinado escabroso tema.

Ese asunto consistía en que el curial estaba persuadido de que sumalogrado cliente no era otro más que el, ya por esas fechas célebre ytétrico, desmembrador de prostitutas de Whitechapel, Inglaterra.

En el curso de los dos años que mediaron entre la detención del matadorde la señora Hoffman y su ejecución, defensor y defendido sostuvieron

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muchas conversaciones y llegaron a construir una cordial relación. Debidoa ello, el preso le habría confiado a Lawton que periódicamente se veíaposeído por una enfermedad pasional totalmente absorbente que seapoderaba de él en forma irrefrenable, al extremo tal de que sólo podíasatisfacer su ardiente amor hacia las mujeres matándolas y mutilándolas.

En declaraciones a la prensa norteamericana, el abogado manifestó queel impacto ocasionado por esa confidencia fue tan poderoso que no supoqué camino debía tomar, y que enseguida le vino a la mente el recuerdo delas carnicerías consumadas por Jack el Destripador en Londres. Señaló quecomenzó a indagar los movimientos del convicto, y se enteró que estehombre se hallaba presente en Wisconsin cuando se produjeron unoscrímenes de mujeres en aquel estado.

Otro de sus asertos residió en que al insinuarle a su asistido acerca de suposible participación en los homicidios del East End aquél se pusorepentinamente muy serio, y le respondió: «El Señor es el responsable demis actos, y sólo ante él puedo confesarme.»

Lawton insistió en que el tono empleado por su patrocinado implicó unaclara confesión de culpa que lo dejó conmocionado, y lo determinó acotejar las fechas de las mutilaciones victorianas con las actividades delpenado. Dijo que, tras chequear esas fechas, le preguntó a aquél si habíavisitado Londres durante tales emergencias, a lo cual su representadocontestó en todos los casos que sí, y luego cayó en un profundo y sepulcralsilencio. Igualmente, se habría interrogado al alemán respecto de sidisponía de conocimientos técnicos sobre cirugía y disección.

En esta ocasión, según su abogado, el requerido: «Fingió unaignorancia que no era natural.»

Esta actitud del reo indujo a Lawton a sostener:«El hombre era un diablo. El motivo de sus crímenes era un espantoso

deseo de mutilar. Me juego mi reputación profesional que si la policíarastrea sus movimientos en los últimos años, ello los conducirá a Inglaterra,Londres y Whitechapel. Ha viajado como marinero por toda Europa yestuvo en el tiempo de los crímenes en aquel país. A primera vista parecíaun simplón, casi un imbécil, pero en realidad era un sujeto muy listo. Teníamedios propios como quedó demostrado por un testamento que hizo antesde morir, aunque siempre expresó que vivía en la mayor pobreza.»

También el fiscal de la causa, Vernon M. Davis, concordó con el parecervertido por el defensor, agregando por su parte:

«Si se probara que Feigenbaum fue Jack el Destripador ello no mesorprendería tanto, pues siempre lo consideré un tipo astuto, rodeado demucho misterio, y nunca se supo bien sobre su verdadera vida.»

De su astucia y su afán por despistar dio debida cuenta sucomportamiento al cabo del juicio. Por ejemplo, declaró que era oriundo de

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Karsruhe, Alemania, aserto que fue contradicho por un testigo, quienaseguró que el preso le había comentado ser originario de una ciudadllamada Capitolheim. El encausado alegó haber hecho su arribo a losEstados Unidos en febrero de 1890. Esta información no fue ratificada ysólo se supo, con relativa certeza, que estuvo en este país luego de 1891.

De acuerdo depuso otro testificante, el recluso le afirmó que era casado.También este dato queda en duda, puesto que no sólo no proporcionódetalles relativos a la existencia de su esposa sino que, al ser arrestado, seidentificó frente a la policía como de estado civil soltero. Aseveró que suocupación era de jardinero y que igual labor cumplía en Alemania. Trató entodo momento de ocultar que su actividad básica era la de marinomercante, aunque ciertas declaraciones suyas indirectamente avalan que esaresultaba su profesión. También escondió pormenores de su arribo y suestancia en Norteamérica.

Se limitó a contar que, tras desembarcar en tierra estadounidense, habíaresidido en Orange County, California. Más tarde, ante preguntas directasque le formularon en la corte, admitió haber residido sucesivamente en lasciudades de Port Austin, Michigan, Sioux Falls, Dakota del Sur y SiouxFalls, Oregón. No quedó claro si esas interrogantes le fueron planteadasporque le habían sido requisados documentos donde se mencionaban dichasciudades -lo cual hacía presumir que residió en ellas- o a fins de comprobarsi estaba conectado con crímenes o ataques contra mujeres que hubieransucedido en esos lugares.

En general, se mostró reacio a informar donde estuvo afincado o quéclase de trabajos realizó. Lo más seguro fue que no entró al país de maneraoficial, dado que en la Oficina de Migraciones no se ubicaron constanciasdel ingreso de ningún Carl Feigenbaum por aquellos días.

Durante la investigación le fue detectada, dentro de la habitación querentaba a su víctima, una caja conteniendo documentos varios. Entre éstosdestacaba un manojo de cartas remitidas por una mujer de nombreMagdalena. El condenado pretendió que se trataba de epístolas que lemandaba una señora desde Europa para que él después las hiciera llegar amanos de un marino conocido suyo de nombre Anton Zahn, quien altiempo de las remisiones carecía de domicilio fijo. Pero lo más factible esque las misivas fueran dirigidas a él; extremo que indujo a pensar que esedebía ser su nombre verdadero y que Feigenbaum era un apellido falso.

Sobre cuál conformaba su familia, al principio aseguró que vivía sólo enEstados Unidos y que tenía dos hermanos en Alemania, aun cuando luegose desdijo de esto último. Más adelante, se supo que tenía una hermanallamada Magdalena Strohband, y debió reconocer que las cartas se lehabían enviado a él y no al pretendido Anton Zahn. Se especuló que podríahaber escamoteado esos papeles para apropiarse de identidades ajenas.

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Por cuanto venimos relevando, aquel hombre era un mentirosocompulsivo y un manipulador nato, tal cual quedó patentizado por susactitudes durante el proceso. Tales facetas pautan su personalidaddefiniéndolo como un psicópata criminal, en tanto esos rasgos devieneninherentes a este tipo de transgresores. En efecto:

«…Entre los criterios básicos para reconocer el comportamiento de un psicópata seencuentran la negación, la mentira continua y el intento permanente de manipulación.Es típico de la forma en que una personalidad psicopática lo niega absolutamentetodo… el asesino trata de matizar para dar a cada detalle un giro que lo favorezca.Muchos asesinos en serie niegan su responsabilidad, creyendo que mientras siganmintiendo podrán seguir con vida… »3

Aunque fue su abogado quien sugirió inicialmente la posibilidad de queeste individuo hubiera sido Jack el Destripador, esta sospecha se diluyó conrapidez. Su otro letrado defensor no suscribió el mismo parecer, lo cual –adicionado al hecho de que William Lawton falleció en 1897 tras suicidarsepor causas desconocidas, dando cabida a pensar que era inestable– conllevóa que los periodistas y la gente pronto se olvidasen de Carl Feigenbaum.

La sospecha recaída sobre el marino ejecutado en Norteaméricareapareció, muchos años más tarde, con renovados bríos merced a unapesquisa del ex detective de la Brigada Criminal británica Trevor Marriott,el cual puso de nuevo sobre el tapete la candidatura de aquel malhadadodegollador al cargo de haber sido el Ripper de la era victoriana.

Marriott en su libro Jack el Destripador. Investigación del siglo XXIcondensa su caso contra Feigenbaum manifestando:

«…Creo firmemente que Carl Feigenbaum fue Jack el Destripador y que su nombrepodrá ingresar a la historia como el del más notable asesino serial de todos lostiempos. Este hombre fue el responsable de una serie de horribles crímenes de pobres,infortunadas y desvalidas mujeres, a las que mató en tres continentes durante unperíodo de seis años, llevándose el secreto de su identidad a la tumba luego de evadirla detección por más de un siglo. No obstante, los entusiastas de este tema todavía noestarán convencidos de que el misterio está resuelto, y nunca lo estarán. Para esapequeña minoría el caso de Jack el Destripador se ha convertido en una parteintegrante de sus vidas hasta el punto en que ahora están obsesionados por mantener elmisterio...»4

Las razones que determinaron al ex policía a postular con énfasis laculpabilidad del marinero germano se fundan en una escrupulosa búsquedaque emprendió revisando en los archivos navales los listados oficiales delos barcos mercantes que recalaron en puertos de la Bella Albión por lasfechas en que se cometieron los homicidios de Whitechapel.

3 Ressler, Robert y Schatchman, Tom, Dentro del monstruo, Un interno de comprender a los asesinos enserie, traducción de María Faidella, Alba Editorial, Barcelona, España, 2003, pág. 114.4 Marriott, Trevor, Jack the Ripper: The 21st century investigation, Editorial John Blake. PublishingLda, 2007, Londres, Inglaterra, pág. 353.

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Su inicial idea consistió en que un marino que formara parte de latripulación del carguero Sylph, proveniente de Barbados, podría haberconfigurado el criminal. Estudios ulteriores, sumados a la imposibilidad dehacerse con las listas originales donde se relacionaba la tripulación de esebuque –de apenas seis marineros fijos y todos ellos de origen anglosajón–,indujeron a Marriott a cambiar de parecer, pues resultaba incierto que dichaembarcación hubiese atracado en muelles del Reino Unido cuando severificaron los asesinatos.

Extendió con mucho detallismo sus búsquedas a todos los puertoslondinenses y concluyó que, entre agosto de 1888 y noviembre de 1889, enlos muelles Royal Victoria y Sant Katharine´s habían anclado cuatrograndes navíos comerciales ingleses, a saber: el Silvertown, el Diógenes, elKangaroo y el Calabria. No obstante, un examen aún más meticuloso delas listas le hizo percatarse que en similares fechas se operó un movimientoregular de mercantes alemanes de modesto calado que atracaron en los doscitados muelles británicos, así como en otros puntos próximos a losmismos. Estos buques teutones utilizaban asiduamente dichos muelles yviajaban entre Londres y Hamburgo o Bremen, siendo su tripulación, entodas las ocasiones, inferior a los veinte hombres.

Nacería así la que Trevor Marriott diera en llamar la conexión alemana.El investigador afirmó haber establecido con certeza que talesembarcaciones practicaron paradas en puertos de Londres por la época delos crímenes, y que como el victimario pudo haber viajado a bordo de unode esos barcos habría dispuesto del tiempo y de las oportunidades precisaspara perpetrar los atentados.

La factibilidad de tal conexión se vería reforzada por la constatación –através de reportes de prensa– de haberse consumado un homicidio enoctubre de 1889 en la ciudad de Flensburg, en el Báltico, que era un puertoalemán usado para sus travesías por los cargueros germanos de Bremen yHamburgo. La víctima fue una prostituta cuyo cuerpo apareció mutilado enforma similar a aquellos con los cuales Jack el Destripador se encarnizara.

El estudioso consideró que el navío con mayores probabilidades de haberllevado a bordo al asesino fue el mercante Reiher. Aunque los listadosconsignando arribos de ese barco a Inglaterra son confusos e incompletos,figuraría ocupando el cargo de maquinista un tripulante de apellido Zahn –posible alias utilizado por Feigenbaum–. El aludido buque permanecióanclado en la capital inglesa en el tiempo de los dos primeros homicidios.Luego regresó a Alemania y volvió a partir desde el puerto de Bremen el 5de setiembre de 1888 rumbo a Londres, donde estuvo involucrado en unacolisión en aguas del Támesis, de resultas de la cual quedó inmovilizado.

La tripulación debió por fuerza descender y asentarse durante un lapsoen el sector este de la ciudad, a la espera de que su nave fuera reparada.Aunque oficialmente no se dejó constancia del anclaje de dicha

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embarcación, parece evidente que la misma debió atracar en algún tramo dela orilla del caudaloso río.

Otro barco alemán, el Sperber, zarpó desde el puerto de Bremenllegando a la capital británica el 30 de setiembre en la mañana. A la nochetendría cabida el doble crimen contra Liz Stride y Kate Eddowes.

A su vez, el Reiher, ya reparado, continuó navegando y practicandorepetidas escalas entre ambos puertos. Quedan constancias de que el buqueya estaba de vuelta en Londres el 8 de noviembre de 1888, día previo alhorrible asesinato de Mary Jane Kelly. También permaneció varado en unmuelle anglosajón el 17 de julio de 1889, fecha del fallecimiento de lavíctima no canónica Alice McKenzie.

En busca de apuntalar su tesis de que el verdugo de prostitutas resultó unmarino mercante –y en particular, que fue Carl Feigenbaum– TrevorMarriott relevó la existencia de una secuencia de crueles muertes acaecidasen otros países, en época cercana a los homicidios del East End yfacturados con modus operandi semejante, los cuales pudieron ser obra deun psicópata itinerante que aprovechara la movilidad que su forma de vidanáutica le permitía.

Si bien la constancia de la veracidad de esos violentos óbitos está dadasólo por crónicas de prensa y no quedarían al presente registros policiales ojudiciales de los mismos, de cualquier forma, el elenco puesto aldescubierto deviene muy sugerente e inquietante.

El 11 de abril de 1890 en Hurley, Wisconsin, Estados Unidos, fueasesinada Laura Whittlesay, alias «Lottie Morgan». El rotativo Wisconsi´sStar reportó que en Hurley tuvo lugar anoche una escena de crimen, queiguala en horror a cualquiera de las habidas en Whitechapel, cuando alfondo de una cantina llamada Ives, en uno de los peores sectores de laciudad, fue detectado el cadáver de esa fémina que ejercía el meretricio.

Sobre su ojo derecho se visualizaba un profundo corte que constituyó larazón del deceso. Un hacha con manchas de sangre se encontró en ungalpón anexo, y no se duda que esa fue el arma empleada para matarla. Seubicó al costado de la cabeza de la occisa un revolver de su propiedad consus cámaras llenas de balas sin usar, lo cual sugiere que intentó defendersepero su homicida fue más rápido.

El móvil no consistió en el robo, ya que la difunta lucía en sus dedosanillos con engarce de diamante y otras joyas de subido precio, y portabamás de veinte dólares en metálico. Morgan fue vista por postrera vez a lahora 11 en la taberna de John Sullivan, y desde allí se trasladó a través deun callejón anexo para llegar a su habitación, siendo interceptaba en elcamino por su matador, quien probablemente estaba al acecho. La policíano obtuvo pistas firmes. La chica era una actriz favorita de los teatros devariedades locales, pero venía atravesando por una mala racha.

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A su vez, el periódico Bessemer, de Michigan, dedicó un concisoartículo a ese crimen señalando que Lottie Morgan contaba con alrededorde veintisiete años y pertenecía al bajo mundo. Fue hallada muerta en lamañana del 11 de abril detrás de una cantina en Hurley, su cabeza estabarajada y su cuerpo espantosamente amputado con un hacha. Se culminabaanunciando que la policía venía trabajando sobre una pista y, literalmente,el reportero proclamaba que éste era un caso de Jack el Destripador.

El 28 de abril de 1890 un diario alemán de Benthen, ciudad lindante conPolonia, informó que en dicha zona había tenido efecto una espantosabarbarie análoga a las inferidas por el descuartizador londinense. Elcadáver de una fémina fue encontrado detrás del hospital militar de laciudad. Su abdomen había sido abierto desde el ombligo, y el resto de suorganismo sometido a salvajes amputaciones incluyendo la cara. El gradode sadismo recordaba a la agresión contra Marie Jeannette Kelly enInglaterra. La víctima era esposa de un sastre de la localidad.

Ese asesinato sigue sin ser resuelto.El 4 de diciembre de 1890 en Berna, Suiza, un periódico local comunicó

que la ciudad, normalmente apacible, se hallaba espantada por un ataquesemejante a los ocasionados por Jack the Ripper en Whitechapel, Londres.Cuando unos hombres incursionaban a través de un bosque de la vecindad,dieron con el cuerpo de una joven campesina degollada y mutilada enforma impactante. Se informó que no hay rastros de su homicida.

Esta muerte nunca fue esclarecida.El 24 de abril de 1891, en la ciudad norteamericana de Nueva Jersey,

Manhattan, acaeció un crimen que gozó de más cobertura de prensa que lospreviamente nombrados, y del cual sí se guarda constancia en archivospoliciales. Se trató del cometido contra Carrie Brown, una prostituta decincuenta y seis años registrada en el hotel East River, situado en la esquinasureste de las calles Catherine Slip y Walter. Se la había visto en compañíade un hombre entre las 20 y 30 y las 23 horas de la noche del 23 de abril.Su cadáver fue ubicado yaciendo encima de su cama al amanecer siguiente.Estaba desnuda desde las axilas hacia abajo, de acuerdo informó elempleado nocturno que así la halló. El cuerpo denotaba secuelas decruentas laceraciones con sinuosas heridas en la región abdominal yvaginal. Asimismo, exhibía extraños cortes practicados en sus nalgas, comosi el asesino hubiese querido dibujar sobre ellas. Había sido estranguladacon una prenda íntima. El doctor Jenkins, médico forense encargado depracticar la autopsia, explicó que quien la eliminó arrancó, y se llevóconsigo, una porción de los intestinos de la desgraciada extinta.

Otro eventual asesinato que también pudo ser facturado por un marinoitinerante –eventualmente Feigenbaum– sucedió el 25 de octubre de 1891en Berlín, Alemania. Noticias de esta agresión fatal quedaron registradas enla edición del día siguiente del The Times de Londres, el cual reportó que

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aquella ciudad hervía en ebullición por un ataque semejante a los inferidospor el Destripador en Gran Bretaña.

Una mujer de apellido Nitsche fue abordada en horas nocturnas en elHolzmarkt Gasse –un pequeño edificio de viviendas en la región norte de lacapital germana– por un sujeto que la acompañaba a su vivienda emplazadaen el mismo lugar donde residía un matrimonio de apellido Poestsch. Esacasa no era la morada habitual de la dama pero ésta la usaba de formaocasional. No bien aquella ingresó al inmueble fue ofendida por suacompañante, quien le cortó el cuello y luego le rajó el cuerpo desde lagarganta hacia abajo.

Cuando otra señora llamada Mueller –quien también hacía uso de esahabitación y se despertó por los gritos de la agredida– intentó intervenir, elofensor la empujó y escapó hacia la calle. Un hombre que acompañaba aMueller corrió en su persecución sin éxito. El examen forense sobre elapartamento no arrojó resultados positivos. Se ubicó un arma quepertenecía a la difunta y que su verdugo empuñó para infligir la segundaherida. El primer cuchillo blandido, que tenía forma de daga, se lo llevóconsigo el atacante. Se pensó que éste era una persona mentalmente insana.

El culpable jamás fue apresado.El 31 de enero de 1892 se verificó un nuevo homicidio en Nueva Jersey,

Estados Unidos. En esta ocasión la víctima resultó una anciana de setenta ytres años, Elizabeth Senior. La fenecida fue encontrada en su casa, cercanaa donde mataran a Carrie Brown el pasado año. La garganta de la damaresultó seccionada y su cuerpo sufrió varias cuchilladas. Parece que elultimador hizo gala de gran calma. Se lavó las manos y procedió al saqueode la finca antes de retirarse.

Es otro crimen que continúa sin tener solución.El 3 de abril de 1892 en la capital germana un periódico regional notició

que la población de la ciudad estaba convulsionada por un asesinato con elperfil de los de Jack el Destripador. El cadáver de una prostituta fue halladoestrangulado yaciendo sobre la escalera de una vivienda aledaña a lajefatura de policía en Kaiser Wilhermstrasse. El victimario devinointerrumpido en su faena, y huyó sin poder desfigurar al cadáver como –según parecía– era su propósito.

Tampoco nunca nadie fue procesado por dicho crimen.El colofón de esta sangrienta retahíla fue la violenta muerte de Juliana

Hoffman el 31 de agosto de 1894 en Nueva York. Aquí, como ya vimos, elresponsable fue capturado luego de que cercenó el cuello a su víctima, sinpoder concluir su abominable tarea de mutilar. Aquel matador, nuestro yatan familiar marino mercante, pudo igualmente haberse llamado AntonZahn o Carl Zahn; y tantos méritos hizo como psicópata y sádico criminalque a su respecto su abogado patrocinante sentenció:

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«Creo que Carl Feigenbaum, a quien han visto morir en la silla eléctrica,puede fácilmente estar conectado con los crímenes del Destripador enLondres.»

A manera de síntesis de su acusación contra Feigenbaum/Zahn elexperto Trevor Marriott subrayó que a partir de su ejecución en el año 1896ya no se consumaron en los Estados Unidos homicidios con parecidomodus operandi que aquél, al igual que no los volvió a haber en Inglaterraluego de que el marinero zarpó de ese país.

Enfatizó que tras su arribo a tierra americana en 1891, y mientraspermaneció allí, fue que se sucedieron barbáricos crímenes contra mujeres.Dado que podría haber sido tripulante de navíos comerciales alemanes queiban y venían desde su país a Norteamérica, fue posible que matase ensuelo teutón y también en tierras europeas, donde aquellos barcos pudieronhacer escala en el entorno de las fechas de los asesinatos comprendidosdentro del precedente elenco. La hipótesis sugerida por este perito aunqueestá correctamente elaborada, es apoyada por respetable pruebadocumental, y cuenta con plausibles argumentos, suscitó –pese a ello–radicales críticas a cargo de otros especialistas en la historia.

Por ejemplo, el ripperólogo Wolf Vanderlinder puso en tela de juicio lasconclusiones básicas ofrecidas en el libro de Marriott. Resumiendo losmotivos que justifican su escepticismo plantea:

«… ¿Carl Feigenbaum fue Jack el Destripador? Parece poco probable. No se puedeconfiar sólo en la palabra William Lawton. La supuesta confesión no fue compartida.El confesor se negó a afirmar o desmentir. No ha sido demostrada la conexión conWhitechapel, Londres en 1888. La serie de asesinatos con mutilación cometidos enWisconsin no existió. El co-abogado, que conocía al sospechoso, desestimó los dichosde su colega. La historia desapareció rápidamente… La teoría es plausible pero nodemostrada ¿Podría ser el Destripador un marino alemán? Si, pero también podíaserlo un marinero americano, portugués o malayo, o un carnicero, panadero, sastre,mendigo o ladrón. ¿Podría haber sido Carl Feigenbaum? No, con la casi completafalta de pruebas que se han presentado para apoyar su candidatura…»5

Pero este sórdido itinerante no sería el único asesino psicópata que matómujeres en tierras de Norteamérica al cual se confundiría con Jack elDestripador. Otro individuo con características notoriamente psicopáticascoincidió con éste en igual tiempo y lugar. También a aquél se le atribuyehaber finiquitado a una prostituta sindicada como posible presa humana delultimador secuencial victoriano; a saber, Carrie Brown.

Y ocurrió que a poco más de dos meses de la muerte de Frances Coles,que acaeciera en febrero de 1891, se verificó el último homicidio que coninsistencia –y algunas posibilidades– se pretendió facturado por el criminal.

5 Vanderlinden, Wolf, Carl Ferdinand Feigenbaum. Una vieja sospecha reaparece, Ripper Notes,número 28, marzo 2008.

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En tal emergencia, extrañamente, el atentado no se consumó enInglaterra sino en otro continente. Esta circunstancia apoyaría la teoría deque Jack el Destripador nunca fue capturado, pues se había alejadoastutamente del teatro de sus crímenes tras haber emigrado, o por tratarsede un marinero itinerante.

Conforme antes reseñáramos, entre la noche del 23 y la madrugada del24 de abril de 1891, en la habitación número 31 del hotel East Rivercercano al puerto de Manhattan, Nueva Jersey, halló la muerte una meretrizde cincuenta y seís años a quien se conocía como «Old Shakespeare»,porque cuando estaba borracha se ponía a recitar párrafos de la obra deaquel glorioso dramaturgo. Su nombre verdadero era Carrie Brown.

Entre las 10.30 y las 11 de la noche del 23 de abril la habían vistoingresar con un hombre a ese hospedaje, al cual habitualmente llevaba a susclientes. La veladora nocturna de la residencia, María Miniter, describió alacompañante como de unos treinta y cinco años, rubio, fornido, de narizlarga y aguileña, bigote claro y apariencia de marino extranjero. Vestía unachaqueta marrón oscura, pantalón negro y sombrero hongo negro. SegúnMiniter, el cliente se encargó de hacer la gestión para reservar la pieza y entodo momento se mostró muy discreto, y hasta temeroso de ser observado.

A la mañana entrante, un empleado de nombre Eddie Harringtoningresó al cuarto y encontró a Brown muerta tendida en la cama. El forenseJenkins certificó que la habían estrangulado con una prenda íntima queceñía su cuello. El médico asimismo registró profusos cortes quecomenzaban en la región inferior del abdomen, alcanzando a los intestinosy al área vaginal. También lucía, a manera de sangrientos tatuajes, extrañasincisiones grabadas en sus nalgas. De acuerdo a toda la apariencia, elobjeto causante de las heridas lo constituyó un cuchillo de cocina muyfuerte y afilado que apareció en la escena del homicidio.

La policía detuvo a un residente del hotel que moraba en la habitaciónnúmero 33, la cual daba frente a la que Carrie ocupaba cuando fueasesinada. Se trataba del argelino Amir Ben Alí –apodado «Frenchy»–,quien no se asemejaba en lo más mínimo al cliente descrito por los testigos.Éste negó la acusación, pero igualmente fue condenado a cadena perpetua.El jefe de policía de Nueva York, inspector Thomas Byrnes, se ensañó conel arrestado y proclamó a la prensa que no cabía la menor duda respecto ala culpabilidad de Amir. El argelino fue trasladado a la cárcel de Sing Singy, tiempo más adelante, se lo confinó en un hospital para criminalesdementes. En 1902, al cabo de once años, se revisó su causa penalacreditándose mal manejo por cuenta de la policía y de la fiscalía. Se dio aentender que le habrían plantado pruebas incriminatorias en su habitación,dónde se adujera haberse detectado ropas con manchas de sangre,pretendidamente de la víctima.

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Al perder eficacia aquellas supuestas evidencias el caso derivó, por víade petición de indulto, al gobernador Benjamin Odell, jerarca que conmutóla pena de Alí y, seguidamente, se ordenó su liberación. Una vez libreFrenchy circuló en los periódicos el rumor de que aquel crimen había sidofaena de Jack el Destripador venido a los Estados Unidos, por la clase demutilaciones y la extracción de órganos. No obstante, ya era demasiadotarde para organizar una investigación seria, en tanto hasta el informe de laautopsia originaria a cargo del doctor Jenkins se había extraviado.

La descripción tan genérica que del posible culpable se hiciera podíavaler para el marino germano, pero también servía para apuntar a otrosospechoso, que era de origen polaco y cuya fisonomía delataba a las clarasque no se trataba de un anglosajón. Las suspicacias recaídas sobreFeigenbaum, de haber sido el homicida de Brown, nacieron a partir de lainvestigación emprendida por Marriott, quien dentro del elenco de posiblesvíctimas de dicho delincuente incluyó a esa veterana prostituta inglesa quetrabajaba en Manhattan, Nueva Jersey.

Pero otros autores ya habían trasladado sus sospechas contra unpsicópata que, al igual que el matador alemán, fue condenado a muerte porla justicia tras comprobársele haber consumado tres uxoricidios –incurriórepetidamente en bigamia–. Todos estos crímenes los llevó a cabo mediantela aplicación de venenos y por fines de lucro.

Y resulta que tanto Carl Ferdinand Feigenbaum como SeverinAntoniovitch Klososwki –tal el nombre completo de este otro candidato ahaber sido Jack el Destripador–, por una extraña casualidad, estaban ambospresentes en suelo de Nueva Jersey cuando devino brutalmente liquidadaCarrie Brown. Klosowski con el andar del tiempo llegó a adoptar de hechoel apellido Chapman, copiándolo del de una de sus ocasionales amantespara así parecer más británico. La compañera de aquel hombre se llamaba –debido a una curiosa coincidencia– Annie Chapman, al igual que lasegunda víctima canónica del exterminador de Whitechapel.

El individuo había nacido en Polonia durante el año 1865 país del cualemigraría siendo niño, pasando a residir en la ciudad checa de Praga, dondeejerció su primera ocupación trabajando como auxiliar de barbero.

Se alistó en el ejército ruso en calidad de «feldscher»; es decir, asistentesin título pero con conocimientos de cirugía, farmacia y medicina, de losque cabía esperar en un cirujano de barbería. Por entonces, un asistente debarbería no se limitaba a ofrecer a sus clientes el servicio de corte decabello y rasurado, sino que estaba capacitado para practicar operacionesde cirugía menor, tales como aplicar ventosas o extirpar verrugas.

Y, precisamente, de ayudante de barbero hallaría Severin su inicialempleo cuando arribó a Gran Bretaña a sus veintitrés años en 1888.

Aparentemente, la de Klosowski fue una de las iniciales pistas que siguióFrederick Abberline mientras trataba de ubicar a un asistente de barbero

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alemán conocido por el apelativo de «Ludwig», que resultara detenido porlas autoridades por su posible vinculación con el caso, pero había sidoliberado antes de que el detective pudiera interrogarlo.

Abberline, quien por algún motivo no quedó conforme con dichaliberación, siguió tras el rastro del presunto Ludwig, y aunque no lo pudoencontrar se le reportó sobre la existencia de un individuo con unextraordinario parecido físico con éste, cuyo nombre sonaba como«Sholski», o algo similar. Se trataba, este último, de un polaco que fungíade auxiliar de barbería y que podría estar también involucrado en el casodel Destripador, de acuerdo le fuese informado secretamente al inspector.Sucesivos rumores llevaron al pesquisante a dirigirse a una peluqueríasituada en West Green Road, donde se enteró que aquel individuo ya notrabajaba allí, y que su verdadero nombre era Severin Klosowski.

El tenaz policía persistiría en buscar sin suerte a dicho sujeto, pese a queun vendedor ambulante de insumos para el cabello de apellido Levisohn –que conocía de primera mano a ese hombre– le aseguró que el muchachocarecía de instintos homicidas y que sólo estaba interesado en instalar supropio negocio, pero no en matar prostitutas. Sin embargo, del hecho deque aquel jerarca policial nunca terminó de descartar al elusivo ayudante debarbero del elenco de sospechosos da cuenta el comentario que le realizó alsargento George Godley, quince años más tarde, luego de que este policíafinalmente arrestara al envenenador.

Y resulta que, de conformidad pretende una muy repetida anécdota,cuando por el año 1903 Godley capturó al criminal apodado GeorgeChapman, el inspector Abberline felicitó a su antiguo subordinadoasegurándole que había echado mano al escurridizo asesino del East End.

Lo cierto fue que no se aprehendió a aquel barbero bajo la acusación dehaber incurrido en los crímenes de Jack, sino por la comisión de variosasesinatos de su propio cuño, llevados a cabo a través del uso de venenos.

Pero, antes de arribar a tan patético desenlace, el joven polaco –trastrabajar en forma itinerante en Inglaterra desde 1888 a 1890– cumpliría suvieja aspiración de instalar su peluquería propia.

No le sonrió el éxito financiero en ese emprendimiento, y en laspostrimerías del año 1890 cerró el fallido negocio para viajar con destino aEstados Unidos en compañía de su flamante esposa Lucy Baderski,hermana de un sastre coterráneo suyo. Una vez en suelo norteamericano,abrió otra barbería en Nueva Jersey y, al cabo de poco tiempo, su cónyugelo abandonó cansada de sus constantes infidelidades.

La mujer retornó a fines de 1891 al Reino Unido, seguida por nuestrobarbero, quien para el año 1893 convivía con otra señora –la ya citadahomónima de la víctima del Destripador–, ocasión donde adoptaría el aliasde George Chapman y cambiaría de ramo mercantil instalando una taberna.

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Como si la modificación de nombre asumida le hubiera provocadoigualmente una desviada mutación en su personalidad,Klosowski/Chapman comenzó a descender por el barranco del delito.

La taberna a cargo de George Chapman se hallaba emplazada en CityRoad, pero el dinero gracias al cual se mantenía ese negocio provenía delos ahorros de Isabella Spink, una mujer de mediana edad que se habíadivorciado de su marido para casarse con el ex barbero el cual, por elcontrario, jamás se divorció de su primera esposa. Luego de una corta yrepentina enfermedad, la vida de esta señora se apagó en el año 1897.

El tabernero empleó pronto, en calidad de camarera de su negocio, aBessie Taylor, con la que contrajo nuevas y viciadas nupcias. Esta fémina,al igual que ocurriera en el caso de la señora Spink, fallecería a causa deuna desconcertante enfermedad que la invadió en forma abrupta.

Pese a los comentarios sorprendidos de los médicos que la asistieron ensus últimos días, y que se mostraron impotentes para determinar la razón desu decaimiento, nadie acusaría a su cónyuge y empleador.

En 1901 una nueva chica devino contratada para trabajar como moza enel establecimiento del polaco. Maud March –así se llamaba la misma–, trascasarse con su patrono, se vio de súbito afectada por extraños síntomas quela condujeron rápidamente a la muerte. La madre de la joven sospechó queChapman era el responsable del fenecimiento de su hija y lo denunció.

La ulterior investigación forense establecería que el deceso de lamuchacha se debió a un envenenamiento generado por la ingesta deantimonio. El antiguo barbero se había valido de su dominio de losrudimentos en materia farmacéutica para lo cual su oficio lo habíacapacitado. Empero, no logró engañar a los médicos forenses encargadosde examinar el cadáver de esta tercera víctima, quienes fácilmentedetectaron la presencia de rastros de veneno en el organismo de la occisa.

Las exhumaciones ordenadas sobre los cuerpos de Isabella Spink y deBessie Taylor demostraron, sin sombra de duda, que sus muertes habíansido sendos homicidios facturados con idéntico modus operandi que elutilizado para finiquitar a Maud March. Quedaba muy claro quién era elresponsable, y le tocaría –como ya se señalara– al sargento George Godleyde Scotland Yard el mérito de apresar personalmente al envenenador.

La tesis de que Severin Antoniovich Klosowski tenía un doble la expusoel escritor Donald McCormick.6 Lo novedoso del planteo estribó en que esecomentarista en realidad creía que el asesino era el doble o socías deGeorge Chapman, y que este último más bien constituía el cómplice deJack el Destripador, pero no era el criminal mismo.

Después de todo, Klosowski/Chapman acreditó ser un envenenador, yesa faceta parece alejarlo radicalmente del estilo sangriento empleado por

6 McCormick, Donald, The identity of Jack the Ripper, Editorial Jarrols, Londres, Inglaterra, 1959.

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Jack. Ese doble era también un cirujano de barbería que, por razonesdesconocidas, se hacía pasar a veces por George Chapman. El citado autorsugiere para el papel de clon ultimador a un ficticio personaje encarnadopor un psicopático homicida ruso: el doctor Alexander Pedachenko.

La variante que aquí se ofrece radica en que, en vez de tratarse de unmédico demente, el mismo tendría el oficio y la destreza de un cirujano debarbería, y escaparía indemne tras inferir sus agresiones merced a suasombrosa capacidad para disfrazarse de mujer.

Y si ya concita asombro la extraordinaria coincidencia de que doscandidatos a la identidad de Jack el Destripador convergieran en la mismaciudad norteamericana en que fue mutilada Carrie Brown: ¿Qué cabríadecir si un tercer sospechoso también hubiese estado merodeando en igualtiempo y lugar?

No obstante, desafiando las estadísticas y la lógica, es posible que otrooscuro personaje, evadido de un hospital donde lo recluyeran por haberdegollado a su cónyuge, residiese por abril de 1891 en Nueva Jersey. Sunombre: James Kelly, de oficio tapicero. Aunque los escritores James Tullyy Jim Morrison fueron los primeros en publicar libros propugnando laculpabilidad de este hombre, su nominación experimentó un rebrote muymediático tras la investigación del detective estadounidense Ed Norris,difundida por Discovery Channel.

Lo más subrayable de dicha indagatoria fue que se logró acceso a unacopia guardada en los archivos del hospicio para alienados de Broadmoor,próximo a Londres, donde consta un relato formulado por aquel individuomeses antes de su deceso en 1929, del que surgen alarmantes pistas que loasociarían con los crímenes victorianos.

James nació el 20 de abril de 1860 en Preston, Lancashire, siendo hijonatural de Sarah Kelly, quien dejó al infante al cuidado de su madreTherese. Aunque la mujer se desentendió de su vástago, cuando menos lelegó al fallecer –el 29 de julio de 1874– una pequeña fortuna valuada en25.000 libras esterlinas a ser administrada por una reserva fiduciaria, de lacual el beneficiario podría disponer al cumplir veinticinco años.

A los quince años descubrirá que su abuela no era su madre, y que estaúltima le habría dejado una herencia. A esa edad, comienza a aprenderlabores de oficina y rudimentos de contabilidad. Tras morir su abuela seemplea en Liverpool en la casa de empeños de Isaac H. Jones. De aquellaépoca datan los iniciales reportes sobre su comportamiento errático eirracional, que se traducían en frecuentes reyertas con camaradas de tareas.

A términos de 1878, abandona su faena administrativa y pasa a dedicarseal oficio de tapicero. Se muda a la capital británica, donde se contacta conlos abogados que administran su fondo fiduciario y estos acuerdananticiparle un porcentaje del dinero a fin de que lo aplique a sus estudios y

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manutención. Durante esos días intercala a su actividad de tapicero lapráctica de trabajos portuarios ocasionales. Desde principios de 1879 sedesempeña en una tapicería en el número 37 de la calle Collinwood y hacenuevos amigos. Entre estas amistades resalta un estibador de treinta y cincoaños llamado John Merritt, del cual se convierte en compinche inseparable,y con el que Kelly sale de parranda recorriendo los bares del East End,dando rienda suelta a su afición por el alcohol y por el trato con meretrices.

El siguiente hecho de transcendencia tiene efecto en la Navidad de 1881cuando conoce a Sarah Brider, de diecinueve años, moza recatada y defamilia religiosa, quien presenta su novio a sus padres. James le cae engracia al matrimonio Brider, pues se muestra como un joven trabajador,bien educado y católico. Al poco tiempo, le permiten que venga a vivir conellos como huésped a su finca del número 21 de la calle Lane. Allí Jamesdeberá compartir una habitación con un inquilino de los Brider, mientrasque en el resto de la vivienda habitan, Sarah, sus padres, una hermana y treshermanos de ésta.

El joven difiere el matrimonio sirviéndose de diversos pretextos, y sepresume que por entonces contrajo una enfermedad venérea, producto desus relaciones con rameras. En abril de 1883 obtiene un empleo estable enla tapicería de John Hiron. Entre tanto, el comportamiento de este hombrese torna cada vez más raro y explosivo. Cuando le echan en cara su malaconducta aduce en su descargo que no sabe lo que hace, y que sufremartirizantes jaquecas y dolores insoportables en sus oídos.

A todo ello, se fija para el 4 de junio la fecha de su boda y la ceremoniase lleva a cabo en la parroquia de San Lucas, pese a que tres días atrás altapicero lo habían despedido. Al parecer disputaba de continuo, sin razonesválidas, con compañeros de labor y clientes, por lo que Mr. Hiron se vioobligado a echarlo pues «era evidente que no estaba bien de la cabeza»,según declararía este patrono en la ulterior instrucción judicial.

Ese testimonio, sumado a un informe médico, contribuyó a salvar al exempleado al cual le conmutaron la pena de muerte, reemplazándola por lade confinamiento por tiempo indeterminado en un hospital psiquiátrico.

James Kelly se había casado con la muchacha que aparentemente amaba,pero estaba destinado a no ser feliz con ella. Los cónyuges seguíanconviviendo con los padres de la esposa en un ambiente de opresivaausencia de intimidad. Hasta se rumoreó que el matrimonio no llegó aconsumarse. Lo cierto era que el sujeto estaba más paranoico que nunca.

Reñía con la chica y, desplegando celos obsesivos, le recriminaba por supretendida infidelidad. En la más violenta de sus peleas el flamante maridotildó a su mujer de «prostituta barata», y la acusó de haberle transmitido laenfermedad venérea que le aquejaba –días antes su suegra había localizado,por casualidad, las jeringuillas con que Kelly se inoculaba inyeccionescurativas–. Así fue como el 21 de junio de 1883, a apenas diecisiete días de

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su casamiento, el tapicero extrajo de sus ropas una navaja de muelle con lacual rasgó profundamente el cuello de su desdichada esposa, en el curso deun estallido de cólera tan absurdo como incontrolable.

Ante los gritos de la violentada acudió su madre, quien forcejeó con elatacante tomándolo por el cabello. James golpeó a la mujer y la arrojó alsuelo. Luego, en vez de huir o de brindar asistencia a Sarah, que aún vivía,se encerró en su habitación. La señora Brider se reincorporó y saliócorriendo en busca de socorro. Trasladaron a la herida al hospital de SanBartolomé. A su vez, el ofensor fue derivado a la comisaría barrial, sinoponer resistencia. Interrogado acerca de los móviles de su agresión,expresó a los policías: «No sé por qué lo hice. Debo estar loco.»

El 23 de junio Maynard, Inspector de Scotland Yard, lo condujo alhospital donde convalecía Sarah a fin de establecer un careo entre elagresor y la agredida, pero los médicos manifestaron al detective que elloresultaba imposible, pues la paciente agonizaba.

El 24 de junio se verificó el deceso de la joven, y al día entrante, eluxoricida fue acusado formalmente de homicidio de primer grado. Inclusoel doctor Oliver Treadwell, primer profesional que lo examinó, concluyóque el peritado gozaba del pleno uso de sus facultades mentales. Elveredicto emitido por el jurado fue de culpabilidad sin atenuantes, y se locondenó a expiar su crimen en la horca.

Enfrentado a la ominosa posibilidad de morir, el encausado aseguró a laprensa que ese no podía ser su destino, y que creía, que todavía no habíallegado su hora, en tanto sabía que: «Dios tiene una misión para que yocumpla». El 2 de agosto apeló la sentencia, declarándose inocente bajoalegación de padecer locura, mediante un libelo interpuesto ante la cortepor sus abogados. Al pie de ese escrito, lucían las firmas de variosconocidos del matador quienes rogaron al tribunal de Old Bailey, donde sejuzgaba su causa, que le concediesen la vida por tratarse de undesequilibrado. Sorprendentemente, entre los firmantes de la petición declemencia se contaban los progenitores de la víctima.

El descargo no funcionó. El 3 de agosto el Ministerio del Interiorbritánico denegó el pedido de perdón, y se confirmó la imposición delcastigo máximo fijándose fecha a efectos de su ejecución, la cual quedódispuesta para el próximo 12 de agosto.

La salvación del condenado devino por entero providencial. A últimomomento, el 7 de agosto, el doctor W. Orange, médico psiquiatra ysuperintendente de Broadmoor, lo sometió a revisación clínica y dictaminóque estaba irremisiblemente orate. Las declaraciones de su antiguo jefe, elseñor John Hiron, aportando una narración pormenorizada de las actitudesanormales de su empleado, también resultaron decisivas lo cual, adicionadoa que sus defensores –o el propio Kelly– sensibilizaron a los padres de

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Sarah, al extremo de que los principales damnificados pidieron que seperdonara al reo, forjaron un ambiente propicio a la indulgencia.Finalmente, le fue cancelada la pena capital y se ordenó, en sustitución, suenclaustramiento en el manicomio.

Durante su reclusión, aparentó ser un prisionero modelo. Trabajaba en lacarpintería del internado y tocaba el piano. Parecía resignado a su suerte, yni los custodios ni los facultativos imaginaban que planeaba fugarse. Enrealidad, estuvo durante años pergeñando su evasión, y la forma en que lallevó a cabo dio prueba de suma astucia. Con enorme paciencia y granhabilidad manual, valiéndose de un trozo de metal, confeccionó una llaveque encajaba exactamente con la cerradura del portón de ingreso delestablecimiento. Por ende, una vez que tuvo listo el duplicado, se limitó aaguardar una desatención de los vigilantes, y cuando la oportunidadsobrevino –el 23 de enero de 1888– abrió con tranquilidad la puerta,escapando fantasmalmente.

Se arguyó que afuera del recinto lo esperaba su compinche John Merritt,y que utilizó dinero que aún restaba de su fondo fiduciario a fin de sobornara los guardias y obtener cobijo una vez libre. Fuere como fuere, lo cierto esque el fugado acreditó que no estaba loco y jamás lo volvieron a capturar.Se mantuvo en el anonimato a lo largo de treinta y nueve años burlando laorden de arresto pronunciada por las autoridades.

El hecho de que Scotland Yard recelaba del desaparecido quedópatentizado porque al otro día del homicidio de Mary Jane Kelly –o sea, el10 de noviembre de 1888– un grupo de agentes concurrieron a su antiguodomicilio –el que compartía con la familia Brider– y su ex suegra leinformó a los policías que el tránsfuga no había regresado por allí. Lohabrían buscado asimismo por alojamientos en donde moró previo a vivircon la chica que asesinara, pero quienes atendieron a los detectivestampoco sabían de su paradero. La pesquisa cesó prácticamente al tiempode comenzar. Se desinteresaron de James Kelly, sin saber que –atento ésteconfesaría mucho más tarde– aún habitaba en tierra inglesa.

Pasarían casi cuatro décadas, y el 11 de febrero de 1927 cifrando sesentay siete años, aunque aparentando muchos más, un envejecido James Kellyllamó a la puerta del asilo de Broadmoor suplicando que lo volviesen aadmitir, pues aseguró: «Estoy muy cansado y quiero morir junto a misamigos». El inesperado retorno del fugitivo despertó el interés de algunosperiódicos. Entre estos del The News of the World, que en su edición de lajornada entrante le dedicó unas escuetas líneas describiendo al arrepentidocomo: «Un pequeño hombre enjuto, de pelo gris y cara arrugada con lospies doloridos y medio muerto de hambre.»

Dos años después intentó escapar de nuevo pero fracasó. Estaba viejo yachacoso. Expiró a los sesenta y nueve años el 17 de setiembre de 1929 deneumonía lobular doble, conforme se relacionara en su acta de defunción.

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Pero: ¿Cuáles indicios abonan que este tapicero pudiese haber sido Jackel Destripador? El ya citado policía Ed Norris accedió a una copia delrelato efectuado por el sospechoso, meses antes de fallecer, obrante en losarchivos del asilo de Broadmoor. En su narración el interno reportó que trassu huída se dirigió a Londres; confesión que lo ubica en el escenario de loscrímenes en el tiempo cuando ellos acontecieron.

Otro dato relevante es que en esas notas el escritor asume que tiempomás adelante emigró a Estados Unidos luego de residir en ciudades deEuropa como París y Rotterdam. En una carta el indagado puntualiza que elnavío que lo trajo desde Rotterdam a Nueva York fue el mercanteZaandam. La venida a Norteamérica de dicho barco consta en los archivosde un museo marítimo neoyorquino donde se descubrió que arribó al puertoel 7 de octubre de 1890, tal cual se mentaba en aquella misiva.

Por consecuencia, quedó documentalmente comprobado que el prófugose hallaba en suelo estadounidense desde meses previos al homicidio deCarrie Brown. En esa época era fácil ingresar al territorio norteamericano,puesto que aún no existían los pasaportes, los sistemas de huellas dactilaresu otros métodos de control. Estados Unidos resultaba por entonces unparaíso para los delincuentes en fuga. Y el convicto escapado del hospicioinglés franqueó sin problemas la aduana con nada más afirmar que sellamaba John Miller –nombre muy corriente– confundiéndose, actoseguido, entre la muchedumbre.

La curiosa «confesión» elaborada por James Kelly en el ocaso de suexistencia contiene párrafos curiosos. En uno de ellos el redactor reconoce:

«Sé que no me conecto bien con el mundo externo. Debo lucharcontinuamente contra la envidia, el resentimiento y la malicia. Estasituación es peor a causa de las personas impúdicas. Contra esta gente heestado en pie de guerra desde que dejé el asilo de Broadmoor.»

Ed Norris considera que esta declaración de haber «estado en pie deguerra» deviene clave, pues pone de relieve la psicopatía que embarga alsospechoso, y desvela su perfil de «asesino misionero», a la vez quetrasunta odio enfermizo a las mujeres de condición baja y a las prostitutas.

El desalmado crimen de Carrie Brown conformó el punto de partida dela pesquisa que venimos citando, pero no habría sido la única barbarieperpetrada por este hombre en suelo estadounidense. Se hace referencia alasesinato de otra meretriz el 7 de agosto de 1891 en el East River al sudestede Nueva York, dotado de características análogas al consumado sobre laapodada Old Shakespeare, y se destaca que el sospechado admitió en sunarración haber estado trabajando cerca de allí por esas fechas.

De acuerdo con esta proposición, el fugitivo comenzó a atacar prostitutasno bien abandonó su encierro el 23 de enero de 1888. Annie Millwood (25de febrero de 1888), Ada Wilson (28 de marzo de 1888) y Martha Tabrám

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(7 de agosto de 1888) devendrían sus iniciales presas, según pretende dichainvestigación. Corresponde aclarar, empero, que ni Annie Millwood ni AdaWilson fallecieron por causa de tales ataques, sino que ambas serecuperaron de las heridas entonces sufridas. En los primeros avances aúnno destripaba, sino que apuñalaba profusamente denotando que estabadiestro en esgrimir armas blancas, pues en esos tiempos un tapicero sabíaemplear los cuchillos y debía contar con fortaleza para ejecutar su oficio.

Además de las tres féminas mencionadas, James Kelly mató a su esposay a las cinco víctimas canónicas. Por lo tanto, Carrie Brown fue –siguiendodicha hipótesis– su agredida número diez. Sobre una nalga de aquella setrazó un extraño corte a cuchillo semejante a una letra equis (o tal vez era eldibujo de una cruz invertida). No obstante, el detective plantea que en vezde una letra equis el asesino estampó un diez en números romanos.

Ello tendría sentido pues, acorde con esta formulación, Carrieconformaba la décima víctima del depredador y este creyó convenienteanunciarle al mundo que había alcanzado esa marca, dejando lossangrientos tajos impresos en la desafortunada mujer.

Por último, la indagatoria culmina con un golpe de efecto, al cotejar unretrato robot moderno de Jack el Destripador –diagramado en base atestimonios obtenidos en aquella época– con la fisonomía que exhibiría unjuvenil James Kelly. El ficticio rejuvenecimiento se consiguió utilizandouna fotografía tomada a éste en Broadmoor cuando reingresó a aquellainstitución psiquiátrica en 1927, y contaba con sesenta y siete años.

El parecido entre ambos rostros –magia de la tecnología mediante–deviene notorio e impactante.

En cuanto atañe a Jack el Destripador, ya fuera que el célebredesmembrador estuviera encarnado o no por alguno de sus psicopáticoscontemporáneos, cuyas vidas se describieran en este capítulo, una cosaparece inequívoca: fue un criminal psicópata.

Y aunque su conducta mostró pautas que son en extremo difíciles declasificar, pues no todo en él sigue el esquema del homicida en serieorganizado, no puede decirse que fuera un desorganizado puro.

Ciertamente, no era un psicótico. No padecía un desorden psíquico.Se trató de un asesino extraordinario y cerebral. Cabría admitir que la

buena suerte pudo haber influido para que no lo capturasen. Sin embargo,la fría inteligencia de una perversa mente es el rasgo más notable que sevislumbra detrás de sus macabros crímenes.

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Retrato robot de Carl FeigenbaumEstudios modernos sostienen que detrás de este rostrose oculta la identidad del mutilador de Whitechapel.

Carrie Brown: Posible víctima del Ripper. Extrañas incisiones sobre su cadáver.

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Severin Klosowski junto a su esposa Bessie Taylor, una de sus víctimas.

Fotografía de incierta datación del psicópata James Kelly.

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Presunta imagen del criminal junto a unacuidadora del hospicio de Broadmoor.

A la izquierda: Retrato hablado de Jack el Destripador.A la derecha: Apariencia que tendría Kelly en 1888.

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Capítulo III

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Joseph Barnett tenía treinta años y estaba cesado de su trabajo habitualcuando fue brutalmente asesinada su ex novia Mary Jane Kelly el viernes 9de noviembre de 1888. Su actividad usual consistía en trabajar comochangador en el mercado de pescado de Billingsgate, aunqueocasionalmente laboraba de peón en la construcción.

Fue el último concubino de la joven y sensual irlandesa conocida como«Marie Jeannette», «Fair Emma», «Ginger», y por varios otrosseudónimos, y hasta escasos días precedentes a la tragedia compartió conella la minúscula habitación número 13 del edificio de Miller´s Courtsituado en el número 26 de la calle Dorset. El 30 de octubre se habíaseparado de la chica luego de protagonizar una violenta pelea en cuyotranscurso los airados amantes se agredieron lanzándose con cuanto objetocontundente tuvieron a mano y, de resultas de tal estropicio, se rompió elvidrio de la ventana contigua a la puerta que daba ingreso al modestoalojamiento.

Testimonió posteriormente que una vez acontecida dicha reyerta, a pesarde la separación, ambos volvieron a verse fuera de la vivienda algunasveces más, aunque sólo en plan de amigos. Tanto él como Mary adoptaron,a partir de entonces, la costumbre de introducir el brazo a través de esahendidura a fin de abrir desde adentro el pórtico empujando el cerrojointerior, puesto que habían extraviado la única llave y no contaban condinero para fabricar una copia.

Esa versión, sin embargo, parecía incongruente y suscitó ladesconfianza de los pesquisas porque si, a partir de aquel enfrentamiento, elconcubino se había alejado de la mujer y no reincidió a cohabitar con ellano se justificaba que hubiese vuelto a ingresar en la habitación.

No obstante, él se defendió al ser interrogado y explicó que, pese almencionado incidente, ambos se mantuvieron en cordiales términos, y queconcurrió a visitarla a la casa de inquilinato a fin de ofrecerle auxilioeconómico.

A su vez, no escasearon deponentes ratificando que el joven regresó enmás de una oportunidad para visitar a su querida y, asimismo, que los

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vieron bebiendo en una taberna en compañía de Julia Venturney, otra jovenresidente de Miller´s Court, información esta última que apoya los dichosde Joseph Barnett sobre que la inestable pareja se hallaba en proceso dereconciliación.

Tras la defunción de Kelly una de las declaraciones registradas en laencuesta judicial devendría particularmente conflictiva para losinvestigadores. Se trató del testimonio vertido por un sastre de la calleDorset llamado Maurice Lewis.

Este caballero insistió en que conocía muy bien a la fallecida, y queincluso la noche precedente la había visto en otra taberna, la The Horn O´Plenty. Insistió en que no podía equivocarse de persona y que sin dudas fuea ella a quien contempló bebiendo ginebra en el pub Britannia–popularmente conocido como el «Ringers»– en compañía de Joe Barnett, alcual él identificaba por el apodo de «Danny», y de otra chica, que afirmó setrataba de la aludida Julia Venturney.

Lo preocupante de esa testificación se centró en la hora en que el testigoaseguró haber avistado al alegre trío, a saber: las 10 de la mañana del 9 denoviembre de 1888. Ocurre que –de atenernos a los reportes forenses– lainfeliz muchacha ya había sido masacrada horas atrás y, desde entonces, sudestrozado cadáver debía irremediablemente estar yaciendo encima deltriste camastro en la habitación número 13 de Miller´s Court.

Fuere como fuere, tras descubrirse el dantesco cuadro, la policía se vioobligada a derribar la puerta de entrada por mediación del arrendador JohnMcCarthy, quien fue autorizado a hacer uso de una piqueta para poderlaabrir a la fuerza.

De aquí que la especulación más lógica consiste en pensar que el asesinosencillamente se retiró abriendo la puerta y cerrándola con llave, la cualhizo desaparecer a posteriori y nunca más fue recobrada, a despecho de quelos agentes de Scotland Yard registraron palmo a palmo el míserocuartucho.

La idea de que, una vez concluida su inhumana tarea, Jack el Destripadortrancó la puerta desde adentro sirviéndose de un mueble y, tras ello, escapósaliendo por la ventana contigua, carece de respaldo probatorio. Se tratósólo de un persistente rumor.

Los oficiales de policía que ingresaron no dejaron consignado ese datoen sus informes y, más aún, las fotografías de las ventanas laterales de lavivienda revelan que se trataba de persianas fijas adosadas a la paredexterior. Para evadirse saltando desde una ventana, el homicidaforzosamente tendría que haber roto los vidrios.

Empero, la única hendidura existente se había originado en una épocaanterior a la noche del crimen –posiblemente como consecuencia de latrifulca relatada por Barnett– y su diámetro era tan angosto que apenas

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permitía introducir por ese conducto el grosor de un brazo.Según sostuvo una versión actualmente desacreditada, en la extraviada

autopsia del doctor George Bagster Phillips, se habría dejado constanciaque Ginger Kelly atravesaba por su tercer mes de embarazo. Si tal fuera elcaso, el padre de la criatura podía haber sido Joseph Barnett u otro amanterelativamente estable cuyo trato la mujer cultivaba desde tiemposprecedentes a pasar a cohabitar con el mozo de Billingsgate.

Este segundo individuo se apellidaba Fleming, y su nombre era Joseph aligual que Barnett. Pero también, claro está, el procreador podría serlocualquiera de los ocasionales clientes de la bella meretriz.

Julia Venturney, la atractiva y vivaz viuda que moraba en la piezanúmero uno de aquella modesta casa de huéspedes, testimonió ante lajusticia que Joseph era un hombre decente y muy trabajador, aunquefrecuentemente estaba en paro.

También les contó que el muchacho quería sinceramente a sucompañera, a la cual intentaba sin suerte de apartar de la prostitución y delalcohol, y que aquél le confió que no estaba dispuesto a seguir conviviendomás con ella a menos que la bonita fémina abandonase para siempre suvida disoluta.

Al parecer, mientras el hombre se hallaba con empleo ayudaba a lamanutención de la chica, y ésta no ejercía el meretricio ni se alcoholizabadurante esos intervalos. El problema radicaba en que Joe solía estardesocupado, situación que precipitaba las fricciones entre ambosprovocando que, acuciada por la necesidad, ella volviera a vender sucuerpo recorriendo las callejuelas del este de Londres en busca de clientes.

La realidad era que la irlandesa no conocía otra manera para poderafrontar el abono de su renta y mantenerse. Y aún dedicada a su profesión,las ganancias obtenidas no le bastaban para saldar sus cuentas. Tanto eraasí que a la fecha de su muerte, su atraso en el pago de los arriendosascendía a una libra y nueve chelines.

Ese adeudo determinó que Thomas Bowyer, el dependiente a cargo delas cobranzas, aporreara su puerta a las ocho de aquella lúgubre mañana y,tras correr la escuálida cortina que cubría el cristal roto –para averiguar sila inquilina estaba dentro y fingía no oírlo–, escudriñó por la hendiduracaptando la conmovedora visión de aquél cuerpo irreconocible y mutiladosobre el camastro tinto en sangre.

El último día en la existencia de la mujer, su casi adolescente vecinaLizzie Albrook había acudido hasta su pieza a visitarla, y allí emprendieronuna animada plática que fue interrumpida bruscamente por Mary, quien leaconsejó a su oyente:

«Hagas lo que hagas, no termines como yo», palabras sombrías ypremonitorias si las hay.

¿Era lesbiana o, al menos, bisexual, Ginger Kelly? Y si tal fuera el caso:

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¿Esa equívoca condición precipitó la decisión criminal que se atribuye a suamante masculino?

Esta idea fue introducida por diversos comentaristas.Aún en la excepcional novela gráfica From Hell, con dibujos de Eddie

Campbell y guión diseñado por Alan Moore, se plantea esa posibilidad y sela sugiere como la verdadera causa de la disputa a raíz de la cual se rajó elvidrio de la ventana.7

Joseph Barnett dispuso de oportunidades más que suficientes para ser elmatador de su amante, e igualmente para finiquitar a las precedentesvíctimas. En la teoría que lo postula como el culpable de las muertes sesindica que, dada su relación sentimental con Mary Jane Kelly,representaba una figura familiar para otras compañeras de oficio de aquella,circunstancia que contribuyó a que las mujeres no estuvieran en guardiacada vez que él procedía a atacarlas.

Las prostitutas tendrían por fuerza que estar alertas sabiendo que undemente criminal las acechaba. De allí que resulta llamativo el hechocomprobado de que en todos los casos murieran sin percibirse signos delucha, lo que deja entrever que el agresor las había tomado por sorpresa –dato extraño pero veraz– cuando no era lógico que, en tales circunstancias,se confiaran frente a la presencia de un extraño por más necesitadas dedinero y de aceptar a un nuevo cliente que estuvieran.

En cuanto a las desfiguraciones que presentaban los cuerpos, se alegóque la destreza adquirida por este individuo, gracias a su labor comocortador de pescado en el mercado, le habría proporcionado los rudimentostécnicos esenciales que el macabro desmembrador victoriano acreditódominar a la hora de diseccionar los organismos.

La mayor dificultad para aceptar que Joe fuera el asesino reside en losmotivos. Para el autor Bruce Paley –Jack el Destripador. La simpleverdad–8 Joseph efectivamente era el homicida y su motivación fincaba enuna mezcla de celos, frustración, y orgullo masculino herido.

En verdad, culpabilizar a este sujeto entraña incursionar en una hipótesisde formulación simple, tal cual anuncia el título del mentado ensayo, y ensu llana sencillez descansa la fuerza convictiva ínsita en el planteo.

El responsable era un individuo común y corriente que conocía a lasvíctimas y frecuentaba los lugares donde ocurrieron los asesinatos. Setrataba de un integrante del sumergido East End que moraba encochambrosas habitaciones y contaba con magros ingresos producto delabores de inferior jerarquía. Habitaba en los contornos de la capital inglesay, más concretamente, en torno a los paupérrimos distritos de Spitalfields,

7 Moore, Alan y Campbell, Eddie, From Hell, traducción de Jaime Rodríguez y Nuria Barba, EditorialPlaneta De Agostini, Barcelona, España, 2003, viñetas de páginas 323 a 325.8 Paley, Bruce, Jack the Ripper. The simple Truth, Book Editorial, Londres, Inglaterra, 1995.

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Aldgate y Whitechapel.No provenía, por cierto, de distinguida alcurnia. Tampoco era célebre,

adinerado, ni ostentaba un brillante coeficiente intelectual. Pese a talesdesmedros, en la hipótesis de haber sido el homicida, hizo gala de notablehabilidad y astucia, al extremo de verse libre de suspicacias y quedarimpune para siempre.

La conjetura de que Jack el Destripador no era más que un individuoanodino y trivial que pertenecía a las clases bajas y residía en la mismalocalidad donde sobrevinieron los mortíferos atentados, devino bienrefrendada por opiniones de modernos expertos criminólogos.

Entre otros, el prestigioso perito en el fenómeno de la criminalidad encadena Robert K. Ressler, se inclinó por que de ninguna manera elultimador podía haber constituído un gran personaje.

De tal suerte aseveró:«…La incapacidad para comprender la violencia contra desconocidos es un

elemento que, a posteriori, demuestra claramente que el camino seguido por losinvestigadores en el caso de Jack el Destripador era erróneo… Seguimos los pasos deJack el Destripador y vimos que algunos de los lugares aún seguían allí –un bar dondehabía recogido a algunas víctimas–, mientras que otros habían sido demolidos.Basándome en el recorrido, llegué a la conclusión de que la policía se habíaequivocado al determinar el tipo de sospechoso, porque concentró sus esfuerzos enbuscar entre individuos de clase alta: médicos, políticos e incluso un miembro de larealeza. Sin embargo, las víctimas, los lugares que frecuentaban y las circunstanciasque rodeaban los crímenes daban a entender que el autor de los delitos pertenecía a lamisma clase social que las víctimas prostitutas; si el asesino hubiese pertenecido a unaclase más alta, los vecinos habrían advertido y comentado su presencia en la zona…»9

Este parecer se contrapone a la idea mediática que vislumbra en elDestripador a una persona de la más rancia sociedad británica quienluciendo impecable vestimenta, rematada con el consabido sombrero decopa, merodea por los arrabales del neblinoso Londres a la caza de suspresas humanas, mientras se traslada en un elegante carruaje guiado por sucochero privado.

La imagen de un ejecutor perteneciente a la clase aristocrática ha sidodefendida con variados argumentos, a saber:

«…La observación de que la personalidad psicópata precisa indolencia paraevolucionar es un argumento que favorece la teoría de que Jack el Destripadorperteneciera a las clases privilegiadas, en vez de ser, como se ha sugerido, carnicero obarbero, o, incluso, médico… » 10

Barnett como criminal resultaba un individuo carente de fortuna que, enprincipio, no exhibía bastante inteligencia como para hacer pensar que iría

9 Dentro del monstruo, págs. 77 y 78.10 Wilson, Colin, Los asesinos. Historia y psicología del homicidio, traducción de Lena Poole deMagrans, Ediciones Luís de Caralt, Barcelona, España, 1976, pág. 84.

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a salir bien librado.Sin embargo, evitó la segura ejecución que hubiera sido su inexorable

destino si era desenmascarado y aprehendido. Al parecer, además, gozó deuna existencia relativamente larga. Conforme indagó el referido escritorBruce Paley, un homónimo suyo falleció en 1926 en la localidad británicade Stepney a la edad de sesenta y ocho años; bien podría tratarse delamante de Marie Jeannette y haber constituido igualmente –ciñéndonos aesta propuesta– su bárbaro matador.

La bestialidad que tuvo por objeto a Fair Emma Kelly devino, entonces,un crimen pasional, específico y personalísimo. No se trató de uno más delos asesinatos, o del último homicidio de una retahíla sangrienta originadapor la vesanía de un demente, sino del crimen primordial, aquél que por sísólo explica y da solución a todos los demás crímenes atribuidos al filosocuchillo de Jack el Destripador: la auténtica clave del enigma.

Enfermo de pasión por la cautivante pelirroja Barnett habría tratado depersuadirla para que abandonase su vida promiscua y se comprometiese enexclusiva con él.

A tal fin, la emprendió contra las compañeras de oficio de su novia,finiquitándolas de una forma singularmente cruenta y sádica. Si Mary creíaque podía transformarse en la próxima víctima de un implacable psicópata,era factible que se convenciera de que lo mejor para ella consistía enrenunciar definitivamente a las calles, y pasar a vivir segura bajo la cálidaprotección brindada por su devoto amante.

El retorcido plan daba la impresión de ir transitando por exitoso camino.La joven transcurría sus días sumida en el temor tras enterarse de losbrutales homicidios que se iban acumulando a su alrededor. Diversostestimonios dieron cuenta de la zozobra que la embargaba por aquelentonces. Por ejemplo, después del doble crimen del 30 de setiembre,dejaría de concurrir al pub Britannia donde antes asistía habitualmente.

Pero, al sorprender el joven a su amante compartiendo el lecho con otraprostituta llamada María Harvey –según una versión las sorprendió enmedio de una relación lésbica–, se retiró de la vivienda humillado yderrotado en su afán reformador.

En la tenebrosa madrugada del 9 de noviembre de 1888, Joseph habríaarribado a la habitación número 13 de Miller´s Court para ensayar unpostrero intento conciliador –penetró valiéndose de la llave, que nunca sehabía extraviado como falsamente adujo– y trató de hacer, de una vez portodas, las paces con su antigua concubina.

Sobrevendría el tajante rechazo de la mujer, otra violenta disputa, y lafuria criminal del hombre se dispararía como jamás antes ocurriera. Esoexplicaría la extensión y el salvajismo de las mutilaciones.

En cuanto a lo que figura en los registros policiales consta que, luego de

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enterarse del asesinato de su amante, Joe se presentó de manera voluntariaante las fuerzas del orden. De acuerdo parece, estaba muy nervioso alprincipio, pero los investigadores creyeron su coartada de que la noche delhomicidio la había transcurrido durmiendo sólo en su habitación deBillingsgate.

No hay indicios para especular que este obrero hubiese sido consideradosospechoso por Scotland Yard. Y pronto su inicial nerviosismo se trocó enentusiasta cooperación, pasando a suministrarles a los detectives numerososdetalles de su relación amorosa con la difunta.

¿Fue Joe Barnett el asesino de su amada y, además, Jack el Destripador?Casi seguramente no, atento a la carencia de evidencias para

incriminarlo. La hipótesis que lo pinta como un hombre que se abismó enlos crímenes más barbáricos cegado por el amor frustrado, aunqueliterariamente devenga seductora, termina resultando demasiado artificiosay forzada.

Poco se sabe a ciencia cierta del gris cortador de pescado y peón dealbañil ocasional. Tal vez continuó residiendo en Whitechapel. Es posible,también, que haya contraído enlace o que se buscara una nueva concubina,tratando de olvidar la tormentosa tragedia caída cual funesto rayo tan cercasuyo. Quizás, conforme se especulara, se mudó del distrito y, sin llamar laatención, concluyó oscuramente su existencia casi cuarenta años más tarde.

Entre la noche del 8 y la madrugada del 9 de noviembre de 1888, MaryJane Kelly fue vista mientras era abordada por hombres, cuando menos, endos oportunidades. La testigo del primer avistamiento fue la viuda MaryAnn Cox, una prostituta de treinta y un años que vivía en la pensión deMiller´s Court.

Pero no cabe dudar que el más trascendente testigo que la habríaobservado en compañía masculina, horas previas a su deceso, sería unindividuo llamado George Hutchinson. Se presentó tres días después delcrimen, el 12 de noviembre, en la estación de policía de la calle Comercial,y su inicial deposición la recogió el sargento de guardia Edward Badham.

Tan interesante pareció su testimonio que se llamó al inspector FrederickAbberline para interrogarlo. El detective aseguró en un reportaje de prensaque aquellas deposiciones parecieron veraces y muy sugestivas.

Señaló en concreto: «Lo he interrogado esta tarde y tengo la opinión deque su declaración es verdadera. Él me informó que en ocasiones le habíadado unos chelines a la fallecida y que la conocía desde hacía tres años.También me dijo que le sorprendió que el acompañante de Kelly fuera unhombre tan bien vestido.»

Si damos crédito a la especie que a la policía aportó este testificante, poraquel tiempo se alojaba en el hogar Victoria de la calle Comercial yregresaba de Romford, en Essex, cuando advirtió como un sujeto seapersonaba a la muchacha que él conocía por el mote de «Ginger». Se

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trataba, a todas luces, de un posible cliente que requería los servicios de laatractiva ramera. De acuerdo se conjetura, el deponente también resultaba asu turno uno de los clientes habituales de dicha joven.

Declaró que hacia las 2 de la madrugada del día 9 de noviembre, justoantes de arribar a la calle Flower and Dean, se encontró con MarieJeannette Kelly, la mujer asesinada. Eran amigos o, cuando menos, teníanmucha confianza entre sí. De otra forma no se explica que ella lepreguntara si tenía algo de dinero para prestarle, de conformidad informóHutchinson. Él estaba sin un penique, y así se lo dijo. Ella le contestó quedebía conseguir dinero para pagar el alquiler y prosiguió su camino.

El denunciante relató de qué modo un individuo que venía transitando endirección contraria a la de la joven le dio un golpecito sobre el hombro y lesusurró al oído unas palabras que la hicieron echarse a reír.

Tras esto, el informante habría escuchado que ella le decía: «Deacuerdo», a lo cual el presunto cliente respondió: «Saldrás ganando lo queya te he dicho». Acto seguido, le acomodó su brazo derecho por encima delos hombros, y ambos se marcharon caminando hacia a la pensión deMiller´s Court.

En la mano izquierda el sospechoso aferraba: «Una especie de paquetesujetado por una especie de correa», atento indicó con lenguaje redundanteel testigo, quien añadió: «Yo estaba parado bajo la farola de la tabernaQueen´s Head y me quedé mirándolo.»

La descripción aportada prosigue dando cuenta de que el acompañantede Mary resultaba ser un individuo de cabellos negros y con apariencia deextranjero, posiblemente un judío. En cuanto refería a su indumentaria,aquel hombre iba vestido con un gabán largo de color oscuro con cuellos ypuños ribeteados en piel de astracán, su chaqueta y sus pantalones eran detono también sombrío: usaba camisa de cuello blanco y corbata negra.

Portaba un sombrero de fieltro opaco, el cual llevaba tan hundido sobrela frente que no permitía observarle con claridad el rostro. Calzaba polainasoscuras con botones claros encima de zapatos abotonados. Pendía de suchaqueta un reloj de bolsillo asido por una gruesa cadena de oro, la cualtraía engarzado un ostentoso sello con una piedra de brillante colorcarmesí. Un par de finos guantes de cabritilla enfundaban sus manos, ycompletaban así su elegante atuendo.

En cuanto a su estatura, la misma oscilaba en torno al metro setenta, suedad entre los treinta y cuatro y treinta y cinco años, su tez era de tonalidadclara tirando a pálida y lucía un afinado bigote.

¿Por qué razón demoró tres días Hutchinson en apersonarse a la policíay radicar su denuncia? Este atraso hizo especular que tal vez él era el

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criminal, y que se tomó ese tiempo para buscarse una coartada.11

¿El motivo? Según propone el escritor Bob Hinton, el individuoefectivamente era Jack el Destripador. Sabía que se había arriesgadodemasiado en esa ocasión y que lo habían sorprendido montando guardiaen la entrada de Miller´s Court acechando a la meretriz. Así lo declaró a lapolicía la vecina Sarah Lewis, quien informó que en la madrugada delcrimen vio a un sujeto en actitud extraña vigilando frente al edificio.

El asesino necesitaba distraer la atención antes de que la policía lodetectara en base a las descripciones que, a no dudar, irían a suministraraquellos que lo sorprendieron merodeando esa noche. Se presentó con lahistoria de haber observado a la occisa abordada por un extranjero rico.Sabía que así las miradas apuntarían a un hebreo, y la xenofobia que desdela acusación contra «Mandil de Cuero» –John Pizer– se venía desatandoharía el resto. No desconfiarían que un decente trabajador inglés como élera el verdadero responsable.

Para dotar de mayor colorido a su narración, Hutchinson concedió unreportaje a un periódico asegurando que, desde el día siguiente a la muertede su amiga, salió en busca del matador y a los pocos días vio otra vez alpresunto culpable. Lo siguió pero no pudo darle caza, pues el individuoolfateó su presencia e intenciones, y apresuró su paso atravesando por unacallejuela de Spitalfields donde se le escabulló.

También existen versiones acusando a este problemático testigo habersido el verdugo de Mary Jane Kelly, pero no así de las restantes víctimas deJack el Destripador. Se dijo que George era un cliente amistoso de la chicay que estaba perdidamente enamorado de ella. Al saber que ésta había rotosu relación con Joe Barnett creyó que su oportunidad había al fin llegado.

Aquella madrugada se presentó ante la mujer solicitando sus servicioscomo un cliente más. Una vez dentro de la habitación, le manifestó su amory le propuso que se fuera a vivir con él. La muchacha lo despreció.Sobrevino una agria pelea y enardecido por el despecho, él la estranguló.

Al darse cuenta de la barbaridad cometida pensó que podía lograr que seatribuyera la muerte a otra de las bestialidades del aniquilador del East End.

Ello justificó las mutilaciones, en las cuales esta vez estaba ausente laprecisión ginecológica que caracterizó al resto de la matanza.

Tan burda fue la desfiguración practicada que Walter Dew, uno de losagentes que ingresaron a la habitación al despuntar el alba, declaró que sieso era obra de un cirujano entonces era muy fácil ser cirujano. Y uno delos forenses encargados de la autopsia de Kelly, el doctor Thomas Bond,opinó que el victimario ni siquiera demostró poseer conocimientos dedisección propios de un matarife.

En suma, de acuerdo con esta hipótesis, Hutchinson no resultaría ser un

11 Hinton, Bob, From Hell. The Jack the Ripper mistery, Editorial Old Bakehouse, Londres, Inglaterra,1998.

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asesino serial sino que, de hecho, actuó en un homicidio en concreto a lamanera de un copycat. No tenía previsto asesinar a la joven y la mató en unacceso de cólera. Fue después que se le ocurrió tratar de echar ese crimen ala cuenta de los del Destripador.

Eso explica que no copiara adecuadamente el modelo de aquellasmuertes. Sabía que carecía de la destreza quirúrgica de la cual –segúnpregonaba la prensa– hacía alarde ese criminal. Intuitivamente comprendióque sólo dejando irreconocible al cadáver, y amputando como un poseso,tendría chance de burlar a los investigadores.

Únicamente la fobia y la tremenda conmoción que aquellos crímenesvenían generando hicieron posible que el flamante y torpe ejecutor salierabien librado. El único parecido entre el crimen de Mary con las precedentesmortandades radicaba en la condición de prostituta que revestía la víctima.El monstruoso estropicio infligido al cuerpo volvía imposible establecer dequé manera se había quitado la vida a la joven.

Se trató de una carnicería pavorosa y demencial, sin punto decomparación con los precedentes homicidios. Aquellos –aunque tambiénfueron horribles– denotaban, sin embargo, un patrón regular y una justezacasi clínica. Y ello a pesar de que el matador se vio forzado a operar encontados minutos y en plena vía pública. En el asesinato de Kelly por únicavez aquél actúa dentro de una habitación a resguardo de testigos, y disponede mucho más tiempo.

No obstante, en lugar de limitarse a extraer los órganos –lo cual era suobsesión–, y tal vez inferir alguna amputación facial a guisa de firma comohizo con Eddowes, el perpetrador se sumerge en una orgía mutiladoracarente de cualquier justificación lógica.

La teoría de un copycat participando en la masacre de Whitechapel –esdecir, un asesino que mató a una víctima específica, ya fueradeliberadamente, o en virtud de un imprevisto arranque de celos o furia–,no deviene tan absurda como a primera vista podría parecer. Por un lado,cabe considerar las sospechas de que Liz Stride pereció a manos de suamante Michael Kidney, quien habría tenido la fortuna de que la policíapensara que dicha muerte era una de las cometidas por Jack.

Pero más seguro que ese caso fue el de William Waddell. Este sujetoultimó a su novia, Jane Beadmoore, escasos días antes de tener efecto eldoble crimen del 30 de setiembre. Tras matarla, mutiló al cadáver de laforma en que lo hacía el Ripper. Dos meses más tarde fue capturado, yconfesó que los cortes ventrales los había inferido buscando que culpasenal asesino del este de Londres para así poder salir impune. De nada le valióla treta a este imitador. Lo desenmascararon, y pagó su culpa en la horca.

Otros autores especularon que George Hutchinson no era el victimario,sino un cómplice involuntario de aquél, y que su testimonio constituyó una

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maniobra de distracción. Karen Trenouth, por ejemplo, pretende que eldeclarante sorprendió, momentos previos al crimen, a un compañero delogia suyo junto a una chica que él fingió que se trataba de Mary JaneKelly, pues –al enterarse al día entrante del espantoso asesinato–comprendió que su colega era el Destripador.12

Dicho camarada resultaba ser nada menos que el Príncipe Albert Víctor,y el deseo de encubrirlo determinó que Hutchinson proporcionara unadescripción muy opuesta a la fisonomía de éste para que las suspicacias norecayeran sobre su hermano masón.

Conforme sugiere dicha escritora, la tardanza en radicar la denuncia sedebió a que la esposa de George estaba a punto de dar a luz. Tambiénaduce que el hombre no era británico sino australiano, en tanto sus padreshabrían emigrado desde 1853 a Australia. Refiere a un tal George HenryHutchinson, de ocupación albañil –y masón– casado y padre de ocho hijos,cuya segunda hija nacería poco después del 9 de noviembre de 1888.

Deviene llamativo que ese nacimiento, al igual que el de todos losrestantes vástagos, tuviese cabida en Australia, lo cual implica que estesospechoso de encubrimiento nada más se hallaba de paso por la capitalinglesa durante aquellas infaustas fechas.

Otra curiosidad en la elucubración manejada por la ensayista finca en suafirmación de que Marie Jeannette Kelly en realidad se llamaba Mary JaneO´Brien, y que el apellido Kelly lo usaba a manera de seudónimo. Másarriesgado aún resulta su aserto de que no fue a Kelly/O´Brien a quien sevictimó en la pensión de Miller´s Court.

La infeliz cuyo masacrado cuerpo se encontró allí era Winifred MayDavies, una prostituta amiga de Mary recién llegada del exterior, a quien lagenerosa irlandesa prestó su habitación para que pernoctase aquella noche.Fue a esta joven a quien abordó el desequilibrado de sangre real.

Siempre produjo recelo el hecho de que Hutchinson, el cual tanminuciosos detalles prodigó del presunto cliente sospechoso, no describierafísicamente a la víctima, pese a asegurar que la conocía muy bien.

A partir de los dichos del testigo, los detectives concentraron susesfuerzos en detener a un sujeto de origen extranjero, más especialmente aun judío. Por cierto, todo lo opuesto al Príncipe Albert Víctor.

Mary Jane Kelly, por su parte, anduvo esa noche deambulando por lascalles y bebiendo de taberna en taberna; y por eso fue identificada en unade ellas después de la hora cuando se suponía que ya la habían ultimado, talcual registraron las declaraciones de Caroline Maxwell y de MauriceLewis. La pelirroja, al saber de la tragedia, huyó de Inglaterra. Terminó suexistencia, transcurridos muchos años desde aquel nefasto 9 de noviembrede 1888, en tierras de Canadá.

12 Trenouth, Karen, Jack the Ripper, The satanic team, Editorial Authorhourse, Londres, Inglaterra,2007.

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Ninguna prueba documental avala tan cautivantes especulaciones. ElGeorge Hutchinson propuesto como encubridor de su hermano masón desangre imperial carece de cualquier asidero.

No obstante, no deviene más aventurada esta hipótesis que aquella que lopostula como un homicida imitador que finiquitó a una única víctimaenardecido por el despecho sentimental.

Tampoco resulta más descabellada que la teoría según la cual eseanodino obrero no fue otro sino el mismísimo Jack the Ripper.

Todas las disquisiciones donde se propone que este personaje representóalgo más que un testigo poco fiable –cuyas declaraciones tuvieron pormóvil un desmedido afán de protagonismo– son tan neblinosas como eldenso aire de las noches durante las cuales el verdadero criminal practicósus sanguinarias irrupciones.

Y si las conjeturas de que las malhadadas víctimas del Destripadorhallaron su horrendo desenlace por culpa de los pervertidos sentimientosamorosos que la más sensual de ellas despertase en su verdugo se revela tanendeble en los casos de Joseph Barnett y de George Hutchinson antesreferidos: ¿Qué cabría decir de una relativamente nueva hipótesis que vio laluz a partir del año 1992?

De acuerdo se pretende en esta formulación, las muertes con mutilacióndel East End no se produjeron por causa del amor malsano que sentía elcriminal respecto de alguna de las extintas, sino debido a los celos y aldespecho que carcomían a un marido engañado.

Así es, por increíble que suene, la peregrina historia no sólo fueplanteada con visos de seriedad, sino que logró erigirse en una de laspropuestas más seductoras y populares.

Y ocurre que, en efecto, James Maybrick –tal el nombre y apellido delpersonaje en cuestión– se ha convertido, desde hace ya unos cuantos años,uno de los candidatos más controversiales a ocupar el cargo de haber sidoel responsable de estos precursores homicidios en cadena.

Su figura ha dado origen a una verdadera «Maybrickmanía», dividiendoy enfrentando acremente a los expertos.

Este antiguo comerciante fungiendo en el rol de Jack the Ripper cuentacon tantos sostenedores como detractores. Y el interés por su persona, envez de decrecer, parece aumentar año tras año.

Al punto tal ello se tornó así que una de sus más entusiastaspropagandistas, en un libro de bastante reciente data, sugirió que esetraficante de algodón ya estaba práctico en matanzas antes de perpetrar susfechorías en el otoño de 1888, en tanto despacharía a siete mujeres y a unhombre –todos ellos de raza negra– en la localidad de Austin, estado deTexas de los Estados Unidos de Norteamérica, durante el ocaso de 1884 y a

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lo largo de 1885.13

Aquellos atentados mortales serían recordados en las páginas trágicas deldelito bajo la muletilla de «La masacre de Austin», y al impune verdugo selo conocería mediante el alias criminal de «El loco del hacha», en atenciónal arma que esgrimía a la hora de ultimar a aquellos desgraciados cuyasvidas cayeron segadas bajo su demencial saña.

La referida masacre seguramente no fue producida por el anónimoperpetrador que tres años más adelante se volvería célebre al despanzurrarprostitutas en Londres. Sólo por citar algunas insalvables diferencias entreuna y otra secuencia fatídica, vale resaltar que no sintonizan ni el modusoperandi aplicado, ni la elección de la clase de víctimas.

Los crímenes seriales de Austin no fueron siquiera fruto del matadorbritánico, y mucho menos aún, por cierto, se le podrían endilgar a JamesMaybrick aquellas violentas muertes ocurridas en suelo norteamericano.

Pero, aunque con toda probabilidad el industrial de Liverpool no fue elloco del hacha –pese a que por razones mercantiles hubiese recalado en losEstados Unidos–, a partir de la divulgación del resonante manuscrito que sele atribuyó, se ganó sobradamente un lucido puesto dentro de la nómina desospechosos a la identidad del eviscerador de tiempos de la Reina Victoria.

La figura y el recuerdo de aquel empresario oriundo de la ciudad deLiverpool fueron rescatados del olvido merced al tenor de un vetusto álbumpara postales y fotografías sobre cuyas páginas se reprodujo con tinta negraun diario íntimo, presuntamente redactado por el entonces acaudaladocomerciante algodonero.

Habían transcurrido más de cien años desde su muerte sobrevenida en1889 cuando un chatarrero británico desocupado, de nombre MichaelBarrett, adujo haber encontrado fortuitamente un documento en dónde elextinto mercader se incriminaba, admitiendo su responsabilidad en losasesinatos de Jack el Destripador.

La credibilidad que merecía ese presunto recaudo privado, rápidamentefue puesta en tela de juicio ya desde el comienzo de ser develado su texto.La primera empresa editorial que se echó atrás ante la propuesta depublicar las notas fue Warner Books. Dicha compañía le encargó, en agostode 1993, al experto en documentología Kenneth Rendell, redactar –con lacolaboración de otros técnicos– un informe dando su parecer sobre laveracidad o no a del álbum que fuera utilizado para confeccionar sobre élun diario personal.

Este especialista ofreció su reporte definitivo en el mes de setiembre de1993, deviniendo sus conclusiones netamente desfavorables a lacredibilidad del instrumento.

Entre otros aspectos, el examinante percibía que la formación que se

13 Harrison, Shirley, The american connection, Editorial John Blake Publishing Ltd, Londres,Inglaterra, 2004.

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daba en el manuscrito a las letras no concordaba con la manera cómo seescribía a términos del siglo XIX en Inglaterra, y que se apreciabauniformidad en el trazo de la tinta y en la inclinación de la escritura alpasarse de una anotación a la siguiente.

Dado que lo lógico era suponer que tales anotaciones se habíanformulado en ocasiones diferentes, forzosamente la letra tendría que delatarciertas alteraciones, aunque hubiera sido escriturada por la misma mano.

De aquí que la uniformidad en los trazos que, a su criterio, denotaba eldiario le parecía en extremo sospechosa. Sin embargo, otras inferenciaspostuladas por este analista no parecerían, en principio, aptas parafundamentar conclusiones decisivas.

Por ejemplo, sugirió que el análisis de la escritura por sí sólo devendríade importancia fundamental a la hora de establecer la falsedad del diario.

A tales efectos, con el auxilio de dos peritos calígrafos, cotejó losgrafismos del manuscrito con la caligrafía que exhibía la carta remitida a laAgencia Central de Noticias de Londres fechada el 25 de setiembre de1888, recordada como «Querido Jefe», partiendo de la suposición de queaquella había sido creada por el homicida a quien se le atribuyera.

Kenneth Rendell consideró, respaldado por el parecer de los grafólogos,que la caligrafía de esa epístola no había resultado falseada, sino que erasincera y espontánea y, a su vez, los tres expertos concluyeron que la letracontenida en el diario para nada armonizaba con la grafía de aquel mensaje.

De cualquier manera, esta prueba reputada irrefutable tal vez no lo seatanto, si se atiende a que ni siquiera aquella misiva podría ser tajantementeponderada una elaboración del verdadero criminal.

Por ende, si la caligrafía del manuscrito no casa con la de las cartas, esadiscordancia por sí sola deviene insuficiente para decretar la falsedad delinstrumento examinado.

También se llevó a cabo un sofisticado análisis con una máquina detransporte iónico sobre el papel y la tinta del documento, por medio de unmicroscopio de sonda escaneadora, con el objetivo de determinar la fechaaproximada en que la misma fue utilizada al escribir encima de dichosfolios. Según este peritaje, la tinta resultó aplicada en una fecha promedioestablecida en 1921, con un margen de error de doce años.

Pero, en contraposición con estos datos y pruebas, de acuerdo con loscuales sería apócrifo el diario y falso, por ende, el aparentementefenomenal descubrimiento, existiría información verdaderamentesignificativa en pro de su veracidad que no puede ser descartadafácilmente, siquiera por los más escépticos.

Entre ella emerge como primordial ejemplo el de la letra «m»garabateada, aparentemente con la sangre de Mary Kelly, impresa en lapared interior de la habitación rentada por aquella víctima; y que en

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algunas fotografías puede visualizarse con bastante precisión. La presenciade tal consonante recién se habría advertido a posteriori de la publicacióndel diario.

En el libro que incluye el texto adjudicado a Maybrick se ofrece unaampliación de la espeluznante fotografía del mutilado cadáver de aquelladesgraciada meretriz donde, por encima de su cuerpo yacente, se puedeapreciar con relativa nitidez una forma que semeja el contorno de una letra«m», y a la izquierda de la misma, aunque ya no tan nítida, parece habersegarabateado la consonante «f».

Conforme narra el diario, la esposa del presunto autor –la hermosa ycasquivana Florence Maybrick– fue la causa de los celos que incitaron lademencia vesánica en James Maybrick; «f » y «m» constituían, pues, susiniciales. Y tales letras iniciales son las que se pretende que el asesino dejópintadas con sangre en la pared de esa habitación antes de huir.

En su supuesta confesión, el hombre habría hecho constar que lainfortunada Marie Jeannette Kelly le traía recuerdos de su adúltera esposa:

«…me recordaba a la puta. Muy joven a diferencia de mi…»Y luego, en una especie de inconexo poema se apunta:«Su inicial allíUna inicial aquí y una inicial allíHablarían de la madre putañera…» 14

La «puta» o la «madre putañera» representan algunos de los durosepítetos con que el redactor alude a Florence Chandler, cónyuge de JamesMaybrick, aunque en otros tramos de la narración se la calificará en formaafectuosa con el alias de «conejito».

Así pues que en la especulación de que aquel industrial verdaderamentehubiera sido Jack el Destripador –y de lo que allí se cuenta resultaseverídico– dichas letras, que en fechas bastante recientes fueron por primeravez percibidas en fotos de la época, coinciden con las iniciales del nombrey apellido de casada de Florence Maybrick.

Los impactantes trazos sanguinolentos en forma de iniciales «f» y «m»encartan una seria y válida interrogante: ¿Cómo fue posible hacer menciónen el diario a estas consonantes, si ninguna información de la presencia delas mismas se poseyó sino hasta después de publicado el manuscrito en elaño 1993?

Lo más desconcertante sería que en ninguna de las ediciones conocidasde libros o publicaciones sobre Jack el Destripador se habían hechoalusiones a la localización de esas letras, aparentemente dibujadas consangre sobre la pared de aquel sórdido cuartucho.

Nos encontraríamos frente a un dato inédito acerca de un hecho

14 Harrison, Shirley, Jack el Destripador, Diario, traducción de Jordi Mustieles, Ediciones B grupo Z,Barcelona, España, 1993, pág. 413.

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comprobable que únicamente deviene mencionado en el diario.Ni Michael Barrett –en la hipótesis de que él hubiese sido el plagiador–

ni otro falsificador, por mucho que esculcaran en la literatura vinculada conaquellos crímenes, hubiesen podido dar con esa información, puesto quenadie antes habría advertido ni divulgado la existencia de lassanguinolentas iniciales.

Podría tratarse de un revelador detalle que exclusivamente lo podíasaber el culpable.

Deviene igualmente bastante novedoso el terrible dato de que el asesinole arrancó el corazón a Mary Jane Kelly. Este hecho fue omitido en la listainterna de la policía, y sólo se lo cita en las notas de su autopsia, quedurante mucho tiempo estuvo extraviada, y que fuese recuperada en fechabastante reciente.

Aparentemente, por ningún conducto se podía haber sabido que elcadáver de aquella desgraciada muchacha había sido profanado de tan cruelmanera pero, a pesar de todo, en el manuscrito se formula una claramención al robo de ese órgano.

Al llegar casi al final de su redacción, y en uno de los raros párrafosdonde el fabricante del diario parecería mostrar arrepentimiento pidiéndoleperdón a Dios por las aberraciones que infirió sobre el cuerpo de la chica –única de las víctimas que designa por su nombre o, mejor dicho, por suapellido–, se deja constancia:

«…esta noche rezaré por las mujeres que he asesinado. Que Dios me perdone losactos que cometí con Kelly, sin corazón, sin corazón…»15

Otro posible dato corroborante radica en el descubrimiento, operado enjunio de 1993, de un costoso reloj de oro de bolsillo con cadena, en cuyaparte interna de su tapa porta grabada la firma «James Maybrick». Elelegante artefacto ostenta asimismo talladas las iniciales de los nombres delas cinco mujeres cuyo asesinato se debió con seguridad al psicópata y,además, la declaración: «Yo soy Jack».

De consuno con peritajes a cargo de técnicos en metalurgia, ese relojhabría sido elaborado por el año 1846, y la grabación ejecutada al imprimirlas letras en el metal delataba poseer una vejez no inferior a los años 1888 o1889. Las pericias que se efectuaron, no bien se descubriera la existenciadel reloj y su dueño lo hiciera llegar al editor del diario de Jack, fueronpresuntamente positivas, aunque siempre cabía lugar para la suspicacia sise considera que habían sido realizadas por encargo de la parte interesada.

No obstante, se llevaron a cabo nuevos análisis por reputadosespecialistas de las universidades británicas de Manchester y de Bristol, ysus resultados armonizaron con las primeras pericias; por lo cual, la

15 Jack el Destripador, Diario, pág. 461.

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antigüedad no sólo del artefacto, sino de las llamativas referencias talladasencima del metal, habría quedado acreditada.

Por cuanto venimos relevando, se torna en extremo polémico el hallazgode un recaudo albergando la confesión del responsable de tan atrocescrímenes que cargaban con más de cien años sin resolverse; y existen datos,pruebas, y razonamientos válidos, en defensa tanto de la veracidad cuantode la falsedad.

El punto de máxima confusión se verificó en el año 1995 cuandoMichael Barrett -el autoproclamado descubridor de aquel instrumento- seretractó públicamente, admitiendo que había inventado toda la historia.Este hecho pareció ponerle punto final a la discusión.

No obstante, tiempo después, el hombre se desdijo de su anteriorretractación, alegando haberla efectuado bajo la insoportable presión de losmedios y pretendió que, con esa fingida confesión de haber cometidoplagio, sólo buscaba que la prensa lo dejara en paz.

Así fue como la salida a luz del manuscrito que nos interesa recién sepudo llevar a término tras operarse variadas marchas y contramarchas, y laedición de aquellas notas, cuyo parto fuera tan dificultoso, sólo supondríael preludio de los enconados debates que se originaron luego de que lasmismas se transformaron en un libro y que se inició su circulación pública.

El diario de Jack the Ripper fue publicado finalmente por la editorialSmith Gryphon Ltda en el año 1993, y contó con un extenso comentario acargo de la escritora Shirley Harrison contratada al efecto.

Lo más impactante del documento radica en que su autor culmina suconfesión firmando con el archiconocido seudónimo delictivo y, aunque enninguna porción del texto se alude de manera explícita a James Maybrickcomo su creador, los abundantes y concretos datos que allí se incorporantornan imposible atribuirle la facturación de ese diario a otra persona queno fuese a él.

El supuesto confeso ejecutor no deviene un desconocido para los analesde la criminología inglesa. Por el contrario, el caso que lo tuvo porprotagonista devino uno de los más publicitados de su tiempo.

Tanto lo fue que su notoriedad, sobrevenida a mediados del año 1889,desplazó de las primeras planas de los periódicos a las carnicerías delDestripador, las cuales no se habían vuelto a repetir desde el crimen del 9de noviembre del año anterior.

Pero este hombre no fue famoso por asesinar a alguien sino, a la inversa,por resultar –presuntamente– víctima de homicidio. Y ocurre que eladinerado industrial algodonero había fallecido bajo circunstanciasconfusas en el mes de mayo de 1889.

Tan extrañas fueron consideradas las alternativas que rodearon su decesoque «Florie», su joven y bella esposa norteamericana, pasó varios años enla cárcel purgando condena bajo la acusación de haber sido causante del

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eventual homicidio de su marido, al administrarle una forzada ingesta fatalde arsénico.

El individuo postulado a constituir el celebérrimo criminal victorianoprovenía de una respetable familia, que a la fecha de su nacimiento –24 deoctubre de 1838– llevaba sesenta años instalada en la ciudad portuaria deLiverpool.

De hecho, nuestro personaje fue el primogénito de sus padres porqueWilliam, el primer hijo del grabador de metales William Maybrick y suesposa Susannah, falleció cuando apenas cifraba tres años de edad.

A James Maybrick le siguieron Michael –1841– quien de adulto seconvertiría en un afamado compositor, así como Thomas –1846–, y Edwin–1851–. Estos dos últimos se inclinarían, al igual que James, por laactividad mercantil.

El destino profesional del sospechoso sería el comercio algodonero,notablemente incrementado en Inglaterra a raíz de la guerra civilnorteamericana que generó gran escasez de algodón, lo que volvió elnegocio de compra-venta abierto para los hábiles especuladores; actividaden la cual este hombre destacaba por condiciones innatas.

Durante 1868 se dio cabida en el Reino Unido a un sistema de ventasanálogo al de la bolsa de valores. Ello permitía vender el algodón que no seposeía con la expectativa de poder cubrir la venta comprando a un preciomás bajo en el futuro, extremo que aumentó el aspecto azaroso de esterubro en el mercado.

En 1878 el industrial se trasladó a Estados Unidos y fundó una agenciaen el puerto algodonero de Norfolk, estado de Virginia. Desde entoncesdividía su tiempo en la atención de negocios entre Gran Bretaña y losEstados Unidos de Norteamérica.

Y fue en 1880, en el curso de uno de esos frecuentes viajes marítimos,cuando conoció a la joven Florence Chandler, de sólo dieciocho años.

Un dato relevante es que James, tres años antes de ese hecho –en 1877cuando contaba con treinta y nueve años– contrajo malaria. Su mejoría sedebió a un tratamiento a base de estricnina y arsénico y, desde allí, suorganismo se fue volviendo adicto a esas sustancias.

Por su parte, aquella muchacha que resultaría su futura esposa, habíanacido el 3 de setiembre de 1862 en la ciudad de Mobile, estado deAlabama, procedente de una familia de elevada alcurnia. Florie erahuérfana de padre, y su madre era la Baronesa Caroline Von Roques. Lajoven era por demás atractiva, de cabellera rubia y cautivantes ojos azules.

Tras el casamiento, la pareja pasó a residir en una mansión palaciega sitaen la zona más coqueta y reservada de Liverpool, a la cual llamaronBattlecrease House.

Su estándar de vida devenía propio de la clase pudiente inglesa de fines

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del siglo XIX, y disfrutaban de múltiples comodidades, dentro de las cualesse incluía el servicio doméstico de criadas, mayordomos, y jardineros.

Empero, ninguno de tales bienes y privilegios resultaría suficiente paraevitar la desgracia destinada a recaer sobre los cónyuges, en tanto el ocio,el aburrimiento, y un matrimonio fundado en falsas expectativas,aparejarían consecuencias funestas.

La infidelidad haría irrupción en escena.Aunque James Maybrick no se caracterizaba por ser un fiel esposo –

puesto que, como mínimo, tenía una amante regular, y frecuentaba losburdeles– serían los deslices de la esposa los desencadenantes de latragedia. Pues resultó que la bella Florence también encontraría un amanteestable en la persona de un próspero comerciante vinculado a los negociosde su marido.

Este amante sería Alfred Brierley, hombre apuesto y adinerado de treintay seis años, con quien la infiel Florie mantendrá un tórrido amorío aescondidas.

Según se nos cuenta en el diario, Maybrick sabía perfectamente de losdevaneos e intrigas en que estaba inmersa su mujer, pero fingíadesconocerlos. Seguiría con expectación y sigilo los avatares de la relaciónclandestina que vivía su cónyuge, y se iría fermentando en su interior unamorbosa fascinación que, al cabo, lo convertiría en un sórdido voyeur deaquel amantazgo.

Y peor aún –si concedemos crédito a lo que informa el manuscrito–,resultarían el dolor y la furia desatados al descubrir la infidelidad de suesposa, la causa motora que transformaría a James Maybrick de apacible ytípico burgués de postrimerías de siglo XIX en un depravado asesino serial.

Se trata de una narración digna de El doctor Jekyll y mister Hyde,demasiado efectista para acompasar con el drama que los crímenes de Jackel Destripador provocaron.

Estamos en presencia, además, de una historia con ribetes casirománticos: la pasión sexual irrefrenable, el amor propio herido del esposoengañado, la doble moral burguesa de la Inglaterra de aquella época…Todos esos conceptos confluyendo como si se tratase de piezas de undemencial rompecabezas.

Basta con agitar fuerte la retorta, y sale a escena el monstruo. RobertLouis Stevenson, creador de la fábula El extraño caso del doctor Jekyll ymister Hyde, que por el año 1888 hacía furor en los teatros británicos, nopodría haber quedado más complacido al contemplar cómo su fantasíaresultaba tan fielmente copiada por la realidad.

Claro está que la realidad no sería tan romántica ni espectacular si nosadscribimos a la postura de escéptica crítica que, casi unánimemente, hanmostrado los ripperólogos respecto del contenido del diario, negandoenfáticamente la existencia de cualquier veracidad en la historia allí

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relatada. Y es que las inconsistencias que revela la narración se tornandemasiado groseras.

El texto, conforme se dijera, fue impreso sobre un álbum destinado aguardar postales y fotografías, y carece de varias de sus folios iniciales quefueron arrancados.

Sin embargo, el lector no pierde el hilo por esa ausencia de páginas,puesto que en la primera hoja disponible ya se entera cómo fue que elmarido averiguó estar siendo objeto de engaño por parte de la joven mujer.

Maybrick se reserva para sí ese descubrimiento, pero adopta unadecisión fatal: como revancha, al saberse traicionado, eliminarásalvajemente a prostitutas profesionales, a quienes sacrificará en sustituciónde su adúltera esposa.

Contra estas infelices descargará toda su ira, la cual no se permite hacercaer sobre la madre de sus dos pequeños hijos, a quien alternativamente –yde acuerdo a sus ciclotímicos cambios de humor– designa en el manuscritocon el cariñoso alias de «conejito», o bajo los humillantes tacos de «lamadre putañera» o «la puta».

Amén de las muchas incongruencias que denota esta pretendidaconfesión escrita, tal vez la tacha más seria a oponerle a su pretensión deautenticidad finca en la notoria ausencia de razones para constituirse enasesino de meretrices que brinda el supuesto confeso victimario.

En lugar de castigar a la infiel y al canalla seductor, el redactor sevengará… ¡Matando prostitutas en Londres!

O sea, ni siquiera elige ultimarlas en su Liverpool natal, sino en lacapital británica, a la cual tiene razones de negocios legítimas para acudir,según se nos comunica.

Si bien es aceptado que los psicópatas carecen de motivacionesracionales para cometer sus crímenes, ya que el estudio de la mente deéstos demuestra que los móviles propulsores de sus actos suelen ser de lomás descabellados, por lo menos se reconoce en ellos un elemento detransición, un proceso que los conduce fatalmente a incurrir en laspatologías que los convierten en azote de sus semejantes.

Un psicópata no deviene tal de golpe y porrazo por virtud de una únicacircunstancia adversa, por muy estremecedora que tal situación le pudieresignificar.

¿Cuántos son los maridos de tiempos antiguos o modernos que, trasdescubrir la infidelidad de sus cónyuges, toman venganza matando aterceras personas?

Esto parecería que es llevar la ausencia de motivaciones lógicas a unextremo demasiado absurdo, aún para aplicarse sobre un caso de los másmisteriosos y raros en la historia del delito, como lo fue el de Jack elDestripador. Pero toda regla tiene su excepción.

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En lo que atañe a la historia de este comerciante algodonero, y deldudoso documento a través del cual transcurridos tantos años de lasmatanzas victorianas se pretendiera incriminarlo, lo primero que cabríaapuntar es que la ausencia de las iniciales páginas sobre las cuales se habríaescrito aquel diario íntimo comporta un dato que sencillamente no puedepasarse por alto.

Lo más simple a pensar es que un falsificador se hizo de un álbum parapostales y fotografías familiares antiguo, y le arrancó las primeras hojas,donde estarían pegados tales recortes; o bien cuando adquirió el álbum talespáginas ya se encontraban cortadas, por lo cual aprovechó los foliosrestantes en blanco para fabricar sobre ellos la falsificación.

Más adelante, en el diario se alude a las tribulaciones de su redactorantes de llevar a término su primer homicidio el cual, de acuerdo con estaversión, no se verificaría en Londres, sino que sería concretado en la ciudadde Manchester contra una anónima ramera.

No se suministran pormenores de cómo fue que se ejecutó este supuestocrimen, por lo que no sabemos si el mismo llevó igual sello que losconsumados por Jack el Destripador. No queda claro si la eventual víctimafue ultimada mediante puñaladas, golpes, estrangulada, etcétera.

Tales omisiones se tornan muy convenientes, en particular si seconsidera que las autoridades de la época no tomaron nota de ningúnasesinato al estilo de los del Ripper que hubiese sido perpetrado en laciudad de Manchester por entonces.

En la parte que interesa a los crímenes, el autor refiere que alquiló uncuartito en la calle Middlesex, Whitechapel, con la intención de disponer deun escondrijo donde ocultarse tras inferir sus ataques.

Posteriormente, pasa a describir su agresión contra Mary Ann Nicholssin brindar el nombre de la mujer; sólo menciona que la prostituta semostró bien dispuesta a ejercer su oficio, y que no chilló cuando la rajó conel cuchillo.

Dejará constancia de que lamentó no haber podido desprenderle lacabeza a la víctima, como asegura era su intención.

No se consigna la fecha de ninguna de las anotaciones pero, luego delprimer homicidio, dirá que no dejaría pasar mucho tiempo sin volver aasesinar; pues quería repetir el placer lo antes posible haciéndose, de esemodo, coincidir tales manifestaciones con las fechas muy próximas entre síen que fueron victimadas Polly Nichols y Annie Chapman.

Del siguiente crimen, en el documento se realizan unas tétricas alusionesa trozos de carne de la víctima que el escritor pensaba freír para comerse, locual supone otra coincidencia con hechos sabidos sobre aquel segundoasesinato canónico donde el ejecutor, cada vez más seguro de sí mismo,robase órganos a su presa.

También se alude a los anillos de latón que quitó de los dedos de la

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muerta, y a la pista que habría dejado adrede en un sobre para cartasencontrado cerca del cadáver de aquella occisa, a saber: una consonantemayúscula «M» estampada en el anverso del mismo.

En ninguno de los casos se trata de información que un falsificadorestudioso de aquellos crímenes no pudiese conocer merced a la consulta defuentes convencionales sobre el tema.

Y cuando describe sus emociones tras la noche del dobleacontecimiento, expresa su asombro de que no lo hayan atrapado, y elsecreto placer que sintió ante el riesgo de ser detenido.

Tanto odio le tomó al equino, y al testigo que lo conducía cuando lointerrumpieron, que manifiesta su deseo furioso de cortarle la cabeza:

«…al maldito caballo y metérsela a la puta por la garganta hasta donde lecupiera…El necio se asustó, eso fue lo que me salvó…» 16

Deviene sospechosa esa referencia. En general se cree que el Destripadorhuyó sin terminar adecuadamente su feroz faena al ser interrumpido, enefecto, por un transeúnte.

Candidatos a constituir el peatón que involuntariamente molestó alcriminal cuando iba a acometer la fase de destripamiento contra laasesinada Long Liz fueron, sobre todo, Israel Schwartz, John Gardner y J.Best, en tanto el primero aportó datos sobre el ataque sufrido por esa mujer,y los otros describieron a un sospechoso acompañante visto con la difunta.

Pero sucede que Louis Diemschutz, quien fue el conductor del pony quese topó con el cadáver de Elizabeth Stride al costado de un club político, lomás posible es que no resultara quien interrumpió al matador en medio desu sórdida labor, sino que aquél, tras cortar el cuello de su víctima, yahabría escapado raudo de la escena del homicidio; inquieto tal vez por lapresencia de testigos cercanos como los citados Schwartz, Gardner, y Best.

De ser esto así, las referencias al «maldito caballo», y al «necio que seasustó», permitiéndole gracias a ello su exitosa huída, no concuerdan conlos hechos reales.

Más bien parecería que los anteriores comentarios estuvierondeterminados por una lectura apresurada con relación a ese crimen enparticular, donde siempre se destacó la escena del pony tropezándose con elcuerpo de aquella víctima.

También despierta suspicacia la mención que acto seguido se efectúapara describir el homicidio de Catherine Eddowes, sobre que:

«… Antes de un cuarto de hora encontré a otra sucia perra dispuesta a vender sumercancía. La puta, como todas las demás, estaba más que dispuesta…»17

16 Jack el Destripador. Diario, pág. 389.17 Jack el Destripador. Diario, pág. 389.

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Precisamente, de Kate Eddowes existen dudas que en verdad fuera unameretriz profesional. Tal condición resultó negada enfáticamente por supareja estable –John Kelly– al declarar en la instrucción sumarial, y a estehombre se unirían otros conocidos de la finada, quienes insistirían en alabarsu decencia, pese a reconocer que era alcohólica.

De hecho, la infeliz fémina había venido con su compañero desde laciudad de Kent, donde estuviera laborando en la recolección de lúpulo;actividad que configuraba uno de los trabajos zafrales más comunes enGran Bretaña por esos tiempos.

Esa agobiante tarea aún tenía cabida catorce años después de 1888,cuando Jack London tomaba notas preparando el borrador para su excelsaobra Gente del abismo. El eximio narrador describió a la faena de recogidade lúpulo en Kent, y a los desventurados que la llevaban a cabo, valiéndosede estos sombríos trazos:

«… Se calcula que sólo Kent demanda ochenta mil de estas personas para recogersus lúpulos. Llegan atendiendo a una llamada, que es el grito de auxilio de susestómagos y del espíritu aventurero que aún conservan. Las miserables calles y losghettos los empujan adelante, pero la podredumbre de los suburbios y los ghettosnunca los abandonan. Recorren el país como un ejército de profanadores, y el pueblolos rechaza. Están fuera de lugar. Son como una casta maldita surgida de la tierra, quearrastra sus deformes cuerpos por carreteras y caminos. Su presencia, el solo hecho deque existan, es un ultraje al esplendor del sol y a los verdes frutos del campo…»18

Tras cobrar los míseros peniques que su estadía laboral en la citadaciudad les reportara, Kate y su amante arribaron a Whitechapel, poco antesde tener efecto la atroz muerte padecida por la mujer.

Ella creía que una hija suya vivía en aquel fatídico distrito y, conformese especuló, el viaje de Eddowes hasta allí se debió a la intención de ir avisitarla para pedirle dinero. No encontró a su hija, quien al parecer sehabía mudado, y las personas que la atendieron en la casa a cuya puertallamó no supieron informarle dónde moraba ahora aquella.

La pareja se gastó pronto todo su dinero, y no tuvieron más remedio queempeñar un par de botas del hombre para que Catherine pudiera pagar lapensión donde durmió esa noche. Como el dinero no les alcanzaba, Johndebió pernoctar en uno de los albergues para pobres. Al día siguiente lamujer se emborrachó y provocó disturbios.

Se comentó que dos policías la encontraron tambaleante, mientrasgritaba imitando el sonido de un carro de bomberos, y la llevaron detenidaa la estación policial de Bishopsgate.

Cuando abandonó la celda de esa comisaría, lo más probable es quetodavía siguiera bajo la influencia del alcohol. Es plausible que Jack elDestripador la matase porque constituía una víctima fácil, más que porque

18 Gente del abismo, págs. 147 y 148.

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estuviese muy dispuesta a ejercer su oficio, como se sostiene en el diario.Finalmente, en cuanto atañe al último homicidio de la saga mortuoria,

cabe admitir que en la llamada «Agenda Maybrick» se formulan ciertasalusiones que no resultan tan fáciles de descartar.

La mención al hurto del corazón de Marie Jeannette Kelly no refiere aun hecho conocido sino en época reciente, al haber permanecido extraviadodurante largo tiempo el texto original del informe de la autopsia practicadapor el forense doctor Thomas Bond, quien dejó constancia de que «elpericardio se hallaba abierto y el corazón ausente.»

También ostentan su considerable peso las posibles letras «f» y «m»dibujadas con trazos de sangre en la pared de aquella habitación, y respectode las cuales no se conoce que hubiera referencias ciertas hasta después depublicarse el diario atribuido a James Maybrick.

En fin, las líneas precedentes no pretenden constituir más que uncompendio acerca de los informes y pistas emergentes a partir de la lecturadel problemático manuscrito.

El texto, pues, por fuerza debe calificarse como muy contradictorio, y elprimer impulso que nace es el de negar la veracidad de su contenido ycoincidir con quienes opinan que se trató de un fraude bastante burdo.

Algunos datos, sin embargo, no aceptan fácilmente tan cómodaexplicación. La polémica encendida desde que se publicase aquelinstrumento en el año 1993 prosigue en pie.

James Maybrick, presumiblemente a su pesar, se ha convertido, por obray gracia del ingenio de los propulsores y beneficiarios del ya famoso diario,en uno de los sospechosos más populares a ocupar el cargo de haber sido eltristemente célebre y elusivo Jack el Destripador.

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Diagrama de la pensión de Miller´s Court.

Joseph BarnettAmante de Mary Jane Kelly y, según sostienen

algunos autores, también su brutal asesino.

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Boceto de Marie Jeannette Kelly.

Vista lateral del trágico alojamiento número 13 de Miller´s Court.

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Reproducción artística del patio interno de Miller´s Court que muestra la entrada y lasventanas laterales de la habitación número 13 rentada por Mary Jane Kelly.

Ginger Kelly en compañía de su peculiar último cliente, es observada por el testigo–y sospechoso– George Hutchinson.

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James Maybrick vestido con la elegancia que el cine imaginó para Jack el Destripador.

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Joven y hermosa: Florence Chandler de Maybrick.

Otra imagen de «Florie» Maybrick¿La esposa infiel responsable de la catástrofe?

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Capítulo IV

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William Henry Bury contaba con veintinueve años de edad en 1888, yresidía en la localidad inglesa de Bow donde convivía con su jovencónyuge Ellen Elliot, con la cual había contraído enlace en el mes de abrilde aquel año. El matrimonio vivió en el East End de la capital británicahasta enero de 1889, cuando se mudaron a la ciudad escocesa de Dundee.

El hombre se apersonó en la estación de policía local en horas matinalesdel 10 de febrero de 1889, pretendiendo que su esposa –la cual ejercía laprostitución– había incurrido en suicidio. Pero las pruebas forenses semostraron muy decisivas en su contra, y bastaron para esclarecer lasituación sin dejar la menor sombra de duda.

La cruda realidad consistía en que este individuo había asesinado a lamujer valiéndose de una cuerda que utilizó para estrangularla. Una vezdesmayada, la remató asestándole certeras puñaladas y, luego de culminadasu pérfida acción, escondió el cuchillo ensangrentado dentro del hueco deun tronco.

Una notable curiosidad radicó en que sobre la puerta de ingreso deledificio de apartamentos donde moraba el victimario, alguien había trazadocon letras de color rojo la advertencia: «Jack el Destripador se oculta detrásde esta puerta». A su vez, en la pared adyacente a la escalera que conducíaal sótano, se leía estampada con tiza, una segunda frase acusatoria: «Jack elDestripador está en este sótano».

Algunos datos más objetivos incriminaban al sujeto tornándolo unsospechoso legítimo de haber constituido el tan evasivo depredador de losbarrios bajos londinenses. Dentro de tales confluyentes indicios se cuentanlos hondos cortes, practicados mediante cuchillo, apreciables en el áreaabdominal y genital del cadáver de su malograda compañera.

Los médicos forenses intervinientes creyeron percibir marcadasanalogías entre esta muerte y las patéticas incisiones ventrales infligidas alos organismos de las féminas ultimadas por Jack the Ripper. En todas las

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situaciones, además, las extintas fungían como prostitutas, al igual que lohacía la desafortunada Ellen.

El tribunal de Dundee encontró al acusado culpable de homicidioespecialmente agravado por el vínculo matrimonial. Durante el desarrollode su proceso penal, cuando menos dos detectives de Scotland Yard setrasladaron hasta aquella ciudad. Su propósito fincaba en determinareventuales conexiones que pudiesen existir entre la secuencia mortuoriaacontecida el pasado año en el Reino Unido, con el uxoricidioprotagonizado por este victimario.

James Berry, verdugo oficial de Gran Bretaña desde 1884 hasta 1892,estaba convencido de que el encausado también devenía culpable de lacomisión de aquellos extraordinarios homicidios irresueltos. Estefuncionario se caracterizó por denotar un obsesivo interés en hallarlesolución al arcano de los crímenes acaecidos en el sector este de la capitalinglesa. Publicó un libro donde dio cuenta de sus recuerdos profesionales yen el cual –curiosamente– sufragó por la abolición de la pena capital. Allítambién refirió sus sospechas respecto de Bury.19

El emprendedor Berry ajustició a ciento treinta y un condenados,incluidas cinco mujeres, durante los ocho años en que desempeñó su oficio.Era residente de la ciudad de Bradford y, aparte de ejercer tan terriblecargo, tenía fama de ser un criminólogo aficionado que recopilabapormenores relativos a las andanzas de los condenados a los cualesfiniquitaba.

En el caso de Bury la insistencia y la presión ejercida sobre el penadollegó al extremo de que dicho ejecutor público se allegó a la celda de aquél,y le extendió una hoja con una confesión previamente redactada,pretendiendo que el preso debía firmarla admitiendo su responsabilidad.

No obstante, el reo jamás aceptó la consumación de los decesosatribuidos, ni haber participado en grado alguno en los mismos. Persistiríaen proclamar su inocencia, aún cuando cada día que transcurría confinadoen la cárcel, se volvía más patente que de todos modos lo iban a condenar aperecer en la horca sólo por el asesinato de su esposa. Y así sería como el24 de abril de 1889, William Henry Bury subió al cadalso de aquellaprisión escocesa, donde fue colgado hasta morir en expiación por ese únicocrimen fehacientemente comprobado.

Días previos a tener cabida su malhadado desenlace y mientrasaguardaba su hora terminal encerrado en el presidio de Dundee, lleno deaparente contrición, el recluso escribió una carta dirigida al reverendo E. J.Gough confesando su plena culpabilidad por la muerte de Ellen. Dichorecaudo se conserva al presente en las oficinas del Archivo Nacional deEscocia.

19 Berry, James, My experiences as an executioner. Editorial Chadwych-Healet Ltd,Cambridge, Inglaterra, 2001.

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Muchos años más tarde, esa epístola devendría objeto de concienzudosperitajes grafológicos, en los cuales se comparó su letra con la escriturainserta en las misivas que tradicionalmente se endilgaron a la creación deldesmembrador del East End, fundamentalmente la carta recordada como«Querido Jefe», y el mensaje con el encabezado «Desde el Infierno».

Pero lo cierto fue que no se logró establecer ninguna concordanciasignificativa entre los documentos peritados. La disimilitud de estilos y decaligrafías resultaba tan ostensible, aún a los ojos de los profanos, que sólocabía concluir que todos los grafismos chequeados pertenecían a lafacturación de manos diversas.

Bury fue un asesino desalmado de quién mucho se sospechó que habíacobrado otras vidas, aparte de la de su esposa, aunque no mediaronconcluyentes evidencias sobre esos posibles crímenes. Cierto fue tambiénque la policía no se molestó demasiado en recolectar pruebas, pues bastabacon la condena impuesta por el homicidio especialmente agravado contrasu cónyuge para conducirlo al patíbulo.

La imagen que se trasmitió de este hombre lo refleja como un obsesosexual violento. Un tradicional asesino sexópata y, probablemente, unvictimario en serie. Vale significar, la clase de individuo que se reputó, entiempos contemporáneos a la masacre del otoño de terror, como el tipo másprobable de responsable.

Dichas aristas, sumadas a las suspicacias que generó el similar patrónoperativo, y el perfil de la víctima cobrada por aquel matador con lametodología de los crímenes consumados en Whitechapel, conllevaron aque la persona de este oscuro uxoricida fuera asociada con la del Ripperpor autores modernos, quienes elaboraron ensayos proponiendo lacandidatura de William Henry Bury a la identidad de Jack el Destripador.20

Otro notorio depredador sexual, contemporáneo a la matanza acontecidaen los suburbios de Londres, lo conformó Frederick Bailey Deeming. Elmismo cifraba cuarenta y seis años en 1888, y ya por entonces cargaba conun proficuo historial delictivo. Sin embargo, sus tropelías más espantosas,aquellas por las cuales sería sombríamente recordado, no habían tenidoefecto aún por esas fechas; a menos –obviamente– que él en verdad hubiesesido Jack el Destripador, conforme algunas tendenciosas versionespretendieron.

Este hombre ultimó a su esposa y a sus cuatro hijos en la localidadinglesa de Rainhill, Liverpool, en el devenir de 1891; y eliminó a susegunda cónyuge al año entrante en la ciudad de Melbourne, Australia.

20 MacPherson, Euan, The trial of Jack the Ripper, Ediciones Maintrean Publishing, Londres,Inglaterra, 2005.

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Se lo relacionó con las fechorías del mutilador de meretrices victoriano araíz de un reportaje editado en The Pall Mall Gazette el 8 de abril de 1892,donde se aseguraba que gran cantidad de cartas se habían recibido en lasoficinas de Scotland Yard, denunciando a Deeming de ser el victimariomúltiple de los barrios bajos londinenses. En esos textos se describía, concoloridos pormenores, cómo varios testigos habían observado al rufiánmerodeando por el distrito cuando acaecieran las espantosas muertes.

En general, la policía no otorgó crédito a tales habladurías, aunque nodejaron de ventilarse llamativas anécdotas. Entre ellas una donde se cuentaque James Berry, el verdugo que también acusó de idéntico cargo aWilliam Bury, insistió en sostener que la culpabilidad de Deemingabarcaba igualmente a los crímenes del Destripador, y que momentosprevios a su ejecución el condenado le confesó su culpabilidadsuministrando detalles atinentes a los casos: «que únicamente el auténticocriminal los podría conocer».

El sospechoso devenía oriundo del poblado de Birkenhead, GranBretaña, y había nacido alrededor de los años 1853 o 1854 en el seno deuna familia de clase media, de la cual el descarriado Fred pronto setransformó en la oveja negra.

Siendo adolescente abandonó su casa paterna para ingresar al mundo dela marinería, y ya desde muy temprana edad dio pábulo a un espírituaventurero inclinado a la violencia y la ilegalidad. Asimismo, llamó laatención por su manía de utilizar diversos alias, tales como Druin, Lawson,Williams, Robinson, y Duncan, entre otros. Cuando dejó el oficio demarinero pasó a trabajar como lampista, y de aquella época data sumatrimonio con Marie, una humilde muchacha de su pueblo natal queprocrearía cuatro hijos de su futuro asesino.

En el mes de julio de 1891, Frederick llevó a su familia a residir a lalocalidad de Rainhill, situada al este de la pujante ciudad portuaria deLiverpool. Alquiló un espacioso chalet bautizado Villa Dinham,pretextando que contrataba en calidad de mandatario de un supuestocoronel Brooks; y le encargó a un grupo de albañiles la reforma de esavivienda, mientras tanto él se hospedaba en un hotel cercano junto con suesposa y sus hijos.

Aprovechando que hacía pasar a su cónyuge como si fuera su hermana,se dedicó a cortejar a una chica nativa de ese lugar de nombre EmilyMather. Los obreros de la construcción que cubrieron con cemento el suelooriginal de la lujosa mansión se convirtieron, sin saberlo, en ayudantes delescabroso plan urdido por el matador; quien por aquellos días ya habíallevado a término el asesinato de su mujer y de sus cuatro vástagos,enterrando allí debajo los cuerpos.

Al serle entregada la vivienda con el trabajo finalizado, el feliz y fla-

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mante ocupante invitó a los vecinos a participar de una fiesta, en cuyotranscurso entonó alegres canciones marineras y ensayó un baile, danzandoenérgicamente sobre el piso de cemento bajo el cual yacían losdesmembrados restos de su familia.

El 22 de setiembre de 1891, el viudo homicida contrajo nupcias con lajoven Emily en la iglesia de St. Anne, en Rainhill y, a los pocos días, lanovel pareja emprendió viaje rumbo a Australia a bordo del vapor KaiserWilhelm II, donde se hacían conocer como señor Williams y señora.

El continente australiano devendría escenario de las nuevas andanzasmortales que en breve iría a protagonizar el psicópata Frederick BaileyDeeming. Arribó a Melbourne en compañía de su flamante cónyuge en elmes de diciembre de 1891 y, durante corto lapso, alquilaron una finca sitaen el número 57 de la calle Andrew de aquella ciudad australiana.

Escaso tiempo más tarde, el ex marinero –en ese momento valiéndosedel seudónimo de señor Druin– abandonó dicho alojamiento sin ofrecermayores explicaciones a su locador, por lo cual éste se abocó a conseguirun nuevo inquilino. Durante la inspección de rutina, un interesado enarrendar se quejó ante el dueño por el hedor proveniente de la chimenea delinmueble. Un examen más meticuloso demostró que la losa del piso habíasido removida. Bajo la misma yacía sepultado el cuerpo, en avanzadoestado de descomposición, de Emily Mather.

La autopsia reveló que la fémina había sufrido un ataque sexual sinconsumación carnal, así como una salvaje golpiza previa a su óbito. En elcadáver fueron detectados profundos cortes sobre la región genitalpracticados después de sobrevenido el fallecimiento de la agredida. A partirde ese macabro hallazgo, Deeming se convirtió en un fugitivo de la justicia.Se rastrearon sus anteriores pasos hasta descubrir que también habíaultimado a su primera esposa y a sus hijos en Gran Bretaña.

Finalmente, el 11 de marzo de 1892, el prófugo –que por entonces sehacía llamar señor Williams– resultó apresado por la policía de Rainhill,cuando su nombre y sus siniestras hazañas habían adquirido públicanotoriedad; y ahora ya no podrá eludir la pena de muerte.

De cualquier forma, este malviviente parecería haber representado en lahistoria de Jack el Destripador nada más que otro de aquellos sospechosospor conveniencia. Se trataba, no cabe dudarlo, de un gran perversocaracterizado por facetas demenciales o, cuando menos, por hacer gala deun comportamiento sumamente peligroso y extravagante. Los individuos deesta calaña suelen volverse acreedores de componer una lista de lossospechosos de siempre, debido al desenfrenado grado de vesanía quealcanzan sus delirantes actos criminales.

La potente divulgación mediática que a las barbaridades perpetradas

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por esta clase de delincuentes se concede, determina que tales homicidas sevuelvan cómodas opciones para ser propuestos como culpables de haberconsumado aquellos ilícitos que se mantienen sin solucionar en losarchivos policiales.

Los horrores de Whitechapel conformaron la secuencia de crímenesviolentos sin resolver más notable de la historia delictiva mundial. YFrederick Bayley Deeming mató en un tiempo cercano a cuándo severificaron las atrocidades en el Londres de la Reina Victoria, en tanto sesabe que estuvo presente en Inglaterra por fechas próximas al fatídicootoño de 1888, y que retornó a ese país algún tiempo más adelante.

Por todo esto, aquél a quien la prensa británica –y también laaustraliana– motejara con el alias de «Asesino loco», se ganó por méritopropio un espacio dentro de la galería de monstruos dignos de instalarse enel podio reservado al auténtico y esquivo Destripador.

Pero los datos históricamente registrados militan en contra de laposibilidad que Deeming y Jack constituyesen la misma persona. Enparticular, un detective que persiguió a este delincuente, ofreció un reportesegún el cual nuestro hombre se hallaba presente en Sudáfrica durante elperíodo de los homicidios del East End; pues había incurrido en lacomisión de múltiples fraudes en perjuicio de ciudadanos sudafricanos poresos días.

Esta información, adicionada al hecho de que este ejecutor no concretósus barrabasadas a través del modus operandi con el cual se eliminase a lasvíctimas de Whitechapel, y a la consideración de que incursionó en otrasáreas delictivas como el timo y los fraudes –las cuales se alejanradicalmente del perfil criminal que los especialistas diseñaran para lafigura del Ripper–, abona la conclusión de que Frederick Bayley Deemingno fue el mutilador victoriano; aunque una máscara basada en su pocoagraciada cara luzca en el Museo Negro de Scotland Yard, y más allá deque aún hoy persista el rumor de que la misma efectivamente refleja elrostro del tristemente célebre psicópata.

Tanto William Henry Bury cuanto Frederick Bailey Deemingencuadraban dentro de un esquema que los tornaba sospechosos naturales afines del siglo XIX. En efecto, ambos detentaban en común su condición deasesinos sexuales.

En el caso de Deeming no cabe vacilar que asimismo se trató de unhomicida secuencial, extremo que no pudo establecerse a ciencia cierta enlas circunstancias de Bury. No obstante, ambos condenados compartieronpatrones conductuales análogos en cuanto atañe al sadismo y a la insaniaque peculiarizaron a sus crímenes. En particular, devino semejante laresonancia pervertidamente erótica que impregnó al uxoricidio perpetradopor Bury con las muertes de mujeres provocadas por Deeming.

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En las dos situaciones mediaron cortes a cuchillo infligidos sobre lasáreas abdominales y genitales de los cadáveres femeninos. En ninguna deambas emergencias se pudo establecer que mediase conexión sexual,aunque sí se notaba un cruel ensañamiento post mórtem que hacía recordarlos desaguisados inferidos por el degollador de la era victoriana.

En cuanto a Bury, quedó acreditado que estranguló a Ellen hasta hacerleperder la consciencia. Después la remató rebanándole el cuello, y le asestópuñaladas en la región genital una vez fallecida.

A su turno, las autopsias practicadas sobre los descompuestos cadáveresde las esposas de Deeming no permitieron determinar el mecanismo através del cual se les dio muerte, pero igualmente es factible que esteuxoricida se valiera de la estrangulación previa y, en tal supuesto, operaríaotra concordancia con los asesinatos consumados en el East End.

En fin, estos detalles, relativos al modus operandi ultimador empleadopor estos malvados, contribuyeron a que fueran considerados alternativasseductoras de que tras de sí se ocultase la identidad del nuncadesenmascarado aniquilador de prostitutas.

A su vez, como ambos victimarios expiaron sus culpas pereciendo en lahorca, si uno de ellos hubiese sido el desconocido culpable de aquellosóbitos se habría hecho finalmente justicia, y esa sensación de que lasociedad agredida se había tomado su justa revancha constituía una ideareconfortante y tranquilizadora para el ciudadano inglés medio. Losvictorianos intuían que esas barbaries estaban inspiradas en un ansia sexualirrefrenable, que eran los delitos de un perturbado que odiaba y al mismotiempo deseaba a las mujeres y, dado que no podía poseerlas, las matababrutalmente.

Pues sucede que la imagen que el público de esa época se había formadoacerca del criminal, no difería mucho de la que seguidamente se transcribe:

«… Este mismo esquema lo encontramos en la mayoría de los grandes crímenessexuales del siglo XX. Un hombre tímido o nervioso que padece períodos depresivos.Cavila acerca del sexo hasta que el pensamiento de la violación llega a obsesionarle.Los crímenes vienen luego; cada uno de ellos seguido por un cada vez más profundo,período de depresión. Al final él mismo provoca su detención o se suicida. Todos estoscasos tienen un poderoso elemento ilógico, de manera que una persona normal yequilibrada sólo encuentra explicación en la locura. Pero no es locura, es solamente“magia”, la confusión de un hombre que lanza una piedra contra un espejismo…»21

Y es que ya en aquellos tiempos iniciales hubo estudiosos queafirmaron que el motivo de los asesinatos radicaba en un desenfrenado

21 Los asesinos, pág. 85.

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apetito sexual, pese a que las autopsias ejercitadas a las víctimasdescartaban la presencia de fluidos seminales.

Así lo sostuvo el médico Thomas Bond al informar a Scotland Yard el10 de noviembre de 1888. Se especulaba que el criminal tal vez eraimpotente o sufría dificultades para acceder al coito de manera normal,pese a obrar impulsado, paradójicamente, por un frénesí sexual enfermizo;probablemente por estar afectado de satiriasis.

A partir de datos recabados en la escena de los crímenes y delanálisis de los cadáveres aquel forense se animó –cosa insólita para eseentonces– a exponer su parecer sobre cuál podría ser la personalidad delmatador. A éste lo imaginó como un individuo de mediana edad,costumbres prolijas y temperamento sosegado, de quien sus vecinos jamássospecharían nada malo. Debía disponer de considerables ingresoseconómicos, y un trabajo estable que le impedía salir a cometer sus asaltosen los días hábiles, lo cual justificaba que éstos siempre tuviesen cabidadurante los fines de semana.

Tal cual comentaristas ulteriores enfatizaron al respecto:«…Tras la muerte de Mary Kelly, la policía, que se sentía completamente perdida,

dejó todo el problema en manos del Dr. Thomas Bond, especialista en sífilis y expertoen medicina forense, y le pidió que les presentara un perfil psicológico del asesino. Ensu respuesta a Scotland Yard, Bond declaró que la serie de “cinco asesinatos”,empezando con el de Polly Nicholls y terminando con Mary Kelly, eran “obra de unasola mano”. Bond descartó la posibilidad de que el culpable fuera un fanático religiosoen busca de venganza, o que las mutilaciones demostraran “conocimientos científicos oanatómicos”. El asesino, explicó, sufría “satiriasis” (es decir, era un ser hipersexuadoy recurría a la violencia para satisfacer su apetito sexual desmesurado). En aparienciapodía ser muy bien un hombre tranquilo, inofensivo, probablemente de mediana edad,vestido de forma limpia y respetable…»22

El doctor Bond consideró que los investigadores policiales queperseguían al asesino se enfrentaban a un delincuente de índole sexual,detentador de una doble personalidad al más puro estilo de El doctor Jekylly mister Hyde. Y ciertamente que no se trataba de un cirujano ni de unapersona vinculada a la profesión médica.

Autores de más reciente data insistieron en la naturalezaretorcidamente erótica apreciable en estos delitos, y caracterizaron alvictimario en base a dicho patrón de conducta.

Así por ejemplo, Colin Wilson y Robin Odell describen a nuestrohomicida como un delincuente sexual movido por la frustración fruto de suinsignificancia personal, y atormentado ante la imposibilidad de desaho-

22 Walkowitz, Judith, La ciudad de las pasiones terribles. Narraciones sobre el peligro sexual en elLondres victoriano, traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, Ediciones Cátedra S.A, Madrid, España,2005, pág. 436.

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gar en forma natural sus deseos. Para estos estudiosos, el ultimador demeretrices fue un ser acomplejado e inhibido sexualmente. Se oponen a quepudiera, por el contrario, haberse tratado de un reformista social paranoicoo de un religioso pervertido.

«…El asesino de Whitechapel era un sádico, que mataba por placer y por eldeseo de conmocionar y consternar… Las heridas revelan un hombre que odiaba a lasmujeres y las encontraba tremendamente atractivas…podemos empezar a hacernos unaidea del tipo de hombre que, en aquel verano y aquel otoño de 1888, fue capaz deasesinar a cinco mujeres, y tal vez hasta siete: no un médico o un clérigo demente, noun reformador moralista, indignado por la prostitución, sino un hombrecillointrovertido y nada atractivo, cuya falta de desahogo sexual normal lo había amargadohasta que sólo podía exorcizar su deseo por medio de puñaladas y rajaduras. Losasesinatos fueron probablemente la culminación de meses, tal vez años, de fantasíassexuales, en las que se hacía hincapié en la pasividad o la impotencia de la víctima…En el asesino del tipo del destripador, un sentimiento de inferioridad determina lanaturaleza del impulso sexual…»23

También la policía de aquel momento creyó que el salvaje degolladorasesinaba impelido por el ardor carnal. Posiblemente el jerarca policial quemás claramente manifestó tal convicción fue Edmund Reid, Inspector deScotland Yard y uno de los principales perseguidores del criminal, quienexpuso tal parecer en reportajes contemporáneos a los homicidios.

La obsesión por ejercer el control absoluto sobre la mujer agredida,llevada al grado del asesinato, abre las puertas a imaginarnos la figura delperpetrador como la de un matador sexópata, y en este aspecto sintonizanlas opiniones de modernos y enjundiosos expertos.

La extracción de órganos reproductivos a los cadáveres, tales como elútero y porciones de la vagina, encierra una connotación sexológicademasiado palpable y chocante para pasarla por alto. No obstante,permanece firme el dato de la ausencia de fluidos seminales en los cuerpos.La posibilidad de concreción de coito entre el victimario y sus víctimasquedó desechada por las autopsias, y en ese tópico estuvieron contestestodos los facultativos forenses que intervinieron.

¿Era impotente Jack el Destripador? ¿Utilizaba su cuchillo a manerade sustituto de una maltrecha virilidad? ¿Sufría de «piquerismo»?, o sea,necesidad de hacer manar sangre para obtener alivio genital.

De esa forma suponen que era el asesino, y que por tales enfermizasrazones mataba, de acuerdo propusieron connotados criminólogos:

«…Los asesinatos de Jack el Destripador, aunque no incluían el coito, eran tambiénsexuales, puesto que el arma homicida era un cuchillo, y la acometida

23 Wilson, Colin y Odell, Robin, Jack el Destripador: recapitulación y veredicto, traducción de CristinaPagés, Editorial Planeta, Barcelona, España, 1989, págs. 15, 21, 27 y 29.

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con el cuchillo en el cuerpo sustituía a la acometida del pene… a esta práctica derecurrir a tales sustitutos la denominé “necrofilia regresiva”, término que ha sidoaceptado en los círculos profesionales de criminología… La satisfacción personal paraJack el Destripador (y para otros de su índole) se producía al ver derramarse la sangrede su víctima. En el caso de Jack hubo signos aún más evidentes de que los crímeneseran sexuales, pues a varias de sus víctimas les extrajo el útero…»24

Hombres sexualmente impotentes en su vida cotidiana alcanzaron sudesahogo erógeno por conducto de la agresión violenta y, en especial,mediante el ataque con armas que provocaban heridas sangrantes a lasmujeres con las cuales pretendían intimar a la fuerza. No siempre lasofensas desembocaban en la muerte, pero el trastornado necesitaba más ymás, e inevitablemente uno de sus avances precipitaba el desenlace fatal.

En cuanto atañe a Jack the Ripper, y acorde con el pensamiento queconceptúa a la motivación sexual como razón básica de sus crímenes, losya citados ripperólogos Colin Wilson y Robin Odell abundan:

«…el asesino sexual parece experimentar el impulso irresistible de seguir hasta quelo atrapen. A menudo, los crímenes se llevan a cabo a intervalos cada vez más cortos, yse vuelven más y más violentos. En este aspecto, Jack el Destripador es típico. Cuandolo interrumpieron durante el asesinato de Elizabeth Stride, huyó y encontró otravíctima; no se sintió satisfecho hasta no haberla dejado con las mutilaciones típicas…No obstante, cuando lo comparamos con crímenes sexuales posteriores, surge unadiferencia obvia e inmediata. En casi todos los asesinatos posteriores hubo acto sexualo intento de practicarlo. Pero, que nosotros sepamos, la única motivación delDestripador consistía en destripar a sus víctimas… Es por ello que sus contemporáneostendían a considerarlos como crímenes de venganza, de un hombre que tenía odio a lasputas. Y si bien es concebible que tuviese “tirria a las putas”, tal vez porque una deellas le contagiara una enfermedad venérea, es evidente, por las mutilaciones, que loempujaba una obsesiva fiebre sexual…»25

Por su parte, las feministas tradicionalmente han elevado sus protestaspor la industria fabricada en torno a los añejos crímenes de los suburbioslondinenses y a la fantasmagórica figura del homicida serial Jack elDestripador, a quien reputan como un símbolo de la violencia masculinaejercida en perjuicio de las mujeres. Coherentes con tales ideas, han puestode relieve la perversidad sexista que impregnó a aquellos crueles sucesos.

A modo de ejemplo de tal postura, la ensayista Deborah Cameron en suartículo interrogativamente designado: ¿Eso es entretenimiento? Jack elDestripador y la venta de la violencia sexual, no esconde su indignación:

«…una industria cultural fundada en “Jack”. Desde hace muchos años, elDestripador ha sido parte de lo que la gente considera una “herencia nacional”.

24 Dentro del monstruo, pág. 79.25 Jack el Destripador: recapitulación y veredicto, págs. 26, 307, 303, y 304.

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Él es un símbolo del desaparecido Londres victoriano, un East End idealizado de callesde adoquines e iluminación a gas. Esta versión de la historia hace ver al Destripadorcomo una atracción turística y una fuente de orgullo local. Aparece en todos los museosde cera del país, en Londres se encuentra en una docena de formas diferentes…Jack eldestripador ha sido santificado a conciencia, lo han convertido en un héroe popularcomo Robín Hood. Su historia se ofrece como una diversión inocua. Sólo a unaguafiestas simplón se le ocurriría decir que se trata de una historia de misoginia ysadismo…»26

Y ocurre que este sesgo –esa suerte de apología inconsciente hacia laviolencia contra la mujer– en efecto ha existido. Se halla contenido, enparticular, en los textos literarios y en los artículos periodísticos queoriginariamente versaron sobre esos despiadados homicidios.

Tal fenómeno devino glosado en páginas de literatura sexológicareciente, y con referencia al mismo se ha hecho constar:

«…En el siglo XIX apareció una epidemia de destripadores y acuchilladores que ensu versión de sadismo sexual se vería estimulada sexualmente al infligir la herida o conla visión de la sangre y llegarían al orgasmo al apuñalar repetidamente a la víctima oal destriparla. Jack el Destripador es uno de los más famosos en ese sentido, y sedistingue de los demás por el hecho de que ha sabido ganarse el favor del público, queve en él una cierta gracia redentora y mucho ingenio, dándose por sentado que susvíctimas merecían la muerte (todas eran “damas de virtud fácil”) y está rodeado de uncierto encanto de héroe romántico…»27

En la era victoriana el fenómeno de la psicopatía sexual criminal eracasí desconocido. Esa situación fue cambiando en el curso del siglo XXcon el impulso tomado por la criminología. La captura y puesta en prisiónde un elevado número de psicópatas que, a su vez, eran asesinos en seriesexuales le permitió a los psicólogos y psiquiatras forenses analizar deprimera mano el desviado comportamiento mental que éstos exhiben.

Aunque no predomina una opinión uniforme de cómo funciona elmecanismo psíquico que conduce a un individuo común a transformarse enun homicida en cadena se han formulado, no obstante, planteos altamentefundamentados y sugerentes. Conforme a una definición de tal fenómeno:

«…Se denominan psicópatas a aquellos individuos que sin presentar alteraciones enel curso del pensamiento, a pesar de tener muchas veces un nivel intelectual normal osuperior, cuentan con graves desequilibrios caracterológicos, por deficienteintegración de la personalidad… A diferencia de los psicóticos, los psicópatas sonplenamente racionales y conscientes de lo que hacen y de por qué lo hacen.

26 Cameron, Deborah, Feminicidio. La política del asesinato de las mujeres, Ediciones del centro deinvestigaciones interdisciplinarias en ciencias y humanidades, Universidad Autónoma de México,México, 2006, pág. 362.27 Montejo González, Ángel Luis, Sexualidad y salud sexual, Editorial Glosa S.L, Madrid, España,2006, pág. 262.

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Su conducta es el resultado de su elección libremente realizada… sus actos no son elproducto de una mente desequilibrada, sino de una decisión racional, calculada,combinada con una escalofriante incapacidad para tratar a los demás como sereshumanos, dotados de pensamiento y sentimientos… actualmente, se sabe que lospsicópatas no tienen una pérdida de contacto con la realidad, ni experimentan lossíntomas característicos de la psicosis, como alucinaciones, ilusiones o profundomalestar subjetivo y desorientación…»28

La psicopatía como fuente del homicidio sexual ha sido objeto de intensoanálisis. Por ejemplo, resultó muy difundido el esquema postulado por elpsicólogo e investigador policial norteamericano Joel Norris quien, despuésde entrevistar a muchos asesinos seriales, desarrolló su teoría consistente enque durante el proceso cerebral por el cual atraviesa esta clase dedelincuentes necesariamente se presentan siete etapas o fases mentales queconducen sus acciones a desembocar en un desenlace fatal.29

Al inicial de estos estadios se lo tilda «fase de aura», y en el mismo sevisualiza un pasmoso grado de confusión en el pensamiento exteriorizadopor el individuo, quien va dejando entrever signos delatores de unapsicopatía que llegará rápidamente a convertirse en una auténtica obsesión.

El psicópata experimenta con tan virulenta lucidez sus fantasías queéstas se van mezclando de manera crecientemente peligrosa con la realidad,alcanzando un extremo donde el sujeto afectado no logrará diferenciarentre ambas. El individuo torna a depender de modo progresivo de esasfantasías hasta un punto donde aquellas comienzan a gobernarlo porcompleto. Lo que inicialmente se traducía en inofensivos juegos oníricospasa a ocupar un tiempo y un espacio cada vez más esencial dentro de suvida consciente.

La segunda etapa de esta funesta retahíla mereció el nombre de «fase debúsqueda». Aquí el maníaco toma la irrevocable decisión de perpetrar elcrimen, y comprende que para ello debe hallar una víctima adecuada a susparticulares necesidades. Hay psicópatas que al arribar a este grado se danpor satisfechos con reafirmar sus fantasías e imaginan que consuman eldelito, pero no avanzan más allá.

Pero si la resolución de asesinar para cumplir con su morbo deviene máspoderosa se entra de plano en la «fase de seducción», que es aquella en lacual el futuro criminal establece contacto con posibles objetos de agresióndesplegando su magnetismo personal y su dialéctica. Comienza a disfrutarcon su actuación, y busca hacer bajar la guardia a su oponente preparandoel camino para un ataque de improviso. Algunos perturbados puedencontenerse al arribar a esta etapa, y se conforman con haber establecido ese

28 Torre, Raúl y Silva, Daniel, Perfiles criminales, editorial dos y una, Buenos Aires, Argentina, págs.242, 245 y 246.29 Norris, Joel, Serial Killers, Editorial Anchor Books, Washington, Estados Unidos, 1989.

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contacto con eventuales víctimas y luego retroceden.Sin embargo, la mayoría ya no son capaces de reprimirse ni detenerse y

ascienden al siguiente escalón dentro de esta neurosis motejado «fase decaza». En la etapa de cacería se avanza abruptamente de la cautelosapasividad a una febril actividad. El victimario ya ha escogido el tipo depresa humana que considera apropiado, y se apresta a entrar en contactodecisivo con ella.

Dependiendo de la personalidad del agresor, éste empleará su encanto yatractivo personal –si los tuviere– en pos de inducir a la víctima a caer enuna trampa, o bien llevará a término una sucesión de encuentros inspiradosen el propósito de ganarse su confianza previamente a acometerla. Eltiempo que insume este estadio de su proceso mental puede prolongarsedurante semanas o meses, o bien durar apenas unos instantes. Lo cierto esque esta etapa inevitablemente se cumple siempre antes de pasar a ladenominada «fase de captura».

Esta última comporta el quinto hito dentro de la anómala conductapsíquica del delincuente. Aquí es cuando el homicida –literalmentehablando– se despoja de su máscara, y hace uso de la fuerza, a fin deretener a su presa o para conducirla a dónde quiere. Se trata de un punto deno retorno. La sorprendida víctima cobra conciencia por primera vez de lasintenciones letales que animaban a su contraparte y, debido a ello, ahora elmatador ya no podrá echarse atrás.

Seguidamente, se instala la «fase de asesinato» propiamente dicha, lacual cristaliza y da culminación a las precedentes imaginerías sádicas o dedominación. Acá es cuando el ultimador pierde absolutamente cualquierresto de percepción de la realidad y se embarca de lleno en la realización acualquier precio de sus planes y deseos.

Ha desembocado en la instancia que justifica la existencia de todas lasetapas anteriores. Se trata de la razón de ser de la totalidad del procesomental precedente, y el ejecutor –imbuído de enfermizo éxtasis– no vacilaen llevar a término el crimen soñado con todos sus tétricos añadidos.

A la última de las emergencias de este patológico impulso cerebral se ladesigna «fase de depresión». A ella únicamente se ingresa una vezconsumada efectivamente la agresión física. La excitación despertada porel acto de asesinar ha alcanzado su paroxismo.

Posteriormente, el maníaco queda abrumado bajo una intensa depresióny abulia, lo cual no quiere decir que sea capaz de reconocer la maldad desus actos y, menos aún, que sienta remordimiento. Comprende, eso sí, queel placer esperado no fue tan deleitoso como lo imaginó, y hasta puedecalibrar que los riesgos son demasiado grandes en comparación con elrelativamente magro fruto cosechado.

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Empero, en caso de que en verdad estemos en presencia de un homicidaserial, esta fase no le dura mucho y, tiempo más tarde, vuelve de manerasistemática a transitar por el antedicho proceso; el cual nada más se detienesi el ultimador se enferma o incapacita, o si es capturado o muere.

El asesino, en definitiva, no hace sino llevar a cabo una fantasía decarácter ritual. No obstante, una vez sacrificada la persona agredida seesfuma la identidad que la misma conservaba dentro del imaginario delcriminal. La víctima ya no representa lo que el victimario suponía alprincipio, a saber: la novia que lo rechazó, la voz retumbante de la madreodiada, o la aplastante lejanía provocada por el padre ausente. Todos estosfantasmas permanecen grabados de la forma más vívida en la psiquis delejecutor luego de perpetrado el crimen, y éste no ha logrado ahuyentarlosde su interior.

Por el contrario, su intangible presencia se le torna cada vez másopresiva y ominosa; y metafóricamente le obliga a repetir el enfermizociclo que lo empuja a volver a matar. El desastre cometido no borra nicambia el pasado, porque el psicópata termina por odiar más. De allí elcarácter adictivo de su mecanismo mental y la imposibilidad de detenerse.El clímax obtenido instantes atrás tan sólo resulta un espejismo que nologra compensar esos sentimientos contradictorios, y tampoco llena suhondo vacío ni le sacia la febril ansiedad que lo agobia.

No necesariamente todos los asesinos son psicópatas y noobligatoriamente un psicópata resulta también un asesino. Muchospsicópatas llevan vidas socialmente aceptables y se dedican a infligir dañoa su prójimo de forma menos dramática que los homicidas.

De consuno se ha enfatizado en relación a tales características:«…Durante mucho tiempo se ha creído que casi todos los criminales eran psicópatas.

Nada más lejos de la realidad. Muchos asesinos no son psicópatas y no todos lospsicópatas son asesinos. Aunque también es cierto que abundan entre los asesinos… Sucomportamiento no es espontáneo sino que está muy estudiado. Además, el resultadofinal suele ser también diferente. Sus asesinatos son crueles y fríos. Es difícil que unpsicópata tan sólo dispare contra otra persona en una situación determinada.Normalmente buscará una forma de darle muerte muy rebuscada y sádica…»30

En el siglo XIX aún no eran frecuentes los asesinatos múltiplesinspirados en un objetivo sexual, sino que éstos proliferaron a lo largo de lacenturia siguiente.

Si se consideran las despiadadas hazañas perpetradas por cruelespsicópatas sexuales de la actualidad el desmembrador victoriano, con sus

30 Bielba, Ariadna, Jack el Destripador y otros asesinos en serie, Editorial Edimat Libros, Madrid,España, 2007, págs. 23 y 24.

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apenas cinco homicidios reconocidos, pareciera quedar muy empalidecido.No obstante, mantiene un sitial señero en los anales de la criminología ydentro del inconsciente colectivo de los pueblos.

Y, si la desconcertante compulsión que lo determinaba a ultimar era denaturaleza carnal, Jack el Destripador también se erigió, sin vacilaciónalguna, en el genuino pionero de tales victimarios en serie del presente.

Un homicidio inspirado en el ansia sexual no siempre es tan obvio, y noes preciso localizar esperma en el cadáver para establecer ese carácter. Enocasiones la labor médica se ve obstruida por el estado deplorable quelucen los cuerpos; y no es fácil discernir si se está frente a un asesinato o setrata de un cadáver que fue usado con propósitos de disección, y despuésarrojado en un espacio público por macabros bromistas.

Pero aún en estas situaciones dudosas hay indicios que hacen inclinarla balanza por la motivación sexual como motor de tales crímenes. Porcaso, si se trata de cadáveres descuartizados a manos de un asesinocarnicero que troza a sus víctimas, donde el deterioro de los restos dificultala identificación de las occisas e impide la detección de fluidos seminales.

En dichas oportunidades, los forenses estimaron que un depredadorsexual constituyó el responsable de una secuencia sangrienta; comoaconteció en el incidente del «Asesino del Torso» o «Descuartizador deCleveland» que operó en Cleveland, estado de Ohaio, Estados Unidos,desde 1934 a 1938.

Pero aquel brutal psicópata norteamericano tuvo precursores en la eravictoriana. Y, aunque el estado de la medicina no permitió asegurar laexistencia de actividad coital sobre las mujeres ejecutadas por este otromatador, el móvil sexual pareció patente, pues la técnica deldesmembramiento así lo sugirió. Lo cual nos conduce, en cuanto a nuestrospropósitos interesa, a formularnos la siguiente pregunta:

¿Pudo un asesino en serie sexual, aún más sádico que Jack elDestripador, coexistir con él y cometer sus atroces hazañas en similartiempo y lugar? Si así hubiese ocurrido, vale preguntarse porqué aquélpasó tan inadvertido y sin pena ni gloria en la historia del delito. Nocabría descartar, a priori, que las presuntas víctimas de homicidio no fuesenmás que piezas anatómicas birladas de salas de disección clínica, yarrojadas a las aguas del Támesis y a otros puntos de la geografía británicapor inescrupulosos guasones.

Tampoco correspondería obviar que en la mayoría de las encuestasjudiciales, celebradas a raíz de esos abominables hallazgos, el jurado noemitió un veredicto de asesinato premeditado. Ello fue así dado que losforenses fueron incapaces de establecer con convicción que se trataba decrímenes. Formuladas estas salvedades, nos referiremos a esos cuerpos

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desmembrados, cuyas inquietantes apariciones dieron origen a la hipótesisdel «Descuartizador del Támesís» o del «Asesino del Torso de Támesis».

La sombra de ese presunto victimario se proyectó con ominosa fuerzapor primera vez en mayo de 1887, en el pueblo del valle del río Támesis,localidad de Rainham. Dos trabajadores portuarios extrajeron de las aguasun paquete que guardaba el torso de una mujer. Estaba ausente la cabeza yuna porción superior del pecho. Durante los meses de mayo y junio, partesde ese mismo cuerpo emergieron en distintos puntos de Londres.

Los médicos forenses consideraron que las mutilaciones denotabanalgún grado de conocimiento anatómico, pero que el cadáver no había sidodiseccionado para fines clínicos. En suma, avalaron la teoría de unhomicidio. Aquellos galenos no pudieron discernir la razón de la muerte niacreditaron que un acto violento hubiese tenido lugar, por lo que el juradoconvocado en la encuesta judicial regresó trayendo a la sala un ambiguoveredicto de «Found Dead» (Encontrado Muerto).

La segunda eventual víctima de la serie de despojos humanos esparcidosen el Támesis y sus aledaños fue advertida en setiembre de 1888, cuandocursaba su apogeo la cacería del exterminador de prostitutas deWhitechapel. El día 11 de aquel mes se avistó un brazo femenino flotandoen el río en la región de Pimlico. A su vez, el 28 de setiembre otro brazo seencontró a la vera de la carretera de Lambeth.

Finalmente, el 2 de octubre fue hallado el torso de una mujer al cual lefaltaba la cabeza. Ese fragmento se descubrió en los cimientos de la obra deconstrucción del Nuevo Scotland Yard, y a tal suceso la prensa lo motejóel «Misterio de Whitehall», en honor al nombre de la calle sobre la cual seemplazaba dicho edificio.

Se llamó para estudiar los restos cadavéricos a varios forenses, entreellos al doctor Thomas Bond. Este profesional ponderó que, de tratarse deun crimen, el ultimador había justificado ostentar cierto grado deconocimiento anatómico. En general, los cirujanos no pudieron dar conevidencia que dilucidase de qué forma pereció la infortunada difunta.

El también forense Charles Alfred Hibbert (o Hebbert), ayudante deBond, opinó que el brazo rescatado en el río pertenecía a aquel torso por lalimpieza del corte asestado al separarlo del tronco y por el diámetro de laamputación que exhibía el cuerpo en dónde se le cercenase ese miembro.

En su examen anotó que: «Pensé que el brazo fue cortado por unapersona que, si bien no era necesariamente un anatomista, sin duda sabía loque estaba haciendo, pues conocía dónde estaban las articulaciones y dabamuestras de que practicaba este tipo de cortes con bastante regularidad.»

La encuesta judicial subsiguiente se llevó a cabo el 8 de octubre bajo lapresidencia del juez John Troutbeck, de Westminster. Se convocó al

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estrado a Frederick Wildborn, primera persona en percatarse de los restosen el sótano del edificio.

El testigo declaró que residía en el 17 de la Avenida Mansell, enClapham Junction, y que trabajaba de carpintero para la empresa Groverand Sons en la obra de construcción de la Nueva Scotland Yard. Manifestóque a las 6 en punto de la mañana del 1º de octubre se dirigió a las bóvedaspara recuperar herramientas que allí guardaba, y vio lo que le pareció unabrigo raído tirado contra una esquina.

Ese sector estaba muy oscuro incluso en el medio del día, y no pudoubicar sus herramientas. Por la noche, a las 5.30, volvió a descender alescabroso reducto y notó que el paquete continuaba en el mismo sitio,aunque no despedía fétido olor. Esta vez decidió avisar a otros dos obreros,quienes destrabaron las ligaduras del cordel que rodeaba aquel envoltoriode viejos periódicos. Ante la mirada atónita de los tres hombres emergió elrepugnante contenido.

Se infiere a partir de éste, y de otros testimonios, que el individuo quetransportó el torso hacia dónde fuera encontrado necesariamente lo hizosirviéndose de luz artificial, dadas las penumbras del lugar. El perímetroestaba protegido mediante vallas que obstruían el paso. Quedó claro que elbromista –si fuese un cuerpo birlado de una sala de disección– o el criminal–si se tratara de un homicidio– corrió enorme riesgo de ser atrapado.

Al cabo del sumario el jurado, obviando los indicios de que se estabafrente a un asesinato, otra vez pronunció un veredicto de «FoundDead». Aunque en 1888 Jack el Destripador era la indiscutida estrellacriminal -pues en apenas diez semanas de reinado había estremecido alLondres victoriano- al final de ese año el interés por sus atrocidadesprincipiaba a disminuir. Para junio de 1889 casi siete meses habíantranscurrido sin un nuevo ataque que pudiera serle endilgado, y se alentabala esperanza de que su sanguinario ciclo hubiese concluido.

Pero, en cuanto a los trozos de cuerpos diseminados en torno alTámesis, la siniestra retahíla recrudeció. En la mañana del 4 de junio, partede un torso femenino se rescató de las aguas sobre la ribera de la localidadde Horselydown. Ese mismo día, en horas de la tarde, una pierna izquierdaapareció debajo del puente Albert, en Chelsea. En la ulterior semana variospedazos más de ese cadáver fueron recuperados en los márgenes del río.

El influyente periódico Times de Londres, en su edición del 11 de juniode 1889, reprodujo un fúnebre resumen consignando que: «Los restoshumanos encontrados hasta ahora son los siguientes: Martes, piernaizquierda y muslo en Battersea, parte inferior del abdomen enHorselydown; jueves, el hígado cerca de Nine Elms, la parte superior del

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cuerpo en Battersea–Park, el cuello y los hombros en Battersea; viernes, elpie derecho y parte de esa pierna en Wandsworth, la pierna y el pieizquierdos en Limehouse, sábado, el brazo izquierdo y la mano enBankside, las nalgas y la pelvis en Battersea, en el muslo derecho en elChelsea Embankment; y ayer, el brazo derecho y la mano en Bankside.»

Todos esos hallazgos dieron orígen a un sumario judicial que tuvo suinicio el 17 de junio del citado año.

Según declaración de los profesionales actuantes: «La división de laspartes humanas demostró habilidad y método. Sin embargo, no se nota ladestreza anatómica de un cirujano, sino más bien la sapiencia práctica deun carnicero o un desollador. Hay una gran similitud en la manera que secortaron estos restos con los que fueron hallados en Rainham y en el nuevoedificio de la policía metropolitana en Whitehall.»

Por su lado, el 5 de julio el Times de Londres abundó que: «Es opiniónde los médicos que las mujeres habían fallecido sólo 48 horas antes de quesus organismos fuesen troceados, y que los cadáveres resultarondiseccionados por una persona que debe haber tenido algún conocimientosobre las articulaciones del cuerpo humano.»

También esta vez los cirujanos fueron incapaces de determinar la causade la muerte. De todos modos, el jurado arribó a un firme veredictode: asesinato cometido con premeditación contra alguna persona opersonas desconocidas.

Al igual que aconteció en las otras emergencias, no se pudo ubicar latesta de la presunta asesinada; pero ahora su identidad fue establecida.Gracias a cicatrices de los brazos se identificó a la fallecida como ElizabethJackson, una prostituta que ejercía su oficio en Chelsea.

Se trataba de una ramera muy pobre y carente de hogar que, a menudo,dormía en el parque de Battersea. Había adoptado el hábito de colarse entrelas roturas de las rejas circundantes una vez que, al caer la noche, secerraban las puertas de aquel lugar público.

El victimario dejó gran parte del torso en una zona del parque alejadadel acceso de la mayoría de los viandantes, y fue el jardinero quien se topócon esos desechos humanos. Otra extremidad del cuerpo se localizó a cortadistancia del anterior hallazgo, e iba envuelta en ropa vieja que portabaimpreso el nombre «L.E Fisher».

En la autopsia se constató que el útero había sido extirpado. El doctorThomas Bond fue del parecer de que podría tratarse de un aborto malpracticado y con consecuencias letales. El posterior fraccionamiento, y ladispersión de trozos del cadáver, se debió –de atenernos a esta conjetura- ala infame tarea de un malogrado obstetra intentando esconder las huellas desu delito. Sea como fuere, conocer la identidad de la occisa, aunque devino

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trascendente, no sirvió a la pesquisa policial pues en definitiva el asuntoquedó sin solucionar.

El 17 de julio de 1889 se perpetró en el este londinense el homicidio dela prostituta Alice McKenzie, del cual se sospechó que pudo ser faena delDestripador. Los periodistas se encargaron de airear el rumor de que elcuchillero de Whitechapel irrumpía de nuevo. Sin embargo, todos losfacultativos participantes –excepto el doctor Thomas Bond – coincidieronen que aquel óbito no fue consumado por el nefasto psicópata.

Pero quien sí podría haber vuelvo a sus andadas vesánicas era el«Descuartizador del Támesis» o «Asesino del Torso de Támesis».

Aún resonaban con insistencia los ecos del denominado: «Otoño deterror de 1888». El entrante año de 1889 parecía ir dejando en el olvidoaquellos sórdidos crímenes irresueltos. La excepción se había verificado –conforme señalamos– en el mes de julio cuando, cerca del coto de caza delasesino serial, perdió en forma trágica su vida Alice McKenzie a quien, deacuerdo a la clase de heridas que ocasionaron su deceso, pronto se ladescartó como posible víctima del maníaco operante en el año anterior.

Pero 1889 estaba destinado a deparar nuevos sobresaltos a la policíabritánica. El 10 de setiembre de ese año se ubicó un cadáver femenino consus miembros amputados bajo el arco ferroviario de la calle Pinchin,esquina Blackchuch Lane, San George este; zona aledaña a Whitechapel.

Ese tétrico episodio produjo una frenética actividad en los agentes.Pocos minutos después de ubicado el cadáver el Comisionado de la PolicíaMetropolitana y numerosos detectives que habían participado en lainvestigación del Ripper se allegaron a la escena del presunto delito.

El agente William Pennett fue el policía al cual le cupo realizar elhallazgo, en el curso de la acción de un grupo de uniformados de ladivisión G comandado por el inspector Charles Ledger de la PolicíaMetropolitana. En las pesquisas emprendidas de inmediato participaron lossargentos George Godley, Stephen White y William Trick. Pero a pesar delcelo y del esfuerzo desplegado por estos detectives, quienes recorrieronpensiones, tabernas y alojamientos de mal vivir en busca de información,no se reunieron datos aptos para develar la identidad de la occisa.

La tarea primordial recayó aquí en el cirujano forense FrederickGordon Brown, quien efectuó la autopsia sobre aquellos restos. También serecabó la opinión de los doctores George Bagster Phillips y Thomas Bond,los cuales habían intervenido en autopsias y reportes de necropsiaspracticados a varias de las víctimas canónicas del Destripador. La labormédica desarrollada resultó extremadamente concienzuda, pero tampocoechó mayor luz al asunto. Sólo se pudo constatar que la difunta era unamujer morena y robusta que rondaba los treinta y cinco años.

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Lo más relevante consistió en que todos los profesionales actuantesestuvieron de acuerdo con que en el caso del «Torso de la calle Pinchin» elvictimario (si realmente se hubiera tratado de un homicidio) empleó unmétodo de eliminación del cadáver muy distinto al modus operandi queutilizaba el ejecutor de 1888. La presunta víctima había sido desmembradapero no eviscerada, pues no le habían removido ni sustraído órganos aaquel cuerpo cercenado. Los miembros que nunca se hallaron devinieronaserrados cuando la mujer ya estaba muerta.

Además, se concluyó que el trabajo de mutilación fue ejecutado dentrode una casa u otro sitio cerrado donde el agresor –sin la premura de unataque consumado en la calle – dispuso de tiempo y de medios para llevar atérmino su aborrecible plan; lo cual configuraba otra de las diferencias conlos tradicionales asesinatos del verdugo de prostitutas victoriano. Y, porúltimo, al desconocerse la identidad, no podía afirmarse con certeza que lafinada ejerciera el oficio más viejo del mundo como lo hacían las presashumanas del matador serial del East End.

La prensa, a despecho de los rápidos desmentidos oficiales, propaló laversión de que el torso aparecido en la calle Pinchin bien pudo ser otra obradel cuchillero del este de Londres. La idea no prosperó, ante la falta de avalmédico y por la notoria disimilitud con los crímenes atribuidos a aquél.

El amputado cuerpo pudo ser material de estudio anatómico del cual sedeshicieron estudiantes de medicina, y esta hipótesis representó la posiciónprevalente. Pese a ello, nunca se descartó totalmente que se hubiera tratadode la lúgubre broma de un asesino, aunque éste no fuera necesariamenteJack el Destripador.

Oficialmente, los pesquisantes incluyeron este posible crimen en lacategoría de los llamados «Asesinatos de Whitechapel» o las «Muertes deWhitechapel», atento al distrito dónde se halló ese cuerpo desmembrado.

Aunque más allá de la localización geográfica, ponderando el modusoperandi empleado y otros factores, este hallazgo cabría catalogarlo dentrode la saga atribuible al homicida de torsos del río, quien aquí habría mutadode hábitat a la hora de agredir.

El riperólogo Michael Gordon propuso la teoría de que el Asesino delTorso de Támesis y Jack the Ripper conformaron una misma persona y,además, se atrevió a identificar al culpable que se ocultaba tras ambosapodos criminales.31

El mismo era Severin Klosowski alias George Chapman, del cualhablamos en el capítulo segundo de este libro. Atendiendo al sospechosopostulado habría que descartar que fuese el responsable de la inicial

31 Gordon, Michael, The Thames Torso murders of victorian London, Editorial McFarland, Carolinadel Norte, Estados Unidos, 2002

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secuencia de los crímenes del Támesis por una mera razón de edad. SeverinKlosowski, nacido en 1865, era apenas un niño de ocho años cuandocomenzaron a verificarse los hallazgos corporales. En 1887, no obstante,cifraba veintidós años y podría sí haber constituido un precozdesmembrador de mujeres.

Que supo asesinar féminas ya lo sabemos; pero acreditadamente lasultimaba mediante envenenamiento.

El referido autor destacó que el sospechoso estuvo en Inglaterra durantelos crímenes del Destripador y que habría regresado, luego de una estadíaen el exterior, en el intervalo cuando ocurrieron las siniestras aparicionesen las cercanías del principal río británico.

Los misteriosos y tétricos descubrimientos realizados en tornoal Támesis contaron con un posible antecedente entre los años 1873 y1874. El 5 de setiembre de 1873, una patrulla de la policía del río, próximaa la localidad de Battersea, recogió fuera del agua un fragmento del troncode una mujer.Poco más tarde, se fueron recolectando otras partes delmismo cadáver, a saber: el pecho derecho en Nine Elms, la cabeza enLimehouse, el antebrazo izquierdo en Battersea, la pelvis en Woolwich; yasí sucesivamente, hasta que se armó un cuerpo casi completo. Al igual quesucediera con el caso de Rainham en 1887, al cabo de ese mes se reportó adiario en la prensa sobre las partes de ese cuerpo que se iban recuperando.

Nuestro tan nombrado doctor Thomas Bond, a la sazón flamanteCirujano Jefe de la Policía Metropolitana, se entregó a un encomiable ylóbrego trabajo, y fue reconstruyendo el cadáver cosiendo una a una laspiezas. Recomponer el rostro de la finada significó un enorme desafío, puesla nariz y la barbilla estaban desolladas, y a la cabeza le había sidoarrancado el cuero cabelludo. La piel de la cara de la víctima fue equipadade la manera más natural posible en esas horribles circunstancias.

A pesar de que este pionero intento de reconstrucción facial se llevó acabo con sumo «ingenio y habilidad» –de acuerdo a expresiones de losperiódicos– el cuerpo sólo podría ser reconocido por aquellos que estabanmás «íntimamente familiarizados con las características físicas de lapersona fallecida».

Las autoridades rechazaron a muchos sujetos que se acercaron parasaciar su morbo de contemplar el cuerpo destrozado. Entre éstos estaban«los comerciantes de horrores» que trataron de obtener un esbozo de losrestos. Pero la policía obró con celo profesional, y únicamente a quienes seconsideró con legítimas razones para ver esos fragmentos les fue exhibidauna fotografía de los mismos.

Comentando acerca de las lesiones, la revista médica The Lancet

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informó que: «Contrariamente a la opinión popular, el cuerpo no había sidotroceado, pero era cierto que las articulaciones se han abierto con habilidad,y los huesos resultaron perfectamente desarticulados, incluso en lasarticulaciones complicadas del tobillo y el codo. A su vez, en laarticulación de la cadera y del hombro los huesos fueron aserrados.»

Dado que esta vez devenía notorio que había atrás una mano criminal,un veredicto de asesinato con premeditación contra alguna persona opersonas desconocidas fue alcanzado por el jurado en la encuesta judicial.El gobierno ofreció una recompensa de doscientas libras y un perdóngratuito a favor de cualquier cómplice que denunciara al ejecutor. Pese a talmedida, nunca se supo la identidad de la víctima, no se practicaron arrestos,y el asunto quedó a fojas cero.

En el mes de junio del siguiente año de 1874 el organismodescuartizado de una fémina se extrajo de las aguas del Támesis, en laregión de Putney. El rotativo News of the World del 14 de junio anuncióque el cadáver carecía de cabeza y de extremidades, salvo una pierna, y queel torso fue trasladado a la morgue de Fulham.

En ese ámbito, el cirujano forense E.C. Barnes manifestó que el cuerpohabía sido dividido por su columna vertebral, y que se utilizó cal a fin deagilitar su descomposición antes de ser vertido en el río. A despecho deparecer que se trataba de un homicidio evidente, el jurado dictó unveredicto abierto.

Tal cual ocurriera en el incidente similar del año anterior, jamás se supoa quien pertenecían esos desechos humanos, ni se lograría capturar asospechoso alguno.

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William Henry BuryHomicida sexual ejecutado en la época victoriana ysospechoso de los crímenes de Jack el Destripador.

Facsímil reproduciendo la sentencia de muerteen la horca de William Henry Bury.

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Frederick Bailey DeemingCriminal sexual acusado por la prensa de ser elcausante de los desmanes del este de Londres.

El condenado Deeming asediado por los fantasmas desus víctimas, según un periódico contemporáneo.

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James Berry: el verdugo que acusó alternativamentea Bury y a Deeming de haber sido Jack el Destripador.

Inspector Edmund ReidCreía que el criminal obraba por móviles sexuales. l

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Hallazgo de un torso femenino en las bóvedas deledificio en construcción del Nuevo Scotland Yard.

George Chapman ¿fue Jack el Destripador y,también, el «Asesino del Torso de Támesis»?

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Capítulo V

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El curandero y seudo médico Francis Tumblety Turns conformó, enépoca contemporánea a los crímenes, el más serio sospechoso de haber sidoel Destripador para las jerarquías de Scotland Yard. Por confusas razones,que no trascendieron entonces a la opinión pública, nada se supo sobre talesrecelos oficiales sino mucho tiempo más tarde.

El mérito de traer a la luz a este personaje se debió a Stewart Evans y aPaul Gainey, especialistas que emprendieron una muy completa indagatoriaal respecto. La fuente de la suspicacia provino del contenido de una cartaque en el mes de febrero de 1993 el coautor Evans le compró a un ancianocaballero coleccionista de antigüedades.

En realidad adquirió cuatro misivas, las cuales habían estado en poderdel renombrado periodista, dramaturgo y escritor de la época victoriana,George R. Sims. Si bien todas estas letras revestían interés, una de ellas sedestacaba en particular por cuanto apuntaba a Francis Tumblety comoculpable. La autenticidad de dicho mensaje fue establecida porconvergentes análisis científicos e históricos, y no es puesta en entredichopor ningún investigador.

Se trata de una epístola que le había dirigido a Sims –en repuesta a unacarta de aquél– el jefe de la Brigada Especial de Scotland Yard, inspectorJohn George Littlechild, cuyo tenor informaba que ese individuo habíaconstituído un firme sospechoso para las autoridades y que, en su opiniónpersonal, se trataba del más probable culpable. La persona en cuestión eradesignada con el mote de «Dr.T» en los registros de la PolicíaMetropolitana inglesa y esta anotación, de acuerdo pretendía el detective,hacía referencia a un curandero norteamericano apellidado Tumblety.

El policía informante abundaba indicando que dicho sujeto fue unfrecuente visitante de Londres, y que en varias ocasiones mantuvoaltercados con la ley, al punto que en Scotland Yard constaba un frondosoprontuario reseñando sus andanzas. Señaló que aunque aquel hombre sufríade una psicopatía sexual no se lo consideraba un sádico, pero sussentimientos hacia las mujeres eran en extremo «amargos» –con lo quequería significar que se trataba de un misógino–.

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También se le comunicaba a Sims que en fechas cercanas a los crímenesel individuo cometió ofensas vinculadas a actos antinaturales y lo habíanarrestado in fraganti en la calle Marlborough. El reo logró salir libre bajofianza y violó las obligaciones de su régimen de libertad condicional. Envez de presentarse ante la corte cuando debía hacerlo se escapó rumbo aBoulogne, y nunca se le pudo echar mano después. Se finalizabaexpresando que las autoridades creían que el sospechoso de referencia sehabía suicidado y, a partir de su deceso, los asesinatos de Jack elDestripador llegaron a su fin.

Especificando el alcance del giro «psicopatía sexual» que se reproduceen la carta del inspector Littlechild, los comentaristas Evans y Gaineyabundan:

«…La descripción que de Tumblety hace Littlechild al decir que era objeto depsicopatía sexual necesita alguna explicación. El trabajo pionero sobre la desviaciónsexual y la patología de Richard Von Krafft-Ebing’ se publicó en 1886, dos años antesde los asesinatos del Destripador. Allí se puso de manifiesto la extraordinaria magnitudque habían alcanzado las desviaciones sexuales en el continente europeo. Muchas deestas desviaciones eran variantes del sadismo y del masoquismo, pero la mayoría deellas consistían en formas de fetichismo donde la excitación sexual se deriva de algúnobjeto relacionado con las mujeres –como los cabellos, zapatos o la ropa interior–.Estos accesorios femeninos habían llegado a ser tan prohibidos y deseables que seconvirtieron en un potente catalizador de tales desviaciones. El libro de Krafft-Ebing’se ha actualizado varias veces y ahora incluye una entrada refiriendo al caso de Jack elDestripador…»32

El segundo dato importante relevado por los mencionados estudiososprocedía de un artículo editado el 31 de diciembre de 1888 en el periódicolondinense Pall Mall Gazette. En esa nota se daba cuenta de que alinspector Walter Simon Andrews de Scotland Yard sus superiores le habíanasignado la misión de capturar y traer a tierra inglesa al prófugo. Paracumplir con tal fin zarpó en barco rumbo a Nueva York, y desde allíproseguiría su itinerario hacia la ciudad canadiense de Montreal, donde sesuponía estaba oculto tránsfuga. La búsqueda guardaba relación con loscrímenes perpetrados en Whitechapel. El jerarca policial iba asistido pordos detectives, y en los Estados Unidos los aguardaba un comisionado de lapolicía norteamericana que proporcionaría la logística a fin de localizar yaprehender al taimado delincuente.

¿Tanto revuelo tan sólo por un tipo que había violado su palabra nocompareciendo a enfrentar la tan menor imputación de ofensa contra lamoral pública?

Parecía impensable que Scotland Yard se tomase tamaña molestia nadamás que para poner en vereda a un degenerado de pacotilla. Algo más

32 Evans, Stewart y Gainey, Paul, Jack the Ripper. First american serial killer, Editorial KodanshaInternational, Londres, Inglaterra, 1998, pág. 238.

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grave debía haber. Lamentablemente desconocemos la calidad de lainformación que disponía la policía británica acerca de las actividades deFrancis Tumblety. No se tiene idea sobre cuáles eran los datos insertos enel dossier que menciona el inspector Littlechild en su remito tardíamentesacado a luz.

Un aspecto sumamente raro del asunto estribó en que la prensa deEstados Unidos parecía saber más que sus colegas ingleses respecto de eseindividuo. Por ejemplo, cuando fue detenido en Londres los periódicosamericanos –en especial los de Nueva York– anunciaron que suenjuiciamiento respondía a la acusación de haber cometido los homicidiosdel Destripador. Nada se decía de sus ataques contra el decoro, los cualesconstituían el motivo alegado oficialmente. Se publicaron decenas deextensos artículos describiendo su arresto en Londres y su ulterior escapetras vulnerar los términos de su fianza. Por caso, en el rotativo TheRochester Democrat and Republican se da minuciosa cuenta de talesincidentes.

Todo ese alboroto contrastó con el silencio guardado en cambio por losdiarios del Reino Unido. Como explicación del curioso hermetismoexhibido por las autoridades británicas se sugirió que tal vez deseabanmantener en secreto las verdaderas acusaciones contra aquel hombre parano tener que admitir la vergüenza de haber perdido a su principalsospechoso. Sin embargo, resulta inverosímil que, si creían que aquelacusado podía ser el desalmado desmembrador, le hayan permitido quedarlibre arriesgándose a que se fugara –como terminó haciendo– con tan sólopagar una fianza.

Las iniciales referencias a una persona con las características deTumblety, que podría estar conectada con los homicidios de Whitechapel,provienen de alusiones del escritor Donald McCormick.33

Dicho autor sostuvo que no había una adecuada supervisión de losdoctores extranjeros que emigraron a la capital inglesa por el tiempo de loscrímenes canónicos del Ripper. Destacó que los delincuentes extranjerosradicados en Gran Bretaña solían alquilar dormitorios en los suburbioslondinenses, y que era posible que este sujeto hubiese rentado uno deaquellos en varias ocasiones alegando ser un médico extranjero.

Los ingresos no se registraban, y esa omisión explica que los reportespoliciales no conservaran señas sobre la presencia de este curandero, yficticio galeno, en Londres durante las fechas de los homicidios facturadospor Jack.

Aunque McCormick no brindó su nombre, trazó una semblanza de unsospechoso que coincide con el perfil de Francis Tumblety. Identificó aéste como un facultativo que mataba empleando pócimas compuestas por

33 The identity of Jack the Ripper, obra citada.

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hierbas indias. Igualmente, resaltaba que ese personaje estaba muyfamiliarizado con el East End por haberse alojado en hoteles semiclandestinos emplazados en la calle Batty, cercana a la zona de losasesinatos, en los cuales no se guardaba registro de sus huéspedes; lo cualjustifica la ausencia de datos sobre las previas visitas que aquél habríarealizado a la capital británica. En opinión de este ensayista, el seudomédico asesino siempre actuó en forma clandestina y no quedó en Londresninguna constancia documental de su presencia.

En cuanto a lo que realmente se sabe con relación a las actividades deTumblety en Inglaterra, está comprobado que arribó a la pujante ciudad deLiverpool en junio del año 1888 a bordo de un barco que había efectuadouna ruta trasatlántica regular.

Su aspecto físico era como el de cualquier otro viajero común, y no sediferenciaba de los miles de habitantes de clase media que poblaban esegran país a términos de la década de mil ochocientos ochenta. Por aqueltiempo no vestía de manera excéntrica, como acostumbraba hacerlo enotras ocasiones cuando, para impresionar a sus clientes, se presentaba comoun místico curandero experto en sanar a través de infusiones de hierbasindias. Estaba envuelto en actividades sexuales inusuales. Sus movimientoseran irregulares, y aparecía y desaparecía por inexplicables razones. Apartede que era oriundo de Cincinnati, no se sabe demasiado sobre su origen.

Algunos autores especularon que era de ascendencia judía. Este extremono fue verificado y sólo se fundó en las manifestaciones del individuo,quien afirmaba sentir una genuina simpatía por los judíos. En un periódiconorteamericano se formula una referencia a su persona señalando que setrataba de judío americano, y se lo catalogaba como un «judío patriota».

Pero los escritores Stewart Evans y Paul Gainey creen que, aunqueTumblety hizo ingresos clandestinos en la capital, luego de viajar desdeLiverpool a Londres en julio de 1888 el sedicente curandero cambió suestilo de vida. Ya no tenía motivos para residir en forma clandestina y no leimportó que su estadía quedase registrada cuando se alojó en el número 22de la calle Batty.

Eso no significó que dejase de meterse en problemas con la ley. Entre el27 de julio y el 2 de noviembre enfrentó varias denuncias por«indecencia y actos obscenos» –en un caso en concurrencia con otroscuatro individuos– inferidos en la vía pública. En total pesaron en su contraocho cargos de ese género, los cuales eran eufemismos para aludir a lapráctica de actividades homosexuales.

Su arresto efectivo tuvo lugar el 7 de noviembre de 1888; es decir, dosdías antes del homicidio de Mary Jane Kelly. Como se lo dejó de inmediatoen libertad bajo palabra deviene temporalmente posible que cometiera esecrimen en concreto.

El 16 de noviembre se le planteó la acusación formal y debió comparecer

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ante la corte. Cuatro días después se celebró una audiencia, quedando elproceso pospuesto hasta el 10 de diciembre. En ese ínterin el encausadoaprovechó la libertad condicional otorgada por su fianza y huyó a Franciabajo el alias de Frank Townsend el 24 de noviembre. Desde tierras galaspuso rumbo hacia Estados Unidos, Nueva York, a bordo del vapor LaBretagne.

Evans y Gainey sostienen que si se observan los lugares de los cuatroprimeros asesinatos del Ripper queda claro que un alojamiento sito en lacalle Batty constituía el refugio ideal para aquél que hubiera perpetradoesos crímenes premeditados, y que el responsable en tal caso bien pudierahaber sido Tumblety. Instalado en pensiones próximas habría podidodisponer de fácil acceso a todos los sitios donde tuvieron efecto loshomicidios y merodear durante las noches cronometrando las rondas de lapolicía sin ser reconocido.

Insisten en que resulta plausible que el sospechoso haya contado convarios escondrijos durante su estancia en Londres. Enfatizan que hoy en díase sabe que los matadores seriales llegan a los más insospechados extremoscon tal de cristalizar en realidad sus sanguinarias fantasías. Cada homicidaposee su peculiar modo de operar, y en el caso de Tumblety median sólidasevidencias de que planificaba con minucioso esmero sus acciones.

Postulan que después del asesinato de Mary Ann Nichols, el 31 deagosto de 1888, el ejecutor no volvió a matar inmediatamente sino queplaneó con sigilo su próximo ataque visitando los barrios pobres del estelondinense donde estaban radicados muchos pubs y casas de huéspedesimprovisadas de la era victoriana.

Este posible responsable frecuentó aquellos establecimientos, y duranteesos días habría ido perfeccionándose en su mente un programa criminal –que ahora incluiría mutilaciones que no había infligido sobre Polly–, planque concretó en la mañana del 8 de setiembre cuando asesinó a AnnieChapman; y que mejoró más aún en la madrugada del 30 de setiembre alultimar a Catherine Eddowes en la plaza Mitre.

Luego de segar en forma terrible la vida de Kate, para salir de sucomprometida situación y evitar la captura, el homicida habría hecho unrodeo en su camino de regreso hacia su alojamiento en la calle Battyencontrando así su refugio dentro de la misma área del crimen.

A su vez, el asesinato de Liz Stride, que fue el más temprano en la nochedel doble crimen, habría sido consumado muy próximo a la casa dondeestaba entonces residiendo Francis Tumblety.

Que el sujeto estaba en la mira de los investigadores surge de uncontacto habido en octubre de 1888 entre la policía de Londres y la de SanFrancisco. Mientras aquél debía comparecer frente a los estrados británicos,Scotland Yard requirió a Estados Unidos una copia de un manuscrito quehabía publicado veintitrés años atrás. Se trataba de un opúsculo redactado a

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modo de descargo tras su detención en abril de 1865, donde se le acusó deintervenir en la conjura que terminó con la vida del Presidente AbrahamLincoln. Aunque no hay constancia de que tales muestras gráficas hayanefectivamente llegado a poder de las autoridades inglesas, de todas formas,ese pedido revela que este hombre despertaba sospechas.

El diario New York Times, en su edición del día 19 de noviembre de1888 dejó constancia de la detención sufrida por el curandero en Londres,acusado de ser el responsable de las mortales fechorías acaecidas enWhitechapel. Este informe de prensa analiza las razones por las cuales se loestimaba plausible culpable. Pero en el reporte igualmente se registra larespuesta que el sindicado dio a los periodistas reprochándoles que:

«Cuando pruebe mi inocencia respecto de los cargos por los que se mejuzgan, esto será para ustedes un escándalo, y entonces verán que yo soyinocente de estos falsos cargos.»

En este artículo se da a entender, no obstante, que los detectives deScotland Yard no disponían de pruebas firmes para acusar a FrancisTumblety de ser el autor de las matanzas.

Dentro de los muchos problemas que este excéntrico sostuvo con la leyse cuentan arrestos breves a los cuales fue sometido por portar vestimentamilitar ostentosamente cargada con condecoraciones; indumentaria a cuyouso, por supuesto, no tenía ningún derecho. Durante largos años la únicaimagen conocida del sospechoso la conformó un dibujo a lápiz donde sedestacan sus luengos mostachos.

En junio de 2008 en la revista Ripperologist (notable publicación sobreJack el Destripador y la era victoriana) salió editado un artículo delinvestigador Timothy Riordan en el cual se reproduce la primera y únicafotografía de Francis Tumblety que hasta la fecha se conoce.34 En ellapodemos apreciar, además de sus peculiares bigotes, el aparatoso uniformemilitar cubierto de galones y medallas con que está vestido y que, tal vez,fuera motivo de alguna de sus detenciones.

También desde el mundo de la ficción meritorias obras literarias hanpropuesto la nominación de aquel curandero para representar el rol de Jackel Destripador. El periodista y escritor nicaragüense Arquímedes GonzálezTorres en el entramado de su novela La muerte de acuario35 sugiere a esteextravagante personaje como responsable de los antiguos crímenes.

De acuerdo a la fabulación relatada por González, el 6 de enero de 1889el prófugo sospechado de haber sido el Destripador arribó a Managua,capital de Nicaragua, en el preciso día cuando estallaba una guerra civil enla nación centroamericana.

Los periódicos regionales habrían dado fe de una secuencia de

34 Riordan, Timothy, The nine lives of Dr Tumblety, Revista Ripperologist No. 92, junio 2008.35 González, Arquímedes, La muerte de acuario, Editorial Distribuidora Cultural, Managua, Nicaragua,2002.

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espantosas muertes de mujeres durante el transcurso del año 1889. Noobstante, un terremoto que en 1931 asoló a ese país, destruyó la mayorcantidad de los archivos públicos y, debido a tal sismo, al reporteroúnicamente le fue factible localizar un ejemplar del rotativo La Flechadonde se refería a la existencia de uno sólo de aquellos óbitos.

El entusiasta novelista admitió que se vio obligado a inventar lospormenores de los otros cinco fenecimientos. En la novela igualmente semenciona que el esquivo curandero terminó sus días morando en unahacienda bautizada Las nubes, emplazada en la localidad de Matagalpa, yque falleció a consecuencia de una infección de sífilis.

De conformidad se postula en esta formulación, Scotland Yard habríaenviado al inspector mayor John Littlechild y a otros agentes –no alinspector Walter Andrews– con el encargo de apresar al escurridizotránsfuga, quien por entonces se había escapado desde Inglaterra haciaNueva York, Estados Unidos. Cuando los detectives pisaron tierranorteamericana en su búsqueda la presa se les había esfumado.

En realidad, Tumblety ya se encontraba residiendo en la ciudad deManhattan, donde valiéndose del falso nombre de Michael McNamaraarrendaba una modesta habitación, pero su rastro pronto fue detectado porsus perseguidores gracias a un soplo suministrado por informantes locales.No obstante, cuando los oficiales de la policía inglesa y de Estados Unidosirrumpieron con el propósito de requisar esa vivienda el perseguido ya noestaba ubicable en su interior. Sólo encontraron una valija a medio hacerpreparada sobre una silla, y a su costado un par de elegantes botas decaballería recién lustradas.

En el quinto capítulo de la obra leemos cómo Scotland Yard, abrumadapor el fracaso en someter ante la justicia al vesánico asesino londinense,pide ayuda al infalible y ficticio detective privado Sherlock Holmes. Elprófugo había huído del Reino Unido a bordo de un buque que zarpó delpuerto de Liverpool con destino a Nueva York, y desde allí se trasladó a laciudad de Río de San Juan en Nicaragua. Una vez instalado en tierracaribeña este psicópata residiría durante un corto y turbulento período en lacapital Managua durante el año de 1889, en que volvería a emprender unacadena de crímenes con mutilación ensañándose con mujeres locales.

El elusivo itinerante, presintiendo que los pesquisantes le pisaban lostalones, pone rumbo en su fuga hacia las localidades de Granada, León yMatagalpa sucesivamente. Sherlock Holmes y su amigo y ayudanteWatson, luego de seguir varias pistas fallidas, lo localizan en Matagalpa,pero sólo para comprobar que el criminal, ya a punto de expirar, seencuentra internado en un hospital enfermo de sífilis en su estadio terminal.El cadáver del homicida en serie finalmente sería enterrado en dicha ciudaden el Cementerio de los Extranjeros, según se pretende en esta versión.

Y tres décadas antes de cobrar estado público la nominación de Francis

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Tumblety al rol de Jack el Destripador otro presunto homosexual fuepropuesto como el más probable responsable de haber generado aquellairresuelta matanza.

Montague John Druitt fue un graduado de Winchester College quealcanzó el título de abogado y, además, resultó un deportista destacado enel juego de criquet. Fue catalogado sospechoso de haber sido el matador deprostitutas sobre todo por la coincidencia de que su deceso ocurrió enfechas próximas a la verificación del último de los asesinatos reconocidos.Su cuerpo sin vida fue rescatado de las aguas del río Támesis el 31 dediciembre de 1888, veintidós días después de la horrenda muerte padecidapor Marie Jeannette Kelly.

Se trataba del segundo hijo del médico William Druitt y había nacido el15 de agosto de 1851 en Wimborne, Dorset, zona oeste de la capitalinglesa. Su familia pertenecía a la clase media acomodada, y entre susmiembros masculinos abundaron distinguidos cirujanos.

Tampoco escasearon entre sus ascendientes los problemas psiquiátricos.El equilibrio espiritual del mismo Montague John se fue deteriorando enforma lenta, pero paulatina e inexorable. Dos tristes hechos afectaronsobremanera a su armonía mental, a saber: el fallecimiento de su padre en1885 y, luego, la enfermedad psíquica que se apoderó de su progenitoraunos seis meses antes de tener lugar su propio deceso.

Se consideró que estas dolorosas situaciones, unidas a una personalidadproblemática y fragmentada, precipitaron el desorden cerebral quefinalmente lo conduciría a su suicidio. Aparte de Ann Druitt, su madre,otros integrantes de su parentela padecieron graves trastornos nerviosos. Lahermana de Montague intentó repetidamente quitarse la vida. También unanciano tío por línea materna acabó sus días suicidándose tras saltar desdeuna ventana del ático de su casa.

Pero el golpe de gracia descargado contra el frágil equilibrio del jovenestuvo determinado por la creciente afección psiquiátrica que aquejó a laautora de sus días, la cual cuando sucedieron los homicidios permanecíarecluída en el asilo para alienados de la localidad británica de Chiswich.Dos años más tarde la anciana fallecería en ese hospital donde fuera tratadaa causa de repetidas crisis de depresión y delirios paranoides.

En el reporte policial –memorandum– confeccionado por Sir MelvilleLeslie Macnaghten se anotó que los propios familiares de Montague JohnDruitt consideraban que éste resultaba responsable de los crímenes de Jackel Destripador, y que era «sexualmente enfermo», eufemismo empleado enla era de la Reina Victoria para aludir a la homosexualidad, aunque el girotambién podría significar que sentía placer en matar.

No cabría afirmar, empero, que este sospechoso estuviese loco y que sudemencia lo empujó a quitarse la vida. En su caso, más bien se trataría deuna intensa depresión nerviosa, y un estado de mórbido vacío ocasionado

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quizás por sentimientos de culpa. Lo habían despedido en fechas recientesa su muerte de su cargo de maestro en un distinguido colegio, en medio deoscuras y confusas circunstancias. Llegó a pensarse, aunque nunca sedemostró, que su expulsión fue debida a conducta indecorosa observada enperjuicio de algún alumno.

Una vez que fuera retirado su cuerpo en estado de descomposición de lasfrías aguas del río Támesis el último día de 1888, se comprobó que estabacompletamente vestido, y que dentro de sus bolsillos se habían colocadovarias pesadas piedras.

¿Puestas allí por él mismo? ¿Suicidio u homicidio?Una nota de despedida hallada posteriormente por su hermano al revisar

su habitación daría a entender que se trató de un suicidio, en tanto en aquelrecado este hombre hacía constar que temía terminar demente como sumadre, y que antes que a él le ocurriera igual destino prefería morir.

En la ulterior indagatoria llevada a cabo para determinar si se trataba deun suicidio o de un asesinato, el policía George Mouson declaró que, apartede las consabidas piedras, en los bolsillos del occiso se encontraron doscheques del London and Provincial Bank por importe de 50 y de 16 librasesterlinas respectivamente, así como dos libras y diez chelines de oro, sietechelines de plata y dos chelines de bronce.

Además se supo que, en sus momentos postreros, el difunto portaba unreloj de plata, una cadena de oro con adorno, un par de guantes de cabritillay un pañuelo de seda blanco. Respecto a documentos, se halló entre suspertenencias un abono de tren para viajar desde Blackhearth a Londres, ymedio billete de pasaje de Hammersmith a Charing Cross con fecha del 1ºde diciembre de 1888.

En cuanto refiere al dinero que le fuera hallado debe admitirse que setrataba de una cantidad de efectivo considerable, que probablemente fueraproducto del último sueldo cobrado en el Blackhearth College en carácterde indemnización a cambio de su despido. Pero los suspicaces esgrimieronla hipótesis de que la verdadera razón de llevar consigo tales sumasradicaba en que con ellas se aprestaba a enfrentar de pago de extorsionesimpuestas por chantajistas.

Si ya nadie podía chantajear a Druitt por su supuesta homosexualidad ymala conducta hacia alumnos –puesto que ya había sido sancionado con laexpulsión de su trabajo– cabría preguntarse para qué necesitaría entoncesentregar dinero a fin de satisfacer las demandas monetarias de pretensosextorsionistas y, en definitiva, a qué le podía tener tanto miedo parajustificar que estuviera de acuerdo en desprenderse de todo su capital, contal de evitar que el secreto trascendiera.

Se especuló que el joven estaba decidido a pagar a efectos de impedirque se divulgasen secretos más sórdidos y devastadores que su eventualcondición de homosexual y su reprensible comportamiento profesional. Y

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parecía diáfano que no podía existir arcano más grave, y más apto parainducir a la locura y al suicidio a su portador, que la eventualidad de serdescubierto como el asesino entonces más buscado en toda Inglaterra, ycuya aprehensión le traería aparejado padecer la infamante pena de muerteen la horca.

El problema con respecto a tales disquisiciones estriba en que no existela menor prueba de que dicha conjetura sea cierta. A pesar de que lacandidatura de este abogado al papel de Jack el Destripador tuvo su apogeodesde la década de mil novecientos sesenta del pasado siglo, en tiemposactuales ese auge muestra claros indicios de ir menguando en formasumamente considerable.

Postulaciones recientes de otras personas como sospechosos firmes y,más que nada, la notoria ausencia de evidencias genuinas contra MontagueJohn Druitt han determinado que al presente la teoría de su supuestaresponsabilidad se haya diluido en gran medida, y este otrora gransospechoso ha vuelto a ser visto como una persona inexpresiva y anodina.

Con toda probabilidad el infortunado abogado, que no ejercía sino queimpartía clases a liceales varones y era adicto al juego de criquet, configuróen la historia del Destripador un típico sospechoso por conveniencia. Susuicidio, acaecido en fechas tan próximas al último de los asesinatosincuestionables, sirvió para alimentar la leyenda del desquiciado que perdiótotalmente el control de sus impulsos después de ejecutar el crimen mássalvaje registrado en los archivos delictivos de Gran Bretaña.

La coincidencia de que no se adicionaron nuevos homicidios dereconocida autoría bajo el patrón, o modo de operar, del criminal deWhitechapel, abona y da alas a la tesis de la culpabilidad de Druitt. Noobstante, parecería notorio que se trata de una evidencia meramentecircunstancial y de casi nulo valor convictivo.

El memorandum de Macnaghten, y la probablemente excesivatrascendencia que a ese documento se le otorgase muchos años después deser escrito, se erige como el máximo responsable de la nunca comprobadasuspicacia que recayó sobre este desafortunado personaje.

El jerarca de Scotland Yard en su reporte menciona a tres personas quepodrían a su criterio haber sido el asesino (Druitt, Kosminski y Ostrog),pero en el preámbulo aclaró que no sospechaba en particular de ninguno delos tres hombres, sino que su ulterior mención era retórica, al sólo efecto dehacer ver que cualquiera de estos individuos podría potencialmenteconstituir el responsable de las muertes.

No insinuó aquel alto cargo policial una preferencia entre los tres sujetoscuya vida apretadamente reseña. Alguno de los tres nombres debía sercitado en primer lugar, y le tocó al abogado ocupar ese puesto, pero tal cosanada quiere decir. Y, a su vez, la referencia al rumor de que la familia delsuicida pensara que él era Jack el Destripador no equivalía a que la policía

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creyera otro tanto, extremo que el detective redactor se ocupó, en formaexpresa, de puntualizar.

Ni que hablar que el obvio error padecido al definir a Montague JohnDruitt como médico de cuarenta y un años, cuando se trataba de unabogado varios años menor, sería un descuido impensable si el policíaredactor estimaba que ese sujeto había sido el ultimador serial deWhitechapel. Considerando la debilidad de las pruebas que podríanalegarse en contra de este hombre, da la impresión de que sólo lacasualidad quiso que el atribulado e inestable profesor pudiese ser algunavez vinculado al misterio del Destripador.

Alcanzó el dudoso honor de ser sindicado responsable en obraspublicadas por los años sesenta y setenta de la anterior centuria, donde nohallaron un sospechoso mejor. Con la eclosión de libros y de artículosperiodísticos editados al sobrevenir el centenario de los crímenes continuósiendo un candidato aceptable en algunas publicaciones más inspiradas enla ficción y el sensacionalismo que por un estudio serio del asunto.

En algunos casos se sostendrá que las autoridades sacaron provecho deloportuno suicidio de aquel joven para así popularizar la idea de que elejecutor había muerto. La falta de nuevos homicidios identificables comocausados por Jack, tras ocurrir el crimen de Mary Jane Kelly, generalizó laconjetura de que el perpetrador de los execrables atentados había fallecidoescaso tiempo después.

No se deja descansar en paz al pobre Montague John Druitt, quien, –aligual que ha sucedido con tantos– únicamente fue culpable de encontrarseen el lugar y tiempo equivocados. Pese a la orfandad de datosincriminatorios, se buscaron con intensidad pistas que relacionaran alsuicida con los crímenes victorianos.

Se investigó sobre la presunta certidumbre que tenía la familia de Druittpara creer que él era responsable de los asesinatos, conforme lo indicabanlas notas del memorandum. De esa manera, se averiguó que el primo mayorde Montague, de nombre Lionel, el cual fuera un destacado médico, tuvouna clínica privada instalada en Whitechapel unos años antes de losluctuosos sucesos.

Presuntamente, Druitt visitaba a su primo y, a partir de tales visitas,obtendría los esenciales rudimentos sobre disección que tan útiles le seríanal convertirse años más tarde en el mutilador de prostitutas jamás atrapado.

Atento al registro médico británico del año 1879, el doctor Lionel Druitthabía montado su consultorio en el número 140 de la calle Minories en eldistrito de Whitechapel. Por aquel año Montague estaba a punto deculminar sus estudios de abogacía en la universidad de Oxford, y allí habríacomenzado su contacto con su pariente el cirujano. Este último se sentiríaobligado a cuidar de su inestable primo menor, con quien se entrevistó amenudo en su consultorio.

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Según se sustenta, así fue como el futuro abogado alcanzó a obtener nosólo algún básico conocimiento sobre anatomía humana, sino tambiénlogró familiarizarse con la zona del bajo East End que antaño le eradesconocida, al haber nacido y crecido en el próspero West End deLondres. La calle Minories estaba ubicada en un sector estratégico dentrode Whitechapel. Se especuló que, años más adelante, el sospechoso alquilóuna pieza en un edificio emplazado en aquella calle, la cual en los hechos leserviría como base operativa donde ocultarse tras perpetrar los ataques.

Se trajo a colación un hecho conforme al cual se vincula a la calleMinories con una posible guarida del Destripador. Se trata de unareferencia contenida en una carta firmada con el seudónimo Jack theRipper remitida a la policía, donde su signatario, utilizando un tono burlón,relacionaba: « ¡Qué tontos son los policías! Si hasta les doy el nombre dela calle en que vivo…»

Esta comunicación se habría enviado inmediatamente luego de unaprimera misiva fechada y remitida un 29 de setiembre, la cual advertía:

«Cuidado, estaré trabajando la noche del 1º al 2 de los corrientes en lacalle Minories, y les doy una buena oportunidad a las autoridades, peronunca hay un policía cerca cuando estoy trabajando…»

Se partía de la base que la carta que hablaba del trabajo criminal arealizar por el agresor en las proximidades de aquella calle, aludía alhomicidio concretado en la plaza Mitre, muy próxima a la misma.

Esta epístola se esgrime para incriminar a Druitt, aunque también huboescritores que refirieron a dicha misiva a fin de respaldar la candidatura deotros sospechosos. En todos los casos se parte de la suposición de quedichas letras fueron enviadas el día 29 de setiembre de 1888.

Sin embargo, investigaciones posteriores a las versiones expuestas porlos escritores «Druittitas» –término acuñado para designar a aquellosautores que postulan la culpabilidad de Montague John Druitt–demostrarían que la tan manida carta donde se hacía alusión al presuntotrabajo que el criminal pensaba efectuar por la calle Minories –o en suscercanías– realmente no había resultado fabricada en la pretendida fechadel año 1888.

Por ende, mal podía avisar que el 1º o el 2 de octubre de aquel año, o aúnel 30 de setiembre –cuando se verificó el doble asesinato– Jack iba a estartrabajando próximo a la calle Minories y la plaza Mitre, porque la creenciade que aquella misiva se confeccionó en el año 1888 era equivocada.

Lo cierto es que dicha esquela fue recibida recién el día 29 de setiembrede 1889; vale decir, un año después de la época en que se cometieron loscrímenes. Nunca se trató en realidad de dos cartas diversas, comoerradamente se adujera, sino de una única misiva que contenía una posdata.La carta original definitivamente no estaba fechada con la mención del año1888, y su verdadero texto expresaba:

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«29 del mes en cursoCUIDADO. Volveré al trabajo el 1 y 2 del mes en curso en Minories alas 12 la noche y les daré una oportunidad a las autoridades, pero nuncahay un policía cuando estoy trabajando.

SuyoJack el Destripador.Calle Prince WilliamLiverpool»

« ¡Qué estúpidos son los policías!, incluso les di el nombre de la calle enque vivo.

Suyo.Jack el Destripador»

En el libro Jack el Destripador. Cartas desde el infierno de Stewart P.Evans y Keith Skinner, atinadamente se hace notar que jamás la carta dereferencia –en tanto llevaba por firma Jack el Destripador– podía haberseescrito antes del 30 de setiembre de 1888, dado que aquel día todavía no sehabía divulgado ese alias, el cual recién después de los crímenes de Stride yEddowes se dio a conocer al público.

Igualmente, resaltan que la carta única –luego transformada en dosmisivas separadas– se reprodujo ulteriormente en un libro popular sobre losasesinatos del este de Londres. En la citada obra concretamente se adjudicaal escritor Donald McCormick –creador de La identidad de Jack elDestripador– haber efectuado esa desfiguración y contaminación sobre lacarta original. Por lo tanto, el tan comentado mensaje devieneabsolutamente ineficaz, nada prueba, y seguramente fue uno más entre lostantos contenidos en cartas redactadas por ociosos dañinos, cuya diversiónradicaba en mandar ese tipo de comunicados a la prensa y a la policía,incluyendo en ellos acertijos y amenazas.

Aunque este sospechoso hubiera arrendado, según se pretendiera, unalojamiento ubicado en la calle Minories en el distrito de Whitechapel porel año 1888 –extremo que no se acreditó– tal dato resulta irrelevante conrespecto a lo redactado en aquella misiva, la cual de ninguna manera puedellegar a incriminarlo.

Dicho recado se envió transcurrido un año desde la fecha en que fueroncometidos los crímenes en cuestión, razón por la que no implicó ningúnanuncio o advertencia de parte del asesino. Menos aún podría haberremitido esa carta Montague John Druitt, quien ya llevaba varios mesesfallecido por setiembre de 1889, siendo obvio que no pudo constituir elredactor del remito al que tanto valor para involucrarlo se le concediera.

Con tan nulas pruebas, como la derivada de la comunicación quevenimos refiriendo, se llegó a sugerir que fue victimado por los miembrosde una logia a la cual pertenecía, quienes creyeron conveniente silenciarlopara impedir que saliera a luz que este hombre era el culpable de las

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cruentas barrabasadas.En literatura que mezcla la ficción con los hechos reales se propuso que

el atribulado profesor no fue más que un cabeza de turco utilizado por ungrupo de conspiradores que lo asesinaron, e hicieron pasar su muerte comosi se tratara de un suicidio, para de esa manera permitirle a las autoridadesesgrimir el pretexto de que el infortunado suicida en verdad había sido Jackthe Ripper.

De conformidad aducen esas versiones, el malogrado joven habríaresultado víctima de homicidio, a fin de que de esa forma no pudiera nuncarevelarse ante la opinión pública que devenía responsable de aquelloscrímenes. Sus verdugos lo constituirían los «Apostles» (Apóstoles),quienes conformarían una camarilla integrada predominantemente porhomosexuales próximos al futuro monarca, Príncipe Albert Víctor.

En conclusión: el frustrante criminal finalmente había sido detectado.Había perecido como consecuencia de su insania, la misma que loempujara a la comisión de los horribles y absurdos asesinatos. Fin de lahistoria. Ya no era necesario continuar con la búsqueda policial y la gentepodía volver a respirar aliviada. El honor de Scotland Yard, a despecho detantos tropiezos, quedaba felizmente a salvo. No obstante, lo más seguro esque la realidad se niegue a transitar por tan tranquilizadores senderos.

Y ocurre que, aunque los Apóstoles hubieran existido como logia, nomedian evidencias de que se dedicaran a actividades criminales. Tampocoexiste prueba fehaciente para avalar que Montague John Druitt alguna vezhubiese conocido a James Kenneth Stephen, a quien ciertos comentaristaspretenden que fue el organizador de la muerte de este profesor para evitarla difusión de escabrosos secretos relacionados con las salvajesmutilaciones inferidas por Jack el Destripador.

Sin embargo, en varias versiones aparece este amigo del Príncipe AlbertVíctor propuesto como un gran exponente dentro de una vasta, confusa ysiniestra conspiración.

En algunas obras literarias resulta sindicado de haber sido el líder delgrupo de los Apóstoles –acomodados universitarios de Cambridge– queultimarían a Montague –también integrante de esa logia– y simularían susuicidio para que sus demenciales crímenes no llegasen a cobrar dominiopúblico atrayendo, de esa manera, miradas curiosas e indeseables.

De acuerdo con otros planteamientos, James Kenneth Stephen no estaríarelacionado con Montague John Druitt sino que sería por derecho propio elinfame asesino de rameras jamás capturado.

James Stephen disponía de muchas cosas en su beneficio: era apuesto,inteligente, de desahogada posición económica, hijo de un prominente juezy –por si fuera poco– gozó del favor de la Casa Imperial británica durantecierto período por ser amigo íntimo del juvenil futuro monarca de la época,el Príncipe Albert Víctor, también conocido como «Eddy».

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Este joven era primo de la célebre novelista Virginia Woolf, quienconcluiría su vida cometiendo suicidio. A su vez, su padre, el magistradoJames Fitjames, fallecería mentalmente insano. Tales datos delatarían lapresencia de problemas psíquicos hereditarios en la familia de Stephen.

Un accidente donde se golpearía violentamente la cabeza operaría comodesencadenante de un drástico cambio en el prometedor joven, al extremode trastornar por completo su personalidad, la cual se convertiría enamargada y violenta. Desde allí se incubaría en su interior un insanorepudio hacia el sexo femenino.

James Kenneth era algo mayor que el Príncipe Eddy y fue elegido por lacorte en el año 1883 como tutor de hecho de aquél. En la selectauniversidad de Cambridge, Albert Víctor se uniría al grupo de losdenominados «cripto homosexuales», que asimismo integraba Stephenjunto con una serie de incipientes seudo literatos.

Se creyó advertir que entre ambos muchachos se mantuvo, más allá deuna fraterna amistad, un vínculo de carácter homosexual. Poco tiempodespués, Stephen se vio forzado a separarse de su amigo cuando éste pasó aejercer su profesión dentro de la Royal Artillery, y desde ese alejamiento semostró en extremo celoso de las nuevas amistades que iría cultivando suantiguo tutelado.

El traumatismo encéfalo-craneano sufrido en el año 1886 le produjo unsevero absceso en el cerebro, y a partir de allí pasaría a ser tratado por elexperimentado médico de la casa real doctor William Gull.

Las pruebas de que este mozo se transformara con el correr del tiempoen el Destripador devienen exclusivamente circunstanciales. Algunosinvestigadores creyeron haber detectado semejanzas alarmantes entrepresuntos versos contenidos en cartas asignadas a la autoría de Jack conpoesías creadas por James Kenneth Stephen.

El feroz rechazo del novel poeta hacia las féminas se pone de manifiesto,entre otros ejemplos, en la confección de un verso que tituló En el olvido,donde cuenta cómo se topó con una mujer que no le gustaba, y a la cualdescribió cruelmente empleando los siguientes términos:

«Encontré una mujer que no me gustaba.Suelta de caderas, de pechos grandes.Descoyuntada, angulosa.No me gustaba.Y no me habría importado si hubieran acabado con ellamatándola o eliminándola.»Se ha conjeturado que el modelo de mujer allí descrito se inspiró en la

víctima Elizabeth Stride. Y si su arte constituía un fiel reflejo de sussentimientos, parece claro que este joven solía ser muy extremista.

Como representación de este rasgo suyo basta con leer el poema que lededicó a un hombre desconocido que accidentalmente le dio un pisotón al

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descender de un tren:«¡Oh, ojalá sufras eternas torturas!¡Ojalá arpías con relucientes garras desgarren tu cerebroy que las cucarachas se ceben en tu sucia cara!»Y de que, igualmente, se trataba de un ferviente misógino dan cuenta los

siguientes versos:«Si todo el mal que han hecho las mujeresse metiera en un hatillo y se enrollara,la tierra entera no podría contenerloy el cielo no podría abrazarlo.Tal cantidad de maldaddesconcertaría al mismo demonio,y lo mantendría en llamasmientras giran las ruedas del tiempo.»En cuanto refiere a la oportunidad que habría tenido para consumar los

crímenes, cuando menos está acreditado que James Kenneth Stephen seencontraba presente en la ciudad de Londres en los días que los mismosacontecieron. La salud mental del poeta iría declinando desde el año 1888,hasta que en 1890 resultaría internado en una institución para enajenadospsíquicos.

De todas formas, aunque el personaje deviene literariamente atractivopor su extravagancia, la mayoría de los especialistas en el asunto no lotoman en consideración como un serio postulante a haber constituído elcriminal. Sencillamente, se carece de pruebas efectivas aptas a fin deinvolucrarlo sólidamente en aquellos homicidios.

Su gradual declinación hacia la demencia parecería haber transitado porla depresión y el derrumbe nervioso, más que por las explosiones deviolencia precisas para determinarlo a emprender los brutales asesinatosque se le conocieran a Jack el Destripador.

Y si de personajes literariamente interesantes y mediáticos hablamosparecería muy claro que más méritos que James Stephen para alcanzar elpodio reservado al Ripper ostentó su gran amigo de sangre imperial. Sinembargo, la candidatura a tal fin del simpático y trágico Eddy no fue de lasprimeras en ofrecerse al público, y ninguno de sus contemporáneoshubiesen siquiera soñado con esa posibilidad.

El Príncipe Albert Víctor devendría nominado para ocupar el cargo dehaber constituído el amputador de Whitechapel recién setenta y ocho añosluego de acaecido su óbito.

La historia que lo asocia al Destripador surge en el año 1970 cuandosalió editada en el número correspondiente al mes de noviembre de larevista The Criminologist, del editor Nigel Morland, la hipótesis formuladapor el doctor Thomas Stowell donde la identidad del culpable quedabacautelosamente encubierta, y se hacía referencia a éste como el «Sr. S».

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La precaución fue más bien vana porque todos creyeron advertir que elpresuntamente misterioso «Sr. S» aludido en el relato, por fuerza no eraotro sino el tan renombrado Príncipe Albert Víctor.

Las quejas que, atento se rumorease, se hicieron sentir desde el palacioreal determinaron que rápidamente el muy maduro doctor Stowell –contabaa la sazón con ochenta y cinco años– se desdijese por medio de una cartadirigida al periódico The Times, pretendiendo que nunca quiso señalar a sualteza imperial como el culpable de los repudiables crímenes.

Pero el anciano falleció repentinamente sin poder alcanzar a verpublicada su carta de retractación o aclaración. Llamativamente, su decesose produjo un nueve de noviembre, fecha aniversario de la muerte de MaryJane Kelly. Los datos brindados por el mencionado galeno conformarían elgermen básico para la teoría de la conspiración monárquica. En principio, yde acuerdo con esa versión, la tapadera urdida estaba destinada únicamentea frustrar la aprehensión del asesino de alta alcurnia, e impedir elsubsiguiente bochorno para la Corona y el gobierno británico.

Albert Edward Víctor había nacido en 1864, siendo el primogénito delPríncipe de Gales, también llamado Albert. De adolescente viajó en barcorecorriendo el mundo en compañía de su hermano George, y se adujo quedurante aquel viaje fue seducido y contrajo la sífilis que le causaría sudeceso en 1892, a la temprana edad de veintiocho años.

Además, la salud del aspirante a monarca se encontraba mermada comoresultas de un repentino ataque de tifus padecido a sus veinte años, todo locual lo hizo vulnerable a las fiebres terciarias que luego lo afectaron. Sesospecha que la debilidad de su sistema nervioso le venía de herencia, dadoque su bisabuelo había sido un maníaco depresivo.

En Londres, el que tiempo después sería también conocido como Duquede Clarence y Avondale, se hará notar por su afición a los placeres y porrehuir a las obligaciones que el protocolo de la vida cortesana le imponía.Las clases obreras, que sentían por él una sincera simpatía, le apodaban«collar and cuffs» (cuello y puños) a causa de su peculiar modo de vestir. Amediados de los años ochenta del siglo XIX, Edward fue enviado a unatravesía marítima, buscándose que así la prensa se olvidara de fustigarlopor sus costumbres desarregladas.

Según el relato del médico, sería al volver de ese viaje cuando losempujes de sus enfermedades lo conducirían a la definitiva pérdida de sujuicio, y a partir de allí se transformaría en el monstruo matador demeretrices del East End.

Aquí cabe acotar que varios testimonios rendidos una vez verificadoslos crímenes, y en donde se retratase el aspecto que tenían algunos de lossospechosos de haber estado con las víctimas en los momentos próximos asus muertes, guardan llamativas semejanzas con el perfil físico delPríncipe: coincide la estatura indicada, el bigote rubio, la ropa elegante

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usada, y hasta el peculiar sombrero de gamuza propio de los cazadores,adorno que aquél portaba con frecuencia.

El facultativo creería que Albert Víctor había desarrollado una obsesiónsádica por la sangre durante sus cacerías en Escocia. Allí habría adquiridoel muy básico conocimiento clínico que el Destripador habría demostradoposeer a la hora de mutilar. Para efectuar la localización de los órganos queel aniquilador extraía a sus víctimas bastaba con poseer la sapiencia técnicaque le proporcionó el descuartizamiento de venados, práctica que leexcitaba sexualmente.

Así será como el aspirante a monarca, impelido por el deterioro psíquicoy moral ocasionado por su enfermedad, pasaría del despellejamiento devenados a la mutilación de meretrices. De las andanzas del joven recién seenteraría la familia monárquica una vez consumado el doble homicidio del30 de setiembre de 1888.

Tras el bestial crimen de Kate Eddowes, la Policía Secreta inglesaecharía mano del desquiciado de sangre real, al cual se internaría en unhospital psiquiátrico. No obstante, el preso escaparía a la vigilancia ylograría perpetrar el más espeluznante de todos los homicidios de la serie,destrozando a Mary Jane Kelly dentro de su muy modesta habitación en lamañana del 9 de noviembre de 1888.

Lo volverían a atrapar, y sería confinado bajo estrictas medidas deseguridad en una clínica para enfermos mentales de la ciudad de Ascot,Berkshire. Por su parte, Sir William había tratado exitosamente al aspirantea monarca, cuya salud la Casa Imperial le había encomendado, lograndocon sus cuidados aliviar transitoriamente la gravedad de sus enfermedades.

El repunte sanitario le permitiría al paciente emprender un nuevo viajeen crucero y tomar parte en acontecimientos públicos durante el año 1890,pero la afección cerebral ocasionada tras el avance de la sífilis terminó porprecipitar su trágico desenlace. En 1892 el malogrado joven fallecería, yuna epidemia virulenta de gripe que azotó a Inglaterra ese año le permitió ala Corona británica pretextar que el Príncipe había muerto a consecuenciade la misma, extremo que brindó una coartada perfecta para evitar elconsiguiente bochorno.

Enormemente mayor hubiera resultado el escándalo a desatarse, porcierto, si la población británica se hubiera llegado a enterar que bajo lasimpática apariencia de collar and cuffs en verdad se ocultaba el indignantedesventrador de pobres mujeres del este londinense.

La posibilidad de que se filtrara esa peligrosa información debía sercortada de raíz, por lo que a fin de armar el artificio perfecto semovilizarían todos los poderes de la realeza y del gobierno.

A esta altura del relato cabe señalar que, luego de adquirir estado públicola singular hipótesis debida al doctor Stowell, la corte británica se apresuróa hacer conocer que Edward se hallaba ocupado en actividades de

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protocolo y, en especial, que en la fecha de acaecer algunos de los crímenesni siquiera estaba presente en Inglaterra sino que se encontraba enSandringhan, Escocia.

Sin embargo, estudiosos del fuste de Colin Wilson pusieron encuarentena esta coartada, y al respecto consignaron:

«… aquella misma tarde me encontré con un experto en crímenes, el alemán FrankLynder y le conté cuanto me había relatado Stowell acerca de su teoría. Lynderinmediatamente se ofreció a comprobar la estancia del duque en Londres en la circularoficial de la corte. Era editor de varias revistas y diarios alemanes y disponía defacilidades para realizar la investigación. No mucho después –acaso fuera al díasiguiente– Lynder me llamó por teléfono muy excitado para decirme que las fechascoincidían, el duque nunca estuvo en Escocia cuando se cometieron los crímenes…»36

Fuere como fuere, lo cierto es que el joven aristócrata únicamente fuereputado como candidato a haber sido Jack el Destripador en la proposicióndel citado anciano médico.

El artículo periodístico sin duda proporcionó datos literariamente muyatractivos pero pecó de falta de solidez, dado que el firmante del mismo nose animó a identificar derechamente al heredero imperial como elresponsable de las matanzas, por más que todos los indicios apuntaran aque aquél constituía la persona descrita en ese relato.

Además, la fuente de la cual extrajo su información el facultativorefuerza que se quiso denunciar a Albert Víctor, en tanto se pretendió quela versión emergía de unas notas dejadas por el eminente doctor WilliamGull años después de la muerte de éste, las cuales pudo examinar ThomasStowell con la autorización de Caroline Acland Gull, hija del fallecido.

A los pocos años desde aquella controvertida publicación la versión delasesino de sangre imperial fue alcanzando su apogeo, y dio lugar tanto aobras literarias de ínfima calidad cuanto a muy vendibles –aunque pocofundadas– películas sobre el Destripador, donde la identidad del múltiplehomicida se le reservaba al tan zaherido Príncipe.

De tal suerte fue como en el curso del año 1976 vio la luz pública elprimer libro que, con minuciosidad de datos y argumentos, ofreció unainvestigación aparentemente sólida en respaldo de la que se diera en llamarhipótesis de la conspiración o de la conjura, también conocida como lateoría de la conspiración monárquico-masónica. La obra se rotuló Jack theRipper. The final solution (Jack el Destripador. La solución definitiva), yfue elaborada por un reportero del matutino East London Advertiserllamado Stephen Knight.

De acuerdo con la trama expuesta en ese libro, el Príncipe Albert Víctor,al cual en 1890 se nombraría Conde de Atholone y Duque de Clarence yAvondale, y que por el año 1888 era el futuro, aunque malogrado, rey de

36 Los asesinos, págs. 264 y 265.

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Inglaterra –en tanto fallecería, según quedó dicho, durante el año 1892 aconsecuencia presuntamente de haber llegado al estadio terminal de lasífilis– se enamoraría perdidamente de una dependienta de confitería pobrey, para peor –en un imperio de religión protestante–, católica.

El más tarde Duque de Clarence merodearía por los arrabales del EastEnd, lejos de las indiscretas miradas que lo vigilarían si hubiese pretendidodivertirse en la lujosa zona del West End. En una de sus incursiones, por1884 –cuando tenía veinte años– el muchacho conocería a la juvenil ysensual Annie Elizabeth Crook, que por aquel entonces trabajaba en unaconfitería localizada en la calle Cleveland. Ambos jóvenes se convertiríanen una entusiasta pareja de amantes, y a raíz de esa tórrida relaciónamorosa la chica daría a luz una hija natural del aspirante a la corona real, aquien se bautizará con los nombres de Alice Margaret.

El posterior casamiento de sus padres –en una iglesia católica y con lapresencia del pintor Walter Sickert como testigo del novio y de Mary JaneKelly asistiendo a la novia– concedería legitimidad al nacimiento de lapequeña. Dicha criatura vendría al mundo en el mes de abril de 1885, segúnrefiere una inscripción registrada en los libros del hospital de Marylebone.En su partida de nacimiento se consignaría como dirección de la niña y desu madre el número 6 de la calle Cleveland, así como su condición de hijade padre desconocido.

En apoyo de sus aseveraciones, Knight menciona que en el registro deedificios de la ciudad de Londres del año 1888 figura en dicha direccióncomo ocupante una señora llamada Elizabeth Cook. Deduce que por lógicano podría sino tratarse de Annie Elizabeth Crook, pero se omitió su primernombre y se escribió erróneamente su apellido con una falta de ortografía acausa de un lapsus del registrador.

Que el futuro rey contrajera matrimonio clandestinamente en una iglesiacatólica, y que su esposa plebeya hubiera engendrado una niña apta paraaspirar al trono inglés era suficiente motivo para un escándalo mayúsculo,por más que el mismo no llegase a ser tan poderoso como para hacertemblar los cimientos de la monarquía británica, según se ha pretendido.

Empero, ese hecho efectivamente constituía una razón de bastantetrascendencia para que la Casa Real –una vez enterada de tan anómalasituación– tomara cartas en el asunto y, mediante la intervención de laPolicía Secreta –a la cual se haría entrar en acción en virtud de una gestióndel primer ministro Lord Robert Salisbury, pretendidamente masón–separase por la fuerza a la pareja.

Albert Víctor sería amonestado por su estricta abuela y apartado de suanterior vida. Aunque a esta altura cabría intercalar que la reprimenda –side verdad existió– no lo asustó demasiado, porque es un hechoobjetivamente comprobado que el muchacho volvió a las andadas en el año1889. Se rumoreó que fue indagado junto con otros miembros de la clase

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aristocrática en lo que dio en llamarse el escándalo de la calle Cleveland,donde las autoridades policiales allanaron un burdel masculino.

Lo que sí quedaría muy claro es que mucho peor que a éste le fue a lapobre Annie Crook, quien terminó encerrada en un manicomio bajo elpretexto de que se trataba de una enferma psiquiátrica violenta y se lasometería, según una versión, a una lobotomía y, de acuerdo con otroplanteo, a una manipulación en su glándula tiroides.

En cualquiera de ambas hipótesis, el resultado habría sido su pérdidatotal de conciencia y su imposibilidad de constituir un peligro para lamonarquía, pues ya nadie iría a creerle si contaba la historia de sucasamiento con el príncipe, de la existencia de la hija de ambos, y de losderechos al trono que ésta tendría. La niña, por su parte, sería salvadagracias a la oportuna intervención de Mary Jane Kelly, quien la entregó alcuidado de los padres de su infortunada amiga.

Pero más allá de lo marcadamente ficticio de estas especulaciones:¿Podrían haberse conocido Albert Víctor y Annie Crook?

Ciertos datos objetivos militan en pro de esa posibilidad. Por ejemplo,conforme ya vimos, representa un hecho notorio que en el correr del año1889 estalló el que los periódicos designaron escándalo de la calleCleveland, tras el allanamiento de un prostíbulo masculino. En laconsiguiente redada se detuvo, aunque fue pronto discretamente liberado –según una nunca confirmada versión– al mismísimo heredero al trono.

Configura otro hecho acreditado que, incluso antes de esa fecha, AnnieCrook trabajaba de dependienta en la confitería ubicada en dicha calle, yque el referido local daba frente por frente con el lupanar frecuentado porEddy. Resultaba posible que ambos muchachos se hubiesen contactado ymantenido relaciones ya por el año 1884, de conformidad pretende la teoríade la conjura.

La hipótesis presupone que cuatro de las víctimas canónicas –se excluyea Catherine Eddowes– se conocían y eran amigas. Su amistad era tan fuerteque no vacilarían en complotarse contra la Corona inglesa, a la cualtratarían torpemente de someter a chantaje reclamando una recompensa porsu silencio. A cambio de dinero, callarían las imprudencias del PríncipeEdward y la existencia de una hija engendrada con una plebeya católica.

En lugar de recibir una retribución monetaria les esperaría una muerteatroz a todas ellas, incluida Kate Eddowes, quien sería asesinada por erroral confundírsela con Mary Jane Kelly. El entorno de la Reina Victoriavinculado a la masonería encargaría la tarea de silenciarlas al eminentecirujano William Gull, sin imaginar el alcance de los disturbiospsiquiátricos que entonces afectaban a ese anciano galeno. Sir Williamasistido por el cochero John Netley y, tal vez, por otros colaboradores,procedería a concretar los espeluznantes crímenes con mutilación.

En cuanto a Albert Víctor, su papel en la tragedia sería nominal. En

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realidad no fue el homicida, sino la causa casi involuntaria de las muertes.Se habría tratado de un testigo impotente de una masacre, la cual nada pudohacer para evitar, y que poco tiempo después fallecería tras el avance de suenfermedad venérea.

Otro individuo propuesto para interpretar el rol de asesino homosexualen la azarosa historia de aquel antiguo degollador de rameras fue FrankMiles. Este hombre compartía la inclinación erótica que caracterizaba alafamado escritor y dramaturgo victoriano Oscar Wilde, del cual resultócompañero de estudios en la universidad de Oxford y amigo íntimo.

Se trató de un joven pintor daltónico especializado en bosquejar dibujosde desnudos femeninos trazados a lápiz. Frank constituía un habitualconcurrente a las fiestas que empezó a organizar a partir del año 1881 eldistinguido esteta en su apartamento sito en la calle Tite, en Chelsea, a lascuales asistía lo más selecto de la intelectualidad londinense. Miles ocupóesa vivienda en calidad de invitado de Wilde durante un corto período.

El sujeto siempre denotó un comportamiento muy excéntrico, al extremode ser arrestado en repetidas ocasiones por protagonizar indecorosos actosde exhibicionismo frente a menores en la vía pública. En otra emergencia,la policía se apersonó al domicilio que Wilde y Miles compartían. Traíanuna orden judicial de detención contra este último, pero Oscar los entretuvohaciendo gala de su histrionismo, mientras su amigo huía raudamenteescalando los tejados.

Una vez que descubrieron la estratagema, los oficiales se enfurecieroncon el gran artista y amenazaron con arrestarlo a él en lugar del denunciadopor haber entorpecido la acción de las fuerzas del orden. No obstante,Wilde alegó que se había prestado a que su amigo se escabullera porquecreía que la presencia policial se trataba de una broma gastada porconocidos mutuos, y desplegando su natural simpatía logró que los agentesse olvidasen de la cuestión.

Los desvaríos en que incurría Frank Miles se fueron tornando cada vezmás asiduos, y marcaban la presencia de una enfermedad mental que fueagudizándose a ritmo acelerado. Por el año 1887, fue ordenada suinternación en el hospicio de Brislington, cercano a Bristol, e inclusocirculó la especie de que había fallecido durante el mes de marzo delsiguiente año, atento señalase una información aportada por la revistaMagazine of Art.

La verdad, empero, consistía en que el internado aún vivía, y que suverdadero deceso recién se produjo el 15 de julio de 1891 tras sufrir unaparálisis general progresiva, de acuerdo lo han ratificado variopintasfuentes posteriores. Esta confirmación volvía plausible que ese intelectualorate hubiese sido Jack el Destripador, en tanto cuando menos se hallabavivo en el momento en que tuvo efecto la matanza.

No obstante, no median pruebas de que se le permitiese disfrutar de

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salidas transitorias del hospital ni que se hubiese fugado. Todo apunta a quelos postreros cuatro años de su existencia los pasó enclaustrado lo cual,aunque aún estuviese con vida, lo descarta como posible sospechoso, puesno habría gozado de la posibilidad material y efectiva de llevar a términoaquellos repudiables homicidios.

Se adujo que su amigo Oscar Wilde desconfiaba que su amigo era elejecutor del East End, y que en su libro El retrato de Dorian Gray dejóesparcidas herméticas pistas que lo delataban. De tal suerte sería como, enfunción de tan dudosos datos, versiones y rumores, el nombre de estemalogrado artista homosexual quedó de alguna manera conectado alenigma de las mutilaciones inferidas por Jack the Ripper.

Conforme se desprende de las precedentes semblanzas sobre lospresuntos homosexuales Tumblety, Druitt, Stephen, Albert Víctor, y Miles,en realidad no obran pruebas de que alguno de ellos fuese un asesino y,menos aún, que hubiese sido Jack el Destripador.

No quiere decir, lamentablemente, que los anales de la criminologíaestén escasos de homicidas secuenciales con dicha condición sexual. En elsiglo XX abundaron sangrientas historias de matadores homosexuales,aunque raramente los mismos finiquitaban mujeres, sino que habitualmentesus víctimas las constituyeron hombres con igual opción.

Pero hay una palmaria diferencia entre los depredadores homosexualesmodernos con aquellos sospechosos de haber sido Jack el Destripador deigual inclinación. De éstos sólo existen conjeturas y especulaciones de quefuesen asesinos. No puede esgrimirse ninguna prueba eficaz de que FrancisTumblety, Montague John Druitt, Frank Miles, James Kenneth Stephen o elPríncipe Albert Víctor hayan matado nunca a nadie.

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Francis TumbletySeudo médico norteamericano de condición homosexual.

Huiría a Estados Unidos luego del último crimen de Jack el Destripador.

Durante mucho tiempo este dibujo representó laúnica imagen familiar de Francis Tumblety.

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Inspector John LittlechildEn una carta suya se acusa a Francis Tumblety.

Inspector Walter Andrews Montague John DruittPersiguió a través del océano Era sexualmente enfermo, según el

al curandero prófugo. memorandum Macnagthen, y fue un clásicosospechoso de cometer los crímenes.

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Príncipe Albert Víctor, Duque de ClarencePresuntamente homosexual, y candidato de másalto rango postulado como Jack el Destripador.

James Kenneth Stephen, amigo íntimo delPríncipe Eddy, y otro de los acusados.

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Capítulo VI

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Jack el Destripador golpeaba repentinamente, cual si de un perverso yfulmíneo ente emergido de la nada se tratase. Agredía a sus presas humanasy les infligía una muerte atroz, sin que aquellas pudiesen oponerle la menorresistencia.

Nunca había testigos directos presentes durante los feroces ataques, oparecía no haberlos. Obraba con increíble eficacia haciendo alarde de unadesconcertante sangre fría e, igualmente, de un completo desprecio hacia elpeligro, como si estuviese convencido de que jamás iría a ser capturado.

En algunos de sus asaltos, tal cual aconteciera en el homicidio deCatherine Eddowes, eliminó a la mujer en las adyacencias de una plazaalrededor de la cual un agente policial practicaba una ronda regular cadaquince minutos.

Aún así, le alcanzó el tiempo para diseccionar con certera meticulosidadal cadáver y extirparle órganos.

¿Estaba acaso protegido por fuerzas sobrenaturales? ¿Era quizás unenviado diabólico? ¿Sus escalofriantes actos obedecían a un lúgubre ritual?Preguntas análogas a las arriba formuladas se agolparon en la mente de suscontemporáneos, y de ello dio debida cuenta la prensa de aquel entonces.

Sin embargo, la eventual ligazón que conectaría a este célebre asesinocon la magia negra, con lo oculto, y con los poderes satánicos, noalcanzaría a ser valorada con importante acopio de datos y fundamentossino después de que transcurrieran muchos años de acaecidos los crímenesen el sector este del antiguo Londres.

La historia que asocia al matador en cadena victoriano con Satán y susacólitos, dispuso de un prematuro antecedente en el ocaso del trágico 1888.En el mes de diciembre de dicho año se editó en la revista londinense PallMall Gazette, un artículo proponiendo que el ultimador de Spitalfields sededicaba al ejercicio de la magia negra y ostentaba poderes extranaturales.

El redactor de aquel raro opúsculo lo constituyó el Conde Crawford, unprominente practicante de ciencias herméticas. De concederse crédito a lacitada formulación, el sádico delincuente extraía órganos y grasa corporalde sus víctimas, con el fin de fabricar velas que le permitieran concretaruna evocación mágica apta para tornarlo inmune frente a las enfermedades

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y detener su envejecimiento.El aristocrático Crawford recalcó que los lugares donde fueron

abandonados los cuerpos formaban una estrella de cinco puntas perfecta, obien una cruz invertida, y que los pasos del implacable ritual los habíacopiado el homicida extrayéndolos de un clásico tratado sobre alta magiadebido al reputado ocultista Eliphaz Levi.

Atento a otra sugerencia contemporánea a aquellos macabros eventos, ladiabólica estrella de cinco picos no estaba conformada por la distribuciónproporcionada a los cadáveres, sino por las escuálidas pertenencias de laextinta Annie Chapman –unas monedas y un sobre para cartas roto, entreotras fruslerías– las cuales, de acuerdo se adujo, habrían quedadodiseminadas encima de la acera observando de manera intencionada esallamativa simetría geométrica.

Se pretendía que el ultimador devenía adepto a la magia negra, y que pormedio de la práctica de aquel ceremonial aspiraba hacerse con el elixir dela vida eterna.

Sin ingresar en los pormenores de estas añosas propuestas, bastaría conadvertir que los lugares en que se hallaron los cuerpos exánimes de lascinco víctimas canónicas de Jack the Ripper, en absoluto representan unacruz o una estrella de cinco picos perfecta –ni mucho menos– sino quedejan la patente impresión de haberse tratado de crímenes inferidos porpuro azar; en la medida de que la distribución de los cadáveres no respetóninguna clase de coherencia geométrica.

De ser veraz la formulación de que a algunas de las fallecidas se laseliminó en determinado sitio, y que a posteriori se las trasladó a los lugaresen que finalmente fueron encontradas, menos sentido aún comportaría laidea de que medió una significación ritualista en la comisión de loscrímenes. Y es que si el ejecutor hubiese querido ubicar los cadáveres deuna manera en particular, nada le habría impedido hacerlo así.

Y tampoco se registraron evidencias aptas para avalar la hipótesis de quepertenencias de una de las mujeres ultimadas por el asesino se hallaronpróximas a su cadáver esparcidas con prolijidad, y guardando simétricaprecisión, debido a que aquel depredador las habría dejado ordenadas deforma deliberada, cual si hubiera tratado de diseñar con ellas la forma deuna estrella pentecostal.

Varios comentaristas mantienen el parecer de que Mary Ann Nichols,por ejemplo, no resultó victimada en Buck´s Row donde el carreteroCharles Cross se topara con su cuerpo, sino que la finiquitaron a través deestrangulación manual en otra parte –tal vez en el interior de un carruaje– ymás tarde su cadáver fue depositado en la indicada zona por suMatador, o por sus matadores, y en ese último reducto sería donde se lepracticaron las mutilaciones conocidas.

Esta conjetura fue planteada en la novela gráfica From Hell. Allí Jack el

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Destripador –encarnado en esa versión por el cirujano de la corona imperialSir William Gull, contando con el auxilio del cochero John Netley– ponemanos a la mortífera faena dentro de su elegante vehículo desmayando a suagredida tras aplastarle con sus manos la arteria carótida, previo haberladrogado mediante la ingesta de uvas impregnadas en láudano.

En relación con este tópico se ha especulado:«…Tengo la creencia de que Polly Nicholls fue asesinada mediante

estrangulamiento en algún lugar cercano a Buck´s Row, y que después la llevaronfísicamente hasta allí antes de mutilar su cuerpo. El hecho de que Polly estuvieramuerta antes de que se iniciaran las mutilaciones, parece derivar de la falta de sangrealrededor del cuerpo, la mayoría de la cual rezumó sobre la ropa de Polly. La sangrede las arterias de un cuerpo vivo no rezuma. Salpica todo lo que haya hasta un metro ymedio o dos de distancia…»37

Pero –sin desmedro de la validez a otorgar a la precedente suposición–es dable subrayar que la antigua nota de prensa denunciando la presenciade satanismo en los homicidios inferidos en el East End muy escaso ecodespertó, y sólo deviene retomada por Aleister Crowley en unaextravagante narración donde ventila sus sospechas de que una malignainfluencia sobrenatural fue la razón de aquellas enigmáticas muertes.

Y ocurre que, en puridad, la creencia en un asesino diabólico principiamás modernamente, desde el mes de enero del año 1973, a instancias de unsuelto periodístico editado por la revista True Detective bajo la interrogantefrase de: ¿Se dedicaba Jack el Destripador a la magia negra?, redactadopor cuenta del periodista especializado en tópicos penales Leonard Gribble.

En ese artículo se sindicaba a un cirujano desquiciado de ser el promotorde las salvajadas, quien se precipitase a la vesanía criminal impelido por unirrefrenable anhelo de venganza luego que una meretriz infectara de sífilis asu amado único hijo enfermedad que, al cabo de una dolorosa agonía, leocasionara el deceso.

Esta proposición, que alberga resonancias de la antigua historiaformulada por Leonard Matters, el creador de El misterio de Jack elDestripador38 –obra donde se introdujo la figura del mítico «DoctorStanley»–, se refuerza con la peregrina idea de que el pretenso médicovengador burlaba la aprehensión policial merced al despliegue de susinesperados conocimientos sobre magia negra y ocultismo.

El bárbaro rito comprendía la extirpación de vísceras a los organismos,las que eran utilizadas a posteriori para armar con ellas un mágicopentagrama de poder.

En su nota, Gribble puntualizaba que los datos esenciales los habíaconseguido valiéndose de la mediación de un informante, quien le contóque el afamado místico y espiritista Aleister Crowley constituía la fuente

37 From Hell, apéndice comentando viñetas de págs. 154 y 155.38 Matters, Leonard, The Mistery of Jack the Ripper, Editorial Hunchinson, Londres, Inglaterra, 1929.

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originaria de dicha narración, y que aquel último sabía con certeza cuálrepresentaba la identidad del extraordinario criminal, aunque se pensabaque no estaba dispuesto a difundirla.

Aleister Crowley tenía apenas trece años en 1888 cuando sucedieron losasesinatos con mutilación en los arrabales de Londres, los cuales –deacuerdo repetidamente reconociera– incidieron de manera notable en eldesarrollo de sus ulteriores actividades paranormales.

Avanzando el tiempo, lograría erigirse en uno de los divulgadores deciencias ocultas más trascendentes y reputados de su tiempo, siendoresponsable de elaborar numerosos ensayos concernientes a tópicosmágicos y místicos. Jack the Ripper configuró una mala influencia paraeste hombre, pero no cabría dudar que también él lo fue paradesequilibrados psicópatas que perpetraron cruentos homicidios imbuídospor el satanismo.39

Lo triste es que sus jactancias y sus bromas bastaban para alterar a susseguidores. Conforme se ha dicho al respecto:

«…Crowley había terminado ahora lo que muchos consideran su obra másimportante, la magia en la teoría y la práctica… ningún editor inglés quiso aceptarpublicarla quizás porque Crowley recomendaba el sacrificio de niños varones paraobtener los mejores resultados mágicos, y añadía una nota al pie de página contandoque el mismo lo había hecho unas ciento cincuenta veces al año entre 1912 y 1928.Como se puede advertir, incluso en ésta, su mejor obra, Crowley fue incapaz de resistirla tentación de divertirse con pesadas bromas sádicas… el libro tiene “trampasexplosivas”, es decir que hay ciertos “errores deliberados” incluidos en sus ritualesmágicos. Para el que no se dedica al ocultismo esto puede parecer bastante inofensivo.Pero es un aspecto esencial de la tradición mágica el rigor de las entidadesdemoníacas en cuanto a la precisión y exactitud, y el más mínimo desliz puede provocarun desastre…»40

Sin lugar a dudas que más de un desastre provocó la malsana influenciade Crowley sobre mentes desorientadas, ya fuera que el ocultista escribiesecon seriedad o lo hiciera movido por su humor negro.

En cuanto refiere al principal divulgador de la hipótesis sostenedora deintervención demoníaca en los homicidios consumados por Jack elDestripador, vale anotar que el mismo vino a este mundo bajo el nombrecompleto de Edward Alexander Crowley y conformó, sin discusión, unpersonaje extraordinario por derecho propio.

Nació el 12 de octubre de 1875 en el seno de una acomodada familia declase alta inglesa, siendo su padre un magnate cervecero. El dinero queheredaría de su acaudalado progenitor le iba a permitir llevar una vida deleyenda, aunque con el andar del tiempo el hombre acrecentó sus arcasgracias a méritos personales, ya que decenas de seguidores solventarían sus

39 Perfiles Criminales, págs. 306 y 307.40 Wilson, Colin, Alesteir Crowley. La naturaleza de la bestia, traducción de Amelia Brito, edicionesUrano S.A, Barcelona, España, 1989, pág. 160.

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emprendimientos mesiánicos.Fue igualmente un poeta y un escritor radical, además de mago,

drogadicto y bisexual. La prensa lo fustigaría con acritud aplicándoleepítetos tales como «El hombre más malvado del mundo» y «La gran bestia666». Definió a su doctrina esotérica iluminismo científico, método que –deconformidad adujo–, cuando deviene utilizado e interpretadoadecuadamente, sintetiza la sabiduría humana suprema. Los mensajescrípticos de sus teorías fueron difundidos a través de la revista The Equinox–El Equinoccio–.

Entre otras curiosidades, se cuenta que Aleister fue quien le sugirió allíder Sir Winston Churchill el empleo del símbolo de la «V» de la victoria,mediante la exhibición de los dedos mayor e índice de la mano derecha.Durante la Segunda Guerra Mundial, se presentó ante la opinión públicacomo un patriota inglés, y apoyó a los soldados en lucha remitiéndolespanfletos con inflamados poemas y pentagramas místicos que –atentopretendía– garantizaban el triunfo bélico de las fuerzas armadas aliadas.

Logró comandar la antigua asociación hermética Golden Dawn, no sinantes chocar contra miembros prominentes de la misma como el literatoWilliam Butler Yeats y S. L Mac Gregor Mathers. En dicha entidad,Crowley principió a ejercitar ceremoniales místicos, inspirándose en lasinstrucciones impartidas en un remoto manuscrito del siglo XV conocodocomo El libro de la magia sagrada de Merlín el Mago.

Lo radiaron de esa secta por sus actitudes rebeldes y contestatarias, peropronto fundaría la Astrum Argentum. También actuó con singular brillodentro de la renombrada orden ocultista OTO (Ordo Templis Orientalis),sociedad masónica rosacruz para la cual redactó los textos de una misagnóstica.

Años más tarde se retiró a Escocia donde instaló una magnífica mansiónemplazada a las orillas del lago Ness, a la cual bautizó Palacio deBoleskine. Observaba la manía de cambiarse de alias, y entre los muchosque utilizó al cabo de su luenga existencia, se cuentan los de «CondeVladimir Svareff», «Master Terrino», «Príncipe Chiog Kim, «Baphomet» y«Lord Boleskine».

Durante su estadía en Norteamérica, una vez concluida la PrimeraGuerra Mundial, estrechó relaciones con personas de variopinta orientaciónsexual procurando reforzar así el alcance y poderío de sus ceremonialesmísticos. Allí conoció a su segunda esposa, Leah Hirsing, a quien calificóherméticamente como «Mujer Escarlata», y de la cual la Baronesa VittoriaCremers llegaría a convertirse en su primordial asistente.

En Italia fundó la llamada Abadía Thelema en la ciudad de Cefalú,Sicilia. En aquella localidad organizó a un reducido grupo de devotos conlos cuales se dedicó a consumar orgías sexuales en pos de potenciar laeficacia de sus rituales mágicos.

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El régimen fascista de Benito Mussolini lo expulsó de esa nación, tras elescándalo desatado a raíz de la muerte de un adepto de esta ordenoculatista, debida a intoxicación causada por ingesta de drogas. Aparte deese trágico hecho, las autoridades itálicas lo consideraban un espía inglés y,pese a que dicha acusación no era cierta, el propio Alesteir Crowley seencargó de propalarla a fin de auto promocionarse.

Ya había despertado la atención por sus actitudes excéntricas desdetiempo atrás. Por ejemplo, en el transcurso del año 1901 se encontrabaresidiendo en México cuando se enteró del fallecimiento de la ReinaVictoria. Acto seguido, delante de testigos se puso a danzar una pretendidadanza ceremonial azteca, al tiempo que exclamaba jubiloso que por finvendría la era de la luz, pues estimaba que la anciana monarca era elsímbolo del más arcaico oscurantismo y de la máxima intolerancia política,social, y religiosa. En aquel país centroamericano igualmente afirmó haberdescubierto, y perfeccionado, un sistema centrado en fórmulas alquímicasque le permitiría volverse invisible.

Poco después, avanzando el año 1904, sacó a publicidad el primigenio desus ensayos de largo aliento, a saber: el Libro de la Ley; cuyo principiocrucial consiste en «Haz lo que quieras», de consuno con el cual no existeotra ley por encima de la voluntad individual. A través de ese trabajoliterario desarrolló una intensa apología de la libertad sexual, del consumode alucinógenos, y de las prácticas mágicas.

Todo esto se relaciona con la que dio en llamarse cultura thelémica,manifestación social que, de hecho, configuró un adelanto temporal almovimiento hippie operante en Estados Unidos por la sexta década delsiglo XX. Para las sociedades demoníacas, la obra y el ejemplo de vidaproporcionado por este hombre conformó una decisiva influencia de la cualdaría cuenta años más tarde la fundación de la denominada Iglesia de Satána cargo de Antón Lavey, en California, que lo tuvo por uno de sus másfecundos mentores.

El extravagante iluminado murió en plena ruina económica durante eldecurso del año 1946, en una casa de huéspedes situada en la localidad deHasting, condado de Sussex, Gran Bretaña, a consecuencia delagravamiento de una enfermedad asmática crónica. De acuerdo comentó laenfermera que lo atendiera en los instantes postreros, sus últimas palabrasfueron: «A veces me odio a mí mismo.»

Y retornando al relato de cómo fue que se involucró este equívocopersonaje con la historia de que habrían participado truculentas fuerzassobrenaturales en las matanzas victorianas, cabe enfatizar que –a despechode cuanto dijera Leonard Gribble alabando la discreción del ocultista y supresunta aversión a develar la identidad del depredador de Whitechapel–aquél sí había identificado sin dejar margen a la ambigüedad, a través deuna declaración brindada para su periódico The Equinox, al hombre a quien

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sindicó de ser el culpable de ocasionar esas mortíferas tropelías.Tal información iría a adquirir notoriedad en el transcurso del año 1975,

por virtud de una publicación a cargo de los seguidores del espiritista; másexactamente emergió a la luz pública en el volumen 1º número 4 de larevista de ciencias esotéricas Sothis. Aquí fue cuando por inicial ocasión sereveló el nombre y el apellido del diabólico personaje a quien se le atribuyórepresentar al implacable depredador que el mundo recuerda bajo el aliasdelictivo de «Jack el Destripador».

El nombre completo del individuo en cuestión era Robert DonstonStephenson, aunque igualmente era conocido como Roslyn D´Onston.

Durante el año 1888 este último había estado entrando y saliendorepetidamente de su internado en el London Hospital en Whitechapel Road,nosocomio donde se lo trataba a raíz de sus alteraciones psiquiátricas. Estecentro hospitalario, a despecho de su manifiesta importancia, se emplazabadentro del populoso sector este de la capital inglesa y, más exactamente, enel paupérrimo distrito donde tendrían cabida los perversos crímenes.

Como dato curioso vale apuntar que, en fechas concomitantes a lasinternaciones de Donston, un paciente mucho más notable que aquél eraasimismo tratado en aquella institución médica, aunque no a causa dedolencias mentales sino por padecer espantosas anomalías físicascongénitas en proceso de irreversible y fatal agravamiento. Nos referimos aJoseph Merrick, quien pasaría a la historia como «El Hombre Elefante».

Describiendo al señero Hospital de Londres se ha dicho:«…En la década de 1880, tras una sólida verja, garitas para los porteros en las

principales puertas de acceso, se alzaba la impresionante fachada clásica del hospital.Todo el conjunto se había dispuesto con el propósito de inspirar confianza en lascapacidades de la ciencia médica, y para infundir al tiempo el debido respeto entre losresidentes del barrio. Era el signo exterior de la benevolencia autoritaria y la caridad,en una zona que había experimentado durante muchas décadas una relación íntima conla penuria y pobreza, el enclave en el cual se asentaban las sucesivas oleadas deinmigrantes desposeídos junto con las comunidades pobres originarias de Londres…»41

El nacimiento del sospechoso Robert Donston Stephenson data del 20 deabril de 1841, por lo que el mismo contaba con cuarenta y siete añoscuando tuvieron lugar las barrabasadas ejecutadas en los empobrecidossuburbios de la capital inglesa.

Donston era un gran mitómano y un empedernido bebedor. Entre losmuchos cuentos extravagantes que gustaba adosar a sus allegados descuellasu pretensión de que derivaba de noble alcurnia. Esto no era así en absolutoporque este hombre procedía de progenitores de muy modesta condiciónsocial: su padre trabajaba como triturador de semillas para la obtención deaceite, y su madre era ama de casa.

41 Howell Michael y Ford Peter, La verdadera historia del hombre elefante, Ediciones Noguer S.A,Barcelona, España, 2008, págs. 17 y 18.

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En cuanto atañe al núcleo que interesa a nuestra narración, cabe dejarconstancia de que el hermético Crowley pretendía saber que el mencionadoindividuo era Jack el Destripador –y, asimismo, que devenía un agentesatánico– gracias a comentarios que le formulase la Baronesa VittoriaCremers, administradora de su orden de alta magia.

Por su parte, la adinerada Cremers tenía una amante lesbiana en lapersona de Mabel Collins. Esta última mujer resultaba una hermosa yespigada pelirroja, y era la principal colaboradora de Madame Blavatsky,fundadora de la denominada Sociedad Teosófica y archirival del ocultista.Como curiosidad suplementaria, cabe anotar que el místico llegó al colmode formular una de sus hipótesis más delirantes, cuando acusó a sucontrincante Blavatsky de llevar una doble personalidad, y de constituirnada menos que el mortífero Jack el Destripador en su versión femenina.

La anécdota de interés para nuestra historia finca en que la bella Collinscompartía sus favores sentimentales con un amante masculino, el cual sedaba a conocer bajo el nombre de Roslyn D´Onston. En el momento de laaludida relación amorosa, esta última persona vivía sumida en la pobreza.

A despecho de esa realidad, aparentaba haber experimentado un pasadopróspero e importante donde fuera médico y ex oficial de un regimiento decaballería. Igualmente, argüía ser un hechicero practicante de magia negra,dotado con excelsos atributos psíquicos, y aceptaba –a la vez que difundía–que en algunos ámbitos lo conocían por el mote de «Muerte repentina»; enhonor, supuestamente, a la eficacia letal que podían revestir susextraordinarios poderes, si se proponía utilizarlos contra sus enemigos.

La única fotografía que se conserva sobre tan estrafalario personaje, lorefleja como un hombre de edad bastante madura, canoso, de hirsuto bigotegris, porte marcial y aire distinguido.

A mediados del año 1889, la Baronesa Vittoria Cremers viajó a la capitalinglesa y visitó a su antigua compañera Mabel Collins, la cual convivía enunión libre junto con el aludido sujeto en una paupérrima vivienda de lalocalidad británica de Southsea.

La aristocrática dama se asombró al comprobar que Mabel y su actualpareja atravesaba por grave estrechez financiera, siendo que su recuerdo dela moza databa de tiempos más florecientes. Collins le comunicó a suamiga que compartía su humilde morada con un señor a quien ella conocíapor el nombre de Roslyn D´Onston, quien decía ser capitán de ejército y nose hallaba presente en aquel instante. La joven le explicó que se encontrabaseducida por los dones personales de su novio, al cual conociera luego deleer dos sueltos de prensa escritos por éste; notas divulgadas por elsensacionalista matutino Pall Mall Gazette en los albores del año 1889.

El articulista suscribió el inicial de los informes usando las iniciales «R.D.». En ese reporte se aludía a un hipotético manuscrito esotérico, cuyotexto habría servido de fundamento para la trama de una popular novela

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fantástica nominada She. Esa creación literaria era facturación del novelistaRidder Hagart, y en la misma se daba cuenta de la espectacular existencia yde los avatares de una heroína mística de nombre «Alesha».

El segundo relato periodístico, a su turno, giraba en torno a un dramáticoy pretenso enfrentamiento habido entre el propio firmante del artículo conuna hechicera desinada «Sube», y allí se narraba, con grandilocuentedespliegue verbal, la manera como el primero consiguió derrotar a lasegunda sirviéndose de los mágicos poderes de un talismán que le habíaobsequiado el ocultista Bulwer Lytton, amigo del mago Eliphaz Levi.

Aquí el redactor patentizaba su condición de adepto incondicional de lamagia negra. En este último y novelesco reporte, el autor no ocultaba suidentidad a los lectores, en tanto suscribía expresamente como RoslynD´Onston. Sin embargo ello era falso, puesto que su nombre verdadero noera Roslyn sino Robert, siendo sus apellidos Donston Stephenson.

Atraída por la sugestión emanada de aquellas fabulaciones, la chicadecidió comunicarse con el creador de las mismas exponiéndole suadmiración por vía de una carta dirigida al periódico. Allí se enteraría queel redactor de los opúsculos se hallaba, a la sazón, recluído en el hospitalde Whitechapel. También se le dijo que se trataba de una internaciónprovisoria y que, no bien obtuviese el alta clínico, el escritor se pondría deinmediato en contacto con ella.

Una vez de nuevo en libertad el responsable de los llamativos artículos,conoció en persona a su admiradora presentándose como un practicante dehechicería portador de trascendentes secretos. Fuere como fuere, lo ciertoes que su florida dialéctica convenció a la sensual fémina, y la indujo aaceptar una relación carnal que incluía la manutención económica del porentonces indigente mago.

El hechizo amoroso se conservaba en pleno apogeo para el momento enque Mabel presentó su concubino a su amiga la Baronesa. A ésta Roslyn lecausaría muy grata impresión, al extremo tal que la persuadiría de financiaruna empresa de cosméticos. Al parecer, la acaudalada Cremers tambiéncaería prendada bajo el encanto de aquel hombre, al menos en cuanto aseguirle sus fantasías respecta.

Robert Donston Stephenson le contó a la dama toda suerte de anécdotase historietas. Afirmó que había sido buscador de oro en California durantela época de la fiebre por ese mineral, garantizó que había luchado codo acodo con el revolucionario y aventurero italiano Giuseppe Garibaldi y,finalmente, pretendió haber sido traficante de esclavos africanos.

No dejó de repetir su versión de que procedía de una acomodada familiade terratenientes, a quién sus padres habían digitado su futuro matrimonio,el cual debía de celebrarse con la adinerada heredera de un latifundio local.

De conformidad con esta narración, el programado enlace nupcial sefrustró cuando una tarde de juerga el joven –quien por entonces había

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ingresado al ejército– se involucró sentimentalmente con una seductoramujer de la vida que se daba a conocer por el nombre de «Ada».

Encandilado, Donston Stephenson dejaría a un lado su compromisonupcial con la rica heredera y, a impulsos de un irrefrenable arrebatopasional, pasaría a frecuentar a toda hora a su flamante amante descuidandosus obligaciones.

Su conducta suscitó la ira de su padre, quien optó por privarlo de laabultada remesa que hasta ese momento le proporcionaba y amenazó condesheredarlo.

Una deuda de juego contraída con hampones obligó a Robert a solicitarlea su progenitor un préstamo destinado a cubrir la suma adeudada, pero éstesólo accedió a entregarle el dinero una vez que le hizo prometersolemnemente que concluiría para siempre su relación afectiva con Ada yse casaría con la joven terrateniente.

Puesto literalmente entre la espada y la pared, Roslyn fingiría aceptar elchantaje, aunque se citaría en secreto con su amada. Los enamorados sesepararían, pero antes de ello se prometerían que, fuere lo que fuere queocurriera, volverían a reencontrarse al cabo de un año en el mismo lugardonde por primera vez se habían conocido, o sea, bajo el puente deWestminster.

La mujer, sin embargo, no esperaría tanto tiempo. A la noche siguientede la despedida cometería suicidio.

Donston no se enteró de la muerte de su querida y un año más tarde,cumpliendo su promesa, iría al puente en su busca. Se apostó allíaguardando con ansias ver aparecer a la mujer, hasta que a la medianochesonaron las campanadas del cercano Big Ben.

Al silenciarse el eco producido por los últimos tañidos, el desesperadoamante contemplaría con ojos llorosos las procelosas aguas que corrían pordebajo del puente y, en ese justo instante, percibiría el inconfundibletaconeo de Ada, quien presurosa acudía a su encuentro. No había nadie allí,pero el joven supo que el espíritu de su enamorada estaba presente en fielrespuesta al pacto de amor sellado un año atrás.

Además de trasmitirle tales melodramas, Robert Donston también leinformó a la Baronesa respecto de los artículos periodísticos que de formaocasional elaboraba sirviéndose del alias literario de «Tautriadelta»,vocablo proveniente del griego que significaba: «Cruz tres triángulos».

No obstante, transcurridos algunos meses, la admiración por el supuestoex Capitán de ejército y experto en magia negra, principiaría adesvanecerse y a trocarse en temor.

Así fue como la chica alcanzó a comunicarle a su amiga los recelos quealbergaba de que su amante fuera nada menos que el terrible asesino serialde los barrios bajos londinenses. Al ser interrogada por aquella sobre lasrazones que justificaban tales sospechas, la juvenil Collins se limitó a

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referir que era por algo que el hombre le había enseñado, pero en aquelprimer momento se negó tenazmente a aportar más detalles.

Más adelante, en busca de pruebas para confirmar sus suspicacias, ambasmujeres resolvieron enviarle un telegrama falso a quien conocían comoRoslyn D´Onston, a fin de mantenerlo lejos del alojamiento y, una vezconseguido ese objetivo, ingresaron a su habitación y la registraron conextrema minucia.

Valiéndose de una llave apropiada abrieron la caja de hojalata que elseudo místico ocultaba celosamente. En el interior del recipienteencontraron algunos libros viejos, así como siete corbatas de color negroanudadas, que denotaban persistentes rastros de sangre.

Este inquietante hallazgo suscitó comprensible zozobra en el espíritu dela Baronesa, y sus temores se acrecentarían aún más escaso tiempo despuéscuando Robert Donston le participase –por los días en que se llevó a caboel asesinato de la prostituta Frances Coles, en el mes de febrero de 1891–su certidumbre de que el mutilador victoriano no volvería a incurrir jamásen nuevos homicidios.

Una vez formulada esa tajante afirmación, el hombre le aseguró quehabía conocido en persona al feroz criminal que la prensa catalogaba bajoel alias criminal de Jack el Destripador.

La historia que el individuo comunicó a Vittoria Cremers fue lasiguiente: En una de sus frecuentes internaciones en el Hospital deWhitechapel Road, había trabado cierta amistad con un médico que unanoche, al atravesar por una crisis de arrepentimiento, le confesó que él erael desmembrador de rameras a quien los policías de Scotland Yard tanafanosamente buscaban.

El sistema para finiquitar que usaba el médico consistía en amarrar desdeatrás a las víctimas y, luego de ponerlas en estado de indefensión, procedíaa degollarlas sirviéndose de un filoso cuchillo. Empleando tal métodoevitaba que sus ropas se manchasen de sangre y lograba que su huida delescenario de las matanzas no quedase delatada por causa de tancomprometedora circunstancia.

En cuanto al lugar donde guardaba los órganos que por misteriosasrazones extraía a las desafortunadas mujeres, el abominable cirujanoescondía esas sangrantes porciones humanas dentro del espacio quemediaba entre la corbata y la camisa.

Los violentos ataques incluían la práctica de sodomía por cuenta delagresor contra sus víctimas femeninas. Este preludio de los crímenes sehabría llevado a efecto sin aplicar violencia, sino por propia voluntad de lasluego agredidas.

Considerando que las finadas ejercían la prostitución, y la mayoría deellas resultaron violentadas en la vía pública, se tornaba entendible que –aldesconocer las genuinas intenciones que animaban al psicópata– éstas se

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pusieran de motu propio en tan vulnerable postura; en tanto en aquelmísero distrito el coito se solía consumar con la meretriz ubicada deespaldas a su cliente, manteniendo las faldas de la pollera levantadas, yapoyando el peso de su cuerpo sobre un muro en algún lóbrego patiotrasero –como el emplazado en la calle Hanbury donde encontrara sumuerte Annie Chapman–.

Y, con respecto a la zona elegida para practicar las agresiones, RobertDonston le explicó a Vittoria Cremers que el macabro facultativo escogíatales sitios por enigmáticos motivos que esta última no sería capaz decomprender, aludiendo así a la magia negra.

Además de trasmitir esta especie a Aleister Crowley, la Baronesa lecontó la misma versión al escritor Bernard O´Donnell, quien se abocó aindagar en los manuscritos redactados por Roslyn D´Onston cuando éste sevalía del seudónimo Tautriadelta.

Así fue que, aparte de los reportes periodísticos oportunamentemencionados, O´Donnell localizó un artículo atinente a magia africanafirmado con aquel mote y publicado por la Sociedad Teosófica Lucifer,donde el comentarista hacía constar su parecer de que:

«El nigromante debe ultrajar y degradar a la naturaleza de todas lasformas posibles. El menor de los crímenes que debe cometer, en pos deconseguir el poder que busca, es el asesinato mismo.»

En otro opúsculo facturado por Robert Donston Stephenson, esta vezinserto en la revista espiritista The Bordeland del editor William ThomasStead, el singular redactor –improvisando una suerte de autobiografía–aseguraba a sus lectores que su fascinado interés por las ciencias ocultasdataba desde sus catorce años. Aseguró que el afamado escritor y espiritistaLord Bulwer Lyttton fue quien se encargó de iniciarlo en los arcanos de lasartes esotéricas dentro de la Gran Logia Hermética de Alejandría.

En ese artículo narró que transcurridos los años, siendo un jovenestudiante de medicina, concretó exitosos experimentos con elprocedimiento del «Doppelgänger»; es decir, el «Doble astral». Se llegó aobsesionar en tan elevado grado con ese fenómeno paranormal que seconvenció de estar destinado a transformarse en un obediente y fulmíneoinstrumento de los dioses paganos.

Por lo que, de allí en más, aceptaría destruir a otros seres humanosinferiores si con ello lograba salvar a aquellos cuyas existencias merecíanser preservadas. «Sería como Hermes, hijo de Dios», finalizabasentenciando Donston en aquel relato.

A fin de dotar de mayor colorido a la narración de Tautriadelta, el sueltoincorporaba un prólogo debido a la inspiración del propio directorresponsable de la revista –el citado William Stead–, en donde éste aseguróque el creador del artículo configuraba una persona excepcional a quienconocía desde mucho tiempo atrás y del cual, con el paso de los años, llegó

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a formarse la sólida convicción de que se trataba de Jack the Ripper.Resaltó que la policía fue de igual parecer, al extremo de que lo

arrestaría cuando menos en una oportunidad, pero sería dejado en libertaduna vez que el detenido respondiera a satisfacción cada una de laspreguntas que le fueron formuladas, esgrimiendo al respecto una coartadainexpugnable. El hecho de que un periodista de la eminente talla de Steadse inclinase por la culpabilidad de Robert Donston, dota de seriedad a lapostulación de este hombre al cargo de haber sido el Destripador.

William Thomas Stead constituyó uno de los primeros feministas de laera victoriana. Había adquirido fama como director del Pall Mall Gazettecuando en julio de 1885 publicó una secuencia de artículos difundidos bajoel rótulo de El tributo de las doncellas en la moderna Babilonia. Esasnotas provocaron fuerte impacto en la población; en especial en la clasemedia inglesa, porque expusieron sin titubeos las lacras que infectaban a lacomunidad, y cuya existencia los victorianos no querían reconocer.

Este reportero, junto con otras personas, se había abocado a investigar eltráfico de niñas en los centros de vicio de Londres. A partir de entonces, y através de cuatro entregas, salió a la consideración pública lo que seríaconceptuado como:

«…una de las muestras de periodismo sensacionalista más logradas del siglo XIX.El “Tributo de las doncellas” documentaba en horrible detalle cómo las pobres “hijasdel pueblo” eran “engañadas, atrapadas y violadas, bien bajo influencia de drogas,bien tras una lucha prolongada en una habitación cerrada”... la campaña de Steadforzó la aprobación de la legislación sobre edad núbil, que llevaba años estancada enel Parlamento…»42

Un inciso peculiar en la historia de este adelantado defensor de losderechos de mujeres y adolescentes radica en el hecho de que,curiosamente, fue denunciado de incurrir en el mismo delito que fustigaba:comprar una joven en el llamado Mercado de esclavas de Londres parapropósitos sexuales.

Desde finales de 1885 los periódicos opositores se ensañaron con elreformador y airearon el juicio al que este hombre fuera sometido, en unintento de presentar al inconformista como si fuera un delincuente hipócritaque bien se merecía purgar en la cárcel el castigo por sus innobles acciones.

Sin embargo, el aguerrido periodista saldría triunfante al conseguir lasimpatía de los socialistas y de otros reformistas liberales porque –pese apasar tres meses preso– lo postularían como un mártir de la justicia socialinjustamente acusado y condenado por los tribunales burgueses; a loscuales tenían por obsecuentes con la monarquía y con las fuerzasretrógradas que gobernaban Gran Bretaña a mediados de la octava década

42 Walkowitz, Judith, La ciudad de las pasiones terribles, traducción de María Luisa Rodríguez Tapia,Ediciones Cátedra, Madrid, España, págs. 167, 168, y 169.

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del siglo diecinueve.Volviendo a Robert D´Onston, y a la búsqueda de información sobre su

posible culpabilidad emprendida por el escritor Bernard O´ Donnell, valeindicar que ese escritor detectó la existencia de un libro redactado porquien firmaba usando el apodo de Rosylin Donston, el cual viera supublicación durante el año 1904 bajo el título de Evangelios Patrísticos.

Lo sorprendente en este caso estriba en que se trata de un minuciosoexamen teológico emprendido por el autor, abarcando el contenido de loscuatro clásicos Evangelios Católicos, y en cuyo prólogo dicho escritorsustenta que aquel estudio lo llevó a término sirviéndose del auxilio de «laguía innegable del Espíritu Santo.»

Poco y nada parece tener que ver ese trabajo literario con la gesta de undesenfrenado adorador de Satán, y aquí es dable visualizar otra de lasmuchas incongruencias planteadas por la vida y los actos deldesconcertante Tautriadelta. Empero, todas las sospechas que venimosregistrando no pasan de configurar versiones y rumores propalados porparticulares que conocieron al excéntrico personaje.

Y es que, a todo esto: ¿Podría en verdad haber configurado RoslynD´Onston Stephenson un criminal motivado por los extraños eincomprensibles impulsos destructores que se intuyen bajo las matanzasvictorianas?

Representa un dato objetivo que, en caso de que un ceremonial diabólicofuese el móvil de aquellos añejos estropicios, el único que fue acusadocomo responsable por algunos de sus contemporáneos, y que resultó citadocon nombre y apellido como sospechoso a través de ulteriores artículos deprensa y ensayos literarios, ha sido este hombre.

Como vimos, el individuo devino sindicado como posible culpable dehaber perpetrado los crímenes de Whitechapel por el periodista WilliamThomas Stead, los escritores Bernard O´Donnell y Mabel Collins, laBaronesa Vittoria Cremers, y por el detective aficionado (y socio) que lodenunció. A su turno, él mismo se involucró en la historia del Destripadorpor su propia cuenta y riesgo al denunciar ante las autoridades policiales alpsiquiatra Morgan Davies.

Su candidatura para instalarse en tan sombrío cargo recibió un súbitorebrote a partir de una trilogía publicada por el autor británico MelvinHarris en la década de mil novecientos ochenta y fue respaldada conargumentos ingeniosos, de los cuales ulteriores estudiosos en la temáticatomaron debida cuenta y, además, le adicionaron detalles y variantes de supropia cosecha.

Entre estos flamantes ensayistas procede recordar a Ivor Edwards43,quien se tomó el trabajo de efectuar minuciosas mediciones para establecer

43 Edwards, Ivor, Jack the Ripper. Black Magic Rituals, Editorial Penny Publishing, Londres,Inglaterra, 2003.

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la trayectoria exacta que medió entre los escenarios donde tuvieron efectolos crímenes de todas las víctimas, detectando que las distancias habidasentre cada uno de los lugares donde fueron practicadas las matanzas delatansorprendente coherencia métrica entre sí.

En particular la distancia obrante entre cuatro de los crímenes de seguraautoría del Destripador –a saber, todos los asesinatos canónicos excepto elde Mary Jane Kelly– medidos a modo de cuadrícula denotan una simetríaperfecta entre sí diagramando la forma de una cruz.

Este comentarista creyó percibir, en ese prolijo orden geométrico, elsiniestro programa de un ejecutor satánico y descartó que las muertes lasocasionara un homicida impulsivo fundado en el deseo sexual. El programademoníaco estaba prefijado e incluía sólo a cinco víctimas. Luego dealcanzado el objetivo el matador se dio por satisfecho, y ya no volvió nuncamás a ultimar.

Ello explicaría la abrupta detención en los crímenes cometidos por Jackel Destripador tras masacrar a Ginger Kelly dentro de su modestahabitación sita en la pensión de Miller´s Court durante la mañana del 9 denoviembre de 1888; parálisis que ha desconcertado a los especialistas encriminalidad seriada los cuales, por lo general, esgrimen la convicción deque un matador de esta clase no podría dejar voluntariamente de asesinar.

Robert Donston llena los requisitos inherentes a un maníaco que se creedesignado como emisario de las fuerzas del mal. Resultó un sospechosocontemporáneo a las presuntas muertes rituales y resultó varias vecesinterrogado por la policía. Algunos conocidos suyos estaban convencidosde que él era el Ripper, incluida su amante Mabel Collins. Pese a su notoriapropensión a exagerar parece ser cierto que fungió en el cargo de cirujano oayudante de cirujano militar en el ejército inglés y que estudió magia negraen África.

Está comprobado que fue redactor de varios artículos periodísticos queversaron sobre magia y ocultismo. Incluso aseguró en una de esas notashaber «vencido a una bruja», expresión que utilizó a manera de eufemismoporque en realidad la habría matado, en tanto el asesinato no sería cosanueva para este individuo.

Ivor Edwards también subraya otra peculiaridad del candidatoconsistente en que aquél era un paciente del London Hospital deWhitechapel «auto comprometido, en el sentido de que ingresaba y salía deallí cuando quería. Tal privilegio, en extremo peculiar, únicamentedevendría explicable porque tenía seguidores cómplices vinculados a laprofesión médica dentro de ese nosocomio. En su más aventuradaafirmación, el ensayista sostiene que Roslyn D´Onston, previamente aemprender su macabra tarea, confeccionó una detallada cartografía de lascalles del distrito donde planeaba atacar.

Esa diagramación –según aduce– tomó la forma de un símbolo mágico

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sagrado, conocido como Vesica Piscis. Tal diseño fue empleado en obrasmonumentales del pasado de la humanidad y deviene apreciable, porejemplo, en las ruinas de Stonehenge, en la Gran Pirámide de Egipto y enel Templo de Jerusalén.

En su libro, este escritor presenta mapas y fotos del distrito pretendiendoacreditar la existencia de un modelo programado en estos asesinatossimbólicos y ritualistas.

Sin embargo, a despecho de los esfuerzos prodigados por estos modernosensayistas afanados en detectar pistas de ceremoniales oscuros en lasaberraciones de Jack el Destripador y endilgarle el papel de homicidasatánico a Roslyn D´Onston, no cabe sino dejar constancia de que elcriterio mayoritario exteriorizado por los expertos en el asunto concuerdaen que este excéntrico no calza los puntos adecuados para ser reputadocomo un sospechoso de fuste y, por lo mismo, en general, resultadesechada su nominación al efecto.

Como ilustración de tal escepticismo, en cuanto a la trascendencia quecorrespondería asignarle en la saga del degollador victoriano a aquelresidente del London Hospital de Whitechapel, deviene útil transcribir laselocuentes reflexiones vertidas por los especialistas en la materia ColinWilson y Robin Odell:

«…En resumen, Stephenson era una mezcla de fabulador y estafador, y es probableque la mayor parte de los detalles biográficos que presenta en el artículo publicadosean igualmente una mera fantasía. Su iniciación en manos de lord Lytton, los añospasados en una universidad alemana, su servicio como médico en el ejército deGaribaldi y, posiblemente, el título de médico. El doctor Roslyn D´Onston no era másque el ordinario Robert Donston Stephenson, hijo de un hombre que trabajaba en unmolino. El nombramiento en el ejército era probablemente real, puesto que poseía elporte de un soldado, pero es más verosímil que hubiese ascendido, empezando comosoldado raso. Aparte de eso, diríase que Stephenson no era más que un hombre sinéxito. Un tejedor de fantasías…»44

No devendría, sin embargo, tan benévolo el parecer sustentado por otroscríticos respecto a Robert Donston Stephenson.

Así, por ejemplo, el antes citado autor Melvin Harris, en una muy leída ypopular trilogía literaria, postuló que ese hombre realmente fue el auténticoJack el Destripador; idea que igualmente sería continuada y profundizadapor otros comentaristas como el asimismo referido Ivor Edwards.

Harris propondría que Roslyn constituyó un desalmado e implacablepsicópata, cuyas espantosas e indignantes masacres estuvieron motivadaspor la frenética compulsión de llevar a término una ceremonia satánica a lahora de emprender las fechorías. Tal propuesta este ensayista la sugiriórepetidamente a partir de su exitoso y fundacional ensayo The bloody

44 Jack el Destripador. Recapitulación y veredicto, pág. 261.

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truth45 –La sangrienta verdad–, editado en el año 1987.En el mentado libro se conciben a los estremecedores desmanes

acaecidos durante el otoño de 1888 en el East End a guisa de matanzasdiabólicas asignadas a la facturación de Roslyn D´Onston.

Previo a arribar a tal conclusión, el escritor criticaría la autenticidad y elfundamento de otras dos teorías que también buscaron desvelar la esquivaidentidad del mutilador de la era de la Reina Victoria, tal cual configuraronla hipótesis de la conspiración monárquica y la conjetura del médicoasesino, representado por un enteléquico personaje –encarnado por uncirujano ruso introducido en suelo británico por la policía secreta zarista– alcual se designase en esa versión como el doctor Alexander Pedachenko.

Harris alega que la motivación propulsora de las tropelías, así como losdesconcertantes indicios diseminados –aparentemente adrede– en el teatrode las muertes por el matador o los matadores, descartaban que se estuvierafrente a la presencia de asesinatos ordinarios y, por el contrario, denotabanque debía haber detrás de ellos una siniestra organización criminal.

En opinión del aludido ensayista, esta organización estaba imbuída porinfluencias extra naturales, y contaría en calidad de verdugo con el hombreen torno al cual recayeron las más persistentes sospechas durante la épocaen que se produjeron esos repudiables acontecimientos. Aquel individuoresultó el único personaje al cual de manera explícita se lo identificase conlas fuerzas ocultas y con los poderes mágicos; y el mismo no sería otro sinonuestro tan referenciado Robert Donston Stephenson.

Por encima de los diferentes planteamientos que se vienen glosandocabe preguntarse: ¿Qué pruebas eficaces existen de la conexión de RobertDonston Stephenson con los crímenes protagonizados por Jack elDestripador, más allá de las versiones aportadas por la Baronesa Cremers ypor los escritores antes mencionados?

Ciertos documentos acreditan que realmente el sospechoso en algúngrado intervino en la historia oficial del Ripper. A tal fin se alude a unrecaudo extraído del Ministerio del Interior británico donde se acredita,fuera de toda vacilación, que el individuo de verdad se creía cuanto lecontara a Vittoria Cremers y a otras personas.

El instrumento de marras consiste en una carta remitida a Scotland Yardcon fecha 26 de diciembre de 1888 suscrita por una persona que la rubricócomo Rosylin D´Onston Stephenson. En esa misiva sindicaba para el rol dehomicida a un médico internista del London Hospital de Whitechapel, denombre Morgan Davies, cirujano jefe de ese centro quirúrgico, y residenteen el número 9 de la calle King en la plaza Finsbury.

Atento informó el acusador en su denuncia radicada frente a las

45 Harris, Melvin, The bloody truth, Editorial Columbus, Londres, Inglaterra, 1987. A este libro leseguirían: The ripper file, Editorial W.H. Allen, 1989, y The true face of Jack the Ripper, EditorialMichael O´ Mara, 1994.

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autoridades policiales:«…El doctor Davies insistió siempre en el hecho de que el asesino era un hombre de

potencia sexual casi agotada, que sólo podía entrar en acción por medio de un fuerteestímulo, como la sodomía…el mismo es un hombre que odia a las mujeres, aunque seade constitución poderosa (según las líneas de su cara cetrina) y de fuertes pasionessexuales. Sin embargo sus amigos suponen que no toca nunca a las mujeres. Unanoche, cuando cinco médicos se encontraban presentes. Discutiendo tranquilamente eltema del Destripador y rebatiendo sus afirmaciones de que el asesino no hizo estascosas –extirpar vísceras– para obtener muestras de úteros (matrices), sino que, en sucaso, se trataba del impulso de matar desarrollado a partir del deseo sexual, cosa quelos médicos no desconocían, interpretó (de modo que realmente aterrorizó a los cincomédicos) la escena en su totalidad: tomó un cuchillo, “sodomizó” a una mujerimaginaria, la degolló por detrás, y entonces, cuando aparentemente, yacía postrada,la desgarró y a la acuchilló en todos los sentidos en un estado de total frenesí… No fuehasta hace unos días, después de que el director del Pall Mall Gazette me informarapositivamente que la mujer asesinada a quien se le practicó la última autopsia habíasido sodomizada, que pensé ¿Cómo lo supo él? Su interpretación fue la más vívida quepresencié en mi vida…»46

El denunciante culminaba su epístola acusatoria adicionando unapostdata en donde refería haber compartido sus sospechas con el seudodetective George March, que vivía en el número 24 de la calle Pratt delbarrio londinense de Camden Town. Asimismo, les anunciaba que se habíacomprometido a dividir por mitades iguales la ganancia producto decualquier recompensa pecuniaria que, a raíz de la detención del criminal, seobtuviera por información brindada a las autoridades. Incluso añadía unacopia de dicho convenio sobre reparto de hipotéticos dividendos.

Lo grotesco y curioso del caso es que el señalado George March ya habíaacusado, a su turno, a Robert Donston frente a las fuerzas del orden,llevándoles el chisme de que su socio –y no el doctor Morgan Davies–constituía el verdadero criminal y, de paso, reclamando la totalidad de larecompensa para sí. Pero en Scotland Yard hicieron caso omiso de estaúltima delación y no aprehendieron al místico metido a detective, así comotampoco se molestaron en indagar al galeno tildado de homicida por éste.

El inspector Roots de Scotland Yard fue el responsable de producir unconciso reporte de circulación policial interna, donde desestimaron tantolas sospechas expuestas por George March contra Roslyn D´Onston comolas de aquél último sobre la persona del doctor Morgan Davies. Dichojerarca policial calificó a Roslyn de bohemio bebedor y drogadicto que –por encima de tales defectos– era digno de respeto en virtud de suscualidades esotéricas y de sus vastos conocimientos sobre arcanos ocultos.

Se sabía de su obsesión por el caso del Destripador, pero más bien seapreciaba el interés y la molestia que se tomaba, aunque no creyeran

46 Stewart Evans y Keith Skinner, The ultimate Jack the Ripper Soucebook and illustratedencyclopedia, Editorial Robinson, Londres, Inglaterra, 2002, págs. 669 y 670.

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relevantes sus elucubraciones en torno al punto.En todo caso, quedó patentizado que, a las autoridades encargadas de las

pesquisas, el ciudadano denunciado no les despertaba desconfianza, sinoque sólo lo tenían por un extravagante inofensivo.

En cuanto al médico sindicado como factible culpable por la despreciadadenuncia, vale remarcar que el mismo verdaderamente existió y sedesempeñó en el cargo de cirujano jefe del London Hospital deWhitechapel, exactamente tal cual informó su acusador. Pero, más allá desu acreditada existencia, nada avala la denuncia y las sospechas levantadasen su contra. Los ripperólogos han desechado sin reservas al doctor Daviescomo eventual y plausible responsable.

Y es que aunque resultase verídica la pantomima que aquél facultativohabría interpretado en el hospital delante de su místico paciente y de otrosinternos, tal extremo para nada lo incrimina. Todo pudo haberse debido auna broma que el ocio originado por las muchas horas muertas en sutrabajo le indujo a pergeñar, sin imaginarse que algún día habría deradicarse una queja policial en su contra.

Baste con ponderar que si el denunciante resultaba ser nada menos queun enfermo psiquiátrico sometido a periódicas internaciones en el hospicio,le corría razón al cirujano en no preocuparse por las consecuencias que suhistriónica actuación pudiese acarrearle; como de hecho finalmentesucedió, puesto que la policía no le otorgó crédito a la denuncia formulada.

Por otra parte, el único remoto sustento de la acusación podría residir enque las víctimas del homicida en serie del este londinense de verdadhubieran devenido sodomizadas en momentos previos a sufrir sus decesos,conforme Robert Donston pone en boca del galeno Morgan Davies.

En este sentido, corresponde recordar que se ha desestimado enteramentepor los profesionales forenses intervinientes en las autopsias que el ejecutorhubiese consumado relaciones carnales con alguna de las primeras cuatroasesinadas; no habiéndose hallado la presencia de fluido seminal ni otrastrazas atribuibles a actividad sexual en los organismos de las agredidas.

A tal circunstancia cabe añadirle que los ataques se concretaron en la víapública y duraron muy escasos instantes, siendo el interés en diseccionar elmóvil determinante del victimario, y el cual le valdría su abominable ycelebérrimo seudónimo.

Y en cuanto concierne a la última de las víctimas canónicas, Mary JaneKelly –exclusivo caso donde la violencia se produjo en un ámbito cerrado,dentro del espacio de la minúscula habitación que aquella joven alquilaba–,a pesar de que aquí el atacante dispuso de tiempo suficiente para intimarcon la futura difunta, o bien para ejercitar actos de necrofilia sobre sucadáver luego de finiquitarla, tampoco median evidencias de que la féminahubiere concretado el coito con su victimario.

El reporte de la autopsia original confeccionado por el doctor George

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Bagster Phillips se extravió de forma irremisible una vez que durante laSegunda Guerra mundial los bombarderos de la aviación hitleriana dejaranreducido a escombros el edificio de la ciudad de Londres en cuyo interiorse conservaban tales archivos.

Sin embargo, en el relativamente novedoso descubrimiento del informefacturado por el médico forense Thomas Bond, también participante en lamisma autopsia, no se deja constancia de la presencia de semen en elorganismo de aquella occisa; lo cual, en el caso de que así hubierasucedido, parece imposible que no se consignase y se resaltaraapropiadamente, habida cuenta de la gran relevancia de tal dato.

En otro orden, es de tomar en consideración que ninguno de loscadáveres de las presas humanas de acreditada autoría de este homicidasufrió cortes e incisiones, a los cuales se pudiese reputar una aborreciblefirma grabada por un criminal diabólico. Estaban ausentes tajos a cuchillocontorneando en la piel los símbolos tenebrosos de la cruz invertida o de laestrella de cinco puntas –conocida por los nombres de Pentagrama oTetragramatón–, típicos de los ritos demoníacos mortales.

Con relación a mutilaciones y a expresiones gráficas aplicadas poracólitos al satanismo sobre los organismos de sus víctimas, criminólogosmodernos han relacionado:

«…Es importante a los efectos del análisis de la evidencia física, la presencia de losdibujos grabados sobre el cadáver, con aspecto de estrella de cinco punta opentagrama. El Telegramatón o Pentagrama expresa la dominación del espíritu sobrelos elementos de la Naturaleza. Es la creencia de que con este signo mágico se puedenmandar a las criaturas elementales que pueblan las regiones del fuego, aire, agua, ytierra. Ante este símbolo tiemblan los demonios y huyen aterrados. El PentagramaEsotérico con la punta superior hacia arriba, sirve para hacer huir a los tenebrosos. ElPentagrama con la punta hacia abajo, sirve para llamar a los tenebrosos. Puesto en elumbral de la puerta con la punta superior hacia dentro y los dos ángulos inferioreshacia fuera, no permiten el paso a los magos negros. El pentagrama es la EstrellaFlamígera, es el signo del verbo hecho carne. Según la dirección de sus rayos, puederepresentar a Dios o al Diablo. Al Cordero Inmolado o al Macho Cabrío. Cuando elpentagrama eleva su rayo superior, representa a Cristo…»47

En aquello que a la concreta historia de Jack el Destripador afecta, debeseñalarse que únicamente en el caso de una tardía asesinada a quien no sela estima componente del elenco mortuorio del eviscerador; es decir, laveterana prostituta inglesa Carrie Brown, finiquitada en Nueva Jersey,Norteámérica el 24 de abril de 1891, se visualizaron algunos de talessangrientos dibujos impresos sobre su cuerpo inerte.

En fotografías de la autopsia practicada a esa occisa puede apreciarsecon nitidez, encima de la nalga izquierda del cadáver el trazo, ejecutadomediante el uso de un cuchillo –al parecer de hoja muy afilada–, de dos

47 Perfiles Criminales, págs. 391, 392, 393.

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extensos cortes perfilando una cruz; señal intrigante a la cual, quizás, se lepudiese atribuir connotaciones ritualistas reveladoras de que la intención deun secreto ceremonial inflamaba el ánimo del perpetrador.

Si la desventurada Carrie hubiese en verdad sido una víctima delhomicida secuencial del East End habría que desechar de plano a RoslynD´Onston al no mediar ninguna prueba de que por el año 1891 ésteestuviese afincado en suelo de Estados Unidos de Norteamérica.

Y es que el hombre al cual algunos reputaron un peligroso adepto delMaligno, aunque para otros sólo se trataba de un vacuo charlatán, por esasfechas entraba y salía con cada vez mayor asiduidad del London Hospitalde Whitechapel.

Su huella se fue hundiendo lentamente en una penumbra semejante a laque signó toda su existencia.

Oscuridad de la cual sólo lo sacarían ciertos ensayistas modernos en subúsqueda por resolver el enigma criminal más cautivante de todos lostiempos.

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Robert Donston StephensonPara muchos fue un practicante de magia negra,

y también resultó ser Jack el Destripador.

El London Hospital sito en Whitechapel,donde Robert Donston fuera tratado por sus problemas psiquiátricos.

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Joseph Merrick Aleister CrowleyMás conocido como «El Hombre Elefante». Célebre místico que propagaría la versión

Estuvo internado en el mismo hospital y de la culpabilidad de D´Onston Stephenson.tiempo que Roslyn D´Onston Stephenson.

Mabel Collins: Estaba convencida de quesu amante era Jack the Ripper.

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Antiguo símbolo místico-demoníaco:

el «Vesica Piscis».

La cuadrícula marca la distancia en forma de cruz perfecta existente en los lugares de loshomicidios de cuatro de las víctimas. ¿Casualidad o intencionalidad ceremonial?

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Capítulo VII

Jack. El asesino inexistente

«…El copycat o conducta de imitación criminal, es un efecto que se produce en elámbito social, cuando ante la repercusión de un hecho policial, en los medios decomunicación masiva, comienza a imitarse repetidamente, por una o distintas personas,bien la motivación del hecho, bien la metodología empleada. Se trata de un fenómenopropio de la sociedad contemporánea…»48

El fragmento arriba extractado pertenece a los prestigiosos criminólogosargentinos Raúl Torre y Daniel Silva, y representa una acertada definiciónen cuanto atañe al truculento y extraño fenómeno criminal de los asesinospor imitación, también conocidos como copycats –vocablo inglés quenomina a este tipo de matadores–; es decir, aquellos sujetos que victimanreproduciendo en sus ataques un modus operandi y un procedimientoultimador empleado por otros perpetradores que ya alcanzaron triste,aunque persistente, publicidad gracias a la facturación de sus homicidios.

Este anterior concepto –la búsqueda de fama propia aprovechando laajena– reviste crucial trascendencia en virtud de que el delincuenteimitador, por lo general, constituye un individuo con magra autoestima ydeformada visión de sí mismo. De allí que su alterada psiquis lo compele aremedar las sangrientas hazañas protagonizadas por quienes adquirieronnotoriedad con sus fechorías para, de tal suerte, impactar lo máximoposible en la sociedad valiéndose de los medios de comunicación masivos.

Asimismo, a tales delicuentes les estimula la creencia de que lograránescapar impunes tras llevar a cabo sus atentados, en tanto suponen que lacomisión de aquellos se echará en la cuenta de los ocasionados por untrasgresor que la policía viene buscando, y de quien ya se ha diseñado unperfil psicológico, por lo cual barruntan que la atención de los pesquisantesrecaerá sobre otros sospechosos, en vez de enfocarse hacia sus personas.

Aunque esa esperanza suele revelarse vana, igualmente conforma uno delos primordiales móviles que –de atento confesaran algunos copycats unavez capturados– inducen y animan al homicida imitador a entrar en acción.

La definición del fenómeno de la conducta delictiva inspirada en laimitación, que extrapolamos al comienzo de este capítulo, resulta apropiadapara formarnos una idea básica en torno a la cuestión. No obstante, cabría

48 Perfiles criminales, pág. 289.

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poner en duda la última frase de la declaración, donde se afirma que se tratade una situación que opera solamente en nuestra sociedad contemporánea.Y esto último aún cuando no es discutible que el fenómeno del copycatalcanzó mayor difusión –y aparenta haberse acentuado de formaalarmante– en tiempos actuales. Pero no podría dejar de apuntarse que estaaberración criminal se viene verificando desde muy antigua data.

Tanto es así que la imitación asesina podría haber jugado supreponderante rol ya durante los homicidios tradicionalmente asignados alviejo monstruo de la era victoriana, que pasó a la historia de lacriminología bajo el seudónimo delictivo de «Jack the Ripper».

Empero: ¿Es sostenible la hipótesis de que en el caso de Jack elDestripador hubiesen participado sucesivos criminales oportunistas?¿Resulta creíble en verdad que se haya tratado de más de un ejecutor?¿Podrían los victimarios no guardar relación alguna entre sí, desconociendouno la identidad de otro y así sucesivamente?

De haber acontecido tal extremo, el feroz maníaco en cuestión no habría,tal como lo conocemos o creemos conocerlo, existido jamás.

La formulación, de apariencia disparatada, nos recuerda sin embargo queen la figura del anónimo y esquivo personaje confluyen tanto ingredientesde la realidad como de fábula y mitología. Acuden a nuestra mente laspalabras escritas por Alan Moore en el segundo apéndice gráfico de sumagnífico cómic From Hell:

«…La parte más importante de cualquier asesinato es el terreno de la teoría, lafascinación y la histeria que genera. Una diáspora negra, nuestro entusiasmo siniestroe incansable. Cinco personas pobres asesinadas por un agresor anónimo. Esta realidadqueda reducida por el amplio parque temático que desplegamos a su alrededor. Laverdad es que lo importante nunca han sido los asesinatos, ni el asesino, ni susvíctimas. Sino nosotros. Nuestras mentes y cómo bailan. Jack refleja nuestras histerias.Es un receptáculo sin rostro de cada nuevo pánico social… Lo único que sabemos quees real es el complejo fantasma que proyectamos. El verdadero asesino hadesaparecido sin que nadie lo vea, y puede que ni siquiera estuviera ahí para empezar.Jamás hubo un Jack el Destripador…»49

Aquel sujeto al cual se pondera como el ultimador serial porantonomasia, y que conforma el paradigma y el ineludible precedente delos modernos homicidas secuenciales, no habría ostentado nuncavirtualidad propia sino que todo habría resultado una monumentalfabricación a cargo del periodismo, la cual quedaría indeleblementegrabada en el inconsciente colectivo perdurando hasta nuestros días.

Nos encontraríamos –literalmente hablando– frente a la situación de unasesino inexistente, en la medida de que jamás se habría tratado de unúnico perpetrador, sino del accionar independiente, y mediante secuenciasautónomas, de sucesivos criminales quienes fueron remedando en forma

49 From Hell, texto de viñetas de págs. 618 y 619.

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alternativa la metodología y la parafernalia utilizada por un antecesor.La conjetura –de acuerdo quedó dicho– parece no poseer seriedad alguna

pero, inauditamente, devino planteada con mayor o menor asideroprobatorio y desarrollo argumental, aunque siempre con curiosa insistencia.En particular, corresponde tener presente el ensayo formulado por el autorPeter Turnbull bajo el epígrafe de El asesino que nunca existió.50

De conformidad con esta sugerencia aquella atroz retahíla demutilaciones se debió a la eclosión de una peculiar epidemia de victimariosimitadores fomentada por el histerismo generalizado que la prensa provocósobre la población, al magnificar los hechos y poner a circular toda suertede historias sensacionalistas, así como de nociones erradas en torno a lamanera en que se concretaron esos asesinatos.

Lo que dota de factibilidad a la hipótesis radica en que varios artículosde la época los reporteros habrían propalado en distintas ocasiones rumoresfalaces, así como datos equívocos, sobre ciertos aspectos del accionar fatalatribuido al desmembrador. Y ocurre que más de una vez salió la falsainformación de que el asesino había mutilado de tal o cual manera a unamujer e, insólitamente, la nueva víctima presentaría las trazas de las heridaso amputaciones que en esa información mendaz se había descrito.

¿Casualidad o prueba de que esos crímenes fueron obra de imitadores?Aunque, lejos de adoptar la posición tan radical de que Jack el

Destripador nunca existió hay comentaristas que, luego de realizarminuciosos exámenes sopesando las pruebas forenses disponibles,concluyen en quitar a Mary «Fair Emma» Kelly del elenco de presashumanas tradicionalmente endilgado al matador victoriano.

Paradójicamente, la occisa cuyo cadáver soportase las más extensas yhorripilantes laceraciones no habría perecido a manos del mismo psicópataque venía asolando a las meretrices de la capital británica, sino que habríaarribado a su espantoso desenlace debido a la irrupción de un verdugooportunista e imitador; vale significar: un tempranero copycat de la eravictoriana.

Sin ingresar a la especulación que culpa de la muerte de esta mujer a suamante –Joseph Barnett–, lo cual nos proyectaría a la hipótesis quepretende que un asesino «enamorado» o «despechado» configuró elresponsable de las fechorías, resulta válido tener en cuenta suposicionescomo la desarrollada por el escritor Karyo Magaellan.

Este investigador en su libro rotulado: Por las orejas y los ojos. Losasesinatos de Whitechapel51 –cuyo subtítulo podría traducirse al castellanocomo Jack el Destripador y el asesinato de Mary Jane Kelly– proclamaque la existencia de la desdichada Mary se vio tronchada por el puñal

50 Turnbull, Peter, The killer who never was, Editorial Clark y Lawrence, Londres, Inglaterra, 1996.51 Magaellan, Karyo, By ear and eyes. The Whitechapel murders. Jack the Ripper and the murder ofMary Jane Kelly, Editorial Langshot Publishing, Londres, Inglaterra, 2005.

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diestramente esgrimido de un victimario imitador u oportunista.A tales efectos, toma en consideración que la forma y la vastedad de las

mutilaciones apreciables en su cadáver no condicen con la clase deactividad barbárica de la cual hiciera gala el ultimador de las otras mujeresal acometer las precedentes eliminaciones.

Asimismo, se resalta la posición adoptada por el doctor Thomas Bond ensus notas referentes a la autopsia de esta extinta. Dicho profesional forenseno percibió en el matador ninguna especial destreza ni conocimientos deanatomía humana. Empero, este parecer técnico chocó de lleno con loscriterios manifestados en las restantes autopsias por los demás médicosforenses, los cuales fueron contestes en reconocerle al homicida estimablesapiencia clínica y notoria pericia a la hora de emprender las disecciones.

El citado comentarista, a la par que suprime a Marie Jeannette Kelly dela lista fúnebre facturada por Jack y le achaca su óbito al accionar de unimitador, añade a la lista de presas cobradas por Jack el Destripador a Alice«Pipa de arcilla» McKenzie, prostituta violentamente eliminada el 17 dejulio de 1889. A su vez, fustiga al memorandum escrito en 1894 por SirMelville Macnaghten, proponiendo que ese documento devino muyimperfecto y se erigió en responsable de la propagación del mito de lascinco víctimas canónicas que habría incluido erróneamente a Kelly comoúltima asesinada de esa secuencia.

Otros especialistas igualmente han puesto de relieve extrañas situacionesacaecidas en los óbitos de Whitechapel que bien podrían ser explicadasmerced a la participación de ultimadores oportunistas, y sostienen que talesmatanzas de imitación alcanzaron a varias de las muertes atribuidas aldegollador. En consonancia con ello se ha puntualizado:

«…se puede ver información que se publicó acerca de los crímenes que no eraexacta. Si se trata de un nuevo asesinato cometido que contiene características quecoinciden con los detalles de los que se informó ampliamente, pero en noticias falsas,entonces sabremos que algo extraordinario está aconteciendo. Esto es exactamente loque parece haber sucedido con los crímenes de Jack el Destripador, en realidad haybastantes inquietantes similitudes entre los errores que los periódicos localespublicaron acerca de determinado homicidio de Whitechapel y lo que realmenteocurrió en un asesinato posterior de la misma serie…» 52

Tales rarezas se habrían verificado no sólo una vez –lo cual seríacómodo imputar a una casualidad– sino en más de una emergencia, y lacopia del dato falaz devendría tan alarmantemente exacta que desconcertó alos investigadores y avaló la creencia, en apariencia inverosímil, de que uncriminal oportunista verdaderamente podría haber hecho su lúgubre debuten escena.

Tomemos a manera de ejemplo que, por error, tras el homicidio de

52 Norden, Dan, Sin corazón. La prueba de Copycat Killer, Ripper Nottes, número 28, marzo 2008.

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Annie Chapman se dio vuelo a la hablilla de que habían sustraído un riñóny el hígado de esa mujer. Atento pretendía el cronista, el matador no se loshabía llevado consigo, sino que éstos yacían al lado del cadáver. El artículosalió a luz el propio día de acontecido el crimen, y su esparcimiento sedebió al sensacionalista periódico Star. La misma versión sin fundamentofue propalada por el Woolford Times en su edición del 14 de setiembre ypor el Londres Observer el 15 de igual mes.

Las notas de prensa relacionaban de manera errónea, asimismo, que a laoccisa le había sido extirpado el corazón. Ello no fue así esa vez, aunque síestá probado que la sustracción de dicho órgano efectivamente se concretótras el bestial crimen contra Marie Jeannette Kelly.

Este horrible dato, que antiguamente nada más pertenecía a la esfera delas leyendas urbanas, devino corroborado al conocerse el reporte de laautopsia del doctor Thomas Bond, cuyas notas recién fueron recuperadasen el año 1987.

Corresponde explicar que los informes de los otros médicos forensestambién actuantes, doctores George Bagster Phillips y Frederick GordonBrown, continúan extraviados hasta el presente, siendo casi seguro quenunca aparecerán, atento a que el edificio en donde tales documentos seguardaban fue bombardeado y destruido por la aviación alemana en 1940.

Si quien mató a la joven y bella Mary Jane Kelly no hubiese constituídoel causante de la precedente cadena mortuoria, sino que fuese un homicidaimitador, quien tras destripar al cadáver arrancó y se llevó consigo elcorazón de dicha fémina, podría –de conformidad aducen ciertosplanteamientos– haber tomado por fuente de inspiración a los datos falacespregonados en los periódicos sobre el supuesto robo de ese vital órgano enel anterior caso de Annie Chapman.

Y no sólo en rotativos como los ya indicados se aireó la especie de que elverdugo de rameras había sustraído el corazón de la precitada extinta, sinoque los anónimos redactores de correspondencia que pretendía provenir delculpable de las tropelías, se sumaron a la propagación de ese falso rumor.

Entre tales mensajes cabe recordar el contenido en una intrigante tarjetapostal dirigida al comisario de la Policía de la City londinense JamesFraser. En beneficio de la autenticidad que cabría otorgar a dicho recaudopuede alegarse que no está suscrito con el tan manido mote delictivo «Jackthe Ripper», sino que en el extremo inferior del documento –y a guisa defirma– el emisor garrapateó toscamente el contorno de un puñal, eimprimió sobre el flanco derecho de ese bosquejo la poco originalexpresión «My knife» –Mi cuchillo–.

Este hecho se compadece con la circunstancia de que el alias «Jack elDestripador» recién emergió a la difusión pública tras el doble homicidiodel 30 de setiembre de 1888, siendo la remisión de la carta en cuestiónprevia a aquella fecha.

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Debajo de las infantiles caricaturas el emisor se burlaba del comisariodiciéndole que podía preocuparse cuanto quisiera pero que él igualmenteseguiría haciendo su trabajo, puesto que su intención era liquidar a diezmujeres más antes de terminar con el juego iniciado. «No soy un maníacocomo usted dice. Soy condenadamente listo para usted», le advertía.

La trascendencia de tal comunicación no parecería mucha si se atiende aque su tenor resulta incoherente, siendo palmario que se trata de la torpebroma ensayada por un ocioso, al igual que sucediera con la gran mayoríade las epístolas enviadas a la prensa y a las autoridades durante el frenéticofuror desatado a raíz de aquellos dramáticos acontecimientos.

Pero lo que a nuestros fines interesa hacer notar finca en que en la zonasuperior de la tarjeta postal lucen estampadas unas ilustraciones extrañas, asaber: a la izquierda vemos la caricatura de un corazón, al medio el trazadode un redondel con forma de rostro a cuyo costado el redactor apuntó«Pobre Annie»; a la derecha de esa última anotación se visualiza elbosquejo de dos anillos, y a su vera luce la inscripción: «Tengo a los queestán en mi posesión, buena suerte.»

Falta una esquina del matasellos impreso al sobre que protegía esterecaudo y no es visible la fecha de su envío –por lo cual no se puedeestablecer la oportunidad exacta en que se produjo su remisión–, pero eltexto y los dibujos de la tarjeta postal sin duda conciernen a la muerte deAnnie Chapman, de quien se sabía que su ultimador le quitó dos anillosbaratos de latón que aquella portaba y cuyo tironéo para quitarlos leprodujo una abrasión en el dedo anular de su mano izquierda, según sehiciera constar en su autopsia.

Y también –al menos de acuerdo pretende este comunicado– el asesinole sustrajo el corazón a la «pobre» Annie Chapman.

Previo al homicidio de Kelly, aparte de la comunicación señalada, sedivulgaron comentarios alusivos a la presunta práctica del criminal deextraer el corazón de sus víctimas. Tanto en el Lloyd´s Weekly Newspaperdel día 30 de setiembre de 1888 como en el Daily Comercial editado el 1de octubre se aseguró –aludiendo al reciente deceso de CatherineEddowes– que todos los órganos principales de la mujer victimada,incluyendo el corazón y los pulmones, fueron sustraídos del cadáver ycolocados en torno a la cabeza y el cuello de aquella finada.

La versión era cierta en el caso de los intestinos, pero no así de los otrosórganos aludidos los cuales –de consuno acredita la autopsia– semantuvieron intactos dentro del cuerpo. El periódico Freeman´s Journalañadía que la versión trasmitida la había recogido merced a reportessuministrados por la Asociación de la Prensa británica. Esto implica quedichos datos erróneos y sensacionalistas fueron incluidos y pregonados enotro circuito de documentos que llegaron a pertenecer al dominio generalde la población.

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La última comunicación relativa a estos asuntos, editada por losperiódicos previamente al crimen de Miller´s Court, se difundió por elEvening News del 29 de octubre de aquel año. Allí se aseveraba que elultimador había escrito otro mensaje trazado con tiza sobre un muro de lacalle Camplin, previniendo:

«Voy a cometer otro asesinato y enviaré el corazón.»Un día después, en publicaciones salidas en ese mismo rotativo y en la

revista Police Illustrated News, se le adjudicó a la estación de policía delÁlamo el mérito de informarles haber recibido un comunicado amenazantea cargo del presunto culpable, donde éste garantizaba:

«Querido Jefe. Voy a realizar tres asesinatos. Dos mujeres y un niño, yvoy a tomar esta vez sus corazones. Atentamente. Jack el Destripador.»

Antes de dichas fechas, el importante periódico The Times, en su edicióndel 4 de octubre de 1888, puso en conocimiento el tenor de una cartamandada por un anónimo lector que firmó bajo el seudónimo de «Nemo».

En la misiva se proponía que las amputaciones que incluían la extracciónde la nariz, las orejas, y órganos mayores como el corazón, delataban lapresencia de métodos eliminadores utilizados en oriente por chinos yjaponeses. El remitente prevenía acerca del riesgo de que un oriental uextranjero de similares características, de paso por Inglaterra, pudieserepetir sus iniquidades eviscerando y hurtando el corazón de una nuevavíctima.

Analizando el contenido de ese mensaje publicado en el espacio de«Cartas de los lectores», ulteriores comentaristas ponderaron que el emisorde aquellas líneas simplemente había recogido una información fallida,repitiendo los datos falsos leídos en periódicos de fecha anterior. Sinembargo, otros periodistas fueron de la opinión de que la epístola realmenteconformó una burla cuyo autor fue el auténtico homicida, y que allí éste seatrevía a adelantar pistas de sus futuras e inmediatas intenciones mortales.

Deviene muy posible que las menciones equivocadas sobre el hurto deórganos como el corazón, los riñones y el hígado de Annie Chapmanposeyeran su génesis en los comentarios pronunciados por el juez deguardia. El doctor Wynne Baxter, al presidir la audiencia celebrada por elóbito de esa víctima, refirió una versión según la cual a aquella lepropinaron una muerte tan monstruosa –que abarcó vastas mutilaciones– enrazón de un tráfico de vísceras humanas codiciadas en ámbitos clínicos.

La encuesta judicial instruida a raíz del asesinato de Annie tuvo muchaincidencia en la generación del sensacionalismo que iría rodeando a aquellasucesión de crímenes. La especie del tráfico de órganos como móvil de loshomicidios fue recogida por los periódicos, y pronto se extendió al públicocual un reguero de pólvora.

De acuerdo se registrara en una muy dinámica descripción:«… El juez de guardia Baxter, como buen actor, se reservó el “coup de théatre”

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hasta el final, cuando se refirió a los órganos mutilados… –Pero había un mercadopara dichos órganos– continuó el juez de guardia haciendo una pausa para dar másénfasis dramático a sus palabras… La declaración del juez de guardia cayó como unabomba entre la Prensa. Si la teoría del juez de guardia era correcta, todas las demásformuladas con respecto al asesino: El maniático sediento de sangre humana, el devotode la secta pagana que practicaba el sacrificio humano, el matarife martirizado por elamor… todas tenían que ceder el puesto al nuevo candidato…»53

Baxter expuso que las autoridades de una de las más connotadasfacultades de medicina británicas le habían llamado asegurándole disponerinformación de máximo interés para la causa judicial. El magistrado sedirigió a dicha institución donde el vice conservador del Museo Patológicode Londres lo puso al corriente de un espectacular relato.

De conformidad se pretendía, meses previos al óbito de Chapman, unnorteamericano visitó la facultad de medicina rogándole al informante deljuez que le procurase cierta cantidad de órganos, coincidentes con los queposteriormente faltarían en el cadáver de Annie, y ofreció pagarle veintelibras esterlinas a cambio de cada pieza anatómica. El extraño visitanteadujo ser un cirujano que estaba trabajando en un tratamiento para curartrastornos femeninos.

Explicó que su intención radicaba en conservar las muestras orgánicas englicerina, en vez de alcohol, manteniéndolas así en estado flácido a fin deque arribaran intactas a los Estados Unidos. La petición del misteriososeudo médico fue rechazada por los responsables de la facultad demedicina, quienes le contaron la noticia a Baxter, e igualmente por unasegunda institución clínica. El coroner denunció el hecho de inmediato anteScotland Yard.

Hacía su súbita irrupción en este drama, pues, un inédito y extravagantemotivo: el matador actuaba impelido por la necesidad de obtener órganoshumanos para su tráfico con fines terapeúticos y por razones mercantiles.

Tan sórdida posibilidad traía reminiscencias de los antiguos crímenesllevados a cabo un siglo atrás por Burke y Hare, los profanadores decadáveres que llegaron al extremo de asesinar para así aprovechar loscuerpos de sus desgraciadas víctimas, cuyas partes trozaban y vendían enforma clandestina a entidades médicas.

Se ha dicho que estos pérfidos criminales configuraron un ominosoantecedente de Jack el Destripador, e igualmente se ha sustentado que:

«…De haber cometido sus asesinatos en el Londres victoriano, de seguro queWilliam Burke y William Hare habrían sobrepasado la inmortal fama delsobrevalorado Jack el Destripador. Sin embargo, Burke y Hare eran norirlandeses,terrible pecado en el Imperio Británico de la época, cometieron sus crímenes enEdimburgo, Escocia, y en vez de deshacerse de los cuerpos de sus víctimas, no

53 Cullen, Tom, Otoño de terror, traducción de Miguel Giménez Salles, Ediciones Círculo de Lectores,Buenos Aires, Argentina, págs. 93 y 94.

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encontraron nada mejor que vendérselos a la Facultad de Medicina de la Universidadde Edimburgo, donde un tercer personaje, el doctor Robert Knox, comprabaansiosamente estos extraños cadáveres que cada día parecían más frescos para susconcurridas clases de anatomía…»54

En cuanto a las matanzas del este londinense lo cierto era, entonces, queen el correr de aquel tenebroso año 1888 el campo para la morbosidadpública se hallaba adecuadamente fertilizado, en la medida de que en elinconsciente colectivo de los británicos aún estaba fresco el recuerdo de lastruculentas hazañas de aquellos traficantes de cuerpos.

La posibilidad de que se estuviera repitiendo una sordidez similar captóde inmediato la atención de los ciudadanos, y como se trataba de unahistoria demasiado jugosa para desperdiciarla, los periódicos seabalanzaron ávidos sobre ella.

De tal suerte, por ejemplo The Times en su editorial, publicado al díasiguiente de saberse las confidencias relatadas durante la encuesta judicial,conminaba a Scotland Yard a seguir con la mayor diligencia la pistaproporcionada por el jurista, puesto que la esencia de la investigación sefundaba, precisamente, en indicios que las autoridades no habían sidocapaces hasta entonces de detectar.

En virtud de esa razón –alegaba con énfasis el editorialista– representaríauna verdadera pena que dicha línea de búsqueda e investigación también semalograse por culpa de la negligencia policial, como había acontecido conotras pesquisas anteriores.

Polo opuesto del histrionismo exhibido por el coroner Wynne EdwinBaxter, devendría la reservada actitud que adoptase el doctor GeorgeBagster Phillips. Este profesional, quien fungió en calidad de médicoforense en la consiguiente autopsia, se mostró muy reticente a la hora dedeclarar en la instrucción, y manifestó al jurado y al público su opinión deque sería muy peligroso concederle difusión a la prueba proveniente delinforme clínico. Adujo que la revelación de tales pormenores, además deestimular el morbo, pondría sobre aviso al criminal; y se mostró en contrade que el homicidio de Annie Chapman se hubiese debido a un infametráfico de órganos.

El magistrado presionó al forense a fin de que soltara la información sinahorrarse explicar los detalles desagradables atinentes a las mutilaciones ya las extirpaciones de órganos. En vista de la enérgica actitud desplegadapor el jerarca, al cirujano no le quedó otro remedio sino acceder, pero nosin antes requerir que el público fuera retirado de la sala y sólo quedasenpresentes el coroner, el procurador fiscal, y los integrantes del jurado.

Resignado, el juez aceptó ese pedido y ordenó que el salón del tribunal

54 Santander, Gaspar, “Los vendedores de cadáveres”, Diario La Nación, Buenos Aires, Argentina, 23de noviembre 2003, pág. 48.

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se vaciara de particulares, incluidos los reporteros presentes. Pero estehecho determinó que el informe forense no resultara adecuadamentedifundido. Se trató de un acto de discreción y recato que podía justificarseen el contexto de la pacata sociedad victoriana, pero lo cierto fue que talmedida dio pábulo a muchas suspicacias y exageraciones. Nació, a raíz deeste incidente, la hablilla de que el perpetrador le había sustraído varios desus órganos mayores al cadáver de aquella desventurada fémina.

Sin duda aquel cuerpo había padecido una carnicería que abarcó laextracción de piezas anatómicas. Pero no se comprendieron dentro de lasmismas a los grandes órganos como el corazón, el hígado, y los riñones;pese a que cierta prensa pretendió que esos órganos también habían sidohurtados por el psicópata, impelido por una macabra compulsión.

De hecho el reporte de la autopsia, difundido más tarde por la revistamédica The Lancet, dio cuenta de que el abdomen había sido abierto porcompleto, y que un sector de los intestinos fue seccionado de su sosténmesentérico, extraído y colocado al costado del hombro izquierdo delorganismo yacente. Igualmente, destacó que de la región pélvica resultaronseccionados el útero y los ovarios, y que se removieron porciones de lavagina y de la vejiga. Un profundo corte inferido de izquierda a derecha enel cuello de la occisa, completaba la aborrecible y sanguinaria tarea. Lacausa provocadora del sincope cardíaco que la llevó a la muerte –deacuerdo estimó el profesional forense actuante– estuvo determinada poruna masiva pérdida de sangre manada a través de esa herida inicial.

Por consecuencia, la hablilla no devenía veraz en cuanto a la eliminacióny robo de los grandes órganos constituídos por el corazón, los riñones, y elhígado refería, pero lo cierto fue que ya a partir del patético desenlace de«Annie La Morena» la prensa se apoderó del rumor, y lo desperdigó comosi de un hecho irrefutable y confirmado se tratase: El asesino de estasmujeres sustraía tales órganos.

Ese era el convencimiento que imbuía a quienes leyendo los rotativos senutrían con los escabrosos pormenores emanados de estos trágicos sucesos.No obstante, el estropicio infligido a los cadáveres no alcanzaba en larealidad cotas tan pronunciadas en tanto –como quedó visto– no le fueronextraídos grandes órganos a las víctimas, pues ni a Annie Chapman ni aPolly Nichols se le ejercitaron tales extirpaciones anatómicas.

Y no habían sido tampoco quitadas vísceras de clase alguna de lascavidades de Martha Tabram y de Emma Smith, a las cuales los periódicosde la época propusieron como legítimas integrantes del elenco mortuoriodel Destripador. Las vidas de aquellas dos desdichadas fueron segadas demanera diferente a como sucediera con las otras occisas. Aquí losdesenlaces se materializaron por medio de un acuchillamiento frenético enel caso de Martha, y luego de una feroz paliza propinada a Emma.

De hecho, Catherine Eddowes constituyó la primera difunta de aquella

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secuencia de crímenes que sufrió la extracción de grandes órganos. Parajustificar este cambio de acción se ha especulado que, al acometer su insanatarea, el depredador no alteró sin razón aparente su mortífero patrón, sinoque hizo acto de presencia un nuevo homicida, quien al practicar lassustracciones aspiró imitar un acto que suponía ya había tenido cabida enlos atentados precedentes.

Y ocurre que un matador en cadena mute los parámetros de conductapreviamente desarrollados, sin que para ello medie un motivo legítimo, noparece verosímil, si tomamos en cuenta lo que sabemos sobre elcomportamiento de modernos victimarios secuenciales cuyas actividadesfueron objeto de paciente estudio a cargo de criminólogos.

De acuerdo con esta postura, el asesino serial es repetitivo en laritualidad de sus actos. Una vez adoptado un esquema que le parece exitoso–en la medida de que pudo escapar impune tras perpetrar su primeraagresión– lo habitual es que se atenga a esas pautas sin incursionar en actosmuy diversos a los cometidos en el inicial crimen de la secuencia.

Resulta usual que se vuelva más agresivo durante el transcurso deulteriores ataques, pero ese aumento de la violencia no suele implicarcambios drásticos. Por ejemplo, si acostumbra acuchillar a quienes agrede,puede que comience a inferirles mayor cantidad de puñaladas a lassiguientes víctimas, pero no llevará a cabo actos tan diversos como depronto extraerles órganos, decapitarlas, etcétera.

Con referencia al rasgo de los matadores en cadena consistente enreiterar sus actos y sus métodos de manera adictiva, sin evadirse de sulibreto conductual prefijado, peritos forenses han subrayado:

«…Habitualmente, cada criminal de este tipo tiene una especie de ritual y decomportamiento que le son característicos, y que mantiene inalterados durante lasecuencia de homicidios…está largamente aceptado que el asesino serial usa lafantasía como una muleta y que copia ese mecanismo día a día, dependiendo de estasituación…Tan fuerte es esa compulsión que el homicida mata para preservar laadicción, en esencia preservando ese único, persistente mecanismo de copiado(repetición)…»55

En los primeros asesinatos ocurridos en el bajo este de Londres (losperpetrados contra Mary Ann Nichols, Annie Chapman y, quizás también,en los óbitos de Emma Smith y Martha Tabram) se verificaron, durante eldesarrollo de la fase de agresión, actos criminales consistentes enacuchillar, degollar, practicar incisiones abdominales, abrir en canal a lasdifuntas, e incluso –en ciertos casos– se les sustrajo algún órgano menor.

Al sobrevenir el homicidio de Kate Eddowes tiene efecto un cambioconductual, en tanto se le quitaron a esa desventurada uno o ambos riñonesy, tal vez, algún otro órgano mayor. Pero la moderna ciencia criminológica

55 Silva, Daniel y Torre, Raúl, Investigación criminal de homicidios seriales, Editorial García Alonso,Buenos Aires, Argentina, págs. 112 y 113.

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está de acuerdo en que caracteriza a un asesino en serie organizado elhecho de no encarnizarse con los cadáveres, mientras que, en cambio, elhomicida serial desorganizado ejercita una profusa mutilación post mórtem.

Y ello puesto que durante los primeros crímenes de la secuenciaemprendida por Jack el Destripador, no se advertía ese tan intensoensañamiento que se llegó a considerar como pauta definitoria, marca defábrica o «firma» de este criminal.

Vale significar, en sus iniciales avances el perpetrador en realidad casino destripaba, sino que practicaba una menguada o nula laceración a loscadáveres, extremo que –acorde opiniones de la moderna cienciacriminológica– permitiría definirlo como organizado.

Recién una vez acaecido el homicidio de Eddowes, donde medió laextracción de grandes órganos y la realización de extensos cortes faciales,fue que se concretó una mayor rebanación posterior a la muerte; sellocaracterístico o «firma» del accionar de un criminal serial desorganizado.

Tomando en consideración este dato, deviene sorprendente que unultimador secuencial no sólo mute algunos detalles en la ejecución de susmatanzas sino, sobre todo, que tales actos nuevos que añade lo exilien delmencionado esquema de clasificación, pasando de ser un asesino de perfilorganizado a uno desorganizado, atento al inédito y abrupto ensañamientoque comienza a practicar sobre los organismos diseccionados.

Por consiguiente, de atenernos al precedente criterio que postula que unhomicida serial deviene incapaz de modificar los patrones fundamentalesde su conducta –lo cual comprende a los actos inmediatos ulteriores queperpetra sobre la víctima luego de ultimarla–, la extracción de grandesórganos del cadáver de Kate podría justificarse por la irrupción en el teatromortuorio de un nuevo criminal imbuído de afán imitativo.

Un imitador mal informado por la prensa acerca de cuáles actos sádicosinfligía a sus presas el matador al cual remedaba.

Refuerza también la posibilidad de que Eddowes no fuera una víctimadel Ripper, la circunstancia de que junto con su deceso tuvo efecto otracircunstancia excepcional, a saber: la enigmática pintada trazada con tizaen una pared interna de un edificio sito en los números 108-119 de la calleGoulston, en cuyas cercanías se especuló que el criminal arrojó,deliberadamente en el curso de su escape, un fragmento de delantalimpregnado con la sangre de aquella víctima.

Y es que la prensa ya había propalado, sin fundamento, la versión de queel homicida dejaba pintadas similares en los lugares donde asesinaba. Así,por caso, el 10 de setiembre de 1888 –es decir, veinte días previo aproducirse el doble crimen que tuvo por víctimas a Stride y Eddowes– TheTimes hizo circular el rumor de que el ultimador de Mary Ann Nichols,Annie Chapman, y las otras finadas cuyas muertes igualmente se leachacaban, había garrapateado sobre una pared la frase «Mataré cinco más,

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llego a quince y me entrego». Algunos pretendieron que la consigna sedibujó usando sangre de la víctima, y que el muro en cuestión era el delpatio de la calle Hanbury donde eliminasen a «Annie La Morena», pero talcosa no era cierta.

Atento a otra formulación semejante, esta vez pregonada por el DailyTelegraph también ese 10 de setiembre, el mismo mensaje no habría sidograbado en una pared sino redactado sobre un trozo de papel que la policíarecogió de la calle. En igual fecha, otro periódico –Pall Mall Gazette–declaró que la historia era falsa.

Pero ya era tarde para desmentidos, puesto que el comentario habíaechado a correr raudamente entre la población británica. Lo cierto fue queese presunto mensaje no se consignó en el escenario del asesinato de AnnieChapman inferido el 8 de setiembre, y su eventual procedencia –y aún suveracidad– deviene extremadamente dudosa.

No obstante, lo que interesa enfatizar es que por esas fechas se había yainstalado en la comunidad inglesa la idea de que aquel fantasmal verdugo,quien por entonces mantenía en vilo a la opinión pública, había adoptado lacostumbre de redactar esos mensajes, imprimiéndolos sobre los muros decasas y edificios del distrito, donde se refería a los homicidios ocasionadosy anunciaba los que en breve planeaba emprender.

Los reporteros continuaron propalando el rumor de que el perpetradordejaba advertencias trazadas sobre las paredes del distrito, al punto tal deque el 29 de setiembre de 1888 otro rotativo, el Evening Times, anuncióque Scotland Yard había descubierto un comunicado escrito con tiza cuyotexto afirmaba: «Cinco más y me entrego.»

La amenaza iba acompañada de una caricatura en donde se mostraba aun hombre apuntalando con su cuchillo a una mujer. A su turno, en esemismo día el matutino Eco confirmó la especie, añadiendo que la intrigantepintada se había estampado en un muro de la zona de Kingsland Road.

Se explicaría así, atendiendo a este contexto, que un criminal imitador uoportunista pudiera haberse tomado en serio estas noticias sintiéndoseinducido a actuar.

Resulta particularmente impactante el hecho de que a pocos días decobrar estado público la idea de que el victimario elaboraba esos graffitis,Catherine Eddowes fue ultimada por un delincuente que le arrancó sudelantal y lo arrojó al pie de una pared, a modo de indicador de la consignaallí grabada.

Aunque en estudios recientes se cuestiona que la pintada impresa sobreel friso de la calle Goulston configurase en verdad obra del matador –en lamedida de que el grafiti podía haberse escrito tiempo atrás y el delantalmanchado con sangre pudo caer próximo a dicha pared por mera

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casualidad–56, cabe pensar que la policía estimó que el anuncio sí erasignificativo y que configuraba una posible pista dejada adrede por elejecutor, en virtud de la persistente creencia de que aquél tenía la manía deplantar tales mensajes.

Otra notable diferencia apreciable entre el asesinato de Kate Eddowes ylos tres crímenes canónicos precedentes –Nichols, Chapman y Stride– fincaen que el rostro de la extinta resultó mutilado.

Los estudiosos del asunto suelen justificar esa disparidad en la actitudobservada por el criminal, esgrimiendo la opinión de que los homicidasseriales se van tornando más audaces a medida que avanzan en sus ataques,y que necesitan operar cada vez con mayor encarnizamiento impelidos porun irrefrenable crescendo salvaje.

Pero: ¿Si esto no hubiese acontecido así en el caso del Destripador? ¿Ysi el asesino del East End no fue una única persona, sino que los crímenesse debieron a la intervención de sucesivos oportunistas imitadores de loshomicidios precedentes?

Si tal fuera la situación, el ultimador de Kate por fuerza debió –en el actode provocar mutilaciones faciales a esa agredida– obrar remedando laconducta observada por otro agresor, al cual la gente consideraba como elverdadero causante de las muertes que se venían sucediendo.

Lo más inquietante es que tal extremo pudo en verdad haber sucedido.Ocurrió que por las fechas en que cristalizó la secuencia de atentados, otramuerte más –aparte de las canónicas y las de Emma Smith y MarthaTabram– fue asignada a la saña del mismo perpetrador.

Se trató del homicidio de una chica de nombre Jane Beadmoore acaecidoentre la noche el 22 y la madrugada del 23 de setiembre de 1888, en lalocalidad de Birttley Fell, County Durhan, una semana antes de serfiniquitada Catherine Eddowes. En esa emergencia, la fenecida sufrióextensas mutilaciones faciales. Vale significar, se trató de idéntico génerode ataque que precisamente iría a reiterarse escasos días después en elcrimen cometido en la plaza Mitre.

La víctima contaba con veintiocho años, seis más que su matador, unjoven que realizaba trabajos ocasionales. El sujeto, si bien se mostró hábilal imitar los precedentes crímenes del bajo Londres, intentando asídespistar, incurrió en errores muy torpes que facilitaron su captura. Entreéstos se cuenta el hecho de vender –dos días después del crimen– su ropacon manchas de sangre a una tienda de compra al menudeo. A su vez, hubotestigos que declararon haber visto a este hombre con la occisa en losmomentos previos al ataque fatal; y la precipitada huída de la localidademprendida por el sospechoso contribuyó a dejarlo en evidencia.

Sin embargo, lo relevante es que para la prensa el homicidio de Jane

56 Evans, Stewart y Skinner, Keith, Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, traducción de MaríaTeresa de Cuadra, Ediciones Jaguar, Madrid, España, 2003, pág. 208.

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Beadmoore, y el sucedido una semana más tarde en la plaza Mitre, eranfaena del mismo delincuente. Ese convencimiento caló muy fuerte en elpúblico. Tanto fue así que, aunque luego se arrestó al homicida de Jane y sesupo que el responsable era un rufián llamado William Waddell –que habíasido amante de la muchacha y que la mató por despecho–, ese asesinatopudo servir de modelo al consumado contra Eddowes, pues durante largotiempo se echó a la cuenta de los perpetrados por Jack el Destripador.

Por consiguiente, vale enfatizar que ya en la era de la Reina Victoriaexistían asesinos imitadores, y dicho extremo quedó comprobado, entreotros casos, por el crimen de la referida Jane Beadmoore.

Y ello en tanto resulta que, tras su captura, el matador confesó a susinterrogadores haberse inspirado en las muertes que venían aconteciendoen los arrabales del este de Londres. Pero, a la parafernalia de aquellasmatanzas precedentes que imitó, el victimario de aquella joven le añadiríaun nuevo y siniestro ingrediente: las mutilaciones faciales.

Los modernos estudios sobre el comportamiento psicopático asesinocoinciden en sostener que en crímenes particularmente sangrientos, dondepreexiste una relación pasional entre la víctima y el victimario, no resultainfrecuente que el ejecutor infiera tajos en la cara de la persona agredida,para de tal manera «deshumanizarla».

Se trata de un comportamiento habitual en los homicidas violentos queactúan poseídos por el denominado «pensamiento mágico».

Como el matador de Jane era un ex amante suyo, la vinculación pasionalincidió sobremanera. El crimen estuvo motivado por los celos, y por lafrustración que experimentó el sujeto al verse rechazado en su tentativa dereanudar la relación sentimental.

No se trató de un asesinato meramente impulsivo, sino que elresponsable buscó en forma deliberada despistar, y alejar de sí la atenciónde la policía, cuando decidió imitar la operativa del criminal deWhitechapel, procurando que los pesquisantes creyeran hallarse frente aotro deceso más de aquella cadena de agresiones mortales.

Sin embargo, Waddell no copió el cruel acto de rebanarle a cuchillo lafaz a su víctima –menoscabo que no tenía planificado hacer, y que no sehabía efectuado aún en los desquicios del East End–, sino que ese brutalañadido obedeció a un impulso personal. Como el individuo conocía a lamujer y se hallaba ligado pasionalmente a ella, en forma inconsciente, tratóde deshumanizarla al inferir esa desfiguración facial puesto que, segúnconfesaría a sus aprehensores: « No pude soportar cómo me miraba.»

Los cortes deformantes practicados sobre los rostros de las difuntas noparecen justificarse en el caso de los crímenes atribuidos al Destripador,donde se presume que no mediaba relación íntima o conocimiento previode género alguno entre las mujeres agredidas y su atacante.

Es que si la parafernalia y ritualidad criminal ya estaba completa a partir

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del primer homicidio de segura autoría –o sea, el consumado contra PollyNichols–, por más que el accionar del exterminador fuese denotando unincremento en la vesanía desplegada a medida que se sucedían sus ataques,tal encarnizamiento debería haberse reiterado usando la metodologíaprecedente. Las mutilaciones faciales, por consiguiente, implican uninsólito agregado –y una macabra novedad– que se evade enteramente delpsicopático libreto exhibido hasta entonces por el despiadado ultimador.

Atendiendo a estos factores, y considerando que el óbito de la juvenilJane Beadmoore se presentó al público como otra mortal tarea del mismoresponsable de la nefasta retahíla mortuoria de Whitechapel, la tesis deldebut de un copycat, como responsable de la mutilación facial infligida aCatherine Eddowes, gana innegable atractivo y fuerza.

Cuando esta mujer cayó abatida bajo el cuchillo del psicópata que laeliminó, ya había cobrado estado público la creencia de que el especialistaen matar rameras las finiquitaba aplicándoles un profundo corte deizquierda a derecha en sus cuellos; luego las abría en canal para extraerórganos y, como último acto, mutilaba sus rostros. Todo ello atento a habercirculado ampliamente la mendaz especie de que a Annie Chapman se lehabía infligido ese desmedro, y a la realidad de que a Jane Beadmoore se lecausaron tales heridas en su cara.

De aquí que el 30 de setiembre de 1888, a sólo siete días de la muerte deaquella última mujer, todos quienes seguían expectantes a través de laprensa los avatares de los crímenes daban por descontado que el asesinatode Jane igualmente había resultado obra del mismo victimario.

Eso también pudo pensar el asesino imitador que ultimó en la plazaMitre a la infeliz Eddowes, y que se encarnizó con su rostro.

Otro aspecto que torna a este salvaje crimen extrañamente diferente aotros catalogados como clásicos asesinatos perpetrados por Jack elDestripador, estriba en la descripción proporcionada por testigos respectode los rasgos faciales de la última persona advertida en compañía de lavíctima, momentos antes de operarse su luctuoso desenlace.

En la emergencia de Catherine, la desventurada fémina fue vista encompañía de un hombre, instantes previos a su asesinato, al menos por trestestigos. El testimonio primordial lo rindió un emigrante húngaro denombre Joseph Lawende, quien le aportó a la policía minuciosos detallessobre el aspecto del eventual responsable del crimen.

Pero la descripción que Lawende formuló de la fisonomía del posibleejecutor para nada concuerda con otras descripciones de sujetos avistadoscon las demás víctimas en los momentos próximos a sus muertes. Informóque, a eso de la 1 y 35 de la madrugada del 30 setiembre, observó hablandocon Kate a un hombre en la entrada cubierta del Church Passage queconducía a la plaza Mitre. Diez minutos después de ese avistamiento lamujer ya estaba muerta.

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Por todo cuanto venimos apuntando, la suposición de que en los óbitosimputados a Jack el Destripador participaron en forma alternada diversosasesinos imitadores u oportunistas estaría respaldada por argumentosinteresantes, e información muy concreta, que no podría desestimarse a laligera, y tal creencia ha sido postulada por varios autores.

Está planteada la hipótesis extrema esgrimida por Peter Turnbull, dondese sustenta que la totalidad de los decesos atribuidos a la mano de unmismo perpetrador fueron, sin embargo, tarea de diversos copycats. Estoimplica propugnar que nunca se trató genuinamente de crímenes a cargo deun exclusivo homicida en serie; o sea, dicho en otras palabras, Jack fue unasesino inexistente.

Se han ofrecido, asimismo, formulaciones como la sugerida por KaryoMagaellan donde se exilia a Mary Jane Kelly del listado tradicional devíctimas adjudicadas al Destripador y, asimismo, la propuesta por DanNorden que bucea en la posibilidad de que los dos últimos crímenescanónicos no pertenecieran a la facturación del victimario iniciador de lasecuencia fatídica.

Similar a estas últimas posturas, no tan drásticas en la negación de laexistencia de Jack the Ripper, resulta aquella donde se sugiere que otro delos homicidios presumiblemente indiscutidos –el de la veterana prostitutade origen sueco Elizabeth Stride– se debió a la irrupción en escena de unasesino oportunista e imitador que la habría ultimado valiéndose del caos yde la histeria imperantes. Varios expertos han destacado la posibilidad deque la mujer conocida por el mote de «Long Liz» no constituyese enverdad una de las presas humanas de aquel elenco.

Como ejemplo de tal duda, cabe mencionar a Stewart Evans y PaulGainey, autores que listan el capítulo séptimo de su investigación Jack theRipper. First american serial killer 57 –Jack el Destripador. Primer asesinoserial americano– con el interrogativo título de A double event? – ¿Undoble evento?– para enfatizar así el escepticismo que les merece lainclusión de aquella a quien tradicionalmente se catalogó de ser la terceravíctima canónica en la lista del verdugo victoriano.

Entre otras diferencias con las demás muertes, recalcan que aquí elfallecimiento de la mujer se produjo en una zona iluminada y concurrida,cerca de la entrada de un club político donde se venía desarrollando unaanimada sesión; extremo que contrasta con la búsqueda de lugares oscurosy discretos por los que optó el célebre depredador para asestar los otrosfatídicos golpes.

También difería el tipo de cuchillo esgrimido para segar la garganta de laoccisa con el arma que fuese utilizada en las demás oportunidades. A suvez, aquí no medió estrangulación manual previa.

57 Jack the Ripper. First american serial killer, capítulo 7, págs. 76 a 95.

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Y, por supuesto, tampoco estaban presentes las mutilaciones ni lasextracciones de órganos observables en el resto de las agresiones, pese aque no está acreditado de modo fehaciente que el ultimador se hubiesevisto interrumpido en su labor. Lo cierto fue que los testigos deponentes nosorprendieron al asesino in fraganti sino que, o bien describen un ataqueprecedente –a empujones– contra la mujer, o bien se toparon con el cadávercuando el culpable ya había abandonado el teatro del crimen.

Los citados escritores, aparte de asegurar que Elizabeth Stride no fueasesinada por el Destripador, insinúan saber quien fue su victimario.Conforme pretenden estas especulaciones, el matador imitativo estaríaclaramente identificado, pues el fenecimiento de esta prostituta se sospechóque constituyó obra de su amante de aquel momento, un belicoso irlandésllamado Michael Kidney.

Este individuo, cuyo apellido rememora inquietantes evocaciones en loscrímenes de Jack el Destripador –porque equivale a «riñón» en lenguainglesa– en verdad exhibió un comportamiento tan asombroso que despertójustificada suspicacia en investigadores ulteriores; aún cuando debeadmitirse que no fue reputado sospechoso por la policía de la época. Sinembargo, tanto sus declaraciones inmediatas al violento desenlace, cuantosus actitudes posteriores, dieron pábulo a acentuados recelos.

De ser veraz la conjetura de que dicho hombre fue el victimario de sunovia, no cabría dudar interpretó a entera satisfacción el papel de inocente,como si de un buen actor aficionado que supo cubrir hábilmente sushuellas, se hubiese tratado.

Por ejemplo, habría sabido fingir indignación frente a la incompetenciade que hacía gala la policía a la hora de desenmascarar al culpable de lamuerte de su amada Elizabeth.

Atento se nos cuenta en una descripción de este evento:«... Michael Kidney, el irlandés con el que Liz la Larga había pasado los últimos

años de su vida, entró en la comisaría de la calle Leman, a la noche siguiente de haberreconocido el cadáver. Estaba completamente borracho. Llevaba las ropas destrozadasy el rostro magullado como si hubiese sostenido varios pugilatos en una taberna, perose hallaba revestido de la dignidad del gladiador que acaba de ser atacado por losleones. Asiendo al sargento de servicio por las solapas, el irlandés pronunció una delas frases más extrañas, indicadoras de un intenso dolor: Si hubiesen asesinado a Liz laLarga en mi distrito, yo ya me habría matado…» 58

Tal vez la especialista que más ha argumentado acerca de la posibleculpabilidad de Michael Kidney fungiendo en el rol de matador imitativoresulte A. P. Wolf, quien manejando ingeniosas razones postuló lacandidatura de dicho individuo en su excelente ensayo Jack. The myth –Jack. El mito–. 59

Entre otros extremos, aquella comentarista hace hincapié en que la

58 Otoño de terror, págs. 133 y 134.59 Wolf, A.P, Jack. The myth, Editorial Robert Hale, Londres, Inglaterra, 1993.

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escena supra extractada tuvo lugar el 1º de octubre de 1888, un día despuésdel asesinato de Elizabeth Stride, pese a que en realidad por entonces lapolicía todavía desconocía cuál era la identidad de la mujer victimada.

Por consecuencia, el incidente provocado en la comisaría de la calleLeman, donde tan histriónicamente Kidney manifiesta su desazón echandoen cara a los agentes policiales lo ineficaces que eran por no descubrir alejecutor de su amante, es valorado como una de las más firmes pruebas dela responsabilidad que le cabría al sujeto.

Y es que la exacta identidad de la occisa no devino revelada al públicosino transcurridos varios días después de la agresión del 30 de setiembre de1888, lo cual implica que al día entrante se proseguía aún sin conocer dequien se trataba.

¿Cómo pudo saber en aquel momento este hombre que la todavíaanónima víctima del Destripador no era otra sino su amante Long Liz? Y,más aún: ¿Cómo podía saberlo si al declarar en interrogatorios posterioresreconoció que desde días atrás, a raíz de una disputa, se encontrabaseparado de ella?

Otros autores justifican que era factible, no obstante, que MichaelKidney se hubiese enterado de la muerte de su ex concubina, porintermedio de los rumores que de boca en boca se esparcían entre la gentede los bajos ambientes de la capital y, atento a ello, ese conocimientoanticipado del hecho que demostró poseer carecería de valor decisivo a lahora de incriminarlo.

En tal sentido, Alan Moore acota que la experiencia referente ahomicidios consumados en asentamientos urbanos acredita que los rumorescallejeros a menudo se muestran más acertados, y son más avanzados, quela información manejada por la policía en el decurso de sus indagatorias.Opina que como la comunicación sólo es posible entre iguales, debetomarse en cuenta que todos quienes poblasen el East End durante aqueltrágico período debían contar con sobrados motivos para esconderinformación –e inclusive mentirle a la policía si eran interrogados–, peroentre ellos la historia trasmitida sería muy distinta.

Para este experto, el retraso oficial en identificar a la inicial de las dosvíctimas del 30 de setiembre como Elizabeth Stride en absoluto implicabaque los habitantes del distrito no supiesen, prácticamente a partir de losprimeros momentos de acaecido el crimen, de quien se trataba la difunta.

Y es que la mujer era una muy conocida prostituta local, razón por lacual siendo aquel hombre su pareja habitual y, eventualmente, suproxeneta, resultaría lógico suponer que debió ser una de las primeraspersonas en tomar conocimiento de la terrible desgracia recaída sobre sucompañera o pupila.60

60 From Hell, apéndice comentario a viñetas de págs. 283 y 284.

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Asimismo, vale destacar que la hipótesis de que en el caso Ripper nooperó un único homicida en serie no sólo se sustenta en la idea de que losasesinatos se debieron a la intervención de sucesivos criminales imitadores.

Al homicida secuencial de Whitechapel igualmente se lo podríaconsiderar como un asesino inexistente si los crímenes los hubiesecometido un colectivo de matadores, actuando en forma mancomunada yparticipando activamente de un complot. La teoría de que una solapada yextendida conjura o conspiración posibilitó aquellas barbaries tuvo supunto de máxima divulgación desde el año 1976, merced al ensayo delescritor Stephen Knight con Jack el Destripador. La solución definitiva,61

pero experimentó elocuentes variaciones.En puridad, la propagación masiva de esa idea se debió al aporte, en

porciones semejantes, de declaraciones formuladas en el mes de noviembrede 1970 por el anciano médico Thomas Stowell a la revista TheCriminologist, y a ulteriores comentarios vertidos, en el año 1973 duranteun programa emitido por la cadena televisiva B.B.C de Londres, porJoseph Gorman, pretendido hijo natural del aplaudido pintor eduardianoWalter Richard Sickert.

La figura del Príncipe Edward interpretando al feroz criminal pudo habervisto su estreno incluso antes de ser publicitados los dichos de aquelcirujano, aún cuando su efectiva difusión mediática devino muy restringida.

Acerca de este punto se ha advertido:«…Con respecto al Príncipe Alberto, la primera vez que se lo señala como

sospechoso es en el libro Eduardo VII publicado en 1962 y cuyo autor es PhilippeJullién. Más tarde el Doctor Thomas Stowell publicó un artículo en 1970 acusando alPríncipe Alberto de ser Jack el Destripador, basando su teoría en algunos documentosde su médico personal, Guillermo Gull, quien habría estado tratando la enfermedad. Enellos se narraba que su paciente sufría una grave inestabilidad emocional por sustendencias homosexuales y que se estaba volviendo loco, por eso, con la intención devengarse, habría cometido los asesinatos de Whitechapel…»62

Pero lo cierto es que haya sido el galeno Thomas Stowell el inicialpropagador de la teoría conspirativa, o tal mérito le cupiese al supra citadoPhilippe Jullién, lo relevante estriba en que en sus primigenios momentosno se hablaba de un equipo de asesinos conjurados, sino de la intervenciónfatal, como figura primordial y exclusiva, del Príncipe Albert Víctor;también poseedor del título nobiliario de Duque de Clarence y Avondale,nieto de la Reina Victoria y fallido aspirante al trono inglés.

Tal vez fuera verídico que «Eddy», según se lo apodaba a nivel popular,hubiere contraído de resultas de su trato sexual con meretrices una

61 Knight, Stephen, Jack the Ripper. The Final Solution, Editorial George Harrap, Londres, Inglaterra,1976.62 Retamar Sala, Salvador, Grandes conspiraciones, misterios y asesinatos, Ediciones Lea S.A, BuenosAires, Argentina, 2007, pág. 25.

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enfermedad venérea incurable –moriría a consecuencia de ella en 1892–, yel afán de venganza lo cegaría en tan alto grado que se transformaría enexterminador de las responsables de su mal.

Ya se disponía de un culpable de sangre real. Pero la idea se iríaperfeccionando hasta decantarse más adelante en la tildada «teoría de laconspiración monárquico-masónica», que llegó a incluir a variopintospersonajes socialmente encumbrados, y cuyo máximo representantedevendría el médico imperial doctor William Whitey Gull.

Este verdugo estaría secundado, a la hora de emprender susabominaciones, por el cochero John Charles Netley, y contaría con lacolaboración, y/o vista gorda, a cargo del máximo jerarca de la PolicíaMetropolitana, general Charles Warren, y de su inmediato segundo en elmando, el doctor –luego Sir– Robert Anderson. Igualmente, participaría enla trama el primer ministro de la Corona, Lord Robert Salisbury e,indirectamente, hasta la mismísima Reina Victoria.

Debe subrayarse que la pertenencia a la masonería del mayor exponentepolicial de la época de los crímenes, Sir Charles Warren, así como delmédico de la casa real británica doctor William Gull, ha sido plenamenteconfirmada por fuentes masónicas que, lejos de negar la calidad demiembros que los mismos ostentaron, se refieren elogiosamente a lasprendas personales y a las obras realizadas por ambos hombres.63

Empero, la pertenencia a esta logia no fue refrendada en el caso de SirRobert Anderson, y quedó descartada respecto del entonces primer ministroLord Robert Salisbury, a quien sólo en la formulación originariadesarrollada por Stephen Knight se lo sindicó como masón, pero talatribución no se corroboró en las reediciones de ese libro, donde hasta seadmitió en forma expresa que ese dignatario no integraba dicha comunidad.

También se habló de la activa presencia de otro individuo que interveníamás o menos solapadamente. En general, el tercer participante directo en elpresunto complot se entendió –por sugerencia de Stephen Knight– que eraWalter Sickert, el ya mencionado pintor impresionista, quien por eseentonces contaba con sólo veintiocho años, y aún estaba lejos de alcanzar lamerecida fama artística que lo engalanaría tiempo más tarde.

En todas las emergencias se mantenía constante un núcleo temático en lahistoria. La trama consistía en que el Príncipe Albert Víctor –en estasposteriores versiones al libro de Knight– ya no era postulado como elsiniestro demente perpetrador de los asesinatos. Únicamente seríapropuesto para representar el rol de atolondrado e inexperto joven que selió con una sensual dependiente de comercio llamada Annie ElizabethCrook con quien se casó en secreto en una iglesia católica –en respeto a lafe que la chica profesaba–, la cual engendró una hija del futuro monarca;

63 Ridley, Jasper, Los Masones, La sociedad secreta más poderosa de la tierra, traducción de EduardoHojman, Ediciones B, Buenos Aires, Argentina, 2006, pág. 392.

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criatura con derecho a erigirse, con el tiempo, en la reina de Inglaterra.La difusión de tan bochornoso escándalo, y el correspondiente alboroto a

que daría cabida su descubrimiento, debían ser evitados a cualquier precioy, por lo tanto, intervino la Policía Secreta separando por la fuerza a lapareja. Se enclaustró a la infeliz esposa del príncipe en un manicomio,pretextando que se trataba de una demente violenta.

A fin de no dejar testigos del peligroso secreto con vida– en tanto lasvíctimas del desmembrador eran amigas de la malograda Annie Crook– selas eliminaría, del modo tan cruel que la historia registra, inventando losconjurados la tenebrosa figura del Destripador, a quien presentaron comoun único y desquiciado criminal. De tal manera, burlaron a la opiniónpública que jamás alcanzó a enterarse de que Jack the Ripper no representósino una falacia, tras de la cual se encubría a un asesino inexistente.

Libros aún más posteriores, pretendidamente de no ficción, incluyerondentro del listado de homicidas conspiradores, además del doctor Gull y delcochero Netley, a personalidades del encumbrado calibre de los políticosLord Randolph Churchill (padre del líder Winston Churchill) y LordRobert Salisbury. También se sumó al preceptor de facto del PríncipeAlbert Víctor, un abogado y poeta que terminó sus días en un hospiciopsiquiátrico: James Kenneth Stephen.64

Y, en igual orden, creaciones declaradamente novelescas adoptaroncomo eje narrativo eventuales conspiraciones o conjuras para explicar losasesinatos de 1888. Así, por ejemplo, la exitosa novelista notoria bajo elpseudónimo literario de Anne Perry hará caudal de la manida teoríaconspirativa:

«…si era cierto que el duque de Clarence se había casado con Annie Crook, fueracual fuera la forma que hubiere tomado la ceremonia, y había una hija de por medio,no era de extrañar que ciertas personas hubieran sentido pánico y tratado demantenerlo en secreto. Al margen de las leyes de sucesión al trono, el sentimientoanticatólico que se respiraba en el país era bastante intenso, y la noticia de tal alianzahabía bastado para sacudir la monarquía, ya frágil en esos momentos. Pero si salía aluz que los asesinatos más horribles del siglo habían sido cometidos por simpatizantesmonárquicos, tal vez hasta con el consentimiento de la familia real, estallaría larevolución en las calles, y el trono sería arrasado por una marea de indignación quepodría llevarse consigo también al gobierno. Lo que resultaría de ello sería extraño,desconocido y difícilmente mejor…»65

A su turno, el escritor Iain Sinclair, cuya surrealista novela WhiteChappel. Trazos Rojos inspiraría a Alan Moore para dar génesis a suexcelso cómic, retomó la idea de la existencia de un complot criminal en laconcreción de los homicidios victorianos, y de la consiguiente

64 Fairclough, Melvin, The Ripper and the royals, Editorial Dukworth, Londres, Inglaterra, 1991.65 Perry, Anne, El complot de Whitechapel, traducción de Aurora Echevarría, Ediciones Debolsillo,Buenos Aires, Argentina, 2004, pág. 223.

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multiplicidad de asesinos fungiendo en la historia del Ripper:«…En nuestro estado desquiciado no estamos interesados en seguir detalles o en

hacer conexiones lógicas. Lo sabemos todo. Cerramos los ojos: Masones, Clarence,Druitt, conspiración, asilo. Todo lo que importa es la metáfora básica: tres hombres.Sickert el pintor, Netley el cochero, Gull el doctor. Si la ecuación se resuelve, entonceses verdad. El pelo se eriza en el cuero cabelludo, una especie de reconocimiento,nombres conocidos. Simplemente se confirman. Nos obligamos a concentrarnos en lasvoces remotas y ridículas… Admitimos que hubo cinco prostitutas asesinadas por SirWilliam Gull, o por orden de él. Un carruaje se vio involucrado, y un cochero JohnNetley. El tercer hombre sigue siendo un enigma, una cara indefinida. Los hechostuvieron lugar entre agosto y noviembre de 1888, en un escenario determinado,Whitechapel…»66

Deviene indudable que en la hipótesis de la conspiración los elementosverídicos y los fabulados se entremezclan, y se torna harto engorrososeparar los unos de los otros. Como típico ejemplo de tal cruzamiento entrela realidad y la ficción, vale mencionar al destino final que habría padecidoel facultativo sindicado de ser el múltiple homicida de Whitechapel deacuerdo con tales especulaciones: el reputado galeno Sir William Gull.

En la edición del periódico estadounidense Chicago Sunday Times-Herald correspondiente al 28 de abril de 1895, se difundió un relatoatribuido a un cirujano de origen estadounidense que trabajaba enInglaterra, Benjamín Howard, sobre la gestión que habría realizado unoficial del Scotland Yard en compañía del médium Robert James Leesapersonándose en la mansión de un prestigioso facultativo –aunque noaclaraba que se tratase del doctor Gull– a quien el psíquico acusaba de serel Destripador en virtud de visiones experimentadas.

Pero el ítem más interesante de esta narración reside en el presuntoproceso que la orden masónica habría celebrado contra aquel médico porhaberse excedido en su celo provocando las horribles muertes que poníanen peligro a dicha hermandad, en caso de descubrirse que un integrante dela misma era el responsable de la matanza.

Aunque el doctor Howard negó indignado haber facilitado lainformación, lo cierto fue que se extendió al público la especie de queefectivamente dicho cirujano estuvo presente en el juicio secreto, donde unjurado compuesto por ocho doctores francmasones decidieron el destino desu correligionario.

Se pretendió que la drástica determinación consistió en forzar lainternación del acusado en el hospital psiquiátrico de Islington, al tiempoque se anunciaba su fallecimiento y se fingía el sepelio del viejo cirujanomediante una discreta ceremonia fúnebre donde, en sustitución de uncuerpo, el ataúd cerrado que se sepultó portaba pesadas piedras en su

66 Sinclair, Iain, White Chappel, Trazos Rojos, Editorial Sudamericana, traducción de Matías SerraBradford, Buenos Aires, Argentina, 2004, págs. 61 y 65.

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interior. A su vez, el aún vivo Sir William resultaría recluido, a la fuerza yguardándose el mayor silencio, en el ya referido manicomio bajo el falsonombre de Thomas Mason, siendo registrado como el interno número 124.

Se lo mantendría incomunicado hasta 1896, año en el cual acaecería suverdadero óbito. Su cadáver sería trasladado al cementerio familiar en lalocalidad de Thorpe Le Soken, bajo cuya cripta yacen -atento se aduce-tanto el féretro relleno con piedras, cual aquél que contiene los restosmortales del desquiciado galeno que habría sido el nunca descubiertoasesino Jack el Destripador.

¿Realidad o fantasía? O tal vez un poco de cada ingrediente. La historiade Jack the Ripper considerado una multiplicidad de asesinos, y –por lomismo– inexistente como unidad, se presenta tan inverosímil como lahipótesis de que estamos frente a un criminal que nunca existió porquejamás hubo una secuencia de crímenes cometidos por el mismo sujeto, sinoque siempre se trató de homicidios independientes causados por la vesánicay enfermiza ferocidad de sucesivos imitadores.

No obstante, muchos inquietantes hechos siguen sin encajar en formadebida, y sin tener una razonable explicación, según hemos advertido en eltexto de este capítulo.

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Joseph Lawende Extraña postal alusiva al crimen de Annie Chapman,Fotografía del principal testigo del indicando que se habría hurtado el corazón de dichahomicidio de Catherine Eddowes. occisa, rumor falso pero muy en boga por entonces.

Jane Beadmoore: Víctima de un homicida imitador.Al principio se creyó que esta joven había sido ultimada por el demonio de

Whitechapel, pero luego la policía apresó a su verdadero ejecutor.

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Mutilaciones faciales curiosamente semejantes enlas víctimas Jane Beadmoore y Catherine Eddowes.

Elizabeth Stride. Michael Kidney: concubino de « Long Liz».¿Fué asesinada por un copycat?

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Juez Wynee BaxterSugirió la posibilidad de que el

criminal mataba para traficar órganos.

Doctor George Bagster PhillipsDiscrepó con el Juez Wynne Baxtersobre la idea del tráfico de órganos.

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Lord Randolph ChurchillNi el padre del glorioso Winston se libró dela acusación de ser un destripador conjurado.

La Reina Victoria dio su visto bueno alos crímenes según la «teoría de la conspiración».

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Capítulo VIII

Jack el Destripador:Las nuevas teorías

Elizabeth Williams, alias «Lizzie», esposa del reputado médico galés dela casa real británica John Williams, es la última candidata ofrecida paraocupar la esquiva identidad de Jack el Destripador en su versión femenina.Así se sostiene en un libro que apareció en el año 2012 donde, conperegrinos argumentos, se la postula como homicida de las prostitutasmutiladas en Whitechapel durante el otoño europeo de 1888.67

Se pretende que Lizzie disponía de algunos esenciales conocimientos deanatomía y de disección gracias a ser cónyuge de ese connotado cirujano, yque sus móviles para asesinar y amputar fincaban en el cerril odio quesentía hacia las meretrices, porque éstas podían concebir hijos mientras queella era infértil. Asimismo, se sugiere que la víctima Mary Jane Kelly eraamante de su marido, etcétera, etcétera.

Vale decir, todas las alegaciones esgrimidas a fin de fundar laresponsabilidad de esta señora carecen de cualquier base, devienendisparatadas, y en verdad cuesta creer que la formulación hubiera circuladocon tanta insistencia en la prensa y a través de internet, a despecho detratarse de una hipótesis tan absurda.

Debe subrayarse, no obstante, que no deviene novedoso culpar a unamujer de haber sido el victimario serial del este de Londres. Estasconjeturas siempre han sido estrafalarias, y en este caso la proposición nose volvió diferente de otras antiguas nominaciones también ridículas.

Viendo la fotografía de la cónyuge del galeno John William, yadvirtiendo su frágil constitución, bastaría con ello para descartarla cómoplausible responsable. Pues si algo caracterizó al brutal matador en cuestiónes que debía tratarse de una persona que gozaba de notable vitalidad y degran enjundia muscular.

67 Morris, John, Jack the Ripper: The hand of a woman, Editorial Seren Books, Dublín, Irlanda, 2012.

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Cabe recordar que, precisamente, el tema de la fortaleza físicadesplegada por quien perpetró los ataques conformó uno de los débilesargumentos aducidos a fin de culpar –años después de su ejecución– a unajoven británica contemporánea a los crímenes de Jack el Destripadorllamada Mary Eleanor Pearcey. Esta muy peligrosa fémina consumó sushomicidios en el año 1890, llevando a término el despiadadoacuchillamiento de la esposa y de la hija del hombre que era su amante.

El 23 de diciembre de aquel año Pearcey, contando a la sazón con sóloveinticuatro años, subiría al cadalso de la prisión de Newgate expiando laculpa impuesta por sus violentos crímenes. Las fotografías que de ella seconservan la retratan como una chica delgada, de rostro poco agraciado yhombruno, en el cual resalta una amplia y prominente dentadura.

Se llevó a la tumba varios secretos. Entre éstos, el motivo que laimpulsó a realizar un críptico mensaje que, en periódicos de Madrid,España, su abogado hiciera publicar en cumplimiento de la última voluntadmanifestada por su defendida. El texto de dicho comunicadomentaba: «Para M.E.C.P último pensamiento de M.E.W. No te hetraicionado». Esta extraña acción de la condenada a muerte se interpretócomo un aviso dejado a un cómplice, haciéndole saber que –pese a laspresiones recibidas – mantuvo la boca cerrada, y no delató ante la policía laparticipación de aquél en los asesinatos que la enviaron a la horca.

Nunca se acusó formalmente durante su proceso penal a Mary EleanorPearcey, la asesina de la época victoriana, de haber sido lapretensa criminal destripadora. Su postulación para tan oscuro cargoexclusivamente se debió a especulaciones ulteriores a su trágico deceso.Muy escasos puntos en común guardaba la personalidad de aquellamalograda joven con las características personales, y con el modusoperandi que cabría atribuirle a la ficticia Jackie la Destripadora.

Entre otras razones, la ejecutora a la cual venimos refiriendo no era unaobstetra, ni mantenía vinculación con la profesión médica. Sus delitosestuvieron, puntual y claramente, inspirados en los celos y en el ciegoanhelo de quedarse con el amante de su víctima, eliminando de paso a lahija de aquella para no dejar potenciales testigos con vida.

Dicho rasgo la coloca dentro del elenco de victimariosdenominados spree killers -homicidas itinerantes u ocasionales-; categoríadiversa a la de los asesinos seriales a la cual, sin la menor vacilación,pertenecía el metódico ultimador de meretrices que operó desde agosto anoviembre de 1888 en el sector este londinense.

Al ser consultado con respecto a su opinión de quién podría ser elasesino, Arthur Conan Doyle, creador del extraordinario detective SherlockHolmes, expresó creer que una mujer podía ser la causante de las muertes.

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Tan sólo una fémina representaría la solución apropiada para unasumatoria de preguntas que se formularon las desconcertadas autoridadespoliciales de entonces, tales como: ¿Qué clase de persona habría podidodeambular sola, sin despertar sospechas en las sórdidas noches del este deLondres, cuando se llevaron a cabo los crímenes? ¿Qué individuo podíahaber transitado aquellas callejuelas con las ropas manchadas de sangre y,aun así, haber pasado inadvertido? ¿Quién poseía conocimientos médicos,de entidad tal, para haber infligido las extensas mutilaciones apreciables enlos cadáveres? ¿Qué sujeto iría a disponer de una sólida coartada, en elcaso de ser visto junto a las futuras difuntas?

La postulante perfecta a fin de llenar esos requerimientos -además detratarse de una dama- debía ejercer la profesión de partera o, cuandomenos, dedicarse al más modesto oficio de comadrona. Probablemente,devenía conocida por las víctimas al haberle practicado abortos a algunasde las rameras finiquitadas, o bien a otras compañeras de oficio con lascuales aquellas mantenían trato.

Esta circunstancia explicaría la actitud desprevenida adoptada por éstasen los instantes precedentes al fatal ataque, a pesar de que debían estaralertadas de que un sádico acechaba a la caza de más presas humanas. Lacriminal en cuestión debía contar con la fuerza muscular suficiente parasometer a sus agredidas dejándolas indefensas, mediante una enérgicamaniobra de sofocación y estrangulamiento.

Al tratarse de una partera, era dable imaginarla haciendo gala de ladestreza y la pericia imprescindibles para inferir las mutilaciones a loscadáveres de aquellas desafortunadas. Las disecciones ejercitadas en loscuerpos daban la impresión de haber sido ocasionadas por una mano quedominaba rudimentos sobre anatomía humana; extremo compatible con lasapiencia que correspondía aguardar en una obstetra.

En favor de la hipótesis de una partera o comadrona asesina milita lacreencia generalizada de que el agresor forzosamente tenía que ser unhombre; razón por la cual una fémina podía andar libremente por losbarrios bajos británicos sin despertar ningún resquemor.

A lo sumo, cabía esperar de una señora deambulando sola de noche portan peligrosos arrabales que la desgracia le recayera, y terminara convertidaen otra difunta asesinada por el cruel maníaco. Pero a nadie jamás se le iríaa ocurrir que, en realidad, la ejecutora de las prostitutas era ella.

Está acreditado que Jack el Destripador no violaba a sus agredidas. Lasautopsias son concluyentes en indicar que no se hallaron fluidos seminales,extremo que indujo a presumir que el victimario podría ser un varónimpotente. Pero, claro está, no se iría a postular -pues deveníainimaginable- la solución que más obviamente explicaba la ausencia de

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actividad sexual sobre las extintas.Y tal respuesta, ante la carencia de muestras de semen, era que no podía

de modo alguno haberlo, en tanto el implacable verdugo no resultaba -pormás increíble que pareciera- un hombre, sino que era una mujer. Talconstituye, en esencia, la teoría de «Jill the Ripper».

Desde el mundo de la ficción, se propuso a varias asesinas parainterpretar el papel de haber sido el psicópata del East End. Uno de loslibros de mayor destaque a tal efecto se editó en el año 1939, y tuvo porautor al periodista australiano William Stewart. Su título fue Jack elDestripador: Una nueva teoría.68

En la trama de esa ficción, la culpable devenía una partera contremenda potencia física. Esta comadrona era muy torpe en la práctica desu oficio, y sus intervenciones solían concluir trágicamente con el óbito desus pacientes. Para cubrir las huellas de sus errores letales, la obstetracomenzó a mutilar los cuerpos sin vida, fingiendo que se trataba de losbestiales homicidios cometidos por un loco. La prensa, en su afán devender periódicos, fabricó el mito de «Jack el Destripado», lo cual fueaprovechado por la responsable -quien seguía matando involuntariamente asucesivas clientas- a fin de desviar de sí las sospechas y la investigaciónpolicial.

Dos años antes -en 1937- se había publicado el libro de EdwinWoodhall: Cuando en Londres caminaba el terror. 69

Aquí una ficticia modista rusa de sobrehumana fortaleza, a la cual seasigna el nombre de Olga Tchkersoff, era quién en las brumosas noches sevestía de hombre y salía a asesinar. Y es que Olga estaba furiosa con lasbusconas por haber inducido en el viejo oficio a su inocente hermanamenor, que murió de septicemia tras un aborto mal practicado. JeannetteKelly, atento a esta versión, fue la inductora que guió por el mal sendero ala hermana de la modista. Ello provocó que la desquiciada vengadoradesfigurase con mayor saña el cuerpo de aquella desventurada.

Tiempo más tarde, en notas editadas por agosto de 1972 en elperiódico The Sun, el ex policía Arthur Butler insistió con la antigua teoríade William Stewart aportando mayores presuntos datos.70

En opinión de Butler, la innominada partera contaba con un cómplicemasculino que fue el encargado de consumar los homicidios. Además demediar errores abortivos que determinaron los fallecimientos, dos de laspresas humanas perecieron a raíz del encarnizamiento de ese compinche.

Se pretendió que Emma Elizabeth Smith chantajeaba a la obstetra,amenazándola con delatarla ante las autoridades si no le pagaba una gruesa

68 Stewart, William, Jack the Ripper. A new theory, Editorial Quality Press, Londres, Inglaterra, 1939.69 Woodhall, Edwin, Jack the Ripper. Or when London walked in terror, Editorial Millifond PressLda, Londres, Inglaterra, 1937.70 Butler, Arthur, periódico The Sun, Londres, Inglaterra, agosto 1972.

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suma de dinero a cambio de su silencio. Las prácticas abortivas erancastigadas severamente en la legislación inglesa y la desesperación porevitar una denuncia, que podía terminar en una condena de muchos años decárcel, indujo a la amenazada mujer a fraguar la muerte de su chantajista.

Su amigo la remató, luego de que entre ambos la apalearan conferocidad. Le infligieron a la víctima terribles heridas –por las cuales fueinternada el lunes 3 de abril de 1888 en el hospital de Whitechapel–provocándole una agonía que al día siguiente la llevó a la tumba.

Igual desgracia recayó el 7 de agosto de ese año sobre Martha Tabram,quien resultó ultimada mediante múltiples cuchilladas por el sanguinariosecuaz de la partera. La razón argüida aquí fue que Martha condujo a unajuvenil compañera de oficio, de nombre Rossie, para que se le ejercitase unaborto. La chica feneció presa de la torpeza ejecutiva de la comadrona.Como Tabram los importunaba, con sus insistentes preguntas acerca delparadero de su amiga, decidieron silenciarla.

Estos homicidios se consideraron labor de un criminal demente ysalvaje. El «Asesino de Whitechapel», al cual más adelante sebautizaría «Jack el Destripador», cuando una retahíla de errores abortivosprecipitó el fin de las victimas canónicas, desde Mary Ann Nichols hastaMary Jane Kelly. Las amputaciones post mórtem infligidas a los exánimesorganismos tuvieron por finalidad hacer creer que aquellos óbitos, fruto defallidos abortos, constituían la faena de un aniquilador serial de prostitutas.

En fin: tal cual cabe visualizar tras este recuento, las muestras defantasía literaria donde se endilgó a mujeres haber sido Jack the Ripperhan recorrido un azaroso camino, y no parecería que el libro en donde seresponsabiliza a la esposa del médico John Williams termine siendo laúltima perla de ese largo collar.

Dos años antes de surgir la acusación pública contra esta fémina (año2010) había tenido lugar, igualmente, la divulgación de otro tipo dehipótesis. En ellas el sanguinario delincuente no era una dama, sino unconspirador protegido por altas autoridades. Las teorías conspiracionistasbrindaron así un nuevo fruto, y un novel candidato a asumir la identidad deaquel fantasmal matador en serie apareció en el horizonte ripperiano.

Se trató, en esa oportunidad, de un militar que revistaba para lainteligencia británica y fue contemporáneo a los desmanes del East End.Para más datos, era buen amigo del jefe de la Policía Metropolitana generalCharles Warren. Su nombre: coronel Claude Reignier Conder.

El responsable de la llamativa teoría es Tom Slemen, prolífico gestor deficciones vinculadas a los géneros de suspenso y de terror. En conjuncióncon el criminólogo Keith Andrews, desarrolla la conjetura de que el

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coronel Conder y Jack el Destripador devinieron una misma persona.71

¿Las pruebas que aportan estos escritores? No parecen ser muyconvincentes. Señalan que Conder era un militar de inteligencia preparadoen misiones cuasi suicidas y entrenado para matar. Habría desempeñado unrol clave en la persecusión de los rebeldes irlandeses que en tiempos de laReina Victoria jaqueaban al imperio de la Bella Albión a fuerza de bombasy atentados. Aseguran que el coronel era amigo íntimo del máximo jerarcade la Policía Metropolitana del momento, el mencionado general CharlesWarren. Ambos militares fueron compañeros de estudios en el colegio deChelteham (de hecho los restos de Claude Conder reposan en el cementeriode esa ciudad inglesa desde 1927).

Otras aventuras habrían hermanado a Warren y a Conder. Es sabido queel primero, además de su vasta y prestigiosa carrera castrense, fungió comoarqueólogo. De conformidad se destaca, en escavaciones practicadas enOriente Medio, Sir Charles fue asistido por su correligionario; y tambiénambos militares trabajaron juntos buscando tesoros y reliquias en el casimítico templo del Rey Salomón en Jerusalén.

Una vez que el principal jefe policial de Gran Bretaña se percató de laspistas rituales que el verdugo de rameras dejaba adrede en las escenas delos crímenes, se valió de su influencia a fin de desactivar la marcha de lasindagatorias orientadas a aprehender al responsable de esas barbaries.

Entre tales indicios se cuentan los anillos quitados a Annie Chapman yla prolija colocación de monedas en torno a su cadáver. Señal más diáfanaaún la configuró el mensaje pintado sobre la pared de la calle Goulston,donde se imprimiese la críptica palabra «Juwes», que el general Warrenmandó borrar en forma perentorea.

La conspiración policial-militar se impuso para embozar los homicidiosque ensangrentaron aquel otoño de 1888. El mandamás se negó a perseguira su colega y amigo. Empero, su desidia no se debíó exclusivamente alealtad y camadería, sino a saber que el coronel Conder cumplía conórdenes superiores al cegar ceremonialmente las vidas de aquellasdesgraciadas féminas. ¿Motivos? No quedan claras las razones de talesfechorías. No olvidemos que Tom Slemen, el propulsor de esta hipótesisconspiranoica, es un novelista dedicado a producir cuentos de suspenso yde horror que en esta emergencia innova e incursiona en la pesquisahistórica. Y, a decir verdad, el suministro de pruebas sólidas y deargumentos lógicos no parece representar su fuerte.

No constituye la primera vez que se barrunta que una conspiración de lapolicía dejó impune los asesinatos del ultimador serial victoriano. La

71 Slemen, Tom y Andrews, Keith, Jack the Ripper: British intellingence officer?, editorial BluecoatPress, Londres, Inglaterra, 2010.

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versión de este encubrimiento se prohijó en el año 1894, cuando fueelaborado un memorandum de circulación interna por cuenta del connotadojerarca de Scotland Yard: Sir Melville Leslie Macnaghten.

El dossier redactado por aquel jefe se hizo célebre, y sirvió para echarluz sobre tres sospechosos (Montague Druitt, Michael Ostrog y AaronKosminsky); pero en realidad esos apuntes sólo tuvieron por móvil ypropósito exculpar a un demente llamado Thomas Cutbush, quien a lasazón era objeto de virulentos ataques a cargo del periódico sensacionalistaThe Sun, que lo acusaba de ser el verdugo de las meretrices eliminadasdurante aquel otoño sangriento.

El tío del desequilibrado Thomas se desempeñaba de superintendente enel Scotland Yard de esa época y, sabedor de la culpabilidad de su sobrino,lo habría protegido. Charles Cutbush, el presunto encubridor, contó con elauxilio de camaradas y de superiores para impedir que el escándalo llegasea manchar a las autoridades inglesas.

De allí que la policía habría optado por torcer el rumbo de las pesquisas(a través del memorándum de Macnagthen) y se enfocaron en un suicida dehábitos extraños: Montague John Druitt; quien se había arrojado a las aguasdel río Támesis días después del último homicidio facturado por elDestripador. Al menos así se pretende en Jack: the Myth, ensayo fruto delingenio creativo de la escritora A.P. Wolf, editado en el año 1993.

Vale expresar pues, la teoría de la conspiración policial, con su carga deocultamiento de pruebas y de deliberado desvío de sospechas, no configuracosa inédita. Ahora Tom Slemen repite en su libro las tesis conspiranoicasde sesgo militar-policial, cuando sugiere al desconocido coronel ClaudeReignier Conder para ocupar el sitial reservado al sádico criminal del estede Londres. Nada nuevo bajo el sol.

Otra teoría que apuntó a un personaje famoso, y que tuvo lapeculiaridad de que su autor recurrió a métodos grafológicos, salió acirculación incluso en momentos más recientes.

A comienzos del año 2015 llegaron nuevas sorpresas para los amantesde la era victoriana y del celebérrimo caso delictivo protagonizado por elmatador serial de Whitechapel. Resulta que salió publicado, en edición enpapel y en formato digital, el libro titulado: Informe policial: La verdaderaidentidad de Jack el Destripador, debido al reconocido grafólogo y peritoforense español Jesús Delgado Lorenzo.72

No es novedoso el empleo de la técnica grafológica en pos de desvelarel antiguo misterio de cuál fue la identidad de aquel antiguodesmembrador, en tanto el trabajo científico de Delgado cuenta con

72 Delgado, Jesús, Informe policial. La verdadera identidad de Jack el Destripador, Editorial Bubok,Barcelona, España, 2015.

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precedentes en las labores de la doctora Mónica Laura Arra y de José LuísAbad y Benitez, conforme veremos más adelante.

La novedad consiste aquí en que el sospechoso sindicado merced a esteanálisis caligráfico deviene inédito. Su nombre no fue postulado -al menoscon solidez, pues sólo se lo menciona genericamente en el sitio webCasebook Jack the Ripper- entre los candidatos al dudoso honor de habersido el fatídico ejecutor de prostitutas. Se trata, en este caso, de una figuraeminente de las letras universales, aclamado escritor de novela negra ycreador del detective de ficción más renombrado de la historia; nosreferimos nada menos que a Sir Arthur Conan Doyle.

La pesquisa emprendida es muy seria y meritoria. El centro de lamisma radica en el cotejo que el investigador practica entre una cartaindubitada del novelista inglés, escrita en el año 1894, y la terroríficamisiva iniciada con la frase «From Hell» (Desde el Infierno) que llegó alpresidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel el 16 de octubre de1888, acompañada de una caja que contenía un trozo de riñón humano.

Valiéndose del instrumental más moderno y de técnicas de peritaciónadecuadas el científico concluyó que las grafías de ambas epístolas sonequivalentes y pertenecen, sin atisbo de duda en su opinión, a la mismapersona. A pesar de que la carta «From Hell» configura un documentodubitable -o sea, de dudosa credibilidad-, un sector de los especialistas seinclina por creer que efectivamente provino del verdadero criminal.

Asimismo, cabe añadir que éste y los demás mensajes adjudicados almonstruo del East End pudieron ser facturación de bromistas o dereporteros deseosos de incrementar las ventas de sus periódicos. Con estassalvedades, vale remarcar que la tarea de este experto se revela sumamentevaliosa para elucidar el arcano victoriano. Y es que si Conan Doyleconstituyó el emisor de aquella carta, aun cuando no fuese el asesino, elmero hecho de haberla redactado incita a la suspicacia y lo coloca en unasituación harto comprometida.

El ensayista, cuando bucea en los móviles de Jack el Destripador,advierte que el perpetrador estaba imbuido por un afán mediático, y quepudo buscar sacar provecho de sus crímenes fomentando la histeriacolectiva. También subraya que el literato británico se benefició con laresonancia y con el pánico social generado a causa de esos desmanes.

Y ello fue así, ya que su carrera como escritor explotó cobrando augepor entonces, pues los lectores compraban con avidez los relatos deaventuras de Sherlock Holmes, estimulados porque en su realidad cotidianaveían sucederse aquellos homicidios sin solución.

Por lo tanto, el notorio novelista inglés tuvo motivos para fabricar yenviar la comprometedora epístola. De esa manera, coadyuvaba a echar

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leña a la hoguera del escándalo cuando la policía se mostraba impotentepara capturar al sádico. ¡Cuántos añoraron que Scotland Yard contase ensus filas con un Sherlock Holmes que los protegiera!

Pero Conan Doyle también pudo ser el asesino (y no sólo un remitentede cartas macabras). El perito español así lo previene al enfatizar que,aunque aquél no residía cerca del escenario de los crímenes, le hubiese sidofácil acceder allí, y luego escapar, sirviéndose del eficaz sistema deferrocarriles que ya en ese período poseía la ciudad de Londres.

¿Y qué decir de la personalidad del insigne intelectual? ¿Resulta creíbleque fuese un atroz victimario en serie?

En torno a este tópico, el autor hace acopio de una versión del escritorGarrick-Steele, quien su su libro La casa de los Baskerville denunciófacetas siniestras en el padre de Sherlock Holmes. En su vida privada, alparecer, era un hombre pasional y violento que incurrió en el homicidio.

Su víctima habría sido el periodista Bertram Fletcher Robinson, de cuyaesposa era amante, y al cual habría plagiado la exitosa novela El sabuesode los Baskerville, difundida en el año 1901.

En suma: especulaciones aparte, Informe policial: La verdaderaidentidad de Jack el Destripador, ya sea que se esté de acuerdo o no con lapropuesta allí formulada, conforma una obra que despierta interés por sufirme soporte científico, al cual se adiciona lo extraordinario del postulantesugerido en pos de dar solución a la incognita de quién fue el asesino.

Según dijimos, la grafología ya había sido empleada como herramientacientífica en busca de revelar el arcano de aquellos añosos crímenes.

En el año 2010 vio la luz pública en Argentina el libro Jack, enScotland Yard, investigación criminológica escrita por Mónica Laura Arraque fuera reeditada en el año 2012.73 Se trata, esta última, de una médica ygrafóloga de extensa y prestigiosa trayectoria académica. Desde la solapadel citado libro se nos informa que la autora es doctora recibida en launiversidad de La Plata, especialista en psiquiatría y psicología clínica, eintegrante en tal carácter del Colegio de Médicos de la provincia de BuenosAires. También resulta especialista en medicina legal, y perita grafóloga.

Fuera de esta reseña profesional, debe añadirse que se trata de unaentusiasta de los misterios y, en particular, de una de las más grandesincognitas de la criminología mundial: El enigma sobre cuál fue laidentidad del nefando homicida secuencial Jack el Destripador.

En un valioso esfuerzo Arra intentará desvelar la vieja duda desde laspáginas de su libro. Su trabajo, no cabe vacilar, resultó pionero; no por serla primera autora en procurar desentrañar la identidad de ese matadorvaliéndose de la aplicación de disciplinas científicas, sino debido al sos –

73 Arra, Mónica, Jack, en Scotland Yard, Editorial fps, Buenos Aires, Argentina, 2010.

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pechoso que postula para el papel del Destripador, a saber: El inspectordetective de la Policía Metropolitana Frederick George Abberline.

Ingresando a esta investigación, debe ponderarse que la escritora dedicaun meticuloso análisis grafológico al diario privado del célebre policía, y locoteja con variados manuscritos asignados a Jack the Ripper. Entre ellos, lacarta conocida por su encabezado «Querido Jefe», y la letra «Desde elInfierno», fechada el 15 de octubre de 1888, y arribada en el día siguienteal domicilio de George Akin Lusk, presidente del Comité de Vigilancia deWhitechapel. También se aporta información muy interesante sobre elinspector Abberline, destacándose las rarezas y fobias de ese detective, asícomo lo escaso y contradictorio de los datos que se saben acerca de su vida.

Pero el aspecto más llamativo está dado por el énfasis que la ensayistaotorga a determinadas misivas –que fueron escasamente analizadas porotros expertos– dentro del fárrago de correspondencia endilgado alvictimario en cadena de Whitechapel. Se trata de aquellos comunicadosdonde el redactor sugiere pertenecer a las autoridades policiales. En más deun mensaje el emisor se jacta de ser integrante de la policía, y alega queprecisamente debido a esa investidura era imposible atraparlo.

Entre tales letras resalta una remitida el 6 de octubre de 1888amenazando al testigo Israel Schwartz –que sorprendió al agresormomentos previos a que ultimase a Liz Stride–.

Algunas referencias convierten a esa epístola en un documentosumamente extraño, pues al parecer tan sólo un miembro de las fuerzas delorden podía disponer de la reservada información que allí se maneja. Talvez fuera Frederick George Abberline el policía felón.

No olvidemos que a pesar de que la opinión que en general se sustentasobre este detective deviene muy positiva, al extremo de que incluso filmescomo From Hell (2001) -donde es encarnado por Johnny Depp- lorepresentan como un héroe, tal vez el hombre tuviera su lado oscuro.

No sería la primera vez que se recela de Abberline. Lo esencial, sinembargo, radica en que las suspicacias anteriores al libro de Arra nopostulaban que el inspector en verdad constituyese el asesino al cualpersiguió. Más modestamente, esas versiones acusaban a este detective decomplicidad en los crímenes del otoño de terror de 1888. Más aún, nisiquiera lo sindicaban como cómplice, sino simplemente le endilgabanhaberse dejado sobornar y no denunciar al culpable, por sucumbir ante latentación aceptando una fuerte suma de dinero a cambio de su silencio.

Fungiendo en este triste rol lo muestran, alternativamente, el fallecidoescritor Stephen Knigth, en su Jack the Ripper. The final solution de 1976,y el genial Alan Moore en su From Hell; novela gráfica concluida en 1996

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y precursora de la película homónima antes mencionada.En julio de 2011 se editó otro libro donde también usando métodos

grafológicos se acusaba nuevamente al inspector Abberline. Se trató de unaindagatoria a cargo del calígrafo español José Luís Abad y Benitez.74

Los métodos científicos asimismo se han empleado para fundar otrashipótesis recientes sobre la identidad de nuestro criminal. El punto dearranque de una de las últimas investigaciones científicas radica en un muypoco conocido episodio ocurrido seís años antes de tener efecto aquellostristemente notorios homicidios seriales.

En la madrugada del 26 de julio de 1882 la joven Ann Bisoph se retiróde su casa en el Mile End, zona distante del pobre distrito de Whitechapel,luego de una violenta disputa con su esposo. Sin duda iba muy perturbada acausa de ese enfrentamiento marital, pues no advirtió la presencia de unsujeto que sigilosamente la seguía y que, sin mediar palabras, la embistiódesde atrás acuchillándola en el cuello. La agresión no fue mortal, yalertados por los gritos de la víctima acudieron vecinos y policías. Unagente fue a buscar al marido y lo detuvo. A su vez, un vecino reconoció aun médico de treinta años que deambulaba por allí y le pidió socorro.

El galeno, que también era obstetra y por entonces trabajabahumildemente en el London Hospital de Whitechapel, brindó los primerosauxilios a la agredida y, días más tarde, al ser convocado a la encuestajudicial, aportó su testimonio. Resultaron muy llamativas sus declaraciones,en tanto opinó que la fémina se había autoinfligido las heridas, y que taleslesiones, en cualquier caso, no eran graves. Puesto que el marido de AnnBishop fue exonerado por el juez actuante, no se desenmascaró al agresorde la chica, y el testimonio del obstetra, poniendo en entredicho lacredibilidad de la denunciante, ayudó a que no se llevase a cabo unapesquisa policial seria.

Ese médico testificante se llamaba Stephen Herbert Appleford, yconstituye el primordial sospechoso que postula la teoría planteada por elmatemático uruguayo Eduardo Cuitiño en su investigación novelesca:Viajando en el tiempo para atrapar a Jack el Destripador.75

Ann Bishop es rescatada así de la oscuridad de los registros y pasa a sernominada como una primeriza víctima no fatal de Jack the Ripper. Posee sulógica que el infame asesino haya ido avanzando en un crescendo devesanía en su conducta, y que sus iniciales acometidas deviniesenfrustradas y ejecutadas a manera de torpe ensayo. La práctica hace almaestro menta el refrán popular, y ese concepto se torna aplicable incluso a

74 Abad y Benitez, José Luís, Jack el Destripador. El asesino más inteligente de la historia, ediciónindependiente, Madrid, España, 2011.75 Cuitiño, Eduardo, Viajando en el tiempo para atapar a Jack el Destripador, versión digital, Amazón,2012.

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los homicidas secuenciales, tal cual nos lo demuestran modernos casos quela criminología analiza.

El atentado que venimos reseñando opera a guisa de punto de partida enla indagatoria de Cuitiño quien, transitando por el ámbito de una novela,permite al lector descubrir sus conjeturas acerca de la identidad delexterminador de rameras victoriano.

Appleford, en esta hipótesis, funge de principal ejecutor. Hace las vecesdel Jack el Destripador que conoce esta trama criminal. Pero no hubieraobtenido sus lúgubres triunfos sin la complicidad de otros dosperpetradores; en especial, del más connotado de ambos: el cirujano querevistaba para la Policía de la Ciudad de Londres Frederick Gordon Brown.

Brown, a diferencia de Appleford, no representa un personaje marginalen la historia oficial ripperiana. Por el contrario, todos los libros de estudioen la materia recogen su actuación como practicante de autopsias devíctimas canónicas, y colaborador en exámenes clínicos de otras occisas.

Su mayor logro radicó en elaborar el informe de la necropsia sobre elcuerpo de la cuarta presa humana tradicional de Jack the Ripper, CatherineEddowes, mutilada en la plaza Mitre durante la madrugada del 30 desetiembre de 1888.

En el análisis médico que practicó al cadáver de aquella víctima, estefacultativo forense dejó constancia de que estaban ausentes su útero y suriñón izquierdo. Además registró, en forma exhaustiva, la entidad de lasmutilaciones infligidas, el tipo de arma que suponía se había empleado paraprovocarlas, y el ordenamiento en el cual –conforme su parecer– seprodujeron aquellas laceraciones. Al declarar en la encuesta judicialsubsecuente, respondiendo a una pregunta del procurador Crawford, elcirujano dio a entender que sólo una persona con avanzados conocimientosde anatomía humana era capaz de ocasionar esas heridas con tanta rapidez(aproximadamente en cinco minutos y a oscuras).

Destacó que, si bien algunos órganos como los intestinos eran bastantefáciles de ubicar y de retirar, para extirpar el riñón era necesario hacer galade gran destreza. Se debía tener en cuenta que el matador lo había cortadolimpiamente, a pesar de que dicho órgano se halla recubierto por unagruesa membrana que dificulta su localización.

Precisamente, este reporte tan minucioso y sugestivo induce los recelosdel autor. ¿Qué mejor manera de saber con tanta certeza cómo fue lasecuencia de aquellas mutilaciones que haber sido el perpetrador, o elcómplice, del asesinato?

A su vez, Brown y Appleford eran cuñados, en tanto la hermana delúltimo estaba casada con el primero. También llama la atención en elensayo que ambos galenos se convirtieran, a su turno, en presidentes de la

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muy prestigiosa Sociedad Médica Hunteriana.Los homicidios cometidos por Appleford habrían abierto el camino

para el ascenso de su cuñado, quien adquirió fama gracias a practicar lasmediáticas autopsias. Brown, por su parte, cooperaría en la mejoría socio-financiera de su pariente político. Dato no poco relevante, si consideramosque la frustración económica que experimentaba el joven Appleford(contaba con treinta y seís años en 1888 cuando acaecieron los crímenesmás resonantes) configuró uno de los motores de su accionar; sumado a suodio a las prostitutas, en consonancia con su perfil de «asesino misionero».

En tren de amenizar, en el ensayo se sugiere que una víctima nocanónica pudo tener vinculación parental con el cirujano cómplice. Paraello en la obra se menciona un hecho acreditado en el censo decenalbritánico de 1891. De allí emana que Frederick Gordon Brown tenía unahermana de nombre Frances, de cincuenta y seís años por entonces.

El 24 de abril de ese mismo año una veterana prostituta británica, queresidía en Nueva Jersey, resultó brutalmente masacrada sobre el lecho deun mísero hotel. Este cruel deceso se consideró un homicidio tardíoconsumado por Jack el Destripador a su paso por los Estados Unidos.

La meretriz sabría de las sórdidas andanzas de su hermano y suconcuñado. Los cómplices temían que la mujer, creyéndose lejos de sualcance, se aprestase a delatarlos, y por tal razón decidieron eliminarla. Ladifunta era conocida bajo el seudónimo de «Vieja Shakespeare», en lugarde su verdadero nombre la llamaban Carrie, y su apellido era Brown.

Pero en lo que realmente interesa, cabe remarcar que la labor de Cuitiñodeviene pródiga en la aplicación de diversas ciencias; desde matemáticas yestadística hasta cálculo de probabilidades y grafología; y sorprende consus argumentos y deducciones, ya sea que se compartan o no lasarriesgadas conclusiones que en ese texto son ofrecidas.

La forma en que se plantea la teoría la vuelve por demás entretenida ynovedosa, y el escritor siguió profundizando en su pesquisa hasta darorigen a un nuevo libro, esta vez editado en papel. Jack el Destripador. Unenigma con solución se tituló la secuela de la investigación criminológicadel matemático, y fue publicado en el año 2014.76

La identificación del infame homicida secuencial se practica valiéndosede métodos científicos. El ensayista apela a Google Maps y Google Earthpara establecer el lugar donde más posiblemente se radicaba el criminal.

A tal efecto, y haciendo acopio del sistema de análisis geográficopopularizado por los criminólogos David Canter y Larkin, localiza comositio más plausible a la plaza de Finisbury Circus, en Whitechapel; en

76 Cuitiño, Eduardo, Jack el Destripador. Un enigma con solución, Editorial Torre del Vigía,Montevideo, Uruguay, 2014.

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cuyos alrededores residían muchos doctores en medicina. En especial,resalta que allí se emplazaba –en el número 17 de la calle Finisbury en laSquare Mile– la mansión de un forense relacionado con losacontecimientos del otoño de terror de 1888: un cirujano que revistaba parala policía de la City de Londres, el doctor Frederick Gordon Brown.

Por entonces, ese galeno daba albergue en su casa no sólo a su esposaEmily Appleford, sino a dos hermanas solteras de aquella y a un hermanode treinta y seís años también médico, llamado Stephen Herbert Appleford.Precisamente, el supra nombrado es la persona postulada por el matemáticopara ocupar la esquiva identidad del ejecutor serial londinense.

¿Quién fue Stephen Herbert Appleford?No se trató, por cierto, de un personaje al que algún autor hubiese antes

vinculado a la historia de Jack the Ripper. No se lo menciona en ningunode los textos –tanto de no ficción como de ficción– publicados al respecto.El estudioso posee el mérito de sacar del anonimato a ese cirujano que porel año 1888 era, de hecho, un completo desconocido. Empero, Appleford alo largo de su existencia se erigió en un profesional muy prominente quellegó, entre otros logros, a presidir la Sociedad Médica Hunteriana.

El candidato reúne condiciones para el cargo. No sólo vivía próximo adónde se perpetraron los homicidios, sino que era un varón blanco entradoen la treintena, cuya fisonomía podría concordar con los rasgos de losindividuos observados junto a las prostitutas instantes previos a susdecesos, conforme a la descripción de los testigos de la época.

El escritor uruguayo utiliza la técnica del análisis grafológico, y a tal fincoteja la caligrafía del sindicado con las grafías de las misivas que cuentancon mayores posibilidades de haber sido elaboradas por el culpable. Nosólo percibe coincidencias en las letras sino, igualmente, indicioscaligráficos delatores de trastorno antisocial de la personalidad.

Otros comportamientos extraños generan suspicacia sobre el novelsospechoso. En una revista médica, a saber: la British Medical Journal,edición del 14 de septiembre de 1895, se anunció que Appleford patentócomo suyo -luego se sabría que se lo plagió a otro galeno- un curiosoinvento consistente en un estuche para ocultar bajo las ropas el kit esencialde un cirujano. «The watch pocket compactum instrument case», senominó a dicho accesorio.

Ese ingenioso artilugio fue elogiado en virtud de su eficacia y por supráctica comodidad, pues gracias a ese estuche un médico que fuesellamado de improviso a prestar asistencia siempre tendría el instrumentalbásico para, cuando menos, ejercitar una operación menor de urgencia.

¡Y vaya que las víctimas del Destripador fueron objeto deintervenciones quirúrgicas de urgencia!, en tanto el perpetrador concluía su

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atroz faena en pocos minutos mutilando, abriendo en canal, y extrayendoórganos. Y pese a tan sangriento despliegue siempre conseguía esconder laspruebas infamantes.

Bien mirado, a un individuo que deambulase portando un maletín o unavalija de cirujano por aquellos siniestros arrabales se lo hubieraconsiderado con recelo por la policía y, más aún, por las propias víctimas.El matador debía llevar consigo, disimuladamente, las armas letales, y éstastenían que conformar un verdadero kit de asesinato, y no un mero cuchillopues, además de degollar, evisceraba, y esa cruel labor le exigía contar conel instrumental quirúrgico apropiado.

La nota de la revista médica prevenía, asimismo, que el creador de aqueladminículo llevaba ya seis años usándolo. «Este detalle lo transforma ensospechoso potencial, puesto que le permitía esconder los cuchillos y a suvez trabajar con rapidez. Ël mismo se planta como sospechoso», propondráEduardo Cuitiño.

El victimario podría haberse servido del auxilio de cómplices. Estasuposición es consistente con datos registrados en algunos de loshomicidios. El caso más notorio se verificó en la madrugada del 30 deseptiembre de 1888, durante el asesinato de Elizabeth Stride, donde eltestigo Israel Schwartz denunció la participación de dos atacantes.Mientras uno de ellos consumaba la agresión el otro oficiaba de campana.

Al advertir a este dúo en acción el testigo se acobardó retirándosepresuroso de la escena del crimen, pero describió con minucia la fisonomíay la conducta delictiva de esa pareja al declarar ante los periódicos Star yEvennig Post.

Para el autor de este ensayo, el segundo homicida que ayudaba alvictimario principal en su tarea era un camarada de eventos deportivos–práctica de remo– de nombre S. Peen.

Asimismo, el doctor Frederick Gordon Brown pudo fungir comocómplice encubridor, dada la relación parental que lo ligaba a su cuñado.De paso, podría haberse beneficiado recibiendo información privilegiada ala hora de realizar su muy pormenorizada autopsia sobre el cadáver de KateEddowes, pues: ¿Qué información más de primera mano podría haber queaquella aportada por su pariente político? ; o sea, por el mismísimoultimador de la mujer.

«Sus conocimientos tan detallados sobre Catherine Eddowes y suslogros en base al reconocimiento de la autopsia, lo transforman en unsospechoso con fundamentos», sostendrá el ensayista.

Pero, más allá de la parte especulativa, que siempre será discutible enun asunto tan espinoso como éste –donde El tiempo que pasa es la verdadque huye, al decir del criminólogo Edmund Locard –, vale poner de relieve

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la tenacidad de la indagatoria, el arduo acopio de datos y la intención deaplicar herramientas científicas para interpretarlos.

En tal sentido, el trabajo de Eduardo Cuitiño cumple, sin lugar a dudas,con tal propósito. Haya sido o no el médico Stephen Herbert Appleford,secundado por su cuñado y por su equívoco compañero, el monstruo deWhitechapel, la argumentación no deja indiferente al lector, y da cima a uninteresante aporte a la literatura ripperológica.

También en los últimos años vieron su aparición teorías e hipótesisdonde el nominado como asesino fue un personaje reputado –hastaentonces- secundario en la historia de aquellos añejos homicidios.Tal fue elcaso expuesto en un libro editado en el año 2012 por los escritoresbritánicos Christer Holmgren y Edward Stow.

Estos dos estudiosos propugnaron la tesis de que Jack the Ripper estuvoencarnado por el carretero Charles Cross.

Se sustenta, en esa novedosa formulación, que aquel sujeto aportó, porrazones poco claras, un nombre falso a las autoridades pues que en realidadno se apellidaba Cross, sino Lechmere; siendo Cross el apellido de unpolicía que fuera el segundo esposo de su madre.

Este trabajador de mercado, a quien algunos autores daban por nombrede pila George, pero a quien otros comentaristas aluden como Charles, fueel primero en toparse, en la sórdida región de Buck Row, con el mutiladocadáver de la primeriza presa humana, o víctima canónica, atribuida a Jackel Destripador: Mary Ann Nichols.

Las pruebas de la culpabilidad de ese casi anónimo individuo se fundanen que fue visto agachado sobre la inerme mujer por el segundo hombreque arribase a la escena del crimen (Robert Paul), quien al igual que éllaboraba en el mercado de Billinsgate. Charles (o George) Cross-Lechmerese desempreñaba para una compañía, y transitaba regularmentedeterminado trayecto rumbo a ese mercado con su carretón arrastrado poruno o más caballos; el cual constituía un medio usual de transporte en laInglaterra victoriana.

Este recorrido podría haber coincidido con los sitios dónde seconsumaron los distintos ataques mortales, constituyendo así una virtualruta de la muerte. A partir de dichas circunstancias, aquellos que losindican como flamante candidato infieren que en realidad este trabajadorbien pudo ser capturado ya al cometer su inicial homicidio. Aquellamadrugada, luego de asesinar a Polly Nichols, para justificar su presenciaallí pretextó haberse aproximado sólo por curiosidad hasta el exánimecuerpo. Al percatarse que el obrero Robert Paul se acercaba a aquel sitio ypodía sorprenderlo, muy hábilmente habría disimulado y, fingiendosorpresa, le pidió ayuda a su compañero.

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–Hey, ven a ver a esta mujer, parece que está borracha.- habríaexclamado.

A lo cual el otro, aproximándose aún más, le respondió algo así:–No creo que esté borracha, esta tipa parece muerta.Cabe preguntarse empero: ¿Cómo hizo Cross–Lechmere para esconder

las manchas de sangre que necesariamente debían impregnar sus manos ysu ropa, tras mutilar a la mujer? Nadie reputó entonces sospechoso a esteindividuo, el cual depuso en la encuesta judicial en calidad de mero testigo,y ni la policía ni la prensa le prestaron mayor atención.

Otra presunta evidencia que en la pesquisa se maneja para atribuir alconductor de carros haber sido el homicida secuencial de Whitechapelestaría dada porque sería más lógico que Jack el Destripador constituyeseun sujeto gris, común y corriente que, gracias a esa misma opacidad, semantuvo para siempre sin castigo.

Deviene plausible que el notorio asesino no constituyese un personajede elevada alcurnia o famoso, ni que fuese políticamente o socialmentedestacado. Cabe inclinarse por que el culpable mostraba el perfil de unindividuo ordinario. Un psicópata sin brillo, pero astuto; taimado einteligente, sin embargo. No parecería lógico que únicamente la buenasuerte y la casualidad le concedieran su impunidad, a despecho de habersedesplegado en procura de su aprehensión la mayor búsqueda policial.

Ciertamente un trabajador con un empleo estable como era este hombrecumple con el requisito de no ser excepcional, sino común, anodino ycorriente; pero de ahí a asegurar que los escenarios de los crímenescoincidían con la ruta que atravesaba en su labor cotidiana, y que de tantoen tanto (para distraerse quizás) perpetraba un asesinato brutal, pareceríaque es llevar las cosas demasiado lejos en lo que a fantasía se refiere.

En fin: lo único indudable es que Charles Cross–Lechmere fue unoperario de mercado que tuvo la desgracia de encontrarse con el patéticocadáver de Mary Ann Nichols esa neblinosa mañana del 31 de agosto de1888. Llegó instantes antes que un compañero de labor. Narró ante laprensa, y en la encuesta judicial, que detuvo su carretón y que se bajó de élporque un bulto le cerraba el paso en la calle. Creyó que se trataba de unalona alquitranada que podría serle de utilidad para su trabajo.

El testigo afirmó que al arrimarse hacia la figura yacente en las sombrascomprendió que no se trataba de una lona caída, sino del cuerpo inerte deuna mujer. Insistió en que, minutos más tarde y ya en compañía de RobertPaul, advirtió con horror que la fémina yacía muerta, que la habíanasesinado. Espantado salió presuroso, junto con su camarada, en busca deun policía a quien informarle del trágico descubrimiento.

Durante ciento veinticuatro años nadie discutió la veracidad de su

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versión acerca de aquellos sucesos. Y todo parece indicar que no hasurgido prueba eficaz alguna que permita poner en tela de juicio ahora loque el mustio carretero afirmó una y otra vez tanto tiempo atrás.

Algunos años antes (en 2009) también se había candidateado parainstalarlo en el sitial del impune criminal a un personaje secundario y muyoscuro. El historiador británico Mei Trow presentó una llamativa conjeturasobre la evasiva identidad de Jack el Destripador en su libro Jack theRipper: asesino revelado: obra luego llevada a la pantalla a través devídeos que desde entonces recorren la web.77

El postulante sugerido aquí lo constituyó un sombrío asistente de lamorgue de Whitechapel llamado Robert Mann, que pasara casi inadvertidoen la historia oficial de aquellos salvajes crímenes.

Y no sólo el historiador apunta su dedo acusador contra este portero defuneraria, sino que a él se suma el psicólogo forense Laurence Alison de laUniversidad de Liverpool. Conforme pondera este segundo profesional, elperfil de Mann se ajusta al diagrama diseñado en el año 1988 por el FBIpara el anónimo matador serial: un sujeto gris, de pobre extracción social,analfabeto o con conocimientos muy rudimentarios, proveniente de unhogar roto, trabajador de baja categoría, socialmente inepto, yprobablemente asistente de una carnicería o de una morgue.

Ese último rasgo (su oficio y medio de subsistencia) tornaría a Robert enun sospechoso altamente creíble. Este hombre simboliza todo lo opuesto aun candidato potente, de los muchos que fueran barajados en diversosensayos y filmes. Y es que el perfil del individuo muy poco dice: inculto,sobreviviendo en situación miserable como interno en el lóbrego depósitode cadáveres de la calle Old Montague –escuálido cobertizo que fungía desala mortuoria– donde se practicaban, en muy desvalidas condiciones, lasautopsias sobre los más míseros habitantes de la región.

El susodicho era uno de los dos ayudantes que trabajan a cambio detecho y comida en aquel antro (el otro era James Hatfield), y entre susfunciones se contaba la de acondicionar los fiambres para el examen clínicoque sobre ellos realizarían los patólogos de turno. En el East End de laInglaterra de entonces, y en aquel recinto fúnebre, esa tarea usualmenterecaía a cargo del médico forense de la Policía Metropolitana, a la sazón enesos años: el doctor George Bagster Phillips.

La historia no registra en cuántos de aquellos tenebrosos casosmortuorios colaboró Robert Mann, pero sí tomó nota de un par deauptopsias que con el tiempo se volvieron famosas, y en las cuales a eseempleado le cupo intervención. Ellas fueron la de Mary Ann «Polly»Nichols y la de Annie «La Morena» Chapman. Y, en ambas emergencias,

77 Trow, Mei, Jack the Ripper. Quest for a killer, edición independiente, Londres, Inglaterra, 2009.

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la curiosa conducta desplegada por el ayudante dio que hablar.Cuando en la madrugada del 31 de agosto de 1888 la difunta Nichols fue

transportada a la morgue donde laboraba este sospechoso, el mismo se pusoa la tarea de desvestir y de limpiar al cadáver.

Al hacer esto, contrarió expresas órdenes impartidas por la policía yprovocó la furia del cirujano Phillips. Requerido en la ulterior encuestajudicial, el testigo se excusó frente al juez de guardia Wynee Baxteraduciendo desconocimiento.

Ante la pregunta de porqué había lavado el cuerpo sin vida no supo quéresponder: ensayó torpes pretextos, tartamudeó, e incluso parece que sufrióun desmayo; episodio tras el cual surgió la versión de que padecíaepilepsia. Lo cierto fue que el magistrado, tras amonestarlo, terminódisculpándolo, y le advirtió al jurado que debía tenerse en consideraciónque el pobre hombre estaba sujeto a ataques y lapsos de amnesia, lo cualjustificaba que sus declaraciones no fuesen fidedignas.

El historiador acusador no cree lo mismo. Para él, Robert Mann, pese asu aparente tosquedad, resultaba un sagaz actor. Era el asesino serial, ysupo despistar a jueces y autoridades policiales haciéndose pasar por uninfeliz inofensivo.

El ensayista está convencido de que aquel portero de la morgue desnudóy lavó el cuerpo mutilado para gozar admirando en silencio el fruto de suobra. Un regodeo propio de los psicópatas; bastante estudiado hoy día, peroincomprensible hace más de ciento veinte años atrás.

Mei Trow sugiere que el auxiliar fúnebre con toda probabilidad fue Jackel Destripador, y que nos engañó a todos durante largo tiempo. Especulaigualmente que, además de las cinco víctimas canónicas despachadas desdeel 31 de agosto hasta el 9 de noviembre de 1888, este homicida dio cuentade Martha Tabram –el 7 de agosto de 1888 – y de Alice McKenzie –el 17de julio de 1889–, elevando a siete el número de las presas humanasabatidas.

Cuando finiquitó a Alice McKenzie sus fuerzas ya no eran las mismasque un año atrás, durante el apogeo de su saga sangrienta. Y es que –deacuerdo sostiene el estudioso– Robert Mann principiaba a acusar lossíntomas debilitantes de la sífilis que lo llevaría a la tumba algún tiempomás tarde en 1896, a sus cuarenta años de edad.

¿Realidad? ¿Fantasía? ¿Exceso de imaginación? Tal vez.Lo cierto es que este historiador no está sólo en su hipótesis, sino que

obtuvo el respaldo de otros profesionales de prestigio, como el yamencionado psicólogo forense Laurence Alison. Jack the Ripper: Asesinorevelado supone ciertamente una seductora opción. A pesar de que alsentido común le rechine ver al infame mutilador en la piel de un triste

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ayudante de morgue, por lo menos se trata de una conjetura plausible.Este sospechoso efectivamente residía en el epicentro donde ocurrieron

los asesinatos, y coincide su patética existencia con el perfil diseñado paraJack the Ripper por el FBI. Empero, no hay evidencias firmes que loinvolucren efectivamente.

Incluso, como prueba en contra, puede recordarse la declaración de sucompañero de oficio James Hatfield en la encuesta celebrada tras el decesode Polly. Ese testigo contó que a la hora en que estaban asesinando aaquella mujer (a las 3 y 45 de esa mañana) él y Robert Mann dormían sobresendos catres en la trastienda de la morgue de la calle Old Montague.

De acuerdo pretendió ese declarante, sólo se despertaron rato despuéscuando llegó un policía a avisarles de aquel crimen, y les ordenó quepreparasen el lugar para recibir un cuerpo que venía en camino.

En otro orden, los últimos años vieron emerger, asimismo, postulacionesacusando a célebres personajes de la cultura mundial.

En el año 2011 comenzó a hacerse publicidad a la inminentepublicación de Vincent alias Jack, obra de no ficción en la cual se plantearáque el sobresaliente pintor impresionista Vincent Van Gogh, nacido enPaises Bajos el 30 de marzo de 1853 y fallecido en Francia el 29 de julio de1890, habría sido –además de un orate superdotado– nada menos que eltremendo y escurridizo Jack the Ripper.78

El artífice de este ingenio lo configura un pintor y escritor afincado enJacksonville, de nombre Dale Larner. Desde su sitio web, y a través devideos colgados en la red, el norteamericano promociona su sensacionalconjetura: Jack el Destripador y Vincent Van Gogh fueron una misma yúnica persona; lo cual es tanto como afirmar que el bien y el mal estánfusionados, y que la brillantez artística y la vesanía criminal han quedadoreunidos en un único individuo.

A ciento veinticuatro años de consumados aquellos horrendos asesinatossaldría a luz la verdad, conforme pretende esta versión de la historia.Vincent Van Gogh vino al mundo –atento anticipamos – el 30 de marzo de1853, siendo hijo del pastor protestante Theodurus Van Gogh y de la amade casa Anne Cornélis Carbentus. Contaba con treinta y cinco años altiempo en que sucedieron los crímenes en el este de la capital británica.

No constituye este libro el espacio apropiado para siquiera bosquejar labiografía de tan fenomenal artista por lo que, a nuestros fines, noslimitamos a puntualizar que todos sus biógrafos están contestes en queVincent se hallaba morando en Arles (sur de Francia) en el año de loshomicidios victorianos.

Residía en su «casa amarilla», pues de ese color lucía la fachada de la

78 Larner, Dale, Vincent alias Jack, internet, 2012.

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vivienda que arrendaba, y en cuyo interior soñaba montar un atellier al cualintegraría a muchos otros pintores impresionistas.

De hecho en 1888, tras insistentes cartas de exhortación, logró que suamigo y mentor, el no menos descollante Paul Gaugin, se trasladase hastaArles y aceptara compartir con él la vivienda, a la cual arribó el 21 deoctubre de aquel año. Los lugareños vieron juntos a ambos estetasretratando sitios históricos de esa localidad y pergeñando proyectos, hastaque el 23 de diciembre se dio cita el drama.

De acuerdo consigna la versión oficial, obnibulado por uno de susempujes psicóticos y luego de una discusión cuyo motivo sigue siendoconfuso, Van Gogh, esgrimiendo una navaja de muelle, amenazó con matara Gaugin. El episodio no culminó en agresión pero, al parecer, cuando mástarde Vincent recobró sus cabales se sintió tan culpable que decidióamputarse, a guisa de castigo, el lóbulo de su oreja derecha.

Que continuaba bajo el influjo del desquicio cerebral quedó muy claro siconsideramos que, acto seguido, se dirigió al burdel en que laborabaRachel, su prostituta favorita, y le ofreció como regalo el sangrante trozode órgano.

De la circunstancia de que las meretrices jugaron un rol preponderanteen la existencia del malogrado genio da cuenta que años atrás, en 1882,convivió con una de ellas, a quien recogió de las calles hambrienta y con unhijo en camino. Se vio forzado a cortar esa relación pues, a estar a losdichos de la mujer, su hermano Theo (que le enviaba regularmente lasremesas con que el indigente artista se mantenía) se oponía a esos amoríos.

Además, Clasina María Hornik –que así se llamaba aquella –, apodada«Sien», trasmitió las enfermedades venéreas de gonorrea y de sífilis a suprotector. ¿Esta desgracia habría generado en el pintor un afán de venganzay un odio cerril contra las prostitutas?

Tal vez -si en verdad hubiera sido el victimario de aquellas, cual postulaeste ensayista- allí podría residir un móvil el cual, adicionado a ladesintegración psíquica que fue padeciendo este hombre, explicaría quehubiera llegado a convertirse en el homicida en serie más infame de lahistoria del crimen.

No obstante, toda la formulación suena disparatada. Sin entrar a realizarmayores críticas: ¿De qué modo explica Dale Larner que Vincent VanGogh apareciera por el este de Londres, cuando todos lo ubican viviendo enel sur de Francia en 1888?

Bueno, tendremos que aguardar a la publicación del libro para saberlo,pues no informa de ello en su sitio web ni en sus vídeos promocionales. Enestos últimos sí desliza una pista de cómo fue que concibió laresponsabilidad criminal de Vincent: Lo hizo tras analizar una de las obras

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pictóricas más célebres producidas por el artista, titulada Los lirios, dondeaquél habría dejado diseminadas claves de su culpabilidad.

En el aludido cuadro, atento es dable apreciar en sus vídeos, el acusadorcree percibir que se dibujó el rostro y otras partes de la anatomía de lainfortunada víctima Mary Jane Kelly. O sea, el investigador recurre a lanoción de que hay mensajes crípticos plantados adrede, a manera de gestossatíricos, en las pinturas de Vincent Van Gogh. Propone que si sabemosleer sagazmente esos «mensajes ocultos» descubriremos por fin al taimadomatador serial de Whitechapel.

Aunque, honestamente, debe uno gozar de una muy frondosaimaginación para poder ver a la patética Jeannette Kelly escondida dentrode ese lienzo. Es de lamentar que el autor que venimos citando no expongasus ideas en forma de novela, confinándolas exclusivamente al terreno de laficción, donde lo estrafalario –si está propuesto con destreza– reviste lavirtud de tornar interesante y atractiva a una lectura.

El paso que amenaza con dar Dale Larner se torna mucho más peligrosoporque anuncia claramente que él cree a pies juntillas en lo que pregona, yque lo suyo constituyó una ardua investigación que dio cima a una sólidaconjetura científica.

Todo apunta, por el contrario, a que dentro del ámbito de la no ficciónesta tan arriesgada teoría quedará empantanada naufragando en medio de laburla y el descrédito. Pero, en fin, para dejar sentada una opinión definitivano tenemos más remedio que aguardar a que el escritor cumpla con suamenaza, y que su libro acusando a Vincent Van Gogh de haber sido eldesmembrador del East End quede finalmente a disposición del público.

Hemos dejado para el final la hipótesis sobre la identidad de nuestroinfausto asesino que mayor impacto mediático ha causado en los últimosaños. Sin lugar a dudas, la palma en cuanto a sensacionalismo la ganó unateoría basada, en apariencia, en la ciencia y en los análisis de ADN.

En setiembre de 2014, luego de más de un año sin que emergiesennuevos libros proclamando haber puesto un rostro a Jack el Destripador,una noticia se erigió en tapa de portada de los periódicos y circuló concreciente insistencia por internet: ¡Se habría descubierto al fin a laidentidad del fantasmal victimario en serie de Whitechapel!79

La razón de tal conmoción pública se debió al británico de cuarenta ysiete años Russell Edwards, hombre de negocios y entusiasta de este casodelictivo. El ensayista asegura que, tiempo atrás, adquirió en una subastaun chal cuya procedencia se atribuía a la víctima canónica CatherineEddowes.

La delicada tela de color celeste y marrón, además de estar adornada

79 Edwars, Russell, Naming Jack the Ripper, edición independiente, Londres, Inglaterra, 2014

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con inscripciones de la llamada «Noche de San Miguel», no habría sidolavada desde 1888 y portaría muestras de sangre y de semen.

Tales rastros, pese a la degradación impuesta por el paso de tantasdécadas, habrían sido sometidos a examen en su ADN mitocondríalmediante sofisticadas técnicas, pues fueron llevados a un perito de origenfinlandés que aplicó un método novedoso de aspiración, y pudo rescatar elvalor genético de esa añeja prueba.

Cotejados los pertinentes resultados se habría obtenido la demostracióncientífica de que la sangre pertenecía a aquella víctima, y que el semen, ano dudar (sic), correspondía al sospechoso Aaron Kosminski, tambiénmencionado como Kosminsky o Kozminski por algunos comentaristas.

A tal fin se localizó a mujeres descendientes de Kate Eddowes y delcitado sospechoso quienes accedieron a practicarse análisis de ADN, y larealización de las pruebas respectivas sobre éstas dio positivo. Final de lahistoria. Misterio resuelto. Un nuevo libro (Naming Jack the Ripper)escrito por el descubridor Russell Edwards se convertirá en éxito de ventasy le reportará a su autor las merecidas ganancias.

Claro está que en el mundo de los hechos reales las cosas no funcionanasí. Es posible, sin embargo, que Edwards (quien ya publicase otro librosobre igual temática: Hunted Jack the Ripper –Cazando a Jack elDestripador –) sí logre concretar un pingüe negocio con su llamativahistoria, y venda considerable cantidad de ejemplares. O sea, puede queconsiga una finalidad monetaria y, de paso, cierta fama; aunque ésta seaefímera y deudora de la polémica desatada.

Cabe tener presente que el ensayista y su experto, el doctor finlandésJari Louhelainen, no presentaron las conclusiones de sus trabajos en unarevista científica, sino en un periódico inglés de corte sensacionalista comoes The Dayly Mail. Asimismo, ningún estudioso o científico independienteha revisado las conclusiones.

El especialista contratado se fundó en la técnica de la reacción encadena de la polimerasa, la cual permitiría obtener millones de copias de unfragmento de ADN para su secuenciación. Corresponde advertir que, la niaplicación de esa técnica en este caso, ni los presuntos resultadosconseguidos, fueron validados científicamente por otros investigadoresindependientes. Con toda probabilidad, dentro de escaso tiempo noshabremos olvidado de este aparentemente extraordinario descubrimiento, elcual habrá dejado de ser primicia.

Y ya no será más noticia porque nada con validez académica y eficaciaprobatoria genuina se podrá acreditar.

Ojalá nos equivoquemos: pero hagamos un breve repaso a losobstáculos que tendría que sortear esta hipótesis para obtener genuina

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prueba de haber alcanzado los exitosos resultados que proclama.1) Habría que demostrar que la tela en cuestión contenía restos de sangre, yen ese caso que los mismos eran de Catherine Eddowes, persona muertahace ciento veintiseís años.2) Se debería justificar que dicha prenda contenía fluidos seminales, y queéstos pertenecieron a Aaron Kosminski, fallecido en 1919 en un asilo paraenfermos mentales.3) El escritor sostiene que localizó a la tataranieta de una hermana deKosminski, que ésta aceptó practicarse los análisis y que éstos dieronpositivo. Tal extremo debe ser demostrado. No basta con sólo afirmarlo.4) Lo mismo rige para el caso de la sangre presuntamente perteneciente aEddowes donde aduce haber ubicado a una bisnieta o tataranieta de ésta,cuyos exámenes también habrían dado positivo. Se debe hacer unademostración ante expertos escépticos y rigurosos, y no meramenteformular afirmaciones mediáticas.5) El autor también asevera que contrató a un perito vanguardista entécnicas de ADN mitocondrial, el cual realizó las pruebas pertinentes conresultados positivos. Dicho especialista tendría que ser presentado ante suspares y debería ser acreditada su idoneidad. Otros expertos en ADNdeberían hacer por sí mismos nuevas pruebas sobre el material quesupuestamente podría extraerse del chal, y comprobar si también a ellos losanálisis les arrojan resultados favorables.6) Obviamente, los técnicos que realicen los nuevos exámenes científicosdeberían disponer de las personas que presuntamente son descendientes deKosminski y Eddowes, respectivamente y, a su vez, las identidades de éstasdeberán ser constatadas con fehaciencia.

En fin, tras el conteo anterior, queda de manifiesto que resulta enextremo improbable que el misterio de cuál fue la identidad del homicidade Whitechapel esté al fin revelado. Como están las cosas, todo indicaríaque nos hallamos frente a otro bulo mediático inspirado en el afán espuriode vender libros o de que su promotor alcance rápida y fácil notoriedad.

Por último, unas palabras sobre Aaron Kosminski, ahora traído de nuevoa la palestra pública. Se trató de un sujeto mencionado por el Inspector deScotland Yard de aquella época Melville Leslie McNagthen, en unmemorandum de circulación policial interno escrito en el año 1896, comoposible culpable de haber perpetrado la matanza de Jack el Destripador. Enese dossier también se alude a otros dos individuos que, según el jerarcapolicial, poseían iguales posibilidades al efecto.

El ripperólogo Stewart Evans, en su nota Kosminski and Seasside Home,reproducida en el año 1999 en el sitio web Casebook Jack the Ripper,condensa los hechos acreditados con veracidad en relación a estesospechoso.

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La cronología de Aaron Kosminski sería como sigue:Nació en 1864 o 1865. Llegó a Inglaterra en 1882. En 1888 tenía

veintitrés o veinticuatro años de edad y estaba soltero. Su ocupación era depeluquero. Su inicial arranque de demencia constatado ocurrió hacia laedad de veinticinco. Debido a ello, fue admitido en la casa de trabajosituada en el Mile End, Old Town Workhouse, el 12 de julio de 1890.

Su admisión en esa casa de trabajo coincide con su primer cuadro deesquizofrenia. Entonces se lo conocía como un hombre robusto, perodemente. Tres días después (15 de julio de 1890) quedó bajoresponsabilidad de su cuñado Wolf. El miércoles 4 de febrero de 1891,reingresó a una casa del trabajo ubicada en el número 16 de la calle deGreenfield, Whitechapel.

El viernes 6 de febrero de1891, el doctor Edmund King del asilo deHouchin, sito en el 23 de la High Street, Stepney, lo examinó en aquellacasa de trabajo y verificó que su mente estaba enferma. De los registros delhospicio surge más adelante anotado que: «una persona apropiada lo tomóa cargo y lo tuvo bajo cuidado y tratamiento». El médico Henry Chambersemitió la autorización para que sus familiares se hicieran cargo del interno.

El sábado 7 de febrero de 1891 fue admitido en el asilo para alienadosdel condado de Colney Hatch. En un certificado clínico expedido entoncesse estabeció: «El paciente declara que la totalidad de sus acciones songuiadas y controladas por información instintiva de su mente; dice conocerlos movimientos de toda la humanidad; rechaza la comida de que le sirvenen el hospicio porque dice que así está decidido por un poder superior, ysólo come fuera alimentos en mal estado.»

Otro informe sanitario sobre este paciente señalaba que en las ocasionescuando el interno sale del hospital: «deambula sin rumbo por las calles y varecogiendo los pedazos de pan de la basura y se los come, bebe el agua delos grifos y rechaza la comida que provenga de las manos de otros».

También se comprobó que en una oportunidad tomó un cuchillo con elcual amenazó la vida de su hermana (posiblemente se trate de su hemanaMatilda, esposa de Wolf). Por entonces, el paciente reconocía saber queestaba enfermo y creía que su cura consistía en negarse a comer. Semostraba melancólico y practicaba el auto abuso. Estába muy sucio y seresistía a que lo bañasen. No intentó realizar ningún trabajo durante años.Sin embargo, sus médicos dieron fe de que no se trataba de un suicida, yseñalaron que no era peligroso.

Aaron se mantuvo confinado allí durante tres años más. El 13 de abrilde 1894 otro reporte se refiere a él como «demente e incoherente». El 19 deabril de 1894 se le internó en el hospicio de Leavesden. El 24 de marzo de

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1919 Kosminski murió en el Asilo de Leavesden de septicemiageneralizada a raíz de un foco de gangrena mal curado.

Del anterior recuento se extrae, como lo más destacable a efectos de suposible responsabilidad, que este hombre fue un barbero judío polaco quevivía en Whitechapel y contaba con poco más de veinte años al tiempo enque se consumaron los asesinatos, lo cual no condice con la descripciónaportada por los testigos fiables que avistaron a hombres cerca de lasvíctimas en sus últimos momentos.

Y ello, porque los sospechosos fueron descritos como personas detreinta años o más, y con fisonomía muy distinta a la de Kosminski. Esteindividuo fue internado en un asilo británico en el año 1890; es decir: dosaños después de los homicidios ripperianos. Se lo acusó de haberamenazado a su hermana blandiendo un cuchillo, en el único acto agresivoque se le conoce.

Sin embargo, dentro de los hospicios no mostró conducta violenta, sinoun deterioro físico y mental progresivo, y falleció en el año 1919.

No fue considerado sospechoso por la Policía de su época. Pareceríaprobable que el Inspector Melville Leslie McNagthen (cuya memoria eraendeble) lo haya confundido con otro hombre cuando lo sugirió en sumemorandum, redactado ocho años después de los hechos.

El experto Martín Fido propuso que se aludió por error a Kosminski, yque en verdad los recelos recaían sobre otro judío que murió en el año 1889en el mismo hospital psiquiátrico donde recluyeron a Aaron.80

Ese orate, cuyo apellido era Cohen, sí resultaba muy violento, adiferencia del desquiciado peluquero. Además, era un misógino quetrasuntaba amargo odio hacia las mujeres, sufría de sífilis avanzada yreportaba múltiples antecedentes penales.

El perfil de aquel casi desconocido sujeto se ajusta, pues, mucho más alde un asesino serial de prostitutas. Empero, el destino quiso que AaronKosminski quedase en la historia y en el imaginario popular como unsospechoso de peso cuando, en realidad, sólo muy pálidos indicios loconectan con los crímenes de Jack el Destripador.

80 Fido, Martín, The crimes, detection and death of Jack the Ripper, Editorial Barnes y Noble, Londres,Inglaterra, 1993.

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Lizzie Williams, esposa de un prominente médicoa la cual imputasen haber sido «Jill the Ripper».

Mary Eleanor Pearcey, joven ejecutada en la eravictoriana, y versión femenina de Jack el Destripador.

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Coronel Claude Conder, militar de la inteligenciabritánica sindicado de ser el homicida secuencial.

Arthur Conan Doyle en una fotografía tomada en 1891.

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Representación idealizada del polémicoInspector Frederick George Abberline.

Doctor Frederick Gordon Brown, médico de la Policíade la ciudad de Londres fotografiado en plena labor.

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Daguerrotipo atribuido a Robert Mann,asistente en la morgue de Whitechapel.

Aaron Kosminski, según fuera imaginadasu fisonomía por un dibujo de la época.

Capítulo IX

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Jack el Destripador:Perfil psicológico

El inicial «perfilador» –cuando aún no se conocía ese término–contemporáneo a los acontecimientos quien, a requerimiento de lasautoridades de Scotland Yard, ofreciera un perfil psicológico sobre Jack elDestripador, lo constituyó el médico forense Thomas Bond; profesionalque expuso su informe diagramando el primer contorno científico tendientea predecir las claves íntimas del hombre que se ocultaba tras el anónimocriminal serial de Whitechapel.

El 25 de octubre de 1888 Robert Anderson envió una carta al doctorBond aportándole pormenores de la investigación del caso. Le remitiócopias de las pruebas recogidas en las pesquisas de los asesinatos de PollyNichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride y Catherine Eddowes, y exhortóal especialista a manifestar su opinión con respecto al asunto.

Éste examinó los documentos durante dos semanas y entregó surespuesta el 10 de noviembre. Mary Jane Kelly había sido asesinada lamañana anterior y el cirujano dedicó buena parte de ese día a realizar laautopsia. Es probable que ese salvaje homicidio motivase a Bond aapresurarse en concluir el reporte que venía preparando.

Esencialmente dicho informe explicaba que los cinco asesinatosresultaron, sin vacilación alguna, cometidos por la misma mano. En losprimeros cuatro las gargantas parecían haber sido segadas de izquierda aderecha. En el último trágico evento, a causa de la tan extensa mutilación,era imposible asegurar desde qué dirección se asestó el corte letal, pero seidentificó sangre arterial salpicando la pared que daba sobre el lado dóndeyacía la cabeza de la difunta.

Las circunstancias que rodearon los homicidios lo llevaban a la opiniónde que las mujeres debieron haber sido tumbadas sobre el suelo cuando selas asesinó, y en todos los incidentes el primer tajo del cuchillo se dirigió acercenar la garganta. En cuanto al tiempo transcurrido entre la muerte y elhallazgo de cada occisa, el informante indicó que en el caso de Liz Stride eldescubrimiento se verificó inmediatamente después de producirse laagresión. En las situaciones de Polly Nichols y Annie Chapman habríandiscurrido entre tres o cuatro horas desde el fallecimiento hasta elencuentro de sus cadáveres, Con relación a Catherine Eddowes, sumasacrado físico se ubicó a los pocos minutos tras ser victimada.

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Respecto de Jeannette Kelly, en cuya autopsia intervino el propioexperto, se localizó su organismo inerte tumbado encima de la cama semidesnudo y profusamente lacerado. Al arribar los forenses, la occisa yahabía ingresado al grado del rigor mortis; estado que fue en aumentodurante el curso del examen clínico. Debido a tal circunstancia, se volvíadifícil para el médico establecer con certeza el tiempo exacto que habíatranscurrido desde el óbito, pues tal período en una situación así varía deseis a doce horas antes de llegarse a la fase de rigidez cadavérica plena.

Basándose en que el cuerpo estaba ya bastante frío y que percibió, alanalizar el estómago y los intestinos, residuos de una reciente ingesta, elgaleno calculó que la fémina debería haber expirado entre la 1 o las 2 de lamañana. Cabe acotar que el doctor George Bagster Phillips contradijo eneste punto a su colega, y determinó la hora del deceso entre las 4 y las 6 dela madrugada; horario que, por lo demás, concuerda con los datosrecabados en la investigación policial. Bond también aludió al hecho deque en ninguna ocasión pareció mediar evidencia de lucha. Las agresionesfueron repentinas y se cometieron desde una posición tal que las mujeresno pudieron resistirse ni gritar. Advirtió que en el homicidio de Mary JaneKelly, la esquina derecha del colchón dónde yacía la difunta estaba muyrasgada y saturada de sangre, indicio de que el atacante habría cubierto lacara de su víctima con la sábana en el momento del acometimiento fatal.

En lo atinente a la manera de ultimar, dejó constancia de que en loscuatro primeros episodios el matador debía haber agredido desde el ladoderecho de la víctima. En el caso de Kelly, por el contrario, habría iniciadosu ataque de frente o desde la izquierda, puesto que la estrecha habitaciónno dejaba espacio para accionar de otra manera. Si quería agredir de lamisma forma que lo hiciera con sus otras presas humanas, se hubiesegolpeado contra la pared y el sector de la cama sobre la cual la joven sehallaba tendida. A su vez, la sangre había manado hacia abajo saliendo delcostado derecho del cuerpo de la finada, y al brotar manchó la pared.

Sobre el modus operandi usado resaltó que el victimario no quedabanecesariamente muy salpicado o anegado en sangre, pero sus manos, susbrazos y parte de su ropa, se debía impregnar con fluido sanguineo.

En todos los casos las mutilaciones parecían muy semejantes, exceptoen el crimen de Stride. El móvil de los asesinatos claramente tenía porobjeto lograr la mutilación, la cual había siempre sido infligida por unapersona que carecía de conocimiento científico y anatómico. Bondestimaba que el perpetrador ni siquiera ostentaba la destreza técnica de uncarnicero o un matarifede caballos, o de cualquier individuo acostumbradoa descuartizar animales muertos. Respecto al arma esgrimida, ponderó quese trataba de un cuchillo fuerte de, por lo menos, seis pulgadas de largo ymuy afiliado en su hoja, la cual medía alrededor de una pulgada de ancho.Se podía tratar de una navaja, de un cuchillo de carnicero o del bisturí de

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un cirujano. En lo único que el informante se mostraba seguro era que elarma no era curvada, sino de hoja recia, afilada y recta.

En cuanto al asesino, entendía que debía tratarse de un varón de granfuerza muscular, y de perverso y decidido atrevimiento. No encontróindicios de que actuara junto con cómplices. Conjeturó que el perpetradorera un hombre sometido a periódicos accesos de manía homicida y erótica.El carácter de las mutilaciones sugería que aquel individuo podía padeceruna enfermiza condición sexual llamada satiriasis.

El galeno no descartaba que el impulso homicida hubiese tenido suorigen y desarrollo en un afán de venganza o una obsesión mental como,por caso, una manía religiosa. Empero, dejó constancia de que talposibilidad le parecía improbable. Mostró menos dudas acerca de laconducta social del ejecutor, y consideró que su apariencia externa muypresumiblemente sería la de un hombre de hábitos sobrios, inofensivo,tranquilo, de mediana edad, y que vestiría de manera decorosa. Creía quedebía tener la costumbre de portar una capa o un abrigo largo, pues si asíno fuese difícilmente podría haber pasado desapercibido deambulando porlas calles con manchas de sangre cubriendo sus manos y su ropa.

El médico perfilador suponía que el criminal era, además, un sersolitario y excéntrico. También reputaba probable que fuese un sujeto sinocupación regular, pero con algún pequeño ingreso o pensión. Podría vivirentre personas respetables que desconfiaban de él por conocer su carácter ysu conducta y, quizás, sospechasen que no iba todo bien en su mente.

No obstante, esa gente no estaría dispuesta a comunicar sus recelos a lapolicía por temor a generarse problemas, o a lograr así una notoriedadindeseada. El informante sugería que si los conocidos del victimariotuvieran la perspectiva de obtener una recompensa ese estímulo monetariopodría hacerles superar sus escrúpulos y denunciarlo.

El reporte del doctor Thomas Bond –bosquejado líneas atrás– sin dudarepresenta un documento muy excepcional, considerando la lejana época enque fuera escrito. Este cirujano victoriano resultó un pionero en losmodernos estudios de perfilación criminal del FBI y de otras institucionespoliciales y académicas. Por ende, constituye un digno precursor deemblemáticos peritos en materia de perfilación de homicidas, como DavidCanter, Robert K. Ressler y Vicente Garrido, por ejemplo.

De modo pues que, en las iniciales elaboraciones psicológicas sobre elmatador secuencial del East End, se reputó a éste como un criminalimpelido por una sexualidad enfermiza que, pese a ello, gozaba desuficiente autocontrol al punto de que lograba engañar a su entorno ypasaba por un ciudadado socialmente aceptable.

No puede dejar de tenerse en cuenta que la sospecha de que tras elasesino se ocultaba un enajenado psíquico, cuyo encarnizado accionarestuvo inducido por una inspiración moralizadora, configuró una de las

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iniciales y de las más populares explicaciones que tomaron estado público.Aunque en vena de broma, el dramaturgo George Bernard Shaw remitió

al periódico Star una carta que se divulgó el 24 de setiembre de 1888. Enesa misiva comparaba irónicamente el fracaso de los políticos socialdemócratas, en su intento por sensibilizar a la gente respecto de lasmiserables condiciones de vida en el bajo Londres, con el éxito alcanzadopor el criminal fantasma, quien mediante el asesinato y la evisceración depobres rameras determinó que las miradas del poder político confluyesensobre esa región, inaugurando tardías mejoras y ayudas económicas enbeneficio de los habitantes más sumergidos.

De acuerdo se explicase acerca de dicho episodio:«…Bernard Shaw no pretendió dar a entender que Jack el Destripador fuera un

reformador social. Sin embargo, se reconoció entonces, y se reconoce ahora, que suscrímenes provocaron una reacción horrorizada sobre quienes hasta aquel momentohabían ignorado la situación, desoyendo los llamamientos de los reformistas, y por uncorto tiempo se reclamaron al gobierno cambios en las condiciones de pobreza del EastEnd, tanto cambios de contenido social como cambios en la estructura edilicia de lazona acelerando la demolición de los barrios tugurios… »81

Constituyera o no su propósito, lo cierto fue que Jack el Destripadorconsiguió sacudir poderosamente a la opinión pública, al extremo de dejaral desnudo la miseria y la promiscuidad reinante en Whitechapel y en losdemás suburbios británicos. Su tétrica irrupción en escena fomentó la noblelabor que venían emprendiendo instituciones caritativas, como el centrocomunitario Toynbee Hall dirigido por el reverendo Samuel Barnett y suesposa Henrrieta. Y así fue como –de esa tan retorcida manera– el atrozcriminal devino un reformador positivo de su sociedad o, al menosinconscientemente, cumplió con dicha función. De tal jaez lo propugnó elfallecido escritor estadounidense Tom Cullen en su muy documentado libroOtoño de Terror, donde presenta al Ripper fungiendo en el rol deenajenado reformista de su comunidad:

«… ¿qué mejor escenario para sus crímenes que el East End de Londres,suponiendo que desease despertar la conciencia pública con respecto a la injusticiasocial… ¿Qué medio mejor de provocar el horror que enfrentar a tales multitudes conmanchas de sangre aún no secas sobre la calzada? ...opino que la evidencia interna delcaso indica el empleo de los asesinatos como un medio de protesta social. La pruebaradicaría en la reforma que los asesinatos pudieron traer consigo. ¿Cambió, enrealidad, el East End, como consecuencia de los crímenes del Destripador? Los autoresdel volumen XXVII de Survey of London, que trata de Spitalfields, no vacilaron enconcederle a Jack el Destripador el honor de un reformista, y expresaron: “Cuando loscrímenes de Jack el Destripador aterraron a Londres a finales de 1888, el estado de losalbergues reclamó la atención pública. Los asesinatos de Whitechapel, indudablemente,impulsaron la reedificación de la zona de la calle Flower y Dean…”»82

81 Begg, Paul, Jack the Ripper. The definitive history, Editorial Pearson Education Limited, Londres,Inglaterra, 2005, págs. 2 y 3.82 Otoño de Terror, págs. 234 y 266.

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Ratificando la noción de que las fechorías del mutilador se cimentabansobre una deformada inspiración moralista, Judith Walkowitz en su ensayoLa ciudad de las pasiones terribles, apropiadamente subtituladoNarraciones sobre el peligro sexual en la época victoriana, nos cuenta unainteresante anécdota. Refiere que en el transcurso de entrevistas que realizóen la capital inglesa por el año 1983, mientras recogía material para lapreparación de su libro, tres mujeres y un hombre le participaron de unrelato familiar que presuntamente los abuelos de los informantes le habíantransmitido a éstos. La narración, en caso de ser verídica, apuntala la tesisde que Jack el Destripador configuró un insano reformista social.

Según se pretende, en una desapacible noche, durante el otoño de 1888,una honesta madre de familia se vio obligada a internarse por lascallejuelas del distrito rumbo al Hospital de Londres, sito en el corazón delmismo –y en cuyos aledaños ya habían sobrevenido algunos homicidios–, afin de obtener medicinas necesarias para su marido enfermo. A mitad decamino, la señora fue interceptada por un individuo de recia constituciónfísica y aspecto respetable quien:

«…después de interrogarla sobre el tipo de emergencia médica que la obligaba asalir de casa (o a examinar la tarjeta de visitante para entrar en el hospital), el hombremisterioso se había dado cuenta de que era “pobre” pero “honrada” y la había dejadoir. A la mañana siguiente se encontró el cuerpo “mutilado” de una prostituta a unosdoscientos metros de distancia…»83

El «Jack reformista» tuvo sus adeptos, pero igualmente contó condetractores. Así pues, en contra de estimarlo un mecenas social sepronunció la muy próspera creadora de best sellers Patricia DanielsCornwell, quien con tono indignado afirmó:

«…fue una vergüenza que algunos periódicos sugirieran que los crímenes delDestripador eran una proclama socialista destinada a sacar a luz los entresijos delsistema de clases y los oscuros secretos de la ciudad más grande del mundo… asesinó aprostitutas enfermas, miserables, y prematuramente envejecidas. Las mató porque erafácil. Actuó movido por sus ansias de violencia sexual. Su resentimiento y su insaciablenecesidad de atención. Sus homicidios no tuvieron nada que ver con el deseo de haceruna proclama política. Mataba para satisfacer sus incontrolables impulsos depsicópata violento. Cuando la prensa y el público aludían a un móvil –sobre todo decarácter social o ético–…debía experimentar un placer secreto y una sensación depoder (Ja! Ja! Ja!) –escribió el Destripador–. En verdad deberían darme las graciaspor matar a esas condenadas alimañas, pues son diez veces peores que los hombres…»84

Pero más allá de estas polémicas: ¿Qué movía al Destripador a actuar?¿Quizás lo embargaba una manía homicida fundada en religiosidad

83 La ciudad de las pasiones terribles, pág. 428.84 Cornwell, Patricia, Retrato de un asesino, Jack el Destripador. Caso cerrado, traducción de MaríaEugenia Ciocchini, Ediciones B grupo Z, Barcelona, España, 2003, pág. 105.

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enfermiza, o la influencia de fuerzas naturales aún más irrefrenables?Le correspondería al doctor Lyttleton Stewart Forbes Winslow, un

reputado neurólogo o «alienista» –expresión mediante la cual se designabaen la era eduardiana a tales profesionales de la medicina– postular lahipótesis de la influencia lunar como causa motora de la masacre deldesventrador londinense. Este médico era un especialista en afeccionesmentales procedente de una antigua prosapia de galenos, al cual lasmatanzas victorianas afectaron en grado sumo y que, una vez puesto ameditar cómo resolver el enigma, se formó una rápida idea de cuál podríaser la más probable personalidad del culpable de aquellas salvajadas.

Dejándose persuadir por la sugerencia que le formuló un colega, eldoctor se puso en contacto con las autoridades policiales y, tiempo mástarde, proporcionó una extensa entrevista a un rotativo vespertino quecubría los sucesos. El profesional pretendía que si las fuerzas del ordenseguían fielmente sus indicaciones, serían capaces de arrestar alresponsable en un término inferior a las dos semanas.

El primer consejo del psiquiatra fincó en que debía colocarse por todo elterritorio inglés y, más aún, en la zona aledaña a los crímenes, a un grupode policías disfrazados de mujeres, portando armas adecuadas bajo lasvestimentas femeninas. De acuerdo explicaba, los guardias de losmanicomios conformaban los candidatos más idóneos para conducir a buenpuerto esa arriesgada misión, merced a su entrenamiento específico y a suconocimiento de la manera en que funcionan los cerebros enfermos. Losenfermeros, y el restante personal médico especializado en orates,representaban las personas más adecuadas para atraparlo, pues sabríandetectar las claves que animaban a tan peligroso lunático.

Otra sugerencia que dio a Scotland Yard fue que debían ponerse encomunicación con los hospitales y asilos psiquiátricos de Londres, y luegoconfeccionar una pormenorizada lista abarcando a los internos que sehubiesen escapado, o a los cuales se diera de alta por haber mejorado –enapariencia– su estado mental. La persona que eliminó a Annie Chapman y alas otras posibles víctimas –según barruntaba– era un desequilibrado aquien por un desafortunado error se lo había dejado en libertad, pertenecíaa la clase alta y residía en el West End, llevando una doble existencia almodo del dual personaje de doctor Jekyll y mister Hyde –adaptación teatralde la ficción creada por Robert Louis Stevenson, que por aquellos días seescenificaba, bajo la aclamación del público y de la crítica, en el LiceumTheatre de Londres–.

A su vez, dedujo que los asesinatos los llevaba a término el criminaltras padecer violentos ataques de epilepsia, motivo por el cualposteriormente no podía recordar sus actos.

Tiempo después, el alienista perfeccionó su hipótesis hasta llegar apropugnar la denominada «teoría de la locura lunar». Trazó un contorno

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psicológico del escurridizo delincuente, caracterizándolo como un criminalmonomaníaco poseído por fundamentalismos religiosos extremistas,persuadido de tener un ineludible destino para cumplir en este planeta.Siguiendo sus desviadas creencias, el ejecutor había escogido a loscomponentes de cierto grupo social –en este caso meretrices– paradescargar allí su implacable venganza.

El connotado facultativo cifraba cuarenta y cuatro años en la época delos crímenes, y ya se había hecho notar en virtud de sus intervencionesfrente al poder judicial inglés cuando depusiera en calidad de expertoforense en varios juicios penales. Proporcionó sus servicios profesionalesen resonantes procesos de aquellos tiempos como, por ejemplo, el instruidoa raíz de la muerte por envenenamiento de Charles Bravo en 1876, dondese acusó a la esposa del difunto. La viuda terminó siendo exculpada de loscargos merced al testimonio pericial de Forbes Winslow. Una curiosidadradicó en que con el dictamen de nuestro alienista coincidió en los estradosotro personaje conectado a la historia de Jack el Destripador –y sospechosode haber sido aquél, de acuerdo postulan ciertas conjeturas–, a saber: elreputado cirujano de la casa imperial Sir William Withey Gull.

Sus criterios técnicos, por lo común, favorecieron a la defensa de losacusados. Así sucedería, por caso, en la situación de Amelia Dyer imputadade ahogar a sus propios bebés en 1896. Seis años antes había pronunciadosu opinión científica en la causa contra la asesina Mary Eleanor Pearcey –aquien algunos autores sugerirían como la versión femenina de Jack theRipper–. A posteriori, abogó en beneficio de la inocencia de FlorenceChandler, cónyuge de James Maybrick, el acaudalado industrial deLiverpool al cual se sindicó de ser culpable de las matanzas victorianas enun muy dudoso diario personal salido a luz a más de cien años de su óbito.

Aunque resultaba altamente respetado por su brillantez académica, tanpolémico era el doctor Winslow en razón de sus pareceres forenses queJames Berry, el funcionario que fungiera en el cargo de verdugo oficial deGran Bretaña durante el período de 1884 a 1892, en una audiencia, sequejaría: «¡Ud. siempre tiene algo que objetar!».

Nuestro especialista confió sus elucubraciones en una obra muy ulteriora estos luctuosos hechos, que se publicó en el año 1910 bajo el epígrafe deRecuerdos de cuarenta años; así como en diversas notas que aportó a losperiódicos en cartas remitidas a éstos, y en reportajes. Entre otros aspectos,el experto hizo hincapié en la comprobada ocurrencia de un curiosofenómeno celestial: durante los cinco asesinatos clásicos de Jack elDestripador, nuestro satélite se encontraba cursando su fase de luna nueva,o bien su secuencia de cuarto menguante. Surgiría, de tal suerte, la quediese en tildarse «teoría de la locura lunar», propuesta como explicación delas muertes con mutilación victorianas.

En algunos de los atentados fatales la configuración adoptada por los

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astros devino particularmente ominosa. Tal el caso del 7 de setiembre delaño de los asesinatos, en la víspera de la muerte de Annie Chapman, dondelos planetas Venus y Mercurio estuvieron en conjunción con la Luna, deconsuno corrobora el Wíaker´s Almanach de 1888.

Tales llamativas casualidades dieron vuelo a la conjetura de la pérfidainfluencia lunar sobre la mente desequilibrada del agresor. El desordencerebral que aquejaba al responsable llegó a ser tan devastador que –segúnel médico– andando el tiempo, al ser capturado, se dispuso su reclusión aperpetuidad en un manicomio.

En declaraciones vertidas para el periódico The New York Times el 1ºde setiembre de 1895, en Nueva York, Estados Unidos, durante suasistencia al congreso médico legal de agosto y setiembre de aquel año, elgaleno informó que Jack el Destripador era un estudiante de medicina derespetable familia, complexión delgada, tez y cabellos claros, y ojosazules; su exterior lucía irreprochable y estudiaba muy intensamente.

El alienista proseguía la descripción de su sospechoso explicando que elendeble raciocinio de aquél se fue derrumbando, y el único sostén que lequedó fue su fanatismo religioso. Propuso que el hombre asistíapuntualmente a los oficios matinales de la catedral San Pablo. Su fervormístico se traducía en una afiebrada compulsión que lo llevó a ensañarsecon las damas de vida alegre, a quienes buscaba exterminar obedeciendo unprograma de moralización y saneamiento social auto impuesto.

Winslow abundó señalando que el desequilibrado estudiante se afincabaen la residencia de huéspedes de una persona a la cual él conocía. Esteinformante le participó de sus temores sobrevenidos a raíz delcomportamiento desusado que observaba su inquilino. Al parecer, elocupante retornaba al hogar a horas impropias de la noche luego deprolongadas e inexplicables ausencias; y en sus abrigos y sombreros seadvertían rastros sanguinolentos.

El dato inicial de esa historia lo habría obtenido el psiquiatra metido adetective en julio de 1889, por conducto de una meretriz que le comunicósus sospechas acerca de un hombre que la había abordado en la calleWorship, Finsbury. La mujer rechazó los avances al advertir uncomportamiento extraño en el sujeto, cuyas manos –que aquélnerviosamente trataba de ocultarle– le dieron la impresión de quepresentaban trazas de sangre. Tan fuera de lugar le pareció a la muchachala conducta exhibida por su repelido galán que –sin que el mismo sepercatase– siguió sigilosamente sus pasos hasta verlo ingresar al patio deuna finca de inquilinato, donde se limpió las secuelas hemáticas.

Este incidente concordó con la fecha del homicidio de Alice McKenzie,prostituta a la cual se reputó como una eventual presa cobrada por elDestripador. Quiso la casualidad que el inquisitivo galeno tenía amistadcon el propietario de esa pensión. Este último admitió que uno de sus

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arrendatarios cuadraba con la descripción aportada, aunque previno que esehombre ya no moraba allí, sino que se había retirado precipitadamente.

El arrendador contó al psiquiatra que por abril de 1888, y en respuesta aun anuncio de alquiler, se le había personado un caballero de correctaapariencia, quien le rentó una de sus habitaciones más amplias en la cualmontó un estudio. El inquilino le comentó que se albergaría allí duranteseis meses o más, pues la envergadura de sus negocios así lo requería.

Con el correr de los días, el dueño del inquilinato y su esposa notaronque su huésped cambiaba de ropa con excesiva frecuencia; como mínimotres o cuatro veces cada jornada. A su vez, aquel hombre se acostaba muytarde, y cuando retornaba lo hacía siempre en silencio, calzando unas botascon suela de goma que amortiguaban el ruido de sus pisadas. De igualforma, se percataron que cuando utilizaba zapatos portaba encima de losmismos unos chanclos de caucho de los cuales guardaba tres pares en suhabitación logrando, de tal suerte, obtener un análogo efecto silenciador.

En la mañana del 7 de agosto de 1888 –cuando tuvo cabida el asesinatode Martha Tabram– el casero permaneció en vela hasta elevadas horas de lanoche aguardando el regreso de su esposa, quien había ido a visitar a sumadre al campo. En torno a la hora 4 de esa madrugada vio venir a suhuésped que parecía muy nervioso, demacrado, y con sus ropas –habitualmente impecables– sucias y maltrechas. Éste le contó que dosrufianes lo asaltaron en la zona de Bishopsgate quitándole un reloj de oro, yque se había demorado al formular la denuncia ante la policía. Ese datoulteriormente se corroboró que era falso.

Una vez que al día entrante la sirvienta ingresó para arreglar el cuartodel inquilino, encontró a la habitación sumida en completo desorden.Encima de la cama se visualizaba una gran mancha de sangre, y colgada enel baño se iba secando lentamente una camisa blanca con sus puñosrecientemente lavados. Meses más tarde, el arrendatario avisó que semarchaba a Canadá por motivos profesionales. Se trataba de otra mentira,pues escaso tiempo más tarde fue visto nuevamente merodeando por losalrededores del East End de la capital inglesa.

El propietario también le informó al facultativo que su huespedresultaba un hombre raro en extremo, con su mente inmersa en ideas seudoreligiosas. A menudo hacía saber del desagradable sentimiento que leinspiraban las prostitutas, al grado tal de detener por la vía pública apeatones, a quienes arengaba conminándolos a obrar contra la inmoralidad.Dedicaba sus horas de ocio a escribir extensas octavillas sobre tópicosreligiosos, las cuales llegó a leerle a su locador. El tenor de éstas trasuntabaun rencor visceral hacia las mujeres de la calle a quienes, entre otros rudosepítetos, calificaba de «fuentes de infección» y «emisarias del maligno».

Seguro de hallarse en la certera pista que conduciría hacia la captura delhomicida, el doctor Winslow dio aviso a Scotland Yard brindando las señas

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precisas para que detuvieran al joven, pero la policía desechó su denuncia.Conforme pretendió el médico, sólo cuando aquel extraño terminóenclaustrado en un hospicio psiquiátrico fue que dejaron de sucederse loscrímenes en el este de Londres.

Recalcó que la manía religiosa llevada a grados enfermizos devinoterreno fecundo para aquellas barbaridades. Insistió en que el lábil cerebrodel desquiciado se vio conmocionado por el influjo lunar que actuó amanera de detonante, y lo impulsó a cobrase víctimas durante susincursiones de los fines de semana, mientras la luna se hallaba en suplenitud o ingresando a su fase de cuarto menguante.

El único de los asesinatos donde no se operó el funesto fenómenocelestial sugerido lo conformó el de la bella irlandesa Mary Jane Kelly,acontecido en la madrugada del 9 de noviembre de 1888. El alienistasustentó que ese crimen tendría que haberse concretado exactamente el día7 de noviembre, cuando nuestro satélite atravesaba su etapa de luna nueva.Pero igualmente justificó la validez de su hipótesis al enfatizar que, enrealidad, fue en esta última fecha cuando se preparó el homicidio, por másque su ejecución efectiva se difiriese para dos días más tarde.

Adujo que un anónimo emisor, quien suscribió su remito ocultándosebajo el alias de «Lunigi», le había mandado una letra asegurándole que elpróximo homicidio se iba a producir indefectiblemente entre los días 7 o 9de ese mes. De atenernos a la versión suministrada por el facultativo, elmatador victoriano le escribió de su puño y letra cuando menos dosmisivas. Un inicial comunicado habría arribado a su domicilio el 4 deoctubre de 1888, y en su texto el redactor se jactaba de la perversa tareadestructora que venía emprendiendo. En la segunda epístola, el presuntoresponsable se explayaba dando pormenores sobre el asesinato queplaneaba perpetrar en el eje de los días 7 y 9 de noviembre.

Lyttleton insistió que en el mensaje firmado por P.S.R Lunigi se pusopor señas: «Poste restante, Charing Road», y se le requirió que lecontestase a la estafeta de correos de dicha localidad a una dirección sita enel número 22 de la calle Hammersmith, Chelsea. La carta indicaba que,cuando el facultativo se pusiera en contacto con el remitente, le aportaríamás detalles de cómo proyectaba consumar los anunciados crímenes.

Llamativamente, en los archivos oficiales del Reino Unido glosa unalarga epístola con fecha 8 de noviembre de 1889, redactada en tono derima, donde se incluye una referencia a esta dirección de la calleHammersmith. El pretenso asesino que la envía se describe como unapersona sobria:

«…No fumo, no bebo, ni toco la ginebra…»Y en la parte que a nuestro relato atañe cuenta:«…Una mala noche me encontré con un policía.

Conversé y camine con él calle Mayor abajo.

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La carta dirigida al 22 de Hammersmith Roadfue escrita por un mentiroso asqueroso…»

Parecería manifiesto que quien elaboró esta extraña carta estaba alcorriente de dicha versión, pues se tomó la molestia de refutar la veracidadde la información tildando de mentiroso e insultando al presuntocomunicante. Cabe preguntarse si por el año 1889 el médico habíacomentado en los periódicos –a los que tanto gustaba dirigirse– la anécdotasegún la cual en esa calle se radicaba el pretendido domicilio del mutiladory, debido a tal indiscreción, ese dato ya pertenecía al dominio público.

Otra curiosidad de esa misiva estriba en que el inconexo poeta que laredactó da muestras de ostentar el perfil de criminal misionero, que ForbesWinslow imaginó para Jack el Destripador, conforme se desprende depárrafos del siguiente tenor:

«…El hombre está deseoso, rápido, y no deja huella.Mi sangre hierve y bramo con indignación,para perpetuar mis sangrientos ataques.Prostitución contra la que lucho desesperadamente,para destruir las asquerosas y repugnantes putas de la noche.Desanimadas, perdidas, melladas y flacas.Frecuentadoras de teatros, music halls,y bebedoras de la infernal ginebra.Mis cuchillos están afilados y ansiosos…»

Vale aclarar que la traducción al castellano de estos fragmentos lostorna más incoherentes todavía, y en nuestro idioma es imposible percibirla rima que está presente en su original en lengua inglesa.

De todas formas, y por encima de tales curiosidades, el psiquiatraapuntó que, tras indagar más a fondo, descubrió que no existía ningunacalle en Inglaterra con el citado nombre. No obstante ello, el mensaje lepareció premonitorio y pensó que exclusivamente podía provenir delcriminal, o de alguien que estaba al corriente de sus truculentas andanzas.

Se trataría, de conformidad especuló el facultativo, de un cómplice delasesino quien –pese a revestir tal condición– se veía de tanto en tantoinvadido por destellos de arrepentimiento, en los cuales le sobreveníandeseos de frenar las atrocidades del perpetrador, aunque no se atrevía a darel paso de denunciarlo directamente ante las autoridades.

No puede dejar de intercalarse, empero, que estudiosos modernosdesconfían de la buena fe de nuestro alienista, y consideran que undescontrolado afán de protagonismo lo indujo a magnificar la relevancia desu intervención en el asunto. Incluso podría haber llegado al colmo defalsear las fechas de emisión de estas tan curiosas misivas.

De tal suerte se ha hecho notar:«…Parece ser que Winslow aceptó estas epístolas, sin duda alguna, como

comunicaciones auténticas del asesino. Puede que le viniese bien hacerlo, puesto que

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daba crédito a su relato de investigación de los asesinatos. La carta sobre el asesinatode noviembre… Aparentemente viene fechada el 19 de octubre del 88, pero un examenmás detallado revela que las cifras “88” parecen haber sido retocadas y que enrealidad ponía “89”. Parece inverosímil que otra persona que no fuera el mismoWinslow pudiese haber sido el responsable del cambio de la fecha del 88 a 89… »85

El doctor sustentó que la grafía observable en esas dos problemáticasesquelas devenía idéntica a la letra del grafiti trazado bajo el arco deledificio de la calle Goulston, el cual únicamente podría haber sido escritopor el culpable. Nuestro diligente médico estuvo obsesionado con lasbarbaries infligidas en los barrios bajos, al extremo de que, a despecho dela indiferencia oficial hacia su fervoroso entusiasmo, se impuso el debermoral de perseguir y de desenmascarar al responsable. Con tal propósitovisitó asiduamente el paupérrimo distrito. Manifestó a los reporteros que sulabor era conocida no sólo por los agentes policiales que practicaban lasrondas y por los dueños de las pensiones, sino también por las prostitutas,en cuyos cuerpos se cebaba el desalmado psicópata.

«Estas pobres criaturas de la calle -declaró- llegaron a conocerme bien, yaterrorizadas corrían en mi busca una vez que obtenían cualquier mínimainformación o pista que pudiera servir para detener al monstruo. En mipresencia se sentían seguras, al punto tal que me recibían en sus pobresmoradas y seguían al pie de la letra mis recomendaciones y encargos.»

Razonó que el matador debía ser una persona que gozaba de desahogadaposición financiera y residía en el West End. Presumió que cuandoalcanzaba el paroxismo de su demencia, incitada por el influjodesequilibrante de la luna, el trastornado incurría en sus espeluznantesactos mortales; pero después regresaba calmadamente al calor de su hogarburgués, donde una especie de amnesia lo hacía olvidarse de lossanguinarios hechos. Únicamente recordaba los crímenes cuando volvía aser gobernado por aquella maléfica influencia que lo compelía a caer una yotra vez en aquel círculo infernal.

En definitiva, la descripción formulada por Winslow reviste puntos decontacto con clasificaciones que la moderna criminología muyulteriormente diseñase con respecto a los tipos o perfiles de los asesinos enserie. Lo más peculiar, en el retrato psicológico diagramado por esteprofesional, reside en que el modelo de homicida que postuló para laidentidad de Jack el Destripador mezcla rasgos de dos de tales categorías, asaber: la del «asesino misionero» y la del «asesino visionario».

El victimario secuencial misionero resulta aquel al cual lo imbuye lacreencia de que debe hacer algo en favor de su comunidad. Se considera unelegido por el destino o por la providencia, y está ciegamente persuadido deque sus víctimas merecen la muerte. Su convicción de hallarse embarcado

85 Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, pág. 49.

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en una misión de saneamiento social que lo trasciende determina que suautoestima crezca. A veces ataca a miembros de cierto grupo etareo oracial, basándose en traumas sufridos en su infancia cuando se vioamenazado por integrantes de ese colectivo sobre el cual –ahora que esadulto– descarga su venganza; usualmente exagerando la importancia delas ofensas recibidas, si es que las mismas existieron.

Vale igualmente incluir dentro del elenco de los misioneros a losllamados «asesinos satánicos», quienes se creen en la obligación deasesinar para obtener una valiosa recompensa de manos de entidadesdemoníacas o supra naturales. Por su parte, el homicida serial visionariodeviene un perturbado que arriba al crimen luego de creer oír vocesresonando en su interior, o de imaginar visiones que lo impelen a cometerlos nefastos actos. En algunos casos, tales fenómenos que experimenta sedeben a cuadros agudos de esquizofrenia. Esta clase de enfermo es capaz,no obstante, de separar su vida habitual de sus crímenes, dado que no sesiente en absoluto responsable por ellos.

El matador en serie visionario emprende sus desmanes poseído por unestado de trance pero, una vez atravesada esa mórbida etapa, despierta yregresa a atender sus ocupaciones e intereses habituales. Las voces y/oimágenes que percibe el criminal se recrudecen después de inferir cadaagresión. Por más que el sujeto afectado se resista termina por sucumbir, yobedece los mandatos implacables que lo conminan.

En cuanto a constancias documentales de las investigacionesemprendidas por el doctor Winslow, en Scotland Yard se conserva, confecha 23 de diciembre de 1889, un registro de la denuncia formulada en lareferida ocasión por el psiquiatra; quien incluso llevó consigo –paradejarlos a guisa de prueba– un par de chanclos de caucho, presuntamenteusados por el criminal, que adujo haber recibido de manos del dueño delhospedaje donde aquel monstruo había morado. La acusación fuedesechada por la policía al no encontrase fundamento a la especie aportada.

Aunque el animoso alienista se quejó con amargura en los medios deprensa por tamaña incomprensión, no se olvidó de destacar, muy ufano,que después de su intervención nunca más volvieron a consumarse nuevoshomicidios en el distrito, y que tampoco en el resto del territorio inglés seregistraron ataques con características tales como para ser imputados almaníaco que él persiguiera.

De un informe policial de circulación interna, debido al inspector jefeDonald Swanson, se supo que el inquilino sospechoso se llamaba G.Wentworth Bell Smith, financista que trabajaba para la Toronto TrustSociety, y se hallaba de paso por Londres durante aquel período. Elindividuo ya había sido indagado por los pesquisas en el mes de agosto de1888, en razón de una denuncia presentada por su locador donde se loacusó de esconder revólveres en su habitación, así como de haber asumido

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actitudes demasiado extravagantes.Conforme con la descripción consignada por Swanson en aquel reporte,

el denunciado caminaba de una forma por demás peculiar, dando pasosmuy separados con las rodillas vueltas hacia dentro. La altura de esehombre oscilaba entre el metro setenta y el metro setenta y cinco, tenía elcabello y la tez oscura, lucía bigote y barba recortada, y su dentadurapresuntamente era falsa. A su vez, se mostraba bien vestido, su trato eraagradable, su aspecto extranjero, y dominaba varios idiomas. Hablaba muyrápido, y expuso ante los policías férreas ideas religiosas criticandoacremente a las mujeres de la calle.

Los agentes lo interrogaron y, aunque percibieron que el indagado eraun excéntrico, no hallaron mérito para proceder a su arresto ni para daraviso a los jueces. De allí se explica por qué al repetirse tiempo despuésuna denuncia similar –ahora a cargo de nuestro entusiasta doctor– no se leconcedió importancia.

La última novedad que propuso el psiquiatra con relación a losasesinatos, consistió en divulgar el tenor de una carta fechada el 19 de juliode 1910 que le fuese remitida por una señora –cuyo nombre no suministró–desde la ciudad de Melbourne, Australia. La razón alegada por la redactorapara escribirle fincaba en su deseo de plantear su frontal desacuerdo conunos artículos periodísticos donde se hacía acopio de las afirmaciones deljerarca policial doctor en derecho (luego Sir) Robert Anderson.

Este último sustentaba que la policía poseía exacto conocimiento de laidentidad del Destripador, y que éste era –de conformidad con susespeculaciones– un judío pobre que había concluido sus días enclaustradoen un hospital psiquiátrico. La remitente creía saber la verdadera identidaddel responsable de la masacre. En su epístola sostenía que el agresor fue«espantado» por el doctor Winslow, y que había puesto pies en polvorosaviajando a Australia en un barco llamado Munambigde trabajando en elbuque para pagarse su travesía a Melbourne, donde arribó en 1889.

La anónima emisora narró que mantuvo un idilio amoroso con aquelsujeto; pero se cuidó de dejar en claro que el romance concluyó una vezque su novio le confesó que era el responsable de aquellos espantososasesinatos, los cuales pretextó haber cometido tan sólo «por el afán deinvestigar»; luego de lo cual se habría desembarazado de los órganosextraídos a las víctimas arrojándoselos a los hambrientos perros callejeros.

Tampoco las autoridades australianas otorgarían crédito a la acusaciónlevantada contra ese sospechoso cuando su compañera lo denuncióponiéndolas al corriente de sus temores. «¿Ves qué idiotas son lospolicías?», se habría ulteriormente jactado éste frente a la mujer, «Soy elhombre al cual buscan por todo el mundo, pero me hacen pasar por unapuerta y me sacan por la otra.»

A raíz de este relato el psiquiatra cambió de idea con respecto a quién

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debía ser culpable, y en sus últimos días aseguró que el individuo escapadoa Australia había sido efectivamente el criminal. Ese hombre pasó a ser sugran candidato a ocupar la identidad de Jack el Destripador.

De tal manera fue cómo el doctor Winslow terminó descartando alestudiante de veterinaria o de medicina irremisiblemente orate confinado enun hospicio, y al extravagante financista de equívocas creencias religiosas,cuyas botas con suela de goma y chanclos le diera su amigo el arrendador yél hizo llegar a la policía cuando radicó su despreciada denuncia.

Pero mucho tiempo fue transcurriendo desde aquellas primitivasformulaciones desarrolladas por los doctores Thomas Bond y ForbesWinslow. Actuales estudios realizados en la confección de perfilespsicológicos sobre la identidad y personalidad de quien podría haber sido elDestripador determinaron que en el 2006 –más exactamente el 20 denoviembre de dicho año– un grupo de expertos en criminalísticareconstruyera el contorno facial del mítico ultimador en serie victoriano.

A tal fin se valieron de los testimonios que se consideraron más fiables,porque describían a sospechosos observados con las víctimas en momentosprevios a los atentados de Jack. De allí estos modernos investigadorespoliciales construyeron una imagen robot de cómo podría haber lucido elrostro del homicida, y recrearon su plausible apariencia fisonómica.

Laura Richards, psicóloga y líder de la Sección Comando de CrímenesViolentos de Scotland Yard, fue la encargada de coordinar a un calificadoequipo que incluyó a patólogos, historiadores, y especialistas en laelaboración de análisis criminales, entre otros técnicos. La evidenciarecopilada llevó a estimar que el perpetrador debía contar, al momento enque ejecutó la carnicería, con una edad promedio de entre veinticinco ytreinta años, y medir entre el metro sesenta y cinco y el metro setenta.Además, debía gozar de complexión robusta, portar un poblado bigotenegro, lucir cejas espesas y una faz angulosa con acentuados pómulos.

Su exterior parecería irreprochable, y para su entorno social daría laimpresión de ser una persona perfectamente cuerda; aunque era capaz dealcanzar las cotas de violencia más explosivas y sobrecogedoras. Laapariencia de normalidad que exhibía el sujeto se habría erigido en unfactor crucial a la hora de no despertar sospechas, imposibilitando así sucaptura. El equipo de teóricos igualmente concluyó que resultaba casiseguro que el finiquitador moraba en forma permanente en la región dondese cometieron las fechorías. Probablemente se trataba de uno de los tantosocupantes de aquellos atestados edificios, situados en los alrededores de laspopulosas calles Dorset y Flower y Dean.

Los investigadores que compusieron su perfil físico coinciden ensustentar que, si las autoridades a cargo hubiesen contado con la tecnologíaforense moderna, Jack el Destripador no habría podido escapar impune a lajusticia. El ex comisario de Scotland Yard, John Grieve, concuerda en que,

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si en el presente se efectuase una indagatoria reuniendo todas lasdescripciones testimoniales, se daría con el tipo de fisonomía que tenía lapersona buscada por la policía.

A partir de ese rostro compuesto, podría irse con certeza tras elvictimario, en tanto las autoridades ya dispondrían de una cara completasobre la cual centrar su labor. Todo sospechoso dotado de tales rasgosfisonómicos sería detenido e indagado exhaustivamente comprobándosesus coartadas. Cualquier fragilidad de las mismas pondría a los inquisidoresen camino firme, y el auténtico culpable no podría eludir su condena.

El antiguo jerarca alabó la profesionalidad del trabajo encabezado por lajefa Laura Richards. Manifestó que su equipo de técnicos llegó más lejosde lo que nadie había logrado antes, al punto tal de que, si la policía de laépoca hubiese dispuesto de ese diagrama psicológico y físico del criminal,les habría bastado con salir a tocar las puertas de las casas del distrito, yforzosamente hubiesen aprehendido al responsable.

El retrato robot que dio la vuelta al mundo incluye los citados rasgosfaciales y, en su conjunto, la impresión que genera es que no se trataba deun inglés, y ni siquiera de un anglosajón. Por cierto que no se parece ennada al clásico rostro británico, sino que recuerda la fisonomía de unextranjero. La de uno de los tantos inmigrantes rusos, polacos, o judíos, queen las postrimerías del siglo XIX pululaban por los barrios pobres ingleses.

Y más allá de la exactitud o no del aludido retrato, es válido enfatizarque en la operativa vesánica del Destripador confluyen características delos asesinos secuenciales organizados, junto con aspectos que únicamentedevendrían peculiares a los ejecutores en cadena desorganizados.

Este eficaz verdugo planeaba concienzudamente y con cuidadoso rigorsus ataques, conocía el terreno a la perfección, y sabía donde se localizabacada una de las posibles vías de escape. También era evidente que portabauno o más cuchillos a la hora de acometer las agresiones. Todos estospatrones de conducta sólo resultan inherentes a un depredador en serieorganizado. No obstante, la paradoja consiste en que también efectuabaciertas conductas de jaez casi ritual, que claramente se asignan alcomportamiento conocido en los matadores en cadena desorganizados. Elmás notorio de estos actos residía en las extensas y salvajes mutilacionesque practicaba post mórtem.

Otra faceta singular visible en el accionar de los criminales serialesdesorganizados estriba en que no suelen mantener relaciones sexuales consus víctimas, aunque acostumbran ejecutar actos violentos que no revistencomo fin la obtención de la satisfacción carnal del agresor.

A la inversa, en los crímenes perpetrados por Jack del Destripador no seaprecia el ingrediente de brutalidad y salvajismo previo a la muerte. No sesolazaba con causar agonía a las agredidas ni las sometía a un intensoterror. Se cree que las desgraciadas rameras fallecían en forma rápida,

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merced a un limpio y certero tajo asestado de izquierda a derecha en susgargantas, con un afilado cuchillo que les cercenaba la vena yugular.

Tal vez previamente las mujeres fueron desmayadas con una enérgicamaniobra de estrangulamiento que tenía por objeto hacerles perder laconciencia para facilitar el corte decisivo pero, al mismo tiempo, esediestro accionar conllevaba el efecto de ahorrarles sufrimiento y pánico. Detal suerte, especialistas en la materia han especulado:

«…Yo no tengo la sensación de crueldad intencionada y gozosa en ninguno de losasesinatos de Jack el Destripador. Distanciamiento total y desconexión con respecto ala realidad humana de sus víctimas, sí. Crueldad no. Todas ellas parecen haber sidoasesinadas de manera rápida y eficaz, algunas aparentemente mediante estrangulación,antes de las mutilaciones. No da la impresión de que las hubieran aterrorizado otorturado…»86

En definitiva, el criterio más aceptado se inclina por creer que Jack theRipper no era un sádico. Vale decir, no se regodeaba infligiendo dolor oprovocando miedo a sus presas humanas mientras ellas permanecían convida, sino que su primordial interés radicaba en el cadáver; en la extracciónde órganos para conservarlos cuál si fuesen trofeos, o para ingerirlos en elmarco de un impío ceremonial místico o caníbal.

Esta sañuda obsesión con los cadáveres lo revelaría como un homicidaserial desorganizado. Pero otras aristas de su nefasta operativa delatan quese regía por un elevado grado de organización cuando abordaba sumatanza. También en este aspecto Jack el Destripador representa uncriminal especialísimo, de una rareza tan inusual que desafía el encuadre delos criminólogos. En virtud de esa compleja mezcla de rasgos –queimposibilitan englobarlo dentro de los esquemas modernos en materia decriminalidad serial– es que se torna tan arduo emitir un pronóstico acercade cuál podría haber sido la individualidad de tan desconcertante sujeto.

Y es que si este delincuente pudiera ser encasillado dentro de una deambas clasificaciones; o sea, si se lo pudiera catalogar como un asesinosecuencial «organizado puro», o bien como un «desorganizado puro»,cabría aventurar un perfilamiento psicológico de su personalidad. Loúltimo, porque la clasificación a la cual hicimos referencia le atribuye, porejemplo, al matador serial organizado un apreciable coeficiente intelectual,a la par que lo estima competente y con un trabajo fijo y especializado.

Respecto de sus caracteres personales, se pondera que el ultimador enserie organizado probablemente deviene hijo único, o el hijo mayor depadres que gozaron de sólida estabilidad laboral. Asimismo, se piensa queesta clase de individuo no fue sometido cuando niño a disciplina rigurosa, yque se trata de un heterosexual con conductas parafílicas.

En el caso del finiquitador en secuencia desorganizado se postula la

86 From Hell, comentarios del capítulo décimo, en apéndice.

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observancia de patrones casi siempre antagónicos a los antes descritos. Sevaticina que un segador de vidas de esta calaña detenta una inteligenciamedia o baja, y que resulta socialmente inmaduro, de magra calificaciónlaboral e inestable en sus empleos. En el plano individual, se lo presumecomo hijo menor o intermedio de padres sin seguridad laboral, y se sugiereque en su infancia estuvo subyugado bajo un férreo contralor paterno.

Aunque Jack el Destripador refleja en forma promiscua peculiaridadesínsitas en ambas categorías de homicidas seriales, enjundiosos expertos enel fenómeno de la criminalidad seriada dictaminaron que pertenecíarígidamente a sólo una de ambas clasificaciones.

Nada menos que Robert K. Ressler sustentó que el aniquiladorvictoriano por fuerza conformó un ultimador en serie de perfildesorganizado. Justificando su parecer este experto argumentó:

«…Jack el Destripador era un “asesino desorganizado”, un hombre perturbado, ycada vez más perturbado con cada nueva víctima. La intensificación de la violencia, lasamputaciones y el desorden general que reinaba en el lugar de los hechos eran buenaprueba de ello. Si se trataba de un perturbado cuyo estado mental empeorabaprogresivamente, es probable que tocara fondo completamente y que se volvierademasiado loco para seguir cometiendo crímenes, por lo que habría terminadosuicidándose o encerrado en un manicomio. En cualquiera de los dos casos, habríadesaparecido de la sociedad. El suicidio o la reclusión de por vida explicarían por quejamás fue capturado…»87

Y ya fuese se considere a este ejecutor como un asesino serialorganizado, desorganizado, o con rasgos inherentes a ambas tipologías, hayconsenso sobre su acabado conocimiento del terreno o coto de caza en eloperó. Sus frustrados perseguidores pudieron establecer que la posesión deun cabal conocimiento del territorio constituyó el factor más determinante afin de que el criminal los haya podido burlar, manteniéndose impune.

El desventrador de los suburbios londinenses representó un clásicoasesino en serie porque utilizó un patrón delictivo estable a la hora deconsumar sus irrupciones, y operó en un coto de cacería muy concreto y enextremo restringido. El ámbito de acción elegido para verificar suscrueldades se centró en el distrito de Whitechapel, ubicado en el sector estede la capital británica y, a lo máximo, comprendió a otros arrabalesaledaños como Spitalfields, Hoxton, Wapping, y Aldgate.

Vale significar, el victimario perpetró sus ataques dentro de un estrechoperímetro equivalente a poco más de una milla cuadrada. Tanto si esteejecutor residía o no en los barrios marginales de Londres donde acaecieronlas tropelías, se hizo patente que dominaba perfectamente la conformaciónde las calles y la localización de los albergues, pensiones y tabernas allíexistentes. En especial, conocía la manera de escapar una vez concluidocada avance letal. Estaba al tanto de todos los callejones y de las calles que

87 Dentro del monstruo, pág. 78.

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terminaban sin salida, y sabía como huir desde un patio hacia otro.En la fatídica madrugada del 30 de setiembre de 1888 este implacable y

fantasmagórico verdugo eliminó a dos infortunadas mujeres en la que dioen llamarse la «Noche del doble acontecimiento», pese a que la policíacustodiaba fuertemente la región y cualquier equivocación, fallo u olvido,hubiera posibilitado aprehender al ofensor.

Se volvió palmario, a partir de entonces, que el responsable conocía lasrondas que efectuaban los agentes, y que había cronometrado la rutina decada uno de ellos. También sabía dónde se emplazaba la fuente públicapróxima a la calle Dorset en la que se lavó las manos después de masacrar aCatherine Eddowes, su segunda víctima en esa oportunidad. Acreditódominar la configuración de aquellos sórdidos barrios de memoria.

Tal cual se manifestó en torno a su conocimiento del terreno de caza yde su modus operandi:

«…Tanto si Jack el Destripador vivía o no en el East End… Había estudiado elterreno como un general estudia su campo de operaciones. Su vida dependía de suconocimiento de la zona. Por ejemplo, la noche del doble acontecimiento, cuando lapolicía estuvo tras sus huellas, un olvido, un paso en falso, le habrían colocado enmanos de la ley. Conocía las rondas de la Policía. Evidentemente, había cronometradosus vueltas, se había entrenado en reconocer sus pisadas, anotando su falta depercepción. Si Jack el Destripador no era del East End, y todos los indicios abonan estaopinión, conocía la zona de memoria. Flotaba sobre aquella zona infestada por lamaldad como un genio de la perversión…»88

El absoluto gobierno que demostró poseer este depredador acerca delcoto de caza o territorio de acción dentro del cual practicaba sus avances (elEast End de Londres) refuerza la creencia de que vivía allí en formapermanente, y que disponía de un refugio donde esconderse de inmediatouna vez culminada cada agresión. Whitechapel y sus adyacencias noresultaban ciertamente propicios para que pasara desapercibido unpersonaje de elevada alcurnia, el cual –metafóricamente– resaltaría comouna mosca blanca en medio del populoso fárrago de marginados queatestaban aquel distrito.

Al respecto, Jack London retrató crudamente al East End y a sushabitantes –a quienes frecuentó catorce años después de acaecidos loshomicidios– sirviéndose de estas expresiones:

«…No se puede hallar en el planeta un espectáculo más denigrante que el ´atrozEast End´, con sus distritos de Whitechapel, Hoxton, Spitalfields, Bethnal Green yWapping hasta los muelles de la India Oriental. El color con el que se presenta la vidaaquí es gris y monótono. Todo ha quedado reducido a desamparo, desesperanza,abandono y suciedad. Una bañera es un objeto desconocido, algo tan ilusorio como laambrosía de los dioses. La gente es sucia y cualquier tentación de aseo se convierte enuna farsa, cuando no en tragedia o drama. El viento transporta fétidos olores, y lalluvia, cuando arrecia, se parece más a la grasa que al agua del cielo. Incluso los

88 Otoño de terror, págs. 236 y 237.

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adoquines parecen haber recibido un baño de cebo. El resultado es una vasta yrepugnante suciedad que bien podía haber escupido el Vesubio o el Mount Pelée… Lapoblación está embotada y son pocos los dados a utilizar su imaginación, como losmiles de grises y negruscos ladrillos que alberga el paisaje. Abandonados también porsu fe religiosa, sus únicas creencias se sustentan en un estúpido materialismo, fatalpara el espíritu y los buenos instintos…»89

Ciertamente que aquel antiguo degollador tuvo mucha suerte al haberactuado en un tiempo cuando la criminología era una ciencia que reciéndaba sus primeros pasos, y cuando la policía no contaba para su labor conespecialistas en la elaboración de perfiles criminales.

La posibilidad de resolver un caso delictivo gracias a los análisis deADN era cosa de ciencia ficción, y ni siquiera se podía contar con elestudio de las huellas dactilares, porque tal procedimiento no se había aúndesarrollado en 1888. Si la técnica de detección dactilar hubiese estadoaplicable entonces, no hubiera habido cientos de mensajes dirigidos porsujetos que proclamaban ser Jack el Destripador o, cuando menos, algunosde los emisores habrían sido arrestados e indagados para comprobar si setrataba de bromistas o si sabían algo más.

Al presente se sabe con certeza que hay asesinos en serie que remitencartas a la policía, a la prensa y al público en general. Ejemplos notorios loconstituyeron el aún impune «Asesino del Zodíaco» y el desenmascarado«Hijo de Sam» –David Berkowitz–. Considerando la validez de este dato,no puede descartarse que el acechador de meretrices resultara ser el autorde algunas de las tantas epístolas que de él pretendían provenir. Y si asíhubiere sido, esa conducta mediática devendría coherente con el poderosoafán de notoriedad y con el deseo de escandalizar, que tan dramáticamentecaracterizara a sus homicidios con mutilación.

Es un punto en discusión establecer si el verdadero criminal escribióalgunas de aquellas misivas que llegaron a poder de los periodistas y de lasautoridades. Esta incertidumbre parece imposible de despejar, y a más deciento veinticinco de los eventos la interrogante sigue en vigor:

«… ¿Se detuvo alguna vez la mano sangrienta del verdadero asesino, a sostener lapluma, mientras su atribulada mente buscaba las palabras con las que plasmar suspensamientos en el papel? ¿Era cultivado, inteligente y capaz de escribir algo, algunade las cartas que hemos visto? ¿Leyó alguna vez las palabras de una carta de “Jack elDestripador” en un periódico? Las preguntas aún flotan en el aire. La búsqueda denueva información continúa…»90

En la hipótesis de que el ejecutor hubiese tenido la osadía y el cinismode redactar cartas, todavía quedaría por establecer cuáles pertenecieron a suautoría. Diagramar un perfil psicológico del Destripador en función del

89 Gente del abismo, págs. 193 y 194.90 Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, pág. 246.

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contenido de tales documentos constituye una tarea extremadamente ardua,y de dudoso resultado. De los casi doscientos mensajes vinculados alasunto, que se conservan en los archivos públicos de la ciudad de Londres,sólo una ínfima minoría merecería que se le preste atención. Sin embargo,se han concretado estudios enjundiosos tomando en consideración lasepístolas que contarían con más altas posibilidades de ser auténticas.

Una de las reputadas como veraces arribó el 16 de octubre de 1888 aldomicilio de George Akin Lusk, empresario de origen judío que oficiaba encalidad de presidente del llamado «Comité de Vigilancia de Whitechapel».Este grupo tenía carácter no gubernamental y estaba conformado porciudadanos que de modo voluntario cooperaron con las fuerzas del ordenen la infructuosa búsqueda, y se creó a instancias de comerciantes de lazona, preocupados por los efectos nocivos que los crímenes provocaban.

Menudo sobresalto sufrió el buen señor Lusk cuando al abrir la caja decartón vio que ella guardaba la mitad de un riñón humano conservado engliserina. Junto con el horrible regalo iba un recado escrito con letrairregular, tosca y plagada de errores gramaticales –que en esta transcripciónse obvian– cuyo texto mentaba: «Desde el Infierno: Mr. Lusk. Señor: Leenvío la mitad del riñón que saqué de una mujer, lo guardé para usted, laotra parte la freí y me la comí, estaba muy buena. Puedo mandarle elcuchillo ensangrentado con el que lo saqué sólo si espera un poco.Firmado: Atrápame si puedes. Mister Lusk…»

Si bien el receptor de tan macabra misiva y obsequio tendió a restarletrascendencia y, al principio, se negó a dar cuenta del asunto a lasautoridades, sus compañeros del Comité de Vigilancia finalmente lopersuadieron de la conveniencia de formular la denuncia policial.

El sobre portador de la caja y del mensaje que pasaría a la historia comola carta «Desde el infierno» se hallaba muy borroso, por lo cual no pudoestablecerse si el paquete fue remitido desde los distritos de Londres E oE.C; y mucho se discutió ya desde el comienzo acerca de la autenticidad ycredibilidad que cabía concederle al tenor del recado y al trozo de víscera.

Ante todo, se tuvo en cuenta la autopsia practicada sobre el cadáver deCatherine Eddowes. Pero incluso los doctores Frederick Gordon Brown yGeorge Bagster Philips, que fungieran como médicos forenses encargadosde dicha autopsia, opinaron que el órgano no pertenecía a la finada.

El fragmento ulteriormente fue llevado para su análisis al patólogoThomas Openshaw y este profesional ratificó el carácter humano del medioriñón en examen, concluyendo que había pertenecido a una mujer adulta decuarenta años o más, afectada por enfermedades relacionadas con el excesode alcohol. Más que un órgano extraído para su disección de un hospital, alespecialista le pareció que le había sido extirpado a un cadáver nodispuesto para ese fin. A partir de aquel dictamen, prevaleció la idea de queel órgano podía haber sido obtenido de una persona muerta a la que se le

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hubiere realizado una autopsia por cualquier razón, y de la cual unestudiante de medicina, por ejemplo, podría haberse apropiado para llevar acabo la desagradable travesura.

Contrario a esta posición fue el jefe de policía de la ciudad de Londres,comisario interino Henry Smith, quien se mostró a favor de que ese lúgubreremito lo había hecho el asesino, y así lo planteó en un libro editado en1910 bajo el rótulo De Policía a Comisario, donde relacionó sus memorias.

Allí destacó que el segmento de la arteria renal adherida a la mitad deaquel riñón concordaba con la porción de la arteria renal que exhibía elcadáver de Catherine Eddowes, según fuera advertido cuando se le practicóla autopsia, y que esa víscera denotaba secuelas de una dolencia designada«enfermedad de Bright», propia de los alcohólicos, mal que la difuntapadecía. No obstante, al parecer no quedaron registros en la aludidaautopsia sobre la existencia de dicha arteria en el cadáver.

El galeno también fue objeto de la remisión de una carta que le llegó el29 de octubre de 1888, la cual –aunque no era tan macabra como la que leenviaron a Lusk– es conceptuada una de las pocas con posibilidades de sergenuina. Dicha misiva, mucho tiempo después, fue objeto de meticulososanálisis para determinar el ADN de su emisor a cargo de peritoscontratados por la novelista Patricia Cornwell, la cual postuló que podríahaber sido escrita por el pintor Walter Sickert, a quien propuso comocandidato de haber sido Jack el Destripador.

El doctor Thomas Horrocks Openshaw representaba una víctimapropiciatoria para los burlones, en la medida de que había adquiridobastante notoriedad por su actuación vinculada con los crímenes. Se tratabade un médico muy prestigioso que el año anterior había sido nombradopara el distinguido cargo de Conservador del Museo de Patología delHospital de Londres. A sus treinta y dos años su carrera era ascendente eintegraba la connotada Sociedad Clínica londinense.

Sus opiniones concernientes al examen que practicase sobre el trozo devíscera habían sido difundidas ampliamente por los periódicos. Tambiénaquí la carta estaba colmada de errores ortográficos, y su caligrafía era muydescuidada. Con sarcasmo se felicitaba al facultativo forense por acertar ensu dictamen dado que, en efecto, se trataba de un riñón humano –y no denaturaleza animal, como al principio algunos especularon–. Respetando losgruesos gafes del texto original, una posible traducción de aquel mensajepodría ser la que sigue:

«Bien tío, haz “acertao”, era el “riñó” izquierdo “voi” a“operar” otra vez cerca de tu “hospital” justo cuando “iva” aprobar mi “cuchiyo” en su floreciente cuello, los polis meestropearon el juego, pero creo que volveré pronto al trabajo y temandaré otro pedazo de tripas.Jack el Destripador…

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…O as visto al Diablo con su microscopio y el escalpelo mirando unarodaja de riñón prendida con su pasador…»

El carácter artificioso de esta epístola es demasiado notorio, puesconsigna con falta ortográfica la palabra riñón, la cual en otra frase apareceescrita en forma correcta. Se sospecha que el redactor buscó ocultar sucondición de persona instruida. Como ejemplo de ello, se menciona que laposdata donde se alude al «Diablo con su microscopio y el escalpelo» fuecasi seguramente extraída de un poema inserto en un cuento tradicional dela literatura de Cornualles, Francia, publicado en el año 1871, cuyocontenido refería:

« ¡Aquí está el Diablo!Con su pico de madera y su palacavando por estaño en la fanegacon la cola prendida con un pasador…»

De cualquier forma, aunque el emisor del comunicado no fuese un brutoignorante de los barrios bajos, sino alguien que por alguna razón fingieraque lo era, ese dato por sí sólo no acredita que ese texto lo escribiera Jackthe Ripper. Es muy interesante la letra remitida al doctor Openshaw, yciertamente cuenta con posibilidades de haber procedido del culpable. Sinembargo, mucho más famosa que aquella deviene la carta recordada por sufrase inicial: «Querido Jefe».

Esta misiva, ya fuera verídica o configurase una fabulación a cargo deperiodistas interesados en vender noticias –como con insistencia se haespeculado– representa por lejos la más célebre de todas las atribuidas alcriminal. Fue la primera nota que lució la firma «Jack el Destripador», y sutrascendencia en la propagación del mito devino determinante.

Desde inicios de setiembre de 1888 comenzó a arribar a la policíacorrespondencia remitida por sujetos que se arrogaban ser responsables delos homicidios del East End. Por tales fechas sólo se habían verificado dosde las muertes que tradicionalmente se asignan al criminal; vale decir, la deMary Ann Nichols y la de Annie Chapman.

Los periódicos, en su mayoría, atribuían también al mismo perpetradorlos óbitos de Emma Smith y de Martha Tabram, a las cuales al presente setiende a excluir del listado de víctimas. Las autoridades no concedíandifusión a estos comunicados, ya sea para evitar que cundiera el pánico enla gente o, sencillamente, porque estimaron que eran obra de bromistas. Sesupo, en fecha bastante reciente, que a manos de jerarcas de Scotland Yardhabían arribado mensajes como el enviado al Jefe de la PolicíaMetropolitana, general Charles Warren, el 24 de setiembre de aquel año. Elremitente no declara su nombre ni se vale de un alias.

Se describe anunciando que: «Soy el hombre que ha cometido todosesos asesinatos…», y luego de aludir especialmente al último crimenperpetrado por entonces –es decir, el de Annie Chapman–, sostenía que

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quería entregarse porque las pesadillas lo torturaban, y que: «…Si alguienviene a prenderme me rendiré, pero no voy a ir a la comisaría por mimismo…». Culminaba sus líneas el tosco dibujo de un cuchillo, y debajode éste se proclamaba: «Éste es el cuchillo con que he hecho estosasesinatos, tiene una empuñadura corta y una hoja larga de doble filo…».

El maníaco aún carecía del seudónimo que le valdría su renombreuniversal. La prensa, a falta de un calificativo mejor, se limitaba a referirsea él como el «Asesino de Whitechapel». Durante un breve lapso se lodesignó bajo el mote de «Mandil de Cuero», mientras se creyó que elculpable era un hombre que respondía a una descripción semejante a la deJohn Pizer a quien ulteriormente se detuvo, aunque fue rápidamentesobreseído al esgrimir una inexpugnable coartada.

Pero llegaría el 27 de setiembre de 1888. Ese día la denominada«Agencia Central de Noticias» de Londres alegó haber recibido una cartafirmada por el homicida anunciando que cometería nuevos crímenes, y eldía 29 de ese mes la entregó a la policía.

El tenor de la extraordinaria epístola relacionaba:«Querido Jefe: Constantemente oigo que la policía me ha atrapado pero

no me echarán mano todavía. Me he reído cuando parecen tan listos y dicenque están tras la pista correcta. Ese chiste sobre «Mandil de Cuero» mehizo partir de risa. Odio a las putas y no dejaré de destriparlas hasta que meharte. El último fue un trabajo grandioso. No le di tiempo a la señora ni dechillar. ¿Cómo me atraparán ahora? Me encanta mi trabajo y quieroempezar de nuevo si tengo la oportunidad. Ponto oirán hablar de mí y demis divertidos jueguecitos. Guardé algo de la sustancia roja en una botellade cerveza de jengibre para escribir, pero se puso tan espesa como la cola yno la pude usar. La tinta roja servirá igual, espero, já, já. En el próximotrabajo le cortaré las orejas a la dama y las enviaré a la policía paradivertirme. Guarden esta carta en secreto hasta que haya hecho un pocomás de trabajo y después tírenla sin rodeos. Mi cuchillo es tan bonito yafilado que quisiera ponerme a trabajar ahora mismo si tengo la ocasión.Buena suerte. Sinceramente suyo. Jack el Destripador...»

Y en una especie de posdata impresa transversalmente, el redactor delcomunicado se mofaba: «No se molesten si les doy mi nombre profesional.No estaba bastante bien para enviar esto antes de quitarme toda la tinta rojade las manos. Maldita sea. No ha habido suerte todavía, ahora dicen quesoy médico, já, já…». Estaba escrita con tinta roja, y, en cuanto a suforma, en el mensaje aparecían patentes americanismos como «boss» (jefe),«fix me» (atraparme) y «shan´t quit” » (no abandonaré). El texto de esterecado sería crucial para cimentar y propalar la leyenda, en tanto aportaríaante la opinión general el mote con el cual se había bautizado a la hastaentonces anónima y fantasmagórica figura del delincuente. Ese alias loharía tristemente célebre en todo el mundo. Por primera vez tomaba estado

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público el cruel y burlón apodo «Jack el Destripador».A esta comunicación se le adicionaría muy pronto una tarjeta postal,

también presuntamente recibida por la Agencia Central de Noticias el 1º deoctubre de 1888 en donde su emisor, tras presentarse como «Saucy Jacky»(Jacky el Descarado), se manifestaba en los siguientes términos:

«No estaba de broma, querido jefe, cuando le di la información. Mañanase enterará del trabajo de ese descarado de Jacky. Doble función esta vez.La número uno chilló un poco. No pude acabar en seguida. No tuve tiempode cortar las orejas para la policía. Gracias por guardar la carta de miúltimo trabajo. Jack el Destripador.». Pero, probablemente, muy pocapublicidad hubiera merecido el alias que se suministraba al criminal de noser porque presuntamente una amenaza de lo que el redactor le iba a hacera sus víctimas –cortarles las orejas– pareció verificarse exactamente talcomo en la carta se predecía que se llevaría a cabo. Un sector de la opiniónperiodística contemporánea a los acontecimientos, se inclinó por ponderarque un bromista podía haber tomado conocimiento sobre los detalles de loscrímenes leyendo la prensa que se vendía al público desde la madrugadadel 30 de setiembre, y así habría dispuesto del tiempo necesario pararedactar la postal haciéndose pasar por el asesino.

Claro que la discusión dejaría de revestir sentido si la amenaza dearrancar orejas no se compadecía con las heridas infligidas a las asesinadas,ya que si sus cuerpos no evidenciasen que sus orejas estuviesen mutiladas,o que se hubiera intentado extirparlas, esos infames comunicados habríanpasado desapercibidos como una grosería más producto de dañinos ociosos.

La inicial víctima de aquella noche, Elizabeth Stride, no había padecidootras mutilaciones con excepción del prominente tajo que seccionó sutraquea y determinó su fallecimiento. Se supuso que algo amedrentó alatacante forzándolo a alejarse sin que pudiese dar rienda suelta a supeculiar ensañamiento. La segunda muerta del doble acontecimiento,Catherine Eddowes, daba muestras de una rajadura en el lóbulo de su orejaderecha. Aparentemente, al colocarse el cadáver en el féretro fue que ellóbulo se desprendió, por lo cual ciertamente el agresor no pudo guardarlopara sí a fin de enviárlo de regalo a la policía, de acuerdo pretendiera. Yresulta que incluso el seccionamiento de ese trozo de órgano dio laimpresión de no haber sido intencional, sino consecuencia de una de lascuchilladas inferidas por el Destripador en su éxtasis frenético.

Por eso no existe prueba sólida de que siquiera se intentara rajarles enforma deliberada las orejas a las víctimas. De donde se infiere que lamención formulada en la célebre carta «Querido Jefe» a lo máximo podríareputarse como una mera coincidencia. Al saberse de la existencia dellóbulo rajado, luego del reporte que la policía y los forensesproporcionaron a la prensa, el emisor de la primera misiva, o alguien queconocía el texto de aquella, podría raudamente haber confeccionado la

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tarjeta postal. Y, a partir de allí, pudo adjudicarse la presunta intentona decortar orejas, lamentándose de no haber dispuesto de tiempo suficiente parallevárselas consigo, según amenazó.

Más incongruente aún deviene la referencia que se formula en la tarjetapostal, consistente en que la «número uno» –Liz Stride– chilló un poco, ypor ello fue que el perpetrador no pudo terminar pronto y extirparle susórganos auditivos. No había indicios de lesiones en el cuerpo de estavíctima, a excepción del ya característico corte en su garganta.

Y en cuanto a Kate Eddowes, la «número dos» victimada aquella noche,cuyo cadáver fue sometido a una virtual carnicería, el Destripador contócon tiempo más que suficiente para seccionar sus orejas y asegurarse desustraerlas si hubiese querido, pero no lo hizo.

Las precedentes reflexiones sirven para enfatizar cuán relativo valorposee la correspondencia atribuida al mutilador, a la hora de basarse en lasmismas para diagramar su perfil psicológico.

En definitiva: ¿Se trató de un asesino imbuído de una misión?, deacuerdo plantearan Forbes Winslow y algunos periodistas de la época. Obien: ¿Estamos frente a un victimario en serie sexual?, como propusotempranamente el doctor Thomas Bond, y conforme pretendencomentaristas más actuales. A su vez: ¿Era un ultimador secuencialorganizado, y gracias a tal talento quedó para siempre impune? O por elcontrario: ¿Fue un asesino en serie desorganizado que se mantuvo en elanonimato por mera buena suerte, o por ser encarcelado o fallecer?

En cuanto atañe a la historia conocida, baste con recordar que durante eltranscurso de 1889 se fue bajando el telón al drama protagonizado por elcriminal y sus víctimas. Aún cuando nuevas mujeres morirían de formasospechosa, la policía se negó a considerar que sus decesos resultasen obradel mismo matador del año anterior. Mucho se ha fustigado a ScotlandYard, pero vale quebrar una lanza a favor de esta señera institución. Nuncabuscaron un chivo expiatorio para enjugar así su responsabilidad por nohaber podido capturar al verdadero homicida. Y eso que los manicomios deentonces rebozaban de candidatos que podrían sin dificultad haber sidoacusados y pasar por culpables plausibles.

Con el devenir del tiempo, otras noticias sensacionalistas ocuparon elpuesto dejado por sus crímenes, y la ominosa sombra del Destripador se fuepaulatinamente diluyendo. Más no sucedería así con su aciago recuerdo, elcual se instaló en el inconsciente colectivo como arquetipo del terror.

Un mundo conmocionado y una sociedad británica aterrorizadaquedaron como testimonio de la locura sanguinaria de Jack.

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Doctor Thomas Bond Retrato Robot de Jack el Destripador.Médico forense y primer experto

en diagramar un análisis psicológicosobre el infame homicida en serie.

Coto de caza del asesino:Calles del distrito de Whitechapel.

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Doctor Lyttleton Forbes WinslowPropuso la «teoría de la locura lunar»como razón de los homicidios de Jack.

Inspector Donald SwansonIndagó al sospechoso acusado por el doctor Winslow.

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Laura Richards, esta psicóloga del Nuevo Scotland Yard dirigió al equipo deperitos que elaboraron el retrato robot del tristemente célebre criminal victoriano.

Robert K. Ressler.El prestigioso criminólogo del FBI también opinó

respecto del perfil psicológico del victimario serial.

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A la izquierda: Misiva mandada al patólogoThomas Openshaw; a la derecha:

Facsímil de la famosa carta «Dear Boss».

La postal « Saucy Jacky» El presidente del Cómite de Vigilanciaremitida a la prensa al día siguiente del de Whitechapel George Lusk , quedoble crimen del 30 de setiembre de 1888 . fuera objeto de una broma macabra.

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Reproducción de la lúgubre epístola «Desde el Infierno»enviada a George Lusk junto con medio riñón humano.

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Gabriel Antonio Pombo (Montevideo, 11 de octubre de 1961) es un escritor yabogado uruguayo, conocido por sus entrevistas, libros, y ensayos, referidosa temas criminológicos, y en particular referidos a asesinos seriales y al conocidocaso de Jack el Destripador, el misterioso y nuncadescubierto asesino de Londres del siglo XIX.

Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Gabriel_Pombo.Capítulo IX– Jack el Destripador: Perfil psicológico

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Bibliografía

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