Jack London en el abismo

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"Jack London en el abismo· es un comentario sobre la crónica social extraordinaria creada por este gran escritor en 1902 cuando fue a convivir con los más desamparados en el este de Londres

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GENTE DEL ABISMO:

LA EXTRAORDINARIA CRITICA SOCIAL DE

JACK LONDON

En 1902, o sea, catorce años después del otoño de terror de 1888 que

estremeció a los barrios pobres británicos, un juvenil reportero iría a convivir

con los más desamparados. Los acompañaría hasta sus albergues y caminaría

con ellos por las callejuelas sórdidas del distrito más paupérrimo del lejano este

de la capital británica: Whitechapel.

De esa cruda experiencia nacería un libro señero que se publicaría un año más

tarde: "Gente del abismo"; extraordinaria crítica social de la miseria que

aquejaba al país por entonces más poderoso del mundo.

"Gente del abismo" Edición inglesa de "Gente del abismo"

en una edición en habla hispana

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Aquel joven periodista se llamaba Jack London, más recordado por sus

novelas de aventuras o de ciencia ficción (“Colmillo blanco”, “La llamada de la

selva”, “El vagabundo de las estrellas”) y también por obras de tenor político-

social como "El talón de hierro". Demostró, sin embargo, con "Gente del

abismo" su gran capacidad de cronista de investigación.

El gran escritor y periodista Jack London

Lo que hace Jack London es sumergirse en el océano de los desafortunados,

en el caldo de cultivo de la pobreza y la degradación social. Y para hacerlo

elige la manera más coherente: pasar por uno de sus habitantes. "The people

of the Abyss" no es una novela, sino más bien un libro de nuevo cuño (en esa

época al menos). Un texto que une el reportaje con la tesis social y con el

estudio sociológico de campo, pero que tampoco desdeña aportar datos

estadísticos y valerse de encuestas. Se trata de un libro valiente, que trasunta

indignación, que no se anda con componendas, y que resulta desolador en sus

conclusiones.

El reportero norteamericano acude a la célebre agencia de viajes Cook´s para

que le organicen el itinerario. Antes de eso, sus propios amigos londinenses

habían tratado de disuadirle de su propósito, y le previenen que el East End de

Londres constituye un lugar donde “la vida de un hombre no vale ni dos

peniques”; a lo cual éste les respondió: “Esos son los sitios que deseo

conocer”.

En la agencia se muestran perplejos y, de hecho, le facilitan poca ayuda. El

escritor deberá actuar entonces por su cuenta y riesgo. London llama al

cochero de un carro para que lo traslade hacía allí. El conductor toma la

dirección que se le indica, y pronto se encuentran en lo que el Jack define

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como un “suburbio infinito”. Las calles estaban pobladas con una nueva y

diferente raza de gente, cortas de estatura, y de una apariencia ruinosa.

Rápidamente detecta peleas callejeras entre hombres y mujeres borrachos: el

aire se condensa con el obsceno sonido de los insultos. Junto a un mercado ve

afanarse a individuos de todas las edades rebuscando en montones de basura

papas y otras verduras en mal estado. Los niños mosconeaban, hundidos los

brazos hasta los hombros en masas de fruta fermentada, y devoraban los

fragmentos menos nauseabundos que encontraban.

Escenas de pobreza en las calles de Whitechapel

Le extraña la completa ausencia de vehículos, así que el suyo representa una

aparición, como un heraldo de un mundo mejor, lo que provoca que los

pilluelos se apresten a asediarlo. Finalmente, el carruaje se detiene en la

estación de Stepney. Desde allí el visitante dirige sus pasos a la tienda de un

ropavejero, a fin de comprar modestas ropas con las cuales disfrazarse

adecuadamente; único modo de poder entrar en el East End simulando ser uno

más de sus maltrechos habitantes.

Una vez en la tienda, y ante su petición de trajes en pésimo estado, el dueño

del establecimiento deduce que está ante un ladrón o criminal buscado en

varios continentes y le cobra los andrajos a un precio altísimo, inversamente

proporcional a su verdadero valor. Como un seguro de vida para cuando las

cosas vinieran mal barajadas, Jack se cose un soberano de oro en un lugar

discreto de sus harapos. Pronto, luego se verá, tendrá que recurrir a él.

En sus iniciales paseos por los suburbios de Londres, ya “disfrazado”, nota que

su anterior estatus se desvanece: ya no le asedian los pedigüeños como

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sucedía antes, cuando era un “americano distinguido”. Por el camino sostiene

la rienda del caballo de un gentleman para que éste descienda más

cómodamente, y contesta con un “Gracias, señor” al recibir el penique que

aquél deposita en su mano. Descubre, con sorpresa, que su vida vale ya muy

poco. Los coches, que antes se paraban prudentemente para que cruzara las

calles, aceleran ahora frente a su presencia, seguros de que será él quien

habrá de preocuparse de no ser atropellado. Y en los ferrocarriles le extienden,

sin preguntarle, un billete de tercera.

Sin embargo hay una compensación en trueque a estas incomodidades. Por

primera vez se encuentra con la clase baja inglesa cara a cara, y los conoce

como en verdad son -confiesa-; y de pronto la multitud deja de asustarle.

La persona con la cual inicialmente se contacta en Whitechapel es un antiguo

sargento detective -al que previamente había solicitado sus servicios- de quién

el autor no proporciona su nombre y apellido reales, sino que sólo lo refiere

mediante un seudónimo: Johnny Upright. Se trata de un apodo, más bien

peyorativo, con el cual un delincuente lo había bautizado, y que aludía a que

este agente policial "ponía rectos" a los gandules que caían bajo su mano.

El ex policía con el cual el narrador pronto entrará en cordiales relaciones es,

nada más ni nada menos -tal como sí nos informa, en cambio, Alan Moore en

el cómic From Hell- William Thick, el tenaz Sargento Detective de la Policía

Metropolitana que persiguió a Jack the Ripper doce años atrás, y que deviene

recordado por haber puesto bajo arresto a John Pizer -"Mandil de Cuero"-

quien en su momento fue sospechoso de ser el homicida de Whitechapel.

El ahora retirado policía vive junto a su señora y dos hijas en una casa

alquilada sita la más respetable calle del East End londinense. En el relato no

se señala cuál es esa calle, pero lo importante radica en que el veterano

agente colabora con el periodista y le brinda un valioso servicio.

William Thick le consigue a Jack London una habitación “secreta”, un refugio al

cual poder regresar a reponerse tras sus correrías disfrazado de harapos. El

alojamiento le cuesta seis chelines a la semana lo que no parece, dado el

estandar de la región, demasiado barato. En ese estrecho cuarto el joven -de

entonces veintiséis años- ubica una máquina de escribir con la que podrá

plasmar sus impresiones al regresar del Abismo.

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Sargento Detective William Thick:

empeñoso perseguidor del Destripador

Sus primeros paseos por el bajo Londres los emprende fingiendo buscar un

asentamiento decoroso para él y su ficticia mujer e hijos. Pronto se da cuenta

de que, a pesar de las indignas condiciones de vida, el área se halla saturado

pues no hay casi fincas para alquilar y, las pocas que encuentra, resultan

demasiado caras. Se trata de cuchitriles sombríos por los cuales los

propietarios exigen precios astronómicos.

La esposa de William Thick le explica al visitante que en los buenos tiempos los

alquileres eran mucho más accesibles pero que ahora, con tanto inmigrante,

todo ha subido; especialmente por la capacidad de estos recién llegados de

vivir como piojos en costura. Lo curioso del caso consiste en que, según se

infiere, los “buenos tiempos” datan de diez o más años. Vale decir, por 1888

cuando hiciera estragos allí el asesino serial Jack el Destripador.

El aventurero comienza sus andanzas en esos barrios conociendo a un joven

menor que él, con el cual va a una taberna y se embriaga. Aquél es un

marinero que también trabajó de bombero, entre otros empleos. Intiman, pero

enseguida el periodista se percata del estado de postración moral de su

flamante amigo, quien había desarrollado una peculiar filosofía de la existencia

Ésta constituía una "fea y repulsiva filosofía", según nos comunica el relator;

quien añade que la misma tenía, no obstante, "lógica y gran sentido desde su

punto de vista". Cuando le pregunta a su interlocutor por qué y para qué vivía,

éste le contestó sin titubear: para emborracharme. El marino tenía sólo

veintidós años. London describe su cara, de rasgos regulares y cierta noble

disposición; y también su cuerpo, de equilibradas proporciones y superior a

muchos otros que ha visto en los gimnasios de Estados Unidos. Pero sabe que

dentro de cuatro o cinco años, debido a la magra alimentación y al alcoholismo,

este chico se convertirá en un desecho humano.

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Más adelante, visita los “jardines” de la iglesia del Cristo (Christ Church) al que

un humorista definió como “uno de los pulmones de Londres”, pero que en

realidad por entonces era una región carente de flores y arbustos. "Lo que vi

allí -expresa- no quisiera volver a verlo". Contempla una colonia de mujeres mal

vestidas y sucias que aguardan a que se abran las puertas de una work

house cercana haciendo fila. Como los caracoles llevan toda la casa encima,

de tan atiborradas de trapos que están.

Allí el periodista descubre que uno de los dramas de la Gente del Abismo

reside en la falta de sueño. El apetito de sueño que puede llegar a ser tan

grave como el hambre de alimentos. Para los “sin techo” no quedaban mayores

opciones. El panorama no había mejorado desde los tiempos del Destripador,

si acaso era peor. Estaban las common lodging houses, por las que había que

pagar para alojarse, y las work houses¸ teóricamente gratuitas, donde era

preciso compensar la cama y la pésima comida con trabajos manuales.

Lo lastimoso era que los indigentes -o sea la mayoría de los pobladores- no

tenían otra alternativa. Al no disponer de dónde pernoctar debían forzosamente

acudir a aquellos degradantes antros. La ley inglesa prohibía dormir a la

intemperie, y los agentes eran muy eficientes en su tarea de despertar y hacer

moverse a cuantos pillaban intentando descabezar un sueño. A mucha gente

no le quedaba más remedio que dormir durante el día en los sitios más

insólitos, aprovechando aquí y allá cualquier oportunidad.

El lastimoso espectáculo de ver, a plena luz del día, a hombres y mujeres

tendidos sobre las escalinatas de la Christ´s Church, insensibles al tráfico y a

los ruidos del quehacer diario, es pintado con lúgubres trazos por el joven

narrador. Pero entre tanto desecho humano Jack London rescata a algún que

otro personaje notable atrapado, al igual que todos los demás, dentro de aquel

desierto moral donde ni un pensamiento alegre podría subsistir. Ello le ocurre al

tentar, por tercera ocasión, ingresar en una work house.

La primera vez se puso a formar cola desde las siete de la tarde y olvidó unos

chelines en el bolsillo, lo que fue suficiente para que le descartaran al

registrarle. Así supo que esa hora era demasiado tardía para conseguir una

plaza allí. En su segundo intento, mientras le acompaña un socialista que

acaba de conocer, comienza a hacer fila más temprano y no olvida reducir su

dinero de bolsillo a la cantidad de tres peniques.

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Interior de una work house del East End

Aún contemplados desde el exterior aquellos alojamientos eran tétricos. No

obstante, el investigador debe proseguir con su plan y recuerda que ahora es

pobre. Haciendo un esfuerzo, se pone en la cola y no tarda en trabar

conocimiento con un viejo lobo de mar; un personaje -nos cuenta- digno de una

novela de Kipling. El anciano le explica que lleva dos noches durmiendo al

raso, y que todavía no se le ha secado la piel de la humedad que le dejó

encima la última noche. Le dice que se está volviendo viejo y teme que

cualquier mañana lo encuentren muerto. Aconseja a su juvenil compañero que

no llegue a viejo. "Muérete cuando seas joven, o llegarás a esto" le previene

con tristeza.

Como la espera es larga le narra su historia: pese a defender a su patria

Inglaterra y obtener varias condecoraciones de la Marina, un mal día golpeó a

un capitán de navío que lo insultó por una falta menor. Dejó maltrecho a

puñetazos a su superior, pero lo detuvieron; lo juzgaron y degradaron,

expulsándolo de la Armada. Por si fuera poca su desgracia, le impusieron dos

años de cárcel y, previamente, le aplicaron un castigo corporal -vigente por

entonces- de cincuenta latigazos. También le quitaron su pensión y confiscaron

sus bienes. Ahora, ya viejo, había caído en el abismo de Whitechapel

quedando reducido a mendigar un trozo de pan, y a tener que hacer fila para

pasar la noche en un mísero albergue.

Cuando están próximos a lograr su objetivo de entrar, el portero les cierra

violentamente la puerta avisando que ya no queda espacio para más nadie.

Jack ve como el anciano marino, a despecho de sus achaques, sale corriendo

rumbo a otro albergue con la esperanza de llegar a tiempo. Él, a su vez, junto a

dos ocasionales compañeros -un cochero y un carpintero- se encamina al asilo

de Poplar -distante a varias millas de allí- a la carrera en pos de conseguir

alojamiento. Llegan a Poplar y llaman con muchos miramientos a la puerta,

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para no enfadar al personal. Al final sale un tipo con cara de pocos amigos y

les ladra: ¡Full up! (¡Lleno!). "Hasta bajo la pobre luz de gas podía verse" –

relata el cronista- "cómo la cara del cochero se volvía gris de desesperación".

Esto fue demasiado para el joven. No lo pudo soportar más y les gritó a los

otros: "¡Seguidme!, coged vuestros cuchillos y seguidme". Sus dos

acompañantes se inquietaron; y aquí aparece la única mención que se formula

a Jack the Ripper en toda la narración. Nos explica: "Posiblemente me

tomaron por un Jack el Destripador algo retrasado, o pensaron que yo quería

implicarlos en algún crimen desesperado".

La preocupación de los individuos se transformó en tremendo susto cuando

vieron a su camarada extraer de sus ropas un cuchillo. Ahora sí quedaron

convencidos de que aquél sujeto era peligroso y estaba loco. Pero rápidamente

advertirán el uso que le da Jack al arma blanca: la emplea para descoser el

bolsillo interior donde guardaba su soberano de oro, y ante los ojos atónitos de

los dos hombres exhibe la valiosa moneda. ¿Cómo podía poseer esa pequeña

fortuna un desesperado igual que ellos?.

London concluye que ya es hora de decirle la verdad a los pobres tipos. Les

cuenta que él no es un marginado como fingía serlo, que era periodista de un

prestigioso medio de prensa americano, que estaba realizando una especie de

"experimento social" pagado por sus superiores, etc, etc. Total: los invita a

cenar en una decorosa taberna y, entre bocado y bocado, recibe las

confidencias y las historias de estos dos desventurados.

Confidencias e historias que se irán sumando a las que irá recogiendo a lo

largo de su periplo, y que gracias a su pluma maravillosa legará a las futuras

generaciones. Tal resulta el contenido de la extraordinaria investigación que el

eximio escritor nos entrega en su "Gente del abismo"

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