Judith Biely es una mujer de espaldas delante de un piano ... tiempo… · la cosida a mano pero ya...

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7 Judith Biely es una mujer de espaldas delante de un piano que al volverse recibe en la cara y en el pelo muy fuerte y muy rizado el sol de la caída de la tarde del 29 de septiembre de 1935; es una silueta que cruza delante del chorro azulado de luz de un proyector de diapositivas; es una escritura agitada y fantasiosa que se parece en algo a los rizos de su pelo en un sobre que Ignacio Abel guarda en uno de sus bolsillos, en su equipaje de fugitivo o de de- sertor que sólo posee lo que lleva consigo y no sabe cuán- to durará su viaje y ni siquiera si volverá al país en ruinas del que se marchó hace tan sólo dos semanas. Judith Biely es la escritura tumultuosa en las cuartillas de esa carta que Ignacio Abel hubiera preferido no recibir y que quizás sea la última de todas; fechada en Madrid hace menos de tres meses; no confiada al correo, sino dejada a cargo de al- guien que la entregó con la mezcla de astucia y deleite de quien sabe que está ofreciendo el dolor de una hoja de cu- chillo. Veía las manos rapaces ofreciéndosela, en el vestíbu- lo de la casa de citas donde habían acordado encontrarse por última vez, las uñas muy rojas de unos dedos artríticos manchando con su cercanía el sobre en el que la letra de Judith había escrito su nombre con una formalidad que 159

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Judith Biely es una mujer de espaldas delante de unpiano que al volverse recibe en la cara y en el pelo muyfuerte y muy rizado el sol de la caída de la tarde del 29 deseptiembre de 1935; es una silueta que cruza delante delchorro azulado de luz de un proyector de diapositivas; esuna escritura agitada y fantasiosa que se parece en algo alos rizos de su pelo en un sobre que Ignacio Abel guardaen uno de sus bolsillos, en su equipaje de fugitivo o de de-sertor que sólo posee lo que lleva consigo y no sabe cuán-to durará su viaje y ni siquiera si volverá al país en ruinasdel que se marchó hace tan sólo dos semanas. Judith Bielyes la escritura tumultuosa en las cuartillas de esa carta queIgnacio Abel hubiera preferido no recibir y que quizás seala última de todas; fechada en Madrid hace menos de tresmeses; no confiada al correo, sino dejada a cargo de al-guien que la entregó con la mezcla de astucia y deleite dequien sabe que está ofreciendo el dolor de una hoja de cu-chillo. Veía las manos rapaces ofreciéndosela, en el vestíbu-lo de la casa de citas donde habían acordado encontrarsepor última vez, las uñas muy rojas de unos dedos artríticosmanchando con su cercanía el sobre en el que la letra deJudith había escrito su nombre con una formalidad que

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era también un mal augurio, Sr. D. Ignacio Abel. Una car-ta puede ser un maleficio retardado; alguien para quien noestaba destinada abre un cajón y la ve por error si se atre-ve a leerla y es como si hubiera introducido la mano en lamadriguera de un alacrán; ya no puede cerrar el cajón denuevo; ya no puede no haberla sacado del sobre ni haber-la leído, descifrando esa caligrafía de rasgos caprichososen la que se dicen palabras que le quemarán la memoriadurante mucho tiempo. La encuentra alguien muchos añosdespués en el interior de una maleta cubierta de polvo oen un archivo universitario y la carta sigue preservandosu fervor o su daño aunque ya estén muertos quien la es-cribió y quien la recibió. Sr. D. Ignacio Abel: como si derepente ya no se conocieran, como si los últimos nuevemeses no hubieran existido. Judith Biely es ahora mismouna mujer de espaldas que no hubiera llegado a volver-se; una ausencia irreparable y algunos rastros materialescustodiados por ese hombre que apoya la cara contra laventanilla del tren mirando la anchura del río Hudson, losojos entornados, la conciencia disolviéndose en la fatiga yen la contemplación. Veo sus zapatos negros cuarteadossegún la forma de su pie y el modo en que camina, la sue-la cosida a mano pero ya gastada, sobre todo en el tacón,residuos de polvo de Madrid y de los tajos abandonadosde la Ciudad Universitaria en sus intersticios (volvía a casapara alguna reunión familiar con los zapatos manchadosde polvo o de barro de las obras, contrastando con la he-chura impecable de los bajos del pantalón, y el hermanode Adela o alguna tía o prima observaba: «Se ve que tienenostalgia del andamio»). El calcetín derecho tiene un agu-jero en el dedo gordo. En la habitación del hotel de Nue-va York Ignacio Abel encontró aguja e hilo de coser en unacajita e intentó remendarse el calcetín descubriendo queno sabía, que sus manos eran inútiles. Tampoco sabía co-

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serse el botón caído de una camisa y había observado conalarma que el bolsillo derecho de su chaqueta estaba em-pezando a desprenderse. Sutilmente los materiales se de-gradan; los bolsillos de quien no tiene domicilio fijo aca-ban deformándose, porque guarda en ellos demasiadas co-sas; unos hilos sueltos son el primer indicio de la siguientefase en la ruina; como una grieta todavía no muy visible enun muro. Se acuerda de cuando la ropa aparecía por mila-gro limpia y planchada en su armario, en los cajones delaparador con un espejo oval en el que se reflejaba la som-bría cama conyugal, con un cabecero de madera torneadaimitación Renacimiento español que era el estilo inmemo-rial de la familia Ponce-Cañizares Salcedo. No sabes hacernada; te morirías de hambre si tuvieras que ganarte la vidacon las manos; que hacerte tú mismo la comida. De niñosu padre se burlaba de él al ver el vértigo con el que se su-bía incluso al andamio más bajo, la torpeza con la que lle-vaba a cabo las tareas manuales más sencillas. «Eutimio, oeste hijo mío se nos hace señorito o se muere de hambre»,le decía al aprendiz que se ocupaba de él como un herma-no mayor cada vez que llevaba al chico a una obra. El pro-fesor Rossman al menos tenía destreza y pudo defendersemalamente en sus peores tiempos en Madrid componien-do plumas estilográficas; vendiéndolas a comisión por loscafés, sacándolas por sorpresa de sus bolsillos o del inte-rior de su cartera sin fondo, como un mago viejo que si-gue repitiendo trucos anticuados. La cartera no la habíallevado consigo cuando lo sacaron de la pensión con mo-dales ásperos pero no violentos o groseros y lo montaronen el asiento de atrás de un automóvil incautado, un His-pano-Suiza, recordaba su hija, que lo vio desde arriba, traslos visillos de la ventana. Sin siglas políticas pintadas abrochazos en las puertas o sobre el capó, sin colchones so-bre el techo como precaución chapucera contra los fran-

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cotiradores o contra la metralla de los aviones enemigos.En las portezuelas todavía llevaba impreso el escudo nobi-liario del aristócrata al que se lo habrían incautado, quehabría huido o estaría muerto. Gente seria, que no perdíael tiempo ni hacía aspavientos ni imitaba a los gángstersdel cine; que traía una orden de registro firmada, con unsello morado de aire oficial que la señorita Rossman noacertó a distinguir. El profesor Rossman también llevabalos bolsillos llenos de cosas, como él ahora, en el tren,abultados, desfondándose: le dieron tiempo a que se pu-siera la chaqueta, pero no el chaleco ni el cuello duro, queno le harían ninguna falta en el calor de Madrid; o no ledieron permiso para ponerse las botas alemanas de taco-nes torcidos o él tuvo tanto miedo que se olvidó de pedir-lo, de modo que salió en calcetines, con sus zapatillas vie-jas de fieltro. En el depósito de cadáveres de la calle SantaIsabel un pie del profesor Rossman llevaba todavía la za-patilla, y el dedo gordo del otro sobresalía de la punta delcalcetín, amarillo y rígido, la uña como una garra torcida.En la sala del depósito olía a muerte y a desinfectante y to-dos los cadáveres llevaban colgado al cuello un cartel conun número. Por algún motivo a los muertos se les salíansiempre los zapatos. Los merodeadores madrugaban paraquitarles a los muertos los zapatos y los relojes, los alfile-res de corbata, hasta los dientes de oro. A algunos era másdifícil identificarlos porque les habían volado la cara o leshabía robado la cartera, quizás los mismos que acababande fusilarlos. «Es la justicia del pueblo», dijo Bergamín,mirándolo con un recelo eclesiástico desde el otro lado desu mesa de despacho, en un salón de techos góticos de laAlianza de Intelectuales Antifascistas, las manos juntas ala altura de la boca, oliéndose subrepticiamente las uñas,«Una riada que lo arrasa todo, que se lo lleva todo por de-lante. Pero han sido los otros los que al sublevarse han

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abierto las compuertas de esa riada en la que ahora pe -recen. Hasta el señor Ossorio y Gallardo, que es tan católi-co como yo y mucho más conservador, ha sabido enten-derlo, y lo ha puesto por escrito: es la lógica de la Historia».Las vidas individuales ahora no contaban, dijo, tampoco lasnuestras. Pero por si acaso él protegía la suya en el interiorde un despacho en vez de exponerla acercándose al frente,hubiera deseado decirle Ignacio Abel, muerto posible éltambién, interrogado unas cuantas veces a lo largo del ve-rano, apuntado por cañones de fusiles viejos que se le hin-caban en el pecho y que se podrían haber disparado encualquier momento, porque quienes los manejaban teníanun dominio muy sumario de sus mecanismos, arrojadouna noche delante de unos faros unos segundos antes dela voz que lo salvó diciendo su nombre. Seguía pareciendoun burgués aunque por precaución saliera siempre sincorbata ni sombrero, tan desamparado al principio comocuando se sueña que se ha salido a la calle desnudo. Cuan-do se ha estado a punto de morir el mundo adquiere unacualidad impersonal: las cosas que uno mira habrían se-guido existiendo si hace unos minutos alguien le hubierareventado la cabeza o el pecho con una bala de máuserdisparada desde muy cerca. Piensa, desapegado de sí mis-mo, con la objetividad de una cámara detrás de la cual noestuviera la mirada de nadie: yo podría estar muerto y na-die ocuparía este asiento del tren, junto a la ventanilla porla que se desliza la perspectiva de un río cuya amplituddesborda la capacidad de mirar de unos ojos españoles,acostumbrados al secano, a los arroyos mustios, a las riadasviolentas y las torrenteras pedregosas. «La riada inconteni-ble de la justa ira popular, escribía Bergamín», decía en vozalta, con su voz débil y apagada, como ensayando el ar -tículo que iba a publicar al día siguiente. Ignacio Abel sabeque podría haber muerto sin ninguna duda al menos cua-

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tro o cinco veces durante el verano de Madrid y ni Judithni sus hijos habrían llegado todavía a enterarse: puede quepiensen, que lo den por muerto; que de algún modo, sin élmismo saberlo, lo esté. Que el olvido de los otros lo estéborrando mientras él imagina que su identidad permane-ce intacta. Qué terror, pensar que en este instante, en estahora, en no sé dónde, el olvido está trabajando contra mí,deshaciéndome. Ha escrito esas palabras pero no sabe si Ju-dith las recibirá alguna vez. Si yo hubiera muerto en Ma-drid el horizonte del río pasaría a velocidad creciente jun-to a esta ventanilla sin que nadie lo mirara. Me habríanllevado al depósito de cadáveres, tan inundado de muertossin nombres que se apilaban en los pasillos y hasta en loscuartos de las escobas, bajo un zumbido de nubes de mos-cas; me habrían colgado al cuello un cartel manoseadocon un número de registro, como al profesor Rossman; loque no me hubieran robado los que madrugan para sa-quear a los muertos de la última noche alguien lo habríaguardado en un archivador después de concluir una listamecanografiada con varias copias en papel carbón.

Yo catalogo los bolsillos de Ignacio Abel; todo lo queun hombre lleva consigo sin darse cuenta, lo que no ha ti-rado, lo que le importa mucho y lo que permanece adhe-rido sin ningún motivo a su ropa, abultando en sus bolsi-llos, con un peso excesivo que empieza a hacer que se suel-ten unos hilos, y que una vez sueltos el descosido puedaconvertirse en un desgarrón; lo que ayudaría a establecersu identidad y a reconstruir sus pasos y es tan efímerocomo cualquier papel que el viento de octubre arrastrapor la calle; como el contenido de la papelera que las lim-piadoras del hotel New Yorker vuelcan en un cubo de ba-sura. Habrás muerto y sólo esas cosas hablarán de ti. Peroen Madrid los suicidas del Viaducto tendían a vaciarse los

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bolsillos y a dejar bien ordenados sus documentos y susobjetos personales de valor antes de saltar al vacío. Algu-nos se quitaban los zapatos, pero no los calcetines, y losdejaban alineados y juntos, como a los pies de la cama(Adela no se quitó los suyos; saltó al agua o más bien dioun paso y se dejó caer en ella con sus zapatos de tacón y elbolso apretado entre las manos cubiertas con los guantesligeros de verano y el pequeño sombrero que se quedó flo-tando y de lejos parecía un barco de papel). Aparta el pen-samiento, con un gesto instintivo de la cabeza; se acuerdade la carta de Adela que hubiera debido romper en peda-zos menudos y todavía lleva en un bolsillo, con la contu-macia de un recuerdo o de un remordimiento parásito. Ypara qué voy a ocultar que no soy mejor que tú porque lo queme da más miedo y más rabia pensar no es que te hayanmatado esos salvajes que tú creías que eran los tuyos y quetus hijos se vayan a criar sin un padre sino que estés ahoramismo vivo y tan feliz en los brazos de la otra. Se acuerda delas cartas de Judith guardadas insensatamente en un cajónde su despacho cerrado con una pequeña llave que algunavez él dejaría inevitablemente olvidada en la cerradura.Bien sabía yo que muchas cosas que tú deseabas no podíadártelas pero tampoco habrá otra que te las dé porque lo quetú quieres no existe y no sabes querer tampoco lo que tienesmás cerca.

Arqueología del pasajero de un tren que ha salido dela estación de Pennsylvania a las cuatro de la tarde de undía preciso de octubre de 1936; no lo que hay en su maletadigna de viajero internacional venido a menos sino el con-tenido de sus bolsillos: el billete de tren; una cartilla con lasinstrucciones de emergencia en caso de peligro de naufragiosuministrada al embarcar a cada pasajero del S.S. Manhat-tan; una postal franqueada que se ha prometido echar en

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cuanto llegue a su estación de destino, culpable por eltiempo que hace que no escribe a sus hijos, aunque nosabe si les habrá llegado alguna de las postales que ha es-tado enviando desde la mañana siguiente a su salida deMadrid, en Valencia, en una plaza recién regada con pal-meras; perras gordas españolas, céntimos franceses, algúncentavo diminuto de cobre escondido en el último inters-ticio de un bolsillo, donde se alojan las migas de pan másduras, en una profundidad a la que no llegan las uñas; al-gún sello de correos; una pluma estilográfica, regalo deAdela por su último cumpleaños, sugerida —y vendida,con una pequeña comisión— por el profesor Karl LudwigRossman, aprovechando una de las ocasiones en las queiba a casa de Ignacio Abel a recoger a su hija al final de laclase de alemán que le daba a los niños; una ficha del trenelevado; dos cartas de dos mujeres, tan diversas entre sícomo la caligrafía de cada una de ellas (las dos anuncianel final de algo en cada uno de los dos lados de su vida, losque él pensó durante un tiempo que no chocarían ni semezclarían nunca, habitaciones contiguas de un mismohotel con tabique insonorizado, mundos paralelos). Fotosen la cartera, muy gastada por el uso, abultada de docu-mentos y credenciales inútiles: la cédula personal, el carnetde la UGT y el del Partido Socialista, el del Colegio de Ar-quitectos, el salvoconducto fechado el 4 de septiembre de1936 para viajar a Illescas, provincia de Toledo, con el obje-to de salvar obras valiosas de arte pertenecientes al patrimo-nio nacional y amenazadas por la brutal agresión facciosa. Elsalvoconducto habla de agresión, no de avance. Se modifi-caban las palabras con la esperanza de que dejaran de exis-tir los hechos que las palabras ya no contaban. Que el ene-migo venía sin que ninguna fuerza efectiva lo detuviera oal menos entorpeciera su avance, sólo bandadas sin ordende milicianos que pasaban de la jactancia al pánico y a la

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desbandada después de los primeros disparos; que moríancon un heroísmo generoso e inútil sin saber dónde estabael enemigo y ni siquiera que la confusión en la que depronto se habían visto envueltos era una batalla; que se ca-ían de espaldas al recibir en el hombro el retroceso de losfusiles o tenían fusiles sin balas o sólo fusiles de madera opistolas enormes robadas en el saqueo del Cuartel de laMontaña, apuntadas insensatamente contra un avión quevolaba bajo sobre la carretera recta disparando metralla ocontra unos chopos que al ser agitados por el viento habí-an parecido hirviendo de enemigos. Las plazas que los re-beldes consideran baluartes decisivos de su posición estáncada día en una situación más desesperada y si todavía no seha producido su rendición es sencillamente porque nuestrasfuerzas victoriosas no quieren arrasar esas ciudades sino con-quistarlas para la Civilización y la República. Quizás ya hanllegado a Madrid y ésta es la primera noche de la ocupa-ción, la noche de seis horas más tarde que ya tiene sobre lascalles silenciadas una oscuridad de tintero o de pozo. Qui-zás cuando el tren llegue a la estación de Burton Collegehabrá en el kiosco titulares con tinta todavía fresca queanuncien la caída de Madrid.

Judith Biely es una foto en la cartera tomada cuandono existía aún ni la posibilidad de que pudieran encon-trarse, en París, días o semanas antes de que le llegara lainvitación inesperada para viajar a Madrid, casi de la no-che a la mañana, cuando lo que imaginaba era que pasa-ría el otoño en Italia, escribiendo crónicas para una revis-ta americana que le pagaría muy poco, pero que le ofrece-ría al menos el doble alivio de no estar gastando el dineroque le quedaba y el de ver publicado algo escrito por ella;verlo ella y sobre todo su madre, que guardaba en un ál-bum las fotos y las cartas que Judith había ido enviándole

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en los dos últimos dos años y los escasos artículos apareci-dos con su firma, la compensación por ahora tan dudosadel sacrificio que había hecho para que su hija emprendie-ra ese viaje y se diera a sí misma la educación en el mundoque merecía y que necesitaba y que le permitiría cumplirsu vocación. Las cosas más frágiles tienen una extraordi-naria capacidad de persistir, al menos por com paracióncon las personas que las manejan y las hacen. En algún ar-chivo de Nueva York que no visita nadie estarán encua-dernadas las pequeñas revistas radicales que publicaronentre 1934 y 1936 relatos de viajes o breves estampas deciudades europeas escritas por Judith Biely, casi nuncaabiertamente políticas, aunque dotadas de una aguda ob-servación de la vida, con un estilo rápido y entrecortado,mecanografiadas en una máquina portátil, la Smith Coro-na que había sido también un regalo de su madre, como elviaje entero, como el impulso para emprenderlo. Le entre-gó la máquina cuando ya estaban en el muelle esperandoa que se abriera la pasarela para subir a bordo, cuando yahabía sonado una vez la sirena tremenda al tiempo que as-cendía de una de las chimeneas una gran columna dehumo. No le ponía una condición ni le exigía ningún re-sultado, tan sólo le ofrecía ese regalo con un desborda-miento de entrega semejante al que había sentido veinti-nueve años atrás al darle la vida, quedándose luego igual deexhausta, igual de arrasada por un empeño en el que sacri-ficaba sus propias fuerzas orgánicas para robustecer la exis-tencia de su hija. Cumplió veintinueve años en alta mar,encerrada en su cabina, delante de la máquina en la quehabía puesto una hoja sin escribir luego nada en ella, ma-reada por el movimiento y el calor del buque, abrumadapor la magnitud del regalo y la responsabilidad de mere-cerlo. Acodado en una barandilla de la cubierta de prime-ra clase Philip Van Doren la estuvo observando durante el

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viaje. Era la vida de Judith la que debería adquirir una for-ma decisiva como consecuencia del regalo, pero era tam-bién, de manera delegada, la prolongación de la vida quesu madre no había podido tener; su travesía hacia una Eu-ropa en la que no había estado nunca era el viaje de vuel-ta que su madre ya no haría. Judith, la hija menor e ines-perada que le vino como un contratiempo definitivo a lostreinta y tantos años, ahora cumpliría las expectativas y lasposibilidades a las que ella había renunciado, bajo el ago-bio de la crianza de los hijos y el cuidado de la casa y lapresión de un marido angustiado y tiránico que no podíaexplicarse por qué otros casi recién llegados triunfaban enAmérica y él no, o no en la escala y con la solidez que hu-biera querido; él que en Rusia había sido un comerciantesagaz y respetado; que se descubrió con estupor tan torpepara los negocios en el nuevo país como para el manejodel idioma, en el que siempre se escuchaba hablar comoun idiota indeciso, aunque en San Petersburgo había ce-rrado tratos fulminantes lo mismo en francés y en alemánque en polaco o en yiddish. Su amargura de hombre so-berbio que ha sido ultrajado envolvía su presencia y ocu-paba su casa como una sombra irrespirable. Al ser unaniña y haber nacido la última Judith estaba a salvo de laviolenta presión que el padre ejercía sobre los hijos varo-nes: les exigía que fueran lo que él no había sido y a la vezera muy sensible a la humillación que ellos le infligían des-bordando muy pronto su desacreditado magisterio; ha-blando inglés sin acento, avergonzándose del suyo, salien-do adelante con una inextinguible capacidad de entregar-se al trabajo, al comercio de cosas que él en Rusia habríadespreciado, la chatarra, la ropa vieja, los materiales deconstrucción, cualquier mercancía que pudiera ser com-prada y vendida en grandes cantidades y sin mucho mira-miento. En la mesa familiar hablaba muy alto y no escu-

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chaba a nadie, adoctrinando a sus hijos con consejos im-perativos e inútiles que empezaban y acababan siempre enél mismo, en las relaciones que había sabido cultivar a lolargo de toda Europa, llevando a mano su propia corres-pondencia en francés y alemán; les aconsejaba cómo te -nían que escribir ellos las cartas, como si no acabara deenterarse de que estaba en Brooklyn y no en San Peters-burgo, como seguía llamando a su ciudad natal. Cuantomás fuera del mundo iba quedándose más agresivo se vol-vía; cuanto más terror sentía a aventurarse en una ciudadque nunca iba a ser ya la suya más retadoramente se nega-ba a seguir las indicaciones de sus hijos en las ta reas muylimitadas que le encargaban. Su egolatría se hipertrofiabahinchándose con el aire caliente de rememoraciones siem-pre repetidas y cada vez más exageradas en las que él mis-mo era siempre el centro. Los hijos miraban a otro lado, sedistraían con migajas de pan o fumando cigarrillos, inter-cambiando miradas entre ellos; se iban rápido, siempre te-nían que hacer cosas; madrugaban tanto que se quedabanroncando sobre el plato recién acabado de la cena. La ma-dre se quedaba adormilada sin levantarse de la mesa, sinatreverse a irritarlo dejándolo sin público para sus desva-ríos; algunas veces, sin darse cuenta, se distraía haciendoescalas de piano sobre el hule. Con el tiempo Judith, la pe-queña, fue la única que le escuchaba, sin poder escapar aaquellos ojos que habían vagado de una cara a otra enbusca de una mirada de atención en la que anclar su mo-nólogo. Lo entendía fragmentariamente, porque hablabamuy rápido en ruso, o se ponía a divagar en francés o enalemán para mostrar su dominio de esos dos idiomas quepara él eran la civilización, o para repetir el elogio que al-guien había hecho de él en una carta enviada desde Paríso Berlín muchos años atrás. Ser niña y haber llegado la úl-tima le daba una libertad algo gatuna que estaba negada a

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los otros, y desde la cual los observaba a todos, absuelta delas obligaciones brutales a las que los hermanos y el padrese entregaban, de los madrugones, de los viajes a chatarre-rías y a vertederos, de la furia de las celebraciones mascu-linas, siempre ásperas y más bien amenazadoras, el vodka,la cerveza, el tabaco, las competiciones deportivas. Perotambién estaba a salvo en gran parte del trabajo de su ma-dre, quien vivía en silencio igual que su marido vivía en laspalabras, pero aún más des terrada, según Judith fue com-prendiendo al paso de los años, a medida que se hizo ma-yor y pudo explicarse lo que sólo intuía como corrientesde tristeza cuando era una niña, sensible a ellas pero ajenaa su origen. Después de pasarse todo el día trabajando enla casa, cuando los demás ya dormían, su madre se queda-ba en la cocina recién fregada y ordenada y la cara le cam-biaba porque se ponía unas gafas y se sentaba muy rectapara leer un libro en ruso, muy grueso casi siempre, de ta-pas negras, como una biblia. Lo que sentía hacia el mari-do no era miedo a su energía desenfocada y violenta sinoun profundo desdén que le hacía más llevadero el aburri-miento al permitirle comprobar que ni su dominio de losidiomas era tan bueno como él aseguraba ni su bravuco-nería alguna cosa más que miedo encubierto y patético. Sevengaba de él viéndolo ridículo, advirtiendo cada indiciode su profunda vulgaridad, prediciendo con antelación ypalabra por palabra los embustes que contaría de nuevocada noche. Sin decir nada lo miraba haciendo un gestosutil y sabía que sus hijos lo habían advertido y lo toma-ban como una señal para compartir tácitamente con ella eldescrédito del padre, contra quien guardaba desde muchoantes de que la hiciera emigrar de su querida ciudad natalagravios inmunes al paso del tiempo. Fue él quien se em-peñó insensatamente en traerla a América; por culpa suyadejó de ser una señora con sólidas aficiones musicales y li-

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terarias y un servicio doméstico que se ocupaba con efi-cacia y sigilo de las ta reas de la casa para convertirse enpoco más que una fregona; de ocupar la planta noble deun edificio en San Petersburgo había pasado a vivir en unvecindario hediondo y ruidoso de emigrantes, en un apar-tamento de techos bajos y tabiques como de cartón en elque casi todas las ventanas daban a un patio interior queera como un pozo negro de basuras y gritos. Ella que fueuna señora tenía que pelearse para no perder su turno enel lavadero o en el retrete con mujeres greñudas y gritonasque la despreciaban más porque advertían su superioridady su reserva; porque la veían volver de la biblioteca públi-ca trayendo libros bajo el brazo; porque recibía de vez encuando en el correo alguna revista rusa o el folleto infor-mativo de una casa de pianos. Llevaba años ahorrandopara comprarse uno. Había traído partituras de Rusia y al-gunas noches, en vez de leer, abría una sobre la mesa de lacocina apoyándola verticalmente en una jarra o en unacaja de bizcochos y movía rápidamente los dedos sobre unteclado inexistente, murmurando la música en una voz tanbaja que Judith apenas la oía. Cuando era niña la habíahipnotizado aquel piano invisible, de saparecido como porun conjuro mágico pero de algún modo presente en lossignos extraños de la partitura y en la delicadeza con quese movían sobre el hule barato o sobre la madera muy fro-tada las manos de su madre. Guardaba céntimo a céntimo.Trabajaba a veces a destajo en medio del estrépito de untaller de costura en el que las máquinas de coser no se de-tenían ni de día ni de noche. Era importante no dañarselos dedos; no dejar que se entorpecieran; mantener la mú-sica en la cabeza, aunque ningún instrumento la hiciera so-nar, como Beethoven componía y escuchaba la suya cuan-do ya estaba completamente sordo. Judith la observaba le-yendo en ruso con sus gafas que le cambiaban la expresión

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de la cara o tocando el piano inexistente y comprendíaque su madre, aunque se ocupara tanto de ella —para queno faltara a la escuela ni saliera de casa sin los deberes he-chos, para que fuera bien peinada y muy limpia y vestidacomo una señorita—, vivía en realidad en otro mundo delque ella, su hija, igual que su marido y los chicos, estabanexcluidos, una burbuja de silencio en el interior de la cualflotaban las palabras rusas que leía en voz muy baja en lasnovelas, las notas del piano que tal vez ya no sonaban ensu imaginación con la nitidez que ella hubiera querido.Mucho después de que el Petersburgo de su juventud seconvirtiera en Petrogrado y luego —bárbaramente a sujuicio, una profanación que se tomaba como una injuriapersonal— en el Leningrado de los sóviets; cuando deja-ron de llegar cartas de parientes y amigos y empezó a sa-berse con retraso el destino de muchos de ellos —depor-tados, encarcelados, muertos de frío y hambre en las calles,desaparecidos—: aun entonces ella seguía alimentando lasmismas quejas circulares contra su marido por haberlaarrancado de su ciudad y de su vida: una ciudad que ya noexistía, una vida que habría acabado siendo mucho peorque la que tenía en América. Él se vanagloriaba en la mesade haber previsto con veinte años de antelación lo que ibaa suceder; escuchándole, parecía inexplicable que el Zarno le hubiera pedido consejo, que Kerensky, en 1917, sehubiera dejado llevar por una ingenuidad de consecuen-cias desastrosas, habiendo podido hacer caso a lo que élvaticinaba, incluso llevando ya muchos años fuera delpaís, gracias a su conocimiento del mundo y a su astuciaen los negocios, a su capacidad de penetrar las intencionesmás escondidas de los hombres y de leer por debajo de lasinformaciones mentirosas de los periódicos. CuandoFanny Kaplan atentó contra Lenin en 1918 él sostuvo queen realidad lo había asesinado y que los sóviets, maestros

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en la propaganda, ganaban tiempo engañando al mundoentero, salvo a él. Cuando se supo varios años más tardeque Lenin había muerto predijo el hundimiento inmedia-to de un sistema de tiranía asiática que dependía de unsolo hombre: así se desmoronó el imperio de GenghisKan después de su muerte, así se deshicieron en nada lashordas de Atila. A diferencia de otros, él no basaba susopiniones en las banalidades que pu blicaban los periódi-cos; había que tener una perspectiva amplia, que manejarlibros de historia en varios idiomas. Para entonces Judithya estaba en la universidad, alumna brillante en City Co-llege, no porque la obstinación de su madre por que tu-viese una educación hubiera prevalecido sobre el padre ylos hermanos sino porque ninguno de ellos le había pres-tado mucha atención mientras crecía, callada y sigilosa,tan irrelevante como esos hermanos pequeños y débilesde otras familias que pasaban temporadas en los hospita-les o eran un poco retrasados y a los que no se les exigíaque contribuyeran al esfuerzo común para salir adelante:era la menor; era una niña tenue y flexible, casi translúci-da; era la única de todos que había nacido en América.Aceptaron como parte de su singularidad que ganara to-dos los premios en la escuela y que no le costara nada su-perar la prueba de ingreso en City College. En realidad, lesparecía un logro menor, cosa de niñas o de varones dehombría escasa. El padre al principio se había envanecidode ella, mucho más que la madre; había explicado que loslogros de la hija de un modo u otro se de bían a él, y mo-dificado sus recuerdos para que se ajustaran a esa nuevaversión de los hechos; delante de ella, de la madre, de loshermanos, contaba lo que todos sabían que no era verdad,y lo contaba más adornado y con más exageración segúnintuía que no le daban crédito; como desafiándolos a quele llevaran la contraria; a que no aceptaran recordar ellos

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también —y ella, Judith, sobre todo— lo que nunca habíasucedido: cómo su padre la había llevado a la escuela cadamañana de invierno cuando era muy niña, cómo le habíaayudado en los ejercicios, cómo, en el fondo, había sidomás responsable que ella misma de sus excelentes califica-ciones. ¿Cuántas veces había robado horas al sueño paraexplicarle francés y alemán? Incluso aseguraba haberle co-rregido muchos de sus trabajos de inglés, él que despuésde un cuarto de siglo en América aún hablaba traducien-do literalmente del ruso, y que en cualquier caso, cuandosus hijos eran pequeños, había tenido una habilidad extra-ordinaria para no verlos, especialmente cuando caían en-fermos o cuando mostraban alguna debilidad. A medidaque su hija iba afianzando sus credenciales en la universi-dad él empezó a mostrar un recelo agraviado que se ma-nifestaba en forma de desdén a lo que llamaba el conoci-miento de los libros, la falta de formación verdadera deprofesores que en muchos casos habían alcanzado su po-sición no gracias al mérito personal sino a las conexionesfamiliares, al efecto corruptor del dinero. ¿Había necesita-do él ir a la universidad para dirigir en San Petersburgo unnegocio que extendía sus sucursales a las grandes ciudadesde Europa y a las capitales del Levante de las que impor-taba, con excelentes beneficios, aceite de oliva, almendras,aceitunas y naranjas? ¿Qué título le había hecho falta paraabrirse paso en América, habiendo previsto, antes que na-die, y contra la opinión de pomposos universitarios, que elzarismo tenía los días contados y que cuando se hundierano lo sustituiría un sistema parlamentario a la europea,como afirmaban tantos ilusos con títulos de doctores, sinoun despotismo asiático? En la mesa familiar, bajo el círcu-lo de luz de la lámpara, uno de los hermanos, agotado porcatorce horas de trabajo sin tregua, roncaba con la cabezahincada sobre el pecho. El otro fumaba un cigarrillo pres-

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tando una atención cuidadosa a la ceniza. La madre mira-ba de soslayo y practicaba sin darse cuenta ejercicios dedigitación con la mano derecha, en el filo de la mesa. Sóloella, Judith, sostenía la mirada del padre, actuaba de pú-blico, asentía sin esforzarse mucho a sus preguntas que lle-vaban siempre implícita la respuesta. Pero ni le guardabaverdadero rencor ni se le acababa la paciencia, y esa tole-rancia suya en el fondo hería a su madre, que la hubieraquerido más indignada con él, más herida por su tacañe-ría y su vanidad y su profunda indiferencia hacia todo loque no fuera él mismo, su yo hinchándose como un globocon el aire de todas sus palabras, con el brío de sus gesti-culaciones. Ella, que de verdad había hecho tanto por suhija, ¿no merecía que Judith se pusiera francamente de suparte, que se hiciera su cómplice en el resentimiento y enel cuidado del archivo de todos los agravios catalogadosdesde varios años antes de que terminara el siglo anterior,en un mundo de corsés y coches de caballos y solemnida-des bizantinas en honor del Zar? Pero si ella hablaba con-tra el padre Judith no la secundaba, y si enumeraba paraella todas sus muestras de vulgaridad y demente egoísmoJudith le daba la razón y luego sonreía, haciendo un co-mentario que de algún modo lo exculpaba a él, mostrán-dolo menos arbitrario y cruel que pintoresco o excéntrico.Jamás le había dado ni un céntimo para comprar un cua-derno, un lápiz, un libro. Y sin embargo no estaba resen-tida, y si a pesar de todo sentía el impulso íntimo de laqueja lo ahogaba en remordimiento, como si hubiera co-metido una falta de misericordia con su padre. Había in-gresado prematuramente en la decrepitud física; le dabamiedo salir de las calles más conocidas, y cada vez se atre-vía menos a aventurarse en Manhattan; no fue nunca unhombre muy querido, ni de niño ni de adulto, no desdeluego por su mujer y muy poco por sus hijos varones, que

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no tenían tiempo ni energías para gastar en él, confabula-dos en ganar dinero y en hacerse plenamente, casi violen-tamente americanos. El día antes de la partida de Judithpara Europa le hizo una caricia torpe en el pelo que pare-cía más bien un manotazo o un empujón y le dijo en ruso«mi niña», apartando en seguida la cara, por temor a queella le viera el brillo húmedo en los ojos.

Pero era su madre quien había hecho posible el viaje;quien la había alentado, quien la había asistido cuando másperdida se encontraba; quien la había estado observandocon ansiosa expectación a lo largo de los años en los que lavio extraviada, en peligro de acabar viéndose tan sepultadapara siempre como lo estaba ella, queriendo advertirle y nosabiendo cómo hacerlo, consciente de que su hija no acep-taría una interferencia, aunque también ella supiera que seestaba equivocando. De qué le servía la clarividencia sobreel carácter y las fragilidades de su hija si ella, su madre, eraimpotente para prevenir el desastre. Qué fácilmente se ata-ba quien era muy joven, quien no hubiera tenido ningunaobligación, quien no sabía la magnitud del tesoro que esta-ba malbaratando sin más motivo que su empecinamiento,ni siquiera por una pasión que lo cegara. En 1930, en vezde terminar su doctorado, Judith Biely se casó con un com-pañero de curso y empezó a trabajar diez horas en una ofi-cina editorial de novelas policiacas baratas. A principios de1934 llamó a su madre por teléfono y le dijo que se habíadivorciado; que tal vez aceptaría un empleo para cuidar ni-ños o dar clases de inglés en París, y que desde allí viajaríaa España, adonde había querido ir desde que era una niñafantasiosa lectora de Washington Irving. Quería revivir suespañol, bien aprendido en la escuela y luego en la univer-sidad, tal vez reanudar el proyecto de una tesis doctoral so-bre literatura española. Se habían visto muy poco en los úl-

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timos años: su padre, su madre y sus hermanos, que ten -dían a discutir furiosamente por todo, se habían puesto deacuerdo, aunque por diversos motivos, en considerar quesu matrimonio era un error y su marido un indeseable, yJudith había roto bravíamente con todos ellos. Ella y sumadre se citaron en una cafetería grande y ruidosa de laSegunda Avenida, decorada con carteles y fotografías de ac-tores de teatro en yiddish. Su madre venía con una carteranegra de piel bien aferrada en el interior del abrigo: unacartera elegante, gastada, traída de Rusia igual que las par-tituras del piano. Había estado trabajando mucho comomodista en los últimos años: había ahorrado dinero y ele-gido un piano. Pero al mirarlo en la tienda y extender lasmanos sobre las teclas se había dado cuenta de que ya eratarde: sus dedos que habían sido fuertes y flexibles ahoraeran más torpes de lo que ella imaginaba y tenían las arti-culaciones hinchadas por la artrosis. La música de sus par-tituras se había acostumbrado a escucharla sólo en su ca-beza, igual que escuchaba en ella la dulce fonética rusa delas novelas que leía en silencio, sentada en la cocina, consus gafas que ya tenía que llevar siempre. Apartó las tazasde café y el plato con la tarta a un lado de la mesa y pusosobre ella la cartera, abultada y mullida por el fajo de bille-tes perfectamente ordenados que constituían sus ahorrospersonales de los últimos treinta años. «Para tu viaje», dijo,empujando la cartera hacia Judith, que no se atrevía a to-carla, «para que no vuelvas hasta que no te lo hayas gas tadotodo». Down to the very last cent, dijo, repitió luego Judithdelante de Ignacio Abel, sintiendo sólo entonces, tantotiempo después, el alivio de una restitución, la certeza dehaber aprendido a corresponder a la ternura de su madresin deslealtad hacia el padre que nunca habría hecho nadaparecido por ella.

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La veo más claramente ahora, no de espaldas y vol-viéndose un instante ni un perfil recortado en negro: veosu cara luminosa de expectación en la fotografía tomadaen una cabina automática de una calle de París, la cara y lamirada de quien espera algo intensamente, no porque nosepa ver las sombras sino porque ha tenido el coraje de so-breponerse al infortunio y una salud de espíritu resistentepor igual al engaño y a la desolación. Pero quizás esa caraya pertenece al pasado o sólo sigue existiendo en el espe-jismo químico de la fotografía: es la de una desconocida ala que Ignacio Abel aún no ha visto y bien podría no vernunca; es la de alguien que tal vez ya no se le parece y haingresado en otra vida, que ahora mismo habla y mira yrespira en un lugar hostil donde él nunca va a encontrar-la; donde ella se dedica poco a poco a borrarlo de su exis-tencia, ya sin esfuerzo, como borra las cosas que estabanescritas en la pizarra cuando entra en un aula para dar unaclase, polvo blanco de tiza cayendo al suelo y manchándo-le los dedos, un rastro físico mucho más tangible que lapresencia desvanecida del amante a quien abandonó a me-diados de julio, en otra ciudad de otro país, en otro conti-nente, si es que ha regresado a América, en otra época.

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