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JUEGOS PELIGROSOS UN MOVIMIENTO EN FALSO, Y SERÁ EL FIN MICHAEL PRESCOTT Juegos Peligrosos 15x23 10/01/08:Juegos Peligrosos 11/1/08 10:23 Página 5

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JUEGOS PELIGROSOS

UN MOVIMIENTO EN FALSO,

Y SERÁ EL FIN

MICHAEL PRESCOTT

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Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cu-bierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio,ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización es-crita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Título original: Dangerous GamesTraducción: Alicia Azcue de Bartrons

© 2005 Douglas Borton. Reservados todos los derechos© 2008 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.© 2008 por la traducción Alicia Azcue de Bartrons. Reservados todos los derechos.

Primera edición: Febrero 2008

ISBN: 978-84-96692-97-8

Depósito Legal: M-1729-2008

Impreso en España / Printed in Spain

Impresión: Brosmac S.L.

Editorial ViaMagnaAvenida Diagonal 640, 6ª PlantaBarcelona 08017www.editorialviamagna.comemail: [email protected]

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En aquellos días no había rey en Israel: Cada hombre hacía lo que ante sus ojos era correcto.

Jueces 21; 25

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Prólogo

La lluvia estaba en el aire.Kolb jamás había pensado demasiado en el clima de

Los Ángeles. La mayoría de los días eran soleados con unatemperatura de veinticuatro grados. Pero en enero las lluviaseran copiosas e inundaban las calles produciendo embotella-mientos y numerosos accidentes automovilísticos, algunasveces, fatales.

La lluvia podía matar.Kolb contaba con eso. Estaba sentado frente al volante de su Oldsmobile gris

de segunda mano. El automóvil estaba estacionado en unaparcamiento público cerca del centro de la ciudad. Había ele-gido ese lugar porque era principalmente utilizado por losempleados de los complejos de oficinas circundantes, lo quesignificaba que a las dos y media de una tarde de miércoles es-taría lleno de vehículos pero no habría ninguna persona.

Había estado esperando durante media hora. Un parde mujeres habían aparcado cerca, pero sabía que no podríamanejarlas a las dos juntas. Un hombre solitario había pa-sado tranquilamente a su lado, pero Kolb quería una víctimafemenina. Una mujer sería mucho más fácil de controlar.Había una razón para considerarlo el sexo débil, aunque esadenominación tendía a ser suprimida en el relamido mundo

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actual, un mundo dedicado a expurgar el principio de la mas-culinidad de la sociedad.

Además sería más divertido con una mujer. Un hom-bre debe disfrutar de su trabajo.

Revisó su disfraz en el espejo retrovisor. Bigotes fal-sos. Gafas de espejo, innecesarias en ese día nublado, pero queocultaban sus pálidos ojos azules. Un gorra de béisbol sobreel pelo cortado al rape, cuyo color rubio maíz estaba ahorasalpicado con hebras grises. No debería estar encaneciendotan joven, tenía apenas treinta años, pero un año en prisiónlograba envejecer a cualquier hombre.

La clave para un buen disfraz era evitar excesiva cre-atividad. Tan solo unos pocos cambios que sustentasen unahistoria verosímil. Cualquier hombre con un mono de colorneutro, una caja de herramientas y una gorra sería conside-rado un técnico. Con un traje y llevando un portafolios, seríavisto como un hombre de negocios. La gente no veía ni recor-daba a quien no le despertaba interrogantes.

Hoy, Kolb era un repartidor. Vestía un chubasquero denilón dos números más grande que su talla, sumamente útilpara esconder el ancho de sus hombros y el físico entrenadoen prisión. En la espalda, cosido a mano, el nombre de una ca-dena de pizzerías. La gorra, del mismo color del uniforme.

Después de terminar se libraría de la chaqueta y de lagorra. No las necesitaría de nuevo. Jamás utilizaba la mismaestratagema dos veces. Aunque no era el as del disfraz, no co-metería errores tan obvios. Había conocido muchos crimina-les, tanto en las calles como en la cárcel, y la mayoría eranestúpidos. Por eso los atrapaban.

Bajo la chaqueta vestía un jersey azul marino que hacíajuego con los jeans. Sería de noche cuando dejara los túnelesy el color azul oscuro pasaba más desapercibido en la oscuri-dad que el negro azabache. Si algo salía mal y tenía que correry esconderse, estaba preparado para ello.

Pero nada saldría mal. Había calculado hasta el másmínimo detalle desde todos los puntos de vista. Ni siquiera

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estaba asustado. Había pensado que estaría nervioso, como sifuese una noche de estreno. Pero lo estaba gozando. Le gus-taba el riesgo. Disfrutaba de estar al límite.

Y le agradó lo que se estaba acercando. Era joven y esbelta, castaña, de aproximadamente

veinte años. No tenía portafolios, solo llevaba una cartera.Demasiado joven para ser una ejecutiva. Probablemente, unasimple secretaria. De lejos no podía ver si era hermosa. Dese-aba que lo fuese.

—Entre tantas, una flor inocente —suspiró Kolb. Ella pasó frente a la hilera de automóviles donde es-

taba aparcado. Salió con cuidado de no cerrar la puerta. Viejotruco de policía, el golpe de una puerta al cerrarse podría aler-tar a la víctima.

Una rápida mirada al aparcamiento le confirmó queél y la mujer estaban solos en medio de hileras de parabrisasy metales cromados. Alguien podía estar mirándolos desdelas oficinas de los edificios circundantes, pero no haría nadaque pudiese llamar la atención.

Se le puso a la par cuando ella se acercó a su Toyota.No se había percatado de su presencia lo que le permitió es-perar sin problemas a que se introdujera en el coche e inter-ponerse para impedirle cerrar la puerta. Ella contuvobruscamente la respiración.

—No grite —repitió las palabras que había ensayado.—Todo se arruinaría si gritaba.

No gritó. Ni siquiera exhaló la respiración contenida.Solo lo miró fijamente, parpadeando ante el arma que sosteníacon la mano enguantada, después le miró el rostro. —¡Oh, Dios!

—Quédese tranquila. —¡Oh, Dios! —miró nuevamente el arma. Le leyó la mente. —Sí —dijo— es real y está cargada,

y la usaré si tengo que hacerlo —no agregó que el arma eraimposible de rastrear y que tenía el número de serie borrado.

—Por favor —suspiró.

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—Solo coopere y no le haré daño. Ella asintió. Tenía grandes ojos marrones y la piel tersa

y pálida.—¿Qué quiere que haga? —preguntó con una voz que

terminó en un gemido. Del bolsillo extrajo una libreta de notas y una estilo-

gráfica. En realidad era un marcador de fibra que no podíaser utilizado como arma. Se las alcanzó.

—Escriba lo que le dictaré. —¿Que escriba? —dijo como si repitiese las palabras

en un idioma extranjero. —Es lo que he dicho. Puede escribir ¿no es así?—Sí. —Pues hágalo. Primero escriba: «Mi nombre es…» y

complete el espacio en blanco. —Angie. Es decir, Ángela. Ángela Morris. —No me lo diga a mí. Escríbalo. Escribió lentamente, empuñando con fuerza el marca-

dor. Él le dictó el mensaje. Ella parecía prestar suma atenciónpara escribir sin errores. Aunque de todas maneras, se equi-vocó en algunas palabras.

Cuando terminó, miró fijamente el mensaje como si loviese por primera vez. —Oh, Dios —repitió.

Estaba cansado de escucharle repetir siempre lomismo. —Démelo. La billetera también.

—Solo tengo treinta dólares.—Solo deme la maldita billetera —así lo hizo, él escu-

driñó el interior del automóvil y descubrió una bolsa de plás-tico en el suelo—. ¿Qué es eso?

—Un vídeo. Alquilado, lo iba a devolver hoy.—¿Qué película es? —Una con Tom Cruise y, ah, un tal Hoffman algo,

Rain Man.Resultaba perfecto, le dio una idea. —Llévelo.—¿Qué?

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—Que lo lleve —sonrió detrás de los bigotes falsos—.No querrá que le apliquen una multa por demorarse en de-volverlo ¿no es cierto?

Recuperó el vídeo y lo sostuvo con fuerza hasta quelos nudillos se le pusieron blancos.

—Ahora salga.—¿Adónde vamos?—A mi coche.—Déjeme ir ¿eh? Solo déjeme ir.Le clavó la mano en el brazo. —Cállese y salga del

maldito automóvil ahora. Obedeció.Esa era la parte más peligrosa. Si se retorcía y lograba

desasirse, y corría, no podría perseguirla sin llamar la aten-ción. Estaba seguro de que ejercía suficiente control sobre ella,y no tendría reacciones heroicas. Por eso le había hecho es-cribir el mensaje antes de trasladarla. Lo había hecho parademostrarle quién ejercía el poder.

Funcionó. No hizo ningún intento de escapar. Caminóa su lado temblando y parpadeando con los ojos anegados enlágrimas sintiendo la presión del arma apuntándole bajo laaxila. Para mantenerla distraída le preguntó si tenía algúnplan para esa noche.

—Nada realmente. Pedir comida hecha. Ver la tele-visión…

—Lo está haciendo muy bien, estará de regreso en sucasa para las noticias de las diez. Podrá verse en la televisión.

—Ajá…—Será divertido ¿no es cierto? Será una estrella. En

esta ciudad, todos quieren llegar a ser una estrella —lamentóel comentario hecho. Era demasiado trillado, indigno de él.

La condujo hasta su viejo Oldsmobile. Antes de llegar, lehabía cambiado las placas y le había puesto unas robadas. Des-pués las arrojaría a la basura y volvería a colocar las suyas.

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Empujó a Ángela Morris hacia el interior del automó-vil, al asiento del conductor, luego la hizo deslizarse hacia eldel acompañante. Siguió apuntándole hasta que logró insta-larse frente al volante.

—No tengo dinero —dijo—, mi familia tampoco. —No me interesa su dinero —puso el motor en mar-

cha—. ¿No se acuerda? Dije ingresos públicos. De la ciudad. —Sí, así es, eso dijo. Dinero de la ciudad. Quiere que

Los Ángeles pague el rescate. —Correcto.—No van a pagar por mí —susurró.—Por supuesto que lo harán —«y si no es por ti,— agre-

gó mentalmente—, lo harán por la siguiente». —¿Por qué lo harían?—No tienen alternativa. Voy a exprimirlos. Voy a

hacer que esta maldita ciudad se arrodille.Se encogió en el asiento mirándolo fijamente. —¿Por

qué?—Porque me lo deben —Kolb puso el coche en mar-

cha—. Y la venganza en una perra.

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Capítulo 1

—Fue encontrada aquí —dijo Crandall—. En el terra-plén, justo sobre el nivel del agua.

Tess McCallum miró fijamente a través del alambradode tela metálica del canal de cemento del río Los Ángeles. Unhilillo de agua serpenteaba en el centro, pasando por un carrode supermercado, una cubierta, botellas rotas de cerveza yotros escombros. El hedor rancio a agua de rosas flotaba en elaire nocturno.

—¿Quién la encontró? —preguntó Tess.—Un par de ciclistas que andaban por la orilla del río.A Tess le resultaba extraño llamar río a esa hendidura

en el paisaje. Un curso de agua seco la mayor parte del año,que se llenaba con agua de lluvia durante la época de las gran-des tormentas. El río serpenteaba hacia el sur desde el valle deSan Fernando, a través del lado este de Los Ángeles y desem-bocaba en el mar, en Long Beach. Durante la mayor parte desu extensión estaba encauzado por túneles de hormigón yflanqueado por altas paredes inclinadas de cemento con alam-brados cuyas distanciadas puertas de entrada se hallaban siem-pre cerradas y con carteles que advertían: «Prohibido entrarsin autorización. Prohibido el paso. No entrar»

Sopló una ráfaga de viento frío. Tess se arrebujó en suabrigo impermeable.

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—¿Han descartado a los ciclistas? —preguntó. No erainusual que un asesino informara del descubrimiento de losrestos de su víctima.

—Están limpios. Tienen coartada para la hora del se-cuestro. Son un par de chiquillos, de todas maneras. Estu-diantes de la universidad de California del Sur —el mismoagente Crandall parecía apenas un poco mayor que un estu-diante universitario.

Tess miró hacia el Olympic Boulevard que pasaba unosmetros al norte. —¿Cuándo la encontraron?

—Poco después del amanecer, el Departamento de Po-licía de Los Ángeles recibió la llamada. Una vez que identifi-caron a la víctima como Ángela Morris, llamaron al FBI.

—¿Resultados de la autopsia?—Todavía pendientes. Pero resulta obvio que se ahogó.

No hay que ser un especialista forense para darse cuenta. —¿Vio el cuerpo?—Sí. ¿No le enviaron una foto?—Sí. Por e-mail —recordó el ángulo en que se encon-

traba el cuerpo, las extremidades desparramadas, la maraña decabello tapándole el rostro hinchado. Vio una abertura rec-tangular en el canal. —¿Por allí sale el agua?

—Correcto. Es una estructura de acceso y salida deagua. Así la llaman.

—¿Es por la que salió?—No lo sabemos. Pudo haber sido cualquiera de las aber-

turas río arriba. No hay forma de saber qué distancia fue arras-trado el cuerpo por la corriente antes de arrojarlo al borde.

—Por tanto puede haber sido mantenida sujeta en cual-quier parte de la red de alcantarillado.

—Sí —Crandall se aclaró la garganta—. Técnicamente,no son alcantarillas. Son bocas de tormenta.

—¿Cuál es la diferencia?Las cloacas trasportan aguas servidas de los baños. El

sistema de alcantarillado transporta el agua que corre porlas calles.

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—¿Y por qué tiene olor a…?—¿Mierda? Porque también la hay. Deposiciones de

perros y otro tipo de basura que se junta en los colectores defango. Sin mencionar los pesticidas, los químicos que contie-nen los artículos de limpieza, lo que se le ocurra. Es un verda-dero popurrí tóxico.

—Encantador ¿no se procesa de alguna manera? —Resulta demasiado costoso hacerlo. Fluye directa-

mente al océano. Puede ver esos grandes drenajes en la playapor donde desemboca todo. Los niños suelen jugar allí.

—Solía leer sobre los antiguos romanos que arrojabanla basura a las calles, y me sentía superior —la mirada de Tessse perdió en la distancia—. Me pregunto si eso era Ángela paraél. Basura.

Pasó otro minuto mirando hacia el canal iluminado porla tenue luz del día. Nadie podía considerarlo un lugar de des-canso para los muertos. Las algas grises que moteaban las pa-redes del terraplén cedían lugar sobre el nivel del agua aescrituras con graffiti hechas por pandillas. El ruido del trán-sito del viaducto era el único sonido perceptible. Y los perió-dicos que volaban a lo largo del canal, era el único movimiento.

—Está bien —dijo Tess—. Ya he visto suficiente. Crandall pareció aliviado. —Vamos pues. No queremos

llegar tarde. —No, no querríamos dejar al ADIC esperando —de-

bido a su cantidad de personal e importancia, la oficina de LosÁngeles estaba dirigida por un agente cuyo alto nivel era pococomún para el puesto, un director adjunto a cargo, DAAC, oADIC según sus siglas en inglés, fonéticamente coincidentescon a dick, o sea «un verga», lo que en este caso parecía su-mamente apropiado.

—Bien —dijo Crandall— no solo estará el director.También habrá otra gente.

—¿Cómo quién?—El alcalde, el jefe de policía…

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Tess frunció el ceño. Cuando la había recogido en el ae-ropuerto, había supuesto que la conduciría directamente a laoficina de Westwood. Solo después de que Crandall cogió laruta hacia Santa Mónica se enteró de la reunión que tendríalugar. Si lo hubiese sabido, se habría vestido con algo más ele-gante que sus zapatos cómodos y el traje gris.

Aun así, se dijo que se veía bien. Había sido favorecidacon una piel tersa típica de las Tierras Altas que no necesitabamaquillaje para nada, y su cabello rojizo no requería más queun cepillado para controlar sus rizos naturales. En las pelícu-las, los agentes femeninos del FBI solían usar el cabello cortoo sujeto detrás de la nuca. En la vida real eran más permisivos.Tess usaba el cabello largo hasta los hombros.

—Suena como un evento social —dijo.—Es importante que llegue a la hora. Mis instrucciones

fueron explícitas al respecto. —Este desvío no nos llevará mucho tiempo. Y quiero

ver dónde fue arrojada.—¿Por qué, exactamente?Tess pudo haberle dicho que había pasado el tiempo que

duró el vuelo de Denver a Los Ángeles leyendo el informe delFBI, escrito en un frío lenguaje policial que le permitió apenasconocer los hechos. Para que su caso fuese real, necesitabaestar en el lugar donde había sido arrojada la primera víctima.

Pero no creía que Crandall podría entenderla por loque contestó simplemente—: Curiosidad —y se encogió dehombros.

Al recorrer el terraplén pasó frente a la puerta. Impul-sivamente la empujó, y se abrió. El cuerpo de Ángela Morrishabía sido retirado horas atrás, y alguien se había olvidado decerrar con llave.

—Demonios —dijo Crandall al darse cuenta—. Es muyempinado. Será mejor que nos aseguremos que ningún civilvagabundee por allí abajo.

—¿Qué tal si nosotros vagabundeamos un poco por allí?

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—¿Nosotros? ¿Ahora?—Tan solo un minuto o dos.—Con el debido respeto, agente McCallum, esa es una

mala idea.—Probablemente. Hagámoslo de todas formas. —Realmente, no creo…Ella ya había traspasado la puerta. —El último es huevo

podrido —se preguntó por qué se le habría ocurrido semejantefrase. Algo que su madre solía decirle, probablemente.

El terraplén tenía un ángulo de inclinación de cuarentay cinco grados. Estaba contenta de haber llevado zapatos có-modos. La suela de goma le brindaba una buena sujeción en lasuperficie lisa del cemento. Hacia el fondo, las malezas y elmusgo hacían que el descenso fuera más traicionero. Se sintióaliviada al alcanzar el suelo del canal.

El hedor era más fuerte allí. El suelo estaba cubierto deflores salvajes que brotaban de las grietas del cemento entreenvoltorios de comida rápida y envases de bebidas gaseosas.

Al principio de su carrera, había sido asignada a Phoe-nix, otra ciudad atravesada por canales. Pero aquellos eran lim-pios y conformaban bellos paisajes donde anidaban avesacuáticas, eran hermosos lugares para caminar. El río Los Án-geles, a pesar de los persistentes intentos para sanearlo y res-taurarlo, era una escuálida zanja llena de basura.

—¿Estaba esposada? —le preguntó Tess a Crandallcuando llegó a su lado.

—Sí, igual que Paula Weissman. Las esposas se man-tuvieron durante la primera inundación, pero con la segunda,anoche, se debe haber soltado la cadena. Aún las tenía en lasmuñecas que estaban seriamente laceradas.

—¿Las abrasiones fueron provocadas ante o post mortem? —Ante. —Estaba consciente, pues. Igual que Paula. Crandall asintió. —Se las provocó al intentar soltarse. —¿Amordazada?

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—Debe haber estado amordazada. La cinta adhesiva detela que había tenido en la boca fue arrasada por el agua, peroaún se pueden ver los restos de goma.

—El mismo modus operandi que el utilizado en el casode Paula —dijo Tess—, cada detalle coincide —se imaginó losúltimos momentos de Ángela… el terror y la desesperación,el terrible aislamiento.

—Por suerte se rompió la cadena —dijo Crandall—.Si se hubiese quedado donde estaba, jamás la habríamos en-contrado.

—Un equipo de búsqueda podría haber descubierto elcuerpo con el tiempo.

—Lo dudo. El sistema de drenaje de tormentas es gi-gantesco. Estamos hablando de cientos de millas cuadradas, yella podría haber estado en cualquier parte. A menos que unaescuadrilla de mantenimiento se topara con ella…

Tess pensó en las esposas. —¿Supongo que habrán con-siderado el ángulo sadomasoquista también?

—Por supuesto. No disminuye las posibilidades dema-siado. Hay muchos pervertidos en esta ciudad.

Su mirada se dirigió hacia la boca de desagüe al otrolado del canal que había vertido agua sucia sobre el cemento.—No hay reja sobre la abertura —dijo.

—La reja quedaría bloqueada con los sedimentos. —¿Cuantas aberturas como ésta hay?—Cientos, miles, a lo largo del río.—Entonces, virtualmente nuestro hombre puede en-

trar al sistema por cualquier lado. —Eso es cierto. Aunque probablemente utilice uno de

los puntos de acceso más grandes. Creemos que conduce enautomóvil a la víctima hacia el interior de los túneles.

Ella asintió. El informe había mencionado que en algu-nas líneas colectoras de tormenta cabía un vehículo de man-tenimiento. En esa no, apenas cabía una persona.

Tess observó durante largo rato la abertura de desagüe.—¿Tiene una linterna? —preguntó.

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—¿Por qué? —¿Tiene?Se palmeó el bolsillo de la chaqueta. —Una pequeña.—Yo también. Entremos —señaló la abertura de desagüe. Crandall pareció agobiado ante la idea. —¿Allí dentro?—¿Por qué no?—Se me ocurren aproximadamente un millón de razones.—Necesito percibirlo por mí misma. Imbuirme del am-

biente. Sentir lo que ella sintió… y lo que sintió él. —Ya se lo dije, ni siquiera sabemos si salió por esa abertura. —No estoy buscando pruebas materiales. Solo quiero

ver lo mismo que ella vio. Sentirme en sus zapatos. Un pasa-dizo probablemente sea igual que cualquier otro.

Crandall la estudió. —¿No estará haciendo esto paraimpresionarme, no es cierto?

—¿Por qué querría impresionarlo?—Solo preguntaba. Trepó el terraplén, después bajó la cabeza y se metió en

la abertura de desagüe. La luz del sol solo iluminaba el interiorhasta unos pocos centímetros. El suelo estaba fangoso conmoho espeso y aterciopelado, como una alfombra verde cho-rreando bajo los pies.

Extrajo la linterna y apuntó el haz de luz hacia el pasa-dizo. Un largo trecho lúgubre de cemento que se sumergía enla más completa oscuridad. El túnel era suficientemente anchocomo para que cupiera una persona, y alto como para permi-tir que ella y Crandall caminaran erguidos.

—¿Dispuesto a practicar espeleología? —preguntócuando él entró tras de ella.

—Espero que sea una broma, agente McCallum.—Donde la hayan mantenido escondida, seguramente no

fue a la luz del día. Necesitamos adentrarnos más si queremosexperimentar algo de lo que sintió durante sus últimas horas.

—Estaría feliz de valerme de mi imaginación.—Ninguno de nosotros tiene imaginación suficiente

para algo así. Vamos.

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—Tenemos poco tiempo, lo sabe.—Cinco minutos. Echaré solo un vistazo.Avanzó en la oscuridad guiada por los haces de luz de

ambas linternas.—Si comienza a llover —dijo Crandall— podríamos

quedar atrapados aquí.—No pronosticaron lluvias. Debería saberlo. —Lo sé. Esperaba que usted no.El túnel estaba frío, con esa frialdad característica de los

lugares donde nunca llega el sol. Sus pensamientos se dirigie-ron hacia las catacumbas donde se refugiaron los primeroscristianos, hacia los mausoleos y las criptas. Lugares para es-conderse, lugares de muerte. Donde se encontraba ahora, eraun poco ambas cosas.

—¿Con qué clase de persona estamos lidiando?—No soy especialista en hacer perfiles.—Yo tampoco. ¿Pero podemos conjeturar algo, no es

cierto? —Es inteligente —se aventuró a decir Crandall—. Y

precavido. —Y seguro de sí mismo. Quiere desafiar tanto a las au-

toridades municipales como a las federales. Le gusta sentirsebajo presión.

—Esa es nuestra opinión también. Ilusiones de gran-deza, megalomanía. Lo que reduce las posibilidades a solo lamitad de la población de Los Ángeles.

Tess sonrió. —Está empezando a caerme bien, Crandall. —Usted me caería mejor si nos fuéramos de este mal-

dito lugar, agente McCallum. —Solo un poco más adelante. Quiero ver qué pasa

cuando llegamos a una intersección de tuberías. ¿Qué más sa-bemos de nuestro adversario?

—Sabe cómo abrir cuentas en bancos extranjeros. Po-dría ser una persona que ha viajado al exterior.

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—Podría ser, pero actualmente no se necesita dejar elpaís para abrir una cuenta bancaria en el extranjero. Se puedehacer por e-mail.

—De una forma u otra, entiende del sistema bancariointernacional.

—Él… o ellos. ¿Es un hombre o un equipo?Crandall dudó. —Creo que es un solo hombre. —Es más fácil lograrlo si se cuenta con un cómplice. —Sí, pero está el asunto de su megalomanía. No

piensa que necesite ayuda. Esa es mi opinión, al menos.¿Qué piensa usted?

—No es mi caso. No tengo opinión formada.—Se está escabullendo de la respuesta.—Totalmente.—Debe tener alguna opinión.Tess asintió. —Es inteligente, como usted dijo. Tiene

todo planeado al detalle. Por la forma en que trabaja, no nos hadado ni un solo indicio de él. No hemos visto su letra ni escu-chado su voz. Es un fantasma.

—Podría ser cualquiera —dijo Crandall.—Mucho me temo.—No es muy alentador.No, no lo era, reflexionó Tess. Pero era verdad. Pensó en el hombre al que perseguían, el hombre que

había utilizado esos pasadizos como escena del crimen. Habíajugado el juego hábilmente hasta ahora. Sin cometer errores.

La primera nota había sido hallada en la tarde del miér-coles 5 de enero, en el interior de un vídeo arrojado a través delbuzón del negocio. La nota había sido escrita con fibra en unahoja de anotador cuya popular marca era vendida en miles denegocios. Y anexada a esta, la licencia de conducir de ÁngelaMorris y una tarjeta con un número de cuenta bancaria.

La letra de la nota era grande y tosca, varias de las pa-labras estaban escritas con errores de ortografía.

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«Mi nombre es Ángela Morris. Él me está haciendo es-cribir esta carta. Me está secuestrando. Dice que mi vida está enpeligro. Me va a meter en el sistema de drenaje de tormentasque se va a inundar esta noche cuando llueva. Deben transferir1 000 000 de dólares proveniente de la renta pública de la ciudadal número de cuenta que está en la tarjeta, antes de que llueva.Cuando esto suceda será demasiado tarde.»

El dinero nunca había sido transferido. Tess no creíaque el secuestrador lo hubiese esperado tampoco. Lo más pro-bable es que hubiera usado a Ángela como un caso testigo parahacer saber a las autoridades su forma de operar… y para de-mostrarles que hablaba en serio.

En razón de que el secuestro era un delito federal, sehabía dado participación al FBI de inmediato. El caso tenía am-plia cobertura en los medios, por supuesto. Tenía todos los ele-mentos de un drama de televisión, excepto un llamativo apodopara el asesino. Por algún ardid periodístico, los apodos de losasesinos en serie estaban pasados de moda. Para el FBI, él erael sujeto desconocido en el caso denominado «STORMKIL»1

El domingo 9 de enero, una segunda nota fue encon-trada, esta vez en el interior de un Ford Taurus aparcado en lazona de carga. Una patrulla policial rastreó el coche hastaPaula Weissman de Reseda. El policía le estaba aplicando unamulta al automóvil cuando vio la nota, la licencia de conduc-tor y la tarjeta con el número de cuenta, todo sobre el tablero.El oficial tuvo el criterio suficiente como para no tocar nada,pero de todas formas no se encontraron otras huellas más quelas de la víctima.

La nota estaba escrita más prolijamente, pero el men-saje era más o menos el mismo:

«Mi nombre es Paula Weissman. He sido captu-rada por un hombre que se reconoce culpable del rapto de Án-gela Morris ocurrido la semana pasada. Exige que se le depositen2 000 000 de dólares provenientes de la renta pública en el nú-mero de cuenta indicado en forma adjunta. Dice que la última vezcometieron un error, pero que está seguro de que esta vez, coope-rarán. Quiere que les diga que está muy desilusionado de ustedes,

MICHAEL PRESCOTT

241- STORMKIL: alusión a las palabras inglesas, storm: tormenta; y kill: asesinato.

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y que no quiere que lo decepcionen otra vez. Dice que no controlalas decepciones muy bien. Aclara que está tratando de controlarlo.Pide que les recuerde el pronóstico del tiempo.»

Eso era todo, excepto por unas pocas palabras temblo-rosas que figuraban al final.

«Por favor, ayúdenme, no quiero morir ahí abajo.»

Esta vez el dinero, el doble del monto exigido por el se-cuestrador la primera vez, había sido pagado. Transfirieron dosmillones de dólares a una cuenta de las Islas Caimán, unacuenta distinta de la indicada en el primer secuestro, peroigualmente imposible de rastrear. Las autoridades de las IslasCaimán se mostraron cooperadoras, pero el dinero había sidotrasladado sucesivamente y se había perdido en un laberintode cuentas anónimas o abiertas con pseudónimos.

Quince minutos después de haber sido realizado el de-pósito, la lluvia empezó a caer y sonó el teléfono del alcalde. Lavoz grabada de Paula informó que estaba esposada a un pasa-manos de un pasadizo secundario debajo de la intersección deWilshire y Vermont. Los túneles se estaban inundando cuandoel equipo de rescate entró. Llegaron cerca de la víctima antes,pero el crecimiento del agua los obligó a retroceder. Cuando latormenta amainó, encontraron el cuerpo de Paula todavía ma-niatado al pasamanos.

Y hoy, lunes, 10 de enero, el cuerpo de Ángela habíasido encontrado arrastrado también por la tormenta a travésde las tuberías de drenaje. Quizás expelido por el pasadizo queestaba recorriendo Tess ahora.

Llegó a la intersección de dos tuberías y apuntó loshaces de luz hacia el pasadizo más ancho. Pudo escuchar eldébil sonido del tránsito que venía de arriba. La gente estabayendo, como todos los días, a su trabajo, escuchando la radio,hablando por los móviles, sin percatarse del laberinto que seextendía por debajo.

—Hay todo un mundo aquí abajo —dijo ella.Dio un paso hacia delante intentando explorar el pasa-

dizo más grande. Crandall la cogió del brazo.

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—Esto es realmente inseguro —dijo.—¿Tiene miedo de que nos encontremos con hombres

topo mutantes?—¿Quién demonios puede saber con qué podemos en-

contrarnos?—Está temblando —él no contestó—. Crandall ¿es

claustrofóbico?—Puede que un poco. —Debería habérmelo dicho. —Estaba demasiado ocupado aterrándome —forzó una

risa nerviosa.—Retroceda —dijo Tess.—Mire, puedo dominarlo. Quiero decir, no es tan te-

rrible.Sonrió. De pronto, se comportaba valientemente. —Ya

he visto suficiente —dijo ella—. De todas formas no quere-mos llegar tarde.

—Cierto. Definitivamente, no queremos. Estaba por darse la vuelta cuando una urticante sensa-

ción de temor la detuvo. —Espere —dijo bajando el tono devoz hasta que quedó en un susurro.

No estaba segura de qué era lo que había alertado suatención. Después escuchó un débil chapoteo en la oscuridadde la intersección del túnel.

Instintivamente, cubrió la linterna. Crandall la imitó. Prestaron atención. Otro chapoteo. Más cerca.Alguien estaba allí, y se dirigía hacia ellos.Crandall desenfundó el arma. Pareció una idea ade-

cuada. Tess buscó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo supistola 9 mm. Antes de que el terrorismo se convirtiese en unaamenaza crónica, la habría despachado con el equipaje. Ac-tualmente, se aconsejaba a los agentes federales llevarla con-sigo durante el vuelo.

Otro chapoteo, más cercano que el anterior.Intentó estimar las posibilidades de que el extraño

fuese alguien realmente peligroso, alguien como el hombre

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que estaban buscando. Por un lado, Crandall había estado enlo cierto al decir que el sistema de drenaje era inmenso. Habíamuy pocas posibilidades de encontrar al criminal por acci-dente. Por otro lado, los asesinos en serie eran conocidos porvolver a la escena del crimen. Era posible que al enterarse delhallazgo del cuerpo de Ángela Morris, el asesino buscase re-petir la misma ruta que la víctima había recorrido.

O bien, podría ser solo una persona de mantenimientodel Departamento de Agua y Energía. Pero no lo creía proba-ble. Alguien de mantenimiento llevaría una linterna. No es-taría chapoteando en la oscuridad.

Tess levantó la pequeña linterna alejándola de ellospara ampliar el ángulo de iluminación.

—¡FBI! —gritó—. Identifíquese.No hubo respuesta. No se escucharon más ruidos. Si-

lencio.—¡Identifíquese! —gritó nuevamente, sintió la repeti-

ción de su orden en una andanada de sucesivos ecos.—Soy Manny —se escuchó una voz.Apuntaron las linternas hacia donde provenía la voz.

Los haces de luz parecían ser producidos por reflectores en mi-niatura que iluminaban una pequeña figura desgarbada cu-bierta por un deformado abrigo negro.

—¡Manos arriba!Unas pálidas manos se levantaron hacia el bajo techo

del túnel.—¡Cúbrame! —le dijo Tess a Crandall. Se introdujo en

el pasadizo más grande, los zapatos se hundieron en un hilo deagua mugrienta. Se acercó al hombre iluminándole la partesuperior: el rostro, las manos. Algo que le habían enseñando enla academia. Las manos eran críticas porque podían herir. Elrostro tenía el segundo lugar en importancia. El poder leer losojos permitían saber qué estaba pensando.

Pero esos ojos no le dijeron nada. Eran suaves y blan-cos, y las pupilas parecían cáscaras de huevo. Cataratas, den-sas y espesas.

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No era el asesino. No era nadie. Guardó el arma en el bolsillo y le palmeó el cuerpo por

hábito, no encontró nada bajo el mugriento abrigo excepto uncuerpo flaco y desnutrido que no había recibido un baño enmeses, o años.

—Bien —dijo— puede bajar las manos.El hombre obedeció parpadeando.—¿Qué está haciendo aquí, Manny?—Es propiedad pública —dijo a la defensiva—. No

puede prohibirme que viva en una propiedad pública.—¿Usted vive aquí abajo? ¿Y qué pasa cuando llueve?—Oh, no se puede estar aquí cuando llueve.—No, no se puede. Es peligroso. Puede quedar atrapado

en una inundación inesperada y repentina.Negó con la cabeza, los ojos blancos miraban fijamente

más allá de ella. —No me va a atrapar. Sé cuando viene la llu-via. La puedo oler.

—Hay refugios. Lugares donde la gente lo puede ayudar.—No voy a ir a un refugio —se encogió sobre sí

mismo—. No lleve a Manny a un refugio, por favor. No quieroir allí.

Debería llevarlo. No era capaz de cuidarse a sí mismo.Pero no podían mantenerlo en un refugio en contra de su vo-luntad, y probablemente estaba lo suficientemente lúcidocomo para encerrarlo en un instituto psiquiátrico.

—No lo vamos a llevar a ningún lado —se le ocurrióuna idea— ¿Ha visto a alguien más, dentro de los túneles?

Demasiado tarde, se dio cuenta de que la palabra verera totalmente inconveniente. Pero Manny no se dio cuenta.—Algunas veces hay tipos de mantenimiento —dijo.

—Del Departamento de Agua y Energía. ¿Alguien más?—No.—¿No escuchó nada? ¿Voces?Se encogió otra vez. —No escucho voces. Ya no las

escucho.

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Voces en la cabeza, a eso se debía referir. Probablementelas debía seguir escuchando pero había aprendido a no admitirlo.

—No ese tipo de voces —dijo—. Voces nuevas. La deuna mujer, llorando o gritando por ayuda —si bien a las víc-timas les habían cubierto las bocas con cinta adhesiva, las mu-jeres debieron haber gritado antes de que las amordazaran.

Manny lo meditó. —Usted es una mujer —adujo.—Bien, así es.Él sonrió, mostrando los dientes negros. —Tiene una

linda voz.—Gracias —no estaba consiguiendo nada por ese ca-

mino. Había sido un disparo al azar—. ¿Está seguro de que es-tará bien aquí solo?

—Siempre estoy solo. Me gusta así.Extrajo algunos billetes del bolsillo de su chaqueta y se

los colocó en la mano. —Compre algo de comer. Comida caliente.Permaneció de pie sujetando el dinero en un puño lleno

de costras. Esperaba que entendiera.Crandall se había acercado durante el interrogatorio.

Mantenía el arma desenfundada. Parecía haberse olvidado desu claustrofobia.

—Vamos, Crandall —dijo—. Manny no nos puede re-sultar de ayuda por ahora.

Regresó al túnel más angosto siguiendo a Crandall.Echó una mirada hacia atrás y vio a Manny, una pequeña fi-gura perdida en la envolvente oscuridad.

Había todo un mundo diferente allí abajo. Un mundo delcual nunca había sospechado y que deseaba no haber descubierto.

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