Julio Cortázar y Cris (prpa Cálamo 2014)

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Julio Cortázar y Cris Cristina Peri Rossi

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Julio Cortázar y Cris

Cristina Peri Rossi

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© Cristina Peri Rossi, 2014© de esta edición, EDICIONES CÁLAMO, 2014

ISBN: 978-84-96932-87-6Dep. Legal: P-111/2014

Impresión: GRÁFICAS ZAMART (PALENCIA)

Printed in Spain - Impreso en España

Edita: EDICIONES CÁLAMO

Pza. Cardenal Almaraz, 4 - 1º F 34005 PALENCIA (España) Tfno. y fax: (+34) 979 70 12 50 [email protected]

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JULIO CORTÁZAR, EL GRAN CRONOPIO

11 I. Queremos tanto a Julio24 II. El encuentro40 III. El país conjunto. Las provincias53 IV. Los exilios58 V. Deià, Mallorca64 VI. Carol72 VII. Los poemas

SEGUNDA PARTE

83 VIII. Poemas de amor a Cris92 IX. Carta de Cris a Julio Cortázar99 X. Carta íntima a Julio en el más allá, acerca

del estado de las cosas, en el más acá102 XI. Julio Cortázar, veinte años después108 XII. Veinte años sin Julio113 XIII. Diario para un cuento118 XIV. Vigencia de Julio Cortázar124 XV. Carta a Julio, treinta años después

ÍNDICE

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I

QUEREMOS TANTO A JULIO

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No fui al entierro de Julio Cortázar. No estoy en lafoto. En las numerosas fotos que se hicieron después desu muerte, una lluviosa mañana de febrero de 1984.(Cuántas veces, Julio, habíamos recordado juntos aquellosversos de César Vallejo: «Me moriré en París con aguacero,un día del cual tengo ya el recuerdo».) No quise compartirla dudosa complicidad de los precariamente vivos, de lossupervivientes. Aborrezco la muerte y los ritos funerarios.Había otra razón profunda: me negaba a aceptar que Juliofuera mortal, y prefería recordarlo vivo, eternamente joven(bromeábamos, a veces, sobre su aspecto juvenil, comoDorian Gray. «Solo que yo no me voy a despertar un díaconvertido en un anciano decrépito y asqueroso», decías,sonriente y convencido), sano, viajero, a veces un pocomelancólico («la literatura es cosa de melancólicos»: hiceesa anotación en una servilleta en la cafetería La Puñalada,de Barcelona. Respondió, debajo, y me devolvió la servi-lleta: «¿Quién no es un poco melancólico a las seis de latarde de otoño, en una calle de París o de Barcelona, de

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Buenos Aires o de Montevideo?») y siempre lúdico. El exi-lio me había acostumbrado, además, a aceptar la muertede los seres queridos en la lejanía, a través de una brevellamada telefónica o una esquela funeraria que saltaba deuna carta aparentemente trivial. De algo estaba comple-tamente segura, desde hacía unos meses: no quería ver aJulio muerto, en un ataúd. No quería que ese inoportunorecuerdo interrumpiera nuestro diálogo interior, nuestramanera de conversar a veces a la distancia. «El amor es unasunto de palabras», había escrito yo, durante mi segundoexilio, el parisiense, en 1974, frase que hubiera compla-cido a Lacan, seguramente, si Lacan leyera a jóvenes es-critoras latinoamericanas; yo, entonces, tampoco lo leía aél, aunque después lo haya citado. Se cita parcialmente.Aún nuestros enemigos son capaces de decir algunas ver-dades. Se atribuye al Generalísimo Francisco Franco lafrase: «Quien no recuerda la historia está condenado a re-petirla». Posiblemente murió sin saber que estaba citandoa su odiado Carlos Marx. Solemos tener algunas coinci-dencias con nuestros enemigos. Julio Cortázar, conver-sando: «A veces las víctimas eligen oscuramente a susverdugos». No te hubiera sorprendido nada, Julio, leer enlos diarios la noticia de la mujer que solicitó, en los servi-cios eróticos de Internet, en Estados Unidos, a un hombreque la matara haciendo el amor y lo consiguió. Entonces,posiblemente, hubiéramos recordado otra vez a Margue-rite Duras y su novela, Moderato cantabile, llevada al cinepor un director que nos gustaba mucho a los dos, aunque

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un poco menos a los críticos cinematográficos: PeterBrook. La recordábamos porque el admirable guión erade Marguerite, los intérpretes nada menos que Jean-PaulBelmondo y Jeanne Moreau, además de la música, tan im-portante, en toda la película, de uno de nuestros compo-sitores favoritos: Erik Satie, las Gimnopedias. Y si hubierasllegado a leer en los diarios —esa afición que ya tenías enel grado de adicción— la noticia de la norteamericana quepidió por los servicios eróticos de Internet a un hombreque la torturara, en el amor, hasta la muerte, me habríasmirado con complicidad y me habrías dicho: «Esa historiaescribila vos», porque las historias tienen dueño, tienendestinatarios, las historias y la realidad se mezclan, vos de-cías: «Nadie puede saber dónde acaba la realidad y empiezala fantasía», límite, frontera que te gustaba tanto cruzar entus relatos, «pero en la vida hay que tener cuidado —de-cías—, porque si no, se puede acabar como el Tito Mon-terroso». «¿Cómo acabó el Tito Monterroso?», podíapreguntarle un lector, un admirador ingenuo. Entonces,con mucha seriedad, Julio le contestaba: «El Tito terminóescribiendo: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía es-taba allí”, cuento que nadie entiende. Y el primero que nolo entiende soy yo». Y el lector o el admirador ingenuo sequedaba sin saber si Julio le estaba tomando el pelo al Tito,a él o al dinosaurio. Sin contar con que los dinosaurioseran los animales favoritos de Cortázar —¿tengo que decirque también los míos? Coincidencia que nos valió sonorascarcajadas y numerosos envíos, desde distintas partes del

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mundo, de libros, maquetas, inflables e información sobredinosaurios—, mucho antes de que Spielberg los descu-briera.

No fui al entierro de Julio. No estoy en la foto. Yo sabía—esa fría y lluviosa mañana de febrero, cuando AuroraBernárdez me llamó a Barcelona, para confirmarme queJulio había muerto— que él y yo seguiríamos conversandode alguna manera, comunicándonos a través de símboloso señales a interpretar. (Cuántas veces habíamos citado,juntos, el famoso verso de Baudelaire: «La nature est untemple divin»; en la selva de símbolos y de signos, el hom-bre, solo, va descifrando.) Había seguido muy de cerca suenfermedad. (Eso que los malos periodistas llaman «la evo-lución de la enfermedad».) Julio no tenía cáncer. Aun laspersonas más cercanas o quienes estuvieron junto a élcreen que tuvo cáncer. No existió nunca ese diagnóstico,sino todo lo contrario. (Lamento, Mario Muchnik, con-tradecirte. En el hermoso capítulo que le dedicas en tulibro Lo peor no son los autores,1 recoges la versión más di-fundida, la del cáncer. No es raro. La enfermedad que pa-deció Julio no estaba todavía diagnosticada, no tenía unnombre específico, se la llamaba: pérdida de defensas inmu-nológicas. La misma que se había llevado a Carol Dunlop,la segunda esposa de Julio Cortázar, un tiempo antes. Secaracterizaba por un cuadro de aumento desmesurado de

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1 Taller de Mario Muchnik, Madrid, 1999.

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los glóbulos blancos, manchas en la piel, diarreas, cansan-cio, infecciones oportunistas y culminaba con la muerte.En noviembre de 1983, en Barcelona, Julio, muy preocu-pado por su enfermedad, me enseñó una placa negra ensu lengua: el sarcoma de Kaposi. Padecía, entonces, unvirus que desconcertaba a los médicos y no tenía ningúntratamiento específico. Ningún médico sabía, tampoco,cómo se transmitía o cómo se contraía. Alarmada, le pedía Julio que consultara con un excelente médico y poetabarcelonés, Javier Lentini. Éramos muy amigos y me me-recía toda la confianza. Fuimos, Julio y yo, con los análisisen mano, a verlo. Javier Lentini era un hombre excepcio-nal: generoso, entusiasta, solidario, siempre dispuesto aayudar a quien se lo pidiera. Escribía en la revista Jano,una revista para médicos, pero él se ocupaba de la seccióncultural, que era, por cierto, excelente. Coleccionista depintura, gran amante de la poesía, fundó, financió y diri-gió Hora de poesía, la única publicación dedicada exclusi-vamente al género, en Barcelona, que duró varios años,hasta la muerte de su creador, y donde publicaron casitodos los poetas de Europa y de América Latina, en su len-gua, o traducidos. Javier conocía bien la obra de Julio Cor-tázar, lo admiraba como escritor y como persona, y mehabía pedido, muchas veces, que se lo presentara, en al-guno de los viajes que hacía a Barcelona. Estaban destina-dos a conocerse y a estimarse mutuamente, de manera quela entrevista médica, exhaustiva, se prolongó luego, en unacena en la hermosa casa de Javier, en la calle Balmes,

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donde estaban sus colecciones de arte y de instrumentosde cirugía. Javier Lentini confirmó que los análisis de san-gre de Julio y otras pruebas descartaban la existencia deun cáncer, y atribuyó la enfermedad a un raro virus sinidentificar. Aprobó la actuación de sus colegas franceses,pero se mostró completamente desconcertado ante la en-fermedad. Faltaba una pista objetiva cuya importanciasolo ha podido aquilatarse de manera retrospectiva: dosaños antes de contraer la enfermedad, Julio Cortázar reci-bió una masiva transfusión de sangre, en un hospital delsur de Francia, donde estaba pasando las vacaciones de ve-rano con su reciente esposa, Carol Dunlop. La transfusiónse realizó a raíz de una hemorragia estomacal. «Soy unhombre nuevo —me escribió entonces—. Me han cam-biado toda la sangre.» Algunos años después de su muerte,el ministro de Sanidad de Francia dimitió, por el escándalode la sangre contaminada de sida. Curiosamente, Carolfalleció —antes que Julio— también a causa de una rarí-sima enfermedad no identificada, un virus desconocidoque le provocó la pérdida de defensas inmunológicas y laaparición de infecciones oportunistas. Es verdad que eramucho más joven que Julio, pero en ella, la enfermedadfue muy rápida, porque le habían extirpado un riñón añosantes, en su juventud. Javier Lentini ya no está para con-firmar un diagnóstico que hoy sería mucho más fácil, perorecuerdo una conversación que tuve con él, a fines de1987, en casa de la escritora y amiga Ana María Moix. Yome estaba reponiendo, entonces, de una operación qui-

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rúrgica, y ambos recordamos llenos de emoción a Julio.Le dije: «Creo que ahora los médicos podrían diagnosticarcon exactitud la enfermedad que lo mató». Javier, con suhabitual ternura, me respondió: «La podríamos diagnos-ticar, Cristina, pero no la podríamos curar. El nombre notiene importancia, lo único que importa es si podemoscurar. Y no lo hubiéramos podido curar».)

Antes de su enfermedad (una de las pocas que tuvo alo largo de su vida), Julio, sonriente, solía decirme: «Soyinmortal», frase que me ponía los nervios de punta. Noera aprensivo, y la soportó con estoica gallardía, con ele-gancia, solo un poco irritado por la inoperancia de los mé-dicos. Era un hombre optimista que no se derrumbónunca, ni ante la muerte de Carol, ni ante su propia en-fermedad. («Estoy bien dotado para la felicidad», mehabía dicho a mí, una romántica que jamás ha creído quela felicidad sea algo más que una palabra de uso inapro-piado.) Cuando me decía, sonriente, «Soy inmortal», yosentía irritación, aunque comprendía a qué se refería. Noera una creencia metafísica, ni religiosa, por supuesto:Julio era demasiado racional, demasiado lúcido como paraeso. Se trataba de la convicción de que la muerte era otroestadio, diferente al de la vida, del cual, a veces, nos lle-gaban oscuros retazos, auras, extrañas comunicaciones.No era una idea, era una especie de presentimiento, enun hombre que combinaba con mucha armonía la filoso-fía de la Ilustración y de la Modernidad con el gusto porel inconsciente, el azar, los sueños y los símbolos, para un

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escritor que transgredió los límites del realismo y de larazón.

Aquella triste y lluviosa mañana de febrero, en París,Julio ya no me necesitaba —aunque yo lo necesitaratanto—, ni tampoco Aurora Bernárdez, su primera esposa,la mujer que lo cuidó durante los últimos meses y a la queél nombró su albacea. Podía imaginarme que muchísimagente —amigos y no tanto— estaría allí, en una ceremo-nia que él hubiera querido lo más íntima y modesta posi-ble. Podía imaginarme también el dolor de sus numerososlectores de todo el mundo, aquellos que en sus textos ha-bían descubierto no solo a un gran escritor, sino a unamigo, a un semejante. Se puede admirar mucho a un es-critor, pero no, necesariamente, quererlo. Julio despertósiempre el cariño y la complicidad de sus lectores y de suslectoras, porque «soy un poeta, vivo como escribo» (delacto I de La Bohème, de Puccini. Lo habíamos oído enmuchas versiones: Renata Tebaldi, Victoria de los Ángeles,María Callas, Montserrat Caballé, y la casi inencontrableversión de Claudia Muzio. Yo había perdido, en la huidaal exilio, el único disco que tenía de esta soprano, una demis favoritas. Julio lo encontró, una vez, en Londres, y melo regaló. Decidimos que era la mejor Mimí de toda la his-toria de la ópera). El olfato de los lectores suele ser muyagudo: descubren cuándo entre la vida y la obra hay unacoincidencia de valores éticos.

El teléfono de mi casa comenzó a sonar, esa cruel ma-ñana de invierno, con demasiada frecuencia: sí, ya sabía

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que Julio había muerto, no, no pensaba ir a su entierro,no iba a explicar por qué, sí, gracias por acompañarme enel dolor, frase retórica, no hay manera de acompañar anadie en el dolor. A la noche, decidí salir de la casa, parano escucharlo más. Le pedí a una amiga que me llevara adar un paseo en auto por Barcelona. Regresé a las doce dela noche (la hora de los vampiros, ¿te acordás, Julio?), metomé un somnífero y me dormí. Poco después, un esta-llido violento y la sacudida de la cama me despertaron so-bresaltada, sin saber qué ocurría. Me lancé a la ventanaque daba a la calle, ya que la explosión había venido deallí, y observé que en la calzada había vidrios, trozos depared y un hombre, caído, que intentaba sostenerse lapierna destrozada. Varios vecinos también se asomaron asus respectivos balcones y, desde lejos, se oyó una sirenapolicial. Bajé. El portal del edificio donde yo alquilaba unpiso estaba deshecho: el grupo independentista TerraLliure, catalán, había colocado una bomba en la empresaeléctrica lindera. La onda de expansión del artefacto des-truyó los portales, hizo saltar muchos vidrios e hirió gra-vemente a un pobre hombre que pasaba por ahí, rumboa su empleo, a la madrugada. Esa noche, ya no dormí.Estaba demasiado nerviosa. La muerte de Julio, el aten-tado terrorista que me hacía recordar los peores tiemposvividos en Montevideo, antes de exiliarme, me tuvierondespierta, como si, de pronto, una rara conspiración sehubiera desencadenado. No había relación aparente entreun hecho y otro, pero mi cabeza (como la tuya, Julio) en-

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contraba, en el azar, cifras, misterios, lenguajes crípticosa revelar. Pasé la mañana inquieta, desasosegada. Al me-diodía, decidí bajar hasta una cafetería cercana, donde meconocían bien, porque yo solía leer el diario y escribir unpoco todas las mañanas. Fui con una amiga. El dueño delbar me comentó algo acerca de un escritor francés, dijo,al que creía haber visto alguna vez conmigo, en una mesa,y que acababa de morir. De pronto, sentí la imperiosa ne-cesidad de abandonar la cafetería y volver a mi casa. Teníauna sensación rara de peligro, de riesgo. No tuve pacienciacomo para esperar el ascensor y decidí subir a pie los ochopisos, hasta mi casa. Cuando llegué, me di cuenta de queel marco de la puerta había sido forzado por ladrones, peroque no habían conseguido entrar, y que huyeron, posible-mente al escuchar mis pasos. Respiré, aliviada: de pronto,el miedo desapareció. Me acordé de uno de los temas fa-voritos de Cortázar: decía que los cronopios tenían unángel de la guarda. Los cronopios no solo se reconocíanentre sí por más lejos que vivieran o que hubieran nacido,sino que además, cuando un cronopio moría, se convertíaen el ángel de la guarda de otro cronopio. Esta afirmación,querido lector, querida lectora, no la encontrará en ningúnlibro que se haya publicado sobre Julio Cortázar. Porquela mayoría de los libros que se han publicado durante suvida o después de su muerte han sido escritos por hom-bres, periodistas, profesores de universidad, toda esa gentesolemne y muy racional a la que trataba con cortesía, porsupuesto, pero que no llegaban a las entrañas de su cora-

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