KLEINBAUM, Nancy - El Club de Los Poetas Muertos
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www.laisladigital.net
Título original: LE CERCLE DES POÉTES DISPARUSTraducción de MANUEL M. ESCRIVÁ DE ROMANÍPortada de GS-GRAFICS, S. A.Foto de la película: Cedida gentilmente por FILMAYER VÍDEOQuinta edición en esta colección: Febrero, 1994© 1990, Touchstone Pictures© 1991, PLAZA & JANES EDITORES, S. A.Enric Granados, 86-88. 08008 BarcelonaPrinted in Spain - Impreso en EspañaISBN: 84-01-49186-X - Depósito Legal: B. 3.799 - 1994Impreso en Litografía Rosés, S. A. - Progrés, 54-60 - Gavá (Barcelona)
[2]
La vida de los internos del austero colegio Welton,
perdido en las colinas de Vermont, queda trastornada por
la llegada de un nuevo profesor de Letras, Mr. Keating.
Pedagogo poco ortodoxo, no se limitará a iniciar a sus
alumnos en las sutilezas de los placeres del lenguaje, sino
que los incitará a recorrer los caminos ya recorridos y a
vivir plenamente sus vidas.
La película de Peter Weir, basada en este argumento,
alcanzó un éxito tan grande que se ha podido hablar de un
auténtico fenómeno social. El club de los poetas
muertos recibió el Oscar al mejor guión en 1990.
[3]
CAPÍTULO PRIMERO
Reunidos en la capilla del prestigioso colegio Welton,
una institución docente privada sumida en el corazón de
las colinas de Vermont, unos trescientos muchachos
uniformados esperaban educadamente, sentados a uno y
otro lado del pasillo, rodeados de familiares cuyos
semblantes resplandecían de orgullo. De repente, se oyó
elevarse bajo las bóvedas el amplio y sinuoso sonido de
una gaita; con un solo movimiento las cabezas se
volvieron hacia la entrada de la capilla y a contraluz se vio
la silueta de un hombre encorvado por la edad, al que una
amplia toga hacía que pareciese aún más pequeño.
Después de prender un cirio que llevaba en un candelabro
de plata, encabezó con dignidad una procesión compuesta
por estudiantes que llevaban estandartes, una pléyade de
antiguos alumnos y profesores ataviados con la toga
doctoral. La procesión se sumió en la augusta capilla
deslizándose sobre las losas de la nave central.
Los cuatro chicos que portaban los estandartes en los
que se podían leer, bordadas en letra gótica, las palabras
«Honor», «Tradición», «Disciplina» y «Excelencia»,
[4]
avanzaron con paso solemne hasta el estrado, seguidos a
unos pasos por el pelotón de profesores. El portador del
candelabro, cuya atención se dedicaba por entero a
proteger la llama de las corrientes de aire, cerraba en ese
momento la marcha.
El decano del colegio, el señor Gale Nolan, un hombre
de unos sesenta años con ojos de búho y pico de águila,
se asomaba en el estrado con expresión bondadosa, el
busto erguido y con las palmas de las manos en las
esquinas de su pupitre.
—Señoras y señores... Queridos muchachos —declamó,
haciendo un gesto teatral hacia el candelabro—. La llama
del conocimiento.
Con los circunspectos aplausos de la asistencia, el an-
ciano presentó entonces el cirio alargando los brazos, con
toda la lenta ceremonia que exigían sus funciones. Se im-
puso un respetuoso silencio, y el soplador de la gaita fue
a sentarse en el extremo izquierdo del estrado, mientras
los cuatro muchachos bajaban sus estandartes e iban a
reunirse con sus compañeros.
El detentador del saber se adelantó entonces hacia las
primeras filas, donde esperaban los alumnos más
jóvenes, con una vela apagada en la mano. Lentamente,
se inclinó para recibir la llama que le ofrecía el alumno
del final de la fila.
—Los mayores pasarán la llama del saber a los
menores —cantó el decano, mientras uno tras otro, los
chicos prendían sus velas con la del vecino—. Señoras y
[5]
señores, alumnos y antiguos alumnos... En este año de
1959 celebramos el centenario de la fundación de nuestro
colegio. Hace cien años, en 1859, cuarenta y un
muchachos, sentados en esta misma capilla, se
enfrentaron con la misma pregunta que ahora me
dispongo a plantearles y que se os planteará en cada
principio de curso.
El señor Nolan hizo una pausa deliberada, haciendo
que su mirada discurriese sobre los jóvenes rostros
ansiosos.
—Señores, ¿cuáles son las cuatro columnas?
Las cabezas se alzaron, y por un momento no se oyó
más que el ruido de los zapatos sobre el pavimento de
losas. Todd Anderson, uno de los pocos estudiantes que
no llevaban la chaqueta de la escuela, pareció dudar. Con
un codazo, su madre le exigió que hiciese como sus
compañeros. El rostro del muchacho era adusto, había
una negra tristeza en los ojos. Se levantó y, sin abrir la
boca, miró alrededor a sus compañeros, que empezaron a
clamar como un solo hombre:
—¡Honor! ¡Tradición! ¡Disciplina! ¡Excelencia!
El señor Nolan inclinó la cabeza con un gesto de
satisfacción, y los muchachos volvieron a sentarse.
Cuando el último crujido se perdió bajo la bóveda, un
silencio expectante cayó sobre la capilla.
—En su primer año de existencia —tronó el decano,
inclinándose ante el micrófono—, el colegio Welton tuvo
cinco premios de honor. El año pasado tuvimos cincuenta
[6]
y uno. En su mayoría, los premiados han visto abrirse
ante ellos las puertas de las Universidades de más
prestigio.
Los entusiastas padres saludaron con una salva de
aplausos los buenos resultados conseguidos gracias a los
denodados esfuerzos del señor Nolan. Dos de los
portaestandartes, Knox Overstreet y su amigo Charlie
Dalton, se unieron a la ovación, conscientes de
pertenecer a una elite. Sentados junto a sus padres,
ambos llevaban el uniforme del colegio Welton, del que
parecían los más perfectos representantes, cada uno a su
medida: Knox, con el cabello corto, era un adolescente de
aspecto deportivo y de sonrisa franca y directa. En cuanto
a Charlie, con su mechón de pelo caído y su actitud de
arrogancia, evocaba a la vez al hijo de buena familia y al
arquetipo del estudiante de preparatoria.
—Este éxito ejemplar —prosiguió el señor Nolan, mien-
tras Knox y Charlie intercambiaban miradas cómplices
con sus compañeros de las filas próximas— es el
resultado de nuestra ferviente adhesión a los valores que
se inculcan en este lugar. Por esta razón, vosotros, los
padres, nos confiáis a vuestros hijos; y por este mismo
motivo somos hoy uno de los mejores colegios
preparatorios de los Estados Unidos. Pasar por Welton es
para vuestros hijos el primer paso para los altos cargos
que les esperan.
Nolan hizo otra pausa para saborear mejor una nueva
salva de aplausos, que aparentó querer cortar con una
ligera elevación de las manos.[7]
—En cuanto a vosotros, nuevos reclutas —siguió
diciendo Nolan, dirigiendo su mirada a los más jóvenes—,
tenéis que saber que la clave de vuestro éxito descansa
en estos cuatro pilares. Y esto afecta asimismo a los
estudiantes de último año y a los que acaban de ser
trasladados aquí.
Con estas palabras, Todd Anderson se removió en su
asiento, sintiéndose afectado personalmente por ellas.
—Los cuatro pilares son la divisa de nuestra
institución y se convertirán en la piedra de toque de
vuestras vidas.
—Premio de honor Richard Cameron —llamó Nolan.
Inmediatamente, uno de los portaestandartes saltó en
pie.
—¡Presente! —gritó Cameron.
Junto a él, su padre enrojecía de gozo.
—Cameron, ¿qué es la tradición?
—La tradición, señor Nolan, es el amor al colegio, la
patria y la familia. Y la tradición en Welton es ¡ser los
mejores!
—Bien, señor Cameron.
El chico volvió a sentarse, con la espalda rígida,
inmerso en la mirada clueca de su padre.
—Premio de honor George Hopkins. ¿Qué es el honor?
—El honor es la dignidad moral por el cumplimiento
del deber —respondió sin dudarlo el muchacho al que se
le había hecho la pregunta.[8]
—Bien, señor Hopkins. Premio de honor Knox
Overstreet.
Knox se levantó.
—Presente.
—¿Qué es la disciplina?
—La disciplina es el respeto debido a los padres, a los
profesores y al decano del colegio. La disciplina debe ser
espontánea.
—Gracias, señor Overstreet. Premio de honor Neil
Perry.
Knox volvió a sentarse, sonriendo. Sus padres,
sentados uno a cada lado de él, le palmearon el hombro
a modo de felicitación.
Neil Perry se puso en pie a su vez. Era un adolescente
de rasgos delicados, casi femeninos, pero que gozaba de
un cierto ascendiente entre sus compañeros —
ascendiente que debía a sus resultados escolares y
también a una especie de generosidad intelectual—.
Llevaba el pecho cubierto de medallas al mérito. Le
presentó al decano una expresión absolutamente
cerrada.
—¿Y la excelencia, señor Perry?
—La excelencia es el fruto de un trabajo encarnizado
—repuso Perry en voz alta pero monótona—. La
excelencia es la clave del éxito, tanto en los estudios
como en la vida.
Volvió a sentarse sin apartar la vista del estrado. A su
[9]
lado, su padre permaneció inmóvil, sin dedicarle el
menor gesto de satisfacción.
—Señores —siguió diciendo Nolan—, no cabe duda de
que trabajarán en Welton más de lo que han trabajado
en toda su vida, y su recompensa será ese éxito que
esperamos de ustedes.
»El señor Portius, nuestro querido y eminente profesor
de Literatura, que nos ha dejado para disfrutar de un
retiro ampliamente merecido, les da a ustedes la
oportunidad de conocer a quien va a hacerse cargo del
estandarte, el señor John Keating, también él diplomado
en este colegio, con las felicitaciones del jurado
examinador, y que ha enseñado durante muchos años en
la famosísima escuela Chester de Londres.
El señor Keating, sentado con los demás miembros del
cuerpo docente, se levantó e inclinó ligeramente el busto
para saludar a los asistentes. De unos treinta años, con el
cabello castaño y los ojos marrones, el nuevo profesor de
Literatura, de estatura y corpulencia mediana, se
distinguía de sus colegas por su juventud y por un cierto
resplandor que animaba su mirada. Daba la sensación
general de ser un hombre respetable y erudito, pero el
padre de Neil Perry, molesto por el cambio, no dejó de
considerarle con cierta sospecha.
—Para concluir esta ceremonia de bienvenida —dijo el
decano—, me gustaría llamar a este estrado al titulado
más antiguo de Welton aún vivo, el señor Alexander
Carmichael, de la promoción de 1886.
[10]
Los asistentes se levantaron para aplaudir a un
augusto octogenario, quien, rechazando con irritación las
manos que se le ofrecían para ayudarle, se dirigió con
una penosa lentitud hacia el estrado. Murmuró unas
palabras casi ininteligibles y así acabó la ceremonia.
Abandonando el recinto de la capilla, la multitud de
alumnos y padres se desparramó al pie de las
dependencias del colegio.
Los muros ennegrecidos por los años parecían unirse a
una tradición ya centenaria para aislar Welton del resto
del mundo. En el escalón más alto del atrio, como un
clérigo que contemplase a sus ovejas a la salida del
servicio dominical, el decano Nolan asistía a las
despedidas que intercambiaban las familias.
La madre de Charlie Dalton apartó el mechón que caía
sobre los ojos de su hijo y le estrechó contra su corazón.
Después de un corto abrazo, Knox Overstreet y su padre
dieron unos pasos juntos, mirando hacia el parque que se
extendía ante ellos. El padre de Neil Perry, sin abandonar
su actitud marcial, ponía orden en las insignias prendidas
en el pecho de su hijo. En cuanto a Todd Anderson, un
poco aparte, entretenía su desesperanza desenterrando
una piedra con la punta del zapato. Sus padres
conversaban a cierta distancia con otro matrimonio, sin
preocuparse lo más mínimo de su hijo. Con los ojos fijos
en el suelo, Todd se sobresaltó al ver de repente al señor
Nolan inclinarse para leer el nombre inscrito en el borde
de su bolsillo.
—¡Ah, señor Anderson! No se encuentra usted ante [11]
una sucesión fácil, jovencito. Su hermano era sin lugar a
dudas uno de nuestros elementos más brillantes.
—Gracias, señor —murmuró Todd.
Con las manos cruzadas en la espalda, el decano se
alejó sin rumbo definido y se unió a la muchedumbre de
padres y alumnos, saludando y sonriendo aquí y allá con
una mezcla de bonhomía y suficiencia. Se detuvo ante el
señor Perry y su hijo, apoyando una mano afectuosa en el
brazo del muchacho.
—Tenemos muchas esperanzas depositadas en usted,
señor Perry —dijo.
—Gracias, señor decano.
—No les decepcionará —aseguró el padre del chico—.
¿No es cierto, Neil?
—Haré todo lo que pueda, padre —repuso el muchacho
mirando al suelo.
Nolan le gratificó con una paternal palmada en el hom-
bro antes de seguir con su ronda de propietario. Muchos
de los alumnos más jóvenes estaban emocionados hasta
las lágrimas y sus barbillas temblaban mientras besaban
a sus padres, de los que algunos de ellos nunca se habían
separado.
—Ya verás cómo esto va a gustarte —dijo un padre
agitando la mano por última vez antes de alejarse con
paso rápido.
—No seas crío —regañaba otro, dándole un meneo a
su hijo que sollozaba.
[12]
Poco a poco, los padres iban volviendo a sus automóvi-
les; el aire tibio y suave del verano ahogaba el ruido
pesado de las portezuelas, y desaparecieron lentamente,
con un último resplandor cromado, bajo los grandes
olmos de la avenida principal.
Los muchachos quedaban librados a sí mismos. O, más
exactamente, habían encontrado en Welton un nuevo
hogar, perdido en los bosques de Vermont.
—Quiero volver a mi casa —lloriqueó un chico rezaga-
do en el patio.
Un condiscípulo mayor le rodeó los hombros con un
brazo reconfortante y le llevó amablemente hacia la
entrada del dormitorio.
[13]
CAPÍTULO II
—Calma, granujillas —tronó un profesor—. No corráis.
Unos cuarenta alumnos de primer año se precipitaban
por la escalera del dormitorio con un formidable estruen-
do mientras una quincena de los mayores trataba de
abrirse camino en sentido contrario.
—Sí, señor —respondieron los chicos—. Sí, señor
McAllister. Perdón, señor.
El señor McAllister meneó la cabeza viendo a esa
jauría juvenil franquear las puertas a paso de carga y
lanzarse al campus.
Una vez en la antecámara, los alumnos esperaban su
turno en un silencio recogido, en pie o sentados en viejas
sillas tapizadas de cuero. Muchos pares de ojos inquietos
se movían con regularidad hacia la doble puerta del
primer piso, al final de la gran escalera de amplio
pasamanos.
Uno de los batientes se abrió y dejó paso a cinco
alumnos, que bajaron sin ruido a la sala. Un hombre de
cabello grisáceo se adelantó en el rellano.
—Overstreet, Perry, Dalton, Anderson, Cameron —
pronunció claramente el profesor Hager—. Ahora
ustedes.
Aquellos cuyos nombres se habían pronunciado subie-
[14]
ron juntos los escalones bajo la atenta mirada de dos de
sus compañeros. Pitts era un chico macizo y poco
hablador, con el cabello cortado a cepillo, ceñudo y con
los hombros ligeramente caídos. Meeks, junto a él, era
más bajo, y su mirada vivaz estaba enmarcada por los
aros de unas gafas.
—¿Quién es el nuevo? —le cuchicheó Meeks a su
compañero de clase.
—Anderson —respondió Pitts en un murmullo.
—Pues no parece estar a gusto.
Pero su conversación no escapó a la vigilancia del
viejo Hager.
—Señores Pitts y Meeks. Una falta.
Los dos chicos bajaron la mirada a las puntas de sus
zapatos. Pitts levantó la comisura de los labios con un
gesto de irritación. El profesor Hager era casi tan viejo
como los muros del colegio, pero mantenía su vista de
águila.
—Señor Pitts, eso le vale una segunda falta.
Los alumnos a los que Hager acababa de llamar le
siguieron al despacho del señor Nolan, saludando al
pasar a su esposa y secretaria, la señora Nolan, que
escribía a máquina en el antedespacho.
Se inmovilizaron ante el decano del colegio, instalado
ante su escritorio, con un setter irlandés tendido a sus
pies.
—Encantado de volver a verles, muchachos. Señor
[15]
Dalton, ¿qué tal está su padre?
—Bien, señor.
—Señor Overstreet, ¿su familia se ha establecido ya
en sus nuevos cuarteles?
—Sí, señor; hace casi un mes.
—Estupendo, estupendo —dijo Nolan, sonriendo
brevemente—. He oído decir que su nueva casa es
espléndida.
Acarició un momento a su perro entre las orejas, y le
ofreció un par de golosinas en la palma de la mano
mientras los cinco muchachos esperaban balanceándose
de uno a otro pie.
—Señor Anderson —volvió a hablar el decano sin alzar
la cabeza—, ya que es usted nuevo, permítame que le
explique que aquí en Welton, soy yo quien distribuye las
actividades extraescolares basándome en el mérito y en
los deseos expresados por cada uno. No hay ni que decir
que estas actividades se han de abordar con la misma
seriedad que la que dedican ustedes a su trabajo
puramente escolar. ¿No es así, muchachos?
El decano levantó la cabeza.
—¡Sí, señor! —le respondieron al unísono.
—Cualquier ausencia injustificada a las reuniones se
sancionará con una falta. Y ahora, veamos; usted, señor
Dalton: club de biblioteca, fútbol, remo. Señor
Overstreet: club de alumnos de grados superiores,
fútbol, boletín del colegio, club de hijos de antiguos
[16]
alumnos. Señor Perry: club de alumnos de grados
superiores, club de química, club de matemáticas,
anuario del colegio, fútbol. Señor Cameron: club de
alumnos de grado superior, club de elocuencia, remo,
club de biblioteca, consejo de honor.
—Gracias, señor —dijo Cameron.
—Señor Anderson, a la vista de los resultados que
consiguió en Balincrest: fútbol, estudio de la Biblia,
anuario del colegio. ¿Hay algún deseo en particular que
quiera usted expresar?
Todd se quedó un momento en silencio. Trató de
balbucear una respuesta, pero las palabras se le
quedaban atravesadas en la garganta.
—Hable con más claridad, señor Anderson.
—Yo... Me gustaría... Preferiría... el remo..., señor —
dijo Todd con voz apenas audible.
Nolan miró un buen rato al muchacho, que se puso a
temblar como una hoja. En la estancia no se oía más que
el acezar del setter.
—¿Remo? ¿Ha dicho remo? Pero si aquí veo que usted
jugaba al fútbol en Balincrest.
—Es... Es verdad..., pero...
A su espalda, se apretaba las manos con tanta fuerza
que la sangre no le circulaba por las articulaciones. Aún
más nervioso por la mirada sorprendida que le dirigían
sus nuevos condiscípulos, Todd contenía a duras penas
un torrente de lágrimas.
[17]
—Le encantará nuestro equipo de fútbol, Anderson —
decretó el señor Nolan—. Bien, muchachos, pueden
retirarse.
El grupito salió de la oficina del decano con la cola
entre las piernas. El semblante de Todd estaba más
blanco que el cuello de su camisa. En la puerta, Hager
llamaba ya a los cinco siguientes.
Camino del dormitorio, Neil Perry se acercó a Todd,
que iba solo, y le tendió la mano.
—Creo que vamos a compartir la misma habitación —
dijo—. Me llamo Neil Perry.
—Todd Anderson.
Los dos muchachos anduvieron unos pasos en
silencio.
—¿Por qué dejaste Balincrest? —preguntó finalmente
Neil.
—Mi hermano estudió aquí —dijo Todd, a modo de
explicación.
—¡Ah! Tú eres ese Anderson que...
El adolescente se encogió de hombros.
—Mis padres siempre han querido que viniese aquí,
pero mis notas no eran lo bastante «convincentes». Así
que me enviaron a Balincrest para que me pusiese a
tono.
—Pues te ha tocado el premio gordo al venir aquí —
dijo Neil echándose a reír—. No esperes divertirte [18]
mucho.
—Ya no me divierto.
Al entrar en el gran vestíbulo del dormitorio, fueron
absorbidos por una batahola de alumnos que iban en
todas direcciones, con los brazos cargados de maletas y
sacos, almohadas y sábanas, libros y discos.
A la izquierda de la entrada, un empleado del colegio
vigila con expresión cansada el montón que formaba el
equipaje que aún no habían reclamado sus propietarios.
Neil y Todd se detuvieron para buscar el suyo. Neil fue
el primero que retiró su maleta del montón y, llevado
por la corriente, se dirigió hacia la habitación que
compartirían desde ese momento.
Richard Cameron no tardó en ir a su encuentro. Era
un pequeño pelirrojo con la cara moteada de pecas, que
parpadeaba con la regularidad de un metrónomo.
—Parece que te toca otra vez ser la víctima. Por lo
que dicen, no es precisamente un regalo... Oh, perdón...
Todd acababa de aparecer en el vano de la puerta.
Cameron se apresuró a desaparecer. Todd se cruzó
con él sin mirarle, puso sus maletas en la cama vacía y
empezó a ordenar sus cosas en el armario.
—No le hagas caso a Cameron —dijo Neil—. Las
finezas no son precisamente su fuerte.
Aparentemente dedicado por entero a lo que hacía,
Todd se contentó con encogerse de hombros.
Knox Overstreet, Charlie Dalton y Steven Meeks
[19]
entraron a su vez en la habitación.
—¡La puerta, Meeks! —dijo Charlie.
—Sí, mi sargento —bromeó Meeks, cerrando.
Una vez cerrada la puerta, Charlie se volvió hacia sus
compañeros.
—Señores, ¿cuáles son los cuatro pilares?
—Travestismo, horror, decadencia, excremento —
respondieron a coro antes de estallar en carcajadas.
—Vaya, Perry —dijo Charlie—, así que has tenido que
cascarte un buen tarugo estas vacaciones.
—Sí. La Química —respondió Neil haciendo una mue-
ca—. Mi padre quería que me adelantase al curso.
—Meeks es un genio en Latín —siguió Charlie—. Yo no
lo hago mal en Letras. De manera que, si estás de
acuerdo, mantendremos nuestro grupo de estudios.
—De acuerdo, pero Cameron ya me ha pedido que
trabaje con él. ¿Hay alguna objeción a que se una a
nosotros?
—¿Cuál es su especialidad? —ironizó Charlie—. ¿Sem-
brar alubias?
—¡Es tu compañero de habitación, Charlie! —protestó
Neil.
—¿Y qué? Yo no le he elegido.
Todd no había dejado de ordenar cosas, volviéndoles
a medias la espalda. Steven Meeks se acercó a él.
—Buenos días; aún no nos han presentado. Me llamo
[20]
Steven Meeks.
Todd le tendió una mano un poco blanda.
—Todd Anderson.
Knox y Charlie le estrecharon asimismo la mano.
—Charlie Dalton.
—Knox Overstreet.
—Todd es el hermano de Jeffrey Anderson.
Charlie lanzó un silbido de admiración.
—¡Caramba! Laureado con las felicitaciones del
jurado.
—Bien venido a Welton —dijo Meeks.
—Ya lo verás, esto es el infierno —siguió Charlie—. A
no ser que seas un pequeño genio como Meeks.
—Me halaga porque le echo una mano en Latín.
—Y en Química, y en mates... —añadió Charlie.
Llamaron a la puerta.
—Está abierto —dijo Neil, con desenvoltura.
La puerta giró sobre sus goznes. Pero esta vez no se
trataba de un compañero de estudios.
—Papá —balbuceó Neil palideciendo—. Creí que ya te
habías marchado...
[21]
CAPÍTULO III
El señor Perry entró en la habitación con paso
decidido. Los muchachos se levantaron, casi como
presentando armas.
—Señor Perry —dijeron a coro.
—Quedaos sentados, chicos, quedaos sentados —dijo
éste con fría cordialidad—. ¿Cómo va esa salud?
—Bien, señor, gracias.
El señor Perry se enfrentó con su hijo, que no pudo
evitar el bajar los ojos.
—Neil, considero que estás sobrecargado de
actividades extraescolares. He hablado con el señor
Nolan, que ha aceptado dejar para el año próximo tu
participación en el anuario escolar.
—Pero, papá —protestó de inmediato Neil—, ¡si soy el
redactor adjunto!
—Lo siento muchísimo, Neil —dijo secamente su
padre.
—Pero, papá, no es justo. Yo...
La mirada glacial de su padre le impuso silencio. El
señor Perry puso la mano en el pomo de la puerta e hizo
gesto a su hijo de que pasase delante de él al pasillo.
—Señores, les agradeceré que nos excusen un minuto
[22]
—dijo con tono cortés.
Siguió a su hijo y cerró la puerta tras sí. Con mirada
dura, reconvino a su hijo con voz contenida.
—Te prohíbo que me lleves la contraria en público,
¿comprendes?
—Pero, padre —empezó con torpeza el muchacho—,
no le he llevado la contraria. Yo...
—Cuando acabes tus estudios de Medicina y te valgas
por ti mismo, entonces podrás hacer la vida que te
parezca. Mientras tanto, harás lo que yo te diga.
Neil bajó los ojos.
—Sí, padre. Perdón.
—Sabes lo que esto significa para tu madre, ¿no es
cierto?
—Sí, padre.
Neil se quedó un momento sin decir nada más. Sus
más firmes decisiones se quedaban en nada con ese
chantaje del remordimiento y por el temor de
desencadenar un conflicto perdido de antemano.
—Usted me conoce —dijo ensayando una pálida
sonrisa—; todo lo que quiero es hacer bien las cosas.
—Eso está bien, hijo mío. Llámanos si necesitas
cualquier cosa.
El señor Perry apretó con la mano la nuca de su hijo y
se alejó con su paso marcial. Neil le siguió con la
mirada, con el corazón lleno de rabia y amargura,
preguntándose si un día sería capaz de hacerle frente a [23]
su padre.
Cuando volvió a entrar en la habitación, le acogió el
silencio embarazado de sus compañeros que dudaban
en cuanto a la actitud a adoptar.
—¿Por qué nunca te deja hacer lo que quieres? —
preguntó por fin Charlie.
—¿Y por qué no le envías a paseo? —añadió Knox—.
Después de todo, no tienes nada que perder.
Neil se enjugó los ojos con el puño cerrado.
—¡Sí, claro! —replicó—. Lo mismo que vosotros
enviáis a paseo a vuestros padres, señor futuro abogado
y señor futuro banquero, ¿verdad?
El tiro dio en el blanco. Neil recorrió la habitación
echando llamas. Se arrancó la insignia ganada por su
trabajo en el anuario del colegio y la arrojó con rabia
sobre su escritorio.
—Te equivocas —dijo Knox, yendo hacia él—. Yo no
dejo que mis padres me manden.
—¡Ah, no! —replicó Neil con sarcasmo—. Sólo te
contentas con hacer todo lo que te dicen. Te apuesto lo
que quieras a que acabarás en el bufete de tu padre.
Se volvió a Charlie, que estaba aposentado de
cualquier manera a los pies de la cama.
—Y a ti te apuesto a que te pasarás la vida
considerando con gran atención las solicitudes de
préstamo.
—Está bien, está bien —concedió Charlie—. Estas [24]
cosas no me gustan más que a ti. Sólo decía...
—¡No intentes decirme cómo he de hablarle a mi
padre cuando tú te encoges delante del tuyo! —cortó
Neil—. ¿Entendido?
—Entendido —suspiró Knox—. ¿Qué piensas hacer?
—Dejar el anuario, ya ves. No tengo elección.
—En tu lugar, yo no haría de eso una tragedia —
intervino Meeks—. Los del anuario no son más que una
banda de lameculos.
Neil cerró con violencia la tapa de su maleta y se
derrumbó en el borde de la cama.
—¿Qué más me da, después de todo?
Le dio un puñetazo a su almohada y se tendió en la
cama, con la mirada fija en el techo.
Los otros se quedaron un momento sin decir palabra,
como para compartir la amargura de su compañero.
Charlie acabó rompiendo el silencio.
—No sé lo que pensáis vosotros, pero yo necesito de
mala manera desempolvar mi gramática latina.
¿Quedamos a las ocho en mi habitación?
—De acuerdo —dijo Neil con voz neutra.
—Serás bien venido si te unes a nosotros —dijo
Charlie, dirigiéndose a Todd.
—Gracias.
Cuando todos salieron camino de sus habitaciones
respectivas, Neil se levantó y recogió la insignia que
[25]
había arrojado sobre su escritorio. A su lado, Todd
acababa de deshacer su maleta. Entre dos camisas
cuidadosamente dobladas, le vio sacar una fotografía
enmarcada de sus padres, con el brazo apoyado
afectuosamente en los hombros de un chico mayor, que
debía ser el ilustre Jeffrey. Neil miró con atención la
fotografía y observó que Todd se mantenía ligeramente
aparte del grupito, con ellos y sin embargo solo. Todd
instaló en su mesa un juego de escritorio de cuero.
Neil se tendió sobre el colchón y apoyó la espalda en
la cabecera de la cama.
—Bueno, ¿qué te ha parecido mi padre?
—Con gusto lo cambiaría por el mío —murmuró Todd,
como si hablase para sí mismo.
—¿Qué dices?
—Nada.
—Todd, si quieres que te vaya bien aquí tendrás que
aprender a levantar la voz. Quizá los débiles entren en el
reino de los cielos, pero no en Harvard, si entiendes lo
que te quiero decir.
Todd inclinó la cabeza. Neil seguía con su insignia en
la mano.
—¡El muy cerdo! —exclamó de repente.
Apretó el pulgar contra la punta del prendedor,
haciendo brotar una gota de sangre, que se deslizó
lentamente hacia la palma de la mano. Todd cerró los
ojos, pero Neil contempló su sangre con una extraña
[26]
fascinación. Retiró el prendedor de su carne y arrojó la
insignia contra la pared.
[27]
CAPÍTULO IV
Llegó el primer día de clase. Los alumnos de primer
curso se agitaban en el cuarto de baño, haciendo sus
someras abluciones matinales y poniéndose la ropa a
toda prisa. Neil les observaba por el espejo con la
superioridad del viejo alumno. Con calma, se inclinó
sobre el lavabo y se roció la cara con agua fría.
—Estos novatos se lo van a hacer encima —bromeó.
—Me parece que yo estoy tan nervioso como ellos —
confesó Todd.
—No te preocupes. El primer día es siempre así. Pero
en seguida pasa. Nadie te va a comer.
Acabaron de vestirse y fueron al trote corto al edificio
de Química.
—Hubiese tenido que levantarme más temprano esta
mañana —masculló Neil—. No me ha dado tiempo de
tomar el desayuno y ya tengo un calambre en el
estómago.
—Lo mismo me pasa a mí.
En el laboratorio de Química se encontraron con Knox,
Charlie, Meeks y el resto de la clase, ya instalados en sus
pupitres. Al frente, un profesor de amplia frente despobla-
da y con unas gafas redondas cabalgando su nariz
distribuía unos impresionantes libros para su clase.
[28]
—Además de los ejercicios que encontrarán en este
manual, cada uno de ustedes elegirá tres experimentos
de esta lista y me entregará un informe cada cinco
semanas. Los veinte primeros ejercicios correspondientes
al capítulo primero hay que entregarlos... mañana.
Con la nariz en su libro de Química, Charlie Dalton
abrió los ojos desmesuradamente. Intercambió una
mirada de incredulidad con Knox Overstreet y los dos
menearon la cabeza en signo de abatimiento.
Quizá por indiferencia, Todd fue el único que no
manifestó una particular emoción ante la envergadura
impresionante del manual y las instrucciones que lo
acompañaban. La voz del profesor empezó a zumbar
incansablemente en la clase, más soporífera que un gas
químico, pero después de que mencionase los «veinte
primeros ejercicios » los chicos sólo le prestaban una
atención distraída. Cuando sonó el timbre, los alumnos
cerraron rápidamente libros y cuadernos y en su mayoría
se dirigieron a la clase del señor McAllister.
McAllister, un quincuagenario corpulento con cara de
bulldog que hablaba latín con voz aguardentosa, no
perdió el tiempo en preámbulos e inició las hostilidades
sin previo aviso.
—Empezaremos por la declinación de los nombres.
Agricola, agricolae, agricolam, agricolae, agricolae...
Empezó a recorrer la clase con pasos lentos a la vez
que pronunciaba distintamente las palabras latinas que
los chicos se esforzaban por repetir después de él.
[29]
Tras cuarenta minutos de este ejercicio, McAllister se
detuvo por fin y miró a la clase desde lo alto de su tarima.
—Señores, mañana les preguntaré estas declinaciones.
Ya saben lo que tienen que hacer.
Se volvió hacia la pizarra, ignorando con soberbia un
vago rumor de protesta. Pero no le dio tiempo de encade-
nar lo anterior con la tarea siguiente: el timbre salvó a los
alumnos.
—Este tío está enfermo —masculló Charlie—. Nunca
podré aprender todo eso de memoria para mañana.
—No te preocupes —le tranquilizó Meeks—. Esta noche
os enseñaré un truco infalible. Vamos, moveos, vamos a
llegar tarde a mates.
A imagen de su principal ocupante, la clase del
profesor Hager era aún más vetusta que las otras. Las
láminas del parquet estaban sueltas y las figuras
geométricas que decoraban las paredes amarilleaban. Los
manuales esperaban tranquilamente a los alumnos en el
ángulo superior derecho de sus pupitres.
—El estudio de la Trigonometría exige una absoluta
precisión —empezó Hager—. El que me entregue una
tarea con retraso tendrá un punto menos en su
calificación final. Les ruego encarecidamente que no me
pongan a prueba en cuanto a este punto. Bien, ¿quién
puede darme una definición de coseno?
Richard Cameron pidió la palabra y se levantó.
—El coseno es el seno complementario de un ángulo o
de un círculo —recitó—. Si tomamos un ángulo A, y...[30]
Durante más de una hora, el profesor Hager les
abrumó con preguntas y definiciones matemáticas. Unas
manos se alzaban, los alumnos se levantaban y
balbuceaban las respuestas como máquinas, recibiendo
severas amonestaciones en caso de error.
El timbre tardaba en sonar. Fue acogido con un suspiro
de alivio.
—Justo a tiempo —suspiró Todd recogiendo sus cosas
—. Un minuto más y me quedaba dormido.
—Pronto te acostumbrarás al viejo Hager —le consoló
Meeks—Cuando le tomes el tranquillo, la cosa funcionará
sola.
—Pues ya estoy quedándome atrás.
Doblegados por la acumulación de trabajo que se
amontonaba sobre sus débiles hombros, los chicos
entraron en la clase de literatura arrastrando los pies. Se
desprendieron pesadamente del lastre de sus libros y se
derrumbaron en sus pupitres.
El señor Keating, el nuevo profesor de Letras, llevaba
corbata pero se había quitado la chaqueta. Estaba
sentado ante su mesa y miraba por la ventana, y no
parecía haberse dado cuenta siquiera de la llegada de
sus alumnos.
Los chicos se instalaron y esperaron, felices de tener
la oportunidad de respirar un momento y de
desprenderse de la tensión de las horas precedentes.
Pero como el señor Keating no se movía, siempre con la
mirada fija en el horizonte, empezaron a rebullir en sus [31]
asientos, incómodos.
El señor Keating se levantó por fin, con lentitud, luego
tomó una larga regla plana y empezó a recorrer los
pasillos que separaban las filas de mesas. Se detuvo
ante un alumno y le miró fijamente.
—¿Por qué enrojece?
Volvió a deambular al azar, mirando a los chicos a la
cara con intensidad.
—¡Oh, oh! —exclamó ante Todd Anderson—. ¡Oh, oh!
—exclamó en un tono distinto precipitándose hacia Neil.
Hizo sonar muchas veces la regla contra la palma de
la mano antes de volver a la tarima con unas pocas
zancadas.
—Tiernos cerebros juveniles —dijo entonces, con los
brazos abiertos englobando a toda la clase.
Con una agilidad inesperada, saltó sobre su mesa.
—¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! —declamó con voz poten-
te—. ¿Quién sabe de dónde es este verso? Vamos, ¿nadie
lo sabe?
Su mirada penetrante iba de un chico a otro. No se le-
vantó ninguna mano.
—Pues bien, sabed, rebaño ignorante, que este verso
lo escribió un tal Walt Whitman en honor de Abraham
Lincoln. En esta clase podréis llamarme señor Keating o,
si sois un poquitín más atrevidos, «Oh, Capitán, mi
Capitán».
Saltó de la mesa y volvió a su ir y venir dando largos [32]
pasos.
—Para acabar de antemano con los rumores que no
dejarán de circular a mi costa, sepan que yo también he
gastado mis calzoncillos en estos bancos hace algunos
lustros y que entonces no gozaba aún de esta
personalidad carismática que ustedes tienen la alegría y
la suerte de descubrir hoy.
»Si por ventura se les ocurriese la idea de seguir mis
huellas, sepan que eso sólo puede mejorar su nota final.
Tomen su manual, señores, y síganme al salón de honor
de Welton.
Mostrando la dirección con su regla apuntada hacia la
puerta, Keating abrió la marcha. Los chicos se lanzaron
uno a otro miradas desconcertadas; luego recogieron sus
libros y echaron a andar hacia el salón de honor de
Welton.
Keating ya estaba recorriendo el embaldosado,
esperando a que todos sus alumnos estuviesen reunidos.
Su mirada recorría las paredes donde colgaban
fotografías de cursos que se remontaban a finales del
siglo XIX. Trofeos y copas de todos los tamaños se
exhibían en estanterías y detrás de cristaleras.
Cuando todos estuvieron sentados, Keating se volvió
hacia la clase. Le echó una ojeada a la lista de
asistencia.
—Señor... Pitts. ¡Qué nombre tan divertido! Levántese,
señor Pitts.
El gran Pitts obedeció con su acostumbrada pereza.[33]
—Abra su libro en la página 542, Pitts, y lea la primera
estrofa del poema.
Pitts volvió las hojas de su libro.
—¿«A las vírgenes, para que aprovechen el tiempo
presente»? —preguntó.
—Ese mismo —respondió Keating, mientras se oían
unos cloqueos.
Pitts se aclaró la voz:
Recoged ahora las rosas de la vida
porque el tiempo jamás suspende su vuelo
y esta flor que hoy se abre
mañana estará marchita.
Se detuvo.
—«Recoged ahora las flores de la vida» —repitió Kea-
ting—. La expresión latina que ilustra este tema es carpe
diem. ¿Alguien sabe lo que significa?
—¿Carpe diem? —dijo Meeks, inigualable en latín—.
Aprovecha el tiempo presente.
—Excelente, ¿señor...?
—Meeks.
—Aprovecha el tiempo presente —repitió Keating—.
¿Por qué escribe eso el poeta?
—¿Porque tiene prisa? —dijo al azar un alumno, provo-
[34]
cando nuevas risitas.
—¡No, señores! ¿Alguna otra sugerencia? Pues bien,
porque todos nosotros en tanto que existimos estamos
condenados a que se nos coman los gusanos —dijo
Keating mirando a sus alumnos—. Porque estamos
condenados a no conocer más que un número reducido
de primaveras, veranos y otoños.
«Un día, por increíble que eso pueda parecer a sus ro-
bustas constituciones, este corazón que se agita en
nuestro pecho dejará de latir y exhalaremos el último
suspiro.
Hizo una larga pausa. El silencio reinaba entre los
chicos.
—Levántense, señores, y vengan a estudiar las caras
de estos adolescentes que les han precedido en estos
bancos hace sesenta o setenta años. Vamos, no sean
tímidos; vengan a verles.
Los chicos se levantaron y se acercaron a los cuadros
que colgaban en las paredes. Examinaron con interés las
caras alegres y confiadas que parecían enviarles sus
miradas desde el fondo de su lejano pasado.
—No son muy diferentes de ustedes, ¿verdad? Esos
ojos llenos de esperanza y ambición, como los de
ustedes. Se creen llamados a un brillante destino, como
muchos de ustedes. Pues bien, muchachos, ¿qué ha sido
de esas sonrisas? ¿Qué queda de esa esperanza?
Los chicos observaban con atención esas instantáneas
surgidas del pasado. Keating iba y venía, apuntando con [35]
el extremo de su regla los rostros amarillentos.
—¿No habrán esperado demasiado antes de llevar a
cabo una fracción de aquello de lo que eran capaces? Al
adular en exceso a la diosa todopoderosa del éxito
social, ¿no habrán vendido baratos sus sueños de
infancia? ¿En qué caminos trillados, en qué
mezquindades quedaron empantanados sus ideales? La
mayoría de ellos están hoy criando malvas. Pero si
escuchan ustedes con atención, señores, podrán oír que
les susurran algo. Vamos, no tengan miedo, acérquense.
¡Escuchen! ¿Oyen ustedes su mensaje?
Los chicos no hicieron un solo ruido, llegando hasta a
contener la respiración. Algunos se inclinaron con
timidez hacia las fotografías.
—Carpe diem —murmuró Keating con voz de
ultratumba— Aprovechad el día presente. Que vuestras
vidas sean «extraordinarias».
Todd, Neil, Knox, Charlie, Cameron, Meeks, Pitts y los
demás se sumergieron en la contemplación de las
fotografías de sus predecesores. Pero el hilo de sus
reflexiones se vio brutalmente interrumpido por el
timbre.
Poco después salían al patio del colegio, con los libros
bajo el brazo.
—Más bien raro —murmuró Pitts.
—En todo caso, es un cambio —dijo Neil.
—Aún tengo la piel de gallina —dijo Knox.
[36]
—¿Creéis que nos harán preguntas sobre esto? —
preguntó Cameron con aire perplejo.
—¡Cameron! —rió irónicamente Charlie—. ¿Es que
nunca comprendes nada?
Cameron se detuvo y alzó las manos.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que había que comprender?
Por toda respuesta, los demás le dejaron plantado.
[37]
CAPÍTULO V
Después de la comida, los chicos se reunieron en el
gimnasio para la clase obligatoria de educación física.
—Bien, señores —bramó el profesor—, vamos a inten-
tar desarrollar musculatura en esos cuerpos
blandengues y canijos. Den ustedes vueltas al gimnasio.
Paren después de cada vuelta y tómense el pulso. Si no
lo encuentran, vengan aquí. ¡Vamos, vivo, vivo! —
acabó, dándoles la señal de salida con una palmada.
El grupo se puso lentamente en danza. Riendo
sardónicamente para su coleto, el profesor fue a
apoyarse de espaldas contra la pared para atormentar a
su gusto a los corredores.
—Un poco de brío, Hastings. Tendrá que perder un
poco de esa grasa. Compruebe su pulso. ¡Buena
andadura, Overstreet! —animó.
Knox sonrió y agitó la mano al pasar ante el profesor.
Creían morir de agotamiento antes de acabar la
sesión. La clase se había ido separando a lo largo de
todo el perímetro del gimnasio y algunos empezaban a
remolonear y se paraban más y más rato para contar las
pulsaciones del corazón, bajo las exhortaciones chistosas
del profesor, que a pesar de todo acabó enviándoles a la
ducha.
[38]
—Estoy muerto —exclamó Pitts bajo el chorro de agua
hirviente—. Ese tipo ha equivocado su camino, hubiese
tenido que ser sargento.
—Vamos, Pitts; es bueno para tu salud —bromeó Ca-
meron.
—Es fácil decirlo —replicó Pitts—. Tú no corrías, te pa-
seabas. ¡Yo le he tenido encima una hora!
Pitts se volvió contra la pared al ver llegar al profesor
de gimnasia, que empezó a recorrer la sala de duchas
como para supervisar lo que hacían.
—¿Quién se apunta a estudiar esta noche? —dijo
Meeks desde debajo de la ducha—. En seguida después
de la cena.
—Yo me apunto —contestaron muchas voces.
—Harrison, recoja ese jabón —ordenó el profesor—.
Ustedes, los de allá abajo, basta de remolonear. Vayan a
secarse.
—Lo siento, Meeks, yo esta noche no puedo —dijo
Knox—. Aquí donde me ves, voy a cenar a casa de los
Danburry.
—¿Quiénes son los Danburry? —preguntó Pitts.
—Gente de postín —dijo Cameron con un silbido
envidioso—. ¿Cómo te has agenciado la invitación?
Knox se encogió de hombros.
—Son amigos de mi padre; probablemente con más de
cien años, seniles y pelmazos.
—No te quejes —dijo Neil; siempre será mejor que los [39]
OVNI que nos dan aquí.
—¿Qué son los OVNI? —preguntó Todd, para quien la
jerga de Welton resultaba aún poco familiar.
—Orgía de Viandas No Identificadas —le contestaron.
Una vez vestidos apelotonaban de cualquier manera
sus equipos de gimnasia en las taquillas y salían.
Sentado en un banco, Todd se ponía despacio los
calcetines.
—¿En qué piensas? —le preguntó Neil, sentándose a
su lado.
—En nada.
—¿Quieres ir a estudiar con nosotros esta noche?
—Gracias, pero... Prefiero hacer algo de Geografía.
—Como quieras. Pero siempre puedes cambiar de
idea.
Neil tomó sus libros bajo el brazo y salió del vestuario.
Maquinalmente, Todd le siguió con los ojos y luego su
mirada pareció perderse en el vacío. Se ató los cordones
de los zapatos, recogió sus libros y fue hacia el
dormitorio.
Una tranquilidad inusual reinaba en el colegio. A
impulso de la brisa, las hojas se movían y susurraban y
el agua del lago se estremecía. El chico se detuvo ante la
capilla, conmovido por su fachada enrojecida. En el
horizonte, el sol poniente desaparecía tras la hilera de
árboles que marcaba el límite del campus y lanzaba en
forma de abanico sus últimos rayos a través del filtro
[40]
oscilante del follaje, como cuando en la iglesia Todd se
divertía guiñando los párpados mientras miraba las
llamas de las velas.
—El universo es tan grande —murmuró Todd— y Wel-
ton tan pequeño.
Camino del dormitorio, se cruzó con muchos chicos
con los que intercambió una tímida sonrisa. Una vez en
su habitación, dejó los libros en la mesa y exhaló un
largo suspiro antes de sentarse. Sus dedos jugaron un
momento con el canto de sus libros de clase.
—Nunca conseguiré acabar con todo este trabajo —
dijo.
Abrió el manual de Geografía, tomó un cuaderno y se
quedó un momento inmóvil ante la primera página en
blanco. Con grandes letras mayúsculas, escribió a todo lo
ancho:
APROVECHA EL DÍA PRESENTE.
—¿Aprovechar el día presente? Es muy bonito, pero,
¿cómo?
Con un nuevo suspiro de cansancio, arrancó la hoja,
hizo con ella una bola entre las manos y la tiró a la
papelera. Luego, resignado, se sumergió en el libro de
Geografía.
—¿Listo, Overstreet? —preguntó el profesor Hager en-
trando en la sala de honor, donde Knox Overstreet estaba
contemplando otra vez las fotografías de los antiguos
[41]
alumnos de Welton.
—Listo para el sacrificio —respondió el adolescente, si-
guiendo a Hager hasta la vieja limusina de la escuela,
estacionada delante de la escalinata.
El adolescente aspiraba por la ventanilla abierta las vi-
vificantes emanaciones de la tierra negra y húmeda. La
tibieza del aire se acentuaba con los colores amarillentos
y ámbar del otoño.
—Es bonito cuando los árboles cambian de color, ¿ver-
dad, señor Hager?
—¿Sí? Ah, los colores... Sí, sí.
Unos minutos después, el señor Hager detenía el auto-
móvil ante la imponente mansión de estilo colonial donde
vivía la familia Danburry.
—Gracias por el paseo, señor Hager. —Knox sonrió—.
Los Danburry dijeron que ellos me llevarían al colegio.
—A las nueve como más tarde, ¿entendido?
—Cuente con ello, señor.
Mientras los neumáticos de la pesada genoveva crujían
sobre la grava, el adolescente, lleno de aprensión, subió
los tres escalones que llevaban a la puerta del gran
edificio. Llamó y dirigió un último gesto de despedida con
la mano al profesor Hager. Se ajustó distraídamente el
nudo de la corbata.
La puerta se abrió y Knox se quedó sin voz. Rubia
como un ángel, una adorable muchacha acababa de
aparecer en el dintel. Debía de ser apenas un poco mayor
[42]
que él y llevaba una encantadora faldita de tenis que
realzaba sus muslos estilizados y tan dorados como su
pelo.
—Buenas noches —dijo la muchacha con voz musical.
Sus ojos azules parecían sonreírle. Knox estaba
petrificado.
—Ah... Buenas noches —acabó balbuceando.
—¿Quieres ver a Chet?
No contestó, y siguió devorándola con los ojos, conmo-
cionado por la gracia y firme redondez de su silueta.
—Chet —repitió ella, riendo—. ¿Vienes a ver a Chet?
—¿La señora Danburry?
En ese momento, una señora de cierta edad asomó la
cabeza por la puerta entreabierta. La chica se echó a reír
y echó a correr hacia la escalera.
—Entre, Knox —dijo la señora Danburry—. Le
estábamos esperando.
Knox entró en el vestíbulo, pero sus ojos seguían
clavados en las piernas desnudas y la faldita blanca que
subían los escalones de cuatro en cuatro.
La señora Danburry le precedió al entrar en una amplia
biblioteca con las paredes forradas con madera oscura.
Hundido en un sillón de cuero junto a la chimenea, un
hombre de unos cuarenta años, vestido con sobriedad
pero con elegancia, leía el periódico mientras fumaba una
pipa.
—Joe —dijo la señora Danburry—. Ha llegado Knox.[43]
Abandonando su lectura, el señor Danburry exhibió
una amplia sonrisa y fue hasta el muchacho, tendiéndole
la mano en un caluroso saludo.
—Encantado de conocerte, Knox. ¿Cómo estás?
—Encantado —respondió el adolescente, cuyos pensa-
mientos habían ido tras la muchacha.
— Eres el vivo retrato de tu padre. ¿Cómo está el viejo
truhán?
El señor Danburry sirvió un vaso de jugo de frutas y se
lo tendió a Knox.
—Bien. Acaba de ganar un pleito importante para la
«General Motors».
—Estupendo. Algo me dice que tu carrera ya está total-
mente decidida. De tal palo, tal astilla, ¿no es verdad?
Joe estalló en una gran carcajada, tan corta como
sonora. Knox, por su parte, se contentó con una sonrisa
cortés.
—¿Has conocido a nuestra hija Virginia?
—¡Oh! ¿Era su hija? —dijo Knox, de repente más inte-
resado.
Señaló con un dedo la escalera.
—¡Virginia! ¡Ven a saludar! —llamó la señora
Danburry.
Una chica de unos quince años, de una belleza un
tanto insípida, se levantó tras un diván que había en un
rincón de la estancia. Libros y cuadernos llenos con una
escritura aplicada estaban esparcidos por el suelo a su [44]
alrededor.
—Prefiero que me llamen Ginny —dijo sonriendo con ti-
midez—Buenas noches.
—Buenas noches —repuso Knox.
Pero sus ojos no se entretuvieron gran cosa en la
muchacha; la escalera seguía atrayendo toda la atención
de Knox. En el último escalón aún se veían los finos
tobillos de la bella desconocida. Oyó una risa ahogada.
—Pero siéntate, no te quedes de pie —invitó el señor
Danburry, indicándole un confortable sillón de cuero—.
¿Te ha hablado tu padre del asunto que ganamos los dos
juntos?
—¿Perdón? —dijo Knox con voz ausente.
Las piernas doradas bajaban la escalera junto a un
pantalón de golf. A medida que iba siendo visible su
ocupante, Knox sentía crecer en él un odio franco y
cordial por aquel guapo muchacho con aspecto de atleta
cuya forma de andar, con las piernas separadas y con la
cabeza balanceándose de derecha a izquierda, delataba
fatuidad.
—¿No te lo ha contado? —repitió el señor Danburry
riendo.
—Oh, pues no...
La joven pareja entró en la estancia mientras el señor
Danburry empezaba a contar la anécdota.
—Estábamos de veras en un buen brete. Un verdadero
atolladero. Yo estaba seguro de que iba a perder el
[45]
asunto más importante de mi carrera. Y entonces tu
padre se reúne conmigo para decirme que podría llegar a
un arreglo, con la condición de que yo le cediese los
honorarios que había pagado ya nuestro cliente. ¡Señor,
qué rostro!
El señor Danburry se golpeó el muslo con la palma de
la mano.
—¿Sabes lo que hice?
—¿Sí? ¿Qué? ¡Oh! No...
—¡Pues firmar, y firmar con las dos manos! Estaba tan
frenético que le di todos mis honorarios en bandeja.
Knox simuló compartir la hilaridad del señor Danburry,
aunque sin dejar de echar furtivas ojeadas hacia la pareja
que seguía en el umbral.
—Papá, ¿puedo coger el «Buick»? —preguntó el
muchacho.
El rostro del señor Danburry se ensombreció de in-
mediato.
—¿Es que no funciona tu automóvil? Y, además, ¿qué
pasa con tus modales? Knox, éstos son mi hijo Chet y su
amiga Chris. Os presento a Knox Overstreet.
—Ya nos hemos saludado —dijo Knox, mirando a la
muchacha— En fin, casi.
—Sí —dijo la chica, sonriendo.
—Hola —dijo Chet, quien evidentemente se interesaba
tanto por él como por una reedición de El ser y la nada.
La señora Danburry se levantó.[46]
—Perdónenme un momento. Voy a ver si la cena está
lista.
—Vamos, papá. ¿Por qué haces siempre de esto un
problema?
—Porque te he comprado un coche deportivo y de
repente te empeñas en conducir el mío.
—La madre de Chris se siente más segura cuando
vamos con el «Buick». ¿No es verdad, Chris?
Le lanzó una sonrisa que hizo que la chica enrojeciese.
—No tiene ninguna importancia —dijo ella.
—Al contrario, tiene mucha. Vamos, papá...
Joe Danburry salió de la estancia. Su hijo Chet fue
tras él, abogando por su causa.
—Vamos, si no vas a usar el «Buick» esta noche, no
veo dónde está el problema.
Mientras la discusión seguía en el vestíbulo, Knox,
Ginny y Chris se encontraron solos, un poco molestos,
en la biblioteca.
—Ejem... ¿A qué colegio vas? —preguntó Knox para
llenar el silencio.
—A Ridgeway High. ¿Te diviertes en Henley Hall,
Ginny?
—No está mal.
—Es el equivalente de Welton para chicas, ¿verdad?
—Más o menos —repuso Knox.
—Ginny, ¿participarás en la obra de Henley Hall?[47]
Se volvió a Knox para explicárselo.
—Este año harán El sueño de una noche de verano.
—Quizá —dijo Ginny encogiéndose de hombros.
Silencio otra vez.
—¿Cómo has conocido a Chet?
Las dos chicas miraron a Knox con sorpresa.
—Bueno..., en fin..., quiero decir...
—Chet juega en el equipo de fútbol de Ridgeway
High, y yo soy cheerleader. Iba a Welton, pero se lo
cargaron en los exámenes.
Se volvió hacia Ginny.
—Deberías de actuar en la obra, Ginny. Estoy segura
de que serías una actriz muy buena.
Ginny bajó los ojos tímidamente. Chet volvió a
aparecer en la puerta.
—Bueno, Chris, ya está —dijo, victorioso—. Ya tengo
el coche. Vamos allá.
—Encantada de conocerte, Knox. —Chris sonrió una
vez más al salir de la estancia, cogida de la mano de
Chet—. Hasta la vista, Ginny.
—Encantado de conocerte, Chris —murmuró el ado-
lescente.
Y ella desapareció con una media vuelta que hizo
revolotear su faldita blanca. Knox se quedó un momento
sin habla.
—¿Nos sentamos mientras esperamos la cena? —[48]
sugirió Ginny cuando se quedaron solos.
Hubo un nuevo silencio embarazoso.
—Chet quiere el coche grande sólo para besuquear a
Chris —dijo la chica de repente.
Y enrojeció ligeramente, preguntándose por qué
habría dicho eso. Entre la trama de la cristalera, Knox
vio a Chet y a Chris que se dirigían hacia el «Buick». Se
dieron un largo beso en la noche azul. Knox sintió la
hoja afilada de los celos traspasarle el corazón.
Dos horas más tarde, Knox entraba vacilante en el
estudio de la habitación, donde Neil, Cameron, Meeks,
Charlie y Pitts estaban dándole a las Matemáticas. En
una mesa del fondo, Pitts y Meeks montaban un
receptor de radio. Knox se derrumbó en un viejo sofá
con la tapicería de cuero gastada.
—¿Cómo ha ido tu cena? —preguntó Charlie—. Parece
que te hayan apaleado.
—Es terrible —gimió Knox—. ¡Horroroso!
—Pues, ¿qué te pasa?
—Acabo de conocer a la chica más guapa que he
visto nunca.
Neil se levantó de un salto y se lanzó al sofá.
—Estás loco. ¿Qué tiene eso de horroroso?
—Está prácticamente prometida con ese gran bruto
de Chet Danburry.
[49]
—¡Mala suerte!
—¡Mala suerte! ¡Es una tragedia! ¿Por qué tiene que
estar enamorada de un retrasado como ése?
—A las chicas les gustan más los retrasados, ya se
sabe —dijo Meeks—. Olvídala. Saca el libro de
Trigonometría y hazme el problema doce; te calmará los
nervios.
—No puedo olvidarla, Meeks. ¡Y ahora no tengo la
cabeza para Matemáticas!
—¡Al contrario! Tu ánimo ya se ha salido por la
tangente, de manera que haces Trigonometría sin
saberlo.
—¡Meeks! —dijo Cameron meneando la cabeza—. Ésta
es verdaderamente floja.
—Lo siento, a mí me parecía más bien divertida.
Knox se levantó y empezó a pasear por la habitación.
—¿De veras creéis que debería olvidarla?
—¿Es que tienes elección?
Knox cayó de rodillas ante Pitts, en la postura del
amante extasiado.
—Eres mi único amor, Pittsie —declamó—. Un día sin
verte y el mundo ya no tiene sentido.
Pitts le rechazó de un empujón y Knox se dejó caer en
una silla.
—Vamos, basta por hoy —decidió Meeks—.
Guardemos nuestra energía para mañana.
[50]
—Ahora que caigo, ¿dónde está Todd? —preguntó Ca-
meron.
—Dijo que prefería trabajar la Geografía.
—Vamos, Knox —concluyó Cameron—. No te vas a
morir. Además, ¿quién sabe? Quizás encuentres un
medio para conquistar su corazón. Recuérdalo: recoged
ahora las rosas de la vida.
Knox sonrió y luego siguió a sus compañeros hacia el
dormitorio, sin dejar de soñar con la dulce cara de la
hermosa Chris.
El lunes por la mañana, la clase encontró al señor Kea-
ting columpiándose en una silla detrás de su mesa.
Parecía inmerso en sus pensamientos.
—Señores —dijo cuando el timbre anunció el principio
de la clase—, abran la antología de textos en la página
veintiuna de la introducción. Señor Perry, tenga la
bondad de leer en voz alta e inteligible el primer párrafo
del prefacio titulado «Comprender la poesía».
Hubo un ruido de páginas al volverse, y luego todos
escucharon la lectura de Neil.
—«Comprender la poesía», por el profesor J. Evans
Pritchard, doctor en Letras. «Para comprender la poesía
en primer lugar hay que familiarizarse con la métrica, el
ritmo y las figuras estilísticas. A continuación hay que
hacerse dos preguntas. En primer lugar: ¿el tema del
poema está tratado con arte? En segundo lugar: ¿cuál es
la importancia y el interés de este tema? La primera [51]
pregunta atañe a la perfección formal del poema; la
segunda, a su interés. Cuando se hayan contestado estas
dos preguntas, resultará relativamente fácil determinar
la calidad global del poema. Si se anota la perfección del
poema en la línea horizontal de un gráfico y su
importancia en la vertical, el área conseguida de esta
manera por el poema nos da la medida de su valor. Así,
un soneto de Byron podrá obtener una nota alta en la
vertical, pero una nota mediocre en la horizontal. Por el
contrario, un soneto de Shakespeare recibirá una
puntuación muy alta tanto en la vertical como en la
horizontal, cubriendo entonces una amplia superficie, lo
que demostrará la alta calidad de la obra en cuestión...»
Mientras Neil leía, Keating, con una tiza en la mano,
se había acercado sin hacer ruido a la pizarra, donde,
para ilustrar las palabras del señor Pritchard, se puso a
trazar un gráfico uniendo ordenadas y abscisas para
mostrar que el soneto de Shakespeare superaba
ampliamente el soneto de Byron. En la clase, muchos
alumnos copiaban cuidadosamente el diagrama en sus
cuadernos. Neil terminó su lectura:
«...Al leer los poemas de esta antología, pongan en
práctica este método. Cuanto más sepan establecer una
valoración por este procedimiento, mejor podrán
comprender y por tanto apreciar la poesía.»
Neil se detuvo al final del párrafo. Keating se quedó
un momento en silencio, como esperando a que sus
alumnos hubiesen asimilado la lección. Luego se acercó
a la primera fila para hacer frente a la clase.[52]
—¡Ex-cre-men-to! —declaró de repente separando las
sílabas.
Los chicos se sobresaltaron y le miraron sin
comprender.
—¡Ex-cre-men-to! —repitió Keating con más energía—
¡Basura! ¡Memez! ¡Falsedad! ¡Esto es lo que pienso del
ensayo del señor Pritchard! ¡Señores, les pido que
arranquen esta página de sus libros!
En la clase hubo un intercambio de miradas
incrédulas. No sabían qué mosca le había picado a su
profesor.
—¡Vamos, señores! ¡Arránquenla! ¿No me han oído?
Los chicos estaban pasmados, horrorizados ante la
idea de ese acto blasfematorio. Más atrevido, Charlie
acabó por arrancar la página de su antología.
—Gracias, señor Dalton —dijo Keating—. Vamos, los
demás, un poco de valor. ¡No arderán en el infierno por
tan poco! Y ya que están ustedes en ello, ¡háganme el
favor de romper toda la introducción! ¡A la papelera el
profesor J. E. Pritchard!
Finalmente liberados por el ejemplo de Charlie, los
alumnos se lanzaron con todas sus ganas, arrancando a
más y mejor las primeras páginas del manual y
haciéndolas volar por encima de sus cabezas. Keating
fue a buscar una papelera que había en un rincón para
recoger los papeles.
Este caos le llamó la atención al profesor de Latín, el
señor McAllister, que pasaba por el corredor. Pegando su [53]
cara de bulldog al cristal de la puerta, vio un espectáculo
de horror y la sangre se le heló en las venas. Abriendo la
puerta con brusquedad, entró de un salto en la clase.
—¿Qué es este escándalo? —tronó.
Llamada brutalmente al orden, la clase entera se
quedó inmóvil. Pero McAllister vio entonces a Keating,
con una papelera llena en la mano.
—Oh, por favor, perdone, no sabía que estaba usted
aquí, señor Keating.
—Pues ya ve que estoy —dijo éste con una sonrisa
imperturbable.
Perplejo, McAllister giró sobre sus talones y volvió a
cerrar la puerta con suavidad.
Keating volvió a su tarima y dejó la papelera en el
suelo. Dio un salto con los pies juntos, desencadenando
un nuevo acceso de risas. Los ojos de Keating brillaban.
Pisó las páginas arrugadas y luego, de una patada, envió
la papelera a un rincón.
—Estamos comprometidos en una batalla, señores.
¿Qué digo, una batalla? ¡Es la guerra! Ustedes, jóvenes
almas llegadas a un momento crucial de su desarrollo,
serán triturados, aplastados por la apisonadora del
academicismo, y el fruto perecerá antes incluso de
nacer, o triunfarán y entonces podrá florecer su
individualidad.
»No teman, aprenderán lo que este colegio exige que
sepan; pero, si puedo completar mi tarea, aprenderán
aún bastante más. Por ejemplo, descubrirán el placer de [54]
las palabras; porque, pese a todo lo que les hayan
podido decir, las palabras y las ideas tienen el poder de
cambiar el mundo.
Keating se puso otra vez a recorrer la clase.
—Veo en los ojos del señor Pitts que la literatura del
siglo XIX puede que esté muy bien, pero que eso no es
de utilidad ninguna para la medicina o el comercio. Cree
que deberíamos dedicarnos a estudiar a nuestro
Pritchard, asimilar las reglas de la métrica y reservar
nuestra energía para otras ambiciones más arraigadas
en la Tierra.
Keating se acuclilló en el centro del pasillo.
—Acérquense, señores; hay un secreto que quiero
confiarles.
Los alumnos de la fila de fuera se levantaron y se
inclinaron por encima de sus compañeros para formar un
círculo alrededor de su profesor. Cuando ya todos
estaban tensos por la espera, Keating tomó la palabra,
en voz baja, en tono confidencial.
—Se escribe y se lee poesía, no porque sea bonita,
sino porque formamos parte de la Humanidad. Se escribe
y se lee poesía porque los seres humanos son seres con
pasiones. La Medicina, el Derecho, el comercio, son
nobles actividades, necesarias todas ellas para
mantenernos con vida. Pero la poesía, el amor, la
belleza, ésa es nuestra razón de ser. Citando a Whitman:
¡Oh, yo! ¡Oh, vida! Todas estas cuestiones[55]
que me asaltan
Estos cortejos sin fin de incrédulos
Estas ciudades pobladas por idiotas
¿Qué hay de bueno en todo esto, oh, yo, oh, vida?
Respuesta
Que tú estás aquí —que la vida existe, y la identidad,
que el prodigioso espectáculo sigue,
y que, quizá, contribuyes a él con tu rima.
Keating se calló. La clase quedó en silencio,
interiorizando el poema. Keating repitió entonces con voz
inspirada:
«Que el prodigioso espectáculo sigue
y que, quizá, tú contribuyes a él con tu rima.»
Todas las miradas estaban fijas en su semblante.
—¿Cuál será la rima de ustedes? —preguntó entonces,
mirándoles uno por uno—. Díganme, señores, ¿cuál será
su rima?
Siguió un silencio. La pregunta se cernía en la sala y
repercutía hasta el infinito en el corazón de los
adolescentes.
[56]
CAPÍTULO VI
McAllister tomó una silla y se sentó junto a Keating en
la gran mesa de los profesores.
—¿Me permite? —dijo, sentándose.
—Por favor —le respondió Keating.
La sala resonaba con tintineo de los cubiertos y los va-
sos. En un nivel un poco más bajo, los alumnos comían
alrededor de una veintena de grandes mesas de madera
de roble.
—Muy interesante su clase de esta mañana —empezó
McAllister con un deje de sarcasmo.
—Lo siento si le ha ofendido.
—Oh, no se disculpe. En realidad era apasionante,
incluso aunque esté usted equivocado.
Keating enarcó las cejas.
—¿Equivocado?
McAllister meneó la cabeza con aire doctoral.
—Indiscutiblemente. Corre usted un gran riesgo
animándoles a convertirse en artistas. Cuando
comprendan que no son ni Rembrandt, ni Shakespeare,
ni Mozart, entonces le odiarán.
—Se equivoca usted, Georges; no se trata de hacer
de ellos artistas. Yo quiero forjar espíritus libres.
[57]
McAllister hizo como que se echaba a reír.
—¡Filósofos a los diecisiete años!
—Es curioso, nunca hubiese imaginado que era usted
un cínico —dijo Keating antes de tomar un sorbo de té.
—Cínico no, amigo mío —replicó el profesor de Latín
—. Realista. Muéstreme usted un corazón liberado del
peso vano de los sueños y yo le mostraré a un hombre
feliz.
—El hombre nunca ha sido tan libre como cuando
sueña —replicó Keating—. Ésa fue, es y seguirá siendo
la verdad.
McAllister frunció el ceño por efecto de un intenso es-
fuerzo de la memoria.
—¿Es eso Tennyson?
—No... Es Keating.
McAllister correspondió a la sonrisa maliciosa de Kea-
ting y los dos se pusieron a comer con apetito.
En ese mismo momento entró Neil Perry en el
comedor y se dirigió a largos pasos hacia la mesa donde
estaban sentados sus compañeros de clase.
—¡Mirad lo que he descubierto! —les susurró con
entusiasmo—. Es el anuario de su último año en Welton.
Con un gesto de la cabeza, Neil señaló hacia su
nuevo profesor de Literatura, que estaba conversando
con McAllister. Abrió el anuario y leyó:
—Capitán del equipo de fútbol, redactor jefe del
anuario, va a Cambridge, mujeriego, Club de los Poetas [58]
Muertos.
Los demás trataron de hacerse con el libro, pero Neil
fue más rápido.
—¿Mujeriego? —repitió Charlie riendo—. El señor Kea-
ting era una buena pieza. Un punto para él.
—¿Qué es eso del Club de los Poetas Muertos? —
preguntó Knox.
—¿Hay una foto del grupo en el libraco ese?
—No, ninguna —respondió Neil—. Ese Club de los
Poetas no se menciona en ninguna otra parte.
Charlie le dio un golpe con el pie.
—Nolan —susurró.
Al acercarse el decano, Neil le pasó el anuario por
debajo de la mesa a Cameron, y éste se apresuró a
pasárselo a Todd, que le miró un momento sin
comprender antes de esconder el libro.
—Bien, señor Perry, ¿todo bien en clase? —inquirió el
señor Nolan deteniéndose junto a su mesa.
—Sí, señor.
—¿Y el señor Keating? ¿Es interesante?
—Sí, señor. Precisamente estábamos hablando de él.
—Muy bien, muy bien. Estamos verdaderamente
encantados de tenerle con nosotros. Es un hombre muy
brillante, como saben.
Los chicos asintieron cortésmente con la cabeza.
Cuando el señor Nolan se hubo alejado, Todd abrió el
[59]
anuario sobre sus rodillas y lo estuvo hojeando hasta el
final de la comida.
—He de devolverlo a la biblioteca —dijo Neil levantán-
dose de la mesa.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Investigaré un poco sobre esos Poetas Muertos.
Después de la última clase del día, el grupo volvía
tranquilamente hacia el dormitorio cuando vieron al
señor Keating que cruzaba el campus a buen paso, con
un abrigo oscuro y una bufanda, y con un montón de
libros bajo el brazo.
—¡Señor Keating! —llamó Neil—. ¡Profesor! ¡Oh, Capi-
tán! ¡Mi Capitán!
Con esta última interpelación, Keating se detuvo en
seco y se volvió; los chicos apretaron el paso para
reunirse con él.
—¿Qué era el Club de los Poetas Muertos? —preguntó
Neil.
Keating pareció sorprendido.
—Estábamos mirando un antiguo anuario, y...
—No hay que avergonzarse por tener un espíritu
curioso.
Los chicos esperaron una explicación, pero el profesor
no dijo nada más.
—¿Qué era? —insistió Neil.
Keating miró a su alrededor como para asegurarse de
[60]
que unos oídos indiscretos no pudiesen oírle.
—Una organización secreta —susurró—. Y, si quieren
conocer mi opinión, dudo mucho que la actual
administración vea la cosa con buenos ojos.
Sus ojos escrutaron el campus. Los chicos contuvieron
la respiración.
—¿Juran guardar el secreto?
Se apresuraron a decir que sí con la cabeza.
—El Club de los Poetas Muertos era una sociedad
cuyos miembros tenían como objetivo sacarle todo el
jugo a la vida. Abríamos las sesiones con esta expresión
de Thoreau. Éramos un grupito de gente; nos reuníamos
en la vieja cueva india y, por turno, leíamos a Shelley, a
Thoreau, a Whitman, o nuestros propios versos; y, con el
encanto del momento, esos poetas ejercían su magia
sobre nosotros.
Los ojos de Keating se animaron con este recuerdo.
—¿Quiere usted decir que sólo era un grupo de gente
que leía poemas? —se sorprendió Knox.
Keating sonrió.
—Estaban invitados los dos sexos, señor Overstreet. Y,
créame, no se trataba sólo de leer... Las palabras eran
como néctar que hacíamos fluir en nuestras bocas con
delectación. Las mujeres se desmayaban, los espíritus se
elevaban... Los dioses nacían con nuestros ensalmos.
Los chicos se quedaron mudos.
—¿Por qué ese nombre? —preguntó Neil una vez más[61]
—. ¿Es porque leían ustedes a los poetas antiguos?
—Toda poesía se aceptaba y era bienvenida, señor
Perry. El nombre era una alusión al hecho de que para
formar parte del Club, había que morir.
—¿Cómo? —exclamaron los muchachos a coro.
—Los vivos no eran más que novicios. El estatuto de
miembro de pleno derecho sólo se podía conseguir
después de una vida de aprendizaje. Ya ven, yo no estoy
aún más que en grado de iniciado.
Los chicos intercambiaron miradas sorprendidas.
—La última reunión tuvo lugar hace quince años —
recordó Keating.
Después de una última mirada a su alrededor, el
profesor se despidió y se alejó con su paso decidido.
—El Club de los Poetas Muertos —repitió Neil, viéndole
desaparecer.
En ese momento sonó el timbre de la cena.
—¿Y si fuéramos esta noche a dar una vuelta por esa
cueva? —dijo Neil—. ¿Os apuntáis?
—Ni siquiera sabemos dónde está.
—Sí, hombre; está después del río. Creo que podría
encontrarla.
—Eso está a kilómetros de distancia —se quejó Pitts, a
quien la idea de tal esfuerzo físico ya le tenía agotado.
—Además, está en el bosque —protestó Cameron, a
quien le horrorizaba aún más la idea de cometer una
[62]
infracción del reglamento.
—Pues no vengas —replicó Charlie.
—Corremos el riesgo de que nos pongan una falta —
dijo Cameron, mostrando lo que pensaba para sí.
—Pues no vengas —repitió Charlie—. Así estaremos
más a gusto.
El miedo a verse excluido del grupo le decidió.
—Lo que quiero decir es que hay que tener cuidado.
No tenemos que dejar que nos descubran.
A lo lejos sonó la voz de Hager, llamando a los
rezagados.
—¿Quién está de acuerdo? —preguntó Neil.
—¡Yo! —dijo inmediatamente Charlie.
—Yo también —dijo Cameron, con reticencia.
Los otros dudaban y bajaron los ojos ante la mirada
insistente de Neil.
—Bueno, no sé...
—Además, está Hager, que nos vigila.
—Vamos, Pitts...
—Pitts tiene que empollar —intervino Meeks, saliendo
en su defensa.
—Así que tendrás que ayudarle.
—¿Es que ahora se empolla de noche? —dijo Pitts.
—Último aviso —bramó Hager—. Ha sonado el timbre.
El grupo se dirigió al trote corto hacia el refectorio.
[63]
—Bueno, Pitts, tú vienes —decidió Neil—. Meeks, no
me dirás que para ti es un problema tu nota media.
—Está bien —dijo el interesado—. Después de todo,
creo que hay que haberlo probado todo al menos una
vez.
—Menos las chicas —bromeó Charlie—. ¿No es
verdad, Meeks, viejo amigo?
El rostro de Meeks se ruborizó con las risas de sus
compañeros.
—¿Y tú, Knox?
—No lo sé. No le veo el interés.
—Vamos —le exhortó Charlie—; piensa que eso te
ayudará a conquistar a Chris.
—Ah, ¿sí? Y ¿cómo?
—¿No has oído lo que ha dicho Keating? Que las
mujeres se desmayaban...
—Y ¿por qué se desmayaban? Charlie, contéstame,
por favor. ¿Por qué se desmayaban?
Como toda respuesta, Charlie se echó a reír y entró
en el refectorio, dejando a Knox perplejo en la puerta.
Después de cenar, Neil fue a reunirse con Todd, que
estaba trabajando tranquilamente en la sala de
estudios.
—Estás invitado esta noche a la reunión del Club —le
susurró a su compañero de habitación.
[64]
Había recordado que a nadie se le había ocurrido
advertirle de su expedición nocturna.
—No debes esperar siempre a que los demás den el
primer paso —le reconvino amablemente—. Recuerda
que aquí nadie te conoce y que, además, tú no eres muy
hablador.
—Gracias; eres muy amable, pero id sin mí.
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?
—Yo... No tengo ganas de ir, eso es todo.
—Pero ¿por qué? ¿Es que no comprendes lo que dice
Keating? ¿No tienes ganas de hacer la prueba?
Neil volvió la página de su libro al ver acercarse al
jefe de estudios, que observaba a los dos chicos con
mirada de sospecha.
—Sí —dijo Todd cuando el vigilante hubo pasado—
pero...
—Pero ¿qué, Todd? A mí puedes decírmelo.
Todd bajó los ojos.
—No quiero leer.
—¿Cómo?
—Keating dijo que todo el mundo tenía que leer. Y yo
no quiero.
—Tienes un problema de veras, ¿no? ¿Cómo puede
eso molestarte?
—No puedo explicártelo, Neil. No quiero leer, y eso es
todo.
[65]
Neil recogió sus notas con impaciencia. Se le ocurrió
una idea.
—¿Y si no tuvieses que leer? ¿Y si sólo tuvieses que
estar allí y escuchar?
—No es así como funcionan las cosas. Si voy, querrán
que lea.
—Pero ¿y si están de acuerdo en decir que no estás
obligado?
—¿Habría que pedírselo...? —dijo Todd enrojeciendo
—. Nunca podría.
—¿Por qué no? —dijo Neil levantándose bruscamente
—. Vuelvo en seguida.
—¡Neil!
Todd trató de retenerle por la manga, pero el vigilante
le dejó clavado en el asiento con una mirada feroz.
Neil se había ido ya. Todd hundió la nariz en su libro de
Historia y se puso a garrapatear unas notas en su
cuaderno.
[66]
CAPÍTULO VII
Neil conspiraba en voz baja junto con Charlie y Knox en
el pasillo del dormitorio. A su alrededor, los tradicionales
preparativos de la noche estaban en su punto culminante.
Los chicos, con pijamas claros y batas a cuadros, se
entrecruzaban camino del cuarto de baño interpelándose
alegremente, con el estuche de arreglarse o una
almohada en la mano. Neil se echó la toalla sobre el
hombro como para subrayar una decisión, le dio una
palmada en la espalda a Knox y volvió a su habitación. Al
extender la toalla húmeda en el respaldo de la silla, vio
sobre la mesa un libro que estaba seguro de no haber
dejado allí.
Tras un momento de duda, Neil tomó el libro con curio-
sidad y consideró un momento sus cantos gastados y la
vencida encuadernación. Antología poética, decían en la
cubierta unas letras grabadas con el dorado borrado casi
por completo. Levantó el libro con precaución y, en la
primera página, escrito con pluma y tinta negra, vio el
nombre de «J. Keating». Bajo la firma, Neil descifró en voz
alta: «Club de los Poetas Muertos; para leer al principio de
cada sesión.» Se tendió en la cama y empezó a hojear el
viejo volumen mientras que en el corredor el zafarrancho
iba cediendo progresivamente. Pronto se oyó cerrarse la
última puerta y luego se apagaron las luces.
[67]
Poco después, las zapatillas del viejo Hager, el
vigilante del dormitorio, se deslizaban por el parquet.
Hacía su ronda, como cada noche, asegurándose de que
reinaba la calma antes de regresar a sus lares. Neil
contuvo la respiración cuando los pasos se detuvieron un
momento a la altura de su puerta. Pero Hager volvió a su
paseo en seguida.
En plena noche, cuando estuvieron seguros de que el
campus estaba sumergido en el más profundo sueño, los
chicos bajaron a paso de lobo la gran escalera, abrigados
con abrigos y guantes de lana. Algunos llevaban linternas
y sus haces describían círculos luminosos a sus pies.
Brotando de repente de un rincón, el perro guardián
del colegio les sobresaltó.
Pero, felizmente para ellos, Pitts había pensado en
todo.
—Perro bonito —susurró, dándole al animal un puñado
de galletas.
—Has tenido una gran idea —le felicitó Neil.
Sin embargo, el ruido había alertado al viejo Hager,
que asomó a la puerta de su habitación, con gorro y
camisa de dormir. Aguzó el oído, miró a derecha e
izquierda, pero, al no detectar el menor signo de vida,
decidió volver al calor de sus mantas.
Los chicos habían dejado al perro disfrutando de su
inesperada comida y corrían ya con toda su alma hacia el
río, saltando entre las altas hierbas. Llevaban puestas las
capuchas de sus capotes, de forma que quienquiera les [68]
viese galopar de esa manera les hubiese tomado sin duda
por una cofradía de monjes en estampida o por un
puñado de duendes recorriendo la campiña. A su espalda
se perfilaba la masa sombría del colegio: pero eso a ellos
no les preocupaba gran cosa. Las estrellas brillaban sobre
sus cabezas mostrándoles el camino. La excitación
henchía sus corazones y el aire frío estimulaba su valor.
Pronto dejaron atrás los límites del campus y se
hundieron decididamente en la oscuridad de un bosque
de grandes pinos cuyos gigantescos troncos se alzaban
como las columnas de una catedral. Un fuerte olor a
resina y humus les inundó la nariz. El viento que soplaba
entre las ramas tenía los acentos lúgubres de un órgano,
a los que respondía de vez en cuando el ulular de una
lechuza.
Cuando ya habían franqueado el río saltando de piedra
en piedra, se desplegaron en abanico para buscar la
cueva entre la maleza, las rocas y las raíces de los
grandes árboles.
—Casi hemos llegado —dijo Knox.
—Ooooh. Soy el fantasma de los Poetas Muertos —
gritó de repente una sombra surgida de la nada.
Meeks lanzó un grito de terror.
—Eso es una mala pasada —dijo al ver que era Charlie.
—He encontrado la cueva —dijo éste—. Ya estamos en
casa, amigos.
Todos los chicos entraron por la abertura después de
recoger matas y ramas para encender un fuego. A costa [69]
de grandes esfuerzos, el fuego acabó prendiendo,
proyectando en las paredes sombras movedizas y
desmesuradas. Una grieta que había en la bóveda dejaba
escapar el humo. Los chicos hablaban en voz baja, como
si acabasen de entrar en un santuario.
—Declaro nuevamente instituido el Club de los Poetas
Muertos de Welton —declamó finalmente Neil.
El anuncio fue acogido con gritos de alegría.
—Las sesiones serán presididas por mí mismo o por
uno de los iniciados presentes aquí —siguió Neil—. Todd
Anderson, que está dispensado de la lectura, levantará
acta de cada reunión. Como determina la tradición, leeré
ahora el manifiesto redactado por uno de nuestros
miembros distinguidos, Henry David Thoreau.
Neil abrió el libro que le había hecho llegar Keating y
empezó a leer.
—«Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisa.
Quería vivir intensamente y sorberle todo su jugo a la
vida.»
—¡Bien dicho! —interrumpió Charlie.
—«Abandonar todo lo que no era la vida, para no
descubrir, en el momento de mi muerte, que no había
vivido.»
Había pronunciado las últimas palabras más despacio,
como si de repente hubiese penetrado su significado. Los
demás se habían callado. La invocación acababa de abrir
el círculo mágico.
[70]
—Novicio Overstreet, a usted le corresponde ahora el
honor —dijo Neil.
Le tendió la antología, y Knox la hojeó un momento
antes de leer.
—«El que avance con confianza en la dirección de sus
sueños, conocerá un éxito inesperado en la vida
ordinaria.» ¡Hurra! —exclamó Knox—. ¡Quiero conocer el
éxito con Chris!
Charlie le quitó el libro.
—Knox, me parece que confundes esto con una broma
vulgar —le reprochó antes de aclararse ruidosamente la
voz.
Existe el sublime amor de una muchacha
y el amor de un hombre maduro y justo
y el amor de un niño sin miedo
todos ellos han existido en todos los tiempos
pero el amor más maravilloso
el amor de todos los amores,
más grande aún que el amor a una madre
es el amor infinito, tierno y apasionado,
de un borracho por otro borracho.
—Autor anónimo —concluyó Charlie riendo.
Pitts recibió el libro en sus manos.
[71]
«Aquí yace mi mujer; no la molestéis. Ella descansa en
paz... y yo también. »
Los chicos rieron a mandíbula batiente.
—John Dryden, 1631-1700. No sabía que esta gente
tuviese sentido del humor.
Pitts le tendió la antología a Todd, que le miró
sobresaltado. Neil vio su confusión y se hizo con rapidez
con el volumen. Charlie se lo quitó.
¿Enseñarme el arte del amor?
Tendrás que mostrar mejor ánimo;
porque soy erudito en la materia
y el Dios del Amor, el improbable Cupido,
sin duda sacaría provecho de mis lecciones.
Esta presunción fue acogida con risitas.
—Vamos, muchachos, seamos serios —dijo Neil.
Entonces le tocó el turno a Cameron.
Somos los hacedores de música
y los soñadores de sueños
errantes por los rompientes solitarios
sentados al borde de los arroyos desolados
pobres cervatillos retirados del mundo
y sobre los que brilla la luna pálida;[72]
y sin embargo agitamos y estremecemos
el mundo, hasta el infinito, al parecer
con cantos sublimes e inmortales
elevamos las grandes ciudades del mundo
y con una fabulosa narración
forjamos la gloria de un imperio:
un solo hombre, seguro de su sueño,
irá sin pesar a conquistar una corona;
y tres, armados con un ritmo nuevo,
pueden provocar la caída de un imperio.
Porque somos nosotros, al hilo de los siglos,
en el pasado que ha huido de la tierra
quienes construimos Nínive con nuestros suspiros
y Babel sólo con nuestra alegría.
—Amén —murmuró una voz.
—¡Calla! —dijeron los demás.
—Poema de Arthur O'Shaughnessy, 1844-1881.
Tras un corto silencio, Meeks tomó el libro y volvió
unas páginas al azar.
—¡Eh! Oíd esto.
En la noche que envuelve
negra como el infierno de un polo al otro
[73]
agradezco a los dioses, quienes quiera que sean,
mi alma indomable.
—Es de W. E. Henley, 1849-1903.
—Vamos —cacareó Pitts—. ¿A quién le toca?
Le tocó a Knox buscar un poema para leerlo. Hojeó el
libro un rato y al cabo exhaló un gemido de felicidad,
como si Chris acabase de materializarse en la cueva.
«¿Que cuánto te quiero? Te amo desde lo más
profundo de...» Charlie le quitó el libro de las manos.
—¡Tranquilo, Knox!
Los demás estallaron en carcajadas. La antología cayó
en manos de Neil.
Los chicos se acercaron unos a otros alrededor del
fuego, que iba perdiendo fuerza.
Venid amigos míos
no es demasiado tarde para partir en busca
de un mundo nuevo
porque sigo teniendo el propósito
de bogar más allá del sol poniente
y si hemos perdido esa fuerza
que otrora movía el cielo y la tierra,
lo que somos lo somos;
corazones heroicos y del mismo temple[74]
debilitados por el tiempo y el destino,
pero fuertes por la voluntad
de buscar; luchar, encontrar, y no ceder.
—Extracto del poema «Ulises», de Tennyson —
concluyó.
Los chicos callaron, conmovidos por la lectura
vibrante de Neil y por la ambiciosa empresa a la que les
exhortaba el poeta.
Pitts abrió el libro al azar.
Con dos trozos de madera, empezó a marcar el ritmo.
Yo tenía una religión
yo tenía una visión
y vi el Congo
serpentina de muaré
que atravesaba la selva
en un relámpago negro.
Mientras Pitts leía, la imaginación de su auditorio se
dejó llevar por el ritmo obsesivo del poema. Repitiendo
los últimos versos escandidos, empezaron a bailar
alrededor del fuego y a lanzar alaridos como guerreros
africanos. Su danza crecía en intensidad y exuberancia.
Meeks se había hecho con una vieja lata de conserva y
marcaba el ritmo. Con el libro en la mano, Pitts llevó a la [75]
partida fuera de la cueva, y la loca zarabanda se hundió
en la noche canturreando:
Y vi el Congo
serpentina de muaré
que atravesaba la selva
en un relámpago negro.
En trance, dieron vueltas alrededor de los grandes ár-
boles, como en el rito iniciático de una fiesta pagana.
En la cueva, los últimos restos del fuego acabaron mu-
riendo y la oscuridad rodeó a los Poetas Muertos.
Jadeando, pusieron fin a su frenesí y en seguida se vieron
agitados por estremecimientos de frío, aunque también
de gozo.
—Será mejor volver —dijo por fin Charlie—. No olvidé¡s
que dentro de unas horas empiezan otra vez las clases.
Anduvieron serpenteando por el bosque hasta un claro
que se abría al campus de Welton.
—Triste regreso a la realidad —dijo Pitts mientras
hacían un alto para contemplar los edificios de aspecto
grave.
—Bien puedes decirlo —suspiró Neil.
Se dirigieron en silencio hacia el dormitorio, siluetas
encapuchadas que iban al asalto del sombrío edificio.
Abrieron el pestillo que cerraba la puerta de atrás y se
[76]
deslizaron de puntillas hasta sus habitaciones.
Al día siguiente por la mañana, durante la clase de
Literatura, los miembros de la loca partida nocturna
pasaron todas las penas del infierno para reprimir sus
bostezos y mantener los ojos abiertos. En cuanto al señor
Keating, éste recorría la clase con sus pasos vigorosos.
—Un hombre no está muy cansado, está agotado o
extenuado. Y no digan ustedes «muy triste», sino...
Hizo chasquear los dedos y apuntó a un alumno.
—¿Taciturno? —aventuró el muchacho.
—¡Bravo! —aprobó Keating—. El lenguaje se ha
inventado por una sola y única razón, señores. ¿Cuál es?
Se inclinó hacia Todd, que estaba sentado en la
primera fila. Pero como el chico parecía implorarle con la
mirada se volvió hacia Neil.
—¿Para comunicar, señor?
—Error. Para seducir a las mujeres. Y en esta empresa
la pereza no tiene cabida. Ni tampoco lo tiene en sus
redacciones.
Una explosión de risa agitó a la clase.
Keating cerró su libro, subió a la tarima y apartó un
mapamundi que cubría en parte la pizarra. Apareció así
una cita escrita con tiza, que Keating leyó en voz alta:
Creencias y escuelas que han caído en la caducidad
[77]
cualesquiera que sean los riesgos
permito a la Naturaleza que se exprese sin freno
con su energía original.
—Una vez más el tío Walt. Ah, pero qué difícil es esca-
par a esas creencias, a esas escuelas, condicionados
como estamos por nuestros padres, por nuestras
tradiciones, por la apisonadora del progreso. ¿Cómo
expresar entonces nuestras auténticas naturalezas, como
nos invita a hacerlo el padre Whitman? ¿Cómo
deshacernos de los prejuicios, las costumbres, las
influencias de toda especie? La respuesta, jóvenes y
tiernos brotes, es que hay que esforzarse sin descanso
por cambiar de punto de vista.
Para sorpresa de los chicos, que estaban escuchando
con interés, el señor Keating saltó de repente sobre su
mesa.
—¿Por qué me he subido aquí arriba?
—¿Para sentirse más alto? —dijo Charlie.
—No, mi joven amigo, no ha acertado usted. Me he
subido sobre la mesa para recordarme a mí mismo que
tenemos que modificar constantemente la perspectiva
desde la que miramos el mundo. Porque el mundo es
diferente visto desde aquí. ¿No me creen? Pues
levántense y vengan a comprobarlo. Vamos, todos
ustedes... Por turno.
Keating bajó de su atalaya. Todos los alumnos, a
[78]
excepción de Todd, se apelotonaron en la tarima y fueron
subiendo cada uno a su vez, a veces dos o tres juntos,
sobre la mesa profesor.
—Si tienen ustedes alguna certeza —prosiguió Keating
mientras algunos volvían ya a su lugar—, entonces
oblíguense a considerar la cuestión desde una
perspectiva diferente, incluso aunque eso les parezca
idiota o absurdo. Cuando lean, no se limiten a lo que dice
el autor, traten de analizar lo que ustedes experimentan.
»Tienen que hacer el esfuerzo de encontrar otro
camino, señores, y cuanto más tarden en hacerlo menos
posibilidades tendrán de alcanzar sus objetivos. Citando
a Thoreau: «La mayoría de los hombres lleva una vida de
tranquila desesperanza.» ¿Por qué resignarse a ello?
Partan en busca de nuevas tierras. Y ahora, señores...
Keating se dirigió a la puerta. Los chicos volvían la
cabeza para seguirle con la mirada. El profesor accionó
una y otra vez el interruptor. Las lámparas del techo se
pusieron a parpadear mientras Keating imitaba el sonido
de un redoble de tambor.
—Señores, además de sus redacciones sobre la idea
de romanticismo en Wordsworth, escribirán ustedes un
poema, algo de su cosecha, y lo leerán en voz alta
delante de la clase. Señores, ¡hasta el lunes!
Con estas palabras, Keating desapareció... para reapa-
recer casi inmediatamente, con una sonrisa sardónica en
los labios.
—Señor Anderson, sé muy bien que esta tarea le da
[79]
un miedo cerval, topo del demonio.
Alargando los brazos, Keating hizo como que
fulminaba a su alumno. La clase rió nerviosamente, un
tanto turbados todos por el pobre Todd, que consiguió
esbozar una sonrisa.
Las clases acababan temprano los viernes, y los
chicos salieron del aula con el ánimo ligero, felices con la
perspectiva de la tarde libre que se ofrecía ante ellos.
—¿Y si subiésemos a la torre del reloj para montar esa
radio? —le propuso Pitts a Meeks mientras paseaban por
el campus—. ¡Radio América!
Pasaron sin detenerse ante un grupo de alumnos que
es-peraban con impaciencia la distribución semanal del
correo. En el campo de césped estaban jugando al
hockey. Más allá, el señor Nolan recorría la orilla
animando a voces al equipo de remo de Welton.
—¡Más fuerza esos remos, demonios!
Con los libros en la cesta sujeta sobre la rueda de
atrás, Knox cabalgó su bicicleta. Bajó silbando hacia la
verja del colegio, y luego, asegurándose con un vistazo
por encima del hombro de que nadie le prestaba
atención, pedaleó furiosamente y franqueó el portón,
dirigiéndose al pueblecito de Welton.
Como un desatinado, Knox volaba a toda marcha
hacia Ridgeway High. Cuando llegó ante el colegio vio
que había una gran animación en la zona de
aparcamiento; el equipo de fútbol americano se [80]
preparaba para un desplazamiento. Knox se apoyó en la
cerca y observó el incesante ir y venir de los estudiantes
en torno a unos autocares de cromados deslumbrantes.
Tras un ensayo tan precipitado como cacofónico, los
miembros de la banda, con uniforme rojo y oro y chacó
con plumas, subían a bordo del primer vehículo. El
segundo estaba reservado para los jugadores. Una
multitud estrepitosa de seguidores y cheerleaders se
agolpaba en las puertas del tercer autocar. Entre ellos,
Knox reconoció la cabeza rubia de Chris Noel.
La vio salir al encuentro de Chet, que llevaba bajo el
brazo su casco, y besarle en los labios. Con su silueta
deformada por las defensas de los hombros, Chet la
estrechó contra sí pasando un brazo en torno a su
cintura y ella rió de forma cristalina. Luego, escapando
de su abrazo, corrió a montar uno de los autobuses de
los seguidores.
Con expresión cariacontecida, Knox volvió lentamente
a Welton. Desde aquel día en casa de los Danburry,
había soñado volver a ver a Chris Noel. Pero no así, no
en los brazos del innoble Chet Danburry. Knox se
preguntó si algún día podría encontrar las palabras que
hicieran que la hermosa Chris se desmayase de gusto.
Estaba acabando la tarde. Todd estaba sentado a
estilo sastre en su cama, con un bloc en las rodillas.
Garrapateó unas palabras, que tachó a continuación,
antes de arrancar la hoja y tirarla a la papelera. Con
rabia e impotencia, se cubrió un momento la cara con
las dos manos.[81]
En ese mismo momento, Neil hizo irrupción en la
habitación. Su cara resplandeciente contrastaba con el
aire de fastidio de Todd.
—¡Lo he encontrado!
—¿El qué?
—¡Lo que quiero hacer! Lo que siempre he querido
hacer. Lo que arde en mí.
Le tendió un folleto a Todd.
—El sueño de una noche de verano, de William
Shakespeare —leyó este último—. ¿Qué es?
—Una obra de teatro, imbécil.
—Eso ya lo sé. Pero, ¿qué relación tiene contigo?
—La montarán en Henley Hall. Mira: «Pruebas
abiertas para todos.»
—Bueno, y ¿qué?
—¡Pues que voy a ser actor! —exclamó Neil, saltando
sobre la cama—. Siempre he tenido ganas de probarlo.
El verano pasado quise inscribirme en un curso de arte
dramático, pero por supuesto mi padre se opuso en
redondo.
—¿Y ahora estará de acuerdo? —preguntó Todd
frunciendo el ceño.
—No, pero eso no tiene ninguna importancia.
—Entonces, ¿qué es lo que importa?
—¿Es que no lo comprendes? Por primera vez en mi
vida sé lo que quiero hacer, y por primera vez voy a
[82]
lanzarme con el consentimiento de mi padre o sin él.
Carpe diem, Todd. Carpe diem.
Neil declamó unos versos, con la mano extendida en
el aire y la cara vuelta hacia los últimos rayos del sol
que entraban por la ventana.
—Pero, Neil, ¿cómo vas a actuar en esa obra si tu
padre se opone? —insistió Todd con ingenuidad.
—Primero tengo que conseguir ese papel, y luego ya
veremos lo que pasa.
—Pero te matará si no le dices que vas a hacer una
prueba.
—No lo sabrá.
—Neil, tú sabes que eso es imposible.
—¡Nada es imposible!
—¿Por qué no le pides permiso?
—Y tú, ¿de parte de quién estás? —se indignó Neil de
repente ante esa insistente llamada a la realidad—.
Bueno, en todo caso aún no tengo el papel. Y también
tengo derecho a soñar un poco, ¿no?
—Lo siento —dijo Todd, bajando los ojos a su
cuaderno.
Neil se sentó en la cama y empezó a leer la obra de
Shakeapeare que acababa de pedir prestada en la
biblioteca.
—Bueno, hay una reunión del Club esta noche —
anunció Neil—. ¿Vendrás?
[83]
—Ssssí —respondió Todd, torciendo el gesto.
Neil dejó el libreto a un lado y miró a su compañero.
—Todo lo que dice Keating te da exactamente lo
mismo, ¿verdad? —dijo entre incrédulo y agresivo.
—¿Qué quieres decir?
—Formar parte del Club es participar, actuar, sentirse
agitado por la vida. Pero tú parece que estés tan agitado
como una piedra.
—¿Quieres que deje el Club? ¿Es eso lo que quieres?
—No —dijo inmediatamente Neil, ya calmado—.
Quiero que te quedes. Pero has de hacer algo. No basta
decir: «Ahí estoy.»
La cólera enrojeció el rostro de Todd.
—Escúchame, Neil, tu solicitud me conmueve
muchísimo, pero yo no soy como tú, y eso es todo.
Cuando tú hablas, te escuchan y hacen lo que dices. Yo
no tengo ese don.
—¿Por qué no? Podrías adquirirlo.
—No —dijo Todd con intensidad—. No sé cómo
hacerlo. Y estoy seguro de que no sabré nunca. En todo
caso, tú no puedes hacer nada, así que déjalo correr,
¿quieres? Me las arreglo muy bien solo.
—No.
—¿Cómo que no? —repitió Todd sin comprender—.
¿Qué quieres decir con ese «no»?
—Que no, que no lo dejaré correr.
[84]
Todd le miró prolongadamente.
—Está bien —dijo—. Iré.
—De acuerdo —dijo Neil antes de volver a
Shakespeare.
[85]
CAPÍTULO VIII
El Club de los Poetas Muertos se reunió en la cueva
por la tarde, antes del entrenamiento de fútbol. Todd
estaba retrasado. Para entretener la espera, sus
compañeros exploraban su refugio hasta los rincones
más ocultos o grababan sus nombres en la roca. Cuando
estuvieron todos reunidos Neil declaró abierta la sesión.
—«Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisa.
Quería vivir intensamente y sorberle todo su jugo a la
vida.»
—¡Ay, señor! —gimió Knox—. Daría lo que más quiero
por sorberle todo su jugo a Chris. ¡Estoy enamorado a
más no poder!
—Ya sabes lo que te aconsejarían los Poetas Muertos
— bromeó Cameron—. «Recoged ahora las rosas de la
vida...»
—Pero ella vive pegada a ese hijito débil mental del
mejor amigo de mi padre. Ya veríamos lo que hacían con
eso tus Poetas Muertos.
Con el corazón destrozado, Knox se apartó unos
pasos.
—Hoy no puedo quedarme con vosotros —anunció Neil
—. Tengo que pasar una prueba para la obra de Henley
Hall. Deseadme buena suerte.
[86]
Sus compañeros lo hicieron así de buena gana y Neil
desapareció por la boca de la cueva.
—Tengo la sensación de que nunca he vivido de veras
—se lamentó Charlie cuando Neil se hubo marchado—.
Durante todos estos años nunca he corrido ningún
peligro. No sé ni quién soy ni lo que quiero. Por lo menos,
Neil sabe que quiere ser actor. Y Knox sabe que quiere a
Chris.
—La necesito —suspiró Knox en su rincón.
—Meeks —siguió diciendo Charlie—, tú que eres el pe-
queño genio del grupo, dime lo que dirían los Poetas
Muertos de mi caso.
—Los románticos eran diletantes, aventureros del
pensamiento. Querían arriesgarse por todos los mares
antes de echar el ancla; o decidían seguir navegando a
favor del viento.
Cameron hizo una mueca y parpadeó.
—En Welton no hay mucho sitio para los diletantes.
Mientras los chicos consideraban esta última reflexión,
Charlie se levantó y empezó a dar vueltas en la cueva
como una fiera en su jaula. De repente, se detuvo y su
expresión se iluminó.
—Declaro que este lugar reciba el nombre de Cueva
Charles Dalton en honor a su Diletantismo Desenfrenado.
En el futuro, todos los que quieran entrar tendrán que
pedirme permiso.
—Un momento, Charlie —objetó Pitts—. Este lugar
[87]
pertenece al Club.
—En teoría, sí. Pero fui yo quien lo vio primero y recla-
mo su propiedad exclusiva.
—Y aún gracias que sólo haya un Charlie Dalton en el
grupo —suspiró Meeks.
Los demás asintieron con la cabeza. La cueva se había
convertido en su hogar, en un lugar mágico al resguardo
de otras miradas, al margen de cualquier forma de
autoridad; era un lugar en el que podían ser todo lo que
soñaban, y donde dar libre curso a la imaginación; un
lugar donde todo era posible, una garantía de
independencia en un mundo reglamentado, una válvula
para las presiones que ejercía sobre ellos el mundo
cerrado de Welton. El Club de los Poetas Muertos
acababa de renacer de sus cenizas y quería devorar la
vida a grandes mordiscos.
Pero las horas volaban y los chicos, a desgana,
tuvieron que abandonar su refugio y volver al colegio a
tiempo para el entrenamiento de fútbol.
—¡Eh! Fijaos en quién es nuestro entrenador —
exclamó Pitts.
Los chicos se volvieron en la dirección que indicaba
Pitts y vieron que el señor Keating hacía su entrada en el
campo. Colgando de una correa que le pasaba sobre el
hombro, una red llena de balones le iba dando
acompasadamente en la pierna mientras apretaba bajo
el otro brazo una misteriosa caja de madera.
—Buenos días, señores. ¿Quién de ustedes tiene la [88]
lista?
Un alumno se la entregó.
—Contesten «presente», por favor. ¿Chapman?
—Presente.
—¿Perry?
No hubo respuesta.
—¿Neil Perry?
—Está en el dentista —respondió Charlie.
Keating murmuró algo dubitativamente.
—¿Watson?
Silencio.
—¿Otro con dolor de muelas? —preguntó Keating.
—Watson está enfermo, señor.
—Ya. Menudo enfermo. Supongo que mi deber sería
ponerle una falta a Watson, pero en tal caso debería
ponerle una también a Perry. Y a mí me gusta Perry.
Dejó caer la lista al suelo.
—Señores, no están obligados a venir si no les
apetece. Los que quieran jugar que me sigan.
Keating pasó entre el grupo de alumnos a grandes
zancadas. Sin dudarlo, conquistados por la excentricidad
de su profesor, los chicos le siguieron hasta el centro del
campo.
—Siéntense, señores. Algunos fanáticos pueden decir
que tal o cuál deporte es esencialmente superior a otro.
[89]
Para mí, lo esencial en el deporte es la superación de
uno mismo a que nos obliga incesantemente. Así, Platón,
tan dotado naturalmente, pudo decir: «Es competir lo
que ha hecho de mí un poeta y un orador. » Entregaré a
cada uno de ustedes uno de estos trozos de papel e irán
ustedes a alinearse en una fila.
Keating distribuyó unas hojas de papel entre los alum-
nos y luego corrió a colocar una pelota a una decena de
metros del muchacho que encabezaba la fila.
McAllister, que pasaba por el borde del terreno de jue-
go en dirección a la biblioteca, oyó a Keating dar sus últi-
mas instrucciones. Con la curiosidad de ver qué nueva
bufonada se le había ocurrido a su brioso colega, se
detuvo un momento a observar la escena.
—Bien, ahora les toca a ustedes jugar —dijo Keating.
El primer chico dio un paso adelante y leyó en voz
alta:
—¡Oh, luchar contra vientos y mareas, hacer frente al
enemigo con el corazón de bronce!
El adolescente corrió y golpeó con el pie el balón que
pasó junto a la caja.
—No importa, Johnson. Es el gesto lo que cuenta.
Cuando Keating hubo colocado el segundo balón ante
la fila, volvió atrás y abrió la tapa de la caja mágica, que
resultó ser una gramola portátil. Levantó el brazo del
aparato entre el pulgar y el índice y colocó con
delicadeza la aguja en el primer surco. Primero se oyeron
unas crepitaciones y luego una orquesta sinfónica atacó [90]
a todo volumen el Himno a la alegría.
—¡Ritmo, señores, ése es el secreto! —gritó Keating,
quitándose la chaqueta—. ¡Vamos, el siguiente, y dele
con toda su alma!
Knox declamó:
—¡Estar solo entre todos y sentir las fronteras de la
resistencia!
Se lanzó a su vez. En el momento de golpear la pelota
con todas sus fuerzas, gritó:
—¡Chet!
A continuación, le tocó el turno a Meeks.
—Contemplar la adversidad sin pestañear, y la tortura,
y el calabozo, y la vindicta popular.
—Ser por fin un dios —aulló Charlie antes de volcar
toda su energía en la esfera de cuero.
McAllister meneó la cabeza y siguió su camino, con
una sonrisita en sus labios.
Los chicos siguieron con el ejercicio, pero la caída de
la noche no tardó en ponerle fin. Todd Anderson, que
había conseguido esconderse detrás de los demás,
exhaló un suspiro de alivio y echó a trotar en dirección al
dormitorio.
—Señor Anderson —le advirtió Keating—. No se haga
usted ilusiones; no es más que un aplazamiento.
El adolescente sintió la sangre afluir a sus mejillas.
Avergonzado, maldiciendo su propia vulnerabilidad,
corrió hasta el edificio de ladrillo rojo y cerró la puerta de [91]
golpe tras sí. Subió los escalones de cuatro en cuatro,
irrumpió en su habitación y se acurrucó en la cama.
Cuando se recuperó, con el rostro surcado de
lágrimas, su mirada cayó sobre el poema que había
estado garabateando en el bloc. Añadió un verso, y
luego, con rabia, rompió en dos el lápiz. Paseó un
momento por la habitación y acabó por exhalar un
suspiro; tomando otro lápiz, volvió a la tarea, decidido a
librar batalla contra esas palabras que se arremolinaban,
inasibles, en el caos de su imaginación.
—¡Ya está! —oyó gritar a Neil en el pasillo—. ¡Tengo el
papel! ¡Soy Puck!
La puerta se abrió de par en par, y entró Neil, radiante
de felicidad.
—¡Todd, me han aceptado! ¡Soy Puck!
Ante esos gritos, Charlie y los demás se presentaron
en la puerta.
—¡Felicidades, chico!
—¡Gracias, amigos! Nos vemos después, ¿de acuerdo?
Tengo un trabajo urgente.
En su misma alegría, Neil casi les dio con la puerta en
las narices y sacó una vieja máquina de escribir de
debajo de la cama.
—¿Cómo te las vas a arreglar? Va a resultar muy
difícil...
—¡Calla! Creo que tengo la solución. Necesito dos car-
tas de autorización.
[92]
—¿Tuyas?
—De mi padre y de Nolan.
—Neil, no irás a...
—Espera, déjame pensar...
Neil empezó a escribir a máquina con dos dedos,
riendo para sí.
—Querido señor Nolan —iba leyendo con voz agitada a
medida que se imprimían los caracteres—, le escribo en
relación con mi hijo Neil...
Todd meneó la cabeza, inquieto por el riesgo que
corría su amigo.
El lunes por la mañana, ante la clase silenciosa del se-
ñor Keating, Knox Overstreet fue el primero en leer el
poema que había compuesto.
Para Chris
Dulzura de sus ojos de zafiro
reflejos de su cabello de oro
mi corazón sucumbe a su imperio
feliz de saber que ella... que ella respira.
Knox bajó su hoja de papel.
—Lo siento, mi Capitán —dijo, volviéndose lastimosa-
[93]
mente a su pupitre—. Resulta verdaderamente idiota.
—No, es perfecto, al contrario, Knox. Lo que Knox aca-
ba de poner de manifiesto —siguió Keating dirigiéndose
a toda la clase—, es de una importancia capital: en
poesía, como en cualquier empresa, consagren todo su
ardor a las cosas esenciales de la vida; al amor, la
belleza, la verdad, la justicia.
Caminaba entre ellos a largas zancadas, volviendo la
cabeza a una y otra fila, con las piernas ligeramente
separadas como las patas de un compás que estuviese
tomándole la medida al aula.
—Y no limiten la poesía sólo al lenguaje. La poesía
está presente en la música, en la fotografía, incluso en el
arte culinario; dondequiera que se trata de penetrar la
opacidad de las cosas para hacer que brote su esencia
ante nuestros ojos. Dondequiera que algo esté en juego,
ahí se produce la revelación del mundo. La poesía puede
estar oculta en los objetos o las acciones más cotidianas,
pero nunca, nunca debe ser común. Escriban un poema
sobre el color del cielo, sobre la sonrisa de una
muchacha si les apetece, pero que se sienta en sus
versos el día de la Creación, el Juicio Final y la eternidad.
Todo me parece bien, por poco que ese poema nos dé
alegría, por poco que levante un poco el velo que hay
sobre el mundo y nos dé un estremecimiento de in-
mortalidad.
—¡Oh, Capitán! ¡Mí Capitán! —dijo Charlie—. ¿Hay
poesía en las mates?
[94]
Se oyeron muchas risitas.
—Por supuesto, señor Dalton, que hay elegancia en
las matemáticas. Y no olviden que si todos se pusiesen a
hacer rimas todo el mundo podría morirse de hambre.
Pero necesitamos la poesía y hemos de detenernos sin
cesar para hacer que aparezca en el acto más simple; si
no lo hacemos, corremos el riesgo de pasar sin darnos
cuenta junto a lo que la vida tiene de más hermoso que
ofrecernos. ¿Quién quiere recitar su poema? ¡Vamos, un
poco de valor! En cualquier caso, eso no va a hacerles
daño...
Keating paseó la mirada de un alumno a otro, pero to-
dos se quedaron mudos. Entonces, se inclinó sobre el
pupitre de Todd y sonrió con malicia.
—Miren al señor Anderson. Vean cómo la angustia pe-
trifica su semblante. ¡Vamos, arriba, muchacho! Y libere
el alma de sus miserias.
Todas las miradas convergieron en el adolescente
quien, comprendiendo que cualquier protesta sería inútil,
se levantó con timidez y fue hasta la tarima, mostrando
a la clase una expresión de condenado a muerte.
—Señor Anderson, ¿ha preparado usted un poema?
Todd dijo que no con la cabeza.
—El señor Anderson está convencido de que lo que
tiene en su interior carece de valor y es despreciable.
¿No es así, Todd? ¿Es eso lo que le aterra?
El muchacho inclinó con nerviosismo la cabeza.
[95]
—Entonces, hoy vamos a hacer la prueba de que lo
que tiene en las entrañas es, por el contrario, de un valor
inestimable.
Keating llegó hasta la pizarra de dos zancadas. Con le-
tras mayúsculas, escribió, y luego leyó:
—Aúllo mi yawp bárbaro sobre todos los techos del
mundo. Walt Whitman.
Se volvió a la clase.
—Para todos aquellos de entre ustedes que no lo
sepan, un yawp es un grito retumbante. Todd, me
gustaría que nos diese usted un ejemplo de yawp
bárbaro.
—¿Un yawp? —repitió Todd con un hilo de voz.
—Bárbaro, señor Anderson.
—Yawp.
Keating se precipitó sobre el adolescente, sobresal-
tándole.
—¡Vamos, grite!
—¡Yawp!
—Eso es un maullido. ¡Más fuerte!
—¡Yawp!
—¡Más fuerte!
—¡¡AAAAAHHHHHH!!!!!! —Aulló Todd, exasperado.
—Muy bien, así, eso es, Anderson. Hay un bárbaro que
duerme en usted.
Todd se tranquilizó un poco.[96]
—Anderson, ahí ve usted la foto de Whitman, sobre la
pizarra. ¿En qué le hace pensar? De prisa, sin pensarlo.
—En un loco.
—Sí, eso es; un loco. ¿Qué clase de loco? ¡Conteste!
¡Rápido!
—Un... ¿loco demente?
—¡Vamos, un esfuerzo de imaginación! Puede usted
hacerlo mejor. Lo primero que se le ocurra, aunque sea
absurdo.
—Un loco con los dientes que supuran.
Keating aplaudió.
—¡Ésa es la voz del poeta! Ahora, cierre los ojos.
Descríbame lo que ve. ¡Vamos!
—Yo... yo cierro los ojos. Su imagen danza encima de
mí...
—El loco de los dientes que supuran —le animó
Keating.
—Su mirada le toma el peso a mi alma y atraviesa mi
frente.
—¡Excelente! ¡Póngalo en su ambiente! ¡Con ritmo!
—Sus manos se tienden hacia mí, intenta
estrangularme...
—Sí.
—Murmura detrás de su barba...
—¿Qué dice?
—La verdad... —exclamó Todd—. La verdad es como [97]
una manta que nos deja los pies fríos.
Hubo unas risas en la clase. El rostro de Todd
enrojeció.
—¡Olvídelos! —le exhortó Keating—. Hábleme de esa
manta.
—Ya puede uno tirar de ella hacia sí en todos los
sentidos, que nunca nos cubrirá del todo.
—¡Siga!
—Sacudidla, tirad de ella, nunca será suficiente...
—No te detengas...
—Desde el día en que se entra en el mundo, llorando
—exclamó Todd—, a aquel a quien se le entrega,
agonizante, no puede hacer más que cubrirse con ella la
cabeza y gemir, llorar o aullar.
Todd se quedó inmóvil. Un silencio eléctrico había
dejado a la clase como congelada, cautivada por la
repentina inspiración que se había apoderado de su
compañero. Rompiendo el encanto, Neil se puso a
aplaudir lentamente; otros se le unieron. Respirando
profundamente, Todd mostró por primera vez una
sonrisa llena de confianza.
—No olvides nunca lo que acaba de pasar —le susurró
Keating al oído.
—Gracias, señor —respondió el chico antes de ir a
sentarse.
Al final de la clase, Neil fue a felicitar a su amigo con
un apretón de manos.[98]
—Ya sabía yo que eras capaz. Ha estado
verdaderamente bien. Hasta esta noche, en la cueva.
—Gracias, Neil.
Al crepúsculo, Neil se reunió con sus compañeros en
la cueva del río. Llevaba una vieja linterna con el
reflector picado y toda ella abollada.
—Lo siento, chicos, llego tarde —dijo, sin aliento.
Los demás miembros del Club de los Poetas Muertos
estaban sentados en el suelo al estilo sastre alrededor
de Charlie, que tenía en las rodillas un saxofón.
—Mirad lo que he encontrado en el granero —
exclamó Neil.
—¿Qué es? —preguntó Meeks.
—Una linterna, tío listo —le espetó Pitts.
Neil levantó la pantalla y descubrió un soporte con
forma de estatuilla pintada. Representaba una especie
de genio como los que describen los cuentos árabes,
vestido con un pantalón flotante y con un turbante en la
cabeza. Con su expresión amenazadora, hacía pensar
más bien en un genio maligno.
—No es una lámpara —corrigió Neil sonriendo—. Es el
dios de la cueva.
—Pues tú también eres un chico listo —le dijo Meeks
a Pitts.
Neil dejó la estatuilla en el suelo, puso una vela en el
hueco que había en el turbante y la encendió.[99]
Charlie se aclaró la garganta como muestra de impa-
ciencia.
—Bueno, ¿y si empezásemos?
Los demás se volvieron hacia él y se callaron.
—Señores, «Poemúsica», de Charles Dalton.
Sopló en su instrumento mientras sus dedos
apretaban al azar las llaves. Una sucesión de notas
estridentes y sucesivamente roncas resonó en la cueva.
—Risas, llantos, murmullos, clamores, hay que hacer
más. Sí, hacer más...
Tocó aún unas cuantas notas sin concierto, y luego
declamó otra vez, en una recitación cada vez más
rápida:
—Llamadas surgidas de la nada, sueños que brotan
del caos, gritos que emprenden el vuelo, ir más lejos. ¡Ir
más lejos!
Su voz se perdía en las profundidades de la cueva.
Llevó otra vez la embocadura del saxofón a sus labios y
la expresión escéptica de sus compañeros se disipó de
repente: largas notas melodiosas escaparon de su
instrumento, rotundas y desgarradoras, y llenaron la
cueva con su queja ondulante, permaneciendo bajo la
bóveda antes de perderse en un eco lleno de
melancolía.
A su alrededor, los chicos esperaron a que muriese la
última nota para expresar su entusiasmo.
—Charlie, ha sido genial —exclamó Neil—; ¿dónde
[100]
aprendiste a tocar?
—Mis padres querían que estudiase el clarinete, pero
yo lo odiaba con toda mi alma. Por lo menos el saxo es
más... más sonoro.
De repente, Knox se levantó, se apartó del grupo y
lanzó un largo lamento de desesperación.
—¡Ya no puedo más! ¡Necesito a Chris, y la tengo o
me tiro al río!
—Knox, tranquilízate.
—No; ése es precisamente mi problema: he estado
tranquilo toda mi vida. Si sigo quedándome ahí viéndolo
todo negro, acabaré reventado.
—¿A dónde vas? —le preguntó Neil cuando él se lanzó
fuera de la cueva.
—Voy a llamarla —respondió Knox, y se hundió en el
bosque.
La sesión del Club se vio así brutalmente
interrumpida. Todos siguieron a Knox a la carrera hasta
el campus, deseosos de conocer el resultado de su
iniciativa. Pronto estuvieron todos alrededor del teléfono
mural instalado en el vestíbulo del dormitorio.
—La suerte sonríe a los audaces —se dio ánimos Knox
descolgando el teléfono instalado bajo la escalera que
llevaba a las habitaciones.
Los demás formaban círculo a su alrededor, dándole
ánimos mientras él marcaba el número.
—¿Sí, diga?[101]
Al oír la voz de Chris, Knox fue presa del pánico y
colgó inmediatamente.
—¡Me odiará! ¡Los Danburry me odiarán! ¡Mis padres
me cortarán en rodajas!
Miró a sus compañeros, que no dijeron nada, como si
sintiesen que la decisión debía venir de él.
—Bueno, ¿qué más da? ¡Carpe diem! Aunque tenga
que dejarme la piel en ello.
Descolgó otra vez y compuso el número de Chris.
—¿Sí? ¿Diga?
—¿Sí? ¿Eres Chris? Soy Knox Overstreet.
—¿Knox? ¡Ah, sí!, Knox. Me alegro de que hayas
llamado.
—Ah, ¿sí? ¿De veras?
Cubrió el micrófono y anunció con entusiasmo a sus
amigos:
—¡Se alegra de que la haya llamado!
—Quería hablar contigo —dijo Chris—. Pero no tengo
tu teléfono. Los padres de Chet se van a Boston de fin de
semana y Chet aprovecha para invitar a un montón de
amigos. ¿Te gustaría venir?
—Bueno... Sí, claro que sí.
—Los padres de Chet no lo saben, de manera que no
hay que divulgar la noticia. Pero puedes traer a alguien
si quieres.
—Iré. Sí. A casa de los Danburry. El viernes por la no-
[102]
che. Entendido. Gracias, Chris.
Colgó y lanzó un grito de victoria.
—¿Lo habéis oído? ¡Iba a llamarme! Me ha invitado a
una fiesta.
—¿En casa de los Danburry?
—Sí.
—Pues entonces...
—¿Qué? —dijo Knox, a la defensiva.
—Eso quiere decir que no sales con ella.
—Quizá, Charlie, pero no es eso lo que cuenta.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿qué es lo que cuenta?
—Lo que cuenta es que ella pensaba en mí.
Charlie meneó la cabeza, incrédulo ante el optimismo
mostrado por su compañero.
—Sólo la he visto una vez y ya soy el centro de sus
pensamientos —siguió Knox—. Lo presiento, ¡será mía!
De un salto, fue a la escalera y subió los escalones de
cuatro en cuatro bajo la mirada divertida de los Poetas
Muertos.
—¿Quién sabe? —dijo Charlie—. Después de todo, el
amor nos da alas.
—Carpe diem... —concluyó Neil.
[103]
CAPÍTULO IX
Montado en su bicicleta, Neil cruzó la plaza del pueblo
pedaleando enérgicamente, tomó por Vermont Road a
toda marcha después de rodear al Ayuntamiento y pasó
ante algunas tiendas con los cierres bajados antes de
llegar por fin a los edificios blancos de Henley Hall. Dejó
la bicicleta en la entrada. Apenas había puesto los pies
en la sala de actos cuando el director ya le estaba
diciendo:
—Date prisa, Neil. Necesitamos a Puck para ensayar
esta escena.
Neil bajó por el pasillo central en dirección al escena-
rio, tomó al pasar un bastón coronado con una cabeza de
búfalo que le tendía un tramoyista y empezó sin prepara-
ción ninguna:
—¿Solo tres? Vamos, más un
Cuatro serán dos parejas
He aquí que viene, ingrato
Cupido es un mal bicho
Al volver así locas a unas pobres mujeres.
Puck hincó una rodilla en el suelo para observar mejor
[104]
a Hermia, interpretada por Ginny Danburry, que se arras-
traba por el escenario, presa de la locura, con los ojos
enrojecidos.
El director, un hombre de unos cuarenta años con las
sienes grises, interrumpió a Ginny para elogiar a Neil.
—Muy bien, Neil. Das verdaderamente la sensación de
que Puck es consciente de que lanza las redes de la
intriga Recuerda que se divierte mucho con sus manejos.
Neil inclinó la cabeza y repitió sus últimos versos con
más insolencia.
—Cupido es un mal bicho
al volver así locas a unas pobres mujeres.
—Excelente. Te toca, Ginny.
Ginny subió al escenario.
—Nunca tan fatigada, nunca tan desdichada
Transida por el rocío y desgarrada por las zarzas,
No puedo ni arrastrarme ni ir más lejos...
En pie en la primera fila, el director hizo grandes
gestos hacia los bastidores para indicar a los figurantes
que era el momento de su aparición.
El ensayo se prolongó hasta el final de la tarde. Los jó-
venes actores se maravillaban al ver que la obra iba [105]
naciendo poco a poco entre sus manos y se quedaban
hasta tarde para compartir su entusiasmo o sus miedos
con el resto de la compañía. Pero la noche ya estaba
encima y Neil tuvo que desaparecer.
—Hasta mañana —se despidió de todos.
Corrió a recoger su bicicleta, con los ojos aún
brillantes por el intenso placer que le procuraba el hecho
de subir al escenario y dar vida a su personaje.
El pueblo dormía. Neil tomó el camino de Welton, repi-
tiendo sus entradas a gritos.
Al acercarse a Welton, bajó la velocidad,
asegurándose de que el paso estaba expedito antes de
cruzar la verja. Unos golpes de pedal le bastaron para
subir la suave pendiente que llevaba al domitorio. Una
vez hubo dejado la bicicleta en el cobertizo, se disponía a
entrar en el edificio de ladrillo rojo cuando vio en la
sombra una silueta apoyada en la pared.
—¿Todd?
Se acercó a su compañero de habitación, que estaba
sentado en el suelo, sin abrigo a pesar del frío.
—¿Qué haces aquí?
El adolescente no le respondió.
—Todd, ¿qué es lo que no va bien?
Neil se acuclilló junto a su amigo.
—Hace un frío del demonio.
—Hoy es mi cumpleaños —anunció Todd con voz sin
inflexiones.[106]
—¿Bromeas? Hubieses podido advertirme.
¡Felicidades! ¿Te han hecho algún regalo?
A Todd le castañeteaban los dientes. Sin decir
palabra, señaló con el dedo una gran caja de cartón que
tenía a sus pies. Neil levantó la tapa y mostró el mismo
conjunto de objetos de escritorio que ya ocupaba, en la
habitación, la mesa de trabajo de Todd.
—Es el mismo que el tuyo —dijo Neil—. No entiendo.
—Pues es muy sencillo. Me han regalado lo mismo que
el año pasado —dijo el chico estallando en sollozos—. Ni
siquiera se han acordado de eso.
Neil se quedó un momento en silencio, compartiendo
la aflicción de su amigo.
—Quizá pensaron que el primero ya estaba muy usado
—dijo a modo de consuelo—. Quizá pensaron que...
—También es posible que no piensen en nada, menos
cuando se trata de mi hermano —replicó Todd con indig-
nación—. El cumpleaños de mi hermano siempre es
fiesta grande.
Bajó los ojos al paquete.
—Lo más divertido es que ya encontraba el primero
muy feo.
—Todd, creo que subestimas el valor de este regalo.
—¿Cómo?
—Bromas aparte —siguió Neil, impertérrito—. Si nece-
sitase dos veces una cosa como ésa, probablemente
elegiría una así las dos veces.[107]
Todd esbozó una sonrisa.
—Además, ¿quién iba a querer un balón de fútbol, ni
un bate de béisbol, ni un descapotable en lugar de unos
utensi-lios de escritorio tan bonitos?
Los dos chicos rieron al unísono mirando la gran caja
de cartón que tenían a sus pies. Era ya noche cerrada.
Neil temblaba de frío.
—¿Sabes cómo me llamaba mi padre cuando era
pequeño? —dijo de repente Todd—. Medio dólar. Decía
que eso era todo lo que podían valer los elementos
químicos de mi cuerpo si se les podía meter en botellas y
venderlos. Y que nunca valdría ni un centavo más si no
dedicaba cada día de mi vida a mejorar. Medio dólar...
Neil meneó la cabeza y suspiró, comprendiendo mejor
esa falta de confianza en sí mismo que su compañero
arrastraba como una cadena de presidiario.
—Cuando era niño —siguió Todd—, creía que los
padres querían a sus hijos instintivamente. Era lo que me
enseñaban en el colegio; y yo acabé creyéndomelo. Pero
mis padres parecen reservar todo su amor para mi
hermano mayor.
Todd se levantó, hizo una inspiración honda como
para contener las lágrimas y, sin añadir nada más, fue a
refugiarse en el interior del edificio. Conmovido por esas
confidencias, Neil se quedó un momento sin reaccionar,
con un hombro apoyado en el muro de ladrillo frío,
buscando desesperadamente alguna palabra de
consuelo.
[108]
—Todd... —llamó en voz baja, yendo tras de su amigo.
Al día siguiente por la tarde, al entrar en la clase del
señor Keating, los alumnos encontraron un mensaje
escrito con tiza en la pizarra que les invitaba a reunirse
con su profesor en el patio interior del colegio.
—Me pregunto qué se le habrá ocurrido hoy —dijo
Pitts.
Los chicos recorrieron el pasillo y bajaron por la
escalera para reunirse luego en el pequeño patio interior.
Molesto por el tumulto, el señor McAllister asomó la
cabeza por la puerta de su clase y les lanzó una mirada
asesina.
—Señores —empezó Keating cuando todos estuvieron
reunidos a su alrededor—, una peligrosa cantidad de
conformismo se ha infiltrado en su trabajo. Pitts,
Cameron, Overstreet, acérquense, por favor.
Los tres alumnos salieron de la fila.
—Contaré hasta tres, e irán ustedes a darle la vuelta
al patio. No se inquieten; este ejercicio no se calificará.
Vamos; uno, dos, tres, vayan.
Los chicos echaron a andar, preguntándose
vagamente a qué se debía ese ejercicio. Le dieron la
vuelta al patio en sentido contrario al de las agujas del
reloj, volviendo pronto a su punto de partida.
—Eso es, señores; sigan, no se detengan.
Siguieron, pues, con su deambular bajo la mirada
[109]
atenta del profesor y la de sus compañeros, más
intrigada. Poco a poco, casi insensiblemente, empezaron
a andar acomodando uno sus pasos a los de los otros, y
sus zapatos acabaron por ir a compás sobre el
pavimento del patio. Entre los compañeros que se habían
quedado a un lado, muchos empezaron a batir palmas
con una cadencia de marcha militar.
—Ahí está, eso es... —dijo entonces Keating, exultante
—. ¿Lo oyen? Una, dos, una, dos, una, dos... Nos
divertimos como locos en la clase del señor Keating —
canturreó.
Ocupado en la corrección de unos ejercicios en su
clase, el señor McAllister se sintió pronto irritado con ese
alboroto. Echando atrás su asiento, fue hasta la ventana
para averiguar la causa. Los tres andarines recorrían el
patio con paso marcial, levantando las piernas y
golpeando con el talón, animados por el batir de palmas
de la clase.
El decano Nolan, que estaba ocupado con su correo en
la atmósfera afelpada de su despacho, tendió también el
oído a ese desorden extraordinario. Dejando su trabajo,
se dirigió a la ventana y contempló con sorpresa la
mascarada militar. Frunció el ceño.
—¿Qué significa este circo? —refunfuñó entre dientes.
Estaba demasiado lejos, para su mayor desagrado,
como para poder oír con claridad las palabras del señor
Keating.
—Está bien, paren —dijo el señor Keating—. Sin duda
[110]
se han dado cuenta ustedes que al principio los señores
Overstreet, Pitts y Cameron salieron cada uno a su ritmo.
Largas y lentas zancadas en el caso del señor Pitts, que
sabe que sus largas piernas le llevarán con facilidad a su
destino; un trotecillo ligero e inquieto en el caso de
Cameron, que teme con cada paso que da que su nota
media baje; en cuanto al señor Overstreet, avanzaba
como si le impulsase una fuerza viril. Pero también
habrán ustedes observado que no han tardado en adoptar
el mismo paso. Y nuestras palmadas no han hecho otra
cosa que animarles.
»Este experimento notablemente instructivo ha venido
a ilustrar la fuerza del conformismo y la dificultad de de-
fender sus convicciones ante los demás. Y en el caso en
que algunos de ustedes, lo estoy leyendo en sus ojos,
imaginen que hubiesen seguido a su propio paso sin
pestañear, que se pregunten por qué se han puesto a
batir palmas como lo han hecho. Señores, todos llevamos
en nosotros mismos este deseo de ser aceptados; pero
traten de estimular lo que tienen ustedes de único o
diferente, incluso aunque por ello se vean tachados de
excéntricos. Voy a citar a Frost: «Dos caminos se me
ofrecen; he elegido el menos frecuentado, y ésa es toda
la diferencia.»
»Pues bien, ahora quiero que encuentren ustedes su
propia cadencia, su propia manera de andar. No les pido
que hagan el payaso, sino que cobren conciencia de su
individualidad. Vayan, el patio es suyo.
Adoptando andares más o menos estrambóticos, los [111]
chicos invadieron el patio moviéndose en todos los
sentidos, con excepción de Charlie, que se quedó
apoyado en una columna.
—Señor Dalton, ¿no juega usted con nosotros?
—Estoy haciendo valer mi derecho a la inmovilidad.
—Gracias, señor Dalton. Claro y sucinto; nada usted a
contracorriente.
El señor Nolan se apartó de la ventana con gesto preo-
cupado.
—¿A dónde nos va a llevar esto? —gruñó acariciándose
la barbilla.
Unas ventanas más allá, el señor McAllister abandonó
con un encogimiento de hombros las payasadas de su
colega y volvió a sus correcciones.
—Quedamos esta noche en la cueva —le susurró
Cameron a Neil mientras se dirigían a la clase siguiente.
—¿A qué hora?
—A las siete y media.
—Pasaré el mensaje.
Pronto llegó la noche. Todd, Neil, Cameron, Pitts y
Meeks pronto estuvieron reunidos alrededor de una
hoguera de campamento en la cueva, tendiendo las
manos heladas hacia las llamas. Fuera, una espesa niebla
saturaba el bosque y los árboles se movían con el soplo
de una suave brisa.
—Es lúgubre esta noche —dijo Meeks, encajando la ca-
beza entre los hombros—. ¿Dónde está Knox?[112]
—Poniéndose guapo para la fiesta en la casa de los
Danburry.
—¿Y Charlie? —preguntó Cameron—. Fue él el que
insistió para que nos reuniésemos esta noche.
Los demás contestaron con un encogimiento de
hombros. Neil decidió abrir la sesión sin esperar más.
—«Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisa...
Vivir intensamente y sorberle todo el jugo a la vida...»
Los ojos de Neil abandonaron de repente las páginas
para volverse hacia la boca de la cueva. Todos habían
oído unos ruidos en el bosque, y no eran del viento.
Curiosamente, habían creído oír unas risas ahogadas.
Una voz femenina sonó de repente en el umbral de su
refugio.
—Oh, caramba, qué oscuro está ahí dentro.
—Es por aquí —respondió la voz de Charlie—. Casi he-
mos llegado.
Las caras de los chicos estaban enrojecidas con el
resplandor de las llamas mientras se volvían para ver a
las dos chicas que se adelantaban hacia ellos en
compañía de Charlie. Pitts se levantó de un salto y
estuvo a punto de darse de cabeza contra la bóveda de
la cueva.
—Hola, chicos —dijo Charlie, que tenía el brazo sobre
los hombros de una bonita rubia—. Os presento a Gloria
y...
Dudó y se volvió a una chica un tanto metida en
[113]
carnes, de cabello negro y ojos verdes.
—Tina —dijo ella antes de llevarse a los labios una
botella de cerveza.
—Tina y Gloria —repitió alegremente Charlie—. Os
presento a los miembros del Club de los Poetas Muertos.
—¡Qué nombre tan divertido! —exclamó Gloria—.
¿Qué quiere decir?
—Es un secreto —respondió Charlie.
—Eres un encanto —arrulló Gloria abrazándole.
Los chicos se sentían intimidados por la presencia de
aquellas criaturas exóticas que acababan de violar el
santuario. Eran visiblemente mayores que ellos;
tendrían veinte años o quizá más. Todos se hacían la
misma pregunta: ¿de dónde las había sacado Charlie?
—Señores —dijo Charlie, con una mano en la cintura
de Gloria, ante los ojos atónitos de sus compañeros—,
tengo que daros una noticia. Fiel al espíritu innovador
que anima a los Poetas Muertos, ya no responderé al
nombre de Charlie Dalton. Desde ahora, llamadme
Nuwanda.
Las chicas encontraron que eso era muy divertido.
—Entonces, ¿ya no existe Charlie? —preguntó Gloria
—. ¿Qué quiere decir eso de Numama?
—Nuwanda —corrigió el chico—. Y no quiere decir
nada; acabo de inventarlo.
—Tengo frío —dijo Gloria.
—Salgamos a buscar leña —dijo Neil, haciéndoles un [114]
gesto a sus compinches...
Meeks, Pitts y los demás salieron de la cueva. Charlie
se agachó, tomó un poco de barro con el extremo de sus
dedos y, como un guerrero apache, dibujó dos trazos
oscuros en sus mejillas. Alzando la barbilla
provocativamente, dirigió a Gloria una mirada ardorosa
antes de desaparecer a su vez por la boca de la cueva.
Al quedarse solas, las dos chicas se echaron a reír.
Mientras los miembros del Club de los Poetas se
adentraban en el bosque buscando ramas muertas,
Knox Overstreet pedaleaba en dirección a la mansión de
los Danburry. Dejó la bicicleta cerca de la suntuosa
vivienda, se quitó el abrigo y lo dejó en el trasportín de
la rueda trasera. Una vez se hubo ajustado el nudo de la
corbata, subió de un salto los escalones de la entrada y
llamó a la puerta. La música llegaba hasta él apenas
ahogada, pero nadie acudió a abrir. Llamó otra vez, más
fuerte, luego llamó al timbre y entró.
La fiesta estaba en su apogeo. Un corpulento pelirrojo
y una chica con calcetines blancos se estaban
besuqueando en el sofá del vestíbulo. Había otras
parejas instaladas en los sillones, en los sofás e incluso
en las alfombras, aparentemente desligadas del mundo
exterior. Knox se quedó en el umbral, sin saber qué
partido tomar. Chris salió de repente de la cocina con su
cabello dorado en desorden.
—Chris —la llamó.
[115]
—Ah, hola —respondió la chica con desenvoltura—.
Encantada de verte. ¿Has venido solo?
—Sí.
—Ginny debe de andar por ahí. No tienes más que
buscarla.
Y la chica se alejó.
—Pero, Chris... —trató de retenerla.
—Chet me espera. Estás en tu casa.
Los hombros de Knox se hundieron. Pasó por encima
de las parejas tiradas por el suelo y buscó con la vista a
Ginny.
—Así que una fiesta, ¿no?
En ese momento, los Poetas Muertos andaban a
tientas en la oscuridad haciendo como que buscaban
ramas muertas.
—Charlie... —susurró Neil.
—Llámame Nuwanda.
—Nuwanda —dijo con paciencia Neil—. ¿Qué es todo
esto?
—¿Qué pasa? ¿Os molesta que uno traiga chicas?
—No. Por supuesto que no —intervino Pitts—. Pero
hubieses podido avisarnos.
—No hay nada como la espontaneidad —murmuró
Charlie—. Después de todo ésa es nuestra norma de
vida, ¿no?[116]
—¿De dónde las has sacado?
—Estaban paseando junto al campo de fútbol. Me
dijeron que Welton las intrigaba, así que las invité a
nuestra reunión.
—¿Son de Henley Hall?
—Ya no van al colegio.
—¿De veras? —exclamó Cameron, entornando los
ojos.
—¿Qué te pasa, Cameron? —le reconvino Charlie—.
Te comportas como si fuesen tu madre. ¿Es que te dan
miedo o qué?
—No, no me dan miedo. Pero si nos atrapan con ellas,
estamos listos.
—Eh, ¿qué estáis haciendo ahí? —llamó Gloria desde
la boca de la cueva.
—Ya vamos —dijo Charlie—. Un momento.
Charlie se volvió a Cameron y susurró, amenazador:
—Si tú no dices nada, canijo, no hay ningún peligro.
—¿Cómo me has llamado, Dalton?
—¡Vamos, tranquilos los dos!
—¡Dalton, no! ¡Nuwanda! —dijo aún Charlie antes de
encaminarse otra vez a la cueva.
Los otros hicieron lo mismo, dejando a Cameron
hirviendo de rabia; les siguió un momento con los ojos y
luego fue tras ellos.
Arrojaron a las llamas las ramas y hojas que habían [117]
recogido y se sentaron alrededor del fuego, que crepitó
con renovada energía.
—Me pregunto cómo le estará yendo a Knox —dijo
Pitts, divertido.
—Pobre chico —suspiró Neil—. Tengo la sensación de
que iba derecho a una cruel decepción.
Con la cara larga, Knox deambulaba por la enorme vi-
vienda de los Danburry. Acabó aterrizando en la cocina.
Muchos adolescentes estaban enzarzados en una
animada conversación, una pareja se besaba
apasionadamente. Knox trató de no mirar la mano del
chico, que, rechazada una y otra vez, se obstinaba en
subir bajo la falda de la chica. En un rincón vio a Ginny
Danburry con quien intercambió una sonrisa incómoda.
—¿Eres el hermano de Mutt Sanders? —le aulló de re-
pente en el oído un tipo con la estatura de un jugador
de fútbol americano.
—¿Cómo? No.
—¡Eh, Bubba!
El tipo grande como un armario sacó de su estupor a
un individuo con la misma pinta que dormitaba de pie,
con la frente apoyada en la nevera.
—Este tío se parece como una gota de agua a otra a
Mutt Sanders, ¿verdad?
—¿Eres su hermano? —gargarizó el tal Bubba.
—No tenemos ningún lazo familiar. Nunca he oído ha-[118]
blar de él, lo siento.
—Eh, Steve —dijo Bubba—, ¿dónde están tus
modales? Tienes delante al hermano de Mutt Sanders y
no le invitas a una copa. Vamos, chico, ¿te apetece un
whisky?
—En realidad, yo no...
Steve no le escuchaba. Puso un vaso en la mano de
Knox y metió en él el gollete de una botella.
Knox tuvo que brindar con Bubba.
—Por Mutt.
—Por Mutt —repitió Steve.
—Bueno... Por Mutt —dijo Knox tras encogerse de
hombros.
Bubba y Steve vaciaron sus vasos de un trago. Knox
se creyó obligado a imitarles y le dio inmediatamente un
ataque de tos. Sin parpadear, Steve sirvió otra ronda. El
estómago de Knox estaba en erupción.
—Bueno, y ¿cómo anda el viejo Mutt? —preguntó
Bubba.
Knox contestó entre dos ahogos.
—En realidad... No conozco... en realidad a Mutt.
Los ojos entrecerrados de Bubba no parecieron
sorprenderse ante esta declaración.
—¡Por el gran Mutt! —dijo, levantando el vaso.
—¡Por el gran Mutt! —le secundó Steve.
—Por el gran... Mutt —tosió Knox.[119]
Apuraron sus vasos y Knox volvió a toser con fuerza.
El armario le dio una palmada en la espalda.
—Bueno, he de ir a buscar a Patsy —anunció Bubba
con un hipo etílico—. Saluda a Mutt de mi parte.
—No dejaré de hacerlo —dijo Knox, encajando una se-
gunda palmada en la espalda.
Vio que Ginny le miraba riendo.
—Llévate el vaso —dijo Steve, que le sirvió otra copa.
Knox sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas.
Las llamas subían hacia la bóveda de la cueva.
Encogidos uno junto a otro, los Poetas Muertos y sus
invitadas miraban el fuego con fascinación. Sobre una
roca, una vela se consumía lentamente en la cabeza
tocada con el turbante del «dios de la cueva».
—Ya sabía que erais más bien raros en esta escuela,
pero no tanto —dijo Tina, examinando la estatuilla.
Sacó de su zamarra una petaca de whisky y se la
tendió a Neil. Éste dudó un momento, y luego la tomó y
bebió un sorbo dándose aires de viejo lobo de mar. Se la
devolvió a Tina.
—Vamos, hazla pasar —dijo la chica.
Sus ojos se habían animado, el fuego y el whisky
daban color a sus mejillas.
La petaca pasó de mano en mano. Los chicos
trataban de no hacer visajes con el efecto del amargo
líquido. Todd fue el único que no tosió después de tomar [120]
un sorbo de whisky.
—¡Caramba! —aplaudió Gloria, al ver cómo había
bajado el nivel de la petaca—. Y, decidme, ¿os hacen
falta chicas?
—¿Que si nos hacen falta? —repitió Charlie—. Nos tie-
ne completamente idiotas, vaya. Por cierto, me gustaría
anunciaros que he metido en el boletín del colegio, en
nombre de los Poetas Muertos, un artículo exigiendo que
se admitan chicas en Welton.
—¿Que has hecho qué? —exclamó Neil, saltando en
pie—. Y ¿cómo lo has hecho, en primer lugar?
—Olvidas que soy corrector de pruebas en el boletín.
Simplemente, he añadido el artículo.
—Entonces estamos listos —masculló Pitts.
—¿Por qué? —replicó Charlie—. Nadie sabe quiénes
somos.
—¡Pero lo adivinarán en seguida! —dijo Cameron
indignado, horrorizado por las consecuencias de esa
bravata—. Se te vendrán encima y se te cargarán por lo
del Club de los Poetas Muertos... ¡No tenías derecho a
hacer una cosa así!
—Llámame Nuwanda, Cameron.
—Tiene razón —cloqueó Gloria—. Nuwanda es más
bonito.
Charlie se levantó a su vez.
—Bueno, y ¿qué? ¿Estamos aquí por las apariencias o
defendemos de verdad los ideales del Club? Porque si [121]
sólo nos reunimos para leer poemas por turno, entonces
no le veo interés.
—Quizá —dijo Neil, empezando a pasear por la cueva
—. Pero aun así no tenías derecho a hablar por todos
nosotros.
—Bueno, dejad de preocuparos, banda de miedosos.
Si me atrapan, diré que he sido yo el único culpable. No
tenéis por qué inquietaros. Bueno, Gloria y Tina no han
venido aquí para oír vuestros lloriqueos. ¿Y si
abriésemos la sesión?
—Eso —aprobó Gloria—. Tenemos que ver cómo es la
cosa para saber si queremos entrar en el Club.
Neil enarcó las cejas.
—¿Vosotras?
Charlie le ignoró y se volvió hacia Tina.
—¿Me atreveré a compararte con un día de verano?
No, tú eres más dulce y más tibia.
Tina se derritió.
—Oh, qué bonito.
—Acabo de componerlo para ti.
—¿De veras?
Y le echó los brazos al cuello a Charlie. Los demás se
hicieron los indiferentes, cuando en realidad ardían de
celos.
—Voy a improvisar una para ti también, Gloria.
Cerró los ojos.
[122]
—Oh, belleza que camina en la noche...
Abrió los ojos y se levantó, como por impulso de la
inspiración.
Oh, belleza que camina en la noche
Tu resplandor apaga el de los cielos
Porque la pasión, divina armonía,
Brilla en la brasa de tus ojos.
Gloria se estremeció de placer.
—Es maravilloso, ¿verdad?
Los otros seguían sentados, con los rostros
enrojecidos por el despecho.
En ese mismo momento, con el corazón presa
también de unos celos devoradores, Knox Overstreet
andaba vacilante y sin rumbo por la enorme vivienda.
—Ya me lo advirtieron —rezongó, recordando lo que
sus compañeros del Club le habían dicho.
La casa se había sumido en una penumbra que sólo
los rayos de la luna hacían retroceder. La música le
martilleaba los tímpanos. Por todas partes había bultos
indistintos que se abrazaban y se apelotonaban.
Con un vaso en la mano, aturdido por los
innumerables whiskies que había bebido con los
compadres Bubba y Steve, Knox tropezó con una pareja [123]
estirada en la alfombra.
—¡Eh! —exclamó una voz—. ¡Podrías tener más
cuidado en dónde pones los pies! ¿Es que llevas encima
una copa de más, o qué?
[124]
CAPÍTULO X
Knox se dejó caer pesadamente en un sofá,
consiguiendo por puro milagro no rociarse con el whisky.
Echando la cabeza atrás, se largó un buen trago del
líquido dorado, sorprendiéndose vagamente de no sentir
ya su quemazón.
Paseó una mirada vidriosa a su alrededor, con los pár-
pados pesados por el alcohol. A su izquierda había una
pareja abrazada, criatura ondulante y gimiente, una
amalgama de miembros que Knox renunció a
desentrañar. A su derecha, dos amantes estaban
muellemente hundidos entre los cojines. Descorazonado,
Knox quiso levantarse, pero la pareja con la que había
tropezado un poco antes había rodado hasta sus pies,
dejándole encerrado. Knox rió para sus adentros con
ironía. Pero, ya que sus vecinos estaban visiblemente
demasiado ocupados para que les preocupase su
presencia, decidió tomar la cosa con paciencia.
La música se interrumpió. En la oscuridad de la estan-
cia, ya no se oyeron más que murmullos y gemidos lán-
guidos.
—Parece un centro de reanimación —ironizó Knox.
Pero la risa del adolescente sonaba a falso. Volvió la
cabeza hacia la pareja de la derecha.
—Anda, vamos, y ahora te muerdo la oreja...[125]
Y hacia la de la izquierda.
—Oh, Chris, eres tan bonita... —oyó.
Su mandíbula inferior estuvo a punto de desencajarse.
¡Aquella criatura proteiforme eran Chris y Chet! El cora-
zón de Knox le saltó en el pecho. ¡Chris Noel estaba
sentada junto a él, apoyada en él!
Volvió la música. Las voces de los Drifters se alzaron
en la estancia. A Knox la cabeza le daba vueltas. Ante
sus narices, los dos adolescentes se besaban con juvenil
entusiasmo. Knox contempló la nuca de la chica, el
nacimiento de su cabello, su perfil delicado, la curva del
seno. Vació de un trago el resto de su vaso y se forzó a
desviar la mirada.
Pero Chris le pesaba cada vez más en el hombro. Con
el rostro crispado en una mueca, Knox luchaba con todas
sus fuerzas contra la tentación. Aunque se daba perfecta
cuenta de que estaba perdiendo la batalla.
Se volvió otra vez hacia Chris. Sus senos le exaltaban.
—Carpe pechum —dijo en voz alta, cerrando los ojos
—. ¡Aprovecha el momento presente!
—¿Qué? —le dijo Chris a Chet.
—No he dicho nada —respondió el muchacho.
Volvieron los dos a su beso donde lo habían dejado. La
mano izquierda de Knox, como movida por una fuerza
magnética irresistible, se tendió lentamente hacia la
chica. Sus dedos temblorosos rozaron la nuca rubia antes
de bajar hacia su seno. Knox echó la cabeza atrás contra
[126]
el cojín y, con los ojos cerrados, saboreó el dulce calor de
su amada.
Creyendo que era un refinamiento sensual de Chet, la
chica acogió esta nueva caricia encantada.
—¡Oh, Chet! —dijo, arqueando ligeramente el busto—.
Qué agradable es.
—¿Sí? —dijo Chet, sorprendido—. ¿El qué?
—Ya lo sabes...
Knox retiró la mano. Chet se adueñó otra vez de los
labios de Chris.
—Sigue, Chet...
—¿Que siga con qué?
—Chet...
Los dedos de Knox se posaron otra vez en el cuello de
la muchacha y luego dibujaron lentos arabescos al
dirigirse a su seno. Chris exhaló un largo gemido de
placer.
Chet se apartó un poco, sorprendido por la reacción
de su pareja, y luego renunció a comprender.
Knox respiraba profundamente. La música parecía
amplificarse en su cabeza. Sus dedos se envalentonaron
y se cerraron en el seno firme de Chris. Knox se hundía
suavemente en el éxtasis. El vaso de whisky se le
escapó.
Pero de repente su mano quedó presa en una tenaza
de hierro mientras una lámpara se encendía en la
cómoda próxima. Guiñando los ojos, Knox se enfrentó [127]
cara a cara con Chet y Chris. Chris parecía
desconcertada; en cuanto a Chet, la mueca de su cara no
dejaba duda ninguna acerca de sus sentimientos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —aulló.
—¿Knox? —dijo Chris, poniéndose la mano delante en
forma de visera.
—¡Chet! ¡Chris! —exclamó Knox, fingiendo una total
inocencia—. ¿Qué hacéis aquí?
—Eres un... un...
Chet exhaló un gruñido y estrelló el puño contra la
cara de Knox. Agarrándole de la camisa, le despegó del
asiento y le envió rodando por el suelo antes de arrojarse
sobre él para inmovilizarle de espaldas en la alfombra. El
futbolista le martilleó entonces la cara con una andanada
de golpes que Knox intentaba vanamente contener.
—¡Marrano de mierda!
Chris trató de intervenir.
—¡Para, vas a hacerle daño! ¡Está sangrando!
Los puñetazos de Chet se sucedían con la regularidad
de un metrónomo, izquierda, derecha, izquierda,
derecha.
—¡Chet, para! ¡No ha hecho ningún daño!
Ella le tiró hacia atrás desde la espalda. Él se levantó,
sin dejar de mirar a su adversario con ojos asesinos.
Knox rodó a un lado cubriéndose la cara con las dos
manos.
—Ya basta —sollozó Chris, interponiéndose entre los [128]
dos.
Knox seguía tendido en la alfombra, con la mano en
la nariz que chorreaba sangre.
—Lo siento mucho, Chris, lo siento mucho —gimió.
—¿Ya tienes bastante? —gritó Chet—. ¿O quieres
más? ¡Venga, lárgate!
Chet hizo ademán de venírsele encima otra vez, pero
Chris y un amigo le retuvieron por el brazo. Otros
escoltaron a Knox fuera de la estancia.
Andando de forma titubeante en dirección a la cocina,
Knox dijo aún por encima del hombro.
—¡Lo siento, Chris!
—Si alguna vez vuelvo a verte, te mato —replicó
Chet, enseñando los dientes.
Muy lejos de imaginar que uno de sus miembros se
encontraba en tan mala situación, el Club de los Poetas
Muertos proseguía su sesión.
Mantenido con regularidad, el fuego se levantaba
hasta lo alto de la cueva, proyectando en las paredes
sombras gigantescas. Rodeando a Charlie con un brazo,
Gloria le miraba con atención. El whisky circulaba de
mano en mano.
—¡Eh, chicos! ¿Y si les enseñásemos a Gloria y a Tina
el jardín de los Poetas Muertos? —dijo de repente
Charlie, señalando con la barbilla hacia la entrada de la
cueva.[129]
—¿El jardín? —preguntó Meeks sin comprender.
—¿Qué jardín? —inquirió Pitts.
Con una mirada furibunda, Charlie les impuso
silencio. Neil, más sagaz que sus compañeros, le dio un
codazo a Pitts, que por fin comprendió.
—Ah, sí. El jardín —dijo con aire de entendido—. La vi-
sita es por aquí, señoras y señores.
—¡Qué raro! —exclamó Tina con perplejidad—. ¿Tam-
bién tenéis un jardín?
Fueron hacia la salida. Quedándose atrás, con los ojos
abiertos de par en par detrás de las gafas, Meeks retuvo
a Charlie por el codo.
—¿De qué estáis hablando? —cuchicheó.
Charlie le fulminó con la mirada.
—Charlie... Bueno, Nuwanda, no tenemos ningún
jardín. Neil acudió al rescate y, con un empujón, envió a
Meeks hacia la salida.
—¡Camina, idiota!
Cuando se vio solo con Gloria, Charlie se volvió a la
muchacha sonriendo.
—Para ser un pequeño genio, tarda una barbaridad
en darse cuenta de las cosas.
—Pues yo le encuentro más bien agradable.
—Yo también te encuentro a ti agradable —murmuró
Charlie.
Se inclinó despacio hacia delante para besarla,
[130]
entrecerrando los párpados. Cuando sus labios rozaban
ya los de Gloria, la chica se levantó.
—¿Sabes lo que me gusta de veras de ti?
Un tanto contrariado por este contratiempo, Charlie
levantó los ojos a la bóveda.
—No. ¿Qué?
—Todos los tipos que he conocido no suelen pensar
más que en una cosa... Bueno, ya sabes lo que quiero
decir... Pero tú eres diferente.
—¿De veras?
—¡Sí! Cualquier otro ya se me hubiese lanzado
encima. Recítame otro poema.
—Pero...
—¡Por favor! Es que es tan estupendo ser amada por
lo que una es de verdad.
Charlie se pasó una mano por la cara. Gloria se volvió
hacia él.
—Nuwanda, por favor...
—¡Está bien! Déjame pensar.
Calló un momento, y luego recitó:
Para la santa unión de las almas
no admito obstáculo ninguno; el amor no es amor
si cambia al ver que cambia la otra llama
lo mismo que si, abandonado, abandona a su vez.
[131]
Gloria cloqueó de placer.
—¡No te pares, por encima de todo!
Charlie siguió, y los gemidos de Gloria resonaron en la
cueva.
Oh, no. Es un signo establecido para siempre
testigo de la tempestad, eso no le conmueve
Es el astro al que se unen todas las barcas errantes
Se mide su altura, sin conocer sus efectos.
—¡Es todavía mejor que hacer el amor! —exclamó
Gloria—. ¡Es el Amor con A mayúscula!
Charlie alzó los ojos al cielo, aunque se resignó a
recitar poemas hasta una hora avanzada de la noche.
Al día siguiente, todo el colegio fue convocado a la
capilla de Welton. Una confusión de cuchicheos y de
bancos removidos sobre las losas del suelo llenaba el
espacio a medida que los chicos ocupaban su lugar por
grupos, intercambiando comentarios sobre el boletín de
la semana.
Knox Overstreet se sumió en su asiento, esforzándose
por disimular su rostro tumefacto. Los demás miembros
del Club de los Poetas traicionaban en sus semblantes
consumidos la falta de sueño. Ahogando un bostezo tras
[132]
el puño cerrado, Pitts le tendió un pequeño bulto a
Charlie.
—Ya está listo —cuchicheó.
Charlie se lo agradeció con una inclinación de cabeza.
El decano hizo su aparición en la capilla. Un silencio
tenso se abatió súbitamente sobre los asistentes y los
ejemplares del boletín desaparecieron como por
ensalmo. El señor Nolan subió al estrado con paso
decidido y, con un gesto rápido de la mano, ordenó que
todos se sentasen. Se aclaró la voz con un ronco
carraspeo.
—Señores —empezó con gravedad conminatoria—, en
nuestro boletín semanal ha aparecido un artículo no
autorizado y de carácter blasfemo en favor de la
coeducación en Welton. Mejor que perder un tiempo
precioso haciendo una investigación para desenmascarar
a los culpables, y les pido que crean que no escaparán,
les digo a todos los alumnos que tengan conocimiento de
ello que se pongan en pie aquí y ahora. Cualesquiera que
sean los responsables de tal abyección, la única
posibilidad que tienen de evitar su expulsión es que
confiesen inmediatamente.
Una vez dicho esto, Nolan recorrió la asistencia con la
mirada, escrutando los rostros, esperando una
respuesta. Los chicos se quedaron de piedra o bajaron la
mirada.
De repente, rompiendo el aplastante silencio, el
timbre de un teléfono vibró en la nave. Por un momento,
[133]
las cabezas se volvieron a todos los rincones, tratando
de averiguar la procedencia de un ruido tan
incongruente en aquel lugar. Para la consternación
general, Charlie se levantó y sacó un aparato telefónico,
que descolgó ahí mismo.
—Dígame, aquí el colegio Welton —dijo en voz alta—.
Sí, aquí está; un momento, que se lo paso. Señor Nolan,
es para usted.
Con ostentosa obsequiosidad, Knox tendió el teléfono
hacia el decano.
La cara del decano se puso púrpura.
—¿Perdón?
—Dios al aparato. Dice que las chicas deberían ser ad-
mitidas en Welton.
Un estallido de risas agitó las viejas piedras de la capi-
lla, que nunca habían conocido una afrenta semejante a
la autoridad suprema del colegio.
Desconcertado por un momento, el decano no tardó
en recuperarse.
—¡Señor Dalton, ahora mismo a mi despacho! —orde-
nó secamente antes de abandonar el lugar, envuelto en
negra ira.
Charlie no dispuso de mucho tiempo para saborear su
triunfo. Pronto se encontró en pie en el despacho del
decano, que recorría la estancia con pasos furiosos.
—¡Borre ese gesto malicioso! —espetó el señor Nolan
—. Quiero los nombres de sus cómplices.
[134]
—Lo he hecho yo solo, señor. Corrijo las pruebas del
boletín. Sustituir el artículo de Bob Crane por el mío fue
un juego de niños.
—Señor Dalton —dijo Nolan a continuación—, si cree
usted que es el único que ha intentado que le expulsasen
de Welton, desengáñese. Otros han alimentado esa
esperanza y han fracasado de forma tan cierta como va
a fracasar usted. En posición, señor Dalton.
Charlie obedeció. Separó los pies y se inclinó hacia de-
lante, con las manos en el respaldo de un sillón. Fijó los
ojos en el taraceado de la madera. El señor Nolan sacó
de un armario una pesada palmeta de madera en la que
se habían perforado unos agujeros para incrementar su
penetración en el aire. El decano se quitó la chaqueta, se
remangó y se colocó detrás de Charlie, ligeramente
ladeado. El parquet crujió mientras se afirmaba con
solidez sobre sus piernas.
—Cuente en voz alta, señor Dalton.
Levantó la palmeta por encima del hombro y la dejó
caer con un movimiento seco y firme en el trasero de
Charlie, que se mordió el labio inferior para no gritar.
—Uno —consiguió articular.
Nolan asestó el segundo golpe cargando aún más la
mano. Charlie cerró los ojos.
—Dos.
El decano ejecutó la sentencia; Charlie contó los
golpes. A partir del cuarto su voz se hizo apenas audible,
mientras su cara gesticulaba por el dolor.[135]
En la antesala, sentada ante la máquina de escribir, la
señora Nolan hizo muchas faltas de pulsación y trató de
disimular los sordos golpes mascullando una cancioncilla.
En la sala próxima, tres estudiantes, entre ellos
Cameron, se inclinaban ante sus caballetes, dedicados a
la reproducción de la cabeza de un alce disecado, un
antiguo trofeo de caza que colgaba en la pared. Los
golpes de la palmeta les llegaban ahogados y les
llenaban de terror. El lápiz de Cameron temblaba tanto
que no podía apoyar la punta en el papel.
Al séptimo golpe, las lágrimas rodaron por las mejillas
de Charlie.
—¡Cuente, señor Dalton! —gritó Nolan.
Hacia el noveno o décimo golpe, Charlie se contentó
con hipar los números. Nolan se detuvo después del
duodécimo golpe y se colocó delante del muchacho.
—¿Sigue usted diciendo que no ha tenido cómplices?
Charlie se tragó sus lágrimas.
—Sí..., señor.
—¿Qué es el Club de los Poetas Muertos? Quiero nom-
bres.
Charlie respondió con voz estrangulada:
—Soy sólo yo, señor. Yo lo he inventado todo. Lo juro.
—Si me entero de que ha habido cómplices, ellos
serán expulsados, pero usted se quedará. ¿Está claro?
Enderécese.
Charlie obedeció con esfuerzo. Su cara estaba roja de [136]
dolor y humillación.
—Welton sabe perdonar, señor Dalton, cuando uno
tiene el valor de reconocer sus errores. Presentará usted
excusas en público.
Charlie salió con pasos cortos del despacho del señor
Nolan y se dirigió lentamente al dormitorio. Sus
compañeros le estaban esperando, ocupándose sin
convicción de sus asuntos, yendo y viniendo por los
pasillos. Cuando Charlie apareció en el vestíbulo,
volvieron a sus habitaciones y simularon estar sumidos
en sus tareas.
Charlie andaba despacio, con los ojos bajos, tratando
de ocultar su dolor. Cuando llegó a la altura de su
habitación, Neil, Todd, Knox, Pitts y Meeks formaron
corro a su alrededor, inquietos por su aspecto abatido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Neil—. ¿Has hablado?
—No —dijo Charlie, sin levantar los ojos.
—Y él, ¿qué te ha dicho?
—Se supone que he de denunciar a todo el mundo,
presentar excusas en público, y él lo dejará correr.
Abrió la puerta de su habitación y entró en ella.
—Bueno, y ¿qué vas a hacer? —preguntó Neil—.
Charlie…
—Neil, ¿cuántas veces he de repetírtelo? Mi nombre es
Nuwanda —dijo él con desenfado.
Levantando entonces la cabeza, Charlie le mostró su
cara que expresaba desafío y en la que aparecía su [137]
habitual sonrisa burlona. Luego, les cerró la puerta en las
narices.
Los otros chicos intercambiaron miradas llenas de
alivio y admiración. Charlie seguía siendo el mismo. El
mal trato que acababa de experimentar no le había
doblegado
Más tarde, después del mediodía, el señor Nolan entró
en uno de los edificios de aulas de Welton y siguió un
pasillo que llevaba a la clase del señor Keating. Llamó
secamente a la puerta y entró sin esperar respuesta. El
señor Keating y el señor McAllister estaban charlando
ante unas tazas de café.
—Señor Keating, ¿puedo conversar con usted un
momento? —preguntó el decano.
El profesor de Latín no esperó a oír más.
—Les ruego que me disculpen —murmuró, saliendo de
la clase.
Nolan se quedó un momento en silencio, con la
intención de dar así un mayor peso a lo que se disponía a
decir. Paseó la mirada por la clase y anduvo por las filas
de pupitres, rozando la madera con las puntas de los
dedos.
—¿Sabía usted que ésta fue mi primera clase? —dijo
por fin con tono amable.
—No sabía que usted había enseñado aquí.
—Literatura. Bastante antes que usted. Y puedo
asegurarle que renunciar a dar clases fue algo muy
[138]
penoso.
Hizo una pausa y luego miró al señor Keating
rectamente a los ojos.
—Ha llegado hasta mí el rumor, John, de que aplica us-
ted métodos poco ortodoxos en esta clase. No pretendo
decir que ése sea el origen de la estúpida salida de tono
de ese Dalton, ni siquiera que tenga relación alguna con
ello. Pero creo que he de advertirle que los chicos de su
edad son muy impresionables.
—El castigo que acaba usted de infligirle no habrá
dejado de causarle una fuerte impresión.
Nolan arqueó las cejas, considerando la insolencia de
esa afirmación. Prefirió pasarla por alto.
—¿Qué hacía usted el otro día en el patio? —preguntó.
—¿En el patio?
—Sí —dijo Nolan con un gesto de impaciencia—. Ese
desfile militar, esas palmadas...
—Ah, ¿eso? Era un ejercicio con el que trataba de
demostrar los peligros del conformismo. Yo...
—John, hemos organizado un sistema pedagógico para
Welton. Se ha comprobado. Funciona. Si ustedes, los pro-
fesores, lo someten a revisión, entonces ya no habrá sis-
tema.
—Siempre he creído que una buena educación debía
enseñar a los alumnos a pensar por sí mismos.
El señor Nolan mostró su desaprobación con una
breve carcajada.[139]
—¿A la edad de esos chicos? ¡Disparata usted! ¡La
tradición, John! ¡La disciplina! Ésas son las bases de una
educación sana.
Gratificó al señor Keating con una palmada zalamera
en el hombro.
—Prepáreles para la Universidad y el resto saldrá
solo.
El señor Nolan sonrió, seguro de su verdad, y salió del
aula. Keating se quedó mirando por la ventana,
pensativo. McAllister no tardó en asomar la cabeza por
la puerta. Era evidente que había estado escuchando
toda la conversación.
—En su lugar, John, yo no me preocuparía tanto por
los peligros del conformismo para mis alumnos.
—Y eso, ¿por qué?
—Bueno. Usted mismo es un producto de estas
paredes, ¿no?
—Sí, y ¿qué?
—Pues que si usted quiere forjar un ateo convencido
no tiene más que abrumarle con principios religiosos
inflexibles; es algo que siempre funciona.
Keating miró fijamente a McAllister, y luego lanzó una
gran carcajada. El profesor de Latín se le quedó mirando
antes de desaparecer.
Más tarde, ya por la noche, Keating entró en el
dormitorio donde los chicos se preparaban para realizar
distintas actividades extraescolares... Salió al encuentro
[140]
de Charlie, que iba en el centro de un grupo de amigos,
contando por enésima vez su doloroso encuentro con el
puño de hierro del señor Nolan.
—¡Señor Keating! —exclamó Charlie, sorprendido al
verle allí.
—Ha sido una broma de colegial, señor Dalton.
Charlie entornó los ojos.
—¿Cómo? ¿Así que está usted en el bando de Nolan?
¿De manera que olvidamos carpe diem y lo de «sorberle
el jugo a la vida» y todo lo demás?
—Sorberle el jugo a la vida no significa que haya que
atragantarse con el hueso. Sepa usted que hay un
momento para la audacia y un momento para la
prudencia, y que un buen marino ha de saber dar
bordadas.
—Pero yo creía que...
—Hacer que le expulsen de este colegio no denota
cordura, ni tan siquiera audacia. Welton está lejos de ser
el paraíso, pero ofrece a pesar de todo algunas buenas
oportunidades.
—Ah, ¿sí? —replicó Charlie con aire irritado—.
¿Cuáles, por ejemplo?
—Bueno, aunque no sea más que la oportunidad de
asistir a mi clase, ¿entiende?
Charlie sonrió.
—Sí, mi Capitán.
Keating se dirigió al grupo de amigos que rodeaban a [141]
Charlie.
—Pues entonces, mantengan la serenidad, todos
ustedes.
—Sí, señor.
Keating hizo ademán de marcharse, pero se volvió
hacia Charlie.
—Una llamada de Dios... —dijo meneando la cabeza
—. Si por lo menos hubiese sido del puesto de mando,
¡entonces hubiese aplaudido con todas mis ganas!
Al día siguiente, el incidente parecía cerrado. El señor
Keating decidió hacerle caso al decano al pie de la letra.
Al empezar la clase siguiente, escribió con letras
mayúsculas en la pizarra la palabra UNIVERSIDAD.
—Señores —empezó diciendo—, abordaremos hoy
una especialidad que tendrán que dominar si quieren
tener éxito en la Universidad. Les hablaré del análisis de
los libros que ustedes no han leído.
La clase estalló en carcajadas.
—La Universidad —prosiguió Keating— someterá pro-
bablemente a dura prueba su amor a la poesía. Horas de
análisis fastidiosos y de disecciones estériles acabarán
con él. La Universidad, por otra parte, les expondrá a
ustedes a toda clase de literaturas; en su gran mayoría
obras maestras inabordables que tendrán que tragarse y
absorber; pero también en buena parte desperdicios
nauseabundos de los que tendrán que huir como de la
[142]
peste.
Keating puso un pie sobre la silla y un codo en su
muslo.
—Imaginemos que ustedes han decidido seguir un cur-
so de novela moderna. Durante todo el año han leído y
estudiado obras maestras como Papá Goriot de Balzac o
Padres e hijos de Turgueniev; pero he aquí que el día del
examen final descubren con estupor que el tema de la
redacción es el amor paterno en La joven ambiciosa, una
novela, el término es generoso, cuyo autor no es otro que
su distinguido profesor.
Keating enarcó una ceja, asegurándose de que todos
estaban atentos a lo que decía, y luego siguió:
—Leen ustedes las tres primeras páginas y caen en la
cuenta de que preferirían enrolarse en la marina antes
que perder un tiempo precioso ensuciándose el cerebro
con semejante inmundicia. ¿Qué pueden ustedes hacer?
¿Desanimarse? ¿Conseguir un cero pelado? En absoluto.
Porque están ustedes preparados.
El señor Keating empezó a deambular por la clase.
—Le dan ustedes vuelta a La joven ambiciosa y ven al
leer la contraportada que se trata de la historia de un tal
Frank, vendedor de material agrícola, que se desangra
por los cuatro costados para poder proporcionarle a su
hija Christine la entrada en el gran mundo que ella desea
por encima de todo. Y ya saben ustedes bastante:
empiecen por rechazar la necesidad de hacer un resumen
de la acción, a la vez que dicen lo suficiente para hacer
[143]
que su profesor crea que han leído todo el libro.
»Sigan con una frase pomposa y que sirva para todo
como ésta: observamos con interés que es posible
establecer un paralelismo esclarecedor entre la visión
paterna del autor y la teoría freudiana; Christine es
Electra, su padre es Edipo.
»Finalmente, añadan una pizca de hermetismo y erudi-
ción. Por ejemplo: se advertirá con interés que es posible
establecer un paralelismo entre esta novela y la obra del
célebre filósofo hindú Avesh Rahesh Non. Rahehs Non ha
descrito sin condescendencia a esos hijos que abandonan
a sus padres en aras de lo que él llama «la hidra de tres
cabezas», una trilogía compuesta por la ambición, el
dinero y el éxito social. Desarrollen las teorías de Rahesh
Non sobre la forma en que se alimenta el monstruo y
sobre la forma de decapitarlo. Concluyan alabando el
talento literario de su profesor y agradeciéndole que les
introdujese en una obra tan esencial.
Meeks levantó la mano.
—Capitán... ¿Y si no conocemos a Rahesh Non?
—Rahesh Non no ha existido nunca, señor Meeks.
Invéntenlo, denle un estado civil, una biografía. Ningún
profesor universitario admitirá que desconoce a un autor
de tal envergadura, y así recibirán una calificación
parecida a la mía.
Keating tomó un papel de encima de su mesa y leyó en
voz alta.
—«Sus referencias a Rahesh Non son pertinentes y [144]
penetrantes. Me complace constatar que no soy el único
que ha sabido apreciar a este gran pensador indio. Nota:
20/20.»
Dejó el papel sobre la mesa.
—Señores, escribir acerca de libros insípidos que uste-
des no habrán leído será con seguridad una parte de su
examen, de manera que les recomiendo que se entrenen.
Pasemos ahora a las trampas que han de conocer para
pasar un examen universitario. Tomen lápiz y papel,
señores. Voy a plantearles un cuestionario.
La clase obedeció. Keating distribuyó las hojas. Luego,
instaló una pantalla sobre la pizarra y un proyector de
diapositivas en el fondo de la clase.
—Las grandes universidades son Sodoma y Gomorra
donde bullen esas apetitosas criaturas de las que se
carece de forma tan cruel aquí. El nivel de distracción
alcanza proporciones peligrosamente altas, pero este
cuestionario debe prepararles para hacer frente a tal
situación. Se lo advierto, la nota se incluirá en sus
boletines. Pueden empezar.
Los chicos se pusieron manos a la obra. Keating puso
en marcha el proyector. Cuando tuvo graduado el
enfoque, se vio en la pantalla una espléndida chica que
se agachaba para recoger una pluma estilográfica,
mostrando en esa posición las bragas. Los chicos
levantaron la nariz de sus papeles y los ojos se les
salieron de las órbitas.
—Concéntrense en su examen, señores. Tienen veinte
[145]
minutos.
Pasó a la segunda diapositiva: esta vez se trataba de
una joven cubierta con lencería fina. Los chicos echaban
ojeadas a la pantalla, esforzándose en concentrarse en lo
que hacían. A Keating le divertía su turbación.
Cruelmente, siguió proyectando imágenes, una serie de
hermosas mujeres en posiciones lascivas y con excitante
ropa interior. Las cabezas de los chicos oscilaban de sus
pupitres a la pantalla... Knox escribía en su papel «Chris,
Chris, Chris», contemplando soñador la proyección.
[146]
CAPÍTULO XI
El invierno se había abatido brutalmente sobre las
colinas de Vermont. Violentas ráfagas de viento soplaban
sobre el campus de Welton, levantando en torbellinos las
hojas muertas que cubrían el suelo endurecido.
Ceñidos en sus capotes con capucha y con una
bufanda rodeándoles el cuello, Todd y Neil subían a lo
largo de un sendero que serpenteaba entre los edificios
del colegio. Los aullidos del viento sofocaban casi la voz
de Neil, que iba repitiendo sus entradas del Sueño de
una noche de verano.
—Aquí, villano, con la espada en la mano y en guardia.
¿Dónde estás?
Neil tuvo un bache en su memoria.
—«Soy contigo al momento» —le sopló Todd, que
tenía el texto entre los dedos azules por el frío.
—«Sígueme, pues, a un terreno más igual» —clamó
Neil con ardor—. ¡Oh, cuánto me gusta!
—¿El qué? ¿La obra?
—La obra, por supuesto, pero, sobre todo,
¡interpretar! Es el trabajo más hermoso del mundo. Y
decir que la mayoría de la gente no vive más que una
vida, y eso si tienen suerte. Sin embargo, un actor
puede vivir docenas de vidas, cada una más
[147]
apasionante que las demás.
Con un salto teatral, se encaramó a un murete de
piedra.
—«Ser o no ser, ésa es la cuestión.» Por primera vez
en mi vida me siento vivo. Deberías probarlo, Todd.
Saltó al suelo.
—¿Por qué no has venido nunca a los ensayos? Sé
que están buscando gente que se encargue de la
iluminación y los accesorios.
—No, gracias.
—Y hay un montón de chicas —añadió Neil con un
guiño—. La que interpreta a Hermia es fantástica.
—Ya iré a la representación.
—¡Cobardón! —le insultó Neil—. Bueno, ¿dónde es-
tábamos?
—«¿Estás ahí?» —leyó Todd.
—¡Dale un poco de entonación!
—¿Estás ahí? —vociferó Todd.
—¡Eso es! «Sigue mi voz; ya veremos si eres
hombre.»
Neil saludó a su amigo con una reverencia histriónica.
—Gracias, noble señor. Hasta esta noche, en la cena.
Corrió hacia el dormitorio. Todd le vio cruzar el patio
como una flecha y desaparecer en el edificio de ladrillo;
meneó la cabeza divertido y fue tranquilamente hacia la
biblioteca.[148]
Haciendo filigranas y molinetes con una espada
imaginaria, Neil pasó por los pasillos ante las miradas de
curiosidad de los alumnos con los que se cruzaba.
Empujó la puerta de su habitación con el pie y entró
haciendo el ademán de una estocada final.
El adolescente se quedó inmóvil de repente. Su padre
le esperaba sentado ante la mesa. La cara de Neil se
quedó sin sangre.
—¡Padre!
—Neil, vas a dejar esa farsa ridícula —dijo el señor
Perry.
—Pero...
El señor Perry se alzó en toda su estatura y dio un
golpe en la mesa con el puño.
—¡No me repliques! No sólo pierdes el tiempo con
esa... esa idiotez de saltimbanqui, sino que además me
has engañado deliberadamente.
Empezó a recorrer la habitación a zancadas, haciendo
sonar los talones en cada media vuelta. A Neil le
temblaba todo el cuerpo.
—¿Cómo esperabas salir adelante con esto? ¿Quién te
ha metido esta idea en la cabeza? ¿Ha sido ese Keating?
—Nadie... —balbució Neil—. Quería darle una
sorpresa. He tenido la mejor nota en casi todas las
asignaturas y...
—¿De verdad llegaste a creer que yo no descubriría el
pastel? «Mi nieta interviene en una obra de teatro con
[149]
su hijo», me dijo el otro día la señora Marks. «Seguro
que se equivoca, señora, mi hijo no hace teatro.» Me
has hecho pasar por mentiroso, Neil. Mañana verás a los
de la compañía y les dirás que lo dejas.
—Padre, tengo uno de los papeles más importantes...
La representación es mañana por la noche. Padre, por
favor...
El señor Perry estaba lívido de ira. Se acercó a Neil,
amenazándole con el índice.
—El mundo puede venirse abajo mañana por la
noche, ¡pero tú no intervendrás en esa obra! ¿Lo
entiendes? ¿Lo has entendido?
El adolescente no encontró energía suficiente para
enfrentarse con su padre.
—Sí, padre...
Con los ojos fijos en los de su hijo, el señor Perry se
quedó un momento inmóvil, a excepción de un
estremecimiento en las mandíbulas.
—He hecho muchos sacrificios para que vinieses a
este colegio, Neil. Y no vas a decepcionarme.
El señor Perry salió cerrando de un portazo. Neil se
derrumbó en su silla y golpeó sobre su mesa con los
puños cerrados, hasta que el dolor hizo que rodasen
lágrimas por sus mejillas.
A la hora de la cena, todos los miembros del Club de
los Poetas Muertos estaban reunidos en el comedor, a
[150]
excepción de Neil, que había pretextado un dolor de
cabeza. Se llevaban la comida a la boca de forma tan
laboriosa que el viejo Hager se acercó a su mesa y se
les quedó mirando con expresión de sospecha, con un
párpado entrecerrado.
—Señor Dalton, ¿hay algo que no va bien? —preguntó
—. ¿No le satisface el menú?
—Sí, señor.
Hager se volvió a los demás. Había algo raro allí.
—Señores Overstreet y Anderson, ¿son ustedes
zurdos?
—No, señor.
—Entonces, ¿por qué tienen el tenedor en la mano
izquierda?
Los chicos intercambiaron miradas inocentes. Knox
tomó la palabra.
—Hemos pensado que estaría bien romper con las
viejas costumbres.
—¿Qué les reprocha usted a las viejas costumbres,
señor Overstreet?
—Perpetúan una vida mecánica, señor —afirmó Knox
—. Imponen límites al pensamiento.
—Señor Overstreet, le sugiero que se preocupe
menos de romper con las viejas costumbres y más de
adquirir otras buenas para sus estudios. ¿Entendido?
—Sí, señor.
[151]
—Lo mismo sirve para ustedes, señores. Ahora,
coman con su mano habitual.
Los chicos obedecieron. Pero en cuanto el anciano
profesor se hubo alejado, Charlie cambió otra vez de
mano, y pronto fue imitado por sus compañeros.
Neil acabó apareciendo en el comedor. Parecía tras-
tornado.
—¡Qué aspecto tienes! —dijo Charlie—. ¿Qué es lo
que no funciona?
—Mi padre ha venido a verme.
—¿Vas a dejar la obra? —preguntó inmediatamente
Todd.
—Aún no lo sé.
—¿Por qué no vas a hablar con el señor Keating? —
sugirió Charlie.
—¿Para qué?
Charlie se encogió de hombros.
—Quizá pueda aconsejarte. Puede que incluso vaya a
hablar con tu padre.
—¿Bromeas? —dijo Neil con ironía.
A pesar de las objeciones de Neil, sus compañeros
insistieron tanto y lo hicieron tan bien, diciendo que el
señor Keating podría ayudarle a solventar su problema,
que después de cenar fueron juntos al sector de los
profesores, en el segundo piso del edificio. Todd, Pitts y
Neil se quedaron en el primer escalón del rellano, y
Charlie fue a llamar a la puerta.[152]
—Esto es grotesco —protestó Neil.
—Es mejor que nada —respondió Charlie.
Llamó otra vez, pero la puerta siguió cerrada.
—No está. Vámonos.
Charlie accionó el pomo y abrió la puerta.
—Esperémosle dentro —dijo, entrando en la
habitación.
—¡Charlie! ¡Nuwanda! —le llamaron los otros—. ¡Sal
de ahí! ¡Vuelve!
Pero como Charlie no reaparecía y la curiosidad les
aguijoneaba, sus compañeros le siguieron poco a poco.
La habitación era pequeña y austera. Los chicos se
sintieron de repente como intrusos.
—Nuwanda —susurró Pitts—, no nos quedemos.
Llegará de un momento a otro.
Charlie ignoró la advertencia y siguió investigando.
En el suelo, cerca de la puerta, había una pequeña
maleta azul. Varios libros, algunos de ellos en un estado
lamentable, estaban colocados encima de la cama.
Charlie se acercó al escritorio y tomó entre las manos
un marco que contenía la fotografía de una mujer muy
bella que debía de tener unos veinte años.
—¡Vaya! ¡Mirad esto! —dijo Charlie con un silbido de
admiración.
Junto al marco, había una carta inacabada. Charlie la
cogió y empezó a leer:
[153]
—Mi querida Jessica: me siento tan solo lejos de ti...
Bla, bla, bla. No puedo hacer otra cosa que contemplar
tu fotografía o cerrar los ojos y revivir el recuerdo de tu
sonrisa radiante, pero mi pobre imaginación no es más
que un pálido sustituto de tu presencia. Oh, cuánta falta
me haces y cuánto me gustaría...
La puerta rechinó. Charlie dejó abruptamente de leer
al ver al señor Keating en pie en la puerta de la
habitación.
—Buenas noches, señor Keating —saludó Charlie—.
Precisamente estábamos buscándole.
Sin decir palabra, Keating llegó hasta él y, con calma,
le retiró la carta de las manos, la dobló y la deslizó en el
bolsillo de su chaqueta.
—Una mujer es una catedral, señores —dijo él
entonces—. Y hay que venerarla como a tal.
Pasó junto a Charlie, abrió el cajón de arriba de su es-
critorio y dejó en él la carta.
—Tal vez quiera usted proseguir con su registro,
señor Dalton.
—Lo siento —repuso Charlie—. Yo... nosotros...
Charlie se volvió a sus compañeros como para llamar-
les al rescate. Neil dio un paso adelante.
—¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Hemos venido porque te-
nía que hablar con usted.
—¿Es algo que les concierne a todos? —preguntó el
profesor.
[154]
—En realidad, me gustaría que hablásemos a solas —
dijo Neil.
Los demás sintieron el alivio de ver que se les abría
una puerta de escape.
—Tengo que ir a empollar Química —dijo Pitts.
Los demás asintieron.
—Vamos contigo; buenas noches, señor Keating.
Se eclipsaron con rapidez y cerraron la puerta al salir.
—¡Vuelvan cuando quieran! —les dijo alzando la voz
Keating.
—Gracias —les oyó contestar a través del tabique.
Pitts le dio un empujón a Charlie.
—¡Mierda, Nuwanda! Buena la has hecho...
—No he podido evitarlo —repuso Charlie,
encogiéndose de hombros.
A Keating le divertía el nerviosismo de Neil, que iba y
venía por la habitación, mirando aquí y allá.
—Está usted muy estrecho aquí.
—Nada debe distraerme de mi trabajo. La enseñanza
tiene un cierto parecido con entrar en un monasterio.
—¿Por qué es usted profesor? —pregúntó Neil—.
Quiero decir... Con todas esas historias sobre el carpe
diem, se le imaginaría más bien explorando el mundo.
—Pues eso es precisamente lo que hago, Neil. Exploro
el mundo. Este mundo nuevo de los tiempos modernos.
Además, un colegio como Welton necesita a un profesor [155]
como yo, ¿no?
»Pero usted no ha venido aquí para hacerme
preguntas sobre mi vocación, ¿no es cierto?
Neil suspiró profundamente.
—Mi padre me exige que deje la representación de
Henley Hall. Cuando pienso en lo de carpe diem, tengo
la sensación de que estoy en la cárcel. ¡Interpretar lo es
todo para mí, señor Keating! Me gustaría convertirlo en
mi trabajo. Comprendo la posición de mi padre, claro.
Nosotros no somos ricos como la familia de Charlie. Pero
es que él ha planificado toda mi vida sin preguntarme
nunca cuál era mi opinión.
—¿Le ha dicho a su padre lo que acaba usted de con-
fiarme?
—¿Bromea? ¡Me mataría!
—Entonces está usted interpretando un papel también
para él. El papel de hijo sumiso. Neil, bien sé hasta qué
punto puede resultar difícil, pero debe usted hablar con
su padre y desvelarle su auténtica personalidad.
—Ya sé lo que me contestará: que el teatro sólo es un
capricho, que es frívolo y que, «por mi bien», es mejor
que no siga pensando en él. Luego me recordará todas
las esperanzas que fundan en mí.
Keating se sentó en el borde de la cama.
—Si no es sólo un capricho, entonces tiene usted que
demostrárselo. Muéstrele, a fuerza de pasión y
compromiso, que ésta es su verdadera vocación. Y si eso
[156]
no da resultado, dígale que pronto tendrá dieciocho años
y que entonces podrá usted vivir como mejor le
apetezca.
—¡Dieciocho años! ¡Pero si la representación es maña-
na por la noche!
—Vaya y hable con él, Neil.
—¿No hay otra solución?
—No, si quiere usted seguir siendo honesto consigo
mismo.
Neil y Keating se quedaron un momento sin decir
nada.
—Gracias, señor Keating —dijo finalmente Neil—. Lo
pensaré y tomaré una decisión.
Mientras Neil conversaba con el profesor, el resto del
grupo corría hacia la cueva. La nieve que caía en
grandes copos empezaba a cubrir la tierra de manchas
blancas.
Los chicos se dispersaron en la cueva, cada uno
dedicado a sus cosas. Nadie propuso abrir la sesión.
Charlie le sacaba largas notas melancólicas a su saxofón.
En una esquina, Knox repetía a media voz el poema que
se esforzaba en componer. Todd estaba sentado aparte y
también escribía. Cameron estaba estudiando Geografía.
En pie, al fondo de la cueva, Pitts grababa signos
cabalísticos en la roca.
Cameron le echó una ojeada al reloj.
—Solamente faltan diez minutos para el toque de
[157]
silencio —anunció.
Nadie le hizo caso.
—¿Qué escribes? —le preguntó Knox a Todd.
—No lo sé. Un poema.
—¿Es para la clase?
—Aún no lo sé.
Cameron volvió a la carga.
—Nos las vamos a cargar, chicos, si no nos largamos
ahora mismo. Está nevando a modo.
Charlie siguió exhalando su lamento y Todd
garrapateando en su cuaderno. Cameron se encogió de
hombros.
—Bueno, pues en todo caso yo me largo —dijo antes
de salir de la cueva.
Knox releyó el poema al que acababa de dar el toque
final. Muy excitado, se dio una palmada en el muslo.
—¡Ay, Dios! ¡Si por lo menos pudiese hacérselo llegar
a Chris!
—¿Por qué no se lo lees? —sugirió Pitts—. Eso le ha
ido de maravilla a Nuwanda.
—No quiere dirigirme la palabra. La he llamado, pero
ni siquiera ha querido ponerse al teléfono.
—Nuwanda le recitó unos poemas a Gloria y ella se le
echó al cuello... ¿No es verdad, Nuwanda?
El saxofón calló. Charlie pensó un momento.
—En la misma medida en que hay cosas ciertas —dijo, [158]
antes de ponerse otra vez a tocar.
A lo lejos se oyó el timbre de silencio. Charlie guardó
el instrumento en su estuche y salió de la cueva. Todd y
Pitts recogieron sus cosas y fueron tras él en la noche.
Una vez solo en la cueva, Knox releyó su poema. Lo
metió entre las páginas de un libro, sopló la vela y corrió
tras sus compañeros.
—Si funcionó con él, funcionará conmigo —dijo,
pensando en el medio de llegar hasta Chris.
Al día siguiente por la mañana, el paisaje estaba
sumido en una espesa capa de nieve. Knox salió del
dormitorio temprano, equipado para soportar el frío
glacial y las borrascas de viento. Con el revés de la
manga retiró la nieve que cubría el sillín de la bicicleta y
se metió por un sendero expedito. Tomó velocidad al
bajar el cerro de Welton hacia Ridgeway High. Lejos de
desanimarle, el aire espoleaba su ardor.
Dejó la bicicleta ante el colegio y entró en el vestíbulo
en el que reinaba un bullicioso desorden. Poniéndose de
puntillas, miró a derecha e izquierda, no sabiendo hacia
dónde dirigir sus pasos. Su elegante chaqueta y su
corbata de uniforme desentonaban entre las ropas
multicolores y heteróclitas que llevaban los chicos de
Ridgeway. Pero nadie le prestaba atención, aparte de
algunos curiosos a los que divirtió su aire desconcertado,
con el ramo de flores marchitas que llevaba en la mano.
Knox entró por un pasillo y detuvo a una estudiante
[159]
que le indicó el camino. Dio media vuelta, subió por una
escalera de cuatro en cuatro hasta el primer piso.
—¡Chris!
Knox acababa de ver la rubia y amada cabeza junto a
unas taquillas. Ella estaba hablando con una amiga. La
chica se volvió con un sobresalto e hizo ademán de
marcharse, con unas carpetas apretadas contra el pecho.
Knox la tomó del brazo.
—¡Knox! ¿Qué haces tú aquí?
Y le llevó aparte.
—He venido a excusarme por lo de la otra noche. Te
he traído estas flores y un poema que he escrito para ti.
Él le tendió el modesto ramo de flores y una hoja de
papel doblada en dos. Chris los miró un momento, pero
no los aceptó.
—Si te ve Chet, te matará.
—No me importa —respondió Knox—. Te amo, Chris.
Mereces algo mejor que ese animal de Chet. Alguien
como yo, por ejemplo. Por favor, acepta estas flores.
—Knox, estás completamente loco.
Sonó el timbre y una gran efervescencia se extendió
por los pasillos.
—Te lo ruego. Me he comportado como un imbécil y lo
sé. Anda, por favor.
Chris pareció dudar.
—No —dijo ella finalmente—. Y no vuelvas a
[160]
molestarme.
Dio media vuelta, entró en su aula y cerró la puerta. El
pasillo se vaciaba con rapidez. Knox dudó un momento,
con el ramo en la mano. Luego, con paso decidido, siguió
a la chica.
Los estudiantes estaban instalándose en sus pupitres.
Knox pasó impertérrito ante el profesor, que estaba incli-
nado sobre el cuaderno de un alumno.
—¡Knox! —se sobresaltó la muchacha—. Debo de
estar soñando.
—Sólo te pido que me escuches —dijo él, desplegando
el poema.
Cuando empezó a leer, el profesor y los alumnos
levantaron la cabeza.
Los cielos han creado a una chica llamada Chris
una sonrisa de ángel, una piel de satén,
acariciarla sería el paraíso
y abrazarla una gloria sin fin.
Chris se puso escarlata y hundió la cara entre las dos
manos. Sus amigos escuchaban desternillándose de risa
o intercambiaban miradas divertidas.
Han creado a una diosa y la han llamado Chris
¿Cómo? Nunca lo sabré[161]
Pero si mi alma no puede rivalizar
sin embargo, mi amor no hace más que crecer.
Knox leía como si a su alrededor el mundo se hubiese
desvanecido.
Dulzura de sus ojos de zafiro
reflejos de su cabello de oro
mi corazón sucumbe a su imperio
feliz de saber que ella respira.
Knox bajó el papel y se quedó mirando a Chris que,
con la cara ardiendo, le observaba entre sus dedos.
Knox dejó las flores y el poema encima del pupitre.
—Te amo, Chris.
[162]
CAPÍTULO XII
Knox salió de Ridgeway High a paso de carga y
pedaleó sin descanso hasta Welton, inclinado sobre la
bicicleta para enfrentarse mejor al viento y la nieve.
En el campus, la clase del señor Keating llegaba a su
fin. Los chicos formaban un animado racimo alrededor
de la mesa de su profesor, que les hacía reír a
carcajadas leyéndoles extractos de las Aventuras de Mr.
Pickwick. Sonó el timbre.
—Eso es todo por hoy, señores —dijo Keating,
cerrando el libro con un movimiento seco de la muñeca.
Muchos chicos remoloneaban ante la idea de ir a
clase de Latín.
—Neil —llamó Keating—, ¿puedo hablar con usted?
Los demás recogieron sus cosas y salieron al pasillo
en grupos pequeños. El señor Keating esperó a que
hubiesen salido todos para preguntarle a su alumno:
—¿Qué ha dicho su padre? ¿Ha hablado con él?
—Sí —mintió Neil.
—¿De veras? ¿Le ha repetido usted lo que me dijo
ayer por la noche? ¿Le ha hablado de su pasión por el
teatro?
—Sí —mintió Neil por segunda vez—; no le ha
gustado, pero por lo menos ha aceptado dejarme actuar [163]
esta noche. De todos modos, no podrá asistir a la
representación; ha ido a Chicago en viaje de negocios.
Pero creo que me dejará seguir en el teatro; siempre
con la condición de que mis estudios no sufran por eso,
claro.
El adolescente evitaba cuidadosamente la mirada de
su profesor. Su mentira resonaba con tanta fuerza en su
conciencia que no oyó lo que decía Keating. Se puso los
libros bajo el brazo y pretendió que no quería llegar
tarde a la clase siguiente. Desconcertado por un
momento, Keating le vio salir corriendo del aula.
Una vez de regreso en el recinto del colegio, Knox
dejó la bicicleta apoyada en la pared de las cocinas, tras
el edificio principal, y entró, helado pero triunfante. Se
concedió una breve pausa para disfrutar del oloroso
calor de las hornillas y, ante los ojos conciliadores de un
pinche, hurtó de pasada un panecillo todavía humeante.
Luego subió la escalera a grandes trancos para no faltar
al principio de la clase siguiente. Al doblar por un
pasillo, se dio de narices con sus compañeros.
—¡Vamos, cuenta! —fue la acogida de Charlie—. ¿Le
has leído el poema?
—¡Sí! —Knox sonrió, tragando el último bocado de
pan.
Pitts le felicitó con una enérgica palmada en la
espalda.
—Y, ¿qué ha dicho ella?[164]
—No lo sé —respondió Knox.
—¿Cómo que no lo sabes?
Knox trató de desembarazarse de ellos, pero el Club
se cerró a su alrededor. Le empujaron a un aula desocu-
pada.
—Venga, cuéntanoslo todo —dijo Charlie—. ¡Y desde
el principio!
Caída la noche, los chicos estaban paseando por el
gran vestíbulo de los dormitorios, a la espera de
dirigirse junto con el señor Keating a Henley Hall, donde
se iba a representar El sueño de una noche de verano.
Maravillado todavía de su aventura de la mañana, Knox
estaba sentado en una silla, a la vez pensativo y
sonriente, loco de esperanza e incertidumbre.
—¿Dónde está Nuwanda? —preguntó de mal humor
Meeks—. Si seguimos así, nos vamos a perder la entrada
en escena de Neil.
—Dijo que quería pintarse de rojo antes de salir —dijo
Pitts.
—¿Pintarse de rojo? ¿Qué quieres decir?
—Ya conoces a Charlie —respondió Pitts—. Con él
siempre cabe esperar cualquier cosa.
En ese mismo momento, Nuwanda apareció en lo alto
de la amplia escalera.
—¿Qué es esa historia de que te pintas de rojo? —le
preguntó Meeks.[165]
Charlie echó una mirada a su alrededor, y luego se
desabotonó la camisa. Sus compañeros pudieron ver,
pintado en un rojo fuerte, un relámpago cuyo extremo
desaparecía cintura abajo.
—¿Para qué sirve? —preguntó Todd con ingenuidad.
—Es un símbolo indio de la virilidad; me proporciona
una sensación de potencia. A las chicas les vuelve locas.
—¡Estás completamente chiflado! —declaró Cameron,
parpadeando repetidas veces.
El grupo se disponía a salir cuando, procedente del
exterior, un ángel rubio franqueó el umbral. Los chicos
se quedaron de piedra ante la sublime aparición, con los
ojos abiertos como platos. Pero el más sorprendido de
todos fue sin duda Knox.
—¡Chris! —exclamó, con el corazón palpitante.
Corrió a su encuentro y, tomándola del brazo, la llevó
a la primera estancia vacía.
La llegada del señor Keating puso fin a la fascinación
soñadora en la que habían caído sus alumnos.
—Vamos, vamos, señores —les dijo, empujándoles
hacia la puerta.
—En seguida me reúno con vosotros —les dijo Knox.
Chris y Knox salieron por una puerta lateral.
—Si te ven aquí, nos veremos los dos metidos en un
buen lío —dijo él, tiritando de frío.
—Sin embargo, para ti no es problema dejarte caer
en mi colegio y ponerme en ridículo, ¿no? —exclamó la [166]
chica.
—Calla, no hables tan alto. No tenía intención
ninguna de ponerte en ridículo.
—¡Pues lo has conseguido! Y Chet se ha enterado y
se ha puesto enfermo de rabia. Me ha costado todas las
penas del mundo convencerle de que no viniese aquí.
Quería matarte. ¡Esto no puede seguir, Knox!
—Pero es que te amo.
—Repites eso sin parar, y ni siquiera me conoces.
Tras ellos, Keating y el grupo, instalados en el gran
automóvil familiar del colegio, llamaron a Knox con un
ruidoso bocinazo.
—Id delante —les dijo Knox con un gesto—. Me
reuniré con vosotros a pie.
Las ruedas patinaron un poco en la nieve y el coche
enfiló la carretera embarrada con un rugido del motor,
dejando tras de sí una nube de humo blanco.
La pareja dio unos pasos en silencio.
—Te equivocas, Chris —dijo Knox—. Te conozco de
memoria. Desde que te vi por primera vez supe que eras
maravillosa.
—¿Sin más ni más?
—Pues sí, sin más ni más. Es la mejor forma de no
equivocarse.
—¿Y si por casualidad yo no sintiese nada por ti?
—En ese caso no hubieses venido aquí para ponerme
[167]
en guardia contra Chet.
Chris no contestó, no sabiendo si debía adoptar una
expresión irritada o divertida.
—Tengo que marcharme —dijo por fin—. Llegaré
tarde para la función.
—¿Vas con Chet?
—¿Él, ir al teatro? ¡Estás de broma!
—Bueno, pues vayamos juntos.
—¡Knox, eres imposible!
—Dame al menos una oportunidad. Si te desagrado
esta noche, entonces desapareceré de tu vida.
Chris denegó dubitativamente con la cabeza.
—Te lo prometo —aseguró Knox—. Palabra de poeta.
Acompáñame esta noche. Y si luego no quieres volver a
verme, te juro que lo aceptaré.
Chris pareció dudar.
—Si se entera Chet...
—Chet no se enterará. Nos sentaremos en el fondo de
la sala y desapareceremos en cuanto se cierre el telón.
—Knox, si prometes que ésta es la última vez...
—Por el honor de los Poetas —dijo el chico, alzando la
mano derecha.
—¿Y eso qué es?
—Palabra de honor.
Tenía una apariencia tan sincera que Chris acabó por
[168]
exhalar un suspiro de rendición y por aceptar el brazo
que el chico le ofrecía. La pareja se hundió en la noche
en dirección a Henley Hall.
Cuando entraron en el salón de actos del colegio, el
señor Keating y los demás chicos ya habían encontrado
sitio en las primeras filas. Por su parte, Knox y Chris
tomaron asiento en el fondo del patio de butacas.
En la escena, la representación acababa de empezar.
Cuando Neil hizo su entrada, con la frente ceñida por
una corona trenzada, el Club de los Poetas Muertos le
tributó una acogida entusiasta. Afectado un momento
por el miedo, Neil miró el negro vacío de la sala, las luces
de las candilejas que no le dejaban ver las innumerables
caras. En su butaca, Todd cruzó los dedos.
—Pues bien, espíritu, ¿dónde vais así errante? —
empezó Neil, metiéndose en la piel de su personaje.
—Por las colinas, por los valles, cruzando por las bre-
ñas, las zarzas, por los cotos, los setos... —le respondió
un hada.
—Dices verdad: yo soy ese rondador nocturno.
Divierto a Oberon, y hago que sonría cuando engaño a
un caballo gordo y bien alimentado con habas,
relinchando como una potranca coqueta. A veces me
oculto en el tazón de una comadre bajo la forma exacta
de una manzana cocida; y cuando ella bebe, choco con
sus labios y esparzo la cerveza sobre su seno marchito.
La matrona más discreta, contando el cuento más serio,
a veces me toma por un escabel de tres patas; entonces,
[169]
resbalo bajo su trasero y ella se cae, sentada como un
sastre, y le da un ataque de tos; y entonces la reunión se
echa las manos a las costillas y estalla en risas y
estornudos, y jura que jamás han pasado momentos más
divertidos.
Neil había cautivado la atención del público desde el
principio, y éste reía con sus bromas y su insolencia. Los
versos salían de sus labios con facilidad y sus gestos
daban cuerpo a las palabras. Unas veces bufón y otras
trapacero, él era Puck. En la sala, sus amigos le seguían
con atención. Supersticiosamente, Todd iba articulando
en silencio las entradas, hundido en su asiento.
—¡Es bueno! ¡Es verdaderamente muy bueno! —le cu-
chicheó Charlie al señor Keating.
El profesor le mostró su asentimiento levantando un
pulgar con el puño cerrado.
Lisandro y Hermia hicieron su entrada. Ataviada con
un vestido de hojas y hierbas trenzadas, Ginny Danburry
estaba deslumbrante como Hermia.
«El mismo césped nos servirá de almohada a los dos
Un corazón, un lecho, dos almas, una sola fe.
—No, mi buen Lisandro, por mi amor
querido mío, acostaos más lejos.»
Charlie consultó febrilmente el programa, buscando el
nombre de la artista que interpretaba a Hermia.
—¡Ginny Danburry! ¡Es preciosa!
—«Pero, dulce amigo mío, en nombre de la cortesía[170]
estrechadme desde menos cerca;
la humana modestia exige entre nosotros la
separación
que corresponde a un galán virtuoso y a una virgen...»
Charlie cayó en el encantamiento. Mientras tanto, Neil
estaba entre bastidores; su mirada iba de la escena al
público, espiando sus reacciones por la rendija de un
montante. De repente, el corazón le dio un salto en el
pecho: acababa de ver la silueta rígida de su padre que
entraba al fondo de la sala. La expresión del adolescente
se mantuvo impasible.
En el escenario, Lisandro y Hermia acababan su
escena.
—«He aquí mi lecho.
Que el sueño te otorgue todo su descanso.
Que guarde una mitad para cerrar tus ojos.»
Se tendieron en el suelo y se durmieron. Un interludio
musical anunció la reaparición de Puck.
Neil entró en escena como a desgana, seguido a conti-
nuación por otros personajes. El joven actor estaba
dotado de una presencia extraordinaria y el público no se
equivocaba. Charlie, por su parte, no le quitaba ojo a
Hermia. Knox se perdió la mitad de la obra, demasiado
ocupado como estaba en contemplar a Chris, quien por
su parte se sentía cada vez más atraída por su
acompañante.
Al final del interludio, Neil se presentó solo en el esce-
[171]
nario. Su párrafo final estaba dirigido a los espectadores,
pero él lo dirigió muy especialmente a su padre, que se
había quedado en pie al fondo de la sala.
Ya que somos sombras, si no hemos agradado
figuraos tan sólo, y todo será perdonado,
que no habéis hecho más que una suma
mientras estas visiones se os aparecían.
Este tema corto y vano,
que no contiene más que un sueño,
amables espectadores, no lo condenéis;
lo haremos mejor si perdonáis.
Sí, a fe del honesto Puck.
Si tenemos la suerte inmerecida
de escapar hoy al silbido de la serpiente
lo haremos mejor antes de mucho
o Puck quedará como mentiroso.
Buenas noches, pues, a todos vosotros.
Dadme las manos,
si somos amigos,
y Robin mostrará su agradecimiento.
El telón cayó al final del monólogo. La sala entera se
puso a aplaudir con entusiasmo. Los compañeros de Neil,
conquistados por su talento, se levantaron como [172]
homenaje a su actuación. La asistencia entera les imitó
poco a poco, obligando a toda la compañía a que
saludase una y otra vez.
Los actores aparecieron para saludar uno tras otro. En
medio de una salva de aclamaciones, la mirada de Ginny
cayó sobre Charlie, que se destacaba de todos con sus
«bravos» entusiastas y sus aplausos frenéticos. Knox
sonrió a Chris y, con la alegría generalizada, se atrevió a
tomarle la mano. La muchacha no opuso resistencia
alguna.
Cuando Neil se adelantó un paso para hacer la
reverencia ante el público, los aplausos se transformaron
en ovación y el joven actor sintió entonces crecer una
inmensa ola de felicidad que rompió sobre él y puso
lágrimas en sus ojos.
Cuando cayó el telón definitivamente, los miembros de
la compañía se abrazaron entre sí, riendo y llorando. Mu-
chos espectadores entusiastas llegaron para felicitarles.
—¡Por favor! —se desgañitaba el director—. ¡Los
padres y los amigos podrán reunirse con los actores en el
vestíbulo!
—¡Neil! —llamó Todd desde su fila de butacas—. Te
esperamos fuera. ¡Has estado formidable!
Ginny Danburry estaba rodeada de admiradores. Igno-
rando la orden expresa del director, Charlie saltó al esce-
nario. Observó que Lisandro rodeaba con un brazo la cin-
tura de la chica.
—¡Felicidades, Ginny! —dijo Lisandro besándola.[173]
Sin desanimarse, Charlie se abrió camino hasta Ginny.
—Las estrellas resplandecen menos que tus ojos cuan-
do actúas —dijo de una sola tirada al llegar ante ella.
Ginny sintió que era sincero y correspondió a su sonri-
sa. Se quedaron un momento mirándose a los ojos, hasta
el punto en que Lisandro esbozó una sonrisa aturdida y le
cedió el lugar a su rival.
Entre bastidores, la compañía llevaba a Neil a
hombros. Pero el director pronto llegó para enturbiar esa
alegría despreocupada.
—Neil, tu padre quiere verte.
Neil saltó al suelo, cogió su abrigo de una percha y se
lo puso a toda prisa. Apartando el telón, vio a su padre
que se impacientaba al fondo de la sala. Bajó del
escenario y subió despacio por el pasillo, con la corona en
la mano.
Charlie vio a su compañero.
—¡Neil! ¡Espera!
Pero el adolescente no le contestó. Charlie le vio
reunirse con su padre, con la cabeza gacha. Presintiendo
un drama, tomó a Ginny de la mano y la llevó hacia la
salida.
Keating y el grupo del Club de los Poetas esperaban a
Neil en el vestíbulo.
—Buenas noches a todos —dijo Knox reuniéndose con
ellos—. Os presento a Chris.
—Hemos oído hablar mucho de ti —dijo Meeks, muy jo-[174]
vial detrás de sus gafas—. Bueno, quiero decir...
Ante la mirada indignada de Knox, se perdió en un
balbuceo ininteligible.
De repente, las puertas se abrieron de par en par y
dieron paso al señor Perry, que escoltaba a su hijo como
a un prisionero. Charlie y Ginny seguían tras ellos. Al
pasar, unos espectadores felicitaban al joven actor, que
apenas les contestaba. Perdido entre la multitud, Todd
intentó llegar hasta su amigo.
—¡Neil! —le gritó—. ¡Has estado genial!
—Anda, ven, vamos a celebrarlo —dijo Knox.
Neil alzó los ojos hacia ellos.
—No vale la pena —respondió con voz sin
modulaciones.
El señor Keating pasó entre la multitud y puso las dos
manos sobre los hombros de su brillante alumno.
—¡Neil, has estado magnífico! —dijo, con los ojos bri-
llantes.
El señor Perry se interpuso.
—¡Apártese usted de mi hijo!
Se produjo un silencio glacial. Los dos hombres se
enfrentaron un momento con la mirada. El señor Keating
parecía desazonado por esa animosidad, a la que no
respondió. El señor Perry llevó a Neil hasta su automóvil
y le ordenó subir en él. Charlie quiso seguirles, pero
Keating le retuvo por la manga.
—No agrave usted las cosas —dijo con tristeza.[175]
El señor Perry puso el contacto y partió como un
huracán. La cara de Neil apareció fugitivamente tras el
cristal posterior. Sus ojos brillantes de desesperación
parecieron dirigir un último adiós a sus amigos,
agrupados en los primeros escalones del teatro.
—¡Neil! —llamó una vez más Todd, echando a correr
detrás del automóvil que se alejaba.
Anonadados, los miembros del Club de los Poetas
Muertos se quedaron inmóviles un momento.
—Nuestra fiesta se ha venido abajo —dijo por fin
Charlie—. ¿Y si volviésemos andando, mi Capitán?
—Como quieran —respondió éste.
Pero el joven profesor había contestado con voz
distraída. Su mirada seguía vuelta hacia la esquina de la
calle donde el automóvil negro acababa de desaparecer.
[176]
CAPÍTULO XIII
Consumida por la inquietud, con los ojos enrojecidos
por el llanto, la madre de Neil esperaba en el despacho
de su marido, encogida sobre una butaca, atenta a
cualquier ruido procedente del exterior. Tuvo un
sobresalto cuando oyó el ruido de las dos puertas del
automóvil.
Poco después, el señor Perry entró en la estancia y fue
directamente a su escritorio, seguido de Neil, que seguía
con el traje de Puck y con la mirada fija. El chico se volvió
hacia su madre y abrió la boca para hablarle, pero su
padre le interrumpió inmediatamente:
—Neil, tu madre y yo nos esforzamos por comprender
por qué te obstinas en llevarnos la contraria, pero sea lo
que sea no te dejaré desperdiciar estúpidamente tu vida.
Mañana mismo te retiro de Welton y te inscribo en la
academia militar de Braden. Luego, irás a Harvard y
estudiarás Medicina.
Unas lágrimas brotaron de los ojos de Neil mientras
una bola de fuego le apretaba la garganta.
—Pero, padre —suplicó—, eso quiere decir que
pasarán todavía diez años. ¡Casi una vida entera!
—¡Cállate! —gritó el señor Perry—. Oyéndote, parece
que eso ha de ser peor que la cárcel. Trata de tener en
cuenta —siguió diciendo con un tono más suave— que [177]
tienes a tu disposición unas posibilidades que yo ni
siquiera me atrevía a soñar. No tengo la intención de
quedarme con los brazos cruzados viéndote
desperdiciarlas.
—Pero, ¡por qué nadie me pregunta lo que yo pienso!
—estalló Neil—. ¿Por qué nadie me pregunta lo que yo
tengo ganas de hacer?
—Muy bien; dime qué es lo que quieres.
Pero el tono airado del señor Perry decía muy claro
que no estaba dispuesto a escuchar.
—¡Vamos, habla! Pero, te lo advierto, si es otra vez
esa historia del teatro, ya puedes olvidarlo. Entonces,
¿qué es? ¡Vamos, te escucho!
Neil sabía que sus esfuerzos serían vanos. El muro de
incomprensión con el que siempre había chocado se
levantaba delante de él, sin fisuras, invencible.
—Nada —murmuró bajando la cabeza.
—Entonces, puesto que no es nada —concluyó el
señor Perry con satisfacción—, vámonos todos a acostar.
Y salió de la estancia sin volverse.
La madre de Neil pareció querer decirle algo a su hijo,
pero no encontró las palabras. Se limitó a ponerle una
mano en el hombro.
Neil tenía la mirada perdida en el vacío. Sin embargo,
por un momento, un recuerdo hizo brillar sus ojos.
—He estado bien, mamá. Si hubieses podido verlo. He
estado realmente muy bien.[178]
Y luego sus ojos parecieron de nuevo mirar al vacío.
Mejor que volver directamente a Welton, los Poetas
Muertos habían decidido darse una vuelta por la cueva.
Todd, Meeks, Pitts, Charlie y Ginny, Knox y Chris se
instalaron muy juntos para calentarse. Charlie tenía un
vaso de vino en la mano y una botella extinta había
rodado al suelo. Como símbolo de Neil, que lo había
llevado a la cueva, el «genio de la caverna» aparecía
entronizado en una roca y los Poetas Muertos
contemplaban con aire taciturno la llamita que saltaba y
danzaba.
—Knox —cuchicheó Chris—, tengo que volver. Chet
podría llamarme.
—Espera aún un poco —repuso Knox tomándole la
mano—. Lo habías prometido.
—¡Eres verdaderamente imposible! —murmuró la mu-
chacha sonriendo.
—Bueno, y ¿dónde está Cameron? —preguntó Meeks.
Charlie tomó un sorbo de vino.
—¿Y a quién puede importarle?
Todd se levantó de repente y martilleó contra la
pared con los puños.
—Así es como saludaré al padre de Neil la próxima
vez.
—No digas tonterías —dijo Pitts.
Todd se volvió. De repente, una cara conocida [179]
apareció en la boca de la cueva, aureolada por la
claridad de la luna.
—¡Señor Keating! —exclamaron los chicos a coro.
Charlie se apresuró a hacer desaparecer el vaso y la
botella de vino.
—Ya sabía yo que les encontraría aquí —empezó
diciendo el profesor—. Vamos, señores, fuera esas caras
de funeral. Neil sería el primero en decírselo.
—¿Por qué no hacemos una sesión en su honor? —
propuso Charlie—. ¿De acuerdo, mi Capitán? ¿Quiere
usted abrir la sesión?
Los demás lo aprobaron.
—No sé... —dudó el señor Keating.
—Venga, señor Keating, por favor.
El profesor les miró a la cara de uno en uno.
—Está bien, pero entonces que sea por todo lo alto.
Calló un momento.
—Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisas.
Quería vivir intensamente y sorberle todo el jugo a la
vida. Dejar a un lado todo lo que no era la vida. Para no
descubrir, a la hora de mi muerte, que no había vivido.
Hizo una pausa.
—De E. E. Cummings.
Lanzaos en pos de vuestros sueños
o un slogan podría hundiros[180]
(Los árboles son sus raíces
y el viento es el viento)
Seguid a vuestro corazón
si las aguas se queman
(y vivid de amor
incluso aunque las estrellas se muevan a saltos)
Honrad el pasado
pero acoged al futuro con los brazos abiertos
(Y danzad para arrojar a la muerte
fuera de este connubio)
Qué importa el mundo
sus buenos y sus malos
(porque Dios ama a las muchachas
las mañanas y la tierra).
Keating calló y le tendió el libro a la asamblea.
—¿Quién quiere leer?
No hubo respuesta.
—Vamos, no se hagan los tímidos.
—Yo tengo algo que leer —dijo Todd.
Sorprendidos al ver que tomaba así la iniciativa, todos
le prestaron una atención religiosa. El chico sacó del
bolsillo unas hojas de papel que distribuyó a su
alrededor.
[181]
—Leed este verso entre las estrofas.
Tomó entonces otro papel y empezó a leer:
Soñamos días de mañana
que nunca llegan
Soñamos una gloria
que no deseamos
Soñamos un nuevo día
cuando ese día ya ha llegado
Huimos de una batalla
en la que deberíamos pelear.
Todd hizo un gesto con la cabeza. Todos leyeron a
coro:
Y sin embargo dormimos.
Todd volvió a leer solo:
Esperamos la llamada
sin adelantarnos a ella
Basamos nuestras esperanzas en el futuro
cuando el futuro no es más que vanos proyectos
Soñamos con una sabiduría
[182]
que evitamos cada día
Llamamos con nuestras plegarias a un salvador
cuando la salvación está en nuestras manos
Y sin embargo dormimos
Y sin embargo dormimos
y sin embargo rezamos
y sin embargo tenemos miedo.
Todd volvió a doblar cuidadosamente el papel con su
poema. Los demás aplaudieron.
—¡Ha sido magnífico! —dijo Meeks.
Radiante, Todd recibió las felicitaciones sonrojándose
un poco. Keating sonrió con orgullo al pensar en los
progresos sorprendentes de su alumno. Arrancó de la
roca un bloque de hielo traslúcido y se lo llevó ante los
ojos.
—En mi bola de cristal —dijo adoptando una voz
temblona— veo un glorioso futuro para Todd Anderson.
Intercambiaron una larga mirada de complicidad, y
luego Todd se arrojó a los brazos de su profesor. Tras
este breve abrazo, el señor Keating se volvió a los demás:
—Y ahora —anunció—, El general Booth entra en el Pa-
raíso, de Vachel Lindsay. Cuando yo pare, ustedes [183]
preguntan: «¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?»
¿Entendido?
—Entendido, Capitán.
Keating empezó a recitar:
Booth dirigía con orgullo la marcha con su tambor...
Los chicos respondieron en cantilena:
¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
Keating salió de la cueva, seguido en fila india por el
grupo de adolescentes.
Sentado a los pies de la cama, en la penumbra de su
habitación, Neil mantenía los ojos vueltos hacia la
ventana. La pasión que le había inflamado en el escenario
había abandonado su cuerpo. El tumulto de la sangre en
sus venas se había calmado. Cualquier vestigio de
emoción había desaparecido de su rostro y de su corazón.
Tenía la sensación de ser tan sólo una concha vacía y
frágil a la que el peso de la nieve hubiese bastado para
triturar.
Con gestos lentos y precisos, se quitó la chaqueta del
pijama y fue a abrir la ventana de guillotina. Un viento
helado penetró inmediatamente en la habitación y entró
en su alma. Neil permaneció en pie sin mover un
músculo, esperando a dejar de sentir la mordedura del
frío en su piel.
[184]
CAPÍTULO XIV
La noche clara y fría brillaba con un resplandor singu-
lar. Miríadas de estrellas perforaban el cielo y la luna
llena se reflejaba en la nieve, nimbando las suaves
colinas de Vermont con una luz cristalina. El hielo que
cubría la brizna más pequeña con un barniz destellante
transformaba el bosque en un palacio de cristal y
diamante, a través del cual serpenteaban los Poetas
Muertos siguiendo los pasos del señor Keating, que
recitaba en voz alta:
«Los Santos le sonrieron con gravedad y dijeron: Ha
venido...»
—¿Os habéis lavado en la sangre del cordero? —
respondieron los chicos a coro.
Cristo se acercó lentamente
vestido con una túnica, con una corona en la cabeza
para Booth el soldado
y la multitud puso una rodilla en tierra
Vio a Jesucristo. Estaban cara a cara,
y él se arrodilló llorando en ese santo lugar.
—¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
[185]
Mientras el Club se movía en la noche tranquila, un si-
lencio absoluto reinaba en casa de los Perry. El señor y la
señora Perry se habían acostado y habían apagado la
lámpara de cabecera. No oyeron la puerta de Neil. El
adolescente recorrió el pasillo y bajó la escalera de
puntillas.
Una claridad azul reinaba en el despacho del señor
Perry. Neil fue hasta el secreter de su padre, abrió el
cajón de arriba y deslizó la mano hasta el fondo. Sus
dedos tantearon un momento antes de encontrar una
pequeña llave, con la que abrió el cajón de abajo. Antes
de hundirse en el sillón de cuero, tomó la corona trenzada
que llevaba Puck, que había quedado olvidada en el
escritorio, y se la puso ciñendo su frente.
—¿Os habéis lavado en la sangre del cordero?
Los rayos de la luna jugaban en las cascadas
inmovilizadas por el hielo. El mágico paisaje se unía a la
magia de las palabras para envolver a los Poetas Muertos
en un universo de pureza irreal. El grupo empezó a bailar
y a jugar en la nieve, movediza zarabanda en un
decorado inmóvil. La espesa alfombra blanca apagaba
sus pasos y el aire era tan frío que las palabras parecían
helarse al salir de sus bocas.
Knox se llevó a Chris aparte y se besaron largamente,
saboreando el contraste entre la luna helada que lucía so-
bre sus cabezas y el suave calor de sus labios.
[186]
El señor y la señora Perry dormían profundamente
cuando un ruido rotundo y breve rompió el silencio de la
noche.
—¿Qué pasa? —exclamó el señor Perry incorporándose
súbitamente.
—¿Qué? —preguntó su mujer, aún adormilada.
—Ese ruido... ¿No has oído nada?
—¿Qué ruido?
El señor Perry se sentó en la cama. Sus pies encontra-
ron instintivamente las zapatillas. Abrió la puerta que
daba al pasillo y escuchó. Ni un ruido. Salió al pasillo y vio
la puerta entreabierta de la habitación de Neil, que
estaba desierta.
—¡Neil! —llamó—. ¡Neil!
La señora Perry salió a su vez, poniéndose la bata.
La señora bajó siguiendo a su marido, que entraba ya
en el despacho. Él encendió la lámpara del techo y
recorrió la estancia con la mirada. Todo parecía normal.
Iba a salir otra vez cuando advirtió un acre olor a pólvora.
Sus ojos descubrieron de repente un objeto que brillaba
con un resplandor sombrío sobre la alfombra. Reconoció
su revólver.
El corazón le dejó de latir. Rodeó el escritorio y vio una
mano pálida y exánime, con la palma vuelta hacia el
cielo.
—¡NEIL![187]
Un grito de horror le salió del pecho. Neil yacía en el
suelo, con la cabeza cubierta de sangre. Vencido por el
dolor, el señor Perry cayó de rodillas y abrazó a su hijo.
Acudiendo a toda prisa, su mujer lanzó un grito y se dejó
caer en el suelo, con un ataque de histeria.
—¡Mi hijo! ¡Neil! ¡No! ¡No tiene nada! ¡Dios mío, dime
que no le pasa nada!
Apretujados en el enorme automóvil, el señor Keating
y los chicos acompañaron a las muchachas hasta sus
casas y regresaron a Welton ya tarde.
—Estoy muerto, agotado —dijo Todd arrastrándose
hasta su habitación—. Creo que dormiré hasta el
mediodía.
Pero al día siguiente por la mañana, a primera hora,
Charlie, Knox y Meeks entraron en su habitación. Sus ros-
tros estaban lívidos. Se quedaron mirando un momento a
Todd, que dormía a pierna suelta.
—Todd... —llamó Charlie en voz muy baja—. Todd...
Le sacudió por el hombro. El chico abrió los ojos y se
incorporó, aún entumecido por el sueño. Guiñó los ojos
por efecto de la pálida luz, luego los volvió a cerrar y
apoyó la cabeza en la pared. Luego, tanteó buscando el
despertador, lo cogió y frunció el ceño.
—Sólo son las ocho. Aún tengo sueño.
Volvió a acostarse y tiró de las mantas para arroparse.
Pero de repente volvió a incorporarse, con los ojos
[188]
abiertos de par en par. Sus amigos seguían a los pies de
su cama sin decir nada, y comprendió que había
sucedido algo dramático.
—Todd, Neil ha muerto. Se pegó un tiro en la cabeza
—le dijo Charlie.
Un profundo agujero negro se abrió ante los ojos de
Todd.
—¡Oh, no! ¡Neil!
El corazón se le subió a la boca. Con un ataque de
vértigo, saltó fuera de la cama y salió al pasillo gritando.
En el cuarto de baño, se arrodilló delante del bidet y
vomitó hasta que sintió que las tripas iban a salírsele por
la boca. Sus amigos habían ido tras él, incapaces de
encontrar ni una palabra de consuelo.
Todd salió, con las mejillas llenas de lágrimas. Sus
piernas temblorosas apenas le sostenían.
—¡Todo el mundo ha de saber que su padre tiene la
culpa! —exclamó sublevado—. ¡Neil nunca se hubiese
matado! ¡Amaba demasiado la vida!
—No dices en serio que su padre...
—¡Con el revólver, no! —exclamó Todd—. Pero si no
fue él quien apretó el gatillo, sí ha sido el que...
Los sollozos le enmudecieron.
—¡Aunque no fuese él el que disparó —dijo,
reponiéndose—, es el responsable de su muerte!
Se lanzó contra la pared, estrellándose de cara contra
la piedra, con los brazos en cruz.[189]
—¡Neil! ¡Neil!
Cayó despacio de rodillas, apoyado en la pared, lloran-
do, y sus compañeros, impotentes, le dejaron ahí,
desplomado sobre el mosaico del cuarto de baño,
abrumado por la pena.
Al enterarse de la terrible noticia, el señor Keating fue
a refugiarse en el silencio oscuro de su clase.
Permaneció mucho rato contemplando por la ventana
ese día sin brillo que no acababa aún de empezar, esa
nieve tan gris como las nubes, ennegrecida aquí y allá
por bosquecillos de árboles sin hojas.
Se sentó en el pupitre de Neil y abrió en la primera
página su viejo volumen de poesía. El murmullo de su
voz resonó suavemente en el aula:
—Para no descubrir, a la hora de mi muerte, que no
había vivido...
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se echó a llorar en
silencio en la penumbra.
Un cielo descolorido pesaba sobre las colinas de
Vermont y una borrasca helada azotaba la comitiva
fúnebre acompañada por el lamento de una gaita.
Llevado a hombros por los Poetas Muertos, Neil fue
enterrado en el cementerio del pueblo de Welton. Su
madre, una frágil figura vestida de negro, siguió la
procesión apoyándose en el brazo del señor Perry, cuyo
[190]
rostro se mantenía impenetrable. El señor Nolan, el
señor Keating y los demás profesores formaban un cerco
solemne alrededor de la tumba mientras bajaban el
ataúd.
Después del entierro, todo el colegio se reunió en la
capilla de Welton. Los profesores, entre ellos el señor
Keating, estaban de pie en el coro. Los reunidos
cantaron un himno y luego el capellán subió al estrado.
—Señor todopoderoso, te rogamos que en tu inmensa
misericordia acojas a Neil. Bendícele y siéntalo a tu
diestra. Que la luz de tu bienaventuranza ilumine su
camino y que él comparta la gloria de tus elegidos.
Perdónale sus ofensas y concédele la paz eterna. Amén.
—Amén —respondieron los asistentes a la vez.
El capellán le cedió el lugar al decano.
—Señores —empezó con voz sonora—, la muerte de
Neil Perry es una verdadera tragedia. Era uno de los
mejores elementos de Welton y siempre le lloraremos.
Hemos establecido contacto con los padres de cada uno
de ustedes para explicarles la situación; su inquietud es
muy comprensible. A petición de la familia Perry, tengo
la firme intención de hacer una investigación rigurosa
acerca de este hecho. Espero toda su colaboración.
Con estas palabras grávidas de amenazas, el decano
abandonó el estrado y la reunión se disolvió en silencio.
Charlie, Todd, Knox, Pitts, Meeks y Cameron salieron
juntos, pero se separaron sin intercambiar una palabra.
Con excepción de Meeks y de Cameron, se reunieron [191]
más tarde en el sótano del dormitorio. Sentados en
viejos baúles, parecían esperar. Llamaron a la puerta.
Entró Meeks.
—Es imposible encontrarle —dijo, separando los
brazos con un gesto de impotencia.
—¿Sabía lo de la reunión? —preguntó Charlie.
—Se lo he dicho y repetido.
—¡Pues ya está! ¡Estaba seguro!
Charlie levantó los ojos al cielo. Fue hasta una
lumbrera y paseó la mirada por el campus, cuyo césped
caía en suave pendiente a la altura de sus ojos. Luego
se volvió a sus compañeros.
—Estamos listos, chicos —dijo.
—Y eso, ¿por qué? —preguntó Pitts.
—¡Cameron es un soplón! En este mismo momento se
lo está contando todo a Nolan.
—Contándole ¿qué?
—Lo del Club, Pitts. Piénsalo.
Pitts y los demás intecambiaron miradas perplejas.
—Alguien tiene que cargar con el muerto —explicó
Charlie—. Cuestiones de suicidios como ésta han
hundido a más de un colegio. Es malo para la
reputación.
Hubo un silencio. Los hombros acusaron el desánimo.
De repente oyeron que se abría una puerta en el pasillo.
Knox fue a la puerta y vio a Cameron que entraba en el
[192]
vestíbulo. Le hizo gesto con la mano de que se acercase.
—Cameron —llamó en voz baja.
Cameron le vio. Pareció dudar un momento y luego
cruzó el vestíbulo en dirección al sótano. De pronto tuvo
la sensación de que se encontraba ante un tribunal.
—¿Qué hay de nuevo, chicos? —preguntó,
aclarándose la voz.
—Nos has delatado, ¿no es verdad, Cameron? —dijo
Charlie, agarrándole por el cuello.
Cameron se debatió para escapar y se quedó pegado
a la pared. Sus ojos parpadeaban más de prisa que de
costumbre.
—¡Que os zurzan, tarados! No sé de qué me estáis
hablando.
—Acabas de contarle a Nolan todo lo del Club —le
acusó Charlie.
—Por si no lo sabes, Dalton, en esta escuela existe un
código del honor; si un profesor te hace una pregunta,
has de contestar la verdad o te expulsan.
Charlie dio un paso hacia Cameron.
—¡Eres una basura!
Meeks y Knox le retuvieron cada uno de un brazo.
—Espera, Charlie...
—¡Este individuo hiede! Está de mierda hasta el
cuello, de manera que ha decidido salvar el cuello él
solo.
[193]
—Déjale en paz —dijo Knox—. Si le tocas un solo pelo
te la cargas.
—De todas maneras, ya estoy expulsado —replicó
Charlie, desembarazándose del agarrón con un gesto.
—Por lo menos, tiene razón en eso —intervino Came-
ron—. Y si no sois completamente idiotas, haréis lo
mismo que yo y aceptaréis prudentemente colaborar.
No van detrás de nosotros. Nosotros sólo somos
víctimas inocentes. Lo mismo que Neil.
—¿Qué dices? —dijo Charlie—. ¿Detrás de quién van
entonces?
—Del señor Keating, claro. Del Capitán en persona.
¿Quieres mejor chivo expiatorio?
—¿El señor Keating? ¿Él, responsable de la muerte de
Neil? ¿Qué están tramando?
—¿Pues quién si no, imbécil? —dijo Cameron, con una
risa nerviosa—. ¿La administración? ¿El señor Perry? Ha
sido Keating quien se nos ha comido el coco, ¿no? Si no
fuese por él, Neil estaría tranquilamente tumbado en la
cama estudiando Química y soñando con su futura
carrera de médico.
—¡Eso es mentira! —se rebeló Todd—. El señor
Keating nunca le ha dictado su conducta. Neil adoraba el
teatro.
Cameron se encogió de hombros.
—Piensa lo que quieras —dijo con una cierta
condescendencia—. Pero lo que yo digo es: dejemos que
[194]
Keating se las cargue. ¿Por qué vamos a estropear
nuestras vidas?
—¡Cerdo!
Un violento puñetazo acompañó el insulto. Cameron
cayó de espaldas. Charlie ya estaba preparado para
golpearle otra vez.
—¡Charlie! —le contuvo Knox.
Cameron se llevó la mano a la nariz, que chorreaba
sangre. Sonrió aún con malicia.
—Acabas de firmar tu expulsión, Nuwanda —dijo
sarcásticamente.
Charlie le dirigió una mirada llena de desprecio y
salió. Los otros fueron tras él.
Desde el suelo, Cameron les gritó:
—Si no sois completamente imbéciles, haréis lo
mismo que yo. De todas maneras, lo saben todo. No
podéis hacer nada por Keating, pero aún podéis salvaros
vosotros.
[195]
CAPÍTULO XV
La cama de Neil ya estaba deshecha, con las mantas
cuidadosamente dobladas a los pies, encima del colchón
de anchas rayas grises. Sentado en la ventana, Todd
miraba a través de los cristales hacia el edificio de la
administración de Welton. Meeks salió de allí junto al
profesor Hager y entró cabizbajo en el dormitorio.
Un momento después, por la puerta entreabierta, vio
que Hager acompañaba al chico hasta la entrada del
pasillo.
Con las gafas en la mano, Meeks pasó a la altura de
su compañero sin verle. En sus mejillas se adivinaban las
huellas de las lágrimas. Entró en su habitación y cerró la
puerta tras sí.
—Knox Overstreet —llamó Hager sin impaciencia al-
guna.
Knox salió de su habitación y se reunió con Hager. Los
dos desaparecieron escaleras abajo.
Cuando vio vía libre, Todd salió sin ruido de su habita-
ción y fue a llamar a la puerta de Meeks.
—Soy yo, Todd.
—Déjame —le contestó Meeks con voz entorpecida
por los sollozos—. Tengo trabajo.
Todd dudó, comprendiendo lo que había ocurrido.[196]
—¿Y Nuwanda? —preguntó a través de la puerta.
—Expulsado.
—¿Qué les has dicho tú?
—Nada que ellos no supiesen ya.
Todd se alejó; no iba a conseguir nada más de su
desventurado camarada. Volvió a su puesto de
observación. Poco después, Hager escoltaba a Knox al
dormitorio. Todd entreabrió su puerta otra vez. Hager y
Knox aparecieron al final del pasillo. La expresión de
Knox reflejaba la tempestad que le agitaba. Sus ojos
brillaban, sus mejillas temblaban. Todd se pegó de
espaldas a la pared, horrorizado ante la idea de que
hubiesen conseguido doblegar a Knox.
Su nombre resonó en el pasillo.
—Todd Anderson.
Hager le estaba esperando. El chico inspiró profunda-
mente, alzó un momento los ojos al cielo y luego abrió la
puerta y se dirigió arrastrando los pies hacia el anciano
profesor.
Por el camino podía oír la respiración agobiada de Ha-
ger, a quien ese ir y venir le tenía agotado. El anciano
profesor dijo que parase a la entrada del edificio, para
darse un momento de respiro.
El chico y el anciano subieron lentamente los
escalones que llevaban a la oficina de Nolan. Todd
imaginaba que estaba subiendo a la horca.
Hager le hizo entrar y cerró tras él la pesada puerta
[197]
forrada de cuero. El decano estaba ante su escritorio,
sentado en su sillón. A su derecha, ligeramente atrás,
Todd vio con sorpresa a sus padres.
—Papá..., mamá...
—Tenga la bondad de sentarse, señor Anderson.
Todd tomó asiento en la silla vacía que le esperaba
ante el escritorio de Nolan. Echó una ojeada hacia sus
padres, que estaban inmóviles y con el rostro sin
expresión. Todd frotó ligeramente sus manos húmedas
la una contra la otra.
—Señor Anderson —empezó Nolan con autoridad—,
ya sabemos, grosso modo, lo que ha pasado aquí.
Admite usted haber formado parte de ese Club de los
Poetas Muertos, ¿no es verdad?
Los ojos de Todd fueron de Nolan a sus padres. Cerró
los ojos y afirmó con la cabeza.
—¡Contesta! —ordenó su padre.
—Sí —murmuró Todd.
—No le he oído —dijo Nolan.
—Sí, señor —dijo Todd, apenas más alto.
Nolan le mostró un fajo de papeles.
—Aquí hay una descripción detallada de lo que eran
esas reuniones. Es la prueba irrefutable de que su
profesor de Letras, el señor Keating, ha sido su
instigador, y de que con ello ha provocado la eclosión de
comportamientos indisciplinados. Además, estos
testimonios prueban que el señor Keating, tanto en [198]
clase como fuera de ella, animó a Neil a satisfacer su
inclinación por el teatro aun sabiendo que ello iba en
contra de la voluntad explícita de sus padres. Exce-
diéndose escandalosamente en sus atribuciones, el
señor Keating se hizo así responsable de la muerte de
Neil Perry.
Nolan le tendió el documento a Todd.
—Léalo con atención. Si no tiene nada que añadir o
ninguna corrección que hacer, entonces le ruego que
firme.
Todd tomó los papeles y los leyó atentamente.
Cuando hubo acabado su lectura, el papel le temblaba
entre los dedos. Levantó los ojos.
—¿Qué... qué va a pasarle al señor Keating? —le
preguntó a Nolan.
Su padre se levantó y le tomó por el brazo.
—Eso a ti no te importa.
—Déjele, señor Anderson —le tranquilizó el decano,
seguro de su victoria—. Siéntese, por favor. Quiero que
lo sepa.
Miró al adolescente a los ojos.
—Aún no sabemos si el señor Keating ha infringido la
ley. Si ése es el caso, la justicia se hará cargo de él.
Pero lo que nosotros podemos hacer ahora mismo, y su
firma como la de sus compañeros nos ayudará a
hacerlo, es ocuparnos de que el señor Keating no
enseñe nunca más.
[199]
—¿Que... que no enseñará nunca más? —balbució
Todd.
Su padre se levantó otra vez.
—Ya basta, Todd. Firma ese papel.
—Cálmate, querido —dijo su mujer.
—Pero... ¡enseñar es toda su vida!
—Eso a ti no te concierne —dijo su padre.
—¿Y en qué os concierno a vosotros yo? —replicó el
chico volviéndose a sus padres—. El señor Keating se
interesa más por mí de lo que vosotros lo habéis hecho
nunca.
El padre de Todd se irguió sobre su hijo, lívido de
rabia, y le alargó una estilográfica.
—¡Firma!
Todd dijo que no con la cabeza.
—No firmaré.
—¡Todd! —sollozó su madre.
—¡Es un tejido de mentiras! ¡Me niego a firmar!
Su padre intentó ponerle en la mano la estilográfica
por la fuerza. Nolan se levantó de su asiento.
—Tanto peor —dijo—; que sufra las consecuencias.
Rodeó su escritorio y fue a colocarse ante Todd.
—¿Crees que podrás salvar al señor Keating? Tú
mismo acabas de verlo, tenemos las firmas de tus
cómplices. Pero si no firmas, quedarás bajo todo el rigor
del reglamento hasta el final del curso y arrestado todas [200]
las noches y fines de semana. Y si pones tan sólo los
pies fuera del recinto del colegio, eso supondrá tu
expulsión pura y simple.
El decano y los padres de Todd observaron al
adolescente, esperando un signo de capitulación.
—No firmaré —repitió el chico por fin, con voz suave
pero firme.
—Entonces volveremos a hablar esta tarde después
de las clases —dijo Nolan con una nota de irritación en
la voz. Puedes retirarte.
Todd se levantó y salió de la oficina sin mirar a sus
padres.
—Lo siento —dijo la señora Anderson dirigiéndose al
decano cuando su hijo hubo cerrado la puerta forrada de
cuero—. Me siento culpable...
—Nunca hubiésemos debido enviarle aquí —dijo el se-
ñor Anderson, mirándose las puntas de los zapatos.
—Vamos, vamos —dijo Nolan—. A su edad, los chicos
son muy influenciables. Nosotros le devolveremos al
camino recto.
Al día siguiente, el señor McAllister paseaba por el
campus a la cabeza de un grupo de alumnos. En lugar
de abrumarles con declinaciones, el profesor de Latín
había optado por una lección in situ y de visu.
—Nieve es nix, nicis; edificio es aedificium, aedificii;
escuela, schola, scholae...
[201]
Esta modesta innovación pedagógica era también
para él un guiño que le hacía a su colega a punto de
partir.
El señor McAllister se detuvo y alzó los ojos hacia las
ventanas de la zona reservada a los profesores. Pudo
ver la silueta del señor Keating, con el rostro vuelto
hacia el horizonte. Las miradas de los dos hombres se
cruzaron y el señor McAllister hizo un leve gesto de
adiós. Luego, suspiró y echó a andar otra vez.
—Magister, magistri, maestro; arbor, arboris, árbol...
Keating se apartó de la ventana. Recogió los libros
que había en una estantería encima del escritorio:
Byron, Whitman, Wordsworth. Luego, pensándolo mejor,
los abandonó a su suerte y cerró la maleta. Echó una
última ojeada a la pequeña habitación y desapareció en
el pasillo, con la maleta en la mano.
Los que habían sido sus alumnos estaban en clase de
Literatura. Todd estaba encogido en su silla como el
primer día de clase, con los ojos fijos en el suelo. Knox,
Meeks y Pitts no parecían estar mucho mejor. Todos los
antiguos miembros del Club de los Poetas Muertos se
sentían demasiado culpables como para atreverse
siquiera a intercambiar una mirada. Sólo Cameron
parecía casi normal, con los ojos fijos en su cuaderno
como si nada.
Recordando el drama que acababa de vivir Welton,
los pupitres vacíos de Neil y de Charlie dejaban dos
enormes huecos en las filas de la clase.
[202]
La puerta se abrió de repente y el señor Nolan entró
en el aula. Los chicos se levantaron y no volvieron a
sentarse hasta que el decano se hubo sentado ante su
mesa.
—Voy a hacerme cargo de esta clase hasta los
exámenes —dijo mirando a su alrededor—.
Encontraremos un profesor titular durante las
vacaciones. Bien. ¿Quién puede decirme en qué punto
del Pritchard se encuentran ustedes?
Nolan levantó la nariz, esperando una respuesta que
no llegó.
—¿Señor Anderson?
—¿En el... Pritchard? —repitió Todd, con voz apenas
audible.
Hojeó nerviosamente su libro.
—No le oigo, señor Anderson.
—Yo... Creo que... Nosotros...
—Señor Cameron —le interrumpió Nolan, exasperado
con esos balbuceos—. Responda usted, por favor.
—Hemos ido saltando bastante, señor. Hemos
estudiado a los románticos y algunos capítulos de la
literatura de después de la guerra de Secesión.
—¿Y los realistas? —preguntó el decano.
—Creo que los hemos saltado —respondió Cameron.
Nolan se quedó un momento mirando a Cameron con
fijeza.
[203]
—Muy bien —dijo finalmente—. Empezaremos desde
el principio. ¿Qué es la poesía?
No se levantó ninguna mano. De repente, la puerta
del aula se abrió y el señor Keating apareció en el
umbral.
—He venido a recoger mis cosas —le dijo al señor
Nolan—. ¿Prefiere usted que espere hasta el final de la
clase?
—No, recoja sus cosas, señor Keating —repuso el
decano con un gesto de impaciencia—. Señores, abran
sus libros en la página veintiuno de la introducción.
Señor Cameron, ¿quiere usted leer, por favor, el
excelente prefacio del profesor Pritchad sobre la
apreciación de la poesía?
—Señor Nolan, esa página se ha arrancado del libro.
—Entonces coja el libro de uno de sus compañeros —
replicó el decano.
—Todas están arrancadas, señor.
Nolan miró a Keating con malevolencia.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que todas están
arrancadas? —preguntó.
—Señor, nosotros...
—Está bien —dijo Nolan.
Se levantó y le tendió su propio ejemplar a Cameron.
—¡Lea!
—«Comprender la poesía», por el doctor en letras J.
[204]
Evans Pritchard. «Para comprender la poesía, en primer
lugar hay que familiarizarse con la métrica, el ritmo y
las figuras estilísticas. A continuación hay que
plantearse dos preguntas. En primer lugar, ¿el tema
está tratado con arte...?
Keating estaba delante de su armario, en un rincón
de la clase. La ironía del azar, que había querido que el
señor Nolan eligiese leer precisamente el texto de
Pritchard, le hizo esbozar la sombra de una sonrisa.
Dirigió una mirada a sus alumnos. Vio a Todd, con las
facciones crispadas y lágrimas en los ojos. Vio a Knox,
Pitts, Meeks... todos ellos con la cabeza gacha,
demasiado avergonzados para mirarle. Suspiró y, luego,
acabó de sacar sus cosas y recorrió el aula para ir hacia
la puerta.
Tenía ya la mano en el pomo cuando, a su espalda,
Todd se levantó de un salto y estalló:
—¡Señor Keating, nos obligaron a firmar! —gritó, cu-
briendo la voz monocorde de Cameron.
Nolan se quedó rígido de cólera.
—¡Cállese, señor Anderson!
—¡Es la verdad, señor Keating! —insistió Todd—. ¡Tie-
ne que creerme!
—Le creo —respondió Keating con calma, sin el menor
signo de amargura.
Nolan estaba encendido por la indignación al ver su
autoridad tan abiertamente escarnecida.
[205]
—¡Deje que se vaya el señor Keating!
—¡Pero es que él no hizo nada, señor Nolan!
Todd se negaba a callar. Hirviendo de indignación, el
decano se precipitó a su pupitre y trató de obligarle a
sentarse.
—¡Siéntese, señor Anderson! ¡Una palabra más y le
expulso del colegio!
Barrió la clase con la mirada.
—¡Y esto se aplica a todos! ¡Una sola palabra y les ex-
pulso del colegio!
Se dirigió entonces a Keating.
—¡Váyase ahora mismo! ¡Desaparezca!
El silencio cayó sobre la clase. Los chicos observaban
a su antiguo profesor con el rabillo del ojo, como si
esperasen lo imposible. Keating dudó, les hizo un último
saludo silencioso, luego giró sobre sus talones. Se
disponía a salir de la clase cuando una voz le detuvo en
seco.
—¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!
La voz de repente clara y firme de Todd acababa de
sonar en el aula. Todas las miradas convergieron sobre
él. Lentamente, con firmeza, Todd puso un pie en el
asiento y se subió al pupitre. Tragándose las lágrimas, se
mantuvo inmóvil, saludando así a su profesor.
Desconcertado por un momento ante la incongruencia
de ese gesto y por la extraña dignidad que revestía, el
decano se encontraba ya al borde de la apoplejía.[206]
—¡Baje! ¡Es una orden! —aulló, dando una patada en
el suelo.
Pero, mientras se desgañitaba a los pies de Todd, se
vio de repente a Knox, en el otro extremo de la clase,
que repetía el gesto de su compañero, alzándose sobre
el pupitre. Un ramalazo de pánico pasó por los ojos del
decano. Reuniendo todo su valor, Meeks se subió
también a su mesa. Pitts le imitó. Uno tras otro,
galvanizados por su ejemplo, los alumnos se levantaron
para ofrecerle un último saludo a su profesor. Sólo unos
cuantos, entre ellos Cameron, abrumados por el miedo o
por los remordimientos, se quedaron sentados, con la
cabeza entre los hombros.
Nolan había renunciado a hacerse con el control de la
clase y miraba con furia mezclada con estupor el
homenaje que se le rendía al señor Keating.
Embargado por la emoción, éste no se había movido,
y allí estaba, con los ojos brillantes.
—Gracias, señores —dijo sencillamente, con un
temblor en la voz—. Gracias a todos.
Miró a Todd a los ojos, y luego a todos los Poetas
Muertos. Después de hacer un último gesto con la
cabeza, abandonó el aula, y el colegio Welton, dejando a
los chicos en pie sobre sus pupitres, dueños de sí
mismos y de sus destinos.
[207]
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Carpe DiemHoracio
(65 a.C. – 8 d.C.)
Su significado es "aprovecha el día presente".
La frase se encuentra en un poema de la obra "Odas" escrita por Horacio,
poeta latino que nació el año 65 a.C. y murió el año 8 a.C.
Por cierto, un bello poema. Este es el texto del poema en latín:
Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi fienm di dederint,
Leuconoe, nec Babilonios temptaris numeros. Ut melius quicquid erit pati!
[208]
Seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam, quae nunc oppositis debilitat
pumicibus mare Tyrrenum, sapias, vina liques et spatio brevi spem longam
reseces. Dum loquimur, fugerit invida aetas: carpe diem, quam minimum
credula postero.
Y la traducción:
No busques el final que a ti o a mí nos tienen reservado los dioses (que por
otra parte es sacrilegio saberlo), oh Leuconoé, y no te dediques a investigar
los cálculos de los astrólogos babilonios. ¡Vale más sufrir lo que sea! Puede
ser que Júpiter te conceda varios inviernos, o puede ser que éste, que
ahora golpea al mar Tirreno contra las rocas de los acantilados, sea el
último; pero tú has de ser sabia, y, mientras, filtra el vino y olvídate del
breve tiempo que queda amparándote en la larga esperanza. Mientras
estamos hablando, he aquí que el tiempo, envidioso, se nos escapa:
aprovecha el día de hoy, y no pongas de ninguna manera tu fe ni tu
esperanza en el día de mañana.
A las vírgenes, para que aprovechen el tiempoRobert Herrick
(1591-1674).
Coged las rosas mientras podáis;
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis,
mañana estará muerta.
[209]
La gloriosa lámpara celeste, el sol,
cuanto más alto ascienda
antes llegará a su camino
y más cerca estará del ocaso.
Los primeros años son los mejores,
cuando la juventud y la sangre están más calientes;
pero consumidas, lo peor, y peores tiempos
siempre suceden a los anteriores.
Así que no seáis tímidas, aprovechad el tiempo
y mientras podáis, casaos:
pues una vez que hayáis pasado la flor de la vida
puede que esperéis para siempre
¡Oh Capitán, mi capitán!Walt Whitman (1819 – 1892)
¡Oh Capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha concluido;
El barco ha enfrentado cada tormento, el premio que buscamos fue ganado;
El puerto está cerca, las campanas oigo, toda la gente regocijada,
Mientras los ojos siguen la firme quilla de la severa y osada nave:
Pero ¡oh corazón! ¡Corazón! ¡Corazón!
Oh las sangrantes gotas rojas,
Cuando en la cubierta yace mi Capitán
Caído, frío y muerto.
[210]
¡Oh Capitán! ¡Mi capitán! Levántate y escucha las campanas;
Levántate —por ti se ha arriado la bandera— por ti trinan los clarines;
Por ti ramos y coronas con cintas— por ti una multitud en las riberas;
Por ti ellos claman, el oscilante gentío, sus ansiosos rostros a ti se vuelven;
¡Arriba Capitán! ¡Querido padre!
Este brazo bajo tu cabeza;
Es tan sólo un sueño aquél en la cubierta,
Tú has caído frío y muerto.
Mi Capitán no responde, sus labios están pálidos y quietos;
Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad;
El barco se encuentra anclado sano y salvo, su viaje concluido y terminado;
De una horrorosa travesía, el barco vencedor, viene con un objeto
conquistado;
¡Regocíjense, oh riberas y repiquen, oh campanas!
Pero yo, con lúgubre andar
Camino la cubierta donde yace mi Capitán,
Caído, frío y muerto.
(De: Hojas de Hierba)
[211]