Kolonitz Paula Condesa - Un Viaje a Mexico en 1864

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Viaje a México en 1864

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Viaje a México en 1864

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Condesa Paula Kolonítz

Un viaje a México en 1864 Traducción del italiano de Neftalí BeltránPrólogo de Luis G. ZorrillaIlustraciones de Antonio Barrera SEP SETENTAS 291

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SecretaríadeEducaciónPúblicaSecretarioVíctor Bravo AhujaSubsecretaría de Cultura Popular y Educación Extraescolar Gonzalo Aguirre BeltránDirecciónGeneraldeDivulgaciónMaría del Carmen MillánSubdireccióndeDivulgaciónRoberto Suárez Arguello

Primera edición: 1976© Secretaría de Educación Pública Dirección general de DivulgaciónSEPSETENTAS: Sur 12 4, núm. 3 0 06; México 13, D. F. Impreso y hecho en México / Printed in Mexico

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La condesa Paula Kolonitz llegó a México el día 28 de mayo de 1864. Vino formando parte del séquito de Carlota durante la travesía deMiramar a Veracruz. Pisando suelo mexicano cesaban sus funciones, pero permaneció casi seis meses en nuestro país y en este libro noscuenta sus impresiones.

Con frecuencia se expresa de un modo que podría herir nuestros sentimientos aunque también, con su punto de vista muy del norte deEuropa, parece no querer demasiado a los latinoeuropeos. Cuando pasa por Gibraltar, menosprecia a los españoles; cuando se detiene enMadera, sus conceptos sobre los portugueses no son nada halagüeños, y de los franceses tiene constantes quejas durante su estancia enMéxico. Los europeos del norte, que siempre se han sentido superiores a los demás, continúan pensando que los que no viven como ellosson necesariamente pueblos infelices. La Kolonitz no podía escapar a este complejo y lo demuestra así al través de las páginas de su libro.

Pero en fin, la obra puede tener el valor descriptivo de un momento de la historia de nuestro país. Entre otras muchas cosas, la condesahabla del recibimiento que les fue dado a Maximiliano y a Carlota, de las costumbres y de la sociedad mexicana de aquel tiempo y, con unempeño que en ocasiones pretende acercarse a lo científico pero que su romanticismo ahoga en el más dulce almíbar, observa nuestrospaisajes, nuestra flora y nuestra fauna. Muchas veces no podemos dejar de sonreír ante las peripecias de su viaje y, en su totalidad, si se leve con ojos suspicaces, el libro resulta más divertido que ofensivo.

La señora Kolonitz embarcó nuevamente rumbo a Europa el día 17de noviembre del mismo año de 1864.Su obra fue publicada en Viena en 1867 y traducida al italiano, en Florencia, en 1868. Yo la traduje de este último idioma, ya que

desconozco el alemán. Es, pues, la traducción de una traducción, con todas las consecuencias que eso puede acarrear.Suprimí las dedicatorias, que no ofrecían ningún interés tanto en la edición austríaca como en la italiana, y me concreté al libro en sí.

Leámoslo con ojos curiosos ytolerantes .

N. B.

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PRÓLOGO

Desde hace varios años, en que el mexicano comenzó a analizarse a sí mismo de manera sistemática, se interesó también en conocer yanalizar los juicios de los extranjeros que visitaron nuestro pueblo en el pasado, cuando se afianzaba nuestra nacionalidad, reeditando antiguaspublicaciones o dándolas a conocer por primera vez en nuestro medio. Pues: bien, éste es un libro de una viajera europea con cierta ilustraciónmuy de su tiempo, apasionada por la historia natural y seducida por las civilizaciones y regiones remotas, idealizadas, quien estuvo en México enuno de sus momentos más dramáticos como espectadora de primera fila, en el inicio del segundo imperio.

Pensando en el sitio que ocupaba la autora, no deja de llamar la atención el hecho de que personas como ella que procedían del elementoconservador en Europa, aparezcan como liberales comparadas con nuestros conservadores vernáculos, mostrándolo así al juzgar, aunquesuavemente, a Gutiérrez de Estrada, o al evocar fugazmente a Garibaldi o a Juárez. Así lo dejan ver también sus varias alusiones al cleromexicano, aun siendo ella misma católica. Por otra parte, el mal gusto que vio en todos los sitios que visitó, las casas de terrado feas por no serde tejas y hasta la costumbre de la clase media mexicana de bañarse constantemente, no hacen sino mostrar diferencias con lo que era lo suyo,diferencias que le son intolerables porque el único patrón o medida de lo bueno y lo conveniente era lo europeo. Sin embargo, varios de susjuicios sobre el mexicano parecen seguir siendo válidos, si bien algunos son superficiales o representan meros estereotipos que circulaban yadesde entonces.

En el caso concreto de este libro, procede dedicar unas palabras al traductor, quien pudo haber obtenido un buen prólogo de entre lasmuchas personas de letras, historiadores o sociólogos que conoce, pero insistió en tenerlo de mí, creo que por no otra razón que la de sercompañeros en el servicio exterior mexicano, atribuyéndole así un nuevo valor a esa función a la que ha dedicado buena parte de su vida. Y esque en todos los lugares donde ha sido comisionado para servir, ha encontrado, ciertamente porque los ha buscado, viejos periódicos que dieronuna noticia de nuestro país, folletos, muchos grabados, todo lo cual por supuesto ha adquirido. Así encontró también este libro. Y lo tradujo. Yseguramente lo publicará movido por el mismo impulso que lo llevó a encontrarlo. Ese esfuerzo suyo dentro de su reducido presupuestorepresenta un meritorio aporte a nuestro acervo común, y por tener algún interés el libro para cualquier lector, la contribución semultiplica.

Luis G. zorrilla

CAPÍTULO I

Partida de Miramar. El Adriático. El Mediterráneo. Estrecho de Messina. Scila y Caribdis. Las Islas Lipari. Llegada a Civitavecchia.

Roma

EL 14 DE ABRIL de 1864 era el día ansiosamente esperado de nuestra partida. El sol lo saludaba con sus rayos ardientísimos. No habíanubes en el cielo. Con el corazón conmovido me acerqué a la ventana mirando al mar, de cuya discreción era necesario fiarse. Estaba agitado.Un viento ligero rizaba las olas que, más impacientes que nunca, irrumpían contra las rocas sobre las cuales se levanta Miramar. ¡Oh! Cuántasveces había yo asistido a aquel espectáculo, ya absorta y en estática admiración, ya apresurada y ansiosa. Y cuántas veces había consideradoesta fuerza arcana y misteriosa, asaltada súbitamente por las más fuertes impresiones. Sin embargo nunca fueron más vivas, más intensas,nunca para mí tan diferentes como aquel día. De los caprichos de este mar dependían el bien y el mal de la semana futura, las alegrías y lospadecimientos del viaje, la realización de todo aquello que yo deseaba y soñaba, los peligros y el alcance de la meta lejana. Y cuanto más selevantaba de su inmensurable profundidad y en grandes olas se erguía empujado por una fuerza tremenda e irresistible, más apreciaba yo lasolemnidad del momento que me esperaba, y me sentía extraordinariamente feliz de todo lo que me estaba reservado, y de poder gozar detantas cosas maravillosas.

Aquel día en Miramar y sus alrededores todo era vida, mientras el edificio se erguía solitario y tranquilo como si fuese un palacio encantadode las azules aguas del Adrio. El camino polvoriento y asoleado que a lo largo del mar o en medio de rocas y salientes conduce a Trieste, estabacubierto de hombres y de carrozas. El golfo sobre cuya costa se levanta Trieste, a manera de anfiteatro, y que desde aquí se domina en supintoresca belleza, hormigueaba de grandes y pequeñas naves. A alguna distancia de nosotros estaba desde hacía varios días la Novaraesperándonos con ansia; y junto a ella, destinada a escoltarla, había anclado la fragata francesa Themis.

Admirable espectáculo habíamos gozado en las tardes pasadas en la estancia de la archiduquesa, mirando al occidente donde el sol, queparecía de púrpura, hundiéndose en el mar, doraba las olas, los mástiles y las antenas de los dos navíos de guerra. Dejaba después detrás de sí,sobre el horizonte, una faja de fuego sobre la cual bruscamente, grandiosa y magnífica, se destacaba la nevada cadena de los Alpes de la altaItalia; en el fondo, las naves parecían levantarse como grandes y oscuros espectros. Después de todas las maravillas que he visto, aquel cuadrome ha quedado para siempre espléndido y claro en la memoria. Las bellezas de la naturaleza son tan variadas, tan extraordinarias, tan ricas, tanperfectas en su forma y en su especie, que no pueden temer entre sí las comparaciones.

Una media hora antes de nuestra partida una representación de la ciudad de Trieste presentó al archiduque, hoy emperador, sus despedidas.El archiduque Maximiliano era un príncipe al que el pueblo amaba grandemente. Trieste le debe mucho. Y fue con dolor y grave aprensión que

lo vio partir para correr al encuentro de un futuro peligroso e incierto. Diez mil firmas atestaban el afecto que se tenía por su persona y que ledeseaban felicidad acompañándolo más allá de los mares, en su nueva patria, en su difícil misión.

El emperador prorrumpió en lágrimas cuando el corregidor de Trieste le aseguró con afectuosas y cálidas palabras la tristeza general, elinterés popular. El momento era tan solemne y tan imponente, que todos estaban conmovidos. Casi no hubo ojos que permanecieran secos.

Cuando poco después, siguiendo a la pareja imperial, bajamos al patio, la multitud que había en el augusto recinto era inmensa. Todosquerían ver una vez más al amado príncipe, darle desde lo profundo de su corazón el último adiós, invocar sobre él mil bendiciones, desearlefelicidades. Con italiana vivacidad el pueblo se echaba a sus pies, lo cubría de flores, le besaba las manos y las ropas. Él, con los ojos hinchados

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por las lágrimas, con el alma presa de una febril emoción, no podía, arrebatado por la aflicción, decir una sola palabra y solamente saludaba conademanes.

Lentamente fue posible abrirse paso a través de aquella multitud para descender las escalerillas que conducían al lugar del embarque. Nosesperaba un esquife graciosamente decorado al que habían puesto un dosel de terciopelo rojo recamado de oro. El emperador ayudó a laemperatriz a descender; después estrechó con afectuosa cordialidad las manos que aún hacia él se extendían; luego también su pie dejó laantigua y tan amada tierra natal.

Quién sabe si podrá pisarla una vez más. Un diluvio de flores le seguía; entonces tronaron los cañones de las dos fragatas, la Bellona y laThemis, que llenas de banderas y espléndidas de admirable belleza, teníamos delante. La Novara había izado la bandera mexicana; nosotrosnos acercamos a ella con vigorosos golpes de remo. Los gritos de adiós de la población resonaban en todo alrededor y con ellos las salvas de laartillería de los fuertes y de todas las obras de fortificación. Todo parecía estar de acuerdo para dar a aquel momento un aspecto grandioso yconmovedor. El emperador necesitaba de su mucha energía para dominar la fuerte emoción de su ánimo mientras la emperatriz estaba alegre ytranquila: con fe miraba el porvenir y con suave y grande satisfacción gozaba las pruebas de afecto que se le prodigaban.

Mientras tanto habíamos llegado a la Novara y subimos. El paso estaba dado y una vida nueva comenzaba para nosotros. De pronto se levóanclas, tembló el motor bajo nuestros pies; humo denso y negrísimo giraba en pesados remolinos hacia el cielo.

La fragata francesa Themis (a las órdenes del comandante Morier) que había sido destinada por el emperador Napoleón III paraacompañarnos, nos seguía. Seis vapores del Loyd y un número infinito de pequeñas barcas, todas embanderadas y bellas, nos escoltaban.

Nos dirigimos hacia Trieste, de donde todavía se dominaba el bellísimo Miramar, la perla del Adrio, la joya del emperador, que él habíalevantado sobre la roca adriática, y que a pesar de lo estéril del terreno, y del adverso furor del bóreas había transformado en un paraísocircundado de las más bellas flores, y árboles siempre verdes.

Apenas pudo hacerlo, el emperador bajó de prisa a su cabina a esconder y reprimir en la soledad el profundo sacudimiento de su alma.Cuando lo vimos al día siguiente, estaba tranquilo y alegre, y así lo vi siempre después.

Los vapores del Loyd nos siguieron hasta la altura de Capo d'Istria, y allá un incesante agitarse de millares de pañuelos, de miles y afectuososvivas.

Después de un instante todo había desaparecido, todo callaba.Frío e impetuoso soplaba el bóreas, que era propicio para nuestro viaje. Toda excitación, todo temor habían desaparecido de mi alma; estaba

superado el dolor del adiós, el viaje tan frecuentemente puesto en duda ya comenzaba; y yo llena de esperanzas y de alegría, era feliz. Todo eranuevo, todo me interesaba, no sentía más el movimiento debajo de mis pies, al cual sucumbía tan a menudo cuando me encontraba sobre unpequeño vapor en el Canal de la Mancha. Yo esperaba haberme liberado de aquel horrible mal que es el mareo y así poder gozar de todoplenamente. Para mi desgracia mis bellas esperanzas pronto fallaron, lo que mucho deploro ya que el efecto de aquel malestar tanto me turbó yparalizó, que gran parte de las bellezas del viaje me estuvieron vedadas y fui incapaz de muchas observaciones. El recuerdo de esta travesía enlugar de entusiasmarme, como sucede con todos aquellos que no sufren de mareo, me duele en el corazón como una pesadilla.

Quien ha hecho un largo trayecto sobre el mar, aprende a limitar sus exigencias. Hasta ahora no sabía bien lo que aquello significaba; a pesarde todo, desde el principio me adapté a las dimensiones de mi cabina. Aun así, comparándola con la que, a mi regreso, me sirvió para sufrircuatro semanas de una vida miserabilísima, puedo decir el bien inestimable que es tener una ventana que poder abrir cuando se desea. Estacabina estaba ricamente aderezada. Su anchura la ocupaba mi pequeño lecho puesto a lo ancho de la fragata y protegido por una cortina. Habíaun tocador, un escritorio y un pequeño armario para mis vestidos. En las paredes estaban colocadas tablas que podían servir como repisas: unatela encerada de color oscuro cubría elegantemente el suelo.

En este recinto podía yo tenderme cómodamente, estar derecha sobre mis pies y respirar; privilegio propio de pocos camarotes. Sinembargo, no me sentía allí dentro ni tranquila ni valiente. La falta de estabilidad de las paredes es demasiado sensible. Mi cabina estaba sobre elcorredor. La gran sala común de almuerzo estaba sobre la cubierta, debajo del puesto de observación. Encima de ella se encontraba la segundacubierta, que servía casi exclusivamente como nuestro punto de reunión.

Estábamos fatigados. El ligero balanceo de la nave invitaba a dormir, de modo que todos fuimos a descansar y poco tiempo después,nuestras lámparas se apagaron.

No obstante el crujir del piso de madera todavía nuevo, no obstante el rechinar y el estrépito que se oía en la escalera que conducía a lacubierta, no obstante la gritería y el correr de los marineros que hacían el servicio nocturno, me quedé dormida.

Al amanecer arreció el viento, se agitó el mar y cuando desperté veía bajar y subir la pared y el techo de mi camarote. Estaba perdida. A todaprisa me vestí como mejor pude y corrí a la cubierta donde todos advirtieron mi palidez y rieron. Pero me rehíce bien pronto; las olas se calmarony a grandes sorbos respiré el aire fresco y balsámico que sólo se encuentra en el mar. Desde entonces no más o casi nunca más abandoné lacubierta, donde me sentaba hasta las dos o las tres de la madrugada y enferma o sana, alegre o triste, allá arriba todos los males eran menores;en tanto que en el angosto espacio de mi camarote casi todo me era insoportable.

El aire era purísimo, y se nos ofrecía un panorama tan espléndido y bello como raras veces lo ofrece el mar Adriático a los viajeros.Estábamos pasando las cadenas de los montes napolitanos y la de los confines turcos. Todo observábamos, todo admirábamos, era común elentusiasmo y el deseo de saber.

El mar Adriático, generalmente proceloso e incierto, se hacía cada vez más tranquilo y liso y lo veíamos ante nosotros espléndidamente bello yazul. El cielo sonreía a nuestro viaje. El 16 pasamos ante Otranto, navegamos junto a las desnudas y horribles costas de Calabria, admiramos lasbellas y nevadas montañas de Albania, saludamos a la lejana Corfú y alcanzamos el mar Mediterráneo al cual se entra muy bruscamente.Definitivamente, yo no estaba adaptada a la vida en el mar; cada cambio de movimiento me hacía sufrir; todos se habían salvado del terriblemareo y sólo yo sucumbía a la más ligera ocasión. Esta experiencia, lo confieso, me entristecía. Tenía ante mí un largo viaje que me habíapropuesto gozar lo más que pudiera. Por el contrario, me amenazaban los padecimientos grandes y penosos, los cuales cuando llegásemos alAtlántico, que siempre me describieron agitadísimo, podrían alcanzar proporciones espantosas.

Tuve que superar momentos de desaliento. Sin embargo estaba decidida a vencer el mal físico para tener el espíritu listo y capaz de recibirtoda impresión.

En la noche del 16 al 17 dimos vuelta a la punta meridional de Italia y cuando por la mañana nos reunimos sobre la cubierta, se veían a nuestraderecha las costas napolitanas. Espectáculo magnífico; despeñaderos o fértiles valles, villas y bosques de naranjos. A la izquierda se alzaban lasmontuosas costas de Sicilia que desgraciadamente estaban envueltas por las nubes; sólo de vez en vez quedaban fuera las cimas de los montes,o la del Etna, pero una espesa niebla las sustrajo bien pronto de nuestros ojos. Me parecía un sueño. Cuántas veces tuve el deseo de ver la bellaregión del mediodía. Y ahora la tenía delante de mí con todos sus atributos de belleza. ¡Cuántas descripciones había yo leído, cuántos cuadroshabía visto! Y sin embargo cuántas sorpresas. ¡Cómo cada cosa parece nueva y cuanto más bella y más espléndida de lo que puede imaginarlola más ardiente fantasía! Tal vez en ningún lugar había yo visto tantos atractivos, tanta armonía y dulzura de colores. La pureza del aire, la

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intensidad de la luz, el azul del mar, cuyas ondas parecían torcerse en suaves y oleosas masas, los colores y sus graduaciones ya del violeta, yadel verde oscuro armonizándose suavemente. Todo aquello lo veo ante mí, probando mi insuficiencia para reproducir con la monótona pluma, aunde lejos, el cuadro como vivirá eternamente en mi memoria.

En Sicilia el convento de San Plácido, sobre una alta roca, domina todo el estrecho de Messina. Debe ser un lugar paradisíaco, edificantepara el corazón y el espíritu.

Sobre las bajas costas napolitanas, dentro del mar, está la vieja ciudad de Reggio. Poco después aparece Messina apoyada en los montes yen las rocas sobre las cuales hay miles y miles de bellísimas villas que la circundan. Cuando pasamos en medio del estrecho, tan cercanasestaban las costas que a simple ojo se veían los naranjos, los sicómoros y las palmas, y su perfume aromático llegaba hasta nosotros. Por sobretodo aquello se difundía la luz meridional. Lanchas y barcos animaban el cuadro, un navío mercante austríaco nos saludó al pasar. Recogida ymuda permanecía yo con la nostalgia de mis seres queridos en el corazón, deseando tenerlos a mi lado como por arte de encantamiento paraque conmigo admiraran todo aquello; y casi con tristeza contemplaba la velocidad con la cual el vapor se alejaba de este paraíso.

Las opuestas corrientes de agua entre Sicila y Caribdis formaban nuevamente tal efecto de luces que ningún pincel podría reproducirlas.Caribdis es un antiguo y grande castillo sobre una roca saliente de la costa italiana y domina todo el golfo. Scila es un faro que se encuentra en unlugar arenoso y bajo de Sicilia.

Fugaz como un sueño, todo había desaparecido. No habíamos perdido todavía a Sicilia de vista cuando ya estaban ante nosotros las IslasLípari. El Stromboli surge del mar como un cono. Humea incesantemente, sus erupciones son frecuentísimas, y durante la noche sirve de faroluminoso a los navegantes. Las Lípari se extienden por aquí y por allá y algunas no son más que montones de rocas aisladas, habitadas porpobres pescadores, cuyas miserables cabañas son visibles a través de los matorrales. Pasamos tan cerca del Stromboli que podíamos distinguirhasta las cabras que pacían, único animal doméstico que poseen aquellos isleños.

La noche que precedió nuestra llegada a Civitavecchia, fue de nuevo tremendamente fastidiosa; el movimiento de la fragata se había hechomás fuerte, y con él los crujidos de la nave. Dickens en la narración de sus viajes a Norteamérica, describe con elocuentes palabras eseespectáculo que trastorna los sentidos y en medio del cual se pretende que el pobre viajero enfermo pueda dormir. Cada tabla, cada trabe, cadatornillo, cada gozne, cada clavo, todo aquello que compone una nave, todo lo que une sus partes, tiene su ruido propio ya ronco, ya estridente, yagimiente, ya sibilante, y diferente en su rugir y en su crepitar. Dentro de todo esto yace el pobre viajero trabajosamente metido en una camita tanestrecha y tan corta que no hay modo de poder reposar. El movimiento de la nave le empuja a uno la cabeza a los pies contra las extremidadesdel lecho, especialmente cuando está colocado a lo ancho de ella, como en la Novara, y donde el movimiento es de ordinario de rotación. Yo nopodía adaptarme a estas fatigas, a estas miserias; y con siempre creciente angustia yo veía avecinarse la hora que me obligaba a volver a lacabina y desde donde debía oír, durante la limpieza, el regar y el fregar que de las cuatro a las siete de la mañana se hace sobre la cubierta. Sólodespués de esta diaria inundación, podíamos regresar a nuestro lugar sobre los bancos húmedos, allá arriba.

El 18 de abril nos envolvió una espesa niebla, jamás podré ver el Vesubio; de golpe e inesperadamente habíamos llegado a Civitavecchia. Elpuerto de esta ciudad es tan estrecho y tan pequeño que a nuestra grandiosa fragata le fue imposible entrar; anclamos en alta mar y pasaron doshoras enteras antes que fuese acordado tomar tierra, cosa que yo deseaba ansiosamente. La primera que se acercó a la nave fue la lancha de lasanidad, abanderada de amarillo. Primero subieron a bordo el mariscal duque de Montebello y el ministro francés Sartiges; inmediatamentedespués los embajadores de Austria y Bélgica y finalmente los cardenales mandados por el Papa a saludar a sus majestades. A todos estosseñores les fue dada la debida acogida. El puente central y todos los lugares de la nave hormigueaban de toda clase de uniformes. Entrenuestros compatriotas teníamos conocidos a los cuales estrechamos las manos afectuosamente. Por fin pudimos bajar a las lanchas que nosesperaban para entrar al puerto. Allá estaban, mezcladas sin ningún orden, grandes y pequeñas naves, de los países que en honor de susmajestades habían izado la bandera de gala. Todos los mástiles, todas las arboladuras de las naves, estaban cubiertas de marineros queagitando sus gorros nos saludaban con entusiastas hurras. En el mismo instante tronaron en los barcos y en los fuertes las salvas de artillería y enel momento del arribo los tambores y las fanfarrias papales y francesas rivalizaban ensordecedoramente. Estas últimas tocaban la famosacanción Par la grâce de l'Empereur des français, del modo más ruidoso y extraño. Sus tropas en fila nos saludaban con las espadas y lasbayonetas. Levantaron las carrozas y nos llevaron a fuerza de brazos. Era una algazara, una agitación, una gritería, un mirarnos con curiosidad, uncorre corre, un chillar, de perder la cabeza. Finalmente nos sentamos en el coupé de un convoy extraordinario, el cual, traqueteando y a lassacudidas, nos condujo a la antigua ciudad.

Atravesamos una región en gran parte cubierta de fértiles prados y pantanos, donde pastaba el ganado y domina un aire insalubre.¡A Roma, a Roma! ¿Era eso una realidad? Lo era.Después de dos horas de viaje, la magnífica Roma se extendía ante nosotros con su bello Castillo de San Angelo, con la cúpula de San

Pedro, el Coliseo, con los pinos y los cipreses del monte Pincio, con todo aquello que de Roma se oye decir, con todo lo que sobre Roma se lee;y aquello por lo cual se suspira una vida entera aparecía como por el encanto de una varita mágica.

A nuestra llegada a Roma fuimos nuevamente saludados por las fanfarrias, los tambores, los calzones rojos, los bigotes, las patillas, losmantos violeta, y miles y miles de personas entre las cuales había buenos y queridos amigos. A través de estrechas, oscuras y sucias calles, enmedio de jardines llenos de arbustos florecidos, de ruinas cubiertas de enredaderas, llegamos al palacio Marescotti, donde vivía Gutiérrez deEstrada, el más caluroso partidario del emperador. Después, las confusiones de los equipajes, el trabajar, el correr, la gran toilette, la cena ytodos los horrores de la vida oficial a los cuales los grandes de la tierra no pueden sustraerse y que solamente el largo hábito hace soportable.

Después de tantas incomodidades, a las once de la noche estábamos en el Coliseo. La luna brillaba bella y límpida cuando llegamos; laprimera impresión nos subyugó. Pero poco después, sobre aquellas gigantescas muestras de la magnificencia romana, de la romana arrogancia,se hizo una espesísima niebla. Luego que fatigosamente alcanzamos el último escalón un velo nos cortaba la vista que buscábamos. Por mi partefui presa de vértigos y todo se balanceaba y ondulaba como si el incierto elemento que hacía pocas horas había dejado, se encontrara todavíabajo mis pies.

Era ya la una de la madrugada cuando sin fuerzas entré en mi estancia. A la mañana siguiente, a las siete y media, estábamos en la Basílicade San Pedro, donde en las catacumbas monseñor Nardi nos dijo la misa. Después, junto con monseñor Hohenlohe, visitamos el gran templo.

¡Oh, San Pedro! ¡La Plaza de San Pedro, con sus peristilos, con sus fuentes! Aquí se encuentra toda la perfección de la simetría, de lograndioso, de lo noble y de lo sublime. ¡Oh!, cómo sería hermoso permanecer aquí y ver y rever todo. Pero de prisa debíamos tornar a casaporque a las once teníamos audiencia con el Santo Padre. Vestidas de negro y con velos llegamos al Vaticano pasando por en medio de rosales.El recibimiento fue solemne. Cardenales, monseñores, guardias nobles con vestidos medievales nos acompañaron hasta Su Santidad, el cual,pasando por múltiples estancias vino a encontrarnos, alegre de humor, de espléndido y robusto aspecto y con una gran dignidad. Todos nospostramos; él bendijo a la pareja imperial; la levantó con solicitud y la condujo a su gabinete. Estuvo algún tiempo solo con ellos y despuésnosotros fuimos también llamados. Hecha la genuflexión de rigor él extendió la mano, besamos el anillo papal y nos bendijo a todos. Era sencillo yvenerable por sí mismo, cordial y benévolo: él es la más perfecta imagen de la dulzura y caridad cristianas.

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Los monseñores Hohenlohe, Talbott, Merode y Borromeo, con otros muchos, nos condujeron a ver las galerías y las obras maestras delVaticano. En dos horas vimos todo muy de prisa.

Cuando una impresión grandiosa hace desaparecer otra, ésta se convierte casi en dolor. Esta sensación la tuve cuando a las volandaspasamos de la Capilla Sixtina a las logias donde se encuentran los divinos frescos de Rafael; del ángel que visita a San Pedro en la cárcel alApolo de Belvedere; de la Diana al conmovedor grupo de Laocoonte.

Nos asomamos al balcón desde el cual Su Santidad bendice al pueblo en el día de la Ascensión. Ofrece una bella vista de la ciudad y de losmontes cuyas cimas estaban cubiertas de nieve, y de los jardines que ostentaban infinitas cualidades de flores. ¡En los jardines del Vaticano seencuentran ejemplares maravillosos de las plantas del mediodía! El aire es puro y benigno, el sol ardiente.

Cuando volví a casa, encontré a una queridísima amiga de la infancia, la cual vive en Roma en una verdad era felicidad doméstica. Y comosus majestades no me llevaron consigo a la visita que hicieron a los reyes de Nápoles, pude, mientras el tiempo lo permitía, admirar junto con miamiga algunas de las maravillosas bellezas de Roma. Visitamos las iglesias de Santa María la Mayor, de San Juan de Letrán, y de San Pedro inVmculis con su magnífica estatua de Moisés, de Miguel Ángel.

Esta última iglesia me causó la más profunda impresión. Estoy acostumbrada a la sencilla belleza de las iglesias góticas y no son de mi gustola pompa de los mármoles y los dorados. Volvimos solícitas a la Villa Aldobrandini, a la encantadora casa de mi amiga. Se encuentra la Villa enmedio de un jardín donde hay profusión de flores, frutos, verdor, enredaderas; toda la lozanía de la vegetación espontánea. Aquí y allá los pinos,las encinas, las palmas, los cipreses, los naranjos, las camelias exuberantes en plena primavera; las fuentes, las estatuas. El jardín, que seencuentra sobre lo alto, ofrece una magnifica perspectiva entre los montes; aquí encontré junto, en un espacio augusto, todo lo que sobrepasa lamás audaz expectativa: el color, el perfume, la luz, el arte y la nataleza, la riqueza y la felicidad.

Tornamos a salir en un coche, pasando por las plazas más importantes, junto a las obras de arte más célebres de Roma, hasta llegar al MontePincio, de donde se goza del espectáculo magnífico de la ciudad y sus contornos. Por la noche tuvimos gran cena y una espléndida recepción.Los primeros invitados fueron los grandes dignatarios del gobierno pontificio, los embajadores y los ministros residentes. Me interesaba muchoconocer al cardenal Antonelli, el poderoso ministro del Exterior al que la inteligentísima mirada, el rostro sereno y gentil, su altura y su elegancia, ledan un aire juvenil, aunque entre los cabellos castaños aparecían algunos hilos de plata.

Durante la cena estuve sentada junto a monseñor de Merode, entonces ministro de Guerra, y caído en desgracia después, y al cual el estadoeclesiástico no le impedía las alegres bromas, las agudezas, las frases amables. Su mirada de soslayo me molestaba, así como la de mi vecinode la izquierda, el embajador austríaco, señor Bach, que tenía la misma fea costumbre y así estaba yo en medio de un fuego cruzado. Merode, deuna ilustre casa belga, fue en su juventud oficial y sólo en la edad madura dejó la espada por el breviario. En sus maneras, en su presencia, habíatodavía algo de militar y quién sabe si el uniforme no le sentase mejor que la sotana. Involuntariamente mis ojos recorrían a todos aquellosgrandes dignatarios eclesiásticos viendo la expresión de sus fisonomías, y sus modales no faltos de una fuerza un poco prepotente. ¿Cuántosentre ellos seguirán el camino del amor divino, de la humildad, de la abnegación, del deseo del bien de sus almas y las de su prójimo? Yo no supeencontrar una sola cara que me testimoniara tales motivos; y cuando vi las joyas fulgurantes y admiré los preciosos encajes que con femeninocuidado ornaban las severas vestes sacerdotales, me estremecí de angustia porque no estaba bien segura de si alguno de aquellos píos señorespodría leer en mis facciones las impresiones que sentía.

Después de la cena, en los salones del señor Gutiérrez de Estrada se encontraban reunidos todos los más espléndidos nombres de laaristocracia romana. Entre ellos gentiles señoras cuya magnífica belleza y el brillo de sus ojos competían con el esplendor y el cintilar de losdiamantes que llevaban en el cuello y en los cabellos.

Al día siguiente, que era el 20 de abril, Su Santidad correspondió la visita a sus majestades imperiales. Y antes que su carroza de gala tiradapor cuatro caballos entrase a la estrecha calle del palacio Marescotti, la gritería, el estrépito de la gran multitud que lo acompañaba ya habíaanunciado la llegada del jefe de la Iglesia. El emperador y la emperatriz, seguidos de toda su corte bajaron la escalera y lo recibieron de rodillas.Después besamos sus manos y sus pies y alegre y benévola Su Altísima Santidad tuvo para todos una palabra cordial.

El viejo Gutiérrez de Estrada lloraba de alegría por el honor que su casa recibía. Él es un hombre excelente cuyos conceptos políticos nocorresponden a los tiempos que corren, pero cuya individual honestidad y lealtad son tales que quizá no vi igual en su país.

Después de la partida de Su Santidad la emperatriz me llevó consigo, así como al gran maestro, e hizo un rápido recorrido por las calles máscélebres, vio los templos y los arcos de triunfo, las fuentes y las columnas de la ciudad santa; después visitó las iglesias, la Villa Borghese con suparque encantador, un bello conjunto de pinos, de cipreses, de hermosas flores, de bellísimas estatuas. De allá se tiene de Roma una vista con laque mi corazón se llenaba de júbilo y voluptuosidad pero me sentí súbitamente triste porque tenía forzosamente que alejarme de todas aquellasmaravillosas bellezas, antes de que fuese capaz de incorporarlas a mí misma.

Encontramos en Roma la más bella estación del año; todo resplandecía con la exuberancia de lo nuevo, de la lozanía, del verdor; el calor delsol había llamado a todo a la vida nueva, nada estaba marchito, como suele ocurrir al final de la estación; ¡si pudiese algún día retornar! ¡sipudiese una vez más en mi vida ver nuevamente el monte Pincio, ver Roma desde la Villa Borghese, entrar en San Pedro y pasar el puente queconduce al castillo de San Angelo, admirar de nuevo la fuente de Trevi, visitar miles de lugares que no pude ver, y un momento de vida gozar alláde la suprema y purísima belleza!

Acompañados de miles y miles de populares, volvimos a las cuatro de la misma tarde a la estación de ferrocarril, de vuelta a Civitavecchia.No sé decir bien por cuántos motivos me era penosa y grave esta partida. Roma me atraía tanto cuanto el largo viaje marítimo que me

esperaba, y que debía hacer, pero, que me ponía, después de los padecimientos sufridos y la incapacidad de sobrellevarlos, en una seriaangustia. Sin embargo, yo no podía escoger y el categórico deber es en estos momentos una excelente cosa, porque nos quita todo temor ypusilanimidad y nos lleva felizmente más allá de toda incertidumbre. Bajo el repetirse de las salvas de artillería y otros clamores, los esquifes quegraciosamente engalanados nos habían llevado a Civitavecchia, a las siete nos transportaron directamente a laNovara.

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"Mientras tanto habíamos llegado a la Novara y subimos. Tembló el motor bajo nuestros pies; humo denso y negrísimo giraba enpesados remolinos hacia el cielo.."

CAPÍTULO II

Travesía del Mediterráneo. Caprera. Estrecho de Bonifacio. Las Baleares. Las costas españolas. Gibraltar. Partida. El Océano Atlántico.Las islas Madera.

ocupaba de nuevo mi camarote, la vida del mar había recomenzado e iniciábamos la travesía del Mediterráneo. Nuestro comandante Baroynos aseguraba que no podía haber mejor tiempo, y en realidad el mar estaba ejemplarmente tranquilo. El aire era fresco y yo, abrigada con misropas de franela, me sentaba en el puente cubierto.

El 21 de abril pasamos cerca de Caprera, la isla tan querida por Garibaldi. En aquella época él se encontraba en Inglaterra donde algunosfanáticos ingleses hacían todo lo posible por ridiculizarlo y por ridiculizarse a sí mismos. Desnuda, peñascosa y fría aparecía la isla. No podíamosver ni la menor señal de vegetación; y por el bien de Garibaldi no se puede más que desear que el interior ofrezca mayores atractivos.

Bellísima y seductora me pareció la isla de Córcega con sus nevados y altísimos montes y con sus ubérrimos valles. Tuve el deseo de bajar yrecorrer lo que fue la cuna de Napoleón. Viendo aquella austera y grave naturaleza puede comprenderse fácilmente que en su seno se formencaracteres enérgicos.

Atravesando el estrecho de Bonifacio no veíamos tierra en torno a nosotros. El Golfo de León nos acogió poco graciosamente. La noche del22 al 23 sopló un viento impetuoso que, creciendo más y más, azotó con grandes olas nuestra nave, que comenzó a tambalearse con fuerza. Lassillas tuvieron que ser amarradas; los viajeros no acostumbrados al mar no podían moverse de sus puestos; el agua penetró en las cabinas y enlas bodegas y muchas de nuestras provisiones se echaron a perder. una espesísima niebla nos privó de la vista de los Baleares y de las costasde España, y aquí vimos por la primera vez nadar ante nosotros a los delfines, con tal domesticidad que parecían no querer otra cosa más queestar cerca del navío. Pero el vapor los trastornó. Temen esa extraña potencia que con estrépito rompe las olas dejando tras de sí surcosprofundos.

Diluviaba cuando nos acercamos a Gibraltar, aunque antes de alcanzar el puerto escampó. Yo había permanecido sobre el puente envuelta enmi manta y así pude saludar las montañas africanas, los maravillosos despeñaderos de Gibraltar y las verdosas olas del Océano quebruscamente trazaban el confín del azul Mediterráneo. Corría el cuarto día de nuestra partida de Civitavecchia y era el 24 de abril. El puertoestaba lleno de navíos; nosotros anclamos lejos y era ya demasiado tarde para poder bajar a tierra. El mar estaba inquieto. El guardacostashabía izado la bandera amarilla en señal de tormenta. Había tanto que ver y que admirar que el tiempo nos parecía corto.

El espectáculo era tan grandioso como bello. La roca es de una considerable altura y se alza a plomo, imponentísima en la forma y en lagrandeza. De lejos parece desnuda e inhóspita pero algunas manchas verdes aquí y allá nos hacen imaginar la hermosa vegetación que seesconde entre aquellas grietas y entre aquel terreno pedregoso.

Muy allá, al pie del peñón, se extiende la ciudad de Gibraltar y sube por él hasta una cierta altura. Las obras de fortificación de los ingleses,que excavaron a través de toda la roca, no puede verlas quien no es un escrupuloso observador.

Innumerables naves animaban el puerto. Las banderas de sus naciones ondulaban al viento; pequeñas embarcaciones de vela iban de nave anave y de éstas a la costa. Era un eterno moverse y agitarse. Aunque el mar estaba inquieto, se deslizaban graciosamente sobre las olas estaspequeñas embarcaciones, las cuales, hundiéndose en los abismos que amenazaban tragárselas, de pronto reaparecían sobre las escurridizascrestas. Los chalanes del carbón venían remolcados por pequeños vapores los cuales, como intrépidos caballos, resoplaban inquietos en torno anuestra nave, digámoslo así, por su ingrata labor, una vez cumplida la cual se volvían presurosos. Bello se extiende allá el mar, que tiene porconfines los montes de Marruecos, atrevidos y al mismo tiempo elegantes en la forma.

En las costas africanas esplende clara y blanca la ciudad de Ceuta. Hay una maravillosa armonía en la naturaleza. Todo está grandiosamentedispuesto, y puede parecer una culpable audacia que el nombre débil y siempre amenazado por la muerte como está, haga todo provechoso a spasajeros fines.

La ambición y el orgullo del hombre, dinamitándola, abrió caminos en aquella roca que debe su origen a la fuerza primitiva del universo; y elmar, que podría hacerla desaparecer en un instante, y con él todos sus haberes, tolera su continuo ir y venir y mece con paciencia aquella cascarade nuez con la cual el hombre desafía su potencia. Algunos oficiales de nuestra marina nos mostraban un barco de guerra que venía del océanoAtlántico. Avanzaba lentamente y ofrecía un lamentable y tristísimo espectáculo; había perdido sus jarcias y sus lanchas; había tirado al mar suscañones y después de una lucha desesperada con el furioso elemento estaba, naturalmente, feliz de llegar a puerto. El navio era el Re.Galantuomo, que algunos de los señores que venían con nosotros ya conocían de las guerras de Italia y que desde hacía algunos meses se creíaperdido o naufragado en las costas de América. El capitán fue convidado a cenar y una después de otra nos contó sus desventuras y los muchospeligros que él y su tripulación habían superado.

Al día siguiente nos fue permitido bajar a tierra. El cielo estaba límpido y puro, la luz bella, pero el viento soplaba impetuoso. una media horanos costó llegar hasta la costa. Las olas provocaban nuestra impaciencia y los remeros tuvieron que hacer un gran esfuerzo para conducirnoshasta el lugar del desembarque. Finalmente subimos por el empinado y asoleado camino que conduce a las galerías en medio de las rocas. Unoficial inglés, que parecía feliz de poder hablar con extranjeros en su lengua nativa, nos abrió la puerta y del modo más sencillo y cortés nos sirvió

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de cicerone.Algunos habían hecho el camino cabalgando. Mi compañera y yo preferimos hacerlo a pie. Aquí supimos por primera vez lo que son los

calores del Mediodía. El sol daba con fuerza sobre las rocas. Pero el ansia de gozar de todo y el interés por todo, que era hermosísimo, no turbópara nada nuestro humor.

Las galerías vastas, bellísimas, talladas en la roca, finalmente nos protegieron de los rayos del sol. En espiral conducen hasta la cima donde,desde una terraza armada de cañones, se goza de un espectáculo maravilloso. La obra es gigantesca y única en su género, por lo que el visitarlacompensa cualquier fatiga.

Sobre la punta extrema de la roca, por la parte que ve al Oriente, se alza solitaria la casa del suboficial que nos acompañaba. Aquí él quisoque se hiciese un descanso y nos obsequio con queso, limonadas y gaseosas, lo cual fue una verdadera fiesta. Después remidamos la marchapor un camino demasiado pedregoso que corría por un bosquecillo de palmeras donde se dice que hay monos. Los buscamos, aunqueinútilmente, y quién sabe si únicamente sea el "se dice", o tal vez huyan a la mirada del hombre que los busca con curiosidad. A nuestro regresopasamos por los más lindos jardincillos, donde los nopales con sus frutos, que yo aún no conocía, sobrepasan la altura de los muros. Lossaludamos como símbolos del Mediodía. Soberbios árboles de los cuales no sabía el nombre ofrecían la más fresca sombra, y flores y árboles seentrelazaban el uno al otro con indescriptible ostentación y magnificencia. Solamente en los países meridionales se sabe lo que es un jardín. Ahíno vi trazas de aquella ansiosa economía donde artificialmente se cultivan, y con gran trabajo se cuidan, aquellas pobres plantas de nuestrastierras para preservarlas de los rigores del clima donde viven. Aquí todo crece con salvaje lozanía, todo florece despreciando la mano del hombre,aquí todo se desenvuelve con tal perfección y con tal grandeza que supera toda proporción. Las plantas toman dimensiones arbóreas, y mientrasentre nosotros se alcanzan encorvándose, aquí tiene uno que alzar los brazos para tocarlas. Nada hay raquítico, todo es vicioso, todo está plenode vigor y de savia. Hasta los colores de la exuberante vegetación son más vivos. Así había soñado los jardines de mi infancia cuando leía librosde cuentos en que los hombres vivían lejos de cuidados y afanes y preservaban su juventud con un filtro que un hada benéfica les daba.

Llegamos a la Alameda, donde reposamos en las bancas del camino, mirando la multitud que pasaba ya a pie, ya a caballo, gozando con lasnaranjas recién cortadas que ofrecían a la venta.

Aquí conocimos al gobernador de Gibraltar, el general Codrington y a su ayudante, los cuales sin habernos podido alcanzar, pensandogentilmente acompañarnos, nos habían seguido por la roca durante varias horas.

La ciudad es bella y graciosa. El espíritu de orden y la limpieza, propio de los ingleses, domina todo aquí, a pesar de los funestos elementosmoros, españoles y hebreos, tan contrarios a estos principios.

La hora de comer nos obligó a retornar a bordo de la Novara. Ya de lo alto de las rocas habíamos visto la creciente agitación del mar y no fuepoco el trabajo para poder entrar a nuestro esquife. Éste se alzaba y se hundía despreciando todo cálculo. Solamente con un largo ejercicio seobtiene la ventaja de poder entrar y salir de la barca con ambos pies. El trayecto fue espantoso. Las olas nos empujaban ya para aquí o para allá,ya para un lado o para otro. Parecía casi imposible que alzándose amenazadoras como verdaderos montes, no nos tragaran. Antes de habersalido del estupor estábamos de nuevo levantados a la altura de una torre y, con la velocidad del relámpago, precipitados en el abismoespumoso.

Aparte de todo, el esquife era tan bajo que apenas un palmo sobresalía del agua. Mi amiga, de ordinario tan intrépida, perdió esta vez elcoraje. Gritaba, rezaba y el oficial y los marineros que remaban se reían de nuestro miedo. Bañadas infinitas veces por las olas al fin alcanzamosla Novara. Nos aproximamos y después de varias e inútiles tentativas pudimos poner el pie sobre la escala que conducía a la cubierta. Elemperador nos había reunido para comer en su camarote. Entre los invitados estaba el general Codrington, algunos oficiales ingleses y el cónsulaustríaco. Junto a mí estaba sentado el príncipe Hohenlohe que sirve en la marina inglesa bajo el nombre de conde de Gleichen. La reina seopuso al casamiento de este príncipe, pariente de ella, con la señorita Seymour y quería declarar el matrimonio morganático; pero el prínciperenunció a su nombre y como conde de Gleichen casó con la rubia y gentil moza que yo había tenido ocasión de conocer el día anterior. En honora sus majestades mexicanas, los oficiales ingleses hablan organizado carreras de caballos a las cuales fue también invitado su séquito marítimo.Esto me dio la oportunidad de conocer lugares, pueblos y costumbres que yo ignoraba totalmente.

Con alegría, el 26 de abril zarpamos hacia el peñón que se alza majestuoso y severo y que oculta entre las piedras y las grietas las más bellasflores. Para nosotros, pobres criaturas del norte, todo esto tiene una fascinación indescriptible. El tiempo en que llegamos era propicio. Cuando elsol abrasa durante largos meses aquellas rocas y seca la vegetación, éste parecerá un lugar triste y penoso a los habitantes de Gibraltar y lanaturaleza debe ser estéril y melancólica.

El lugar de las carreras era bellísimo. Entre la altísima roca y el mar está el prado limitado al norte por la Sierra de España (Sierra Nevada). Viuna extraña agitación que me interesaba más que cualquier otra cosa. ¿Cuál sería el caballo ganador, el del capitán Smith o el del coronel John?

Los oficiales encabezaron la cabalgata; algunas damas inglesas a caballo, y otras en su Pouychaisen. Al espectáculo también le daban vivointerés los soldados vestidos de rojo. En medio de todo los pilludos españoles, tipos puros de Murillo, gritando y alborotando nos ofrecían abajísimo precio los más exquisitos frutos. Junto a ellos rígidos, graves en su aspecto, majestuosos en sus movimientos, estaban los moros con elturbante en la cabeza y lindísimos trajes. Aquí y allá hombres de aspecto elegante mantenían viva la conversación ya con los caballeros, ya con lasdamas. Aquí se hacían apuestas y se reía, allá se bromeaba y se discutía.

La emperatriz se dignó sentarse en la carroza del general, y teniendo a su lado a la señorita Codrington, el emperador se mezcló entre lamultitud. Yo estaba sentada en el palco, atenta a aquellas escenas tan nuevas y atrayentes. De la purísima claridad y del calor de la luz meridional,que se difunde por todos lados, nace un encantamiento que solamente comprende el que lo siente por experiencia propia.

Pasada la segunda carrera, sus majestades y nosotros fuimos conducidos a una tienda donde ya se encontraba preparado un banquete. Lacondesa de Gleichen, amable y gentil señora, hacía los honores junto con la señorita Codrington. Los oficiales trinchaban y servían, y reinaba entorno a nosotros tal perfume de cortesía y de gentileza junto con los modales más exquisitos, que recordaré siempre con cariño la hospitalidadinglesa. Y, como siempre, cuando se comparan la cortesía inglesa y la francesa, la diferencia está a favor de las formas y los modales ingleses,porque todos sus actos de gentileza y de amistad tienen en sí la estampa de la más respetuosa galantería; mientras que en los otros no pasa deuna muy ambigua imposición.

Es verdad que he encontrado franceses bien educados y corteses, tal como deben ser los caballeros de todo el mundo, pero fueronexcepciones.

A las 4 dejamos el lugar de las carreras. El general Codrington y su ayudante nos acompañaron a caballo por toda la ciudad y al magníficojardín del capitán del puerto, señor O'Mannly, que en el muelle nos esperaba con su pequeño vapor, en el cual nos condujo a la Novara dondetodos volvimos a vernos en la mesa imperial. Esa misma noche nos hicimos al mar, que se agitaba más inquieto que nunca. La tempestad de losdías pasados lo había alterado grandemente; era aquello que en el Adriático se suele llamar "marea muerta".

Lentas van y vienen las olas en una interminable largura, no hacen espuma, no se alzan. La superficie parece lisa, pero la nave se vuelve yrevuelve, por decirlo así, sobre su ancha superficie, se hunde, se abisma, y este movimiento me fue mucho más penoso que el del mar cuando es

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sacudido por la tempestad. La nave, con las velas desplegadas, parecía que volaba con el viento.El primer saludo que me daba el Atlántico era descortés. Tenté vanamente de conservar los pobres nervios de mi estómago en actividad. Ni

el curacao ni el sherry me ayudaron en nada. Mi lagrimear aumentaba con el tiempo, pero al segundo día me sentí mejor.Esta vez no estaba sola en mi padecimiento. Muchos de mis compañeros de viaje tenían el mismo horrible mal. La propia emperatriz no

aparecía por la cubierta más que al oscurecer y se veía pálida y dolorida. Mientras reposábamos, leíamos nuestros libros y revisábamos nuestrospapeles.

El océano, si se miraba bien de cerca, era oscuro, denso, índigo; a la distancia parecía casi gris, de plomo; pero había días en que tomabaaquel bello clarísimo color celeste que es propio del Adriático y del Mediterráneo. El encuentro con cualquier nave nos hacía felices. Todoscorríamos hacia el puente para reconocer, ya a ojo desnudo, ya por medio de un anteojo de larga vista, el rango de la nave y a qué naciónpertenecía; y cuando por la tarde pasaba junto a nosotros algún gran vapor, en ambos lados se prendían fuegos de bengala que producían unmagnífico efecto.

Esa tarde el vapor que encontramos era el correo cargado de pasajeros que hacía el trayecto Río de JaneiroHamburgo.La temperatura en pleno mar era fría para el bajo grado de latitud en que nos encontrábamos. Estábamos a la vista de la isla Madera; yo me

encontraba sobre cubierta abrigada con mis mantas de viaje, olvidada de todo mal, alegre en la ansiosa impaciencia de ver aquella perlapreciosa del jardín del océano Atlántico; la bella, la tan celebrada Madera de la cual estábamos tan vecinos.

Pasamos primero ante las Islas Desiertas, rocosas, pequeñas, deshabitadas. No se veían más que cabras salvajes, las cuales se burlan delos cazadores que vienen de Madera para matarlas.

Porto Santo, del cual se pasa cerca, es una altísima torre formada naturalmente por las rocas. Y antes de alcanzar, al amanecer, Funchal, quees la capital; antes de poder anclar en el peligroso puerto, navegamos en torno a Madera largamente.

La isla, no puede ignorarse, es de naturaleza volcánica, formando un infinito número de montes y de salientes, y se yergue hasta unaconsiderable altura. La visita que hicimos a Madera para mí no fue otra cosa que un sueño fugaz, pero un sueño que ni la fantasía puede crearlo.

Pocas horas nos fueron concedidas para recorrerla, pues sus majestades la conocían desde hacía tiempo. El archiduque Maximiliano y laarchiduquesa Carlota hacía más o menos tres años que la habían visitado juntos, y ella vivió allí durante largos meses.

Arribamos a las 10. Pero ¡qué lugar! "Florece el valle más lejano, el más profundo, y el florecer no cesa". Estaba ante este encantador cuadrode primavera en que las bellezas son tantas y tan variadas, que el ánimo se me llenaba de asombro. Nos acercamos hasta la Villa Davis donde,para restablecer su delicada salud, estuvo durante varios meses la emperatriz Isabel de Austria. La villa está construida con todas lascomodidades y conforme a las exigencias del clima. Allí, como su mayor ornamento, se encuentra el retrato de nuestra bella soberana, el cual nosda una idea poco justa de los raros atractivos de la augusta señora, así como mi pluma es poco hábil para describir las infinitas bellezas deMadera.

La villa se encuentra a pocos pasos del mar, en un piélago de flores. Flores que ya conocíamos pero que aquí tienen dimensiones dos o tresveces mayores que entre nosotros: ¡no vi jamás tan magníficas rosas! En medio de una incesante florescencia y con las más encantadorasvariedades de color y de tonos, hay verbenas, petunias, geranios y heliotropos, con miles de otras flores deslumbrantes. Cerca, amorosamentecultivadas, se ven las magnolias, las mimosas, las camelias arbóreas, las palmas reales, las bananeros y las higueras; y todo este paraísocercado con rosas, con heliotropos, con naranjos, con nopales, con áloes y agaves o nopales con fruto.

Perfumes y colores eran tantos que se creía una transportada a un país encantado. ¡Si pudiera compartir con alguien aunque sólo fuese undébil reflejo de aquella voluptuosidad que me aplastaba! Yo me regocijaba como si estuviera en éxtasis.

Un pino que el emperador, según la usanza de su país nativo, había mandado el día de Navidad a su amada lejana, fue plantado por ella eneste jardín. Aquí prospera magnífico, gozando de la tierra, de la luz, y de la igualdad del calor. ¿Era, quizá, éste el pino solitario cantado por Heiney del cual decía que moría de amor, deseoso de alcanzar a la palma lejana? Sus anhelos se habían cumplido, pues no lejos de él ésta se erguíaelegante y altanera en las formas, siempre dominándolo.

Fui de prisa a visitar a la joven e interesante escultora Elizabeth Ney. Había oído muchos elogios de ella y admirado el retrato que le hizo aGuillermo Kaulbach. Tenía su estudio entre rosales y naranjos; solamente flores rodeaban a esa amable sacerdotisa del arte. Pero yo no podíadejarme llevar de su encanto ni del interés que despertaban sus obras de arte. Teníamos las horas contadas y todo lo bello que Madera ofrecía yoquería verlo. Cada minuto era un goce nuevo.

Sus majestades, acompañadas de varios caballeros, habían hecho un paseo a caballo. Mi compañera y yo, con el resto del cortejo, tomamosotro camino. Después de una exquisita comida con fresas, plátanos y naranjas, donde no podía faltar el prosaico beefsteak, emprendimos unpaseo hacia un alto monte donde se yerguen una iglesia y la Villa Gordon. Las damas subieron en una carroza grande, forrada de rojo, mediocubierta, ante la cual pusieron dos bueyes. Los señores nos seguían a caballo. Por un ríspido camino sembrado de pequeños guijarros subimoscosa de una hora. Para los pobres bueyes fuera menos pesado el trabajo si durante la fatigosa subida no hubieran sido azuzados por los feos ysucios indígenas, ya con articulaciones que apenas si podían llamarse humanas, ya con látigos a los cuales habían puesto clavos puntiagudos yque usaban sin misericordia.

En general, si hay alguna cosa que desentone con este reino florido es el propio hombre. Los indígenas son una muestra funesta de todo loque es degradación moral y física; y con sus gorritos rojos, los cuales solamente les cubren la extremidad de la cabeza, se parecen tanto a losmonos que el contraste con la maravillosa y poética naturaleza es desconsolador.

Los europeos que vienen aquí son en su mayor parte ingleses, casi todos hombres tísicos y enfermizos, los cuales con el benigno y bellísimoclima buscan la prolongación de la vida. Demacrados y pálidos yacen en las hamacas y son transportados por las empinadas calles de la ciudado por sus propios criados o por los indígenas; espectáculo que estruja y aflige el corazón.

El conde Farrabo, rico propietario en Portugal y en Madera, fue para nosotros un amabilísimo guía y cortés cicerone. Atravesamos jardinescuyas flores colgaban por todos lugares y recubrían muros, árboles y terreno; después por frondosos bosques y por selvas de pinos que estabanjunto a las bananeras y a las palmas. La vista se extendía estupenda con las aguas que atraviesan los valles murmurando y caen hasta el marpara terminar en las Islas Desiertas. Finalmente, alcanzada la meta, admiramos el jardín de la Villa Gordon que no tiene señales de manos que locuiden pero que por el caos de esplendorosas flores, por el abandono lujurioso y desordenado de su vegetación, por la estupenda vista, fascina yenamora.

Poco después descendimos pero ya no a caballo ni en la carroza tirada por los bueyes sino sentados de dos en dos en una especie de carrode paja que los isleños montan por detrás y que a fuerza de patadas y empujones dirigen con la rapidez del relámpago como si se deslizaran porel hielo, tanto que en menos de diez minutos habíamos bajado un monte de mil pies de altura.

Era forzoso separarse de la Villa Davis, de la isla Madera, de aquel mundo que en una belleza divina se extendía ante nosotros. Era necesariosepararse del continente por semanas largas y penosas, separarse de la querida tierra natal.

Aquella misma noche se levó anclas.

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'Cuanto más nos acercábamos a las Antillas el sol se volvía más candente, el aire más pesado y se transpiraba por cadaporo..."

CAPÍTULO III

ElAtlántico. Alegría y padecimientos de un viaje por mar. La Martinica. Jamaica. El Golfo de México.Meta.

CON EL ADIÓS a Madera nuestro viaje comenzaba en serio. Hasta ahora, aquí o allá nos deteníamos. Tres veces en quince días habíamosestado en tierra, cinco días habíamos dedicado a Roma, a Gibraltar, a Madera. Ahora el océano Atlántico se extendía ante nosotros en su graninmensidad y no antes de quince días debíamos ver el continente. Este solo pensamiento me imponía.

Cuando nos despertamos el 30 de abril ya habíamos dejado a muchas y muchas leguas atrás de nosotros la bellísima isla en la cual pasamosalgunas horas difíciles de olvidar.

Ya habíamos alcanzado las regiones de los vientos regulares y buena parte de nuestro viaje hasta las Antillas debía hacerse a vela. Nuestrafragata no estaba originariamente construida para viajar por el Atlántico y por eso no podía ser provista de carbón más que para ocho o nuevedías.

El océano estaba agitado, plomizo, tenebroso. El cielo oscuro y nublado, pero el viento era propicio y ahora todo se limpiaba y se lavaba yestábamos contentos porque no se necesitaba más del carbón que todo lo ennegrece y ensucia; felices estaban también el comandante y losoficiales que podían ahora navegar a vela, lo cual es la mayor fiesta para un hombre de mar. El descubrimiento del vapor ha hecho desaparecergran parte de aquella poesía, de aquel prestigio que en otros tiempos tenía la vida del marino; estancó el ingenio y la audacia. A su inteligencia ypericia, a su fuerza, providencia y energía, debía confiar su propia persona; era necesario que conociese la dirección de los vientos yaprovecharlos y donde surgiese la tempestad debía saber vencerla y evitarla. Era una ciencia seria y difícil, como suelen explicar sus adeptos;aquel que comandaba un velero y regresaba bronceado de sus largos viajes marinos podía decir que había vivido, combatido y ganado, quehabía empeñado todas sus fuerzas y que en la espantosa soledad del mar había justificado el proverbio: "Ayúdate, que Dios te ayudará".

El balanceo, el agitarse del navio eran más fuertes que nunca; más irregulares que nunca el movimiento, los crujidos, el gemir más que nuncainsoportable, tanto que mi espantoso mal recomenzó. Caída en completo abatimiento, incapaz de aquella resistencia y elasticidad que nos hacenluchar contra los padecimientos físicos, necesité de toda mi fuerza de voluntad y me fueron útiles los regaños y las risas de mi amiga. Esta partedel viaje me traerá siempre melancólicos recuerdos. La absoluta separación de los míos, la imposibilidad de verlos de nuevo, eran una pesadillapara mi corazón.

La eterna monotonía de las cosas y de los objetos que se ofrece a quien viaja mucho tiempo por mar deja a la fantasía un campo infinito. Nadadistrae, nada llama la atención, ninguna de las cosas externas obliga a observaciones. Está uno, por así decirlo, encerrado en sus propiospensamientos, hay tiempo para abandonarse a tristes recuerdos, a nacientes inquietudes. Muchas veces me he preguntado a mí misma siigualmente desconsoladora es la vida de un prisionero el cual, sin nada que hacer, se sienta frente a las cuatro paredes de su celda. Pero la vidade mar es bien diferente para los que no sufren con ella. Escriben, leen, se ocupan de sus estudios con mayor interés que en ningún otro ladopara después mirar a su alrededor aquella grandiosa naturaleza, esa inmensa potencia de riquezas y de maravillosa variedad que el mar encierraen sus entrañas, y se exaltan y se regocijan y a todo se asocian con el más vivo interés. Desgraciadamente lo mejor y lo más recóndito quedarápara siempre escondido ya que nos faltaba un compañero científicamente instruido que supiese explicar, denominar, y con ello atraer hacia sínuestra común atención. Mucho deploramos esto ya en el mar, ya en el continente, porque miles y miles de cosas eran nuevas para nosotros ymuchísimas habrán pasado inadvertidas ante nuestros ojos.

La alegría de navegar a vela fue breve para todos. Sea porque no tomamos la dirección precisa o porque el viento regular hubiesecaprichosamente variado, lo que es muy cierto es que cada vez se hacía más débil hasta pararse por completo; apenas se hacían tres nudos porhora. Fue universal la consternación porque sin viento y sin carbón no se podía alcanzar no Veracruz, sino ni siquiera la Martinica, que era la metamás cercana.

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Había inquietud, desazón, un incesante cambiar de señales con la Themis, una agitación nerviosa y un terrible mal humor en el círculo de losoficiales; finalmente las calderas se recalentaron; después, al retornar el viento, el fuego se apagaba nuevamente para volver a encenderloapenas las velas colgaban flácidas de los mástiles. Y así prosiguió el viaje hasta el 12 de mayo; aquel día era necesario resolver alguna cosa. Laresolución que se tomó fue dejarse remolcar por la Themis la cual tenía un gran depósito de carbón. Remolcados por ella, era fácil viajar ynuestras provisiones bastarían hasta llegar a la Martinica. Pero esta resolución causó mucho descontento y grandes diferencias de opiniones.Penosamente se soportaba la altanera superioridad de la Themis; el sentimiento austríaco sufría bajo la necesidad de aprovechar el servicioofrecido por los franceses. Pero cuando la Themis nos llevó consigo y en completa tranquilidad se deslizaba sobre el mar sin traqueteos y sinsacudidas ¡ahí me sentía demasiado bien para no consolarme.

Poco a poco me había esforzado, mi coraje se había impuesto y ahora podía leer o trabajar, y mejor de lo que yo esperaba me encontré enalta mar. La temperatura había sido fría hasta el Trópico de Cáncer. Ahora, después de haberlo pasado, el calor sólo era insoportable dentro delcamarote. Sobre cubierta, en los días de calma y en los que soplaba la brisa favorable, una tienda nos protegía del ardiente sol y un aire puro ysuave nos envolvía. Ahora también la emperatriz abandonaba su graciosa cabina donde asiduamente leía y escribía y en cubierta hacía suspaseos continuando al aire libre sus ocupaciones. Y cuando por las tardes admirábamos alguna bellísima puesta de sol a ella parecía noimportarle aquella maravilla y al lado de la escasa luz de una linterna, permanecía fiel a sus libros y sus papeles. Durante una adolescencia severay solitaria se desarrollaron en ella al máximo grado el amor al estudio, el placer de los libros, la vasta inteligencia y la sorprendente facilidad pararetener las cosas. Desplegaba una diligencia férrea, una atención siempre concentrada en la ayuda de la cual venía su maravillosa memoria. Enbrevísimo tiempo aprendió idiomas, así que además del francés, que es su lengua materna, ella habla bien y con graciosísima espontaneidad elalemán, el italiano, el inglés y el español. Preocupada por la misión para la cual se encaminaba, la augustísima señora pasaba su tiempo en todasuerte de preparativos los cuales, más o menos, tenían algo que ver con su nueva vida, elaborando un Reglamento de corte y de casa ointeresada en otros trabajos que le confiaba el emperador. Por esto permanecía casi extraña a todo lo que la rodeaba.

También el emperador estaba ocupadísimo y poco venía a cubierta. Todos los días reunía consigo durante varias horas a los señores de suséquito entre los cuales estaban el ministro de Estado mexicano Velázquez de León y su secretario Iglesias. El general Woll, un mixlumcompositum de nacionalidad alemana, de origen y de educación franceses, y al servicio de los mexicanos, era el ayudante general.

Anteveros [sic], joven mexicano que en calidad de prisionero los franceses habían llevado a París después de la toma de Puebla, venía con elemperador Maximiliano reconducido a su tierra natal. Estudiando el carácter de estos señores pudimos anticipadamente formarnos un conceptode las formas y de la índole del mexicano; y la verdad es que tienen una especial individualidad. El señor Velázquez de León es un hombre yaviejo. Sus años de infancia se remontan a los tiempos de la liberación del reino de México de la Madre Patria, creciendo en condicionesregulares. Así pudo formarse un carácter y una enérgica firmeza antes que la ambición y la codicia, antes que las pasiones de partido, la falta deconciencia de los reinantes y de los gobernantes, hicieran presa sobre los individuos y las masas, y éstos y aquélla cayesen en la funesta ydesmoralizante influencia. Se parece a Gutiérrez con el cual divide las ideas políticas y las afecciones y es hombre de indudable lealtad. Sencillo,gentil, modesto, silencioso, con frecuencia cuando hablaba apenas si oíamos su voz. La mezcla de sangre india y española es en él clara yvisibilísima, y su original fealdad no hay tal vez quien la iguale. Tanto él como su secretario tienen sutiles y exquisitos modales, propios de unarefinada educación natural, la cual con frecuencia encontramos más tarde en sus conciudadanos. En la forma y en los modales de Ángel Iglesias,todavía joven e insinuante, había aquel no sé qué de sospechoso, de tímido y de esquivo que caracteriza a la nueva generación mexicana.Iglesias es un joven médico que hizo sus estudios en París y que juzga a su propio país y a sus connacionales muy objetivamente aunque en elamor que siente por su tierra natal, así como en el de la mayor parte de los mexicanos, hay algo de profundamente melancólico. No perderémuchas palabras en describir a Anteveros. Representa al joven México en su lado menos edificante. Vano, afeminado, desleal y voluble, sóloparece capaz de asociarse al partido del cual podría esperar las mayores ventajas. Desgraciadamente tal carácter no es una excepción en supaís.

Ya habíamos pasado el Trópico de Cáncer pero la tripulación hizo una fiesta y aquel día se celebró alegremente aunque de ordinario sólo sehace al pasar el ecuador. Los marineros se vistieron ya de Neptuno, ya de Anfitrite, o de ésta o aquélla divinidad marina. Después aparecieronsobre cubierta en carros triunfales, arengaron al emperador y a los comandantes pidiendo la necesaria anuencia. Después, a una señaldeterminada, comenzó una aspersión general, y mojaduras parciales de las cuales estuvieron exentas las damas.

El agua escurría a torrentes sobre la cubierta inferior y al son de una banda musical bien dirigida que nos servía de diario solaz, alegres yfestivos los marineros comenzaron a danzar.

Mientras más bajo era el grado de latitud más breves se hacían los días. A las seis y media se ponía el sol ofreciendo diariamente unespectáculo maravilloso con las más multiformes variaciones.

De ningún modo éstas maravillas de los trópicos pueden compararse con las de la zona nórdica. Aquí todo es armonía, graduación, unafusión, una comunión delicada mientras allá todo es contraste. Duros y crudos son allá, uno frente al otro, los colores más disímiles. El violetaoscuro junto al amarillento sobre el cual se destaca en estrías vivaces el verde más vivo junto al rojo que parece de fuego. Como en un cuadronebuloso las tintas fundiéndose unas con otras. El mar, que ahora se extendía ante nosotros con su intenso y sin embargo transparente azulrecibe en su seno, por así decirlo, todo aquel encantador mudar de colores prestándole nuevas gradaciones y nuevo esplendor. Pero pronto lanoche cubre con un velo tanta armónica unión; y la noche también se enciende sobre el cielo y sobre el mar.

¡Qué indefinibles e inmensamente bellas son las noches bajo los trópicosl A velas desplegadas avanza sobre las olas la nave silenciosa ytranquila dejando tras de sí vivísimas estrías de luz, las cuales se pierden y esfuman en la más lejana inmensidad. De lo profundo de las olas sealzan globos de fuego ya amarillos, ya azules. Por muy poco amor que se tenga a la ciencia de las esferas todos pueden ver que aquel cielo quese alza sobre nosotros es un cielo nuevo del todo. Aquí brillan las estrellas como en el norte helado y se encuentra entre mis viejos amigos la OsaMayor, pero aparece como una constelación sin orden. Orion, el cual entre nosotros es visible en el invierno, brilla más bello y magnífico aloccidente. No lejos esplende Sirio, la estrella de las estrellas.

Pocos días después de nuestra partida de Madera aparecía en el lejano horizonte, resplandeciente y purísima, la Cruz del Sur, la cual, cuantomás nos acercábamos al ecuador se elevaba y siempre más grande y resplandeciente parecía.

Hasta en mi antigua y fidelísima luna encontré cambio. Su luz es más dorada, más rojiza; la posición de sus fases no es la misma. No sesostiene como entre nosotros sino que yace horizontalmente en dirección creciente y decreciente [sic]. Jamás olvidaré la pompa suave deaquellas tardes, de aquellas noches. Hay allí un mundo entero de poesía sublime y divina.

Sin interés o cualquier pequeña mudanza pasaban los días. El mar, que parecía un gran desierto, se pobló también para nosotros. Vimos denuevo los delfines los cuales solamente sumergida la mitad de su cuerpo en el agua nos escoltaban o, pasando ante nosotros con increíblevelocidad y jugando desenfrenadamente, daban caza a miles de pequeños pececillos que más tarde oímos que los franceses llamabanmarsouins. Igualmente, ávido de las presas visibles entre las purísimas aguas nos seguía la hiena de los mares, el tiburón. Vimos los pecesvoladores que a poca altura volaban sobre el mar para después sumergirse prontamente.

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Pero especialmente nos alegramos cuando las medusas, como si fueran rosas flotantes balanceándose sobre las olas, venían a nuestroencuentro. El interés ante la vista de estos maravillosos animales que desde hace tiempo ocupan la atención de los naturalistas fue general. Unaespecie de manto de ocho a diez pulgadas de color rosáceo transparente se mueve sobre las olas; ningún órgano es visible. Cuando porórdenes del emperador un marinero que desde el mástil se había lanzado al mar logró atrapar con su red uno de estos animalitos, pudimoscontemplarlo con atención. Era una masa gelatinosa, blanda, con la parte superior roja y de un azulado violeta oscuro la inferior. A su alrededorcuelgan ocho filamentos del mismo color los cuales son los únicos instrumentos de vida orgánica. El contacto con estos animales produce unaquemadura dolorosísima semejante a la que ocasionan las ortigas. Los marineros que con la piel desnuda se descuidan y tienen contacto con losfilamentos, caen en convulsiones.

Grande fue la alegría a la vista de los primeros pájaros. Ellos nos anunciaban la cercanía de la tierra. Es raro que sobre el mar lleguendemasiado lejos. Muchos días antes de que pudiésemos tocar tierra, un alcatraz visiblemente cansado reposó largamente sobre un mástil y mástarde continuó su viaje. Quién sabe a dónde iría. Las más lindas aves con brillantes y espléndidos colores ya circundaban la nave o seabandonaban a las olas que las mecían, ya se elevaban en numerosa hilera con las alas abiertas y aparentemente inmóviles, ya alejándose, yaretornando como alegres compañeras de viaje. Cuanto más nos acercábamos a las Antillas el sol se volvía más candente, el aire más pesado, yse transpiraba por cada poro. Por la tarde las bancas y los respaldos estaban empapados. La lluvia, que caía raramente, nos alegraba; y unatarde, aunque a gran distancia, gozamos del espectáculo de una tromba de agua.

La larga travesía de 17 días llegaba a su término. La necesidad y el ansia que tenía de poner los pies en tierra, la avidez de gozar de un sorbode agua fresca cuya privación me resultaba tan penosa, podía al fin satisfacerlas. La Themis nos había precedido a la Martinica con el fin deacaparar para nosotros los depósitos de carbón de la isla; y un día después, el 16 de mayo, el guía negro nos llevó hasta el puerto deFortdeFrance. La nave amarró en el puerto donde centenares de negros y negras casi desnudos se ocupaban de transportar el carbón. En elmismo momento, por el otro lado, la fragata fue casi asaltada por un número infinito de barquichuelos en los cuales se sentaban otros negros que,vestidos con paños de lo más vivaz y desentonados colores, aretes de oro y turbantes en la cabeza, tenían un aire provocante y desvergonzado.En medio de una gritería y exclamaciones indecibles algunos ofrecían sus servicios de lavandería, otros llevaban magníficas frutas. Para el cuadroque nos rodeaba, nada era mejor que aquella staffage.

Mucho tiempo precioso fue desperdiciado antes de que pudiésemos pisar tierra. Las autoridades sanitarias, las civiles y militares debíanantes ser recibidas. Bajo mis pies me parecía que las tablas ardían por el ansia vivísima de ver la suspirada tierra y las espléndidas maravillas delos trópicos. Finalmente entramos en los esquifes que debían llevarnos hasta la playa. Era mediodía. El calor tenía una fuerza como nunca la habíasentido. Señores y señoras que vivían allí llevaban en los cabellos anchas tiras de muselina blanca. Envolviéndose con ellas la cabeza y el cuello amanera de turbante, se resguardaban de los peligrosos rayos del sol.

Arribamos a la Savanne, que es una plaza enorme y llena de yerbas, circundada por estupendos mangos. En el centro se encontraba laestatua de la emperatriz Josefina, nativa de la Martinica. Junto al bello paseo está la casa de madera del gobernador, el contralmirante monsieurde Conde. Es un hombre de edad, sencillo, benévolo y silencioso. Junto a la esposa parece ser su víctima; y quizá no sin razón la pequeña y feaseñora tiene en la colonia la reputación de ser de carácter violento y peleonero. Su nombre se pronuncia con poco afecto. Sólo tiene mimos ycuidados para los perros y los papagayos. Pero los dos fueron muy corteses con nosotros. Condujeron a sus majestades por todos lugares y eljardín, aunque un poco descuidado, tiene árboles, flores y bosquecillos tan bellos que no cesábamos de admirarlos.

Lo que en los invernaderos y jardines botánicos de Europa crece y se cultiva con el máximo cuidado, lo que entre nosotros sólo se da enpequeñas macetitas, aquí esplende magnífico. Y para aumentar aquel encanto aquí y allá se equilibran los colibríes que como gemas voladorascentellean y esplenden al sol, rondando como las abejas chupan la miel de los cálices de todas las flores.

Jamás podré describir ni olvidar la alegría y la gratitud que me inundaron el alma en aquel momento. Incesantemente tenía que preguntarme amí misma si no era quizá un sueño mío, uno de aquellos sueños que se acaban en un momento y con ellos desaparece toda tenue visión.

A las 2 emprendimos un paseo por el monte hacia un lugar llamado el Pitón de Vauquelin. Unos en carroza, otros a caballo. Por dos horasenteras subimos por un estupendo camino en que cada árbol era nuevo para nosotros. Esta parte de la isla está poco cultivada. Aquí y alláveíanse cañas de azúcar, árboles de cacao y algunas plantas de mandioca, pero por todos lados aparecían magníficas las palmeras en forma deabanico y los cocoteros, y árboles del pan, de mango y del tauro.

Allá las mimosas, los bananeros, los bambúes, los zapotes y miles y miles de otros árboles y plantas todos cargados de flores y de frutos,apiñados y cubiertos de lianas que con sus tentáculos y sus flores se juntaban unas a otras. Allá las parásitas, las orquídeas; y por todos lados lamaleza, las malvas con sus flores púrpura, las altísimas higuerillas de anchas hojas. Y por si esto fuera poco, el ardientísimo sol de los trópicos,aquel cielo maravillosamente transparente, montes, valles, salientes. He aquí el mundo encantado en el cual estaba viviendo.

He aquí el mundo cuya riqueza, cuyo esplendor, cuya potencia creadora son tan maravillosos que hacen aparecer como nueva toda impresión.Madera es un sublime encantamiento. La Martinica es la naturaleza salvaje, grandiosa, lujuriosa de los trópicos. Alcanzamos la meta de

nuestro paseo acompañados siempre por los gendarmes franceses a caballo y por una multitud de negros a pie, los cuales, cortésmente, habíancortado para nosotros cañas de azúcar cuyo jugo es refrescante. Así esta misma ardiente naturaleza ofrece toda suerte de recompensas.

Sobre el Pitón de Vauquelin, cuya forma es la de un pan de azúcar, se yergue una casucha de madera con una terraza desde la cual se gozade la magnífica vista del Golfo. Allí nos fueron servidos unos horrorosos fiambres, pero el agua era tan fresca y límpida que parecía un néctar. Nossirvieron una gran cantidad de frutas pero no me parecieron buenas; son demasiado aromáticas. Los cocos tiernos, cuyo interior puede comersecon cuchara me parecieron delicadísimos. Del Pitón de Vauquelin fue hecho un paseo a la selva virgen pero para las damas aquel camino ofreceenormes dificultades tanto que la emperatriz regresó, y con ella la gobernadora, que así llaman en la isla a la esposa malvadilla y severa delgobernador.

Mi servicio era estar cerca de su majestad y regresé. Pero fue mi valerosa compañera a la cual ninguna dificultad desanimaba. Asícontinuaron por un sendero casi perpendicular, largo, angostísimo. Pero bien pronto perdieron el camino en medio de la espesura de la virgenfloresta. Descendiendo por el lecho de un torrente, saltando de uno a otro precipicio, de una a otra roca, ya agarrándose, ya trepando, bajo un solabrasador, prosiguieron su peregrinación. Allí no penetraba el aire, miles de plantas trepaban, se enlazaban, estrangulando los árboles;reaparecieron las orquídeas de un morado encendido; no hay pájaro que penetre en aquella espesura; sólo el colibrí, allí se solaza y reina.Cansados, pero no abatidos, regresaron extasiados con todo lo que habían gozado. Viendo a mi amiga con las mejillas abrasadas me persuadí,conociéndome a mí misma, que aunque de no muy buena gana era mejor que yo hubiese regresado. A la pobre le faltaba el aliento; luchó contales obstáculos y dificultades que le fue necesario ser socorrida, si no es que casi cargada, por dos señores. Ni antes en su vida ni después enel curso de nuestro viaje ella vio mayores bellezas, tanto que, dormida o despierta, sólo soñaba con la floresta virgen.

El emperador gozaba de esta maravillosa naturaleza así como él lo hace, con una admiración viva, entusiasta, espontánea. Todos estaban debuenísimo humor, nadie se cansaba de narrar, de describir sus propias sensaciones, su fascinación. Poco a poco llegaron los demás. Al caer dela noche, bajo los rayos de la luna, descendimos corriendo el empinado monte. Brillaban los enjambres de insectos luminosos en las

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profundidades. El encanto era completo.¡Oh! de qué mala gana volvimos a la Novara, la cual, por el demorado trabajo de los negros ocupados en transportar el carbón, estaba

cubierta de sucio polvo. Pero después de la cena, que se sirvió a las ocho y media, la abandonamos nuevamente. A las diez de la noche volvimosa tierra para ver unos fuegos artificiales que se hacían en honor de sus majestades. La Savanne estaba llena de guirnaldas, listones, lámparas,globos de colores. Era gentil y bello el espectáculo y las negras bailaban sobre el prado aquella su espantosa Cambulla, que es un verdaderosabbath de brujas.

Nosotros nos mezclamos entre ellas pero me es necesario confesar que viendo aquella masa sucia, sudorosa y agitada que aumentaba cadavez más, que nos circundaba y nos rodeaba por todos lados, no sólo tuve miedo, sino horror.

A la vivaz claridad del fuego, al sonido del tamborcilio, entre miles y miles de gritos salvajes y miles de horribles contorsiones, danzaban lasnegras. Nada me ha parecido tan repugnante ni nunca vi mujeres de naturaleza tan desfachatada y bestial. Mis sentimientos no sufrieron ningúnconflicto con las íntimas y profundas convicciones sobre los necesarios deberes de la humanidad. Aquí todo sufría. Sufrían los ojos, los oídos, lanariz. Fui feliz cuando regresamos al paseo aunque también aquí nos siguiese la negra comitiva que chillando, cantando y gritando: vivelEmpereur, vive la fleur embaumée pretendía hacer un homenaje al emperador.

La colonia está en gran decadencia. Las propiedades, que han caído en su mayor parte en manos de los negros, estaban descuidadas. Elnúmero de blancos disminuye cada día, pues llevan una vida insoportable en medio de una cantidad de negros cuatro o cinco veces mayor queellos y los cuales, con una excesiva prepotencia, se vengan de las opresiones pasadas. Aun cuando el país sea un lugar paradisiaco la verdad esque el contacto diario con nombres cuya cultura intelectual es abyecta, con hombres que por la larga servidumbre tienen en sí la marca de las mástriviales depravaciones, de las más horribles corrupciones, no puede ser sino sumamente penoso. Es verdad que aun aquí hay excepciones.Generosidad, bondad de ánimo y afecto son las dotes de algunos individuos, las cuales altamente los honran; pero el odio de razas durarálargamente; aun el hombre blanco mirará con desdén al pobre negro el cual, aunque ya no tiene por qué temer la autoridad y el poder, lo tratarápara siempre con insolencia y simulación.

Aquí tal como en otros muchos casos se desearía saltar varios siglos con la esperanza de que se llegase a un acuerdo, a un progreso quecicatrizara ciertas viejas plagas, ciertas antiguas influencias, y ver los buenos gérmenes desarrollados, educados, nobilizados. ¿Se realizaráalgún día esta esperanza?

El 17 de mayo dejamos la Martinica que debía volver a ver después de medio año. La travesía del mar de las Antillas fue calurosísima. El aireera pesado, sofocante, húmedo. No nos enfermamos sin embargo, y el día 21 al caer de la tarde vimos ante nosotros Jamaica, que como unabella y maravillosa cadena de selvosos montes se extiende en el mar. De ellos el más alto tiene siete mil pies.

Cuando regresando a España de su viaje le pidieron a Colón que describiera la primera impresión que le había hecho la nueva isladescubierta tomó un papel, lo arrugó todo con sus manos y lo puso sobre la mesa. La idea que dio con esto era exactísima.

Jamaica, así como todas las Antillas, es de naturaleza volcánica y es claramente visible que fue por una conmoción interna que se formaronaquellos montes, aquellas colinas, aquellos levantamientos. Rodeamos la isla por muchas horas antes de llegar a Port Royal, donde anclamos. Elesquife que vino a nuestro encuentro nos aseguró prontamente que en la isla no había fiebre amarilla. Con esto no damos en desembarcar.

Los fuertes y la nave del almirante allí anclada nos saludaron con los acostumbrados tiros de cañón a los cuales la Themis respondía. Elalmirante sir James Hope, con un espléndido séquito, vino a bordo retardando nuestro desembarque.

Gobernador del Canadá y de todas las colonias americanas, solamente se encontraba allí durante un viaje de inspección; estaba a punto desalir para Halifax cuando nos vio. Retardando entonces su partida, con la más exquisita cortesía se puso a las órdenes del emperador.

Nosotros, uno junto al otro, estábamos entusiasmados mirando el espectáculo ante nuestros ojos. Las casas de Port Royal son todas demadera adornadas con balcones y peristilos pintados con colores vivos y crudos. Esto le da al cuadro una apariencia muy propia. Aquí no crecenmás que los cocoteros en grandes cantidades, los cuales se levantan gigantescos rodeando las casas.

Cuando el almirante se despidió, aunque nuestra barca ya estaba lista, era demasiado tarde para ir a Kingston, el puerto militar de la isla, asíque bajamos en Port Royal, donde visitamos la casa del comodoro, la cual es también de madera pero graciosa y con todas las comodidadesque los ingleses conocen tan bien. Pero aquí el emperador, que con su amable sentido del humor hasta ahora se había quejado con frecuencia delas cosas que tenía que soportar, ya que todas las señoras que venían a recibirlo eran siempre feas y de avanzada edad, se asustó más que enningún otro lugar viéndose homenajeado por una señora caricaturesca y de una exageración singular.

Con un vestido de una transparentísima muselina, tan corto como para dejar entrever a una altura aunque no peligrosa dos sutiles piernecillas,portando un sombrero de dimensiones exageradas y recubierto de un jardín atiborrado de flores y de plumas, la comodora, con miles y miles dereverencias, hacía los honores a la pareja imperial.

La visita fue breve y sus majestades se rehusaron graciosamente a ser acompañados. De ahí nos fuimos caminando por las tortuosas callesde Port Royal penetrando un poquito más de lo debido en los misterios de la suciedad de los negros. Por todos lados nos seguía el negropopulacho.

Las mujeres, cuya corpulencia es extraordinaria, se agrupaban especialmente en torno a nosotros con sus pequeños negritos graciosísimos,desnudos, lindos.

Sin embargo, fui feliz cuando el emperador sin muchas ganas de proseguir aquel camino nos exhortó a retroceder.Todavía paseamos un buen rato en aquella plaza fea y pedregosa en la cual sólo crecen cactáceas enfermizas y estropeadas. De uno a otro

lado volaban pájaros de colores deslumbrantes. Los reflejos del mar eran bellísimos.Y si aquel día no nos divertimos mucho; en cambio, al día siguiente pudimos admirar otras maravillas.La estación de las lluvias, que junto con nosotros había llegado a las Antillas, había volcado aquella noche un benéfico torrente de agua, así es

que por la mañana pura y casi fría soplaba la brisa.A las cinco oímos misa y a las cinco y media sir James Hope nos condujo a Kingston en su magnífico vapor Barcoutta. Encontramos a bordo

un cachorro de leopardo, un oso y un papagayo, los cuales, con la máxima domesticidad y confianza, paseaban casi pavoneándose.Kingston está situada en otra bahía que no es la de Port Royal. Está construida a manera de anfiteatro sobre la pendiente de un monte. Vista

a distancia parece bella y sonriente, pero acercándose es sucia y asquerosa igual que todas las ciudades de los negros. Nos recibieron elgobernador militar, general Ashmore, y el gobernador civil, señor Eyre, así como muchos otros señores. En la casa del general tomamos a cup oftea y de ahí, en seis carrozas, pasando por el camino de la costa rodeado de magníficas villas, nos encaminamos a la montaña.

¡It is a splendid country! dicen los ingleses pero, qué poco expresan diciendo así. La belleza de la vegetación no puede describirse, esmagnífica y divina. Los caminos son excelentes y serpentean pasando junto a los mayores precipicios. Cada roca tiene aquí un manto lujuriantede verdor. ¡Oh! cómo aquellos árboles estaban magníficamente cubiertos de lianas, de flores, de frutos.

Y en medio de este paraíso se esparcen villas, corren arroyuelos cristalinos; aquí todo tiene el sello de la grandeza, de la espléndidasingularidad de esta naturaleza de los trópicos maravillosa, siempre indefinible. Este mundo fascina, conmueve tanto que nos sacude cada fibra.

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Muchas flores de nuestros jardines brillan aquí como entre nosotros la cizaña.La Vinca rosea florece en medio de las calles de la ciudad, a los márgenes de las banquetas; también asoman flores por entre los cercados

de palmas, en los más bellos tonos del amarillo y del rojo. Hay otras de un oscuro color celeste pero de ellas, desgraciadamente, no pude saberel nombre. Nuestra guía inglesa no lo conocía.

Los lugares que recorrimos están mejor cultivados que los de la Martinica. Sobre el umbroso declive de un monte comimos unasdeliciosísimas pinas que fueron un halago para nosotros. Después bajamos el monte y nuestros negros, que hacían de aurigas, lanzándose a unacorrida infernal librábanse muy bien pasando junto a los mayores precipicios y casi rozando las otras carrozas.

El general Ashmore nos ofreció nuevamente un luncheon de melones, uva moscatel de colosal tamaño, conservas de gengibre, de pina y detodas las delicias del lugar y también de agua, de la que no puede decirse que sea muy refrescante. Finalmente, a bordo de la Barroutta elamabilísimo sir James Hope nos recondujo a la Novara y aquí, después de cambiar afectuosas expresiones y de invitarnos a visitarlo en Halifax,con un buen apretón de manos nos dimos el último adiós.

La misma tarde a las cinco y media fue levada el ancla y bajo un aguacero retomamos altamar.Los primeros días fueron poco amenos. Un temporal sucedía al otro y el cielo parecía haber abierto sus cataratas. El agua corría a torrentes

de la cubierta a la escalera, aquí y allá, encarcelando a todos en sus camarotes. Sólo yo no quise bajar. La cabina mayor poco a poco se mehabía convertido en un lugar odioso, insoportable. Algunos antipáticos individuos me habían quitado el bien de aquel descanso. El desorden, lasuciedad se habían apoderado de tal manera de todo, que yo prefería quedarme en cubierta expuesta a la intemperie. Envuelta de la cabeza alos pies en un impermeable inglés, puse mi silla bajo una cubierta de hule que traje yo misma y dejé que diluviara, contenta de poder gozar deaquella benéfica frescura después de los ardores del día anterior.

El mar se agitó fuertemente. Una violenta borrasca nocturna hizo subir las olas por encima de la cubierta penetrando en todas las cabinas dellado derecho de la nave, inclusive la mía. Me desperté, oí un ronco murmurar, extendí la mano y la sumergí en el agua. Mis pantuflas nadabancomo barquitos. Por ventura pude colgarme de la campanilla, abrir la puerta y pedir auxilio. Algo que parecía un toque a rebato y que venía de lacabina de la emperatriz no me dejó la menor duda de que todos pasábamos por los mismos trabajos y las mismas angustias. Efectivamente seabrieron puertas por todos lados, todos sentíamos la misma necesidad, todos pedíamos el mismo socorro. Quienes se reían de nosotros eranaquellos cuyos camarotes se encontraban a la izquierda. Del mío los marineros sacaron más de veinte cetas de agua.

Mientras más nos acercábamos a la meta, más nos alejábamos de la región de las lluvias y el día 25 de mayo, un día espléndido y casi fresco,entre Yucatán y el Cabo San Antonio (Cuba) entramos al Golfo de México, cuyas densas y procelosas aguas se encontraban tranquilas. Al fin,después de un viaje de cuarenta y cuatro días, después de haber navegado felizmente junto a muchas islas de coral, junto a varios escollos, nosencontrábamos próximos a las costas mexicanas.

Desgraciadamente se había nublado el cielo. El Pico de Orizaba, cuya nevosa cresta es lo primero que el cansado viajero busca curioso conávida mirada, estaba cubierto. Pero nuestra alegría fue grande cuando descubrí mos el Cofre de Perote con su espina ancha y extendida. Y asíaparecía ante nosotros América, aquel continente que, si en los primeros días de mi juventud imaginara siquiera pisar un día, me hubieraparecido un delirio.

¿Cuáles eran las sensaciones, bajo qué impresiones el emperador Maximiliano saludaba a su nueva patria, a su nuevo imperio, a su nuevocampo de trabajo, a su felicidad o a su desventura, a su gloria o a sus más amargas desilusiones? Tranquilo y alegre él miraba el porvenir y sialguna angustia o excitación oprimían en aquel momento su corazón, como tal vez pudiese ser, ni un movimiento, ni un gesto traicionaron lasemociones que embargaban su alma.

El 28 de mayo de 1864, dos horas después del medio día, pasamos frente al fuerte de San Juan de Ulúa que se levanta sobre la roca de unapequeña isla, y allí anclamos, a la vista de la ciudad de Veracruz.

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CAPÍTULO IV

Veracruz. Razones de la situación malsana de esa ciudad. El Emperador y sus nuevos súbditos. El Contralmirante Bosse. El GeneralAlmonte. Nuestro desembarque. Fría acogida. El viaje por ferrocarril. El Chiquihuite. Córdoba. Orizaba. Las guerrillas. Las Cordilleras yPuebla .

No hay lugar en el Nuevo Mundo cuyo aspecto tan mal satisfaga las ansias y la expectativa de quien llega con el ánimo lleno de esperanzas,como el de Veracruz.

La costa es plana, arenosa y sin vegetación. Las casas no tienen tejado y están construidas en línea recta, regulares, formando una vastacalle, dando en todo la apariencia de un cementerio.

La Villa Rica de la Veracruz fundada por Cortés, es uno de los lugares más maléficos y malsanos del mundo. Ocho largos meses al año reinaaquí la fiebre amarilla, disminuyendo las filas de los pobres europeos, así como las de los mexicanos nativos del planalto pero que, por susnegocios, se ven forzados a pasar algún tiempo en este funesto lugar.

Para los veracruzanos son inocuas las fatales miasmas. Las razones por las cuales el terrible morbo florece con tanta fuerza deben buscarseen las altísimas dunas que impiden el libre curso del aire, en las marismas que circundan toda la ciudad y de las cuales, por la putrefacción de lasplantas, el aire se impregna de mortíferas exhalaciones; en el agua malísima y en él excesivo calor. La melancolía es mayor cuando se ven, sobreun escollo de coral, los restos de una nave francesa que aquí naufragó.

La flota de Francia ancló al poniente de la isla de Sacrificios. Frente a la costa, en tierra firme, están sepultados en un vasto camposanto losmiles y miles de franceses que, al principiar la expedición bajo el mando del valiente almirante De la Graviere, fueron víctimas del funesto morbo.Con melancólica extravagancia sus connacionales llamaron al lugar le jardin d'acclimatation.

La Themis nos había precedido para anunciar nuestra llegada; no había ni una señal de vida; nadie se movía en el puerto; no había nadie en lacosta. El nuevo soberano de México estaba frente a su propio imperio, en poco tiempo debía pisar su suelo, pero sus súbditos se habíanescondido. Nadie lo recibía.

Nuestras impresiones fueron dolorosísimas y nuestro corazón estaba angustiado. Sólo el emperador se conservó sereno aunque su serenidadera sarcasmo. Parecía que tenía el deseo de burlarse de sí mismo con ingenio y sutileza, como él sabia hacerlo.

La atmósfera era pesada para todos. El general Almonte, el cual hasta la llegada del emperador y durante los tratados para la aceptación dela corona había gobernado el país, esperaba en Orizaba la noticia del desmbarque. Por el temor de la fiebre amarilla se conservaba lo más lejosposible de Veracruz. Desde allá hasta el puerto había una larga jornada, lo que ocasionó un nuevo retardo. Veracruz nunca fue favorable a lasnuevas combinaciones políticas. De sus ocho mil habitantes, la mayoría son forasteros relacionados con las grandes casas bancarias y lasgrandes ciudades, los cuales para enriquecerse aprovechaban de cualquier desorden practicando el contrabando, sin respetar las leyes. Paraellos un gobierno severo y enérgico, era un delito. El prefecto y el Ayuntamiento habían ido al encuentro del general Almonte entre las mayoresdiscordias. Poco después apareció el comandante de las tropas francesas, el contralmirante Bosse, con su ayudante, ambos irascibles porque elemperador había rehusado anclar entre la flota gala. El contralmirante se comportaba con tan poco miramiento y tales inconveniencias que nada

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podía ser peor v como si quisiese volcar sobre nosotros buena parte de su cólera nos dijo todo el mal posible del país, exagerando los peligros ylos disgustos.

Primero que nada nos aseguró que el lugar era el más infecto y que resultaba muy peligroso dormir allí. Citó, uno después de otro, casos enque los pasajeros y marinos fueron, en una sola noche, víctimas del vómito; en seguida enumeró los peligros a los cuales estábamos expuestoshasta llegar a la ciudad de México viajando por el interior del país; dijo que se habían formado bandos con el propósito de hacer prisionera a lapareja imperial y que el general Bazaine no había tenido el tiempo suficiente para garantizar nuestra seguridad personal. Y durante un largo ratocontinuó diciendo cosas por el estilo. Ésta fue la primera demostración y no debía ser la última, de la arrogancia y de la prepotencia francesas delas cuales muchas pruebas más nos esperaban en México. Finalmente por la tarde llegaron Almonte, el general Sala y todas las autoridades deVeracruz. Almonte nos hizo la más favorable impresión. Él es hijo de aquel párroco Morelos que se hizo célebre durante la guerra deIndependencia y de una india que lo tuvo en la montaña, "al monte". Su amarillenta pero bella fisonomía muestra su amabilidad y su afabilidad,además de ser dueño de un corazón firme. Sus modales son sencillos pero gentiles y educadísimos. Su saludo fue estrecharnos las manos. Conese saludo se inició en México cualquier presentación, cualquier amistad. Pero no hay en ello nada de benevolencia ni de la confianza en quecreíamos al principio.

Al caer de la tarde tronaron todos los cañones del fuerte de San Juan de Ulúa; se iluminó la ciudad de Veracruz con miles de fuegos deBengala y la flota francesa puso sus fanales en los mástiles, lanzando sus rayos.

A bordo nadie podía dormir. Habíamos tenido esperanzas e inquietudes demasiado vivas. A las cuatro y media asistimos a misa en lacubierta central; a las cinco descendimos a los barquitos que debían conducirnos al muelle que arribamos. Cuanto más se acercaba uno a laciudad más pestilente se hacía el olor que es característico de Veracruz. Como consecuencia de la procesión de Corpus Christi que hacía pocosdías se había hecho, la fiebre amarilla irrumpió violentísima, por lo cual no podíamos pernoctar allí. Al poner los pies en suelo mexicano terminabanuestro servicio de corte austríaca que había formado el séquito del archiduque y de la archiduquesa.

Debían sustituirnos las damas mexicanas, pero las buscamos en vano. El temor a la fiebre amarilla les había impedido ir a recibir a susnuevos soberanos, los cuales sólo tenían a su alrededor una escasa parte de la población que se había limitado a festejarlos con losacostumbrados arcos triunfales y los usuales petardos.

La acogida fue glacial. Acompañada por las autoridades tanto francesas como mexicanas la pareja imperial fue conducida a la plaza dondeesperaban los vagones. La palabra estación aquí no es aplicable.

Los carros, para el breve camino que recorren, son cómodos. Los asientos están tejidos de paja así como las persianas que dan acceso alaire libre. A gran prisa los franceses tendieron las vías para escapar con sus tropas lo más ligeramente que pudieron de los límites de lasmiasmas pestilentes. Aquí el europeo no se encuentra bien, y huye.

El lujo de un guardavías no se conoce y sería, por así decirlo, imposible.El camino atraviesa los pantanos y entra a lugares desiertos donde no se ven más que estropeados e inclinados arbustos y algunos cactus.

Así viajamos por una larga hora hasta llegar a Soledad, que es un lugarejo solitario y pobre en el cual habían hecho un cobertizo de maderaadornado como mejor pudieron y donde nos fue servido un abundante desayuno. Tocaba una banda musical y se había juntado en torno anosotros una compacta multitud. Fieles a las costumbres mexicanas, aquí se desperdició muchísimo tiempo y cuando proseguimos era ya casimediodía.

Nadie podía dudar que el lugar en que nos encontrábamos forma parte de la tierra caliente. La locomotora nos transportó casi una hora máshasta llegar a Loma Alta, donde termina la magnificencia de los ferrocarriles mexicanos.

Bajamos de los vagones para subir a las carrozas que nos esperaban y aquí la caravana se separó. Sus majestades deseaban viajar apequeñas jornadas para poder detenerse aquí y allá, pero su séquito, que era de 85 personas y traía consigo una carga de 500 bultos, teníanecesariamente que dividirse ya que hubiera sido imposible llevarnos y hospedarnos a todos juntos.

La esposa del gran maestre, el gran maestre y yo, una parte de los señores que intentaban quedarse en el país y el servicio personal con susfamilias, entre las cuales había muchos niños, iríamos primero. Tuvimos que esperar un gran tiempo hasta que aquellas pobres criaturasencontraran sus cosas.

Por fin partimos.Sus majestades viajaban en un coupé inglés que dio pruebas de la máxima solidez llegando íntegro y sano hasta la ciudad de México. Mi

compañera y yo subimos a una calesa que era cómoda y buena, mientras los otros se habían amontonado en ciertas diligencias cubiertas yaltísimas donde cabían doce y hasta quince personas.

Estos vehículos eran transportados por ocho mulas, dos adelante, cuatro en medio y otras dos atrás. Rápidamente dejamos la llanura anuestras espaldas. Por fin habíamos pasado los confines de la fiebre amarilla.

Nos acercábamos a las montañas que habíamos admirado de lejos. La vegetación se hacía más y más lujuriante hasta llegar sobre elChiquihuite, que es un altísimo monte con todos los encantos del esplendor tropical. Aquí comenzamos a ver bellísimos árboles llenos de lianas,miles de plantas y por todos lados flores dispersas con admirable variedad de colores en montes y valles. Especialmente bellas eran lasenredaderas que se entrelazaban a cada tronco y a cada copa hasta la cima. Mariposas de color naranja con manchas del más hermoso azulgozaban de este divino banquete. Pero a tanta fiesta faltaban del todo los pájaros y los pocos que vimos, desgraciadamente, no eran bellos.

Comenzaba la estación de las aguas, las nubes se hacían densas, se oscurecía el sol y con él las montañas, por lo que poco pudimos gozarde la vista del altísimo pico de Orizaba, cuya altura es de 17 000 pies sobre el nivel del mar. Es este el famoso Citlaltépetl de los aztecas.Mientras tanto, menos intenso se sentía el calor ya que nos acercábamos a la tierra templada de la zona tórrida, que se extiende casi hasta elplanalto del Anáhuac, la altura sobre la cual se extiende la ciudad de México y que a pesar de la deliciosa dulzura de su clima, pertenece a latierra fría.

Los lugares por donde pasábamos estaban en su mayor parte despoblados. Sólo de vez en vez, dispersas aquí y allá, encontrábamoscabañas hechas de carrizo y cubiertas de palma o de hojas de maguey.

Sorprendidos y curiosos, con aquella mirada dulce y melancólica, nos veían los macilentos y amarillentos indios. Con frecuencia los hombrestenían entre los brazos a los niños y las mujeres acariciaban en el regazo alguna gallina, sentados uno junto al otro. La impresión que causanestos pobres seres inspira simpatía y casi compasión. En ellos se ve la marca de la pobreza y la resignación. Sus necesidades parecen no sergrandes como no sean las mínimas de cubrirse o vestirse sin hacer mucho caso a la limpieza. Cada habitación tiene, sin embargo, sus flores, delas cuales son amantísimos. Se prodigan, especialmente, los grandes cercados de plantas que le dan sombra a las cabañas y esparcen portodos lados un suavísimo perfume.

Nada vi cultivado, la naturaleza está virgen, nada contiene sus impulsos. Pasamos junto a varios torrentes que en medio de precipicios y rocasse despeñan en las profundidades. La tierra, en general, tiene aquí grandes hendiduras. Con frecuencia hay interminables abismos cuyasrapidísimas paredes se hacen más inaccesibles por lo espeso de los matorrales y las yerbas que las cubren. A estas hendiduras se les llama

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barrancas y juegan un papel importante y peligroso en las guerras de este país.En Paso del Macho fue levantada a las prisas una sala de tosca madera que adornaron elegantemente y donde nos sirvieron una comida en

la que hizo los honores el prefecto de Córdoba, señor Mendoza, hermano del conde del Valle de Orizaba, que más tarde conocimos muy bien.Las comunicaciones por correo que utilizan las diligencias de Veracruz a México están bien organizadas. A intervalos de dos o tres horas,

muchas veces en medio de lugares inhóspitos y desiertos se pasa junto a grandes establos en los cuales hay siempre anexa una pulquería. Elmexicano que, como ya dije, no sabe apreciar el tiempo, se regocija y aprovecha estas ocasiones para entretenerse aquí y allá todo lo posible.Esta vez, sin embargo, había en realidad una buena razón para esperar, porque todas las mulas de los alrededores habían sido requisitadas parael servicio del emperador.

En una larga espera pasaron muchas horas y para continuar de nada valieron las imprecaciones y las blasfemias del coronel vizconde de laPierre, el cual se había metido entre nosotras en Soledad y a fuerza de ser inoportuno nos vimos constreñidas a aceptarlo.

Pronto nos aburrimos de aquel valiente pues ya nos habíamos dado cuenta' de lo molesto que era como compañero de viaje. En Orizaba sedebía dormir pero fue imposible porque no había medio de proseguir más allá de Córdoba. Semejante desgracia nos aterrorizó a todos porque lapareja imperial había escogido aquella ciudad para pasar la noche, por lo que no había modo de evitar nuevamente la aglomeración de toda lacompañía en el mismo lugar.

Los caminos se hacían cada vez peores; no hay europeo que pueda imaginar los obstáculos y los peligros que deben vencerse. Muchasveces el camino no es más que el lecho de un seco torrente. Hay un lugar al que se denomina Salsipuedes. Nunca vi tanta habilidad como la deun cochero mexicano, ni esfuerzo como el de aquellas pobres mulas para salir sanos y salvos de la empresa. Al principio teníamos un poquitín demiedo pero después era imposible no tener confianza en la temeraria seguridad de nuestro mulero. De vez en cndo se paraban frente a lascarrozas las pobres bestias que nada querían saber más del yugo, y con repugnancia asistíamos a los preparativos que se hacían para ponerlasa trabajar nuevamente. Apenas se detenían, el cochero, desde lo alto de su lugar y asistido por el ayudante, las dominaba. Con dieciséis cordelesentre las manos y una larguísima fusta se diría que las guía irresistiblemente y mientras les habla, les chifla, silba y susurra. El ayudante, que ya apedradas las había invitado a continuar, baja y sube incesantemente de la caseta ya para recoger nuevas piedras, ya para examinar el camino, yapara frenar o detener la carroza, ya para regular los arreos, sin que por esto la carrera pierda velocidad. Finalmente vuelve a su puesto junto alcochero para lanzar nuevamente sus piedras al animal perezoso o al resto de ellos. Es necesario que el aprendiz pase por esta alta escuelaantes de poder aspirar al puesto de honor. No en balde un hábil e inteligente cochero de diligencia es persona altamente estimada. Si cumple unbuen servicio en el camino que va de Veracruz a México tiene un sueldo mensual de 120 pesos, que equivale a 250 florines de nuestra monedaaustríaca.

Su chaqueta de cuero, sus pantalones de gamuza, el sombrero de anchas alas que lo protege del sol y de la lluvia, le dan un aire original ypintoresco. No hay que decir que este árbitro de nuestra suerte se mantenía tranquilo e impávido ante los accesos de cólera de nuestro fatalmonsieur de la Pierre.

Me sorprendió la gentileza que domina entre las más bajas clases mexicanas. Los cocheros, apenas llegan a las estaciones, estrechan lamano del ayudante usando la palabra señor. Entre aquella gente del pueblo jamás oímos una frase altanera, jamás alzar la voz, un insulto o unadescortesía. Tienen una dulzura y una indiferencia capaces de desesperar al europeo impaciente, altanero, curioso como es. ¿Quién sabe? es larespuesta común que el mexicano le da a cualquier pregunta, súplica o amenaza.

Entretanto, hacía tres horas que había anochecido y cerca de las diez llegamos a Córdoba. En una enfiestada casa, grande y bella, se habíadispuesto todo para albergar aquella noche a sus majestades. Pero no se había pensado en que, además del emperador y la emperatriz,habíamos ochenta pobres criaturas que cansadas y abrumadas pedíamos un lugar y un lecho.

Con grandes trabajos mi compañera y yo encontramos dos camitas y tal honor era tan grande como para enrojecer porque los caballeros y elpersonal de servicio tuvieron que dormir en las carrozas, en sillones, en las terrazas de los cuartos y hasta en las escaleras. Pero dormir eraimposible. La noche entera se oyeron incesantemente gritos y músicas y también hubo cañonazos.

A las dos de la mañana llegó la pareja imperial y a esa hora tuvo que recibir homenajes, oír discursos, responder y aceptar una cena que noacababa nunca, por lo que poco tiempo hubo para el reposo.

A las seis y media de la mañana siguiente volvimos a emprender el viaje atravesando una región rica y cultivadísima, pasando entre selvas,junto a villas y haciendas, campos de caña de azúcar, de maíz, de cacao, entre jardines de naranjos, de granados y de miles y miles de otrosárboles frutales. Aquí encontramos platanares y palmas y también el camino estaba en mejores condiciones. Por todas partes se habían hechopreparativos para recibir a los emperadores; había numerosos arcos de triunfo adornados de las bellas flores, banderas y papeles multicolores.Cada pobre indio había colocado alguna pequeña señal de júbilo en su cabaña. Aquí, donde comienzan los grandes beneficios y la propiedadlegal, todos tenían enormes deseos y ansias de un gobierno ordenado. Por esto las fiestas y la gratitud eran comunes, pues tenían la esperanzade una era de paz y de prosperidad.

A las diez de la mañana llegamos a (Drizaba, que está dentro de un valle angosto pero encantador, encerrado entre altos montes.Desgraciadamente al comenzar las lluvias regulares sus cimas están siempre nubladas y el magnífico Pico, que más tarde pude admirargrandemente, estaba velado también. Fuimos recibidos con la más grande fiesta; varias representaciones vinieron a encontrarnos y nosagradecieron el haber llevado a la pareja imperial.

El sonido de los cañones se oía por todos lados. A la entrada de una casa ante la cual nos detuvimos fuimos cortésmente recibidos por variasseñoras que querían llevarnos a ver la sala que habían preparado para recibir a los emperadores.

Al emperador le habían destinado un lecho adornado de bellísimos festones de seda roja. Con la máxima cordialidad nos fue servido unabundante almuerzo. Por ventura entre aquellas señoras había una de nacionalidad francesa y así pudo interpretar el cambio de cortesías quehubo entre nosotros. Además de la belleza del lugar nos alegraba la gran hospitalidad con que se nos acogía en todas partes.

No podíamos sino expresar nuestra admiración y nuestra gratitud, de lo que se asombraban mucho los mexicanos, ya que los franceses eranpródigos en desprecios y ultrajes, que los mexicanos toleraban con calma y resignación aparentes, pero que en realidad rechazaban desde lomás profundo de su alma con odio y vivísima amargura.

Fue breve nuestra estancia en Orizaba porque era necesario llegar a Palmar al caer de la noche, aunque se nos ponían miles y miles deobstáculos, ora los franceses, ora los mexicanos se negaban a nuestra partida y a esta oposición se unían nuestros compañeros, cosa que muymisteriosa nos parecía. De todos modos partimos, pero cuando nos vimos escoltados por veinte hombres supimos cómo había llegado la noticiade que Díaz [Porfirio], un jefe guerrillero, se ocultaba en una hacienda por la cual debíamos pasar y donde pretendía asaltar al emperador. Poresto nuestra partida se había retardado: se necesitaban datos precisos, los cuales fueron obtenidos junto con las necesarias precauciones. Aquíy allá veíanse tropas dispersas, aquí y allá campamentos improvisados; pero antes de llegar a la peligrosa hacienda encontramos al generalfrancés Braincourt, el cual, previsor y cortés, vino a nuestra carroza para saludarnos y asegurarnos que todo el peligro había pasado, ya que losliberales habían emprendido la fuga.

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Este contratiempo fue, sin embargo, la causa de nuestra demora. Había caído la noche y no podía admirarse la belleza sublime del lugar.Subimos la cadena de las cordilleras que llaman Cumbres [de Acultzingo] y que de las Rocky Mountains pasando por el Istmo de Panamá, seprolongan hasta la América del Sur. Los niños y las mujeres se habían quedado en Orizaba; los otros lentamente y con miles de precaucionessubían la rapidísima cuesta. En el techo de la diligencia iban varios soldados sentados, con antorchas encendidas; junto a nosotros los hombresde la escolta marchaban a pie, llevando a mano sus caballos, vigilando, espiando aquí y allá para ver si no había peligro. Pero todo lo que vimosfueron millones de lucecitas que erraban entre las cercas y la maleza mientras en lo profundo de los valles cintilaban las fogatas de loscampamentos franceses. El aire era friísimo y nosotros, mal acostumbrados con los calores del día anterior, nos envolvimos bien en nuestrasmantas y chales.

Cuando volvió la aurora y torné a ver las Cumbres bajo el esplendor del más bello sol, mirando nuevamente el camino recorrido de noche,confieso que me asaltó un ligero temblor. Aquel camino que los españoles construyeron con tal arte y grandiosidad se encuentra ahora en unestado de deterioro que en Europa se diría impracticable. Por los profundos abismos, las masas de roca, los troncos de árboles tirados aquí yallá puede parecer que los obstáculos son insuperables, pero los cocheros mexicanos, con sus maravillosas bestias, no saben de temoresporque su inteligencia, su habilidad y su constancia superan y vencen todas las dificultades.

Sonaba la medianoche cuando llegamos a la cima de las Cumbres Delcorado [sic]. Estábamos cansados; habíamos llegado al pequeñopueblo de La Cañada, pero Palmar quedaba todavía a varias horas de camino. Se decidió parar aquí. Los hombres se recogieron en lastabernas durmiendo sobre las mesas, las sillas y los bancos. En cuanto a nosotros, hicimos que cerraran nuestra carroza y dentro pasamos lanoche. Pocos días después, el hospedero que nos dio posada fue asaltado y asesinado por los bandos de los liberales.

Al albear proseguimos el viaje. Llegamos a Palmar, que es un horrendo lugarcillo y allí almorzamos. Como todos los pueblos mexicanos, tieneen el centro una especie de plazuela donde hay una iglesia casi parecida a una catedral. Las casas sólo tienen un piso, son bajísimas, sin tejadoy muchas incluso sin ventanas, pareciendo unos dados grandes. Una puerta es la única abertura por la cual entran luz y aire. Las paredesexteriores están pintadas con frecuencia de colores vivos, lisos o en franjas.

Palmar fue teatro de una de las más sangrientas luchas que hubo durante la guerra de Independencia. E1 párroco Morelos venció aquí algeneral español Iturbide, que poco tiempo después hizo suya la causa y de ella se sirvió como trampolín para proclamarse a sí mismo emperadorde México.

El lugar es tristísimo y feo. Bajo una ligera capa de arena se extiende hasta muy lejos un estrato de lava, testimonio de las destruccionesalguna vez causadas por aquellas montañas volcánicas. En su mayor parte hoy están apagadas pero arrojan todavía vapores ardientes. Losterremotos son frecuentes, recordando una maléfica potencia que se agita en el seno de aquella tierra, trayendo de vez en cuando la ruina y eldaño a sus habitantes.

La llanura tiene ligeras ondulaciones. Aquí lo único que se cultiva es el maguey (Agave americana) al cual en nuestros invernaderoserróneamente llamamos áloe. Alcanza de 7 a 8 pies de altura. De esta planta se obtiene el pulque, la bebida predilecta de los mexicanos. Ya enla época de la dominación azteca se cultivaba y se estimaba mucho por el jugo que le extraían y con el cual preparaban una bebida embriagante;con sus hojas cubrían las casas y cocinaban una especie de polenta; con ellas hacían paños, cuerdas y hasta papel. En una palabra, el magueysatisfacía casi todas las necesidades del hombre pobre. Para muchísima gente es hoy una fuente de riqueza. Una vez plantada no necesita degrandes cuidados. Entre el octavo y el décimo año antes de la floración va formándose en su corazón un jugo lácteo; este corazón se corta y de lacavidad se recoge todo el jugo que han absorbido hojas y flores. Durante tres o cinco meses el indio obtiene de ahí su alimento dos o tres vecesal día y se me asegura que una planta sana puede dar hasta 16 barriles de pulque. Después muere dejando una infinita cantidad de retoños que,replantados, dan lucrosísimo rédito.

El nopal, del cual en algunas partes del país se extrae la cochinilla, es una planta melancólica. Sin embargo, ofrece graciosas variaciones enla época de la floración por el color amarillo, blanco o rojo de sus flores, especialmente cuando puede verse en grandes cantidades. Hay otracualidad de esta planta: crece y crece perpendicularmente hasta una altura de diez o doce pies y ofrece con sus hojas espinosas un resguardo alos jardines. Se hacen de ellos grandísimos cercados.

Los dos gigantescos montes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, de 16 y 18 mil pies de altura [sic], cubiertos de nieve se erguían ante nosotros. Suscimas estaban casi siempre envueltas en nubes. Habíamos llegado al planalto de Puebla, cuya altura es de 6 800 pies sobre el nivel del mar yforma parte del territorio más productivo y mejor cultivado del país. Aquí se extienden campos desmesurados de maíz, cebada, trigo. Se ven, sinembargo, las trazas de las devastaciones que una guerra civil de varios decenios ha ocasionado, así como las del sitio de Puebla, hace un año.En medio de grandes masas de ruinas yacen destruidas iglesias y pueblos enteros, espectáculo muy triste de verdad.

Finalmente, he aquí Puebla de los Ángeles, con sus innumerables cúpulas, con sus infinitos campanarios, con sus casas, aquí también sintejado, muy sobresalientes.

Ya cerca de la ciudad encontramos una numerosa caravana de jinetes vestidos a la extraña y pintoresca usanza del país. Eran habitantes dePuebla que, enterados de nuestra llegada, venían a encontrarnos y acompañarnos. Cabalgaban tan bien que parecían haber crecido junto con susmaravillosos caballos; las sillas y los arreos estaban recamados de oro y adornados con cordones de seda de los más vivos colores. Veníanpadres con sus pequeños hijos, muchachos montados uno atrás del otro, cabalgando alegremente. Este cuadro vivo era interesante y estupendo.

Así llegamos a la ciudad, cuya entrada no ofrece sino ruinas. Hace ahora un año que, después de una heroica defensa de tres meses, serindió a los franceses. Es opinión general en México y entre los franceses, que el general Forey, que dirigía y comandaba la expedición, retardó apropósito la toma de la ciudad porque su ambición le hacía parecer bello y glorioso enviar a París brillantes boletines con los cuales se coronabade laureles.

Dejando los suburbios penetramos en la ciudad, que se hacía cada vez más sonriente y más bella. Pasamos por regulares y grandísimascalles entre grandes casas y junto a magníficas iglesias. Cada calle tiene un canal recubierto de grandes piedras por donde escurren las aguasque se precipitan en la estación de las lluvias. De ambos lados tienen banquetas que pintan como magnificas ciertas viejas descripciones de laciudad. Yo no podría decir lo mismo. Quién sabe si las luchas citadinas y las barricadas hayan ocasionado tan desagradables mudanzas.

Puebla es una ciudad que atrae. Su arquitectura es más hermosa y más original que la de la ciudad de México. Es mayor su pureza y lastrazas del decaído esplendor son menos profundas que en la capital, cuya grandeza tantísimo sufrió con las revoluciones y la guerra civil. Lascasas son más altas, menos aplastadas, y los poblanos no tienen la manía de pintarlas de ese color amarillento que las hace a todas iguales,como en la ciudad de México. La vivacidad y el calor de las tintas que tanto complacía a los aztecas complace aún hoy a los poblanos, quecombinan los colores con exquisito gusto y delicada inspiración. La casa donde paramos estaba estucada de rojo y recubierta con mosaicos deporcelana blancos y celestes, lo que es tan original como gracioso; encontramos otras iguales por las calles de la ciudad.

La acogida fue festiva. Un gran número de señores y de señoras nos acompañaron por la gran escalera que llevaba hasta un amplio corredorbien arreglado, sostenido por columnas, y que circundaba el patio sembrado de naranjos y bellísimas flores. De aquí pasamos a las estanciascubiertas de tapetes y de cortinas, y donde tan grandes eran el lujo y la comodidad que aun el más refinado europeo no podía sino sorprenderse.

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Los salones son altos y espaciosos, y las ventanas tan grandes que iban del techo al piso, cada una con su balcón.A nuestras palabras de agradecimiento, a nuestras exclamaciones de alegría y de admiración se respondía con aquellos largos párrafos que

acompañan siempre a la hospitalidad y el obsequio mexicanos, intercalando la celebérrima frase "a la disposición de usted", que tiene una partemuy principal. En realidad el mexicano considera al huésped que alberga bajo su techo como si fuese su propio patrón.

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Cuando el hijo del prefecto, que se había ido en busca del emperador, nos llevó a un salón donde estaba preparado un magnífico banquete, elremanente de la compañía se entretuvo en la sala mayor. Después de un momento de embarazo y de tregua, el joven mexicano balbuceó algunaspalabras para decir y tornar a decir que nadie que no estuviera invitado por nosotros podía sentarse a aquella mesa. Sus palabras fuerontransmitidas a todo mundo y nadie aceptó sino después de un incesante intercambio de cortesías. De las señoras solamente una era bella,pequeña y vivaz y hablaba un poco de francés. La llamaban la Generala. Varios señores hablaban el francés aunque no correctamente, por lo quela conversación se estancaba y era fatigosa, y más aún porque el concepto de cortesía y gentileza europeas no corresponde al mexicano. Antesde entendernos nos cansábamos, ya que era necesario mucho tiempo.

Por fin, terminada la cena, quedaban sentados uno frente a otro sin que la sociedad pareciese dispuesta a separarse. Teníamos tres nochessin dormir y habíamos hecho tres fatigosísimas jornadas de viaje y por no saber cómo conducirnos ante la solemne formalidad de nuestroanfitrión, casi fuimos vencidos por el sueño y el cansancio. Finalmente, coincidiendo, por así decirlo, en el común deseo de descansar, nosdespedimos para dedicarnos al reposo.

Jamás olvidaré el bienestar físico y moral que tuve después de dos largos meses de no acostarme en una buena cama, y encontrar una queera grande, cómoda e inmóvil, y verme en una estancia amplia y espaciosa.

A la mañana siguiente me desperté revigorizada y contenta pero mi alegría fue turbada por una seria enfermedad que obligó a mi amiga apermanecer en su cama. Estaba demacrada y pasamos por un momento de inquietud pero afortunadamente la elástica ley de la naturalezavenció pronto sus males. Eso nos obligó a detenernos en Puebla y en lugar de estar sólo un día, emprendimos el viaje al tercer día.

El interés que nos ofrecía la ciudad era grandísimo; volví a ver las iglesias ricas de tesoros, de objetos varios y de dorados; observandoaquellas costumbres, aquella vida, aquella agitación, para nosotros tan nueva, tan extraña, hubiera sido poco europeo no sorprenderse bastanteni cansarse de ver mucho.

Mi mayor placer era ir a los Portales, como hice después en la ciudad de México, vagando por los vastos peristilos que circundan la plazaprincipal y donde los indios acurrucados por todos lados traen a vender sus productos. Todo era característico y nuevo a mi curiosidad y a misobservaciones.

La inminente llegada de la pareja imperial ocupaba todos los ánimos y todos trabajaban. Aquí surgían arcos de triunfo, allá se decoraban lasiglesias y las casas, se hacían preparativos en todas las calles. La multitud no se cansaba de pedirnos informaciones sobre la pareja imperial ysus cualidades físicas y morales. Todos se decían gratísimos, reconocidos porque el emperador y la emperatriz habían abandonado su país natal,la familia, y atravesado los mares en un larguísimo viaje para reinar en una nación que una serie de desventuras, de guerras civiles, de cadenasde engaños, de codicia y de avidez, habían precipitado en la más profunda corrupción; donde los habitantes habían perdido no solamente lasvirtudes morales sino hasta el concepto de las buenas costumbres y la honestidad. Con una resignación y un juicio muy característico, y que teníaalgo de doloroso, decían de sí mismos que entre ellos no había más que ladrones y picaros.

Al principio es imposible creer y dar oídos a estas confesiones, porque todo aquello que se ve y se ofrece es cordialmente ofrecido, y atrae yhace bien al corazón sentirse indignado ante un juicio que a primera vista parece duro e injusto. Desgraciadamente hay hombres sin fuerza y sinenergía que no resisten las seducciones y caen en la más profunda y humillante corrupción, aunque con frecuencia no les faltan sentimientosdelicados y gentiles. Los mismos hombres que públicamente son acusados de las acciones más desleales, que con engaños y con la más tristeastucia arruinaron a éste, perjudicaron a aquél e hicieron a miles y miles infelices, los mismos hombres que nada saben de la conciencia ni de lasleyes pueden ser, dentro del círculo familiar, los mejores maridos, los padres más amorosos y los hermanos más tiernos, prodigar además conpaternal sensibilidad beneficios a los amigos y parientes y tener para todos suavidad y benevolencia.

La población de Puebla asciende a 70 000 habitantes y está muy adelante de la ciudad de México en el número y la perfección de susinstitutos y su actividad industrial y comercial; casi se diría que sus habitantes son más trabajadores, más inteligentes y menos degradadosmoralmente que los de la capital. Aquí todo parece más ordenado y menos descuidado. Bellos huertos rodean la ciudad. De ellos traen loshabitantes frutas y legumbres. Aquí el bienestar parece más generalizado mientras que en México el contraste entre la riqueza y la miseria resaltay es tangible por todos lados.

El segundo día visitamos el Fuerte de Guadalupe. Desde allí se domina la ciudad, la vastísima llanura y los magníficos montes que lacircundan. Al poniente se encuentra la gigantesca cadena de la cual sobresalen las nevosas cimas del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl; haciaoriente está la Sierra Madre, con el Pico de Orizaba y el Cofre de Perote, y en medio de todas estas grandes cadenas, la montaña de LaMalinche. El espectáculo es soberbio e impresionantísimo, su belleza resalta por la admirable pureza del aire que acerca las cosas más lejanas.Y aquello que estamos acostumbrados a llamar cielo, que en Europa aparece en realidad como una cubierta compacta, tiene aquí unatransparencia que hace perceptible el concepto de lo infinito. Los ojos no tienen reposo, no encuentran confines; y el ánimo se levanta atónitoadorando y admirando.

Después del mediodía subimos a la terraza de nuestra casa, la cual es toda el techo. De allí pudimos ver las montañas que mostrábanse sinnubes, cosa rarísima en esta estación. Por mala suerte la comunicación de nuestra habitación con la terraza era imperfecta. Por un salto que didesde una considerable altura me disloqué un pie, lo que me impedía después caminar y me ocasionó miles y miles de tribulaciones durante elresto del viaje. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, abandonamosPuebla.

"Su chaqueta de cuero, sus pantalones de gamuza, el sombrero de anchas alas que lo protege del sol o la lluvia, dan al cocheroun aire pintoresco."

CAPÍTULO V

Partida de Puebla. Cholula. Quelzalcóatl. San Martin. General Mejia. Rio Frió. El planalto de Anáhuac. La ciudad de México. Festivaacogida. Llegada de la parejaimperial.

Los nuevos amigos que tan cortésmente nos habían hospedado, se encontraban reunidos para darnos el último adiós a la hora de nuestrapartida. En las afueras de la ciudad nos esperaba nuevamente una escolta de honor de hombres a caballo, especie de milicia bien armada, lacual, cabalgando junto a nuestra carroza, nos acompañó hasta la estación vecina, donde otra caravana la sustituyó.

Nos desviamos del camino real para entrar a Cholula, ciudad poderosa bajo la dominación azteca, que llegó a albergar a una población de160 mil habitantes y que ahora ha caído en tal decadencia que no parece sino un miserable pueblito. Para nosotros tenía un máximo interés por lacélebre pirámide que se levanta en sus cercanías.

En ningún lugar nos hicieron un recibimiento tan espléndido como aquí; y aunque los europeos se complazcan pavoneándose con un poco dealtanería y los habitantes de esta otra parte del globo los tengan en más de lo que en realidad son, si aparentábamos estar deslumbrados yorgullosos era por no sentir vergüenza de nosotros mismos y casi encontrarnos ridículos en medio de aquellas extraordinarias ovaciones. Aún noentrabamos a la ciudad y ya nos esperaban todas las autoridades que nos saludaron con un ampuloso discurso; las niñas nos obsequiaban conlindos ramos de flores; por todos lados sonaban las campanas y numerosos cañonazos anunciaban nuestra llegada; nos presentaron armas,redoblaban los tambores y sonaban las fanfarrias y las trompetas de modo ensordecedor. La alegría que trajo nuestra presencia a aquella gente,ancianos y muchachos casi todos desnudos, fue breve, porque el excesivo calor y la inmensa polvareda no nos eran nada agradables. El ansiacomún era visitar las pirámides a las cuales se asocia un bello mito anterior a los tiempos de los aztecas pero que recuerda muchas matanzas ymiles de crueldades de su idolatría.

Los toltecas, que habían dominado antes que los aztecas los vastos planaltos del Anáhuac, eran hombres suaves, amantes de la paz, de lasartes, de las ciencias. Cultivaban los campos, recogían flores y frutos. Como ellos, sus ídolos eran benignos. El fuego sagrado que ardía en sus

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templos, las flores que les ofrecían, el suave perfume que de ellas emanaba, los hacía alegres, buenos y apacibles ante las incesantes oracionesde los hombres.

Pero ningún ídolo les era más propicio que Quetzalcóatl, el dios del aire, que había vivido entre ellos y les había enseñado la agricultura, el artede trabajar el oro, y a reinar sobre un vasto territorio gobernando sabiamente los pueblos. Aquella fue la edad de oro de México; una caña demaíz era tan grande que para cargarla un hombre necesitaba de toda su fuerza; algodón de más vivos colores se daba en los arbustos; el aireestaba lleno de suavísimos perfumes; lindísimos pájaros hacían escuchar por todos lados la armonía de sus cantos. Pero Quetzalcóatl eraenemigo de la guerra v cuando oía hablar de ella se tapaba los oídos, lo que provocó la ira de otra divinidad poderosísima y se vio obligado ahuir; se detuvo en Cholula donde se levantó en su honor una pirámide con un teocali maravilloso. De allí Quetzalcóatl prosiguió su viaje hasta elmar y cuando llegó al Golfo se despidió de sus discípulos y amigos prometiéndoles que regresaría. Subió a una barca hecha de pieles deserpiente y navegó hacia el oriente, por donde sale el sol. Era un gran sabio y se dice que tenía una larga barba. Los indios aún lo esperanporque con él retornará la felicidad, la riqueza, y bajo su dominio resurgirá la bella era de los toltecas.

Más tarde aquel pueblo suave y gentil fue dominado por los aztecas, que aprendieron también las artes y estudiaron las ciencias, pero que notenían dulce el carácter ni eran de benévola naturaleza. Eran feroces y severos, ávidos de sangre y vengativos, y sus ídolos crudelísimos. El máspoderoso de ellos era Huitzilopochtli Mexitli, dios de la guerra. Por eso asesinaban a los hombres vencidos y, peor aún, se los comían comoalimento sagrado. Solamente la sangre ofrecían al dios de las batallas; en Cholula, donde el perfume de las flores había embriagado el corazóngentil de Quetzalcóatl, se inmolaban hombres. Inocentes muchachas junto con jóvenes de la ciudad eran asesinados sobre la pirámide por lossacerdotes, envueltos en mantos escarlata. Sacaban los corazones del pecho y después embadurnaban las imágenes de los dioses con lasangre que escurría desde los altos muros de la pirámide. Así se inmolaban cada año en Cholula ni más ni menos que seis mil hombres.

La pirámide está construida de ladrillos, tiene 54 metros de alto y la anchura de la base es de 439. Quien la ve de cerca no cree que sea obradel hombre. Tiene tres terrazas que están recubiertas de verdes plantas. En su cima, a la sombra de grandísimos cipreses se levanta una iglesiade altísimas torres y cúpulas. Mientras los demás fueron a ver la interesante construcción yo tuve que permanecer dentro de la carroza por mi pieenfermo; algún tiempo después llegó mi amiga cargada de idolillos de barro, de fragmentos de vasos de arcilla coloreada y de varios pedazos deobsidiana, que es esa lava dura y negruzca con la cual los aztecas hacían sus flechas y que ella había encontrado excavando superficialmente latierra. Continuamos el viaje. El camino que recorrimos hasta llegar a San Martín era encantador. Todo es vasto y amplio como en un parque; losprados fertilísimos, grandes y bellos los árboles. Las haciendas lindas y con buenas construcciones, hacen gala de grandeza en medio de unaubérrima voluptuosidad. Llegamos a San Martín antes de oscurecer, pero aquí debíamos detenernos porque más adelante no había mesón y laciudad de México estaba demasiado lejos para poder llegar a ella esa misma noche. Sentí un escalofrío cuando me vi ante el miserable tuguriodonde paró nuestra carroza; no me consolaba ni el pomposo letrero que decía: Hotel de la Diligencia. Pero la sorpresa y la alegría fue muchacuando, entrando a los cuartitos que nos habían destinado, encontramos una limpieza y un aseo ejemplares. Como en todos los pequeñospueblos, las casas carecían de ventanas, pero cada cuartito tenía una puerta de madera que daba al corredor. La cena que nos sirvieron fueexquisita y consistía en platillos nacionales. Aquí conocimos a uno de los más capaces e inteligentes mexicanos que se han puesto al servicio delgobierno del emperador. Es el general Mejía, hombre en la flor de la vida, alto, de piel casi color de bronce, los ojos negros y cintilantes, liso ynegro el cabello, enérgicos los trazos de la cara y con modales sencillos y suaves que denuncian su origen indígena. Este hombre todavía jovenes altamente estimado hasta por los propios franceses, pues a su probada lealtad a un grandísimo valor.

Mis compañeros de viaje, aprovechando que el día aún estaba claro, hicieron una excursión por los alrededores de una hacienda propiedadde un inglés y de donde volvieron contentos y satisfechísimos. A mí el pie me tenía encerrada en casa.

A las cinco de la mañana continuamos el viaje con el fin de llegar a la capital al oscurecer. Durante la noche había llovido y aunque latemperatura era más suave y el polvo menos molesto, los caminos habían empeorado bastante. Finalmente salimos del monte que separa elplanalto de Puebla del planalto de México, más elevado, y que es el verdadero Anáhuac, el cual, por sus caminos impracticables y su pocaseguridad, tiene un triste renombre. Subíamos, entrábamos al pantano, pasábamos por montes o junto a algún profundo precipicio a galopetendido, pero siempre con la mayor habilidad, segura, prudentemente. Poco a poco abandonamos la región de los árboles que dejan caer lashojas y entramos a la de los árboles resinosos. Antes de llegar a Río Frío se rompió una rueda de nuestra carroza y fue necesario que mi amiga yyo pidiésemos a algunos compañeros de viaje que nos admitiesen en su diligencia, para subir a la cual pasé grandes fatigas. Pero triunfé ycontinuando el camino no tardamos en llegar a la posada de Río Frío, que las guerrillas asaltan y roban por lo menos una vez al mes.

Allí fuimos recibidos por varios oficiales franceses que nos honraron con una colación que para nosotros tenían preparada. Su atención fuedesviada hacia la valija postal que llevábamos y que siempre se espera con ansia porque sólo cada quince días trae nuevas y cartas del paísnatal y de los queridos seres lejanos. ¡Ahí, ¡con cuánta avidez fueron rotos los sellos! ¡Con cuánta impaciencia fueron devoradas las páginas!Después comenzamos a bajar y subir hasta llegar a una selva de cedros donde eran espléndidas las muchas variedades de abetos y pinosblancos, de larguísimas hojas tan verdes que parecían cintas de esmeralda pendientes de largas agujas y ¡oh maravilloso encantamiento! Aquí sedesplegaba un cuadro estupendo y solemne: el valle de México.

El planalto sobre el cual fue construida la ciudad está a siete mil pies sobre el nivel del mar. Tiene 20 leguas de largo por casi 13 de ancho. Lorodean altísimos montes cuyo color es de un azul tan admirable que sólo la propia atmósfera puede darlo, lo dominan los volcanes cuyas cimasestán cubiertas de nieves eternas y la llanura esplende en un piélago de verdor. Aquí y allá se apoyan los más graciosos pueblos y dispersas seven las haciendas con sus caminos y sus jardines. El panorama es lo más bello y encantador que pueda describirse. La llanura se interrumpe porpequeñas colinas tan graciosas, que se dirían hechas por ese animalito caprichoso que es el topo. Son volcanes ya apagados, desnudos ypétreos, que como todo lo que tienen cerca toman un color café rojizo. Un volcán semejante nos ocultaba la ciudad de México.

Descendimos lentamente al valle, donde mejoran los caminos. Aquí no hay trazas de la guerra pasada; aparentemente reina el bienestar; loscampos son magníficos, la tierra le da al hombre todo lo que le pide y el más bello ganado pace en sus prados.

Después de un largo rodeo llegamos a los lagos, los cuales vistos de cerca no son, desgraciadamente, tan bonitos ni tan alegres. Losespañoles fueron siempre enemigos de las florestas y de los bosques. Sus devastadoras manos pasaron también por aquí, causando grandesdaños a la irrigación del valle. Los lagos cada día se evaporan más y más, las fuentes se secan y el terreno se ha hecho árido. Cuando losconquistadores llegaron al país el planalto de Anáhuac tenía bosques y magníficas selvas, estaba cubierto de encinas, de cedros y de cipreses.De ellos todavía dan prueba algunos antiquísimos residuos que llenan al viajero de estupor y de admiración. En el lago en que un día se veía laresidencia de Moctezuma, existen aún pausadas en su mayor parte de madera de cedro.

Finalmente, a una vuelta del camino, he aquí la hermosa ciudad de México, la cual se extiende hacia los montes y está rodeada de árboles delos que sobresalen las torres y las cúpulas de las iglesias.

No hay en el mundo ciudad cuya posición sea más encantadora y más imponente que la de México. Entristecida vi la incuria en que seencuentra después de una guerra civil de cincuenta años que por todos lados ha dejado el sello de la devastación, una guerra que todo hadañado, aquí destruyendo profundamente, allá inilizando, obstaculizando y paralizando más que a ningún otro lugar a la capital, tal vez por lamonótona regularidad de sus calles o la grandeza de sus plazas principales, en las que no vi ningún atractivo, aunque es verdad que si lascondiciones fuesen normales y se gozase de los benéficos efectos de la paz, aumentándose el comercio, las fábricas, la industria, el bienestarmoral y material, podría convertirse en algo tan maravilloso que compararla con París o San Petersburgo con todas sus pompas, sólo serviríapara realzar sus encantos, pues lo bello y lo excelso que el hombre construye desaparece ante lo extraordinario de una naturaleza sublime.

La ciudad de México fue hecha en el mismo lugar en que un día estuvo Tenochtitlán, la capital en la que reinaba Moctezuma, el poderososoberano de los aztecas.

El lago de Texcoco, que antes bañaba la ciudad que surgía del agua como Venecia, uniendo sus barrios entre sí por medio de terraplenes,ahora está a más de una hora de distancia. Los canales de desagüe y las antiguas devastaciones de la floresta hicieron retroceder el espejo deagua.

El día estaba aún claro cuando pasando la Garita entramos a la ciudad y por una calle ancha y larga ornada de bellas casas llegamos a laplaza mayor en la cual está el Palacio del Gobierno, ahora Palacio Imperial, que ocupa toda la anchura de la plaza de casi 800 pies. Tres grandespuertas llevan a los varios patios. Entramos en el mayor por la puerta central, que está circundada de grandes peristilos sostenidos por gruesascolumnas. Aquí nos recibieron generales, oficiales, el ministerio y otras autoridades civiles y militares.

Dentro del palacio reinaba todavía el mayor desorden. Hasta última hora se dudaba de la llegada del emperador y cuando tuvieron noticiasseguras, miles de incertezas, un gran variar de opiniones y querellas de rango, habían pospuesto los quehaceres más urgentes. A los huéspedeseuropeos se les había destinado una casa aparte pero en el último momento una orden imperial cambió las disposiciones y fuimos alojados en elpalacio.

Como la hora y el día de nuestra llegada eran inciertos, cuando nuestras carrozas entraron en el gran patio fue grande el aspaviento y elestupor de los tapiceros y de los intendentes, que nada habían preparado. En nuestro cuarto se martilleaba y se golpeaba; los mexicanos, por fin,habían perdido su calma, corrían y se afanaban. Mientras estábamos en un banquete eterno que nos ofrecieron los ministros y que debíamosagradecer, los operarios continuaron trabajando, así que después de la cena encontramos lugar donde reposar.

Por otra parte, nada faltaba a nuestro alojamiento. Las estancias eran grandes, altas, cada una con su balcón.A veces me sentaba frente a mi escritorio para gozar del espectáculo. Igual que montes cortándome la vista surgían las cúpulas de las iglesias

recubiertas de suntuosos mosaicos, que brillaban a los rayos del sol. Las ventanas de mi amiga daban a un huerto lleno de rarísimas plantasentre las cuales se encontraba el árbol de la manita, que debe su nombre a la forma y al color de sus flores, semejantes a una mano.

Este árbol es casi único en su género. Otro pequeño ejemplar se encuentra en el jardín de la familia Escanden, en Tacubaya. Grandísimo erael deleite que nos ofrecían los graciosos colibríes, volando frente a la ventana y yendo de flor en flor.

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Mientras tanto nos llegaban buenas, óptimas noticias del emperador. Los recibimientos que le habían hecho habían sido espléndidos yfestivos; especialmente fue magnífica su entrada en Puebla. La sencillez de sus modales y su amabilidad despertaban las más vivas simpatías.Les parecía imposible que el emperador fuese afable con todos, que a todos graciosamente escuchase, que respondiese a éste o aquél con lasuave benevolencia que le era propia. No esperaban tanto los mexicanos.

Bien diferentemente habían sido tratados por sus presidentes. La codicia y la ambición son la funesta marca de su dominio; sus acciones sólolas guiaba el odio entre los partidos. Y ahora se les presentaba un hombre sin pasado en aquel país, que no pertenecía a ninguna facción, que notenía amigos ni enemigos, pero cuya firme voluntad era hacer el bien a todos los que formaran a su lado, apoyándolo en los esfuerzos que hacíapor allanar los caminos que guiasen a la paz, al orden, a la justicia, a la riqueza y al bienestar. Y en la grandeza de su misión, donde ninguna delas pasiones, de los delitos, de las vergüenzas o de las desdichas de ellos podían alcanzarlo, él se mantenía firme en los mejores propósitos, conla más noble valentía, con plena conciencia de las inenarrables dificultades de su cometido pero con fe en su capacidad para triunfar; y tal veztambién en la supersticiosa creencia de un destino providencial que es a los hombres tan querida.

¿Triunfará en esta obra? La esperada victoria del sur de los Estados Unidos de América, que era casi la conditio sine qua non para el buenéxito, no ha sido obtenida.

La gran república del norte es el enemigo eternamente amenazador y poderoso. Napoleón, el tan ensalzado leal, amigo, ya retira las manosde una obra de la que sólo quiso sentar las bases, retrocediendo ante la inmensa impopularidad que reina en Francia contra esta empresa quecasi casi ha sacudido su trono. Napoleón se retira ante el veto norteamericano y la propia Austria, cuyos hijos siguieron impávidos al archiduquemás allá de los mares, y algunos de los cuales valerosamente bañaron con su sangre la tierra extranjera, la propia Austria, también estremecida,se ve obligada a impedir la marcha de voluntarios.

Entretanto, aquella compañía de valientes, que aunque pequeña es grande por el valor, por la fe y por firme lealtad, lo mejor de las tropas delemperador Maximiliano, allá se encuentra sin refuerzos, hasta que se disipe el espantoso huracán que se adensa en torno al horizonte austríaco.En el exterior todo se ha conjurado contra el éxito de la empresa.

¿Y en el interior? Bandas de guerrilleros recorren siempre el país y los triunfos de las fuerzas francesas no son sino victorias infructuosas apesar de la constancia y el valor de la tropa, a pesar de los muchos y enérgicos socorros del país, a pesar del contingente belga y del heroísmode la legión austríaca.

Cuando alegre y festiva les sonríe una ciudad evacuada se escriben boletines y se lanzan al mundo nuevas de mil victorias; pero mientrastanto, los guerrilleros se han apoderado de otras plazas importantes. Las tropas se movilizan para expulsarlos y apenas se pierden de vista, elgalope de los caballos mexicanos resuena en la ciudad abandonada, donde son recibidos con las mismas demostraciones de entusiasmo y desimpatía que poco antes les habían prodigado a los contrarios.

La incansable actividad del emperador crea sabias leyes, abre camino a las empresas, a las instituciones más benéficas. Pero ¿dónde estánlos hombres para defenderlas, para sostenerlas, para seguirlas? ¿Dónde están los hombres capaces de sacrificar su propio tiempo, su propiobienestar, su comodidad y sus intereses a tan elevados propósitos?

Esto ya merecía el intento y si su obra no triunfara, no por eso el emperador Maximiliano tendría menos gloria o menos honor.Se ha intentado decir que esta experiencia no es sino una aventura indigna de un archiduque de Austria; se juzga también, y esto con mayor

razón, humillante e inseguro el protectorado de Napoleón; pero esta empresa lo honrará, lo justificará siempre. Su gran actividad necesitaba serencaminada a un alto propósito, su grandísima inteligencia debía ser puesta al servicio y al bien de un país entero. Quien sabe superar todas lasangustias, todos los trabajos y todas las dudas, quien heroicamente no cede en las grandes luchas del alma que van unidas a tales resoluciones ypor eso empeña la propia existencia, las propias fuerzas y arriesga hasta la vida; quien cada hora, cada día, se dedica a tan altos fines, pruebacon eso lo que es la viril valentía, la dignidad de príncipe, aun cuando la gran obra se desplomara o fuera destruida.

Los días que precedieron a la llegada de la pareja imperial, poco pude disfrutar; mi pie me mantenía encerrada en casa, aparte de que notenía conmigo mis propias cosas. Mi pequeña valija, que me hubiera gustado traer conmigo, en la gran confusión se había quedado atrás.Mientras tanto, todos nosotros fuimos objeto de las más exquisitas atenciones, de las mayores cortesías. El comandante del ejército francés,general Bazaine, al que más tarde había de concederle el embajador su bastón de mariscal, vino a hacernos la visita de ceremonia.

El ministro de Francia, marqués de Montholon, hijo del compañero de Napoleón en Santa Elena y su amabilísima esposa, que esnorteamericana, nos recibieron con la más cordial solicitud. La señora de Courcy, hija del general Goyon, que vino de Francia para visitar a sumarido, el cual es uno de los oficiales más distinguidos del ejército, nos obsequió graciosamente con su visita.

El primer homenaje que nos hizo la ciudad de México fue una procesión con antorchas; una multitud desmesurada se reunió en la plaza y nosdaba la bienvenida llamándonos al balcón. A nosotros, alojados en el Palacio Imperial, tal honor debido solamente a sus majestades, nos parecióexcesivo y no atendimos el llamado. Muy difícil nos fue persuadirlos de que sólo la modestia nos impedía aceptar aquel homenaje.

El 7 de junio llegó la pareja imperial a Santa María de Guadalupe, el célebre santuario a una hora de distancia de la ciudad. Todos corríanhacia allá porque querían ver al emperador ansiosamente esperado.

Mis compañeros siguieron a la multitud y encontraron a los soberanos muy contentos de su viaje, complacidísimos con la impresión que elpaís y sus habitantes les habían causado. La emperatriz estaba especialmente alegre y grande era su entusiasmo, cosa de la que nunca creíacapaz a aquella gran señora siempre calmada y tranquila. Todo le encantaba, todo le parecía excelente, hasta la miserable estadía en lospequeños pueblos de Palmar, Cholula y San Martín, embriagada en la ingenua creencia del afecto y del amor del pueblo, el cual, por su parte,nada había omitido para dar a aquellas demostraciones una impresión de cariño. Es verdad que una gran parte de la población sentía gratitud yregocijo esperando que al fin, con la nueva forma de gobierno, retornase la paz y con ella el bienestar y la felicidad a este desventurado yafligidísimo país.

El 12 de junio el emperador y la emperatriz entraron solemnemente en México. Nuevamente todos, a caballo o en carrozas, salieron hasta lasafueras de la ciudad para rendir homenaje a los augustos soberanos. La ciudad estaba magníficamente engalanada.

Las casas aparecían llenas de guirnaldas, de banderas, de flores, de tapices y de inscripciones testimoniándoles la común alegría aMaximiliano y a Carlota. Por todos lados se levantaron arcos de triunfo, las calles estaban atestadas de gente; a los miles de balcones de laciudad se asomaban señoras y niños aplaudiendo. En su mayoría las damas vestían de negro, envueltas con la mantilla española.

Nosotros habíamos ido al Palacio de Minería para admirar desde allá el espectáculo de la entrada. No es desde el punto de vista europeoque debemos juzgar esta solemnidad. Aquí faltan la belleza de los uniformes y el esplendor de los arreos.

Los uniformes de los grandes dignatarios, tanto militares como civiles, estaban sobrecargados de oro, pero el buen gusto y la elegancia sebuscaban inútilmente. Los hombres que sobre sus caballos y con el traje nacional parecían bellos, hacen penosa figura cuando van a pie ocabalgan portando los uniformes. Los equipos mexicanos son lo que el mundo ha visto de peor sin hacer excepción, las carrozas de gala quepara esta ocasión fueron usadas.

Sus majestades se sentaban en un coche que el archiduque Maximiliano había enviado con anticipación. A la derecha del emperadorcabalgaba el general Bazaine; junto a él los ayudantes y el conde Bombelles, amigo de infancia del emperador, fiel compañero de su inciertoporvenir, ya hubiera sido adverso o feliz.

El Ayuntamiento, los prefectos, los ministros y muchos otros dignatarios abrían el largo cortejo. De todas las casas por las que pasaba lacarroza imperial tiraban flores y poesías impresas para aquella ocasión en honor de los nuevos soberanos.

Los indios se agolpaban por todos lados mezclándose a la alegría común. La leyenda de Quetzalcóatl y tantas otras más han permanecido enellos a pesar de su aparente catolicismo, y había dispuesto sus ánimos a favor del emperador, en el cual veían al hombre sabio que habíacruzado los mares para traerles la felicidad y el esplendor y sacarlos de su miserable condición. Por esto lo saludaban con la más íntima alegría.

En una carroza, que de lejos parecía una concha y estaba recubierta de papel dorado, se sentaban tres niños vestidos de ángeles, los cuales,cuando la carroza del emperador se veía obligada a detenerse por la gran masa de pueblo que la circundaba, se acercaban a él para echarleflores. En otra carroza venían los retratos de la imperial pareja, en tamaño natural y estaba cubierta de tapices blancos, rojos y verdes, que son loscolores mexicanos. No eran muchos los pomposos carros como aquellos.

La comitiva se detuvo ante la Catedral, que ocupa la segunda parte de la gran plaza, a la derecha del palacio. Aquí se cantó un Te Deum ydespués todo el cortejo recorrió a pie un camino cubierto de alfombras y bajo una tienda, hacia la residencia. Banderas y miles y miles deguirnaldas de bellísimas flores adornaban la entrada, en la que se veían los retratos de sus majestades, bastante mal pintados.

Una enorme multitud cubría la grandísima plaza pero el orden y la quietud reinaban en todos lados; los mexicanos y los indios no sonimpacientes ni ruidosos. Mucha alegría y mucho interés demostró el pueblo y el saludo de México fue cordialísimo.

En una sala larga pero angosta, debajo de un baldaquino, fueron recibidos por los dos soberanos los grandes dignatarios. Después hubobanquete en la corte, y por la noche fuegos de artificio en la plaza.

Era grandísimo el esplendor de los vestidos, el relucir del oro en tan variados uniformes, bello el espectáculo de esta multitud de hombres tannueva y tan extraña.

En medio de los que más sobresalían estaba el general Miramón, todavía joven. A la edad de 20 años fue electo presidente de la república.No sé si su valor fuera grandemente admirado en el ejército, parece que algún delito pesa sobre su reputación. Miramón se ha entregadoabiertamente al partido del emperador y su majestad lo recibió con las mayores demostraciones de honor y benevolencia. Paseaba por lossalones conduciendo del brazo a su joven consorte, acusado de tener grandes ambiciones. Hay también en las maneras de este hombre aquelaire dulce, delicado, astuto, que es tan característico de los mexicanos y de los cuales guardo en la memoria una impresión casi obsesiva.

Con los sentimientos de la más íntima satisfacción sus majestades se retiraron a su imperial departamento, satisfacción que nosotroscompartíamos desde el fondo del corazón.

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Ahora todo aparecía bajo colores más alegres, bajo auspicios y formas más felices de lo que se había osado esperar. Todo se mostraba porsu mejor lado. Naturaleza y hombres habían desplegado sus halagos para cautivar la benevolencia de los recién llegados, y aun tal vez parafascinarlos.

"Llegamos a Palmar que es un horrendo lugarcillo. Las casas son bajísimas y muchas incluso sin ventanas. El lugar es tristísimoy

feo."

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CAPÍTULO VI

El palacio imperial. Descontento de los europeos. La ciudad de México. Iglesias, conventos, edificios públicos, paseos. Vida de losmexicanos tanto en sus casas como públicamente. Los indios. Su origen, su carácter, sus condiciones. Santa Anita eIxtacalco.

ANTES DE LA llegada de sus majestades aprovechamos la invitación de algunos señores mexicanos y fuimos a visitar los departamentosimperiales que a toda prisa habían preparado. Eran augustos y de incómoda disposición. A pesar de que la simplicidad reinaba en todo, faltabael buen gusto en los ornamentos, de modo que el emperador podía sin escrúpulos mudar las cosas del modo que mejor le conviniera. No habíauna sala en la cual se pudiera recibir o tener invitados a la mesa; cada estancia más parecía una galería pues todas eran estrechas y bajas. Esverdad que antes de nuestra partida ya se habían hecho muchas innovaciones; se habían levantado los techos, echado abajo paredes, aunquetodo esto prometía poco, porque no había medio de remediar la falta de simetría y la amplitud de las proporciones.

En México no saben aprovechar los materiales que en abundancia ofrece el país y con los cuales la esplendidez y la solidez se lograríangenerosamente. En sus montañas hay bellísimo pórfido, en sus bosques crecen innumerables árboles de maderas preciosas. De todo esto casino se ven trazas en las casas particulares ni en sus mobiliarios.

En todos lados se usan los productos de Europa y a precio de oro traen de más allá de los mares las telas y los muebles. En México no sesabe lo que son los pisos de parquet. Los hacen de tablas barnizadas cubiertos casi en su totalidad de tapetes. Debido a esto el departamentode la emperatriz parecía, más que el de una residencia, el departamento de un hotel europeo. El más bello de los cuartos era la recámara de susmajestades, toda de intenso color celeste. Allí admiramos con el máximo interés el regalo de las damas mexicanas, un tocador trabajadoartísticamente en cada detalle, todo de plata.

Los dos soberanos se mostraban satisfechísimos y la emperatriz estaba encantada con todo. No podía decirse lo mismo del personal de suséquito. Los fieles criados del emperador, que en Milán y en Miramar habían desempeñado tan bien su oficio y habían emprendido un largo viajecon admirable abnegación, se encontraban aquí en condiciones completamente nuevas, sin ayuda y sin consejos. Nada estaba preparado y notenían modo de conseguir las cosas que necesitaban. Pronto comenzó la confusión. Nadie era tan inteligente y benévolo como para ser capaz dedirigir y ordenar. Nada estaba organizado y el salario de aquella pobre gente no se adaptaba a la gran carestía del país. Algunos que habíantraído consigo a la esposa y los hijos y no sabían a quién pedirle lo necesario. Asustados y abatidos corrían de aquí para allá llenos de profundadesesperación y algunos querían regresar a Europa. Para más, varios mexicanos que servían en el palacio, aprovechándose de aquellos infelicesque no sabían qué hacer, abusaban obteniendo ventajas a su costa. El descontento subía más y más. Algunos oficiales que habían dejado elservicio austríaco soñando con montañas de oro, fueron súbitamente desengañados; y mirando las circunstancias en las cuales se encontraba elpaís, pensando en sus propios intereses y sin adaptarse a su nueva vida, sólo sabían lamentar las privaciones de sus viejas costumbres yabandonarse a la melancolía. Por ventura las personas que estaban cerca de mí comprendieron mejor las cosas y mientras los otros poco a pocointentaban conciliarse con los nuevos hábitos nosotros tratamos de aprovechar del mejor modo posible nuestra estancia en el nuevo mundo.

Antes que todo convenía visitar la ciudad en la cual, desgraciadamente, no se encuentra casi ningún vestigio de la época azteca. Tenochtitlánfue enteramente destruida por los conquistadores, sobre sus ruinas Cortés construyó México en 1524. Tiene la extensión de seis leguas y esregularísima; las calles son muy anchas y no menos largas de seis a nueve pies; grandísimas son las plazas y por todos lados se asoman losmontes que claros y bellos rodean la ciudad. Las casas no tienen más de dos pisos, y su arquitectura es, con mucha frecuencia, de unasorprendente simplicidad. Los pequeños balcones de las ventanas, bastante retiradas, son lo único que interrumpe las planas superficies de losmuros. Pocas casas, como el actual Hotel de Iturbide, que en un tiempo sirvió de residencia al general que fue el emperador Agustín I, estánsobrecargadas de columnas y estucos. Todas son bajas y aplastadas.

La ciudad tiene iglesias y conventos al por mayor; cuenta con quince parroquias; de los conventos muchos fueron suprimidos y otros están enruinas.

La Catedral, que rodeada de cadenas y de paseos se levanta sobre una explanada, es bella, grandiosa, de estilo dórico, construida congrandes masas cuadradas de pórfido.

A cada lado de la fachada se alza una torre de 218 pies de altura, en tres planos y cerrada por una cúpula. La circundan balaustradasadornadas de estatuas. Por las tres puertas mayores de la gran fachada se entra a la iglesia, que tiene cinco naves audazmente arqueadas,sostenidas por bellísimas columnas dóricas. El altar mayor se levanta aislado en la de en medio, alzándose hasta el techo del templo.

Pero el efecto maravilloso de esta gran construcción es turbado por la profusión de ornamentos de la catedral. Las naves laterales estánllenas de pequeñas capillas e interrumpidas por tantas paredes que en aquel laberinto los ojos no encuentran reposo. Aquí, como en todas lasiglesias mexicanas, tienen una parte principal las esculturas en madera. Sobre los altares, en los nichos, aquí y allá se encuentran figuras detamaño natural (representando a Cristo, María y los santos. Y si algunos tienen la expresión viva y están magistralmente tallados, la impresión quecausan desentona y disgusta. En la parte occidental del muro externo de la catedral hay una piedra que era el calendario de los aztecas.

El trabajo es maravilloso y prueba claramente a los astrónomos cómo eran científicamente eruditos y cuan poco en esto y en otras cosastenían necesidad de aprender de los europeos. En la parte oriental de la catedral se apoya la parroquia de la diócesis, el Sagrario, construido depiedra rojiza al estilo del Renacimiento, sobrecargado de esculturas y de ornatos. Entre los conventos era célebre el de San Francisco por lariqueza y por la magnificencia de sus puertas mayores.

Adentro había siete grandes capillas, pero cuando llegamos a México no eran sino ruinas y ya se ocupaban en demolerlo. Grande es el interésque ofrecen el Museo y su conservador Don Ramírez,1 el más célebre hombre de ciencia de México, cuya cortesía hacia nosotros fue grandísimay en varias ocasiones, particularizando, nos contó miles de cosas importantísimas del tiempo de los aztecas y él mismo nos condujo por todo elmuseo.

Las antigüedades aztecas tienen una gran semejanza

Nota: Se trata de José Fernando Ramirez, que más tarde fue ministro de Relaciones Exteriores de Maximiliano, autor deimportantes trabajos sobre el pasado mexicano. (Nota delT.)

con las reliquias egipcias que se encuentran en nuestros museos. Muchos bajorrelieves cuentan la gesta y la vida de los reyes y muchascosas sirven de esclarecimiento a los doctos para penetrar en las profundas tinieblas en las cuales está envuelta la antigua historia del país.

Los aztecas, que se servían de caracteres jeroglíficos y de otros ciertos signos para expresar sus palabras, dejaron cosas importantísimasescritas sobre papel, que preparaban con las hojas del maguey.

El primer obispo de México, al cual le cabrá siempre la gloria de haber cálidamente protegido a los indios contra la avaricia de loscolonizadores, se dejó llevar de tal manera por el celo religioso y por el deseo de erradicar del país la idolatría, que juntó todos los escritos de losaztecas y los hizo quemar enmedio de la mayor plaza de México, lo que nunca se deplorará bastante. Lo cierto es que aquí prosperaban lasciencias y las artes y, a pesar del monstruoso culto a los ídolos, a los cuales sacrificaban seres humanos, las leyes que los gobernaban eransabias y generosas. La ciudad de Texcoco, al otro lado del lago en que se encontraba Tenochtitlán, fue la Atenas del Nuevo Mundo. Aquí seenviaban de todo el país a los hijos de los ricos del reino para alcanzar la fuente de la ciencia. Aquí se enseñaba la poesía, la astronomía y la

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filosofía. Cien años antes de la conquista reinaba en Texcoco el rey Netzahualcóyotl, el cual recuperó el trono de sus mayores e hizo de Texcocola residencia de las musas. Se fijaron días en los cuales se reunían los escritores, los poetas y los eruditos, los cuales presentaban sus obras, sustrabajos a una junta de hombres notables que debían juzgarlos y premiarlos. Y aquellos que dirigían la educación de la juventud allí se examinabany rendían cuentas de su conducta. Netzahualcóyotl era poeta y algunas de sus odas, de sus máximas, de sus principios filosóficos seconservaron, y demuestran el alto y noble ingenio del rey, el cual, en su vida y en sus acciones, se habría parecido mucho a Harum al Raschid.

Si al emperador Maximiliano le fuera concedido un poco de tiempo y un poco de paz para poder mandar que se hagan excavaciones einvestigaciones se hará mucha luz a la ciencia. Como en Herculano y Pompeya, se esconden en México muchísimas reliquias de tiemposantiguos y las propias ruinas muestran un esplendor y una grandeza a ninguna otra comparada; lo mismo debe decirse del terreno volcánico deMéxico, ya que no hay otro igual en el mundo. No se sabe aún de qué instrumentos se servían las tribus del país para trabajar la piedra; noconocían el hierro; se cree que trabajaban el bronce y sabían reducir a láminas afiladísimas la sustancia volcánica cristalina llamada obsidiana.Extraían de sus minas el plomo, el zinc, la plata, el oro y el cobre. Con gusto exquisitísimo sabían hacer de los más preciosos metales objetos deornamento, vasos para beber que adornaban de piedras preciosas y de esmaltes. La maestría maravillosa de los trabajos que hacían con lasplumas bellas y brillantes de los pájaros, fue loadísima. Con ellas tejían telas de lindísimas formas, con ellas se vestían los ricos, y adornaban lospropios palacios y los templos. Y cuando el capitán azteca conducía a sus guerreros a la batalla, encima de la coraza de oro endosaba un mantode plumas de pájaros.

Muy interesante es también la Academia de San Carlos, que fue fundada por los españoles y que goza de un gran renombre como escuela dematemáticas, de arquitectura, de pintura, escultura y grabado. Las funestas circunstancias en las cuales se vio envuelto el país en la última mitadde este siglo no sólo han impedido su progreso material e intelectual sino que han ocasionado también su total descuido. Sus salas ofrecenalgunos bellos cuadros de la escuela española, y aun no siendo los nombres de Murillo y de Velázquez los que allí brillan, hay entre ellos copiasque altamente se aprecian. En sus trabajos se nota un talento que no puede ignorarse; no tanto el genio creador pero sí el de imitar fielmenteaquello que ven.

El Colegio de Minería es prácticamente el más bello edificio público que hay en México. Es de pórfido verde, hermoso y noble en susproporciones y fue construido con digno ornamento.

México tiene cuatro o cinco teatros, dos de los cuales están entre los mejores que he visto. Son grandes, muy sonoros; sus vastos corredoresson abiertos y sostenidos por graciosas columnas; sobre un fondo blanco se entrelazan guirnaldas de flores doradas y ligeramente realzadas. Lailuminación es brillantísima y la costumbre de las mexicanas de no presentarse al teatro sino con los más suntuosos trajes hace que el efecto seamágico, casi solemne.

En el Paseo de Bucareli, donde los mexicanos van a divertirse más alegremente que a cualquier otro lugar, hay una plaza de toros,espectáculo con el cual la población se exalta y siempre se regocija. Yo fui incapaz de asistir a aquella bárbara alegría; nuestros compañeros nosaseguraron que es tan miserable la parte que tienen en ella los toros y los caballos, que no es otra cosa sino una repugnante carnicería.Grandiosos son los acueductos que desde las montañas conducen por dos partes de la ciudad el agua excelentísima. Son obra española, peronecesitan mucho de una reparación desde hace tiempo, ya que los arcos están reventados y se filtra el agua por muchas grietas. El agua serecoge en dos fuentes en torno a las cuales están ocupados cientos y cientos de aguadores, que con ella llenan sus cántaros de arcilla. Estosaguadores son como apariciones características; llevan su carga por medio de correas sujetas a la espalda y al pecho. Gritando con voz sonora:¡agua! pasan de casa en casa y llamados por todos echan su agua en las coladeras siguiendo su camino. Esta agua es pura y sana pero no quitala sed y solamente se torna fresca con hielo. El Popocatépetl cubre las necesidades de todo México a excepción de Veracruz y de las ciudadescosteras, a donde el hielo llega por mar en grandes cantidades traído de América del Norte. El consumo es desmesurado y hasta en los lugaresmás desiertos se ofrece al viajero en vasos de hojalata una especie de helado o limonada fría que, en aquellas tierras calientes, es un verdaderorestauro.

El paseo más bello de la ciudad es la Alameda, un jardín umbroso no grande, poco cuidado, con fuentes y bancos. Aquí vienen a pie lasdamas mexicanas cuando por la mañana salen de la iglesia. Vestidas de negro, envueltas en la mantilla, pasean aquí y allá conversando; aquí yallá sentándose en los bancos de piedra. Una banda militar toca varias veces a la semana de las ocho a las diez de la mañana y aunque susejecuciones no son muy apreciadas viene gran cantidad de gente de todas clases. Los franceses y los mexicanos aquí vuelven a encontrarsecuando regresan de sus ejercicios hípicos; los caminos internos de la Alameda son reservados a los peatones pero los jinetes la circundan enlargas filas. Las damas que son amazonas apasionadas y valientes, se asocian con muchísima frecuencia a estas cabalgatas matinales. La calleprincipal de la ciudad, la calle de Plateros, que alargándose toma el nombre de calle de San Francisco, conduce a la Alameda y de allá se llega alPaseo de Bucareli, que es la meta de los paseos en carroza de los mexicanos. Aquí se levanta una bella estatua ecuestre de Carlos IV, obra delprofesor Tolsá. Originariamente fue erigida en la Plaza Mayor, pero de allá fue transportada porque se quería poner un monumento que recordasela independencia mexicana, lo cual hasta ahora ha quedado en proyecto.

El Paseo es una larga avenida compuesta de cuatro filas de árboles malváceos estropeados y tristes. Para los jinetes y para los peatonestiene a los lados caminos escabrosos y desiguales. En medio se encuentran dos plazas redondas, con fuentes en las cuales se han colocadoestatuas que tienen todo, menos belleza. A la derecha y a la izquierda se extienden pantanosos prados donde pastan las bestias. Están divididospor ubérrimos caminos, uno de los cuales conduce al castillo de Chapultepec, que surge sobre una colina de pórfido y domina todo el valle. Unamano artística y ordenada podría hacer que este paseo actualmente desarreglado, venciera sólo por su magnificencia a todos los jardinespúblicos, a los bosques y a los parques de nuestras capitales. Aquí el feraz terreno podría ser fácilmente saneado con canales subterráneos deabundante humedad y ofrecer así una magnífica vegetación a los ojos que corren admirados de un cuadro al otro, pues aquí la grandiosanaturaleza crea y da de todo. Al fondo se alzan las montañas espléndidas, encantadoras.

Rodeado de bellísimos árboles allá se encuentra el antiguo convento de la Piedad. Apoyada a la colina está la pequeña ciudad de Tacubaya,con las lindas villas de los mexicanos ricos. Junto a ella se ve Chapultepec, al cual dominan montañas altísimas, aquel Chapultepec que tiene bajosu cima los celebradísimos árboles que ya se alzaban como gigantes hasta el cielo en los tiempos de Moctezuma y a la sombra de los cuales élsolía pasear.

Al occidente está la ciudad de México. El sol, que se ponía, iluminaba las cúpulas y en las torres la campana de la tarde llamaba al Avemaria;al sur brillaba el lago de Texcoco, al que imperiosos dominaban los volcanes con sus blanquísimas cumbres.

A las seis de la tarde, en largas filas de carrozas, los mexicanos van al paseo. Aquí vienen las damas con grandes atavíos vespertinos,escotadas, engalanadas de flores. Como ya dije los equipos son feos, faltos de gusto. Las más de las veces las carrozas van tiradas por dosmulos desiguales, en otras ocasiones por un gran mulo y un pequeño caballo y muy raramente por dos caballos. Los caballos no se usan para tiro,porque para esto son renuentes y no tienen la fuerza suficiente para hacerlo, mientras que, como caballos de silla, no tienen igual por suinteligencia y resistencia, en lo que generalmente superan todo lo que es de esperarse de este noble animal. Los hombres, las más de las veces,vienen a caballo y vistiendo siempre el traje nacional, pero cuando van a pie o dentro de sus casas, usan el traje francés. Aquel gran sombrero decolor claro y largas alas que se extiende sobre la espalda, adornado de cordones de oro, aquella chaqueta oscura con sus pequeños botones deplata, los zapateros que generosamente recamados de oro y plata traen sobre los pantalones, abajo no pasando de la rodilla, arriba sujetos conuna correa a la cintura, todo es gracioso y les da una bella figura. Y así como es elegante el jinete también lo es su pequeño y gallardo caballo, que va elegantemente enjaezado.

La silla está suntuosamente recamada de oro y plata; la cabeza y el apoyo guarnecidos de plata, las bridas son cordones de seda, losestribos de plata.

Los solteros llevan sobre la frente del caballo una banderola con el nombre de su novia. Atrás, en el apoyo, va siempre el bello sarape, másatrás cuelgan el lazo y una piel de cabra que sirve para proteger las pistolas y así cabalga el mexicano por el Paseo y también así viaja por todo elpaís.

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Vestido de este modo va de una a otra hacienda, de uno a otro lugar, hace largas excursiones encontrando siempre para él y para su caballola más cordial acogida; en ningún lugar paga porque nadie aceptaría una recompensa por lo poco que a ambos les dio.

Toda la vida del mexicano lleva en sí el carácter del dolce far niente; jamás los vi correr de prisa por las calles, jamás aprovechar su tiempo.Se levantan temprano y las damas envueltas en velos van a la iglesia mientras los señores comienzas sus cabalgatas.

Después del paseo de la Alameda todos vuelven a sus casas; es la hora del baño diario y por cierto, hay muchos y muy bellos baños públicosen todas las calles de la ciudad; pero cada casa particular tiene su baño propio.

Con mucha frecuencia se ve a las mexicanas con la rica cabellera suelta que a manera de manto casi les llega hasta los pies, pasear por laterraza de sus casas para enjugarlas. Este diario lavado de los cabellos tiene la desventaja de que pierden su finura y su igualdad; las trenzas quegruesas como un brazo adornan las pequeñas cabezas de las mexicanas y son negras como el ébano, tienen rojizas las extremidades.

Completando lentamente su arreglo, el tiempo pasa; y si en la casa hay niños se vigilan sus juegos aunque, como sus padres, son tranquilos ynunca los vi mal educados. Entre ellos no hay estrépito, ni alboroto, ni disputas. Aquellos pequeños seres bien pronto son adultos porque sedesarrollan rápidamente y los más son de delicadísima salud. Es infinito el número de niños que mueren, aun los hijos de ricos, a los cuales se lesprodiga todo cuidado.

Pero cuando se es testigo del modo como los educan no hay lugar para la sorpresa. Las señoras son casi todas de constitución delicadísimay nada se hace en su educación para revigorizarla. A los catorce o quince años se casan y la bendición de los hijos es numerosísima. No esextraordinario que tengan quince o dieciocho. Los niños son alimentados por su delicada madre y al fin de la infancia continúa tratándoselescomo a niños. Con mucha frecuencia a las horas matinales, cuando el sol apenas había salido y aún no mitigaba la frescura del aire, yo vi llegar ala Alameda aquellas pequeñas criaturas elegantemente vestidas, con los brazos y el cuello descubiertos.

Ellos están exclusivamente bajo los cuidados de las muchachitas indias, y aun las familias más acomodadas no confían sus hijos a loscuidados de una mujer adulta y experimentada. Casi en pañales la madre los lleva consigo a las seis de la tarde al Paseo, al cual todos ocurren, ydonde me fue siempre necesarísimo el chal cuando el sol tramontaba y el aire se hacía húmedo y fresco. Los niños se sentaban medio desnudosen sus carrozas y ya desde entonces comenzaban los progenitores a sacrificar, con un irracional amor, la salud de esos niños a sus propiasambiciones.

Ya más adultos frecuentan por varias horas al día los institutos públicos y las escuelas.Visitamos un día una de estas escuelas y entreteniéndome con la directora, que es una monja francesa, la cual, con otras religiosas, dirige la

educación de las niñas, ella me aseguraba que jamás había visto niñas tan estudiosas, obedientes y educadas. Chez nous ce sont de petitediables, mais ici, ce sont de petits anges, me repetía. Pero ya desde la infancia les falta esa franqueza, ese abandono ingenuo, desbordado, quees propio de los niños. La inteligencia en ellos se desenvuelve tan precozmente que algunos de dos o tres años parecen niños prodigios; peromás tarde se estancan y no progresan más. A douze ans, ils n'avancent plus, me decía aquella abadesa que bella, enérgica y activa, tenía elcorazón afectuoso y lleno de calor y un carácter masculino y vigoroso.

Cuando estas pequeñas criaturas llegan a los ocho o nueve años se les condena a ocupar un puesto en el teatro donde, cubiertas de floresartificiales, luchando contra el sueño, están hasta la medianoche. Muchos de ellos mueren precozmente y especialmente las mujeres llevan unavida que puede compararse a las plantas de los invernaderos.

Entre el medio día y el toque de oración se hace una comida, la cual muy frecuentemente está compuesta de alimentos del país. Tanto elpobre como el rico tienen una gran predilección por las tortillas y los frijoles. Las primeras se hacen con harina de maíz y tienen la forma de unarebanada sutil, tan grande como un plato, blanda y sin sabor.

El pobre la come en lugar de pan. A veces la doblan a manera de cuchara para comer los frijoles, de los cuales los mejores crecen en loscampos de Veracruz. Cociéndolos mucho toman un color chocolate y son un alimento nutritivo y sabroso. Pero de lo que los mexicanos sonespecialmente golosos es de un guisado de guajolote preparado con chile y jitomate, el cual, mezclado con harina de maíz, envuelto en sus hojasy cocido al vapor, compone el plato más delicado del país, los tamales. En general la cocina mexicana poco se adapta a nuestro gusto y anuestro estómago. La grasa de cerdo se usa en todos los alimentos y se pone en gran cantidad aun en las viandas dulces. En México no seconoce lo que es una buena sopa. El café, que aquí se da de la mejor calidad, lo preparan tan mal que casi no puede probarse.

Pero se toma mucho el chocolate, el cual, mezclado con canela, es exquisito.Las horas después del mediodía suelen dedicarse a recibir y hacer visitas. A las damas mexicanas jamás les vi un libro en las manos, como

no fuera el libro de las oraciones, ni jamás las vi ocupadas en algún trabajo. Si escriben, su letra muestra claramente que están pocoacostumbradas a hacerlo; su ignorancia es completa y no tienen idea de lo que son la historia y la geografía.

Para ellas Europa es España, de donde viene su origen; Roma, donde reina el papa, y París, de donde les llegan sus vestidos. De otrospaíses, de otras naciones no saben una jota, y no podían imaginar que el francés no fuese nuestra lengua materna. También de este idiomatienen pocas nociones y solamente después de la ocupación el uso se ha hecho un poco más general.

Hay casas en las cuales no se acostumbra cenar. Una taza de chocolate y una vianda cualquiera, hacen la cena. Generalmente se vive conmucha sobriedad. El vino y la cerveza se beben poco, pero el pulque jamás falta a la mesa de los ricos. Si tienen invitados el número de losplatillos es grandísimo. Las familias que cenan regularmente tienen siempre puesta la mesa con mayor número de lugares de los necesarios y sillega algún pariente o algún amigo, aunque no hayan sido convidados, se sientan a la mesa y son acogidos con la mayor cordialidad. Después dela hora del Paseo, si hay alguna compañía de ópera se va al teatro, pero lo más frecuente es que las familias se queden en casa y reciban lavisita de amigos. Entonces se juega a las cartas, se toca música, se conversa. Las mexicanas aman la música y la cultivan con gran provecho; sicantan, tienen una voz bella y armoniosa. Cuando se juntan muchos jóvenes, se danza, y a estos simples entretenimientos se les llama tertulias.

En México, la vida de la familia es de las más íntimas. Las relaciones entre padres e hijos, entre hermanas y hermanos, son afectuosísimas.Aquí reina la extraña usanza de que las chicas, cuando se casan, no entran a la casa del marido y las más de las veces es el marido el que vienea formar parte de la familia de su mujer. Así se reúnen en torno a los progenitores numerosos hijos. Yernos e hijos, nietos, cuñadas y cuñados,primos y primas, habitan todos una sola casa, que a veces resulta pequeña, y allí viven a expensas del jefe de la familia, tributándole el mayorafecto y la máxima devoción. Raras veces salen de este cerco, y si alguno lo abandona, es para entrar en otro que lo iguala. Las ideas se vuelvenestrechas y el interés se limita casi siempre a los acontecimientos de la vida doméstica. En general se comete una gran injusticia con las damasmexicanas por lo que respecta a su moralidad. Aquel baluarte de parientes que las rodea poco las exponen a los peligros externos; casi todasme han parecido reservadas y especialmente esquivas a las exigencias de los extranjeros. Los matrimonios viven en un feliz acuerdo y elafectuoso marido llena de regalos a la mujer, lo que es considerado como la mayor prueba del amor.

No hay mayor encomio para la virtud de las mexicanas que el grandísimo descontento de los franceses. Preguntando un día a un jovenparisino al cual por castigo a su prodigalidad los suyos habían mandado a México, porque sus padres pensaban que aquí no derrocharía sudinero, me respondió: a París on ne se ruine que pour les femmes, et a México elles n'existent pas pour nous. Habrá excepciones, no lo negaré,pero éstas caen en un fuerte desprecio. También en este campo se demuestra la mayor desconfianza a los franceses, cuya proverbialdesvergüenza, tanto en las pequeñas como en las grandes cosas, se teme siempre.

A las jóvenes se les conceden los más libres hábitos. El amor al vestir, la coquetería, la ambición, se les excusan fácilmente. Las rodeanvarios pretendientes con los cuales se comunican libremente tramando intrigas en las cuales no faltan los encuentros y la correspondencia íntima.

Un joven que desde hace tiempo corteja a una muchacha pasa como su novio y aunque aún no se hayan comprometido, tiene el derecho deacompañarla en sus cabalgatas durante el Paseo, de sentarse junto a ella en la carroza que desfila ante la multitud, o en el teatro, de defenderla yacompañarla por donde sea necesario. No se desaprueba que la muchacha distribuya a varios novios sus pequeños favores y sus sonrisas, y yacordialmente los anima o con frialdad los rechaza. También en esto los mexicanos dan prueba de una paciencia ilimitada porque su asiduidadsuele durar años, hasta que la novia se resuelve. Si después un día ella lo escucha y lo escoge por marido, es el más feliz de los hombres.Algunas jóvenes prestaban fácil oído a las insinuaciones de los franceses, contra el parecer de sus madres; con frecuencia había en las familias

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choques dolorosos y hasta duelos entre los hermanos de las chicas y los indiscretos invasores. Los franceses, a los cuales tal modo deinsinuarse en la simpatía de las jóvenes de buen linaje era nuevo y fastidioso, sacaron del sustantivo español novio el novioter: La capitaine un telnoviotte, mademoiselle Lupita o Concha y es ahora allá una expresión usadísima.

Sobre la belleza de las mujeres mexicanas he oído muchas discusiones. En general gozan por derecho de la reputación ya sea por lamagnificencia de sus cabellos y de sus dientes, ya por el esplendor de sus grandes ojos aterciopelados, negros, melancólicos, y por la admirablepequeñez de sus manos y de sus pies. Vi señoras tan delicadas, tan suaves en su trato, tan graciosas y bellas, tan nobles, tan sencillas y tannaturales, que sólo puedo admirarlas. Fausta Aragunaga, la hija de la familia de los Gutiérrez, que es rica en propiedades en Yucatán, fue la queprimero y más que todas me robó el corazón por el encanto de su belleza. Jamás vi beldad más perfecta unida a la mayor amabilidad, y cuandorecuerdo las magníficas y espléndidas cosas de aquel país y de las cuales siento vivo el deseo de volver a ver, surge aquella graciosa diosa enmi memoria, con la húmeda mirada de sus ojos, con la sonrisa de sus labios delicados animando el cuadro y comunicándole un sublime encanto.

La flor de la juventud dura poco en la mujer mexicana y en la madurez se hace con mucha frecuencia demasiado gorda; a veces aparece unoscuro bozo sobre su labio superior y más de una dama se muestra muy satisfecha de su bigote.

Los hombres son más o menos pequeños, gentiles, robustos y también tienen pequeñísimos las manos y los pies. Cuando compramossombreros fue necesario persuadirnos de que para las cabezas de los mexicanos, las nuestras eran demasiado grandes.

Ya hablé antes de su naturaleza suave, gentil, reservada, siempre sospechosa. Pero yo, lo digo de verdad, no tuve de los habitantes deMéxico más que amistad, cortesía y benevolencia, y habiéndolos tratado dentro de sus propias familias, me parecieron muy hospitalarios. Casime es grave hacerme el portavoz de su condena, pero es verdad que para juzgar a sus connacionales, se sirven de las más duras acusaciones.Nadie se fía de nadie y unos a otros se denuncian como ladrones y traidores. Chez nous ríen n'est organisé, que le vol!, así me decía un día unamabilísimo mexicano que mucho había vivido en el extranjero y que nos sirvió de cicerone a nuestra llegada hasta que una misión diplomática locondujo a Europa.

Y sin embargo tenía razón, porque todos robaban, no solamente los malandrines que desvalijaban las diligencias y asaltaban las haciendas.Los que dieron el más espléndido ejemplo fueron los presidentes de la república. Electos por sólo tres años eran ordinariamente mucho antesderrumbados por algún rival, por lo cual aprovechaban el breve tiempo de su poder para enriquecerse y poner en los altos puestos de la repúblicaa sus parientes, a los cuales de este modo se les ofrecían las mejores ocasiones para amasar dinero y hacerse poderosos. Y así era desde elmás alto empleo hasta el más ínfimo. Hombres de industria, sacando maliciosamente ventaja de los embarazos del gobierno, sabían obtener lasmás grandes concesiones para esta o aquella especulación, con los más desventajosos pactos para el bien público. De tal modo seenriquecieron muchos en brevísimo tiempo. La avidez del dinero es, en general, uno de los mayores defectos de los mexicanos; y si por un ladoson generosísimos, por no decir pródigos, no son ciertamente muy delicados en escoger los medios de obtenerlo. La inercia domina en sunaturaleza y en sus costbres. Cuando el emperador Maximiliano puso mano a la obra gigantesca de la reorganización del estado y buscó paraayudarlo, en su incansable actividad, a las fuerzas generosas, nadie de los que atendieron la llamada del emperador tenía una idea exacta de loque era el verdadero trabajo y la perfecta abnegación. Promesas y protestas de devoción no le faltaban. El mexicano promete mucho, pero no leparece necesario conservar íntegra la palabra dada; este es el marco fundamental de su condición; es débil de carácter y la idea de una severahonorabilidad y lealtad hace mucho tiempo que se ha perdido. Cuando yo oía a los propios mexicanos juzgar a su nación, el rubor me subía porlas mejillas, porque ese denigrarse a sí mismos me dolía grandemente. La sobriedad es una de sus mayores virtudes, tienen una vidaregularísima y sólo el juego los lleva a los mayores excesos. Hubo padres de familia que en una noche perdieron sus haberes, la casa y muchosmillones. Ya en los últimos años el juego de azar era severamente prohibido y no creo que el emperador Maximiliano derogue esa ley. Hoy ya nose juega tanto como en otros tiempos, ni públicamente. En familia la pasión no se domina ni se frena. Uno de los entretenimientos que másgustan es jugar al boliche. En los días festivos se juntan los jugadores en las casas de campo y apostando pierden o ganan grandes sumas.

La disposición interna de las casas mexicanas es de lo más bella y cómoda. La escalera, casi siempre extraordinariamente empinada, llevaal corredor que rodea la casa y al que dan todas las puertas. Ordinariamente está cubierto de bellas esteras, adornado con plantas y flores, ygraciosos asientos. Del corredor se pasa a la sala, la cual, en las casas de los ricos, está pomposamente adornada de telas de seda. Extrañome pareció en algunas casas el uso de poner a la izquierda y a la derecha del sofá, en el cual suelen sentarse los huéspedes de mayor distinción,bien a la vista y bien lejos del modesto rincón donde entre nosotros apenas suelen tolerarse, escupideras de mármol blanco sobre un pedestal demadera. Es posible que no sea sino la reminiscencia del tiempo en que todas las señoras vivían, de la mañana a la noche, con un puro en laboca; pero ahora fumar ha pasado de moda entre las damas y hasta se reprueba.

A los mexicanos les gustan muchísimo los dorados y mesas, armarios, espejos, molduras dorados forman parte del lujo más rebuscado. Sinembargo, a las recámaras y a los otros cuartos les falta a menudo limpieza y elegancia, y las exigencias de muchas personas se reducen a vecesa pocas camaruchas. En una de ellas vi dormir a una madre con cinco o seis hijos. Sus lechos son grandes y espaciosos, casi siempre de hierro.El comedor está ordinariamente junto a la cocina y por medio de una pequeña ventana en el muro se cambian las viandas y los platos sin queninguna mano aparezca.

No se conoce el lujo de las telas de lino. Los mexicanos ricos traen de París las toallas; sábanas, manteles, son casi siempre de algodón, y lasmesas de muchos pomposos señores me parecieron miserablemente arregladas.

La servidumbre de la casa es la mayoría de las veces una multitud de muchachas indígenas, las cuales desempeñan todas las laboresdomésticas y son habilísimas para coser y recamar; se les trata cordialmente y hasta con familiaridad. Hombres vi muy pocos; cuando más uncriado para servir la mesa. Las cocineras habitan fuera de casa y dan de comer a muchas familias. Los criados llaman a los de la casa, aunqueya sean adultos, niña o niño, lo mismo que los pobres que piden limosna a los pasantes. El uso del shakehands es general y a los forasteros deigual o menor condición se les da la mano, y al final, hasta a los criados.

Fue grande el estupor de nuestros compañeros cuando entraron a una peluquería y poniéndose frente a ellos, los peluqueros les apretaron lasmanos.

Las mujeres se saludan por la calle abrazándose y batiéndose ligeramente la espalda con la mano mientras con una rapidez indescriptible sehacen preguntas y respuestas sobre la salud de sus padres, de sus hijos, hermanas, etc., etc. Y si una dama y un señor se encuentran se cambianal pasar las mismas preguntas. Las señoras mexicanas son esclavas de las reglas de la etiqueta y observan escrupulosamente las leyes de laconveniencia.

Ninguna sale a pie más que para ir a misa o de una a otra tienda. Este insignificante poder hacer y no deber hacer está rigurosamente fijado yrespetado. Y con frecuencia vernos a nosotros los europeos correr a todas las horas del día por las calles, aquí o allá visitando los negocios,especialmente los de los indios, muchas veces llevando con nosotros los objetos adquiridos o haciéndonos seguir por los indígenas cargandonuestras compras, con el vestido arremangado, desesperaba y maravillaba a nuestros nuevos amigos.

Y sin embargo nada hay para un europeo que ofrezca mayor interés en la ciudad de México que la vida pública en las calles especialmentepor las mañanas, cuando el correr y la agitación son mayores. Los mexicanos que se dirigen a sus cabalgatas matinales pasan por las calles dela ciudad, pero su paso tiene para nosotros algo de misterioso porque las pisadas del caballo no se oyen, ya que ordinariamente los llevan sinherraduras. Las damas se dirigen a la iglesia siempre vestidas de negro y llenas de velos. Y entre aquellas almas devotas corren mediodesnudos los indios, éste llevando sobre la espalda una grandísima jaula en la cual se juntan uno contra el otro seis, siete o más papagayos;aquél corriendo por aquí y por allá ofreciendo frutas, dulce de membrillo, bizcochos, castañas cocidas; otros vendiendo figuras de cera, objetosde oro y de plata, peines de carey, ollas, utensilios de madera y con frecuencia también pobres colibríes, que pronto sucumben en su prisión.Todas estas cosas las ofrecen los indios gritando estrepitosamente, mientras que la voz de los aguadores se oye por todos lados. Entre estascosas maravillosas, lo más maravilloso de todo son ellos mismos con su vestido adamítico y su descarnada figura. Se ciñen en torno a la cinturaun pedazo de piel que hace las veces de pantalones, una tela de algodón les cubre la espalda y el pecho y por allí sacan la cabeza. Los brazos ylas piernas van libres, llevan sandalias en los pies y en la cabeza un sombrero de paja finamente tejida. Las mujeres varían poco o nada su modo

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de vestir; muchas veces las vi llevar solamente una pieza de algodón que les sirve como de sotana, así es que la parte superior del cuerpo estáaún menos protegida. Sus inteligentes niñas, con sus grandes ojos negros y suaves, han renunciado a cualquier lujo en el vestir.

Así se sientan en las esquinas de las calles o sobre el empedrado, con un cigarro en la boca, haciendo o friendo sus tortillas o, conextraordinaria gracia, arreglando flores en bellísimos ramos. Hacen también cestitos en los que ponen exquisitísimas fresas que maduran cadames, invitando a comprarlas. Todos los días tenía yo sobre la mesa un ramo de rosas blancas y de muy fragantes violetas. Junto a las flores, encanastas o dispuestas a modo de pirámides hay escogidísimas frutas. Tiene la primacía la banana, que aquí llaman plátano y que es el principalalimento de los indios. La planta crece mejor cerca de las playas húmedas y ardientes. Algunas veces vi en una sola penca 160 a 180 frutos quepesaban entre sesenta y ochenta libras. No hay planta menos ingrata para el agricultor, al que no le da ningún trabajo. Su cascara es amarillapunteada de negro y la pulpa del color del albaricoque, farinácea, aromática.

Junto está la reina de las frutas tropicales, la pina, ese precioso, refrescante, balsámico fruto de abundante jugo. Y a su lado el zapote, elmamey, después la tuna, el fruto de los nopales, la granadilla de china, fruto de la passiflora, los aguacates, suaves y mantequillosos, que secomen con pan y con sal; la papaya, las guayabas, que después de cocidas venden como dulce; la celebradísima anona cuya parte interna esuna crema, y muchas otras.

Se ven también los camotes y los chayotes, los tomates y los cacahuates.Sobre el origen de los indios mexicanos aún hay entre los sabios y los historiadores una grandísima oscuridad. El nombre indio bien se sabe

que fue puesto a los habitantes del nuevo hemisferio en consecuencia de la errónea opinión que se tenía en la época del descubrimiento deAmérica, creyendo que Colón había desembarcado en una isla perteneciente a la India. Las noticias más remotas llegan hasta el siglo segundode nuestra era, en el cual los toltecas alcanzaron el país y )o cultivaron fundando la más vasta cultura. Más tarde lo abandonaron para extendersesobre la América Central. Un siglo después emigró del lejanísimo norte hasta el Anáhuac el pueblo chichimeca, salvajes cazadores que losespañoles encontraron al norte del Valle de México y cuyos residuos aún hoy habitan en Michoacán, Guadalajara y San Luis Potosí. Cerca delsiglo XII parece que siete tribus náhuas vinieron del norte hasta el Anáhuac. Una de esas tribus se estableció en Texcoco, donde reinaba el reyNetzahualcóyotl; otra, la de los aztecas, que bajo el reinado de Moctezuma extendió su dominación por todo el vasto Anáhuac, sujetó y esclavizó alas otras tribus. Según lo que decía un oráculo, los aztecas debían suspender su emigración donde encontraran un nopal que creciese en mediode un lago y sobre el cual posara un águila. Allí fundaron la ciudad de Tenochtitlán, la cual por el dios de la guerra Mexitli, fue también llamadaMéxico. El escudo de la ciudad se basa en esta leyenda porque representa un águila posada sobre un nopal y teniendo en su pico una serpiente.

Todas estas tribus tenían en común el habla náhuatl, que todavía hoy se conserva bajo el nombre de lengua azteca por la mayor parte de losindios. Regados por todo el país quedan los restos de un pueblo primitivo que tiene sus propias leyes y costumbres. Los mayas, otro gran puebloprimitivo con una lengua propia, habita en Yucatán y una parte de las provincias de Chiapas y Tabasco. Los indios mexicanos son pequeños ydescarnados, pero son vigorosos, bien formados y con fuerte musculatura. El color de su piel es muy oscuro, parecido al de nuestros gitanos peromás amarillento; tienen los ojos cintilantes y negrísimos, un poco oblicuos, salientes los pómulos de las mejillas, bajísima la frente, los cabellosnegros, lucientes y lacios. Su barba es más vigorosa que la de los indios del norte. Hay tribus que tienen el mentón pronunciadísimo, hacia afuera,la frente hacia adentro, los labios gruesos, la cabeza grandísima. No es necesario decir que estos son feísimos; pero la mayor parte de los indiostiene la fisonomía muy expresiva.

Las mujeres, cuya suciedad influye desfavorablemente, son mucho más feas que los hombres. Pero todas tienen una expresión de dulzura yde sufrida resignación.

Mr. Prescott, en su celebradísima obra sobre la conquista de México, dice de los indios:Aquellos que hoy conocen a los actuales mexicanos tendrán trabajo en comprender que esta misma nación haya sido capaz de crear la sabia

organización que hemos descrito; pero no hay que olvidar que en los actuales mexicanos no vemos sino una raza subyugada, la cual hadegenerado tanto con respecto a sus antepasados, como los modernos egipcios se desviaron de aquellos que construyeron, además de laspirámides, templos y palacios cuyas espléndidas minas cubren las orillas del Nilo de Luxor a Karnac. La diferencia que hay entre los mexicanosde nuestros días y sus padres, es tal vez menos grande que la que hay entre los antiguos griegos y sus degenerados descendientes, los cuales,entre las maravillosas obras de arte que los rodean, viven errando entre ellas teniendo apenas capacidad para comprender su grandeza. Y sinembargo, respiran aquel mismo aire, gozan del mismo sol, admiran los mismos caminos que admiraban los caídos en Marathón, los quecelebraban los triunfos de los juegos olímpicos, y la misma sangre corre por sus venas. Pero sobre ellos pasaron siglos de tiranía y por esopertenecen a una raza subyugada.

Hay en la naturaleza del indio americano algo de inquieto, de angustioso y de meditabundo. Instintivamente se recoge en sí mismo como siquisiera huir al contacto de la mano extranjera, aunque sea la mano que lo llama con las formas de la civilización, bajo cuyo peso parece que seha aniquilado y se extingue.

En su andar triste, en los melancólicos y dulces trazos de su fisonomía, fuerza es reconocer el carácter infeliz de una nación que fue dominada.La causa de la humanidad ha ganado grandemente, viven bajo el amparo de una legislación mejor, gozan de mayor seguridad, su fe es más pura;pero todo esto de nada sirve. Su civilización lleva en sí la señal de la soledad del Nuevo Mundo; las ásperas virtudes de los aztecas fueron lasbases fundamentales de su existencia y ellas se opusieron a la cultura europea como para no dejar injertarse por una rama extraña.

El actual imperio mexicano tiene una extensión de 30 millones de millas cuadradas y una población de 8 millones de habitantes de los cualescerca de cinco son indios y apenas un millón de blancos. El resto son en gran parte mestizos y más o menos medio millón de negros. Pero hayregiones, como Yucatán, en las cuales conocer el número exacto de sus habitantes es imposible.

Muchos de ellos viven en las montañas bajo el dominio de los caciques y son cristianos apenas de nombre. No lejos de las ciudades o en lasmismas ciudades otros están al servicio de los blancos, que los emplean con frecuencia en las minas.

Su capacidad para el trabajo y especialmente para portar cargas es desmedida. A menudo se encuentra a esos pobres seres equilibrándosebajo el peso de grandísimas vigas y tablones que llevan sobre la espalda y que parecen aplastarlos. Y sin embargo son capaces detransportarlos por millas enteras no caminando lentamente, sino de prisa y sin darse reposo. Es maravillosa la solicitud con que desempeñan eloficio de mensajeros. Se cuenta que Moctezuma tenía todos los días en su mesa pescados del mar, los cuales, 24 horas antes se deslizaban porel Golfo de México, que dista de la capital ni más ni menos que cuarenta millas germánicas.

Los indios son mucho más inteligentes que los negros y su carácter tiene un fondo más noble. En los últimos decenios ha habido entre elloshombres distinguidos. Juárez, al cual sus mayores enemigos no pueden negarle inteligencia y una grandísima energía de carácter, es de purasangre india.

Los mestizos, descendientes de los indios, y los blancos, son en su mayoría hombres educados e inteligentes pero más apasionados ymenos de fiar que los indios. Corre también sangre india en muchos de los que se dicen blancos en México, pues los oficiales de Cortés y tantosy tantos que después poblaron las colonias, se casaban con las hijas de los capitanes más ricos y más distinguidos de los aztecas, los cualesheredaron las tierras y los tesoros y encontraron en las jóvenes indias esposas fieles y afectuosas.

No puede decirse con palabras lo interesantes que son los dos pequeños pueblos de Santa Anita e Ixtacalco, en las proximidades de laciudad de México.

Al sur de la ciudad, donde el canal de Chalco se hace más ancho, en el amplio puerto donde cada mañana llegan los indígenas con susmercancías, se extiende el Paseo de la Viga. Por allí se va a los pequeños pueblos en los que habitan solamente indios. Las más bellas flores seven en sus proximidades y aun a las más pobres y pequeñas cabañas las rodea el perfume y la suave fragancia de las lindísimas flores quesiempre las cercan. Este paseo es encantador. Las heladas cumbres de los volcanes, como si estuvieran a mitad de la calle, se levantan ante losojos y, por la pureza del aire parecen estar más próximas que nunca. A la derecha del camino se extienden los campos de maíz que no parecentener término, rodeados por matorrales salvajes, lujuriantes de flores.

Sobre graciosas canoas los indios transportan a la ciudad frutas, flores, maíz y heno. Junto a la fértil carga yacen las mujeres vestidas con

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sotanas color de rosa, con sus niños y sus perros todos acomodados en las poses más pintorescas. Una tienda sostenida por dos pequeñospalos los cubre de los ardientes rayos solares. A la izquierda pueden verse extendidas las celebérrimas chinampas, los jardines flotantes de losindios. Originariamente el espejo del lago de Chalco era límpido y bello y sus ondas jugaban festivas. Pero los indígenas lo cubrieron de canoas yde esteras sobre las cuales ponían tierra donde plantaron frutas, flores y legumbres. Las ondas no se los llevaban más porque echaban fuertesraíces y de tal modo se formaron aquellas isletas llenas de verdor y setos de rosas.

En pie, rígidos sobre su canoa, manejando los remos graciosamente, los indios van de una a otra isleta dándole al cuadro nuevos atractivos.Estas chinampas proveen las necesidades de toda la ciudad en cuanto a frutas y legumbres. Llegando a Santa Anita y a Ixtacalco, cuando los

niños nos vieron, salieron corriendo; pero era para volver hacia nosotros cargados de grandes ramos de flores que nos ofrecieron con la mayorcortesía del mundo. La pequeña recompensa que les dábamos la recibían agradecidísimos y siempre que nos veíamos de nuevo la alegría y elcontentamiento eran recíprocos.

Los indios son católicos fervientes, aunque en algunos aspectos las supersticiones de sus padres han crecido estrechamente ligadas a susnuevas creencias. El clero, que goza de influencia grandísima, los mantiene en la más crasa ignorancia. Es verdad que en otros tiempos fuesiempre el protector solícito y celoso de los indios oprimidos y afligidos. Isabel, la gran reina que veló siempre con el más caluroso interés por losnuevos vencidos, a los cuales los conquistadores trataban cruelmente, cuando murió, en sus últimos momentos, se dolía por la futura suerte deestos seres para los cuales recomendó insistentemente clemencia a sus sucesores.

Fue el clero, en su mayor parte, el ejecutor de esta voluntad. Hizo cuanto pudo por poner freno a la avidez, a la barbarie de los colonizadores.Con frecuencia su voz resonó con enérgicas acusaciones hasta el pie mismo del trono español. Fray Bartolomé de las Casas fue incansable ensus acciones y en sus escritos, describiendo y enumerando los padecimientos de los indios para los cuales pedía humanidad y justicia.

En los finales del siglo pasado el obispo de Michoacán, Antonio de San Miguel, le dirigió a Carlos III un memorial en el que condenaba lasinstituciones políticas que abandonaban a los indios a los más duros arbitrios y a la prepotencia de los blancos. Se hicieron varias mudanzaspara mejorar su triste suerte; pero tuvieron en contra las maniobras sucias, la perversidad, la irreligiosidad de aquella raza astuta que tiene en lasmanos el poder y que no respeta las leyes, y también a las autoridades, que no aplican una severa justicia sobre los individuos, por lo que laverdadera protección no ha existido nunca.

Las damas de palacio acompañaban a la emperatriz en sus paseos y en las visitas que hacía a las institucionespúblicas..."

CAPÍTULO VII

El castillo imperial de Chapultepec. Tacubaya Las familias Escandan y Barón. El señor Mora. Hospitalidad mexicana. Los franceses enMéxico. El Pedregal. Las primeras medidas del gobierno. Los mexicanos como hombres de estado. Preparativos para el viaje del Emperador. La emperatriz.

UNA DE NUESTRAS primeras excursiones fue al castillo de Chapultepec, erigido por los virreyes, a los cuales les servía de fortaleza. Laarquitectura es fea y tal es el estado de abandono en que se encuentra que el emperador, por mucho que lo deseaba, no pudo habitarlo enseguida. Él sólo quería un pabellón, aunque también no era sino ruinas y pedazos, y todos los esfuerzos de los arquitectos europeos para que lostrabajadores mexicanos lo repararan prontamente resultaron inútiles. Sin embargo, el emperador mantuvo su palabra y a pesar de la infinitaconfusión, lo que parecía imposible se hizo posible y a los ocho días el emperador, la emperatriz y su séquito, ya lo habitaban.

Parece ser que la primera noche que sus majestades pasaron allí estuvo llena de aventuras. Se cree que la augusta pareja fue maltratada porciertos molestos animalitos y el polvo que había en la habitación, por lo que fue necesario transportar sus lechos a la terraza. Lo que sí es muycierto es que la camarera de la emperatriz me pidió un poco de la provisión de polvos insecticidas que yo llevaba conmigo.

Más tarde, cuando los departamentos de la augusta pareja ya estaban terminados y fuimos graciosamente invitados a visitarlos, la gransimplicidad y modestia que allí había contrastaba grandemente con la reputación de pompa y amor a la prodigalidad que el archiduque y laarchiduquesa tenían en Milán. Pero la verdad es que aquí faltaban el esplendor y la magnificencia. Sin embargo, mirar por la ventana satisfacíalargamente todo deseo de gozar de lo realmente bello y grandioso.

Siguiendo el camino de uno de los acueductos, nuestras carrozas llegaron a Chapultepec en menos de una hora. Al entrar al parque nosvimos obligados a bajar porque el sendero que conduce al castillo es tan inclinado que era imposible para nuestros pobres caballos subirlo.

¡Parque! ¡Q poco expresa esta palabra y cuan débilmente corresponde al espectáculo encantador que admirábamos estupefactos! Losresiduos de una floresta virgen rodean los sepulcros de los incas.1 Estos árboles se encuentran allí desde hace tanto tiempo que ningún

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naturalista o historiador del nuevo hemisferio lo sabe. Por su grandeza y por su dimensión, queriendo contar los años que han necesitado paracrecer, la cuenta debe hacerse por siglos. Pertenecen a la especie de los cipreses y aquí se llaman ahuehuetes. Tienen en común el ser arbolesresinosos, pero no se levantan a modo de pirámide sino que sus ramas caen hacia tierra. Entre ellos hay muchísimos que, para abrazarlos, nobastarían cinco ni ocho hombres. Su dimensión de cincuenta pies y su altura sin medida están en proporciones maravillosas. Los troncos parecentejidos por millones de cuerdas y sus múltiples ramas comienzan muy arriba. Las raíces están descubiertas y serpentean con la más bella

Nota: Así tanto en la traducción italiana, como en la edición en alemán que consulté. (Nota del T.)tortuosidad. Estos árboles deben fácilmente doblarse en su tierna edad, porque viéndolos se diría que cada soplo del aire los obliga a un

curva nueva. Y ahora se alzan gigantescos, cubiertos desde abajo hasta la copa de plantas que enroscadas en los pinos cuelgan como grisesanillos de miles y miles de ramas, dándole a la floresta el extraño aspecto de un mar de parásitas. Estando los árboles lejos el uno del otro, elterreno entre ellos es extraordinariamente verde. La magnífica severidad de este bosque de cipreses dulcemente se interrumpe aquí y allá poralgunos árboles del Perú poco frondosos, con frutas como uvillas color de rosa y flores amarillas, como cascadas de oro. Entre las flores se vengrandes mariposas y pájaros que, con el deslumbrante color de su plumaje y su canto suave y alegre le dan vida a esta soledad. Aquí revolotea elcolibrí siempre admirado. Este parque circunda la colina sobre la cual se levanta el castillo imperial, sin que alguna sombra lo proteja. Allá el solvibra con sus ardientes rayos y hace muy fatigosa la breve subida.

Durante nuestra estadía en México, se partieron rocas y se hicieron excavaciones para trazar un camino que, atravesando la mayor parte delmagnífico parque, condujese con suave inclinación hasta el castillo.

La parte mayor del edificio es larga y estrecha, de fea forma e incómoda distribución. Lo rodea un muro de fortaleza que tiene en medio unaescalinata tan baja que ningún europeo de mediana estatura, aun curvándose, podía pasar. Subiendo se llega a una extensión poco cuidada.Aquí se hizo un pequeño jardín. Sobre la mayor saliente de la roca se levanta el Pabellón que habitan sus majestades. Una escalera conduce aljardín y de allí se llega directamente al salón, que sirve asimismo de comedor; hay también una recámara, y eso es toda la parte habitada por lapareja imperial. La angosta escalera que sale de la fortificación va a dar a una estancia bajo las habitaciones de sus majestades y allí viven elcamarero y la camarera que, para llegar al departamento de los soberanos, necesitan pasar por el jardín, lo que es incomodísimo durante laépoca de las lluvias. Como el terreno del jardín era más alto que el de las habitaciones tanto por la ventana como por la mezquina puerta demadera, el agua entraba a torrentes y el aire se colaba por cada rendija. Las paredes que veían hacia la entrada del jardín no eran sino tresgrandes vidrieras que daban a una terraza construida con enormes masas de piedra y sostenida por varias columnas. La vista que de aquí sealcanza ya la describió Humboldt con inspiradas palabras que me gustaría transcribir porque nadie mejor que él supo expresar con breves frasestodo lo que en la naturaleza nos impresiona grande y profundamente; esto, más que cualquier otra cosa, da paz y consuelo a nuestro corazón,llamándonos a la más íntima reconciliación con nuestra suerte, despertando en nosotros todo el valor que nos es necesario para enfrentar la vida.El emperador sentía esto mejor que los otros y bien a menudo lo decía en los momentos difíciles que, por cierto, no eran pocos en los primerostiempos; y nada le daba mayor vigor a su espíritu ni tanto valor como la armonía grandiosa y maravillosa de aquel cuadro que con una mirada todolo comprendía y que ofrece una rara unión de suavidad y grandeza, que levanta el espíritu, lo refuerza y lo inspira suave y dulcemente.

Pero desde que Humboldt estuvo aquí una guerra de medio siglo, guerra de sangre y de destrucción, pasó por el país.Los mismos lagos se retiraron y empequeñecieron haciéndose más pantanosos, tanto que las descripciones de las más grandes, así como

de las más pequeñas cosas, tendrían que sufrir variaciones. Mis impresiones sobre el Valle de México no parecerán sino una repetición de lo queya dije. De aquí se goza en toda su extensión de la encantadora cadena de montañas dominadas por los volcanes. De aquí se admiraninterminables campos de maíz y de magueyes circundados por arbustos de amaranto llenos de flores, de ubérrimos prados en los que el ganadopace, de bellísimos caminos y los acueductos que, con sus inmensos arcos, dividen en dos partes la ciudad. De aquí se goza de la vista de todoMéxico y, por la maravillosa pureza del aire, se distinguen cada casa y hasta cada ventana.

Se ven Tacubaya, San Ángel, San Agustín de las Cuevas, con sus villas y sus jardines, extenderse dulcemente sobre las colinas. A grandistancia, hacia el poniente, brillan los lagos cristalinos y, apoyado en la montaña del Tepeyac, se levanta el celebradísimo santuario con elconvento de Nuestra Señora de Guadalupe. ¡La luz, el colorido, la claridad, da a todas las cosas el más grande atractivo y las hace aparecer ensu más fascinante esplendor; el cielo, con ilimitada altura, lo cubre todo; en pocas palabras, el encanto de los países del mediodía que llena loscorazones de los hombres de sentimientos desconocidos, lo que nos levanta de la gleba y nos transporta a regiones donde por pocos instantesnos elevamos sobre las miserias del mundo, puede ser visto como una realidad! Y sin embargo, ante estos encantamientos hay también hombresque miran sin ver nada, que tienen la cabeza sobre el cuello y dentro del pecho el péndulo de la vida, y a los que ninguna de estas impresiones lossacude. No podía decirse lo mismo de las personas que me rodeaban, especialmente de mi amiga, casi más entusiasmada que yo.

La alegría, el interés que por todos lados nos ofrecía este maravilloso país, siempre nos hacía sentir más intenso el deseo de que por fin labendición de la paz se extendiese sobre sus campos que la naturaleza ha destinado a paraíso, y que sólo delitos e incapacidad han podidodegradar a teatro de sangrientas luchas y de salvajes destrucciones.

A pesar de la simplicidad casi burguesa y de las infinitas incomodidades de estas habitaciones imperiales, Chapultepec estará siempre entrelos más encantadores lugares del mundo; y si la joven pareja imperial llega a larga vida y se le concede fuerza y ayuda para que todo puedaretornar al bien, creando el sentimiento y el gusto de lo hermoso, ordenando y embelleciendo, sabrá dignamente estar de acuerdo con todasestas maravillas de la naturaleza.

El señor Mora es el hombre más amable que había yo conocido en México y que, envejecido en el servicio diplomático de su patria, habíapasado buena parte de su vida en Enrona sin haber, sin embargo, olvidado para nada la hospitalidad mexicana. En todas nuestras excursionesnos acompañó como guía; en todo nos ayudaba ya con el consejo, ya con la obra, gentilísimo, siempre encantador.

Con él fuimos a Tacubaya, que en un tranvía de caballos se alcanza en veinte minutos. Aquí los mexicanos tienen sus casas de campo y susjardines y aquí solían pasar algunos meses después de la estación de las lluvias. Desgraciadamente los alrededores de México son desde hacelargo tiempo poco seguros y apenas se osaba, al caer de la noche, salir de la ciudad, por lo que la mayor parte de las villas se encontrabanabandonadas y en aquellos lugares, de ordinario sonrientes, profundos se veían los trazos de la melancolía y la desolación.

Entre las más hermosas casas de Tacubaya están las de las familias Barón y Escandón, unidas entre sí en parentela, y cuyos jardines sonvecinos el uno del otro. Nosotros habíamos pedido a la familia Escandón permiso para visitar sus posesiones y allí los encontramos pararecibirnos. Acogidos con la más exquisita cordialidad, nos condujeron primero por toda la Villa Barón, cuyo propietario, al que llaman en Méxicodon Eustaquio, y que nada sabía de nuestra visita, a las prisas dejó México para alcanzarnos. Los Barón son de origen inglés y el padre de don Eustaquio, siendo ya un rico banquero, vino a vivir a México, donde casó con una española.

Don Eustaquio, jefe de la casa bancaria Forbes y Cía., todavía era soltero, con 38 años y el pequeño patrimonio de treinta millones de pesos.Era alto, tanto que en México parecía de dimensiones colosales, sencillo, cordial y el mejor hombre del mundo, dedicado a servir con su dineroa los amigos, siempre industrioso, siempre activo y probo hasta el escrúpulo. Dueño de una importantísima parte de las acciones de la EnglishMining Company de Pachuca, tiene también minas de oro en California y compañías de transporte en San Francisco, donde fundó lanavegación a vapor sobre el río Amur. Como sus negocios se extienden hasta Europa, las actividades de Barón abarcan tres partes del globocon tanta fortuna como lo demuestran sus riquezas. La Villa Barón está construida a la manera inglesa, muy cómoda y rica. El jardín se levantacomo una terraza hasta una considerable altura, desde donde se tiene una magnífica vista de Chapultepec, de los volcanes, del valle extensísimoy de la ciudad. Tacubaya es un lugar sin mucha agua y con gran costo ha puesto en su jardín fuentes, pilas y estanques. Siendo primavera ofrecíamagníficos ejemplares de árboles, de arbustos y de prados. Sin embargo, ha encontrado que para cultivar las flores aquí se hace mucho menosque en Europa. El arte de la jardinería ha hecho pocos progresos en México a pesar de que podría creerse que este bello país mucho seprestase a ello; pero los jardineros franceses e ingleses, que bajo su cielo han creado tantas bellezas, parece que no han adaptado su sabiduríay sus trabajos al cielo y al clima mexicano. Aquí las plantas degeneran más rápidamente que entre nosotros, tal vez demasiado sensibles a loscalores del medio día y la frescura de las noches. El jardín de los Barón tiene especialmente estupendos cedros americanos, los cuales, por la

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forma y por el color son mucho más bellos y más elegantes que los del Líbano. El jardín de la Villa Escanden está menos cuidado que el de losBarón, pero son más bellas sus plantas y más umbrosos sus caminos. La entrada es maravillosa. La irrigación le da a los prados el verde másespléndido y aterciopelado; los más bellos árboles se encuentran magníficamente ordenados; azahares y miles de flores le dan al aire la másbalsámica fragancia; las enredaderas cubren los barandales de la escalera hasta la terraza. Aquí son más ricas y más límpidas las fuentes y unbosque encantador, en cuyo suelo crecen olorosas violetas durante todo el año, ofrece la sombra más espesa. Aquí y allá se lanzan valienteshacia el cielo los cipreses y casi inobservada sube la bignonia radicans del césped a las copas para allí extenderse sobre el verde tapete de loscipreses, con masas de flores del color del amaranto. También desde aquí puede verse encantador panorama del valle, ese jardín que pareceunirse a los otros en un todo, circundado por bellísimos montes. Sobre una elevación surge la casa. Está construida al estilo italiano; en medio deella está la sala, que tiene la altura de toda la construcción. Hay una cúpula de vidrio que sirve de techo y que por todo difunde una tenue luz. Lasparedes están recubiertas de estucos; una escalera de mármol conduce a las galerías que están sostenidas por columnas que rodean la sala amedia altura. Sobre esta galería están las puertas del primer piso, que dan acceso a las recámaras de la familia. Junto a esta sala que sirve delugar de conversación, están la sala de música y el comedor, del cual se sale a los jardines y a las terrazas. Los muebles y los adornos de la casason suntuosos, riquísimos, hermosos, aunque el conjunto resulta un poco recargado. Las estancias están rellenas de mesas talladas y doradaspomposamente y cuyas cubiertas son de mármol o piedra. Espejos venecianos raros por su belleza, muebles de palisandro adornados conbronces, grandiosos grupos de porcelana de Sax, en fin, acumulados, se ven aquí los productos más raros de miles de países, traídos de Europa,especialmente de Inglaterra. De las paredes, cuelgan cuadros de la vieja y bella España y buenas copias de las obras maestras de las galeríasde Dresde y de París. Finalmente, nos esperaba una comida espléndidamente preparada.

Todo fue llevado con la más suave amabilidad, que tanto contrasta con la rígida formalidad del norte de Alemania o la pomposa palabreríafrancesa. Don Vicente Escandón, su esposa Lupita, su hermano Don Pedro, su hermana Carlota y los esposos Elguero, con otros amigos de lacasa, competían en cortesías y amabilidades, que más apreciábamos en este lejano país. Y este día, así como muchos otros que lo siguieron,pasamos en Tacubaya, dentro de este mismo círculo, horas sumamente felices y placenteras. Más tarde, cuando habitábamos en la casa que elMunicipio puso a nuestra disposición y que estaba a pocos pasos de la de ellos, por así decirlo, no pasaba un día en que no me llegase avisitarlos y a gozar de aquella cordialidad, de aquella afectuosa benevolencia. Me entretenía con los bellos niños v gozaba con la amistad y laamabilidad que me recordaban a mi país natal, lo que mucho me consolaba.

Con la más profunda gratitud recordaré siempre a esta familia, y como mi afecto y mi interés por México se extiende a toda esa bella parte dela tierra, ha?o ante todo votos ardientísimos de felicidad para aquellas criaturas, las cuales prodigaban al forastero todo el tesoro de afectos yhospitalidad que les era posible. Lola Elguero nos deleitaba magistral y frecuentemente con su música, no nos cansábamos de oír lo que contoda maestría ejecutaba, en especial la pieza intitulada "Los huérfanos", una habanera, que es el baile nacional de los mexicanos [sic]; despuésse jugaba al boliche o se hacían competencias de natación, así es que las horas pasaban rápidas y agradabilísimas en Tacubaya. Eranespecialmente los domingos los días en que la hospitalaria familia nos reunía a su alrededor.

Además de las casas de los Escandón y de los Barón, vi en Tacubaya la del arzobispo de México, Labastida, la cual es magnífica. Pero elmás bello jardín era propiedad del hombre más rico de México, el señor Béistegui, que mantenía cerrada su casa a todo mundo.

Este hombre tiene la reputación de ser el avaro más odioso y cruel, y hasta a sus propios hijos los alejaba de los más simples e inocentesdivertimientos. Murió hace poco tiempo dejando su desmedida fortuna y a sus hijas ya adultas y viejas.

Se prepararon fiestas en honor de sus majestades y la serie debía comenzar con una función de gala, en el teatro. Estaba fijada para lasocho, pero los mexicanos no saben lo que es la puntualidad. La pareja imperial, que había traído consigo desde el otro lado del mar la másescrupulosa exactitud, propia de la corte de Viena, llegó al teatro al sonar las ocho y la mitad de los asientos estaba vacía. Para nosotros la cosatenía algo de cómico. Sus majestades parecían no darse cuenta, pero los mexicanos estaban fuera de sí del asombro, y la verdad es que nohicimos ni lo más mínimo por calmar su agitación. Nunca más se repitió aquella imperdonable falta, que evitaban con una especie de angustiosapremura. Mal, malísimamente, se representaba La judia, de Halevy. La emperatriz luchaba con el sueño, el emperador sucumbió. Ambos estabanacostumbrados a no estar en pie a las diez de la noche, porque al nacer el sol ya se encontraban trabajando.

Pocos días después hubo un baile en el Teatro Principal, para lo cual mucho se prestan las bellas salas, que estaban exquisitamentearregladas y decoradas. Tuvo un gran interés para nosotros ver así reunida a la clase media y mucho nos divertimos con el baile de la habaneraque, con su tranquila y melancólica naturaleza, está perfectamente de acuerdo con el carácter mexicano. Con frecuencia lo bailan durante variashoras sin interrupción, sin fatigarse de la danza. La música tiene un ritmo extraño y particular, pasando por todos los tonos menores.

El general Bazaine organizó un baile para el cual hizo una sala del patio de su casa que, con los peristilos y las galerías, daba un bello efectodifícil de describir. Todo estaba adornado con lindísimas flores, vasos, banderas y miles de trofeos; por cielo teníamos una tienda de tela, el aireera purísimo. El jardín, siendo bello, se prestaba muy bien a la espléndida iluminación y a los juegos de artificio que en México, más que encualquier otro lugar, son habilísimos para hacer. Pero no reinaba el buen humor. Las invitaciones fueron hechas de tal modo que poco había queagradecerlas. En ellas se daban prescripciones para los vestidos; al que se presentara sin invitación no se le aceptaba y a nadie se admitíadespués de las nueve. A todo esto se asociaban las miles de arbitrariedades hechas por los ayudantes en la distribución. Se había excluido a laspersonas más importantes, a las esposas las invitaban sin los maridos, a los hermanos sin las hermanas. La indignación fue general. No esposible creer ni expresar con palabras la prepotencia y la trivial grosería que caracterizaron la conducta del ahora mariscal Bazaine; y susoficiales siguieron el bellísimo ejemplo del maestro. Cuando la corte se retiró, con ellas se fueron todos los invitados. Más tarde se oyó decir quelos que allí quedaron no eran sino franceses, y que cerraron el baile con un can can.

Ya he dicho antes cómo los oficiales de Francia se han conducido y se conducen con los mexicanos. Hablaban del país y de sus habitantescon el más torpe desprecio; no tenían el mayor interés para la belleza de aquel cielo ni ojos para las muchas cosas nuevas que aquí se lesofrecían; y les parecía increíble que nosotros gozáramos de todo y que supiéramos corresponder a la cordialidad que los otros nos prodigaban, yque de ningún modo nos creíamos llamados a estigmatizar con la jactancia europea los errores de los mexicanos. Muchísimas dificultades ymuchísimas quejas tenía el emperador en sus relaciones con los franceses porque ellos no jugaban limpio; pocos de los hombres venidos deFrancia, que presidían los ministerios civiles y militares y que dirigían los asuntos financieros y diplomáticos, tenían el discernimiento y ladelicadeza de no recalcarle la dependencia del socorro y la ayuda francesas. Y esto era una dificultad mayor aún.

Por medio de severas medidas y de enérgicas órdenes los franceses, al fin, habían logrado alejar, por lo menos de la ciudad, a losmalandrines; así es que, sin miedo, podían frecuentarse los lugares más cercanos sin temer por la vida a cada momento. En semejantescondiciones fue necesario recurrir no a las balas y al plomo sino a la horca; un triste deber que nadie podía negar. Cuando el emperadorMaximiliano I tomó las riendas del gobierno le parecía imposible tener que empuñar, casi al mismo tiempo, la espada. Por lo mismo, ordenóevitar cualquier medida rigurosa. Esperaba organizar una milicia popular responsable, ocupar en útiles labores las manos ociosas y reconciliar alos partidos, escapando así de grandes fatalidades; pero no fue correspondido en sus esperanzas.

Los asesinos y las guerrillas se tornaban cada día más atrevidos, más imperturbables; los caminos reales siempre menos seguros; habíaasesinatos y agresiones cerca de la ciudad; cuadrillas de malhechores rodeaban los lugares vecinos, haciendo inseguras hasta las cabalgatasde la emperatriz. Ella no podía salir sin que los soldados franceses hubieran recorrido y desalojado los caminos; de esta manera la noble señora,tan feliz en sus ilusiones de miles y miles de esperanzas idílicas, creyéndose protegida mejor que por nada por el amor del propio pueblo, seangustió enormemente. Todo lo que se dice de un atentado contra su vida no pasa de un cuento que, sin embargo, ha recorrido México y Europa,pero que son sólo sueños e invenciones.

Nuestras excursiones se hacían siempre más difíciles tanto por la creciente incertidumbre en la que se vivía, como por la estación de laslluvias que comenzaba. Se hacían proyectos, queríamos visitar Cuernavaca, con sus maravillas tropicales, con sus celebradísimas grutas, losvalles al pie de los volcanes y otros encantos; pero los ríos de agua que caían después del medio día y que anegaban la tierra, y las guerrillas querecorrían el país, estropeaban todos nuestros planes. Pero aprovechábamos las mañanas, que son siempre bellas, para hacer pequeñas

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excursiones, y así visitamos el convento de Los Remedios, desde el cual, por estar construido sobre una altura considerable, se tiene una vistagrandiosa; después fuimos al célebre santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, que se une a la ciudad por medio de un ferrocarril de vapor.

En México se sube a los vagones enmedio de una plaza donde no hay ni una barandilla, y ningún obstáculo los separa del lugar en el cual semueven sin orden hombres y bestias. Nadie vigila la seguridad de los caminos ni de los habitantes. Es maravilla que no haya que deplorarsedesgracias diarias.

Alcanzamos Guadalupe en poco menos de media hora. Está sobre el declive de un monte desierto y desnudo; el lugar es triste y solitario. Elconvento es grandísimo, la iglesia colegiata muy dotada y tiene una imagen de María bendita a la cual se recurre en las mayores necesidades,como protectora especial del país; se le atribuyen milagros y tiene alrededor una inscripción: Non fecit taliter omni nationi.

Una capilla pequeña, con una cúpula de mosaico, fue levantada a poca distancia del convento. Tiene una fuente a cuya agua se le atribuyenmágicas virtudes; parece que esta agua contiene mucho fierro, a lo que debe su reputación. Usándola, más de una señora gozó de la alegría dela maternidad. Tan eficaces como ésta se dice que son las termas del Peñón de los Baños, al pie de una roca aislada al sur de la ciudad deMéxico. Quisimos ver estos baños pero la distribución y los muebles tenían el defecto de una condición primitiva.

Fue interesantísima la excursión al Pedregal que, en un carro de seis caballos, hicimos juntos una numerosa comitiva de oficiales franceses yde damas.

Se llega primero a San Ángel, donde inmensos frutales rodean las casas de campo, de un solo piso. Desde el camino, bueno y bienmantenido, se tienen vistas encantadoras. La mirada pasa sobre miles de mágicas perspectivas. Un caliente color se difunde por todos lados ygrupos de indios y de jinetes mexicanos dan prestigio y belleza al cuadro maravilloso; miles y miles de veces he sentido en el corazón el dolor deno saber manejar el lápiz y el pincel.

De San Ángel entramos a un bosquecillo de rosas y arbustos floridos; allí, reposando, hicimos una buena comida para después continuarnuestra peregrinación hacia el Pedregal, que es un vastísimo campo de lava. A una altura de ocho o diez pies, produce maravillosas formaciones;se ven profundos abismos y rocas casi desnudas por todos lados, de cuyas hendiduras despuntan flores de tintes rojizos y cargados.

El sol estaba en pleno meridiano y reverberaba sobre la roca. La naturaleza es aquí desierta y desconsoladora, pero grande el pensamientode la fuerza y la potencia que encierra y que puede traer riquezas y bendiciones o destrucción y ruina sobre las sonrientes ciudades, pasmo,muerte, daños y el olvido a millares y millares de hombres. Las proporciones entre la naturaleza y la tierra con el hombre, aquí aparecen, por logeneral, bien diferentemente distribuidas de lo que estamos acostumbrados a ver en la pobladísima Europa. Allá el hombre ha sabido utilizarcada mínimo palmo de terreno; con el sudor de su frente cultiva la avara y magra tierra y la obliga a nutrir para sí las plantas que le son útiles; losplantíos le impiden dejar crecer la hierba. Suspira impaciente por el sol y las lluvias que favorezcan sus trabajos y tiene en la variabilidad del climasu peor enemigo. Así la vegetación de los prados y los bosques está calculada desde el punto de vista de sus necesidades. Todo crece, se haceverde, florece y madura para el uso exclusivo del hombre, para su nutrición, para su vestido, para que se defienda, para que se caliente. Peroesto no es bastante. Y cuántos hombres hay que mueren de hambre y de frío, cuántos a los que les faltan el lecho y el vestido. La tierra es pobrepara las necesidades de sus habitantes. Y como son diversas las cosas más acá del océano, en este vasto hemisferio donde el calor y lahumedad ayudan potentemente a las fuerzas productivas del terreno y donde la población es tan escasa que la mayor parte de estas riquezasresulta inútil. Aquí la tierra es independiente y libre, se embellece, produce flores y frutos casi jugando. En los pocos lugares donde el hombresiembra una semilla cosecha el 400 por uno. En México no se ven indigentes, y si hay alguno, es mutilado o enfermo. El indígena nunca es pobreni rico. El algodón, del cual extrae todo lo que necesita para su escasa vestimenta, crece en profusión; cada árbol, cada arbusto, sirve paranutrirlo. El futuro traerá grandes mudanzas, porque Europa se vuelca incesante y siempre con más solicitud hacia este nuevo mundo y seestablecerán comparaciones que, por estar tan lejos de nuestros conceptos, entre nosotros ni siquiera se sueñan, pero que demostrarán cómo espequeño todo lo que nos parece grande, especialmente nuestra sabiduría y nuestra sapiencia.

El alejarse de las costumbres que creemos una necesidad, el modificar ciertas opiniones y ciertas convicciones, es para el hombre ungrandísimo beneficio y una cosa necesaria. Y si es fácil vivir dentro de ciertas persuasiones y envolverse en los delirios de la propia infalibi lidad,el presenciar todo lo que se mueve fuera de nosotros, cuya autoridad y existencia nos son probadas por lo innegable de los hechos, esto, ymuchas cosas más, son un gran llamamiento a la modestia.

A pesar de que en un principio habitábamos bajo el mismo techo veíamos poco a sus majestades imperiales. La nueva vida ocupaba todo sutiempo y les hacía pensar detenidamente para no tomar resoluciones precipitadas. Por eso el emperador quiso observar y examinar él mismo lascosas.

Lo que a primera vista parecía necesario dejar a un lado debía mantenerse por algún tiempo antes de meter mano a las mudanzas impuestaspor las nuevas condiciones. Tuvo que escuchar la opinión y los juicios de éste y de aquél sin sentirse obligado en sus resoluciones hacia una uotra parte. Los franceses, a pesar de su capacidad nacional, son en su mayor parte universalmente ignorantísimos; todo lo condenaban, segozaban despreciando todo y sosteniendo acusaciones que no resistían un examen profundo.

A su vez, el juicio de los mexicanos estaba falseado por la pasión, el odio, la venganza, o el espíritu de partido. Al emperador le fue necesariocerciorarse y esclarecer las cosas por sí mismo. Por el momento se trataba solamente de esbozar los contornos del plano cuya efectiva ejecuciónse determinaría después de seguras experiencias. Pero ante todo estaban las condiciones materiales del país, que ameritaban la más seriaatención y precisaban de grandes mejoramientos.

Lo más rápidamente posible necesitaba volver su atención hacia una colonización y al aumento del número y la rapidez de lascomunicaciones. Eran necesarias nuevas energías de hombres extranjeros movidos por el deseo de tentar fortuna en el nuevo mundo, capacesde aumentar en poco tiempo el pequeño capital, provistos de inteligencia y capacidad para extraer provecho de todas aquellas infinitas riquezasque infructuosas conserva el país; en una palabra se debían incrementar el comercio y la industria, el lujo; facilitar los cambios, el consumo y elproducto. Pero era necesario que con fe en la estabilidad de las condiciones mexicanas concurriese el capital extranjero, cosa que se efectuómucho más pronto de lo que se creía. Pocos meses habían transcurrido y ya ricos especuladores habían llegado de la América del Norte eInglaterra para arriesgar su propio capital en inversiones y obtener la concesión para la construcción del ferrocarril entre Veracruz y México, quees la primera condición y la base de toda empresa comercial e industrial. Todo se arregló. Esta construcción, que ya había sido comenzada hacevarios decenios, sin progresar, tuvo finalmente el más espléndido incremento y en menos de cuatro años debe estar terminada. El emperador semostraba sumamente cauto para escoger a las personas que debían rodearlo, especialmente los ministros y consejeros. La insuficiencia, elegoísmo, la pereza, son defectos que siempre se manifiestan cuando son necesarios el sacrificio y la abnegación. Era entonces cuando, degolpe, podía calcularse el desinterés y el talento. Y fue nuevamente en la ciudad donde especialmente apareció, más funesta que nunca, lacorrupción del país y donde en vano se buscaron personas que por las dotes del espíritu, de la mente o del carácter, merecieran estar junto almonarca con la obra o con el consejo.

Infinitas veces oí decir a los propios mexicanos que solamente los europeos podían iniciar la reorganización de su país. Pero a pesar de estasconfesiones dictadas por el odio recíproco a la propia comodidad, miraban con el máximo desprecio al extranjero que gozase de la confianza delemperador o con él dividiese las fatigas y el trabajo.

El hombre que con incansable actividad y la más absoluta abnegación estaba junto al emperador y lo ayudaba a sentar las bases del nuevoimperio era el belga Eloin, escogido por el rey Leopoldo I, que le confió a sus propios hijos más allá de los mares, en su nueva patria. Eloin habíapasado casi toda la vida en larguísimos viajes y había llegado hasta Australia y las islas del mar Pacífico, aunque hasta ahora se había mantenidolejano de cualquier actividad administrativa. Poco adaptado se encontraba a su reciente cargo que cumplía con calurosa simpatía por el nuevosoberano, el más profundo y respetuoso afecto por la hija de su rey y el interés por un país tan lleno de recursos, tan merecedor de felicidad, peroque era el más desgraciado del mundo. Se puso a la obra olvidando noblemente todo miramiento personal, esforzándose cuanto podía en sudificilísima misión, demostrando así elocuentemente de lo que es capaz la actividad de un hombre. No puede calcularse cuánto el emperador loestimaba, y con toda razón, porque en él se reunían todas las cualidades raras y apreciadas en el consejero de un monarca. Es independiente en

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su posición y en su carácter. Hombre sin ambición, sin vanidad, con el corazón lleno de reverencia y lealtad hacia el príncipe, no conoce lo queson las ventajas personales. Es un hombre sin miedo, aun ante su soberano, y a su propia desgracia cuando se trata de sus convicciones, dedecir la verdad, del sentimiento del deber y del derecho. En una palabra, es un gran hombre.

El emperador lo había nombrado jefe de su gabinete y Eloin trabajaba desde las primeras horas del día hasta bien entrada la noche,desviviéndose por hacer el bien y evitar el mal. Bien pronto se convirtió en un hombre odioso para los mexicanos porque al que se decía devotodel emperador, le exigía escrupulosamente los mayores sacrificios. Además, mucho y sin miramientos condenaba todo lo que se oponía a la ideay al concepto de la honestidad. La franqueza con la que definía y calificaba la indolencia, la astucia y la deslealtad mexicanas, le granjearonnumerosos enemigos.

Después de haber dictado importantes disposiciones el emperador tomó la resolución de visitar el país y arreglar, durante el viaje,muchísimos asuntos, poder personalmente hacerse una idea clara de los hombres y de las cosas, y hacer valer la benéfica influencia de supersonalidad.

La emperatriz estaba al lado del marido, cuidadosa y activa, ayudándolo en lo que podía y tomando parte en los negocios de Estado y aunquealgunas veces el emperador no dividiese con ella el optimismo de sus opiniones, su influencia fue siempre la mejor. Me aseguraron que élutilizaba con mucha frecuencia su habilísima pluma, su saber y su exquisita cultura y tenía en ella una colaboradora diligentísima. En sus manospuso la regencia cuando dejó la capital. Ella debía presidir el consejo de ministros y dar audiencias, ya que habían introducido en México estabellísima costumbre de la monarquía austríaca. Para los asuntos de gran importancia se comunicaban por medio del telégrafo y en otrasmuchísimas cosas él sabía cuánto podía fiarse de su esposa, la cual a la ingenuidad e inexperiencia de una jovencita unía la energía y laintrepidez de un hombre. Todo el entusiasmo del alma que en las condiciones ordinarias de la vida se pierde en las esferas del sentimentalismoella lo empleaba en la gran obra de la regeneración de México, en la gloria del marido y en el deseo de tener un día en las páginas de la historiaun lugar, como gran señora junto a un hombre que supo ser grande.

Los honores que eso le daban, la consoló un poco de la grandísima angustia que sentía por no poder acompañar al emperador en su viaje,deseo en ella ardientísimo, pero que no pudo realizarse por lo impracticable de los caminos y la estación de las aguas. Se quedó, por tanto, en laciudad de México en el palacio en que habitaban el general Almonte y su esposa. Las damas de palacio, que como en Francia, son casadas yviven con sus familias, acompañaban a la emperatriz en sus paseos y en las visitas que hacía a las instituciones públicas, visitas en las que poníaun especial cuidado. Cuando estaba sola permanecía en sus estancias sumergida en las más serias ocupaciones, ya en lecturas, ya con muchafrecuencia absorta en experimentos literarios. La gran franqueza y lealtad de su carácter, la gracia natural y seductora de su ser, la nobilísimadirección a la que había vuelto su espíritu, que no conocía rencores ya que se mantenía lejana de todo lo q fuera trivial, su amor a la justicia, a lobello y a lo bueno, son trazos que sólo podían despertar en todos los que la conocían la más viva simpatía.

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"La gran franqueza y lealtad de su carácter, la gracia natural y seductora de su ser, su amor a la justicia, a lo bello, a lobueno..."

"Nos dijo el emperador: 'Decid a mi madre que no desconozco la dificultad de mi tarea, pero que no me arrepiento de haber tomado talresolución'."

CA P Í T U L O VIII

Viaje a las ciudades de la montaña. Pachuca Real del monte. Mr. Auld Regreso. Recordando a Cortés. Marina. La noche triste. El salto deAlvarado. Excursión a la Cañada. Viaje y enfermedad del Emperador.

DESPUÉS DE haber festejado debidamente el día 6 de julio el onomástico del amado monarca, emprendimos la mañana del día 7 unaexcursión hacia las célebres montañas de oro de la provincia mexicana: Pachuca y Real del Monte. Nos acompañaban Mr. Barón, don PedroEscandón y dos jóvenes franceses, uno de los cuales era sobrino del poeta Chateaubriand y llevaba su apellido. En una diligencia recorrimos uncamino que no era ni bello, ni seguro. Nuestros compañeros se armaron de revólveres, seis zuavos iban sentados sobre el toldo y a mediocamino salió a nuestro encuentro la guardia rural, que está a sueldo de la compañía minera. Así es como en México se viaja por el campo. En unmezquino pueblo llamado Tizayuca, a medio camino entre la capital y Pachuca, hicimos un breve descanso y quiso la fortuna que encontrásemosel modo de hacer una buena comida, aunque fue en el local sucísimo de una posada francesa, donde las moscas andaban por todos lados.

Después continuamos subiendo el monte que, desnudo y escuálido, esconde en su seno riquísimas venas de plata y que ha sido cedidomediante un contrato a la English Mining Company, que saca con eso desmesuradas ventajas. En una garganta al pie del monte se

encuentra la feísima ciudad de Pachuca. El director de la sociedad minera tiene allí una casita construida a la manera del lugar, pero contodas las comodidades de las casas inglesas. Mr. Thomas Auld estaba a punto de partir para Inglaterra a donde su familia lo había precedido yhabía dejado a su hermano, Mr. Stewart Auld, la dirección de los negocios que con tanto acierto ha bía llevado. Sus dos hermanos, así como sugraciosísima esposa, nos acogieron con la máxima cordialidad y con una amistad que sólo podía agradecerse. Los ocho días que pasamos bajoaquel hospitalario techo los recuerdo como unos de los más agradables que viví en el país.

Pasamos la primera mañana visitando la más rica de las minas, la del Rosario, pero de ella salía tal calor que no pudimos penetrar más alláde 200 yardas. El mineral que contiene la plata estaba regado por todo el angosto, oscurísimo camino que recorrimos y un simple golpe con unmartillo bastaba para que cualquiera de nosotros obtuviese un buen pedazo. De allá pasamos a las haciendas, con grandísimas construcciones,donde nos mostraron los varios procesos para sacar el agua de los pozos y cómo, machacándola, la plata se separa, purificándola después decualquier otro elemento con mercurio; más tarde el mercurio se retira por sí mismo y se recoge la plata pura en pedazos porosos. Finalmente selicúa y se funde en pesadísimas barras con un valor de más o menos 1 500 dólares cada una. Cada quince días salen 28 barras de plata, lo queen un año da una renta de casi doce millones de dólares. De esa cantidad una tercera parte es para los gastos de la dirección y de la industria,otra tercera parte se paga al estado y la última forma la ganancia neta, que se distribuye entre los accionistas. Más de doscientos indios trabajanen aquellas minas y se emplean 1 600 mulas. Dos veces al mes la guardia de la compañía escolta los lingotes de plata hasta los puertos de mar,de donde son enviados principalmente a Inglaterra.

Siempre acompañados por la guardia rural, luciendo su bello traje, siguiendo uno de los magníficos caminos construidos por la compañía,recorriendo una grandísima altura, nos encaminamos a Real del monte. Pasando junto a los más espantosos precipicios, entre montes cubiertossólo de maleza y deslumbrantes flores, proseguimos nuestro viaje. Aquí también los españoles destruyeron todos los bosques, así que estristísimo el aspecto del lugar aunque sus formaciones son grandiosas y por todos lados se goza de las magníficas perspectivas de la llanura y losvolcanes.

A medida que nos acercábamos a Real del Monte se animaba la vegetación. Finalmente atravesamos una estupenda floresta de encinasdentro de la cual, en una hondonada a diez mil pies de altura, se levanta la pequeña ciudad. Esta altísima posición hace que, a pesar de la bajalatitud, no haya calor. Jamás he sentido un frío tan fuerte como en los trópicos aquel día de junio. Calentarnos junto al fuego en la casa de Mr.Stewart Auld, fue un verdadero consuelo. Aquí la nieve cae frecuentemente, las casas tienen techo y el paisaje un aspecto del todo europeo. Laverdad es que nada nos faltaba para creernos transportados a algún bello lugar de los Alpes. Los valles se unen por medio de magníficos

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caminos, la vegetación ya no es tropical y en los bosques sólo se ven encinas, cedros y cipreses y aquellos estupendos árboles que tantoadmiramos al pasar por Río frío. La conformación de las rocas es sorprendente. Los célebres pinos cargados se ven casi piramidales sobre unprado ubérrimo y un valle angostísimo; aquí y allá aparecen junto a los caminos canteras de pórfido que en sus grietas esconden las dalias, losconvúlvulos, la silvía y otras miles de flores de gallardas tintas. Magnífica y grandiosa es la cascada de Regla, la cual se precipita desde una altaroca de basalto, no lejos de la bella hacienda de San Miguel. Es múltiple la belleza de este país y cuántas cosas estupendas y admirableshubiéramos podido gozar si la lluvia, los asesinos y las imposibles comunicaciones no hubieran despertado en nosotros el ansia del retorno.

Después de haber pasado ocho días en aquel lugar volvimos a México, donde nos hospedamos en la bella casa de la familia Escandón, en lacalle del Puente de San Francisco. Como de aquí no podíamos alejarnos mucho nos dedicamos a curiosear todo lo que había de más interesantealrededor de la residencia y así seguimos cada pequeña huella de lo que había quedado de la conquista de México, que no es mucho. Elcelebradísimo Árbol de la Noche Triste pertenece a la especie de los ahuehuetes, cuyas dimensiones son portentosas. La copa está casi seca yse yergue solitario junto a las ruinas de un convento que ahora es cementerio. Se dice que Cortés, después de que gran parte de su gente habíasido vencida, no tenía otro camino sino morir heroicamente; aquí, junto con su pequeño ejército, descansó durante pocas horas.

El artificio y la prudencia, el valor y el genio, llevaron al osado aventurero y su pequeño grupo hasta el corazón del reino, la célebreTenochtitlán. Allí fue huésped de Moctezuma y vivió en el más suntuoso palacio al pie del Teocali Mayor y fue honrado y cubierto de regalos por elemperador azteca. Los habitantes de la ciudad llamaron a los españoles los ídolos blancos; los admiraban, los respetaban y los temían.

Marina, una valerosa india, amaba a Cortés con el más apasionado afecto y su prudencia y sus cuidados lo protegieron y salvaron de muchospeligros. Fue frecuentemente la intérprete entre Cortés y Moctezuma. Esta heroica joven era hija de uno de los más distinguidos caciques de losaztecas. Después de la muerte del padre fue vendida por la viuda infiel al cacique de Tabasco, en Yucatán, el cual se la regaló a Cortés. En uninstante el gran capitán se enamoró de su rara belleza y ella correspondía aquel amor con fidelidad, con los mayores sacrificios, con los mássabios consejos, que más de una vez salvaron a Cortés y su gente de las astucias y las traiciones de los mexicanos. Los españoles respetaban yhonraban su memoria que era, en México, tan venerada como la de Cortés.

A los esfuerzos que hacía para darle a la corona de España este bello y magnífico país, unía el capitán el ardiente celo de aquellos tiempos;quería sustituir el culto en que predominaban los sacrificios humanos por la religión de Cristo.

Y se puso a la obra describiendo con dulzura a Moctezuma lo grande y lo sublime de la religión cristiana y manifestando su horror por losídolos que los aztecas veneraban. Pero Moctezuma temía la venganza de sus dioses, y así pasaba de la irritación a la angustia. El pueblodesconfiaba y Marina, prudente y vigilante, descubrió una conspiración contra los españoles. En este momento se supo que, comandado porNarváez, el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, celoso de las glorias y triunfos de Cortés, había enviado un gran número de hombres acombatirlo, hacerlo prisionero, y continuar en su propio nombre la conquista de México. Cortés, que conocía mejor que nadie su prestigio entrelos soldados, desbarató la trama. Cediendo el comando de Tenochtitlán al valiente pero cruel Alvarado, con algunos pocos de los suyossorprendió a Narváez por la noche y lo hizo prisionero, y con oro y promesas se ganó al ejército que había sido enviado contra él.

Más poderoso y más seguro que nunca Cortés regresó a México, pero mientras tanto allá habían cambiado las cosas. El codicioso Alvaradopreparó una fiesta en honor de Huitzilopochtli, el gran dios de la guerra, en la que, con sus mejores vestidos y joyas, participó toda la juventudazteca, a la que, olvidando toda hospitalidad, hizo asesinar, cortar en pedazos y robar.

El ansia de venganza, el odio y el furor de los aztecas se desbordaron. En acecho, silenciosos, dejaron entrar a Cortés a la ciudad ysaliendo de sus escondites lo rodearon y lo asaltaron. Moctezuma, que quería protegerlo, fue golpeado en la frente y pocos días después murióde las heridas. Pereció la mayor parte de los españoles y los barcos en que podían salvarse fueron quemados por los aztecas, que ya habíandestruido los puentes que unían entre sí los diques de la ciudad. Marina, favorecida por las tinieblas de la noche, salvó a Cortés con algunospocos de los suyos y protegido por ella el capitán pudo llegar a tierra firme. Bajo el Árbol de la Noche Triste, haciendo un recuento de sussoldados, Cortés lloró amargamente.

También se salvó Alvarado usando de una fuerza física tan extraordinaria que sus más acérrimos enemigos se vieron obligados a admirarlo.Como habían matado su caballo le fue necesario enfrentar a pie a sus asaltantes; así llegó hasta un lugar donde por los grandes fosos excavadosy la multitud que lo seguía, una fuga parecía un milagro. Aquí recurrió a todas sus fuerzas y apoyándose en su lanza de un salto atravesó ladistancia, escapando de sus perseguidores. Con miles y miles de gritos de admiración y de entusiasmo los aztecas celebraron la hazaña delvaliente hijo del sol. En un jardín salvaje que está en uno de los suburbios de la ciudad hay un lugar que aún se denomina el Salto de Alvarado; delgran foso de otros tiempos no queda sino un hoyito lleno de yerbas secas, que hoy puede ser saltado por un niño de diez años.

Pero el genio y la fortuna de Cortés, el gran aventurero, aun después de la espantosa derrota, venció y dominó a los aztecas. Aliándose a lastribus enemigas que querían emanciparse de la dominación mexicana, apoyado por la influencia tanto moral como material de las armas defuego, guerreando con una valentía que los pueblos admiraban, finalmente, a costa de grandes sacrificios y desventuras, fue abatido y destruidoel poderoso reino de México. Se cree que más de doscientos mil hombres, en la lucha, regaron con su sangre el suelo de la bella ciudad.

Cuauhtemotzin, el valiente sobrino, yerno y sucesor de Moctezuma, fue hecho prisionero por Cortés. La historia de los suplicios que leinfligieron es una mancha oprobiosa en la vida del conquistador de México. Tenochtitlán fue destruida y sobre sus ruinas Cortés levantó una nuevaciudad, mostrándose sabio legislador y organizador tanto cuanto había sido conquistador invencible y audaz. Pero el espíritu de intolerancia queen aquellos tiempos llegaba al máximo del fanatismo caracterizaron todas sus acciones; ese mismo espíritu que venció y destruyó a los moros enEspaña, unido a la sucia avidez de dinero y a la crueldad, pesó siempre sobre aquellos pobres indios. Mientras tanto, se había urdido una intrigaa espaldas de Cortés. Carlos V temió su poder y el pensamiento de que pudiese declararse independiente de la corona de España le atormentógrandemente. Por eso fue llamado a su país y lo sucedieron los virreyes. Hecho marqués del Valle de Oaxaca, cargado de honores y de riquezas,pero triste y ofendido, murió igual que su más noble antecesor, Cristóbal Colón, a la edad de sesenta y tres años.

Con nuestra larga estancia en este país encantador, crecían en nosotros el amor y el interés por México. A dondequiera que fuésemos, lanaturaleza nos ofrecía nuevas bellezas y nuevas maravillas. Una excursión que hicimos en compañía de nuestro anfitrión de Pachuca, Mr. ThomasAuld, de la familia Escandón y de Mr. Barón, a la linda y abandonada villa de La Cañada, fue tan extraordinaria y tan alegre, que estará siempreentre los más queridos recuerdos de mi vida.

A pocos pasos de un magnífico torrente, cosa rarísima en aquel lugar y que causa gran admiración, yace una modesta casita tan silenciosa yalejada del mundanal ruido que en los borrascosos tiempos pasados nadie quería habitarla. La circunda un gran parque que se extiende sobre lamontaña y que desde hace tiempo nadie cuida, ni ordena, ni trabaja, pero la naturaleza, bien lejos de ser destruida por esta falta de cuidado, semuestra más bella y más exuberante. Entre las sombras de encantadores y estupendos árboles florecen en el más pintoresco desordenmagníficos rosales tan frondosos y tan ricos de hojas, que a su lado no resistirían la comparación los de nuestros invernaderos, a los que tantocuidado se les prodiga. Aquí y allá un infinito número de flores con los más pomposos colores. Las flores doradas de la casia brillan con el mayoresplendor en la espesura de las enredaderas entrelazando sus flores con las bellísimas flores de las mimosas.

En medio de toda esta gran belleza crecen voluptuosos los helechos y las parásitas. Si nosotros tuviésemos una pequeña porción de la

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feracidad de este suelo, de esta fuerza productora para nuestra pobre Europa, tan intensamente poblada, o mejor aún, si hubiese millones deeuropeos que pudiesen traer el trabajo que exigen las inmensas riquezas del país y extraer los tesoros de este hemisferio, harían desaparecer lamiseria del mundo.

Un día después Mr. Barón nos llevó a sus haciendas, no lejos de la ciudad, por una sonriente llanura. Aquí tiene caballos, aquí se doman lasbestias, aquí se recogen las inmensas riquezas del suelo, se fabrica el pulque, etc., etc.

Fuimos recibidos con disparos de morteros y arcos de triunfo. Algunos indios con sus instrumentos de viento componían una banda musicalque, por su originalidad, tenía algo de común con las de nuestros gitanos. Una multitud de indios, indias y muchachos nos rodeaba. Mr. Barón fuesaludado por todos con la mayor alegría, dándole la bienvenida con un apretón de manos. Al sonido de aquellos instrumentos nacionalesdanzaban los indios el popular jarabe, olvidando su flema.

Los espectadores acompañaban la música con sus cantos. Después un indio se ató a las piernas dos grandes cuchillos con las puntas unacontra otra y comenzó a bailar; pero si en su baile dio prueba de una grandísima habilidad, también es cierto que no tenía nada de estético. Por loque a mí respecta, tuve aquí muchas oportunidades para estudiar los tipos indígenas, cuya variedad es infinita. Todos ellos tienen la marca de ladulzura y de la apatía.

Más tarde nos sirvieron un abundante almuerzo compuesto de alimentos nacionales. Gran parte de ellos consistían en maíz, frijoles, tortillas,tamales, guajolote y chile. Nos dieron también una especie de calabaza exquisitamente preparada, a la que hicimos grandes honores; pero elpulque ya sea blanco, verde o rojo, colores con que suelen presentarlo en todo el país, no fui capaz de beberlo.

Una tras otra las semanas pasaban rápidas y gozábamos de las mañanas magníficas que los aguaceros pasados habían tornado dulces yfrescas. No hay palabras para expresar cómo ameniza la vida la regularidad del clima, ya que todos los proyectos pueden realizarse conseguridad. Sin embargo, no siempre es regular la duración de la estación de las lluvias y nosotros tuvimos la mala suerte de que ésta era una delas más largas registradas en los trópicos. La comunicación por diligencia entre Puebla y Córdoba se interrumpió por más de tres largos meses,tanto que era imposible para nosotros fijar la fecha de nuestro regreso a Europa. Tal contratiempo se debía a los impetuosos aguaceros y almodo por el cual, a la llegada del emperador, se habían arreglado los caminos a los cuales, más tarde, nada se hizo sino amontonar tierra a laaltura de varios pies, por lo que poco a poco fueron hundiéndose hasta quedar casi impracticables.

Centenas de carrozas se habían hundido en el fango y muchas mulas murieron por el esfuerzo hecho para sacarlas; algunas se habíanquebrado las patas, otras habían muerto sofocadas en el pantano. Igualmente desgraciados habían sido los pobres burros que, cargados conpesados fardos, hacen trabajar hasta desangrarlos, por lo que deben considerarse los animales que merecen más conmiseración en el mundo.El mexicano atormenta y desuella del modo más cruel a sus asnos y a sus caballos y no tiene ninguna piedad ni por estos últimos, cuya rarainteligencia y capacidad le rinden los más extraordinarios servicios. En los caminos podían verse los burros y los caballos reventados, muertospor la fatiga, pudriéndose rápidamente, corrompiendo el aire y sirviendo de pasto a los perros y zopilotes.

El 10 de agosto el emperador, acompañado por unas cuantas personas, abandonó la capital y comenzó su viaje, casi siempre a caballo, poresos caminos malos y fangosos, vestido con el traje nacional, sin temores, lleno de fe. Era accesible a todo, a todos escuchaba, quería por símismo estudiar y examinar las cosas sin tomar partido, con el prestigio que circunda a un emperador, pero al que veían sencillo, afable ybenévolo, cuando todos esperaban verlo con la pompa imperial, las insignias y el cetro. Todo esto despertaba indecible entusiasmo, afecto ygratitud. En realidad confiaban en él los muchos que amaban a su país, los que querían sustraerlo de una era de sangre, de guerras civiles detiranías y de revoluciones; para ellos todo eso había sido triste y espantoso, y ni la intervención francesa había podido terminar con aquellasituación. Así, muchos miraban con alegre ánimo el porvenir, y si hubiera podido tenerse confianza en lo que aseguraban, con certeza era deesperarse que habrían protegido y defendido con su sangre y sus bienes al nuevo emperador y amado monarca.

El viaje del emperador se vio obstaculizado por un desagradabilísimo accidente. El calor y la humedad hicieron que pescara un fuerteresfriado. En el pequeño pueblo de Irapuato, no lejos de Querétaro, se enfermó, no ligeramente, de anginas. Las tempestades y las inundacionesinterrumpieron durante varios días las comunicaciones telegráficas entre el monarca y la capital. Por eso no se supo nada de su enfermedad másque cuando ya estaba convaleciente y su majestad tuvo que posponer para otros tiempos el placer de recorrer el resto del país.

Guadalajara, que es la más bella y la más florida ciudad mexicana, había hecho ya grandes preparativos para recibirlo; pero aquella visita porningún motivo podía realizarse.

En la capital ya se extrañaba y se murmuraba por la larga ausencia del soberano, porque los ministros no sabían qué hacer ni por dóndeempezar; el propio Bazaine se encontraba inactivo y sin consejo. Entretanto, por todos lados se depredaba alegremente y una diligencia fueasaltada a las puertas de la ciudad. A los pobres que les tocó esta mala suerte no les quedó otra cosa, como decía un espiritual francés, que leyeux pour pleurer! y volver al lugar de donde habían venido. El cochero de una diligencia cayó tocado por una bala; un viajero francés, el marquésde Radepont, sólo pudo salvar la vida y continuar el viaje después de haberse desembarazado de algunas guerrillas inoportunas, con unosbuenos balazos que frenaron a los guerrilleros. Todos estos problemas clamaban por una solución.

"A las damas mexicanas jamás les vi un libro en las manos, como no fuera él de las oraciones, ni jamás las vi ocupadas en algúntrabajo."

CAPÍTULO IX

Las fiestas de la Independencia de México. Los españoles en el reino mexicano. Influencia de los acontecimientos de la América del Norte yde la Revolución francesa. Caída de los Borbones en España. Reacción en las colonias. La guerra de la Independencia. Los párrocos Hidalgo,Morelos y Matamoros.

DURANTE LOS primeros días de septiembre, se celebraron las fiestas de la Independencia mexicana. El emperador estaba ausente y laemperatriz las presidió. Se cantó un Te Deum, hubo banquete en la corte y representaciones en el teatro. Sin embargo, se respiraba en torno detoda aquella festividad, de toda aquella alegría, un aire de descontento y dé desánimo. México se separó de la madre patria solamente despuésde una funesta e ignominiosa secuencia de delitos y muertes, como suele suceder siempre en las revoluciones, pero México no supo mostrarsedigno de su independencia.

En las páginas de su historia no ha podido, como país libre, registrar ningún día de grandeza o de gloria, sino tiempos de corrupción y deruina material. La bella idea de la independencia aquí nunca tuvo forma, ni vida, y sacudiendo el yugo de la opresión española no se hizo sinoensanchar los caminos a las tiranías, a las arbitrariedades y a la prepotencia. Con esto no se pretende absolver al gobierno español de susgrandes pecados en las colonias, aunque es verdad que entre todas las posesiones españolas de América el mayor y más activo cuidado seprodigó siempre al reino mexicano. En ningún lugar progresaba mejor la civilización que entre estos indígenas, en ningún lugar había una raza tan

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activa y laboriosa, ni había hombres como aquellos para soportar heroicamente, resignados y pacientes, su durísima suerte. La tierra ayudaba, ypor sus riquezas y por sus tesoros agrícolas y minerales, podría decirse que era la mejor del mundo.

Debido a esto España podía retirar del país sumas enormes. Pero mientras el gobierno ponía grandísimo cuidado en escoger a los hombresque enviaba a esas tierras paradisiacas como virreyes, dándoles grandísimos poderes y autoridad, a pesar de que hubo entre ellos algunosdotados de eminentes cualidades y verdadero y dulce amor por sus semejantes, ni las ideas, ni las instituciones de aquel tiempo pudieronproteger y sustraer a los infelices indios de las bajas pasiones y dureza de los colonos. El funesto principio de las encomiendas fue traído aMéxico de Santo Domingo y de Cuba. Los indios fueron repartidos como rebaños a los españoles, y así se creó la esclavitud más brutal ydegradante. Los inhumanos patrones empleaban a aquellos miserables, abandonados a su avaricia, en las minas, haciéndolos desenterrar el oroy la plata y de tal modo oprimidos, que morían bajo el peso del enorme esfuerzo. De tal guisa y con tales tratamientos, en brevísimo tiempo losindios fueron casi exterminados en las islas y su número disminuyó en tales proporciones que la alarma fue general. Más tarde sustituyó a laesclavitud una especie de servidumbre y sólo a fines del siglo xviii se tomaron seriamente las más enérgicas medidas para evitar la totaldestrucción de aquella raza infeliz.

Con esto se aliviaron un poco sus desventuras pero la funesta y ruinosa influencia ejercitada sobre su cultura y su inteligencia, quedó parasiempre; el abandono, el descuido, los malos tratos de tantos siglos habían paralizado y debilitado, quizá para toda la vida, las facultadesintelectuales de aquel pobre pueblo.

No solamente con los indios el gobierno de España dio pruebas de incapacidad. Temeroso de que las colonias pudieran demasiadofácilmente liberarse de la patria lejana procuró la seguridad con medidas tan severas, que con el tiempo no crearon sino el mayor descontento.Con un miedo angustioso el gobierno trataba de separar a los españoles nacidos en la colonia de los nacidos y educados en la península. Aestos últimos se les daban los empleos administrativos y judiciales mientras se excluía y se olvidaba a los criollos.

La inquisición, uno de los mayores delitos de la tiranía, vigilaba ávida, celosa e inquieta, para que ninguna idea de libertad política y dederechos naturales llegase hasta ellos. Los libros sufrían una triple censura y a los criollos se les mimaba dándoles todo lo que contribuyera a subienestar material, satisfaciendo largamente sus ambiciones. Así se les proporcionó la ocasión de enriquecer con las minas, se les repartierongrandes extensiones de tierra, títulos y honores, y hasta podían comprar patentes de oficiales con un dinero que pasaba a la casa privada delvirrey o al tesoro público. Como consecuencia muchos oscuros comerciantes vendedores de azúcar o de café se sentaban ante susestablecimientos vistiendo un uniforme deslumbrante de oro y de adornos. No debía ser poca la sorpresa de los forasteros ante tales cosas.

Pero a pesar de todo era imposible que lo sucedido en otros países permaneciese extraño a México, sacudiendo a las colonias de su letargo;primero la guerra de independencia de la América del Norte y la separación de las colonias inglesas de la poderosísima Inglaterra,constituyéndose en república federativa. Después los gritos de la Revolución francesa que, atravesando los mares, llegaron hasta la NuevaEspaña sin que la vigilancia de la inquisición pudiera dominar el profundo impacto causado por tales acontecimientos.

En medio de todas estas inquietudes preparatorias del solemne momento llegó a México la nueva de que la monarquía, de la que todoemanaba, no gobernaba más: los Borbones de España habían caído del trono.

Fue entonces la primera vez que se manifestó en los mexicanos el sentimiento de la Independencia. A toda prisa se formó un partido cuyosmás calurosos promotores estaban entre los miembros del Ayuntamiento de la capital. En el mes de julio de 1808, con espectaculares vestidosrecamados de oro se presentaron ante el virrey don José de Iturrigaray, al cual le aseguraron obediencia y lealtad a la casa real y le pidieron laorganización de una representación nacional, que debía estar compuesta por diputados de las diversas provincias del reino y que deberían serllamados a decidir en todas las medidas que imponían los tiempos y las condiciones del momento.

Iturrigaray no se mostró desfavorable a sus proposiciones pero les advirtió que sería necesario dirigirse a la Audiencia de México, que no erasino un consejo de estado compuesto por grandes dignatarios, casi todos españoles de nacimiento y a los cuales se les prohibía casarse conuna criolla. En realidad, se trataba de un organismo que vigilaba y observaba las acciones del virrey.

La Audiencia, que temía la influencia de los criollos y se preocupaba por la pérdida de la supremacía española, combatió con toda energía lasproposiciones de los síndicos del Ayuntamiento y, sabedora de las simpatías que les demostraba el virrey, una noche lo sorprendió en su lecho yjunto con s dos hijos lo encerró en la cárcel de la inquisición. Más tarde, con algunos miembros del Ayuntamiento, fueron llevados al Fuerte de SanJuan de Ulúa y de allí trasladados a las Filipinas [sic]. Estas rigurosas medidas causaron sumo disgusto, haciéndose más grande el abismo quedividía a los españoles y a los mexicanos.

Extrañamente, fue el clero el que más especialmente hizo suya la idea de la libertad. En el interior del país el descontento era mayor y portodas partes había constantes luchas entre españoles y criollos cuando un párroco alzó por primera vez la bandera de la revolución, dando elprimer impulso para sustraer a México de la señoría española. Don Miguel Hidalgo y Costilla, párroco de Dolores, lugar no lejos de Guanajuato,hombre con cerca de 60 años, conocido por todos los indios, preparó la insurrección con gran energía y mucha prudencia. En Querétaro se aliócon don Miguel Domínguez y su valiente esposa, y en Guanajuato ganó para su causa a tres oficiales.

Entre los indios, que lo amaban y lo respetaban, y a los cuales trató siempre con paternal cuidado, despertó el deseo de sacudirse la opresióny con ello la sed de venganza por los muchos padecimientos y las muchas humillaciones. Mientras tanto los españoles reaccionaban con la fuerzaalimentando así la insurrección, hasta que en 1810, dos años después de la prisión de Iturrigaray, comenzó la gran lucha por la independencia deMéxico.

La expedición de Hidalgo y sus seguidores, fue manchada por miles de espantosos delitos, por miles de acciones vergonzosas e infames.Parecía que en los indios había vuelto a nacer aquella sed de sangre de los tiempos de los aztecas, ya apagada, e Hidalgo, el párroco católico,no sabía frenar la crueldad. Primero que nada conquistó Guanajuato, y todos los españoles que vivían en aquella ciudad populosa y floreciente,fueron asesinados. Igual suerte corrieron los de las ciudades de Valladolid y Guadalajara, e Hidalgo, ebrio por la alegría de las victorias, pretendíallegar hasta la capital. Pero las noticias de sus barbaridades hicieron volverse contra

él a muchos hombres honestos. Un ejército regular salió a su encuentro y el párroco, incapaz de aceptar el desafío, se retiró.. Fue perseguidohasta cerca de la ciudad de Acúleo y junto al puente de Calderón fue derrotado por el general español Calleja. Con pocos de los suyos se puso asalvo en los Estados Unidos pero allí fue traicionado por Elizondo, un oficial de los insurrectos, y cayó en manos del enemigo en 1811. Hidalgofue fusilado y con él muchos de sus partidarios.

Pero con su muerte no terminó la causa de la Independencia, porque su amigo y colega, el párroco Morelos, combatiendo junto conMatamoros, otro sacerdote, levantó nuevamente la desventurada bandera.

La insurrección llegó a tomar una enorme fuerza, pero su ejército estaba mal organizado y mal provistas sus necesidades por lo que, a pesarde las victorias de Acapulco, de Guadalajara, de Oaxaca, y la muy brillante del Palmar, los insurgentes no supieron resistir largamente ante unejército regular bien conducido. Después de las derrotas de Valladolid y Puruarán, donde venció el general español Iturbide, los facciososagitadores cayeron en poder de los enemigos, y Morelos y Matamoros fueron fusilados como lo fue Hidalgo.

Cansado de las sangrientas luchas y las horribles matanzas, el país, se mantuvo por algunos años en una aparente tranquilidad. Pero aquella

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calma mal disimulaba el odio que se tenía por la dominación española y el anhelo de independencia. Fernando VII había regresado a España yabolido la constitución napoleónica, lo que tomó de sorpresa a las instituciones liberales mexicanas en vigor, entre ellas la Junta.

Fueron enviadas nuevas tropas a la colonia, regresó el virrey con todos sus derechos y la paz y el orden parecían haberse restablecido. Perolos mexicanos esperaban ansiosos la hora de poder recomenzar la lucha por la independencia. En 1820 España fue sacudida por una

rebelión militar, por la cual fue violentamente restituida la constitución.Se le daban derechos a México, donde tal nueva no creó más que una .grande y profunda conmoción. El virrey llamó a Iturbide poniéndolo a la

cabeza de un numeroso ejército pues, aunque era criollo, ya había prestado innumerables servicios a la causa española. Pero como tenía ya laidea de independizar el país, simuló estar en completo acuerdo con los proyectos del virrey, y fiándose en la popularidad que gozaba entre losmexicanos, más numerosos dentro del ejército que los españoles, se puso a la cabeza del movimiento y el 24 de febrero de 1821 proclamó enIguala la independencia mexicana, exponiendo, al mismo tiempo, un proyecto según el cual el país debía ser gobernado por una moarquíaconstitucional y hacerse imperio. Se le ofreció la corona al rey de España, Fernando VII como éste la rechazara, la propusieron a sus doshermanos, don Carlos y don Francisco de Paula y más tarde al archiduque Carlos de Austria. Ninguno la aceptó. Pero el plan entusiasmaba a losmexicanos; capital y provincias se unieron con entusiasmo a Iturbide y a los grandes agitadores y cabezas de la insurrección, Nicolás Bravo,Guadalupe Victoria y otros muchos cuya vida había estado amenazada y que escaparon para unirse a ellos.

El virrey Apodaca y sus soldados se encontraban en la ciudad sin ayuda y sin consejo. Las cosas habían mudado y Apodaca fue sustituido porotro virrey, el general O'Donojú. En una conferencia celebrada en Córdoba, los dos generales [Iturbide y O'Donojú] firmaron un tratado querevalidaba el proyecto de Iguala. Se propuso la corona a un tercer infante, don Carlos Luis, príncipe heredero de Lucca. En caso de que no laaceptase, se decretó llamar a elecciones para el trono de México, cuyo principio quería conservarse, escogiendo a un soberano de alguna casareinante. Se hizo a O'Donojú miembro de la Junta la cual, provisoriamente, debía regir el país. A partir de este momento, se consumó laindependencia mexicana.

Después de que también el tercer infante de España rechazó la corona y las cortes españolas declararon nulos e irregulares los Tratados deCórdoba, se presentó Iturbide como pretendiente a la corona imperial mexicana. Gozaba de gran prestigio en el país, sobre todo dentro delejército. Por otro lado el alto clero, que miraba con horror el avance de las instituciones democráticas y liberales, apoyó al general, y así, el 18 demayo de 1822, primero por el ejército y después por el pueblo, Iturbide fue aclamado emperador con el nombre de Agustín I.

La masa penetró en la sede de la Junta, donde se trataba de un asunto tan importante y, con sus tempestuosas manifestaciones, influyó en elánimo de los miembros, ganando así Iturbide por 71 votos contra 18. Fue coronado, pero siempre se mantuvo viva la rivalidad entre Agustín I y laJunta. En Veracruz el general Sant Ana, que había sido partidario de Iturbide y uno de sus favoritos, junto con Bravo, Guerrero, Victoria y otros, sepuso a la cabeza de una rebelión.

Corría el mes de mayo de 1823 y una fragata inglesa llevó hacia Europa al destronado emperador, acompañado de toda su familia. Paracolmo de sus desventuras intentó nuevamente la prueba en 1824, y en el mes de julio de ese mismo año regresó a México desembarcando enSoto la Marina, un lugar no lejos de Tampico, pero fue preso y fusilado.

Por todos lados se proclamaba ahora la república. Un intento de los españoles para dominar nuevamente el país fue rechazado valientementepor Terán y Santana, después de lo cual el Congreso expulsó de México a todos los nativos de España. Con ello se perdieron muchos hombresvalientes, activos e industriosos, así como muchos grandes capitales.

La historia de la República Mexicana no es sino una enumeración incesante, melancólica y funesta, de una serie de revoluciones, de guerrasciviles y de pronunciamientos contra los presidentes; de furor y de rabia por la autoridad y la riqueza del individuo a cargo del todo; una historialamentable de ruina y destrucción de las riquezas materiales, de la dignidad moral que es la base de todas las naciones, de toda sabiduría y detoda educación y cultura; es la historia de una desmedida corrupción en todos los ramos de la administración y de la justicia.

En medio de este miserable estado sólo dos cosas podían prosperar: los asaltos y las misteriosas componendas con las más bajasmaquinaciones. Siempre y en todos lados donde había una insurrección o una lucha aparecía el nombre de Santana, que en todo estabapresente tomando parte principal, en el ambicioso juego que ha sabido jugar tan perfectamente.

Aprovechándose de la anarquía y de la impotencia del imperio y sin que se les hubiera dado ningún pretexto para nacerlo, los americanos delnorte sorprendieron en 1846 al pobre país y penetrando hasta la ciudad de México impusieron una paz vergonzosa por la cual se quedaban conmás de la mitad del imperio. Sin embargo, también es verdad que aquellas provincias así conquistadas gozan actualmente de una prosperidadcomo jamás conocieron bajo el gobierno mexicano.

Era a este estado de cosas que la intervención francesa debía poner fin. Ésta es la Independencia, éstos eran los héroes que debían honrarseen septiembre de 1864 en la ciudad y en la corte, donde se habían preparado grandes fiestas.

Con mucha razón había hombres que no sentían el deseo de tomar parte en ellas. Sus padres habían sido asesinados o sus tierrassaqueadas. No era de extrañar que el teatro donde fuimos martirizados con una representación que no tenía fin, con arengas, discursos ydemostraciones patrióticas, que el teatro, digo, estuviese casi vacío. Un tremendo aguacero que parecía un verdadero diluvio sirvió a muchosde buen pretexto para excusar su ausencia. El agua corría por las calles de la ciudad a una altura de varios pies y de las pocas carro zas no seencontraba una, así que muchos señores, siguiendo la costumbre del país, recurrieron a los buenos indios que sobre las espaldas lostransportaban por las calles, sanos e incólumes.

Al día siguiente hubo fuegos de artificio en la Plaza Mayor. La iluminación era general y la plaza, ya bella de por sí, ofrecía aquella noche ungran encanto. Nuestro interés no cesaba ni un momento al caminar dentro del grandísimo espacio porque aquí, durante esa larga noche, se juntansiempre los indios. Pequeños tripiés con carbón ardiendo iluminaban sus morenos rostros. Junto a ellos una vieja india vendía sus tortillas. Sobreuna especie de pequeña pirámide con gradas de madera, dispuestas en fila, había botellas, lindamente doradas y pintadas, llenas de pulque. Deallí era servido en vasos de cristal rojo, blanco o verde, presentándolo a los indios con la más graciosa astucia, para tentarlos y seducirlos.

Unos cuantos días más tarde vivimos un fenómeno de la naturaleza que para nosotros, los nórdicos, es rarísimo, pero no así para loshabitantes del suelo volcánico de América, fenómeno que con mucha frecuencia siembra la ruina y la desolación entre los pueblos de esteContinente.

Corría la noche del 2 al 3 de octubre. El día había sido muy caluroso y, al caer de la noche, el aire se hizo sensiblemente grave y pesado. Meatormentaba un intenso dolor de cabeza, tenía yo el pulso febril, así es que me acosté en mi cama y me dormí. Estaba en el más profundo sueñocuando tuve la sensación de ser dulcemente mecida. Pero el movimiento poco a poco se hacía más fuerte y cuando pude entender bien de lo quese trataba, ya todo a mi alrededor chocaba y gemía. Las sillas y las mesas se encontraban entre sí, la ondulación y el movimiento bajo mis piesera tal que pensé estar de nuevo en mi cabina del barco. Parecía que en cualquier momento caería el techo de mi cuarto y que las paredes seprecipitarían sobre el patio. Jamás, nunca, podré olvidar aquella impresión aterradora, angustiosa, cuando la tierra parece que huye de nuestrospies y se pierde toda seguridad, cosa en la que nunca se había pensado. Casi interminables me parecieron los dos minutos que duró elterremoto. Por todos lados, dentro de la casa, en la calle, era un corre corre general, una agitación, una de exclamaciones. A las prisas me puse

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un vestido y corrí al patio donde, con los trajes más estrambóticos, se encontraban ya reunidos todos los de la casa. Uno de ellos, sintiendo sonarlos vidrios de su puerta se despertó y viendo que se movía el espejo que usaba para rasurarse y oyendo todo aquel barullo, pensó que losladrones se habían metido a su recámara. Con alta voz gritando au voleur, con una vela que tenía en la mano, cuya clara luz iluminaba bien suvestido adamítico, apareció sobre la galería de la planta superior y sólo después de una larga disputa se consiguió persuadirlo de que no habíasido la audacia humana sino que la tierra había temblado sin la cooperación de ningún mortal.

El susto terminó alegremente. Los europeos, tan poco acostumbrados a estas cosas, no sabíamos si en realidad había sido un gran terremotoy a la mañana siguiente los mexicanos no nos entenderían y se reirían de nosotros.

Pero no fue así. Nadie recordaba nada igual y los habitantes permanecieron tan asustados y aterrorizados que nadie volvió a su lecho ypasaron la noche rezando enmedio de una mortal angustia. En la ciudad de México nada hubo que lamentar porque está asentada en una sutilcapa de tierra sobre una vasta base de agua, tanto que los terremotos son ondulatorios y más ligeros y jamás las casas pueden ser destruidas.Pero en otras ciudades del imperio había causado grandes daños. De Puebla, de Orizaba, de Jalapa, de Oaxaca, y de algunos otros lugares,llegaban lamentables noticias. Afortunadamente no se cumplieron las profecías de algunas personas, temerosas de que se repitiese ladesgracia.

Más que el terremoto me horrorizó el descubrir, a la mañana siguiente, un gran escorpión que se había ocultado en mi lecho; y aunque esverdad que no había sido hostil conmigo, lo aplasté.

Mientras tanto, se esfumó nuestro proyecto de partir de México hacia La Habana y Nueva York, para después ir a las cataratas del Niágara,pues no había posibilidad de llegar hasta Veracruz en carroza; y mientras aquí y allá todos pronosticaban que había terminado la estación de laslluvias, más nos fastidiaban los aguaceros. Todo lo que en realidad hacía esperar que cesaran en poco tiempo era la irregularidad, porque ni lasmañanas eran seguras y los diluvios tropicales se hacían ya molestos, tanto como nuestras bien conocidas lluvias otoñales.

La incertidumbre era penosa y la idea de la próxima separación nos dolía cada día más. Era duro, lo confieso, el decir adiós para siempre aeste bello lugar, el cual, por su clima, por sus bellezas naturales y la riqueza de su suelo, no es sino un pequeño paraíso.

Al terminar el mes de octubre el emperador regresó de su viaje, contentísimo y alegre de las experiencias y de las observaciones que habíapodido hacer por sí mismo. Lejos de la capital encontró hombres más inteligentes, caracteres más enérgicos y más leales, con lo que susesperanzas de poder triunfar en su obra se reavivaron.

El 8 de noviembre, cuando nos despedimos en Chapultepec de sus majestades, nos dijo el emperador: "Decid a mi madre que nodesconozco la dificultad de mi tarea, pero aseguradle también que no me arrepiento de haber tomado tal resolución".

Y en verdad ahora las cosas parecían tan bien como nadie osaba esperarlas. La guerra en el norte de América se inclinaba a favor de losestados del sur, de los cuales México podía esperar el tratamiento de buen vecino. Muchos entre los disidentes se habían sometido alemperador. Las bandas de Juárez se hacían menos numerosas y más grandes y compactas las de Maximiliano.

En general, todo su deseo era reconciliar entre sí a las diversas facciones. Muchos acercamientos ya se habían efectuado y parecía que laprofunda necesidad de paz y de legalidad que el país sentía había atraído hacia el emperador un gran número de hombres con la voluntad de unirsus esfuerzos y su trabajo a los del monarca, para hacer florecer nuevamente las inmensas riquezas del país y allanar los caminos hacia laprosperidad.

Sin embargo, el primero en obstaculizar el imperio fue el clero, que en México tiene un gran poder con frecuencia peligroso. El bajo clero esordinariamente pobre y está estrechamente unido a sus feligreses, siendo muy accesible a las ideas de libertad. Así lo vemos levantar fanático elestandarte de la rebelión y llevarlo adelante aun manchado de sangre y delitos. Al contrario, la alta jerarquía pertenece desde hace mucho tiempoal partido conservador. Con el correr de los años acumuló desmedidas riquezas, se hizo influyente y poco a poco se apoderó de las tierras de lamitad del país.

Esta opulencia contribuyó grandemente a conservar el esplendor y el prestigio del sacerdocio, que no era muy edificante. Una buena parte eraempleada en intrigas políticas, en pompas y en placeres que bien contrastaban con la vocación sacerdotal y los deberes religiosos. La grandesvergüenza de su vida privada es bien conocida. En esto se halla de acuerdo el bajo clero, y apenas si guarda la aparente decencia y respetalos más religiosos deberes.

El gran obstáculo, la gran dificultad entre el gobierno del emperador Maximiliano y el clero, fue la confiscación de una parte de los bieneseclesiásticos; confiscación que fue hecha por otros gobiernos después de la guerra de independencia. Pero el clero no solamente esperaba sinoque exigía su recuperación, olvidando que en los varios decenios transcurridos esos bienes habían pasado de una mano a otra y, por la fuerza delos acontecimientos, se habían creado intereses y condiciones irrevocables. Bien pronto entendieron los reverendos que el emperador nointentaba secundarlos ni podía acceder a sus exigencias, y que tampoco estaba dispuesto a plegarse ante la ilimitada prepotencia con la cualintentaban quitarle autoridad.

El modo anticristiano con que ejercitaban su sagrado ministerio causó más de una vez su dolor y su indignación, indignación y dolor que conél compartían todos aquellos que, con el mayor respeto por la religión católica, tenían la profunda convicción de que la misión más benéfica sobrela tierra, es la de una caridad activa.

El alto clero de México fue el que fríamente comenzó a excavar y minar las bases del trono del emperadorMaximiliano.

CAPÍTULO X

Preparativos para la partida. El Desierto. El día de Todos Santos. La separación. El retorno. Estadía forzosa en Veracruz Los Belgas. La"Louisiane". Embarque. En el mar. Padecimientos repetidos. Santiago de Cuba. El mar y sólo el mar. Todo tiene un fin y también "un viaje aMéxico".

HASTA PRINCIPIOS de noviembre pudimos seriamente pensar en nuestra partida. El camino hasta Córdoba estaba impracticable, ningunadiligencia transportaba todavía pasajeros. Sin embargo estábamos firmemente resueltos a hacer el camino aun a pie o a caballo para poderalcanzar el vapor francés que partía a mediados de noviembre de Veracruz a St. Nazaire.

Pero antes queríamos hacer una magnífica excursión y fuimos a las ruinas del convento del Desierto [de los Leones], que se alzan sobre unaroca en medio de un bosque tan bello y grandioso que deleita el alma. Junto hay un ojo de agua cuyo fresquísimo líquido recorre muchas leguaspor medio de un acueducto hasta llegar a la capital. A esa fuente íbamos también nosotros a calmar nuestra sed.

La vegetación tiene aquí un sublime encanto y si se exceptúa el parque de Chapultepec no hay en México árboles tan maravillosos y tan altos.La mayoría son de la especie resinosa, cuya belleza sorprende y fascina.

El más bello tapete de verdor se extiende por todo, en un casi voluptuoso abandono, sobre las colinas y por los valles, y cientos y cientos dearbustos recubiertos de miles y miles de bellísimas flores se apoyan en sus troncos, de modo que la grandiosa majestad del paisaje, en unaespecie casi de euforia, ofrece un magnífico espectáculo siempre sorprendente.

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En el convento, ya en ruinas, hay ahora una fábrica de vidrio. Uno de los operarios, oyéndonos hablar en alemán, vino alegre a nuestroencuentro, pues el oír la lengua materna lo había conmovido. ¿Qué azar habría llevado a este hombre hasta tierras tan lejanas?

Nuestros queridos amigos mexicanos, con las más cordiales súplicas y con las más gentiles proposiciones, nos pedían quepermaneciéramos en el país durante el invierno; pero nosotros teníamos razones serias e imperiosas para no poder aceptar sus afectuosísimasinstancias, aunque su deseo fuese también el nuestro y grande el dolor al tener que abandonar América. Era una pena tantálica oír aquellasmaravillosas proposiciones sin poder aceptarlas.

El día de Todos Santos lo pasamos en México. En cierto modo nos pareció extraño porque se celebra con alegría, con cosas que chocan yofenden el corazón, con frivolidad, mientras que en todos los países católicos ese día, más especialmente que cualquier otro, se honra a los quequisimos en vida, a los que mucho amamos y nos robó la muerte.

Ya muchos días antes se ponen palos, se alzan tiendas y puestos en la Plaza Mayor que, poco a poco, va llenándose de juegos y confituras.Todo es simbólico, todo recuerda el día de los muertos, así es que no se ven más que pequeños féretros, calaveras, esqueletos, catafalcos ysacerdotes con sus sombreros a la don Basilio, como los usan en el país; largos carros de pompas fúnebres de todas dimensiones y formas, demadera, de azúcar o de cartón, que se ofrecen a los niños para su solaz y para deleite de su paladar. Felices, corren las criaturas por lasangostas calles que los puestos forman en la plaza y se mira, se goza, se compra. En fin, es un día de fiesta. En todas las casas al caer de lanoche se pone una mesa sobre la cual se apoyan catafalcos burlescos y donde se exhiben toda clase de alimentos y de frutas. Los niños y loscriados creen que mientras en la casa se duerme, vienen aquí los muertos a sentarse y a banquetearse.

AI anochecer, a la luz de antorchas y linternas, el mundo elegante de México se vuelca sobre la gran plaza. Allí se pasea entre los puestos, losnegocios ambulantes; allí se ríe, se platica, se bromea y así termina un día que para ellos no es ni melancólico ni solemne.

En general, en ningún lugar vi tan poca piedad como en México. Tanto el noble como el plebeyo sufren la gran influencia del clero y tanto unocomo el otro besan humildemente la mano del prelado y observan las prácticas externas con sumo cuidado; pero nada es menos devoto que elejercicio del oficio divino.

Casi como un rebaño que reposa sobre el prado, el pueblo se amontona en torno al altar sobre el sucísimo pavimento. Las señorasdistinguidas, con sus riquísimos vestidos de seda y sus mantillas están allí amontonadas junto a los sucios léperos y aquí y allá se ven perros delos millares y millares que vagan sin dueño por la ciudad y que entran a la iglesia y se acurrucan en los vestidos de las damas, ladrando y a vecespeleando.

Nada hay menos devoto que este espectáculo pero cuando en la iglesia suena la campanilla todos inclinan la cabeza y con una indecibleprontitud se hacen miles y miles de cruces llevándose las manos a la frente, a la boca y al pecho. Un sacerdote francés me contaba que un día,cuando vio por la primera vez desde el altar todo aquel agitarse y contorsionarse, le fue necesario un gran esfuerzo para no prorrumpir encarcajadas. En México, sin embargo, no hay, como en Veracruz, la costumbre de abanicarse clamorosamente dentro de la iglesia; raras veces viun abanico en las manitas gentiles y pequeñas de las mexicanas.

No terminaban nunca para nosotros las afectuosas pruebas de amistad y de amabilidad. La pareja imperial nos despidió con lasdemostraciones más gentiles; en la ciudad una invitación seguía a la otra, pero ya se acercaba el día de nuestra partida y no podíamos volvernosatrás. El día y hora determinados debíamos estar en Veracruz para zarpar en el vapor francés.

Era la media noche del 8 al 9 de noviembre cuando, acompañados de los amigos europeos, dimos el último adiós a la bella casa del Puentede San Francisco, yéndonos a pie hasta el Hotel de Iturbide, donde debíamos tomar la diligencia.

Silenciosos y pesarosos atravesamos por la última vez la calle que a esa hora ya estaba desierta y que sólo aquí y allá iluminaban unascuantas linternas de mano puestas sobre el empedrado. Débil y monótona llegaba hasta nosotros la lejana melodía de un organillo alquiladoprobablemente por algún joven que llevaba serenata a su novia, degeneración máxima de los bellos tiempos de la caballería y de los juglares.Aparte de esa armonía ni una voz, ni un paso rompía aquel silencio. Con el corazón lleno de dolor y de melancolía, y deseando felicidad a losamigos de los que debíamos separarnos, emprendimos el viaje.

Bombelles y el mayor Boleslavsky nos acompañarían hasta Veracruz, donde debía esperarnos la primera división de la Legión Belga. Algunoscazadores subieron al toldo y así emprendimos el viaje de regreso al país natal, viaje a cuyo fin nos esperaban caras y suaves alegrías y cientosde dulcísimos encuentros, pero que se iniciaba oscuro y penoso.

Lenta y cautamente avanzamos en la oscurísima noche, sólo las risueñas imágenes de tantos y tan bellos días pasados revoloteaban en mimemoria hasta que, dominada por la fatiga, cerré por pocos momentos los ojos al sueño. Finalmente el cielo se hacía luminoso y cuando a lasseis de la mañana comenzamos a subir Río Frío, se levantaba el sol difundiendo una luz purpurina sobre la nieve de los volcanes, los cualesaparecían ahora tan cerca de nosotros, que casi se diría que podían tocarse con las manos. Era un espectáculo grande y maravilloso, unespectáculo que sólo es posible soñar.

Parecía que la naturaleza se empeñaba en hacer mayores sus seducciones y sus atractivos tornando así más dura y angustiosa la separación.Con el cambio de la estación, en la cual ni una nube mancha un cielo tan puro que parece de cristal, se desplegaban nuevos cuadros antenosotros; cuadros que, durante la pasada primavera, al acercarse la estación de las lluvias, nos habían estado velados.

Los caminos eran malos, el calor y el polvo nos sofocaban, y cansados y adoloridos hacia las cinco llegamos a Puebla. Frente a la Garita vinoa encontrarnos monsieur de Heckeren, que había yo conocido en México, donde formaba parte de la legación de Francia. Ahora estaba en laguarnición de Puebla y nos traía un recado de su coronel para invitarnos a cenar, invitación que aceptamos con alegre gratitud, pues habiendobajado en el Hotel de Diligencias quedamos horrorizados de la suciedad y el mal olor de los cuartos, de los corredores y del gran patio. Por todoslados paseaba sin importarle nada, pavoneándose, una magnífica guacamaya.

El coronel Janningross nos sirvió en su graciosa casa, que está sobre la Plaza Mayor, una exquisita comida. Entre los huéspedes había unoso septentrional perfectamente domesticado pero tan miedoso todavía que con gran embarazo, del modo más extraño, se metía una de laspatas en el hocico. Después de la comida recorrimos las calles de la ciudad donde aún se veían los daños causados por el último terremoto, elcual no había dejado ilesa casi ninguna casa.

El prefecto de Puebla nos ofreció graciosamente una habitación privada que no pudimos aceptar ya que pasando la medianoche debíamosproseguir el viaje.

El primer tramo del camino después de la ciudad de Puebla, es malo, áspero, lleno de guijarros y rodeado de inmensos campos de cactos ymalezas; por todos lados nos circundaban las montañas espléndidas y maravillosas. Atrás se veían el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, que parecíantocar el cielo con sus bellas y estupendas cimas de un blanco purísimo. A la izquierda se encontraba la Malinche y ante nosotros se alzaba lamaravilla de las maravillas, el Pico de Orizaba, El Citlaltepetl de los aztecas.

El estupendo paisaje de las cumbres duró varias horas. El camino era inclinadísimo, pésimo. Nuestros compañeros prefirieron hacerlo a pie.Mi amiga y yo, temiendo los rigores de aquel bello sol tropical, soportamos resignadas y pacientes las sacudidas y el traqueteo incesantes. Lasubida fue lenta pero cuando llegamos al valle, tronó el látigo del cochero y las ocho mulas emprendieron una carrera desesperada, volando de

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aquí para allá, de abajo arriba, ahora pasando a la orilla de profundos abismos, ahora ladeándose, ahora por curvas devorando el camino,descendiendo el altísimo monte. Yo cerré los ojos y en una sublime resignación, me abandoné a mi suerte.

Mientras más nos acercábamos a Orizaba, más pomposa y alegre se hacía la vegetación y más bello el camino. Entre la ubérrimavoluptuosidad de los prados, entre el encanto de los montes, entre bosques de naranjos, de granados y de plátanos surge aquí, más bella, másespléndida, la blanca y luminosa pirámide del Pico de Orizaba.

La hospitalidad exquisita de la familia Escandón se extendió para nosotros hasta Orizaba, donde ellos poseen la más grande fábrica detejidos de algodón que existe en el país y cuyo nombre es Cocolápam. Fuimos recibidos en la Garita por un empleado, el cual nos acompañohasta la estupenda fábrica; allí, después de dos largas noches sin dormir, descansamos de las fatigas del día reposando en un lecho que eranuestro mejor regalo.

Cuando a la mañana siguiente me asomé a la ventana surgía entre las verdes colinas el Pico, que doraba el sol naciente. Me invadió entoncesun sentimiento de profunda melancolía porque me era necesario separarme, tal vez para siempre, de aquella infinita y grandiosa belleza y másaún, porque me dolía el pensamiento de que yo me embriagaba con aquel encanto indefinible y que no podía compartir con los seres que medeseaban cerca, por lo que el corazón, con aquella superabundancia de impresiones, parecía salírseme del pecho, así, en aquel momentosolemne pensaba que siempre tendría el vacío de no haberlo compartido con ellos.

La diligencia que nos había transportado hasta aquí tuvo que regresar, pues el camino de Orizaba a Córdoba, aun cuando no tenía más quecinco leguas, estaba tan malo y con tantos derrumbes que el patrón no quería correr el riesgo de arruinar a sus pobres bestias. La últimadiligencia había recorrido aquel mismo trecho en veinticinco horas.

Quedó al cuidado de nuestros compañeros conseguir otro vehículo. Un gentilhombre de Orizaba se encargó de llevarnos hasta el final delviaje.

Subimos a una carroza altísima, angosta, toda de hierro pintado de rojo y cuyo techo era una cubierta extendida sobre unos palos.Se nos asociaron varios viajeros que nos seguían en otras dos carrozas. El empresario de la expedición subió al frente del primer carro

dirigiendo esto y aquello, examinándolo todo cuidadosamente; y en verdad debemos mucho a su prudencia, pues sanos y salvos recorrimos ensólo ocho horas un camino que, cuando íbamos hacia la ciudad de México, hicimos en dos. Los hombres iban a caballo pero aun este modo de transporte tenía sus peligros, pues en algunos lugares los caballos se hundían en los pantanos hasta el pecho.

¡La verdad es que el camino era inconcebible!Atravesamos torrentes sin puentes, pasamos sobre rocas desmoronadas y troncos de árboles,por pantanos y zanjas y lodazales que nos cortaban la marcha, sin tregua para vencerlos y con el esfuerzo máximo del cochero y sus admirablesbestias. No era posible hacer más y verdaderamente las incomodidades rebasaron toda medida.

En varios puntos bajamos de la carroza y a pesar del ardiente sol tropical proseguimos durante horas, muchas veces, a pie. La carroza semeneaba tanto y las sacudididas eran tan fuertes, que nos empujaban hasta tocar el techo de la carroza con la cabeza o las barras de fierro conlos brazos y las espaldas, por lo que nos juntábamos lo más que podíamos para ofrecer así mayor resistencia.

Finalmente nuestra desesperación fue tan grande que mi pobre amiga prorrumpió en convulsivos sollozos. Ahora la mágica belleza del lugarno servía sino para conmovernos más. Queríamos ver, admirar todo, pero no nos ayudaban las fuerzas físicas. La vegetación era fulgurante yaparecían una infinita variedad de árboles, de prados, de flores, de hojas y de lianas que no nos cansábamos en mirar y admirar. Todo parecíamás feraz que a nuestra ida ya que después de las lluvias regulares aquella magnífica naturaleza se había hecho más lozana y el aire era muchomás claro y transparente.

Nuestra entrada a Córdoba la hicimos a pie. Esta pequeña ciudad con su bellísima catedral se levanta entre un mar de verdor y de floresdonde sobresale, elegante y esbelta, la palma de coco.

Monsieur Legrand, un rico francés, nos ofreció su casa, y su esposa nos recibió cordialísimamente dándonos una estupenda comida y lechosexcelentes, pero habiendo dejado medio abierto el pabellón que cubría la cama, los mosquitos dieron con nosotras y pasamos una noche casiinsomne.

A las seis de la mañana del día siguiente nos despedimos reconocidísimos de la hospitalidad y proseguimos el viaje.Todos teníamos un vivo deseo de llegar aquella misma noche a Veracruz aunque la jornada fuera larga y fatigosa. El paisaje del Chiquihuite

fue nuevamente encantador; de allí se baja a la ardiente llanura que se extiende hasta el mar.Quiso la fortuna que el cielo se nublase, por lo que los rayos del sol se mitigaron un poco; pero la atmósfera húmeda y pesada como la de un

invernadero hacía que nuestra cara se llenara de perlas transparentes.Finalmente llegamos a Camarón, que es la primera estación del ferrocarril, de donde, con una rápida corrida de dos horas, llegamos a la

funesta Veracruz la noche del día doce.Fuimos malamente alojados en el hotel, que está sobre la gran plaza, y donde tuvimos la desdicha de pasar cinco largos días. La Louisiane no

podía hacerse a la vela ya que debía esperar la carga de varios millones de pesos, que se había retardado a causa de los caminosimpracticables. No fueron alegres los días que pasamos en aquella ciudad pestilente.

De la mañana a la noche nos sentábamos casi siempre bajo el portal del hotel donde debido a las corrientes de aire se podía vivir y respirar;de ahí veíamos el ir y venir en la plaza, que no era muy animado, y sorbíamos con popotes de paja nieve de limón. De un modo especial teníanasediada la plaza centenas y centenas de zopilotes, los cuales apenas se dignaban dejar libre el camino a los peatones; y cuando pasaban lostranvías volaban lentamente hacia el palacio de gobierno o a la cúpula de la catedral. Estos nauseabundos animales hacen en Veracruz elservicio de la limpieza sanitaria, por lo que se castiga con una multa en dinero al que se atreva a matar uno.

La Louisiane había traído de Europa una división de la Legión Belga comandada por el coronel Van der Smissen, que había yo conocido enBruselas. Lo acompañaba el hijo del ministro de la Guerra, Chazal, el cual murió valientemente pocos días después, en un encuentro con losliberales. Éstos y otros de sus compañeros nos entretenían alegremente abreviando, en cierto modo, las horas. Lo mismo hacían los oficiales dela Novara, los que después de una breve excursión a La Habana, estaban siempre anclados frente a la isla de Sacrificios y venían a visitarnostrayendo consigo la banda de música para dejar a un lado el fastidio. Fue interesantísimo el pequeño viaje que hicimos a Medellín, lugar un pocomás salubre donde los veracruzanos tienen sus casas de campo. Como grdia de honor y para defendernos comisionaron un grupo de esbeltosegipcios de buena complexión, que con graciosa elegancia portaban sus turbantes, sus trajes blanquísimos, sus largos arcabuces y un puñal en lacintura. Aquellos negros africanos soportan valientemente el maléfico clima de las costas mexicanas. A mí esta compañía me tenía en mayoragitación que si hubiese estado sola. El prefecto de Veracruz nos acompañó. Por ferrocarril llegamos a la ribera de un bellísimo río distante unalegua del mar.

El puente del ferrocarril que antes conducía hasta la otra orilla se derrumbó bajo la presión de un convoy, y los rieles aparecían aún fuera delagua.

En una piragua alcanzamos el otro lado y el viaje continuó en un carro abierto que se movía a base de empujarlo. Después bajamos en unlugar de floridas praderas para visitar las miserables barracas de madera que son las casas de campo de los veracruzanos.

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El camino era bellísimo. Los árboles de mango, los maravillosos zapotes y otras plantas, ofreciendo una magnífica sombra se extienden hastael borde del tenebroso torrente, y crece como maleza la Cana Indica, cuyas flores, de púrpura, cubren por muchas millas el terreno. De lejosveíamos las grandes plantaciones de algodón y de caña de azúcar, etc.; y no salíamos del estupor al encontrar en la vecindad de la tierra mástétrica del mundo un lugar tan ameno y feraz.

Finalmente embarcamos el día 16, no sin saber ya, por los oficiales belgas, cuántas tribulaciones y grandes padecimientos nos esperaban abordo de la Louisiane. Mi corazón se hizo pusilánime y estaba aterrorizada. La Louisiane era un barco construido de hierro, largo, angosto,privado de toda ventilación, y cuyas cabinas eran tan estrechas y faltas de aire, que no podían imaginarse iguales. Aquí el pobre pasajero, sienfermaba, no tenía un descanso, ni un momento le era concedido acostarse cómodamente, y había que ejercitar la paciencia y el coraje parasoportar los 32 grados Réaumur de la cabina y la constante ondulación del navío; y luego el tormento del mareo, la pena de las noches deinsomnio, en una palabra, las grandes y pequeñas molestias, las grandes y pequeñas miserias. Y aún así, después de tanto miedo y de tantaincertidumbre, era necesario aceptarlo casi alegremente, imponiéndome una imperturbabilidad forzada e inmutable para soportar todo másfácilmente.

El 17, después del medio día, se levaron anclas. El pasaje se componía en su mayor parte de empleados militares y civiles; había dos familiasalemanas que retornaban después de haber pasado largos años fuera del país natal. Había también algunos criollos y algunos mexicanos. Entreestos últimos estaba Miramón, que el emperador enviaba en misión especial a Berlín, tratando de alejar a aquel hombre peligroso. En el Golfo elmar estaba tranquilo y la primera noche gozamos del encantador espectáculo de una estupenda fosforescencia, como no la habían visto todavíani los más viejos. Por donde se ponía el ojo no se veía sino un mar de llamas.

Ya azulosos, ya rojizos, salían del más profundo de los abismos los globos luminosos, y el navío dejaba detrás de sí, hasta muy lejos, unaestela que parecía de fuego.

En los primeros días yo me sentía morir y todo el mundo me compadecía. Debo confesar que hubo momentos en que buscaba un rincón,llorando lágrimas de desaliento y de intenso dolor. Permanecí sobre el puente y poco a poco supe dominarme, con la fuerza que lospadecimientos físicos y morales me habían dado. A pesar del mar agitado y del siempre más fuerte movimiento del navío, me sentí mejor. Queríaparticipar de todo pero cualquier movimiento me resultaba imposible y no hacía sino permanecer durante largas horas en la cubierta donde, por laviolentísima ondulación del navío, más de una vez caí al suelo, hasta que, volviéndome a un marinero le dije con firmeza: Amarrez moi y el buenhombre, sin hacerse de rogar, me amarró al mástil y al respaldo de fierro de las bancas. Con fuerza llegaban las olas hasta el puente y una nocheque me había quedado sola, sentada en una mecedora que habla comprado en Veracruz pero que aquí poco podía yo usar, vi una enorme olaque venía contra la cubierta y se dirigía hacia mí. Intenté huir, pero antes que pudiese estar de pie, las aguas me arrastraban. Afortunadamente fuia dar contra un cañón al que pude asirme hasta que vino el piloto a socorrerme y me levanté. El hombre, sin ceremonias, me condujo de nuevo ami cabina diciéndome: Restez en bas, il ne faits pas un temps pour les dames la haut!

Por ventura mi cuartito estaba al pie de la escalera y como de arriba venía un poco de aire, jamás lo cerré más que con una cortina. La mayorparte de las otras cabinas daban sobre el comedor cuyo aire respiraban sus ocupantes, que vivían sofocados en tal atmósfera. Su tamaño no eramayor que el de un armario de espacio mediocre, tan pequeñas que apenas si cabía una camita mezquina y con grandes dificultades podía unavestirse. El salón comedor era larguísimo y estrechísimo; las mesas y los bancos estaban fijos al suelo y solamente yo, que me sentaba en laparte más angosta de la mesa, al lado del capitán, gozaba del privilegio de un pliant que con frecuencia amenazaba con llevarme al suelo.

Yo no sabía más que aceptar el gracioso ofrecimiento del capitán, asirme a su brazo y así permanecer estrechamente juntos. En la comida delmedio día había siempre el violons, que sostenía con firmeza los platos, las botellas y los vasos.

Nuestro buen comandante Laurent estaba siempre atento a endulzar y alegrar, en todo lo que podía, las miles de tribulaciones de nuestroviaje. Después que me ofrecía su brazo durante la comida, evitando así el perpetuo peligro de caer al suelo en cualquier momento, nos llevabadespués del almuerzo a mí y a mi amiga, a pasear por el barco, con la condición de que le permitiésemos fumar su pipa. Sin el apoyo de aquelbrazo vigoroso, sin la seguridad de este pied marin, nuestro paseo hubiera sido imposible. Mientras tanto nos hablaba de sus alegríasdomesticas, de su esposa y de sus hijos, de la vida que había llevado, de cómo había sido oficial de la marina imperial y de cómo después, poramor a su dilecta señora, había aceptado servir en la Compagine Transatlantique, la cual pagaba mucho mejor; por lo demás, su vida era másbien monótona. Seis veces al año atravesaba el océano de St. Nazaire a México.

El día 22 al caer de la tarde entramos en el bellísimo puerto de Santiago de Cuba. La isla tiene tantas curvas y tantos senos que el puertoparece un lago rodeado de tierra por todos lados. Desgraciadamente era ya tarde y era mejor no desembarcar, por lo que permanecimos abordo mientras se cargaba carbón. Del bello lugar no veíamos más que las orillas seductoras y ubérrimas, y entre ellas y el navío, la loca agitaciónde los peces que los franceses llaman marsouins, que saltaban a una altura de varios pies fuera de las olas y que, con insolente y temerariojuego, acompañaban nuestra nave. Cuanto más nos internábamos en alta mar, más parecían divertirse y alegres y festivos iban de una a otraonda gozando de su loco delirio. El 27 llegamos a Fort de France, en nuestra simpática y magnífica Martinica, y he aquí que al amanecer del 28surgía para nosotros un día en que debíamos encontrar la compensación a toda la fatiga, de todos los padecimientos pasados y cuyo recuerdosupera cualquiera idea de fastidio y de incomodidad. Nosotros y algunos de nuestros compañeros bajamos a tierra y fuimos a la Savanne paratomar un pequeño vapor donde viajamos al lado de muchísimos negros, mulatos y criollos, hacia Saint Pierre.

Por más de dos horas rodeamos las costas de la isla, cuyo panorama se extendía ante nosotros espléndido y encantador. En los valles y enlos senos se veían deliciosas villas escondidas entre palmas y bananeras, rodeadas de plantaciones de café y de caña de azúcar que alternabancon rocas y altos árboles que las lianas cubrían totalmente y que con frondosa exuberancia, acariciándolos dulcemente, llegaban hasta el mar. Eleuropeo no sabe lo que es un encanto semejante. Saint Pierre se apoya al monte de un modo extraño y original y es la capital comercial de laisla. Tiene calles estrechas, bien alineadas, inclinadas, limpias, con un gran número de tiendas. Las casas son bajas, pintadas de vivos colores.Las negras y las mulatas, con un coqueto turbante, llevaban en las orejas aretes desmesurados. El vestido se alza por delante dejando ver unasmedias blanquísimas y unas graciosas zapatillas rojas, lo que, si no tiene el sello de la severidad y de la virtud, tiene eso que los francesesdefinen como beaucoup de cachet. Encontramos en un hotel una excelente colación de exquisitas frutas y sorbetes de agua congelada. Después,como no había medio de conseguir una carroza, nos dirigimos a pie al jardín botánico de St. Pierre, que era el motivo de nuestra excursión y elcual, por cierto, es el más bello del mundo. Era el medio día y el calor excesivo, pero eran tales los encantos del camino que la fatigadesaparecía. Pasábamos por las más lindas villas, por los más deliciosos jardines donde se cultivaban los árboles más raros y las flores másdeslumbrantes; por senderos y prados por donde corrían limpidísimos arroyos. Todo estaba cultivado y todo reflejaba una belleza paradisiaca.Así, de admiración en admiración, de arrobo en arrobo, llegamos a la reja de hierro del celebérrimo Jardín des Plantes de Saint Pierre. Aquí, enun pedazo de tierra que la naturaleza dotó con el más voluptuoso esplendor y un encanto indefinible, entre peñascos que las flores y el césped, losárboles y las lianas hacen imperceptibles, corre un torrente cristalino que forma caídas de agua o diques que causan nuestra admiración. Setos,frutos y árboles, se aunan en la más suave armonía. Toda suerte de palmeras, de heléchos, de árboles de caucho, de árboles que sacan yentierran nuevamente las raíces en el suelo, una verdadera selva de maravilla plantada por el hombre, una selva magnífica, se ofrecía aquí a

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nuestra admiración. Bella con una belleza fascinante, era demasiado grandiosa para poder gozarla sin pesar en tan breve tiempo. A esta sublimegrandeza, a esta mágica pompa era necesario habituarse porque las impresiones, una detrás de otra, continuamente se sucedíanconmoviéndonos hasta decir: ¡Es demasiado!

Un rico propietario de la Martinica, el cual ordinariamente vivía en París, monsieur de Larintie, que ya tenía noticia de nuestra llegada, vino deprisa con un amigo al Jardín des Plantes para darnos la bienvenida, y con aquella cortesía que le es propia nos hizo la más exquisita gentileza:prestarnos una carroza que nos llevó de nuevo a la ciudad.

Al dar las 2, a pesar de que el calor era más fuerte que nunca, tuvimos que volver a bordo de nuestro pequeño vapor para llegar hasta Fort deFrance. A pesar del cansancio nos sentimos fortalecidos, reanimados y consolados por el goce indefinible que habíamos tenido.

Durante la noche la Louisiane navegaba siempre mejor, con las velas desplegadas, en el gran océano Atlántico. Teníamos el viento propicio ycon la velocidad de un relámpago éramos empujados hacia nuestra meta.

El estar sobre cubierta ahora era casi imposible, pero yo, subiendo la escalera y asiéndome del barandal, silenciosa y pensativa admirabaaquel mar impetuoso cuyas olas tenebrosas y siniestras irrumpían contra nosotros tan amenazadoras que se diría que querían tragarnos, yallevándonos hasta su cima, ya hundiéndonos hasta los más profundos abismos.

Ahora, en verdad, el mar se mostraba efectivamente bello y estupendamente grandioso, tanto que parecía una audacia temeraria y una locuradesafiar en fragilísimos barcos aquella gran potencia, esa potencia que sólo por generosidad no nos hacía desaparecer sino que jugaba connosotros como un león con un cachorrito.

Hasta el 8 de diciembre el calor fue intenso. La noche de este día fue bella y estuvimos hasta muy tarde en cubierta, bajo un toldo. Algunashermanas de la caridad que habían cumplido su misión en México, regresaban a Francia. Hasta los oficiales franceses las trataban con la mayorveneración. Modestas y cordiales, entonaban cantos acompañadas por algunos de nuestros amigos. Aquellas simples melodías resonabanbellas y solemnes en la desmesurada soledad del mar y aquí, entre el cielo y la tierra, se sentía la presencia de Dios.

En pocos días más comenzaron a soplar los vientos del norte, los cuales, mudando el calor en un frío glacial, hicieron más fatigoso y difícil elviaje. Pero también estos días pasaron pronto y el 14 de diciembre la Belle Isle estaba finalmente ante nosotros y en poco tiempo vimos lascostas de Francia en la pequeña, en la vieja Europa donde no se sabe realmente lo que son las separaciones. Pero el mar separa. Al retornarsentía yo el dolor de pensar en aquellas tierras lejanas donde tanto había visto y gozado, de pensar en esas personas gentiles que merecordaban y que jamás volvería a ver.

Con qué frecuencia y con cuánto afecto he deseado al bello país paz, felicidad, potencia y riqueza; con qué frecuencia he esperado queaquellos hombres se hicieran dignos de la maravillosa y encantadora naturaleza que los rodea.

Desgraciadamente, de más allá del mar llegan noticias funestas y melancólicas y las grandes desventuras y las profundas angustias de lostiempos pasados parecen haber reaparecido en aquella tierra encantadora. Lo deploro de todo corazón por la pareja imperial, por los amigosque buscaban una nueva patria adoptiva y por la población del país, que conmigo no tuvo sino pruebas de afectuosa benevolencia y amistad.

Anclamos al amanecer. El primero en desembarcar fue el capitán, que feliz abrazaba a su esposa, la cual había corrido a encontrarlo. Con elcorazón reconocido y en fiesta también nosotros pusimos los pies en el querido suelo nativo.

Con excitación pensaba en los encuentros y en las dulces alegrías domésticas que me esperaban. Este viaje es y será el más bello recuerdode mi vida. Fui feliz muchas veces y ninguna triste noticia de los míos había empañado mi alegría. ¡El mundo es todavía bello! Quien lo dude, quevaya y lo admire.

Milán, 15 de mayo de 1872.

"De más allá del mar llegan noticias melancólicas. Lo deploro de todo corazón por la pareja imperial, por los amigos buscaban una nuevapatria adoptiva y por la población del país...”

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ÍNDICE

Prólogo............................................7Capítulo 1.........................................9Partida de Miramar. El Adriático. El Mediterráneo. Estrecho de Messina. Scila y Caribdis. Las islas Lípari. Llegada a Civittavecchia. Roma.Capítulo II........................................25Travesía del Mediterráneo. Caprera. Estrecho de Bonifacio. Las Baleares. Las costas españolas. Gibraltar. Partida. El océano Atlántico. Las

islas Madera.Capítulo III......................................El Atlántico. Alegría y padecimientos de un viaje por mar. La Martinica. Jamaica. El Golfo de México. Meta.Capítulo IV........................................59Veracruz. Razones de la situación malsana de esa ciudad. El Emperador y sus nuevos subditos. El contralmirante Bosse. El general Almonte. Nuestro desembarque. Fría acogida. El viaje por

ferrocarril. El Chiquihuite. Córdoba. Orizába. Las guerrillas. Las cordilleras y Puebla.Capítulo V........................................79Partida de Puebla. Cholula. Quetzalcóatl. San Martín. General Mejía. Río Frío. El planalto de Anáhuac. La ciudad de México. Festiva acogida.

Llegada de la pareja imperial.Capítulo VI........................................95El palacio imperial. Descontento de los europeos. La ciudad de México. Iglesias, conventos, edificios públicos, paseos. Vida de los

mexicanos tanto en sus casas como públicamente. Los indios. Su origen, su carácter, sus condiciones. Santa Anita e Ixtacalco.Capítulo VII.......................................123El castillo imperial de Chapultepec. Tacubaya. Las familias Escanden y Barón. El señor Mora. Hospitalidad mexicana. Los franceses en

México. El Pedregal. Las primeras medidas del gobierno. Los mexicanos como hombres de estado. Preparativos para el viaje del Emperador.La emperatriz.

Capítulo VIII......................................145Viaje a las ciudades de la montaña. Pachuca. Real del monte. Mr. Auld. Regreso. Recordando a Cortés. Marina. La noche triste. El salto de

Alvarado. Excursión a la Cañada. Viaje y enfermedad del Emperador.Capítulo IX.......................................157Las fiestas de la Independencia de México. Los españoles en el reino mexicano. Influencia de los acontecimientos de la América del Norte y

de la Revolución francesa. Caída de los Borbones en España. Reacción de las colonias. La guerra de la Independencia. Los párrocos Hidalgo,Morelos y Matamoros.

Capítulo X........................................171Preparativos para la partida. El Desierto. El día de Todos Santos. La separación. El retorno. Estadía forzosa en Veracruz. Los belgas. La

"Louisiane". Embarque. En el mar. Padecimientos repetidos. Santiago de Cuba. El mar y sólo el mar. Todo tiene un fin y también "un viaje aMéxico".

La edición estuvo al cuidado de Samuel Muñoz PérezPortada: diseño de Sergio Fernández BravoGrabado: entrada de Maximiliano y Carlota a la ciudad de MéxicoFUENTES IMPRESORES, S. A.Centeno, 4B; Ermita Iztapalapa México 13, D. F.27IX1976Edición de 10 mil ejemplares