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l. LOS PROBLEMAS DE lA ESTÉTICA: DEFINIR, UBICAR, DISTINGUIR PROBLEMAS DE DEFINICIÓN Si por "estética" podemos entender una experiencia o una cualidad del objeto, un sentimiento de placer, al clasicismo en el arte, un juicio de gusto, la capacidad de percepción, un valor, una actitud, la teoría del arte, la doctrina de lo bello, un estado del espíritu, la re- ceptividad contemplativa, una emoción, una intención, una forma de vida, la sensibilidad, una rama de la filosofía, un tipo de subje- tividad, la cualidad de ciertas formas, un acto de expresión, etc., es más que obvio que la estética como disciplina no ha definido claramente su objeto de estudio. En unos casos denota ciertas características del sujeto, o efectos en él como los emotivos o los valorativos. En otros se trata de cualidades de un objeto, de un acto o del análisis de una práctica social como es el arte, y aun de un periodo o estilo determinado. El intento de definir un concepto como la estética parecería volverse aún más problemático a partir de los cuestionamientos que Wittgenstein (1958, §71) plantea al acto mismo de definir. Según este autor, en su ejemplo del concepto no hay una característica común entre los usos que se le dan a esta palabra; sólo hay semejanzas o "afinidades familiares" (Jarnily resemblances). 1 El concepto de ego" es de límites u orillas borrosas, por lo que, para Wittgenstein el sentido de un concepto radica más que nada en su uso. Desde esta perspectiva, si el concepto de estética estuviese en su uso, tendríamos que aceptar variantes como "estética canina", "estética unisex", "cirugía estética" o "estética dental" . Desde luego que estos usos están emparentados con la idea de que la estética se refiere a lo bello y similares: lo bonito, lo gracioso, lo agradable, lo elegante. Y es precisamente por estos usos por lo que se vuelve necesaria, en un trabajo teórico , si no una definición, por lo menos una demarcación. 1 La traducción de todas las citas de textos que no sean en castellano es mía. [ 13]

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l. LOS PROBLEMAS DE lA ESTÉTICA: DEFINIR, UBICAR, DISTINGUIR

PROBLEMAS DE DEFINICIÓN

Si por "estética" podemos entender una experiencia o una cualidad del objeto, un sentimiento de placer, al clasicismo en el arte, un juicio de gusto, la capacidad de percepción, un valor, una actitud, la teoría del arte, la doctrina de lo bello, un estado del espíritu, la re­ceptividad contemplativa, una emoción, una intención, una forma de vida, la sensibilidad, una rama de la filosofía, un tipo de subje­tividad, la cualidad de ciertas formas, un acto de expresión, etc., es más que obvio que la estética como disciplina no ha definido claramente su objeto de estudio. En unos casos denota ciertas características del sujeto, o efectos en él como los emotivos o los valorativos. En otros se trata de cualidades de un objeto, de un acto o del análisis de una práctica social como es el arte, y aun de un periodo o estilo determinado.

El intento de definir un concepto como la estética parecería volverse aún más problemático a partir de los cuestionamientos que Wittgenstein (1958, §71) plantea al acto mismo de definir. Según este autor, en su ejemplo del concepto ·~uego", no hay una característica común entre los usos que se le dan a esta palabra; sólo hay semejanzas o "afinidades familiares" (Jarnily resemblances). 1 El concepto de ·~u ego" es de límites u orillas borrosas, por lo que, para Wittgenstein el sentido de un concepto radica más que nada en su uso. Desde esta perspectiva, si el concepto de estética estuviese en su uso, tendríamos que aceptar variantes como "estética canina", "estética unisex", "cirugía estética" o "estética dental". Desde luego que estos usos están emparentados con la idea de que la estética se refiere a lo bello y similares: lo bonito, lo gracioso, lo agradable, lo elegante. Y es precisamente por estos usos por lo que se vuelve necesaria, en un trabajo teórico , si no una definición, por lo menos una demarcación.

1 La traducción de todas las citas de textos que no sean en castellano es mía.

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14 LOS LABERINTOS DE LA ESTÉTICA

Plantearé los limites del concepto de estética no para restringir el vocabulario de Jos estilistas de perros sino para establecer un punto de partida que nos permita manejar un sentido más preciso al de su uso corriente, ya sea cotidiano o en la tradición teórica.

PROBLEMAS DE UBICACIÓN

Si es posible o no una definición, como lo plantea Wittgenstein, es un problema, y otro, aunque emparentado, es si la estética es o no una disciplina. Ubicar a la estética como disciplina puede resultar un problema para algunos, por ejemplo Diffey ( 1984), quien considera que la estética no es una disciplina sino un campo multidisciplinario o interdisciplinario. Para Diffey, éxisten disciplinas como la filosofía, la sociología, la psicología, que pueden enfocar en ocasiones cuestio­nes estéticas. La estética sería entonces, para el autor, un objeto o problema multidisciplinario.

¿Es la estética una disciplina cuyo objeto es el arte y lo bello u otros posibles (forma significativa, expresión simbólica, experiencia sen­sible) o es la estética un objeto de varias disciplinas como la psicología, la sociología, la historia del arte? Si la estética fuese un objeto de varias disciplinas contaríamos con un corpus teórico desde la psico­logía, la sociología, la semiótica o la historia enfocadas a la estética. Pero ese corpus no existe en forma coherente, si acaso, sólo fragmen­taria. No hay historia de la estética sino de las teorías estéticas (Bayer, 1984; Marchan, Fiz). No hay sociología de la estética, sino enfoques sociológicos a los fenómenos artísticos como en Hauser (1969) o enfoques psicológicos a la percepción de la forma como la teoría de la Gestalt aplicada por Arnheim ( 1985) . Si definiésemos a la estética exclusivamente como el estudio del arte (que no es la posición aquí asumida) podríamos concordar, y muy parcialmente, con una con­cepción de la estética como objeto de varias disciplinas ya que hay sociología del arte, historia del arte, teoría del arte. Pero esta definición no sería aceptable para un gran número de estetólogos que prefieren entender su campo como el estudio de lo bello y no del arte; Nwodo (1984), por ejemplo.

Por otra parte, si la estética fuese una disciplina, existiría un Departamento de Estética en cualquier universidad (de hecho, hoy

LOS PROI\l.EMAS DE LA ESTÉTICA 15

las disciplinas existen más que nada como eso, departamentos en las universidades) . Como ese departamento no existe, los estudiosos de la estética provienen de departamentos como Historia del Arte o Filosofía. La estética ha sido una rama de otra disciplina, la filosofía, y no una disciplina propiamente dicha, al igual que no lo son ni la ontología, ni la ética, ni la metaflsica.

La crítica que Wolff (1983) esgrimió contra la estética por su carencia de una dimensión sociológica prueba que esta rama de la filosofía se ha resistido a convertirse en una multidisciplina. Hasta ahora han sido casi nulas las aproximaciones a la estética que no hayan sido filosóficas, y las raras de este tipo, siempre marginales. Una de éstas es la de Bourdieu (1987), quien hace una crítica a la estética precisamente sobre este punto. Incluso acusa a la estética de plagiarse categorías de las ciencias sociales y enmascararlas como suyas. Critica el carácter ahistórico de las categorías estéticas y de la experiencia estética por ignorar las condiciones sociales que posibi­litan tales categorías y experiencias.

Lo que predomina en los estudios sobre estética son más bien tendencias filosóficas como la filosofía analítica (Danta, Dickie, Kivy, Goodman) prevaleciente en la actualidad en los países anglófonos, la fenomenología (Merleau Ponty, Dufrenne), teorías del lenguaje y de los signos (Cassirer, Shapiro, Searle, Eco, Mukarovsky, J akobson , Lotman , Morris), aproximaciones kantianas (Schaper, Guyer, Crowther), marxistas (Lukács, Sánchez Vázquez, Bujarin, Kosik, Delia Vol pe, Gramsci, Lunacharski), dialécticas (Hegel, Marx), idealistas, románticas o metafísicas (Croce, Schopenhauer, Collingwood, Schi­ller, Fich te), intencionalistas o expresivistas (Langer, Ayer) , esen­cialistas (Kainz), deconstructivistas (Derrida, Norris, Carroll), y pragmatistas (Dewey, Shusterman). Ninguno de estos autores o tendencias, que yo sepa, conforman disciplina alguna; más bien miran, desde su perspectiva metodológica, al arte y a lo bello.

Es irónico que la crítica que Diffey le lanza a Wolff en su reseña haya sido contestada de antemano por el libro reseñado: la estética no es una multidisciplina precisamente porque tampoco acepta al reto sociológico entre otros, como e l antropológico, el biológico, el psicológico, el semiológico, además del económico y e l político. Creo que no se le puede reprochar a la estética su herme tismo. Vista como rama de la filosofía, no puede hacer otra cosa. Sus limitaciones pueden resolverse con otra orientación, no como rama de la filosofía,

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sino como la multidisciplina que planteaba Diffey, que no es el caso actual de sus investigaciones.

De lo que se trataría, en efecto, es de partir de la filosofía y construir un corpus interdisciplinario que permita incorporar diversas metodologías pertinentes a una visión integral del fenómeno estético. Propongo la interdisciplina y no una transdisciplina pues se trata de integrar, y no de trascender, los diversos enfoques disciplinarios, cada uno de los cuales tiene un instrumental metodológico propio que puede resultar sumamente valioso al análisis estético. Dado que la estética no es una cuestión exclusivamente filosófica sino cultural, social, comunicativa, política, económica, histórica, antropológica, cognitiva, semiótica y aun neurológica, sería menester abordarla con un trabajo multidisciplinario puesto que varias de estas disciplinas se traslapan al enfocar esta problemática.

PROBLEMAS DE DISTINCIÓN

Han habido numerosos intentos de definir a la estética y distinguirla de la filosofía del arte. Con el provocativo título "Filosofía del arte versus estética", Christopher S. Nwodo ( 1984) hace un recuento histórico para argumentar que se trata de dos disciplinas distintas. La propuesta en sí no es nueva, puesto que desde hace más de medio siglo, Wilhelm Worringer, Max Dessoir y Emil Utitz plantean la Allgerneine Kunstwissenschaft o ciencia general del arte, independiente de la estética. De hecho, la historia del arte es cada vez más una disciplina independiente de la estética en la que sólo muy tangen­cialmente se tocan problemas filosóficos. Para Nwodo, la estética vendría a ser la teoría que estudia la belleza, relegando el arte a la teoría del arte. Hace a un lado las objeciones hechas a la pertinencia del concepto de lo bello para la teoría estética y los argumentos acerca de la inutilidad del mismo (como las deJohn Dewey, Richard Hamann, Mikel Dufrenne). El problema con la propuesta de Nwodo no es tanto que lo bello haya perdido en el arte contemporáneo el papel dominante que tenía en el arte académico (aunque ésta parece una de las causas de su distinción); el problema es que, como categoría, lo bello por sí mismo no tiene la relevancia suficiente para fundar una disciplina. Si fuera así, habría que fundar varias disciplinas

LOS PROBLEMAS DE LA ESTÉTICA 17

paralelas además de la estética entendida así como "bellología". Se tendría entonces que instituir también la 'Teología", la "sublimolo­gía", la "tragicología", la "grotescología", la "banalogía", la "sordi­dología" y la "kitschología", disciplinas que serían, si no triviales, por lo menos algo cómicas. Con esta reducción al absurdo puede verse que no es posible fundar una disciplina alrededor de sólo una de las varias categorías estéticas.

De cualquier modo, cabe destacar con Nwodo la importancia de diferenciar entre la filosofía del arte y la estética (aunque no como teoría de lo bello). Sin embargo, esta distinción es más una cuestión de énfasis que propiamente de campo. Lo bello es una de tantas categorías en la producción de efectos sensibles, tantas como adje­tivos existen en un lenguaje, y el arte es sólo una de sus manifestacio­nes, aunque sea la más espectacular.

Para concluir, la estética se refiere a cierto tipo de fenómenos particularmente resbaladizos y difíciles de definir por el procedimien­to filosófico tradicional de razones necesarias y suficientes, difíciles de ubicar en tanto disciplina especializada u objeto multidisciplina­rio, y difíciles de distinguir de campos afines como la teoría del arte. Lo que es, sin embargo, posible es demarcarla -así sea con brocha gorda- por sus orillas borrosas ( cf. el cap. 5).

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2. LOS FETICHES DE lA ESTÉTICA Y SUS TRAMPAS

EL FETICHE DE LO BELLO

La noción de Lo Bello ha sido y sigue siendo el concepto centr(ll para la teoría estética. Sin embargo, La Belleza -como La Verdad, El Bien y La justicia- es resultado de la sustantivación de adjetivos, un efecto del lenguaje, más que un hecho ontológico. Existe un acto bueno para un sujeto que lo juzga así, como un objeto bello o un acto justo y un enunciado verdadero según convenciones de bondad, belleza, justicia y verdad establecidas en cada contexto social. Todos son juicios emitidos por sujetos que dependen de una cultura determina­da desde la cual aplican la categoría de bueno, bello, verdadero,justo. Por ello se considera bella la deformación del labio inferior entre algunas tribus africanas y de los pies de las mujeres entre los chinos, el aplanamiento de la frente entre los mayas, la inyección de silicona en los senos y de colágeno en los labios de las mujeres occidentales, la cirugía de párpados en las mujeres orientales, el tatuaje, la laceración o el pierángy ellifting. La belleza es convencional, aunque se asocie a criterios de selección natural que trascienden lo cultural hacia el ámbito biológico. Igual se considera justa la amputación de manos de un supuesto ladrón o apedrear a muerte a una mujer por concebir fuera del matrimonio en algunos países musulmanes, arrojar ácido al rostro de las mttieres pakistaníes por sus maridos o institucionalizar la pena de muerte en varios estados norteamerica­nos. Asimismo se considera verdadera la existencia de un espíritu totémico en una comunidad o la del flogisto, del quark, del aura o del ADN. Esta diversidad de verdades, bellezas y justicias no nos obliga a asumir una posición relativista en cada uno de estos ámbitos, pues si bien lo bello y lo verdadero están determinados por un contexto, lo justo en cambio es universal al estar en juego un valor absoluto: la vida y la integridad del ser humano. Afirmar que la belleza sea relativa no implica que la justicia también lo sea.

Evidentemente no estoy hablando aquí de existencias ontológicas autónomas sino de construcciones sociales según convenciones

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LOS FETICHES DE LA ESTÉTICA YSUS TRAMPAS 19

culturales. Lo bello como tal existe igual que lo blanco, lo aburrido, lo dulce, lo femenino, lo nauseabundo, lo inútil. Son efectos del lenguaje que se aplican para describir experiencias y percepciones y dependen de convenciones culturales. La noción de belleza, o lo bello, es una categorización lingüística de una percepción o expe­riencia extralingüística, aunque pueda ser provocada por el lenguaje (en el caso de la literatura y la poesía) o provocar la producción de lenguaje (el caso úpico, la crítica de arte). Lo bello sólo existe en los sujetos que lo experimentan así como el enunciado sólo ocurre en los sujetos que lo enuncian y lo interpretan. Suponer su existencia autónoma es incurrir en un fetichismo, pues su fuerza de atracción sólo existe por y en el sujeto.

Sin embargo, no basta con declarar que lo bello es un fetiche para que deje de operar como un obstáculo epistemológico sobre la estética. Dufrenne ( 1973: lviii), por ejemplo advierte "hay que evitar invocar el concepto de lo bello porque es una noción que, depen­diendo de la extensión que le demos, parece inútil para nuestros fines o peligrosa". Pero luego, termina afirmando que:

Básicamente no somos nosotros quienes decidirnos qué es Jo bello. El objeto por sí mismo lo decide, y esto ocurre al manifestarse a sí mismo. El juicio estético pasa desde el interior del objeto más que desde nuestro interior. Nosotros no definimos lo bello, afirmamos Jo que e l objeto es (Dufrenne, 1973: lxii) .

El autor cuestiona el fetichismo de lo bello pero termina inventan­do otro que resulta aún peor: el de los objetos que "deciden por sí mismos", que son capaces de establecer "un juicio estético desde su interior". En algo tiene razón Dufrenne y es en lo peligroso de la noción de lo bello que, en su caso, le tendió esta trampa.

También para John Dewey la noción de lo bello, para fines teóricos, se convierte en un término obstructivo:

Lo bello está lo más alejado de un término analítico, y por tanto de una concepción que pueda figmar en la teoría como medio de explicación o clasificación. Desdichadamente, se ha endurecido en un objeto peculiar; un arranque emocional ( ernotional rapture) se ha sometido a lo que la filosofía llama hipostasiación, y ha resultado e l concepto de belleza como una esencia de la intuición (Dewey [1934], 1980: 129-130) .

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1 Cabe por tanto seguir la dirección bastante más coherente de Dewey y afirmar que lo bello no es una cualidad de los objetos en sí mismos sino un efecto de la relación que el sujeto establece con el objeto desde un contexto social de valorización o interpretación particular. Es la sensibilidad la que descubre sus objetos y ve en ellos lo que ella ha puesto no según su capricho sino según sus condiciones bioculturales, perceptuales y valorativas. En este sentido, volvemos al punto inicial en que el filósofo David Hume comenzó a reflexionar en el siglo XVIII sobre los problemas del gusto y de la belleza para establecerlos respectivamente como diversos y relativos.

EL FETICHE DEL ARTE

No voy a criticar aquí la importancia exagerada que se le ha dado a la producción artística en el discurso dominante de la teoría estética. Lo que me interesa analizar en esta sección es el fetichismo en su sentido literal: la obra de arte hecha fetiche, dueña de poderes y capacidades humanas y sobrehumanas, incluso mágicas. Desde un enfoque marxista, Terry Eagleton (1990) nos explica cómo la obra de arte ha sido para la teoría estética una especie de "sujeto" que encarna todos los valores que la burguesía pretendía legitimar desde la Ilustración. Me refiero a valores como la libertad, el desinterés, la autodeterminación así como al individuo como fin en sí mismo. Todos estos valores, que casualmente fueron atribuidos a la obra de arte por la teoría estética, proveen el modelo perfecto de subjetividad que requería la sociedad capitalista temprana. "Mi argumento, en términos generales, es que la categoría de lo estético asume la im­portancia que tiene en la Europa moderna porque al hablar de arte se habla también de estas otras cuestiones que están en el corazón de la lucha de la clase media por la hegemonía política" (Eagleton,

1990: 3). De esta manera la burguesía del siglo xvm imaginó a un sujeto

cuyas características proyectó metafóricamente en la obra de arte, pero que se cristalizó ya como descripción literal en la teoría estética subsiguiente. De ahí surgen concepciones del artefacto artístico como capaz de expresión, de interpelación, de actitudes y valores. Kant no cayó en esta trampa al señalar claramente que la armonía

LOS FETICHES DE LA ESTÉTICA Y SUS TRAM 1'.\S 21

que le adscribimos al objeto es en realidad la proyección de una armonía que ocurre entre nuestras facultades cognitivas como la imaginación y el entendimiento, más que de aspectos de la obra en sí misma. Sin embargo, la estética analítica ha tomado literalmente lo que en su origen fue una simple expresión metafórica y se dedica minuciosamente a probar el estatus ontológico de lo bello y de la obra de arte como existentes en sí, independientemente del sujeto.

Entre los teóricos más conocidos que fundamentan su teoría estética en la noción de "expresión", está Susanne Langer (1979: 240) quien entiende al arte como expresión simbólica: "La obra de arte es una forma expresiva creada para nuestra percepción a través del sentido o imaginación, y lo que expresa es el sentimiento humano. " Pero, insisto, no es el arte, ni la obra o la forma lo que expresa, sino el artista, igual que no es el lenguaje el que significa sino el sujeto que lo articula. El arte no es expresión de emociones; es el espectador quien percibe e interpreta una expresión de emociones y genera otras a partir de su experiencia con tal objeto.

La idea de que una obra de arte "exprese" es efecto del lenguaje. Se puede decir, lo he dicho. El Guemica de Picasso "expresa" el terror de la masacre en Guernica. Pero esto no implica que, porque algo sea enunciable, sea necesariamente real o posible (puedo decir: el grifo está comiendo lentejas; enunciable e imposible). Eso es con­fundir el lenguaje con la realidad (aunque ésta, efectivamente, esté constituida también por el lenguaje). La invocación no es tan fácil ni la magia tan accesible. En breve, no es el Guemica de Picasso el que expresa, sino que es Picasso quien expresa a través del Guemica. Aunque es demasiado obvia esta distinción, invertirla puede tener consecuencias fatales para la teoría: me consta.

Las obras de arte no hablan; el lenguaje es solamente una aptitud del sujeto, no de los objetos. Es el stüeto quien, a través del texto, un enunciado o una obra plástica, produce ciertos significados por su actividad neuronal. Ese mecanismo de fetichización, de investir fuer­zas y capacidades a los objetos, se asemeja mucho al que halló Marx en la relación del obrero con las mercancías al ver en ellas relaciones entre objetos en lugar de relaciones sociales entre seres humanos. La expresión que supuestamente se halla en una obra de arte es siempre y sólo la del artista hacia el espectador mediada por el objeto. Quien expresa no es la obra de arte sino el sujeto artista por mediación del lenguaje artístico e interpretada por el espectador. Entre ambos no

SEMPROM
Resaltado
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hay simetría por el simple hecho de que cada sujeto ocupa otro lugar en el tiempo y el espacio. Ocurre un desfase o, como diría Bajún, una exotopía, un estar afuera entre enunciante e intérprete.

Para Dewey ([1934] 1980: 47), "la palabra 'estética' se refiere [ ... ] a la experiencia en tanto apreciativa, percibiendo, disfrutando. Denota el punto de vista del consumidor, más que del productor." Si el arte concierne a la productividad, la estética para este autor es asunto de receptividad. Un acto de enunciación es estético si, y solamente si, se interpreta o es asumido como tal, incluso si tal interpretación proviene de los enunciantes mismos. Por otra parte, los objetos, acontecimientos, gestos o actos que no emergieron con intencionalidad estética alguna, pueden llegar no obstante a consi­derarse estéticos como resultado de la interpretación. Una voz murmurante puede no tener ningún significado para un sujeto y ser

intensamente seductora o evocadora para otro. Las cosas no son capaces de actuar; un medicamento no cura ni

un texto place. Es el enfermo el que se cura al tomar un medicamento y un lector el que se complace al leer un texto. El efecto de fetichi­zación es un hábito tan arraigado en el lenguaje que sería imposible evitarlo. Pero lo que sí vale la pena destacar es que se trata de un efecto del lenguaje, y no de un hecho en la realidad; es un modo de hablar, no de ser. Cuando uno y otro se confunden , aparecen aberraciones como la "objetividad de lo bello", la "expresión de la obra de arte", los "placeres del texto" (y no a través del texto) , los "objetos sensuales", o los "objetos esté ticos" (literalmen te objetos

capaces de una experiencia o percepción) . Prevengo de antemano al lector en caso de que el lenguaje "me

traicione" y le pido que lea en frases como ésta algo así como "en caso de que yo me traicione a través del lenguaje". De otro modo estamos en el pensamiento mágico del niño para quien los juguetes se rompen, la ropa se ensucia y la luna lo sigue o los árboles se alejan del vehículo en que viaja, o del médico para quien las enfermedades se contagian y las medicinas curan (en vez de las personas se conta­gian de enfermedades y se curan -o se enferman- con medicinas). Si el lenguaje "produce" conceptos, también "disfraza" efectos del lenguaje como efectos de realidad. Todos practicamos una especie de animismo en el lenguaje o modos de hablar que antropomorfizan a las cosas y les adjudican cualidades humanas. En la obra de arte, este animismo es más tentador aún, pues se trata de huellas de la

LOS FETICHES DE LA ESTÉTICA Y SUS T RAMPAS 23

actividad humana, de sus emociones y actitudes. En la teoría, sin embargo, este animismo lingüístico debe evitarse en lo posible, pues una construcción teórica se nos puede venir abajo por confundir hechos con dichos. Cierto que, como lo señaló Austin (Cómo hacer cosas con palabras), decir es una forma de hacer, pero hay muchas maneras de hacer y de no hacer por medio de las palabras.

EL .FETICHE DEL OBJETO ESTÉTICO

El feti che del objeto estético es el más arraigado de la estética y el más plagado de problemas. Y no es para menos: se trata de un oxímoron, una contradicción de términos, puesto que lo estético por definición designa al sujeto en su disposición o susceptibilidad a percibir, apreciar, disfrutar y padecer, en contraste con lo que es un objeto que no es susceptible a nada. Dufrenne, por ejemplo, inicia su exposición de la experiencia esté tica y el objeto estético confron­tando el problema de la circularidad de definiciones tales como: el objeto estético es el que se aprehende a través de la experiencia estética y la experiencia estética es la que se establece con relación al objeto estético:

la percepción, estética o no estética, no crea a un objeto nuevo y el objeto percibido estéticamente no es dife rente de la cosa objetivame nte conocida o creada que solicita esta percepción (en este caso la obra de arte) . Desde la experiencia estética que los une, podemos por tanto distinguir al objeto de su percepción para poder estudiarlos por separado (Dufrenne: xlix).

De nueva cuenta, Dufrenne nos confunde pues, además de que el objeto y su percepción son indistinguibles y no pueden estudiarse por separado - ya que sólo hay objetos para la percepción y toda percepción siempre es percepción de algo- se equivoca al afirmar que "la percepción , estética o no esté tica, no crea un objeto nuevo". Por supuesto que lo crea, no físicamente pero sí experiencialmen te. Antes de la percepción, el objeto no existe como tal, pero al ser percibido esté ticamente, el objeto antes no valorado en esa dimen­sión, adquiere un nuevo carácter que lo altera cualitativamente.

Dufrenne reconoce que el objeto es sólo objeto para un stüeto, pero unos párrafos después dice que "el objeto estético es nada más

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que lo sensual en toda su gloria, cuya forma, que lo ordena, mani­fiesta plenitud y necesidad, y que lleva consigo mismo y revela inmediatamente el sentido que lo anima" (Dufrenne, 1987: 4-5). Sugiere así que un objeto puede ser sensual y manifestar plenitud y necesidad. Ejemplo inmejorable para ilustrar el fetichismo en la estética, semejante al de la religión y la magia: si la estatua de un santo puede hacer milagros o un muñeco maleficios, una obra de arte puede expresar. Es cuestión de fe.

El error en que incurre Dufrenne se debe a su falta de distinción entre lo estético, lo fisico y lo artístico. \El objeto en tanto estético, sí depende de la experiencia del sujeto con relación a él. Su existencia fisica, en cambio, no depende de esta experiencia.l,El objeto percibi­do estéticamente sí es cualitativamente diferente de la cosa detectada objetualmente. Un orinal exhibido en un museo como obra de arte propuesto por Duchamp e intitulado Fuente es distinto al orinal apreciado exclusivamente por su forma, color y textura en una tienda de muebles sanitarios, y a su vez es diferente al ser utilizado para calmar una urgencia fisiológica en un baño, o bien a una réplica de éste firmada por Duchamp subastada en Sotheby's por su valor histórico y económico. Son, pues, distintas categorizaciones entre sí el objeto-arte, el objeto-plástico, el objeto-funcional como mueble de baño y el objeto-económico. Si podría hablarse de una metamorfosis no es la del objeto sino de las categorizaciones valorativas, semióticas y contextuales.

La circularidad del objeto estético-experiencia estética que atemo­riza a Dufrenne debe ser asumida y resuelta no con relación al objeto estético sino al sujeto de la actividad estética. Negar que la estética parta de sujeto -psicologismos o no- es como negar que el conoci­miento parta del sujeto. El sueño positivista de algunos estetólogos -a quienes les gustaría creer que ciertos objetos producen automática­mente la experiencia estética en el sujeto casi por reflejo pavloviano-­los lleva a emitir ideas como "Lo que la obra espera del espectador" o "el objeto estético ejerce incesantemente una demanda en el que actúa o lo observa ... a través de esta demanda, revela un deseo-de-ser que de algún modo garantiza su ser" (Dufrenne, 1987: 6).

Dufrenne pasa del fetichismo de lo bello al del objeto estético, al que atribuye la capacidad humana de percepción, gozo, evaluación de la belleza, emotividad, expresión, sensibilidad y sensualidad. En su intento de alejar al psicologismo, incurre en el riesgo aún mayor

LOS FETICHES DE LA ESTÉTICA Y SUS TRAI\IP.\S 25

de subordinar la experiencia del sujeto al objeto. Eso es exactamente lo que propone: "¿por qué no introducimos suficiente precisión en la definición del objeto estético? ¿Y cómo podríamos inu·oducirla? Subordinando la experiencia al objeto en vez del objeto a la expe­riencia, y definiendo al objeto mismo a través de la obra de arte" (Dufrenne, 1973: 1-li).

En esta especie de litolau-ía conceptual que busca una piedra de toque objetual para la estética se olvida que en última instancia el arte, los "objetos estéticos", sus cualidades y configuraciones son lo que esa teoría pretendería explicar, juzgar, evaluar, justificar, legiti­mar: son su problema, no su piedra fundacional. Efectivamente, se trataría de enfocar la estética desde la liquidez de la comunicación de sentidos más que por su coagulación en objetos sacralizados.

La estética académica va a especificar el estatus privilegiado de ciertos objetos, las obras de arte, y por contagio, el de ciertos sujetos, los estetólogos e historiadores de arte, aunque existan muchos otros objetos, sujetos y sucesos pertinentes a la estética. Y es que el estetó­logo insiste en seguir trabajando en los museos, bibliotecas y salas de arte con sus libros, partituras y cuadros, para no ser turbado por los olores, sudores y ardores de la vida cotidiana.

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3. LOS NUEVE MITOS DE LA ESTÉTICA

EL MITO DE LA OPOSICIÓN ARTE 1 REALIDAD

Y ESTÉTICA 1 VIDA COTIDIANA

A pesar de la insistencia de Dewey ( [ 1934] 1980) respecto a la continuidad entre el arte y la realidad y sus argumentos en contra de la visión museística de la estética, aún sigue siendo común encontrar en textos sobre estética el supuesto de que el arte y lo bello son esferas apartadas del mundo ordinario y que, por lo tanto, quien escribe sobre ellos tiene un pasaje secreto para acceder a ellos. Bajo catego­rías como la de autonomía del arte y la contemplación, la estética ortodoxa separa lo estético de la vida ordinaria invocando verdades esencialistas y suprahistóricas de fuerte matiz religioso. Esta idea­lización de lo estético es común a marxistas, idealistas y romanticistas, pues no es requisito una tendencia política o filosófica determinada para empeñarse en separar la estética de la vida cotidiana o el arte de la realidad para luego afanarse en reunirlas.

La vinculación o separación del arte y la realidad, cuyos ecos inciden a su vez en la supuesta desvinculación entre lo estético y lo cotidiano es, pues, uno de los problemas más comunes que se han planteado los artistas, críticos y teóricos del arte. Una parte signi­ficativa de la estética marxista se basaba en este falso problema por su esfuerzo en utilizar el arte para despertar conciencias, así como la diatriba, vigente hasta mediados del siglo xx, entre artistas a favor del "arte por el arte" (lo que Benjamín denominó como "teología del arte") versus aquellos que abogaban por el "arte comprometido". En el primer caso, el arte podía permitirse la total disociación de la realidad, mientras que en el segundo debía buscar los medios no sólo para vincularse a ella sino para transformarla. Ambas posturas resultan hoy igualmente ingenuas, pues el arte es y ha sido siempre un producto social y emerge directamente de la sociedad, por más elitista que sea. Hay invariablemente un compromiso social, aun en esta teología del "arte por el arte" donde el compromiso es no

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comprometerse con ciertos grupos, y por ende, permanecer tácita­mente comprometido con ou·os.

El realismo socialista, como el de los moralistas mexicanos y el teatro brechtiano, asumió la vinculación entre el arte y la realidad al preocuparse por transformar la realidad por medio del arte. El dilema era si elevar a las masas hacia el arte o bien bajar el arte a las masas. Trataron de resolver el elitismo de las bellas artes burguesas por su instrumentalización propagandística como manifestación cultural de masas y de las clases proletarias. Fracasó porque estos artistas querían trasplantar sus convenciones típicamente burguesas al contexto proletario y popular mientras que las masas y el prole­tariado iban generando sus propios artistas, convenciones y géneros como la historieta, el bolero y el vodevil, totalmente al margen de las artes burguesas.

Sin embargo, arte y realidad, como la estética y lo cotidiano, han estado y están totalmente imbricados, y no por la voluntad explícita o "compromiso social" del artista políticamente correcto, ni por hacer patente una ideología, sino porque no hay un más allá de la realidad ni una estética que no emerja en primera instancia de lo cotidiano. ¿Para qué tanto brinco de reunir arte y realidad, estética y cotidianía, estando tan perfectamente integrados? Aun cuando el arte se ma­nifieste como un dispositivo de evasión (el arte hollywoodense) o de emancipación (que intentó promover la Escuela de Francfort) sigue estando fa tal e irremediablemente inmerso en la realidad preci­samente como índices en su evasión o afán de emancipación desde lo real.

Mijaíl Bajún y Walter Benjamín no tienen dudas sobre la inserción de lo artístico en la realidad, aunque el primero ve esta relación más en términos morales.

Un poeta debe recordar que su poesía es la culpable de la trivialidad de la vida, y el hombre en la vida ha de saber que su falta de exigencia y seriedad en sus problemas existenciales son culpables de la esteril idad del arte ... El arte y la vida no son lo mismo, pero deben convertirse en mí en algo unitario, dentro de la unidad de mi responsabilidad (Bajtín , 1990: 11-12) .

En su clásico ensayo La obm de arte en la época de la reproducción mecánica Benjamin reconoce que las técnicas de producción indus­trial se corresponden directamente con la producción de imágenes artísticas y que no hay tal separación entre la esfera de lo artístico y

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lo real. Adorno le reprocha a Benjamín la falta de mediaciones en su visión y la reducción del fenómeno artístico a lo técnico y social. Pero Benjamín tenía razón en detectar la estrecha relación entre el arte y la realidad social y tecnológica. Es cierto que, como lo denunciaba Adorno, en la realidad cotidiana se manifiesta el fetichismo, la enajenación, la reificación y diversos dogmatismos de opinión e ideo­logía. Pero la realidad arústica despliega exactamente las mismas tendencias: fetichismo de lo bello y del arte, enajenación generalizada de los artistas respecto a conflictos en la realidad, reificación de la obra de arte como si tuviese valor por sí misma y no fuese un vehículo de relación entre dos sujetos (el autor y el receptor), dogmatismos reproducidos por la matriz artística en sus valores, sus categorías, sus jerarquías, y la ideología del arte generada por los discursos de la estética y la crítica del arte. Habiendo fascismo en la realidad hay, paralelamente, fascismo artístico. Lo vimos en el arte del Tercer Reich y el arte franquista y stalinista. No quiero defender con ello la vieja estética marxista y su teoría del reflejo o del impacto cuasimecánico de la estructura en la superestructura. Afirmo que, si bien el arte no es siempre icónico de la realidad por semejanza directa a ésta, sí es indicia! de ésta al ser parte de ella por contigüidad o relación sinecdóquica. Un régimen espeluznante como el nazismo creó un arte espeluznante: por una parte, su hipóstasis de estereotipos raciales en el arte kitsch del Tercer Reich pero también su infamación caricaturizada de otros y la voz aterradora de sus víctimas.

Buscar refugio en los confines del arte y de lo bello para evadir la realidad es el recurso típico de los pusilánimes. Fracasa porque el mundo del arte es el mismo mundo de todos con sus mezquindades y grandezas, su fineza y su grosería. Ni la magnificencia y el refina­miento están ausentes de la realidad ordinaria extraartística, ni la mezquindad y la vulgaridad están ausentes del arte.

El arte es una actividad con varias facetas y aplicaciones; puede ser una actividad pecuniaria, lingüística, ética, política, libidinal, dirigida a afirmar la identidad del autor o del propietario en el proceso de distinción social y en la forja de identidades nacionales y étnicas. Hoy en día circulan nombres y firmas de artistas en el sistema diferenciado de la matriz artística como tarjetas de crédito, marcas de productos, logotipos o billetes en el mercado. Aislado de la realidad social, el arte es nada. El arte no es un concepto sino una categoría de objetos definidos como tales por los miembros dominantes en esta institu-

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ción. Al margen de esta matriz, que coquetea con otras como la de Estado, la turística, la mercantil etc., no hay arte . Como el "efecto mariposa" donde un batir de alas puede condicionar, por efectos sucesivos, un huracán al otro lado del planeta, las alteraciones en un área de la vida social generan cambios en muchas otras esferas, entre ellas, por supuesto, el arte, y viceversa: alteraciones en el arte pueden generar efectos en la vida cotidiana.

La consolidación de este mito de la oposición del arte y la realidad ha derivado en la supuesta inconmensurabilidad de la estética y la vida cotidiana, tan afianzada que los filósofos no consideran siquiera necesario hacerla explícita. Cuando hablan de lo estético se refieren siempre y en todos los casos al arte y a lo bello, a menos que especi­fiquen que se trata de la naturaleza o de lo sublime. Cuando se topan accidentalmente con esta relación entre lo estético y lo cotidiano sin la coartada de lo bello, o simplemente la ignoran y si la enfrentan, se contradicen.'

No pretendo argumentar que lo cotidiano y lo estético o lo artístico y lo real siempre coincidan. El arte figurativo, por ejemplo, pretende re-presentar lo real; y para toda re-presentación es necesaria una distancia enunciativa e interpretativa de lo real. Pero no por ello el arte deja de ser una práctica social desde la cual se puede explorar lo cotidiano, como se lo puede explorar desde el poder, la semiótica o la economía.

Extender lo estético a lo cotidiano resulta sumamente amenazante para especialistas que temen el colapso de su disciplina en un panestetismo al despojarla de su objeto, sea lo bello o el arte ( cf. Tercera parte). El estetólogo ortodoxo se concibe así esgrimiendo un gran cuchillo para partir la realidad en lo estético por un lado y lo no estético por el otro, sea con la destreza de un cirujano con bisturí o la crudeza de un carnicero con hacha. En el primer compartimento coloca lo artístico y lo bello, y en el segundo todo lo demás. Sin embargo, no es a cuchillazos como se construye la teoría sino siguiendo cuidadosamente los circuitos de redes de relaciones en su complejidad para destacar racimos particulamente pertinentes a una reflexión.

1 Por ejemplo Stolnitz (1992) como se explicará más adelante.

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EL MITO DEL DESINTERÉS ESTÉTICO

El mito del desinterés estético aparece ya en el siglo xvm con Shaftesbury y Hume como una reacción contra el interés del insu·u­mentalismo burgués, pero se consolida precisamente con Kant, en su Crítica del juicio§ 2, al definir a la experiencia estética como "deleite desinteresado" en lo bello. Para Kant, en la experiencia estética no hay ni interés práctico por el objeto o a través de él, ni interés en la existencia del objeto, ni en apropiarnos y poseer física o materialmen­te a ese objeto. Kant, como Shaftesbury y Hume, construye este concepto de "desinterés" para no manchar al juicio de lo bello con preocupaciones mundanas y para distinguir el deleite estético en lo bello (como desinteresado) del deleite en ei bien o en lo agradable (en tanto interesados) .

Es necesario, sin embargo, reconocer que si tal concepto de "deleite desinteresado" se sostuviera, tendría que extenderse tanto al deleite en el bien como en lo agradable. Sería posible sentir "deleite desinteresado" no solamente ante la belleza sino ante una conversa­ción agradable o un acto bondadoso e incluso ante la maldad de Yago o del villano en una telenovela o la desagradable apariencia del jorobado de Notre Dame y todo el género de lo grotesco. Habría que admitir también el hecho, así sea vergonzoso, de un "deleite desinte­resado" en el mal cuando se disfruta por sí mismo, pues el ser humano es capaz de sentir deleite desinteresado en términos kantia­nos no sólo respecto a lo bello. De todas formas, no es tan fácil como pretendía Kant distinguir los objetos de deleite desinteresado de los del deleite interesado, y mucho menos comprobar el desinterés mismo en el deleite, pues experimentar deleite en algo ya en sí mismo despierta interés por sus efectos placenteros.

Dickie (1974) cuestiona esta noción de "desinterés" kantiano proponiendo el término de "atención focalizada" y argumenta que el "desinterés" sólo tendría sentido en oposición al "interés". Lo que cuenta para Dickie desde el punto de vista estético es exclusivamente la atención, y el desinterés se vuelve, para el autor, una noción irrelevante. Sin embargo, el mito del desinterés kantiano se ha reproducido y mantenido hasta la actualidad entre numerosos auto­res contemporáneos como Stolnitz, Crowther (1987) y muchos otros. Por razones distintas a las de Dickie, sostengo que las actividades vinculadas a lo estético no son nunca desinteresadas. Hay siempre un

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interés estético del SL~jeto hacia su objeto, ya sea el de obtener placer, aquietar la curiosidad, comprender, nutrirse emocionalmente, exci­tarse, expresarse, entretenerse o impresionarse.

Crowther (1987) encuentra un excelente ejemplo para ilustrar el desinterés kantiano: el espejismo en un desierto. Según el autor, podemos apreciar estéticamente el espejismo de un oasis sin tener el menor interés estético en la existencia física del oasis que percibimos. Podemos, según el autor, tener un interés funcional en su existencia si estamos muertos de sed (lo cual, para Crowther no es un interés estético), pero para apreciar la belleza de ese paisaje imaginario, no necesitamos que exista materialmente. Este ejemplo es tan bueno que no sólo no confirma la pertinencia del concepto de desinterés estético, a pesar de las intenciones de Crowther, sino que refuta involuntariamente la noción de "aspectos estéticos" propuestos por Crowther. Veamos cómo. Obviamente en el espejismo no hay ningún aspecto objetivo que detectar, por mucha atención que se le ponga, puesto que no hay objeto estético tal y como lo entiende el realismo ingenuo de la estética analítica. Entonces, ¿cómo es posible hablar de atención estética en este caso? ¿Cuáles son los "aspectos" que detecta? Solamente por la actividad perceptual del sujeto existe tal apreciación estética aun ante objetos imaginarios como los sueños y los espejismos. Al apreciar ese paisaje imaginario, el impulso natural es desear que existiese objetivamente para poder ampliar el rango de su seducción sensible: oler sus aromas, beber la frescura del agua, acogernos a la sombra de sus palmeras (lo cual refuta, de carambola, también al mito del distanciamiento estético que revisaré en la próxima sección). El espejismo en sí es una percepción mental, pero "seduce" o atrae al sttieto hacia una experiencia más integral y por lo tanto sí está interesada en la existencia física de lo que presenta. ¿Quién puede negar que entrar en un oasis sea una experiencia mucho más intensa y placentera que ver un espejismo de éste a distancia? Crowther cae cautivado por el espejismo teórico del ejemplo del espejismo porque comparte la idea de la contemplación distanciada y casi puramente visual como arquetipo de la experiencia estética por excelencia. Se olvida que el deleite estético de un paisaje, como el de la arquitectura, consiste especialmen te en recorrerlo sensorialmente, y para ello es necesaria su existencia. No se disfruta igual una fachada reproducida a escala natural en fotografía, que la obra arquitectónica en su conjunto, y mucho menos un paisaje que

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incita a una experiencia multisensorial integrada que un póster de ese paisaje.

El mejor argumento en contra del desinterés kantiano está en la reacción ante el vandalismo de quien intentó destruir la Piedad de Miguel Ángel y la indignación mundial ante la destrucción de los Budas monumentales por los talibanes en Mganistán. No podemos permanecer indiferentes ante la destrucción de estas obras preci­samente por su valor estético, pues la mayoría no somos budistas para apreciar su valor religioso. No hay duda de que la apreciación estética exige la existencia de los objetos que la proporcionan; no puede ser indiferente a ésta.

El concepto kantiano de desinterés puede ser aplicable no tanto a la relación estética como al importe semiótico o de un objeto o un acontecimiento. En otras palabras, cuando un evento semiótico se trueca en estético, el sujeto puede mostrar desinterés respecto al qué

y para qué de éste y concentrarse en córno se presenta, v.g. el valor estético que adquiere para él. Al encontrar a un amigo, después de re-conocerlo semióticamente, el sujeto podrá apreciar cómo se ve, cómo habla, cómo está vestido, etcétera, es decir, su presentación estética. Al ver un cactus y después de reconocer la especie a la que pertenece, la apreciación estética dará lugar al desinterés semiótico para el que no interesa tanto qué especie es sino cómo está formado, es decir, percibiremos su forma y color, la simetría con que brotan las espinas, el contraste de formas y colores, la peculiaridad de su textura y de su composición. Así un evento de re-conocimiento semiótico puede trocarse des-cubrimiento estético. En suma: en la apreciación estética no hay desinterés estético, sino semiótico en el momento en que la semiosis del "qué" da lugar a la estesis del "cómo". Se suspende el interés semiótico al trocarse por el estético.

EL MITO DEL DISTANCIAMIENTO ESTÉTICO

Con el concepto de "distancia psíquica" (psycltical distance), Edward Bullough (1979) se apoya en una larga tradición filosófica que pare­cería más bien pretender legitimar el distanciamiento del estetólogo con respecto a las masas y el del gusto educado respecto al burdo, que el de la contemplación estética. En Bullough reverbera en

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realidad el concepto de "desinterés" kantiano y nos hereda los mismos problemas.

Un ejemplo que presenta Bullough para argumentar su caso es el del esposo celoso que asiste a la representación de Otello de Shakes­peare y se identifica a tal grado con la trama pensando en sus problemas personales que pierde la distancia necesaria para disfrutar estéticamente la obra. Se le puede argumentar que, al contrario, su estado emocional podría incluso intensificar la experiencia de la obra, y no necesariamente coartarla. Y al revés, un niño de ocho años que asista a la obra tendrá tal distancia respecto a la trama, pues el problema de los celos maritales tendría tan poco que ver con su vida, que no podría generar la empatía necesaria para d isfrutarla. ¿Cuál sería entonces la distancia adecuada?

Dickie ( 1988: 12) propone sustituir al distanciamiento ( detachrnent)

por el término "agudamente enfocado" (sharply focused) para definir la apreciación estética, pues en este ejemplo la falta de distanciamien­to sería simplemente falta de atención por estar pensando en sus problemas en vez de atender a la obra. El concepto dickieano de "foco" no considera, sin embargo, que tal foco puede ser no sólo preciso sino disperso, convergente o divergente. La percepción estética distraída de la que hablaba Benjamín ( 1968) en el público cinéfilo, así como la recepción estética ligera de las telenovelas (Mandoki, 2002), ilustran casos de foco disperso. Dickie, por supues­to, jamás concedería que pueda hablarse aquí de apreciación estética, pues para el autor sólo existe la dicotomía atención/ no-atención . Tampoco Bullough lo haría, pero por razones distintas, pues tanto el público de telenovela como el cinéfilo requieren identificarse con los protagonistas, llorar con sus penurias, deleitarse con sus triunfos, lo cual cancelaría la distancia y por consiguiente la experiencia estética. En contraste, Aristóteles propuso que la condición para que ocurra la catarsis es compartir el sentimiento de "temor y piedad" con los protagonistas por identificación con ellos; en este caso, el distancia­miento cancelaría toda posibilidad de catarsis.

Es Bertolt Brecht ( 1985: 327) quien asume el concepto de distan­ciamiento como técnica clave de su Teatro Épico. La denomina verfremdungseffekt o efecto de distanciamiento que "tiene por objeto colocar al espectador en una actitud inquisidora, crítica, frente al proceso representado". Brecht opone el distanciamiento a la identi­ficación del público con los hechos en escena y a la consiguiente

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catarsis aristotélica. Por eso trata de crear y luego romper el "campo hipnótico" de la ilusión teatral para conscientizar al espectador de las condiciones a las que apunta el gesto del actor. El esfuerzo de Brecht de generar técnicas de distanciamiento muestra que este efecto no es automático sino al contrario, ya que la relación natural del espec­tador de teatro con las obras representadas suele ser la identificación, es decir, falta de distanciamiento.

Puesto que el teatro griego no pretendía el distanciamiento sino la catarsis y la identificación ¿podría negarse que por la falta de distanciamiento los griegos carecieron de un intenso vínculo estético con sus maravíllosas tragedias y comedias? La telenovela actual se propone el mayor efecto hipnótico posible, el estado de ilusión dramática que Brecht hubiese censurado, y aunque los anuncios comerciales y la transmisión por capítulos producen inevitablemente el distanciamiento, el espectador se empeña en regresar al estado de identificación con los personajes. El efecto onírico del cine (señalado por Gubern) que los cineastas cultivan con tanto ardor resulta en un no-distanciamiento que el público disfruta ampliamente. Ninguno de estos casos de falta de distanciamiento puede explicarse como simple carencia de atención como lo caracterizaría Dickie. Todo lo contra­rio: es talla atención que los cinéfilos le prestan a la película que la distancia desaparece y el espectador se identifica totalmente con el personaje. Incluso en el caso de los críticos de cine experimentados, que rebasan la simple idenúficación con los personajes para examinar la factura del filme, la distancia se acorta en el momento en que se ponen en lugar del autor para poder comprender las decisiones que tomó para comunicar de cierto modo y no de otro su obra.

Negar que el distanciamiento sea una condición suficiente para definir lo estético no implica que la ausencia de distancia lo sea. Lo que se entiende por "experiencia estética" no es algo estático mante­niéndose a una distancia exacta y adecuada respecto al objeto, sino al contrario: el espectador de arte, como el individuo en la vida cotidiana, se columpia, por así decirlo, a diversas distancias respecto a su objeto. El ejemplo utilizado por Dickie (1992) es el momento en que el personaje de Campanita de Peter Pan se dirige a los niños y les pregunta "¿quién cree en las hadas?"; así se rompe el hechizo de la ilusión en escena. Ambos casos, sin embargo, dinamizan al especta­dor y lo columpian hacia la escena de ida y vuelta desde su butaca, de la fantasía a la realidad. Brecht lo sabía tan bien que recurría al

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vetjremdungseffekt sólo después de haber logrado perfectamente la ilusión en escena y la identificación del espectador por su oficio como dramaturgo para el artificio teatral.

Con espíritu crítico, Arnold Berleant (1986; 1991 ) intenta destruir tres mitos predominantes en la teoría estética: 1] que el arte consiste primordialmente en objetos, 2] que las obras de arte poseen un e status especial y 3] que deben ser vistas de una manera especial. Para Berleant, la crítica al objeto estético está basada en la necesidad de abarcar al arte no objetual como el happening, el ready made y el arte conceptual en la definición de la estética.2 Asimismo, denuncia las nociones de "distancia psíquica" de Bullough ( 1979) que derivan de las nociones de contemplación y de atención desinteresada de Kant. Propone, por lo tanto, sustituir a la obra de arte por "situaciones donde ocurren experiencias y que frecuentemente, pero no inva­riablemente, incluyen o~jetos identificables" (Berleant, 1986 11: 200). Lo que pretende Berleant es ajustar y contemporizar a la estética para que pueda dar cuenta de fenómenos artísticos actuales como el arte conceptual, el performance, las instalaciones, el arte correo y digital. La experiencia estética no es, para Berleant, ni desinteresada, ni contemplativa, ni distanciada. Propone el concepto de "involucra­miento" (engagement) al argumentar que si hay una característica distintiva del arte tradicional como del contemporáneo, es su siempre insistente exigencia para un "involucramiento apreciativo" (Berleant, 1986 11: 199; 1991) .

Con Wittgenstein, nos preguntaremos cuál es el uso de esta palabra "involucramiento" y hallaremos que hay involucramiento apreciativo en el amor, en la política, en la religión, en la guerra. Se puede uno involucrar en el chisme, en los derechos de los consu­midores, en una polémica, en las actividades de una escuela, en el movimiento ecologista, en un performance o en la vida de alguien. Aunque una palabra puede aislarse de su uso cotidiano para conver­tirse en un concepto operativo dentro de la teoría, este giro requiere mayor elaboración que una solución ad hoc para incluir al happening

en el arte. Ése es el problema que le veo a la noción de "involucra­miento": no es una categoría puramente estética como sería el caso

2 Osborne (1980) ilustra en parte la denuncia de Berleant. Co nfrontado por -o confrontando a-las obras de lmrly arl, lruul rtrl, lwjJjwni ngl, arle mna jJlual, etc., su salida es, más que tratar de ajustar la teoría esté tica a las obras. como lo hace Berleant, eliminar las obras de la teoría al decre tar que no son arte.

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de la fascinación, ya que se puede estar involucrado en un crimen por cuestiones meramente circunstanciales. Lo que sí queda claro en Berleant es su afán de sobreponerse al fetiche del objeto estético al llamar la atención sobre la primacía de la actividad del stüeto, y su esfuerzo por flexibilizar las nociones de la estética ortodoxa.

Indirectamente relacionado al distanciamiento, Bajtín propone un concepto bastante más útil para el análisis estético: el de "alteridad" (Bajtín, 1990: 13-92) o de "exotopía", como la traduce Todorov ( 1984). Este concepto significa que el espectador es otro respecto a una obra o, específicamente, respecto al héroe de una novela, como el autor es otro respecto al héroe que crea. Al ser otro, el enunciado artístico se mira desde un lugar y un tiempo distintos por ese exceso que es la alteridad. El concepto de exotopía no implica necesaria­mente distancia psíquica, ya que hay un momento de empatía o lo que Lipps (1924) denominó como Einfühlung, de cercanía con el otro. El de "distanciamiento psíquico" de Bullough, en cambio, es tan distante que no llega a participar, a comunicarse con el ou·o, a tener algo en común con él.

En suma, la noción de "distanciamiento estético" carece de valor teórico, y su sustitución por atención 1 no-atención de Dickie tampoco resuelve el problema. Propongo por tanto el concepto de columpiamiento que Brecht practicó muy bien al acercar al espectador a la trama por identificación, y luego alejarlo por el corte del verfrerruiungseffekt. Sin el columpiamiento estético ante el arte, es imposible percibir lo que Monroe C. Beardsley denomina "unidad en la diversidad", pues la primera requiere distancia y la segunda acercamiento. Los pintores, escultores y arquitectos también intuyen este columpiamiento al proveer una visión de detalle que se comple­menta con la visión de conjunto de la obra, como los músicos que nos alejan y nos acercan a ella por volumen y tonos musicales estableciendo un verdadero paisaje acústico a recorrerse por el oído. El columpiamiento es evidente cuando se observa a un pintor o escultor en acción: se acerca y se aleja continuamente de la obra en la que está trabajando para apreciarla en detalle y en conjunto, movimiento que será realizado posteriormente por el espectador. Ésta es la dinámica de proximidades variables que se requiere en la apreciación estética: una visión del todo y de las partes, del conjunto y del detalle.

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EL MITO DE LA ACTITUD ESTÉTICA

En uno de los textos más reproducidos de la estética analítica anglófona, George Dickie ( 1992) desmonta como un simple mito la noción de "actitud estética" propuesta por Jerome Stolnitz. Su víctima contrasta la actitud estética con la percepción práctica como aprehen­sión de rasgos particulares de un objeto para fines ulteriores, por lo cual dejaría de ser desinteresada y por lo tanto estética (nótese de paso el dogma que identifica desinterés con estética). Asimismo Monroe C. Beardsley (1987) propone que existe un "punto de vista estético" ( aesthetic point of view) y lo define: "adoptar el punto de vista estético con relación a X es interesarse en cualquier valor estético que X pueda poseer" ( 1987: 13), definición que va refinando para establecer subsecuentemente el "valor estético". También Virgil Aldrich (1963) distingue entre dos modos de percepción, la ordinaria y la estética, la primera dirigida al aspecto físico y la segunda al aspecto estético del objeto. En esta línea de pensamiento no puede dejar de mencionarse también a la noción de "postura estética", que se distingue de la religiosa, la práctica y la teórica propuesta por Jan Mukarovsky (1977: 146-14 7) o la de "posición estética" de Samuel Ramos ( [ 1950] 1976). Por lo pronto puede resumirse esta variedad de interpretaciones del fenómeno estético como punto de vista, postura, actitud, posición, valor, percepción, etcétera.

El ataque de Dickie (1974; 1992) contra Stolnitz se centra en la suposición de que pudieran existir diferentes modos de percepción y califica a la idea de "actitud estética" como un mito inútil que extravía a la teoría de sus objetivos. Reduce tal "actitud estética" sim­plemente a la atención e insiste en que carece de valor teórico alguno, aunque reconoce al final, no sin cierta ironía, que pueda tener el valor práctico de favorecer una actitud más desprejuiciada en el espectador hacia la apreciación del arte abstracto, por ejemplo. El punto exacto de la crítica de Dickie lo establece al afirmar que "Stolnitz confunde una distinción perceptual con una motivacional" ( 1992: 35). Para Dickie no hay distintos modos de percepción sino distintos motivos o intenciones en la percepción que no es más que mera atención. Concurro con Dickie en que la estética no dependa de la intención de adoptar o no una actitud, pero el problema no se resuelve con su simple dicotomía de atención 1 no-atención. Algo

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ocurre en la actividad esteuca que no puede reducirse a la pura atención, aunque efectivamente no dependa de la adopción de una actitud.

En el ejemplo de Bullough repetido por Dickie, quien asista a una interpretación de Otello y se mantenga pensando en que su esposa le es infiel, no es que le falte una percepción distanciada o desinteresada de la obra, sino que no le presta la debida atención por estar cavilando en sus problemas personales. Quien escucha música para hacer un examen no pone, según Dickie, suficiente atención a sus valores estéticos. Yo agregaría que, al contrario, nada le impide a quien estudia música para un examen disfrutar de ella de un modo nuevo sin necesariamente dejar de atender a sus cualidades artísticas, asimismo, nada garantiza que quien vaya a un concierto disfrute profundamente de la música. El mérito de la posición de Dickie en su énfasis sobre la atención es que logra deshacerse en parte de la obstructiva noción de "desinterés" ..

Aunque los ejemplos de Dickie desarticulan las nociones de desinterés y distanciamiento, también sobrevaloran el papel de la intención y la motivación, como si el hecho de tener una intención práctica o personal con relación a una obra, automáticamente cancelara la posibilidad de disfrutarla estéticamente o al revés: como si el tener un propósito estético garantizara la experiencia. Podemos ponerle mucha atención a una pintura sin por ello lograr conmover­nos por ella y al contrario, en la vida cotidiana puede surgir la apreciación estética de un objeto insólito sin habérnosla propuesto. Es verdad que se requiere un grado de atención para apreciar algo, pero la sola atención no agota el fenómeno estético, pues se le puede poner atención a una novela o a una página de internet sin sentirse particularmente conmovido. Los estetólogos analíticos dirán que esa atención no esta dirigida a las "cualidades estéticas" del objeto y que por eso no ocurre la apreciación estética, pero esto nos lleva de nueva cuenta al problema de definir tales "cualidades estéticas" desde su presupuesto objetivista.

Si la atención estética se define por la intención o motivación, como lo plantea Dickie, la estocada desmistificadora que pretende esgrimir contra la "actitud estética" no hace más que cambiar un término por otro, dejando el meollo del problema intacto pues la "actitud estética" de Stolnitz equivale a la "atención con motivación estética" de Dickie (otra manera de definir esa actitud). En otras

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palabras, Dickie involuntariamente sigue cualificando al acto de percepción, que no llama ya "actitud estética" sino "atención con propósitos o motivaciones estéticas". Stolnitz podría por tanto repli­car con razón que esa atención motivada ya establece una diferencia perceptual, y que por lo tanto sí hay diferentes modos de percepción dependiendo de la actitud. Al combinar ambas versiones tendríamos a un espectador tan concentrado en tener una atención con inten­ciones o motivaciones estéticas o en adoptar una actitud estética, que no le quedaría energía para disfrutar el objeto.

Si efectivamente existiera tal cosa como la "actitud estética" de Stolnitz, el lugar adecuado para verificarla sería en las inauguraciones de exposiciones de arte, ilustrada por la pose que los miembros del artworld suelen asumir y que resulta sumamente jocosa para el público no iniciado: es la actitud del esnobismo. A quien no le convenza como parámetro o instrumental teórico, mejor hará en buscar otras expli­caciones. Podrá percatarse de que, más que una actitud, se trata de una actividad particular del s~jeto, una actividad valorativa que será explicada con detalle en la Segunda parte.

EL MITO DE LA UNIVERSALIDAD DE LO BELLO

"Bello es lo que, sin concepto, place universalmente." Ésta es la ya clásica definición de lo bello con que Kant concluye el Segundo Momento de su Crítica del juicio. No se puede probar que un objeto sea bello; pero se puede, según Kant, exigir adhesión a una validez subjetiva universal sobre "la esfera total de los que juzgan". Este mito de la universalidad como expectativa y exigencia ha cabalgado sobre el lomo de la estética desde hace más de dos siglos. El mismo Marx, a pesar de su visión tercamente histórica y su convicción en las determinantes estructurales, sucumbió al mito de la universalidad de lo bello cuando se preguntaba por la vigencia actual del arte clásico griego. Su vigencia, para Marx ( 1976) era universal y ahistórica. La coartada que encontró fue que nos recuerda la "infancia de la humanidad". Aunque Marx mismo no logró trascender este mito de la universalidad del arte y de lo bello, su empeño histórico y social en el materialismo nos abrió la posibilidad de asomarnos a las condicionantes materiales y sociales de estos valores artísticos.

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El mito de la universalidad de lo bello es un efecto de la fe en el "absoluto occidental" eurocéntrico que benévolamente acogió, hace poco más de un siglo, manifestaciones estéticas no occidentales para reivindicar precisamente esa universalidad. El filósofo se creía enar­bolando El Pensamiento, a través del cual podía tener acceso a La Verdad, El Bien, y Lo Bello. El contacto con La Verdad lo embriagaba porque veía por encima del hombre común, ese ser miserable engañado por las apariencias. Todo estaba regido por una perspectiva vertical en la cual La Razón jerarquizaba las posiciones hacia el foco centrípeto del Absoluto. A la luz de los estudios etnográficos en el siglo pasado, se hizo cada vez más evidente que se trataba de voluntad de poder al promulgar como "Lo Bello Universal" simplemente a lo

bello occidental europeo. Me atrevería a predecir que en investigaciones empíricas que

analicen comparativamente los juicios del gusto en diferentes cul­turas y clases sociales (como la actualmente desarrollada por la Asociación Internacional de Estética Empírica), la que resulte más lastimada será la universalidad de lo bello. La universalidad de lo estético, en cambio, permanecerá ilesa, pues todos los seres humanos, sin importar la cultura o situación espacio-temporal, somos bási­

camente criaturas sensibles, estéticas.

EL MITO DE LA OPOSICIÓN ENTRE LO ESTÉTICO Y LO INTELECTUAL

Entre lugares comunes del discurso en la teoría estética está la idea de la oposición entre lo estético y lo intelectual o lo sensible y lo racional. Desde sus inicios, ya con las "ideas claras y distintas" de la razón opuestas a las "ideas claras pero confusas" de la sensibilidad en Baumgarten, y en la definición de lo bello que place sin concepto de Kant, o su afirmación de que" el juicio de gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; por lo tanto, no es lógico, sino estético", los ejemplos que ilustran esta oposición son innumerables. Tanto así, que es frecuente no hallar mejor definición de la estética que como

negación de lo racional. Sin embargo, con las técnicas de visualización computarizada, es

cada vez más difícil negar la profunda afinidad entre la estética y la aparentemente más racional de las empresas intelectuales: la ciencia.

LOS NUEVE MITOS Df LA ESTÉTICA 41

Al hacer arte, como al hacer ciencia, es imprescindible una actividad lúdica y apreciativa, la absorción en el proceso de comprensión con el enorme placer que implica, una admiración por el orden de las formas y de las estructuras, un goce en la exploración de incógnitas, la admiración por la elegancia y la simplicidad de soluciones ( cf. Wechsler, 1982) . Así lo expresa Heisenberg al comentarlo con Einstein:

Puede usted objetar que al hablar de la simplicidad y la belleza estoy introduciendo criterios estéticos de verdad, y con franqueza admito que me siento fuertemente atraído por la simplicidad y belleza de los esquemas matemáticos que la naturaleza nos presenta. Debe haber sentido esto usted también: la casi aterradora simplicidad y totalidad de las relaciones, que la naturaleza repentinamente despliega ante nosotros.3

A pesar de semejante afinidad, una de las raras excepciones a este lugar común de contraponer lo estético a lo racional en la teoría estética es John Dewey ( [ 1934] 1980: 73) , quien señala que "hay pen­samiento emocionalizado, y hay sentimientos cuya sustancia consiste de ideas o sentidos apreciados ... La única distinción significativa concierne al tipo de material al que la imaginación emocionalizada se adhiere. " Con Dewey, no creo en la pureza conceptual del pensa­miento científico como tampoco en la pureza emotiva de la aprecia­ción estética, pues entran en juego también actividades intelectuales, afectivas y sensoriales. Evidentemente la ciencia, no sólo el arte, puede propiciar lo que se ha denominado "experiencia estética" (cf. Osborne, 1981; 1984; 1986; Engler, 1990; Wechsler, 1982) . Ahí está la belleza de las imágenes de las series de Julia y de Mandelbrot en los fractales, la hermosa simetría en el triángulo de Sierpenski y la curva de von Koch, lo sugerente de los atractores extraños de Lorenz y la botella de Klein, la elegancia sin par de la fórmula E=mc2. Es elocuente en este sentido la descripción del London Revino ofBooks al publicarse Wittgenstein on Rules and Private Language de Saul Kripke, "Cuando estas conferencias fueron publicadas hace ocho años, de­jaron a la filosofía analítica parada en su oído. Todos estaban furiosos, regocijados, o profundamente perplejos. Nadie era indiferente." Muchos artistas envidiarían esta reacción tan fuertemente emotiva del público. Las crónicas que describen la sensibilidad de los investigado-

" We rner Heisenberg ( 1971 : 68) citado por Wechsler ( 1982: 16) .

SEMPROM
Resaltado
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res hacia ciertas temáticas o eventos de carácter científico son innume­rables y demuestran su apego profundamente estético a la ciencia.

Por ello, más que entender lo estético como opuesto a lo racional, voy a enfocar el análisis en términos de las conformaciones y no de los efectos, pues éstos pueden ser tan diversos como los efectos de verdad, de justicia, de belleza, de horror, de compasión o de risa loca. Desde nuestra perspectiva, no existe "lo lógico" o "lo estético" como si se tratara de esencias o secciones de la realidad independientes. Hay operaciones con las que el sujeto produce efectos de verdad o de deleite, de justicia o de fealdad que sólo son aprehensibles desde un contexto interpretativo determinado. Así pues, como lo mencioné respecto a la inviabilidad de los cortes de lo estético y lo no-estético, vale más hablar de conformaciones e interpre taciones estéticas y racionales en ciertos fenómenos, eventos o situaciones.

En conclusión, la diferencia entre lo intelectual y lo estético no puede plantearse como una cuestión de esencia, metafísica o episte­mológica como lo hace Baumgarten en su distinción entre las ideas "distintas" de la razón y las "confusas" de la estética. Se trata de diversas aptitudes que entran en juego en las actividades humanas como la motriz en la arquitectura, la montaña rusa o en la ejecuciófl musical, la olfativa en la apreciación de un paisaje, un mercado o un platillo, la gustativa, táctil, visual y olfativa en el arte culinario. En todos los casos lo sensorial y lo mental están íntimamente ligados pues el primero siempre activa al segundo: el cuerpo es uno con la mente y sin los sentidos no hay actividad mental ni razonamiento posibles. A pesar de su división tajante de las tres críticas (la del razonar, la del actuar y la del juzgar) Kant supo ver que la función mental no se opone a la estética al concebirla como el "libre juego de la imaginación y el entendimiento", así como al iniciar su Critica de

la razón pura desde la Estética Trascendental.

EL MITO DE LA SINONIMIA ARTE-ESTÉTICA

De todos, el mito de que el arte y la estética son sinónimos es el más arraigado. A pesar de ello, hace algunos años dos estetólogos de la tendencia analítica han intentado desmitificarlo. Me refiero concre­tamente a Noel Can·oll y Timothy Binkley, cada cual desde otra

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estrategia de ataque. La primera es la que cuestiona que el arte sea exclusivamente estético. La segunda es la que se opone a la idea de que todo arte deba ser necesariamente estético. Pero hay una tercera, que voy a desplegar en este texto, y que pretende refutar que la estética tenga que ser exclusivamente artística.

El mito de que el arte sea exclusivamente estético ha servido para reproducir la idea de la producción artística como desvinculada de todo interés o utilidad social fuera de la función contemplativa, y al artista como un genio dotado de una sensibilidad prodigiosa. Sos­tengo, por lo contrario, que el arte no es exclusivamente estético porque esta dimensión de ninguna manera agota la variedad de formas de relación con el arte. Existen también formas de relación técnicas en la verificación de autenticidad de una obra, epistemo­lógicas al explorar al arte como documento histórico o teórico, políticas en su instrumentalización como propaganda política o publicitaria, psicológicas y terapéuticas en su uso catártico y curativo, financieras como especulación o inversión pecuniaria en obras de arte, didácticas y sobre todo económicas para el sustento material del artista. Así, el arte no es exclusivamente estético, aunque necesa­

riarnente pudiera serlo. Pero no todos piensan así. Uno de los principales críticos de la

necesidad de lo estético en el arte es Noel Carroll (1986: 57-63) quien cuestiona que la estética sea imprescindible en el arte y que deba ser caracterizado únicamente en términos de la producción de efectos estéticos. Propone que hay formas de interacción con el arte que no son estéticas, como la interpretación, el descubrimiento de estructu­ras y significados latentes, de enigmas y acertijos en la obra. Ataca, en suma, la definición estética del arte ya que, para Carroll, la relación con el arte puede ser también intelectual. Obviamente, en esta postura subyace el mito de la oposición de lo estético y lo intelectual arriba analizada, pues el hecho de que el arte sea intelec­tual no tendría por qué cancelar su valor esté tico, al contrario. Carroll trata de liberarse de un mito para caer en otro.

Como Carroll, Binkley ( 1987) considera que lo estético no es una condición suficiente y ni siquiera necesaria para el arte: "no todo arte es estético. Al ver su casamiento con la estética como una unión forzada, el arte busca sentido más allá de miradas a ras de piel." Para Binkley, en concordancia con Anhur Danta (1987; 1981), e l arte es un acto de catalogar ( indexing) de acuerdo con ciertas convenciones

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establecidas por el "artworla' o institución artística. Aunque ni Binkley ni Carroll definen qué entienden por lo estético, se puede deducir que lo conciben como equivalente a la percepción sensorial; por esta razón les parece que lo estético es irrelevante en el arte conceptual, como en las obras de Maree) Duchamp L. H. O. O. Q. o Fuente. Sin embargo, si no reducimos lo estético a lo puramente sensorial, el proceso intelectual que genera el arte conceptual es estético en la medida en que es capaz de conmovernos, es decir, de producir efectos en la sensibilidad.

En suma, no es necesario des-estetizar al arte para admitir la dimensión intelectual en la apreciación de las obras artísticas. Hay conceptos con enorme carga emotiva y sentimientos de gran com­plejidad conceptual (como lo menciona Dewey en la cita de páginas atrás).

Pero que el arte sea estético o no lo sea no me preocupa tanto como el problema de la exclusividad artística de lo estético, pues este mito ha coartado toda consideración de la estética fuera del ámbito artístico (con la excepción de algunas reflexiones sobre la naturaleza en Kant y en la actualidad la estética ambientalista de Berleant y el grupo International Institute of Applied Aesthetics de Lahti). Que la estética sea exclusivamente artística es el obstáculo epistemológico que urge contrarrestar para posibilitar un análisis de la estética en todas sus ramificaciones, sean artísticas o extraartísticas.

En suma, el mito de la sinonimia arte-estética se encuentra implí­cito en la ausencia de discursos sobre arte que enfoquen también estas otras funciones extraestéticas, habiendo tantas y tan relevantes para entender la obra de arte. La ideología del arte clausura aspectos no estéticos de la producción artística haciéndola aparecer como si sólo fuera estética, cuando en realidad es también estética, entre otras cosas como económica, política, semiológica, tecnológica, turística, terapéu­tica, etc. Se delega a los sociólogos y economistas a que se ocupen de estos temas tan mundanos para que la teoría estética no contamine sus exquisitas sensibilidades. Lo más grave de este mito desde la perspectiva aquí elaborada es el silencio rotundo, la clausura total de toda estética no artística. Terca ceguera ante el cada vez más espectacu­lar despliegue estético de la tecnología, la ciencia y el diseño.

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EL MITO DE LA POTENCIALIDAD ESTÉTICA DE LAS OBRAS DE ARTE

El mito del potencial estético de una obra, derivado del fetiche del objeto estético, consiste en suponer que el "objeto estético" tiene en potencia la capacidad de suscitar una experiencia estética. Este mito, implícito en los textos de Dufrenne arriba citados, es compartido por numerosos teóricos del arte. Samuel Ramos ([1950] 1976: 90) nos advierte que "lo artístico de tales obras no radica en su pura mate­rialidad, sino por decirlo así, en cierta virtud potencial que sólo cobra existencia cuando se refleja en el espíritu de un espectador enten­dido. La obra de arte sólo adquiere actualidad con referencia a un sujeto artístico." Sánchez Vázquez expresa cómo Las Meninas de Velázquez esperan realizar su potencial estético al ser contempladas por el espectador.

desde que fue pintado y expuesto en 1656, el cuadro realiza una y otra vez su potencialidad, o disponibilidad a ser contemplado, convirtiéndose siem­pre, en este o en aque l momento, e n objeto estético. Pero hay momentos también. en que e l cuadro permanece en la sala, mudo y ensimismado, en espera de nuevas contemplaciones, de un consumo interminable que jamás significará su consumación (Sánchez Vázquez, 1992: 112).

Desde luego que Sánchez Vázquez habla metafóricamente y reco­noce que la obra sólo se convierte en objeto estético al ser contempla­da. Justo por eso explica que se convierte en objeto estético "en este o en aquel momento", es decir, cuando es interpretado y es objeto para un sujeto. Sin embargo, dada la tendencia en la teoría estética de centrarse en los objetos más que en los sujetos, habrá quien interprete esa afirmación en sentido literal suponiendo que la "dis­ponibilidad a ser contemplado" le pertenece al cuadro, cuando la única disponibilidad es la del stueto a contemplarlo.

Las obras no tienen sentido potencial; el potencial es del sujeto que a través de su vida ha construido modos de percepción del entorno que le permitirán interpretar o disfrutar con mayor o menor sutileza e intensidad las propuestas artísticas. El sujeto enunciante, Velázquez en este caso, ha construido un mapa de recorrido visual para generar sentidos y formas, "al invitarlos a poner en ejecución un juego de estrategias" como diría Fish (1980: 183) o al diseñar al lector in fabula de una obra literaria en Umberto Eco ( 1981). Esta invitación lo es sólo para quienes ya tienen la disponibilidad y las estrategias

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interpretativas para elaborar el sentido, forma y efectos sensibles del cuadro en la subjetivación. Foucault ( 1984) acepta esa invitación, y el sentido que produce de Las Meninas como representación de la repre­sentación o como juego de representaciones es resultado de la estrategia interpretativa que Foucault ejerce ante el cuadro desde lo que él denomina como episteme clásica. Desde otras estrategias, distintas a las de Foucault, pueden construirse otros sentidos.

La dicotomía aristotélica "potencia-acto" sólo puede ser entendida como potencia y acto del sujeto y no del objeto: potencia del espectador de ejercer ciertas estrategias interpretativas en relación con un objeto, o potencia del autor de desplegar un enunciado a través de una obra y de interpelar al destinatario. El cuadro, en cambio, no es idea en potencia sino acto de enunciación e inter­pretación que, como todo enunciado, requiere un intérprete o destinatario para significarlo como tal, así sea sólo el autor mismo.

EL MITO DE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA

Definir a la experiencia estética implica de inicio arrastrar la maraña que envuelve en su conjunto a la teoría estética. Las discusiones al respecto oscilan entre versiones objetivistas que definen a la expe­riencia estética por las cualidades del objeto experienciado y las subjetivistas que la definen por la cualidad de la experiencia. Mientras los objetivistas creen que es más fácil definir al objeto que al sujeto, y salen a la caza de cualidades, conceptos o aspectos específicamente estéticos en el objeto (orden, armonía, unidad, coherencia, propor­ción, ritmo, elegancia, gracia, etc.), los subjetivistas padecen lo engorroso de describir estas cualidades en la experiencia que no sólo es evanescente sino totalmente personal, impregnada de qualia.

Aunque parezca ser la quintaesencia de la estética, la idea de la "experiencia estética" es bastante reciente, pues no aparece en la teo­ría sino hasta el siglo XIX, basada en ideas de fines del siglo xvu y XVIIII desde Shaftesbury y Hutcheson ( cf. Townsend, 1987). Here­dera de Kant por su "deleite desinteresado" y de Baumgarten y sus "ideas claras pero confusas" para culminar con Dewey en su "arte como experiencia", se intenta describir y cualificar a la experiencia estética a partir de la introspección del sujeto en su aspecto cualita-

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tivamente distinto de las experiencias cotidianas. Sin embargo, en el momento en que sucede, la descripción misma la anula y se trueca en un proceso cognitivo y referencial más que estético. Ésta es la aporía que enfrentan los intentos de definición de la experiencia estética desde el subjetivismo puro.

Al intentar escapar a esta aporía se entra en otra, como el caso de las definiciones circulares que tratan de definir al objeto estético por la experiencia estética y a ésta por el objeto estético (v.g. Dufrenne) . Algunos tratan de averiguar qué se siente o en qué consiste tener una experiencia estética o qué se necesita hacer para tenerla como el "distanciamiento psíquico" de Bullough, la percepción de la "forma significativa" de Clive Bell ( 1977), el "sentimiento complejo" de Mitias ( 1982) o la "atención simpatética ... " de Stolnitz ( 1992).

Dickie (1965) denuncia como fantasmática la noción de Beardsley de experiencia estética, en particular lo que él llama "la concepción causal de la experiencia estética" que supone que el arte causa la experiencia estética, es decir, que ésta es un efecto de un objeto es­tético . . Le critica a su maestro Beardsley la idea de que la experiencia estética pueda definirse y distinguirse por ser "coherente y completa" y consistir en "unidad en la diversidad". Para Dickie no hay nada que pruebe que la experiencia estética misma sea unificada y argumenta que las características que Beardsley le atribuye a la experiencia del espectador en realidad son las características de la obra misma. Rotundo antikantianismo éste si recordamos la advertencia de Kant de que no son las formas del objeto sino las de la experiencia lo que produce el deleite estético.

Contra la postura de que la experiencia estética no es cualificable, Michael Mitias (1982: 158) responde arguyendo que la experiencia estética sí tiene estructura y cualidades, y que Beardsley las describe: unidad, coherencia y plenitud. Mitias se pregunta "¿bajo qué condicio­nes se puede percibir un objeto como objeto esté tico?". Sin embargo, por tales condiciones entiende algo así como la "imaginación creati­va" que es otro modo de denominar a la experiencia estética y no parece superar la circularidad de la definición. El esfuerzo argumen­tativo de Mitias por justificar la validez ontológica de la experiencia estética en contra de sus oponentes, particularmente Dickie, lamenta­blemente fracasa. No se trata de efectuar taxonomías de las experien­cias en general clasificando por un lado las que son coherentes, unitarias y completas y por otro las que no lo son. Desde luego, Mitias

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no propone esta taxonomía, pero ésa sería la consecuencia de su distinción de la experiencia estética y la no-estética desde el punto de vista de sus cualidades.

Aun si esa cualificación de una experiencia fuera posible, no por ello puede concluirse la validez de un concepto tal como el de "experiencia estética" pues seguramente encontraremos experiencias "coherentes, unificadas y completas" a las que no sea particularmente pertinente atribuirles el calificativo de "estéticas". Pienso por ejemplo en la experiencia de ir a la carnicería a comprar un kilo de ternera (es coherente porque hacemos todo lo necesario, es unificada pues integra todos nuestros actos y es completa porque se inicia cuando decidimos ir a comprar el kilo de ternera y termina cuando lo hemos hecho) . Además, tal cualificación nos llevaría a confrontar laberintos psicológicos y a establecer si tales cualidades se infieren antes (por autosugestión), durante (por introspección), o después (por retros­pección) de la experiencia.

Mitias va más allá y propone que lo que vuelve estética a una experiencia es la esteticidad de las cualidades del objeto de la experiencia. En esto, paradójicamente, se vuelve objetivista en su intento de defender la posición subjetivista de la experiencia estética. Irónicamente, a Dickie (1992) le sucede exactamente lo inverso que a Mitias, pues pugna desde un objetivismo recalcitrante por desmiti­ficar a la experiencia estética al plantearla como mera atención partiendo del objeto estético, pero termina por asentarse en el sujeto, quien finalmente es el que, para Dickie, tiene las motivaciones o intenciones de ver, mirar y juzgar las cualidades de tal objeto en tanto estético. Para Mitias hay un aspecto estético potencial en el objeto que se actualiza a través de la experiencia y lo permea con su carácter de esteticidad. Para que esto sea posible, dice Mitias, es necesario adoptar una actitud estética, y volvemos de nueva cuenta al actitudina­lismo de Stolnitz.

Los anti-actitudinalistas como Dickie podrían aquí argumentar con razón que la defensa de Mitias cae en la aporía, puesto que final­mente define a la experiencia estética por el objeto estético, como Dickie sin querer define al objeto por las motivaciones del sujeto. Según Mitias, la experiencia estética es aquélla permeada y dotada de estructura por el objeto esté tico; y el objeto estético es el que sale al encuentro, en tanto estético, al tener "cualidades estéticas". De nueva cuenta la circularidad.

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Ya que sólo se ha desplazado la pregunta, no resuelto, habría que responder entonces cuáles son las cualidades de la actitud estética, qué define al objeto estético, qué provoca la experiencia estética, qué distingue al sujeto estético, qué detecta los aspectos estéticos, qué estructura la experiencia estética, qué diferencia al sujeto estético del no estético .. . Esta cadena recuerda la canción tradicional del cabrito que se canta en la Pascua hebrea donde el Santo, Bendito Sea, mató al ángel de la muerte, que mató al carnicero, que mató al buey, que bebió el agua, que apagó al fuego, que quemó al palo, que pegó al perro, que mordió al gato, que se comió al cabrito que el padre compró por dos zuzim.

Contra Mitias y Beardsley e incluso Dewey, es necesario asumir que el concepto de "experiencia estética" no resulta de gran ayuda a la teoría, pero en una dirección muy distinta a las objeciones que le plantea Dickie. Las aporías generadas ante el problema de definición o descripción de la experiencia estética manifiestan que esta noción obstruye más de lo que aclara. En ambos casos, se busca la esencia del término a definir, ya sea la experiencia estética o el objeto esté­tico, como si estuviera dada de antemano y sólo se tratara de señalar su género próximo (experiencia) y su diferencia específica (estética). De ahí se continúa a un segundo nivel, más refinado, donde el género próximo sería, por ejemplo, "contemplación" o "placer" en el subjeti­vismo y "forma" en el objetivismo, y la diferencia específica sería "desinteresada" en el subjetivismo y "significativa" en el objetivismo (utilizando. las definiciones de Kant y de Bell, respectivamente) .

Hemos visto que la pregunta "¿cuáles son las cualidades de la experiencia estética?" conduce una respuesta circular donde lo esté­tico de la experiencia viene de lo estético del objeto, y éste de lo estético de la actitud tomada para aprehenderlo. Según Mitias, e incluso Stolnitz y los actitudinalistas, es la intención del sujeto, en su adopción de la "actitud estética", la que "actualiza" las "cualidades estéticas" en potencia del objeto produciendo (por contagio, ósmosis, infiltración o como se quiera) a la experiencia estética. Es como si las "cualidades estéticas" del objeto se implantaran en la experiencia convirtiéndola en estética.

El problema está, como lo señalé arriba, en el planteamiento erróneo del concepto de "experiencia estética".4 No es la intención,

4 Lawrence W. Hyman (1986) intenta re ivindicar e l conce pto de experiencia esté tica en su ataque a Dickie e insiste e n nociones de desinterés y distanciamiento. Sin embargo concluye que si el valor de una nove la '"no es cognitivo o moral, ¿cómo

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posiciOn o la actitud lo que interesa a la investigación estética. Tampoco es pertinente preguntarse qué hace que una experiencia sea estética y otra no lo sea, sino cuáles son las condiciones de posibilidad de la estesis. Eso haremos en la Segunda parte. Efectiva­mente, lo que distingue al objeto de estudio de la estética tiene que ver con la aptitud experiencia! del sujeto. Por eso si la estesis es la aptitud para la experiencia, toda experiencia sería estética y toda estesis experiencia!. Consecuentemente la noción de "experiencia estética" es un pleonasmo como la de "objeto estético" un oxímoron y la discusión en torno a ellos una aporía. ¡Menudo problema en que estamos metidos!

En su libro El arte corno experiencia, Dewey propone a la experien­cia artística como paradigmática del sentido más elevado de expe­riencia. También Shusterman (1999), siguiendo a Dewey, trata de defender la viabilidad del concepto de experiencia estética contra Dickie y otros filósofos analíticos que trataron de desecharla argu­mentando que, finalmente, todo el sentido de la creación artística no es otro que el de proporcionar al espectador una experiencia estética. De acuerdo, pero ¿por qué no mejor llamarla por su nombre: "experiencia artística" como experiencia a través del arte? Eso nos lleva a reconocer que hay igualmente experiencias deportivas, sexua­les, religiosas, turísticas que se refieren a las vivencias que tenemos al practicar deporte, el sexo o una religión, viajar, etc. No es necesario cualificar tales experiencias para reconocerlas: simplemente se diferencian por 1] el contexto real o imaginario en el que ocurren y 2] los objetos a través de los cuales se realizan.

Desde mi punto de vista (y que ya argumentaré como dios manda en los siguientes capítulos), toda experiencia es por definición estética pues experienciarequivale a la estesis. Pero no toda experiencia es artística ya que ésta ocurre sólo en relacion con obras de arte. Conviene distinguir entre "experiencia artística" que es el sentido generalizado que se le da en la teoría estética y "experiencia estética" que es una redundancia.

podrá llamarse la experie ncia que produce tal valor sino experiencia esté tica?". De muchos modos, podrá respondérsele. Hyman presupone que sólo existe n tres tipos de valores a] cognitivos, b] morales y d esté ticos, un poco a la Kant en sus tres críticas. Si x no es ni a ni b, debe ser r. Pero las premisas son falsas, puesto que puede ser, d, e, z y n; es decir, hay muchos tipos de valores: d] políticos, e) económicos, /] lingüísticos, g] personales, n] etc. Por tanto, la conclusión es falsa.