L1 habla jugador
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JULIO HEVIA
HABLA, JUGADOR GAJES Y OFICIOS DE LA JERGA PERUANA
TAURUS
III. DOMINANTES DEL ÁNIMO
Variación de un viejo dilema: ser pilas o no ser pilas
A cierta distancia, lo que clásicamente reconocemos como jerga se vincula
a un saber callejero, supone un pensamiento alojado en lo externo o
desalojado en esa misma exterioridad; práctica que se solaza en la tensión
y la disputa precipitadas por el careo, por el contraste y la puesta en duda.
Indisolublemente ligada a una velocidad siempre exigida por el discurrir
coloquial y marcada por el vértigo de sus juegos, la jerga devine, pues, en
su lado friccionado, en su lado sucio yachorado, arrebatadamente cagona.
Sabemos que, en medio de la variedad de tonos y ritmos del habla, de
los timbres y volúmenes que el coloquio apura, lo dominante en la lengua-
nuestra-de-cada-día, su dominante pragmática intestina, es el sostenimiento
de un contacto. Hay que llamar la atención en el hecho de que ese contacto
debe apelar, cada vez, a las acepciones más dúctiles e incluso a las menos
previsibles, toda vez que el mantenimiento de dicho contacto sobrevive entre
una subterraneidad de operaciones. No otro es el afán, siempre renovado,
de estar en la movida, de colaborar con la simultaneidad del burbujeo; no
otro el propósito de insertarse, como quien no quiere, en enunciaciones
colectivamente entre-tenidas. No son otras las maquinaciones perpetradas
por los agentes del habla, por las gentes del habla, por los entes con que
el habla habla. Mundo donde todo opera, como nos recuerda el biólogo,
psicólogo y epistemólogo suizo Jean Piaget, por inter-es, mundo donde nada
es ni puede ser sino funciona y se activa por in ter-es. He allí la dimensión
del inter-cambio, el equipaje de la in ter-acción, el propio acontecer de una
in ter-sección continua. En esa propagación cotidiana, Gabriel Tarde, padre
la microsociología contemporánea, identificaba tres mecanismos básicos:
la imitación, la oposición y la invención. Suerte de combustión de los
funcionamientos acá descritos, la imitación, la oposición y la invención
ratifican los despliegues de cualquier discurso y configuran, a fuerza de
atraerse y rechazarse, la inextricable densidad que suele albergar lo público.
Luego del efecto, manual o mecánico, de darle cuerda al otro o de
concluir que aquel tiene cuerda para rato, la gente precisó de empilarse o
aspiró a presentarse con las pilas puestas. Antaño los de aquí y allá, estos
y aquellos, cercanos o distantes, se exhortaban con un perentorio ,ponte
las pilas! Agenciamiento obligado, las pilas otrora debían orientarse de
afuera hacia adentro; se trataba de hacerlas pasar del mundo eléctrico de
las baterías a la esfera y al dominio de las reacciones motrices; las pilas
configuraban, ineludibles, la cinética de la presteza conductual. Señalar,
entonces, que la gente estaba obligada a ponerse las pilas, es sostener que
debía incorporadas en sus rutinas más elementales: la urgencia de contar
con ellas obedecía entonces al propósito, por demás evidente, de proveerse
de un cierto plus energético. A ese ponerse las pilas quizá le debamos el
mérito de haber despintado al más grueso y procaz ¡desahuévate!
En consecuencia, las potencias conquistadas por los beneficiarios
de unas pilas ya instaladas, de unas pilas bien puestas, debían traducirse en
otros tantos virajes anímicos o en otros tantos arrestos eléctricos. Si bien
las pilas estimulaban una conquista y eran materia de una apropiación, hay
que recordar que, en lo fundamental, se les requería para cubrir una falta o
compensar una falencia: no en vano con las pilas se perseguía acelerar las
reacciones o tonificar el espíritu; recubrir, de ser posible, el agujero de la
apatía y el peso del desánimo: he allí el, harto gráfico, estar bajo de pilas.
Planteado entonces desde su extremo operativo, las pilas se constituían en
la mejor defensa contra la depresión y el desinterés, por ello lo clásico de
otras épocas era que la gente se empilara vía estimulantes farmacológicos
u otros aceleradores de la conciencia. Luego de tal vigencia y trascurridas
varias décadas, un ponte las pilas sobrevive, a duras penas, como amenaza
postrera o en calidad de ultimátum, a través de la advertencia: "Si no te
pones las pilas ... pierdes, cagas, ya fuiste".
Al extendernos, la ingeniosa fórmula "Cero: no ser", Sofocleto,
entrañable humorista peruano, equiparó la sustracción del ser a un puro
diluirse en el cero, en el puro serapio. Modo insospechado de recuperar
el mítico dilema legado por la dramaturgia del maestro inglés Willliam
Shakespeare, pues de lo que ahora se trata es de ser pilas o, en su defecto y
por puro defecto, estar cero pilas. A fin de acentuar tal viraje, y tomando en
cuenta la disposición anírnica que está en juego, diremos que actualmente
se nace con las pilas, que hoy se está o no dotado de ellas. Destacaremos
que el ser pilas es un rasgo de época, que resulta un signo, como otros
tantos, de los tiempos actuales. Reincidiendo en lo dicho, las pilas remiten
a unas condiciones básicas para la lucha;compactan un equipo mínimo
para la subsistencia; van a contribuir, en su afiatamiento, a la búsqueda del
progreso y la consolidación del bienestar. No deja de sorprender, por cierto,
que en medio de unos intereses amortiguados por el consabido relax y la
impronta de lo light; que en medio de unas voluntades atenuadas por lo
más sweet y lo más tecno, las pilas nos dispongan a la mejor orientación de
la experiencia y parezcan proporcionar el modo más directo y expeditivo
de rescatar el buen espíritu de otras momentos, de traducir unos Ímpetus
que amenazan con extinguirse del planeta.
Las pilas no estarían obligatoriamente vinculadas a lo que se ha
dado en llamar mercantilismo universal, al hecho simple y llano de que
nada existe que no pueda ser comprado y vendido. En gran medida, la
relación entre el trabajo y el dinero obedece a un carácter contingente,
aleatorio e incluso incongruente, como bien lo señala Nicolás Grimaldi,
catedrático parisino de Historia de la Filosofía y Metafísica. Visto así, con
frecuencia, el.celo que la gente pone en sus actividades, la eficacia con que
las realiza, la propia dedicación y entrega o el talento y la competencia
no se corresponden con el monto de la paga, con el salario propiamente
dicho. En consecuencia, las pilas tenderían a cubrir un amplio rango de
actividades que, desbordando la esfera laboral estricta, alcanza también las
programaciones del descanso de cada cual.
Por ello, el pilas y su superlativo el recontrapilas informan de unos
intereses que anuncian su apertura preferencial hacia ciertas prácticas,
ratifican unos niveles de compromiso que brillan por su ausencia en la
mayoría de calificativos acá revisados. Para salir de tal paradoja, las preguntas
quizá sean: ¿Pilas para quién? ¿Pilas para qué? ¿Pilas cuándo? ¿Pilas dónde?
Nos parece que la concentración física y mental del sujeto mal puede ser
comprendida o estudiada, difícilmente propiciada o potenciada, si no se
la vincula a su par complementario, la distracción. Solo distrayéndose es
que la inteligencia de los implicados podrá alcanzar las más altas cuotas
de concentración.
No se trata ya de reproducir sin chistar la razón privilegiada que
hace esencial al ser y accesorio al tener. Precisamente se trata de un
entendimiento que rebaja al ser en tanto pura envoltura del tener, que
lo entiende como su acabado final. La primera vitrina del tener sería,
entonces, el parecer que se tiene: fue Monsiváis quien advirtió que no en
vano nadie va a enseñar cómo se hace el dinero, pues de lo que se trata es
de mostrar cómo se gasta y, mejor aún, quién y cómo lo desgasta. Desde
esa misma lógica, la que sustentara en su momento un pensador dela talla
y radicalidad del francés Georges Bataille, el último fin de toda economía
es el dispendio, el derroche, el festín. De este modo, manteniendo al tener
por encima del ser, se destaca lo funcional de una mecánica que resulta más
acorde con los emblemas del estatus, con los afanes de reconocimiento,
con lo que hoy responde a la necesidad y valor de darse el gusto.
y dado que hablamos de la gestación de una existencia que gira en
torno al tener, bueno es enfatizar que tal filtro surge como natural conse-
cuencia de un estar provisto de pilas, de un tenerlas ya incorporadas. Es
recién a partir de ese punto y bajo tales exigencias que el ser (del tener) pilas
va a constituirse en una identidad en sí misma; es recién en función de tal
exigencia que el ser (del tener) pilas va a involucrar, ratificar y desbordar, en
su propio estado, al hecho original, al hecho puro y simple, de tener pilas.
El que tiene mucho es, pues, un hombre valioso. Se tratará entonces
de tener que tener para poder ser, partir pues, sin más ni más, del atributo
requerido, de la propiedad exigida o de la posesión material, obviando las
modalidades de apropiación allí implicadas. Como si la tenencia de las mismas
pilas justificara omitir la genealogía de cualquier arrebato o sustracción,
soslayar las oscuras incidencias de toda expropiación; no se precisa entonces
distinguir entre la condición natural o la naturaleza artificial del ser pilas.
Cada cual verá cómo hacerlo, siendo que lo fundamental es serlo y parecerlo
e, incluso, como sentenciara desde el psicoanálisis Jacques Lacan, parecerlo
para serlo. Lo cierto es que el actual ser pilas añade un plus indispensable,
un tácito complemento al equipaje básico de la subsistencia, y por ello
encontramos su espacio de actuación entre el himno que antaño rezaba
oportunista "Tuyo o ajeno, procura que no falte", y el cálculo a establecer
hoy sobre las relaciones costo-beneficio. En suma, un ser pilas abocado a lo
bursátil de la existencia, al dominio sobre la probabilidad, a la apuesta de
todos los valores. i Y no va a ser!, se hubiera dicho ayer.
No somos nosotros los que, hoy por hoy, tenemos pilas, son ellas las
que, a su merced y voluntad, nos tienen y trajinan; son las mismas pilas las
que nos tienen y mantienen. Serán ellas las que hoy nos permitan ser, son ellas
las que nos faciliten acceder al ser de la ostentación, al ser de la exhibición,
al ser del propio derroche. Se diría que en relativa independencia de nuestra
expectativa, que más allá de nuestro interés en tales recursos y de los variados
modos con que nos beneficien o perjudiquen, las pilas son lo que son en sí
mismas; son lo que son para sí mismas. Por eso, el que no está empilado se apaga
(como el automóvil); el que no está empilado se cuelga (como la computadora)
o se desenchufo (como el equipo de música). Lo inverso equivale a no estar
sintonizado, a perder el buen humor y la chispa correspondientes, a quedarse,
a perder la velocidad y el ritmo, el paso y el piso neéesarios.
La gente hoy está eléctrica o, de lo contrario, se pone eléctrica cuando las
condiciones lo ameritan o las razones lo exigen. He allí el efecto cinematográfico
del muñeco empilado, ese que elimina a la familia entera, empezando por los
menores, por el lado de abajo, por los más pequeños: se le llama chukydernian
o, en su extremo, recontrachuky y constituye el emblema de una locura en
presentación lúdica, mínima, luminosa y colorida. Su versión adulta, reversible
e invencible, sería el emblemático Terminator. A la inversa, el efecto notorio
del unplugged es materia de singulares alabanzas, sobre todo en el terreno de las
particulares trascendencias que una música popular edifica y regenera; época
entonces donde un desenchufodo releva y relega al ya legendario en vivo. Acá
unplugged vira, ya se sabe, positivo, genuino, espontáneo o natural .
Relataré, a continuación, una anécdota que pretende ilustrar, de
modo más contundente, el vínculo entre los sentidos de la conexión y los de
la desconexión, entre el entendimiento del enchufado y el del desenchufado.
Ocurrió en un curso orientado a entender el fenómeno grupal en la
Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima. Como es de prever,
durante los ejercicios realizados en clase, se hacía notorio qué asistentes se
incorporaban con fluidez a los trabajos consignados, y cuáles presentaban
más resistencia a tal propósito. En algún momento debí hacerme cargo de
un salón cuyos integrantes, en su inmensa mayoría, correspondían a lo que
en clave marleetera se denomina clase media en ascenso, gente provista del
capital social y simbólico con que ese sector suele, en nuestro país, perfilar
a sus miembros. Huelga decir que los que pertenecían a sectores más
acomodados, los que no se acoplaban en principio al consenso descrito, se
confrontaron a la necesidad de hacerla, ya por la fuerza del hábito o para la
mejor marcha de la experiencia del grupo.
Sin embargo, se daba el caso de una joven estudiante que volvía a
la Facultad a fin de completar sus créditos y que, en consecuencia, decidió
matricularse en el curso, a pesar de que sus actividades laborales interferían
eventualmente con los días en que se programó el curso. Ella pertenecía, a
todas luces, a un sector medio alto o alto en definitiva: lo indicaba su ropa,
sus modales, en fin, esa discreta altivez a la que el sector medio suele, con
frecuencia, subyugarse y resultar, en paralelo, harto refractario, del otro. Por
las ocupaciones arriba aludidas y algunos otros motivos que no eran de mi
incumbencia, la estudiante en cuestión asistía muy espaciadamente, digamos
que el mínimo admisible para ser calificada durante el ciclo. Por cierto,
sus escasas apariciones confirmaban lo poco adaptada que se encontraba al
clima gestado en el salón de clases, aunque ello nunca revirtiera, hay que
decirlo, en una atmósfera hostil de alguna de las partes en juego.
Un buen día propuse al grupo desarrollar un juego en base a .la
realización de dibujos que cada asistente extendería, anónimarnente, al
profesor. Luego de entregados los dibujos, cada estudiante debía elegir al
azar un trabajo cualquiera, y colocar al pie, por escrito, alguna opinión,
comentario o interpretación del dibujo o de su autor. En último término,
los comentarios eran leídos en voz alca y el salón en pleno debía adivinar,
inferir o deducir quién era el autor de cada dibujo. Ocurrió que, en aquella
ocasión y, como ya era frecuente, la joven de la que hablamos llegó tarde
y ante el apremio de tener que encontrar un motivo para graficar, o como
consecuencia de sentirse poco diestra para tal labor, no encontró mejor
solución para salir del apuro que reproducir, del modo más prolijo posible,
un tomacorriente en el centro de la hoja. Cuando su gráfico fue mostrado
al grupo, varios asistentes, ante la evidente sorpresa de la autora, detectaron
al unísono a quién había que atribuido. Era como si todo lo ocurrido, y a
propósito de aquel acontecimiento, hubieran conducido a ambas partes a
ratificarse en sus respectivos lugares: la desconexión constante y evidente, por
un lado, el consenso colectivo que juzga y ratifica la distancia del divergente,
por el otro. Preguntémonos entonces: ¿Qué es un tomacorriente sino una
trasferencia virtual, una invitación al contacto? ¿Qué es un tomacorriente
sino la zona de recepción para que los artefactos, una vez conectados a
ella, enchufados a ella, comiencen a funcionar? ¿Qué son esas tomas, esos
agujeros, sino la condición necesaria, mas no suficiente, para que unas
piezas se adapten a otras, se incluyen en otras, se ajusten mutuamente, se
pongan eléctricas? ¿O_ué son, por último, los tomacorrientes abandonados a
su suerte? ¿Qué son los tomacorrientes que nadie usa y nadie toma?
Un tópico aparte, muy ligado a los hervores y a las sustancias
concentradas, a las modalidades más benignas de recuperar la salud, la fortaleza
y el equilibrio, lo detectamos por el lado de nuestros siempre bienvenidos
pescados y mariscos, con las ya célebres leche de tigre y leche de pantera, el
chilcano y el caldo de choros; en el plano de las aves, un andino, aunque harto
reivindicado y democratizado caldo de gallina; y, finalmente, el aguadito, que,
desde su verdor, va a sacarle el lustre a su condición bicéfala, pues igual opera,
con flexibilidad y a gusto del cliente, en el universo de los peces y en el de las
aves. Nuestros padres decían: "Gallina vieja da buen caldo" y, para no dar
marcha atrás o evitar picarse, agregaban: "Gallo viejo con el ala mata". Siempre
líquidos, pero más cercanos a las sopas, brilla el chupe de camarones, que
inspiró al indeseable alma de chupe y también la expresión popularizada por
el cómico Tulio Loza ¡chúpate esa!, prima hermana de la frase ¡toma, mientras!
Bajo influencias más orientales brilla la humeante sopa wantán, no en vano
trabajada coloquialmente para las esperas dilatadas y las contenciones sexuales;
y un milenario menestrón sustituto eventual de toda menstruación a veces
esperada con gran preocupación. Tácita es, al menos en la práctica masculina,
la vinculación del coito oral con el doméstico verbo sopear o al recurso marino
verse con lenguado; en la otra orilla, para hablar de las preferencias femeninas,
cierta línea melódica las conecta a diversas notas, las hace tocar oralmente la
corneta, cuando no las militariza y disciplina a título matinal con un toque de
diana. Se habla, a fin de cuentas, de los juegos con el muñeco juguetón, con
hacer el chupetín al chopin pichón; afanado y laborioso mameluco, frutícula y
legendario de mamey, ni modo, qué asco, no way.
y si nos paramos en la esquina, a pocos metros de un quiosco
proliferante en anzuelos gráficos siempre chichas, donde jermas tolacas lucen
poses para jeropas que alucinan polacos, veremos emerger también, al pasache,
en cualquier córner, esa suerte de equipo mínimo del combo criollo: menú
constituido por los jugosos palos de anticucho, "con su papa, su choclo y su
ají". No parece casual que todos esos productos tengan su correspondiente
lectura en el orden coloquial. Un anticucho que nos deriva, por ejemplo, a la
antigüedad de los padres o al anticuerpo que suelen exhumar los problemas
no resueltos; una papa, antaño considerada sinónimo de la pelvis femenina
o, más ampliamente, concebida como carga térmica evitable, en el caso
concreto de la frase: "Cuando las papas queman"; el choclo, que, convertido
en cboclon y sobre todo en choclona, fabrica un lugar, harto estigmatizado,
para los cuerpos vencidos, trajinados o desgastados, para las imágenes más
telas; finalmente, el ají será remitido a las cosas picantes, a los actos difíciles
de manejar, a todo aquello que está a punto de otra cosa, a punto de estallar,
ya no tanto de consumirse sino más bien de consumarse. Su contraparte
dulce, el dulzón picarón es propicio, en medio de su condición chiclosa y del
jarabe que lo complementa y contrarresta, para el coqueteo y las maniobras
más pendeivis, esas que encuentran su paradigma en el femenino picarona:
mujer vivaracha, adelantada, siempre haciendo ojitos, en apariencia dispuesta
aunque nunca demasiado. No en vano cualquier picarona vira a calentona,
desesperadamente termostática, o sea térmica y casi siempre antipática.
Somos lights, seámoslo siempre.
Antaño ellorca explicaba una sudoración laboralmente inevitable o
socialmente indeseable, dando lugar, entre chapas y estigmas, a las alas y
los alacranes, a las alertas y las alicias, contiguas todas al mundo, repudiado
también, de los tufos y los tojees. Hoy, en cambio, cuando el verano se
intensifica y el gringo brilla por doquier, se tratará, vía el mundo light,
de una sudoración provocada y registrada en los gimnasios, sistematizada
por las rutinas aeróbicas, traducida en los progresos biomecánicos,
compulsivamente sesgada hacia el enaltecimiento estético. La propia belleza
y la misma salud se verán, una y otra vez, pomposamente anunciadas; la
belleza y la salud habrán de conservarse y preservarse mutuamente.
Inducción de la agitación, fobia a la inercia física, absoluta
permeabilidad del usuario a la obligada democracia de los hábitos light.
He allí los efectos, benéficos, del borrón )' cuenta nueva: eliminación de los
kilos traicioneros, desaparición de las arrugas inadecuadas, mejoramiento
de los ángulos y perfiles indeseables.
En ese escenario de fierros cromados y auxilios musculares, en esos
claustros de cuerpos empecinados en quemar grasas y sobrevigorizarse, en
ese mundo de vacas que devienen barbies y de tías que sueñan con ser cueros,
se torna urgente sustraer a tiempo lo que hay de inconveniente en la imagen
corporal a fin de no ser retirado del mercado de las imágenes apetecibles,
de los rendimientos esperados, de las expectativas corporales. Como si, en
este orden de cosas, la gente anduviese siempre expuesta a una inquietante
diversidad, a una exigente variedad, a una cínica plasticidad. Véase, en tal
sentido, las imágenes de una campaña publicitaria de Winston light.
Una Joven mulata de labios carnosos y cabellos encrespados
preguntando en plano americano: "¿Tengo pinta de no gozar de la vida?".
Cuatro surfistas divisando impertérritos una marejada de exageradas
proporciones se yerguen al lado de un texto que dice: "¿Tenemos pinta de
preocuparnos por el tiempo?".
La pregunta de la joven pareja que, en medio de excitantes forcejeos
en el ascensor, consigue llegar a la habitación: "¿Tenemos pinta de querer
que nos molesten?".
Mostrando a un grupo de adolescentes que divisan el paso raudo
del ferrocarril desde un agujero abierto entre sus rieles, Ron Cabo Blanco
incrementa, a su manera, la lista de interrogantes: "¿Qué están haciendo los
que toman Cabo Blanco cuando no toman Cabo Blanco?".
¿Qué nos indican tales imágenes? ¿Qué insinúan tales textos?
¿Sobre qué nos interrogan tales planteamientos? Por un lado, es claro que
la cultura light, como su propio nombre indica, vela por lo dietético y lo
equilibrado, apunta al mínimo indispensable, sancionando por ello todo
exceso, toda gula, todo comportamiento que escape a la previsión y se
exponga al desborde. Por otro lado, nuestra época no esconde su interés
en estimularnos de continuo, no desperdicia la oportunidad de tentamos
a una continua experimentación: esa que va a fundirse y confundirse con
la más indiscriminada degustación. Y es que el mundo actual tiene modos,
con frecuencia obsesos, de instigarnos a la aventura, a la exploración y, en
esa línea, a variedad de actividades de alto riesgo.
Habría quien dijese que el aparato mediático trata hoy al
consumidor como el adulto trató típicamente al adolescente o el padre
clásico lo hiciera a costa de la docilidad del niño, vale decir, bajo un doble
régimen, con una doble moral, desdoblando los mensajes una y otra vez,
institucionalizando un juego, un ritmo alternativo, un prívate pero no tanto,
un relájate pero no en ese grado, un haz caso pero sin someterte. De la comida
chatarra, por ejemplo, se dicen mil cosas, pero la probabilidad de que su
consumo decrezca es nula. Para esa mecánica disociativa y disociadora
que estamos describiendo todo lo actual supondría riesgos: el riesgo del
goce indiscriminado y el extremo del cuidado puritano, el riesgo de no
arriesgarse y el peligro de arriesgarse demasiado. No es fácil distinguir
de qué modo el sujeto puede ser hoy activo sin perjudicar su salud; no
es labor fácil detectar con claridad la frontera entre el hecho de abrazar
una dosis necesaria de pasividad sin caer en un estilo progresivamente
monástico.
¿Qué hacer, pues, con el gran combo que, en nombre de ricbie
ray, alucina johnny pacheco? ¿Qué hacer con el aíán de meterse un buen
combate? ¿Con que escrúpulos confesar el deseo, agrario o gregario, de
tirar lampa y meter trinche? ¿En qué universos sobrevive hoy un comercio
bien taipá? ¿Qué añadir del afán de soplarse, como en el Viejo Oeste, un
buen convoy? ¿Se trata acaso del destierro definitivo de filomeno ormeño?
¿Se trata de colocar en el cornelio heredia al más colorido y vivaz ambrosolii
¿Y ahora qué acelga? La lucha contra las tentaciones es grande y titánicos
los esfuerzos, hay que decido, por sustraerse a ellas. Máxime en una
cultura como la nuestra, donde todo deviene comercio, donde todo viene
del merco o va hacia él. Nada de extraño el que a la gente le guste castigarse,
si es posible a diario, con un papeo bien riquelme.
De modo insospechado, nuestra jerga siempre tuvo alguna
proclividad hacia el orden de lo comestible, aunque, claro está, ello se
establece en función del sesgo que sus variadas referencias otorgan al plano
de la realización de los placeres o a las desgracias de su impedimento.
Menos libidinoso y ciertamente más lumpen, arroz con mango parece haber
sustituido al clásico papas con camotes, aunque ambos parecen trabajar sobre
el aura de indefinición y ambigüedad que expele el aún útil ni chicha ni
limonada. No poco nos dicen las continuas demandas del caserito, el deseo
harto remarcado por el cliente de una atención a la altura de las expectativas
vía los bien despachado, bien servido, bien taipd, con su yapa, con todo su
recutecu. Por no hablar del recientísimo aeropuerto, plato en el que todo
cae, sobre el que todo vuela, al que no cesan de aterrizarle cosas: corno si
recuperásemos aquí el recurso adulto del bocado como avioncito, dibujando
trayectorias en el aire a fin de lograr que el infante acceda a devorar su
papa mientras se divierte con la ocurrencia materna. Como es natural en
esos contextos devoradores, los sentidos descritos viran, al menor descuido,
hacia el orden de las capturas sexuales, de las oportunidades hechas, de las
ganancias sobre la marcha, tal cual ocurre cuando se habla de que el plato
estd servido, de que el chancho está en la batea, de que a uno le han tendido la
mesa o, más directamente, de que se nos están echando.
De este modo, mientras uno insistía hambriento por la jama; el
otro, más ajeno, replicaba: ¿Cuál es tu caucáu? Algunas cosas estaban medio
verduras y otras parecían recontra papayas. Estaba, por ejemplo, el que tiraba
lenteja a la palia de los más piñas y el que, en naranjas, soltaba ajos por doq uier;
medio lúcuma por unos cuantos pescaditos brillaba el de acá, mientras que
aquel, bien al camote, se agarraba a su lomo. Por no hablar de la yuca que se
tragó el que, de puro mandarina, tuvo que zafar con rábano y todo; del que
se va de fresa y está hasta la guayaba o, más paliar, le llega al pepino; los que
al salir de su cazuela se meten en chicharrones y anticuchos. Cómo olvidar
a las chiquillas que sueñan con convertir sus limones en melones, a las que
quieren arreglarse la galleta o el culantro, las que ven crecer sus teteras y no
les llega el menestrón; en fin, las tortas que pasan por alcachofas para hacerse
las zanahorias y evitar el picante. En otro terreno brillan los chorizos y los
mariscales que, sin saber cómo, andan parihuelas; los lecheros que consiguen,
a pesar de su maní, tremendos queques; los que, por las puras alverjas, se
ponen corvina y ternera; en fin, todos los cojinovas que, por las hueveras, se
ganan con cualquier calentao o se pasan el orégano haciendo hígado. ¿Qué
diría de todo ello una siempre sensible izquierda caviar?
Cuando de apartarse de las harinas se trata, cuando todo apunta a
esquivar el repulsivo sobrepeso que ellas arrastran, las cosas ocurren como
en la telenovela brasilera, donde vale todo. Bienvenidas entonces las pepas
y las hierbas, las dietas y las fajas, las disciplinas obsesas y las consultas
periódicas con la balanza y el espejo; bienvenido el inmediatismo de las
entradas y salidas que unas prácticas bulímicas plasman con creciente y
silente expansión. Como se sabe, en las estrategias de la bulimia se alternan
los placeres de ayer con los deberes contemporáneos; en ellas se aprietan y
suceden el inevitable goce con la culpa que la respalda y persigue; coexisten,
en fin, prácticamente unificadas, la ingestión compulsiva con la evacuación
sobreimpuesta, la devoración pública con la sustracción privada. En la
bulimia hay una solución de compromiso entre un diente que pica y unos
rollos que malean la figura; una suerte de alianza imposible o de equilibrio
neurótico entre los puntos concedidos a la estimulación inmediata y los
puntos a restar en nombre de un ideal anoréxico a mantener de por vida,
e incluso a costa de la propia vida.
Veamos, a continuación, las controversias que reactivan algunos
tips en los que la cultura mediática es pletórica, Por un lado, una campaña
fuertemente anexada con la conversión de la actividad en activismo, con
los encantos participativos de toda militancia, cuando la Universidad
Técnica Peruana exhorta a su grupo objetivo con el lema "Deja de ser
solo un espectador", mientras muestra el paralelo entre el aficionado
que observa a los jugadores pugnando por la posesión del balón y la
imagen de unos jóvenes que, agitada y dinámicamente, emplean sus
computadoras en red.
Por otro lado, el spot de telefonía celular que, al hablar de la edad
en que Ricardo Palma, Ludwig van Beethoven, Isaac Newton y William
Shakespeare revelaron sus capacidades creativas, celebra por contraste la
inercia del joven promedio en un mundo harto conectado, donde no tiene
más que hacer o añadir, y menos aún de qué preocuparse, a causa de la
diversidad de juegos, actividades y programas que una tecnología amable
y divertida le prefabrica y predestina.
Ya no un qué hacer a secas, sino un quehacer para no aburrirse. Ajenos
a las urgencias políticas y a las rnilitancias revolucionarias otrora legadas
en tal interrogante, se trata ahora de no colgarse, de no soguearse, de evitar
el peligro de estar en nada e incurrir en el problema de andar pegado.
Entre tanto, y como quien mata el tiempo, no hay mejor recurso
que ese arte de las adivinanzas a las que, incluso hoy, apelamos por acanga,
retando el ingenio del otro y proporcionándole un goce que nos devuelva
algo del que nos tocó, en su momento, experimentar:
¿Por qué le dicen carne de tercera? Porque es puro nervio. ¿Por qué le dicen entre paréntesis? Por el tamaño de sus orejas.
¿Por qué a los gays les dicen Steve Irving? Porque les pica la raya.
¿Por qué al negro le dicen Nextel? Porque nunca será Claro.
¿Por qué le dicen colchón de chola? Porque es pura paja.
¿Por qué se dice que la selección peruana es de acero? Porque siempre
le ganan dos a cero, tres a cero, cuatro a cero ...
¿Con qué sueña el transexual? Con volverse sim-bólico.
¿Cuál es la pesadilla de la mujer? Ser des-pótica y sin-tética.
¿Por qué Willie Colón planchó? Porque Héctor Lavoe.
¿Qué dice el sofá cuando se cansa del peso recibido? Puff.
Lo cierto es que la noción de revolución, tal cual frasea el historiador
de la ciencia Michel Serres, ha mudado la violenta radicalidad de las luchas
callejeras por la fascinante celeridad de las renovaciones tecnológicas. Lejos
del peligro que acechaba al sistema, amenazado de ser revolucionado o
aniquilado desde afuera, es esgrimido el confort que, desde adentro, nos
extiende el sistema, revolucionando y acelerando todo, sin alterar nada. No
hay nada más conservador y sedentario, nada más conformista y aburguesado,
decía la socióloga marxista Michelle Mattelart, que el vértigo del incesante
y frenético consumismo levanta. Lo cierto es que, desde el momento en que
el drama de los mayores es vivido, hoy por hoy, en un mundo de menores,
pasa a medirse con otros parámetros, involucra otros referentes; es, en pocas
palabras, otra cosa. Los mayores pasamos a ser, al fin y al cabo, materias
en desgaste, cuerpos en descomposición y, en consecuencia, víctimas de
nuestra propia edad. De allí que nos veamos, por un lado, dramáticamente
interpelados por una suerte de corrosión biológica progresiva, y, por el
otro, ávidos de incorporarnos en el compás de una presencia de juventud
frenética, en una euforia incesante, en una presión vertiginosa.
He allí el llamado del comercial de Pfizer planteando las disfunciones
de la potencia sexual masculina bajo el símil de las incompetencias
futbolísticas. A ese título, la no erección constituiría el descrédito de la
performance, el fracaso de la anhelada y siempre publicitada inserción en la
apologética fálica del activismo, del siempre listo. La no erección da cuenta
acá de una exclusión inapelable: la del culto al participacionismo. No
responder en el terreno sexual significa, literalmente, no moverse, no saber
moverse, no poder moverse y, en consecuencia, privarse de estar en la movida.
Es hacia esa movida energética, hacia ese protagonismo tácito, fáctico,
fálico, que se dirige el legendario Pelé con la interrogante final del comercial:
"¿Estás pensando en el segundo tiempo?". Ante tales contingencias, en
gran medida gestadas por los rendimientos reclamados y por una obsesa
y harto expandida mensajería audiovisual, la gente madura, la que ya no
dura, habrá de preguntarse: "¿Cocha pacha? ¿Qué chuchede?". No otras son
las condiciones que dan lugar a la invención y detectación del llamado tío
vzagra, sustituyendo confiado al viejo verde de antaño, ambos enchuchados y
empinchados por una de esas paradojas que la jerga nos sabe reservar.
¿Qué conflictos se divisan? ¿Cómo se confrontan en sus diferentes
grados? La situación, tal cual se percibe, es complicada, pues hay escepticismos
y resentimientos varios, negaciones del más diverso tipo trabajando sobre la
distancia, difícil o ciega, entre el piso y el techo de cada uno; barreras con.
frecuencia infranqueables, a veces exageradas, que duplican el pesimismo u
operan como somnífero para la voluntad; abismos abiertos entre la realidad
y los sueños, entre lo que la gente desea y lo que la gente va a poder invertir
para concretar tal deseo; fisuras entre lo que se acepta del mundo y lo que
negamos de él; modalidades diversas, masivas o selectivas, graduales o
radicales, de aplicarle al mundo la magia dellíquid paper. Árido e infructuoso
sería, en todo caso, mantenemos en posiciones principistas o insistir en las
sempiternas negaciones, en vez de combatir la exclusión que nos paraliza, en
vez de contribuir al rebajamiento de unas odiosas discriminaciones.
Se trataría de evitar, a toda costa, cualquier molestia o malestar, omitir
las cargas mayores o las menores, de allí el fantasmal énfasis que adquiere
la denominada joda o la fuerza, más puntual, que enarbola una joda. Una
joda borra, por sí sola y de un brochazo, la densa trama con que el verbo
joder nos capturaba, sea con sus personajes especialmente jodidos; sea con
sus modos, más o menos variables, más o menos típicos, de andar jodiendo.
y es que, a diferencia de las variantes pretéritas, una joda parece aludir hoya
una naturaleza continua, parece dotarse y reconocerse como una presencia
constante. Habría, entonces, que oponerse, con estilo militante, a un mundo
en el que todo suele encontrarse en crisis; restarle valor a una realidad en la
que la sola crisis amenaza con mantenerse sana y salva; parece fundamental
resguardarse de una cotidianidad en la que la joda, diríamos aquí, pretende
asilarse. Las condiciones están dadas para la diseminación de un estilo
ftesh que sustituye de modo circular y elegante a una más procaz y alusiva
concha: recuérdese que esta última se estabilizó hace varios lustros como la
más contundente designación de la gente más fresca de los alrededores. Es
decir, luego de que la frescura precipitara ayer a la susodicha concha, esta
última encuentra ahora cómo recubrirse y tornarse fashion vía la onda fresh.
Onda en la que parecen coexistir, por cierto, la tolerancia y la indiferencia, el
mayor tacto con la más acusada insensibilidad, el egoísmo más grande, con la
conciencia de la responsabilidad social, el estilo hard con el ánimo más cool. Vayamos, entonces, al relajamiento generalizado pero también a esa
prohibición de experimentar característica de un mundo donde todo está
hecho, facturado, fabricado. Admirémonos de la docilidad de los cuerpos,
de la obediencia productivista, de la disciplinarización de unos gestos que,
con claridad inigualable, sistematizara Foucault. Confirmemos, con Pierre
Bourdieu, eminente sociólogo francés, la vinculación dada entre el hábitat
sobre el que nos plegamos y los hábitos que, espontáneos, nos despliegan.
Revisemos a continuación, bajo ese mismo espíritu, tres modalidades de
supervivencia social o tres maneras, ya clásicas, de desdibujarse ante el
otro. Vayamos a una posible tipología de la gente y digamos que, hoy por
hoy, se pueden distinguir básicamente tres caras; propongamos que si de
los estandartes y perfiles más expandidos se tratara, ellos se pueden medir
con tres varas; postulemos que una gran mayoría tiende, quizá obligada, a
mostrar las siguientes taras. Eloy Jáuregui denuncia gráficamente una especie
de concertación triádica en nuestra cultura, de fatídica conjunción entre los
efectos siguientes: alpincbismo, pasapiolismo y sacolarguismo. Desglosando
esa propuesta habremos de señalar que se trataría, en buena cuenta, de tres
posiciones. A saber: ubicarse por encima (alpinchismo), instalarse a medio
camino (pasapiolismo), recubrirse bajo el otro (sacolarguismo). Se trata, en
el caso del alpinchista, de no estar; si al piola nos referimos, de evitar el
compromiso; y a propósito del sacolargo, de no chistar.
Tres modos de ausentarse, sea con la indiferencia del alpinchista,
vía las artes imitativas del piola o mediante la inmovilidad en que se
instala aquel cuyo saco fuera pisado. Aristócrata imaginario, el alpinchista;
dependiente acomodaticio, el piola; pieza servil, el saco largo. Vemos que
el alpincbista sueña con el destino del alzado; el piola, con los lances del
encubierto; el saco largo , con las recompensas del recogido. Itinerarios del
petulante, del indeciso, del dócil. Lugares ocupados sucesivamente por el
altivo, el mediocre y el pusilánime. Respetemos el orden acá extendido
solo para mejor distinguirlos: primero estaría el alpinchista, omitiendo
abiertamente a los espectadores; después el piola, levantando la solapa y
esquivando sus miradas; a la postre el saco la rgo , procurando refugio de
los demás en los demás. Empinarse como ideal, ajustarse mientras tanto,
borrarse en el extremo: trayectorias que enmarcan los estilos de vida del
desconectado, del camaleón y del perfil bajo.
¿Qué es, pues, el perfil bajo sino el ideal de una existencia
imperceptible, ajena a la visibilidad y a las posiciones demasiado marcadas?
¿Qué quiere el perfil bajo sino beneficiarse de la lejanía de cualquier
conflicto y el acomodo a todos los ambientes? Para dicho personaje han
de operar constantes y al unísono los valores invisibles, las estrategias
subrepticias, los mecanismos subreptantes. Operadores ejercitados por los
estilos más actuales: los de la levedad, los de la liviandad, los de la ligereza.
Prohibición de la procacidad y distancia de los calibres más gruesos.
Escudando o enarbolando opciones políticas, virando éticas y estéticas, se
trata de evitar el roche, burlarse del figureti, desconfiar, una y otra vez, del
publicherry. Es aquí, precisamente aquí, donde debe recuperarse el valor de
la expresión de más y, sobre todo, de la más radical ¡qué de más! en su clave
imperativa, en su cosa categórica, en su kantismo particular. ¡Qué de más!
es la condena, superlativa y sobrecargada al desacierto, a la desproporción
menos justificable, suerte de límite, más allá del cual todo es extravío y
desvarío. ¡Qué de más! es, por derecho propio, el más ajustado antecedente
de los desaciertos en que incurre el faltoso actual.
Un sitial más extremo aún es el de aquel que considera haber
agotado todos sus recursos y posibilidades, del que se siente marcado por
el infortunio y la desgracia, del que no se cansa de vender su fatídico
destino y enrostrárselo al resto, esperando encontrar allí, con ese menú
y ese guion invariables, las razones o los pretextos para inspirar lástima,
para recibir la autorización correspondiente y desplegar, sin pestañar, el
aplastante peso de su amargura, el verduguillo compensatorio de su ironía,
todo el cinismo que lo atenaza. Tipología del zángano, perfil del bicho que
se arrastra, abandonándose a la fuerza de la costumbre o reconfortándose
en un pasado irrecuperable; gente que parece apremiada por sumirse en
la oscuridad, en el lado dark de la existencia; fantasmas que retroceden
avergonzados ante toda posible claridad, ante la luz del día.
En recientes encuestas aplicadas en toda Latinoamérica, se nos
informa que los habitantes del Perú están entre los menos felices de este
lado del planeta. Un realismo a ultranza corroboraría del modo más cool
tales consideraciones, apelando quizá a las dificultades económicas, al
déficit moral de nuestros gobernantes, a la distancia insalvable entre niveles
aspiracionales y logros concretos. Y, sin embargo, este es el mismo país
que, muy a su manera, se caga en la ley y hace de los programas cómicos
su mejor y más conocido placebo. Lo hemos dicho una y otra vez y no
nos cansaremos de repetido: entre nosotros, la necesidad, compulsiva o
no, de reírnos no excluye el recurso, quizá más surreal, de reímos de la
necesidad. ¿O fue casual que el maestro Jorge Basadre, insigne historiador
peruano, considerara al país un problema a la vez que una posibilidad y
que, más aún, esa coexistencia entre lo real y lo virtual, entre la trampa y
su solución, mereciera al pensador el calificativo de surreal?
Pero esas mismas encuestas donde entre tortas de colores y bloques
dispares se ratifican los traumas de ayer con los porcentajes de hoy, también
informan de otro indicador que duele feo, que se acusa cual golpe bajo:
¡cómo duele, carajo! Alegremente se nos dice que nuestros habitantes son
los más frustrados por la imagen física que presentan, los menos conformes
con su look, los menos felicianos por el cacharro que una providencia,
autóctona o mestiza, les ha destinado. ¿El pronóstico? Reservado. El sueño
americano deviene así pesadilla, colándose de mantequilla, mientras que
la estética denunciada por el cantante panameño Rubén Blades, la del
"rostro rubio" con los "cabellos rubios", las "pestañas rubias" y los "ojos
rubios" nos haría, arriesguemos el neologismo, rubio riza rn os.
En el reino de las aguas calmas: tranquis, caletas, relajados Aparentemente extinto el saltón y el rabiol de ayer, siendo todo personaje
crítico e inconforme sinónimo de conflictivo y fatalista, de destructivo o
simple y llano criticón; habiéndose convertido el célebre noico en la más abierta
y genérica noica, no es gratuito el lugar que la contemporaneidad juvenil le
otorga al relajado. Precisemos sus antecedentes para mejor explicarnos su
actual lugar: de haber sido sinónimo de irresponsable y vagabundo, de un
estar ajeno o desconectado respecto a las exigencias laborales, el relajado
pasa a incluirse en una esfera casi contemplativa, se instala a impertérrita
distancia de los trajines mundanos y los ultrajes laborales. No en vano el
sentido primero del verbo afanar, activo, conquistador o agresivo, se recorta
en otro {ifanar más difuso y genérico. Hoy afanar, en vez de implicarse
en compromisos serios o en un estoico flagelarse entre plazos dilatados, da
cuenta del acelerado se afanó a forro o del interés confesional contenido en
un me afanó. Desaparecen, como parte de esa lógica de laxitud generalizada,
el arañarse de antaño; se exhuma, en esa marea de olvidos bajo pedido, el
perfil réprobo de un roñoso destilando carroña de puro rabioso.
Al igual que su antónimo pilas, el relajo era una figura tradicionalmente
inscrita en entendimientos y atmósferas muy diferentes. Si al relajo nos
referimos, digamos que estaba sometido a exigencias de vacancia o a estilos
de vagancia. Sin embargo, habría que admitir que ya desde ayer el haragán
inclinaba la balanza dotándose de un cierto aire simpático, fraterno, patero,
siempre dispuesto a departir con el vecino y los empleados de la bodega,
con el jubilado y el desocupado, con los parientes solitarios o desolados,
con los pastrulos de buen corazón. Por ello, los atributos con que cuenta el
haragán son los mismos que detentan todos los mantenidos, burócratas de
nacimiento, tramitado res de la dependencia, artistas de la desocupación. Es
precisamente a propósito de un cambio de eje, bastante más reciente, que
se levanta la distancia entre el estar relajado actual y un pretérito ser relajado;
brecha abierta entre un estar relajado siempre distinto y distante, y la imagen
desaprobatoria e inapelable que el ser un relajado proyectara.
Estar relajado parece ser condición indispensable para instalarse en una
época que no quiere saber de gestas épicas, épicas reclamadas para la novelística
americana por el cubano Alejo Carpentier, siempre refiriéndose a miserias u
opulencias, a quiebras y encumbramientos, a derrotas y claudicaciones. Nada
que ver con la esfera conflictiva a la que esos trámites remite, el estar relajado
habla de un régimen que, no en vano, procura cantidad de artificios contra
la tensión psíquica y la fatiga muscular; época en que la gordura ya no es
hermosura y en que la delgadez se confunde con una leve y sistemática dejadez;
época en que, a falta de uno o dos, toda amenaza estrés. Por ello, el equivalente
de estar relajado, el llamado estar tranqui, evoca la figura del que inspira calma
por todos los poros: estereotipo análogo a la postura e impostura del rasta,
icono del que los surfers, gente maloy, serían en gran medida tributarios, salvo
en el caso de los más malo}. No olvidemos que estos son tiempos donde
el noíco sustituye al neura, en que la depre suena más que la repre, donde el
sícoseado da lugar al estresado. ¿Qué lugar darle, pues, en ese orden de cosas, a
síntomas ya genéricos y naturalizados en la población joven, como la calvicie,
la migraña y el ataque de pánico? ¿Qué decir de los laberintos de la laberintitis
en un mundo lleno de sobreprotejudos afectados de mamitís?
Suerte de retorno a un arte minimalista, pivoteado por un cuerpo
inmóvil, mediante el gesto mesurado y la expresión contenida; especie de
pedagogía de la contención, de disciplina de la reserva o de práctica de la
reticencia, los tranquis y los relajados de hoy parecen recuperar las enseñanzas
del abate Dinouart, quien aconsejaba, hacia fines del siglo XVIII, una retórica
del silencio y la puesta en práctica de unos usos comunicativos que muy bien
podrían trocarse hoy con ciertas modalidades juveniles de invisibilidad pública
y desaparición social, de bostezo continuo y desligamiento intermitente.
Roland Barthes, connotado semiólogo francés, ha advertido que la espera
equivale a un encantamiento, que ella misma resulta natural consecuencia
del ajuste estricto a una orden de inmovilidad. Veamos un posible listado
de esperas, nerviosas o pasivas, rutinarias o excepcionales, donde todos
resbalamos:
La del hincha: un gol para seguir soñando o, más modestamente,
para arañar una derrota ajustada.
La del enamorado: la aparición, aunque tardía, de su flaca a la cita
o, más dramáticamente, de una regla menstrual que, maldita, conche su
madre, se demora.
La de la mujer: al macho menos que se acuerde del aniversario y le
diga, una vez al menos, "te quiero".
La del ama de casa: el siguiente capítulo de su telenovela y el aura
de silencio solicitada al altísimo para poder jalarse las mechas y comerse
las uñas.
La del creyente: que con su voluntad, sus ruegos y la propia fe baste,
porque querer es poder y no me vengas a joder.
La del estudiante: que con la leche, el paporreteo y unas preguntas
papayas, le ligue, la haga, no [ale (sobre todo si va por un cinco).
La del país: que las cosas vayan a cambiar, que esta vez el gobierno
deje alguito, que no se repita el rollo de siempre.
La del planeta: que dejen de agujereado, saqueado, contaminado,
esterilizado.
A pesar de lo que se dice y disemina, el pasado es también materia
de recuperación, de un culto diferente, de un revival; como los programas
radiales de rock ya pasado, hoy devenido clásico, presentan un encanto
medio fashion, medio cool, medio posmo. No olvidemos que hoy, a la manera
de una bohemia y una vanguardia harto sensibilizadas, la marihuana se
fuma porque se es retro; no olvidemos que la ganja se lanza también de
pura nostalgia. Y es que la hierba resulta siendo plásticamente compatible
con la música y la literatura, con el mundo gráfico y los despliegues
visuales, con la conversa en general y las artes a las que es proclive toda
conversa. Ya no se fuma para nada en especial, diríase que se lanza para
cualquier cosa en general.
Nos referimos, claro está, a un entendimiento de la charla y el
parloteo en su sentido más ligero, en su ritmo más rápido; nos referimos,
en el extremo, a las seudoconversaciones establecidas cuando la rnacuchn
revienta, cuando la gente se encuentra en pleno reventón. Estamos hablando
del talk shou/ de la existencia, del tartamudeo de la lengua o del hip hop
del floreo. En la actualidad no se fuma para algo en especial, se fuma por
fumar. Nunca tal asunción fue tan abierta y genéricamente aceptada; nunca
tal ejercicio y tal militancia fueron tan ajenos al sentir de otras épocas,
antaño convulsionadas y hoy aquietadas sincrónicamente. Nunca antes esos
consumos yesos rituales se desligaron tanto de las culpas y las conciencias
más abiertas y preocupadas, más densas y vanguardistas del siglo XX.
Recordemos, por cieno, que mientras en otros lugares la gente toma
conciencia, torna iniciativa o valor, acá tornamos chelas, acá tornamos
defensas y precauciones. Que mientras en otros lugares se toma partido,
acá se torna después del partido. Y si allá se festeja por algún motivo,
acá hacemos del festejo el único y más amplio motivo, el más auténtico
y justificado de todos. No es difícil corroborar, con Pablo Macera, el
historiador peruano, que allí donde otros diseñan una revolución, aquí
inventamos y precipitamos chistes, acá viramos, miramos y nos aceleramos
de otro modo. ¿Serán los mismos chistes consecuencia de un estilo de vivir
que transcurre sin levantarse, sin reaccionar, sin chistar? En todo caso, lo
podemos ver por doquier, la gente se ríe porque sí o contra el no; más
allá de todo pronóstico psicolojudo, aquí y allá la gente se ríe sola; entre
muecas, corno loca, la risa nos disloca. Cualquiera se ríe al paso, por las
puras" por las meras huevas, por las weis, sin causa alguna, pero, ojito ojito, la
risa se comparte, se reparte y, por ello, siempre nos ubica en alguna parte.
Risa sin causa pero risa con el causa, entre tragos, ponle stop, ponle pausa.
Cague de risa entre tabas, con los patas más cicutas, alIado de las ratas
que te empatas. Chistosada con toda la batería, por mi santa madre, o por
cualquier tía; en el quiosco, en el bar, en el micro, yendo a la cevichería.
Y es que allí donde el pensador correcto y objetivo, empeñado en
conectar antecedencias y consecuencias o en coleccionar razones-calzones de
las que no puede privarse, afirma que la risa es consecuencia de la catástrofe
de la realidad, un sistema de defensa o compensación sublimada, medio
embarrada, medio cagada, casi nada; el filósofo menos ortodoxo, ese que
pasa por poco docto, entiende que la risa ya es, desde el saque y como tal,
catástrofe de la realidad y usurpación del orden simbólico, que la risa siempre
estuvo y por ello es absurdo presentido o precipitación de otro sentido.
Hay, en todo caso, contestaría Bataille, dos regímenes con que la
sociedad nos divide: el de la apropiación y el de la excreción. El régimen
de la apropiación es el que habita la burguesía y la intelectualidad, la
oficialidad erudita y, subrayémoslo, el ironista que desde arriba, quizá
desde el balcón de sus ancestros y las tácticas de violentamiento simbólico
que lo habitan, se ríe del mundo. El otro régimen es el de la excreción, ergo
el de los excretados, el de los arrojados o evacuados; allí se aglutinarían el
proletario y el esquizofrénico, el pensador y el artista, el niño yel anciano,
la brujería y la perversión. De este último régimen surge, por supuesto, el
humor propiamente dicho, el humor popular, ese que en vez de descender
subrepticio y cauteloso, crece y nos abraza en masa; ese que, simple y
llano, baja y se baja, neutraliza, ataja; ese que, vía el grito y la carcajada,
todo lo convierte en nada.
Quizá por un arrastre de décadas anteriores, parecería haber hoy,
con más certeza que nunca, una compatibilidad entre el relajo y las pilas.
Contra toda apariencia y lógica plausible parecería haber un pasaje y una
conexión, un acuerdo insospechado y una anexión subterránea entre la
calma del relajo y la energética de las pilas. Incluso hoy se nos habla, en el
caso del relajado, o del llamado tranqui, de una relativa distancia, saludable
además, entre el sujeto propiamente dicho y los hechos que acontecen a su
lado. Relajo ante lo pasado, pilas para el futuro: ¿no se tratará acaso de una
fórmula de vida? Véase que actualmente la calificación de relajado refleja a
un sujeto que no se altera ni se violenta, que no es afecto a la aspereza de la
colisión ni se compromete demasiado con la cuestión. En tanto poseedor
del manejo del instante, el relajado es idóneo para la celebración de los
contactos mínimos con que se fabrica todo acontecer. Con ese particular
estilo, el relajado amordaza el trámite, lentifica la tensión, licúa las
materias. Realización ininterrumpida del aquí y ahora, acaso este relajado
haya saltado de las pantallas en que se desplazara impertérrito el antihéroe
norteamericano a las butacas donde retoza cualquier espectador, a la
realidad que atenaza a cualquier peatón, a las pequeñas esferas y sinuosos
itinerarios donde evoluciona todo anónimo.
Debe recordarse que la costa, nuestra costa, es la zona geográfica
donde todo mengua y se transforma, el laboratorio histórico de los
préstamos pretéritos y las influencias presentistas; la costa, advierte el
ensayista peruano José Uriel García, muda la dramaticidad andina, en
festín caricaturesco, en voluptuoso abandono y blando regocijo. En esta
región todo se estira y esteriliza, todo se elitiza y estiliza. La zona que cae al
mar es la misma donde los protagonismos de la voluntad declinan ante la
impronta de lo humorístico y lo colorido, ante la hipnótica recurrencia del