La bicicleta de mi padre
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La bicicleta de mi padreRodrigo Ramos
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Aún no amanece, son apenas las cuatro de la mañana y la avenida está abandonada, no hay
una sola alma que la transite. A lo lejos, por breves momentos, se asoman los faros de
vehículos que se siguen de largo. Mientras conduzco, tengo la manía de nunca apagar la
radio, me aterra la sensación de estar en un lugar sin el calor de una voz humana. La misma
canción se ha reproducido por lo menos en diez ocasiones, eso quiere decir que: si una
canción dura cuatro minutos, he estado en el volante, por lo menos, cuarenta. Ya casi llego a
mi hogar. Salgo de la avenido por la izquierda para incorporarme a una calle, me acerco sin
reparar en los espejos laterales. Giro a la derecha, y justo en ese momento, un impacto
sacude mi coche. Fierros golpeándose entre si, produciendo sonido hueco. El volante vibra
apenas perceptiblemente, mis sentidos se agudizan en automático.
No entiendo que pasa, una coladera sin protección o un bache, de todas maneras me bajo a
cerciorarme que todo está bien. Al apearme del vehículo volteo a ambos lados, una
costumbre que heredé de mi afición por la novela negra. El criminal siempre está al acecho,
esperando cualquier debilidad visual para golpearte lo más fuerte que pueda. Avanzo por el
frente acariciando el cofre y enfocando mis ojos al suelo, estoy seguro, sin saber por qué,
que los problemas viales siempre vienen del suelo. A un costado del automóvil, en el
pavimento, yace una masa tubos perfectamente pintados de blanco y ensamblados. Hay un
par de ruedas también que giran con distinta velocidad. Al fin lo comprendo, es una bicicleta
que se ha impactado contra el costado de mi coche. Un rayo recorre mi espina dorsal, miro
hacia las ventanas de los departamentos; las ventanas impasibles, sin iluminar, con las
cortinas corridas, me devuelven la tranquilidad y el aplomo que estoy seguro requerir. A un
costado de la bicicleta, un hombre boca abajo. No tengo la menor idea si aún respira. Su
traje es ridículo, vivos en colores chillones y lentejuelas, me figuro en una película del Santo
que nunca existió (eso ahora lo sé). Miro al cielo pidiendo un consejo, es un buen momento
para que Dios haga su aparición y me plante la semilla de la fe.
¡Chinga tu madre, quien quiera que seas, ahora me acabas de chingar la noche!. --Pienso
mientras resoplo y busco mi reloj. Llevo ahí 5 minutos, es tiempo que me ponga en marcha si
no quiero declarar ante burócratas indolentes que poco les importa, menos que un pepino, si
me voy a prisión o me fugo o me matan. La instrucción sobre crímenes que previamente
advertí, me aconseja a llevarme la bicicleta. Después veré que hacer con ella, así el móvil de
los hechos se tornará irreconocible, las autoridades no sabrán qué buscar ni qué, y como no
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son nada pacientes, salvaguardaré mi futuro. La voz de mi padre irrumpe, me habla por mi
nombre, señalándome los valores y todo eso que un día se preocupó porque yo entendiera;
pero que nunca lo hice, me fue difícil, por no decir imposible, entender por qué debía llevar a
cuestas un comportamiento y un accionar que de poco me serviría en esta vida. ¿Qué haría
mi padre? intentaría auxiliar al hombre tendido, exiguo de vitalidad, aún sin que fuera su
culpa (¿Cómo saber que yo la tuve?). Lo importante era el ser humano, no el tiempo y el
cansancio que conlleva una situación como esas. La posibilidad de que ese mismo hombre,
o su familia de gandules, intentara sacar provecho, como todos los de esa clase, me irritaba
de sobremanera. Unos buenos para nada que esperan en la inmundicia, reptando por sus
hacinadas habitaciones, a que los demás prosperen para que en un santiamén, arrebaten lo
que quieran. Yo no me dejaría robar de esa manera, quizá el hombre se dedicaba a eso,
como un profesional, embaucando a la gente decente con esos teatritos y otros más. Para mi
gusto, muy mal montado.
Tomé la bicicleta y la introduje al maletero. Inexplicablemente estaba intacta, el golpe apenas
le había maltratado la pintura, pero la estructura conservaba la fortaleza de la hechura. En el
breve trayecto hacia mi departamento, me di cuenta que podía conseguir quién hiciera el
trabajo de desaparecerla sin involucrarme. En la unidad donde vivo, los vecinos del 202, se
dedicaban a las artes de llevarse lo ajeno con poca discreción. No cuidaban de salvaguardar
el lugar donde viven, otra de las lecciones deltriller que aprendí recostado en el sofá. Si la
ecuación era correcta, el dejar la bicicleta sin enganchar en el patio, lejos de las cámaras de
vigilancia (que nunca servían), haría que la tomaran y la vendieran por unos cuantos pesos;
dinero que después utilizarían en drogas. Mataba dos pájaros de un sólo tiro: me deshacía
de la evidencia y envenenaba, aunque sea un poco, a esos desgraciados.
Caí como tronco en la cama, no supe más de mí por unas horas. El ring-ring del teléfono
logró despertarme. Por acto mecánico respondí con la voz todavía amorronada. Del otro lado
del auricular, mi madre hablaba algo que yo entendía lentamente, el tono de la voz delataba
su alteración por saber a mi padre golpeado por unos rufianes que le habían robado su
bicicleta recién comprada, de la que no paró de hablar durante semanas como analgésico a
su jubilación. Voy enseguida, mamá --fue lo único que pude decirle.