La confesion

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LA CONFESION José Civera Martínez

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LA CONFESION

José Civera Martínez

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LA CONFESION

Han pasado más de cincuenta años y, como creo que

habrá prescrito el delito, me atrevo a confesarlo. Son hechos

reales de los cuales me arrepiento y avergüenzo, pero repito,

son hechos reales y quiero descargar mi conciencia.

La víctima era morena, con el pelo negro azabache,

peinado en una media melena, siempre impecablemente

cepillado. Guapa era, pero lo que más llamaba la atención era

su cuerpo, con unos senos espléndidos y no exhibidos que se

adivinaban en un recatado escote.

A sus veintipocos años, la frescura de su cuerpo era

evidente. Su modesto vestido de algodón, estampado con flor,

ciñe una cintura ideal que resalta unas caderas cimbreantes y

unas nalgas que dan forma a un trasero tentador, famoso en

todo el pueblo.

Cuando pasaba por delante de los viejos que estaban

tomando el sol, la miraban con ojillos maliciosos, y algunos se

animaban a piropearla, añorando una juventud pasada,

mientras dejaban volar su imaginación con pensamientos más o

menos eróticos.

Y los mozos, ¿qué hacían los mozos? ¿Es que no había

ningún valiente dispuesto a cortejarla?

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En un pueblo pequeño, donde las habladurías son

frecuentes, nadie tenía nada que decir sobre su

comportamiento, incluso por discreción lavaba sus prendas más

íntimas en casa, para así no mostrarlas en el lavadero de la

Cava.

Todo estaba pensado y dispuesto para consumar los

hechos; aquella tarde, junto a mi amigo, que era el dueño de la

casa, habíamos preparado a conciencia el lugar.

La bodega tenía una pequeña ventana sin cristales, como

de un palmo, que desde el exterior estaba a ras del suelo. Unas

gavillas de sarmientos apiladas ocultarían la visión desde fuera

y completamente a oscuras sería mucho más fácil ocultarnos.

Las paredes de las casas que ya lindaban con los bancales

formaban como una especie de callejón, cerrado por unos

matojos de cardenchas que protegían de las posibles miradas

indiscretas.

Y allí sucedieron los hechos que tanto habíamos

preparado.

Era una tarde de verano, y ya anochecía en el pueblo

cuando apareció ella. Deslumbrante, preciosa y confiada.

Apenas dobló la esquina hacia las eras, nos precipitamos a la

bodega y allí, agazapados, esperamos unos segundos, que creo

nos parecieron horas.

Se situó junto a la ventana y, después de asegurarse lejos

de miradas, se subió las faldas.

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Había llegado el gran momento, tanto tiempo esperado

de conocer íntimamente a una mujer. Se bajó las bragas y se

agachó. Teníamos a dos palmos de nuestras narices el tesoro

más deseado de todo el pueblo, y el culo más bonito de la

comarca.

Pero de pronto, sonó como si fuese un trueno, y unas

gotitas nos salpicaron, al retirarnos bruscamente, casi nos vamos

al suelo con los sarmientos.

Aquella tarde y a mis nueve años, aprendí que hasta los

culos más bonitos también van de diarrea.