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1 La dama número trece Por José Carlos Somoza La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la mujer obesa. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior. Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.

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    La dama nmero trece

    Por Jos Carlos Somoza

    La sombra se deslizaba entre los rboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de

    una figura incorprea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido

    informalmente. Al llegar al lmite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para

    asegurarse de que el camino se hallaba libre, atraves el jardn en direccin a la casa. Era

    grande, con una galera de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El

    hombre subi las escalinatas de la galera, penetr en la casa con tranquila sencillez,

    recorri la planta baja sin encender una sola luz y se par frente a la puerta cerrada del

    primer dormitorio. Entonces sac del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se

    abri sin ruido. Haba una cama, un bulto bajo las sbanas; se oa una respiracin. El

    hombre entr como la niebla, ms leve que una pesadilla, se acerc al lecho y vio la

    mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apart con delicadeza la

    mano y, segundos antes de que despertara, levant su pequeo mentn descubriendo el

    cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoy la punta del

    objeto cerca de la nuez y ejerci una ligera y exacta presin. Un rastro como de ptalos

    rojos lo acompa hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la mujer obesa. Cuando

    sali de este ltimo, sus manos estaban ms hmedas, pero no las sec. Regres por

    donde haba venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior.

    Saba que arriba se encontraba su verdadera vctima.

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    Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se

    adornaba de bustos clsicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre

    eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante,

    Petrarca, Shakespeare..., silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos

    como cabezas decapitadas. Lleg al final del corredor y cruz una antecmara

    mgicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de

    madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abri

    una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convoc las formas de

    una lmpara de araa, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una

    figura imprecisa. El brusco tirn de las sbanas la despert.

    Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatoma delgada, casi frgil.

    Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeos senos apuntaron

    hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.

    No hubo intercambio de palabras, apenas hubo sonidos.

    Simplemente, el hombre

    no

    se abalanz sobre ella.

    no quiero

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    La noche prosegua afuera: haba bhos que observaban con ojos como

    discos de oro y sombras de felinos en las ramas. Las estrellas formaban un dibujo

    misterioso. El silencio era una presencia terrible, como la de un dios vengador.

    En el dormitorio, todo haba terminado. Las paredes y la cama se haban

    teido de rojo y el cuerpo de la mujer yaca disperso sobre las sbanas. Su cabeza

    separada del tronco se apoyaba en una mejilla. Del cuello sobresalan cosas

    semejantes a plantas marchitas emergiendo de un bcaro.

    Silencio. Paso del tiempo.

    Entonces sucede algo.

    Lenta pero perceptiblemente, la cabeza de la mujer comienza a moverse,

    no quiero soar

    gira hasta quedar boca arriba, se incorpora con torpes sacudidas y se apoya en

    el cuello cortado. Sus ojos se abren de par en par

    no quiero soar ms

    y habla.

    -No quiero soar ms.

    El mdico, un hombre corpulento de cabellos y barba sorprendentemente

    blancos, frunci el ceo.

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    -Los somnferos no van a ayudarle a no soar -advirti.

    Hubo una pausa. El bolgrafo planeaba sobre la receta sin posarse. Los ojos

    del mdico observaban a Rulfo.

    -Dice que siempre es la misma pesadilla?... Quiere contrmela?

    -Contada no es igual.

    -Pruebe, de todas formas.

    Rulfo desvi la vista y se removi en el asiento.

    -Es muy complicada. No sabra.

    En la consulta no se escuchaba el menor ruido. La enfermera dirigi sus

    parpadeantes ojos negros hacia el mdico, pero este segua observando a Rulfo.

    -Desde cundo lleva soando lo mismo?

    -Desde hace dos semanas, no todas las noches, pero s la mayora.

    -En relacin con algo que usted sepa?

    -No.

    -Nunca haba tenido sueos as?

    -Nunca.

    Leve rumor de papeles.

    -Salomn Rulfo, un nombre curioso...

    -La culpa es de mis padres -replic Rulfo sin sonrer.

    -Ya imagino. -El mdico s sonri. Su sonrisa era amplia y afable, como su

    rostro-. Mi padre quera llamarme Bartolom. Por suerte, se impuso el criterio de mi

    madre y terminaron ponindome Eugenio. -La enfermera sofoc una risita. Rulfo no

    modific su seriedad-. Treinta y cinco aos. Muy joven todava... Soltero... Cmo

    es su vida, seor Rulfo? Quiero decir, en qu trabaja?

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    -Estoy en paro desde finales del verano. Soy profesor de literatura.

    -Cree que le est afectando mucho esa situacin?

    -No.

    -Tiene amigos?

    -Algunos.

    -Amigas? Novia?

    -No.

    -Es feliz?

    -S.

    Hubo una pausa. El mdico dej el bolgrafo a un lado y se frot el rostro con

    las manos. Tena unas manos grandes y gruesas. Luego retorn a los papeles y

    reflexion. Aquel tipo contestaba como una mquina, como si nada le importara.

    Quiz estuviera ocultando algo, quiz aquellos sueos se relacionaran con un suceso

    que no deseaba recordar, pero lo cierto era que solo se trataba de pesadillas. l

    atenda diariamente a enfermos con problemas mucho ms graves que unos cuantos

    sueos desagradables. Decidi darle un par de consejos y acabar cuanto antes.

    -Escuche, las pesadillas no tienen demasiada trascendencia clnica, pero son

    la prueba de que algo no marcha bien en nuestro organismo... o en nuestra vida. Un

    somnfero es un parche intil, se lo aseguro, no va a impedirle soar. Procure beber

    menos, no acostarse recin comido y...

    -Me va a dar los somnferos? -interrumpi Rulfo con suavidad, pero su tono

    revelaba impaciencia.

    -No es usted un hombre muy locuaz -dijo el mdico tras una pausa.

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    Rulfo sostuvo su mirada. Por un momento fue como si uno de los dos

    quisiera aadir algo, compartir algo con el otro. Pero un segundo despus los ojos

    retornaron al suelo o a los papeles del escritorio. El bolgrafo descendi y se desliz

    por la receta.

    El prospecto aconsejaba una sola pldora antes de acostarse. Rulfo ingiri

    dos, ayudndose de un vaso de agua que rellen en el lavabo del cuarto de bao.

    Desde el espejo le observaba un hombre no muy alto pero s robusto, de cabellos y

    barba ensortijados y negros y dulces ojos castaos. Salomn Rulfo gustaba a las

    mujeres. Su atractivo sobreviva intacto a su descuido personal. Debido a ello, la

    imaginacin de las dos o tres ancianas solitarias del destartalado edificio donde viva

    arda inventndole un turbio pasado. De dnde haba salido aquel joven que no

    hablaba con nadie y casi siempre apestaba a alcohol? Saban su nombre (Salomn,

    madre ma, el pobre), que coga unas borracheras preocupantes, que andaba con

    putas de vez en cuando, que haba comprado al contado el pequeo apartamento del

    tercero izquierda casi dos aos atrs y que viva solo. Pese a todo, preferan su

    presencia a la de los inmigrantes que ocupaban el resto de pisos de aquel bloque de

    Lomontano, una callejuela angosta y desordenada cerca de Santa Mara Soledad, en

    el centro de Madrid. Las ms pesimistas pronosticaban, sin embargo, que el

    Abarbudo@ les dara un susto tarde o temprano. Y agregaban, inclinadas sobre los

    odos de las otras: Tiene aspecto de delincuente. Estoy segura de que es buena

    persona, lo defenda la portera, sin poner objeciones a la opinin sobre su aspecto.

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    Rulfo sali del bao y efectu una parada en el comedor para liquidar los

    residuos de una botella de orujo, regalo prehistrico de cumpleaos de su hermana

    Luisa. Se dijo que deba acordarse de comprar whisky al da siguiente. Era un gasto

    que no poda permitirse, pero, despus de la poesa y el tabaco, el whisky era una de

    las cosas que ms necesitaba en este mundo. Luego se dirigi al dormitorio, se

    desvisti y se meti en la cama.

    Estaba solo, como siempre, en medio de la noche. Su soledad nunca era fcil,

    pero ahora, adems, le atemorizaba aquella pesadilla. Ignoraba qu poda significar,

    y su mecnica repeticin haba llegado a agobiarlo. Estaba seguro de que se trataba

    de una quimera, una fantasa emergida del pantano de su subconsciente, pero

    retornaba de forma casi inevitable, noche tras noche, desde haca dos semanas.

    Relacionada con algo?. Relacionada con nada, doctor. O con todo. Depende.

    Su vida era propicia para los malos sueos, pero lo ms grave, lo decisivo,

    haba ocurrido haca dos aos. Resultaba absurdo suponer que ahora empezaba a

    pagar la factura de aquella remota tragedia. Esa tarde, en el ambulatorio de

    Chamber, haba sentido la tentacin (ignoraba por qu) de confiar por primera vez

    en alguien y confesrselo todo a aquel mdico. Por supuesto, no lo haba hecho. Ni

    siquiera haba querido contarle la pesadilla. Pens que as evitara molestas

    preguntas y, quin sabe, hasta la posibilidad de recibir una papeleta gratis para el

    manicomio. Saba que no estaba loco. Lo nico que necesitaba era dejar de soar.

    Prefera confiar en las pldoras.

    Encendi la luz de la mesilla de noche, se levant y decidi leer algo sublime

    mientras aguardaba a que la oleada hipntica lo cubriera como una suave y tibia

    marea. Examin las estanteras del dormitorio. Tena estanteras repletas en el

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    comedor y el dormitorio. Haba libros apilados junto al ordenador porttil, incluso en

    la cocina. Lea en todas partes y a todas horas, pero solo poesa. Las ancianas de

    Lomontano jams habran sospechado una aficin as en aquel hombre, pero lo

    cierto era que proceda de la ms temprana juventud de Rulfo y se haba acrecentado

    con los aos. Haba estudiado filologa y, en sus buenos tiempos (cundo haban

    sido?), haba enseado historia de la poesa en la universidad. Ahora, nadando en la

    soledad, con su padre muerto, su madre condenada a vejez perpetua en una

    residencia y sus tres hermanas dispersas por el mundo, la poesa constitua su nica

    tabla de salvacin. Se aferraba a ella a ciegas, sin importarle el autor, ni siquiera el

    idioma. No le resultaba preciso entenderla: gozaba con el simple ritmo de los versos

    y el sonido de las palabras, aunque fueran extraas.

    Gergicas. Virgilio. Edicin bilinge. S, aqu estaba. Extrajo el libro del

    montn que haba cerca del ordenador, regres a la cama, abri el volumen al azar y

    dirigi los ojos al flujo torrencial de palabras latinas. An se encontraba muy

    desvelado: sospechaba que la inquietud no le dejara conciliar fcilmente el sueo,

    pese a la ayuda farmacutica. Pero dese que el mdico estuviera equivocado y las

    pastillas evitaran que aquel absurdo terror volviera a repetirse.

    Sigui leyendo. Afuera, el trfico enmudeci.

    Los ojos se le cerraban cuando escuch el ruido.

    Haba sido breve. Provena del cuarto de bao. No pasaba mucho tiempo sin

    que algo nuevo -una repisa, un anaquel- se desprendiera de su sitio en aquel

    miserable apartamento.

    Resopl, dej el libro en la cama, se levant y camin despacio hacia el bao.

    La puerta estaba abierta y su interior a oscuras. Entr y encendi la luz. No

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    descubri nada fuera de lugar. El lavabo, el espejo, la jabonera con el jabn, el

    retrete, el cuadrito con los arlequines ejecutando una campanela, la repisa metlica,

    todo se encontraba igual.

    Excepto las cortinas.

    Eran opacas, de psima calidad, y estaban adornadas de un vistoso artificio de

    flores rojas. Las mismas de siempre. Sin embargo, crea recordar que se hallaban

    descorridas cuando haba salido del bao la ltima vez. Pero ahora estaban cerradas.

    Se intrig. Pens que quiz su memoria le engaaba. Era posible que, antes

    de salir del bao, las hubiese corrido, aunque no entenda bien por qu tendra que

    haberlo hecho. En cualquier caso, albergaba la sospecha de que el ruido haba sido

    provocado por algo que haba cado a la baera despus de rebotar en ellas. Supuso

    que sera el frasco de gel, y tendi la mano para descorrerlas y comprobarlo. Pero de

    pronto se detuvo.

    Un miedo inexplicable, casi inexistente, casi virtual, congel su estmago y

    levant como pequeas empalizadas los vellos de su piel. Comprendi que se haba

    puesto nervioso sin ningn motivo real.

    Es absurdo, ahora no estoy soando. Estoy despierto, esta es mi casa, y

    detrs de esas cortinas no hay nada, solo la baera.

    Reanud el gesto sabiendo que las cosas seguan como antes; que encontrara,

    quiz, un objeto cado, puede que el frasco de gel, y que, tras verificarlo, regresara

    al dormitorio y los somnferos le haran efecto y lograra descansar toda la noche

    hasta el amanecer. Descorri las cortinas con absoluta tranquilidad.

    No haba nada.

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    El frasco de gel segua en su sitio sobre la repisa, junto con el champ.

    Ambos botes llevaban meses all: Rulfo no exageraba, precisamente, en lo tocante a

    su higiene personal. Pero lo cierto era que nada se haba cado. Supuso que el ruido

    se haba originado en otro apartamento.

    Se encogi de hombros, apag la luz del bao y regres al dormitorio. Sobre

    su cama se hallaba el cuerpo desmembrado de la mujer muerta, la cabeza cortada

    apoyada en los pechos contemplndolo con ojos lechosos, el cabello endrino y

    hmedo como el plumaje de un pgalo y una lombriz de sangre huyendo de las

    comisuras de sus labios yertos.

    -Aydame. El acuario... El acuario...

    Rulfo dio un salto hacia atrs, rgido de terror, y se golpe el codo con la

    pared.

    un grito

    No soaba: estaba bien despierto, aquel era su dormitorio y el golpe en el

    codo le haba dolido. Prob a cerrar los ojos

    un grito. oscuridad

    y volver a abrirlos, pero el cadver de la mujer segua all, (aydame)

    hablndole desde la carnicera de su cuerpo destrozado (el acuario) sobre las

    sbanas.

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    Un grito. Oscuridad.

    Despert baado en sudor. Se encontraba en el suelo, junto con la mayor

    parte de las sbanas. Al caer de la cama se haba golpeado el codo. An aferraba el

    libro arrugado de Virgilio.