La Defensa de Un Culpable

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ISONOMÍA REVISTA de Teoría y Filosofía del Derecho 37 Octubre 2012 Instituto Tecnológico Autónomo de México

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I S O N O M Í AREVISTA de Teoría y Filosofía del Derecho

37Octubre 2012

Instituto Tecnológico Autónomo de México

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ITAM © e ISONOMÍA Revista de Teoría y Filosofía del Derecho © son marcas registradas del INSTITUTO TECNOLÓGICO AUTÓ-NOMO DE MÉXICO, Río Hondo No. 1, Col. Progreso Tizapán, C.P. 01080, México, D. F., tel. 5628-4000 ext. 3759, fax 5628-4037.ISONOMÍA Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, ISSN 1405-0218, todos los derechos reservados INSTITUTO TECNOLÓGICO AUTÓNO-MO DE MÉXICO ©, Río Hondo No. 1, Col. Progreso Tizapán, C.P. 01080, México, D. F., tel. 5628-4000 ext. 3759, fax 5628-4037.Suscripciones y promoción: Rosa Ma. Vargas. Tel. 5628-4000 ext. 3759. Fax 5490-4678.

Los artículos publicados en esta revista son dictaminados con carácter anónimo por dos especialistas en la materia.

Composición tipográfica: MARPE, Diseños Tipográficos, Tel. 5554-9759.Producción y distribución: DISTRIBUCIONES FONTAMARA, S. A., Av. Hidalgo 47-B, Altos 1, Col. Del Carmen, Coyoacán, 04100, México, D. F., Tels. 5659-7117 y 5659-7978, Fax 5658-4282.

Se imprimieron 1000 ejemplares, más sobrantes para reposición.

ISONOMÍA se publica dos veces al año, en abril y octubre, por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), la Escuela Libre de Derecho y DISTRIBUCIONES FON-TAMARA, S. A.www.isonomia.itam.mx

Precio del ejemplar: $150.00Suscripción por dos años: $600.00Licitud de Título: 9132Licitud de Contenido: 6394Reserva de Derecho: 04-2000-072411253800-102

Indización y resúmenes: Índice de Revistas Mexicanas de Investigación Científica y Tecno-lógica del CONACYT (México), Filos, The Philosopher’s Index, Cervantes Virtual, CLASE, Dialnet y Latindex.

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I S O N O M Í AREVISTA de Teoría y Filosofía del DerechoNúmero 37 Octubre 2012 ISSN 1405-0218

ÍNDICE

Pág.

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Mensaje del Consejo Editorial ............................................................

Nota editorial .....................................................................................

ARTÍCULOS

Hugo Omar SelemeLa defensa de un culpable: una justificación moral ............................

Diego M. PapayannisTeorías sustantivas de la responsabilidad extracontractual y la rele-vancia de la metodología ...................................................................

Juan Ruiz ManeroCuatro manifestaciones de unilateralismo en la obra de Luigi Ferrajoli

Laura CléricoSobre “casos” y ponderación. Los modelos de Alexy y Moreso, ¿más similitudes que diferencias? ................................................................

NOTAS

Antonella Attili y Luis Salazar CarriónLa otra transición: hacia una nueva cultura jurídica y política ............

TRIBUNA

Perfecto Andrés IbáñezCasos Garzón: necesario distinguir .....................................................

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MENSAJE DEL CONSEJO EDITORIAL

Desde abril de 2007 hasta abril de 2012, Juan Antonio Cruz Parcero dirigió la revista Isonomía. Agradecemos su dedicación, eficiencia y compromiso académico durante estos últimos cinco años y nos congra-tulamos de que, a partir de este número, continúe participando en las responsabilidades de la revista como miembro del Consejo Editorial. Por otro lado, damos una cordial bienvenida a Francisca Pou Giménez como directora y le deseamos todo el éxito en su gestión.

El Consejo Editorial

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NOTA EDITORIAL

Isonomía: un buen trecho recorrido

I. Aunque parezcan menos, hace ya 18 años que Rodolfo Vázquez fundó Isonomía. Los 37 tomos azules empiezan a ocupar un lugar con-siderable en la estantería. A lo largo de casi dos décadas, la revista ha contribuido enormemente a dinamizar la investigación y el debate teó-rico en el ámbito de la filosofía del derecho en México y se ha hecho un lugar digno fuera de nuestras fronteras. Quizá valga la pena, antes de anunciar los contenidos de este número, dedicar un breve espacio a recordar las principales señas de identidad de la revista, pero también a subrayar los cambios: la evolución habida en estos años.

Rodolfo fundó la revista en 1994 con una inmensa dosis de esfuer-zo y habilidad individual y el apoyo decidido de importantes filósofos del derecho y especialistas de otras áreas, nacionales y extranjeros. La idea era armar una publicación académica de alta calidad que se vincu- lara con otras iniciativas —el seminario García Máynez, que se de-sarrolla estas semanas en el ITAM como lo viene haciendo cada oto-ño de los últimos 22 años; la edición de obras largas en forma de libro en la colección de Ética, Filosofía del Derecho y Política y la de Doc-trina Jurídica Contemporánea de la editorial Fontamara; las estadías de profesores visitantes— y desencadenar una dinámica de mutuo re-fuerzo y enriquecimiento que en conjunto contribuyera a cambiar el modo en que el derecho había sido pensado en México —y el modo en que había sido enseñado en la universidad. Una preocupación central fue incorporar académicos jóvenes, tanto de universidades nacionales como extranjeras, que llevaran a sus páginas las discusiones que la co-munidad internacional de investigadores tenía entre manos. La notable apertura metodológica y temática de la revista le dio además un toque interdisciplinario y la convirtió en un espacio abierto no solamente a fi-lósofos del derecho sino también a lógicos, sociólogos, historiadores, politólogos y juristas prácticos, cuyas contribuciones semestrales han

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dado vida a una rica y siempre cambiante reflexión colectiva en torno al derecho y las teorías jurídicas.

Otro rasgo fundacional de Isonomía como proyecto editorial e in-telectual, acentuado con el tiempo, es su vocación interinstitucional: la voluntad de ser un punto de encuentro entre académicos mexicanos con independencia de su adscripción institucional. Aunque puesto así parezca natural, hay muy pocas experiencias comparables; en México, un consejo editorial en el que trabajan codo con codo, desde hace mu-chos años, profesores del itam, de la unam, de la uam y de la Escue-la Libre de Derecho, sin eco alguno de las consabidas segmentaciones presentes en tantas áreas de la vida intelectual —la que algunos insis-ten en marcar entre universidades públicas y privadas es una de las más tristes— es un proyecto cuyo mérito debe ser reconocido. La composi-ción del Consejo Editorial y del Consejo Asesor da amplio testimonio además de algo que, como he dicho, está aquí desde el principio: la di-mensión internacional de la comunidad académica que colabora con la revista.

Cuando en el 2007 Juan Antonio Cruz Parcero, del Instituto de In-vestigaciones Filosóficas de la unam, asumió las funciones de Direc-ción, los rasgos fundacionales de Ia revista estaban asentados y sus ob-jetivos básicos habían sido cubiertos. Los esfuerzos de la importante etapa que trascurrió bajo la dirección de Juan se centraron en transfor-mar Isonomía en una revista arbitrada, en congruencia con los están-dares que rigen actualmente la investigación jurídica de excelencia. La entrada en operación del sistema de doble referato ciego se fue hacien-do realidad de manera gradual; desde hace tiempo los artículos queda-ron universalmente sometidos a este procedimiento y los dictámenes evidencian una siempre creciente intensificación del tipo de evaluación detallada al que los manuscritos son sometidos. En el camino, el Con-sejo Editorial fue tomando mayor importancia como órgano que pon-dera la idoneidad de los especialistas integrados a la cartera de árbi-tros con miras a dictaminar unos u otros textos y el contenido de cada número se tornó asimismo más sensible a la dinámica arbitral, pues la agrupación de material está ahora más estrechamente ligada a los re-sultados de la interacción entre autores, árbitros y editores. En estos

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años se inició también el proceso de indización de la revista y se refor-zó la integración internacional del Consejo Editorial, del Consejo Ase-sor y de la cartera de árbitros.

Hace unos meses el Consejo Editorial me confió la responsabilidad de encabezar los trabajos de dirección editorial en Isonomía, que el presente número ya refleja. Alberto Puppo, director adjunto, coadyu-va en todos ellos y Pamela Rodríguez Padilla sigue desempeñando con buen humor y eficacia admirable una infinidad de funciones esencia-les. Los trabajos se benefician del apoyo permanente del Consejo Edi-torial y de los apoyos puntuales de los miembros del Consejo Asesor. A mi juicio, las tareas que deben priorizarse en estos momentos son al menos las dos siguientes. La primera es seguir intensificando el pro-ceso de arbitraje y agilizarlo temporalmente, de modo que haya tiem-po para aumentar las interacciones de ida y vuelta entre autores y árbi-tros. Ello da a la dirección editorial una especial responsabilidad en el seguimiento, monitoreo y en su caso dirección del proceso, para poder extraer todo lo que pueda dar de sí en términos de mejora cualitativa de los manuscritos. La segunda es facilitar el acceso a los contenidos de la revista, aumentando la distribución de los ejemplares impresos y reforzando las vías de acceso digital a sus contenidos: hay que incluir-los en un número mayor de bases de datos y buscadores y hay que in-gresar en los índices en los que todavía no estamos. Facilitar el acceso a los contenidos ayudará a aumentar el espectro geográfico de las per-sonas que leen la revista o publican en ella e incrementará el espectro de temas y metodologías en el plano de los contenidos, mientras que la indización exhaustiva es especialmente importante para muchos de los sistemas de investigación en cuyo contexto nuestros autores trabajan. La idea es, en breve, mantener Isonomía como un foro de publicación académica de excelencia, mejorarla todavía en lo que se pueda, aumen-tar su audiencia y retener el punto fijo de preservarla como un espacio en el que una dinámica comunidad internacional de investigadores se siente cómoda y publica su trabajo en interacción constructiva con los integrantes de una cartera (también internacional) de árbitros que cada día ampliamos y que es con seguridad —junto con los autores— el ver-dadero lujo de esta revista.

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II. Tras el recuerdo del trecho recorrido, los invito a no posponer la lectura de los artículos que les ofrecemos en esta ocasión. El núme-ro viene con unas ligeras modificaciones de formato, cambios en las instrucciones para los autores y una nueva sección —llamada “Tribu- na”— que nos permitirá acomodar colaboraciones que, sin necesa-riamente corresponder al perfil típico de un artículo de investigación (cuyos contenidos finales reflejan siempre el diálogo autoral-arbitral), constituyan una aportación teórica o una toma de postura rigurosa en torno a un tema jurídico de relevancia y actualidad. La sección de “No-tas” se mantiene para colaboraciones más breves de naturaleza hetero-génea: reseñas, notas ensayísticas, puntos acotados de investigación.

La sección de artículos abre con un trabajo de Hugo Seleme sobre un tema espinoso y difícil de tratar: ¿puede justificarse moralmente la opción del abogado que decide defender en juicio a una persona, sa-biendo que esa persona es culpable? La respuesta habitual a esta pre-gunta, señala el autor, es negativa y deriva en una extendida y aparen-temente plausible condena popular a los “abogados del Diablo”, que sin embargo convive con la creencia, igualmente mayoritaria, de que está justificado mantener sistemas procesales penales en cuyo contexto el Estado no condena “a toda costa” y todos —los culpables también— tienen derecho a la defensa. El artículo reconstruye la estructura del ar-gumento condenatorio, identifica las principales líneas argumentativas que se han avanzado para debilitarlo y muestra por qué no lo consiguen (o lo hacen con grandes costos). En su lugar y tomando como base la noción “prospectiva” de obligación propuesta por Zimmerman, desa-rrolla una alternativa que permite deshacer la idea de que la abogada o abogado merece censura por ser un contributor a un curso de acción que contraviene obligaciones morales. El artículo desarrolla, en breve, un análisis original y cuidadoso en un terreno en el que tenemos intui-ciones morales encontradas, haciendo una contribución impecable a un debate que ya tiene antecedentes y que toca temas muy profundos a la vez que inescapablemente cotidianos.

Diego Papayannis nos ofrece por su parte un magnífico panorama de las aproximaciones teóricas relevantes en el campo de la responsa-

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bilidad civil extracontractual y, como el título de su artículo anuncia, nos ayuda alcanzar un entendimiento no banal del papel que juegan las metodologías de análisis en la comprensión de las prácticas jurídi-cas. Su artículo da cuenta de la habitual contraposición entre las teorías deontológicas, que explican la responsabilidad por daños con catego-rías articuladas en torno a ideas de justicia correctiva o justicia distri-butiva, y las teorías desarrolladas por los cultivadores de las corrien-tes de análisis económico del derecho, que instrumentan el análisis a la idea de eficiente reducción del costo social de los accidentes. El autor hace una reconstrucción exhaustiva de las premisas y categorías expli-cativas centrales a cada una de ellas y a continuación subraya lo equi-vocado de verlas como rivales. En realidad, las dos corrientes se inte-resan por preguntas distintas y las respuestas que avanzan no son por consiguiente contradictorias, sino que iluminan facetas distintas de la realidad y en conjunto proveen una reconstrucción más completa del tipo de práctica jurídica que relacionamos con el derecho de daños. Papayannis lo muestra subrayando algunos de los fundamentos de las metodologías explicativas de las ciencias sociales (en oposición a las naturales) y perfilando las diferencias entre los análisis conceptuales interesados por describir el sentido de una práctica para sus participan-tes y las explicaciones funcionales que le dan explicaciones externas e identifican sus efectos positivos y negativos, con independencia de si éstos son visibles u opacos para los participantes.

Juan Ruiz Manero —un discutidor habitual y agudo de la obra de Luigi Ferrajoli— identifica en su texto lo que interpreta como cuatro manifestaciones claras del “unilateralismo” en la obra del profesor ita-liano, cuya huella detecta tanto en sus teorías del derecho y de la de-mocracia como en las posiciones que ha defendido en debates más di-rectamente políticos. La primera tiene que ver con su querencia por el lenguaje constitucional taxativo, como garantía del tipo de vinculación bajo la cual, a su juicio, debe quedar la legislación ordinaria; la se-gunda, con el modo en que Ferrajoli niega las diferencias sustanciales entre los “principios en sentido estricto” y las reglas jurídicas ordina-rias; la tercera queda evidenciada por su apoyo exclusivo a los sistemas electorales proporcionales y su rechazo frontal de los mayoritarios, y la cuarta deriva de su rechazo al recurso a la guerra, en cualquier circuns-tancia. La obra ferrajoliana se resiste así sistemáticamente a recono-

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cer el otro polo de lo que son, apunta Ruiz Manero, tensiones valorati-vas inevitables —y de hecho, como muestra, deseables— en la base de nuestros sistemas normativos e institucionales. Aunque eso (el mono-teísmo, el unilateralismo), observa con perspicacia el autor, es curiosa-mente un rasgo muy propio de las teorías que, según reconocemos, han hecho las más influyentes y fecundas contribuciones al entendimiento global de los fenómenos jurídicos.

El artículo de Laura Clérico, finalmente, rastrea con cuidado la pre-sencia de los casos (y de la red de reglas derivada de la resolución de conflictos de derechos en casos concretos) en la obra de Robert Alexy y muestra cómo una reconstrucción de su teoría atenta a ellos permi-te descubrir una propuesta mucho menos particularista y más “atada” a puntos preestablecidos de lo que habitualmente se asume. Vista así, la distancia entre la teoría de la ponderación alexiana y la aparentemen-te más “definicional” teoría de la ponderación de José Juan Moreso —que el artículo también reconstruye y compara con la anterior— se reduce significativamente y parece llevarnos a un punto intermedio quizá no tan lejano a un razonable equilibro entre excesiva petrifica-ción y excesiva innovación y entre márgenes de pre-determinación de la decisión judicial demasiado estrechos y demasiados amplios. El artí-culo pone de relieve puntos que me parece esencial tener presente para monitorear con buenos fundamentos los ejercicios de garantía judicial de derechos fundamentales, pues tanto los ejercicios mismos como los análisis críticos que sobre ellos se proyectan se apoyan muchas veces en versiones “pop” de unas u otras teorías que distan de extraer toda su virtualidad para la construcción progresiva de una práctica de aplica-ción constitucional racional.

En la sección de notas hemos incluido una reflexión de Antonella Attili y Luis Salazar sobre lo que llaman “la otra transición” mexi-cana: la transición jurídica e institucional que debería acompañar a la transición político-electoral que mal que bien ya hemos transitado. Los autores ponen el foco en la reforma de derechos humanos aprobada en junio de 2011 y la calibran desde la perspectiva marcada por la necesi-dad de no contentarse con la democracia puramente electoral, “de la al-ternancia”, que ha sido objeto de una atención desproporcionada y casi obsesiva. El objetivo tiene que ser avanzar, por fin, hacia un tipo de

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democracia que da a los derechos fundamentales el lugar que ocupan bajo las descripciones canónicas ferrajolianas o bobbianas. Como su-brayan los autores, no antes de eso se habrá completado el tránsito del “gobierno de los hombres” al “gobierno de las leyes”, que se adivina todavía largo y difícil. Como los lectores saben, no es la primera contri- bución que Isonomía publica sobre los contenidos e implicaciones de esta reforma ni será la última, pues parece claro que la comunidad aca-démica tiene una responsabilidad especial en el proyecto de hacer de ella —por una vez— una herramienta de cambio social efectivo.

Finalmente, en la tribuna publicamos un texto del magistrado Per-fecto Andrés Ibáñez sobre las causas penales que involucraron a Bal-tasar Garzón, ahora apartado de la judicatura española. Andrés cuenta con destreza y rigor los contornos de los distintos procesos seguidos contra Garzón, subrayando las diferencias que hay entre ellos —sus di-ferentes orígenes y objetos y el muy diferente contenido de las senten-cias del Tribunal Supremo que les pusieron fin—, dando muchos datos de contexto legal, histórico, social y político que contribuyen a su com-presión. Este ejercicio de “distinción”, señala el autor, es esencial para evitar los malos entendidos y falsas premisas que lamentablemente han polucionado las posiciones de unos y otros en los debates que los casos han suscitado. El texto de Perfecto Andrés dinamiza nuestra re-flexión sobre los temas que el recorrido de parte de la trayectoria pro-fesional de Garzón invoca —la jurisdicción universal, la retroactividad o irretroactividad en el tratamiento penal de ciertas conductas, etcéte-ra—, pero sobre todo nos muestra los muchos otros nacidos del debate en torno al “enjuiciamiento de sus enjuiciamientos”, sobre los que de-beríamos tratar de tener opiniones jurídicas construidas de modo rigu-roso. Pero más allá de su contribución al esclarecimiento de las premi-sas que no pueden ser obviadas en esta construcción —de por sí muy relevante—, creo que el texto testimonia elocuentemente las exigen-cias y dificultades que puede plantear el ejercicio comprometido de nuestras responsabilidades personales y profesionales (como ciudada-nos críticos, como jueces, como profesores, como fiscales, como liti-gantes) en atmósferas marcadas por una desproporcionada presencia de informaciones mediadas.

FMPG

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ARTÍCULOS

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LA DEFENSA DE UN CULPABLE: UNA JUSTIFICACIÓN MORAL*

Defending the Guilty: A Moral Argument

Hugo Omar SelemeUniversidad Nacional de Córdoba (Argentina)

Investigador del conicet

Resumen La condena popular pesa sobre los abogados que, conscientes de la culpabilidad de su cliente, argumentan en favor de su inocencia, cuestionando la validez y la fuerza de la evidencia en su contra. El propósito de este trabajo es ofrecer una nueva réplica al argumento que sirve de base para esta condena. La refutación que es ofrecida en el trabajo está fundada en la concepción prospectiva de obligación.

Palabras claveConcepción prospectiva de obligación, sistema acusatorio, abogado defensor.

AbstractPopular condemnation is applied to the lawyer who, aware of her client’s guilt, argues in favor of her innocence, questioning the validity and strength of the evi-dence. The purpose of this paper is to offer a new rebuttal of the argument which serves as the basis of this condemnation. The refutation that is offered in the paper is based on the prospective conception of obligation.

KeywordsProspective conception of obligation, adversarial system, defense lawyer.

* Una versión previa del presente trabajo fue presentada en el workshop del Grupo de Inves-tigadores de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra (diciembre del 2010) y en el Seminario sobre el Ejercicio de la Profesión de Abogado, organizado por el Colegio de Aboga-dos de la Provincia de Córdoba (octubre del 2010). Debo gratitud al itam (México) y a Rodolfo Vázquez y Jorge Cerdio, quienes me invitaron a realizar allí una estancia en la que encontré el tiempo necesario y el ámbito propicio para corregir la versión final del trabajo. Debo igualmente gratitud a Roberto Gargarella, Jorge Malem, Laura Manrique, José Luis Martí, Daniel Mendon-ca, Pablo Navarro, Diego Papayannis, Lorena Ramírez, Cristina Redondo y Germán Sucar; sus comentarios y sugerencias sin duda han servido para mejorar el texto. También debo gratitud a Carlos Krauth y Cristian Fatauros, miembros de la cátedra de Ética de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, quienes generosamente discutieron el argumento central del texto ofreciéndome la posibilidad de confrontar nuevos puntos de vista.

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I. Introducción

Pocas profesiones como la de abogado han recibido calificacio-nes morales tan extremas y dispares. Existe en el imaginario po-

pular una visión polarizada de la profesión. El abogado es analogado a la vez con Dios y con el Diablo. La primera analogía ha sido profusa-mente explorada por la literatura. Un caso paradigmático se encuentra en la obra The Devil and Daniel Webster de Stephen Vincent Benét. El diálogo entre Webster y el diablo —personificado en Scratch— es re-velador: “…webster: You seem to have an excellent aquaintance with the law, Sir scratch: Sir, that is no fault of mine. Where I come from, we have always gotten the pick of the bar...” (Benét, 1939: 25).1 Un ejemplo de la segunda analogía, por su parte, podemos encontrarlo en el Evangelio de San Juan donde Jesús se refiere a la tercera persona de la Santísima Trinidad utilizando el término paráclito, palabra griega

1 En la versión original de la obra —a diferencia del libreto para teatro elaborado por Be-nét del cual procede la cita del texto—, el Diablo es presentado como el Rey de los Abogados. Refiriéndose a Webster —el abogado que tiene que argumentar en contra del demonio—, se señala en el texto: “He was a great lawyer… but we know who’s the King of Lawyers, as the Good Book tells us, and it seemed as if, for the first time, Dan’l Webster had met his match (Benét, 1937: 22).

Otro ejemplo se encuentra en la fábula The Dog and the Fox de John Gay, donde se destaca la habilidad de los abogados para torcer los hechos a favor de sus clientes, haciendo aparecer al culpable como inocente. Comienza la fábula: “I know you lawyers can, with ease, Twist words and meanings as you please; That language, by your skill made pliant, Will bend to favour every client” (Gay, 1738: 203).

Charles Dickens parece ir un paso más allá, señalando las motivaciones perversas y autoin-teresadas de los abogados. Los abogados retratados en su obra parecen guiarse por lo que el pro-pio Dickens pensaba que era el principio rector del sistema judicial, y por ende de los abogados. Exponiendo este principio, en Bleak House señala: “The one great principie of the English law is, to make business for itself. There is no other principle distinctily, certainly, and consistently maintained through all his narrow turnings. Viewed by this light it becomes a coherent scheme, and not the montrous maze the laity are apt to think it. Let them but once clearly perceive that its grand principle is to make business for itself at their expense, and surely they will cease to grumble” (Dickens, 1852-1853: 482).

John Marshall Gest señala de los abogados presentes en la obra de Dickens: “Of most of such men the old verses are true: ‘For fees to any form they mould a cause, The worst has merits and the best has flaws, Five guineas make a criminal today, And ten tomorrow wipe the stain again’” (Marshal Gest, 1999: 9).

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equivalente a la palabra latina advocatus de la cual deriva la palabra castellana “abogado”.2

Aunque la situación puede parecer paradójica, tal apariencia se di-suelve cuando se advierten las diferentes razones que subyacen a las distintas analogías. Cada una hace referencia a diferentes aspectos de la actividad profesional del abogado. Por un lado, la analogía con Dios descansa en la celosa defensa de los intereses de sus clientes que el abogado debe realizar —Dios es alguien que está de nuestro lado del mismo modo incondicional que el abogado está del lado de su cliente; Dios no es juez, sino parte—;3 la analogía con el Diablo, por el otro, descansa en el tipo de acciones que parece requerir el ejercicio de la abogacía dentro de un sistema adversarial cuando el cliente, de cuyo lado está el abogado, es culpable. Si el abogado sabe que su cliente es culpable y sabe que por tanto merece el castigo, defenderlo sostenien-do lo contrario implicaría un tipo de engaño o de interferencia con la consecución de un resultado justo. El abogado que sabiendo de la cul-pabilidad de su cliente procura evitarle la condena, estaría procurando que aquel resultado justo no tenga lugar, estaría realizando una acción moralmente reprochable. Al igual que el Diablo, estaría actuando di-rectamente en contra de la justicia.

Un aspecto peculiar de la condena popular que pesa sobre los “abo-gados del Diablo” es su carácter particular o localizado. La mayor par-te de quienes condenan su desempeño profesional, no lo hacen porque consideren moralmente injustificado el sistema adversarial que vuelve

2 En el Evangelio de San Juan, Jesús señala a sus discípulos que el Padre —primera perso-na de la Trinidad— enviará luego de que el haya ascendido al cielo al Espíritu Santo —tercera persona de la Trinidad— a quien denomina el “paráclito”. Comentando este pasaje del Evange-lio de Juan, San Agustín establece la vinculación entre la palabra griega paraclete y la palabra latina advocatus. Adicionalmente, pone de manifiesto que el pasaje evangélico implica no sólo que el Espíritu Santo, sino también Jesús, es paráclito o abogado. Señala comentando las pal-Señala comentando las pal-abras de Jesús referidas por Juan: “But when He says , ‘I will ask the Father, and He shall give you another paraclete’, He intimates that He Himself is also a paraclete. For paraclete is in Latin called advocatus (advocate); and it is said of Christ, ‘We have and advocate with the Father, Je-sus Christ the righteous’...” (San Agustín, 416: 335).

3 Esta idea del abogado como celoso defensor de los intereses de su cliente forma parte de lo que William H. Simon denomina “la visión dominante” del ejercicio profesional. Según esta visión, “the lawyer must-or at least may-pursue any goal of the client through any arguably legal course of action and assert any nonfrivolous legal claim” (Simon, 1998: 7).

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al abogado un celoso defensor de los intereses de su cliente, aun si éste es culpable. Casi nadie cuestiona que aun los culpables tienen derecho a defenderse con la celosa ayuda de un abogado, o que éste tiene, por caso, un deber de confidencialidad respecto a su cliente. Tampoco po-nen en tela de juicio los estándares probatorios utilizados en el proce-so judicial. Aunque el hecho de que un culpable quede sin condena les parece moralmente incorrecto, nadie considera que el Estado haya ac-tuado de modo moralmente reprochable si deja sin condena a un culpa-ble debido a falta de prueba que lo incrimine. No obstante, a pesar de que están dispuestos a eximir de reproche al sistema adversarial, a los estándares de prueba y al Estado, no sucede lo mismo con relación al “abogado del Diablo”. El abogado que procura evitar la condena de al-guien que sabe culpable, es moralmente reprochable.

Lo peculiar de la condena popular es que aun en aquellas situaciones donde ni el sistema adversarial ni los estándares de prueba ni la con-ducta del Estado que absuelve, se consideran moralmente incorrectos, la conducta del “abogado del Diablo” sigue siendo considerada moral-mente reprochable. Pareciese que el único que carga con la responsabi-lidad por el mal moral que implica la absolución del culpable es el abo-gado defensor. Tal es el caso, aun si no son consideradas moralmente reprochables ni la norma sustantiva que impone la sanción, ni las nor-mas procesales que regulan el sistema adversarial y los estándares de prueba, ni el proceder de los órganos jurisdiccionales. Es este tipo de condena asimétrica la que este trabajo pretende analizar.4

Un caso paradigmático de esta condena popular es aquella que pesa sobre el abogado que conociendo la culpabilidad de su cliente, argu-menta a favor de su inocencia cuestionando la validez y la fuerza del material probatorio. Así, por ejemplo, aun si sabe que los testigos que incriminan a su cliente están diciendo la verdad —pues sabe que es

4 La raíz última del problema reside en que el procedimiento judicial —del cual las acciones del abogado defensor forman parte— es un caso de justicia procesal imperfecta. Estos tipos de procedimientos se caracterizan por la existencia de pautas de corrección independientes que sir-ven para evaluar el resultado del proceso y porque la prosecución del procedimiento no garanti-za alcanzar el resultado justo en todos los casos. Aun si las normas sustantivas y las procesales son justas es posible que dado el carácter imperfecto de las últimas el abogado tenga permitido realizar acciones —tales como la defensa de alguien que sabe culpable— que contribuirán a que el resultado justo —esto es la condena de un culpable— no sea alcanzado.

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culpable—, utiliza todos los medios legales a su alcance para socavar la credibilidad del testigo; o si se trata de alguna prueba pericial o do-cumental utiliza cualquier herramienta legal a su alcance para restarle sustento. La condena popular afirma que este abogado ha manipulado el sistema judicial para hacerle producir una injusticia y, por ende, es moralmente reprochable. Puesto que aun el mejor sistema judicial pue-de ser manipulado para que provoque resultados injustos, la condena es compatible con señalar que no hay nada moralmente reprochable en el sistema mismo. Todo la carga moral pesa sobre el abogado.

Esta condena popular a los “abogados del Diablo” reviste un proble-ma serio para el ejercicio de la abogacía, toda vez que la misma no se encuentra circunscripta a una época o a un tipo específico de cultura ju-rídica. Con el objeto de poner de manifiesto lo extendido en el tiempo y en el espacio del fenómeno, reseñaré en la sección siguiente tres casos judiciales que son ejemplos paradigmáticos de la condena que pesa so-bre los “abogados del Diablo”. Adicionalmente, que la condena se en-cuentre tan extendida, es indicio de que existe un argumento plausible a su favor. En la sección III me encargaré de reconstruirlo volviendo explícitas sus premisas. Una prueba de la plausibilidad del argumento condenatorio es el fracaso de las estrategias usualmente utilizadas para rebatirlo. En la sección IV presento tres de estas estrategias fallidas co-múnmente esgrimidas por los “abogados del Diablo” que se resisten a verse a sí mismos como personas inmorales, para escapar de la conde-na.5 Pondré de manifiesto que las estrategias no han sido exitosas de-bido a los costos que implica asumir cada una de ellas. Finalmente, en la sección V ofreceré una nueva estrategia para defender la posición de los “abogados del Diablo”, una cuya asunción no implica costo alguno.

II. Algunos casos judiciales de “abogados del Diablo”

Como he señalado, la idea de reprochar moralmente al abogado que conociendo la culpabilidad de su cliente acepta o prosigue su defensa

5 Por supuesto, existen también aquellos “abogados del Diablo” que no tienen ningún interés en percibirse a sí mismos como personas morales y hacen gala del halo de inmoralidad que pesa sobre su desempeño.

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arguyendo su inocencia, no es patrimonio de una época o una tradición jurídica en particular. Con el objeto de poner esto de manifiesto, en lo que sigue reseñaré tres casos, dos de los cuales se enmarcan en la tra-dición anglosajona, mientras que el tercero es un caso acaecido en Ar-gentina. El caso Courvoisier ha sido seleccionado por ser uno de los primeros sobre los cuales haya registro de este fenómeno de culpabi-lizar moralmente al abogado. El caso Westerfield ha sido seleccionado para mostrar que dentro de la cultura anglosajona este sigue siendo un fenómeno presente. Finalmente, el caso de La Unidad Penitenciaria N°1 ha sido seleccionado para poner de manifiesto que tal condena no es patrimonio exclusivo de dicha tradición jurídica, sino que apunta a un problema más extendido.

a) El caso Courvoisier

En 1840 un noble inglés —lord William Russel— fue degollado mientras dormía. Las sospechas se centraron en el mayordomo: Benja-min Courvoisier. Sin embargo, la evidencia en su contra era circunstan-cial: parte de los objetos robados a Russel se encontraron en la despensa, a la cual tenía un acceso privilegiado el mayordomo. No obstante, la po-licía no pudo encontrar ni la platería robada, ni el arma homicida. Cour- voisier, por su parte, sostenía que era inocente.

Courvoisier contrató como abogado defensor a Charles Phillips, el penalista más famoso del momento. Durante el primer día del juicio, Phillips examinó como testigo a la ama de llaves —Sarah Mancer— atacando cada detalle de su testimonio y mostrando las más mínimas divergencias o inconsistencias. El mismo proceder tuvo con el resto de los testigos que incriminaban a Courvoisier, resaltando cualquier tipo de debilidad en sus versiones de los hechos. El segundo día del juicio la fiscalía presentó dos testigos no anunciados. Charlotte Piolaine y su esposo —propietarios de un hotel— señalaron que unas semanas an-tes del homicidio, Courvoisier —a quien conocían de antes— se había presentado encargándoles un paquete. Luego de que el homicidio se volviese público, ambos comenzaron a sospechar sobre lo que conte-

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nía el paquete. Al abrirlo frente a un testigo, encontraron que dentro del mismo se encontraba la platería que había sido robada a Russel.

Al enterarse Courvoisier de que Piolaine iba a testificar confesó a Phillips que era culpable del homicidio, aunque le solicitó que conti-nuase la defensa abogando por su inocencia. Phillips así lo hizo. Exa-minó a la testigo con el mismo celo que había empleado al examinar los testigos anteriores. Intentó socavar la credibilidad del testimonio por todos los medios legales a su alcance y en los alegatos defendió du-rante dos horas y media la inocencia de Courvoisier, señalando la exis-tencia de duda razonable.

Courvoisier finalmente fue condenado. Sin embargo, ésta no fue la única condena impuesta. Al hacerse público que Courvoisier había confesado a Phillips que era culpable antes de que Phillips examina-se el testimonio de Piolaine y efectuase los alegatos, la opinión públi-ca reaccionó indignada condenando al abogado. Phillips fue alcanzado por la condena popular. La opinión pública sostuvo que Phillips había actuado de modo inmoral al proseguir la defensa y su reputación quedó dañada de modo irreparable.6

b) El caso Westerfield

Westerfield estaba acusado de haber raptado mientras dormía y lue-go darle muerte a una niña de 7 años, Danielle Van Dam. Dado que el cuerpo de Danielle no había sido encontrado, la fiscalía comenzó ne-gociaciones secretas con el abogado encargado de la defensa, Steven Feldman,7 con el objeto de pactar no pedir la pena de muerte a cambio de que su cliente revelase el lugar donde se encontraba el cuerpo. Feld-man llevó adelante la negociación, lo que hacía presumir que su clien-te efectivamente le había confesado el lugar de ubicación del cuerpo y, por tanto, su culpabilidad. No obstante, minutos antes de que pudiesen

6 Una descripción del caso y un planteo de los problemas que debió enfrentar el abogado de-fensor pueden encontrarse en Mellinkoff, 1973: 304.

7 El otro abogado defensor de Westfield, quien también participó en las negociaciones con la fiscalía, fue Robert Boyce. No obstante, las miradas se concentraron sobre Feldman debido a que él se encargó de conducir la defensa durante el juicio posterior.

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alcanzar un acuerdo el cuerpo fue encontrado por un grupo de volunta-rios que estaban ayudando en la búsqueda.8

El caso fue a juicio y aunque Feldman supuestamente conocía la cul-pabilidad de su cliente, llevó adelante la defensa arguyendo que otro individuo —algún amigo de la familia a quien la niña conocía— y no su cliente, había cometido el crimen. Específicamente, interrogó a los padres de la víctima poniendo de manifiesto que realizaban prácticas “swingers” en su domicilio y que podría haber sido uno de los partici-pantes de las mismas el que matase a la niña. Feldman argumentó que era este modo de vida elegido por los padres de Danielle el que había puesto en riesgo su vida.9

Luego de la sentencia condenatoria, salió a la luz todo el entrama-do de las negociaciones secretas previas antes del juicio. La conducta de Feldman de defender a quien sabía culpable produjo la crítica de la opinión pública. Bill O’Reilly, un periodista de la cadena Fox, dedicó varias secciones de su programa a pedir que le fuese retirada a Feld-man su matrícula de abogado. El colegio de abogados de San Diego re-cibió incontables llamados criticando moralmente la conducta de Feld-man y solicitando su expulsión.

c) El caso de la Unidad Penitenciaria Nº 1

El fenómeno de condena por parte de la opinión pública a abogados que defienden a clientes cuya culpabilidad conocen, o al menos que la sociedad cree que conocen, no es exclusivo de la cultura anglosajona. En Argentina tal situación se ha presentado con especial virulencia res-pecto a los abogados encargados de la defensa de ex militares involu-

8 Estas negociaciones no fueron esgrimidas por la fiscalía durante el juicio para probar la cul-pabilidad de Westfield. Ello debido a que existe una prohibición legal al respecto. Quien hizo públicas las negociaciones luego del juicio fue el periodista J. Harry Jones del San Diego Union Tribune (Jones: 2002).

9 En su primera alocución en el juicio, Feldman señaló que los padres de Danielle —Brenda y Damon— solían utilizar el garaje de su casa para beber, fumar marihuana y realizar “conduc-tas sexuales riesgosas”. También arguyó que esto había contribuido a la desaparición y muerte de su hija porque había propiciado que personas extrañas pudiesen entrar y salir con total liber-tad de la casa (Perry: 2002).

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crados en la última dictadura. Uno de estos casos es el conocido como Unidad Penitenciaria Nº 1(UP1). Básicamente los hechos juzgados en la causa hacen referencia a las torturas y homicidios que padecieron du-rante el año que se produjo el golpe de Estado —1976— 31 detenidos en dicha unidad penitenciaria. Estas personas habían sido detenidas antes del golpe de Estado y se encontraban a disposición de juzgados federales de la ciudad de Córdoba cuando el golpe se produjo.

Los detenidos fueron sometidos a trato degradante e inhumano, sa-liendo a la luz en la causa hechos aberrantes. Algunos de los sobrevi-vientes relataron que una vez que la UP1 pasó a estar bajo control mi-litar, pocos días después del golpe, un militar de alto rango ingresó al pabellón de los detenidos especiales —tal como se los llamaba— gri-tando: “Aquí están todos condenados a muerte. No se pongan conten-tos, van a morir de a poco […] para que se arrepientan de haber na-cido”. También les hizo saber que si tenían la suerte de recuperar la libertad, no iban a salir enteros, tal como efectivamente sucedió luego.

Los abogados que aceptaron y llevaron adelante la defensa se vie-ron sometidos al mismo tipo de juicio moral condenatorio por parte de la sociedad que debió soportar Phillips, a causa del caso Courvoisier, y Feldman, debido al caso Westerfield. Las razones de la condena popu-lar han sido las mismas que en estos casos. En primer lugar, la sociedad argentina dio por sentado que era evidente que los hechos de tortura por parte de los imputados habían existido y que los abogados defen-sores no podían ignorarlo. En segundo lugar, el modo en que algunos defensores procedieron en este caso fue semejante a lo que sucedió en los antes reseñados, esto es, cuestionaron que existiesen razones para sostener la culpabilidad de sus defendidos. Así, por ejemplo, uno de los abogados defensores señaló en los alegatos, con el objeto de poner de manifiesto el carácter endeble de las pruebas respecto a la existencia misma de los hechos de tortura y maltrato: “¿Alguien vio algo? ¿Algu-na cicatriz, algún moretón?” Adicionalmente, puso en cuestión la cre-dibilidad del testimonio de los sobrevivientes, intentando mostrar que el mismo no era imparcial sino “interesado”. Sostuvo: “¿Alguien pue-de creer que no tienen un encono personal con los acusados? Ellos di-

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cen que sólo quieren justicia, pero nunca les preguntamos qué significa para ellos la justicia”.10

III. Una reconstrucción del argumento condenatorio

Como he señalado, que la condena moral a los “abogados del Dia-blo” se encuentre tan extendida, a lo largo de diferentes épocas y cul-turas jurídicas, es un indicio de su aparente plausibilidad. Si tantas personas suscriben la opinión condenatoria, debe existir un argumen-to aparentemente correcto a favor de ella. A continuación intentaré re-construirlo explicitando cuáles creo que son sus premisas y cómo se encadenan para fundar la conclusión condenatoria.

La primera premisa del argumento es de moralidad política. El Esta-do legítimo no es sólo aquel que tiene permitido el ejercicio de la coac-ción, entendiendo por esto que sus ciudadanos no tienen derecho a no ser coaccionados.11 El Estado legítimo, en ciertas circunstancias, tiene el deber de coaccionar. Específicamente, el Estado tiene la obligación moral de castigar al culpable de un delito y de no castigar al inocente.

Las razones que fundan esta primera premisa normativa son dos. La primera hace referencia a cual es el mejor curso de acción que un Es-tado podría adoptar a la hora de administrar las condenas. Si la norma sustantiva que impone la condena es justa, el mejor curso de acción es el de condenar a todos los culpables y absolver a todos los inocentes. Este curso de acción es moralmente superior a aquel en el que el Es-tado condena sólo a individuos culpables, pero no a todos ellos —por ejemplo, sólo a los que pertenecen a cierto estrato social— o no conde-na a individuos inocentes pero tampoco a individuos culpables.

La segunda razón es una determinada concepción de la obligación moral, a saber: una concepción objetivista, que sostiene que “un agen-te debe realizar un acto si, y sólo si, es la mejor opción que él (o ella) tiene” (Zimmerman, 2008: 2). En consecuencia, un agente ha realiza-

10 Las afirmaciones pertenecen a Julio Deheza, uno de los abogados defensores (El Diario del Centro del País, 2010).

11 Entre quienes entienden a la legitimidad política de esta manera se encuentra Robert Lan-denson (1980).

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do una acción moralmente correcta, si no existe ningún curso de ac-ción que sea mejor. Es moralmente incorrecto para un agente realizar un acto si existía un curso de acción alternativo mejor.12 Ahora bien, si el mejor curso de acción que puede adoptar el Estado a la hora de ad-ministrar las condenas es imponerlas sobre todos y cada uno de los in-dividuos culpables y no imponerlas nunca sobre un inocente, se sigue que el Estado está obligado a condenar al culpable y tiene prohibido condenar a inocentes, o lo que es lo mismo, está obligado a no conde-nar inocentes.

La segunda premisa que funda el argumento afirma que es moral-mente incorrecto contribuir de modo deliberado para que otro no sa-tisfaga su obligación moral. Para mostrar la plausibilidad de esta obli-gación puede ayudar un caso hipotético. Imaginemos que una persona decide consultar a otro respecto de cuales son sus obligaciones mora-les en cierta circunstancia, por ejemplo, respecto del propio padre que se encuentra en una situación de necesidad. El consejero, conociendo cuales son las obligaciones que los hijos tienen respecto a sus padres, decide mentirle y aconsejarlo en sentido contrario. A consecuencia de tal proceder, quien pide el consejo opta por el curso de acción moral-mente incorrecto. El consejero sin duda ha transgredido el deber gene-ral de veracidad, pero ¿se trata sólo de eso? Si tal fuese el caso, daría lo mismo que el consejo se refiriese a obligaciones morales o a cualquier otra circunstancia. Quien falazmente aconseja sobre el mejor destino vacacional y quien falazmente aconseja sobre el curso de acción que es

12 Las diferentes concepciones objetivas de obligación se distinguen por el criterio sustantivo que utilizan a la hora de determinar que un curso de acción es mejor que otro. Así, una concep-ción objetivista de obligación que utilice como criterio el consecuencialismo del acto, sostendrá que el mejor curso de acción es aquel que efectivamente tiene por resultado maximizar el monto de aquello que se considera intrínsecamente valioso. Una concepción que utilice como criterio el consecuencialismo de la regla, sostendrá que el mejor curso de acción es aquel acorde con una regla cuyo seguimiento generalizado produciría la efectiva maximización de la cualidad consi-derada intrínsecamente valiosa. Una concepción que utilice un criterio que no hace referencias a las consecuencias de los cursos de acción sino a su carácter virtuoso, afirmará que el mejor cur-so de acción es aquel que efectivamente muestra el mayor grado de virtud, como sea que se la conciba. Si la concepción utiliza como criterio el respeto por los derechos, sostendrá que el me-jor curso de acción es aquel que efectivamente satisface o no vulnera estos derechos (Zimmer-man, 2008: 3-4).

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moralmente obligatorio adoptar, ambos, transgreden el deber de vera-cidad.

No obstante, pienso que la conducta de quien falazmente aconseja acerca de cuál es el curso de acción moralmente obligatorio, nos parece más reprochable que la conducta de quien falazmente aconseja sobre destinos vacacionales. La razón de ello radica en que quien aconseja falazmente en materia moral, contribuye a que otro no adopte el curso de acción que le es moralmente requerido. Si nos parece peor el primer supuesto de consejo falaz es porque el consejero transgredió dos debe-res morales, a saber: el de veracidad y el de no contribuir de modo de-liberado a que otros no satisfagan sus obligaciones morales. Si es malo que otro transgreda sus obligaciones morales —y pienso que lo es—, el deber que he enunciado no es otro que el de no contribuir de modo de-liberado a que otro realice el mal.13

La tercera y cuarta premisa del argumento, a diferencia de las dos primeras, no son normativas sino fácticas. La primera afirma que el abogado sabe que su cliente es culpable. El abogado cree que su clien-te es culpable, lo cree fundado en buenas razones; por ejemplo, porque su cliente se lo confesó, y su cliente de hecho es culpable. La otra da cuenta simplemente de que el abogado, aun conociendo la culpabilidad de su cliente, lo defiende procurando su absolución al cuestionar la va-lidez y la fuerza del material probatorio.

Estas cuatro premisas permiten no sólo obtener como conclusión la condena popular de los “abogados del Diablo”. Adicionalmente, per-miten dar cuenta del rasgo peculiar que posee la condena, a saber, su carácter asimétrico. En primer lugar, el abogado ha actuado de modo inmoral porque de manera deliberada ha contribuido —exitosamente o no— para que el Estado no satisfaga su obligación moral de castigar al

13 La existencia de este deber no es algo que sea cuestionado por quienes sostienen que el abogado es moralmente responsable de defender a quien sabe culpable. Un argumento para jus-tificar esta conclusión es justamente que el abogado contribuye a que el cliente realice algo mo-ralmente incorrecto, esto es, evitar el castigo. Señala Rivera López: “no es moralmente correcto ayudar a alguien a hacer algo incorrecto…” (Rivera López, 2010). El argumento que he presen-tado no utiliza la que considero es la premisa más discutible de la estrategia argumentativa uti-lizada por Rivera López, a saber: la existencia de un deber por parte del culpable de aceptar vo-luntariamente la condena.

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culpable. Asimismo ha contribuido a que una persona culpable no sea castigada. En segundo lugar, la crítica moral no cae sobre la norma sus-tantiva —que es considerada justa— ni sobre el sistema adversarial —que incluye el derecho de defensa, el deber de confidencialidad o los estándares de prueba. Las normas sustantivas y procesales son consi-deradas moralmente correctas. Tampoco recae sobre el Estado, aun si ha dejado a un culpable sin castigo incumpliendo su obligación moral. Aunque el Estado, al igual que el abogado, no ha cumplido su obliga-ción moral, sus situaciones no son simétricas.

La asimetría se explica porque mientras el Estado puede esgrimir una excusa que evite el reproche moral, idéntica excusa no se encuen-tra disponible para el “abogado del Diablo”. El Estado que no castiga al culpable puede alegar que ignoraba su culpabilidad y por tanto evitar el reproche moral que la transgresión de su obligación de castigar trae aparejada. Adicionalmente, puede sostener que esta ignorancia no es negligente puesto que los estándares de prueba y las normas procesa-les en general —por hipótesis— son los adecuados. Se trata del proce-dimiento que permite al Estado alcanzar la verdad con el mayor grado de probabilidad, respetando al mismo tiempo la dignidad de la persona imputada. Esto es, se trata del mejor procedimiento —medido en tér-minos probabilísticos— del que un Estado legítimo, dotado de potes-tad para ejercer la coacción —medido en términos normativos—, pue-de disponer. El abogado que procuró la absolución del cliente culpable, no satisfizo, al igual que el Estado, su obligación moral —en este caso la de no contribuir de modo deliberado a que el Estado no castigase al culpable—, pero, a diferencia del Estado, no puede alegar que ignoraba la culpabilidad de su cliente para eximirse de reproche.

IV. Tres estrategias para escapar a la condena moral de los “abogados del Diablo”

Una vez explicitadas las premisas que fundan la condena popular de los “abogados del Diablo”, es posible advertir los diversos modos en que dicha conclusión puede ser puesta en cuestión. Dado que el argu-mento es formalmente correcto, sólo quedan abiertos dos caminos para

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evitar la conclusión. O bien se cuestiona la verdad de alguna de las pre-misas, y de este modo se quita sustento a la conclusión; o bien se esgri-men razones morales que derroten el juicio condenatorio presente en la conclusión.

La primera estrategia defensiva comúnmente utilizada por los “abo-gados del Diablo” toma el primer camino. Esta estrategia cuestiona, en el caso concreto, la verdad de la premisa normativa. Específicamente, intenta mostrar el carácter injusto de la norma sustantiva que estable-ce la sanción, o del sistema jurídico del que forma parte. Esta estrate-gia reconoce que el abogado procura evitar el resultado prescrito por la norma sustantiva, pero cuestiona el carácter justo de la norma jurídica y, por tanto, de la sanción que impone.14 Al evitar que se aplique sobre un individuo la sanción establecida por una norma injusta, el abogado que conoce la culpabilidad de su cliente impide que se cometa un mal moral. Su cliente es culpable de haber transgredido una norma, pero la norma en sí misma es injusta y, por tanto, es moralmente correcto im-pedir que se vuelva efectiva la sanción que prescribe.15 Puesto que en el caso concreto la norma sustantiva es injusta, el Estado no tiene per-mitido —y menos aún, está moralmente obligado— condenar a quie-nes la transgreden.

Quien utiliza esta estrategia acepta que el argumento que condena a los “abogados del Diablo” es correcto, pero sostiene que la prime-ra premisa es falsa en el caso particular y, por tanto, que el caso no se encuentra abarcado por la condena. El argumento condenatorio presu-pone que la norma que el abogado ayuda a eludir es justa, lo que esta estrategia intenta es mostrar que tal premisa es falsa para el caso en

14 Lo que aquí se cuestiona es que el proceso judicial sea un tipo de justicia procesal imper-fecta. Se trata de un proceso imperfecto, pero dado el carácter inmoral del criterio que fija la co-rrección del resultado que pretende alcanzarse, no se trata de un caso de justicia procesal en ab-soluto.

15 Barbara Allen Babcock denomina a esta razón para defender a un culpable, “the political activist’s reason”. Al exponerla, señala: “Most people who commit crimes are themselves the victims of horrible injustice. This is true generally because most of those accused of rape, rob-bery, and murder are oppressed minorities. It is often also true in the immediate case, because the accused has been battered and mistreated in the process of arrest and investigation. Moreo-ver, what will happen to the person accused of serious crime if he is imprisoned is, in many in-stances, worse than anything he has done. Helping to prevent the imprisonment of the poor, the outcast, and minorities in shameful conditions is good work” (Babcock, 1984: 6).

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cuestión. Adoptar esta estrategia, no obstante, trae aparejado para el abogado ciertos costos morales. Específicamente, debe verse a sí mis-mo como una especie de infiltrado dentro de un sistema jurídico inmo-ral, intentando cambiarlo desde dentro. Como un activista político en-cubierto.

La segunda estrategia comúnmente utilizada sigue el mismo cami-no que la anterior. Intenta mostrar que alguna de las premisas del ar-gumento condenatorio es falsa. Específicamente, cuestiona la primera premisa empírica, poniendo en tela de juicio la posibilidad de que el abogado conozca la culpabilidad de su cliente antes de que se realice el proceso judicial, esto es, antes de que se haya dictado sentencia. Algu-nos afirman esto con base en razones de índole epistémica. Los hechos debatidos en un proceso judicial son complejos y no existe ningún otro mecanismo para acceder a ellos que el proceso judicial mismo. Otros sostienen que el juicio de culpabilidad no es uno referido meramente a hechos.16 Se trata de una conclusión jurídica, que es verdad sólo si ha sido realizado el proceso judicial.17

Adoptar esta estrategia de defensa, al igual que en el caso anterior, implica asumir ciertos costos. Si, por un lado, uno afirma que el abo-gado no puede conocer la culpabilidad de su cliente con base en ra-zones de índole epistémico, debe suponer que el proceso judicial po-see un tipo de infalibilidad a la hora de identificar a los culpables y los abogados una incapacidad de hacerlo, que parece reñida con el senti-do común. Si, por el otro, uno lo hace porque sostiene que el juicio de culpabilidad no se refiere meramente a hechos, entonces debe adoptar

16 Quienes adoptan esta estrategia también cuestionan, como en el caso previo, que el pro-ceso judicial sea un caso de justicia procesal imperfecta. Si se adopta la estrategia en base a ra-zones epistémicas —y se afirma que el proceso judicial es la mejor herramienta para descubrir la verdad— entonces el proceso se transforma en algo semejante a un caso de justicia procesal perfecta. Si se adopta la estrategia que afirma que los juicios de culpabilidad no hacen referen-cia meramente a hechos, entonces el proceso se transforma en algo semejante a la justicia pro-cesal pura.

17 Allen Babcock engloba a estas dos razones para justificar la defensa de un culpable bajo el rótulo de “razones legalistas o positivistas”. Señala: “Truth cannot be known. Facts are inde-Señala: “Truth cannot be known. Facts are inde-terminate, contingent and, in criminal cases, often evanescent. A finding of guilt is not necessar-ily the truth, but rather a legal conclusion arrived at after the role of the defense lawyer has been fully played” (Babcock, 1984: 6).

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un concepto de “verdad procesal”18 como diferente al de “verdad”, que aparece igualmente reñido con el sentido común.19

Los costos que implica adoptar cada una de estas estrategias, expli-can por qué los “abogados del Diablo” por lo general han preferido una tercera opción. Esta estrategia toma el segundo camino que he señala-do. A diferencia de las dos anteriores, no pone en cuestión las premisas del argumento condenatorio para de este modo bloquear su conclusión. La conclusión condenatoria no es bloqueada, sino que la condena mo-ral es contrabalanceada por consideraciones morales de mayor peso. De modo que esta estrategia reconoce que todas las premisas que con-ducen a la conclusión condenatoria son verdaderas. También recono-ce que la conclusión condenatoria es adecuada, el abogado que procu-ra la absolución de quien sabe culpable, realiza una acción prima facie reprochable. No obstante, piensa que esta acción inmoral produce be-neficios a largo plazo, lo que termina justificando moralmente su reali-zación.

Quienes utilizan este tipo de estrategia reconocen el carácter justo de la norma sustantiva que el abogado ayuda a evadir, reconocen que el abogado puede conocer la culpabilidad de su cliente y aceptan que la acción de procurar la absolución de quien se sabe culpable es, en principio, moralmente incorrecta. Sin embargo, esta acción en princi-pio moralmente incorrecta es justificada por los efectos beneficiosos a largo plazo que produce. La idea general sería la siguiente: los valores que se encuentran corporizados en el sistema adversarial —que garan-tiza que aun quien es culpable pueda gozar de una celosa defensa—

18 La idea de verdad procesal ha sido ampliamente desarrollada por Luigi Ferrajoli (Ferrajo-li, 1989: 45-70).

19 Además de las dos estrategias reseñadas, podrían esgrimirse otras que adopten el mismo camino de intentar cuestionar las premisas del argumento condenatorio. Así, por ejemplo, podría cuestionarse la primera premisa y señalar que no hay razones para sostener que el Estado posee ninguna obligación moral respecto al castigo de los culpables, sino simplemente que los indivi-duos culpables no tienen derecho a no ser condenados. Alternativamente, podría cuestionarse la premisa que hace referencia al deber de no contribuir de modo deliberado para que otro no satis-faga sus obligaciones morales. Sólo existiría el deber de cumplir las propias obligaciones pero no el deber adicional de no entorpecer de modo deliberado el cumplimiento de las obligaciones por parte de otro. Finalmente, podría ponerse en cuestión la premisa que sostiene que el abogado argumenta a favor de la inocencia de su cliente. El abogado se limitaría a prestar asistencia téc-nica, garantizando que los derechos de su cliente sean respetados, no sosteniendo su inocencia.

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son promovidos por la acción, en principio moralmente incorrecta, de procurar que un culpable no reciba la condena que merece.20 La acción del “abogado del Diablo” infringe o no respeta ciertos valores —es-pecíficamente contribuye a que una injusticia sea realizada—, pero la misma acción promueve a través de sus consecuencias otros valores —específicamente, aquellos corporizados en el sistema adversarial.21

Esta manera de resolver el problema, sin embargo, no es inocua. Que la conducta inmoral del abogado promueva valores morales en un sentido más remoto, provoca problemas adicionales. Por un lado, seña-Por un lado, seña-la William H. Simon:

…demands of the lawyer an exacting moral ascetism. Her inmmedi-ate experience implicates her in violations of the values to which she is most fundamentally committed; the redeeming beneficial effects oc-cur somewhere outside of her working life, perhaps invisible. So in a way most readily associated with religious norms, the lawyering role demands a deferral of the ethical gratification of experiencing the good to which one’s right conduct contributes (Simon, 1998: 2).

20 Esta razón para defender a alguien a quien el abogado sabe culpable es denominada por Barbara Allen Babcock “The garbage collector’s reason”. Señala al respecto, poniendo de ma-nifiesto el sacrificio que implica para el abogado acometer tal tarea: “Yes, it is dirty work, but someone must do it. We cannot have a functioning adversary system without a partisan for both sides…” (Babcock, 1984: 6).

21 Se trata, como es obvio, de un tipo de justificación consecuencialista que considera moral-mente correcto no respetar ciertos valores morales si esto promueve en mayor medida el mismo valor o alguno diferente. Aunque la acción del “abogado del Diablo” transgrede un valor moral —y, por lo tanto, es moralmente incorrecta— una vez que se toman en consideración sus conse-cuencias remotas, se aprecia que se encuentra moralmente justificada.

También existen versiones no consecuencialistas de esta tercera estrategia. Éstas intentan justificar la conducta del “abogado del Diablo” a partir de los valores que justifican el sistema adversarial. No obstante, la justificación no se hace a partir de las consecuencias remotas de su acción. Por el contrario, se sostiene que si el sistema adversarial está moralmente justificado, y si una de sus normas es el derecho de defensa con independencia de si la persona es culpable o no, entonces el acto del abogado que defiende a un culpable —al igual del que defiende a un ino-cente— es uno que se encuentra justificado en dicho derecho y, por tanto, honra el valor en el que éste se funda. Eduardo Rivera López ha explorado y criticado esta versión deontológica del argumento (Rivera López, 2010). Cristian Fatauros ha presentado una objeción a la línea argu-mental desarrollada por Rivera López (Fatauros, 2011).

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El “abogado del Diablo” se percibe a sí mismo como alguien que debe estoicamente soportar el componente inmoral de su profesión, en aras de promover un valor moral mayor. Haciendo referencia a esta ex-periencia, Ben Brafman, un famoso “abogado del Diablo” neoyorqui-no, confesaba en un reportaje: “Quizás cien clientes me han dicho, ‘tal vez mi familia estaría mejor si me suicido’. Tienes que contenerte de decirles, ‘Puede que estés en lo correcto’. En lugar de responderles eso regreso a casa y digo, ‘Hoy ha sido uno de esos días, así que déjenme sólo por unos minutos’” (Hoffman, 2004).

Por otro lado, requiere que el abogado suspenda o al menos desesti-me sus juicios morales a la hora de ejercitar su profesión. Después de todo, aunque su sensibilidad moral le diga que la acción de procurar la absolución de quien sabe que merece la condena es moralmente in-correcta, existen consecuencias beneficiosas a largo plazo, no percep-tibles por él, que la justifican. Esto provoca un tipo de fractura moral entre su vida profesional —donde no debe realizar o no debe prestar atención a sus juicios morales— y su vida personal —donde su pro-pio juicio moral debe tener plena vigencia. El mismo Brafman agre-gaba en una entrevista en la que se le preguntaba acerca de su defen-sa de miembros de la mafia: “Y aun si son miembros de la mafia, ¿qué importancia tiene? ‘Si una persona como yo comienza a dictar juicios morales… no debería dedicarse a esta profesión’” (Gordon, 1998).22

Las tres estrategias son insatisfactorias por la misma razón: su utili-zación trae aparejados costos inaceptables. Esto se debe a que, o bien ponen en cuestión premisas del argumento condenatorio que son alta-mente plausibles —la justicia de las normas sustantivas, la posibilidad de conocer la culpabilidad—, o bien conceden que la conducta de los “abogados del Diablo” es prima facie inmoral aunque esta inmoralidad sea derrotada por beneficios morales de largo alcance. En consecuen-cia, para evitar los costos que las estrategias usuales traen aparejados es necesario, por un lado, ofrecer un argumento que, a semejanza de las primeras estrategias, muestre la falsedad de alguna de las premisas del

22 Es de destacar que hasta los propios abogados, y no sólo el público en general, ven a este tipo de abogados como realizando algo inmoral. Respecto a esto señala Hoffman: “Los aboga-dos que defienden a la mafia son vistos por lo general por el resto de los abogados como moral-mente comprometidos” (Hoffman, 2004).

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argumento condenatorio. Esto evita tener que aceptar que la actividad de los “abogados del Diablo” es inmoral y vuelve innecesario la tarea de redimirla a través de sus consecuencias remotas beneficiosas. Por otro lado, el argumento debe poner en cuestión una premisa que, a di-ferencia de lo que sucedía con las primeras estrategias, no se encuen-tre fundada en algunas de nuestras convicciones morales o epistémicas más fundamentales. El argumento que ofreceré en la sección siguiente pretende alcanzar este doble objetivo.

La línea de crítica que pretendo explorar, al igual que la primera es-trategia fallida, cuestiona la primera premisa normativa, pero, a dife-rencia de ésta, no niega la existencia por parte del Estado de una obli-gación de castigo, sino la concepción objetivista de obligación sobre la que la premisa descansa. Es decir, aunque no cuestiona el carácter justo de la norma sustantiva y acuerda en que si la norma sustantiva es justa, el mejor curso de acción que el Estado puede adoptar es el de conde-nar a los culpables y sólo a ellos, discrepa con la concepción de obliga-ción que sostiene que un acto es moralmente obligatorio para un agente sólo si efectivamente es el mejor curso de acción. La estrategia defen-siva que voy a perseguir afirma que el argumento condenatorio es in-correcto porque asume una concepción objetivista de obligación moral que es incorrecta. En la sección siguiente reconstruiré las críticas que se han dirigido en contra de esta concepción de obligación y presentaré una concepción que es inmune a las mismas: la concepción prospecti-va. Finalmente, con la nueva concepción de obligación moral a mano, revisaré el argumento condenatorio para mostrar como su conclusión en contra de los “abogados del Diablo” no se sigue.

V. Una nueva estrategia defensiva

a) Una concepción prospectiva de obligación

Michael Zimmerman (2008) ha dirigido un poderoso ataque en con-tra de la concepción objetiva de obligación, y ha argumentado a fa-vor de lo que denomina la concepción prospectiva. En rigor de verdad, Zimmerman también ha mostrado las deficiencias de la concepción

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subjetiva de obligación, que señala que uno está obligado moralmente a adoptar aquel curso de acción que uno cree que es el mejor. No obs-tante, a los fines del presente trabajo me detendré en los argumentos que ha dirigido en contra de la concepción objetiva, por ser ésta la que subyace al argumento condenatorio que pretendo criticar.23

Antes de abordar las críticas a la concepción objetiva de obligación, un caso hipotético ideado por Zimmerman puede ser de utilidad para comprenderla. Imaginemos que una médica —Jill— tiene un paciente —John— que sufre de una afección a la piel. Jill tiene la opción de ad-ministrarle a John tres drogas: A, B y C. Jill, adicionalmente, dispone de cierta evidencia sobre los resultados que serán producidos por cada droga: “Toda la evidencia de la que dispone Jill indica (de modo acer-tado) que darle a John la droga B lo curaría parcialmente y darle nin-guna droga volvería su enfermedad incurable, pero también indica (de modo desacertado) que darle la droga C lo curaría completamente y darle la droga A lo mataría” (Zimmerman, 2008: 17). En realidad, en contra de la evidencia disponible, darle la droga C lo matará y darle la A lo curará completamente.

Frente a este caso, quienes defienden la concepción objetivista de obligación, señalan que, si la médica, basada en la evidencia, le da la droga C —causándole la muerte— no ha cumplido su obligación mo-

23 Las consecuencias contraintuitivas que se siguen si uno acepta la concepción subjetiva son cuatro:

a) Todos los agentes poseerían una clase de infalibilidad moral. Dado que la concepción vuelve nuestras obligaciones morales una función de nuestras creencias, y dado que tenemos un acceso directo a nuestras propias creencias, determinar a que estamos obligados sería sólo una cuestión de introspección. No podemos equivocarnos a la hora de determinar lo que creemos, si excluimos los errores de inferencia. Si fuese cierta la visión subjetiva, entonces, no podríamos equivocarnos al determinar a qué estamos moralmente obligados (Zimmerman, 2008: 13-14).

b) Sería posible eximirme de la obligación moral de realizar un acto simplemente por no prestar la debida atención a las circunstancias en las que me encuentro. Si debido a mi negligen-cia fallo en advertir que un acto es el mejor, y por tanto no creo que es el mejor, entonces no es-toy moralmente obligado a realizarlo (Zimmerman, 2008: 14).

c) Basta que alguien crea que lo que está llevando adelante es el mejor curso de acción, para que haya cumplido su obligación moral. Si Hitler, por ejemplo, creía que matar judíos era el me-jor curso de acción, entonces estaba moralmente obligado a matarlos (Zimmerman, 2008: 15).

d) Viola el principio de “debe” implica “puede”, porque si creo falsamente que puedo hacer algo y adicionalmente creo que es el mejor curso de acción, entonces con total independencia de que en realidad no pueda realizar la acción, tengo la obligación moral de hacerlo (Zimmerman, 2008: 15-16).

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ral, puesto que el mejor curso de acción —contrario a lo que la eviden-cia sugería— era administrarle la droga A. No obstante, su falta de co-nocimiento hace que la transgresión no le sea moralmente reprochable. Este modo de interpretar el caso le permite a los objetivistas acomodar la intuición moral de que nada puede reprocharse al médico, sin tener que concluir que nada tenemos para reprocharle porque no hay ningu-na obligación que haya transgredido. Su obligación era adoptar el me-jor curso de acción, señala el objetivista, y no la ha cumplido. No obs-tante, no hay reproche porque la errónea evidencia de la que disponía actúa como excusa moral.

Cabe destacar que éste es el mismo tipo de razonamiento que se uti-liza en el argumento condenatorio de los “abogados del Diablo” para no reprochar moralmente al Estado que no condena a un culpable de-bido a la falta de evidencia, y sí reprochar moralmente al abogado que conociendo la culpabilidad de su cliente arguye por su absolución cues-tionando la validez y la fuerza del material probatorio. Aunque el Esta-do transgredió su obligación moral de condenar al culpable, la insufi-ciencia de evidencia de la que disponía para establecer su culpabilidad determina que no sea moralmente reprochable. El abogado, en cambio, que sabe que es culpable, no puede esgrimir esta excusa para eximirse del reproche moral por incumplir el deber de no contribuir de modo de-liberado a que el Estado no satisficiese su obligación moral. El aboga-do sabía que el Estado tenía la obligación de castigar a su cliente, sabía que su cliente era culpable, y aún así procuró que fuese absuelto explo-tando el carácter imperfecto del sistema.

La clave de la respuesta objetivista al caso recién planteado es, por un lado, la distinción entre que un acto sea moralmente incorrecto y que el agente que lo realiza sea moralmente reprochable y, por otro, la tesis de que la incertidumbre o la evidencia defectuosa es una excusa a la reprochabilidad, pero no incide a la hora de determinar cuál es la acción correcta. Lo correcto sigue siendo elegir la alternativa cuyos re-sultados son efectivamente los mejores.

No obstante, si uno altera ligeramente el caso la respuesta de la con-cepción objetiva pierde su plausibilidad, lo cual es una razón para cues-tionar su corrección. El caso que sirve para cuestionar a la concepción

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objetiva es uno ideado por Frank Jackson (1991: 462-463).24 El mismo es semejante al recién presentado, sólo cambia la evidencia disponi-ble. Ahora, “[t]oda la evidencia de la que dispone Jill indica (de modo acertado) que darle a John la droga B lo curaría parcialmente y no darle ninguna droga volvería su enfermedad incurable, pero deja completa-mente indeterminado si darle la droga A o la C lo curaría completamen-te o si darle la droga A o la C lo mataría” (Zimmerman, 2008: 17).25 En estas circunstancias, ¿qué debería hacer Jill?, ¿cuál es su obligación moral?

Nuestra intuición moral frente a este caso es que la médica tiene la obligación moral de administrarle al paciente la droga B. No obstan-te, ésta es una respuesta de la cual la concepción objetiva no puede dar cuenta. La distinción entre la incorrección de la acción y la reprochabi-lidad moral del agente, y la apelación a la incertidumbre como excusa del reproche moral, no son aquí de utilidad. Jill no puede decir —como sí podía en el caso anterior— que al darle la droga B estaba intentando hacer lo que era mejor para John dada la evidencia de la que disponía. La razón de ello es clara, en este caso la evidencia indica que darle la droga B no producirá el mejor resultado. El mejor resultado se produ-ciría si le diese la droga A o C. Administrarle la droga B es el segun-do mejor curso de acción, no el primero. Que nuestra intuición frente al caso sea que Jill está obligada moralmente a administrar la droga B muestra que no consideramos que lo moralmente obligatorio sea adop-tar el mejor curso de acción disponible para el agente. Es decir, no con-sideramos que la concepción objetiva de obligación sea correcta.

En reemplazo de la concepción objetiva de obligación, Zimmerman propone otra que sí puede acomodar nuestras intuiciones en el caso an-terior. Señala: “Darle a John la droga B es lo que llamaré prospectiva-mente mejor, en tanto es lo que le da a Jill la mejor perspectiva de al-canzar lo que es de valor en la situación [a saber, la recuperación de la salud de John]…”(Zimmerman, 2008: 18-19). La concepción de obli-

24 Zimmerman reconoce que este caso fue el que le hizo revisar su convicción de que la in-certidumbre debía funcionar sólo como una excusa al reproche moral, pero no debía alterar nuestras obligaciones morales (Zimmerman, 2008: IX-X).

25 La presentación que hace Zimmerman del caso es ligeramente diferente de la que hace Jackson, aunque ambas versiones son idénticas en sus elementos esenciales.

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gación moral que surge del caso ideado por Jackson es una que sostie-ne que “[u]n agente debe realizar una acción si, y sólo si, es la opción prospectivamente mejor que posee” (Zimmerman, 2008: 19). Que algo sea prospectivamente mejor, por su parte, no equivale a que probable-mente sea lo mejor. En el caso de Jackson, Jill sabe con total certeza que darle la droga B no es el mejor curso de acción, sino el segundo mejor, y aún así cree que es lo mejor que puede hacer. Es lo mejor en sentido prospectivo.

Zimmerman propone entender aquello que es prospectivamente me-jor en términos de valor esperado. La acción que es prospectivamente mejor es aquella que, con ciertas cualificaciones, maximiza el valor es-perado. Las cualificaciones se refieren a ciertos refinamientos que Zim-merman introduce en la formulación de la concepción en términos de valor esperado para dar cuenta de algunas dificultades.26

El valor esperado de un acto es una función de los valores actuales que tienen sus posibles resultados ponderados por la probabilidad de que acaezcan. El primer refinamiento que debe introducirse es que la probabilidad relevante aquí es de índole epistémica. Este tipo de proba-bilidad tiene que ver con el grado de certeza con relación a ciertas pro-posiciones que está justificado que un agente posea con base en cier-to cuerpo de evidencia. Explicando la probabilidad epistémica señala Zimmerman:

Si una proposición, p, es cierta para alguien, S (esto es, si S está justi-ficado epistémicamente en tener completa confianza en p), entonces la probabilidad de p para S es 1. Si p es cierta para S, entonces su nega-ción, —p, es ciertamente falsa para S; en este caso, la probabilidad de —p para S es 0. Si p y —p están contrabalanceadas para S (esto es, S está justificado en tener alguna confianza tanto en p como en —p), en-tonces la probabilidad de cada una de estas proposiciones, p y —p, para S es 0.5. Si S está justificado en tener mayor confianza en p que en —p, entonces la probabilidad de p para S es mayor que 0.5 y a probabilidad

26 En el texto me ocuparé sólo de dos de estos refinamientos, por considerarlos relevantes para el problema que nos ocupa. Para no entorpecer la lectura, el resto de ellos será consignado en las notas aclaratorias, debiendo entenderse que cada vez que hago referencia al valor espera-do de una acción deben incluirse todas estas cualificaciones.

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de —p es menor que 0.5; en tal caso, p puede decirse que es probable para S, y —p improbable… (Zimmerman, 2008: 36).

Antes de introducir el segundo refinamiento, puede ser de utilidad ofrecer la reconstrucción formal que Zimmerman hace del caso de Jill utilizando la idea de valores esperados con base en probabilidades epistémicas. Dado que existen cuatro posibles resultados —cura total, cura parcial, incurabilidad y muerte— y que el mejor resultado es el primero y el peor el último, imaginemos que sus valores actuales son respectivamente 50, 40, 0 y -100. Las opciones, o cursos de acción al-ternativos son cuatro: administrar la droga A, la B, la C o no adminis-trarle ninguna. Las probabilidades —con base en la evidencia disponi-ble para Jill— de que cada curso de acción produzca cierto resultado son: si le administra la droga B existe una certeza completa de cura parcial (la probabilidad de cura parcial es 1), si le administra la A existe una igual probabilidad de cura total o muerte (la probabilidad de cura total es 0.5 y la probabilidad de muerte es 0.5), idénticas probabilida-des se aplican a la opción de administrarle la droga C, finalmente, si no le administra ninguna droga existe una certeza completa de incurabili-dad permanente (la probabilidad de incurabilidad es 1).

Si ponderamos el valor de cada resultado posible de un curso de ac-ción con la probabilidad de que acaezca, obtenemos el valor esperado de dicho curso de acción. Así, el valor esperado de cada curso de ac-ción es:

Administrar A = [(50 x 0,5) + (-100 x 0,5)] = -25Administrar C = [(50 x 0,5) + (-100 x 0,5)] = -25Administrar B = (40 x 1) = 40No administrar ninguna = (0 x 1) = 027 La intuición moral de que lo moralmente obligatorio es administrar-

le a John la droga B muestra que no consideramos que sea obligatorio moralmente adoptar el mejor curso de acción, puesto que administrar

27 Los valores y las probabilidades son atribuidos de modo arbitrario —puesto que se trata de un caso hipotético—, pero a pesar de ello sirven para mostrar el atractivo de la concepción prospectiva.

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la droga B no es el curso de acción con el mayor valor actual. No obs-tante, administrar la droga B maximiza un valor, maximiza el valor es-perado de acuerdo con la evidencia disponible para el agente, lo que sirve para dar sustento a la concepción prospectiva.28

De modo que lo que muestra el caso es que nuestras obligaciones morales pueden verse alteradas de acuerdo con la evidencia que tenga-mos disponible en cada circunstancia. La obligación moral consiste en adoptar el curso de acción que es prospectivamente mejor, esto es, el que tiene el mayor valor esperado. El valor esperado de un curso de ac-ción, por su parte, depende de la probabilidad epistémica de sus resul-tados, y el grado de probabilidad epistémica depende de la evidencia disponible para el agente.

En este punto, un segundo refinamiento debe introducirse si quere-mos que la interpretación de lo prospectivamente mejor en términos de valor esperado recoja nuestras intuiciones morales. El problema reside en que el valor esperado es una función de la evidencia disponible para el agente, no de la confiabilidad de la evidencia. Sin embargo, lo pros-pectivamente mejor es una función no sólo de la evidencia disponible, sino —adicionalmente— del grado de confiabilidad de la evidencia. Lo prospectivamente mejor es una función del valor esperado y de la con-fiabilidad de la evidencia. Para graficar el problema, Zimmerman pro-pone una variante del caso de Jill. Imaginemos la siguiente situación:

Jill tiene que elegir entre dos drogas, A y B, cuál administrarle a John. Para cada droga la probabilidad para Jill de que administrarla cure com-pletamente a John es 0.7, y la probabilidad de que no sea efectiva pero

28 La concepción prospectiva se diferencia tanto de la concepción objetiva —porque lo mo-ralmente obligatorio es sensible al cuerpo de evidencia disponible para el sujeto— como de la subjetiva —porque lo moralmente obligatorio no depende de las creencias que el sujeto efecti-vamente posea. Si alguien quiere poner de manifiesto que la concepción prospectiva no es sub-jetiva diciendo que se trata de una concepción objetiva, no existe ningún problema en hacerlo. Lo único que es necesario tener en mente es que siguen existiendo tres tipos diferentes de con-cepciones de obligación: uno que es insensible a los estados mentales y a la evidencia disponi-ble, otro que es sensible a la evidencia disponible y otro que es sensible a los estados mentales. Qué rótulo pongamos a estas concepciones —por ejemplo, que denominemos a las dos primeras como variantes de objetivismo que se diferencian de la tercera— no tiene ninguna consecuencia para el argumento que se ofrece en el texto. Agradezco a un árbitro anónimo el haberme sugeri-do explicitar este punto.

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inocua es de 0.3 […] La droga A ha sido ampliamente investigada; los datos son abundantes. La droga B casi no ha sido investigada, en verdad los datos son muy pobres… (Zimmerman, 2008: 55).

En este caso, concluye Zimmerman, nuestra intuición moral es que Jill debería dar a John la droga A y no debería darle la B, aun si el valor esperado de cada opción es el mismo. Nuestra intuición sería la misma aun si el valor esperado de administrarle la droga A fuese ligéramente inferior al de darle B.

La concepción de obligación moral a la que dan sustento las intui-ciones suscitadas por los casos analizados es una que sostiene que el curso de acción por el que un agente debe optar es aquel que es el pros-pectivamente mejor, entendido como aquel que tiene el mayor valor esperado, donde lo relevante es la probabilidad epistémica determinada a partir de la evidencia disponible para el agente y donde la evidencia es ponderada según su grado de confiabilidad.29 Lo que el caso ideado

29 Existen otros refinamientos que deben realizarse para que la concepción prospectiva pue-da acomodar todas nuestras intuiciones morales. Uno señala que aquello que debemos hacer no sólo es una función de la evidencia disponible respecto a los resultados posibles de nuestras ac-ciones, sino también a la evidencia de la evidencia disponible respecto al valor actual de cada resultado. Para referirse a este tipo de valor que también es sensible al grado de probabilidad de que un resultado posea un valor actual, Zimmerman utiliza el rótulo de valor expectable. Distin-guiendo el valor esperado del valor expectable, señala: “Mientras que el valor esperado, ev, de un acto es una función de las probabilidades de sus posibles resultados y de los valores actuales asociados con esos resultados, el valor espectable, e*v, de un acto es una función de las proba-bilidades de sus posibles resultados y de los probables valores asociados con estos resultados…” Lo que la concepción prospectiva sostiene, una vez agregada esta precisión, es que “[u]n agente debe realizar un acto si, y sólo si, es la opción que tiene el mayor valor espectable para el agen-te” (Zimmerman, 2008: 38-39).

Otro refinamiento sostiene que lo que debemos hacer no sólo es sensible a la evidencia dis-ponible en relación con los posibles resultados de nuestras opciones y de los valores probables de esos resultados, sino adicionalmente a la evidencia de la que disponemos respecto de esta evidencia. El punto de Zimmerman es que el hecho de que alguien esté justificado en creer algo, no implica que su creencia de que está justificado en creerlo lo esté. En su opinión, la evidencia respecto del valor expectable de una alternativa puede ser tan defectuosa como la evidencia res-pecto de su valor actual y en este caso lo relevante es el valor expectable del valor expectable de la alternativa. El hecho de que existan diferentes niveles de evidencia necesariamente conlleva esta conclusión (Zimmerman, 2008: 39-40). Como pueden existir distintos niveles de evidencia, esta conclusión amenaza un regreso al infinito. Sin embargo, dadas las limitaciones epistémi-cas de los seres humanos, agrega Zimmerman, existirá un nivel L de evidencia más allá del cual no nos estará disponible otro o, de haberlo, será uno tal que el maximizar el valor expectable a ese nivel también lo hará al nivel L. En este caso, L es el nivel definitivo de evidencia para un agente (Zimmerman, 2008: 41). Con esta precisión en mente, Zimmerman vuelve a modificar

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por Jackson muestra —y es recogido por la concepción prospectiva de obligación— es que el grado de incertidumbre de un agente, que de-pende de la magnitud y confiabilidad de la evidencia disponible, inci-de a la hora de determinar qué está obligado a hacer. No es el caso que lo moralmente obligatorio sea adoptar el mejor curso de acción y que la incertidumbre —la carencia de evidencia disponible— actúe como una excusa al reproche moral por no hacerlo. La incertidumbre elimina el reproche moral por no haber adoptado el mejor curso de acción —el que posee el mayor valor actual— porque provoca que adoptarlo no sea moralmente obligatorio.30

Una vez consignados los argumentos a favor de la concepción pros-pectiva de obligación, es tiempo de ver las consecuencias que se si-guen para el argumento condenatorio esgrimido en contra del abogado que sabiendo la culpabilidad de su cliente arguye a favor de su absolu-ción intentando socavar el valor de la prueba en su contra. Específica-mente de lo que se trata es de determinar qué consecuencias se siguen para este argumento, una vez que ha sido descartado que lo moralmen-te obligatorio es adoptar el mejor curso de acción y que la incertidum-bre —con base en la evidencia disponible— actúa como una excusa

el enunciado de la concepción prospectiva: “Un agente debe realizar una acción si, y sólo si, es la acción que tiene el mayor valor expectable para el agente a su nivel definitivo de evidencia” (Zimmerman, 2008: 42).

Por último, dos consideraciones deben tenerse en cuenta a la hora de interpretar el valor prospectivo de una acción como equivalente a su valor esperado o expectable. En primer lugar, no siempre consideramos adecuado comportarnos como agentes que buscan maximizar el valor esperado. Zimmerman utiliza la paradoja de Allais para mostrar que la apelación al valor espera-do debe ser cualificada de modo de dar cuenta de esta complejidad (Zimmerman, 2008: 53-54). En segundo lugar, aunque dos opciones tengan el mismo valor expectable —que se calcula a partir del valor esperado— un agente puede estar justificado en tratarlas de modo distinto si una de ellas tiene para él un alto costo personal. Si queremos ver en estas opciones personalmente costosas posibles actos supererogatorios, no es posible incluir el costo personal a la hora de de-terminar qué estamos obligados a hacer. De modo que la concepción prospectiva debe refinarse para señalar que es obligatorio realizar la acción cuyo resultado tiene el más alto valor expecta-ble, siempre y cuando no requiera un alto costo personal (Zimmerman, 2008: 55-56).

Existen otros refinamientos que no he consignado porque creo que con lo señalado el lector puede tener una visión suficientemente precisa de lo que sostiene la concepción prospectiva. A los fines del argumento que presento en el texto, debe entenderse que las circunstancias que dan lugar a los refinamientos que he reseñado, no se encuentran configuradas.

30 La concepción prospectiva de obligación ha sido objeto de variadas réplicas por parte de los objetivistas. Para no entorpecer la lectura, he presentado estas réplicas y las respuestas ofre-cidas por Zimmerman en el Apéndice al final del trabajo.

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al reproche moral. ¿Qué implicancias tiene respecto a los deberes del abogado defensor el hecho de que la obligación moral de castigar por parte del Estado sea sensible a la evidencia disponible y a su grado de confiabilidad?

V. Una nueva mirada al argumento condenatorio

Como se recordará, las dos primeras premisas del argumento eran de índole normativa. La primera expresaba la obligación por parte del Es-tado de castigar a los culpables y sólo a ellos. La segunda sostenía que era moralmente incorrecto contribuir de modo deliberado para que otro no satisfaga sus obligaciones morales. La tercera y cuarta premisa por su parte, eran fácticas. La tercera afirmaba que el abogado sabía que su cliente es culpable. La cuarta expresaba que el abogado, aun conocien-do la culpabilidad de su cliente, lo defendía procurando su absolución cuestionando la validez y la fuerza del material probatorio. La conclu-sión, finalmente, era que el abogado había actuado de modo inmoral ya que de manera deliberada había contribuido —sea que tuviese éxito o no— a que el Estado no satisficiese la obligación moral enunciada en la primera premisa: castigar al culpable. No obstante, aunque tanto el Estado como el abogado no han cumplido con su obligación moral, el juicio de responsabilidad que pesa sobre cada uno de ellos no es idén-tico. Mientras el Estado puede alegar que ignoraba que el individuo a quien no ha castigado era culpable, el abogado no puede alegar que ig-noraba la culpabilidad de su cliente.

La concepción objetiva de obligación cumple dos funciones en este argumento. En primer lugar, como he señalado al exponer el argumen-to, es una de las razones que justifica la premisa normativa que sostiene la obligación moral por parte del Estado de castigar a los culpables y sólo a ellos. La otra razón es que el mejor curso de acción por parte del Estado es el castigo al culpable y la absolución al inocente. Si es cierto que éste es el mejor curso de acción —y creo que todos estaríamos de acuerdo en que lo es— y si es correcta la concepción objetiva de obli-gación, entonces el Estado tiene la obligación moral enunciada en la primera premisa.

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La segunda función que cumple la concepción objetiva es la de per-mitir no responsabilizar al Estado por el incumplimiento de su obliga-ción de castigar y sí responsabilizar, en cambio, al abogado por haber contribuido a que el Estado no castigase al culpable. En la concepción objetiva la incertidumbre provocada por la falta de evidencia disponi-ble no sirve para alterar la obligación por parte del Estado de castigar al culpable, sino sólo para excusarlo de su incumplimiento. Dado que aun si el Estado carece de evidencia o si ésta no es confiable, sigue te-niendo el deber de castigar al culpable, el abogado que procura su ab-solución conociendo que no es inocente, no ha cumplido con su obli-gación de no contribuir a que el Estado incumpla sus deberes morales. Adicionalmente, la excusa de la ignorancia no está disponible para él, puesto que él disponía de más información que el Estado y sabía que era culpable.

Dada la importancia de la concepción objetiva de obligación para el argumento condenatorio, no es de extrañar que lo señalado en con-tra de ella en el apartado anterior, y la propuesta de reemplazarla por la concepción prospectiva, tenga un profundo impacto sobre su estruc-tura. Para dimensionar la magnitud del mismo, puede ser de ayuda un caso hipotético. Imaginemos un caso semejante a los que hemos pre-sentado en el primer apartado. Un individuo se encuentra acusado de homicidio y la prueba rendida en el juicio ha sido meramente circuns-tancial. Sin embargo, el individuo es efectivamente culpable y ha con-fesado su culpabilidad al abogado defensor. Adicionalmente, le ha pe-dido al abogado defensor que procure su absolución. El abogado así lo ha hecho, cuestionando la validez y la fuerza del material probatorio buscando cualquier contradicción en los testimonios que pudiesen in-culpar a su cliente, cuestionando la reconstrucción de los hechos pro-puesta por la fiscalía, mostrando que la evidencia disponible podría dar pie para considerar que otra persona distinta de su cliente podría haber cometido el homicidio, etc. El Estado —representado en el juez— tie-ne dos cursos de acción alternativos: condenar al imputado o absolver-lo. Cada uno de estos cursos de acción tiene dos resultados posibles: la condena de un culpable o la condena de un inocente; la absolución de un culpable o la absolución de un inocente. Dada la escasa evidencia disponible por el juez, la probabilidad de que absuelva a un inocente es

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0.9 y la de absolver a un culpable es 0.1, la de condenar a un inocen-te es 0.9 y la de condenar a un culpable es 0.1.31 Imaginemos que los valores actuales de cada resultado reflejan que el mejor resultado po-sible es absolver a una persona si es inocente y el peor es condenarla. Con esto en mente, los valores actuales podrían estipularse del siguien-te modo: absolver a una persona inocente 100, condenar al culpable 80, absolver al culpable -80, y condenar al inocente -100. En el presente caso, dado que el imputado es culpable, condenar es el curso de acción que posee el mayor valor actual.32

Si la concepción objetiva de obligación fuese correcta, entonces el Estado tendría la obligación de condenar, puesto que es el mejor cur-so de acción. Sin embargo, como he mostrado, la concepción objetiva es incorrecta y lo que el Estado debe hacer depende no sólo del valor actual de cada curso de acción, sino de la probabilidad epistémica de cada uno de sus resultados posibles y de la confiabilidad de le eviden-cia sobre la que se funda. El Estado debe seguir el curso de acción que es prospectivamente mejor. El valor prospectivo de cada curso de ac-ción para el caso es el siguiente:Condenar = (0.1 prob. culpa X 80) + (0.9 prob. inocencia X — 100) = -82Absolver = (0.1 prob. culpa X -80) + (0.9 prob. inocencia X 100) = 82

A pesar de que condenar es el mejor curso de acción —tiene el ma-yor valor actual de las alternativas disponibles, 80 frente a -80 de ab-solver—, absolver es el curso de acción prospectivamente mejor, con un valor de 82. Lo que el Estado está obligado a hacer en este caso

31 Para simplificar el caso, he supuesto que el grado de confiabilidad de cada pieza de eviden-cia es igual. No existen evidencias que sean más o menos confiables que otras.

32 La atribución de valores, como no podía ser de otro modo, se asienta en una concepción filosófico-política. Se trata de una concepción liberal y garantista. El análisis ofrecido en el tex-to —y la crítica popular al abogado del Diablo— presupone que el sistema jurídico y todas sus garantías tendientes a la protección del inocente se encuentra moralmente justificado. Estas ga-rantías no hacen más que corporizar institucionalmente la convicción moral de que es preferi-ble dejar sin castigo a cierto monto de culpables si esto aumenta la garantía de que los inocentes no serán castigados. Es esta convicción la que subyace a los valores adjudicados en el ejemplo. Agradezco a un evaluador anónimo el haberme mostrado la necesidad de formular esta aclara-ción.

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es absolver, con total independencia de que el individuo efectivamente sea culpable. La primera premisa del argumento condenatorio debe ser corregida. La obligación moral del Estado no es condenar al culpable y absolver al inocente. Su obligación moral es adoptar el curso de acción —condenar o absolver— que sea el mejor prospectivamente dado el valor actual de condenar o absolver a personas inocentes o culpables, dada la probabilidad epistémica de que el imputado sea culpable o ino-cente medida a partir de la evidencia producida en el juicio y disponi-ble para el Estado y de la confiabilidad de la misma.

Una vez que la primera premisa normativa es corregida se advier-te que el abogado que examina la evidencia disponible para el Estado poniendo a prueba su confiabilidad, no sólo no ha entorpecido el cum-plimiento de la obligación moral del Estado, sino que ha contribuido a que la satisfaga. Esto sigue siendo así, aun si de acuerdo con la evi-dencia disponible para el abogado y no disponible para el Estado, el imputado es culpable con un absoluto grado de certeza. Quien tiene la potestad para absolver o castigar es el Estado y por tanto el cuerpo de evidencia relevante para determinar a qué se encuentra obligado es el disponible para él, no el disponible para el abogado.

Si el abogado que conoce que su cliente es culpable, cree que la evi-dencia en contra de su cliente no es concluyente —cree que es posi-ble construir un caso para pedir su absolución— y dirige su defensa del modo más agresivo posible, cuestionando cada pieza de evidencia e intentando socavar su fiabilidad —tal como hizo Philips en el caso Courvoisier o Feldman en el caso Westerfield— ha contribuido a que el Estado satisfaga su obligación moral. De acuerdo con la evidencia disponible para el abogado —dada la confesión de su cliente— el im-putado es culpable. Pero dado que el abogado tiene el deber moral de no contribuir a que el Estado incumpla su obligación moral, lo relevan-te es el cuerpo de evidencia disponible para el Estado. Si la evidencia es escasa o poco confiable, el abogado que ayuda a poner de manifies-to este extremo ha cumplido su deber de no contribuir a que el Estado

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incumpla su obligación moral. Más aún, ha contribuido a que el Estado satisfaga su obligación moral.33

La supuesta asimetría entre el Estado que absuelve a un culpable y el abogado que con conocimiento de su culpabilidad lo defiende inten-tando socavar el valor probatorio de la evidencia, desaparece. Quien considera que son moralmente correctas tanto la norma sustantiva que impone la sanción, las normas procesales que regulan el sistema ad-versarial y los estándares de prueba, como el proceder de los órganos jurisdiccionales, no puede afirmar que el actuar de los “abogados del Diablo” es moralmente incorrecto. La falta de evidencia —que busca poner de manifiesto el “abogado del Diablo”— no funciona como una excusa para el reproche moral que pesa sobre el Estado, sino que alte-ra lo que es moralmente requerido del mismo. El Estado cumple con su obligación moral de castigar sólo a los culpables si adopta el curso de acción que es prospectivamente mejor dada la evidencia disponi-ble, aun si esto implica dejar a un culpable sin castigo. Los “abogados del Diablo”, al someter a un riguroso escrutinio el material probatorio, contribuyen a que el Estado alcance dicho objetivo.

Una posible réplica al argumento que he presentado sería sostener que en realidad el abogado contribuye de modo deliberado a que el Es-tado no cumpla con su obligación, al no poner a su disposición la evi-dencia con la que cuenta. Si el abogado sabe de la existencia de eviden-cia que acredita la culpabilidad de su cliente, no ponerla a disposición del Estado implicaría contribuir de modo deliberado a que no satisfaga su obligación moral. Específicamente, si el cliente ha confesado su cul-pabilidad al abogado, y éste no comunica esta información al tribunal,

33 Zimmerman aborda un caso semejante al que se presenta entre el abogado y el Estado. Lo relevante aquí es que ambos agentes tienen acceso a un cuerpo distinto de evidencia. En el caso presentado por Zimmerman, un agente, Jack, tiene acceso a evidencia que muestra que la dro-ga A produce la cura total, evidencia que no está disponible para Jill. Zimmerman nos propo-ne imaginar que Jill pide consejo a Jack sobre lo que debería hacer. En esta situación “la Visión Prospectiva implica que si Jack le dijese a Jill que ella debe [esto es, que esta categóricamente obligada] darle a John la droga A no estaría siendo veraz…” (Zimmerman, 2008: 32). El mero hecho que Jack sabe que administrar la droga A es el mejor curso de acción, y que pueda comu-nicarse con Jill, no implica que Jill deba darle la droga A. Es sólo cuando los fundamentos del conocimiento de Jack [la evidencia] pueden ser impartidos a Jill que esta debe darle la droga A (Zimmerman, 2008: 33).

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no estaría poniendo a disposición del Estado toda la evidencia con la que cuenta.

Un primer punto a destacar es que esta crítica no es útil para defen-der la condena popular de la que me he encargado en el texto. Un ras-go de la condena popular es su carácter asimétrico. Sólo la conducta del “abogado del Diablo” es criticada moralmente, mientras que ni el sistema adversarial, ni los estándares de prueba, ni la conducta de los tribunales, es puesta en cuestión. La crítica cuestiona las acciones del “abogado del Diablo” pero lo hace poniendo en cuestión el sistema ad-versarial. Específicamente, la crítica pone en tela de juicio que se en-cuentre moralmente justificado el deber de confidencialidad. Es decir, al igual que la condena popular que hemos estado analizando recae so-bre el “abogado del Diablo”, pero a diferencia de aquella no es asimé-trica ya que recae también sobre las normas procesales que configuran el sistema adversarial. Es decir, la crítica no puede utilizarse como un modo de rehabilitar a la condena popular del ataque que le he dirigido.

Si uno acepta la justificación moral del deber de confidencialidad, y sostiene que ésta es una de las condiciones que deben ser satisfechas para que el poder coercitivo del Estado se ejerza de modo justifica-do —extremos que, por otra parte, no son cuestionados por la condena popular del “abogado del Diablo”—, la evidencia de la que dispone el abogado no está disponible para el Estado. En este caso, los límites a la evidencia disponible no son empíricos sino normativos. Se trata del mismo tipo de límites que excluyen del cuerpo de evidencia disponible por el Estado a la confesión obtenida con torturas o a la información obtenida vulnerando la inviolabilidad de los papeles privados.34

Un segundo punto, más importante, es que aún dejando de lado que la crítica no es apta como defensa de la condena popular, la misma no

34 A diferencia de los individuos que poseen límites epistémicos empíricos, el Estado legíti-mo —esto es, el que se encuentra justificado a ejercitar la coacción— posee adicionalmente lí-mites epistémicos de índole normativa. Se trata de límites genuinos porque son constitutivos de la legitimidad estatal. De no existir, no nos encontraríamos en presencia de un Estado legítimo. Mientras que un individuo sigue siendo quien es, si transgrede exigencias morales para obtener información, el Estado legítimo deja de ser tal si procede de tal manera. De modo que la eviden-cia disponible para el Estado no sólo se encuentra circunscripta por condicionamientos empíri-cos, sino también por restricciones normativas.

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es acertada. La crítica aspira a ser una crítica interna al argumento que he ofrecido toda vez que da por sentada la visión prospectiva de la obli-gación moral y pretende mostrar que aun si uno utiliza esta concepción de obligación, debe concluir que “el abogado del Diablo” ha transgre-dido su deber. No obstante, contrario a lo que sostiene la crítica, si se acepta que aquello que está obligado a hacer el Estado es sensible a la evidencia de la que dispone, no puede concluirse que no poner eviden-cia a su disposición contribuye a que no satisfaga su obligación. No poner evidencia a su disposición determina cuál es el contenido de su obligación y, por tanto, no puede afirmarse que contribuye a que el Es-tado no la satisfaga. O bien uno acepta que la evidencia disponible por parte del Estado incide sobre cuáles son sus obligaciones, o bien uno sostiene que no poner evidencia a su disposición contribuye a que no satisfaga sus obligaciones. Para sostener que no poner evidencia a su disposición contribuye a que no satisfaga sus obligaciones, es necesa-rio afirmar —contrario a lo que sostiene la visión prospectiva— que sus obligaciones no son sensibles a la evidencia de la que dispone.35

VI. Conclusión

El argumento presentado permite enfrentar el problema que la con-dena popular de los “abogados del Diablo” representa para el ejercicio de la abogacía. A diferencia de las estrategias fallidas que he analiza-do, no cuestiona la justicia de las normas sustantivas, o la posibilidad de que el abogado conozca la culpabilidad de su cliente. Tampoco con-cede que la conducta de los “abogados del Diablo” es prima facie in-moral e intenta contrabalancear la inmoralidad con beneficios de largo alcance.

Adoptar la estrategia que he ofrecido no requiere pagar costos inad- misibles. No implica reconocer que el proceso judicial es casi infa-lible y los abogados completamente incapaces para conocer ciertos

35 El deber por parte del abogado de revelar la confesión de su cliente —en tanto eviden-cia—, no puede derivarse de la obligación del Estado de castigar o absolver con base en la evi-dencia disponible y del deber de no contribuir a que otro no satisfaga su obligación moral. Por supuesto, es posible argumentar a favor de este deber adicional de revelar la información confia-da por su cliente, pero tendrá que hacerse con base en otro tipo de razones.

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hechos. Tampoco implica asumir que el juicio de culpabilidad no se refiere meramente a hechos, sino a una oscura “verdad procesal”. No implica tampoco cuestionar la moralidad del sistema jurídico, presen-tando al abogado como un infiltrado que intenta combatirlo desde den-tro. Por último, no requiere que el abogado se perciba como alguien que debe realizar acciones inmorales con el objeto de promover valo-res de más largo alcance, ni le exige suspender o desestimar sus juicios morales cuando ejercita su profesión.36 Por el contrario, la estrategia que he ofrecido permite reconciliar el ejercicio de la abogacía —aun en el caso extremo del abogado que defiende a quien sabe culpable— con el rol de auxiliar de la justicia.

Por supuesto, nada de lo que he dicho sirve para justificar todas las conductas que llevan a cabo los abogados en ejercicio de su profesión, pero sí sirve para redimir de la condena moral a aquellos abogados que se limitan a sostener la inocencia de su cliente cuestionando la rele-vancia de la evidencia disponible. Mientras la condena popular tiende a ver a los “abogados del Diablo” que proceden de esta manera como una clase de sicarios que venden sus habilidades argumentativas al me-jor postor,37 he intentado mostrar que tal juicio descansa en una erró-nea concepción de la obligación moral de castigar que pesa sobre el Estado. Una vez que este error es disipado, es posible ver a la actividad del abogado —aun la de los “abogados del Diablo— en toda su digni-dad moral. El abogado vuelve a ocupar el lugar que tradicionalmente le había sido asignado, el de un servidor público que con su actividad ayuda a que el Estado cumpla sus obligaciones morales.

36 Lo señalado permite cualificar el principio de no responsabilidad generalmente emparen-tado con la visión estándar del ejercicio de la abogacía. Señala Luban comentando la visión es-tándar del ejercicio profesional, a los fines de luego criticarla, que según la misma: “Un abogado no tiene que juzgar la moralidad del caso de su cliente; es irrelevante para determinar la morali-dad de la representación” (Luban, 2007: 20). La visión ofrecida en el texto coincide parcialmen-te con esta visión. La corrección moral de la defensa no depende de que la causa del cliente sea moralmente correcta. No obstante, sí existe un juicio moral que el abogado debe realizar. Debe preguntarse si, dada la evidencia disponible, es la obligación moral del Estado condenar a su cliente. No se trata de un juicio que recae sobre la conducta individual del cliente que está suje-ta a escrutinio judicial, sino de un juicio de moralidad política acerca de la conducta del Estado.

37 Luban señala que, según la visión estándar, los abogados son vistos como pistoleros (Lu-ban, 2007:9).

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Apéndice

A continuación señalo las posibles réplicas que un defensor de la concepción objetiva podría hacer al argumento formulado por Zimmer-man con base en el caso de Jackson. Las posibles réplicas son presen-tadas y refutadas por el propio Zimmerman, y creo que es útil exami-narlas para comprender cabalmente en dónde subyace el defecto de la concepción objetiva.

Para rescatar a la concepción objetiva de la objeción que le plantea el caso de Jackson, la primera estrategia que un objetivista podría se-guir es señalar que en realidad darle a John la droga B es todavía com-patible con la concepción objetiva de obligación. Esto debido a que, una vez que se analiza el caso, uno advierte que darle la droga B mini-miza el riesgo de actuar de modo moralmente incorrecto, matándolo.

Esta estrategia, señala Zimmerman, es fallida porque para la concep-ción objetiva de obligación, darle la droga B es actuar de modo moral-mente incorrecto, pues no es el mejor curso de acción disponible por el agente y, en el supuesto del ejemplo, lo es con una total certeza dado que la probabilidad de que no se produzca la cura total y sí la parcial es completa (Zimmerman, 2008: 20).

Una segunda estrategia del objetivista consiste en sostener que el ranking de opciones, y los valores actuales que cada una tiene, han sido representados de modo erróneo. En realidad, una vez que el defecto es subsanado, la alternativa B aparece como aquella que tiene el mayor valor actual. Como la estrategia tiene dos puntos de ataque —uno refe-rido a las alternativas disponibles y otro a los valores actuales de sus re- sultados—, hay dos modos de llevarla adelante: a) mostrar que las opcio- nes han sido descriptas de un modo equivocado, y b) mostrar que, aun si las opciones están bien descritas, sus valores actuales han sido mal adjudicados.

Zimmerman analiza tres modos posibles en que un objetivista podría cuestionar la descripción que se ha ofrecido de las opciones. El prime-ro hace hincapié en la idea de que un curso posible de acción —una al-ternativa— es algo que el agente “puede” hacer, donde “puede” hace

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referencia a algún tipo de control. Con esta idea en mente es posible advertir que aunque Jill puede curar totalmente a John administrándo-le la droga A, no puede curarlo de modo completo “intencionalmente”. Si uno tiene control sobre aquello que realiza intencionalmente, y una alternativa es algo sobre lo que uno tiene cierto control, curar totalmen-te a John administrándole la droga A no es una alternativa para Jill. En cambio, sí puede curarlo de modo parcial “intencionalmente” dándole la droga B, dado que dispone de evidencia respecto a los resultados de B. Una vez descartada como alternativa administrarle la droga A, cu-rarlo parcialmente dándole la droga B resulta la alternativa con el ma-yor valor actual.

El argumento no parece ser correcto porque aun si concedemos que Jill no puede curar de modo intencional a John, sigue siendo cierto que puede administrarle de modo intencional la droga A, y que este curso de acción es el que posee el mayor valor actual, esto es curarlo comple-tamente. Administrarle la droga A sigue siendo algo que Jill puede ha-cer de modo intencional y, por tanto, debe contar como una alternativa (Zimmerman, 2008: 23).

El segundo modo de cuestionar la descripción de las opciones con-siste en sostener que una alternativa no es cualquier acción que el agen-te pueda hacer de modo intencional, sino un resultado que el agente puede alcanzar de modo intencional, más allá de la acción que utilice como medio para lograrlo. Las acciones posibles en el caso de Jack-son son administrarle alguna de las drogas o no administrarle ninguna. Los resultados posibles son cura completa, cura parcial, incurabilidad y muerte. Los únicos resultados que el agente puede alcanzar de modo intencional son cura parcial e incurabilidad y, por tanto, las únicas ac-ciones que cuentan como opciones son administrarle la droga B —al-canzando intencionalmente la cura parcial— o no administrarle nin-guna —alcanzando intencionalmente la incurabilidad permanente. En consecuencia, entre las dos opciones disponibles para el agente, admi-nistrarle B es la que tiene el mayor valor actual.

En respuesta a este argumento, Zimmerman muestra que es falso que nuestras obligaciones morales —y por ende nuestras opciones— se res-trinjan sólo a aquellos resultados que pueden ser alcanzados de modo

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intencional. Para ello modifica el caso de Jill estipulando que el ries-go de darle la droga A o C no es la muerte, sino una cura parcial lige-ramente inferior a la que se lograría con B. En esta situación, sostiene, nuestra obligación sería darle A o C, a pesar de que ninguno de los dos posibles resultados —cura total o cura parcial ligeramente inferior— sería algo que podemos alcanzar de modo intencional (Zimmerman, 2008: 24).

El tercer modo de cuestionar la descripción de opciones consiste en poner en tela de juicio la manera en que son descritos los resultados. Esta objeción afirma que aunque Jill no puede curar intencionalmente o matar intencionalmente a John, sí puede curarlo o matarlo intencio-nalmente. Este resultado —disyuntivo— es peor que la cura parcial in-tencional. Por tanto, elegir administrarle B es la alternativa con el ma-yor valor actual.

Para mostrar lo equivocado de este argumento, Zimmerman modifi-ca nuevamente el caso de Jill de modo que cada resultado —cura total, parcial, incurabilidad o muerte— sea un resultado posible de cada cur-so de acción alternativo que Jill puede elegir. Lo que Zimmerman pro-pone modificar al caso original es lo siguiente: la probabilidad de cura total si Jill administra la droga A es 0.4, la probabilidad de cura parcial 0.2, la de incurabilidad 0.2, y la de muerte 0.2. Para las drogas B y C la probabilidad de cura parcial es 0.4, cura total 0.2, incurabilidad 0.2, y muerte 0.2. Si no administra a John ninguna droga la probabilidad de cada resultado es 0.25. Frente a esta nueva situación, todos diríamos que lo que debe hacer Jill es administrarle la droga A, aun si no pue-de alcanzar de modo intencional una completa cura al hacerlo y aun si todas las disyunciones de resultados intencionalmente alcanzables son idénticas. Si fuese cierto lo que sostiene la objeción, todas las opciones —en tanto conducen a la misma disyunción de resultados— deberían contar por igual. En rigor de verdad, no existirían diferentes opciones, dado que todas conducen a la misma disyunción de resultados. No obs-tante, nuestra intuición es que no sólo son diferentes, sino que una de ellas es la que estamos moralmente obligados a elegir (Zimmerman, 2008: 25-26).

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Habiendo fracasado el intento objetivista de cuestionar la descrip-ción de las opciones en el caso ideado por Jackson, el camino que le queda abierto para cuestionar la validez de las intuiciones contrarias a la concepción objetivista suscitadas por el caso, es mostrar que los va-lores actuales atribuidos a cada alternativa son incorrectos. Si las op-ciones están bien descritas y nuestra intuición moral es que es obliga-torio moralmente administrar la droga B, lo que debe mostrar quien pretenda defender la concepción objetiva de obligación es que en rea-lidad los valores adjudicados a cada alternativa están mal calculados, y que una vez que el defecto ha sido corregido, se advierte que adminis-trar la droga B es el curso de acción con el mayor valor actual. Espe-cíficamente, puede señalar el objetivista, al calcular el valor actual de cada alternativa no se ha descontado el disvalor actual del riesgo. Una vez se descuenta el disvalor actual del riesgo, la alternativa de adminis-trarle la droga A —que efectivamente lo curaría pero que, dada la evi-dencia disponible, es altamente riesgosa— deja de ser el curso de ac-ción que tiene el mayor valor actual. Una vez que al valor actual de la cura total se le descuenta el riesgo actual de producir la muerte, el valor actual de administrarle la droga A pasa a ser menor que el valor actual de administrarle la droga B, esto es, que el valor actual de la cura par-cial sin ningún descuento por riesgo.

La réplica de Zimmerman a este argumento cuestiona, en primer lu-gar, lo señalado sobre el modo de descontar el disvalor actual del ries-go. Si lo que señala la objeción fuese cierto, desde el punto de vista de Jill debería ser preferible darle la droga A a la C, porque el valor actual de la droga A, una vez descontado el disvalor actual del riesgo, es ma-yor que el valor actual de la droga C. No obstante, éste no es el caso y para Jill —dada la evidencia de la que dispone— darle una droga u otra le parecerá igualmente inadecuado. En segundo lugar, adjudicar inva-riablemente un disvalor al riesgo no parece correcto puesto que en cier-tas circunstancias algunas opciones nos parecen incorrectas por ser de-masiado conservadoras, esto es, por ser insuficientemente arriesgadas (Zimmerman, 2008: 26-27).38

38 Adicionalmente, Zimmerman modifica el caso de Jackson para mostrar que —aun si se descuentan los valores actuales teniendo en cuenta el riesgo— los resultados siguen siendo con-trarios a la concepción objetivista.

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Si el objetivista no tiene éxito en su segunda estrategia —mostrar que la descripción de opciones y la adjudicación de valores actuales en el caso de Jackson es incorrecta— puede todavía intentar otras. La ter-cera estrategia que podría utilizar, afirma Zimmerman, es la de distin-guir entre diferentes sentidos de “deber”. Lo que muestra el caso idea-do por Jackson no es que Jill no debe objetivamente administrarle la droga A —tal como sostiene la visión objetiva—, sino que adicional-mente debe prospectivamente administrarle la droga B. Una vez que se advierte que hay dos sentidos de “debe” —uno objetivo y el otro pros-pectivo— la objeción desaparece.

En respuesta a esta estrategia, Zimmerman señala que “debe” no es ambiguo. Tiene que ser entendido como haciendo referencia a la exis-tencia de una obligación moral categórica, y debe ser entendido que quien se pregunta por lo que debe hacer, está interesado en establecer cuáles son sus obligaciones morales categóricas. Éste es el sentido en que los objetivistas utilizan la palabra “debe” y éste es el sentido en que se la usa en el caso de Jill (Zimmerman, 2008: 27).

Una cuarta estrategia que el objetivista podría ensayar para mostrar que en realidad Jill estaba obligada a seguir el mejor curso de acción, esto es, aquél con el mayor valor actual, es la siguiente. Supongamos que Jill, luego de administrarle la droga B, se entera que era en realidad la droga A la que curaría completamente a John. Seguramente Jill se lamentará de no haber sabido esto y de no haber tomado el mejor cur-so de acción para aliviar a John. Ahora bien, continúa la objeción, si al darle la droga B hubiese hecho lo que debía hacer ¿qué podría expli-car que se lamente? Que se lamente, concluye la objeción, muestra que ella piensa que su obligación era tomar el mejor curso de acción, esto es administrarle la droga A.

El argumento de Zimmerman en contra de esta estrategia consiste en mostrar que no siempre que nos lamentamos por un estado de co-sas es porque también nos lamentamos por la acción que lo ha produ-cido. Cualquier persona moralmente sensible preferirá que exista aquel estado de cosas en donde el valor actual está maximizado. Es posible pensar que lo que uno debía hacer era optar por una alternativa que no tenía el mayor valor actual, y al mismo tiempo lamentarse por el esta-

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do de cosas producido. En este caso uno se lamenta del estado de cosas producido por la acción que uno ha realizado —debido a la incertidum-bre fundada en la evidencia defectuosa—, pero no por la acción reali-zada. Por lo tanto, concluye Zimmerman, mostrar que Jill se lamentaría no basta para objetar la concepción prospectiva, sería necesario mos-trar adicionalmente que se lamentaría del curso de acción que siguió y no del estado de cosas sub-óptimo que tal curso de acción ha provoca-do (Zimmerman, 2008: 29).

Una estrategia alternativa que el objetivista podría utilizar es distin-guir entre tipos de obligaciones morales. Imaginemos una persona que azarosamente —sin basarse en ninguna evidencia—, de manera siste-mática acierta con relación a cual es la mejor opción. ¿No debería to-mar el mejor curso de acción, más allá de la evidencia disponible? Si éste es el caso, esto muestra que existe una obligación fundamental de maximizar el valor actual y una obligación derivada —cuando las cir-cunstancias cambian y uno es alguien que no tiene tanta suerte— de actuar responsablemente respecto a la maximización del valor. En el caso de la persona con suerte, coinciden la obligación fundamental y la derivada. En el resto de los individuos normales —nosotros—, la obli-gación fundamental y la derivada no coinciden. Sin embargo, en ambos casos la obligación fundamental sigue siendo la misma: maximizar el valor actual, optar por el objetivamente mejor curso de acción.

Zimmerman dirige tres cargos contra la distinción propuesta entre obligación fundamental y derivada. En primer lugar, la distinción es oscura porque no puede apreciarse como una obligación puede derivar-se de otra cuando las dos están en conflicto. Mientras una manda maxi-mizar el valor actual, la otra prescribe un curso de acción diferente. En segundo lugar, la distinción es confusa porque vuelve a plantear el pro-blema de cuál es el “deber” que tengo deber de seguir, el fundamen-tal o el derivado. Finalmente, la distinción es inmotivada porque no se aprecia por qué la persona con suerte tendría el deber de seguir el me-jor curso de acción y de dar la droga A. El hecho de que tenga suerte no quita que dar la droga A sería tomar un riesgo irrazonable de dañar a otro (Zimmerman, 2008: 29-30).

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La última estrategia, analizada por Zimmerman, que el objetivista podría adoptar es la siguiente. Imaginemos que Jill, luego de haber to-mado la decisión de administrar la droga B, accede a nueva eviden-cia que le muestra que dar la droga A era el mejor curso de acción. Se-guramente no reprocharemos su conducta, pero ¿no diríamos —y ella misma aceptaría— que debería haberle dado la droga A? Ahora bien, si pensamos que debía darle la droga A, eso prueba que tenía la obliga-ción de adoptar el curso de acción que maximizase el valor actual.

Zimmerman piensa que esta objeción no muestra que Jill estaba obligada a maximizar el valor actual sino que aquello a lo que está obligada es una función de la evidencia de la que dispone. Si cambia el cuerpo de evidencia a su disposición, entonces cambian sus obliga-ciones. No obstante, carece de sentido decir que ella, respecto al actual cuerpo de evidencia, debía haberle dado la droga A. No existen obliga-ciones retrospectivas. El modo adecuado de describir la situación sería el siguiente. Lo mejor que podría haber hecho Jill era darle la droga A, pero lo que debía hacer era darle la droga B. Es la evidencia disponible al agente en un determinado tiempo lo que es relevante para determinar qué debía hacer en ese momento (Zimmerman, 2008: 31-32).

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Recepción: 03/03/2012 Aceptación: 18/06/2012

Correspondencia:Hugo Omar SelemeUniversidad Nacional de CórdobaCentro de Investigaciones Jurídicas y Sociales Caseros, 311, 1er. piso. C.P. 5000, Córdoba, Argentina.Correo electrónico: <[email protected]>

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TEORÍAS SUSTANTIVAS DE LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL Y

LA RELEVANCIA DE LA METODOLOGÍA*

Substantive Theories of Tort Law and the Relevance of Methodology

Diego M. PapayannisUniversidad de Girona (España)

ResumenTradicionalmente se ha entendido que la mejor teoría de la responsabilidad ex-tracontractual es aquella que mejor explica los rasgos centrales de la práctica. En este sentido, los defensores de las teorías deontológicas, basadas en principios de justicia, han rechazado el poder explicativo del análisis económico del derecho. Han sostenido que no logra reconstruir la práctica dando sentido a sus conceptos centrales, ni al modo en que están relacionados. Por lo tanto, no puede explicar la pauta de inferencias que llevan a un juicio de responsabilidad. En este trabajo me propongo mostrar que ambas teorías son capaces de explicar aspectos diferen- tes de la práctica. En contra de lo que se asume generalmente, el análisis econó-mico del derecho y las teorías deontológicas no son teorías rivales, sino compati-bles, puesto que tienen por objeto responder a preguntas distintas.

Palabras claveEficiencia, justicia correctiva, justicia distributiva, explicación conceptual, expli-cación funcional.

AbstractIt has been typically understood that the best theory of tort law is the one that better explains the core features of the practice. In this sense, defenders of deon-tological theories, based on principles of justice, have rejected the explanatory power of economic analysis of law. They have argued that it is unable to recons-truct the practice making sense of its core concepts and the way they are related. Thus, economic analysis cannot account for the pattern of inferences that leads to a responsibility judgment. In this article I try to show that both theories explain different aspects of the practice. Against of what is generally assumed, economic analysis of law and deontological theories are not rival, but compatible, given that their purpose is to answer different questions.

* Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto DER2010-21331-C02-02, del Minis-terio de Ciencia e Innovación (España). Agradezco los comentarios y sugerencias de dos eva-luadores anónimos, que me han servido para mejorar este trabajo en varios puntos importantes.

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KeywordsEfficiency, corrective justice, distributive justice, conceptual explanation, functio-nal explanation.

I. Introducción

En la mayoría de las sociedades liberales la compensación de da-ños es gestionada por un sistema que ha sido llamado “bilateral”,

en tanto quienes participan del litigio (la víctima y el agente dañador) son los mismos que intervinieron en la interacción dañosa. En estos sistemas, las reglas de responsabilidad defi nen dos cuestiones básicas. En primer lugar, especifican qué conductas pueden realizar los indivi-duos sin estar sujetos a responsabilidad de ningún tipo y, como contra-partida, qué cla ses de perjuicios deben tolerar por las acciones de ter-ceros.1 En otras palabras, las reglas de responsabilidad dan forma a un esquema que regula los límites de la libertad de acción a fin de lograr un equilibrio razonable con la seguridad personal. Tanto la posibili-dad de actuar como la protección ante las interferencias de otros son igualmente importantes en estas so ciedades para que cada uno pueda desarrollar el plan de vida elegido. En segundo lugar, las reglas de res-ponsabilidad establecen consecuencias normativas para el caso en que algún in dividuo, excediendo su propia esfera de libertad, interfiera con la libertad ajena. Estas con secuencias normativas son la obligación de indemnizar y el derecho a ser compensado.

Lo mismo puede explicarse en términos de derechos y deberes pri-marios y secundarios. El esquema de libertades se establece imponien-do simultáneamente un deber de no dañar, y un correlativo derecho a no ser dañado, en las circunstancias especificadas por las reglas de res ponsabilidad. La regla de la culpa, por ejemplo, consagra un deber de no dañar a terce ros, y un derecho a no ser dañado, mediante actos negligentes. La regla de responsabilidad objetiva hace lo propio con las conductas que aun estando permitidas superan el umbral de riesgo

1 L. Díez-Picazo, Derecho de Daños, Madrid, Civitas, 1999, p. 43. Véase también el desarro-llo de P. Salvador Coderch y M. T. Castiñeira Palou, Prevenir y castigar, Madrid, Marcial Pons, 1997, pp. 103-105.

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convencionalmente estipulado; y así con cada regla de responsabilidad. Estos de rechos y de beres son primarios. Establecen los términos que la sociedad considera equitativos para re gular las interacciones privadas de los particulares. En cambio, la obliga ción de indem nizar y el dere-cho a ser compensado sólo nacen una vez que los derechos y de beres primarios son vulnerados. En este sentido, son secundarios.

En los sistemas bilaterales, los derechos y deberes primarios y se-cundarios, como he men cionado, son correlativos. Por lo tanto, un jui-cio concreto sobre el contenido de los derechos o deberes de un indivi-duo siempre hace referencia a los deberes o derechos de otro. Cuando se afirma que Xenofonte tiene derecho a no ser dañado por Axileas, se está afirmando a la vez que Axileas tiene el deber de no dañar a Xeno-fonte. Las condiciones de verdad de ambas pro posiciones son idénti-cas. Y lo mismo se mantiene para los derechos y deberes secundarios. El derecho de Xenofonte a ser compensado no tiene un contenido dis-tinto del deber de Axileas de indemnizarlo. Expuesta muy sucintamen-te, ésta es la estructura normativa que caracteriza a la responsabilidad extracontractual y que da lugar a una particular práctica de reparación de daños. El objeto fundamental de la filosofía del derecho privado es esclarecer el sentido de esta práctica, determinar qué la explica racio-nalmente.

Desde la década del 60 y, principalmente, desde comienzos de los años 70 del siglo xx, la literatura se ha divi dido en dos grandes co-rrientes. Por un lado, están quienes entienden la responsabilidad extra-contractual como un instrumento para la maximización de la riqueza social. Los sistemas de reparación de daños, al minimizar el coste de los accidentes, contribuyen a incrementar el bienestar de la comunidad haciendo que los recursos sean destinados a sus usos más valiosos. De acuerdo con esta visión, el discurso jurídico con el cual se justifican los juicios de respon sabi lidad es mejor explicado por el principio de efi-ciencia que por el significado a él atribuido en la dogmática tradicional. Así, la culpa, que es el factor de atribución general y supletorio, aun-que está habitualmente asociada con las acciones incorrectas, es rein-terpretada como un aná lisis coste-beneficio según el cual el agente da-ñador podía haber evitado el accidente adop tando medidas preventivas a un coste inferior al valor esperado del daño. La omisión de to mar

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esas precauciones justificadas por sus costes constituye la base para afirmar que el agente obró con culpa.

A esta visión económica se contrapone una interpretación de la prác-tica que enfatiza la im portancia de los conceptos morales que la articu-lan tal como son comprendidos por los parti cipantes. Estas interpreta-ciones rechazan la propuesta reduccionista del análisis económico del derecho (aed), y sostienen que la responsabilidad extracontractual no es más que la plasmación institucional de la justicia correctiva. Este principio exige rectificar las interaccio nes injustas; para ello, impone a los agentes dañadores el deber de compensar los daños que causan y reconoce a las víctimas un correlativo derecho a ser indemnizadas. En realidad, la cues tión no es tan simple, dado que el principio de jus-ticia correctiva ha recibido diversas formu laciones.2 No me ocuparé de discutir cada una de ellas aquí. Me contentaré con presentar una ver-sión que, combinada con consideraciones de justicia distributiva, pue-da ofrecer una expli cación completa de la responsabilidad extracon-tractual. Asimismo, intentaré elaborar un ar gumento sólido a favor del aed, para luego reflexionar sobre el alcance explicativo de cada teoría. Comenzaré por la visión económica.

II. La reducción del coste de los accidentes y la maximización de la riqueza social

1. Derechos y costes de transacción

La mera existencia de una regla no garantiza que los individuos vayan a incluirla en sus ra zonamientos prácticos como una razón para actuar según lo que ella prescribe y para ignorar otras razones que recomien-den un curso de acción distinto. De hecho, la existencia de una regla que impone el deber de no dañar mediante conductas riesgosas es muy a menudo un dato menor en la toma de decisiones de los agentes daña-dores. Ellos se motivan más por las reglas secundarias que por las pri-marias. La decisión de generar un determinado riesgo de pende exclu-

2 Para la evolución del concepto, véase I. Englard, Corrective and Distributive Justice. From Aristotle to Modern Times, Oxford et al., Oxford University Press, 2009.

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sivamente del beneficio obtenido por la actividad y de los costes que deberán afrontarse en términos de indemnizaciones para las víctimas. Si el saldo es positivo, el agente realizará la actividad riesgosa. Esto nos sugiere que más allá de cuál sea la caracterización usual de la res-ponsabilidad extracontractual, ella funciona en la práctica como un sis-tema de incen tivos: establece distintos precios para distintas activida-des.3

Al igual que lo que ocurre en el mercado, donde la disposición a pa-gar un precio por un bien nos indica que el comprador obtiene un be-neficio más alto que los costes en los que incurre, la decisión de em-prender una actividad que acarrea el riesgo de tener que pagar una indemniza ción indica que este coste esperado para el agente dañador es menor que los beneficios que obtiene de esa actividad. Sin embargo, parece que el argumento de la eficiencia de las transac ciones volunta-rias no puede ser aplicado sin más a la responsabilidad extracontrac-tual donde la relación entre las partes es involuntaria. Mientras que los contratos suponen siempre que ambas partes incrementan su bienestar luego del intercambio, por lo que el estado del mundo poscontractual es Pareto superior respecto del resultado precontractual,4 las indemni-zaciones de la responsabilidad extracontractual no mejoran la posición de la víctima, ni siquiera la de jan necesariamente indiferente respecto de su bienestar antes del accidente. Ello es así por que en los contratos el precio es determinado voluntariamente por las partes, y en la respon-sabilidad extracontractual el valor de las indemnizaciones es fijado co-lectivamente aten diendo a parámetros objetivos. En un contrato, si el propietario de un bien lo valora más de lo que se suele pagar en el mer-cado para adquirirlo, no estará dispuesto a venderlo y su decisión de no

3 Véase G. Calabresi, “Torts-The Law of the Mixed Society”, Texas Law Review, vol. 56, núm. 3 (1978), pp. 519-534. Véase también la explicación de T. J. Miceli, The Economic Ap-proach to Law, Stanford, Stanford Economics and Finance, 2004, p. 1-2.

4 Un estado del mundo es superior a otro en términos de Pareto cuando en ese estado al me-nos una persona está mejor y ninguna está peor. En este sentido, la situación poscontractual es por definición Pareto superior, puesto que ambas partes están mejor luego del contrato que an-tes de celebrarlo (en caso contrario, no habrían llegado a un acuerdo). Para una explicación sen-cilla de los diversos conceptos de eficiencia, véase T. J. Miceli, The Economic Approach to Law, p. 4-7. Para un análisis crítico más profundo, véase J. L. Coleman, Markets, Morals, and the Law, Oxford, Oxford University Press, 1998, p. 95-132.

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vender será definitiva. El estado del mundo en el cual el actual propie-tario conserva el bien es eficiente, puesto que nadie lo valora más que él. En cambio, si el bien es destruido por un tercero, la responsabilidad extracontractual no reconoce el valor que el bien tenía para su propie-tario. El agente dañador estará obligado a pagar únicamente su valor de mercado. ¿A qué obedece esta diferencia?

La respuesta está en los costes de transacción. Las situaciones con-tractuales en general su ponen costes de transacción asumibles por las partes. Negociar un contrato tiene costes, pero ello no obsta a que las par- tes puedan invertir una porción de sus recursos en el proceso de con-tratación. Realizada la inversión necesaria, es posible mediante la ce-lebración de contratos que los bienes queden en manos de quienes más los valoran. En otras palabras, es posible lograr una distribución efi-ciente de los recursos. Los daños extracontractuales, en cambio, se pro-ducen en un contexto en el cual los costes de transacción son prohibi-tivos. Los poten ciales agentes dañadores no pueden negociar ex ante con sus víctimas la realización de una activi dad riesgosa. De poder ha-cerlo, acordarían anticipadamente el valor de las indemniza ciones co-rrespondientes a los perjuicios que la víctima pudiese sufrir. En conse-cuencia, sólo tendrían lugar actividades más beneficiosas que costosas, dado que ningún agente dañador estaría dis puesto a realizar una ac-tividad que le acarree una indemnización mayor que el be neficio que obtiene por realizarla. Como en ciertos contextos existe una imposibi-lidad econó mica de cele brar estos contratos, el sistema jurídico no pro-tege siempre a los individuos con derechos de propiedad. El derecho a no ser dañado no requiere a quienes imponen riesgos sobre otros que obtengan el consentimiento de los titulares. La protección contra las interfe rencias de terce ros se logra implementando reglas de responsa-bilidad. Ellas dejan en manos de los individuos la decisión de realizar o no actividades riesgosas, teniendo en cuenta que deberán pagar los da-ños que causen. Sin reglas de responsabilidad no habría un aprovecha-miento óptimo de los recursos. Piénsese qué ocurriría si cada conduc-tor estuviese obligado, supongamos bajo ame naza de sanción penal, a negociar con cada peatón a quien su actividad impone un riesgo una indemnización en caso de que se produzca un accidente. En un mundo regulado únicamente por reglas de propiedad no habría, entre muchas

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otras cosas, transporte automotor. Muchas activi dades socialmente va-liosas dejarían de realizarse. La solución que ofrece el derecho para el problema de los costes de transacción es proteger algunos bienes con reglas de propiedad, cuando los costes de transacción son bajos, y otros con reglas de responsabilidad, cuando los costes de transacción son prohibitivos.5

2. Razonabilidad y eficiencia

Evidentemente, para las teorías económicas, los derechos son un instrumento maximizador. Podría objetarse que esta interpretación de los derechos desvirtúa su función principal, que es proteger a sus titu-lares contra las acciones irrazonables de terceros. Sin embargo, el en-foque económico podría responder que el concepto de razonabilidad es completamente vago, y que una alternativa plausible para precisarlo es asimilarlo a la eficiencia. Entendiendo la razona bilidad como efi-ciencia, los derechos protegen contra las conductas irrazonables, por-que pro tegen contra las conductas ineficientes. El modo en que lo hacen es imponiendo un precio a las distintas acciones y actividades capaces de generar externalidades negativas. Entonces, aun que sean instrumen-tales a la maximización de la riqueza, los derechos protegen contra los comportamientos ineficientes de dos maneras: 1) disuadiendo a los po-tenciales agentes daña dores mediante la imposición de un precio; 2) otorgando al titular del derecho una indemni zación cada vez que sufre un daño que de no ser compensable generaría conductas ineficien tes.

5 Véase G. Calabresi y A. D. Melamed, “Property Rules, Liability Rules, and Inalienability: One View of the Cathedral”, Harvard Law Review, vol. 85, núm. 6 (1971-1972), pp. 1089-1128, en pp. 1092 y 1106. Los autores no hablan de bienes sino de derechos, y afirman que un derecho puede ser prote gido por distintas reglas. Por ejemplo, el derecho que un individuo tiene sobre su automóvil puede estar pro tegido por una regla de propiedad, en todo lo relacionado con su uso y transferencia legítima, y con una regla de responsabilidad, respecto de las interferencias de ter-ceros. No obstante, así como concibo los derechos, no existe tal cosa como un derecho protegi-do de una u otra forma: la protección concedida a los bienes da contenido al dere cho. Por ello, me parece más apropiado afir mar que el uso y la transferencia, como bienes, están protegidos por una regla de propiedad; y la indemnidad en general, con una regla de responsabilidad. En este marco conceptual, las reglas de propiedad y de responsabilidad protegen distintos bienes, no distintos aspectos de un mismo derecho. Esto en tanto el contenido de un derecho está dado por el conjunto de protecciones concedidas a su titular.

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Aún así, parece necesario un argumento que justifique la asimila-ción de la razonabilidad a la eficiencia. A fin de proveerlo, comence-mos imaginando qué medidas preventivas adoptaría un individuo para evitar sufrir daños originados en sus propias actividades. Parece ob-vio que ningún agente racional invertiría para evitar un daño más de lo que cuesta soportarlo. Si adoptando medidas precautorias a un coste de 10 un individuo puede reducir su daño espe rado de 50 a 35, es razona-ble que tome las medidas, pues el beneficio que obtiene es supe rior al gasto que realiza. No es razonable que invierta una suma superior a 15 para evitar ese daño marginal, pero sí lo es que invierta cualquier suma inferior. Cuando este razonamiento se extiende al caso en que las pér-didas son sufridas por un individuo distinto de quien puede evitar el daño, nace la noción económica de culpa.6 De acuerdo con la famosa fórmula enun ciada por el juez Learned Hand, un agente es culpable si, y sólo si, tiene a su alcance medidas precautorias cuyo coste es inferior al valor del daño multiplicado por la probabilidad de su ocurrencia y omite tomar esas medidas.7 La diligencia, entonces, tiene que ver con la inversión eficiente en medidas de prevención; requiere que el indivi-duo realice todas las acciones capa ces de evitar un accidente, siempre que estén justifi cadas por sus costes.

Una vez que el concepto de culpa es recaracterizado en términos de eficiencia, el resto de las piezas pueden ser acomodadas fácilmente. La responsabilidad objetiva, a diferencia de la culpa, no puede ser in-terpretada como un mecanismo para desincentivar conductas irrazona-bles. Las típicas actividades sujetas a responsabilidad objetiva, como conducir un automóvil, son consideradas razonables. ¿Qué explica que acarreen responsabilidad entonces? El hecho de que actividades razo-nables puedan ser realizadas con una frecuencia irrazonable requiere que se regulen los niveles de actividad. La probabilidad de ocurrencia de un accidente de pende de varios factores. La diligencia es uno muy relevante, pero el nivel de actividad no lo es menos. Conducir obser-vando todas las reglas de tránsito es una conducta razonable, pero si conducir dos horas más cada día incrementa los riesgos de que se pro-

6 Véase W. Z. Hirsch et al., Law and Economics. An Introductory Analysis. Third Edition, San Diego, London Academic Press, 1999, p. 143.

7 Véase el caso United States v. Carroll Towing Co., 159 F. 2d 169 (2d Cir. 1947).

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duzcan accidentes de manera tal que el beneficio marginal obtenido es menor que el daño marginal esperado para las víctimas, la actividad de conducir, en principio razonable, se convierte en irrazonable, por ser realizada a un nivel ineficiente. No hay obstáculo conceptual que im-pida considerar que la abstención de conducir pueda ser una medida precautoria más. Es el modo más económico de ahorrar costes una vez que todas las demás medidas de diligencia han sido adoptadas. Sin em-bargo, principalmente por falta de información, los tribunales no sue-len contemplar el ni vel de actividad al evaluar si se ha cumplido con el estándar de diligencia vigente. Por ello, la idea tras la responsabi-lidad objetiva es incentivar a los agentes para que adecuen su nivel de actividad a niveles óptimos. En términos económicos, no hay una diferencia sustancial entre la negligencia y la responsabilidad obje- tiva. El análisis coste-beneficio subyace a ambas reglas. En definiti-va, la responsabilidad objetiva puede ser vista como una respuesta ante la imposi bilidad de los tribunales de incorporar el nivel de acti-vidad dentro del estándar de diligencia.8 Este mismo tipo de análisis se extiende al resto de las reglas de responsabilidad.9

Podría pensarse ahora que el argumento tiene un defecto evidente. La situación en la cual un individuo puede hacer algo para evitar sufrir un daño él mismo, y lo que es razonable que haga en esas circunstan-cias, no nos dice nada respecto a qué es razonable que haga para evitar un perjuicio a otro. La objeción es interesante, aunque ningún econo-mista se verá con mo vido por ella. Es importante destacar que el aed se preocupa por evaluar las situaciones desde un punto de vista agre-gativo. La pregunta relevante no es si Xenofonte o Axileas están me-jor o peor cuando uno de ellos adopta medidas precautorias para evitar un daño al otro. Esto puede ser investigado y puede tener mucho inte-rés a fin de recabar información sobre los resultados distributivos de

8 S. Shavell, Economic Analysis of Accident Law, Cambridge, Mass.-Londres, Inglaterra, Harvard University Press, 1987, pp. 24-26; S. Shavell, Foundations of Economic Analysis of Law, Cambridge, Mass.-Londres, Inglaterra, Belknap Press of Harvard University Press, 2004, pp. 181-182, 188-189 y 198; S. Shavell, “Liability for Accidents”, en M. Polinsky-S. Shavell (eds.), Handbook of Law and Economics, tomo 1, Amsterdam, Elsevier, 2007, pp. 146-147.

9 Un análisis completo puede consultarse en S. Shavell, Economic Analysis of Accident Law, y W. Landes y R. A. Posner, The Economic Structure of Tort Law, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1987.

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las distintas reglas de responsabilidad. Pero a los fines del aná lisis de eficiencia, lo que importa es si la sociedad en su conjunto está mejor o peor. Una con ducta que hace que todos estemos peor como sociedad es una conducta irrazonable. Los dere chos, concluye el argumento, tienen la función de proteger sólo contra las conductas que son perjudiciales para la sociedad en general. Ningún derecho individual puede ser reco-nocido si trae consecuencias negativas para el colectivo.10 Eso sería lo irrazonable. Si se acepta esta pre misa, la asimilación entre razonabili-dad y eficiencia encuentra un punto de apoyo firme.

3. La estructura bilateral del litigio

En la introducción expliqué que los sistemas de reparación de da-ños especifican, entre otras cosas, qué conductas pueden ser realiza-das sin responsabilidad y qué grado de interferencia de terceros debe ser tolerado. Desde el punto de vista económico, esta afirmación es un tanto engañosa. La razón es sencilla: no existen acciones libres de res-ponsabilidad. Siempre alguien es responsable. Pensemos en el caso de Xenofonte que es dañado por Axileas. Supongamos que Axileas fue diligente y que la regla aplicable al caso es la culpa. En este supuesto, Xeno fonte no podrá reclamar una compensación y ello significa que es en algún sentido responsable de su propio perjuicio. Desde esta pers-pectiva, la visión tradicional está equivocada porque la responsabilidad puede recaer incluso sobre quién no realiza acción. Si Xenofonte hu-biese es tado durmiendo una siesta cuando fue dañado por una conduc-ta permitida de Axileas, sería responsable de la pérdida que sufre, en el sentido de que conforme al sistema debe tolerar el perjuicio.11 Tal como

10 Puede elaborarse un argumento de este tipo a partir de la defensa del bienestarismo de L. Kaplow-S. Shavell, Fairness versus Welfare, Cambridge, Mass.-Londres, Inglaterra, Harvard University Press, 2002.

11 Para un análisis de las relaciones entre la culpa y la responsabilidad objetiva, véase J. L. Coleman, “The Morality of Strict Tort Liability”, William and Mary Law Review, 18 (1976), pp. 259-286, en pp. 272-274; J. L. Coleman, Risks and Wrongs, Oxford, Oxford University Press, 1992, pp. 230-234. Evidentemente, como me ha señalado uno de los evaluadores anónimos, la dogmática civilista no aceptaría que la víctima es responsable de su propio perjuicio cuando el sistema jurídico no le confiere el derecho de exigir un resarcimiento. No obstante, aunque la pa-labra “responsabilidad” tiene diversos significados, y que cada uno de ellos implica cosas di-

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sostuvo Coase, parece que el problema de los daños es de naturaleza recí proca;12 lo único que hay en el mundo son actividades incompati-bles y decisiones respecto de quién debe cargar con las pérdidas. Una regla de responsabilidad objetiva con excepción de culpa de la víctima supone un juicio según el cual Axileas debe cargar con el daño, salvo que Xenofonte haya violado su deber de diligencia. Una regla de res-ponsabilidad por culpa, por el contrario, supone un juicio según el cual Xenofonte debe cargar con el daño, salvo que Axileas haya realizado una acción incorrecta. Ambas reglas son el reflejo una de la otra. La llamada responsabilidad objetiva es responsabilidad objetiva del agen-te dañador, y la regla de culpa es responsabilidad objetiva de la vícti-ma, ambas derrotables por la acción negligente de la otra parte. Este análisis muestra que no hay acciones sin responsabilidad, sólo juicios sobre quién debe cargar con los daños en cada circunstancia. Por ello, no resulta provechoso analizar la responsabilidad extracontractual en términos de una supuesta función demarcatoria que es pecifica lo que se puede hacer sin responsabilidad de ninguna clase y lo que no. Resulta mu cho más fructífero analizar el sis tema a la luz de los incentivos que genera para que la interac ción privada sea eficiente.

Ahora bien, hay una cuestión fundamental que el aed debe poder responder para ofrecer una explicación de los hechos que conforman la práctica de la reparación de daños. Esta cues tión se relaciona con la tensión que Jules Coleman ha señalado entre la visión prospectiva del enfoque económico y la visión retrospectiva de la responsabilidad ex-tracontractual.13 Los siste mas de incentivos miran hacia el futuro. La pregunta relevante cada vez que ocurre un acci dente es quién está en mejores condiciones para reducir el tipo de riesgo que causó la cla-se de pérdida cuya reparación se pretende en el litigio. Esto determi-

ferentes, creo que el hecho económicamente relevante es la incapacidad de trasladar compul-sivamente la pérdida a otro. Esto es lo que genera a las partes los incentivos para la conducta eficiente. Cuando el agente dañador es responsabilizado, el sistema le asigna la pérdida y le im-pide trasladarla compulsivamente a otra persona. Cuando la víctima es dañada y carece de ac-ción según el derecho vigente, ocurre lo mismo: es incapaz de trasladar compulsivamente su pérdida a otro y por ello no tiene más remedio que soportarla.

12 R. Coase, “The Problem of Social Cost”, The Journal of Law and Economics, núm. 3 (1960), pp. 1-44, en p. 2.

13 J. L. Coleman, Risks and Wrongs, pp. 374-377.

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nará quién debe ser responsa bilizado. La categoría de personas que se encuentren en esas condiciones tomará la decisión del tribunal al res-pecto, o la regla de responsabilidad ya vigente, como un incentivo para re ducir el riesgo en el futuro. El problema es que esta pregunta tras-ciende la estructura del pro ceso, en la cual sólo la víctima y el agente dañador en sentido tradicional participan. Podría ser cierto que el fabri-cante del automóvil que conducía Axileas cuando atropelló a Xenofon-te haya sido en realidad el evitador más económico del daño, es decir, quien tenía la capacidad de adoptar medidas de seguri dad para reducir la probabilidad del accidente a un coste menor que ninguna otra perso-na. No obstante, este dato es irrelevante en el desarrollo del litigio cuya visión es retrospectiva. Una demanda de reparación de daños, para ser exitosa, debe probar ciertos hechos del pasado, como que el demanda-do causó en un sentido apro piado la pérdida del demandante. Los he-chos del futuro, los incentivos que gene rará una deci sión que condene al demandado, resultan irrelevantes si éste no causó la pérdida. Y cau-sar no significa haber podido evitar de modo más económico, al menos no sig nifica eso en la práctica de la repara ción de daños.

Las cosas son distintas para el economista, porque en su lenguaje causar sí significa haber podido evitar de modo más eficiente.14 La cau-salidad, al igual que la idea de responsabilidad objetiva, no difiere sus-tantivamente de la culpa. Todos los conceptos centrales son reducidos al balance entre costes y beneficios. Pero entonces, ¿qué explica que las reglas de la responsa bilidad extracontractual sólo permitan que la víctima demande al agente dañador, entendido en el sentido tradicio-nal, y no a cualquier persona que haya estado en la mejor posición para reducir los riesgos? ¿Por qué el litigio presupone una noción causal que es distinta de la no ción económica, si el propósito de la responsabi-lidad extracontractual es minimizar el coste de los accidentes?

14 Véase, entre otros, W. Landes y R. A. Posner, “Causation in Tort Law: An Economic Ap-proach”, Journal of Legal Studies, vol. 12, núm. 1 (1983), pp. 109-134, en pp. 110 y 113; R. Cooter, “Torts as the Union of Liberty and Efficiency: An Essay on Causation”, Chicago-Kent Law Review, vol. 63, núm. 3 (1987), pp. 523-551, en pp. 523 y 540. Esta concepción de la cau-Esta concepción de la cau-salidad sigue presente incluso en los análisis más modernos. En este sentido, véase O. Ben-Sha-En este sentido, véase O. Ben-Sha-har, “Causation and foreseeability”, en M. Faure (ed.), Tort Law and Economics, vol. 1, 2ª ed., Cheltenham, UK-Northampton, MA, USA, Edward Elgar, 2009, pp. 84-88.

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La respuesta, nuevamente, está dada por los altos costes de transac-ción. Los costes de iden tificar al evitador más económico suelen ser demasiado elevados cuando se compara un sis tema de decisión caso a caso con un sistema en el cual quien causa en sentido tradicional debe reparar el daño. En general, quien causa en sentido tradi cional tiene un dominio sobre el curso de los acontecimientos, y por ello usualmente estará en mejores condiciones de evitar el daño que otras personas. Por supuesto, esto no siempre es así. Pero un sistema que buscase al evi-tador más económico caso a caso sería de masiado costoso. Además, los agentes necesitan reglas claras para hallar en ellas un incentivo a la conducta eficiente. Una regla que simple mente estableciese que es res-ponsable el evitador más económico no funcionaría como incen tivo, ya que nunca el potencial agente dañador podría saber si él es el evita-dor más económico u otra persona reúne esas condicio nes. La noción económica de causalidad es reemplazada por la noción tradicional, con implacable consistencia, por razones económicas: identificar al evita-dor más económico en cada caso concreto es inefi ciente. Sin embargo, una vez que se acuerda que sólo el agente causal en sentido tradicional puede ser demandado, su conducta es evaluada por la regla de negli-gencia interpretada en términos de la fórmula de Hand. Si re sulta que el agente causal no podía tomar medidas preventivas a un coste menor que el va lor del daño, su conducta no será irrazonable y, en consecuen-cia, tampoco será res ponsable. En estos casos, lo mejor es que la vícti-ma soporte la pérdida que sufrió.

Entonces, los agentes causales son incorporados a la estructura del litigio porque son quie nes con mayor probabilidad pueden evitar el daño a bajo coste y, por esta razón, es necesario que obtengan incen-tivos para reducir riesgos en el futuro. ¿Qué ocurre con las víctimas? ¿Por qué es necesario reconocerles un derecho a ser indemnizadas? Una posible respuesta es que se con cede este derecho a las víctimas para brindarles un incentivo económico a demandar, lo que a su vez hace operativos los incentivos del agente dañador, que ahora sabe que puede ser de mandado por daños. Pero estos incentivos pueden lograrse de maneras alternativas. El castigo penal por daños causados, el reco-nocimiento de un derecho a demandar para cualquier per sona dispues-ta a hacerlo o la implementación de un sistema en el cual el Estado se

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encarga de reclamar a los agentes dañadores pueden ser igualmente efi-caces. Así las cosas, la incorporación de la víctima se justifica por dos razones relacionadas. En primer lugar, la compensación de la víctima es necesaria a fin de que ella omita adoptar medidas precautorias inefi-cientes, cuando otro individuo está en mejores condiciones de reducir el riesgo. Cuando este no es el caso, una regla de excepción de culpa de la víctima será suficiente para que ella tome las precauciones óptimas. En segundo lugar, la compensación podría lograrse, como ya se apun-tó, mediante un seguro colectivo. De esta manera, las víctimas serían compensadas por el sistema general y los agentes dañadores serían per-seguidos por el derecho penal. No obstante, pueden ahorrarse los cos-tes de gestionar estos sistemas simplemente reconociendo a la víctima un dere cho a demandar al agente dañador. La víctima tendrá incenti-vos para no adoptar medidas excesivas, porque en caso de ser dañada de modo irrazonable siempre podrá lograr una com pensación. A la vez, el hecho de que la víctima tenga un incentivo para demandar ya hace in necesario perseguir a los agentes dañadores mediante un mecanismo alternativo. Sus incenti vos para comportarse razonablemente están ase-gurados por el hecho de que pueden ser de mandados por sus potencia-les víctimas. Luego de estas consideraciones, la estructura bilateral del litigio y su visión retrospectiva queda explicada.

4. La estructura normativa de la responsabilidad extracontractual y la eficiencia

Explicar la bilateralidad, no obstante, es insuficiente para explicar la estructura normativa de la responsabilidad extracontractual. Recor-demos que esta estructura no sólo es bilateral, sino que se compone de derechos y deberes primarios y secundarios. El aed resta importan cia a los derechos y deberes primarios. No existe en el paradigma econó-mico un derecho a no ser dañado, sino sólo un derecho a ser compen-sado. Tampoco existe un genuino deber de no dañar, sino sólo un de-ber de compensar los daños ineficientes, cuando la regla es la culpa, y los daños causados por actividades riesgosas, aun los eficientes, cuan-do la regla que rige es la responsabilidad objetiva. Por lo tanto, todo el trabajo normativo de la responsabilidad extra contractual es realiza-

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do por los llamados derechos y deberes secundarios. La idea de dere-chos y debe res primarios se torna prescindible, como elemento analíti-co, cuando se concibe al de recho de daños como un sistema orientado a brindar incentivos para la conducta efi ciente. Esto no debe suponer un gran problema para el aed, pues si es verdad que los derechos y de-beres de compensación son suficientes para incentivar correctamente a las partes, el dis curso en torno al derecho a no ser dañado y el de ber de no dañar termina siendo superfluo. Esta conclusión es consistente con la naturaleza recíproca del problema: el daño siempre está presente en contextos de actividades incompa tibles y no puede ser eliminado. El estado del mundo en el cual ningún individuo resulta dañado es irreali-zable. Si una norma impide a Axi leas desarrollar una actividad que im-pone riesgos a Xenofonte, es Axileas quien sufre un daño.

III. La responsabilidad extracontractual como expresión de principios distributivos y correctivos

1. Principios de justicia

Desde otro punto de vista, el aed es una teoría equivocada de la responsabilidad extracon tractual, no porque las reglas no generen in-centivos o, incluso, incentivos para la conducta eficiente, sino porque su carácter reduccionista nos impide comprender los conceptos cen-trales por el rol que cumplen en los patrones justificatorios expresados en la práctica. El propósito de la responsabilidad extracontractual tiene que ver con la rectificación de las in teracciones injustas y, por lo tanto, con la implementación de la justicia correctiva. Única mente apelando a este principio es posible hacer inteligible el discurso jurídico de los partici pantes preservando el sentido que para ellos tienen las doctrinas principales del derecho de daños y el contenido de los conceptos que utilizan para darles forma.

Ciertamente, la mera referencia a la justicia correctiva es insuficien-te para ofrecer una expli cación de la responsabilidad extracontractual. Existen diversas concepciones de la justi cia correctiva sostenidas por distintos teóricos. Coleman en sus primeros trabajos argumen taba que el propósito de la justicia correctiva es anular las pérdidas y ganancias

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injustas, pero en trabajos posteriores afirmó que las ganancias injustas no son relevantes para este princi pio. La justicia correctiva exige im-poner la obligación de compensar las pérdidas injustas a quie nes son moralmente responsables por ellas.15 Autores como Ernest Weinrib, George Fletcher o Richard Epstein, defienden concepciones aun dife-rentes.16 ¿Cuál es la concepción adecuada de la justicia correctiva? Al-gunos podrían pensar que si la justicia correctiva es un principio de justicia su contenido sólo puede ser determinado mediante un argu-mento norma tivo. Después de todo, si una concepción de la justicia correctiva es más defendible que otra, no parece ser el caso que la se-gunda permita derivar un verdadero principio de justicia. El título ho-norífico de prin cipio de justicia únicamente puede ser otorgado luego de que se haya presen tado un ar gumento normativo sólido. Esta alter-nativa involucra al teórico en una compleja labor justi ficatoria antes de que pueda embarcarse en su labor explicativa.

No es éste el proyecto que tengo en mente. Mi objetivo es interpre-tativo. Por ello, no discu tiré qué concepción de la justicia correctiva resulta defendible desde el punto de vista norma tivo. En lugar de ello, intentaré mostrar que existe una concepción de la justicia correctiva que tiene perfecto sentido en el marco del discurso de la justicia libe-ral y que es capaz de explicar los aspectos centrales de la responsabili-dad extracontractual de acuerdo con el sentido habi tualmente atribuido a ellos.

2. La justicia correctiva y la justicia distributiva

La noción de justicia correctiva es más fácil de comprender en con-traste con la noción de justicia distributiva. Los miembros de una comu-

15 Véase J. L. Coleman, “Tort Law and the Demands of Corrective Justice”, Indiana Law Journal, vol. 67, núm. 1 (1992), pp. 349-379; J. L. Coleman, “The Mixed Conception of Correc-tive Justice”, Iowa Law Review, vol. 77, núm. 2 (1992), pp. 427-444; J. L. Coleman, The Prac-tice of Principle, Oxford, Oxford University Press, 2001, p. 44.

16 Véase G. Fletcher, “Fairness and Utility in Tort Theory”, Harvard Law Review, vol. 83, núm. 3, pp. 537-573; R. Epstein, “A Theory of Strict Liability”, Journal of Legal Studies, núm. 1973, pp. 151-204; E. Weinrib, The Idea or Private Law, Cambridge, Mass.-Londres, Inglaterra, Harvard University Press, 1995.

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nidad política se relacionan entre sí de distin tas maneras. Los individuos integran un colectivo sólo una vez que ciertos lazos de cooperación ha-yan tenido lugar. La cooperación, aunque beneficiosa para todos, pro-duce indefecti blemente conflictos. El primer conflicto que debe solu-cionarse a nivel social es el de la justicia distributiva; básicamente, el problema es determinar qué porción del excedente cooperativo co-rresponde a cada uno. Independientemente de cuál sea el criterio ade-cuado para resolver esta cuestión, deseo llamar la atención sobre el tipo de operación que supone un ejercicio de justi cia distributiva. Las rela-ciones de los individuos entre sí están mediadas por las institu ciones sociales. La característica distintiva de la justicia distributiva es que vincula a cada in dividuo con el resto de la comunidad. Los reclamos fundados en ella se dirigen a la sociedad en su conjunto; no están diri-gidos contra ninguna persona en particular. De la misma forma, los de-beres fundados en la justicia distributiva, es decir, las cargas derivadas de la coopera ción social, son satisfechos a favor del colectivo. El típi-co deber de justicia distributiva es el de pagar impuestos. Supon gamos que Axileas ha omitido pagar sus impuestos en un contexto en el cual Xenofonte es más pobre de lo que debería según el criterio distributivo vigente. In cluso en esas circunstancias, Axileas no debe a Xenofonte el pago del impuesto, sino a la co munidad en general. De la misma for-ma, Xenofonte no puede reclamar a Axileas directamente. Ninguno de ellos está normativamente vinculado con el otro. Ambos lo están con el conjunto de individuos que inte gran la sociedad.

La justicia correctiva, en cambio, se aplica a las transacciones que los individuos realizan al margen de la comunidad. Axileas puede vincu- larse con Xenofonte mediante una transacción voluntaria (un contra-to o convención) o involuntaria (causándole un daño por su negligen-cia, riesgo u otro factor de atribución admitido). En estos casos, la vinculación normativa que existe entre ellos, el deber de compensar o de cumplir con el contrato, es independiente del hecho de que ambos integran la misma comunidad política. Su relación es privada. La jus-ticia correctiva regula estos casos ordenando la rectificación de las in-teracciones injustas. ¿Cuándo una interacción es injusta? Cuando viola los derechos de alguna de las partes. De acuerdo con la teoría liberal, los individuos concebidos como libres e iguales reconocerían que un prin-

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cipio de justicia correctiva es el adecuado para regular sus interaccio-nes privadas.17

Veamos ahora cómo estas categorías son útiles para comprender la responsabilidad extra contractual.

3. Responsabilidad extracontractual, distribución y corrección

A primera vista la justicia correctiva es un candidato plausible para explicar la responsabili dad extracontractual. Las condiciones en que se aplica este principio coinciden exactamente con los casos en que la re-paración de daños es procedente en la práctica. La estructura bilate ral del litigio tiene perfecto sentido a la luz de la rectificación de las inte-racciones injustas. Pese a todo, la injusticia de una interacción depende de que se hayan violado los derechos de la víctima. Por tanto, la jus-ticia correctiva presupone una asignación previa de derechos y de be-res primarios que una vez vulnerados son invocados en el litigio a fin de lograr una compen sación. Estos derechos y deberes no están defini- dos por la justicia correctiva, aunque desem peñan un rol central en la responsabilidad extracontractual. La verificación de los pre supuestos de un juicio de responsabilidad/reparación es condición necesaria y su-ficiente para la verdad de una proposición referida a la violación de estos derechos y deberes. El problema es que la justicia correctiva, al igual que la eficiencia, parece ser incapaz de dar cuenta de los dere-chos y deberes primarios (los derechos a no ser dañado y los deberes de no dañar). Pero a diferencia del aed —que diluye la necesidad de que existan derechos y deberes primarios y basa toda su interpretación en que los incentivos que ofrecen la obligación de compensar y el de-recho a ser indemnizado son sufi cientes para que el sistema satisfaga su función de minimizar el coste de los accidentes—, la justicia correc-tiva realza su importancia y luego los deja sin explicación. Las teorías de la jus ticia correctiva, si pretenden ser una expli cación de la respon-sabilidad extracontractual, de algún modo deben limitar la práctica a su aspecto reparador o resarcitorio, dejando a un lado su aspecto relacio-

17 P. Benson, “The Basis of Corrective Justice and Its Relation to Distributive Justice”, Iowa Law Review, vol. 77, núm. 2 (1992), pp. 515-624; véase, en especial, la sección III.

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nado con la regulación de la conducta y la protección de la seguridad perso nal.18 En otras palabras, estas teorías se contraponen al aed por-que rechazan que las víctimas sólo tengan un derecho a ser compen-sadas y los agentes dañadores un mero deber de indem nizar. Afir man que la práctica es más compleja, que incluye derechos a no sufrir cier-tos daños y deberes de no causarlos. Luego de estas observaciones uno esperaría que los teóricos de la justicia correctiva ofrezcan una expli-cación de aquello que el aed considera un discurso vacío, pero ello re-sulta analíticamente imposible porque el principio asume la existencia de estos dere chos y deberes; y al asumirlos, pues no puede explicarlos.

Por esta razón, la justicia correctiva es una explicación incomple-ta de la responsabilidad ex tracontractual. Que sea incompleta no la hace equivocada. La responsabilidad extracontrac tual tiene que ver con la justicia correctiva, pero también con la justicia distributiva.19 Para ver de qué manera los sistemas bilaterales expresan principios distri-butivos pensemos un ejem plo en el contexto de actividades conjunta-mente irrealizables. Imaginemos que Xenofonte y Axileas desarrollan dos actividades parcialmente incompatibles. Xenofonte cría gallinas y Axileas emplea perros guardianes para cuidar a su rebaño. Usualmen-te los perros de Axileas atacan a las gallinas de Xenofonte y, natural-mente, nunca ocurre lo contrario. Ante esta situa ción puede surgirnos la duda de si la justicia exige que se haga algo al respecto. La justicia correctiva por supuesto todavía es incapaz de ordenar ninguna clase de compensación para Xenofonte, porque no está dicho que la interac-ción entre ambos haya sido injusta. Para sa berlo necesitamos determi-nar si Xenofonte tiene derecho a criar gallinas o Axileas tiene dere cho a emplear perros guardianes. Sin embargo, bien podría ser el caso que ambos tuviesen derecho a desarrollar estas actividades, en el sentido

18 Sheinman ha enfatizado el aspecto regulador y preventivo de la práctica antes que el repa-rador y, de ese modo, ha presentado un argumento en contra de los teóricos de la justicia correc-tiva. Véase H. Sheinman, “Tort Law and Corrective Justice”, Law and Philosophy, vol. 22, núm. 1, (2003), pp. 21-73, en pp. 28, 41 y 43.

19 Las premisas iniciales de mi análisis sobre la justicia distributiva y la responsabilidad ex-tracontractual las he tomado del argumento de P. Cane, “Distributive Justice and Tort Law”, New Zealand Law Review, vol. (2001), parte iv, pp. 401-420. Véase también P. Cane, “Correc-Véase también P. Cane, “Correc-tive Justice and Correlativity in Private Law”, Oxford Journal of Legal Studies, vol. 16, núm. 3 (1996), pp. 471-488, en pp. 478-481.

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de que no está prohibido para ninguno de ellos hacer lo que hace. De todos modos, la regulación por medio de libertades negativas en cier-tos contextos demuestra ser un caldo de cultivo conflic tual. La simple ausencia de prohibi ciones coloca a ambos en una especie de estado de natura leza, en el que obviamente no exis ten verdaderos derechos y de-beres que regulan las relaciones privadas y, por consiguiente, no exis-ten in teracciones injustas. En el marco de actividades incompatibles sólo tendrá sen tido hablar de interacciones injustas una vez que se ha-yan asignado derechos y deberes. Sólo en tonces podrá operar la justi-cia correctiva. Pro teger a Xenofonte frente a los ataques que sus galli-nas sufren de parte de los perros de Axileas supone que ese mundo es mejor para Xeno fonte, y peor para Axileas, que un mundo en el cual Xenofonte no goza de semejante protec ción.

La decisión de proteger a una de las partes no es necesariamente de “todo o nada”. La dis tribución de riesgos puede realizarse de muchas maneras. Por ejemplo, la protección de las gallinas podría lograrse con una regla de negligencia o con una regla de responsabilidad obje tiva. En el primer caso, si Axileas observa todos los estándares de cuidado exigibles no deberá reparar los daños que sus perros causan a las galli-nas. No habiendo culpa de ninguna de las partes, el riesgo recae sobre Xenofonte, que deberá soportar las pérdidas correspondientes. En cam-bio, con una regla de responsabilidad objetiva, Axileas estará obligado a compensar a Xenofonte cada vez que sus perros ataquen a las galli-nas aun cuando no haya tenido a su dis posición medidas precautorias adicionales para evitar el accidente. En este supuesto, el riesgo recae íntegramente sobre Axileas. Con la primera regla, Axileas internaliza sólo una parte de los perjuicios que su actividad causa a Xenofonte. Con la segunda regla, la internalización es total. Por ello, mientras que Xenofonte desearía que los daños causados por animales estuvie sen regulados por una regla de responsabilidad objetiva, Axileas preferirá que sean regula dos por una regla de negligencia.

De este razonamiento se sigue que la elección de una de estas reglas es una cuestión que concierne a la justicia distributiva. ¿Pero qué es lo que distribuye el derecho de daños por medio de sus re glas de respon-sabilidad? La tesis que defiendo es que distribuye derechos y deberes

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de in demnidad.20 La regla de responsabilidad objetiva consagra a fa-vor de las potencia les víctimas un derecho a no ser dañadas median-te actividades riesgosas y un co rre lativo deber de no da ñar mediante este mismo tipo de actos a cargo de los potenciales agentes dañado-res. La regla de la culpa establece un derecho a no ser dañado mediante con ductas incorrectas y un corre lativo deber de no dañar de este mis-mo modo. Los derechos y deberes son perfectamente co rrelativos. Así, afirmar que Xenofonte tiene derecho a que Axi leas no lo dañe con su negligencia equivale a afirmar que Axileas tiene el deber de no dañarlo por omitir las medidas que consti tuyen el estándar de cuidado vigente.

En definitiva, la responsabilidad extracontractual admite dos lectu-ras: una distributiva y otra correctiva. De acuerdo con la primera de ellas, las reglas distribuyen derechos y deberes de indemnidad. Los sistemas de reparación de daños expresan mediante sus reglas un jui-cio social sobre los derechos y deberes primarios que regulan las inte-racciones justas. Según la segunda lectura, los derechos y deberes se-cundarios, o de compensación, resultan aplicables cuando se producen violaciones de derechos y deberes primarios. El propósito de los dere-chos y deberes de compensación es rectificar las interacciones injustas, por lo tanto, son ex plicados por el principio de justicia correctiva.

4. Los derechos y deberes de indemnidad en la teoría liberal

En una sociedad liberal el Estado tiene a su cargo la distribución de lo que Rawls denominó “bienes primarios”. Éstos son bienes útiles para cualquier plan de vida e incluyen, entre otros, los derechos, las li-

20 De acuerdo con Calnan, el derecho de daños distribuye entre los individuos tanto deberes de no dañar a otros como derechos a no ser dañado. La justicia distributiva exige que estos dere-chos y deberes sean asignados equita tivamente. Por medio del derecho de daños, el Estado ga-rantiza a los individuos algún grado de protección contra los actos de terceros, pero siempre in-tenta resguardar suficientemente la autonomía privada. A fin de equilibrar estos dos intereses, el Estado distribuye libertades y restricciones tomando el riesgo dirigido a otros como criterio para reducir la autonomía. Véase A. Calnan, Justice and Tort Law, Durham, North Carolina, Carolina Academic Press, 1997, en pp. 82, 92 y 98.

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bertades y las oportunidades, el ingreso y la riqueza.21 El propósito de esta distribución es dejar en manos de los individuos la elección de un plan de vida razonable, es decir, realizable conforme a la cuota equita-tiva de recursos que a cada uno corresponda. Luego de la distribución, la responsabilidad del Estado se agota y comienza la responsabilidad individual.22 Los resultados que cada persona obtiene en el largo pla-zo, que definen de algún modo cuán bien les va en la vida, son su res-ponsabilidad. Bajo la vigencia de un esquema dis tributivo razonable, los individuos no pueden en principio realizar reclamos adicionales al Estado cuando sus proyectos no resultan como esperaban. En el núcleo normativo del libera lismo se encuentra la imposibilidad de trasladar a otros las consecuencias de las malas deci siones.

En circunstancias ideales, en las que todos respetan los derechos aje-nos, la vida de los indi viduos es un reflejo sólo parcial de las decisiones que hayan tomado. No todos los éxitos, ni todos los fracasos, del plan de vida elegido son res ponsabilidad de los individuos. La buena y la mala suerte distorsionan sustancialmente el es quema fundado en la dis-tinción de la respon sabilidad colectiva y la responsabilidad individual. ¿Por qué las pérdidas que experimentan quienes padecen los efectos de un tornado habrían de ser su responsabilidad? Tal vez pueda sostener-se que no son responsabilidad del Estado, pero no que son el produc-to de las decisio nes que ellos adoptaron. En circunstancias no ideales, la situación se agrava por las interfe rencias de terceros. ¿En qué senti-do puede afirmarse que Xenofonte es respon sable por cómo resulta su vida si debe soportar todos los efectos perjudiciales de las acciones de Axi leas? Desde el punto de vista de la responsabilidad de la víctima, sufrir una pérdida por un hecho de la naturaleza o por la conducta ne-gligente de otro individuo es equivalente. En ambos casos, su vida no es el fiel reflejo de las decisiones que ha tomado.

21 J. Rawls, A Theory of Justice. Revised Edition, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1999, pp. 54 y 79.

22 J. Rawls, “Social Unity and Primary Goods”, en A. Sen y B. Williams (comps.), Utilita-rianism and Beyond, Cambridge, Cambridge University Press, 1982, p. 170; A. Ripstein, “The Division of Responsibility”, Fordham Law Review, vol. 72, núm. 5 (2004), pp. 1811-1844, en p. 1812.

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Las sociedades liberales, probablemente por razones pragmáticas, suelen distinguir los hechos de la naturaleza de los daños que son pro-ducto de la agencia humana. Tal vez estos últimos tengan una urgencia que amerita un tratamiento prioritario. La razón es que las so ciedades pueden constituirse y desarrollarse a pesar de los tornados, los incen-dios y las inun daciones, mas no es concebible una vida en comunidad sin algún tipo de límite al ejercicio de la propia libertad. La regulación de las interacciones injustas es imprescindible para la exis tencia de una comunidad política. Por ello, se implementa una configuración de de-rechos y deberes de indemnidad, considerada socialmente equitativa.

Los derechos y deberes de indemnidad también son bienes prima-rios, pues el derecho a no sufrir daños de terceros es útil para cualquier plan de vida.23 Pero se trata de bienes prima rios de segundo orden. Su función es incrementar el valor del resto de los bienes primarios. Pién-sese en el derecho a trabajar y emplear los recursos materiales que se encuentran en el mundo. Reconocer este derecho todavía no protege a sus titulares contra las interferencias de terceros. No hay contradicción al afirmar que Xenofonte tiene derecho a trabajar mientras Axileas no se lo impida. Tampoco en sostener que Xenofonte puede usar un re-curso mientras no lo use otro. Lo único que prohibiría este derecho es privar a otro del uso del bien en cues tión mediante actos coactivos. El punto puede expresarse más claramente si prestamos aten ción al con-junto de pretensiones que pueden estar ligadas a un derecho de propie-dad. El dere cho de Xenofonte sobre su casa puede incluir la facultad de excluir a terceros, de reivindicarla una vez que la ha perdido o de exi-gir una compensación cuando se la han dañado. A su vez, la compen-sación podría proceder sólo cuando el agente dañador obró con culpa o incluso cuando realizó una conducta permitida riesgosa. El derecho de propiedad podría incluir algu nas de estas facultades o todas ellas. Cuantas más facultades incluya, más amplio será el de recho reconoci-do y más valor tendrá el bien sobre el cual recae la protección para su

23 Keren-Paz sostuvo una idea similar al afirmar que el derecho de daños distribuye rique-za, libertad y otros bienes primarios. Véase T. Keren-Paz, Torts, Egalitarianism and Distributive Justice, Hampshire, Ashgate, 2007, p. 24.

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titular. La indemnidad es un componente que puede estar incluido con mayor o menor extensión en el resto de los derechos. Por ello, sosten-go que los derechos y deberes de indemnidad son bienes pri marios de segundo orden.

La implementación de derechos y deberes de indemnidad no elimi-na el problema de las ex ternalidades negativas ni el de la plena respon-sabilidad por el plan de vida elegido. Aun exis tirán los hechos de la naturaleza y habrá circunstancias en las cuales un individuo sufre una pérdida en una interacción con otro, pero sin que se hayan violado los derechos ni deberes de nadie. Por ejemplo, si bajo una regla de culpa Xenofonte sufre un daño por la acción diligente de Axi leas, la pérdi-da no es responsabilidad24 de ninguno de ellos. ¿Quién debe soportar-la entonces? Las sociedades disponen de varias opciones en este caso. Lo que está en discu sión es cuál debe ser la regla de responsabilidad cuando la interacción no es injusta. Desde la pers pectiva liberal hay tres posibilidades. Estas pérdidas pueden ser responsabili dad de: a) la víctima; b) la comunidad en su conjunto; c) la víctima o la comunidad, dependiendo del tipo de pérdida. Las sociedades perfectamente liberta-rias elegirían siempre la posibilidad a), mien tras que las perfectamente igualitarias la b).25 En verdad no existe ninguna sociedad que sea per-fectamente libertaria o igualitaria y todas suelen elegir una combina-ción de ambas, es de cir, la opción c). De esta manera, en muchos sis-temas la víctima debe soportar su propia pérdida cuando la interacción dañosa no es responsabilidad de nadie, salvo que se trate de catástro-fes naturales. En estos casos el Estado suele socorrer a los perjudica-dos con mecanis mos distintos del derecho de daños. Sin embargo, casi todos los esquemas flexibilizan sus cri terios de responsabilidad indi-vidual cuando algún indivi duo, o grupo de individuos, sufre una dis-

24 Aquí la palabra “responsabilidad” no se utiliza en el mismo sentido en que lo hace el aed. Para la concepción económica, como se ha dicho, es responsable quien debe soportar la pérdida, o bien porque el sistema le impone la obligación de compensar o bien porque le niega un dere-cho a ser indemnizado; en cambio, lo que aquí se discute es si la respon sabilidad moral (ciertos ejercicios de la agencia humana) son razón suficiente para que alguien deba soportar el perjui-cio.

25 J. L. Coleman y A. Ripstein, “Mischief and Misfortune”, McGill Law Journal, vol. 41 (1995), pp. 91-130, en p. 96.

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minución en su bienes tar más allá de cierto umbral. Aquí surgen nue-vamente preocupacio nes distributivas y el Es tado ofrece una asistencia adicional.

5. Derechos y deberes secundarios, responsabilidad colectiva y responsabilidad individual

En la teoría liberal son importantes los derechos y deberes de indem-nidad porque dan forma a la idea de que cada uno es responsable por su plan de vida, algo que carecería de sen tido si no hubiese alguna protec-ción contra las interferencias de terceros. Siendo ello así, hay una cues-tión que merece ser explicada. Si los derechos y deberes de indemni-dad son bienes primarios, ¿no corresponde al Estado satisfacerlos? En ese caso, ¿por qué la responsabilidad extracon tractual deposita sobre el agente dañador la carga de la compensación?

En primer lugar, debe advertirse que la protección contra las interfe-rencias de terce ros es necesaria para hacer operativa la responsabilidad de las potenciales víctimas por el plan de vida elegido. De parte de los potenciales agentes dañadores también es importante que no puedan externalizar las con secuencias de sus decisiones. Si pudiesen hacerlo dejarían de ser responsables por sus actos. No obstante, al igual que ocurre con el aed, la responsabi lidad de los agentes dañadores po dría lograrse mediante el derecho penal. El propósito aquí no sería brindar- le los incentivos correctos para la conducta eficiente, sino hacerle asu-mir las conse cuencias de sus decisiones. Ello podría dar lugar a un régi-men de compensación para la víctima a cargo de un sistema de seguro colectivo, integrado por las multas que pagan los ac tores negli gentes, entre muchas otras posibilidades, combinado con un sistema de multas y penas de prisión para los agentes dañadores.

El problema de un esquema como éste es que, aunque honraría el principio de división de la responsabilidad, no haría justicia entre las partes. Recordemos que, según la doctrina liberal, la justicia correc-tiva es el principio moral que los individuos, concebidos como libres e iguales, aceptarían para regir sus interacciones privadas. Si se trata

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de un verdadero principio moral o de jus ticia, el Estado liberal debe reconocer su fuerza vinculante. Al implementar un sistema de res-ponsabilidad extracontractual bilateral, el Estado realiza una distribu-ción de derechos y debe res primarios y ordena la rectificación de las interacciones injustas de modo que se sa tisfaga el principio de justi-cia correctiva. Ello le permite aprovechar los diversos efectos de la respon sabilidad extracontractual para cumplir con sus deberes estata-les: garantizar la in demnidad de las víctimas (como cuestión de justicia distributiva), hacer justicia entre las par tes (por exigencia de la justicia correctiva) y honrar el principio de división de responsabili dad (que da sentido a la idea fundamental de que cada uno debe optar por un plan de vida razonable). Di cho en otros términos, los derechos y deberes de compensación que establece la responsa bilidad extracontractual bila-teral son propios de la justicia correctiva. Pero al reco nocer su fuer-za vinculante, el Estado cumple también con su obligación brindar un marco ra zonable para las interacciones privadas. Éste es un ejercicio de economía institucional que demuestra ser eficiente: como una cuestión de justicia correctiva, los agentes dañadores luego de la de manda por daños proveen las indemnizaciones que el Estado de todas formas es-taba obligado a brindar como cuestión de justicia distributiva. En con-clusión, al im plementar un sistema en el cual los agentes dañadores asumen la carga de la compensación, una carga cuya asignación está justificada por la justicia correctiva, el Estado cumple con sus obliga-ciones, basadas en la justicia distributiva, de proteger a los individuos contra las interfe rencias de terceros, lo que a su vez resulta necesario para que tenga sentido la idea de responsabilidad por el plan de vida elegido.

Podría objetarse que el Estado, al implementar instituciones de jus-ticia correctiva, cumple sólo parcialmente sus deberes de indemnidad, ya que en muchas ocasiones los agentes daña dores son insolventes. ¿Debería el Estado instaurar un seguro para víctimas de accidentes que quedan sin compensación? El Estado podría instaurar un seguro seme-jante, pero no está obli gado a hacerlo. Así como determinar el grado apropiado de neutralización de la mala suerte es una deci sión política

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que cada comunidad adopta en función de sus posibilidades producti-vas, también lo es neutralizar los efectos negativos de la insolvencia de los agentes dañadores. Tal vez ga rantizar la compensación perfecta, en todos los casos, para todas las interacciones injus tas, sea demasiado costoso. Las decisiones políticas que se tomen al respecto nos permiti-rán in terpretar que una sociedad es más o menos libertaria, o más o me-nos igualitaria.

IV. Explicación y comprensión

1. Dos preguntas diferentes sobre el mismo objeto de estudio

Los dos enfoques que he analizado son atractivos para muchos teó-ricos, en tanto ambos re ciben fervientes adhesiones. Si tuviésemos que evaluarlos por cuántos elementos que se con sideran centrales de la práctica resultan abarcados, probablemente diríamos que las explica-ciones basadas en los principios de justicia son preferibles, dado que hacen lugar también a los derechos y deberes primarios. El aed los muestra como simples ilusiones producidas por el discurso jurídico, pero carentes de una función concreta.26 No obstante, como se verá a

26 Un evaluador anónimo me ha sugerido que la brecha explicativa entre el aed y las teorías deontológicas podría haberse acortado a partir de los estudios del llamado análisis económico conductual (behavioral law and economics), ya que introducen en el análisis de los incentivos que proveen las normas las preferencias de los agentes por los resultados justos y, correlativa-mente, el rechazo de los injustos. Sin pretender zanjar la cuestión aquí, creo que hay dos razones para poner en duda que la economía conductual suponga un acercamiento entre el aed y las teo-rías deontológicas. En primer lugar, los propios exponentes de la economía conductual afirman que su propósito es fortalecer el análisis económico tradicional mejorando la capacidad predic-tiva de los modelos al incorporar presupuestos más realistas respecto de los límites de la racio-nalidad, la fuerza de voluntad y el autointerés. Véase C. Jolls, C. R. Sunstein y R. Thaler, “A Behavioral Approach to Law and Economics”, en op. cit., pp. 1475, 1478, 1487 y 1498. En se-En se-gundo lugar, en el ámbito del derecho de daños los trabajos de economía conductual se dirigen más a mostrar cómo la racionalidad limitada impide a los individuos estimar correctamente las probabilidades de ocurrencia de un accidente y, por ello, adoptar medidas precautorias óptimas. Véase P. G. Peters, “Hindsight Bias and Tort Liability: Avoiding Premature Conclusions”, Ari-zona State Law Journal, 31 (1999), pp. 1277-1314; M. G. Faure, “Calabresi and Behavioral Tort Law and Economics”, Erasmus Law Review, 1 (4) (2008), pp. 75-102. Evidentemente, estos trabajos no son en sentido estricto explicativos. Se trata un análisis normativo-técnico (respec-

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conti nuación, la opción por una u otra teoría no es reducible a la elec-ción, científicamente obligato ria, por la teoría que mejor explique el fenómeno; es también una elección por una metodo logía de investiga-ción.

Las explicaciones en general tienden a responder a la pregunta del “porqué”. ¿Por qué su cede el fenómeno X? Uno puede responder esta pregunta de muchas maneras diferentes. Todo depende de qué interpre-temos que se está preguntando. En las explicaciones de las ciencias du-ras, puede decirse que la pregunta “¿por qué sucede el fenómeno X?”, significa “¿de acuerdo con qué leyes generales y condiciones antece-dentes se produce el fenómeno X?”27 Si dos explica ciones apelasen a leyes generales distintas, diríamos que son teorías rivales. En caso con-trario, no lo son.

Ahora bien, la discusión que mantienen los partidarios del aed y quienes defienden la com prensión a la luz de otros principios de jus-ticia no parecen estar apelando a distintas leyes generales. De hecho, ninguna de estas teorías presenta claramente un modelo explicativo no-mológico-deductivo. Se valen de la lógica, de la deducción (¿cómo po-drían no hacerlo?), pero no de la estructura argumentativa basada en hechos particulares subsumibles en leyes gene rales para justificar el co- nocimiento sobre el fenómeno. Por esta razón, deseo sugerir que la contraposición del aed a las teorías basadas en principios genera un de-bate infructuoso. Am bas corrientes se adjudican la mejor explicación de la práctica, aunque nunca explicitan cómo interpretan la pregunta del “¿por qué?” Creo que la pregunta “¿por qué existe la responsabilidad extracontractual?” no es la que interesa en la literatura. Más bien, los teóricos se pre ocupan por responder “¿qué explica la responsabilidad

to de qué incentivos ofrecen las reglas y por qué, en ciertas circunstancias, no logran motivar a los individuos), complementado muchas veces con recomendaciones normativas sobre las refor-mas que deben implementarse para reducir el coste de los accidentes en el futuro. La economía conductual, no obstante, parece asumir la interpretación estándar del aed según la cual ésta es la función de la responsabilidad civil.

27 C. G. Hempel, Aspects of Scientific Explanation and Other Essays in the Philosophy of Science, Nueva York, The Free Press, 1965. Citado por la traducción al castellano de M. Frassi-Citado por la traducción al castellano de M. Frassi-neti de Gallo, N. Míguez e I. Ruiz Aused, La explica ción científica. Estudios sobre filosofía de la ciencia, Barcelona, Paidós, 1979, p. 327.

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extracontractual bilateral?”; y esta pregunta es interpretada de dos ma-neras diferentes. Una primera manera se ajusta a la expli cación fun-cional: “¿qué función cumple la responsabilidad extracontractual? ”; y la respuesta sería: “la función de minimizar el coste de los accidentes de modo que la asignación de los recursos sea eficiente”. Una segun-da manera de interpretarla tiene que ver con los propósitos de la insti-tución: “¿qué propósitos dan sentido a la práctica de la reparación de daños articu lada con un sistema bilateral?”; y la respuesta sería: “la implementación de principios de jus ticia distributiva y de justicia co-rrectiva que integran una concepción de la justicia liberal”. Si las pre-guntas son tan distintas, ¿por qué constituirían sus respuestas teorías rivales? El aed y los principios de justicia serían respuestas para pre-guntas diferentes, por lo tanto, pueden convivir pacíficamente en el es-tudio de la responsabilidad extracontractual. Cada una nos ofrecería conocimiento acerca de un aspecto de la práctica sobre el cual la otra no ha inda gado. Si esto es correcto, la mejor comprensión se obtiene prestando atención a las distintas respuestas ofrecidas, lo que nos lleva a defender una comprensión multidisciplinar de la res ponsabilidad ex-tracontractual.

2. El análisis conceptual

El estudio de los fenómenos naturales suele ser fundamentalmente causal. Nos interesa la conexión que existe entre ciertos eventos y la posibilidad de establecer leyes generales que luego nos permitan rea-lizar predicciones. En cambio, en el estudio de las actividades sociales no pueden dejarse de lado los propósitos de los individuos que las de-sarrollan. Las personas obran por razones, y ello hace que la compren-sión de las prácticas o instituciones, a diferencia de lo que ocurre con el estudio de las rocas o las hormigas, no pueda prescindir de los signifi-cados que ellas tienen para los propios participantes. En efecto, según Weber —que con su so ciología comprensiva quebró el monismo meto-dológico que unía a las ciencias sociales con las ciencias naturales—, “explicar es captar el complejo de significados en los que encaja una

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acción directamente inteligible en virtud de su significado intencional subjetivo”.28 Esta tradi ción metodológica interpreta la pregunta “¿por qué ocurre X?” como equivalente a “¿qué sen tido tiene X?”; y los sen-tidos sólo pueden capturarse analizando el esquema conceptual de los participantes.

Los conceptos no son directamente accesibles para el observador externo, pero podemos llegar a ellos analizando el discurso emplea-do en la práctica. Las inferencias que realizan los individuos nos indi-can cómo usan de hecho los conceptos y, en última instancia, esto nos muestra cómo está organizado su pensamiento en torno a los hechos sociales que estamos estudiando. Un análisis conceptual de la prácti-ca supondrá en primer lugar identificar los con ceptos centrales que la organizan. En segundo lugar, requerirá que seamos capaces de deter-minar el contenido de esos conceptos, y en tercer lugar, que podamos establecer de qué modo están vinculados.29 Sólo así puede inter pretarse un entramado conceptual como un todo co herente. Un análisis exitoso debe ser en alguna medida informativo, debe incluir algo que no está explícitamente expresado en la práctica; pero también debe presentar una imagen de la práctica tal que sea reconocible por los participantes como el tipo de práctica que llevan ade lante. La justicia correctiva y la justicia distributiva pueden funcionar como principios ex plica tivos porque: a) resultan infor mativos en tanto vinculan la responsabilidad extracon tractual con una concepción más am plia de la justicia liberal, y b) preservan las inferencias centrales que permiten a los participan tes reconocer su práctica como una instancia de esos principios.

Nótese que en el análisis propuesto los conceptos de la dogmática tradicional conservan su significado: las acciones riesgosas son algo distinto de las acciones negligentes, y la causalidad algo completa-mente distinto de la culpa. Estos elementos, en conjunción con otros, constitu yen los presupuestos de la obligación de compensar. La propo-

28 M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga, J. C. B. Mohr, 1922. Citado por la tra-Citado por la tra-ducción castellana de S. Giner, La acción social: ensayos metodológicos, Barcelona, Ediciones Península, 1984, p. 18.

29 J. L. Coleman, The Practice of Principle, p. 13.

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sición “Xenofonte tiene derecho a no ser dañado negligentemente por Axileas” condensa todos los elementos mencionados y da sentido al análisis estratificado que realiza la dogmática. Este derecho primario, cuya viola ción hace operativos los derechos y deberes secundarios de compensación, resulta vulnerado sólo cuando Axileas causa una pér-dida a Xenofonte obrando con negligencia. Cuando ello ocu rre, se ha-brán verificado todos los presupuestos de la obligación de compensar: el daño, la causalidad y un factor de atribución. El análisis dogmático tiene sentido porque estando pre sentes todos los presupuestos concluye que el demandado causó una pérdida injusta al actor, es decir, que vul-neró su derecho de indemnidad, lo que equivale a afirmar que violó su deber de indemnidad; y ello genera una obligación de compensar co-rrelativa con el derecho a ser in demnizado.

El análisis, entonces, preserva el contenido conceptual, por una par-te, e informa, por la otra, porque nos permite comprender a la respon-sabilidad extracontractual como una práctica orientada a establecer los términos equitativos de la interacción privada y a rectificar las vio-laciones de estos términos. En definitiva, nos muestra cómo una misma práctica distribuye derechos y deberes de indemnidad e implementa la justicia correctiva cuando ellos no son respetados.

En contraste, el aed es incapaz de preservar el contenido de los con-ceptos que organizan la práctica. La culpa y la causalidad son redu-cibles a un balance entre costes y beneficios. Asi mismo, las acciones riesgosas tienen idéntica sustancia, aunque se trata de acciones jurídi-camente permitidas. Ello supone que desde la perspectiva económica no hay distinción entre acciones correctas e incorrectas, sino que la única clasificación relevante es entre acciones eficientes y acciones in-eficientes. Finalmente, el aed no puede reconstruir las inferencias que se realizan en la práctica para arribar a un juicio de responsabilidad. Ello es así porque estas inferencias se valen de los conceptos a los cua-les la teoría económica vació de contenido. Luego, no es sorprendente que sea incapaz de reconstruir los razonamientos prácticos pre servando el sentido con que los realizan los participantes.

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En conclusión, el aed no es un correcto análisis conceptual de la práctica, o al menos no es un análisis conceptual que se preocupe por reconstruir el punto de vista de los participantes. Sin embargo, para muchos, entre los que me incluyo, el aed es informativo. Evidente-mente, si informa acerca de algo —acerca de los incentivos que brin-dan las reglas de responsabilidad— tal vez la respuesta que ofrecen a la pregunta del “porqué” no sea defectuosa en absoluto; el problema se-guramente sea de quienes interpretan que el proyecto del aed intenta respon der al mismo “¿por qué?” que las teorías basadas en principios de justicia.

3. El análisis funcional

La corriente metodológica anterior a Weber asumía que existe un continuo entre la investi gación en ciencias naturales y en ciencias so-ciales. De hecho, basar las explicaciones en los significados, el senti-do o el contenido de los conceptos empleados en la práctica es un error muy común. Durkheim señaló que pese a ser natural para los indivi-duos formarse ciertos con ceptos a fin de relacionarse y vivir en co-munidad, el teórico no puede quedarse con esta parte superficial de la realidad. A menudo, los conceptos son el producto de mitos, supers-ticiones o prejuicios, y especular con fundamento en ellos carece de valor científico.30 La verdadera com prensión de la realidad social se alcanza cuando se descubre qué necesidades sociales satisfa cen las instituciones que organizan la vida de la comunidad.31 Estas necesida-des pueden ser completamente opacas a los participantes. Así, indepen-dientemente de cómo una comunidad interprete su práctica religiosa, ella cumple la función de cohesionar a sus integrantes. El propósito de la religión ciertamente no tiene nada que ver con la cohesión. Pero la religión en general cohesiona a los individuos y esto es algo positivo para la sociedad.

30 E. Durkheim, Les règles de la méthode sociologique, París, 1895. Citado por la traducción de E. de Champourcín, Las reglas del método sociológico México, fce, 1986, p. 53.

31 E. Durkheim, Les règles de la méthode sociologique, p. 140.

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De acuerdo con este enfoque, la pregunta de “¿por qué ocurre X?”, es interpretada como “¿qué necesidades sociales satisface X?”, y esto puede ser respondido mediante un análisis funcional. Las explicacio-nes funcionales en ciencias sociales siguen la misma pauta de las expli-caciones en biología. Cuando se afirma que la función de las manchas en los leopardos es camuflarlos, se está afirmando que las manchas tie-nen una disposición a camuflar a los leo pardos y que ello contribu-ye a que sean mejores cazadores y, en definitiva, a su supervivencia (lo que se asume es positivo para la especie). Las manchas no siem-pre camuflan a los leopar dos, porque ello depende del contexto en que se encuentren. Pero si no contasen con manchas, ceteris paribus, las probabilidades de que sean tan buenos cazadores disminuirían respecto del estado del mundo en el cual sí tienen manchas. Del mismo modo, cuando se afirma que la fun ción del corazón es hacer circular la sangre, esto significa que el corazón tiene la disposición de hacer circular la sangre —aunque si el individuo tiene las arterias principales obstruidas el corazón no logrará concretar esta capa cidad— y que esto satisface una necesidad del sistema en el cual el corazón está alojado. En defini-tiva, se trata de indagar sobre los beneficios que traen, o las necesida-des que satisfacen, ciertos órganos, rasgos o procesos para el organis-mo en que se encuentran.

En ciencias sociales la idea de órgano, rasgo o proceso es reemplaza-da por la de institución o práctica, y el organismo que los contiene por la comunidad que sostiene esta institución o desarrolla la práctica en cuestión. Una característica distintiva de las explicaciones funciona les es que prescinden del hecho de que los individuos son agentes inten-cionales, que obran por razones. Las explicaciones funcionales apuntan a necesidades objetivas, más allá de que los individuos sean conscien-tes de que sus prácticas satisfacen estas necesidades. En el caso de la religión, su función podría ser cohesionar a la comunidad aún cuando los individuos no fuesen cons cientes de que los cohesiona, e incluso aunque rechazasen cualquier explicación de la religión que tenga que ver con sus funciones. Más aún, supongamos que luego de un tiempo los practi cantes de la religión advierten que reunirse durante años to-dos los domingos en la iglesia ha sido realmente positivo para afian-zar los lazos comunitarios. Ello no convertiría a la explica ción basada en la cohesión en una explicación que reconstruye la perspectiva del

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parti cipante. Todavía podría ser cierto que ellos son conscientes de los efectos positivos de contar con una religión, pero que este conocimien-to sea causalmente irrelevante para que ellos man tengan sus prácticas religiosas.32 Ellos podrían seguir manteniendo sus tradiciones porque creen en la existencia de dios, pero también saben que si no hubiese sido por esta creencia tal vez no hubiesen logrado el nivel de cohesión necesario para que la vida en comunidad sea tan prove chosa. En sín-tesis, las explicaciones funcionales, a diferencia de las explicaciones basa das en razones o propósitos, no presuponen la agencia de los indi-viduos.33

Expuesto el modelo de explicación funcional,34 veamos si es plau-sible interpretar que el aed está embarcado en este proyecto. El obje-to de la explicación es la responsabilidad extracon tractual bilateral y lo que se afirma es que su función es minimizar, o mantener en un nivel razonable, el coste de los accidentes. ¿Qué significa este enunciado? Siguiendo el paralelismo con las explicaciones en biología, diríamos que la responsabilidad extracontractual bilateral tiene la disposición a minimizar el coste de los accidentes; y si esta institución no tuviese lu-gar, ceteris paribus, la probabilidad de que se maximice la riqueza so-cial disminuiría respecto de otra comunidad que sí cuenta con esta ins-titución. La cláusula ceteris paribus es aquí muy importante, porque la minimización del coste de los accidentes podría lograrse de otro modo. No obstante, la idea es realizar un ejercicio mental en el cual se supri-

32 J. Schwartz, “Functional Explanation and Metaphysical Individualism”, Philosophy of Science, vol. 60, núm. 2 (1993), pp. 278-301, en pp. 281-282.

33 R. Brown, Explanation in Social Science, Chicago, Aldine Publishing Company, 1963, p. 109.

34 La discusión sobre explicación funcional es extremadamente compleja. Aquí, en verdad, ni siquiera he presen tado un mo delo. Sólo he realizado algunas sugerencias muy básicas, útiles para mi argumento. Creo, no obstante, que la inter pretación del aed como explicación funcio-nal es compatible con enfoques tan sólidos como los de R. Cummins, “Functional Analysis”, The Journal of Philosophy, vol. lxxii, núm. 20 (1975), pp. 741-765, y C. Boorse, “Wright on Functions”, The Philosophical Review, vol. 85, núm. 1 (1976), pp. 70-86. Tengo serias dudas de que el argumento sea fácilmente trasladable a los enfoques etiológicos, como los de L. Wright, “Functions”, The Philosohpical Review, vol. 82, núm. 2 (1973), pp. 139-168, R. G. Millikan, Language, Thought, and Other Biological Categories. New Foundations for Realism, Cam-bridge, Mass.-Londres, Inglaterra, The mit Press, 1984), y K. Neander, “Functions as Selected Effects: The Conceptual Analyst’s Defense”, Philosophy of Science, vol. 58, núm. 2 (1991), pp. 168-184, entre muchos otros. Dejaré esta cuestión para otra ocasión.

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me la responsabilidad extracontractual bilateral y no se la reemplaza por ninguna otra institución. Ello nos permite analizar su función den-tro de un determinado sistema.

Por supuesto, la capacidad general del sistema, de minimizar el cos-te de los accidentes, es afirmada en términos disposicionales.35 No se afirma que necesariamente los sistemas bilatera les reducen al nivel razonable el coste de los accidentes, sino que la estructura de las re-glas que los conforman, contribuyen a ese objetivo. ¿Cómo se produ-ce esta contribución? Mediante los incentivos que las reglas ofrecen a los individuos para que adopten el nivel de cuidado eficiente y para que regulen su nivel de actividad. La capacidad general del sistema, entonces, es analizada en términos de las capacidades de sus partes. Si las reglas tienen la disposición de generar los incentivos correctos para la conducta eficiente, el sistema en gene ral tendrá la disposición de minimizar el coste de los accidentes y, por consiguiente, de maxi-mizar la riqueza social. El problema es que el efectivo logro de este objetivo no depende ex clusivamente de las reglas de responsabilidad. Las reglas mejor diseñadas podrían no brindar los incentivos correc-tos en determinados contextos. Ello ocurre, por ejemplo, si las reglas procesales establecen a cargo de la víctima estándares probatorios de-masiado exigentes. En ese contexto, los agentes dañadores saben que las víctimas no podrán lograr una sentencia condenatoria, lo que limi- ta la capacidad de las reglas de responsabilidad para incentivarlos a adoptar medidas pre cautorias óptimas. Las responsabilidad extracon-tractual bilateral en con textos inadecuados no reducirá el coste de los accidentes, del mismo modo que si colocamos al leopardo en el polo norte sus manchas no lo harán un mejor cazador.

V. Conclusión

En el desarrollo anterior intenté mostrar que el debate en torno a la responsabilidad extra contractual, la discusión acerca de si el aed ofre-

35 Sobre el carácter disposicional de las funciones puede consultarse M. Risjord, “No Strings Attached: Functional and Intentional Action Explanations”, Philosophy of Science, vol. 66, núm. 3 (1998), pp. S299-S313, en p. S307.

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ce una mejor o peor explicación que los prin cipios de justicia distribu-tiva y correctiva, a menudo coloca a los lectores en un falso dilema. Si es verdad que el proyecto del aed puede ser interpretado como una respuesta a la pregunta de qué necesidades sociales satisface la respon-sabilidad extracontractual bilateral, mientras que el proyecto de quie-nes se inclinan por las teorías basadas en principios de justicia se basa en la comprensión que los propios participantes tienen de la institu-ción, ¿por qué exacta mente se produce el debate? El aed y los princi-pios de justicia no son teorías alternativas. Son teorías que versan sobre cosas distintas. Siendo sus fundamentos metodológicos inconmensu-rables, no puede haber una genuina contraposición entre estos puntos de vista. Puede ser verdadero que “el propósito de la responsabilidad extracontractual bilateral es distribuir de rechos y deberes de indemni-dad e implementar la justicia correctiva”, y a la vez ser verdadero que “la función de la responsabilidad extracontractual bilateral es minimi-zar el coste de los accidentes ofreciendo a las partes los incentivos para la conducta eficiente”.

Los aspectos de la realidad social que cada teoría captura son dis-tintos, y no vale aquí la ob jeción de que ciertos hechos sociales están constituidos exclusivamente por las creencias y actitudes de los par-ticipantes. Pensemos en el típico ejemplo del dinero. Algo es dinero cuando los individuos en una determinada comunidad adscriben co-lectivamente al objeto la función que el dinero tiene en general: ser un instrumento de cambio y depósito de valor. La existencia de dinero no es un hecho bruto, sino que requiere la existencia de institu ciones sociales, que a la vez dependen de creencias y propósitos colectivos. Por estas razones uno podría pensar que el estudio del dinero no pue-de prescindir de la perspectiva del partici pante. Sin embargo, esto es un error. El dinero puede tener funciones no intencionales, como preser-var las relaciones de poder entre quienes lo tienen y quienes no.36 Tam-poco puede ne garse que el dinero como instrumento de cambio produ-ce ciertos beneficios en comparación con las sociedades en las que sólo

36 J. Searle, The Construction of Social Reality, Nueva York, The Free Press, 1995, pp. 20-23 y 123.

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rige el trueque; o respecto de la responsabilidad extracon tractual, que los sistemas bilaterales dejan sin indemnizar a más víctimas de acci-dentes que un sistema general de compensación social, pero que proba-blemente tengan una capacidad mayor para disuadir a los potenciales agentes dañadores.

En definitiva, lo que he intentado sugerir es que incluso los he-chos sociales cuya existencia depende de las creencias y actitudes de la comunidad producen efectos, negativos o positivos, que son opa-cos al esquema conceptual de los participantes. Siendo ello así, nues-tra compren sión de los fenómenos sociales se incrementa notablemen-te cuando los estudiamos tanto desde la perspectiva interna, la de los propios participantes, como externa, aquella relacionada con sus fun-ciones. Creo que el atractivo de la explicación funcional no radica en constituir una alternativa al análisis concep tual, sino un complemento igualmente importante para lograr una comprensión más amplia del fe-nómeno jurídico.37

Recepción: 30/03/2012 Aceptación: 15/06/2012

Correspondencia:Diego M. PapayannisUniversidad de GironaFacultad de Derecho, Campus Montilivi s/n.C.P. 17071, Girona, España. Correo electrónico: <[email protected]>

37 Tal vez uno puede interpretar de este modo las afirmaciones de Posner cuando sostiene que la propia justicia correctiva tiene sentido económico. Véase R. A. Posner, “The Concept of Corrective Justice in Recent Theories of Tort Law”, Journal of Legal Studies, vol. 10, núm. 1 (1981), pp. 187-206, en pp. 201-206. Así, aunque la mejor interpretación del punto de vista in-Así, aunque la mejor interpretación del punto de vista in-terno requiera apelar a la justicia correctiva, ello no obsta a que también puedan medirse o apre-ciarse sus efectos sobre la eficiencia.

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CUATRO MANIFESTACIONES DE UNILATERALISMO EN LA OBRA DE LUIGI

FERRAJOLI

Four Manifestations of Unilateralism in the Work of Luigi Ferrajoli

Juan Ruiz ManeroUniversidad de Alicante (España)

ResumenEl autor llama unilateralismo a la presentación de nuestros sistemas de normas e instituciones como si obedecieran a un único valor inspirador. El unilateralismo, en este sentido, implica la negación, explícita o implícita, de que tales normas e instituciones están atravesadas por tensiones internas que obedecen a que tratan de realizar valores que se encuentran, a su vez, en tensión entre sí. En el artícu-lo se examina la posición de Luigi Ferrajoli en relación con cuatro ámbitos en los que, a juicio del autor, dicha posición es unilateralista en el sentido indicado: pri-mero, el de la relación entre constitución y legislación; segundo, el de la distin-ción entre principios y reglas; tercero, el de la opción por un determinado siste-ma electoral; cuarto, el del problema de la guerra. Este unilateralismo desemboca, a juicio del autor, en una presentación distorsionada por parte de Ferrajoli de los problemas de estos cuatro ámbitos.

Palabras claveUnilateralismo, Ferrajoli, constitución y legislación, principios y reglas, sistemas electorales, el problema de la guerra.

AbstractThe author calls unilateralism to the presentation of our systems of rules and ins-titutions as if they were obeying a single inspirational value. Unilateralism, in this sense, implies the denial, explicit or implicit, that such rules and institutions are permeated by internal stresses that are due to the fact that they are trying to make values which are, in turn, under tension between them. The article examines Luigi Ferrajoli’s position on four areas in which, according to the author, this position is unilateralist in the aforementioned sense: first, the relationship between consti-tution and legislation, second, the distinction between principles and rules; third, the choice of a certain electoral system; fourth, the problem of war. This unilate-ralism leads, according to the author, to a distorted presentation by Ferrajoli of the problems of these four areas.

KeywordsUnilateralism, Ferrajoli, constitution and legislation, principles and rules, electo-ral systems, the problem of war.

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0.

En este texto me voy a ocupar de un rasgo del pensamiento de Lui-gi Ferrajoli al que denominaré su unilateralismo. Este rasgo de

unilateralismo atraviesa los diversos campos sobre los que versa la obra de Ferrajoli, pues aparece, a mi juicio, no sólo en su teoría del de-recho, sino también en su teoría de la democracia constitucional y en sus tomas de posición directamente políticas. Lo que llamo unilatera-lismo viene a residir en la negación, que en la obra de Ferrajoli aparece por lo general de forma implícita, pero, en mi opinión, absolutamente nítida, de que nuestras normas y nuestras instituciones están atravesa-das por tensiones internas que obedecen a que dichas normas e institu-ciones tratan de realizar valores que se encuentran, a su vez, en tensión entre sí. Y de que este tratar de realizar valores que se encuentran en tensión entre sí no es ningún defecto a superar de nuestros entramados institucionales, sino que obedece a que nuestros sistemas de valores es-tán, a su vez, cruzados también por tensiones internas, pues la concilia-ción entre los valores que los integran, en la medida en que es posible, no es, desde luego, asunto sencillo.

Pondré cuatro ejemplos de ámbitos que, a mi modo de ver, no pue-den entenderse adecuadamente sin atender a esta tensión entre valo-res; ámbitos que, en la teoría de Ferrajoli, aparecen, por el contrario, como vinculados a un único valor inspirador. Cuatro ámbitos, pues, en que la teoría de Ferrajoli aparece como unilateral en el sentido sugeri-do. Estos cuatro ámbitos son los siguientes: primero, el de la relación entre Constitución y legislación; segundo (que guarda una relación di-recta con el primero) el de la distinción entre principios y reglas; terce-ro, el de la opción por un determinado sistema electoral, y cuarto, el del problema de la guerra.

1.

En cuanto a la relación entre Constitución y legislación, creo que es opinión ampliamente compartida que la Constitución debe diseñarse

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de tal modo que sea capaz de atender simultáneamente a dos exigen-cias de no fácil conciliación: primero, la Constitución debe ser capaz de prevenir el dictado de contenidos legislativos juzgados inaceptables y de prevenir asimismo el no dictado de contenidos legislativos cuya ausencia es juzgada inaceptable; segundo, la Constitución no debe lle-gar a bloquear la deliberación futura (y especialmente la deliberación del órgano legislativo) sobre todo aquello que nos parezca que puede resultar controvertible, sino que debe constituir, más bien, un terreno sobre el que esa deliberación pueda llevarse a cabo. Pues bien, de es-tas dos exigencias Ferrajoli parece sensible únicamente a la primera. Y ello es lo que explica su insistencia en un lenguaje constitucional que sea “lo más taxativo posible” precisamente, dice, “como garantía de la máxima efectividad de los vínculos constitucionales impuestos a la le- gislación…”1 Y, en otro lugar, ha escrito que “sería oportuno que la cultura iusconstitucionalista, en lugar de asumir como inevitables la in-determinación del lenguaje constitucional y los conflictos entre dere-chos […] promoviera el desarrollo de un lenguaje legislativo y cons-titucional lo más preciso y riguroso posible”, pues “el carácter vago y valorativo de las normas constitucionales” constituye a su juicio un de-fecto.2 Pues bien, un lenguaje lo más taxativo, preciso y riguroso po-sible es adecuado si lo que pretendemos es que las prescripciones así formuladas puedan ser seguidas o aplicadas sin necesidad de delibe-ración por parte de su destinatario o de los órganos encargados de su aplicación. Este ideal de taxatividad puede ser aceptado, en mi opinión, y con matices, por lo que se refiere a las normas legislativas, pero no por lo que se refiere a las normas constitucionales. Pues las normas le-gislativas deben, en toda la medida en que ello sea posible, proporcio-nar guías de conducta y pautas para la resolución de los casos a los que sean aplicables que no requieran de deliberación por parte de sus des-tinatarios o del órgano jurisdiccional que deba usarlas como parámetro de enjuiciamiento. “En toda la medida en que ello sea posible” ya im-

1 En Luigi Ferrajoli y Juan Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo. Una conversa-ción, Madrid, Trotta, 2012, p. 83.

2 Luigi Ferrajoli, “Costituzionalismo principialista e costituzionalismo garantista”, en Giu-risprudenza costituzionale, 3 (2010), pp. 2814-2815 [trad. cast.: “Constitucionalismo principia-lista y constitucionalismo garantista”, en Doxa, 34 (2012), en prensa].

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plica algunas restricciones: ciertamente es deseable, desde nuestra con-cepción de cómo debe distribuirse el poder, que la deliberación para la construcción del fundamento de la decisión sea obra del órgano legis-lativo y no, por ejemplo, de los órganos jurisdiccionales. Pero tampo-co cabe ignorar que el objetivo de reservar al órgano legislativo la de-liberación para la construcción del fundamento de la decisión, puede entrar, a su vez, en tensión con otros objetivos que también conside-ramos deseables, tal como que las decisiones no impliquen anomalías valorativas graves, lo que es inevitable si el caso individual a resolver presenta características adicionales a las tenidas en cuenta por el legis-lador que hagan que se sitúe más allá del alcance justificado de la regla legislativa de que se trate y si el órgano jurisdiccional no está autori-zado a tener en cuenta tales características adicionales. Tal es la razón, por ejemplo, de que, mientras exigimos taxatividad para la configura-ción de los tipos penales, porque aquí entendemos que la exigencia de certeza y seguridad debe primar sobre cualquier otra, no extendamos esta exigencia a la configuración de, por ejemplo, las causas de justifi-cación o las de exclusión de la culpabilidad. Y tal es también la razón, por otro lado, de que todos los ordenamientos contemporáneos conten-gan algún mecanismo, como puede ser la analogía, el distinguishing, o las figuras de los ilícitos atípicos (el abuso del derecho, el fraude de ley y la desviación de poder) para poder reaccionar frente a las anomalías valorativas que se derivarían de la aplicación irrestricta de reglas. Que todos los ordenamientos desarrollados contengan mecanismos de este género es un buen síntoma de la conciencia que hay en todos ellos de que la posibilidad de estas anomalías no puede nunca excluirse, dada la imposibilidad de que el legislador prevea todas las combinaciones de propiedades que haya que considerar como relevantes y que puedan presentar los casos futuros.

Pero si el ideal de la taxatividad puede y debe ser aceptado, con las restricciones que se acaban de indicar, por lo que hace al lenguaje le-gislativo, las cosas son muy distintas, a mi juicio, por lo que hace a las normas constitucionales. Pues las normas constitucionales, por su vo-cación de duración larga, por la dificultad de su modificación, por la necesidad de generar en su torno los más amplios consensos, no deben concebirse como destinadas a excluir la deliberación, sino más bien a

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constituir el terreno compartido sobre el que la deliberación se lleve a cabo. Y para ello es esencial, a mi juicio, el empleo de términos vagos y valorativos o, por decirlo mejor, vagos porque valorativos. Pondré un par de ejemplos, el primero referido a la Constitución española y el se-gundo a la Constitución de Estados Unidos. Supongamos que el cons-tituyente español de 1978, en lugar de prohibir, con lenguaje valorativo y, por ello, vago, las penas o tratos “inhumanos o degradantes” hubie-ra prohibido, caracterizándolas descriptivamente, las penas o tratos que hubiera entendido que debían considerarse como inhumanos o degra-dantes. ¿Alguien puede pensar que el constituyente del 78 hubiera po-dido llegar a reunir en un listado todas aquellas penas o tratos que una deliberación adecuada, enfrentada a los problemas que la realidad de las cosas va presentando a lo largo del tiempo, puede hacernos llegar a considerar como inhumanos o degradantes? Parece más bien que creer-se capaz de anticipar en términos de propiedades descriptivas todo lo que puede llegar a ser justificadamente considerado como inhumano o degradante es una muestra de soberbia epistémica carente de toda justi-ficación. El ejemplo americano va en el mismo sentido y es el siguien-te: hoy, tras Roe vs. Wade, es doctrina constitucionalmente aceptada en Estados Unidos que el respeto a la privacidad de la mujer implica el respeto a su decisión de continuar o no con su embarazo, pero parece claro que tal cosa no formaba parte de las convicciones de quienes ela-boraron y aprobaron las enmiendas de la Constitución americana que el Tribunal Supremo invocó como respaldo de dicha conclusión. En-miendas que pudieron operar como respaldo precisamente porque se encontraban formuladas en un lenguaje fuertemente valorativo.

2.

La segunda manifestación de unilateralismo en la obra de Ferrajoli a la que quiero referirme, guarda una relación estrecha con su manera de entender las relaciones entre Constitución y legislación: me refiero a la asimilación, por parte de Ferrajoli, de los que llama principios re-gulativos a las reglas jurídicas ordinarias. La denotación de la expre-sión “principios regulativos” coincide sustancialmente con lo que, en otras concepciones, se han llamado principios en sentido estricto. Ta-

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les normas, “principios regulativos” o “principios en sentido estricto”, presentan características propias tanto por lo que se refiere a su antece-dente como por lo que se refiere a su consecuente. En cuanto a su an-tecedente, lo característico de los principios regulativos o en sentido estricto se halla en que los mismos no predeterminan las condiciones bajo las cuales hay una obligación concluyente de realizar la conducta ordenada en el consecuente; el antecedente del principio sólo contie-ne una condición analítica —que haya una oportunidad para realizar la acción ordenada en el consecuente— y su consecuente no preten-de contener una obligación concluyente, sino meramente prima facie. Por otro lado, la acción ordenada en el consecuente aparece caracteri-zada por medio de uno de esos términos —como libertad, igualdad, no discriminación, honor, intimidad, libre desarrollo de la personalidad— que designan lo que es común llamar conceptos esencialmente contro-vertidos. Conceptos esencialmente controvertidos que se caracterizan por referirse a bienes de naturaleza compleja, esto es, bienes que pre-sentan diversos aspectos que pueden relacionarse entre sí de diversas formas. Todo ello implica que para la aplicación de estos conceptos, y de los principios que los incorporan, es ineludible la elaboración de concepciones que articulen entre sí y con el conjunto, cada uno de es-tos aspectos del bien de que se trate, de un lado, y que establezcan, de otro, sus relaciones de prioridad con los diferentes aspectos de otros bienes a los que aluden otros conceptos esencialmente controvertidos incorporados a otros principios.

Pues bien, Ferrajoli atiende únicamente a que también entre las re-glas ordinarias, como es el caso de algunas reglas penales, podemos encontrar ejemplos de normas formuladas en términos vagos porque valorativos; sobre esta base, asimila principios “regulativos” o “en sen-tido estricto” y reglas jurídicas ordinarias. Dice así: “términos vagos y valorativos de aplicación incierta están presentes […] en todo el len-guaje legal, comenzando por el lenguaje en el que están formuladas las reglas penales, que exigiría, sin embargo, el máximo de taxativi-dad: […] piénsese en la noción de peligrosidad social, o de culpabi-lidad o de enfermedad mental, o en figuras delictivas como las inju-

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rias, la asociación subversiva o los malos tratos familiares”,3 de forma que “la diferencia entre la mayor parte de los principios y las reglas es […] una diferencia […] poco más que de estilo”,4 puesto que los “principios regulativos” se comportan “exactamente como las reglas”.5 Pues bien, en mi opinión, esta asimilación entre principios jurídicos y reglas jurídicas ordinarias impide a la teoría de Ferrajoli dar cuen-ta de que los mismos fenómenos son patológicos en un caso y fisio-lógicos en otro. Quiero decir que el carácter valorativo y por ello vago es sin duda un defecto en la configuración de los tipos penales —que entendemos debe realizarse por medio de reglas con autonomía semántica, como viene exigido por el principio de taxatividad o de es-tricta legalidad. Pero ese mismo carácter vago porque valorativo no es, sin embargo, defectuoso en absoluto en el caso de los principios jurí-dicos, dada la función de los mismos en el ordenamiento y en el razo-namiento jurídico, como muestran los ejemplos que antes puse. Vale la pena poner de manifiesto algo a lo que Ferrajoli no presta atención en absoluto, a saber: que ningún sistema jurídico desarrollado obede-ce a un modelo puro de reglas ni tampoco a un modelo puro de princi-pios. Y ello porque sólo con un modelo mixto de reglas más principios es posible atender a dos exigencias que consideramos irrenunciables, pues si un sistema jurídico careciera de reglas y fuera de composición únicamente principial, no podría cumplir una de sus funciones esencia-les, que es la de guiar la conducta de la gente en general y la adopción de decisiones por parte de los órganos sin que ello implique para todos los casos y para todos los tramos de cada caso la necesidad de embar-carse en un proceso deliberativo; un modelo puro de principios multi-plicaría, por ello, los costes de las decisiones y volvería éstas más di-fícilmente predecibles. Pero, por otro lado, un sistema que careciera de principios y obedeciera a un modelo puro de reglas, sería un siste-ma que aparecería como un conjunto de mandatos más o menos arbi-trarios, sin presentar una coherencia de sentido y, en cuanto a la adop-ción de decisiones, no podría evitar la adopción de un buen número de ellas valorativamente anómalas. Por ello, en la evolución de la cultu-ra jurídica el acento se desplaza más o menos según los periodos y se-

3 En L. Ferrajoli y J. Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, p. 82. 4 L. Ferrajoli: “Costituzionalismo principialista…”, cit., nota 2, p. 2800.5 En L. Ferrajoli y J. Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, p. 94.

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gún las tradiciones nacionales (pero situándose siempre en algún lugar intermedio) en un continuo que va desde el polo de las reglas, esto es, de la reducción de la complejidad en la toma de decisiones, al polo de los principios, esto es, al polo de la coherencia valorativa de las deci-siones. Pero siempre, insisto, situándose en algún lugar intermedio: así suele decirse que, dentro del common law, el sistema jurídico america-no es más principialista o sustantivista que el inglés, mientras que, den-tro de los sistemas de la Europa continental, los sistemas actuales son, sin duda, más principialistas que los que obedecieron al modelo del Código de Napoleón. Pero todos ellos son modelos mixtos de reglas y principios.

3.

Una tercera manifestación del unilateralismo de Ferrajoli se encuen-tra en su opción sin fisuras ni matices por el sistema electoral propor-cional. Aquí, me parece, es opinión común que un sistema electoral ha de atender simultáneamente al menos a dos exigencias que, una vez más, se encuentran en tensión entre sí. La primera de ellas es, obvia-mente, que el sistema logre que la composición de las asambleas elec-tivas refleje, con la mayor exactitud posible, las preferencias de los electores. Y para lograr esta finalidad, un sistema proporcional con cir-cunscripciones amplias es, sin duda, la mejor opción. Pero no creemos que sea ésta la única finalidad que debe inspirar el diseño de un siste-ma electoral. Pues también creemos, primero, que debe haber el ma-yor grado de cercanía posible entre los elegidos y los electores, y se-gundo, que debe haber un vínculo fuerte entre ambos y no tanto entre los elegidos y los órganos de gobierno de sus respectivos partidos. Y para lograr estas dos finalidades, un sistema electoral mayoritario de pequeños distritos uninominales parece ser la alternativa más idónea. Resulta, pues, que a la hora de diseñar un sistema electoral considera-mos como finalidades deseables del mismo objetivos que, para su reali-zabilidad, empujan en favor de sistemas electorales muy distintos entre sí. Puede lograrse, desde luego, algún género de ajuste entre los diver-sos objetivos que consideramos deseables, y algún ajuste de este gé-

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nero es lo que tratan de lograr la mayor parte de los sistemas electora-les realmente existentes; algunos de ellos, siendo de estructura mixta: parcialmente mayoritarios y parcialmente proporcionales. Pero en todo caso, el ajuste implica determinar la medida relativa en la que renun-ciamos al logro pleno de cada uno de estos objetivos en tensión entre sí: en qué medida, por ejemplo, renunciamos a que el Parlamento sea fiel reflejo de las preferencias de los electores para asegurar la cercanía entre éstos y los elegidos, o en qué medida renunciamos a esta cerca-nía para aproximarnos al ideal de la plena correspondencia entre prefe-rencias de los electores y composición del órgano representativo. Pues bien, tal necesidad de ajuste resulta por completo ajena a Ferrajoli. En diversos textos,6 Ferrajoli no señala, en relación con el sistema pro-porcional, más que sus virtudes, mientras que, en relación con el siste-ma mayoritario, tan sólo pone de relieve sus defectos. Sobre tal base, la opción por el sistema proporcional resulta, desde luego, nítida. Pero una vez más, en mi opinión, al precio de una simplificación unilatera-lista del problema, al desconocer la pluralidad de aspiraciones, en con-flicto entre sí, que queremos ver realizadas mediante nuestros sistemas electorales.

4.

La última manifestación de unilateralismo en el pensamiento de Fe-rrajoli a la que deseo hacer referencia, tiene que ver con los argumentos de moralidad política internacional con los que apoya su tesis de que el recurso a la guerra debe entenderse como absolutamente proscrito.

Aquí también, me parece, es opinión común que, a este propósito, nos encontramos con exigencias en tensión que deben ser simultánea-mente atendidas: por un lado, creemos que debemos avanzar hacia un orden internacional en el que haya desaparecido la permisibilidad y la posibilidad misma del recurso a la guerra en las relaciones entre los Es-

6 Por ejemplo, Principia iuris. Teoria del diritto e della democracia, vol. 2, Bari, Laterza, 2007, pp. 181-184 [trad. esp., Madrid, Trotta, 2011, pp. 179-182]; Poteri selvaggi, Laterza, Bari, 2011, pp. 63 ss. [trad. esp., Poderes salvajes, Madrid, Trotta, 2011, pp. 86 ss.]; Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, pp. 146 ss.

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tados; pero, por otro, creemos que el recurso a la guerra puede, en al-guna ocasión particular, evitar males morales mayores que los genera-dos por la propia guerra. En relación con este punto, el planteamiento de Ferrajoli es ligeramente diferente de los anteriores en el sentido si-guiente: en los puntos a que nos hemos referido hasta ahora, Ferra-joli tiende a atender exclusivamente, como hemos visto, a una de las exigencias en conflicto y a partir de ahí es impertérritamente coheren-te. En relación con el problema de la guerra, no obstante, aunque el planteamiento general expreso de Ferrajoli atiende exclusivamente a la primera exigencia, sus tomas de posición concretas son sin embar-go sensibles, en alguna ocasión, a la segunda. La forma en que Fe-rrajoli concilia una y otra cosa consiste en lo que podemos llamar un truco verbal, de acuerdo con el cual los casos de violencia interesta-tal que él mismo considera justificados se sustraen a la denominación de “guerra”, término que queda por ello implícitamente reservado para los casos de violencia interestatal que Ferrajoli no aprueba. Veámoslo, Ferrajoli entiende, por un lado, que la Carta de las Naciones Unidas contiene una prohibición absoluta de la guerra. Esta interpretación de la Carta no es, ciertamente, asumida por la mayoría de los Estados ni por los órganos de las propias Naciones Unidas, pero no voy a referir-me aquí a los argumentos con los que Ferrajoli la apoya. Pues no me interesan tanto esta tesis y estos argumentos de derecho internacional, como los argumentos que respaldan la tesis de moralidad política inter-nacional, según la cual, de acuerdo con Ferrajoli, el recurso a la guerra sería, en nuestro tiempo, ilegítimo sin excepciones. Estos argumentos se resumen en que la guerra, en nuestro tiempo, produce, necesaria-mente y en todo caso, más males morales que bienes: porque —dice Ferrajoli— “al golpear inevitablemente también a poblaciones civiles, se convierte en una sanción infligida a inocentes” y también porque la guerra actual está “sujeta inevitablemente a escalation hasta la destruc-ción del adversario” y resulta, como tal, “desproporcionada a cualquier violación”.7 Pues bien, parece claro, a mi juicio, que no es una impo-sibilidad una guerra que excluya las poblaciones civiles como objetivo militar y que ponga y mantenga límites claros a una eventual escalada.

7 L. Ferrajoli, “Guerra, legitimidad y legalidad. A propósito de la primera guerra del Golfo”, en L. Ferrajoli, Razones jurídicas del pacifismo, ed. de G. Pisarello, Madrid, Trotta, 2004, p. 31.

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Y también parece claro que no puede excluirse a priori que una guerra así conducida evite, en algún caso, males morales mayores que los que ella misma pudiera causar. Pero lo curioso es que ante la sugerencia, por mi parte, de que tal pudiera ser el caso de las operaciones milita-res en curso contra Gadafi (la conversación entre nosotros dos aborda-ba este asunto en junio de 2011), la respuesta de Ferrajoli fue que tales operaciones militares contra Gadafi no sólo eran moralmente permisi-bles, sino moralmente debidas. Ciertamente, Ferrajoli añadía algunas críticas, absolutamente compartibles en mi opinión, a la manera cómo se estaban conduciendo las operaciones militares, pues éstas no se es-taban limitando a la protección de las poblaciones civiles amenazadas, y hubieran debido limitarse a ello.8 Pero aun así limitadas, ¿no consti-tuían, o hubieran podido constituir, tales operaciones militares un caso de guerra justificada? Admitir esto hubiera implicado tener que revisar la tesis de la prohibición moral absoluta en nuestro tiempo del empleo de la guerra. Para evitarlo, la salida de Ferrajoli consiste en no emplear nunca, a propósito de la intervención militar armada en Libia, el térmi-no “guerra”. Pero me parece claro que esto no es más que un truco ver-bal para no reconocer que la ponderación de las exigencias aquí rele-vantes, en relación con las circunstancias del caso, desembocaba en la admisión del carácter justificado de esta guerra limitada.

5.

Para concluir, quizás todos estos rasgos de unilateralismo en el pen-samiento de Ferrajoli sean manifestación de un rasgo de fondo del mis-mo constituido por la idea, muy firmemente arraigada en él, de que el establecimiento de fines y la ponderación entre los mismos son algo si-tuado más allá de las fronteras de la razón. Y entender que muchas de nuestras instituciones obedecen a finalidades en tensión entre sí, obvia-mente obliga, tanto para entenderlas adecuadamente como para hacer propuestas de diseño de las mismas, bien a establecer alguna jerarquía

8 Véase los juicios de Ferrajoli a este respecto en L. Ferrajoli y J. Ruiz Manero, Dos modelos de constitucionalismo…, cit., nota 1, pp. 129-130.

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entre estas finalidades en tensión, bien a llevar a cabo algún otro tipo de ajuste entre ellas. Esto es, obliga a realizar operaciones situadas en un terreno, el ámbito de los fines, situado, desde la perspectiva de Fe-rrajoli, fuera de los dominios de la razón. Si entendemos, por el con-trario, que cada una de estas instituciones obedece a una única finali-dad, lo que queda, a la hora de entender la institución de que se trate o de hacer propuestas de diseño de la misma, es atender a cuáles son los medios más idóneos para procurar dicho fin. Algo que, a diferencia de lo anterior, resulta completamente abarcable aun para una concep-ción estrictamente instrumental de la razón como la que Ferrajoli hace suya. De esta forma, Ferrajoli elude el politeísmo de los valores que está en la base de muchas instituciones, simplemente porque una visión monoteísta de esta cuestión no plantea dificultades insalvables para su concepción de los límites de la racionalidad. Pero la visión monoteís-ta equivale a un verdadero lecho de Procusto para muchas de nuestras instituciones y el precio a pagar por ello es, como han puesto de mani-fiesto los ejemplos examinados, el de asumir una visión en buena me-dida distorsionada de esas mismas instituciones.

6.

Y una coda final: Hart hizo alusión, en las primeras páginas de El concepto de derecho, a cómo algunas de las más brillantes teorías del derecho precedentes, como las de los realistas o la kelseniana, incorpo-raban muy centralmente afirmaciones extrañas y paradójicas que pare-cían hallarse en conflicto con las creencias más firmemente arraigadas acerca del derecho y ser fácilmente refutables por cualquiera. Afirma-ciones del tipo de la de los realistas, según la cual el derecho no es otra cosa sino las decisiones de los funcionarios, o la kelseniana según la cual no hay una norma jurídica genuina que prohíba robar, sino tan sólo una norma que estipula la obligatoriedad de imponer una sanción a quien robe. Pero, a pesar de tan extrañas afirmaciones, lo cierto, seña-ló Hart, es que lo que tales teóricos dijeron sobre el derecho “realmen-

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te incrementó en su tiempo y lugar nuestra comprensión del mismo”.9 Parece, pues, que buena parte de las teorías que más han hecho progre-sar nuestra comprensión del derecho, se han caracterizado también por proponernos imágenes en buena medida distorsionadas de él. Imáge-nes que, como dice el mismo Hart, “se parecen más a gruesas exagera-ciones de algunas verdades sobre el derecho, indebidamente atendidas, que a definiciones frías”.10 En esta tradición parece inscribirse también la teoría de Ferrajoli que, pese a las distorsiones que, a mi juicio, incor-pora en nuestra imagen del derecho es una de las teorías que, sin nin-guna duda, más han hecho avanzar nuestra comprensión del mismo en los últimos decenios.

Recepción: 03/04/2012 Aceptación: 19/06/2012

Correspondencia:Juan Ruiz Manero Facultad de Derecho, Universidad de Alicante.C.P. 03690, San Vicente del Raspeig, Alicante, España. Correo electrónico: <[email protected]>

9 H. L. A. Hart, El concepto de derecho, trad. cast. de Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Abe-ledo-Perrot, 1992, p. 2.

10 Ibid., p. 3.

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SOBRE “CASOS” Y PONDERACIÓN. LOS MODELOS DE ALEXY Y MORESO, ¿MÁS

SIMILITUDES QUE DIFERENCIAS?*

On “Cases” and Balancing. Alexy´s and Moreso´s Models,More Similarities than Differences?

Laura CléricoUniversidad de Buenos Aires (Argentina)

Investigadora del conicet

ResumenEl propósito del trabajo es rescatar la importancia de los casos en el modelo de la ponderación alexyano, la cual, a mi entender, quedó opacada por su preocupa-ción por el desarrollo de la ponderación como forma de argumento. Esto permitirá compararlo con la versión que desarrolla Moreso a través de los casos paradigmá-ticos y mostrar que ésta guarda con el modelo de Alexy más parecidos de fami- lia que diferencias. Se concluye que ni el modelo de Alexy está tan abocado al particularismo como a veces se asume, ni el de Moreso es tan definicional como pretende.

Palabras claveCasos, ponderación, Alexy, Moreso.

AbstractThis article retrieves the relevance of cases within Alexy’s balancing theory, which in my opinion has been over-shadowed by his focus on the development of balancing as a rational form of argument. This allows for a comparison with Moreso’s paradigmatic cases model, which, it will be argued, has more resem-blances than differences with Alexy’s model. The conclusion is that Alexy’s theory is not as particularistic as it is sometimes assumed, nor Moreso’s model is as definitional as the author claims it to be.

KeywordsCases, balancing, Alexy, Moreso.

* Agradezco a Martín Aldao, Paula Gaido, Leticia Vita, Federico De Fazio, Jan Sieckmann y a los evaluadores anónimos por los comentarios y críticas a este escrito.

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En un escrito reciente, Alexy vuelve la mirada sobre los “casos”. Se plantea si las operaciones básicas en el derecho son dos o tres, es

decir, la subsunción y la ponderación, o si además debe ser incluida la analogía/comparación.1 Así la forma de aplicación de las reglas sería la subsunción, la de los principios la ponderación y la forma de aplicación de los casos la comparación. Cada una de estas formas de aplicación se correspondería con los conceptos de reglas, principios y casos.

Sin embargo, el análisis de los casos como una de las formas de apli-cación del derecho se encontraba ya presente como forma de argumen-to en sus escritos de juventud, más precisamente en la Teoría de la argumentación jurídica. El “caso” aparecía como “precedente” y como una forma de argumento especial del discurso jurídico. Esta forma de argumento estaba más relacionada con la subsunción que con la pon-deración, que era incluida, aunque de manera embrionaria, en este tra-bajo.2 La relación entre la ponderación y la comparación de casos apa-rece con mayor fuerza en la Teoría de los derechos fundamentales y, según entiendo, en la ponderación reconstruida como un “modelo de la ponderación orientado por reglas”. Según sostendré, el modelo de la ponderación en Alexy no opera frente a cada una de las colisiones de derechos desprovisto de toda atadura, sino que es un modelo de la pon-deración fuertemente orientado por reglas, entre otras, por reglas-re-sultados de anteriores ponderaciones que bien pueden ser reconstrui-das como una red de casos.3

1 R. Alexy, “Two or Three?”, arsp, núm. 119, 2010, pp. 9-18; véase, además, R. Alexy, “Ar-thur Kaufmanns Theorie der Rechtsgewinnung”, en arsp, núm. 100, 2005, pp. 47-66; R. Ale-xy, “Grundrechte und Verhältnismäßigkeit”, en Schliesky/Ernst/Schulz (ed.), Die Freiheit des Menschen in Kommune, Staat und Europa. Festschrift für Edzard Schmidt-Jortzig, Heidelberg 2011, pp. 3-15 [traducción al español de Jorge A. Portocarrero Quispe: “Los derechos funda-mentales y el principio de proporcionalidad”, en Revista Española de Derecho Constitucional 91, 2011, pp. 11-29, nota al pie 17.

2 Véase, sin embargo, estudios de Alexy sobre la ponderación en otros autores, R. Alexy, “R. M. Hares Regeln des moralischen Argumentierens und L. Nelsons Abwägungsgesetz”, en P. Schröder (ed.), Vernunft, Erkenntnis, Sittlichkeit. Internationales philosophisches Symposion aus Anlaß des 50. Todestages von Leonard Nelson, Hamburgo, 1979, pp. 95-122.

3 Véase L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismässigkeit, Baden-Baden, Nomos, 2001, cap. 3. [en español: El examen de proporcionalidad en el derecho constitucional, Buenos Aires, Eudeba, 2009, cap. 3].

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Así, en este artículo no discutiré si el derecho está conformado sólo por reglas, principios y/o casos, entre otros elementos. Me basta con presuponer que las reglas, los principios y los casos son elementos del modelo de la ponderación pues, precisamente, el objetivo del trabajo es reconstruir en qué tipo de relación se encuentran. Tampoco discutiré en este artículo si la subsunción, la ponderación y la comparación son tres formas básicas de aplicación del derecho: me basta con suponer que son importantes formas de aplicación. Mi propósito es rescatar la importancia de los casos en el modelo de la ponderación alexyano, la cual, a mi entender, quedó opacada por su preocupación por el de-sarrollo de la ponderación como forma de argumento.

Para desarrollar esta tesis analizo primero la relación entre la ponde-ración y la comparación de casos en el modelo de resolución de con-flictos de derechos fundamentales en Alexy para reconstruirlo como un modelo de la ponderación orientado por reglas. Luego la comparo con la versión que intenta desarrollar Moreso4 a través de los casos para-digmáticos, para concluir que son más los parecidos de familia que las diferencias entre éste y el modelo desarrollado a partir de la propuesta de Alexy. Con esto muestro que ni el modelo de Alexy está tan aboca-do al particularismo como se lo quiere presentar ni que el de Moreso es tan definicional como pretende, en tanto asume como obvio o indiscu-tible lo que justamente conforma el objeto de la argumentación en los conflictos sobre derechos constitucionales.

I. El lugar de los “casos” en la teoría de Alexy: ¿hacia una periodización?

La importancia del caso relacionado con la forma de aplicación del derecho aparece en Alexy en tres momentos distintos que develan desa- rrollos teóricos diferentes que el autor presenta con carácter acumu-

4 J. Moreso, “Ways of Solving Conflicts of Constitutional Rights: Proportionalism and Spe-cificationism”, Ratio Juris, 25, 2012, pp. 31-4�; J. Moreso, “Confl ictos entre derechos consti-31-4�; J. Moreso, “Conflictos entre derechos consti-tucionales y maneras de resolverlos”, en arbor, Ciencia, Pensamiento y Cultura, septiembre-octubre, 2010, pp. 821-832, 824; J. Moreso, “Dos concepciones de la aplicación de las normas fundamentales”, en Revista Direito GV, jul.-dic. 2006, pp. 13-30, 18.

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lativo. Los casos aparecen en la Teoría de la argumentación jurídica5 como una forma de argumento, el argumento del precedente, pero te-niendo como trasfondo aún el modelo de la subsunción como modelo dominante, aunque limitado, de aplicación del derecho. Luego apare-cen en la Teoría de los derechos fundamentales, según interpreto, como una forma de evitar la ponderación. En el trasfondo de esta obra el mo-delo de la subsunción aparece superado por el modelo de la pondera-ción para la resolución de los conflictos de derechos constitucionales. En un tercer momento y con un alto nivel de abstracción, el tema es retomado por Alexy en su escrito “Two or Three?”, donde presenta la comparación de casos como la tercera forma básica de aplicación del derecho, junto con la subsunción y la ponderación.6 Dejaré de lado este último desarrollo, pues a los efectos de la comparación con la propues-ta de Moreso alcanza con los dos primeros.

1. Los “casos” en la Teoría de la argumentación jurídica

La Teoría de la argumentación jurídica surge, según su autor, por la inquietud acerca de si es posible la racionalidad del discurso jurídico. Está planteada, sin embargo, en términos limitados: el autor está pen-sando en la argumentación jurídica en el contexto del proceso de deci-sión judicial,7 esto es, en un contexto que se ocupa específicamente de la interpretación y aplicación de las leyes o reglas en una contienda en-

5 R. Alexy, Theorie del Juristischen Argumentation, 3ª ed., Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1996 [Hay traducción al español realizada por M. Atienza e I. Espejo, Teoría de la argumentación ju-rídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989].

6 R. Alexy, “Two or Three?”, arsp, núm. 119, 2010, pp. 9-18. Discuten este trabajo, C. Bäc-9-18. Discuten este trabajo, C. Bäc-ker, Begründen und Entscheiden, Baden-Baden, Ed. Nomos, 2008, p. 298; B. Bro�ek, “Anal-Baden-Baden, Ed. Nomos, 2008, p. 298; B. Bro�ek, “Anal-Ed. Nomos, 2008, p. 298; B. Bro�ek, “Anal-Nomos, 2008, p. 298; B. Bro�ek, “Anal-ogy in Legal Discourse”, arsp, 94, 2008, pp. 188-201; T. Bustamante, “Principles, Precedents and their Interplay in Legal Argumentation: How to Justify Analogies Between Cases”, en arsp 119, 2010, pp. 63-77 (71); T. Bustamente, Finding Analogies between Cases: On Robert Alexy’s Third Basic Operation in the Application of Law, 2012, en <http://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=2017469>.

7 Sobre el desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica en el ámbito legislativo, véa-se D. Oliver Lalana, “Argumentación parlamentaria y legitimidad de las leyes”, en Cardinaux/Clérico/D’ Auria (comp.), Las razones de la producción del derecho, Buenos Aires, Facultad de Derecho/UBA, 2006.

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tre partes sobre un caso particular (caso individual).8 La respuesta a la pregunta sobre la racionalidad de la argumentación jurídica es afirma-tiva y dio origen a lo que se conoce como “la tesis del caso (o supues-to) especial” (Sonderfallthese): la argumentación jurídica es un proce-dimiento racional en la medida en que sea concebida como un supuesto del discurso práctico general, es decir, del discurso acerca de lo que es debido, permitido o prohibido. El concepto de argumentación práctica racional estaría definido por medio de un sistema de veintiocho reglas y formas. La razonabilidad del resultado de esa argumentación no esta-ría dada por la correspondencia con alguna teoría moral material, sino por ser el resultado de un procedimiento argumentativo en el que se ob-servaron esas veintiocho reglas, con lo que en algunos supuestos son discursivamente posibles varias respuestas correctas e incluso respues-tas incompatibles entre sí.9

El “caso” (como precedente) irrumpe en el carácter “especial” o “peculiar” de la tesis. El discurso del derecho es un supuesto espe-cial porque guarda una vinculación al argumento del significado lite-ral de la ley, de los precedentes y de la dogmática. ¿Por qué sujetarse a esos argumentos? Para ello hay que dar buenas razones, es decir, argu-mentos morales; de lo contrario el derecho no elevaría ninguna preten-sión de corrección, sino de mero ejercicio de poder. El “caso” irrumpe así, como una forma de argumento: el argumento del precedente. Sin embargo, aún no es del todo relevante para el modelo de la pondera-

8 En este trabajo utilizo en forma reiterada la palabra “caso”. Como acertadamente sostienen Alchourrón y Bulygin (Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Bue-nos Aires, Astrea, 1975, p. 56) y Martínez Zorrilla (Metodología jurídica y argumentación, Bar-celona, Marcial Pons, 2010, p. 2�), la palabra “caso” es ambigua. En este artículo me refiero a caso, por lo menos, en tres sentidos. En un sentido hablo de “caso” como supuesto. Por ejem-plo, cuando Alexy se refiere a la “tesis del caso especial”, utiliza caso para hacer referencia a la argumentación jurídica como un supuesto dentro del discurso práctico general. En otro sentido utilizo la palabra “caso” como caso individual, es decir, como “un acontecimiento real, que ha ocurrido en un lugar y en un momento determinado” (Alchourrón/Bulygin, Introducción a la metodología, p. 56). Este es el sentido atribuido cuando se dice “la jueza debe resolver el caso x”. Por último, utilizo la palabra “caso” como caso genérico. Es decir, como un conjunto o clase de situaciones definidas por ciertas propiedades relevantes (Alchourrón/Bulygin, Introducción a la metodología, p. 56).

9 Con posterioridad, Alexy cargará de materialidad su teoría del discurso cuando admita que hay algunos resultados de la argumentación necesarios que se refieren al núcleo de derechos hu-manos y al principio de la democracia, en tanto el discurso no sería posible sin el respeto a esos contenidos.

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ción. En la Teoría de la argumentación jurídica, Alexy seguía teniendo como trasfondo un modelo predominantemente subsuntivo; los llama-dos “casos difíciles” se resolvían a través de su vinculación con el dis-curso práctico general. La tesis de las normas como principios y su re-lación con el modelo ponderativo se encontraba todavía en proceso de elaboración.

La comparación de casos como argumento del precedente se justi-fica en esta obra desde el principio de universabilidad: lo igual debe ser tratado en forma igual. Se advierte, sin embargo, que como no hay dos casos idénticos la clave pasa por la relevancia de las semejanzas o las diferencias. Así, en virtud del principio de universabilidad, quien quiera apartarse del precedente tiene la carga de la argumentación, ya sea para justificar que los hechos se diferencian en alguna circunstan-cia relevante o para sostener que un cambio en la valoración de las cir-cunstancias requiere entonces una solución alternativa. Detrás de todo se encuentra una forma especial de argumento jurídico: la analogía. No hay una teoría especial del precedente —que no era la finalidad de la tesis de la Teoría de la argumentación jurídica.

2. Los “casos” en la Teoría de los derechos fundamentales: el modelo de la ponderación

Los “casos” ocupan, según interpreto, un lugar de mayor importan-cia en la Teoría de los derechos fundamentales que en la Teoría de la argumentación jurídica. En este punto el modelo de Moreso se acer-ca al de Alexy, aunque como veremos, el modelo del primero se queda a mitad de camino para resolver los conflictos de derechos que no en-cuentran una solución convincente a través de la comparación de ca-sos. Veamos primero dónde emergen los casos en una reconstrucción posible de la Teoría de los derechos fundamentales de Alexy: el mode-lo de la ponderación orientado por reglas.

Conforme a la teoría desarrollada en esta obra, el primer paso de la ponderación es determinar con precisión de la colisión entre, por lo menos, dos normas iusfundamentales (la que justifica el fomento del derecho promovido y la que se refiere al derecho afectado por la pro-moción del primero), que no pueden ser realizadas al mismo tiempo y

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bajo las mismas circunstancias de forma completa.10 Un paso adelante en la realización de uno exige la disminución de la realización del otro (es decir, su restricción) y a la inversa.11 Este primer paso implica de-terminar el problema que debe ser resuelto. Hasta aquí se diría que es un problema más definicional que ponderativo o comparativo.12

10 R. Alexy, Theorie der Grundrechte, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1992, pp. 79, 100, 122-125, 146, 152. [R. Alexy, Teoría de los derechos fundamentales, trad. C. Bernal Pulido, Madrid, cepc, 2007]. Véase L. Prieto Sanchís, “Neoconstitucionalismo y ponderación judicial”, en M. Carbonell (ed.), Neoconstitucionalismo(s), Madrid, Trotta, 2003, pp. 133, sobre identificación y resolución de la colisión entre derechos fundamentales en el contexto de un caso concreto.

11 Así, los derechos fundamentales, en la parte que tienen carácter de principios, son reali-zables en forma gradual. Si el derecho fundamental es una regla, entonces se aplica el proce-dimiento de la subsunción. Por ejemplo, el contenido mínimo del derecho tiene el carácter de regla; las reglas resultados de las sentencias que implican desarrollo interpretativo de los princi-pios colisionantes tienen también el carácter de regla. Véase O. Parra Vera, “El contenido esen-cial del derecho a la salud y la prohibición de regresividad”, en C. Courtis (comp.), Ni un paso atrás. La prohibición de regresividad en materia de derechos sociales, Buenos Aires, Ed. del Puerto, 2006, pp. 53-78.

12 En este punto hablo de colisiones (conflictos) entre derechos fundamentales sin hacer dis-tinción entre los conflictos “especialmente intensos” y los “simples” (aquí encajarían los “ca-sos difíciles”). Algunos llaman a los conflictos especialmente intensos “dilemas”, ya sea por-que existe un problema de indeterminación de la respuesta para la justificación racional de la solución del conflicto o por el sacrificio o tragedia que implicaría no poder satisfacer una de las partes del conflicto. Por lo general, quienes trabajan con dilemas suelen utilizar ejemplos ac-tuales de bioética, entre ellos, el caso de las dos gemelas siamesas que morirían si no son sepa-radas, pero que, a su vez, la supervivencia de una exigiría necesariamente la muerte de la otra. Así, “los dilemas muestran este aspecto trágico; un mal inevitable y grave del que no podemos escapar, hagamos lo que hagamos” (Martínez Zorrilla, Dilemas constitucionales..., p. 71). Este tipo de conflictos presentarían un límite para la argumentación jurídica (incluso para la “ponde-ración estructurada” de Alexy, límite que L. Zucca parece encontrar en Alexy cuando éste afirma la existencia de casos en los que los argumentos conducen a un “estancamiento”), en los demás conflictos es posible su resolución por medio de la argumentación. Véase L. Zucca, “Los con-flictos de derechos fundamentales como dilemas constitucionales”, en Zucca, Álvarez, Lariguet, Martínez Zorrilla (eds.), Dilemas constitucionales. Un debate sobre sus aspectos jurídicos y mo-rales, Marcial Pons, 2011, pp. 9-36. Con un análisis en parte crítico de la obra de Zucca, véase G. Lariguet, “Dos concepciones de los dilemas constitucionales. Comentarios a algunas tesis de Lorenzo Zucca”, en Zucca, Álvarez, Lariguet, Martínez Zorrilla (eds.) op. cit., pp. 38-65 y D. Martínez Zorrilla, “Dilemas constitucionales y ponderación. Algunos comentarios sobre la obra de Lorenzo Zucca”, en Zucca, Álvarez, Lariguet, Martínez Zorrilla (ed.), op. cit., pp. 67-90. No puedo abordar en este trabajo las diversas clasificaciones ensayadas sobre conflictos entre dere-chos fundamentales. En todo caso, quedo en deuda con una línea de investigación conformada por los trabajos de Lariguet, Martínez Zorrila, Zucca, Álvarez, entre otros, que ponen especial-mente la mirada en los conflictos entre derechos en los casos trágicos o en situaciones dilemá-ticas. A los efectos del propósito muy humilde de este artículo, comparar la propuesta de Alexy con la propuesta de Moreso, me basta con admitir supuestos de colisiones entre derechos funda-mentales. Admito, sin embargo, que Alexy suele trabajar con ejemplos que se corresponderían

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El segundo paso para la resolución del conflicto de derechos se re-fiere a la búsqueda exhaustiva de reglas-resultados de la ponderación vinculantes pri ma-facie para la solución de la colisión sin pondera-ción. Estas reglas reflejan resultados de anteriores ponderaciones, que fueron reformulados en una regla (llamada en anteriores trabajos regla-resultado de la ponderación),13 según la siguiente fórmula: “Las con-diciones bajo las cuales un principio precede a otro constituyen el su-puesto de hecho de una regla que expresa la consecuencia jurídica del principio precedente”.14 La consideración de las reglas-resultados de la ponderación conforma un supuesto de la aplicación de preceden-tes.15 La referida aplicación resuelve la colisión sin ponderación. Este sería el punto de arranque, según interpreto, de la teoría de Moreso. Esta posibilidad no es descartada por Alexy. Es claro en su teoría que algunas colisiones de derechos se resuelven por comparación con ca-sos (jurisprudenciales o hipotéticos) resueltos en el pasado. Sin em-bargo, existen algunos supuestos en los que los casos relevantes (¿pa-radigmáticos? según Moreso) que nos ayudarían a resolver la colisión de derechos, no existen o su construcción es incipiente porque existen fuertes dudas acerca de la fuerza de los argumentos que sustentan esa solución.16

La vinculación a la regla resultado de la ponderación y, por ende, su aplicación, debe poder ser justi fi ca ble a la luz de las similitudes de las circunstancias del caso anterior con las de la nueva colisión, lo cual supone interpretación y examen crítico de la justificación de la regla-

con los conflictos simples y que Moreso incluye también ejemplos más cercanos a los conflictos especialmente intensos, por ejemplo, el caso del niño Marcos que por razones de objeción reli-giosa se opone a una transfusión de sangre diagnosticada como urgente.

13 Véase L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismässigkeit, cap. 3. 14 Alexy, r., Theorie der Grundrechte, pp. 79-83.15 Ibid., pp. 504/505; Alexy/Dreier, “Precedent in the Federal Republic of Germany”, en N.

MacCormick/B. Summers (comps.), Interpreting Precedents: A Comparative Study, Aldershot, 1997, pp. 17-64; C. Bernal Pulido, “Precedents and Balancing”, en Bernal y Bustamante (eds.), On the Philosophy of Precedent, Stuttgart, Franz Steiner Verlag, 2012, pp. 51-58.

16 En otros casos, el tribunal prefiere ponderar a resolver por comparación porque está más interesado en sentar criterios de resolución para futuras colisiones semejantes que en desarro-llar argumentos por analogía, aunque por ambos caminos argumentativos llegue a la misma so-lución.

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resultado de la pon de ración.17 Ahora bien, si el nuevo caso presenta características que se diferencian con jus ti fi cación de las circunstan-cias de la (aplicable) regla-resultado de la ponderación, en ton ces es posible apartarse de esta última. También puede ocurrir que la regla-resultado de la ponderación no sea aplicable para la solución del caso nuevo porque resulta incorrecta y su justificación criticable. Quien di-siente tiene la carga de la argumentación:18 por ello la vinculación tiene un carácter prima facie. Si no existen en la red reglas-resultados de la ponderación aplicables al caso por resolver o las existentes resultan in-correctas, entonces se pasa a la siguiente etapa.

El tercer paso está así conformado por la ponderación entre los prin-cipios colisionantes. En este contexto no resulta plausible la solución a través de una suerte de prioridad absoluta de uno de los dos principios. El peso del principio depende también, aunque no exclusivamente, de las circunstancias del caso (lado concreto de la ponderación). Sin em-bargo, tampoco se presenta como una ponderación totalmente libre que implique que en algunos casos “la balanza” se inclinará, por ejemplo, hacia la libertad de expresión y en otros a la salvaguarda del derecho a la honra. Desde el comienzo la ponderación está fuertemente orientada por reglas que determinan la intensidad de la restricción y peso de la li-bertad de expresión, e independientemente de las particularidades del caso concreto (lado abstracto de la ponderación).

Por ello, se requiere volver sobre los pasos de la argumentación para solucionar la colisión, que en parte ocurre sin ponderación en el caso concreto cuando: a) se identifica la colisión entre principios y el pro-blema en concreto, b) se identifica y se aplica una regla-resultado de la ponderación anterior que resuelve la colisión sin ponderación, c) se de-termina la intensidad de la restricción del derecho afectado en abstrac-to, d) el peso abstracto del principio afectado (por ejemplo, la libertad

17 Esta concepción de la vinculación prima facie supera a una vinculación meramente atada al pasado y acrítica. Por lo demás, aquí cobra es pecial importancia la dogmática iusfundamental, pues de ella no sólo se espera un tra ba jo de mera sistematización de las decisiones iusfundamen-tales, sino de crítica de su jus tifi ca ción, lo que debería debilitar cualquier intento de petrificación de la red de reglas resultados de la ponderación.

18 Sobre la carga de la argumentación, R. Alexy, Theorie der Grundrechte, p. 507; C. Bernal Pulido, “Estructura y límites de la ponderación”, Doxa, 26, 2003, pp. 225-238.

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de expresión), e) el peso abstracto del principio que se busca proteger por medio de la medida estatal (y que colisiona con la libertad de ex-presión, por ejemplo, el derecho a la honra), g) la formulación de la re-gla-resultado de la ponderación y entre e) y g) ocurre f) la ponderación propiamente dicha, en la que se enfrentan el peso abstracto y la intensi-dad de restricción del principio afectado con el peso abstracto del prin-cipio que se busca promover, por un lado, y el peso concreto y la inten-sidad de restricción de ambos, por el otro. Es decir, de un total de seis pasos, sólo uno tiene que ver con la ponderación en concreto. Además, en más de uno de esos seis pasos los “casos” desempeñan un papel re-levante. Veamos.

El cuarto paso se refiere a la determinación de la intensidad de la restricción al derecho en abstracto. El grado de realización de un principio responde a una formulación positiva. En cambio, el grado de restricción es el grado de no realización: el grado en que no pue-de realizarse a causa de la restricción que le produce la realización del principio que colisiona con él. Así, el grado de restricción formula la relación entre la restricción (la no realización) de un principio y su po-sible realización total. Entre estos dos extremos se puede hablar de restricciones: insignificantes, más o menos leves, medias, intensivas, muy intensivas e intensivas en forma extremas.

Esta caracterización del grado de restricción (o del grado de reali-zación) de un principio se mueve en un plano conceptual-analítico. Se trata así de la comparación entre una restricción total y parcial; o, visto desde el otro punto de vista, de una realización total y parcial. Con la idea de precisar, se habla de un “criterio de extensión”: cada una de las res tric ciones en la escala incluye a la siguiente y expresa una ma- yor restricción y así sucesivamente. Por ejemplo, una prohibición de circular en bicicleta por el bosque implica una restricción más leve que una prohibición de circular en bicicleta en toda la ciudad incluido el bosque. En principio suena plausible. Sin embargo, no siempre la ex-tensión en general, significa la misma intensidad de la restricción en particular. Por ejemplo, se puede aceptar en general que una prohibi-ción de viajar al exterior respecto de todos los países del mundo, ex-cepto el país x, implica una restricción más intensiva a la libertad de

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locomoción que una prohibición de viajar al exterior sólo respecto al país x. Pero en un caso concreto esta última prohibición puede ser mu-cho más intensiva que la general, si el afectado proviene del país x y quiere visitar a su familia y amigos en ese país. Una prohibición de via-jar al país x implica en este caso una restricción más intensiva que la de viajar a todos los países excepto uno en particular. Se considera así que una valoración en concreto es inevitable para determinar la inten-sidad de la restricción iusfundamental en el caso, pues variables como la duración de la restricción o la urgencia en la satisfacción de un gra-do mayor de realización del derecho pueden desempeñar un papel im-portante.19

Sin embargo, esa intensidad puede estar también determinada en parte y desde el comienzo por argumentaciones que no dependen de las circunstancias concretas del caso individual y que con frecuencia tie-nen que ver con la relación entre el principio restringido y otros prin-cipios. En el supuesto de la colisión de la libertad de expresión sobre asuntos de interés público y el derecho a la honra de un funcionario, la libertad de expresión suele presentar desde el comienzo defensas argu-mentativas preventivas contra su restricción. Este derecho admite limi-taciones, pero “estas restricciones tienen carácter excepcional y no de-ben limitar, más allá de lo estrictamente necesario, el pleno ejercicio de la libertad de expresión y convertirse en un mecanismo directo o in-directo de censura previa”.20 A su vez, las defensas argumentativas se relacionan con un argumento de tipo democrático:

dada la importancia de la libertad de expresión en una sociedad demo-crática y la elevada responsabilidad que ello entraña para quienes ejer-cen profesionalmente labores de comunicación social, el Estado no sólo debe minimizar las restricciones a la circulación de la información sino también equilibrar, en la mayor medida de lo posible, la participación de las distintas informaciones en el debate público, impulsando el plu-ralismo informativo.21

19 C. Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad, p. 763.20 Por ejemplo, véase caso Kimel vs. Argentina, Corte Interamericana de Derechos Huma-

nos, sentencia del 2/5/2008, en <http://www.corteidh.or.cr/docs/casos/ articulos/seriec_177_esp.doc>.

21 Kimel vs. Argentina, op. cit.

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Todo esto lleva a sostener que la restricción a ese derecho debe ser vista con especial cautela. Para determinar la restricción a la libertad de expresión derivada de la aplicación de una sanción a un periodista por dichos emitidos por la prensa sobre asuntos de interés público, también debe tenerse en cuenta el carácter estigmatizante de la sanción penal22 y el efecto disuasorio que la sanción produce para futuras expresiones. Por ello la restricción a la libertad de expresión de un periodista sobre asuntos de relevancia pública que afectan a un funcionario público sue-le ser grave. En suma, para determinar el grado e intensidad de interfe-rencia y la importancia de realización de los principios se utilizan ar-gumentos que no poseen una característica específica de ponderación. Todos los argumentos disponibles en el marco de la argumentación ju-rídica pueden ser alegados; es decir, argumentos que provienen de la dogmática, de precedentes, prácticos en general, empíricos,23 formales. Nuevamente aquí aparecen los “casos”24 no ya para resolver la coli-sión de derechos sin ponderación, sino para identificar qué tan inten-siva es la restricción del derecho en cuestión. Si en casos similares la restricción fue justificada como muy intensiva por qué no aplicar esos casos y sus justificaciones para fundamentar que en el presente tam-bién se trata de una restricción intensiva.

El quinto paso trata de la determinación del peso abstracto del de-recho afectado. Esta interpretación está orientada por argumentaciones que no proceden del caso concreto25 y se puede determinar por:26 (i) la justificación mediante la fuerza de los intereses, (ii) la justificación del

22 Véase L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, cap. 3. 23 R. Alexy, Theorie der Grundrechte, pp. 144, 149/150, 267. 24 Aquí me refiero a los “casos” como casos genéricos.25 Aquí me refiero al caso concreto como caso individual.26 Martínez Zorrilla critica a la teoría de Alexy por resultar insuficiente. Por ejemplo, sos-

tiene acertadamente que Alexy “no aporta criterios relativos a la determinación […] de los gra-dos de importancia de satisfacción y afectación de los principios”, véase D. Martínez Zorril-la, Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa, Barcelona, Marcial Pons, 2007, pp. 249-250. Véase criterios en J-R. Sieckmann, “Zur Begründung von Abwägung-surteilen”, Rechtstheorie 26, 1995, pp. 45-69 [J-R. Sieckmann, “Sobre la fundamentación de juicios ponderativos” (Tr. de C. Bernal Pulido), en Sieckmann, El modelo de los principios, Bo-gotá, Ed. del Externado, 2006, pp. 159-205] y J-R. Sieckmann, “Abwägung von Rechten”, arsp 81, 1995, pp. 164-184; N. Jansen, “Die Abwägung von Grundrechten”, Der Staat, 36, 1997, pp. 27-54; L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, pp. 178-198; C. Bernal Pulido, El prin-cipio de proporcionalidad, p. 763.

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peso del principio mediante la conexión con otros principios,27 (iii) la justificación mediante sentencias anteriores.28 La conexión que otorga un peso abs trac to alto a un principio adquiere sentido en el marco de una determinada práctica cons ti tucional o práctica regional de protec-ción de los derechos humanos. Así en Estados con democracias consti-tucionales, los prin ci pios que otorgan un peso abstracto alto a otros con los que están conectados son, como mínimo: el prin cipio de protección y respeto de la dignidad, el de autonomía, el principio democrático, el de especial protección a grupos desaventajados por desigualdad estruc-tural (por ejemplo, mujeres, niños, ancianos, pueblos originarios, per-sonas con discapacidad). Por ejemplo, otorgar un peso abstracto “es-pecialmente alto” a la libertad de ex pre sión de una opinión en la arena política se justifica en tanto la “discusión libre es el fundamento pro-piamente dicho de la sociedad libre y democrática”.29 Adquiere todavía más peso cuando se trata de una contribución “a la lucha intelectual de opiniones en una cuestión que toca en especial al público”.30 En varias de las prácticas constitucionales, por ejemplo, la del sistema interame-ricano, la libertad de expresión es también un derecho especialmente protegido. De este modo, al tratarse de una restricción grave, sumada a un peso abstracto alto de la libertad de expresión, la restricción des-pierta cuestionamiento desde un principio y desafía desde antes de la ponderación en concreto a cualquier contra-argumento (que hable en favor de la restricción).31

En el sexto paso se trata de determinar el peso abstracto del princi-pio contrario. Aquí también se aplican los mismos tres criterios expre-sados en el paso quinto. La determinación procede por la acumulación

27 Véase L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, cap. 3.I.4.1.1.1. y reglas (HR’) (HR’’) y (HR’’’).

28 El peso abstracto se justifica como contenido de una deci sión que es fruto de una ponde-ración anterior en el mar co de un procedimiento ar gu mentativo. El peso no se le atribuye por la mera auto ri dad de quien toma la decisión, si no por las características del procedimiento de-liberativo. Esta distinción debe ser tenida en cuenta co mo un argumento para la imputación de un peso abstracto distinto; según la legitimidad discursiva del resultado de la solución. Véase L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, pp. 182, 299-305, 346, y cap. 3.I.4.1.1.2.

29 BVerfGE 90, 1 (20/21).30 BVerfGE 7, 198 (212); 12, 113 (125); 20, 56 (97); 42, 163 (169); 54, 129 (139); 60, 234

(241); 82, 272 (282), 86, 1 (10), entre otros.31 Véase caso Kimel vs. Argentina, Corte IDH, 2008.

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de principios que pueden aumentar o debilitar desde el comienzo el peso del derecho a la honra del funcionario que se siente afectado por los dichos de un periodista sobre un asunto de interés público. El peso abstracto del honor de un funcionario sobre un asunto de interés públi-co es bajo. Esto surge de la relación del derecho al honor con el prin-cipio democrático y se resume en la fórmula de especial tolerancia que debe soportar quien voluntariamente desempeña un cargo público. El umbral no se asienta en la calidad del sujeto, sino en el interés públi-co de las actividades que realiza el funcionario. Por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos viene construyendo —y justifi-cando— este peso bajo del derecho a la honra mediante una cadena de precedentes.32

El séptimo paso se refiere a la ponderación en concreto entre el peso abstracto y concreto de los principios y la intensidad de la restricción de los derechos afectados (ponderación propiamente dicha). Este paso está conformado por la aplicación de la “ley de la ponderación”, la cual, según la reconstrucción de Alexy, establece que: “Cuanto mayor es el grado de no satisfacción o afectación de un principio, tan to mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción del otro”.33 La ley de la ponderación establece una relación entre grados de realización o afec-tación e importancia de la realización de dos (o más) principios. No dice qué tan pesada o intensa es la interferencia o restricción iusfunda-mental en el caso concreto. No puede determinar, por sí y a causa de su estructura comparativa, la relación de prioridad condicionada que pone fin a la tensión de los principios. En este sentido, la ley de la pondera-ción no ofrece una pauta material para la solución de la colisión, sino un procedimiento para la justificación —y en su caso, la correspon-diente crítica— de la decisión del conflicto entre principios. La mis-ma determina que para justificar debidamente una no realización o no satisfacción muy grave de un derecho no basta con que la realización

32 Kimel vs. Argentina, Corte IDH, 2008, consid. 87), con cita de caso Herrera Ulloa, párr. 128, 129, caso Canese, Ricardo párr. 98°, 103.

33 R. Alexy, Theorie der Grundrechte, pp. 146, 267, 270 y ss., 316 y ss., 319, 324, 409, 423 y ss., 468 y ss.; cfr. p. ej.: BVerfGE 11, 30 (43), formulaciones similares pueden encontrarse en, BVerfGE 7, 377 (404); 17, 232 (242); 17, 306 (313 y ss.); 20, 150 (159); 23, 50 (56); 26, 259 (264); 30, 227 (243); 30, 336 (351); 32, 1 (34); 33, 171 (187); 35, 202 (226); 36, 47 (59); 40, 196 (227); 41, 251 (264); 41, 378 (395);70, 297 (307 ss.); 72, 26 (31).

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del principio colisionante sea poco importante, débil. Así, quien realiza una ponderación debe preguntarse si se tuvo en cuenta el peso abstrac-to y el peso concreto de los principios que colisionan y la intensidad en abstracto y en concreto de la restricción a los derechos del afectado, de modo de no exigirle, además, tolerar una restricción insoportable.34

Por ello es especialmente importante tomar en consideración el peso y la intensidad de restricción de los derechos en abstracto, pues deter-minan el tipo de razones que se exigen en concreto para dar por justifi-cada o no la limitación al derecho.35 Así, por ejemplo, si se considera el peso abstracto alto de la libertad de expresión y la restricción es grave, no basta con que del otro lado esté la realización del derecho al honor de un funcionario alcanzado por la crítica al ejercicio de su función en conexión con un tema de interés público, que posee un peso abstracto bajo.

La importancia y peso abstracto de los principios pretenden influir en el resultado de la ponderación. Sin embargo, esta pretensión puede verse relativizada por la consideración que merecen las circunstancias especiales del caso: el peso concreto de los principios colisionantes, la intensidad de restricción concreta de los principios colisionantes,36 la duración de la restricción al derecho,37 la posibilidad de haber evita-

34 BVerfGE 30, 292 (316); 67, 157 (178); 81, 70 (92) BVerfGE 90, 145 (173); 48, 396 (402); 83, 1 (19).

35 Alexy ha propuesto la “fórmula del peso” (Gewichtsformel), en la que reconstruye la ma-nera para encontrar el peso concreto de un principio que colisiona con otro en el marco de una ponderación. Véase R. Alexy, “Die Abwägung in der Rechtsanwendung”, en Jahresbericht des Institutes für Rechtswissenschaften an der Meeij Gakuin Universität, 17, 2001, pp. 69-83; R. Alexy, “Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales” (Tr. de C. Bernal Pulido), Revis-ta Española de Derecho Constitucional, núm. 66, Madrid, 2002; para un análisis detallado de la fórmula del peso, véase C. Bernal Pulido, “The Rationality of Balancing”, en arsp, vol. 92, 200�, pp. 195-208 y uno crítico por su carácter superfluo e inadecuado, véase J. Sieckmann, “Concepciones de la ponderación: optimización y la fórmula del peso de Robert Alexy”, en Bea-de/Clérico, Desafíos a la ponderación, Bogotá, Univ. del Externado, 2011, pp. 189-230.

36 Véase R. Alexy, “Zur Struktur der Grundrechte auf Schutz”, en Sieckmann (comp.): Die Prinzipientheorie der Grundrechte. Studien zur Grundrechtstheorie Robert Alexys, Baden-Ba-den, 2007, pp. 105-121 [traducción al castellano de D. Oliver Lalana en J-R. Sieckmann, La teo-ría principialista de los derechos fundamentales. Estudios sobre la teoría de los derechos funda-mentales de Robert Alexy, Madrid/Barcelona/Buenos Aires, Marcial Pons, 2011, pp. 119-135].

37 C. Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad, p. 776, aunque aquí sólo se toma la re-gla propuesta por el autor en relación con la determinación de la intensidad de la restricción; es decir, “Cuanto más tiempo impida o dificulte la intervención legislativa el ejercicio de la posi-

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do la restricción al derecho por un medio alternativo, el carácter (in)soportable de la restricción al derecho para el afectado,38 la urgen-cia que requiere la satisfacción del derecho39 o el grado de intensidad con la que se controla la ponderación realizada por el legislador legi-timado democráticamente o por el tribunal preopinante. En este senti-do, la faz concreta de la ponderación en el examen de proporcionali-dad en sentido estricto representa una suerte de “instancia falibilística irrenunciable”.40 Esto no convierte al modelo de la ponderación orien-tado por reglas en un modelo particularista. Considerar las circunstan-cias del caso concreto implica tener que volver a pensar el peso de los argumentos que sostenían las soluciones que se dieron a las colisiones semejantes anteriores. No se trata simplemente de que la particulari-dad de las circunstancias puedan imprimir nuevos contornos al proble-ma normativo sujeto a solución y así desafiar al peso de los argumentos que sostienen las soluciones preestablecidas. En todo caso se trata de la aplicación de la regla de la argumentación de saturación de todos los argumentos posibles.

En esta etapa se trata en definitiva de determinar, en términos sim-ples, si los argumentos que hablan a favor del derecho fundamental co-lisionante (derecho a la honra) son más pesados que los que hablan a favor de una mayor realización del derecho limitado (libertad de expre-sión). La ponderación culmina cuando se ha agotado el sopesamiento de los argumentos que hablan a favor y en contra del peso de los princi-pios y de la intensidad de la restricción a la luz de las circunstancias del caso concreto. Por ello, una restricción grave a la libertad de expresión de un periodista cuando aborda un asunto de interés público (por ejem-plo, la tramitación de una causa sobre hechos ocurridos durante la últi-

ción iusfundamental prima facie, mayor será la intensidad de dicha intervención y mayor el peso que deberá atribuirse al derecho fundamental en la ponderación.”

38 Véase caracterización de la prohibición de “exigir lo insoportable” (Unzumutbarkeit) en L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, pp. 228, 246, 347, y cap. 2.III.2.2.1.1.3, cap. 3.II.3; G. Beade, “El carácter deontológico de la ponderación”, en Beade/Clérico (ed.), Desafíos a la ponderación, pp. 253-297 (293); M. Aldao, “La ponderación en el estado democrático de derecho: del conflicto de intereses a la verificación de la vigencia de los derechos fundamenta-les”, en Beade/Clérico, Desafíos a la ponderación, pp. 467-484 (480).

39 R. Alexy, Theorie der Grundrechte, p. 466; R. Arango, Der Begriff der sozialen Grundre-chte, Baden-Baden, Nomos, 2001, pp. 226, 227, 238, 239.

40 R. Alexy, Recht, Vernunft, Diskurs, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1995, p. 69.

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ma dictadura militar en Argentina respecto de “temas de notorio interés público”) no puede ser justificada por la importancia leve, moderada de realizar el derecho al honor de un funcionario (por ejemplo, el honor del juez que entendía en la causa y que debe soportar y tolerar la críti-ca respecto de la forma en que ejerce un cargo público: “como sucede cuando un juez investiga una masacre en el contexto de una dictadura militar, como ocurrió en el presente caso”).41

El último paso del modelo de la ponderación orientado por reglas gira en torno a la reformulación del resultado de la ponderación como regla aplicable para solucionar colisiones futuras. El procedimiento ar-gumentativo de la ponderación no se ve satisfecho si el resultado de la resolución de un conflicto entre principios no puede ser reformulado en una regla-resultado de la ponderación —nuevamente aquí reaparece la importancia del caso entendido ahora como una suerte de “precedente” en la Teoría de los derechos fundamentales.42

Esta regla-resultado de la ponderación vincularía a reglas a quien realiza una ponderación, y en este sentido, limitaría su discrecionali-dad, en tanto sería incoherente que no estuviera dispuesto a aplicar pri-ma facie para la solución de casos futuros similares el resultado de la colisión que está decidiendo en el presente.43 En este sentido, se apli-

41 Kimel vs. Argentina, Corte IDH, 2008 consid. 86).42 R. Alexy, Theorie der Grundrechte, p. 83.43 La respuesta a la pregunta de si una regla-resultado de la ponderación es aplicable para

la solución de una colisión de principios, trata sobre todo de comparación y justificabilidad. La comparación comprende, por un lado: el caso anteriormente decidido, la regla-resultado de la ponderación aplicable, su justificación y el contexto de esa decisión. Y por el otro lado: el caso que debe ser resuelto, el actual contexto, y la hipotética regla-resultado de la ponderación como solución del caso y su justificación. La operación que realiza quien aplica el derecho se puede ilustrar a través del círculo hermenéutico de “ida y vuelta de la mirada” entre cada uno y todos estos elementos. Ese “ida y vuelta de la mirada” entre las similitudes y las diferencias se orien-ta por la má xima de igualdad, aplicada como metarregla. Significa que lo relevantemente igual, de be ser tratado como igual y lo relevantemente desigual debe ser tratado como desi gual. A su vez, un desigual tratamiento de lo igual, y un igual tratamiento de lo desigual, requiere de una justificación suficiente. Se puede diferenciar así dos pretensiones en el marco de este proceso de reflexión, que pueden estar en tensión. Por un lado, se eleva la pretensión de aplicación de la regla-resultado de la ponderación para la solución de otros casos (más allá del caso de donde surge la regla). Ésta es una pretensión de generalización. Se enfatizan las similitudes entre am-bos casos, de manera tal que lo relevantemente “igual” según las posibilidades sea tratado como igual. Por el otro lado, se eleva una pretensión de ponderación en el caso concreto. Se enfatizan, así, las diferencias de cada caso. Se trata de una pretensión de concretitud. En esta línea de argu-

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ca la regla de la Teoría de la argumentación jurídica que dice: “(J.13) Cuando pueda citarse un precedente en favor o en contra de una de-cisión, debe hacerse”. Así, la consideración del resultado-regla de la ponderación conforma un supuesto de la consideración de precedentes —o, si se quiere, de casos paradigmáticos, en la línea de Moreso— que incluso puede conformar una red de reglas-resultados de la pondera-ción.

II. Los casos en la red de reglas-resultados de las ponderaciones ius fun da men ta les: la necesidad de apertura

Una red de reglas-resultados de la ponderación podría ser estructu-rada mediante cadenas de relaciones de prioridad condicionadas. Al-guien podría objetar la utilidad práctica de este tipo de red, en tanto su reconstrucción es muy trabajosa y su fuerza de validez prima facie es acotada. En este sentido, no habría por qué esperar más de un orden de relaciones de prioridad en términos de reglas-resultados de la ponde-ración condicionadas, pero justamente ahí radica su atractivo: facilita la información y la argumentación acerca de la historia del peso de un principio bajo determinadas condiciones y frente a principios colisio-

mentación, la regla-resultado de la ponderación no alcanza para la solución del nuevo caso: deja de lado características de la situación concreta, que la regla no contempla y que para la solución del caso son relevantes. Visto sólo desde esta pretensión, la regla-resultado de la ponderación no sería aplicable. Detrás de esta tensión se encuentra una más general entre la justicia genera-lizadora y la justicia en el caso concreto. El modelo de la ponderación orientado por reglas no se decide por la primacía definitiva de alguna de las dos pretensiones, aunque se incline por una consideración prima facie (aunque no en forma definitiva) de la primera pretensión, que como se advirtió anteriormente requiere de la consideración de las circunstancias del nuevo caso para determinar la aplicación de la regla-resultado de la ponderación. En este sentido, se diría que se pone el énfasis en el procedimiento de justificación, pues estructura la justificación de la de-cisión de primacía condicionada a través de reglas de la “Teoría de la argumenta ción jurídica”. r. Alexy, Theorie der juristischen Argumenta tion, pp. 339 y reformulación [en L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, pp. 153, 345] en el marco del examen de proporcionalidad en sentido estricto como (ar): cuando un medio es adecuado técnicamente y es el menos lesivo y hay que deter mi nar, si la restricción iusfundamental que causa la medida estatal es proporcional en sentido estricto con el fin estatal y una regla-resultado de la ponderación presenta similitudes relevantes con las circunstancias del caso, entonces esa regla debe ser considerada para la solu-ción de la colisión y, si no se la aplica o sigue, entonces hay que justificar su inaplicabilidad o seguimiento en concreto.

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nantes. Si se dan condiciones similares y su aplicación es justificable, ofrece una solución para la colisión; cuando su aplicación se descarta, muestra en qué sentido se debe justificar. De este modo, no sólo contri-buye a reconstruir la historia de prioridad (o en su caso de preteridad) condicionada de los principios iusfundamentales, sino también a exi-gir publicidad en la justificación del peso concreto de los principios, y en ambos sentidos, limita la discrecionalidad del operador jurídico que realiza una ponderación iusfundamental.

Ahora bien, una red de reglas-resultados de las ponderaciones ius-fundamentales tiende con el paso del tiempo y en el marco de una prác-tica constitucional estable a una suerte de fijación y a una posible pe-trificación de sus contenidos. A primera vista, este proceso presenta cierto atractivo, porque en tan to promueva continuidad y estabilidad de la práctica constitucional posibilita prever las so lu ciones de las colisio-nes iusfundamentales. Así, la red gana en confianza. A su vez, de bilita la objeción en contra de los resultados de las ponderaciones iusfunda-mentales en términos de disminución del principio de previsibilidad.

Sin embargo, es cierto que, por más estable que sea la red de re-glas-resultados de las ponderaciones ius fun da men tales, ello no debi-lita la objeción que señala la disminución en el grado de realización del principio de seguridad jurídica, si se interpreta en la forma “tradi-cional” como mera pre vi sibilidad del resultado de la decisión. En el contexto de un modelo procedimental de la ponderación, el principio de la seguridad jurídica colisiona con otros principios. Quien sostie-ne una prioridad definitiva del principio de la seguridad jurídica, in-ter pretado en el sentido “tradicional”, supone una concepción material (y conservadora) de la ponderación. Pero si la seguridad jurídica se interpreta en el sentido de una “seguridad jurídica de pendiente de un procedimiento”,44 el modelo de la ponderación puede facilitar un “pro-

44 Sobre la “seguridad jurídica dependiente del procedimiento”, véase J. Habermas, Fak ti zi-tät und Geltung, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1992, p. 270; además, M. Atienza, El sentido del derecho, Barcelona, Ariel, 2001, pp. 181-183, propone una reinterpretación del concepto de seguridad jurídica en el contexto de estados constitucionales como la capacidad de un deter-minado ordenamiento jurídico para hacer previsibles los otros valores, es decir, la libertad y la igualdad. Así la seguridad jurídica sería un valor adjetivo con respecto a los otros y entonces “la justicia podría definirse como la seguridad de que el Derecho nos proporciona un máximo de libertad y de igualdad”.

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cedimiento de justificación” que en cuanto a su estructura es determi-nable con an terioridad y sugerir posibles resultados de las colisiones e indicar las que no pueden ser justificadas. En el marco del juego ar-gumentativo de las “razones y contrarrazones” se puede justificar por qué hay que apartarse de la aplicación de un resultado-regla de la pon -deración a la luz de las diferencias (justificables) del caso concreto. En este sentido, un modelo de la ponderación orientado por reglas con-tribuye a la realización de una previsibilidad procedimental, aunque siempre susceptible de ser desafiada por razones provenientes de las restricciones por acción u omisión a los derechos fundamentales.

Una red de reglas-resultados de las ponderaciones tiene, además, una “función de des car ga”. ¿Por qué realizar una ponderación si la misma es justificadamente redun dan te?45 Y lo es si las circunstancias del caso que alberga una colisión pueden ser sub su mi das bajo el antecedente de una regla-resultado de la ponderación existente. Pero, aún más, la fun-ción de la descarga contribuye en el sentido advertido por Hesse: se puede evitar el recurrir repentino a los “valores” a través de la aplica-ción de un grupo estable de “puntos de vistas y reglas”. Y a su vez, esto se logra mediante una ju ris prudencia iusfundamental y constitucional continua.46

Sin embargo, no todo son ventajas en la aceptación de una red de reglas-resultados de las ponderaciones. La continuidad irreflexiva y la estabilidad contribuyen a la pe trifi ca ción. Ésta se produce si la red no es en la práctica porosa a la aceptación de nue vas reglas-resultados de las ponderaciones divergentes de las reglas-resultados de las pondera-ciones ya existentes. Así, un tratamiento irreflexivamente i gual de los casos lleva a no ejercitar la toma en consideración de diferencias re le-van tes entre las circunstancias de los casos. La búsqueda irreflexiva de una previsibilidad de las decisiones tiende hacia una aplicación auto-mática de las reglas-re sul ta dos de las ponderaciones que con frecuen-

45 R. Alexy, Theorie der Grundrechte, p. 507; pero bajo la advertencia de que quien aplica el derecho no puede neutralizar su responsabilidad ocultándose detrás de la aplicación de una re-gla.

46 K. Hesse, Grundzüge des Verfassungsrechts der Bundesrepublik Deutschland, Heidelberg, 1995, p. 127, párrafo 299.

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cia podría llevar a resultados de colisiones entre principios sin una jus-tificación iusfundamental suficiente.47

Por ello, es cierto que en la práctica existe el peligro de que una red se incruste en sí misma. Sin embargo, este problema también aqueja a un modelo de la ponderación orientado por reglas. Esta suerte de “ca-nonización” se trata de evitar enfatizando el carácter prima facie de la vinculación a las re glas-resultados de las ponderaciones, que contribu-ye a la “apertura”, a la “his to ri ci dad”, al “movimiento” de la red. Las razones son bien conocidas.

Por un lado, las re glas no alcanzan para registrar todas las caracterís-ticas de un nuevo caso que puede jus tificar apartarse de aplicar la regla existente; además, las reglas-re sul ta dos de las ponderaciones pueden ser incorrectas desde el punto de vista iusfundamental. En este sentido, la pertenencia a una red no convierte automáticamente a la regla-resul-tado de la ponderación incorrecta, por pro blemas en su justificación, en una decisión con una correcta justificación ius fun da men tal.

Por el otro lado, la vinculación a las reglas-resultados de las ponde-raciones pue de ser interpretada como histórica o nor mativa. Una con-cepción histórica prio ri za ría la aplicación de la regla-resultado de la ponderación por ser parte de una práctica cons ti tucional que, a su vez, posibilita continuidad. Para una concepción normativa esto no alcanza. La vinculación a la regla y, por ende, su aplicación debe poder ser justi-fi ca ble a la luz de las similitudes relevantes de las circunstancias de la nueva colisión iusfundamental, lo cual supone interpretación y examen de la justificación de la regla-resultado de la pon de ración. Esta concep-ción de la vinculación supera a la primera, pues promueve la apli cación crítica de la regla, y concilia dos lados del discurso iusfundamental: la justi ficación y la aplicación de la regla-resultado de la ponderación.48

47 L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, cap. 3; [L. Clérico, El examen de pro-porcionalidad, cap. 3, pp. 192-195]; véase en materia de control de constitucionalidad de leyes penales y los cambios jurisprudenciales, M. Maxit, El deber de reparar condenas ilegítimas. Los cambios de jurisprudencia y su impacto en el proceso penal, Buenos Aires, Ed. del Puerto, 2009, pp. 85-97.

48 Por último, puede o currir, que el operador jurídico se decida por la aplicación automática e irreflexiva de las reglas-resultados de las ponderaciones. Esta objeción no se dirige contra una carac te rística específica del modelo de la ponderación, sino contra cual quier modelo que impli-que aplicación de reglas y precedentes. Por lo demás, aquí cobra es pecial importancia la dogmá-

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En pocas palabras: por un lado, un modelo de la ponderación ius-fundamental orientado por reglas re quiere de la reconstrucción de una red de reglas-resultado de la ponderación con fuerza vin culante prima facie. En este sentido, la ponderación iusfundamental en el marco del e xa men de proporcionalidad en sentido estricto supone una suerte de ra cio na lidad en cadena de sus decisiones a fuerza de reconstrucción, interpretación, apli ca ción y justificación, lo que aleja el modelo de uno de “mera ponderación” y disminuye con si derablemente la posible ar-bitrariedad del operador jurídico. Por el otro lado, si la aplicación de una regla-resultado de la ponderación puede ser justificada y sirve para la solución de la tensión entre principios —y a los efectos de determi-nar si la restricción al derecho logra ser justificada por la importancia y peso de los argumentos que hablan a favor de otros principios—, en-tonces no hay ponderación. De lo contrario hay que ponderar.

En cualquier caso, es posible afirmar que a pesar de todo la red no es inútil en estos supuestos. En este sentido se puede hablar de una red de puntos de vista que surgen de las razones de las reglas de los resultados de las sentencias y que sirven para determinar la importancia de la rea-lización, la intensidad de la restric ción y el peso de los derechos fun-damentales (segundo pilar del modelo de la ponderación orientado por reglas).49 Por ejemplo, en relación con una ponde ra ción entre la liber-tad de expresión de una opinión en el ámbito público y la protección del honor personal se sostiene que “[e]l resultado de la ponderación no se puede anticipar de forma general y abstracta a causa de su conexión con el caso. Sin embargo, han sido desarrollados en la jurisprudencia una se rie de puntos de vista que suministran criterios para la pondera-ción concreta”.50 A su vez, el análisis, por vía de ejemplo, del control de la justificación a la limitación del de re cho fundamental a la libertad de expresión, sugiere que el resultado de la pon de ra ción es poroso a la aplicación de criterios indepen dien tes de la ponderación que se hace en el caso concreto. Si bien estos criterios y su formulación y justifica-

tica iusfundamental, pues de ella no sólo se espera un tra ba jo de sistematización de las decisio-nes iusfundamentales, sino de crítica de su jus tifi ca ción, lo que ayudaría a debilitar el intento de petrificación de la red.

49 L. Clérico, Die Struktur der Verhältnismäßigkeit, cap. 3. 50 BVerfGE 93, 266 (293) - sentencia “Los soldados son asesinos”.

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ción su ponen valoraciones, el modelo de la ponderación orien tado por reglas adquiere con ello un mayor grado de racionalidad. Estos crite-rios son pre exis ten tes e independientes de la ponderación que se reali-za para la solución del caso con creto. Es decir, no se originan con pos-terioridad a la ponderación, por lo que no se podría pre di car que son meras construcciones ad-hoc del que pondera. Estos criterios preten-den de ter minar —y en este sentido limitar— la ponderación en el mar-co de una práctica cons ti tu cio nal estable. Así, el resultado de la ponde-ración puede determinarse mediante cri te rios preexistentes sobre grado de realización, grado de restricción, importancia de la res tricción, peso y valor de realización; y esto ocurre, en parte, por medio de la compa-ración de casos. A través de las ponderaciones y las reconstrucciones críticas se constituye con el correr del tiempo una red de puntos de vis-ta concretos y reglas (sin embargo, que debe permanecer abierta) para la aplicación del respectivo derecho fundamental.

En suma, en el modelo de la ponderación orientado por reglas que surge de una reconstrucción posible de la interpretación de la Teoría de los derechos fundamentales de Alexy, los casos precedentes (como casos genéricos) pueden evitar recurrir a la ponderación a los efectos de solucionar una determinada colisión de derechos. Si un caso pre-cedente no es relevante para la solución de la colisión, igualmente las cadenas de casos desempeñan un papel importante para calibrar la in-tensidad de la restricción y el peso de los derechos en colisión. Veamos ahora la posición de Moreso, que a mi entender presenta similitudes con la parte de la teoría de la ponderación de Alexy que supone la apli-cación de casos.

III. El modelo de Moreso

Moreso propone la solución de colisiones de derechos a través de un modelo intermedio entre una “concepción subsuntiva” y una “concep-ción particularista”. Su propuesta sería supuestamente “superadora” de la propuesta de Alexy. Sin embargo, la propuesta de Moreso presen-ta más parecidos de familia que diferencias con parte del modelo de la ponderación de Alexy —claro está, incluyendo la porción en la que

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este último autor se refiere a las reglas de precedencia que surgen de las soluciones de anteriores conflictos de derechos y a la red conformada por esos resultados.

Para entender la posición de Moreso es preciso ubicarla entre dos modelos que él niega que sean candidatos plausibles para la recons-trucción de las formas de aplicación de normas de derechos fundamen-tales: el subsuntivo y el particularista. Su propuesta se ubicaría entre estos dos modelos, que representan los extremos opuestos de la paleta de posibilidades. En una nueva versión de su artículo ubica al modelo de Alexy, que llama enfoque “proporcionalista”,51 como un modelo in-termedio —antes lo clasificaba como una concepción particularista.52

La concepción subsuntiva es ya ampliamente conocida, como lo son sus limitaciones para resolver colisiones entre derechos fundamentales. Se trata de subsumir el caso particular en una pauta general. La tarea del intérprete consistiría en una suerte de armado de un mosaico. Cada pieza del mosaico estaría constituida por una norma de derecho funda-mental cuyo contorno es importante porque trazaría el alcance de los comportamientos incluidos en esas normas. Una vez realizada la tarea de limar los contornos de todas las normas de derechos fundamenta-les, quedaría armado el mosaico, cada pieza con su respectivo conteni-do, y a su vez las normas ya no estarían más en colisión. Los derechos fundamentales quedarían adecuadamente delimitados (especie de teo-ría interna).53 Sin embargo, esta forma no ha sido realizada en su for-ma “pura”, según Alexy.54 Como bien se pregunta Moreso en términos críticos: “¿cómo es posible realizar una interpretación de todas las nor-

51 J. Moreso, “Conflictos entre derechos constitucionales y maneras de resolverlos”, en ar-bor, Ciencia, Pensamiento y Cultura, septiembre-octubre, 2010, pp. 821-832, 824.

52 J. Moreso, “Dos concepciones de la aplicación de las normas fundamentales”, en Revista Direito GV, jul.-dic. 2006, pp. 13-30, 18.

53 Sobre una explicación detallada y crítica de las teorías internas de los derechos fundamen-tales, véase C. Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad, pp. 442-486.

54 R. Alexy, “Die Konstruktion der Grundrechte”, en L. Clérico/J.-R. Sieckmann (ed.), Grun-drechte, Prinzipien und Argumentation. Studien zur Rechtstheorie Robert Alexys, Baden-Ba-den, 2009, pp. 9-19 [traducción al castellano de L. Clérico y J. Sieckmann: en L. Clérico/J.-R. Sieckmann/D. Oliver-Lalana (ed.), Derechos fundamentales, principios y argumentación. Estu-dios sobre la teoría jurídica de Robert Alexy, Granada, Comares, 2011, pp. 1-14].

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mas que establecen derechos fundamentales de modo que los compor-tamientos por ellas regulados encajen perfectamente entre sí?”55

Como posible respuesta a las limitaciones de la posición subsuntiva aflora la posición particularista, para la cual la corrección de una ac-ción no depende de que el caso caiga bajo el supuesto de una pauta ge-neral. Para los particularistas, la relevancia de las propiedades siempre depende de las circunstancias del caso concreto. Si una circunstancia fue tomada como relevante para la solución de un problema normativo, esto no asegura que lo será necesariamente para la solución de proble-mas futuros semejantes: todo depende del contexto. Moreso se refie-re al caso del niño Marcos que profesa la religión Testigo de Jehová y que se encuentra en grave estado de salud y requiere ser transfundido. Los padres tienen la obligación de hacer todo lo posible para salvar la vida de su niño y si no lo hicieran su conducta sería jurídicamente re-prochable. Sin embargo, el Tribunal Constitucional español argumenta en el contexto del caso de Marcos, que el hecho de que los padres no quisieran convencer al niño de someterse a la transfusión de sangre no es punible porque se trata de un supuesto del ejercicio de la libertad de religión. Y como los contextos son muy diversos, sostienen los particu-laristas, no sería posible “atrapar” un principio válido en todos los con-textos de manera invariable.56 La crítica a esta posición —y más allá de la resolución del caso del niño Marcos— viene más que nada desde la perspectiva de los destinatarios de los derechos fundamentales (tanto sujetos titulares como obligados). Los destinatarios quedarían al arbi-trio de los aplicadores, porque cualquier contexto se presentaría lo sufi-cientemente resbaladizo como para ser encastrado en la ilusión del mo-saico de los defensores del modelo subsuntivo.

Todo lo cual lleva a pensar en opciones intermedias, entre ellas la de Alexy y la de Moreso. La característica de estos enfoques —más allá de las diferencias— sería que los principios colisionantes mantienen su fuerza, su validez, a pesar de que uno salga vencedor y el otro venci-

55 J. Moreso, “Dos concepciones de la aplicación de las normas fundamentales”, cit., nota 52, p. 18.

56 J. Moreso, “Conflictos entre derechos constitucionales y maneras de resolverlos”, cit., nota 51, p. 823; cfr. D. Martínez Zorrilla, Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa, p. 178.

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do, pues el vencido sólo ve reducido su alcance en esa colisión, aunque lo mantenga para otras. Veamos el procedimiento sugerido por More-so, consistente en los siguientes cinco pasos: a) la delimitación del pro-blema normativo que presenta el caso; b) la identificación de las pautas prima facie aplicables al ámbito de acciones que quedó delimitado en a); c) la consideración de determinados “casos paradigmáticos”, rea-les o hipotéticos, del ámbito normativo seleccionado en la etapa a), que tendrían como función la de delimitar y restringir el ámbito de recons-trucciones admisibles; d) la determinación de las propiedades relevan-tes del problema normativo; y e) la formulación de las reglas que re-suelven de un modo unívoco todos los casos del universo del discurso.

a) La delimitación del problema normativo que presenta el caso y que tiene la función de hacer el caso “manejable”. Es lo que Alchou-rrón y Bulygin identifican como Universo del Discurso. Por ejemplo, en el caso de la colisión de la libertad de expresión de un periodista con el derecho a la honra de un funcionario que se siente afectado por los dichos del primero, nos interesa saber en qué circunstancias al perio-dista le está permitido publicar la investigación que afecta a otra per-sona sin ser sancionado y cuándo puede ser pasible de sanción —nos interesa saber si esta acción está permitida o no, nos interesa el estatus deóntico de la acción. Esta acción puede realizarse dentro de un con-junto de situaciones. Esto es el Universo del Discurso. Las circunstan-cias de Universo del Discurso comparten una cierta propiedad que es la definitoria del Universo del Discurso. No se trata de todas las acciones posibles, sino de las que comparten la propiedad común de ese univer-so. Por ejemplo, en el caso del periodista, el Universo del Discurso po-drían ser las acciones de opinión o acciones de información en medios gráficos sobre asuntos que afectan a las personas. Se refiere a la deter-minación del conjunto de acciones humanas relevantes para la solución de la colisión de derechos y referida a la pregunta acerca de la prohibi-ción, la permisión o la obligatoriedad de la acción.57 En el modelo de la ponderación orientado por reglas arriba ensayado, la delimitación del problema se encuentra en el inicio del procedimiento argumentativo

57 C. Alchourrón y E. Bulygin, Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y so-ciales, p. 32.

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y se podría enriquecer utilizando los conceptos desarrollados por Al-chourrón y Bulygin. En todo caso este paso no parece ser algo distinti-vo de la propuesta de Moreso.58

b) La identificación de las pautas prima facie aplicables al ámbito de acciones que quedó delimitado en a). Se trataría de la identificación de las normas aplicables para la resolución de la colisión de derechos. Moreso explica este apartado con el ejemplo del fallo Titanic del Tri-bunal Constitucional Federal alemán59 utilizado en reiteradas oportu-nidades por Alexy. Moreso afirma que “obviamente” son aplicables el principio que establece la libertad de expresión e información y el que protege el honor de las personas. En nuestro esquema éste sería el paso de delimitación del conflicto entre principios, que por supuesto requie-re identificar las normas aplicables. Por ejemplo, los principios colisio-nantes son la libertad de expresión y el derecho a la honra. En este sen-tido, la propuesta de Moreso no se distingue de la de Alexy.

c) La consideración de determinados “casos paradigmáticos”, rea-les o hipotéticos, del ámbito normativo seleccionado en la etapa a), que tendrían como función delimitar y restringir el ámbito de reconstruc-ciones admisibles. Las admisibles serían sólo aquellas que reconstru-yen los casos paradigmáticos adecuadamente. En el problema norma-tivo delimitado en el caso del periodista que publicó su opinión crítica sobre la forma en que un juez llevó una causa sobre una matanza du-rante una dictadura militar, se podrían considerar como casos paradig-máticos los siguientes:

— Publicar opinión sobre la base de una investigación acerca de la tramitación de una causa en la que se investigaban hechos ocurridos durante la última dictadura militar (en Argentina) respecto de “temas

58 Véase, sin embargo, D. Martínez Zorrilla, D., Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa, p. 206; véase una posición similar a la de Moreso en D. Mendonca, Los derechos en juego. Conflicto y balance de derechos, Madrid, Tecnos, 2003.

59 La revista satírica Titanic llamó “asesino nato” y “tullido” a un oficial parapléjico, de la re-serva, que a pesar de su discapacidad logró que lo convocaran de nuevo a filas para llevar a cabo un ejercicio militar. Un tribunal alemán condenó a la revista Titanic a pagar al oficial de reser-va. La revista Titanic interpuso un amparo. El Tribunal Constitucional Federal llevó a cabo una ponderación entre la libertad de expresión y la protección a la personalidad. BVerfGE 86, 1 (11).

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de notorio interés público” ejemplifica un supuesto en el cual la liber-tad de expresión desplaza al derecho al honor de un funcionario.

— Publicar información verdadera sobre la tramitación de una causa respecto de temas de notorio interés público aunque afecte el honor del juez de la causa ejemplifica un supuesto en el cual la libertad de expre-sión desplaza al derecho al honor.

— Publicar una información falsa sobre la tramitación de una causa respecto de temas de notorio interés público, habiendo sido diligente-mente contrastada y sin la intención de dañar al afectado sobre la tra-mitación de una causa sobre temas de notorio interés público ejempli-fica un supuesto en el cual la libertad de expresión desplaza al derecho a la honra.

— Publicar una información falsa a sabiendas de su falsedad y con la intención de dañar al afectado ejemplifica un supuesto en el cual el derecho al honor desplaza a la libertad de opinión.

La idea de “casos paradigmáticos” puede ser pensada en el marco de una red de reglas resultados de las sentencias como anteriormente se reconstruyó en el modelo de la ponderación orientado por reglas.60 En este sentido, las propuestas de Moreso y Alexy se acercan.

d) La determinación de las propiedades relevantes del problema nor-mativo; según Moreso ésta haría posible la determinación de las solu-ciones normativas. A renglón seguido afirma que son claramente rele-vantes: la relevancia pública de la noticia, que la noticia sea verdadera o, si falsa, diligentemente contrastada, y que la noticia no sea injurio-sa.61 Ahora bien, la determinación de la relevancia implica argumen-tación. Moreso sin aportar una justificación habla de “claramente” re-levantes y lo son, porque ya hay una historia de casos decididos por diversos tribunales en los que se aplicó con matices la teoría de la real malicia construida a partir del caso New York Times vs. Sullivan. Con todo, los problemas de relevancia (por entrar al juego de similitudes y diferencias) no son ajenos al modelo anteriormente ensayado. Nueva-

60 Como acertadamente señala G. Lopera Mesa, Principio de proporcionalidad y ley penal, Madrid, cec, 2005, pp. 141-143.

61 J. Moreso, “Conflictos entre derechos constitucionales y maneras de resolverlos”, cit., nota 51, p. 827.

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mente el modelo de Moreso y el reconstruido a partir de Alexy se acer-can.

e) La formulación de las reglas que resuelven de un modo unívo-co todos los casos del Universo del Discurso. Se trata aquí de recons-truir la regla bajo la cual se pueda subsumir el caso sujeto a resolución y todos los otros casos pertenecientes al mismo universo de casos. Por ejemplo, en relación con el fallo “Titanic”, propone dos reglas: R1) las informaciones de relevancia pública, veraces (verdaderas o si falsas di-ligentemente contrastadas) y no injuriosas están permitidas; y R) las informaciones que no son de relevancia pública o carecen de veracidad o son injuriosas están prohibidas y, en el caso que se produzcan, gene-ran un derecho a ser indemnizado.

Esta última etapa argumentativa —más allá del contenido de las re-glas que el autor propone que podrían ser discutibles— coincidiría, se-gún entiendo, con la formulación de la regla resultado de la sentencia y con el mandato de resolver casos similares (es decir, los pertenecien-tes al Universo del Discurso) con las mismas reglas. Nuevamente esto acerca los modelos, no los aleja. Veamos:

Estas cinco etapas constituyen un modo de concebir la ponderación que lo hace compatible con la subsunción y con una limitada generalidad. Las reglas surgidas de una reconstrucción como la propuesta se aplican de modo subsuntivo y permiten otorgar coherencia a la función judicial, aunque reducen el alcance de los principios. Cuando un órgano jurisdic-cional resuelve un caso individual de dicho ámbito normativo, resuelve con su reconstrucción todos los casos individuales de dicho ámbito. Y lo hace de manera compatible con que en otro caso individual pertene-ciente a ese ámbito, o bien debe seguir la reconstrucción llevada a cabo o debe mostrar una propiedad relevante, no apreciada previamente, que le permita resolver algunos casos individuales de un modo diverso. Creo que de este modo es posible el control racional de la función aplicadora del derecho.62

62 J. Moreso, “Dos concepciones de la aplicación de las normas fundamentales”, cit., nota 52, p. 24.

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¿Es el esquema de Moreso de ponderación? ¿O acaso se trata de subsunción con comparación de casos? Esta última parece ser la res-puesta más plausible, ya que no hay ponderación propiamente dicha en el sentido usado por Alexy. Nos encontramos en la etapa del proceso de argumentación iusfundamental que trata de evitar la ponderación a tra-vés de la resolución por reglas-resultados de sentencias anteriores que constituyen una red de casos. Esto está presente en el modelo de Alexy, aunque no se le haya prestado la debida atención (tal vez porque no fue ésta la parte de su modelo más atacada, sino la que recibiera más críti-cas es la de la ponderación propiamente dicha). Así el modelo de Mo-reso no suplanta a la ponderación propiamente dicha cuando no es po-sible resolver el conflicto de derechos a través de precedentes reales o imaginarios.63

Sin embargo, el autor insiste en sostener diferencias que se desva-necen a poco de ser analizadas. Por ejemplo, en el modelo de Alexy una propiedad diferente puede hacer que un nuevo caso tenga una so-lución distinta. La propuesta de Moreso no estaría vinculada con este tipo de “particularismo”: “en un ámbito determinado y con determina-dos principios en liza, el modelo presentado es generalista y con él se resuelven todos los casos previamente delimitados”.64 Sin embargo, no se entiende bien entonces lo anteriormente sostenido en el sentido de que un caso del Universo del Discurso puede ser solucionado de otra manera si se demuestra “una propiedad relevante, no apreciada previa-mente, que le permita resolver algunos casos individuales de un modo

63 Por eso no resulta claro cuando el autor sostiene que cree que sería “mejor pensar en un modo de configurar la ponderación que la considera un paso previo a la subsunción. Una vía se-gún la cual la ponderación es la operación que permite pasar de las normas que establecen de-rechos fundamentales, que tienen la estructura de principios —pautas con las condiciones de aplicación abiertas—, a reglas —pautas con las condiciones de aplicación clausuradas— con las cuales es posible llevar a cabo la subsunción, en el ámbito de un problema normativo determi-nado”. J. Moreso, “Conflictos entre derechos constitucionales y maneras de resolverlos”, en op. cit., p. 826; en todo caso, véase R. Alexy, “On Balancing and Subsumption. A Structural Com-parison”, en Ratio Juris 16, 2003, pp. 433-449 y H. Stück, “Subsumtion und Abwägung”, arsp, vol. 84, 1998, pp. 405-419.

64 J. Moreso, “Conflictos entre derechos constitucionales y maneras de resolverlos”, cit., nota 51, p. 827.

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diverso”.65 En ambos modelos la generalidad es limitada,66 aunque el apartamiento requiera justificación. En todo caso, la propuesta de Mo-reso enriquece una parte del modelo de la ponderación orientado por reglas.67 En esta parte ambos modelos se mueven en el ámbito de la subsunción, de la comparación de casos, de la analogía y de la limita-da generalidad.

Ahora bien, donde creo que los modelos difieren es en su posición frente a lo que está más allá de la resolución de conflictos de dere-chos fundamentales mediante casos paradigmáticos —o, en nuestra propuesta, de casos relevantes que conforman la red de reglas resulta-dos de las sentencias. Moreso respondería que toda solución de conflic-tos entre derechos fundamentales puede ser reconstruida a través de su propuesta. Sin embargo, existen casos en donde poco se ha discutido sobre la “relevancia” de las propiedades; no todos los casos son como el Titanic del Tribunal Constitucional Alemán u otros casos que en más o en menos se asemejan a la doctrina del caso New York Times vs. Su-llivan —con sus miles de matices.

Moreso se permite en su artículo algunas apelaciones a la aceptabili-dad de la plausibilidad de premisas que sostiene, pero que no justifica; suele decir, respecto de la relevancia de las propiedades, que “son clara-mente relevantes las siguientes…”68 y las enumera, pero no justifica su relevancia. Luego cuando reconstruye las reglas señala: “R1 y R2 sos-tiene una regla, me parece que indiscutida”; “también indiscutida”.69 La razón por la cual aceptamos estos giros es que los casos paradig-máticos de trasfondo son muy conocidos. Sin embargo, frente a otros casos no estaríamos tan dispuestos a aceptar la justificación de lo que

65 Idem.66 Véase D. Martínez Zorrilla, Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación

normativa, p. 215, 178; cfr. B. Celano, “Pluralismo etico, particolarismo e caratterizzazioni di desiderabilità: il modello tríadico”, Ragion pratica 13, 2006, pp. 133—50.

67 Incluso este punto puede ser complementado por los desarrollos de Martínez Zorrilla sobre casos paradigmáticos en relación con la propuesta de Susan Hurley, véase D. Martínez Zorrilla, Conflictos constitucionales, ponderación e indeterminación normativa, p. 252; D. Martínez Zo-rrilla, “Alternativas a la ponderación. El modelo de Susan L. Hurley”, en Revista Española de Derecho Constitucional, vol. 86, 2009, pp. 119-144; D. Martínez Zorrilla, Metodología Jurídi-ca y argumentación, Barcelona, Marcial Pons, 2010, pp. 161, 171.

68 J. Moreso, “Conflictos entre derechos constitucionales y maneras de resolverlos”, cit., nota 51, p. 827.

69 Idem.

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sostiene, por ser los casos novedosos o trágicos o sumamente difíciles. En estas ocasiones la ponderación propiamente dicha parece ser —por ahora— inevitable.70

IV. Consideraciones finales

El modelo de la ponderación ha sido presentado como un modelo de la ponderación orientado por reglas, en comparación con un “mero mo-delo de la ponderación” fuertemente abocado al particularismo. Para este último, los resultados de la ponderación como reglas no tienen im-portancia alguna; para el primero, en cambio, desempeñan un papel fundamental. Primero, posibilitan la aplicabilidad del resultado de la ponderación a la resolución de colisiones de derechos similares. Se-gundo, no toda nueva colisión requiere así de una ponderación —ello sería redundante, si las condiciones de un resultado de una ponderación se dan en el nuevo caso, en tanto se pueda subsumir el caso nuevo bajo el antecedente de un resultado-regla de una ponderación, entonces, y, en principio, no se pondera en concreto. Tercero, se puede hablar de un aumento de la racionalidad del modelo de la pon deración en el marco del examen de proporcionalidad en sentido estricto, en la me di da en que la justificación de determinaciones sobre la intensidad de la restric-ción y el peso de los principios pueda realizarse mediante criterios ge-nerales y de la aplicación de los correspondientes puntos de vista, in-dependientes del juicio de la ponderación que pretende solucionar la colisión en el caso concreto. Sin embargo, se ha fundamentado en este trabajo que el peso concreto de los principios no puede ser dejado de lado. En este sentido, la determinación abstracta del peso de los princi-pios va le en principio. En algunas circunstancias puede no coincidir el peso abstracto con el pe so concreto de un principio y llevar a la deter-minación de otra relación de prioridad con dicionada. En estos casos, el peso concreto del principio hace las veces de ar gu men to en contra de la relación de prioridad, que resulta de la determinación abs trac ta del pe -so de los principios.

70 Véase los pasos cuatro a siete del apartado I. 2. de este trabajo.

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El modelo de la ponderación orientado por reglas presenta una so-lución intermedia entre dos modelos extremos: por un lado, el modelo en el que no se construye regla alguna a raíz de una ponderación; por el otro lado, un “modelo que no admite ponderación alguna”, extremada-mente generalista.71 Ninguna de las dos posiciones extremas logra una reconstrucción convincente de la práctica constitucional. La primera, porque implica admitir una práctica que empieza con cada pondera-ción. La segunda no resulta convincente debido a la indeterminación de las normas iusfundamentales.72

Recepción: 23/09/2011 Aceptación: 02/04/2012

Correspondencia:Laura CléricoFacultad de Derecho, Universidad de Buenos AiresAv. Figueroa Alcorta 2263 (C1425CKB)Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: <[email protected]>

71 Sobre la ponderación ad hoc y la ponderación definicional, véase Aleinikoff, “Constitu-tional Law in the Age of Balancing”, 96, Yale L.J. 943 (1987); además, sobre la ponderación racionalmente justificada, véase G. Maniaci, “Algunas notas sobre coherencia y balance en la Teoría de Robert Alexy”, Isonomía, núm. 20, 2004; G. Maniaci, “Bilanciamento tra principi e argomentazione razionale. Una replica alle obiezioni di Giulio Itzcovich”, en <http://www.dirit-toequestionipubbliche.org/D_Q-3/contributi/contributi-set.htm>.

72 Véase R. Alexy, Die Konstruktion der Grundrechte, pp. 1-14.

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NOTAS

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LA OTRA TRANSICIÓN. HACIA UNA NUEVA CULTURA JURÍDICA Y POLÍTICA*

The Other Transition. Towards a New Legal and Political Culture

Antonella Attili Luis Salazar Carrión

Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa (México)

ResumenLa nota desarrolla un examen teórico del significado y alcance de las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso mexicano en junio de 2011. En opi-nión de los autores, si estas reformas son tomadas en serio suponen el comienzo de otra transición, en la medida en que hacen de los derechos fundamentales y sus garantías el marco supraordenado al que deberán sujetarse tanto las leyes ordina-rias como el funcionamiento mismo del Estado mexicano.

Palabras claveDerechos fundamentales, garantías, democracia constitucional, reforma constitu-cional mexicana de junio del 2011, transición mexicana.

AbstractThe note develops a theoretical exploration on the meaning and reach of the cons-titutional reforms approved by the Mexican Congress in June 2011. If taken se-riously, the authors’ contend, these reforms mark out the beginning of another transition, since they turn fundamental rights into a supra-ordained framework to be observed by ordinary laws and in the whole system of operation of the Mexi-can state.

KeywordsFundamental rights, guarantees, constitutional democracy, June 2011 Mexican constitutional reform, Mexican transition

1. No parece exagerado afirmar que buena parte de las debilidades de nuestra incipiente democracia derivan de una concepción

excesivamente simplista y pobre de las condiciones y precondiciones

* A Valeria y Melanie Antonella.

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de la propia democracia moderna.1 Una concepción que al identificar la transición democrática con las elecciones o, peor aún, con la “alternan-cia”, no sólo ha generado una obsesiva y casi exclusiva atención a las reglas y procesos electorales, sino también ha descuidado la situación precaria del tejido institucional del Estado mexicano, así como las con-secuencias de los cambios que se han producido en el mismo a causa de la irrupción de un pluralismo político, que ha invalidado las “reglas no escritas” del viejo sistema de partido casi único.

A pesar del extendido desencanto causado por las promesas incum-plidas de una alternancia que había generado tantas expectativas des-mesuradas y a pesar de la aparente parálisis política que según muchos observadores ha producido ese pluralismo, lo cierto es que, afortuna-damente, la sola existencia de elecciones libres, competidas y trans-parentes ha forzado a todos los actores políticos y sociales a modificar parcialmente tanto su comportamiento político —aunque persisten pe-sadas tradiciones patrimonialistas y clientelares— como su actitud ha-cia el derecho y los derechos fundamentales. Puede afirmarse, en efec-to, que al desaparecer las condiciones que hacían del presidente de la República el árbitro supremo de la política y de la aplicación del dere-cho en todas sus formas y niveles, la división y separación de los po-deres prevista en la Constitución, los famosos “pesos y contrapesos”, hasta entonces sometidos casi totalmente al Poder Ejecutivo federal, adquirieron verdadera relevancia y eficacia para todas las fuerzas polí-ticas y sociales.

Pasamos, podría decirse, de una democracia meramente aparente, en la que los comicios y la letra de la Constitución no eran sino una facha-da de una autocracia sólo limitada por las ya mencionadas “reglas no escritas” y por los arreglos opacos con determinados poderes fácticos, a una democracia, sin duda, precaria y artificiosamente polarizada pero real, en la que las reglas escritas, el derecho constitucional, se convir-tieron, a pesar de resistencias de todo tipo, en el único marco norma-tivo posible para regular mal que bien las relaciones y conflictos tanto sociales como políticos. Naturalmente lo anterior no podía sino poner de manifiesto las lagunas y antinomias de un derecho constitucional

1 Al respecto, véase Bovero, 2001.

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y de unas leyes que una larga tradición autoritaria sólo había asumi-do como la expresión y el instrumento de la “ley del más fuerte”, esto es, de los política o socialmente poderosos. En este nuevo escenario, de pronto, por ejemplo, se tomó conciencia de los desequilibrios y la-gunas jurídicas tanto en las relaciones entre los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, como entre los poderes federales y los estatales y municipales. De pronto descubrimos que desde una perspectiva consti-tucional, las atribuciones del titular del Ejecutivo eran al mismo tiempo excesivas e insuficientes.2 Y también comenzamos a darnos cuenta de que nuestro federalismo tiende a convertir a los ejecutivos estatales en poderes todavía más autoritarios e irresponsables de los que caracteri-zaban a los presidentes de la era autocrática.

Pero lo cual aquí interesa destacar, en todo caso, es que el derecho, los tribunales y, en especial, la Suprema Corte de Justicia se convirtie-ron en referente obligado, en marco indispensable para enfrentar y re-solver problemas y conflictos. Hecho que de cualquier manera supuso el comienzo de otra transición, acaso menos espectacular pero tal vez más importante que la estrictamente electoral: la transición de un ré-gimen en que predominaba ampliamente el gobierno de los hombres sobre el gobierno de las leyes, y en el que, en consecuencia, la ley era asumida como mera expresión e instrumento del poder, a un régimen en el que, dificultosamente, empieza a predominar el gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres; es decir, un régimen en el que el derecho comienza a asumirse como un instrumento o medio artificial para regular, disciplinar y limitar a todos los poderes. Habría que insis-tir: se trata de una transición que apenas ha comenzado y enfrentando resistencias, intereses creados y tradiciones sumamente arraigados en el tejido social e institucional del país, pero que, con todo, es la condi-ción sine qua non para convertir nuestra todavía precaria democracia en una auténtica realización del ideal bien entendido de la soberanía popular.3 A saber, de la soberanía efectiva de todos los habitantes del país; lo que conlleva, necesariamente, no sólo el reconocimiento sino la efectiva garantía universal de sus derechos fundamentales.

2 Véase Casar, 2002.3 Véase las citas de Ferrajoli, infra p.12 y p.13.

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En este sentido se está hablando de una transición que no sólo re-quiere un cambio radical en nuestra cultura jurídica y política, sino el tránsito desde un Estado que hasta ahora ha sido un Estado patrimonial de privilegios, a un verdadero Estado constitucional de derecho. Como han explicado tanto Bobbio como Ferrajoli,4 esto impli-ca realizar la revolución copernicana que configura a los derechos fundamentales de las personas como principio rector del funcionamiento de todas las ins-tituciones públicas.

2. En este horizonte, la reforma constitucional aprobada en junio de 2011 es ciertamente un hecho relevante y positivo para la problemáti-ca de los derechos humanos, y en general para la situación en la que se encuentra el respeto y la tutela de los mismos en México. Vale la pena detenerse sobre los principales aspectos positivos de dicha reforma, poniendo de relieve su significado y su importancia, dado el descono-cimiento que aún la rodea. Aprobada después de tres años de su discu-sión, esta reforma fue el resultado de un acuerdo político entre las fuer-zas parlamentarias del país, en torno a una materia decisiva para toda democracia que aspire a ser moderna y de calidad. De manera que, en primer lugar, habría que celebrarla por ser el resultado de una políti-ca que con frecuencia se echa de menos: la política orientada a la bús-queda de consensos, a la negociación y el compromiso. Es un paso que confirma que la elaboración y el establecimiento pactado de la ley son un medio por el que procede y puede avanzar positivamente una políti-ca reformadora propiamente democrática.

En lo concerniente a su contenido, se puede iniciar señalando que la reforma constituye un logro significativo porque incorporó normas del derecho internacional en la Ley Fundamental del país, corrigiendo as-pectos obsoletos del texto de la Constitución, a la vez que reparando algunos desajustes generados por las transformaciones políticas de la transición a la democracia. Asimismo, responde a la carencia de meca-nismos relativos a la promoción y protección de los derechos humanos, capaces de hacerse cargo del pluralismo y diversidad sociales y políti-cos del México actual, así como de la nueva sensibilidad social.

4 Cf. Bobbio, 1999; Ferrajoli, 2007.

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Al afirmar y precisar en la Constitución —como veremos en segui-da— determinados derechos de diverso tipo, dicha reforma les otor-ga el rango de derechos fundamentales. Esto es, derechos que, como apunta Luigi Ferrajoli, “equivalen a vínculos de sustancia, que condi-cionan la validez sustancial de las normas producidas y expresan, al mismo tiempo, los fines a los que está orientado ese moderno artificio que es el Estado constitucional de derecho”.5 Pues en efecto, como re-cuerda el propio autor, “como establecía la Constitución francesa del Año Tres: ‘La declaración de los derechos contiene en sí los deberes de los legisladores’”.6

De hecho, esta reforma establece esas obligaciones, correlativas a los derechos, no sólo para los legisladores sino para todos los poderes y autoridades públicas, y, haciéndolo, vuelve posible la producción de bienes públicos esenciales para la democracia mexicana, en tanto los afirma como derechos exigibles que deben ser garantizados; esto es, como derechos que son atribuciones de las personas y los ciudadanos y que establecen relaciones de derecho-deber para las partes correspon-dientes. En suma, son derechos cuyas garantías pueden ser reclamadas como obligación de quienes (instituciones y funcionarios) estén encar-gados de garantizar tales derechos.7 Siguiendo esta veta del estableci-miento de derechos y sus correlativas garantías en el plano normativo constitucional, se sugiere aquí una perspectiva temática de fondo desde la cual ponderar los múltiples contenidos de dicha reforma: la de una reforma legal para la transformación del ejercicio del poder político en México, en la difícil construcción de un auténtico Estado constitucio-nal y democrático de derecho.

3. Siendo la Constitución la Ley Fundamental que define la forma de Estado y de gobierno, la adecuación constitucional en materia de de-rechos humanos influye principalmente en dos ámbitos estrechamen-te relacionados: el del derecho constitucional mexicano y el de la vida democrática, que dan forma a la democracia mexicana. Es en estas dos

5 Ferrajoli, 2002, p. 22. 6 L. Ferrajoli en Vázquez, 2011, p. 319. 7 Sobre diversos aspectos de la Reforma que apuntan a la presencia de un paradigma o mo-

delo de referencia más claro y formado en materia de derechos de las personas cfr. Carbonell y Salazar U. (coords.), 2011.

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esferas principales, la de la normatividad constitucional y de la demo-cracia, que las aportaciones de la reforma pueden ser agrupadas para su evaluación.

En la primera, la del derecho constitucional, representa un impor-tante logro porque proclama en la Constitución el reconocimiento de derechos fundamentales, antes no considerados o sólo confusamente presentes en el texto. Es el caso del cambio en la denominación del Ca-pítulo I del Título Primero de la Constitución,8 “De los Derechos Hu-manos y sus Garantías”, antes titulado “De las Garantías Individuales”. Cambio relevante en la medida en que al distinguir los derechos fun-damentales de sus garantías, primarias o secundarias, permite, como ha señalado Ferrajoli, mostrar tanto las lagunas como las antinomias que existen en el derecho positivo mexicano y que, a la vez, plantea la compleja tarea de modificar no sólo las leyes sino también las prácti-cas de las instituciones del Estado mexicano. De esta forma el artículo 1 que establece la titularidad universal de los derechos (reconocidos a todas las personas, no solamente a ciudadanos y nacionales) amplía el abanico de prerrogativas de las personas para una vida digna, así como de instrumentos para exigir el respeto al ejercicio de sus derechos en tanto personas y ciudadanos, según derechos que configuran la esfera de lo indecidible (derechos de libertad) y de lo que no se puede no de-cidir (derechos sociales).

La reforma establece en la Constitución principios bajo la forma de derechos (derechos humanos, primarios de libertad y sociales, y secun- darios civiles y políticos), atribuidos a las personas y los afirma como contenido sustancial inviolable de las funciones estatales. Esto es, ante todo, los derechos fundamentales son establecidos como univer-sales, inalienables e indisponibles; derechos entonces supraordenados a las leyes ordinarias que se afirman como normas por encima de las desigualdades de facto, más allá del consenso y de la opinión y con igual titularidad de los derechos. Derechos fundamentales que por ello, como lo indica el artículo 3, deberán ser uno de los principios rectores de la educación impartida por el Estado; educación pública encargada

8 Cf. el cuadro comparativo de la reforma en cuestión, tomado de Carbonell y Salazar U., 2011.

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de enseñar el valor de la persona, el respeto a la dignidad humana, con indiferencia respecto de las diversas identidades específicas de los in-dividuos. Una educación secular y estatal que deberá contribuir a fo-mentar una mueva cultura jurídica sustentada en la doctrina de los de-rechos humanos.

Además, los derechos fundamentales reconocidos constitucional-mente deberán orientar los objetivos del sistema penitenciario según el artículo 18; y según el artículo 29, regularán la suspensión del ejercicio de los derechos en el estado de excepción o graves disturbios del orden público. En dicho artículo se plantea el tema de la no exclusión entre seguridad pública y derechos humanos; es decir, el no sacrificar estos últimos en aras de la seguridad. Esto último merece subrayarse en mo-mentos en que amplias regiones del país se ven asoladas por la violen-cia generada por el narcotráfico y el crimen organizado, a pesar de que se mantiene la dudosa figura jurídica del “estado de excepción”.

Tal afirmación de los derechos fundamentales de las personas como contenido sustancial o material es contundente, como lo muestran los artículos 15, que establece la prohibición de cerrar tratados que desco-nozcan los derechos humanos reconocidos en la Constitución, y 105, que otorga la facultad de la cndh de promover acciones de inconstitu-cionalidad en contra de leyes federales y tratados internacionales que vulneren los derechos humanos. Por otra parte, implica el sometimien-to del derecho (y de la política) nacional a principios del derecho in-ternacional en materia de derechos humanos (de hecho se realiza en cumplimiento de los compromisos firmados por el Estado mexicano en tratados internacionales), armonizando —como se dice— el derecho constitucional con los imperativos del ius cogens internacional (a sa-ber, normas que no admiten acuerdo en contrario).

Las consecuencias de esta afirmación contundente de los derechos humanos en la Ley Fundamental implica un cambio cualitativo en el mismo constitucionalismo nacional (cambio iniciado, a nivel interna-cional, con los antecedentes de la prevalencia del derecho internacio-nal de derechos humanos en 1948 y con la Convención de Viena de 1980 que le otorga validez por encima de las constituciones naciona-les), ya que se invierte la prioridad de la Constitución nacional ante el

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derecho internacional. En este sentido, se profundiza el debilitamien-to de la concepción dualista del derecho, la cual postulaba la naturale-za distinta del derecho nacional e internacional, dando a este último un carácter meramente pacticio (que descansaba en última instancia en la voluntad estatal).9

Sobre todo, es importante valorar que la reforma otorga primacía a los derechos fundamentales sobre las decisiones públicas. Por ejemplo, con el artículo 1 que establece junto con la titularidad universal de los derechos, el criterio pro persona (“a favor de la persona”)10 para la in-terpretación del derecho (para ofrecer la mayor protección entre dos le-yes) y la vinculación explícita de las autoridades a promover y garanti-zar los derechos fundamentales, o a investigar y castigar su violación.

La afirmación de los derechos fundamentales como contenidos sus-tanciales a la vez asigna los compromisos programáticos obligatorios del Estado y sus gobiernos; asimismo, establece obligaciones y pres-taciones ante las personas y los ciudadanos. Es el caso de los artícu-los 89, que regula las facultades y obligaciones del presidente, 97, que otorga la facultad de la Suprema Corte de solicitar averiguación sobre la conducta de un juez o magistrado federal, y del 102, que obliga a motivar una negativa a las recomendaciones de la cndh.

4. Del mismo modo, el conjunto de las modificaciones refuerza aquellos cambios en el régimen político democrático del país, realiza-dos en las últimas décadas, que fueron consignados en su momento en la Constitución y dieron forma en el nivel de la normatividad jurídica a los cambios políticos del proceso de transición.11 Precisamente, dicho marco constitucional vigente permite considerar, ahora, la incidencia que tiene la reforma en cuestión en el ámbito de la democracia mexi-cana.

9 Cfr. el ensayo introductorio de Massimo Latorre y Cristina García a Kelsen, 2003.10 Principio de interpretación por el cual se recurre a la norma de interpretación más amplia

o extensa en la aplicación del derecho y a la más restringida al establecer restricciones perma-nentes al ejercicio de los derechos. Por ejemplo, normas del derecho interno posteriores no dero-gan anteriores, más favorables (mayor protección) al reconocimiento de los derechos humanos.

11 Cfr. Aguilar et al., 2006, Attili (coord.), 2006, Elizondo Mayer-Serra y Nacif Hernández (coords.), 2002.

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Al asentar derechos fundamentales estableciendo las correlativas obligaciones, la reforma está precisando los límites a la actuación del poder, que definen los márgenes entre los cuales se puede y debe ejer-ce el poder político. En efecto, consigna de manera expresa el estable-cimiento de límites y vínculos a los poderes públicos en el ejercicio de sus funciones, precisamente a partir de los contenidos normativos sus-tanciales. Contribuirá a tal fin el artículo 102, sobre la garantía de la autonomía cndh, la elección legal y transparente de su presidente, y la atribución a la cndh de la facultad de investigación de violaciones gra-ves a los derechos fundamentales y garantías individuales.

En el ámbito de la democracia, la reforma resulta entonces relevan-te para dar un paso más hacia la definición del Estado mexicano como Estado constitucional de derecho, en tanto sometimiento del poder y de la ley misma a normas supraordenadas constitucionalmente. Es opor-tuno subrayar cómo tales normas regulan ya no sólo las formas de la producción del derecho, sino los contenidos mismos de las leyes que se produzcan. De este modo, la inclusión de los derechos fundamenta-les en cuestión establece parámetros con base en los cuales se juzga la validez de las leyes, no reduciéndola ya a su vigencia, y con los que se juzga la legitimidad jurídica de las leyes ordinarias, pero también de la actuación de los servidores públicos y de las instituciones. Los artícu-los —antes mencionados— 89 (sobre las facultades y obligaciones del presidente de la República), 97 (la facultad de la Suprema Corte de so-licitar averiguación sobre la conducta de un juez o magistrado federal) y 102 (que obliga a motivar una negativa a las recomendaciones de la cndh) apuntalan precisamente la labor de cuidar la validez o legitimi-dad de la legalidad misma.

La reforma además puede ser apreciada como significativa porque complementa el significado formal de la democracia, poniendo en evi-dencia la centralidad que asumen en un Estado constitucional de derecho los valores de la democracia, su contenido o dimensión sustancial, re-flejados en la garantía de los derechos humanos. Pensemos a los artícu- los: 1. (párrafo 4º) que dispone la no discriminación (prohibición de

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todo tipo de discriminación12 que menoscabe derechos); en el 11, que establece el derecho de asilo político (por razones humanitarias y no sólo por persecución política)13 y en el 33, que afirma el derecho de los extranjeros a no ser expulsados sin previa audiencia; pensemos aun en el 102 que establece la obligación de las autoridades de fundar el even-tual incumplimiento de una recomendación de la cndh, y en el 3º, que prescribe la educación para formar en la cultura cívica y política de los derechos fundamentales.

La adecuación constitucional señalada crea ulteriores condicio-nes estructurales, institucionales y jurídicas requeridas como instru-mentos para la vida de una democracia representativa y pluralista. Por ello constituye un avance disponer de los medios indispensables para continuar impulsando, con base en lo anterior, el cumplimiento de las precondiciones de la política democrática:14 es decir, el respeto cabal de los derechos fundamentales (cuya realidad otorga sentido, valor y sustancia a los procedimientos democráticos) y, de este modo, que se avance en la edificación y el fortalecimiento de una democracia legíti-ma y eficaz que no se reduce a las reglas de acceso a los cargos públi-cos, sino que determina las formas y los límites del ejercicio del poder. En efecto, el reconocimiento constitucional de los derechos fundamen-tales, puestos a salvo de las mayorías de gobierno en turno, realiza la determinante labor de establecer que éstos deben quedar sustraídos al mercado y a la política —como dice Ferrajoli— “limitando la esfera de lo decidible de uno y otra, y vinculándola a su tutela y satisfacción”. Para apreciar tal alcance es importante subrayar con este autor que

...Una Constitución no sirve para representar la voluntad común de un pueblo, sino para garantizar los derechos de todos, incluso frente a la voluntad popular. […]. El fundamento de su legitimidad, a diferencia de lo que ocurre con las leyes ordinarias y las opciones de gobierno, no reside en el consenso de la mayoría, sino en un valor mucho más im-

12 Ya sea por motivos étnicos, de género, condición social, lengua, profesión religiosa, prefe-rencia sexual, discapacidad, salud, adscripción política, que atenten contra la dignidad humana.

13 Derecho de asilo que se manifiesta como contrapeso, diría Luigi Ferrajoli, de la “concep-ción estatista de los derechos humanos ligada a la ciudadanía”, en Vázquez, 2011, p. 319.

14 Sobre el tema, cfr. Bovero, 2002. y Salazar C., “El Estado y las precondiciones de la de-mocracia”, en Attili y Salazar C., 2010.

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portante y previo: la igualdad de todos en las libertades fundamentales y en los derechos sociales, o sea en derechos vitales conferidos a todos, como límites y vínculos, precisamente frente a las leyes y a los actos de gobierno expresados en las contingentes mayorías.15

De esta manera, es importante subrayarlo, se abren las puertas a las modalidades para exigir mediante la ley la defensa y promoción de los derechos fundamentales (de libertad, sociales, civiles y políticos); ha-ciendo de la legalidad misma el espacio de mediación para reivindicar derechos y las correspondientes obligaciones para las partes involucra-das. En tal sentido, la normatividad jurídica puede cumplir con su fun-ción reguladora y ser siempre más la vía para reclamar ante abusos u omisiones, sobre todo por los ciudadanos de a pie, sin particular peso económico o social. Esto es, la norma constitucional y sus implicacio-nes concretas pueden funcionar como la “ley del más débil”: el recurso a disposición de todos para hacer frente a “la ley de los más fuertes”, sean estos poderes públicos o poderes fácticos de diverso cuño. De este modo, los lineamientos jurídico normativos de la Constitución sirven para poner límites y vínculos a los poderes públicos estatales, a la polí-tica; transformando el ejercicio y la legitimidad del poder, y ampliando el alcance de la democracia. En palabras de Ferrajoli:

no siendo el pueblo un macrosujeto, sino el conjunto de los ciudadanos de carne y hueso, la soberanía pertenece a todos y cada uno, identificán-dose con los derechos fundamentales —políticos, civiles, de libertad y sociales— de los que todos somos titulares, y que equivalen a otros tan-tos poderes y contrapoderes, a otros tantos fragmentos de soberanía, a otras tantas dimensiones de la democracia constitucional.16

Ahora bien, parte significativa de esta transformación del poder me-diante la afirmación y defensa de los derechos fundamentales, es dar a conocer el significado y la jerarquía de dichos derechos que todas las personas pueden reivindicar, exigir, hoy no sólo ante el Estado nacio-

15 Luigi Ferrajoli, “Pasado y futuro del Estado de derecho”, en Vázquez, 2011, p. 203. 16 “El principio de igualdad y la diferencia de género”, en Cruz y Vázquez (coords.), 2010,

p. 4.

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nal sino ante los organismos internacionales. Su adecuada valoración, mediante la difusión, la formación cultural y cívica, atiende la necesi-dad fisiológica que tiene una sociedad democrática de reaccionar como personas y como ciudadanos ante las violaciones de los mismos, tanto por parte del poder político como de individuos o grupos sociales; pre-para también para saber demandar su garantía y, de este modo, a avan-zar en la consolidación de una democracia, que dispone de instrumen-tos valiosos para superar su debilidad.

5. Si bien los temas arriba tratados pueden, y deben, ayudar a ponde-rar los alcances normativos así como políticos de la reforma y sus im-plicaciones, inevitablemente, también hacen pensar en las dificultades concretas para la compleja labor de realizar dichos contenidos, que se abre para el contexto del país. Aunque en México ya hubo experiencia de la relevancia de las transformaciones jurídicas para la construcción de la democracia (aquellos cambios promovidos con reformas jurídi-cas y constitucionales que han conducido primero a la alternancia, así como a la creación de instituciones como el ife y el Tribunal Electoral) y para importantes avances en la difusión de la cultura de los derechos humanos (la cndh y las comisiones estatales, el ifai, el Conapred), es muy preocupante la cuestión acerca de la posibilidad real de que las élites políticas y la propia sociedad civil sean efectivamente capaces de promover las garantías de los derechos antes mencionados para todos los ciudadanos por igual, mediante políticas públicas que implementen la reforma democrática del Estado.

Es notable, en este sentido, la persistencia de una paradójica situa-ción en la que se combinan importantes avances institucionales y nor-mativos en el desarrollo de la democracia en el país, con la presencia de una democracia caracterizada en términos generales por una calidad insatisfactoria. En particular, con relación al tema aquí tratado, ello se debe ante todo al problema del acceso a los derechos, a exigirlos y a las oportunidades de hacerlos efectivos, acudiendo al sistema existente de procuración administración de justicia. Las desigualdades económico-sociales y culturales, la marginación y la pobreza se expresan amplia-mente en el país en profundas desigualdades en el acceso a la justicia y a las garantías jurídicas. Sobre todo está pendiente la necesaria reforma

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del carácter centralizado y cerrado del sistema de justicia mexicano,17 con el objetivo de adecuar la estructura y el desempeño de las fun-ciones fundamentales del Poder Judicial en una democracia constitu-cional. En general, el problema se debe al mal funcionamiento de las instituciones públicas en la tutela efectiva de los derechos sociales y ci-viles, la persistencia de arreglos institucionales y prácticas autoritarias, patrimonialistas-clientelares; así como a la existencia de poderes fácti-cos salvajes (económicos, mediáticos, sociales) y de zonas de vacío de poder del Estado. Todo ello acompañado por una difundida desconfian-za hacia la legalidad (tradicionalmente arma del abuso y extorsión de los poderosos sobre los débiles), a causa precisamente de la debilidad y corrupción de las instituciones del Estado y por el igualmente frágil arraigo de la cultura de la legalidad e institucionalidad democrática. Tal debilidad tiene como efecto en buena medida la deslegitimación de las mismas instituciones públicas, que deberían ser las encargadas de ac-tuar garantizando los derechos de las personas, debilitándolas mayor-mente.

La fortaleza de las instituciones públicas y su legitimidad, por el con-trario, son determinantes para ponderar la efectividad de los derechos, sin lo cual éstos quedan como meras aspiraciones o malas bromas.18 Sin las necesarias garantías de efectivo disfrute de los derechos funda-mentales, se abandona la función normativa del derecho constitucional a una irrelevante lejanía respecto a su realidad, pues “las adecuadas ga-rantías no son otra cosa que las técnicas previstas por el ordenamiento para reducir la distancia estructural entre normatividad y efectividad, por ende para posibilitar la máxima eficacia de los derechos fundamen-tales en coherencia con su estipulación constitucional”.19 La exigibi-lidad de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos

17 Al respecto, cfr. “El sistema de administración de justicia” de Julio Ríos F. en Negretto, 2010.

18 Al señalar este cuestionamiento de la posibilidad de exigir judicialmente los derechos constitucionales, Rodolfo Vázquez indica: “Se ha hablado incluso de constituciones ‘poéticas’ o en el mejor de los casos como expresión de buenos deseos”, señalando luego tales juicios de “exagerados y en buena medida errados” debido a la relevancia del estatus constitucional en la reivindicación de derechos (Vázquez, 2011, p. 244).

19 Ferrajoli, 2002, p. 25.

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requiere entonces de condiciones materiales, institucionales, para ser realmente tal.

Hacer efectivos los derechos fundamentales de las personas necesi-ta de la acción eficaz de las instituciones y funcionarios estatales, me-diante el ejercicio de las diversas autoridades públicas encargadas de introducir garantías por las leyes secundarias.20 Sin la presencia de po-deres públicos relativamente eficientes y responsables, capaces de des-empeñar su función como instituciones de garantía, se carece de lo ne-cesario para que “la ley del más débil”, las leyes que consagran los derechos fundamentales dándole estatus constitucional, sea verdadera-mente el instrumento eficaz para los titulares de tales derechos. En con-tra de la “ley de los más fuertes” (económica, social y políticamente) no puede prescindirse de la labor de equipar el poder público del Esta-do de derecho de lo necesario para poder garantizar derechos; para que el reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales resul-ten realmente reivindicadas las demandas de los ciudadanos.21

Lo anterior subraya la necesidad de seguir exigiendo que se conti-núe en el trabajo de construcción y fortalecimiento de las instituciones del Estado constitucional de derecho; en crear aquellas “posibilidades positivas para trabajar en el aumento de la capacidad de los Estados para que puedan enfrentar de manera más efectiva las demandas que los confrontan”.22 Solamente esta labor política posibilita, sobre todo, evitar el peligro que otros sujetos y otros poderes (privados e ilegíti-mos) suplanten los poderes estatales en el ejercicio de sus funciones públicas.

6. En este horizonte quizá no habría que festinar el cambio de pa-radigma que parece suponer la reforma aquí comentada. Demasiadas experiencias ponen de manifiesto que tanto nuestras élites políticas y económicas como buena parte de la población están muy lejos de asu-

20 Sobre algunos aspectos de lo necesario para la realización del ejercicio de los derechos, como el poder del Estado, la coacción y un sistema tributario, cfr., por ejemplo, Holmes y Suns-tein, 2011.

21 Cfr. la cita de Gargarella y Courtis sobre la importancia del estatus constitucional de los derechos, pese a reconocer la distancia “abrumadora” entre “aspiraciones y exigencias y las rea-lidades existentes (en Vázquez, 2011, p. 244).

22 Peter Evans, “¿El eclipse del Estado?”, en Carbonell y Vázquez, 2003, p. 6.

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mir cabalmente un compromiso estricto con la legalidad y con la cultu-ra jurídica de los derechos fundamentales. Muy lejos de tomar en serio al derecho y a los derechos. Basta pensar en el constante socavamien-to que los partidos realizan de las leyes e instituciones —aprobadas por ellos mismos— encargadas de regular las competencias electora-les. Basta pensar en la permanencia de esa visión que considera los de-rechos fundamentales como estorbos para una procuración de justicia eficaz, y que por ende asume que es necesario solapar y ocultar los sis-temáticos abusos que se cometen contra los “presunto culpables” con tal de aparentar que sólo así se puede “hacer justicia” a las víctimas de los delitos, confundiendo así justicia con venganza. Y basta pensar en la terrible tradición mexicana de establecer derechos en la Constitución para luego olvidarse de construir sus garantías primarias y secundarias, aduciendo que la Constitución es más un documento programático que una verdadera Ley Fundamental, que obliga por igual jurídica y polí-ticamente a todos: gobiernos, legisladores, jueces, partidos, sindicatos, empresas y movimientos sociales. Como indicara Bobbio, la distancia que separa al país legal del país real es el mejor criterio para evaluar el grado civilización o barbarie que impera en las sociedades.

En este sentido, el mayor desafío que enfrenta la consolidación de nuestra incipiente democracia es justamente el de tomar en serio esta otra transición jurídica e institucional, seguramente más compleja más prolongada y más difícil que la que permitió tener elecciones limpias, competidas y acreditadas. Pero sólo enfrentando con seriedad y rigor esta transición hacia una nueva cultura jurídica podremos evitar que nuestra democracia degenere en lo que, con exactitud teórica, Bovero ha denominado una “tiranía electiva”. Y en este sentido, habrá que re-conocer que la moneda está (y estará mucho tiempo todavía) en el aire.

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Recepción: 02/05/2012 Aceptación: 06/08/2012

Correspondencia:Antonella Attili y Luis SalazarDivisión de Ciencias Sociales y HumanidadesUniversidad Autónoma Metropolitana (uam) Unidad IztapalapaAv. San Rafael Atlixco, 186.Vicentina, Iztapalapa, C.P. 09340, Distrito Federal, México.Correo electrónico: <[email protected]>, <[email protected]>.

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TRIBUNA

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CASOS GARZÓN: NECESARIO DISTINGUIR

The Garzón Cases: The Need to Distinguish

Perfecto Andrés IbáñezMagistrado del Tribunal Supremo (España)

ResumenLa información masiva sobre los casos Garzón se ha caracterizado por la confu-sión, no siempre desinteresada, de los tres supuestos objeto de las querellas. Esto, a juicio del autor, obliga a individualizarlos cuidadosamente y a hacer lo mismo con las vicisitudes de cada una de las causas. AbstractInformation in the mass media on the Garzón cases has been singularized by a not always disinterested confusion as to the subject matter of the three lawsuits. In the author’s opinion, this makes it particularly important to carefully individualize them and underline the specifics of each one of the court proceedings. Palabras claveAudiencia Nacional, Juzgados Centrales de Instrucción, jurisdicción-poder difu-so, crímenes del franquismo, proceso acusatorio, derecho de defensa-inviolabili-dad, uso de la condición de juez para fines privados

KeywordsNational Court of Spain, Central Courts of Investigation of Spain, jurisdiction-diffuse power, crimes committed by the Franco dictatorship, adversarial system, right to counsel-inviolability, use of professional position for private purposes

I. Algunas indicaciones previas

La Audiencia Nacional (an) es un tribunal con sede en Madrid y “jurisdicción en toda España” (art. 62, Ley Orgánica del Poder Judicial [lopj]). Tiene tres salas que, en cada caso, reciben el nombre de la pro-pia materia de su competencia: de lo Penal, de lo Contencioso-Admi-nistrativo, y de lo Social.

La an nació, por Real Decreto Ley del 4 de enero de 1977, el mismo día de la supresión del franquista Tribunal de Orden Público, el instru-

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ170

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mento judicial de la dictadura para la represión de cualesquiera actos de oposición al régimen, desde los de carácter violento hasta los sim-plemente de opinión. Fue un tribunal especial, directa y abiertamente político, cuyos integrantes, magistrados de profesión, eran designados en régimen de completa discrecionalidad y por razón de su adscripción ideológica al franquismo.

La an fue creada, esencialmente, con el fin de mantener fuera del País Vasco el enjuiciamiento de los delitos de terrorismo; y se la dotó también de competencias extrapenales tratando de normalizarla como instancia, en el plano de la imagen. Hoy goza de la consideración de ór-gano de la jurisdicción ordinaria, cuyos puestos se cubren por concur-so, con criterio semejantes a los del resto de los tribunales. No obstan-te en ella, en la vertiente penal (incluidos sus juzgados de instrucción), siguen concurriendo rasgos de patente atipicidad que, cierto que con menor intensidad, mantienen viva la polémica.1 En especial porque su principal (y durante bastante tiempo casi exclusiva) dedicación, el en-juiciamiento de delitos propios del terrorismo de eta, ha sido fuente de una jurisprudencia, procesal sobre todo, de marcada excepcionalidad; con frecuente traducción en prácticas judiciales infraconstitucionales, infralegales incluso, de acusado signo emergentista. Y con una clara tendencia a privilegiar las informaciones auto y heteroinculpatorias ob-tenidas durante la detención policial,2 según estándares de apreciación notoriamente deficitarios en cuestión de garantías, que han acabado por teñir de forma significativa toda su actividad jurisdiccional, en parti-cular también la relacionada con los delitos de narcotráfico. Claro que —no debe ocultarse— muchas veces, debido a la gravedad de los he-chos y a la presión de una fuerte demanda social de contundencia en

1 Uno de esos rasgos, realmente relevante, es el de la enorme desproporción en la relación entre el número de fiscales y el de jueces de instrucción. La ratio no es inferior a 1-6, lo que —según expresaba con agudeza C. Castresana, hace algunos años— se traduce en que la inicia-tiva en la investigación de los casos está de hecho en manos de la policía, es decir, del Ministerio del Interior, y de los fiscales, esto es, del Ministerio de Justicia; lo que se traduce en que son es-tos últimos quienes, en ese régimen de dependencia, dirigen la instrucción de las causas de ma-yor importancia objetiva que se tramitan en el país (en “Luces y sombras de la Audiencia Nacio-nal”, en El País, 12 de noviembre de 2003).

2 En casos de terrorismo puede durar hasta cinco días, en régimen de incomunicación; no obstante la consagración constitucional del nemo tenetur.

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CASOS GARZÓN: NECESARIO DISTINGUIR 171

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la respuesta, tales líneas jurisprudenciales han encontrado lamentable-mente una acogida demasiado favorable en el Tribunal Supremo y tam-bién en el Tribunal Constitucional.

A la Sala de lo Penal de la an corresponde conocer, entre otros y aparte de los actos de terrorismo, de la gran delincuencia económica, del tráfico de drogas a cargo de grupos organizados y de los delitos producidos fuera del territorio nacional cuando, conforme a las leyes y los tratados, su enjuiciamiento competa a los tribunales españoles. Las funciones de investigación están atribuidas a seis Juzgados Centrales de Instrucción, asimismo con sede en Madrid y competencia en toda España.

Baltasar Garzón Real ha sido desde 1988 titular del Juzgado Cen-tral de Instrucción número 5. Como tal, le ha correspondido gestionar causas de gran trascendencia pública, en materia de terrorismo de eta y también, en algún momento, del llamado terrorismo de Estado. Y en ese contexto protagonizó la actuación que llevó en su día a la deten-ción de Pinochet: histórica decisión que, no hay duda, marca un antes y un después en la persecución de los crímenes contra la humanidad.3 De Garzón puede decirse, además, que inauguró un estilo en lo relati-vo a las relaciones con los medios de comunicación y a su presencia en ellos. El resultado es una notoriedad sin precedentes en un juez, en el país y fuera de él. Debida, ciertamente, al fundado interés de algunas de las causas tramitadas, pero también al modo muy personal y cuida-do de cultivar y administrar la proyección publicitaria, e incluso en al-gún momento política, de su papel, que ha distinguido a este magistra-do singular.4 Todo favorecido, en su origen, por el peculiar régimen de

3 Las denuncias por los crímenes de las dictaduras militares chilena y argentina se deben al fiscal Carlos Castresana, en la época de su formulación, miembro del Secretariado de Unión Progresista de Fiscales, primero, y luego presidente de la misma. Castresana fue realmente el estudioso que abrió la vía de esa actuación de la justicia española, conforme al principio de ju-risdicción universal, de lo que no había ningún precedente. De este juicio se hace eco L. Napo-leoni, Garzón. La hora de la verdad, trad. de M. Carol, C. Méndez y E. Rodríguez, Barcelona, Principal de los libros, 2011, pp. 183 y 189.

4 Una y otra cosa le abrieron el camino de la política. En efecto, Garzón fue el juez instruc-tor del caso de los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación (gal), organizados desde el Ministerio del Interior en la etapa socialista, para responder al terrorismo de eta en su propio terreno, y activos entre 1983 y 1987. Pues bien, en 1993, cuando Garzón los investigaba, Feli-pe González, presidente del gobierno (ciertamente bajo sospecha), en un momento muy crítico

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competencias del Juzgado Central de Instrucción, que propicia la anó-mala concentración de poder judicial en el titular. De un poder en el que, precisamente, esa forma acumulada de producirse induce un in-evitable, peligroso, salto —aquí pérdida— de cualidad, capaz de hacer del juez, como ha sucedido en este caso, un pequeño (o no tan pequeño) Leviatán.5 En efecto, pues en la materia —se sabe bien— el exceso, ya sólo por razones objetivas, comporta un riesgo de deterioro de la pro-pia naturaleza jurisdiccional de la actividad —que, no por casualidad, en el Estado constitucional, tiene en la atomización, en su carácter di-fuso, en la discreción de su ejercicio, uno de los rasgos caracterizado-res y una garantía frente al abuso a que inevitablemente está expuesta. Y no es la única peculiaridad cuestionable que incorporan, como figu-ra orgánica, los Juzgados Centrales de Instrucción, pues al aludido so-bredimensionamiento de las atribuciones de sus titulares por ellos pro-vocado, se une la postulación implícita de un cuestionable modelo de juez: el del superinstructor televisivo o cinematográfico en lucha6 con-

para su partido, tuvo la habilidad de invitar a Garzón a compartir lista con él, como número dos por Madrid, en las elecciones de ese año. Garzón aceptó, se ha dicho y es lo más plausible, con expectativas de obtener una cartera ministerial. Pero lo cierto es que González le confinó en un puesto secundario, y esto hizo que en mayo de 1994 renunciase al cargo y al escaño; desencanta-do —dijo— de la política. Según lo dispuesto en la lopj, merced a una reforma introducida años antes por los propios socialistas, Garzón pudo volver a su juzgado de procedencia, donde reto-mó el Caso GAL con particular ahínco, y llegó a promover ante el Tribunal Supremo la imputa-ción de Felipe González (que no prosperó). Al fin, hubo condenas para un ex ministro de Interior y un secretario de Estado para la Seguridad, entre otros.

5 C. Castresana ha hablado de un “poder extrajurídico, a veces directamente político” (en op. cit.). Por su parte, en el plano teórico y en una perspectiva de principios, L. Ferrajoli ha expli-cado que el correcto ejercicio de la jurisdicción demanda la ajustada relación entre los dos vec-tores, saber-poder, que la constituyen. Se trata de una relación cuyo equilibrio debe darse, por regla, dentro de cada proceso, en el juego de las garantías procesales, en su doble dimensión jurídica y epistémica. La anómala acumulación de procesos, más si de especial relevancia eco-nómica, política o de otra índole, en un solo órgano, sobre todo cuando es unipersonal, genera inevitablemente un plus de poder, que es extraprocesal y personal, pues va más allá del concre-tamente localizado en cada causa. Por eso, carece de la necesaria contrapartida de garantía y está peligrosamente abierto al abuso. (Cfr. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, 10ª ed., Ma-drid, Trotta, 2012, pp. 45 ss. y Principia iuris. 2. Teoría de la democracia, Madrid, Trotta, 2011, p.209-210.)

6 El de estar en lucha contra la delincuencia, la de carácter organizado, sobre todo, es un re-cusable tópico para consumo de masas, acríticamente incorporado, ya con la mayor naturalidad, a la subcultura y al lenguaje de algunos de estos jueces, con el inevitable reflejo en la opinión. Precisamente, el diario El País —recuérdese, en una época muy crítico con Garzón— le llamó

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tra la delincuencia. Anómalo estereotipo regularmente presente en las actitudes e incluso en los discursos de algunos jueces centrales, en los de Garzón en particular; cuando, como debiera saberse, el juez, en el ejercicio de la jurisdicción, no puede perseguir ningún interés (ni si-quiera político-criminal) predeterminado que no sea el de la imparcial comprobación de lo sucedido en el (en cada) caso concreto.

II. Peculiaridades del marco procesal

La Ley de Enjuiciamiento Criminal, que, con múltiples reformas, data de 1882, consagra el carácter público de la acción penal (art. 101). Luego, en el artículo 105, la atribuye, con carácter obligatorio, a los funcionarios del Ministerio Fiscal7. Pero el propio artículo 101, tratán-dose de delitos públicos, reconoce a “todos los ciudadanos españoles” ese derecho; y el artículo 270 precisa que deben ejercitarlo mediante querella; es decir, no sólo con el simple traslado al juez de la notitia criminis, sino asumiendo activamente la posición de parte activa en la causa.

La Constitución de 1978, en su artículo 125, acogió el instituto de la acción popular como medio de participar en la administración de justicia. Esta institución ha tenido singular protagonismo en las últi-mas décadas, sobre todo en la persecución de delitos imputados a su-jetos públicos, en casos en los que el Ministerio Fiscal (jerarquizado y dependiente del gobierno en última instancia) se ha caracterizado por una ostensible, crónica pasividad. Ahora bien, es cierto asimismo que la acción popular, que ha cumplido esa relevante función de benéfica suplencia de la inactividad del actor oficial, ha sido también frecuente

juez campeador. Donde “campeador” equivale a guerrero y es el calificativo con el que se dis-tinguió a un legendario caudillo medieval, Rodrigo Díaz de Vivar, también conocido por El Cid, esforzado combatiente contra los moros. (Cfr. “Vacaciones supremas”, artículo editorial de El País, 1 agosto 1995.) Precisamente, a raíz de la condena del magistrado por una de las causas de las que aquí se trata, la prensa internacional hizo pública su disposición a “seguir luchando...”, según declaraciones de aquél a un medio centroamericano.

7 De “ejercitar, con arreglo a las disposiciones de la ley, todas las acciones penales que consi-deren procedentes”, habla el precepto. Conviene aclarar que este ha sido siempre unánimemente interpretado en el sentido de que ese juicio de procedencia debe versar sobre la subsunción de la conducta en un precepto penal, y es, por tanto, legalmente ajeno a criterios de oportunidad.

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objeto de una utilización oportunista. Y, en concreto, aun promovida en la persecución de delitos públicos, se ha constituido a veces en el re-curso instrumental de grupos de oscura filiación y de sujetos particula-res, y de los propios partidos, en el contexto de estrategias no siempre claras, o quizá sí.

Ello ha contribuido a crear un clima, podría decirse transversal, de opinión política (tampoco desinteresada), de franca hostilidad hacia el instituto; y a que se hayan prodigado tomas de posición favorables a la drástica reducción de su ámbito, también en los medios de la cáte-dra y del foro. Con todo, lo cierto es que de no haber sido por la acción popular, aun cuando movida por manos no santas, delitos gravísimos, producidos en medios públicos, en años recientes, se habrían visto fa-vorecidos por la impunidad.

La Sala Segunda del Tribunal Supremo, de lo Penal, formada por quince magistrados, tiene competencia para la instrucción y el enjui-ciamiento —en única instancia—8 de las causas por delito seguidas contra determinados cargos públicos que gozan de ese fuero privilegia-do (según el art. 57, lopj). Entre ellos se encuentran los magistrados de la Audiencia Nacional. Estas causas contra aforados deberán promo-verse mediante querella, del Ministerio Fiscal o de particulares. El ré-gimen interno de asignación de las competencias a concretos magistra-dos dentro de la Sala Segunda, para proceder en estos y otros casos, se rige por las normas aprobadas con carácter general por la Sala de Go-bierno del Tribunal Supremo.

El modo legal, tradicional, de proceder es el siguiente. La decisión de admitir o no la querella compete a un sala, constituida por turno (en la actualidad por cinco magistrados). Cuando ésta admite a trámite la querella, la instrucción corresponde a otro magistrado, designado tam-bién por turno de entre los restantes de la propia Sala Segunda. En fin, el juicio (como he dicho, en única instancia) y la decisión sobre el fon-do estaban atribuidos a la propia sala de admisión, que también habría

8 El art. 2 del Protocolo 7 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Huma-nos y las Libertades Fundamentales, luego de disponer en el apartado 1 que toda persona conde-nada por un delito tiene derecho a que su condena o sentencia sea revisada por un tribunal supe-rior, en el apartado 2 recoge como excepción, entre otros, el caso de los que la persona afectada sea juzgada en primera instancia por el más alto tribunal.

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conocido de los incidentes eventualmente promovidos contra la resolu-ciones del instructor. Pero aquí hablo en pasado, debido a que en este punto, y con ocasión del enjuiciamiento de la primera causa de las se-guidas contra Garzón (la conocida como de los crímenes del franquis-mo), se ha producido un bien fundado cambio de criterio en la forma-ción de la sala de enjuiciamiento, al que me referiré.

III. Algunas incidencias relevantes del trámite en las causas seguidas contra Garzón

La causa conocida como de los crímenes del franquismo se inició por la acumulación de tres iniciativas, respectivamente, del llamado Sindicato de Funcionarios Manos Limpias,9 de Falange Española10 y de la Asociación Civil Libertad e Identidad,11 cada una de las cuales, ejercitando la acción popular, formuló querella contra Garzón como autor de un delito de prevaricación por el modo como, en 2008, decidió hacerse cargo de la denuncia de los crímenes del franquismo y asumir su persecución, y por las resoluciones dictadas al efecto.

9 Tomó el nombre del movimiento promovido por el juez Di Pietro. Se autodefine como sin-dicato, en particular de funcionarios, que busca la defensa de los intereses de sus afiliados; y, en general, de la transparencia y dignidad de los poderes públicos; la denuncia de las corrupciones políticas y las que lesiones el interés público general; y la defensa del orden constitucional fren-te a movimientos separatistas. Aunque rechaza la calificación de ultraderechista que regular-mente se le asocia, existe un amplio consenso en los más diversos medios para definirlo de ese modo, tanto por sus fines como por su semántica, por la calidad de sus iniciativas, y por el perfil de su figura más representativa; a lo que se une que en algún momento habría compartido sede con el llamado Frente Nacional del Trabajo. Es conocido sobre todo por sus querellas, promovi-das en el ejercicio de la acción popular.

10 Grupo heredero del histórico partido fascista, cuya acusación fue finalmente excluida por el instructor, por motivos procesales.

11 Sus propósitos fundacionales declarados son “formar la persona y redescubrir la nación”. Justifica su iniciativa contra Garzón, por la ilegalidad de sus actuaciones y porque, a diferencia de lo sucedido en este caso, algunos años antes se había negado a abrir una causa, entre otros, contra Santiago Carrillo (líder histórico del Partido Comunista de España), como supuesto res-ponsable de la masacre conocida como de Paracuellos, que afectó a varios miles de presos en el Madrid republicano, por entender, entre otras razones, que los delitos habrían prescrito, no sien-do ya perseguibles.

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Una sala, compuesta12 del modo que he anticipado, resolvió admi-tir a trámite las querellas, al entender que existía materia de delito en el proceder del magistrado; y a continuación, según lo legalmente pre-visto, entró en funciones el instructor13 de turno en ese momento. Éste llevó a cabo la investigación y, haciéndose eco de las acusaciones, dis-puso la apertura del juicio.

La sala —que, luego de haber admitido las querellas, conoció de distintos recursos de la defensa contra resoluciones del instructor, con-firmándolas—, operando según el criterio tradicional antes expues-to, manifestó su disposición a asumir también el enjuiciamiento.14 Tal modo de proceder —legal, pero ya poco defendible, en vista de la me-jor jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y del Tribunal Constitucional español en materia de “imparcialidad objeti-va”— fue respondido por la defensa con la recusación de todos los in-tegrantes de aquélla. Del incidente —por falta de “imparcialidad ob-jetiva”— conoció la sala prevista en el artículo 61 de la lopj,15 que, como cabía esperar, estimó la recusación. De este modo, el tribunal en-cargado de juzgar debería ser otro, ninguno de cuyos componentes hu-biera intervenido con anterioridad en la misma causa. Es el que, com-puesto ahora por siete magistrados, juzgó finalmente a Garzón por este caso, absolviéndole.16

12 Entre otros, por el magistrado Adolfo Prego, enseguida denunciado por sus actitudes ultra-conservadoras y la afinidad ideológica a las formaciones promotoras de la querella.

13 Luciano Varela Castro, cuya instrucción fue insistentemente denunciada como inquisitiva y persecutoria en extremo, por y en los medios de opinión favorables a Garzón, El País, espe-cialmente, en ocasiones en términos insultantes.

14 Este criterio, legal histórico, de una misma sala conociendo de la admisión de la querella, supervisando la instrucción y asumiendo también el enjuiciamiento, tenía apoyo en decisiones del Tribunal Constitucional y del propio Tribunal Supremo, en las que se resolvió que no son ac-tos de instrucción y no comprometen la debida imparcialidad para juzgar: la admisión a trámite de la denuncia o querella; la decisión de recursos contra las resoluciones del instructor que se li-mite a verificar la regularidad de lo acordado por este.

15 Conforme al art. 61.1 lopj “Una sala formada por el presidente del Tribunal Supremo, los presidentes de sala y el magistrado más antiguo y el más moderno de cada una de ellas conocerá [...] 2º De los incidentes de recusación del presidente del Tribunal Supremo, o de los presidentes de sala, o de más de dos magistrados de una sala”. Las recusaciones de uno o de dos magistrados de una sala se resuelven, pues, por el pleno de la misma.

16 La absolución se produjo por mayoría de seis magistrados (uno de ellos el autor de este ar-tículo); con un voto discrepante del magistrado Maza.

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La causa conocida como de las escuchas del caso Gürtel, se inició en virtud de la querella (por un posible delito continuado de prevari-cación judicial y otro de uso de artificios de escucha y grabación con violación de las garantías constitucionales cometido por funcionario), presentada el 9 de diciembre de 2009 por un abogado; a esta primera iniciativa se sumaron posteriormente otras dos del mismo género. En todos los supuestos se trató de reacciones contra la interceptación por Garzón de las comunicaciones presenciales de imputados del conocido como caso Gürtel, durante las entrevistas mantenidas con los profesio-nales del derecho encargados de su defensa, cuando se hallaban en pri-sión preventiva.

La sala correspondiente resolvió admitir a trámite la querella; y fue designado el instructor, que oyó en declaración al magistrado, decidió imputarle y, luego de algunas diligencias de investigación, a instancia de las acusaciones populares, abrió el juicio oral. La misma sala de ad-misión, que había resuelto algunos recursos de la defensa contra deci-siones del instructor, según el criterio tradicional aludido (y discrepan-do por tanto del expresado por la Sala del artículo 61 lopj a que antes hice referencia), manifestó su propósito de juzgar al acusado.17 Tam-bién ahora la defensa promovió un incidente de recusación, resuelto del mismo modo que en el supuesto anterior, lo que llevó a la forma-ción de un tribunal distinto para el enjuiciamiento, formado por siete magistrados que no habían tenido intervención en momentos anteriores de la misma causa.18

El 12 de junio de 2009, los abogados Antonio Panea Yeste y José Luis Mazón Costa (ajenos a los otros casos), igualmente en el ejercicio de la acción popular, formularon querella contra Baltasar Garzón por

17 Con excepción del autor de este artículo, que, por considerarse contaminado en su “impar-cialidad objetiva”, al haber conocido del trámite de admisión de la querella y de algunos recur-sos contra decisiones del instructor, formalizó su abstención.

18 Entre ellos los dos instructores de las causas de los crímenes del franquismo y de los fon-dos de los cursos de la Universidad de Nueva York. Al respecto, la Sala del artículo 61 lopj, re-solviendo sobre la recusación de uno de ellos por este motivo, concluyó que del hecho de haber desarrollado la investigación de una causa contra un imputado no se deriva ningún efecto conta-minante que impida juzgarle con imparcialidad en otra causa. Es más, en la práctica de los tri-bunales ocurre con alguna frecuencia que el magistrado que ha intervenido en el juicio del que se siguió condena contra un imputado, vuelva a juzgarle por otro hecho en una causa distinta.

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los posibles delitos de prevaricación, estafa y cohecho. Todo porque el magistrado, cuando disfrutaba de una licencia por estudios en Nue-va York, realizó personalmente gestiones ante los dos más importantes banqueros españoles y los responsables de tres de las más relevantes empresas del país, para obtener fondos con que financiar actividades académicas que él iba a dirigir en un centro académico de aquella ciu-dad.

Admitida la querella, el magistrado instructor desarrolló la corres-pondiente investigación, consistente, sobre todo, en recabar datos del propio imputado, de los patrocinadores y de la universidad neoyorqui-na, y en la realización de alguna pericia contable.

Concluida la indagación, descartando los delitos de prevaricación y de estafa, dispuso la continuación del procedimiento para abrir el jui-cio por posible cohecho.19 En ese momento el fiscal objetó que, por el tiempo transcurrido desde el momento de los hechos hasta el inicio de la persecución, ese delito habría prescrito. El instructor se manifestó conforme, cerrando el caso. Lo hizo con una resolución en la que de-jaba sintética pero expresiva constancia de los indicios delictivos apre-ciados, de que a su entender satisfacían las exigencias del tipo penal, y del porqué legal de la prescripción.

IV. Los hechos de las distintas causas

Reiteraré que las causas promovidas contra Garzón han sido tres: la conocida como de los crímenes del franquismo, la de las escuchas del caso Gürtel, y la de los fondos de los cursos de la Universidad de Nue-va York. En lo que sigue expondré de forma sucinta los hechos, tal y como resultan fijados en las resoluciones judiciales que han puesto fin a cada uno de los procesos.

19 El conocido como cohecho impropio, según el art. 426 del Código Penal, en la redacción aplicable en el momento de los hechos, es el cometido por la autoridad o funcionario que admi-tiere dádiva o regalo ofrecido en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido legalmente.

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a) Causa de los crímenes del franquismo

La sentencia, conforme he anticipado, fue absolutoria. En ella se re-prochó a Garzón haber actuado en la persecución de los crímenes del franquismo contradiciendo el derecho aplicable: al acudir a la legali-dad internacional en materia de derechos humanos, por un cauce no previsto en el ordenamiento constitucional español y desconociendo la vigencia de la Ley de Amnistía 46/1997, de 15 de octubre; y por haber-lo hecho, en cualquier caso, con manifiesta falta de competencia obje-tiva. Ahora bien —según el tribunal—, se trató de una intervención en respuesta a legítimas demandas de víctimas de acciones criminales del franquismo, que hoy serían calificables de delitos contra la humanidad; dándose la circunstancia de que aquéllas se encuentran en una situa-ción de objetiva desigualdad en relación con otras víctimas de hechos similares producidos en el tiempo de la guerra civil, en el territorio de los vencidos, que sí fueron perseguidos por los vencedores. Por todo, fue la conclusión, en la conducta del juez habría faltado el elemento de injusticia que, más allá de la mera ilegalidad, requiere el tipo penal.

El artículo 9.3 de la Constitución española —razonaba también el tribunal— “garantiza [...] la irretroactividad de las normas sanciona-doras no favorables”.20 Ello hace que las acciones criminales de refe-rencia (delitos de asesinato, ampliamente prescritos) no pudieran ser perseguidas en el momento de la querella como crímenes contra la hu-manidad, al ser este un tipo penal introducido en el Código español en 2003.21 Por otra parte, la Ley de Amnistía, promulgada al inicio de la transición por consenso de todas las fuerzas políticas, y cuya modi-

20 Precisamente, como subrayaron los promotores de una de las querellas de esta causa, el mismo Garzón había resuelto en 1998 no admitir una querella contra el líder comunista Santia-go Carrillo y otros, por la masacre, conocida como de Paracuellos, cometida sobre varios miles de presos durante el sitio de Madrid, en plena guerra civil. El argumento, literal, de Garzón fue que “los preceptos jurídicos alegados son inaplicables en el tiempo y en el espacio, en el fondo y en la forma a los [hechos] que se relatan en el escrito [de querella], y su cita quebranta absoluta-mente las normas más elementales de retroactividad (art. 9.3 de la Constitución española) y tipi-cidad (art. 1 del Código Penal)”. Es decir, la ausencia de un cauce jurídico idóneo para la perse-cución penal en el ordenamiento español vigente .

21 Razona el tribunal, según lo resuelto en el conocido como Caso Scilingo (sentencia 798/2007, de 1 de octubre), que en el ordenamiento español las normas internacionales carecen de eficacia directa, de modo que su incorporación al mismo sólo puede producirse por el pro-

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ficación fue expresamente rechazada el pasado 19 de julio de 2011 por el Congreso de los Diputados, mantiene su vigencia.22 Además, la competencia nunca habría correspondido a los Juzgados Centrales de la Audiencia Nacional, que para la investigación de esa clase de delitos solo la tienen atribuida cuando los mismos se hubieran cometido fuera de España (art. 23, lopj). Por eso, y para sortear tal obstáculo —cons-ciente por tanto de la propia falta de competencia objetiva—, Garzón23 desarrolló una doble estrategia procesal. Por un lado, condujo formal-mente su actuación como persecución de un delito contra los altos or-ganismos de la nación en la época del golpe militar.24 Para ello simuló ignorar el hecho notorio de que todos los posibles responsables habían fallecido; y, con el fin de mantener abierta la causa, ordenó a la policía investigar la (im)posible existencia de algún superviviente. Luego, por conexidad, y mientras tanto, se atribuyó también la competencia para perseguir los crímenes del franquismo, acudiendo a la ficción de califi-carlos como desapariciones forzadas, es decir, delitos de carácter per-manente, que estarían ejecutándose cuando los restos de las víctimas no hubieran aparecido todavía.25 Prescindiendo también del hecho, asi-mismo notorio, de tratarse de asesinatos ciertos, cometidos hace bas-tante más de setenta años; crímenes, pues, en absoluto asimilables a las

cedimiento constitucionalmente previsto; y que el derecho internacional consuetudinario no es apto para crear tipos penales completos.

22 Conviene recordar que la demanda de una “amnistía general [...] extendida a todas las res-ponsabilidades derivadas de la guerra civil, en ambos bandos contendientes” formó parte del programa del Partido Comunista de España desde finales de 1959. De lo más expresivas son las palabras de Marcelino Camacho (líder histórico de Comisiones Obreras) y Santiago Carrillo (secretario general del Partido Comunista de España), ambos diputados comunistas, en las se-siones del Congreso de los Diputados del 27 de julio y 14 de octubre de 1977, defendiendo en nombre de su formación la amnistía para todos y para todos los delitos de intencionalidad polí-tica, sin restricciones, como necesario punto de partida de la nueva era democrática que se abría en el país.

23 Luego de haber tenido las denuncias paralizadas durante dos años, hasta que el movimien-to de familiares de víctimas y la contestación de la ley conocida como “de la memoria histórica” hizo de sus reivindicaciones un tema mediático, de máxima actualidad; momento en el que Gar-zón recobró el impulso.

24 La Audiencia Nacional y los Juzgados Centrales son hoy los competentes para la persecu-ción del equivalente a esta clase de delitos (art. 65,1º a) LOPJ).

25 Un giro lingüístico —que responde a la pretensión de que los delitos de referencia segui-rían cometiéndose aun después de muertos los posibles autores— bien calificado de “surrealis-ta” por A Gil, en La justicia de transición en España. De la amnistía a la memoria histórica, con prólogo de K. Ambos, Barcelona, Atelier, 2009, p. 162.

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“desapariciones” perpetradas en el marco de las dictaduras del Cono Sur de América Latina. De este modo, el magistrado pudo llevar a cabo algunas diligencias, de alcance poco más que simbólico, bajo la cober-tura de un proceso penal objetivamente destinado a no producir ningún resultado que no fuera el meramente publicitario, logrado, eso sí, con manifiesta eficacia.

Con posterioridad a la sentencia absolutoria en la causa de los crí-menes del franquismo, con fecha 28 de marzo de 2012, la Sala Segun-da del Tribunal Supremo ha dictado una resolución que versa sobre la competencia y el modo de operar en los casos de aquella naturaleza, en particular, en la recuperación de restos de posibles víctimas de aquellas acciones. El punto de partida es que, al no ser ya perseguibles penal-mente, cuando hubiera claridad sobre la fecha de las muertes, no será pertinente la apertura de una causa penal y, en consecuencia, tampo-co la intervención del juez de instrucción; que sí estará justificada, en cambio, en los supuestos de duda acerca de ese dato. Ello supone que, a tenor de este criterio, los procesos penales abiertos por hechos de la guerra civil tendrán que archivarse.

En la misma resolución se subraya el obvio derecho de los familia-res a la recuperación de los cadáveres de las víctimas y a la formaliza-ción de las correspondientes situaciones, bien por vía administrativa, para lo que existen previsiones específicas (Ley 52/2007), y también por vía civil.

b) Causa de las escuchas del caso Gürtel

La investigación del conocido como caso Gürtel había correspondi-do a Baltasar Garzón, como titular del Juzgado Central de Instrucción número 5. La causa tenía por objeto hechos que podrían constituir deli-tos de blanqueo de capitales, defraudación fiscal, falsedades, cohecho, asociación ilícita y tráfico de influencias; plausiblemente cometidos, en una pluralidad de escenarios territoriales, por sujetos integrados en una amplia trama, con implicación de distintos exponentes del Partido Po-pular y el resultado de una importantísima apropiación de fondos pú-blicos.

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La policía trasladó al instructor su sospecha de que algunos de esos imputados, situados en el vértice de la trama, no obstante hallarse en situación de prisión preventiva, podrían estar realizando acciones diri-gidas a reciclar u ocultar las ganancias obtenidas en sus ilícitas activi-dades ya objeto de persecución penal.

En vista de ello, el juez dictó una resolución, de 19 de febrero de 2009, que afectaba a tres de los implicados. En ella decía, literalmente, que dada “la complejidad de la investigación [...] con objeto de deter-minar con exactitud todos los extremos [de las actividades de aquellos] y especialmente para determinar el grado de imputación que pudieran tener otras personas dentro del grupo organizado investigado” era “ne-cesario ordenar la intervención de [sus] comunicaciones orales y escri-tas”. Continuaba:

Igualmente y dado que en el procedimiento empleado para la práctica de sus actividades pueden haber intervenido letrados y que los mismos aprovechando su condición pudiesen actuar como “enlace” de los tres mencionados con personas del exterior, deviene necesaria también la in-tervención [de las comunicaciones] que aquéllos puedan mantener con los mismos, dado que el canal entre otros miembros de la organización y los tres miembros ahora en prisión podrían ser los letrados que estarían aprovechando su condición en claro interés de la propia organización y con subordinación a ella.

En fin, disponía la interceptación de las comunicaciones persona-les de los imputados en prisión con los abogados que ya les prestaban asistencia. Inicialmente, alguno de éstos se hallaba también imputado; pero la medida se extendía, indiscriminadamente, con o sin sospecha, a cuantos profesionales pudieran intervenir en el futuro con ese carácter. El magistrado advertía, curiosamente, que todo debería hacerse “previ-niendo el derecho de defensa”(!).

Como fundamento legal de la decisión, Garzón citaba el artículo 51 de la Ley Orgánica General Penitenciaria. Éste dispone que las comu-nicaciones de los presos con su abogado “no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supues-tos de terrorismo”. Prescripción que el Tribunal Constitucional (desde

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su sentencia 183/1994) ha interpretado regularmente en el sentido de que ambas exigencias son acumulativas y no alternativas. Pero es que, además, las injerencias que contempla sólo están previstas para mante-ner el régimen interno de los establecimientos penitenciarios. Lo que resulta del propio precepto legal, ajeno al código procesal penal,26 y también del que lo reglamenta27 que, incluso, obliga a informar ex ante a los posibles afectados de que sus comunicaciones podrían ser inter-venidas. Un requisito claramente sugestivo de que la previsión de esta clase de medidas no tiene nada que ver con la investigación criminal.

La policía, el 13 de marzo de 2009, presentó al juez un informe con el resultado de las escuchas, solicitando su prórroga. El fiscal —advir-tiendo que “una parte importante de las transcripciones se refer[ían] en exclusiva a estrategias de defensa”— se manifestó favorable al man-tenimiento de aquéllas, pero “con expresa exclusión de las comunica-ciones mantenidas con los letrados que representen a cada uno de los imputados y, en todo caso, con rigurosa salvaguarda del derecho de de-fensa”. Garzón, sin atender esa petición, dictó de inmediato una nueva resolución prorrogando las escuchas en los mismos términos en que se estaban produciendo.

De este modo, resultaron interceptadas las conversaciones de los im-putados en prisión con algunos abogados, al parecer, suspectos, y con otros cuatro abogados fuera de toda sospecha, designados por aquéllos para su defensa y formalmente admitidos como tales en la causa. Ésta es la razón por la que tres de ellos ejercitaron la acción penal contra el juez.

Cerrada la fase de investigación, los afectados (no el ministerio fiscal)28 formalizaron las correspondientes acusaciones por delito con-

26 Éste, en materia de escuchas, sólo prevé la interceptación de las comunicaciones telefóni-cas de los imputados.

27 Arts. 43,1 y 46,5º del Reglamento Penitenciario.28 El Ministerio Fiscal se ha opuesto a las querellas y a las acusaciones en las tres causas.

Esto supone un evidente aval del acusador público a la injerencia del instructor Garzón en la re-lación de defensa imputado-abogado. Puede sorprender, pero no tanto si se piensa en que —ha-blo a partir de una experiencia personal de 40 años de ejercicio de la jurisdicción— no conozco un solo caso en el que el fiscal español haya impugnado una sentencia condenatoria, por viola-ción de las garantías fundamentales del imputado; a pesar de que existe una estadística signifi-cativa de casos en los que la dictada fue anulada en segunda instancia o en casación por un mo-

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tinuado de prevaricación judicial y delito cometido por funcionario público, de uso de artificios de escucha y grabación con violación de las garantías constitucionales. Finalmente, se celebró el juicio oral y hubo sentencia, de fecha 9 de febrero de 2012.

Ésta es condenatoria: a) porque el juez conocía que su decisión afec-taba de manera esencial al derecho fundamental de defensa de los impu- tados; y fue consciente de que su decisión no podía fundarse en ningu-na interpretación razonable de la norma constitucional y de la ley pro-cesa penal; b) porque, además, actuó de ese modo gravísimamente an-tijurídico sin que existieran datos de ninguna clase de que los letrados estuvieran aprovechando el derecho de defensa para cometer nuevos delitos.29

El tribunal recordaba que el Tribunal Europeo de Derechos Huma-nos ha admitido, de manera excepcional, la grabación de comunica-ciones de un imputado con su letrado, pero exigiendo: previsión legal suficiente y clara (que aquí no concurre); indicios de delito contra el abogado afectado (aquí nunca precisados en unos casos y por completo inexistentes en los restantes); y adopción de garantías para evitar abu-sos de la medida (algo imposible en estos casos por la propia calidad invasiva de las injerencias).

c) Causa de los fondos de los cursos de la Universidad de Nueva York

El Consejo General del Poder Judicial había concedido a Garzón “licencia por razón de estudios relacionados con la función judicial, a disfrutar del día 1 de marzo al 1 de diciembre de 2005, al objeto de desarrollar actividades de docencia e investigación en la New York

tivo del género. De hecho, toda esa jurisprudencia de la an que he calificado de emergentista y muy problemática desde el punto de vista de la disciplina constitucional del proceso, ha contado siempre con el aval del Ministerio Público.

29 En los hechos probados de la sentencia condenatoria se lee que en la resolución de Gar-zón disponiendo las interceptaciones “no se contenía ninguna mención concreta de la identidad de los letrados sospechosos, lo que habría permitido excluir a los demás, ni tampoco precisión alguna acerca de los indicios que existieran contra los que no hubieran sido hasta entonces im-putados”.

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University School of Law, así como en el The Center on Law and Se-curity, y en el Centro Rey Juan Carlos I de España, sobre temas rela-cionados con el terrorismo internacional y nacional”. La licencia fue luego prorrogada hasta el 30 de junio de 2006. Y durante todo ese tiem-po Garzón mantuvo en su integridad las retribuciones propias del car-go judicial.

Nombrado titular de la cátedra Rey Juan Carlos I de España en la Universidad de Nueva York; y pactó con sus autoridades académicas un régimen retributivo consistente en el pago de gastos de viaje (por un importe total de 22 152 dólares) y de los ocasionados por la escolari-zación de su hija en la Escuela Internacional de Naciones Unidas (por importe de 21 650 dólares); cantidades efectivamente satisfechas.

También fue designado profesor distinguido por el Centro de Dere-cho y Seguridad de la misma Universidad de Nueva York, que en total le hizo trece pagos por importe de algo menos de 6 000 dólares cada uno. Garzón ocultó estas percepciones al Consejo General del Poder Judicial; y también las propias del cargo judicial a la Universidad de Nueva York, a pesar de haber pactado con ella un rígido compromiso de incompatibilidad en materia salarial, que excluía la posibilidad de cualquier otra percepción que no fuera la del propio centro.

Pero no es tal el núcleo de la imputación. Éste se cifra en el hecho de que Garzón, que había concebido la idea de organizar, en el aludi-do marco académico, eventos, de los que él sería director, con perso-nalidades relevantes del mundo político, empresarial y jurídico, qui-so lograr fondos para su financiamiento, y también para el abono de los salarios de una persona de su confianza, que le auxiliase en la ges-tión de tales actividades. Con ese fin entró personalmente en contac-to con los directivos de los dos principales bancos del país —Banco Santander Central Hispano (bsch),30 Banco Bilbao Vizcaya Argentaria

30 En este caso se da la circunstancia —a la que los querellantes atribuían particular relie-ve— de que Garzón, luego de la estancia neoyorquina, el 27 de noviembre de 2006, ya en el juz-gado, no admitió a trámite una querella contra Emilio Botín, presidente del bsch; al que, en la solicitud de apoyo económico para los cursos, había tratado de “Querido Emilio”. El reproche es que tendría que haberse abstenido en la causa seguida, en realidad, contra Botín y contra veinti-dós personas más. Lo cierto es que la sala de apelación confirmó luego la resolución de Garzón.

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(bbva)—31 y de las empresas Telefónica, Compañía Española de Petró-leos S.A. (cepsa), y Empresa Nacional de Electricidad S.A. (endesa); llegando a solicitar un total de 2 595 375 dólares, de los que obtuvo 1 237 000 dólares. A juicio de los querellantes y del instructor, para conseguir estos fondos habría contado de manera relevante la condi-ción profesional de Garzón.32 Y esto es lo que le haría imputable como posible autor de un delito continuado de cohecho impropio. A juicio del instructor, no se daban en cambio las condiciones para atribuir a Garzón delitos de prevaricación y tampoco de cohecho propio.33 Final-mente, ya se ha dicho, concluyó descartando la existencia de estos deli-tos y resolviendo que el de cohecho impropio habría prescrito, en vista del tiempo transcurrido entre el momento de los hechos y el inicio de su persecución, que es lo que dio lugar al archivo de la causa (mediante resolución de13 de febrero de 2012).

V. Los casos en la opinión pública

Hay un dato incuestionable, y ciertamente dramático, de la realidad española de un largo periodo, del que hay que partir. Es que los críme-nes del franquismo no han tenido respuesta penal y, además, los ca-dáveres de muchas de las víctimas de la represión, sobre todo de las producidas durante el tiempo de la contienda civil, permanecen en las fosas a las que fueron arrojados por sus verdugos. Con frecuencia, en emplazamientos más o menos conocidos, sobre los que, en una infini-

31 En el caso del bbva, Garzón había instruido en el 2000 una causa contra la cúpula de la en-tidad, al descubrirse que, a través de una filial, tenía abiertas cuentas secretas en el paraíso fiscal de la isla Jersey. Esa actuación judicial provocó el cese de la dirección del banco; y determinó, en 2001, la entrada en la misma de los directivos de los que, años más tarde, Garzón solicitó y obtuvo el financiamiento de los cursos.

32 El instructor subraya que, aun actuando en el aludido papel académico, hizo valer siempre su condición de magistrado. Incluso Karen Greenberg, directora del Centre of Law and Security de la universidad neoyorquina, utilizó un sobre en cuyo exterior figuraba impreso “Baltasar Gar-zón Real. Magistrado-Juez Juzgado Central 5. Audiencia Nacional. Madrid”, para dirigirse a la dirección de endesa solicitándole el pago de la parte atrasada de la subvención prometida, me-diante una carta remitida de ese modo desde la propia ciudad de Nueva York.

33 El cohecho propio se comete cuando la dádiva tenga por objeto la realización de un acto u omisión que constituya delito, o la omisión de un acto obligado, en ambos casos en el ejerci-cio del cargo (arts. 419 y 421 del Código Penal, en la redacción anterior a la reforma de 2010).

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dad de supuestos, no ha podido intervenirse, ni siquiera con el fin de llegar a la identificación de los restos y para darles una sepultura dig-na.34 En la época de las acciones criminales, obviamente, por el mie-do más que justificado de las familias afectadas, comprensiblemente transmitido a la generación posterior, crecida también en ese clima, que, por ello, tuvo que mantenerse inactiva al respecto. Así, debió lle-gar una nueva generación, la de los nietos, que, en contexto democráti-co, ha reaccionado con un celo ejemplar y una fuerza extraordinaria en la justísima reivindicación de la memoria de sus muertos. Al principio bajo la forma de iniciativas dispersas y poco más que personales; más tarde con cierto grado de articulación a escala nacional, y siempre con poco más que los propios recursos, a los que se han unido algunas ayu-das oficiales, siempre insuficientes. Todo, fundamentalmente con el fin de documentar las masacres y dignificar la situación de las víctimas, que, en un primer momento, lo fueron de fusilamientos producidos en el marco de acciones de depuración del adversario político; y, tras la victoria de los sublevados, en la aplicación de penas de muerte masiva-mente impuestas en procesos sumarísimos a cargo de la justicia militar del franquismo.

Pues bien, en el contexto del aludido movimiento de familiares de víctimas, dotado ya, como he dicho, de cierta articulación, en 2006, se produjeron distintas denuncias de acciones del género de las aludidas, en las que los denunciantes comunicaban al juzgado haberlas sufrido en sus familiares, haciendo saber que desconocían las circunstancias del fallecimiento y el lugar de enterramiento, a la vez que invocaban su derecho a saber y solicitaban la tutela judicial para el descubrimiento de la verdad y la práctica de las actuaciones necesarias para la localiza-ción e identificación de aquellos.

Las denuncias, al fin convergentes en el Juzgado Central de Instruc-ción número 5, recibieron del magistrado titular el tratamiento procesal que se ha dicho, que, en sí mismo, como también resulta de lo expues-

34 Muy tardíamente, la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, conocida como “de la memoria his-tórica”, ha establecido el deber de las administraciones públicas de colaborar con los descen-dientes directos de las víctimas que lo soliciten en las actividades de localización e identifica-ción de las personas desaparecidas violentamente durante la guerra civil o la represión política posterior, cuyo paradero se ignore.

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to, estaba destinado a no llevar, dentro de la jurisdicción penal, a nin-guna parte. Pero, aunque sólo sea en el plano simbólico, y sin prejuz-gar, pues no hace al caso, la posible ultraintención del magistrado, lo cierto es que esas actuaciones representaron la primera reacción oficial a unas demandas sobre cuya justicia no es preciso insistir. Por eso la extraordinaria valoración, en realidad sobrevaloración de las mismas, con abstracción de lo más que cuestionable de su fundamento legal y del hecho de estar condenadas a la inefectividad.

Así las cosas, la apertura de la causa contra Garzón que dio lugar a este caso, en virtud de una decisión jurídicamente cuestionable, según resulta de la propia sentencia, tuvo en la opinión pública el eco más ob-vio: Garzón perseguido por investigar los crímenes del franquismo. Si además, la iniciativa de la persecución partía de exponentes de la ex-trema derecha española, la conclusión de que el eco hallado en el Tri-bunal Supremo español respondía a idéntica coloración ideológica de sus magistrados, se movía en el mismo plano de la obviedad. Pero es que si, más todavía, con patente coincidencia temporal, sobre ese mis-mo tribunal llovían nuevas querellas contra Garzón, la hipótesis cons-piratoria (ampliamente difundida en sus informaciones por un medio tan relevante como El País) como algo plausible, estaba servida para el hombre de la calle. Más, tratándose de un magistrado con alguna ac-ción tan emblemática en su curriculum como la detención de Pinochet y la persecución de los crímenes de otras dictaduras militares.

Lo cierto es que esa hipótesis prendió con tan explicable facilidad como incontenible tendencia a la simplificación, en amplísimos secto-res de la ciudadanía nacional e internacional, especialmente de izquier-da. Es algo que, lo creo sinceramente, no merece el menor reproche: por la extraordinaria plasticidad de la versión tan eficazmente difundi-da; abonada, además, por la constancia de la secular experiencia de la impunidad de crímenes como los del franquismo. Y favorecida, en fin, por la dificultad de difundir en tales ambientes una información cabal del perfil real de las actuaciones de Garzón en el caso de los crímenes del franquismo; y una noticia cumplida de la naturaleza de los otros he-chos atribuidos al mismo y objeto de persecución.

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Tal estado de opinión masiva ha contado, se ha nutrido más bien, con las aportaciones de alguna intelligentsia jurídica de izquierda, produ-cidas en una clave casi exclusivamente política. Digo esto porque, si bien es cierto que —según puede leerse en la propia sentencia absolu-toria de la causa de los crímenes del franquismo— la persecución de los mismos35 sería, al menos en hipótesis teórica,36 defendible con apo-yo en cierta lectura de la normativa internacional en materia de dere-chos humanos y de derecho humanitario; lo que no tiene el menor sus-tento en ésta es la inferencia de que las otras dos causas carecían de cualquier fundamento que no fuera acabar con el magistrado a cual-quier precio, dentro de una y la misma estrategia. Así lo ha entendido la mayor parte de la comunidad jurídica, la académica en particular, y lo acredita el dato de la patente ausencia de trabajos de un mínimo ca-lado teórico en favor de legitimidad de las actuaciones de Garzón en el caso de las escuchas37 y en el de los fondos para los cursos de Nueva York, que no han contado con otro apoyo que el brindado por algún es-crito periodístico de muy escaso fuste.

No entraré a discutir la hipótesis de la conspiración universal, que, como toda hipótesis de este género, es en sí misma un insulto a la in-teligencia. Tampoco la del “corporativismo transversal” con funda-mento en el brote epidémico de una celotipia profesional, que, con-tagiándolos, habría llevado a los magistrados de la Sala Segunda en bloque a hacer causa común con el franquismo redivivo, en el marco de aquella conjura, por la misma razón de falta de rigor y por su in-consistencia. Me basta señalar que la defensa de ambas tesis ha tenido que recurrir a la omisión deliberada de cualquier análisis de los datos de hecho que forman los antecedentes de la causa de las escuchas del

35 No tanto la acometida por Garzón, pues ya se ha visto que para hacerse competente por al-gún tiempo —aparte de entrar en contradicción con su propio criterio de considerar no persegui-ble ya la masacre de Paracuellos, por razón de prescripción y de ausencia de marco legal— de-bió acudir a la ficción consistente en prescindir del hecho notorio del fallecimiento de todos los responsables de los delitos contra los altos organismos de la nación, cometidos en 1936; y ser-virse de un tipo penal de aplicación más que dudosa.

36 Hipótesis ciertamente más que cuestionable, como se ha hecho ver antes y pone de relieve con amplio aparato argumental A. Gil en op. cit., pp. 100 ss.

37 Al respecto, es de señalar el durísimo comunicado de condena de las escuchas a abogados en el ejercicio del derecho de defensa, hecho público en 19 de enero de 2012 por el Consejo Ge-neral de la Abogacía española.

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caso Gürtel38 y de la causa de los fondos de los cursos de la Universi-dad de Nueva York. Olvidando, como lúcidamente señala Ridao, que “cada causa es cada causa, y lo que cada causa reclama son argumentos y no la creación de un clima de opinión válido para todas”, en lo que el mismo autor ha calificado expresivamente como una operación de “escamoteo”.39 Paso necesario para formar con la existencia de las tres el totum revolutum que se ha manifestado como la más eficaz cortina de humo, que, a partir de la causa de los crímenes del franquismo, se ha difundido sobre las otras, cubriéndolas con un “velo de ignorancia” que no tiene nada que ver con el benéfico hipotizado por Rawls como fundamento del contrato social originario.

Lamentable y paradójicamente, el mejor ejemplo de este modo de operar lo ha brindado un penalista de prestigio, Zaffaroni, al sustituir lo que tendría que haber sido el análisis matizado y bien informado de cada uno de los supuestos en presencia, por una suerte de exabrupto caótico, difundido (para que todo cuadre) en el que ahora es el espacio natural de tantos desahogos apresurados presididos por la falta de ri-gor: facebook. Allí (el 11 de febrero de 2012) ha podido leerse:

El problema y el pésimo ejemplo que dio el Supremo español es institu-cional y nos atañe a todos los jueces del mundo que actuamos en el mar-co de Estados de derecho democráticos. Si según el Supremo la medida de Garzón era incorrecta, debió revocarla. Si el Supremo considera que la ley de amnistía prevalece y no deben abrirse las fosas, debió revocar las decisiones de Garzón. Pero lo que el Supremo no debió hacer jamás —y allí finca la aberración— es imponerle una pena, porque eso es una violación flagrante a la independencia interna de los jueces. Ningún Su-premo puede ejercer una dictadura sobre los jueces de otras instancias,

38 En el caso de las escuchas no ha faltado ni siquiera el recurso al patético cuestionamien-to del sentido de las garantías procesales, propio de cierta subcultura policial, expresado en el reproche de que, en este supuesto, la criminalización del magistrado y la anulación de las inje-rencias aprovecharían a los imputados del caso Gürtel. Naturalmente, las garantías, como su restablecimiento mediante la expulsión de la causa de los datos incriminatorios obtenidos en su vulneración, beneficia en primer término al imputado concreto. Pero ¿será necesario recordar aquí que, como básico instrumento constitucional de tutela de derechos fundamentales, operan, siempre y en cualquier caso, en beneficio de todos? Lamentablemente, parece que sí, que, en efecto, hay que recordarlo. Incluso a juristas.

39 J. M. Ridao, “Los porqués de una sentencia”, en El País, 23 de febrero de 2012.

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que son tan jueces como ellos. Esto es corporativismo, modelo judicial bonapartista, importa considerar a los otros jueces como sus empleados de menor jerarquía, sus amanuenses, a los que debe disciplinar cuan-do interpretan el derecho en forma que no les gusta. Éste es el pésimo ejemplo para todos los jueces del mundo y para todas las personas que defienden el Estado democrático de derecho.

Como cualquier jurista (incluso el lector no jurista) mínimamente informado puede advertir, Zaffaroni lo confunde todo: las tres causas abiertas contra Garzón y lo jurisdiccional con lo disciplinario. Desco-noce que el Tribunal Supremo español, como instancia, no tiene ningu-na superioridad jerárquica sobre los demás jueces ni capacidad de ejer-cer sobre ellos la potestad disciplinaria. También ignora que carecía de competencia para revocar las medidas procesales adoptadas por Gar-zón, que, en cambio (tampoco lo sabe), sí habían sido anuladas tiem-po antes por el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, resolviendo un recurso de apelación. Prescinde, en fin, de que Garzón no resultó condenado en la causa de los crímenes del franquismo (en la que ha sido absuelto), sino en la causa de las escuchas del caso Gürtel; y que lo fue, no por abrir fosas,40 como arbitrariamente supone, sino por desmantelar el derecho constitucional de defensa de varios imputa-dos, situándose con ello al margen de la ley y la Constitución.

Por eso —y aun sin estar de acuerdo con algunas de las cosas que se han hecho en estas causas— tengo que decir que aquí “el pésimo ejem-plo” lo ha dado Zaffaroni, al poner su incuestionable autoridad jurídica al servicio de un infundio, que ha circulado profusamente con su aval en todos los medios jurídicos de Latinoamérica; en lo que le incumbe, pues, una muy grave responsabilidad moral.

40 Además —en contra de lo insistentemente publicitado— no las iba a abrir en ningún caso. No, obviamente, en la causa (la de las escuchas) en que se produjo la condena, como por error supone Zaffaroni, sino ni siquiera en la de los crímenes del franquismo, que, procesalmente ha-blando, como tal macrocausa no iba a ninguna parte.

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VI. La necesidad de distinguir

Riccardo Guastini, un filósofo del derecho analítico particularmente riguroso, tituló, hace algunos años, una de sus obras con el expresivo gerundio del verbo distinguir.41 Sin duda, para denotar que tal es una de las más relevantes funciones de la teoría del derecho, de la que se sigue la inobjetable necesidad de un esfuerzo al que están convocados, me-jor, obligados, todos los juristas.

Pues bien, como se desprende de algunas de las afirmaciones y datos que preceden, es claro que este esfuerzo ha faltado en demasiadas oca-siones, en el abordaje de los casos Garzón. En efecto, pues con la ma-yor frecuencia, en el tratamiento de los mismos, se ha transitado de la política al derecho, cual si se tratase del mismo espacio para, ya dentro de este segundo campo, promover no la claridad, sino la espesa nebu-losa a la que me he referido. Digo esto, no porque piense que las cues-tiones jurídicas y las decisiones judiciales sean inasequibles a la crítica política, en modo alguno, sino porque, parafraseando a Guastini, es ne-cesario distinguir, ya que cada campo tiene sus propias connotaciones y cada opción de campo está sujeta a sus propias reglas de método, que deben respetarse si no se quiere incurrir en aterrizajes de tanto riesgo y tan penosas consecuencias como el de Zaffaroni, al que me he referido.

Desoyendo la sensata demanda de Ridao antes trascrita: “cada causa es cada causa y lo que cada causa reclama son argumentos”;42 éstos, no siempre merecedores de tal nombre, prodigados bastante más en clave político-demagógica que jurídica y generalmente a propósito de la cau-sa de los crímenes del franquismo, se lanzaron en bloque, indiscrimi-nadamente, sobre las otras dos causas. Para ello, los detractores pasa-ron, por sistema, como quien pisa fuego, por encima de los hechos que las motivaron. Incluso distorsionándolos, en ocasiones de forma men-daz, sobre todo en la causa de las escuchas del caso Gürtel.43

41 R. Guastini, Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del derecho, trad. de J. Ferrer Beltrán, Barcelona, Gedisa, 1999.

42 Cfr. nota 39.43 Permítaseme remitir en este punto a mi artículo “No se debe opinar —y menos aún ‘infor-

mar’— con las tripas. Imprescindible ejercicio de contextualización”, en Jueces para la Demo-cracia. Información y debate, núm. 71, julio 2011, pp. 56 ss.

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Por eso, a mi juicio, la pertinencia de algunas valoraciones de sínte-sis, atentas a los datos de los que se ha dejado constancia.

A propósito de la causa de los crímenes del franquismo, ya he di-cho de la existencia de una justísima demanda social de reparación, de-sa-tendida con manifiesta injusticia. Precisamente, la constatación de la realidad y la justicia de esta demanda y de la existencia de una co-rriente de pensamiento jurídico favorable a la perseguibilidad actual de esos crímenes, al amparo del derecho internacional —aunque en el caso de España sea más que discutible y, desde luego, ya hoy imprac-ticable— es lo que llevó a dictar una sentencia absolutoria. A pesar de lo atrevido del montaje de los presupuestos de la (supuesta) competen-cia del Juez Central de Instrucción número 5 para proceder, que si no fue considerado apto por el tribunal para fundar una condena por pre-varicación, sí autoriza a hablar de un verdadero abuso de proceso,44 aunque éste se haya dado in bonam partem. Lo ha puesto muy gráfica-mente de relieve un escritor nada sospechoso de veleidades franquis-tas, como Ridao, cuando explica que la actuación de Garzón consistió en “abrir un proceso contra varias decenas de generales muertos, recla-mando su competencia en virtud de un código derogado e inventando un tipo penal”.45

Ya lo he anticipado y no me importa reiterarlo: a mi entender, la ver-dadera calidad del aventurado modo de actuar de Garzón debería ha-ber sido puesta de manifiesto en una resolución de inadmisión de la querella o de sobreseimiento, en la que, suficientemente identificado y caracterizado el abuso del proceso, se hubiera dejado constancia de la ilegalidad y la ligereza de la actuación, mas también de su irrelevancia criminal.

Pero, habida cuenta de que la cuestión de los límites entre la ilega-lidad y la injusticia que el Código Penal español requiere para la pre-

44 En el sentido de “‘desviación’ del instrumento procesal respecto del fin propio” legalmente asignado. En este caso, de la competencia objetiva, como instrumento habilitante para perseguir determinados delitos, no concurrente en el titular del Juzgado Central de Instrucción número 5, y, por eso, la necesidad del subterfugio ad hoc. Cfr. M. Taruffo, “Etica giudiziaria e abuso del processo”, en G. Visintini y S. Marotta (eds.), Etica e deontologia giudiziaria, Nápoles, Viva-rium, 2003, p. 272. También, del mismo autor, “L’abuso del processo: profili generali”, en Rivis-ta Trimestrale di diritto e procedura civile, 1, 2012, pp. 117 ss.

45 J. M. Ridao, “Enfrentamiento por partes”, en El País, 29 de marzo de 2010.

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varicación tiene indudables márgenes de apreciación, el criterio de la sala de admisión y del instructor (que, desde luego, no comparto) no estaban exentos de toda plausibilidad en el plano jurídico, en vista de lo aparatoso del artificio puesto en juego por el magistrado. Con todo —insistiré—, nada más lejos de mi ánimo que el propósito de cuestio-nar la pertinencia de la crítica política, máxime, dada la legitimidad y la altísima sensibilidad de los intereses en presencia. Aunque no pue-do dejar de lamentar, cuando los críticos fueron juristas, la persistencia en la interesada confusión de planos que —con la incondicionada ca-nonización del imputado46 (válida para todas las causas en trámite)— llevó a la sistemática demonización de la totalidad de los componentes de la Sala Segunda (incluso, más genéricamente, del Tribunal Supre-mo en pleno), con o sin intervención en el caso, y del instructor en particular,47 recurriendo con frecuencia al insulto. Y esto, al margen del juicio que en cada caso pudiera merecer el modo de operar48 de los ma-gistrados directamente implicados, que, a tenor de los puntos de parti-da de los críticos, no tendría por qué ser benevolente. Pero sí ajustado a las reglas de la argumentación racional, con harta frecuencia inobser-vadas. Podrá oponerse, como se ha opuesto (y no discutiré las razones, aquí no es el tema), la absoluta ilegitimidad política de la actuación

46 Sobre este punto resulta de particular interés C. Taibo, “Garzón, ¿un héroe antifascista?”, en El Diario Vasco, 23 de febrero de 2012.

47 Por cierto, entre otros muchos reproches, se le hizo el de haber impuesto a la parte que-rellante correcciones en el escrito de acusación, con objeto de mejorarlo técnicamente, en per-juicio del imputado. Pero sucede que tal intervención produjo, justamente, el resultado opuesto; hasta el punto de que una de las cuestiones previas de la defensa consistió en la petición de so-breseimiento por la inexistencia de verdadera acusación, dada la deficiente construcción del su-puesto de hecho incriminable. Y es público que tres componentes de la sala de enjuiciamiento estuvieron a favor de estimarla, sin necesidad de entrar en el juicio.

48 En este punto, las críticas propiamente jurídicas se han concretado, en esencia: en la con-testación del celo, tachado de extremadamente inquisitivo, de los instructores; en que el instruc-tor de la causa de los crímenes de franquismo y el de la de los fondos de los cursos de la Univer-sidad de Nueva York integraron la sala de siete magistrados que, de forma unánime, pronunció la sentencia condenatoria por las escuchas; en la insistencia en juzgar de los magistrados de las salas de admisión, en los casos que llegaron a juicio, persistiendo en mantener el viejo criterio en materia de “independencia objetiva”, menos garantista; en que la anticipación del juicio por la causa de las escuchas al de la causa de los crímenes del franquismo, cuya tramitación se había iniciado antes, respondió a una opción deliberada. De la primera objeción, diré que la instruc-ción de la única causa que ha terminado en condena, la de las escuchas, fue, a mi juicio, ejem-plar. Suscribo, en cambio, el segundo y el tercer reparo, pero entiendo que las circunstancias en que se fundan, como también la del último formulado, carecen de relevancia práctica.

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contra Garzón en este caso (y ya de paso, en todos los casos: una suer-te de inmunidad, por razón de carisma). Pero ni siquiera este argumen-to, de haber gozado de fundamento, justificaría las descalificaciones y los improperios vertidos, precisamente, por quienes se hacían portavo-ces oficiosos de la Constitución y de la democracia, olvidando que las dos tienen también sus reglas del juego para el debate público. Y que respetarlas, incluso cuando se trata de denunciar a quienes en hipótesis las hubieran infringido, es la sola manera de trabajar por la vigencia de ambas y de su cuadro de valores de respaldo.

La causa de las escuchas del caso Gürtel tiene un objeto de muy dis-tinto perfil. En ella, lisa y llanamente, el magistrado en funciones de instrucción, sin apoyo legal y sin soporte de indicios de delito, encami-nándose, pues, por una vía de puro hecho, decidió eliminar el derecho de defensa de algunos imputados. Privándoles, con ello, de una garan-tía constitucional básica,49 prevista, precisamente, para evitar eventua-les desviaciones de poder del propio instructor, que, así, condujo su ac-tuación, literalmente, al margen de la ley.

Para calibrar tal actuación en su verdadero alcance, conviene traer a primer plano una consideración de fondo. Es que el proceso acusatorio constitucionalmente entendido, se sostiene, por decirlo coloquialmen-te, sobre tres patas: el juez imparcial; la existencia de un acusador, que formulará con claridad la acusación para que el imputado la conozca, y la colocación de éste en situación de ejercer en plenitud su derecho de defensa. Derecho que acota para él un ámbito propio, que le correspon-de en exclusiva y por eso es infranqueable para el Estado, incluso para el Estado-juez.

Los tres son elementos estructurales, es decir, sine qua non. Lo que significa que en ausencia o de darse la esencial degradación de algu-no de ellos el resultado sería, no sólo la pérdida de un cierto nivel de garantía (que es lo que suelen generar las nulidades estándar), sino la quiebra masiva del proceso como tal, según la Constitución lo con-cibe. Así, si un hipotético juez de instrucción privase arbitrariamente de libertad a un imputado, cometería una gravísima acción, vulnera-

49 L. Ferrajoli la incluye, por eso, expresivamente, entre las que denota como “primarias o epistemológicas” (en Derecho y razón, cit. p. 606).

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dora de un derecho fundamental de éste, e incurriría en delito. Si ese u otro hipotético juez dispusiera una interceptación telefónica sin el ne-cesario fundamento de indicios de delito grave, de esas que a veces se anulan,50 habrá afectación del derecho al secreto y a la intimidad. Nada menos, y también nada más: pues el derecho de defensa, no elimina-do como tal, tras la expulsión de la causa de los datos probatorios mal obtenidos, podría cumplir su papel. Y el proceso seguiría sobre aque-llas tres patas. Pero, ¿qué ocurrirá si el instructor escruta en la som-bra, como espectador privilegiado y subrepticio, el diseño de la estra-tegia de defensa por el imputado con su abogado para desmantelarla? ¿Qué pasará si ese asunto constitucional y exclusivamente de dos se convierte en una suerte de ménage a trois, porque aquel cuya interven-ción genera y justifica el derecho —recuérdese: del presunto inocen-te— a defenderse se injiere ocultamente en esa relación confidencial por esencia? Tal es la pregunta suscitada por esa causa. Interrogante que, por cierto, tiene una respuesta clásica, tan plástica en la expresión, como autorizada. Es la de Francesco Carrara, cuando escribió: “El de-recho de defensa lleva necesariamente a la libre comunicación del acu-sado con su defensor [...] Restringir esta facultad, es coartar la defensa; prescribir que un carcelero presencie los coloquios, es una medida in-justa, y ponerlo en acecho para que los escuche, es una inicua vileza”.51

Cierto que, como se ha sugerido en algún caso, la asistencia letrada a un inculpado podría ser mera cobertura de una forma de contribución activa o de implicación del profesional correspondiente en la conduc-ta criminal del primero. Pero, de existir datos de alguna consistencia al respecto, que tendrían que concretarse en una resolución y estar razo-nablemente acreditados: ¿sería jurídicamente viable recurrir a la me-

50 Una de las líneas seguidas en la defensa de Garzón, en el caso de las escuchas, consistió en banalizar su significación, con el argumento de que las del caso serían asimilables a las que en ocasiones se anulan, sin más consecuencias, por algún déficit de constitucionalidad. Pero quie-nes discurren de ese modo, faltan ostensiblemente a la verdad; pues tal parangón no existe, y la mejor prueba es que no ha podido aportarse ningún supuesto similar, ni siquiera en la dilatada práctica del propio Garzón. Porque lo cierto es que no existen precedentes de un instructor ac-tuando de semejante manera, es decir, de ese modo que hace saltar el proceso, por la objetiva eliminación del derecho de defensa, con la consiguiente banalización de los derechos al nemo tenetur y a la presunción de inocencia.

51 F. Carrara, Programa de derecho criminal, vol. II, trad. de J. J. Ortega Torres y J. Guerre-ro, Parte general, Bogotá, Temis, 1957, § 991, p. 467.

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dida aquí adoptada por el instructor Garzón? ¿No habrá un abanico de otras posibles (el apartamiento y la incriminación del letrado suspecto, entre ellas) que, sin afectar de manera nuclear al derecho de defensa, pudieran impedir eficazmente su instrumentalización? Porque, recuér-dese: la medida consistió en eliminar el derecho de defensa de los impu- tados en la instrucción, y fue adoptada sin fundamento legal y sin con-creción de indicios de delito, en resoluciones pro forma, vacías de con-tenido (y prorrogada a pesar de la advertencia en contra del fiscal). Y el magistrado mantuvo la legitimidad de tal modo de operar, en sucesivas declaraciones en la causa seguida contra él. Incluida la de la última pa-labra en la vista, cuando defendió —urbi et orbi, pues la misma estaba siendo televisada— el derecho incondicionado del investigador judicial a injerirse, en uso de una discrecionalidad no legalmente vinculada, en la relación de defensa: una auténtica voladura del estatuto del imputado.

La legislación excepcional, tan justamente denostada, florecida en algunos de nuestros países bajo el influjo perverso de la barbarie te-rrorista, ha dado pasos de riesgo para los derechos fundamentales del imputado. Pasos ciertamente graves, tales, en el caso de España, como la ampliación del tiempo de detención policial y la privación del de-recho a un defensor de confianza durante la incomunicación. Pero, en la limitación del derecho de defensa del imputado, ni uno más. Por-que algunas formas de injerencia propias del régimen penitenciario, en ocasiones confusamente invocadas, no tienen nada que ver con la in-vestigación criminal; en la que, además, tedh dixit: deberán regir pre-visiones legales claras. Consecuentemente, por lo delicado de la mate-ria, no bastan simples decisiones adoptadas sobre la marcha a partir de tortuosas analogías contra reo.

Situándonos discursivamente —por hipótesis— en la posición de los más críticos, la causa de los crímenes del franquismo podría haber res-pondido a una estrategia del franquismo residual universalmente pro-fesado por los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, dirigida a poner fuera de juego a Garzón. Supongámoslo, a pesar de su insensatez y de que la sentencia absolutoria pone en quiebra el socorri-do argumento. La pregunta, ahora, es si de ello tendría que seguirse (y en tal caso por qué) alguna disminución de la gravedad de la conducta

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tan brutalmente antijurídica que acaba de analizarse. Es un interrogan-te no sólo no respondido, sino sistemáticamente eludido, que conserva todo su vigor polémico.

Debo referirme, por fin, a la causa de los fondos de los cursos de la Universidad de Nueva York. Una primera posición al respecto es la re-presentada por la ya aludida contestación por vía de la hipótesis cons-piratoria. Por su banalidad y carencia del mínimo rigor intelectual, me abstendré de dedicarle más espacio. Otra actitud, muy extendida, frente al caso ha consistido en, simplemente, ignorar los datos en que se fun-da o atribuirlos a una manipulación. Pero lo cierto es que ahí están, con todo su soporte documental. Y ya lo estaban, con potencial indiciario bastante y no pocas sombras hábiles para suscitar sospechas razonables de delito, cuando fueron presentados como fundamento de la querella; sombras (ahora jurídico-penalmente indiferentes, por efecto de la pres-cripción) que no sabría decir si han sido despejadas.52

Siendo así, y dado que, como ya es público, el magistrado instructor de esta causa contra Garzón se halló ante una poco comprensible ini-cial falta de información y de transparencia sobre el flujo de los fondos de las empresas y su posterior aplicación por la Universidad de Nueva York, la investigación judicial estuvo más que justificada.

Finalmente, concluida ésta y visto que los indicios de posible deli-to subsistentes sólo apuntaban al ya aludido de cohecho impropio, que, por razón de la pena prevista, habría prescrito,53 el instructor dispuso el sobreseimiento de la causa. Se le ha reprochado no haberlo hecho antes, pero lo cierto es que concurría una pluralidad de imputaciones y que nadie —ni siquiera la defensa— había considerado esa hipóte-sis. También se ha objetado que la resolución de cierre de la causa fue abusivamente incriminatoria. Mas, dado que la misma tenía por fun-damento la prescripción del delito, no carece de pertinencia técnica la previa presentación sintética de los elementos que autorizaron a operar con el correspondiente tipo penal.

52 De este asunto se ha ocupado con cierto detalle L. Napoleoni, en op. cit., pp. 210 ss.53 La hipótesis de la prescripción sólo fue planteada por el fiscal cuando el instructor le dio

traslado de la causa para que formulase acusación o bien solicitara la apertura del juicio oral; una vez que este último, en resolución de 26 de enero de 2012, había resuelto continuar la trami-tación de la causa únicamente por el posible delito de cohecho impropio.

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Pero como resulta que también sobre los hechos de esta causa se ha lanzado la sombra de la conspiración y se ha insistido en banalizar-los, postulando con ello, implícitamente al menos, su licitud, no está de más poner de relieve su objetiva gravedad, desde luego, en el pla-no deontológico. Porque es claro que Garzón hizo un uso instrumental, obviamente a sabiendas, de su caché judicial,54 para obtener resultados que, aunque sea en última instancia, le beneficiaban, como se ha visto, en términos de un inobjetable contenido económico y en el plano de las public relations de alto standing (que también cotizan en el mercado). Ya que sin la financiación millonaria obtenida de un connotado sector de las finanzas y del empresariado español, por su mediación personal-profesional (una dimensión, esta segunda, siempre activada), aquellos sus “diálogos trasatlánticos” con una cierta jet política —de una po-lítica, en casos bien significativos, ostensiblemente ajena a los dere-chos humanos—55 con sus correspondientes efectos, no hubieran podi-do producirse.

54 Se ha contraargumentado al respecto que hay magistrados que imparten conferencias en cursos patrocinados, y que las asociaciones judiciales es frecuente que cuenten con ayudas eco-nómicas de fuentes privadas, para la realización de sus actividades. En cuanto a lo primero, en presencia de indicios de irregularidad, que habría que precisar mínimamente ya en la denuncia, tendría que verse en concreto de qué clase de patrocinios se trata y el modo cómo se hubieran obtenido. Para, naturalmente, proceder, en vía disciplinaria o penal, si hubiera razón legal para ello. Pero el recurso a la nebulosa, con efectos, además, indiscriminadamente difamatorios, no es válido tampoco en este supuesto. Sobre lo segundo, mi juicio es claro: las asociaciones judi-ciales deberían renunciar a esa clase de financiamiento, desde luego, por una razón de estética, pero no sólo. Ahora bien, en cualquier caso, diré que no me consta ninguna actuación personal de un juez, en procura de apoyos económicos, equiparable, ni de lejos, por su características, al-cance y grado de implicación, a la de Garzón que aquí ha sido objeto de examen.

55 El juez perseguidor de Pinochet sentó a su mesa al patrocinador del golpe contra Allen-de, Henry Kissinger, del que Christopher Hitchens, (en Juicio a Kissinger, 2ª ed., trad. de J. Zu-laika, Anagrama, 2012, p. 11) ha catalogado “las infracciones que podrían o deberían constituir la base de una acusación penal: por crímenes de guerra, por crímenes contra la humanidad y por delitos contra el derecho consuetudinario o internacional, entre ellos el de conspiración para co-meter asesinato, secuestro y tortura”. También a Felipe González, al que, se supone que actuan-do con razones para ello, Garzón trató de imputar como responsable de actos de terrorismo de estado; y que recientemente ha manifestado en una entrevista sus dudas sobre lo correcto de la decisión de no haber acabado con la cúpula de eta volando el lugar donde se la sabía reunida, decisión —dijo— adoptada por él durante uno de sus mandatos. Y al colombiano Álvaro Uribe, que siendo gobernador de Antioquia creó los grupos paramilitares Convivir; se distinguió luego como patrocinador activo del paramilitarismo; y de cuyo curriculum presidencial forman parte, entre otras muchas cosas, las escuchas telefónicas a magistrados de la Corte Suprema y el pro-cesamiento de un centenar de sus parlamentarios de apoyo. Entre los participantes españoles en

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Creo que, a la vista de lo hasta aquí razonado, hay una conclusión que se impone. Es que ni el lanzamiento de una indiscriminada sombra de franquismo sobre todo un tribunal, ni la denuncia de una genérica manía persecutoria que hubiese contagiado a la totalidad de sus com-ponentes, ni tampoco el súbito ataque de una supuesta celotipia profe-sional igualmente epidémica, ya aludidos, pueden borrar la evidencia del abuso de proceso en uno de los casos; la drástica abolición del de-recho de defensa, y consecuentemente, del proceso acusatorio, en otro; y, en fin, con o sin delito, la vidriosa y deontológicamente incalificable búsqueda de fondos en medios financieros y empresariales (con bene-ficio material, siquiera indirecto) por parte del juez, en el tercero de los supuestos.

En fechas recientes, Garzón ha hablado apologéticamente de sí mis-mo como “el juez [...] que se atrevió...”56 Y en efecto, hacía falta atre-vimiento para, colocándose legibus solutus: escribir ad hoc las normas de la propia competencia; abatir las garantías fundamentales del impu-tado, y sustraerse a alguno de los imperativos de la ética judicial, uni-versalmente aceptados.

Por eso mi insistencia en la necesidad de distinguir. Esto es, en ha-cer lo que el diccionario define como “conocer la diferencia que hay entre unas cosas y otras”.

Recepción: 02/05/2012 Aceptación: 04/05/2012

Correspondencia:Perfecto Andrés IbáñezJueces para la DemocraciaNúñez Morgado, 3 piso, 4º BC.P. 28036 Madrid, España

esos encuentros se contaron también José Bono, Rosa Díez y Antonio Navalón (el oscuro comi-sionista y famoso “conseguidor”, según L. Napoleoni, “personaje importante en la vida de Gar-zón” en op. cit., p. 135)).

56 El País, 15 de abril de 2012.

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Línea temática Isonomía publica artículos de alto nivel académico, que reflejen conocimien-

to e investigación original y sean inéditos. Su ámbito temático es la filosofía y la teoría del derecho, entendidas en sentido amplio y abordadas tanto en un plano general como en áreas específicas (teoría constitucional, filosofía del derecho pe-nal, etcétera). La revista publica también, con carácter excepcional, traducciones al español de artículos previamente publicados en otros idiomas. La revista sale dos veces al año, en octubre y en abril.

Además de la sección de artículos de investigación, Isonomía cuenta con dos secciones adicionales para colaboraciones de otro tipo. En la sección de “Notas” se publican reseñas, notas breves de investigación, ensayos breves o análisis teó-ricos de sentencias o novedades legislativas. En la sección “Tribuna” se publican escritos de variable extensión que pueden ser comentarios críticos sobre temas ju-rídicos de actualidad, reacciones a material previamente publicado en la revista o colaboraciones que proveen información y puntos de vista que, sin necesidad de seguir el estilo y todos los requerimientos metodológicos propios de un artículo de investigación, tengan el potencial de estimular la reflexión teórica sobre el tipo de temas abordados por la revista.

Dictaminación anónima por parte de paresLos artículos de investigación que se ajusten a los anteriores lineamientos y a

los requisitos formales correspondientes, una vez aceptados por la Dirección y el Consejo Editorial, serán sometidos (en todos los casos y sin excepción) a dicta-minación anónima por parte de dos especialistas en el tema abordado. La dicta-minación atenderá particularmente la originalidad de la investigación, su interés y relevancia y su calidad metodológica. En el proceso de dictaminación la infor-mación sobre autores y dictaminadores será tenida bajo la más estricta reserva. En congruencia con los resultados del proceso de dictaminación, la Dirección de la revista informará a la autora o autor si el artículo está rechazado o aceptado para publicación, o si esta última está condicionada a la realización de cambios.

Los escritos considerados para la sección de “Notas” y “Tribuna” serán some-tidos a dictaminación anónima cuando la Dirección de la revista y el Consejo Edi-torial lo consideren necesario para tomar la decisión final acerca de su publica-ción o no publicación.

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Extensión y formato de los textos1. Sección de artículos. El título debe ser descriptivo, reflejar el contenido del

artículo y no ser excesivamente extenso. El texto debe enviarse a la Secretaría Editorial de Isonomía en archivo electrónico, en tamaño carta, interlineado de es-pacio y medio y en letra Times New Roman de 12 puntos. Su extensión máxima (incluyendo cuadros, notas y bibliografía) es de 35 páginas (en interlineado de es-pacio y medio). La revista puede admitir textos más largos, pero sólo con carácter excepcional. El envío debe incluir una traducción al inglés del título del artículo así como resúmenes del contenido, en español y en inglés, de 10 renglones máxi-mo cada uno. Debe incluirse asimismo un listado de entre cinco y diez palabras clave, en español y en inglés.

Se anexará al artículo un documento aparte con los siguientes datos: nombre de la autora o autor, grado académico y datos profesionales de contacto (institu-ción a la que está adscrito, domicilio, teléfono y dirección electrónica). La revista incluirá los datos de contacto al final de los artículos publicados. En el mismo do-cumento el autor o autora deberá expresar su interés por publicar el texto en Iso-nomía y hará constar en una hoja aparte debidamente firmada que no ha sido pre-viamente publicado ni enviado para consideración de publicación a ninguna otra editorial, revista o plataforma electrónica de publicación.

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Instrucciones generales de escritura y citado 1. Las citas bibliográficas se harán en el cuerpo del texto y deben ir entre pa-

réntesis, indicando el apellido de la autora o autor, la fecha de publicación y el número de página(s). Ejemplo: “….(Habermas, 1987: 361–363)”. Si se hace una mención general, se hará constar solamente el apellido de la autora o autor y el año de publicación de la obra. Ejemplo: “…(Habermas, 1987)”. Las referencias bibliográficas se harán en notas a pie de página solamente cuando sean parte de una nota explicativa requerida por la argumentación del cuerpo del texto.

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2. La bibliografía se incorporará al final del artículo y deberá contener exclusi-vamente las obras citadas (tanto en el cuerpo del texto como en los pies de pági-na). Las referencias se harán de la siguiente manera:

Libros: Foucault, Michel, 1989: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Siglo XXI Editores.

• Capítulos de libro: Schauer, Frederick, 1995: “Amending the Presupposi-tions of a Constitution”, en Levinson, Sanford (ed.), Responding to Imper-fection. New Jersey, Princeton University Press, pp. 145-162.

• Artículos de revistas: Siegel, Reva B., 2004: “Equality Talk: Antisubordina-tion and Anticlassification Values in Constitutional Struggles over Brown”. Harvard Law Review, núm. 117, pp. 1470-1547.

• Citas de traducciones: Taruffo, Michele, 1992: La prova dei fatti giuridici. Nozioni generali. Milano, Giuffré. Citado por la traducción castellana de Fe-rrer Beltrán, Jordi: La prueba de los hechos. Madrid, Trotta, 2002. De modo análogo para artículos en revistas y capítulos de libro.

• En caso de citas a clásicos, precisar la fecha del original y la edición que se consultó.

• Cuando hay varios autores, citar solamente el primero seguido de “et al.” en las notas a pie de página y la referencia completa a todos los autores en la bi-bliografía, separando los autores con un guión.

La autora o autor debe revisar cuidadosamente que no haya omisiones ni in-consistencias entre las obras citadas y la bibliografía. Las obras de un mismo au-tor o autora se listarán en orden descendente por fecha de publicación y usan-do letras cuando haya más de una publicación para un año (2010, 2001,1997a, 1997b, etcétera).

3. Se recomienda evitar el uso de palabras en idioma distinto al español, así como los neologismos innecesarios. Si la autora o autor cree inevitable emplear un término en lengua extranjera por no existir una traducción apropiada, este he-cho debe clarificarse entre paréntesis o en nota de pie de página, incluyendo una breve explicación acerca de su significado y uso. Pueden hacerse citas literales, entrecomilladas, a textos escritos en lengua extranjera. Se recomienda altamente, sin embargo, que el autor o autora incluya a pie de página la traducción al espa-ñol, indicando si es suya o la toma de alguna edición traducida ya publicada. La dirección de la revista se reserva el derecho a exigir la traducción al español de esas citas.

4. La primera vez que aparezca una sigla o acrónimo debe escribirse su signifi-cado in extenso, con el acrónimo o sigla entre paréntesis.

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Información complementaria Los trabajos deben enviarse por correo electrónico a Francisca M. Pou Gimé-

nez, Directora de la revista, a la dirección electrónica de la Secretaría Editorial: [email protected]

Las opiniones expresadas en el material publicado caen bajo la exclusiva res-ponsabilidad de sus autores.

La revista se reserva el derecho de realizar la corrección de estilo y los cam-bios editoriales formales que considere necesarios para poder publicar el trabajo, incluyendo el título. No se devolverán originales.

Los autores de los artículos aprobados para publicación en la revista recibirán tres ejemplares del número en que sea publicado su artículo.

La revista se reserva los derechos autorales del material publicado. Se pueden hacer copias o incluir el material publicado en plataformas digitales solamente para fines académicos o de investigación personal. Para cualquier otro uso, inclui-da la traducción del material publicado a otros idiomas, es necesario solicitar per-miso a la revista. La reproducción total de los artículos y otros textos publicados está prohibida. Está permitido citar partes de los textos publicados sin solicitar permiso previo si la fuente queda debidamente identificada.

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SUBMISSION GUIDELINES

Thematic focus Isonomía publishes high-quality academic articles containing original, un-publish-

ed research. Its focus is on theory and philosophy of law, broadly understood, either general or brought down to specific areas (constitutional theory, philosophy of criminal law, etcetera). We also publish, although only exceptionally, transla-tions into Spanish of articles previously published in other languages. Isonomía is published twice a year, in October and April.

Besides the section of research articles, the review includes two more sections for contents of another kind. In the “Notas” section we publish book reviews, re-search notes, brief essays and theoretical appraisals of judicial rulings or legisla-tive novelties. In the “Tribuna” (public gallery) section we publish contributions of variable extent that can be critical comments on recent developments or events, reactions to material previously published in the review or works providing infor-mation and viewpoints that, without following the style and methodological re-quirements of academic work, have a potential to stimulate theoretical reflection on the fields covered by the review.

Double Blind Peer ReviewResearch articles considered to be within the thematic focus of the review and

fulfilling the formal requirements specified infra, once accepted by the Director and the Editorial Board, will be anonymously refereed by two specialists on the subject. The referees will evaluate the originality of the research piece, its rele-vance and its methodological quality. Information on authors and referees will be kept strictly confidential throughout and after the process. In light of the results of the peer review process, the Director will inform the author whether the article is accepted for publication, rejected o accepted on the condition that the author makes particular changes and improvements.

Manuscripts under consideration for the “Notas” and “Tribuna” sections will be refereed by anonymous specialists if the Directors and the Editorial Board con-sider it to be necessary to reach a final decision on their publishable quality.

Length and Formal Requirements 1. Articles. The title of the manuscript must be descriptive, informative of the

article’s content and not too long. The manuscript must be sent in electronic for-mat, spaced one-and-a-half, in 12-point Times New Roman type and letter-size paper. The maximum length (including figures, notes and references) is 35 pages. The review admits longer manuscripts only on an exceptional basis.

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A translation into English of the title of the article must be included, as well as a maximum 10-line summary of its content, both in Spanish and English, and a list of between five and ten keywords, in Spanish and English.

The author must attach to the manuscript a separate document with the fo-llowing data: name, academic degree and correspondence data (institution, ad-dress, telephone and email). The publication will include these correspondence data. In the same document the author must express her interest in publishing the manuscript in Isonomía and assert it has not been previously published nor sent for consideration of publishing to any other editorial, review or digital publication platform.

2. Notes and Tribuna. Manuscripts for the “Notas” section must have a maxi-mum of 20 pages, spaced one-and-a-half, in 12-point Times New Roman, letter-size paper. Contributions to the “Tribuna” section can be longer but never beyond 30 pages, one-and-a-half spaced, in 12-point Times New Roman, letter-size paper. The author must attach to the manuscript a separate document with name, acade-mic degree and correspondence data (institution, address, telephone and email). The publication will include these correspondence data. In the same document the author must express her interest in publishing the manuscript in Isonomía and as-sert it has not been previously published nor sent for consideration of publishing to any other editorial, review or digital publication platform.

Writing and Citation Guidelines 1. Citations must be done in the body of the text indicating in brackets the last

name of the author, year of publication and page number(s). Example: “….(Ha-bermas, 1987: 361-363)”. If there is only a general mention, only author and year of publication will be included. Example: “…(Habermas, 1987)”. Bibliographical references can be done in footnotes only if they are part of an explanatory note re-quired by the argument.

2. References will be listed at the end of the article and they must include only works cited in the text (body or footnotes). They must follow this format:

• Books: Foucault, Michel, 1989: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Siglo XXI Editores.

• Book chapters: Schauer, Frederick, 1995: “Amending the Presuppositions of a Constitution”, en Sanford Levinson (ed.), Responding to Imperfection. New Jersey, Princeton University Press, pp. 145-162.

• Articles in reviews: Siegel, Reva B., 2004: “Equality Talk: Antisubordina-tion and Anticlassification Values in Constitutional Struggles Over Brown”. Harvard Law Review, núm. 117, pp. 1470-1547.

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The author must carefully check her work to avoid omissions or inconsistencies among citations and references. Works by the same author will be listed in des-cending order of publication, using letters to distinguish works published the same year (2010, 2001, 1997a, 1997b, etcétera).

3. Use of non-Spanish words and unnecessary neologisms is strongly discou-raged. If it is inevitable because no adequate translation or alternative expression exists, this fact must be clarified in brackets or in the footnotes, briefly explaining their meaning and use. Literal quotes to texts in languages other than Spanish are admitted, though the author is expected to include a translation into Spanish in the footnotes, indicating that it is her own or identifying the edition it is taken from. The Editors can direct the author to include the translation.

4. The first time an acronym appears, its meaning must be written down in ex-tenso followed by the acronym in brackets.

Complementary InformationManuscripts must be e-mailed to Francisca M. Pou Giménez, Director of Iso-

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ponsibility of their authors.The review retains the right to make the formal editorial and stylistic correc-

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