La guerra de la supervivencia

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Ciudad de México

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La guerra de la supervivencia Luis Fernando Burguete Castillejos1 Óscar Tarsicio Moreno Loza2 Desde mediados del siglo XVII y comienzos del siglo XX, el ser humano, a través de sus grandes representantes de la genialidad, creatividad y paciencia, le decretó la guerra a las enfermedades infecciosas que se encontraban implantadas en el planeta azotando a la humanidad como verdaderas pandemias. De entre los más notables descubridores tenemos a Robert Hooke pues fue la persona que dio las bases de la Microbiología contemporánea al describir a la unidad básica y funcional de vida, utilizando el tan conocido término: “célula”. Después de las investigaciones de este genio, no podemos pasar de largo sin mencionar trabajos tan notables como los de Anton van Leeuwenhoek quien, mediante los objetos de su obsesión (lentes reveladores del mundo microscópico) descubrió las bacterias. Edward Jenner, Louis Pasteur, Behring y Kitasato, Ehrlich, Fleming, Waksman y Schatz, entre muchos otros, asombraron al mundo (y nos siguen fascinando) con sus notables descubrimientos bioquímicos en contra de las enfermedades infecciosas. Aunque, por supuesto, no podríamos olvidar apellidos como Beijerinck y Rous por sus contribuciones en la descripción de los virus. Así, los seres humanos, liderados por estos y muchísimos más caudillos de la Microbiología, hoy en día seguimos librando batallas contra esos monstruos microscópicos, aunque inocentes, que amenazan constantemente nuestra permanencia en este, el tercer planeta de nuestro sistema solar. La guerra sigue en pie y aunque a veces, muy fanfarronamente pensamos que le llevamos la delantera a la naturaleza, es una realidad que continuamos haciendo todo lo posible para ocasionalmente levantar el brazo en esta guerra, intentando, con cada nuevo descubrimiento, aumentar la esperanza de vida de nuestra raza (humana). Pero, ¿qué se ha logrado con lo anterior? Tristemente, aunque hemos conseguido vivir más años, nosotros no somos gobernadores de los caprichos filogenéticos que se han marcado en nuestros códigos genéticos. A pesar de que logremos sobrevivir más, el envejecimiento y sus consecuencias no se pueden postergar. Está determinado por nuestro ADN que a partir de determinada etapa de nuestro ciclo vital, comencemos a envejecer para después morir; algunas tortugas terrestres, como la gigante de las Galápagos, logran una vida –no una sobrevida- promedio de más de 100 años, no porque le hayan ganado la guerra a las enfermedades infecciosas, sino porque sus marcadores genéticos así se lo han posibilitado y en virtud de que su evolución como reptiles ha transitado por veredas diferentes a la de los mamíferos y, está de sobra decir, más allá de los homínidos.

1 Licenciado en Psicología y candidato a Maestro en Neurociencia Cognitiva y de la Conducta Humana, especialista en trastornos de

ansiedad. 2 Médico cirujano con especialidad en Endocrinología, diplomado y certificado por el consejo de su especialidad en 2010, miembro de

la Sociedad Mexicana de Nutrición y Endocrinología de la American Association of Clinical Endocrinologists desde 2008 y recientemente de la Endocrine Society.

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Entonces, desde el momento en que los seres humanos le hemos dado una dura batalla a las enfermedades infecciosas, logramos alcanzar estándares auténticos de sobrevida, vaya, morimos menos por los efectos de agentes patógenos microbianos. En virtud de lo anterior, nos hemos vuelto más susceptibles a las enfermedades crónicas, que finalmente aparecen como consecuencia de la sobrevida: vivimos más, pero envejecemos al mismo ritmo y más o menos durante el mismo estadio cronológico. Nuestro nuevo “estatus” de seres “evolucionados” ha logrado avances sustanciales en el decremento de las enfermedades causadas por microorganismos, pero ahora nos enfrentamos a las consecuencias de la vida urbana e industrializada, ya que nos hemos hecho sedentarios, lo más cercano a la “caza” de alimentos implica hacer un espacio en nuestra agenda para ir al supermercado y caminar entre esos coloridos pasillos que nos ofrecen alimentos refinados, altos en calorías y encubiertos en tentadoras promociones. Ahora vemos como algo desechable el trabajo físico, nuestro progreso “intelectual” nos obliga a pasar horas frente a computadoras y desempeñar trabajos de oficina que deterioran progresivamente nuestra salud, acumulando grasa a diversos niveles, dando entrada a enfermedades como la diabetes mellitus, hipertensión arterial, entre muchas otras. El incremento en la expectativa de vida también ha incrementado la prevalencia de otras enfermedades crónicas como el cáncer, que es tan común en los adultos mayores. Por si fuera poco, en los últimos años hemos volteado a ver a los protagonistas microscópicos llamados bacterias porque sospechamos que estos seres diminutos (microbiota intestinal) pueden tener una participación importante en el desarrollo de enfermedades como la diabetes mellitus. No cabe duda que hay capítulos que pueden volverse interminables. Así, las batallas que debemos librar hoy en día y en cuya vanguardia debemos ir los clínicos, para sumarnos como soldados en la guerra de la supervivencia, son en contra las enfermedades crónicas. Pero, ¿cómo lograremos esto? Para nuestra fortuna, a pesar de que la mayoría de las veces las enfermedades crónicas están cifradas por una marca hereditaria, el desencadenamiento genético es consecuente a su interacción con el ambiente en el que se desarrollan los organismos y, terminantemente, los factores ambientales son susceptiblemente modificables. Así, los especialistas del siglo XXI debemos accionar todas aquellas estrategias terapéuticas que lleven al ser humano a transitar de manera exitosa esa sobrevida que hemos logrado, aunque el verdadero valor del actuar clínico debe y deberá radicar en todo momento en el aspecto preventivo, en la educación sobre los hábitos adecuados que permitan el equilibrio homeostático: entre los factores medioambientales y los internos (llámense biopsicosociales). Este mundo globalizado, ahora con mayor apertura a la información puede parecernos confuso, generándonos una “indigestión” informativa, y es aquí, donde los profesionales de distintas áreas debemos colaborar con la transmisión del conocimiento a los grupos de los “no expertos” en los temas de la salud. Debemos colaborar aceptando nuestras limitaciones, pero favoreciendo un cambio intelectual en contra de la desinformación, favoreciendo una reflexión concienzuda sobre la importancia del cuidado de nuestros cuerpos y por ende, mejorar nuestra calidad de vida.