La Inspiración

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La inspiración -- Pablo De Santis Cuento inédito, publicado en Imaginaria por gentileza y autorización del autor. El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno. El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto. Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones. —Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar? —Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató. Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.

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La inspiración -- Pablo De Santis

Cuento inédito, publicado en Imaginaria por gentileza y autorización del autor.

El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.

El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.

Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.

—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?

—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató.

Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.

—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng apenas despertó—. ¿Tenía Siao enemigos?

El consejero imperial demoró en contestar.

—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo "el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.

—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?

—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus médicos para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha: levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.

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—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?

Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!

—¿Un rayo?

—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio.

Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.

—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la inspiración?

—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.

—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.

—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao.

Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:

Una cometa en llamas sube al cielo negro.

Brilla un momento y se apaga.

Así la injusta fama del mediocre Ding.

—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao —Feng limpió con cuidado el pincel—. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.

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Las rosas de Tsu-ling - Pablo de Santis

   El sabio Feng, acostumbraba visitar el jardín de Tsu- Ling, quien todos los años ganaba el premio del emperador. Las rosas de Tsu- Ling tenían fama de ser las más hermosas, y sólo rivalizaban con ellas las de Pao, un jardinero que vivía muy cerca de su casa. Tsu-Ling y Pao se odiaban desde largo tiempo atrás.

   -¿Qué ha pasado con tus rosales, jardinero Tsu-Ling?-preguntó Feng en una de sus visitas. –Parecen quemados por la helada.

   -Alguien echó sal sobre la tierra, sabio Feng. No necesito de tus habilidades para saber quién fue.

   -Sé que tu enemistad con Pao es muy larga, y sin embargo Pao jamás hizo nada fuera de las reglas. Vive para sus rosas.

   -No tengo otros enemigos, Feng. ¿Quién más querría atacarme? Soy un hombre desgraciado: en el otoño mi esposa me abandonó, y ahora las rosas han muerto.

   Feng decidió visitar a Pao.   -Alguien echó sal en las rosas de Tsu- Ling. ¿Quién puede odiarlo así?   -Odio a Tsu- Ling, pero no odio a sus rosas. Consigo buenos resultados

gracias a procedimientos laboriosos: invento máquinas de riego, protejo a mis plantas de la helada a través de cien métodos diferentes, escarbo en la tierra en busca de respuestas. Pero Tsu-Ling no necesita nada de eso. Él se entiende con las rosas, como si leyera un mensaje escrito en sus pétalos. Lo odio, es verdad; pero lo considero un jardinero superior.

   Feng prefería la mañana para dar sus largas caminatas. A veces pensaba en los casos que se le presentaban. Otras dejaba su cabeza sin ninguna ocupación, y era así, con la mente en blanco, como venían las respuestas a él. Pasear de noche no le gustaba, pero esa vez confiaba en descubrir, bajo la luz de la luna, al visitante secreto que regaba las rosas con sal.

   El sabio Feng caminó toda la noche alrededor del jardín de Tsu- Ling sin ver a nadie. Luego regresó a su casa. Cuando al atardecer, luego de algunas horas de sueño, fue a saludar a Tsu-Ling notó que habían volcado una nueva bolsa de sal sobre la tierra. El jardinero, abatido, dijo a Feng:

   -No plantaré más rosales aquí. Me retiraré a la colina para dedicarme al cerezo y al jazmín. Este año, el vil Pao se llevará el premio del emperador. Deberían dar monedas de sal y no de oro a quien trabaja con sal.

   Mientras Tsu-Ling hablaba, el sabio Feng había hundido una pala en la tierra, entre las raíces de los rosales muertos.

   -¿Qué haces, sabio Feng? Este no es un asunto digno de tus habilidades. Sabemos cuál es el crimen, sabemos cuál es el arma, y cuál es culpable.

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   -Sé cuál es el crimen y cuál es el culpable, pero no conozco el arma, jardinero Tsu-Ling-. El sabio Feng dio otra palada de tierra.- Si me dices la verdad, este hoyo que cavo será innecesario; de otro modo seguiré trabajando. Será bueno aprender un poco de jardinería.

   Quedaron los dos en silencio, mientras las abejas zumbaban a su alrededor, impacientes por una respuesta. Al final Tsu-Ling habló:

   -Mi esposa sólo tenía ojos para el vil jardinero Pao. La maté con mis armas de jardinero y la planté aquí. Las rosas que crecieron desde entonces heredaron su belleza. Yo quería ocultar mi crimen, pero ella quería mostrarse. Por eso aniquilé esas rosas: porque eran las más hermosas que nadie vio jamás.

   El jardinero Tsu-Ling deshizo entre sus dedos una rosa marchita.   -Es hora de que des aviso, sabio Feng. Esperaré aquí a la policía imperial.   Feng miró un pequeño tallo que crecía con determinación, a pesar de la sal.   -Otra será tu condena, jardinero Tsu-Ling. Ya tendrás bastante pena con

cultivar el jardín y con dar vida a estas rosas.   Cuatro días más tarde Feng volvió a pasar, vio que el jardinero Tsu-Ling

había cumplido su promesa. Por encima de las otras plantas se levantaban las rosas, del color de la sangre. Viajeros venían de puertos lejanos a mirar las rosas de Tsu-Ling.

   Cierta tarde, el sabio Feng visitó al jardinero Pao.   -¿Qué pasa que no encuentro a Tsu-Ling?- le preguntó.   -Sus rosas están tan hermosas como siempre, pero las rodea la maleza.   -A principios de la primavera Tsu-Ling se hirió con una espina. Le produjo

una herida profunda. Murió al tercer día. Pensé que era mi responsabilidad cuidar su jardín, pero no me atrevo a tocar sus rosas. Su belleza me confunde.

   El sabio Feng miró las rosas amarillas de Pao. No eran tan hermosas como las de Tsu-Ling, ni tan afiladas sus espinas.

   -Hizo bien en no acercarse, amigo Pao. Las rosas de Tsu-Ling ya no necesitan jardinero.