La Mujer Del Profeta - Kamran Pasha

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LA MUJER DELPROFETA

En lo másprofundo deArabia en plenosiglo VII surge lavoz de un nuevoprofeta llamadoMahoma queproclama la fe enun único dios yreniega de lasdeidades de sus

compatriotas.Mientras sumensaje de luz yesperanzaempieza a unir alas diferentestribus árabesenfrentadasdesde elprincipio de lostiempos, a sulado está Aisha,su favorita y lamás joven de susdoce esposas.

De agudainteligencia,desde los seisaños supo que sudestino eraconvertirse en lamano derecha deaquel hombreredentor. Lanovela cuenta laincreíbletransformaciónde Mahoma deprofeta aguerrero,

primero, y ahombre deestado después.Justo despuésdel más increíbletriunfo delprofeta y de su fe—la reconquistade La Meca—Mahoma muereen brazos deAisha. La jovenviuda seencuentra en elcentro del

imperiomusulmán y debeelegir entrequedarse almargen de lahistoria otransformarse enla madre de loscreyentes:maestra, líderpolítica yguerrera.

Traductor: Muhammad AsadAutor: Kamran PashaEditorial: La esfera de los librosISBN: 9788497348652

Kamran Pasha

La mujer del profeta

La historia nunca contada de Aisha,la esposa preferida de Mahoma

«El paraíso yace a los pies de lasmadres».

Profeta Mahoma

Dedicado a mi madre, pruebaviviente de estas palabras.

Nota del autor

ÉSTA es una obra de ficción que,pese a basarse en hechos históricos,no es una historia de esos hechos.Por tanto animo a los lectoresinteresados en aprender más sobre lahistoria del Islam y las vidas delProfeta Mahoma y su esposa Aisha aque lean algunas de las maravillosasobras de referencia en que me hebasado para componer este relato,entre las cuales se incluyen labrillante biografía escrita por Martin

Lings Muhammad: su vida, basadaen las fuentes más antiguas, asícomo los excelente libros deBarnaby Rogerson, incluidos TheProphet Muhammad: A Biography yThe Heirs of the ProphetMuhammad.

Quienes tengan interés enadentrarse en una perspectivaacadémica occidental de la vida deMahoma y su legado deberíanconsultar la obra fundamental de W.Montgomery Watt Mahoma, profetay hombre de Estado y la obra degran influencia de Karen Armstrong

Mahoma: biografía del profeta.Los lectores que deseen obtener

más información sobre Aisha puedenencontrar gran cantidad tanto sobreella como sobre otras musulmanasprominentes, en el libro de JenniferHe a t The Scimitar and The Veil:Extraordinary Women of Islam . Encuanto a quienes sientan fascinaciónpor la historia militar relacionadacon la expansión del Islam, unanálisis de lectura maravillosamenteasequible es el que realiza RichardA. Gabriel en Muhammad: Islam'sFirst Great General. Las grandes

conquistas árabes de Hugh Kennedyes también una buena obra dereferencia para los que deseenprofundizar en cómo un pequeñogrupo de guerreros del desiertollegaron a formar un vasto imperio yuna civilización que ha mantenido suenergía e influencia en el mundohasta nuestros días.

Por otra parte, los interesados enuna introducción general sobre la fe ylas prácticas del Islam deberíanconsul ta r The Complete Idiot'sGuide to Understanding Islam deYahiya Emerick, y No god but God

de Reza Asían. En cuanto a quienesdesearían conocer mejor los valoresespirituales del Islam y lo que estareligión ofrece al mundo de hoydebieran referirse a Islam and theDestiny of Man de Charles Le GaiEaton y The Secret of Islam deHenry Bayman. Un enfoque másprofundo del corazón espiritual delIslam es el que ofrece The Vision ofIslam de los autores SachickoMurata y William C. Chittick, y elclás ico Comprender el Islam deFrithjof Schuon.

Existen muchas traducciones del

Sagrado Corán en el mercado, peroyo he encontrado tres que me parecenparticularmente útiles para loslectores occidentales: la versión deAbdulla Yusuf Ali titulada TheQur'an: Text, Translation andCommentary es una de lastraducciones al inglés que tienen másaceptación y resulta muy útil aquienes se inician en el estudio de lafe musulmana. La épica traducción deMuhammad Asad El mensaje delQur'an posee rigor académico y estáescrita desde el punto de vista de uneuropeo convertido que sabe cómo

explicar las escrituras a una menteoccidental. Y, por fin, a quienessimplemente prefieran una traducciónque no esté repleta de comentariosles recomiendo The Qur'an,traducido por M.A.S. Abdel Haleempara Oxford University Press. Unaversión más antigua pero que goza degran popularidad es The GloriousQur'an de Muhammad MarmadukePickthall, un converso británico.

Escribir un libro de ficción sobreel nacimiento del Islam y lasincreíbles personalidades del ProfetaMahoma, Aisha y el resto de los

integrantes de la primera comunidadmusulmana ha sido todo un retoademás de un proceso fascinante. Sise compara con los relativamentelimitados datos históricosdisponibles sobre Jesús, los orígenesdel Islam y la vida del Profeta se handocumentado con un nivel de detalley rigor histórico que resultaabrumador para muchosoccidentales. Se ha dicho quesabemos más de Mahoma que deningún otro personaje de la Historiadebido a que sus seguidoresregistraron meticulosamente todo lo

que pudieron acerca de su amadomaestro, desde el aspecto que tenía,pasando por sus costumbrescotidianas y hábitos alimentarios,hasta información sorprendentementedetallada sobre una cuestión íntimacomo la relación con sus esposas. Elmérito se debe en gran parte a laincreíble memoria de Aisha, que fuela responsable de transmitir más dedos mil hadices o relatos detradición oral sobre su vida con elProfeta y las enseñanzas de éste.

El corpus de datos históricossobre el Profeta Mahoma es

impresionante, tanto en el nivel deprofundidad como en el de detalle,pero aun así su vida continúadespertando controversia. Ni quedecir tiene que creyentes y nocreyentes interpretarán de maneradistinta los relatos en torno aMahoma conforme a su propiaperspectiva sobre la veracidad de sumisión espiritual y, dentro de lacomunidad musulmana misma, amenudo se plantean acaloradosdebates entre las diversasdenominaciones suníes y chiíes delIslam acerca de la interpretación de

los hechos históricos.Quisiera dejar constancia de que

yo soy musulmán practicante;teológicamente me considero suní yespiritualmente me siento atraído porel sufismo, el corazón místico delIslam. En cuanto a mi linaje, soy unsayid, un descendiente directo delProfeta a través de su hija Fátima ysu nieto Husein. Esta novela ha sidopara mí un gratificante viaje alcorazón de las tradiciones de mireligión, además de un estudio muyrevelador de las gentes apasionadasy complejas que son mis

antepasados, simples hombres ymujeres viviendo en un remotodesierto a los que la historia deberíade haber olvidado y que, sinembargo, lograron volver el mundodel revés por medio de la merafuerza de la fe.

Debería también mencionar queno todos los musulmanes estarán deacuerdo con la personalinterpretación del Islam que ofrezcoen estas páginas ni con mi versión dela vida del Profeta y el papel deAisha en la historia musulmana.Ningún problema. Animo a quienes

no coincidan conmigo a escribirlibros que reflejen la verdad tal ycomo la ven sus corazones; de hecho,confío en que llegue el día en que lasnovelas sobre el Profeta Mahoma,Aisha y Alí sean moneda corriente enla literatura occidental como lo sonlas populares y variadas obras sobrefiguras históricas como AlejandroMagno, Julio César, Cleopatra o lareina Isabel I.

Mi intención con esta novela esofrecer a Occidente la oportunidadde asomarse a la increíble riquezaque encierra la tradición histórica

musulmana e invitar a todos loslectores a aprender más sobre elIslam y sacar sus propiasconclusiones. En la medida en que lohaya conseguido con éxito, el méritoes de Dios y nadie más, pero losfallos sin embargo son todos míos.

Prólogo

El principio del fin

¡En el nombre de Dios, el Clemente,el Misericordioso!

¿Qué es la fe?Es una pregunta que me he hecho

a lo largo de los años, queridosobrino, y no estoy más cerca de larespuesta ahora que cuando mis

cabellos poseían el resplandor rojizodel sol al amanecer y no la palidezplateada de la luna, como sucedehoy.

Escribo esto para ti porque séque me muero. No me quejo, pueshay momentos en que desearía haberfallecido hace años o, mejor aún, nohaber nacido nunca. Mi corazóncontempla con envidia los árboles,cuya vida consiste tan sólo en soñarcon el sol y recordar la lluvia. Haymomentos en que quisiera ser una delas rocas de las colinas que hay másallá de Medina, ignoradas y

olvidadas por quienes caminaronsobre ellas.

Protestarás, estoy segura: ¿cómopuedo yo, Aisha, la hija de AbuBakr, la mujer más famosa de mitiempo, desear cambiar mis gloriososrecuerdos por el sueño de quienestransitan sordos y mudos por estaTierra? Eso es lo que tienen decomplicado los recuerdos, queridoAbdalá, hijo de mi hermana: soncomo el viento, soplan a su antojo yse llevan tanto las esperanzas de lavida como los peligros de la muerte;no podemos dominarlos. No, ellos

son nuestros señores y se regocijanen sus caprichos arrastrando nuestroscorazones con ellos donde les place.

Y ahora me han arrastrado a mí,en contra de mi voluntad, a estemomento en el que estoy sentada enmi diminuto cuarto de adobe, a pocadistancia de la tumba de mi amado,escribiendo este relato. Hay muchascosas que no deseo rememorar, peromis recuerdos exigen ser contadospara así vivir en la memoria de losdemás cuando yo me haya ido.

Así que empezaré por elprincipio, por un tiempo en el que un

mundo agonizaba y otro estaba apunto de nacer. El mío es un relatocuajado de gloria, de maravillas, ytambién de un gran pesar; es unahistoria que confío conserves ylleves contigo hasta los rincones máslejanos del Imperio para que lashijas y las nietas de los que todavíason niños de pecho la recuerdenalgún día. Gran parte de lo querelataré lo vi con mis propios ojos,el resto lo cuento tal y como me locontaron a mí los que estuvieronpresentes.

Se trata de una historia

prodigiosa, el portador de mispalabras habrá de soportar unapesada carga ante Dios y loshombres, y, de cuantos habitan la fazde la Tierra, no hay nadie en quienconfíe más que en ti, Abdalá, paratransmitirla. Tanto en los díasgloriosos como en los tiempos de mivergüenza has permanecido a milado, mostrándote más leal quecualquier hijo de mi carne y de misangre. Contemplo tu rostro sonrientey veo en él todo lo que he ganado ylo que he perdido como el precio demi destino, una suerte escrita con

tinta de sueños cuando todavía erauna niña.

Tenía seis años cuando me casécon el Enviado de Dios aunquenuestra unión no se consumó hastaque no comenzaron mis ciclos a laedad de nueve. Con el paso deltiempo descubrí que, debido a micorta edad, las altaneras damasnobles de Persia y Bizancioconsideraban el matrimonioescandaloso, incluso primitivo, pesea que ninguna de ellas osó jamásdecírmelo a la cara. Estoyacostumbrada a los cuchicheos

crueles de las chismosas, porsupuesto, más de lo que puedanestarlo la mayoría de las mujeres demi tiempo; he tenido que padecer lasdagas ocultas de envidias y rumoresy, tal vez, cabía esperar que asífuera, pues ser la esposa favorita delhombre más reverenciado y odiadoque jamás haya conocido el mundoha de tener un precio.

Diles, Abdalá, que amé aMahoma, Dios lo bendiga y leconceda paz, y que él me amó a mí,por muy indigna de su amor que hayaresultado ser. De todas las vueltas y

revueltas de la tortuosa senda que haseguido la caravana de mi vida, mimás preciado tesoro son los diezaños que pasé a su lado. En verdad,hay muchos días en que desearíahaber muerto con él, que Gabriel sehubiese llevado mi espíritu junto conel suyo y hubiera podido yo así dejareste valle de lágrimas para que otroslo conquistaran. Me atormenta saberque, si yo hubiera muerto ese día, nose habrían perdido las vidas demuchos miles, de todo un ejército decreyentes a los que guié al desastre,hombres buenos que confiaron en que

actuaba guiada por el idealismo y noel orgullo y la sed de venganza,hombres buenos como tu padre. Si mialma hubiera partido junto con la delEnviado, ni tu padre ni tantos otroshabrían muerto.

Pero ése no era mi destino.Mi destino, por más que mi

vientre nunca haya engendrado unhijo, era convertirme en la madre deuna nación. Una nación elegida porDios para cambiar el mundo, paradestruir la iniquidad pese a estarpermanentemente expuesta a latentación de sucumbir a ella. Una

nación que derrotó hasta al último desus adversarios pese a que todas lasfuerzas de la Tierra se aliaron en sucontra, y sobre la que después caeríala maldición de tener que seguirluchado hasta el Día de laResurrección. Una nación cuya alma,como la mía, está llena de Dios perotambién consumida por las pasionesterrenales. Una nación que encarna lavictoria y la justicia pero es incapazde ocultar sus propios errores ycrueldades del juicio terrible de Elque Es.

Ésta es mi Uma, mi nación, y yo

soy su rostro a pesar de que ningúnhombre que no sea de mi familiahaya visto el mío desde que era niña.

Soy el clarín del gozo y la ira, lareina del amor y la envidia, heraldode sabiduría y la mayor necia entrelos necios.

Soy la Madre de los Creyentes yéste es mi relato.

LIBRO PRIMERO

EL NACIMIENTO DE UNA FE

1

Uma

La Meca, 617 d. C. Mi primer recuerdo fidedigno es

del día en que presencié la muertepor primera vez. Desde aquel día, hesido bendecida —y maldecida— conuna memoria portentosa. Puedorecordar palabras que fueron

pronunciadas hace cuarenta añoscomo si las hubieran dicho estamañana. El aroma del instante quedagrabado en mi corazón para siempre,como si viviese fuera del tiempo ycada momento de mi vida fuese elpresente. El Enviado, Dios lobendiga y le conceda paz, solía decirque yo había sido elegida para quesus palabras y obras se recordaranpor los siglos de los siglos a travésde mí, aquella a quien más amaba.Pero todo don tiene un reverso, aligual que el velo de la nochepermanece oculto tras el sol,

aguardando paciente el momento deenvolver el mundo en sombras. Conmi don de la memoria ocurre igualporque, pese a recordar cadamomento de dicha, cada instantealegre de mi vida, también meacuerdo del dolor con absolutaclaridad. Hay quien dice que eltiempo todo lo cura, pero no es micaso: cada herida que he sufridotambién la vuelvo a vivir con unaprecisión aterradora, como si setratara de un puñal que, una vezclavado en mi corazón, dejase tras desí una esquirla afilada como el

cristal que se hundirá en mi carne denuevo si dejo vagar mispensamientos en esa dirección.

Esa memoria portentosa es lo queme ha convertido en la más preciadacronista de los hadices, relatos de lavida del Profeta y sus enseñanzas,que se recopilan para conocimientode las futuras generaciones decreyentes.

Y esa memoria perfecta es la queha cargado con el peso de la guerra ami pueblo y astillado nuestra naciónpara siempre.

Pero cualquier memoria, incluso

una tan impecable como la mía, tieneque empezar con los recuerdos de undía concreto. La mía empieza el díade la gran Peregrinación. Mi padrehabía decidido que yo ya era lobastante mayor como para asistir alrito anual en que las tribus de todaArabia descendían al árido valle deLa Meca para ir a rendir culto en laCasa de Dios.

Salí corriendo de casa descalzacuando me llamó mi padre, AbuBakr, que me mandó volver adentrocon una regañina, diciendo que nopodría acompañarlo si no me ponía

las diminutas sandalias azules quehabía comprado a unos comerciantesyemeníes para mí aquel mismoverano. Hice pucheros y di patadasen el suelo, pero mi padre se limitó aarquear las cejas y se negó a abrir lacancela hasta que por fin bajé lacabeza y, cariacontecida, volvídentro a buscarlas.

Busqué por toda la casa tratandode recordar dónde las había lanzadodurante una de mis pataletas deaquella mañana. Registré de arribaabajo mi pequeño dormitorio: mirédebajo del jergoncillo de cuerdas

entretejidas que soportaba el mullidocolchón de algodón egipcio;rebusqué en el montón de muñecas yjuguetes apilados en una esquinalanzando aquí y allá las figuritas demadera y trapo, y provocando undesorden por el que mi madre, UmRuman, sin duda me reñiría mástarde. Pero, a mí, una niñita que no sepreocupaba por nada más que porvivir el momento, la perspectiva dela inevitable regañina no mepreocupaba. El futuro, como biensaben todos los niños, es poco másque una fantasía; lo único que

realmente existe y lo único querealmente importa es el ahora.

Con el ceño fruncido, salí de micuarto a la carrera y busqué por elsalón principal, debajo de los sofáspersas con tapicería de brocadoscolor esmeralda, uno de los pocoslujos que aún conservábamos. Mimadre me había contado que durantelos Días de la Ignorancia la casaestaba rebosante de preciososmuebles caros pero, desde que yonací, Abu Bakr había ido vendiendocasi todas sus posesiones terrenalespara dedicar su riqueza a extender el

conocimiento de la Verdad. Yo nuncahabía entendido por qué difundir laVerdad tenía que ser tan costosoteniendo en cuenta que era algogratuito y al alcance de todos, perocuando en una ocasión le pedí a UmRuman que me lo explicara, mimadre me clavó aquella miradaadusta tan suya y con la que siemprerespondía a mi letanía de preguntasimpertinentes.

Llena de frustración, miré a mialrededor y de repente vi algo azulen una esquina: fui corriendo con larojiza melena flotando tras de mí

como una estela y allí estaban: ¡missandalias del Yemen!, tiradas detrásde un rico jarrón que, según mimadre, venía de una lejana ciudadllamada Damasco. Me detuve aadmirar los motivos florales decornalina, citrina y cuarzo de colorverde oliva que formaban intrincadosdibujos entrecruzados sobre elmarfil.

Um Ruman me había enseñadolos complicados nombres de lasflores que decoraban el jarrón —jacintos, jazmines y flores de loto—:todas crecían en ciudades lejanas con

misteriosos nombres como Axum,Babilonia y Persépolis. A mí meencantaban las flores pero había muypocas que se dieran bajo el solimplacable del desierto… Un mesantes, me había puesto a dar gritos decontenta al descubrir una mata deauarach en el barranco junto alperímetro de la ciudad, a los pies dela colina sagrada de Safa; me habíapuesto a recoger las flores rojas yredondeadas que había visto utilizara otras niñas para dar color a susmejillas, pero se me clavaron lasespinas del tallo en la palma de la

mano y había acabado por volver acasa corriendo entre sollozos.

Mi madre me había sacado lasespinas con cuidado para luegocurarme las heriditas con savia secade los arbustos de espino que crecíanen nuestro patio. Después de secarmelas lágrimas, Um Ruman me habíaregañado un poco por habermealejado tanto: a partir de ahora debíaquedarme a jugar donde ella pudieraverme desde casa. La Meca era unaciudad peligrosa para las niñas,sobre todo para las de las familiasque apoyaban al Profeta hereje.

Recordé las palabras de mimadre en el momento en que alcancémis sandalias y empecé acalzármelas; eran bastante hermosas,con estrellas blancas decorando lascorreas azules, pero a mí no megustaban. Casi todas las otras niñasestaban obsesionadas con los zapatosy se pasaban horas parloteando sobrelos méritos de los diferentes diseñosy cuál era la última moda que traíanlas caravanas del norte y sur pero,para mí, los zapatos eran algoirritante. Me encantaba el cosquilleode la cálida arena bajo mis pies

descalzos, hasta los pinchacitos delas piedrecillas esparcidas por lascalles de la vieja ciudad. Los zapatosme hacían sentir coartada yprisionera, igual que las cabras quemi padre tenía en el corral justodetrás de nuestra casa de piedra,preparadas para el sacrificio quemarcaba el punto álgido de laPeregrinación.

Corrí de vuelta con mi padre, queseguía esperándome junto a lacancela y, al ver el aire de ligeracontrariedad que teñía sus faccionespor haber tenido que esperar, me

apresuré a alzar uno y otro pie en elaire para enseñarle mis pies calzadosy luego me puse a brincar a sualrededor en una especie debailecillo con el que por fin logréarrancar una sonrisa exasperada desu ceñudo rostro. Siempre supe cómohacer que la hosquedad de Abu Bakrse desvaneciera: yo estabademasiado llena de vida parapermitir a los demás el lujo demostrarse huraños.

Mi padre me tomó la mano yjuntos anduvimos por las callespolvorientas de La Meca. Brotaban

tímidas columnas de humo de loscientos de chimeneas de las casitasde piedra y cabañas de adobe que seamontonaban formando círculosconcéntricos en torno a la plazacentral conocida como Al Haram ('elSantuario'). A medida queavanzábamos hacia el corazón de laciudad, vi niños corriendo por lascalles, persiguiéndose o tratando dedar caza a los más variopintos bichos—cabras, corderos y unas cuantasgallinas díscolas— que se habíanescapado de sus corrales.

También vi docenas de

mendigos, sobre todo mujeres y sushijos bastardos abandonados por lospadres: alargaban brazos suplicantes,y a sus patéticos gemidos queimploraban compasión casi siempreles hacían oídos sordos. Mi padredio a una anciana un dírham de oro yla mujer, sorprendida por sugenerosidad, abrió los ojos comoplatos pues había llegado a un puntoen que no esperaba más que unapieza de cobre acompañada de unamirada desdeñosa. De repente nosrodeó una nube de mendigos —habría jurado que hasta el último

mendigo de La Meca—, todos conlas manos extendidas hacia laprovidencial fuente de generosidad.Yo me asusté ante aquellamuchedumbre de viejos y jóvenesharapientos que olía peor que losperros rabiosos que merodeaban porlas calles cuando caía la noche, peroAbu Bakr se mostró paciente conellos y fue sacando de su bolsa decuero una moneda de oro para cadauno hasta que se le acabaron.

Lo siguieron por las calles,rogándole que les diera más, pero mipadre se limitó a sonreír y negó con

la cabeza:—Mañana traeré más, inshalá —

les dijo usando la expresión, 'si Diosquiere', que se había convertido en lamarca distintiva de los musulmanes.

El Enviado nos había enseñadoque debíamos decir inshalá cuandohabláramos del futuro, incluso si nosreferíamos a algo que fuera a pasaren menos de una hora, porquehacerlo mantenía al hombre humildey lo obligaba a reconocer que no erael único dueño de su destino.

Mi padre se las ingenió parazafarse de los mendigos más

pertinaces y agobiantesarrastrándome hasta un callejón ydando un rodeo entre callejuelas parallegar al Santuario. Ahora estábamosen la parte más antigua de la ciudad,de cuyas casas se decía que databande hacía cientos de años, de lostiempos en que las primeras tribus sehabían establecido en el valle. A mí,las vetustas construcciones se meantojaban inmensas torres, pero enrealidad la mayoría eran edificiosendebles de piedra y madera, y casininguno tenía más de dos plantas.Veía gente en las terrazas de los

tejados, con los ojos fijos en elhorizonte y en la marea constante debeduinos en peregrinación queacudía desde las yermas colinas enbusca de los dioses —y de los pozosportadores de vida— de La Meca.Yo contemplaba con ojosdesorbitados a los extranjeros conlos rostros ajados y curtidos por losaños de duro trabajo bajo el solimplacable, que pasaban a lomos decamellos cubiertos con albardas decuero y lana de vivos colores.

Mi padre notó que me estabaquedando rezagada y tiró de mí con

suavidad hasta que hubimos dejadoatrás los pasadizos angostos ynuestros pies tocaron la arena roja dela explanada que marcaba los límitesdel Santuario. La inmensa plaza seexpandía en un enorme círculo y misojos se posaron inmediatamente en laCaaba, el gran templo que constituíael corazón de La Meca y de todaArabia: un majestuoso cubo que sealzaba veinte codos por encima delsuelo, la construcción más alta dellugar. Sus paredes de granito estabancubiertas de lujosas cortinas de lana,algodón e incluso seda de color

carmesí, esmeralda y azul cielo quehabían traído las tribus desde todoslos confines de Arabia paraconmemorar su Peregrinación a laSagrada Casa.

Cuando nos acercamos a laCaaba, vi que mi padre fruncía elceño: la plaza estaba cubierta poruna increíble variedad de ídolos,estatuillas de piedra y madera querepresentaban a los dioses de lastribus del desierto, trescientossesenta en total, uno por cada día delaño. Algunos eran obras de granelegancia, tallas en mármol de un

realismo increíble con forma humanao animal; las de leones, lobos ychacales parecían ser las máspopulares. Otros, en cambio, eranpoco más que rocas informes y hacíafalta mucha imaginación paravislumbrar un parecido con algunaforma reconocible.

Clavé la mirada en dos rocasgrandes que se parecían vagamente aun hombre y una mujer entrelazadoshaciendo el amor. Mis amigas mehabían contando entre risas que unapareja de enamorados —Isaf y Naila,se llamaban—, tras haber dado

rienda suelta a su lujuria en la Caabay en castigo por haber profanado elSantuario, habían acabadoconvertidos en piedra. Yo no teníamuy clara la razón por la que dospecadores castigados por suindiscreción eran ahora adoradoscomo dioses, pero, por lo visto,gozaban de gran popularidad ymuchos jóvenes, tanto hombres comomujeres, se postraban ante ellos yprendían cordelitos en las grietas yrecovecos de las figuras al tiempoque oraban a las deidades, pidiendoque les concedieran el corazón de la

persona amada o, por lo menos, lamala fortuna de sus rivales en ellance amoroso.

—Pura barbarie —masculló mipadre entre dientes para luegoesbozar una mueca de asco al vermujeres arrodilladas ante unaestatuilla de piedra salpicada devetas de color rojizo querepresentaba a una embarazada depechos y caderas turgentes: Uza, unade las tres «hijas de Alá» a las querendían culto los paganos.

Se decía que era la diosa de lafertilidad y contaba con muchas

devotas entre quienes deseabanconcebir un hijo. Con ojosrebosantes de esperanza ydesesperación a un mismo tiempo,las mujeres se rasgaban las túnicas yfrotaban sus senos desnudos contra lafría piedra, suplicando entre grandeslamentaciones que Uza diera marchaatrás al paso de los años, para queles volviera la menstruación ypudieran alumbrar los hijos que elpaso del tiempo les había negado.

Aquellos rituales extraños mefascinaban, pero mi padre tiró de mípara alejarme en dirección a la

Caaba. Una multitud de cientos deperegrinos rodeaba la Casa de Diosigual que las estrellas giranalrededor de la tierra: describíansiete vueltas en total, mientrasalababan a Alá, Creador delUniverso. Los peregrinos ibanvestidos con una gran variedad deropajes que daban testimonio de suriqueza y clase social: los jefestribales lucían sedas y joyasresplandecientes y hacían valer suderecho a caminar más cerca deltemplo, mientras que otros, envueltosen harapos, realizaban el recorrido

por la periferia; algunos inclusobailaban desnudos alrededor de laCaaba.

—No los mires —me ordenó mipadre con firmeza en el precisoinstante en que mis ojos se posabanen los cuerpos desnudos de loshombres con el miembro colgandoigual que los flácidos genitales de unperro.

Yo solté una risita, pero lamirada adusta de Abu Bakr meobligó a disimular mi hilaridad.Caminamos alrededor de la SantaCasa a paso tranquilo mientras mi

padre oraba en voz alta pidiendo aDios clemencia para aquellas gentesdíscolas e ignorantes.

Cuando finalizamos el sagradorito, mi padre, ahora cubierto desudor por culpa del abrasador sol delmediodía, me alejó de la Caaba endirección a un pabellón azul situadoen el linde del Santuario. Bajo lamisericorde sombra de la tienda, seencontraba el pozo de Zamzam, quehabía proporcionado a la ciudad unsuministro ininterrumpido de aguadesde los días de los primerospobladores: su milagrosa existencia

en medio de aquel paraje desoladohabía convertido a La Meca en unaparada obligada para todas lascaravanas que viajaban desde lasfértiles tierras del Yemen, en el sur,hasta Siria, en el norte.

Este manantial de vidaestratégicamente ubicado habíaproporcionado gran prosperidad alos mercaderes locales, pero no a lamayoría de la población, ya que loscomerciantes de La Meca sólo creíanen una ley: la supervivencia del másapto. Los que fueran lo bastantelistos para aprovecharse de las

oportunidades que ofrecía elcomercio merecían dominar a losdemás con su riqueza; los queresultasen demasiado débiles, encambio, mejor que se apresurasen amorir cuanto antes para que otrosmás dignos pudieran aprovechar losrecursos que ellos dejaran libres. Erauna actitud despiadada que elEnviado de Dios había cuestionado,y sus llamamientos en favor de unamayor justicia y de la redistribuciónde las riquezas de La Meca suponíanuna amenaza directa a la filosofía delas clases dirigentes.

En el momento en que noscolocábamos en la fila de peregrinossedientos, deseosos de beber de lasaguas sagradas, vi una caravanarecién llegada de beduinos que seacercaba al Santuario enperegrinación; su líder, un hombrecon una cicatriz en el rostro y labarba teñida de rojo, se apeó de uncamello gris y comenzó a ayudar alresto de miembros de su clan adescender de caballos y muías.Reparé en que la piel oscura de losrecién llegados y sus pómulos agudoseran característicos de los yemeníes

y, pese a mi corta edad, me di cuentade que debían de haber realizado unviaje de al menos veinte días paraasistir a la gran Peregrinación.Tenían los rostros cubiertos degruesa arena que el torrente de sudorestaba convirtiendo en barro.

Me quedé mirándolos y vi que seles acercaba un hombre alto vestidocon ropajes de fina seda y turbanteazul en la cabeza. Abu Sufran no erael rey de La Meca, pero desde luegose comportaba como tal: hablandocon florituras dignas de un monarca,extendió los brazos para dar la

bienvenida a los forasteros. Junto aél vi a un muchacho de unos quinceaños a quien la nariz aguileña y losojos negros que nunca parpadeabandaban el aspecto de un ave rapaz.Muauiya, el hijo de Abu Sufian, eramás reservado que su expresivopadre y observaba y examinaba a losrecién llegados con aire astuto. Intuíque, mientras su padre abrazaba aljefe de los beduinos como si fuera unpariente al que hacía mucho tiempoque había perdido toda esperanza devolver a ver, él debía de estarcalculando su riqueza e importancia

para el comercio de La Meca.—¡Sed bienvenidos, hermanos

míos, amigos míos! —resonó la vozde Abu Sufian teñida de la jovialidadperfectamente estudiada de unmercader—. ¡Bienvenidos a la Casade Alá, que los dioses os bendigan yos concedan cuanto les pidáis!

El jefe de los beduinos se enjugóel río de sudor que le bajaba por lafrente y que amenazaba con cegarlo.

—Queremos agua: nuestro viajeha sido arduo, y el dios sol,implacable.

Los ojos de Abu Sufian se

clavaron en los imponentes anillosde esmeralda que adornaban losdedos del jefe y luego sonrió conavaricia:

—Por supuesto, amigo mío.Y entonces el cabecilla mecano

vio que los visitantes iban armados;de sus toscos cintos de cuerocolgaban espadas y dagas envainadasy también llevaban lanzas y flechasatadas a las sillas de las monturas:una protección necesaria para unviaje por tierras salvajes, perotambién una potencial amenaza alorden dentro de La Meca.

—Pero antes debo pediros queentreguéis las armas, ya que estánprohibidas dentro del recinto de laciudad santa —añadió Abu Sufiancon una sonrisa de disculpa.

El beduino se quedó mirándoloun instante y luego hizo un gestoafirmativo con la cabeza a suscompañeros de peregrinaje, quedejaron caer las armas al suelo.

Muauiya dio un paso al frente conintención de recoger las espadas,pero el jefe de los beduinos le cerróel paso con ojos llenos desuspicacia.

Al darse cuenta de la inesperadatensión que había surgido, AbuSufian se apresuró a esbozar unasonrisa conciliadora y se interpusoentre el beduino de rostro marcado yel muchacho.

—Mi hijo Muauiya se hará cargode las armas personalmente —declaró el caudillo mecano con vozaterciopelada—, quedarán a buenrecaudo en la Cámara de laAsamblea y se os devolverán encuanto finalice vuestra peregrinación.

El beduino escupió en el suelo alos pies de Muauiya.

—Somos guerreros de BaniAbdal Lat —respondió conexpresión adusta—, no dejamosnuestras armas al cuidado de un niño.

La contemporizadora sonrisa sedesvaneció de los labios de AbuSufian y de repente se reflejaron ensus facciones el orgullo y poder desu linaje:

—Mi hijo es un noble quraish, yno hay niños entre nosotros, sólohombres de honor —dijo con unafrialdad que indicaba que, al cruzaruna línea invisible, el beduino habíaofendido a su anfitrión.

Muauiya intervino de inmediato:—Consideradme una prenda en

seguridad de vuestras armas —propuso, demostrando el talentonatural para la diplomacia que tantole serviría en años posteriores—: sino os las devuelven todas cuando osmarchéis, podéis resarcirosllevándome con vosotros comoesclavo.

El rudo beduino clavó la miradaen el muchachito, que se la devolviósin inmutarse y sin apartar la vista niun instante y, por fin, el peregrinoasintió con aire satisfecho.

—El muchacho es fuerte, tieneojos de águila —concedió en tonocortante—. Lo acepto en prenda.

A continuación hizo un gestoafirmativo a sus hombres, que seapartaron para que Muauiya pudierarecoger con aire pausado todas lasespadas, lanzas y picas. Laalmibarada sonrisa tornó a los labiosde Abu Sufian, que se dispuso a guiara los peregrinos cubiertos de polvohacia la tienda de Zamzam, pero, alvernos a mi padre y a mí de pie juntoal pozo, brilló en sus ojos un destelloamenazador, como si estuviera

lanzando una advertencia sinpalabras a mi padre. Abu Bakr lesostuvo la mirada sin pestañear yluego se volvió hacia mí y me alzó enbrazos para que llegara al cubo deagua que había sacado del pozo;agarré una escudilla de bronce quecolgaba de una argolla a un lado delcubo de madera y bebí hasta saciarmi sed.

Abu Sufian se volvió hacia losvisitantes.

—Aquí tenéis el pozo sagrado deLa Meca, que nunca se agota, ni susaguas se contaminan ni corrompen:

una señal del favor de Dios para conesta bienaventurada ciudad.

Los beduinos se acercaron ysumergieron sus odres de cuero en elagua hasta llenarlos del preciadolíquido, que luego bebieron agrandes y apresurados tragos.

Mi padre miró a Abu Sufian yluego soltó una sonora carcajada.

—Eres un hombre extraño, AbuSufian —le dijo—, reconoces elfavor de Dios sobre La Meca perosigues negándote a obedecer alSeñor.

La ira contenida tiñó de rojo el

rostro del caudillo mecano.El jefe beduino percibió su

reacción y miró a mi padre consúbito interés.

—¿Quién es este hombre?Abu Sufian nos dio la espalda.—No es más que un loco que

dice necedades —respondióhaciendo un ademán despectivo conla mano—. Por desgracia, en laépoca de la Peregrinación abundanmucho los necios como él, al igualque con las inundaciones se infestatodo de ratas.

Al oírlo decir esas cosas de mipadre, mi corazón de niña seenfureció, me solté de la mano deAbu Bakr y fui corriendo hacia AbuSufian:

—¡No hables así de mi padre!¡El necio eres tú, tú eres la rata!

Aquel arrebato infantil provocólas risas de los peregrinos y mi padreme atrajo inmediatamente hacia sí altiempo que me atravesaba con lamirada:

—¡Aisha! Somos musulmanes, noles faltamos al respeto a los mayores,aunque sean infieles.

A estas alturas, los beduinosestaban asombrados, y su jefe avanzóun paso:

—¿Qué significa eso demusulmán?

Por supuesto, aquélla era lapregunta que mi padre estabadeseando contestar.

—Alguien que se somete a lavoluntad del Único Dios y nadie más—respondió solemne, igual que unmaestro instruyendo a un jovenalumno.

Pero Abu Sufian no estaba

dispuesto a permitir aquello, así quese colocó justo delante de mi padre yle clavó una mirada furibunda.

—No importunes más a estosperegrinos, Abu Bakr —le ordenóentre dientes—, están cansados ytienen sed, déjalos beber en paz delas sagradas aguas de Zamzam.

Abu Bakr miró a los beduinosque se saciaban con el agua del pozo.

—Haré lo que me pides si erescapaz de explicar por qué es tansagrado este pozo.

Abu Sufian se puso tenso.

—Es sagrado porque nuestrosantepasados así lo declararon, coneso me basta.

Mi padre se volvió hacia elbeduino:

—Decidme, hermano mío, ¿osbasta con eso? —preguntó sin alzarla voz—, ¿sabéis por qué el agua quebebéis es agua bendita?

El beduino, que parecíadesconcertado, se acarició la cicatrizque le desfiguraba la mejillaizquierda.

—Nunca lo he preguntado, pero

siento curiosidad por saberlo.Luego miró a Abu Sufian, pero el

caudillo desconocía la respuesta.Y entonces mi padre se dirigió a

mí.—Díselo tú, pequeña —me pidió

al tiempo que esbozaba una amablesonrisa.

Yo alcé la vista hacia aquelloshombres de tez oscura y polvorientay relaté la historia que conocía desdeque tenía uso de razón.

—El pozo de Zamzam es unmilagro de Dios, así está escrito en

el Libro de los judíos y los cristianos—les dije—. Cuando Abraham envióa nuestro padre Ismael al desierto, sumadre, Agar, se puso a buscar aguapara que su hijo no muriera de sed:hasta siete veces corrió entre esasdos colinas —expliqué señalandocon el dedo los picos de Safa yMarua que se alzaban sobre laciudad. En aquel momento, cientosde peregrinos recorrían a paso ligerola distancia entre los dos montescomo parte del ritual de laPeregrinación aunque hiciera muchoque se había olvidado el sentido o

los orígenes de aquel rito—. Comono encontraba agua —proseguí—,volvió al lugar donde estamos yentonces se le apareció el ángelGabriel, quien le dijo a Ismael quediera una patada al suelo. Al hacerlo,brotó bajo sus pies el pozo deZamzam, que trajo agua al desierto yvida a La Meca.

Mientras hablaba, me di cuentade que los beduinos escuchabanatentos a mis palabras, sin perderdetalle del relato que yo iba tejiendoy que daba un nuevo sentido a losritos ancestrales que habían cruzado

el desierto para celebrar.Abu Sufian soltó un gruñido.—Cuentos de niños… ¡Vamos,

dejad que os guíe hasta la Casa deDios!

Los beduinos nos miraron a mipadre y a mí con curiosidad.

—Tal vez sea un cuento de niños,pero es de los buenos —reconoció eljefe con los ojos brillantes defascinación.

Abu Sufian, que ya no podíaocultar su enfado por más tiempo,prácticamente empujó a sus invitados

hacia la Caaba como si fueran unamanada de yeguas díscolas. Mi padrey yo los seguimos porque, pese a queya habíamos completado los ritualesde la mañana, Abu Bakr notaba quelos beduinos estaban dispuestos aaprender más sobre nuestra fe:esperaríamos a que dieran las sietevueltas en torno a la Caaba y AbuSufian se hubiera marchado a atendera otros recién llegados y entonces mipadre seguramente los conduciríahasta la casa del Enviado, dondepodrían oír la Verdad y recibir lasalvación.

Sin embargo, a medida que nosacercábamos a la Caaba, donde eltorbellino perpetuo de peregrinosseguía en movimiento, oí gritos quevenían del otro lado del Santuario: lavoz iracunda de un hombre resonabapor toda la plaza, por encima inclusode las oraciones más fervorosas.

—¿Quién es? —le pregunté a mipadre con más curiosidad que miedo.

—Es Umar, como de costumbre.¡Ah, claro! Umar ben al Jattab,

uno de los señores de La Meca quemás violentamente se oponía alEnviado de Dios. Lo vi al otro lado

de la inmensa explanada,cerniéndose como un gigante sobreun africano menudo que reconocí deinmediato como un antiguo esclavollamado Bilal. Mi padre habíacomprado la libertad del esclavo asu despiadado amo, un noble llamadoOmeya que había torturado al pobreBilal después de que éste seconvirtiera al Islam. El amo habíaarrastrado al esclavo rebelde hasta laplaza del mercado, lo había arrojadoal suelo maniatado bajo el ardientesol de La Meca y había colocadosobre el pecho de Bilal una pesada

roca que le había roto las costillas,de modo que le era casi imposiblerespirar. Omeya le ordenó a Bilalque volviera a adorar a los dioses desu señor, pero las únicas palabrasque el valiente esclavo alcanzó apronunciar con voz ronca por elsufrimiento de la tortura fueron: «Unsolo Dios… Un solo Dios…». Bilalhabría muerto allí mismo aquel díade no ser porque mi padre intervino ypagó el abusivo precio de diezdírhams de oro que Omeya pedía porsu libertad.

Y ahora Umar atormentaba al

pobre liberto que estaba postrado entierra ante la Casa de Dios, un gestoque lo identificaba de inmediatocomo seguidor de la nueva religiónde Mahoma.

—¡Maldito hijo de perra,levántate! —retumbó la voz de Umarigual que el bramido de un elefante,aterrador y sobrenatural a un mismotiempo.

Umar era el hombre más alto queyo había visto jamás y tenía unabarba poblada muy negra que lellegaba hasta la cintura y unos brazosfornidos, gruesos como troncos,

cuyos imponentes músculos seadivinaban claramente a través de latenue tela roja de su túnica. Conaquellas manazas más grandes que micabeza, agarró por el cuello de sudeshilachada túnica blanca a Bilal,que no opuso resistencia, pero lomiró con una serenidad que noparecía sino enfurecer aún más aaquel cafre.

Umar abofeteó al liberto confuerza y vi un destello blanco en elmomento en que uno de los dientesdel africano salía volando de suboca. Alarmado, mi padre corrió a su

lado.—¡Umar, deja en paz a Bilal! No

profanes el Santuario con tu ira.El hijo de Al Jattab taladró a mi

padre, que apenas le llegaba a laaltura del pecho, con una miradallena de profundo desprecio.

—¡Eres tú quien profana elSantuario con tus mentiras, AbuBakr! —rugió Umar—. ¡Tú eresquien propaga el descontento y larebelión animando a los esclavos avolverse contra sus dueños!

Mi padre permanecía tranquilo,negándose a permitir que Umar le

hiciera perder los estribos.—Bilal ya no es el esclavo de

nadie —declaró con firmeza.Umar escupió con desdén.—Sólo porque hayas comprado

su libertad no deja de ser un esclavo.Bilal miró a su torturador sin

perder la compostura y, cuandohabló, fue con voz profundamentemelodiosa y musical, una voz por laque sería conocido por todos en elfuturo:

—Tenéis razón, Umar, sigosiendo un esclavo: un esclavo de

Alá.El rostro de Umar se tiñó de rojo

hasta adquirir la tonalidad de unaencendida puesta de sol.

—¡¿Y tú osas hablarme a mí deAlá ante Su misma Casa?!

Umar le propinó una brutalpatada a Bilal en el vientre que hizoque el hombrecillo cayera al suelo.El diminuto africano lanzó un grito altiempo que se abrazaba los costadosretorciéndose de dolor. Entonces,cuando mi padre se inclinó paraayudar a Bilal, Umar lo apartó de unempujón y le atizó otra patada al

liberto.Furiosa, fui corriendo hasta Umar

y le di un puntapié en la espinilla.—¡Déjalo, déjalo, le estás

haciendo daño!Una multitud de peregrinos y

mecanos se había arremolinado anuestro alrededor para seguir decerca el altercado. Cuando me lancécontra Umar como una fiera, muchosrieron a carcajadas al contemplar ladisparatada escena de una niñitaenfrentándose a uno de los hombresmás temidos de toda Arabia.

Al oír los abucheos de la gente,

Umar alzó la vista y reparó porprimera vez en el gentío. Alarmadopor el repentino espectáculo que suindómito carácter había provocadodurante la sagrada Peregrinación,trató de recuperar la compostura yrecobrar el control de lamuchedumbre:

—¡Atrás! ¡Yo soy el guardián dela Sagrada Caaba!

Pero yo no estaba dispuesta adejar así las cosas:

—¡No, tú no eres más que unmatón! —exclamé al tiempo que leagarraba las piernas con mis bracitos

enclenques para evitar que siguieradando patadas a Bilal, con lo queprovoqué de nuevo las carcajadas delos espectadores.

Alcé la vista para comprobarque, aunque algunos se burlaban,otros —en particular los peregrinosvenidos de fuera— sacudían lacabeza, escandalizados por talviolencia ante la Casa de Dios.

Y entonces vi a Talha, mi primofavorito, abriéndose paso entre lamultitud y se me iluminó el rostro: detodos mis parientes, era con él conquien más intimidad tenía, había en

él una dulzura natural, como la de lamiel en la colmena; además, era muyapuesto, con una frondosa cabelleracastaña y sus expresivos ojos grisesen los que siempre podía leerse loque sentía. Y lo que leí en ellos fueira.

Talha se encaró con Umar sinmostrar el menor signo de temer algigantesco fanfarrón:

—¡Qué valiente eres, Umar,cuánto coraje debe de hacer faltapara enfrentarse a alguien a quien ledoblas el tamaño y a una niñita!¿Quieres que te traiga un gato para

poner verdaderamente a prueba tudestreza?

Umar dio un paso atrás,sorprendido por los reproches deTalha: parecía desconcertado, comosi no alcanzara a comprender cómoun hombre poderoso como él habíaperdido el control de la situación tanrápidamente; por fin clavó la miradaen Bilal, deseoso de tener la últimapalabra.

—Aléjate del Santuario y noensucies sus piedras con tu carnenegra nunca más —bramódesdeñoso.

Bilal se levantó con gesto dignoal tiempo que se limpiaba la sangrede la boca.

—Dios me hizo negro, ése fue elcarácter que me dio y lo alabo porello —respondió orgulloso, yentonces alzó su melodiosa voz pararecitar un verso del Corán, el Librode Dios que había sido revelado aMahoma—: «¡Carácter de Dios!¿Quién es mejor que Diosimprimiendo carácter?».

Un murmullo de interés se abriópaso entre la multitud al oírse ellírico son de las palabras sagradas.

Vi a varios nómadas de tez oscura,acostumbrados a que los trataran condesprecio, recibirlas con una miradacomplacida; comenzaron acuchichear entre ellos y tuve lacerteza de que no tardarían enaprender más sobre el Enviado decuyos labios habían brotado estaspalabras, que contravenían lasnormas de la cultura árabe y, sinembargo, llegaban al corazón;palabras que podían dar a un esclavofuerza para enfrentarse a la tiranía.Ahora la muchedumbre quería sabermás de esas palabras y de quien las

propagaba.En la expresión de pesadumbre

que le atravesó el rostro, vi queUmar también se había dado cuenta:con su explosión de ira, lo único quehabía conseguido era atraer laatención hacia el mensaje deMahoma. El gigante sacudió lacabeza y, rezongando para susadentros, nos dio la espalda.

—Estáis todos locos —concluyócon desdén, y entonces miró a lamuchedumbre y alzó las manos paraque lo escucharan—. Sabed todos lospresentes que nunca haría daño a esta

niña —dijo señalándome, en undesesperado intento de recuperar ladignidad—. Umar ben al Jattab no eshombre que haga daño a los niños.

Se dio la vuelta y estaba a puntode marcharse cuando Talha soltó unacarcajada llena de amargura:

—¿De verdad? Entonces, ¿porqué enterraste viva a tu propia hija,pagano desgraciado?

Umar se paró en seco.Incluso el tiempo pareció

detenerse un instante.Cuando Umar se volvió para

mirar a Talha había una terribleexpresión de furia en sus ojos.

—¿Cómo… cómo osas…?Mi padre se dio cuenta de que

Talha había ido demasiado lejos.—Déjalo ya, Talha —le

aconsejó.Pero mi primo estaba lleno de

una indignación más que justificada,pues era un secreto a voces que laesposa de Umar, Zainab ben Madunhabía dado a luz a una niña hacíapoco y, avergonzado y furioso por nohaber engendrado un varón, Umar sehabía llevado al bebé al desierto y,

conforme a las tradiciones de losidólatras, depositó la niña sobre laardiente arena para luego cubrirla depiedras hasta que murió. El Enviadode Dios había condenado estahorrible práctica, algo que habíapuesto aún más en su contra a loslíderes de La Meca, queconsideraban el infanticidio unprivilegio al que tenía derecho elhombre.

—¡Asesino —gritó Talha,consumido por una indignaciónabrasadora—, cuando resucites elDía del Juicio tendrás que responder

de tus crímenes!Y entonces, de repente, como si

de una presa que acababa de ceder ala presión de las aguas se tratara,Umar se abalanzó sobre Talha y lotiró al suelo.

Abu Bakr intentó sin éxitoquitárselo de encima: Umar empujó ami padre a un lado igual que si fuerauna muñeca de trapo y vi que éste segolpeaba la cabeza en el suelo alcaer y empezaba a sangrar.

—¡Padre! —lo llamé corriendohacia él, presa del terror.

Nunca había visto sangrar a mi

padre y estaba aterrada; mientras loayudaba a levantarse, Umar comenzóa golpear y patear a Talha, quesoportaba el doloroso ataque condignidad.

—Ve a… ve a buscar a Hamza—murmuró mi padre—, salió endirección al monte Hira… Yo… yono tengo fuerzas…

Hamza era el tío del Enviado, unhombre imponente como un oso y elúnico de entre los creyentes con unafuerza y estatura comparables a lasdel formidable Umar. Salí corriendodel Santuario en dirección a las

colinas circundantes que llevaban almonte Hira.

Trepé con desesperación por lasrocosas colinas en busca de Hamza,con la esperanza de que de algúnmodo, conseguiría llevarlo de vueltaa la ciudad a tiempo de salvar lavida de Talha; la sola idea de perdera mi primo, al primo que más quería,me aterraba. Talha era el único queno me trataba como a una niñapequeña: era fuerte, apuesto y

encantador, y siempre me hacía reír.La chismosa de mi amiga Rubinainsistía en que yo estaba loca por él yse burlaba de mí constantementediciendo que algún día noscasaríamos; en una ocasión —y parami más absoluta vergüenza— lo dijotan alto que él la oyó, pero Talha nose rio de mí por eso sino que memiró esbozando una cálida sonrisa yrespondió: «Ése sería un honor delque no soy digno».

¡Ay, pobre Talha! A veces piensoque tal vez habría sido mejor dejarque muriera a manos de Umar: en tal

caso, se habría convertido en elprimer mártir y nadie habríacuestionado su honor ni su lugar en elParaíso.

Pero yo no era más que una niñay no tenía el don de la profecía, loúnico que sabía era que, si no hacíaalgo para salvarlo, mi primo notardaría en morir, y yo, dado que minombre, aisha, significaba 'vida', nopodía permitir que eso ocurriera.

Avancé a trompicones por lasrocas y me hice un corte en la manocon el borde afilado de una: comenzóa correr un reguero de sangre por la

palma pero lo ignoré y seguíascendiendo colina arriba.

Y entonces fue cuando aparecióante mis ojos una escena que haquedado grabada a fuego en mi alma:dos hombres y una mujer, abrasadosy consumidos por el sol, atados aunos arbustos de espino igual que sifueran espantapájaros. Los reconocíde inmediato: Sumaya, una mujer quehabía visto a menudo en la cocina demi madre parloteando sobre elnúmero adecuado de cebollas quehabía que ponerle al estofado decordero, su esposo Yasir, un hombre

de gran corazón, y el hijo de ambos,bajito y algo corpulento, Amar.

Me quedé con los pies clavadosal suelo, pues mi joven mente eraincapaz de comprender lo que estabaviendo.

Aquélla no era la suerte que Sumayahabría querido para su familiacuando abandonaron la vida depastores nómadas de cabras parallevar una existencia más sedentaria

en la ciudad. Ella había venido a LaMeca con la esperanza de encontraruna esposa para Amar y trabajoestable para que su hijo pudieralabrarse un futuro y tal vez tener supropia familia algún día, pero loúnico que habían encontrado habíasido sufrimiento.

Sumaya descubrió rápidamente laregla imperante en La Meca según lacual los recién llegados no teníanningún derecho a menos que seprocurasen la protección de algúnclan influyente; esa protección eracara y las pocas pieles de cabra que

poseían no bastaban para pagársela,así que todos los miembros de lafamilia trabajaban como esclavospara todo aquel que estuviesedispuesto a ofrecerles unas cuantasmonedas de cobre: cocinar y limpiareran las labores de ella, mientras quesu hijo y su marido atendían elganado de los ricos o trabajaban enla construcción de las cada vez másnumerosas mansiones de lospotentados. En ocasiones la paga erabuena, pero si les robaban el dinero—como a menudo ocurría— nopodían hacer nada; y si el patrón los

azotaba y se negaba a pagarlesdespués de un arduo día de trabajo,tampoco podían protestar ni quejarseante nadie: sin la protección de unclan, en La Meca sus vidas carecíande valor y, si los mataban, nadie sedaría cuenta y mucho menoslevantaría la espada para vengar sumemoria.

Pero luego, un día, Sumayaconoció al Enviado de Dios. Lasfamilias para las que cocinaba ylimpiaba la habían advertido que nose acercara a la casa del Enviado.Decían que Mahoma era un hechicero

peligroso que lanzaba un maleficiosobre cualquiera que se le acercase,pero, al cabo de una semana sincomida y sin que nadie estuvieradispuesto a pagarles por su trabajo,Sumaya, Amar y Yasir se dirigierona aquel barrio prohibido de la ciudaden el que se decía que vivía elhechicero. Se encontraron con unapequeña multitud de mendigosarremolinados a la puerta de la casay vieron como una mujer encantadorallamada Jadiya repartía carne frescaentre los desesperados pordioseros.Sumaya se postró a los pies de la

noble dama suplicando comida ytrabajo. La esposa de Mahoma loshizo pasar al interior de la casa y lesdio una sopa caliente y cobijo parapasar la noche.

Luego los había llevado ante elEnviado y habían escuchado suscálidas palabras llenas de esperanza,sus enseñanzas sobre cómo lospobres se sentarían algún día entronos de oro en el Paraíso sirenunciaban a los falsos dioses yseguían a Alá, el único diosverdadero. Aquél era un mensaje queSumaya y su familia aceptaron sin

dudarlo un instante, y precisamenteesa aceptación era el motivo por elque ahora habían sido torturados yabandonados para morir en eldesierto.

El hijo de Sumaya, Amar, me mirócon ojos vivos y llenos de dolor.

—Aisha…, hija de Abu Bakr…Ayúdanos…

Durante un instante me olvidé porcompleto de Talha y corrí hasta ellos

para tratar desesperadamente desoltar con mis diminutas manos lasataduras que los mantenían presos.Yasir estaba sin sentido, aunquetodavía respiraba débilmente.

—¿Quién os ha hecho esto? —pregunté sin conseguir disimular elmiedo que teñía mi voz.

—Abu Jahl…Entonces lo entendí: el noble

mecano que más furibundamente seoponía al Islam, el monstruo concuyo nombre se amenazaba a losniños musulmanes cuando hacíanalguna travesura: «Pórtate bien

porque, si no, vendrá Abu Jahl y tellevará».

Abu Jahl había venido y se loshabía llevado.

Me corté las manos tratando envano de deshacer aquellos nudosimplacables.

—¡No puedo! —exclamé altiempo que notaba que los ojos se mellenaban de ardientes lágrimas: eraun día de muerte y destrucción, todala gente a la que yo quería corríapeligro y no podía hacer nada paraayudarlos.

Y luego oí unas pisadas que se

acercaban. Amar también las oyó,miró colina abajo y vio una figuraaproximándose.

—¡Es él, escóndete!Me di la vuelta y vi a un hombre

ataviado con una fina túnica de colormorado y un turbante lila queascendía hacia donde estábamos.Venía Abu Jahl, el monstruo de mispesadillas infantiles.

Se me hizo un nudo en la gargantay miré a mi alrededor, presa de ladesesperación; al final vi el troncode un árbol caído a un lado y saltédentro sin hacer el menor caso a una

araña enfurecida cuya tela habíarasgado al esconderme allíprecipitadamente de aquel demonio.

Abu Jahl trepó hasta la cima dela colina y se detuvo a poco más decuatro palmos de mí. No parecía unmonstruo, de hecho tenía un aspectomás bien elegante con aquellosropajes caros bordados en hilodorado, y su rostro era atractivo,proporcionado incluso: los pómulosmarcados y la tez sorprendentementeclara para alguien expuesto a losrigores del desierto. Su verdaderonombre era Abu al Hakam, que

significa 'Padre de Sabiduría', perolos musulmanes siempre lo habíanllamado Abu Jahl, 'Padre deIgnorancia'.

Tenía las manos ocupadas: en laderecha llevaba una lanza cuyaafilada punta refulgía a la luz del sol;en la izquierda vi la estatuilla de unídolo, una pequeña talla enresplandeciente obsidiana de formasredondeadas. Incluso a distancia,pude distinguir perfectamente que setrataba de Manat, la diosa a cuyofavor atribuía Abu Jahl su cuantiosafortuna y a la que, por consiguiente,

profesaba una gran devoción.Miró a los tres prisioneros que

había dejado allí abandonados a susuerte y sonrió con gesto casicontrito.

Cuando habló, su voz era suave,prácticamente tranquilizadora.

—Espero que el dios sol te hayahecho entrar en razón, Amar —dijosin dar la menor muestra de la furiaque parecía haber poseído a Umar.

El muchacho lo miró a los ojosignorando las tozudas moscas querevoloteaban alrededor de su rostroempapado de sudor.

—No existe ningún dios sol, Aláes el único Dios, el Señor de losMundos.

Abu Jahl sacudió la cabeza,como si estuviera profundamentedecepcionado, y exhaló un suspiro.Parecía que lo abrumara un hondopesar:

—Hasta el último momento,sigues empecinado en tu herejía… —lo recriminó—. Piensa, muchacho: siAlá tuviera tanto apreció por tudevoción particular, ¿por qué iba apermitir que murieras en medio deldesierto?

Amar arrugó los labios con ungesto enfurecido.

—El que nos ha dejado aquí erestú, no Alá.

Abu Jahl se encogió de hombrosy se volvió hacia Sumaya, que lesostuvo la mirada con calma pese aldolor que sentía.

—Tú eres la madre de Amar —ledijo en un tono calmado y razonable—. Dime, Sumaya, ¿recuerdas sunacimiento? La agonía del parto, eldolor casi insufrible… Y, sinembargo, la comadrona rezó a Manat

y sobreviviste: de no haber sido porla misericordia de la diosa, ¿cómohabrías podido soportarlo? —continuó para luego sostener el ídoloen alto y agitarlo frente al rostro dela mujer—. Manat puso fin a losdolores de parto y os dio vida a ti y atu hijo esa noche, y puede volver adártela ahora mismo. —Se inclinóhacia delante y acercó la estatuilla alos labios de Sumaya—. Lo únicoque tienes que hacer es besar susagrada imagen y os soltaré.

Sumaya miró al hombre y luegoal ídolo.

Yo contuve el aliento, rezandopara que lo hiciera. El Enviado habíadicho que Dios perdonaría acualquiera que se viese obligado arenunciar a la fe por miedo a perderla vida, pero se mantuviera fiel en sucorazón. Mi alma suplicaba a gritos aSumaya desde el interior oscuro deaquel tronco: «¡Hazlo, hazlo!¡Sálvate! ¡Salva a tu hijo!».

Sumaya dedicó a Abu Jahl unasonrisa casi agradecida.

Y entonces escupió al ídolo deManat.

Vi el cambio en el rostro del

mecano, algo terrible le tiñó lasfacciones: no era furia como en elcaso de Umar sino un tremendovacío, una falta total de sentimientos;en ese momento parecía más uncadáver que un hombre vivo, yaquella calma carente de todaexpresión me asustó mucho más quetoda la ira desatada de Umar.

—Así que prefieres la muerte ala vida —sentenció en voz baja.

Sumaya lanzó una carcajada,como si se hubiera dado cuenta al finde que había estado perdiendo eltiempo en discusiones con aquel

necio.—No: elijo la vida…, la vida

eterna —le respondió clavándole unamirada en la que no percibí el menorrastro de temor—. No hay otro diossino Alá y Mahoma es Su Enviado.

Abu Jahl la contempló y asintiócon la cabeza; luego retrocedió unpaso, la miró a los ojos y, con unúnico movimiento tan veloz que misojos apenas lo captaron, ¡le clavó lalanza en la vagina y se la hundió contodas sus fuerzas!

—¡No! —el grito que escapó dela garganta de Amar fue el sonido

más pavoroso que había escuchadoen toda mi vida; aterrorizada, memordí la mano para acallar mi propiogrito, que me recorrió el cuerpo enforma de terrible escalofrío.

Sumaya también lanzó un alaridohorrible de dolor y se retorció contrael tronco al que estaba atada mientrasla sangre salía a borbotones de sucuerpo para formar un espeso charcocarmesí a sus pies. Abu Jahl siguióhundiéndole la lanza aún más hastarasgarle las entrañas y el vientre pordentro.

Al final los gritos de Sumaya

cesaron y no hubo más que silencio.Mientras Amar se deshacía en

lágrimas, vi como Abu Jahl retirabala lanza con gesto despreocupado yla limpiaba con la fina túnicadeshilachada de la mujer para luegovolverse hacia el muchacho.

—Los dioses han salidovictoriosos —se limitó a declarar,igual que si estuviera enunciando unaobviedad.

De algún modo, Amar consiguióhablar pese al profundo dolor quesentía.

—No…, mi madre ha vencido…,

es la primera mártir.Abu Jahl permitió que una leve

sonrisa jugueteara en sus carnososlabios y respondió:

—Y no será la última.Luego se dio media vuelta y

comenzó a descender por la laderamientras silbaba una alegre melodía.

En cuanto se hubo marchado, yosalí de mi escondite: me sentía igualque en un sueño, el día entero se meantojaba una pesadilla: nada de loque había presenciado podía llegar aocurrir en el mundo real.

Clavé la mirada en el cuerpoinerte de la mujer aún atadoindignamente al tronco de un árbol:de cintura para abajo estabaempapado de sangre, una sangre quetan sólo unos momentos atrás habíacorrido por sus venas.

Aquello no estaba pasando enrealidad, era imposible.

Fue entonces cuando losgraznidos de los buitres me sacaronde mi ensimismamiento y salícorriendo, intentando escapar delespectro de la muerte que ya nuncadejaría de perseguirme.

2

UNA figura solitaria estabaarrodillada sobre la tierra santa delmonte Hira, donde la Revelaciónhabía comenzado: el hombre depoderosos músculos se inclinó yluego alzó las manos al cielo enoración al Único Dios, que habíaescogido a su familia para redimir ala humanidad.

Hamza siempre había sabido quesu sobrino Mahoma estaba destinadoa la grandeza. Eran aproximadamente

de la misma edad y el hombre al queahora llamaban el Enviado de Dioshabía sido más bien un hermanomenor que un sobrino para él, pero,incluso en los tiempos en que hacíancarreras por los callejones de LaMeca o se peleaban de broma en laarena, Mahoma nunca había parecidodel todo un niño: había una ciertasabiduría en sus ojos, una tristezaque parecía más bien propia dealguien que hubiese vivido una vidade lucha, pérdida y triunfo. Tal vezera la pena de ser huérfano, de haberperdido a su padre antes de nacer y a

su madre a los seis años.Pero algo más en el muchacho

era distinto: lo envolvía un sentidodel destino que lo aguardaba,flotando en torno suyo igual que unaespecie de aura; era una forma depoder que el resto de miembros de lafamilia habían percibido también, yno todos se sentían cómodos conello. Al hermanastro de Hamza, AbuLahab, en particular, no le habíagustado su sobrino desde unprincipio, pues veía a Mahoma comoun soñador y un idealista, alguien quese negaba a adaptarse a la dura

realidad de la vida.Cuando Mahoma había venido a

verlo y le había contado que el Diosde Abraham le había hablado através del ángel Gabriel en una cuevaa escasa distancia del lugar dondeestaba Hamza ahora, éste se habíamostrado fascinado pero en realidadno le había sorprendido. Aun así,estaba muy apegado a sus viejascostumbres y le había costado muchorenunciar a los dioses de susantepasados, pero ver cómo iba enaumento la oposición a lasenseñanzas de su sobrino entre los

notables de la ciudad y la cada vezmayor crueldad con que se trataba asus seguidores había hecho surgirpoco a poco en su interior una pasióncreciente. Hamza siempre habíacreído que había que vivir con honory justicia y había comenzado a verque los seguidores del AntiguoCamino daban escasas muestras deninguna de las dos.

Y entonces, un día, llegó a susoídos que el despreciable Abu Jahlhabía insultado ferozmente aMahoma mientras éste oraba en laCaaba, prorrumpiendo en insultos

hacia su sobrino y su familia, a losque la víctima había respondidolimitándose a soportar el chaparrónpara alejarse luego con la cabezabien alta. En ese momento Hamzahabía tomado una decisión y,cogiendo el legendario arco con elque había dado muerte a leones yguepardos en el desierto, habíacorrido hasta donde se encontrabaAbu Jahl enardeciendo a lamuchedumbre en contra de losmusulmanes en el Santuario. Hamzahabía golpeado en la frente con elarco al hombre, al que había hecho

caer de rodillas, y después, enpresencia de toda la ciudad, habíadeclarado su fe en la religión de susobrino.

Y ahora estaba sentado, rezandotal y como el Enviado le había dicho,con las rodillas en el suelo y lacabeza inclinada en señal desumisión ante Dios. En Hiraencontraba la paz y comprendía porqué disfrutaba tanto de aquel lugar: adiferencia de lo que ocurría en laciudad, perennemente envuelta en elhumo de basura quemada, aquí elaire era puro, fresco y limpio; y, en

vez de la cacofonía de los gritos, elcacareo de las gallinas y losbramidos de los camellos de lascalles de La Meca, aquí habíasilencio. Era un silencio tanprofundo, tanta la quietud, que unhombre podía por fin oír los latidosde su propio corazón y los delicadossusurros del alma.

Y entonces el grito de una niñarompió el silencio de las montañas.

—¡Hamza, ven corriendo!Se volvió y me vio trepar por las

rocas igual que una araña roja; se mehabía hecho jirones el vestido en el

accidentado ascenso y tenía el rostrocubierto del polvo gris que formabaun manto sobre la montaña, como unaespecie de hollín que el vientoarrastraba de acá para allá sindificultad.

Hamza salió a mi encuentrodescendiendo por inmensas rocasmuy empinadas que yo no habría sidocapaz de escalar jamás. Por fin nosencontramos y yo me lancé en susbrazos casi sin resuello.

—¡¿Aisha?! ¿Qué ha pasado? —quiso saber al tiempo que searrodillaba frente a mí.

Tratando de recobrar el aliento,me esforcé por pronunciar laspalabras necesarias mientras loslatidos de mi corazón todavíaretumbaban en mis oídos.

—Mi padre… Sumaya… Tienesque ir a ayudarlos… Abu Jahl…Umar… Nadie más puededetenerlos…

No me estaba explicando enabsoluto pero tampoco hizo falta: lasola mención de Abu Jahl y Umarbastaba.

—Dios los detendrá, pequeña.Se puso de pie y tomó mi

diminuta mano en la suya paraguiarme con suavidad en el descensopor la escarpada ladera rocosa.

3

HUBO una muerte más ese día.Hamza me llevó sobre sus fuertes

hombros mientras le mostraba elcamino a la cima de la colina dondelos tres prisioneros de Abu Jahl aúnestaban atados a las matas de espino.Hamza fue a ver cómo estaban y seencontró con que sólo Amarrespiraba todavía; su padre, Yasir,había sucumbido al calor y nuncavolvió a recuperar el conocimiento,lo que tal vez fue un acto de

misericordia divina, pues murió sinconocer los terribles sufrimientosque había soportado su queridaesposa Sumaya.

Yo me quedé de pie a un lado,con el pulgar en la boca, en un clarogesto de inseguridad que debierahaber dejado atrás hacía muchotiempo; Hamza soltó a Amar, que sedejó caer de rodillas al suelomientras las convulsionesprovocadas por los terribles sucesosrecorrían todo su cuerpo. Hamzavertió agua de su cantimplora decuero en la boca del muchacho

directamente pero éste apenas bebió:tenía la mirada fija en los cadáveresde sus padres. Luego el tío delProfeta desató los cuerpos deSumaya y Yasir y los dejó en el sueloel uno al lado del otro.

—¿Puedes andar? —le preguntóHamza a Amar con suavidad—. Sipuedes, vuelve conmigo a La Meca,enviaremos a un grupo de creyentes aenterrar a tus padres.

El joven negó con la cabeza:—Yo me quedo con ellos.Hamza asintió y le pasó el brazo

por los hombros al muchacho para

consolarlo, pero no encontró ni lapalabra ni el gesto capaces de aliviarel dolor de Amar, así que se volvióhacia mí.

—Has sido muy valiente —medijo al tiempo que me alborotaba elpelo con un gesto cariñoso.

—¡Tenemos que marcharnos! —insistí—. Talha y mi padre nosnecesitan.

Hamza me sentó en sus hombrosy se puso en marcha hacia La Meca apaso vivo. Me di la vuelta y vi aAmar con la mirada perdida en algúnpunto distante, acariciando el pelo de

su madre.

Al final, cuando llegó Hamza suayuda ya no era necesaria: Umar lehabía dado a Talha una palizaterrible, pero le perdonó la vida puesni siquiera el impetuoso hijo de AlJattab estaba dispuesto a enfrentarsea las posibles represalias del clan deAbu Bakr, los Bani Taim. No es queles tuviera miedo, según fanfarroneóél mismo a voz en cuello ante la

multitud que lo observaba mientras lerompía un brazo a Talha, pero «estegusano insignificante no es digno deque arriesgue mi vida», había dichopara, acto seguido, marcharse agrandes zancadas, seguramente endirección a algún lugar dondeemborracharse para tratar de borrarel recuerdo del insulto de Talha y elcruel remordimiento por la muerte deaquella hija recién nacida que,incluso en el momento en que lasepultaba bajo un montón de piedras,seguía apretándole el dedoamorosamente.

Cuando Hamza se enteró de queAbu Bakr se había llevado almaltrecho Talha a la casa delEnviado, salió del Santuarioinmediatamente en esa dirección. Amí me costaba seguirle el paso y mimente infantil aún no había asimiladola locura de los acontecimientos deaquel día. Mientras trataba dealcanzar a Hamza, vi a unavergonzado Abu Sufian haciendo loimposible por convencer a losbeduinos que lo miraban con airesombrío de que se quedaran a gastarsu oro en el mercado.

—Mis hombres ya han cumplidocon sus obligaciones y ahora quierenmarcharse —dijo el jefe beduino conuna expresión de desconfianzaescrita en el rostro—. Enviad avuestro hijo a recuperar nuestrasarmas.

—¡Pero si acabáis de llegar! —se resistía Abu Sufian con grandesaspavientos de fingida sorpresa—.Venid conmigo y daré orden de queos proporcionen alojamiento.

—No será necesario.Sin embargo, Abu Sufian tenía la

persistencia natural de quien ha

nacido para ser comerciante:—Debéis ir al bazar mañana por

la mañana —insistió con vozaterciopelada—, acaba de llegar uncargamento de las más finas sedaspersas.

El beduino negó con la cabeza:—Mi gente no necesita sedas.La frustración de Abu Sufian

estaba empezando a resultarevidente.

—¡Pero es que La Meca tienetanto que ofrecer!

El beduino hizo una mueca de

desagrado al tiempo que volvía lavista hacia el sitio donde habíatenido lugar la sangrienta pelea, justoenfrente del Santuario.

—Ya he podido comprobar hoylo que tiene que ofrecer La Meca yno deseo ver más —dicho lo cual ledio la espalda a Abu Sufian y fue areunirse con sus hombres, que yaestaban empezando a cargar lasalforjas de los camellos con agua yvíveres para el viaje de vuelta acasa.

Abu Sufian sacudió la cabeza,presa de la frustración al pensar en la

oportunidad de venta perdida, y yome estaba volviendo para apretar elpaso y alcanzar a Hamza cuando seme paralizaron las piernas: Abu Jahlavanzaba hacia mí ataviado con susfinas ropas de color morado y unaexpresión de total calma en el rostroque no ofrecía el menor indicio deque acabase de asesinar a sangre fríaa una mujer inocente.

Por un instante, un terrorirracional se apoderó de mí: ¿mehabría visto correr colina abajo?, ¿sepropondría matarme a mí tambiénpara asegurarse de que no lo

delataba?Abu Jahl continuaba acercándose

y sentí como si me hubiera dejado delatir el corazón.

Y entonces llegó hasta donde yoestaba y pasó de largo sin prestar lamenor atención a la niñita decabellos rojizos que había sidotestigo directo del abismo de sumaldad.

Abu Jahl fue hasta Abu Sufian,quien todavía estaba rezongandoentre dientes por la pérdida denegocio sufrida.

—Unos cuantos incidentes más

como el de hoy acabarán porespantar a los peregrinos —sentencióAbu Jahl chasqueando la lengua paraindicar su desaprobación—. Si estosrenegados siguen enfrentándose anosotros, acabarán con laPeregrinación y, sin Peregrinación,no habrá negocio y, sin negocio, LaMeca desaparecerá engullida por laarena del desierto.

Abu Sufian asintió con la cabezay dijo:

—Esta situación ya ha idodemasiado lejos, ha llegado elmomento de actuar.

Abu Jahl sonrió y sus ojoslanzaron un destello.

—Estoy de acuerdo.Los dos hombres se alejaron

conversando en voz baja y, cuandomis piernas recuperaron la fuerza porfin, salí corriendo hacia la casa delEnviado.

4

ESA noche me senté junto a mipadre mientras el Enviado de Dioscelebraba una reunión con su familiay seguidores más allegados.

Éramos algo más de una veintena,fundamentalmente miembros de lasfamilias que habían aceptado elIslam desde el principio y habíandemostrado su lealtad al Profetadurante los primeros tiempos depersecución. Mi madre, Um Ruman,estaba sentada al lado de mi padre

con su bella melena castaña ocultabajo un discreto pañuelo azul; a suizquierda estaba mi hermana mayorde catorce años, Asma, paseando lavista por la habitación igual que unpájaro con aquellos intensos ojossuyos color marrón. Yo me preguntéqué estaría buscando y entonces vique entraba un joven alto dedentadura blanca y perfecta —era tupadre, Zubair—, tuve la impresiónde que Asma había dejado derespirar y de repente lo comprendí.

Estábamos en lo que en otrotiempo había sido el salón de la casa

de Mahoma, donde la familia recibíaa los amigos y la visita de losdignatarios que viajaban con lascaravanas. Era una estancia amplia,por lo menos a los ojos de una niñapequeña, de unos veinte codos delargo y doce de ancho y con robustospilares que soportaban la galeríacircular del piso superior dondeestaban los aposentos. El altísimotecho estaba unos quince codos porencima de mi cabeza y no era plano,como casi todos los de la ciudad,sino curvo, formando una majestuosacúpula. Aquel estilo arquitectónico

adoptado de los bizantinos, conquienes el Enviado había tenidomucho contacto en su juventud,cuando era comerciante, acabaría porconvertirse en habitual entre losnuestros en años venideros, cuandolos territorios de los griegos cayeronbajo la fuerza de nuestra espada.

Sin embargo, a aquel puñado decreyentes sentados en una reuniónclandestina, la mera noción de tannoble destino les habría parecidocómica, una fantasía demasiadodescabellada incluso para el másnecio de los borrachos que pasaban

la noche al raso en las callejuelas deLa Meca. ¿Quién iba a pensar enimperios cuando nuestros progresoseran tan minúsculos que rayaban enlo patético y todo parecía indicar quenos encontrábamos al borde de laextinción? Abu Jahl tenía razón aldecir que la muerte de Sumaya nosería la última. El miedo a lo queestaba por llegar sobrevolabanuestras cabezas como una plaga delangostas preparándose para suimparable invasión.

Pero cuando el Enviado de Diosentró en la habitación, durante un

instante, un rayo de luz se abrió pasoentre las nubes oscuras yrecuperamos la esperanza.

¿Cómo describir a quienes no laconocieron la sensación queprovocaba la presencia del Profeta?Era como entrar en otro mundo, ocomo ver el mundo con nuevos ojos.En los años que siguieroncompartiríamos vida y lecho y, aunasí, cada vez que lo veía seaceleraban los latidos de mi corazón;era como si él fuera la vida misma.

Seguro que tú también teacuerdas, sobrino mío, de cuando

eras niño; cierto que en aquelentonces había envejecido un tanto yhabían aparecido unas cuantas canasen su barba, sobre todo a causa delas guerras y los enfrentamientospolíticos que marcaron sus últimosaños, pero en definitiva se diría queno tenía edad y, aquella noche enconcreto, recuerdo haber estadosentada mirándolo, maravillada depensar que tenía dos años más que mipadre pero parecía diez más jovenpor lo menos.

Mahoma, Dios lo bendiga y leconceda paz, era de estatura media,

pero ancho de espaldas y con untorso fornido que rebosaba energía yfuerza. Por aquel entonces suscabellos eran de color negroazabache, más oscuros incluso que elmanto de la noche más cerrada, másoscuros que el más profundo de lossueños, del que no recordamosabsolutamente nada salvo un absolutosilencio. Su piel, en cambio, erablanca como el alabastro. A medidaque fui creciendo y dándome cuentade mi propia belleza, uno de losrasgos de los que estaba másorgullosa era el tono claro de mi

piel, algo poco habitual cuando sevive en una tierra abrasada por elsol, pero el rostro del Enviado eraaún más pálido que el mío, deapariencia aún más etérea, similar ala blanca palidez resplandeciente dela luna.

No tenía los cabellos lisos sinoligeramente ondulados y sedososcomo la melena de un león, y le caíanpor encima de los hombros. Su barbatambién era suave y tupida y siemprela llevaba ordenada. Medesconciertan esos hombres que sedejan barba para imitarlo y permiten

que les crezca sin ton ni son hastaque más bien parece el lomo de unpuercoespín: el Enviado de Diosjamás habría aparecido en públicocon aspecto de perro sarnosoextraviado en el desierto, por másque haya muchos cuya apariencia esincluso peor y que se jactan de seguirsus costumbres, su sunna. El era unhombre lleno de dignidad al que leencantaban la belleza y la elegancia yque daba muestra de ambascualidades en la manera en quecuidaba su propio aspecto.

Pero lo más sorprendente del

Profeta eran sus ojos: tan negros quecostaba trabajo distinguir las pupilas,y, sin embargo, siempre luminosos.Pocos hombres eran capaces demirarlo fijamente a los ojos durantelargo tiempo. Dicen que los ojos sonel espejo del alma, pero, en el casodel Enviado, sus ojos eran losespejos de nuestras almas:cualquiera que hubiera contempladolas profundidades de aquellasresplandecientes esferas de azabachehabría visto en ellas el reflejo de losrincones más profundos de su propiocorazón, y no todo el mundo era

capaz de soportar la visión.El Enviado sonreía a menudo

pero rara vez se reía, aunque al cabode unos años yo sería una de laspocas personas que conseguirían queechara la cabeza hacia atrás yprorrumpiera en carcajadas: era unarisa ronca y contagiosa y, cuando sereía, raro era el que no acababa porunírsele.

Ocurría algo parecido con suslágrimas, que eran mucho másfrecuentes. Cuando Hamza volvió aLa Meca y le contó la suerte quehabían corrido Sumaya y Yasir, el

Enviado rompió a llorar. Amboshabían encabezado un pequeño grupode creyentes que se aventuraron fuerade la ciudad para rescatar a Amar,quien todavía seguía presa deldesconsuelo, sentado junto a loscuerpos sin vida de sus padres, yluego los enterraron: los primerosmártires del Islam.

El Enviado había vueltodesconsolado a refugiarse, comosiempre, en los brazos de Jadiya, aquien yo contemplaba ahora sentadajunto a él sobre el suelo de mármolde la mansión que ya era suya mucho

antes de conocer y enamorarse deljoven Mahoma. Juntos, recordaban aun rey y una reina, sólo que no teníantronos: hacía mucho tiempo quehabían vendido la mayor parte de loslujosos muebles de la casa yrepartido el dinero entre los pobres,y la bella mansión de blancasparedes y suelos pulidos estabaprácticamente tan vacía como unmausoleo.

El Profeta apretó la mano de suesposa y ella le sonrió para darleánimo. Viéndolos juntos resultabaevidente la sustancial diferencia de

edad: Mahoma no tenía más queveinticinco años cuando ella locontrató para encargarse de suscaravanas. Los rumores decían queJadiya ya era una viuda rica decuarenta años cuando lo vio porprimera vez y que la habíanimpresionado tanto su nobleza y lagenerosidad de su espíritu —y susapuestas facciones— que le habíapropuesto matrimonio al poco de queMahoma regresara de Siria, dondehabía amasado una fortuna para ella.Otros aseguraban que Jadiya teníaveintiocho años, sólo tres más que él,

cuando lo hizo su esposo y que eranlos piadosos los que le habían puestoaños de más para resaltar susabiduría.

Yo creo que la verdad debe deandar a medio camino entre las dosversiones. Aquella noche, al mirarla,reparé en que todavía era hermosa,por más que su oscura melena sehubiera vuelto gris, y en quesolamente tenía unas pocas arrugasalrededor de los ojos y las comisurasde los labios. Había traído al mundoseis hijos en los primeros diez añosde matrimonio, cuatro niñas y dos

niños, aunque estos últimos habíanmuerto cuando todavía eran bebés.Como mujer, me cuesta trabajo creerque Jadiya hubiese sido tan fértil auna edad en la que a la mayoría ya seles había retirado la menstruaciónhacía tiempo, pero, después de habervivido con el Enviado de Dios, hesido testigo de muchosacontecimientos muy improbables,así que tal vez los rumores de suavanzada edad fueran ciertos. De loque no cabe duda es que era lavoluntad de Dios que sólo ella lediera hijos que llegasen a la edad

adulta, mientras que mi vientre, pesea ser joven y fértil, permaneceríainexplicablemente yermo.

El Enviado miró a Jadiya duranteun largo rato antes de volverse haciael resto de los presentes en lareunión.

—Hoy ha sido un día triste paralos creyentes —comenzó a decir envoz baja cuando Hamza, que habíaestado caminando arriba y abajo porla estancia consiguiendo a duraspenas contener su ira, lo interrumpió:

—¡Han sobrepasado todos loslímites imaginables! —exclamó el tío

del Profeta con el rostro crispadopor la emoción.

Mi padre se revolvió en su sitiocon aire intranquilo.

—Hacía mucho que se veníaanunciando algo así —aventuró AbuBakr tratando de apaciguar al giganteenfurecido—. Sumaya y su familia notenían la protección de las tribus yAbu Jahl sabía que podía actuar sinmiedo a las represalias.

Hamza se sentó al tiempo quegruñía igual que un lobo rabioso.

—Ahora que han probado lasangre musulmana querrán más.

Al otro lado de la estancia,Talha, cuyo rostro estaba vendadoademás de llevar el brazo en uncabestrillo de cuero, se inclinó haciael hombre que había acudido —aunque tarde— en su ayuda:

—Entonces, ¿qué aconsejashacer?

Hamza miró al Enviado desde elextremo opuesto de la habitación.

—¡Emigrar! Debemos enviar alresto de nuestra gente a Abisinia —respondió en tono resoluto.

Se produjo un murmullo de

aprobación entre los asistentes: unaño antes y con la bendición delProfeta, varios de los musulmanesmás pobres habían emigradocruzando el mar hacia Poniente, hastala nación africana de Abisinia; elgobernante de aquel territorio era unrey o negus cristiano de gransabiduría que había acogido a losrefugiados ofreciéndoles suprotección. Los señores de La Mecahabían enviado a Amr ben al As, unode sus emisarios más diplomáticos yencantadores, para tratar deconvencer al negus con oro y

promesas de tratos comercialesventajosos para sus mercaderes acambio de que les entregase a losmusulmanes, a quienes Amr habíatachado de criminales. La fe y ladevoción de aquellos árabes paracon el Dios de Abraham habíanimpresionado al negus, que decidiórechazar la oferta pese a las protestasde sus sacerdotes cristianos, queveían a los musulmanes como unosherejes que negaban que el profetaJesús hubiera declarado jamás sudivinidad. Los musulmanes exiliadoshabían vivido en paz durante los

últimos años y por eso los creyentesaceptaban ahora de buen grado lapropuesta de Hamza.

Pero el Enviado se volvió haciasu primo Alí:

—¿Tú qué opinas? —quisosaber.

Alí tenía diecisiete años, pero supersonalidad incomprensible y etéreale daba un aspecto aniñado yvenerable a un mismo tiempo. En susojos verdes resplandecía un fuegoinquietante y misterioso y supenetrante mirada parecía ser capazde atravesar la superficie de las

cosas y calar más hondo hasta llegara las verdades escondidas. Muchoscreyentes experimentaban untorbellino de emociones encontradascuando el Profeta consultaba a aqueljoven extraño: confiaban en elEnviado, pero la singular fe quedepositaba en aquel joven de airesoñador les parecía poco habitual ydifícil de comprender.

Alí se puso de pie con la miradafija en un rincón vacío de la estancia,como si él fuera el único capaz dedistinguir allí algo que resultabainvisible para los demás.

—Yo no lo aconsejo. Uzman yacarga bastante responsabilidad sobresus espaldas —declaró refiriéndoseal yerno del Enviado que se habíacasado con la cautivadora Ruqaya,hija de Mahoma, antes de partircomo cabecilla de los musulmanesque se habían exiliado en Abisinia.

Oí un leve carraspeo al otro ladode la sala y me volví a tiempo de vercomo Zubair se ponía de pie. En esepreciso instante, noté que mi hermanaAsma, que estaba sentada a miizquierda, se ponía rígida deemoción, como le ocurría siempre

que hablaba el atractivo joven.—El negus nos ha tratado con

benevolencia, desde luego mereceríala pena considerar esta posibilidadpara quienes no disfruten de laprotección de ningún clan —propusocon su habitual voz tranquila ycontenida, pese a su gran influenciaen la comunidad, ya que era primodel Profeta, hijo de su tía Safiya, yuno de los primeros creyentes.

Alí clavó en Zubair la miradaintensa de sus ojos verdes y negó conla cabeza:

—Sus propios sacerdotes lo

presionan para que expulse a losrecién llegados. Por el momento hasido capaz de contenerlos, pero enlas circunstancias actuales, no seríasensato enviar más refugiados a esepaís, podría empeorar las cosas paralos que ya se han establecido allí.

Pero Zubair no estaba dispuesto arendirse tan fácilmente:

—Tenemos que hacer algo, losquraish no tardarán en convocar unareunión del consejo en nuestracontra.

Y entonces se oyó una vozprofunda que retumbó desde la

entrada del vestíbulo y todos nosdimos la vuelta, sorprendidos:

—Ya lo han hecho.

5

SE proyectó una sombra en elumbral de la puerta a mis espaldas yalcé la vista para encontrarme con unanciano de cuerpo vencido por elpeso de los años, con una barbablanca como la escarcha, que entrabacon paso vacilante en la habitación,apoyándose con ambas manos en unbastón con el puño de marfil: eraAbu Talib, tío del Enviado y padrede Alí; había sido como un padretambién para Mahoma, a quien había

criado desde que se quedó huérfano,y se había mantenido fiel a susobrino cuando los señores de LaMeca se opusieron a su nuevareligión. El Profeta se levantó alverlo entrar en señal del profundoamor y respeto que le profesaba, pormás que Abu Talib siguiera ancladoen sus viejas costumbres y continuaseadorando a los dioses paganos.Todos seguimos su ejemplo y Alíatravesó la estancia y ayudó a supadre a avanzar por el suelo debaldosas de mármol blancas y negraspara ir a sentarse junto al Enviado y

Jadiya.Abu Talib parecía frágil y le

temblaban las manos, pero no habíael menor rastro de vacilación en suvoz.

—Los líderes quraish estánreunidos esta noche en la Cámara dela Asamblea para decidir qué hacercon tu gente —dijo con voz pesarosa—. Hijo de mi hermano, te suplicoque prestes oídos a la razón —leimploró Abu Talib al Profeta—. Encuanto se encienda el fuego de la irade los quraish, ya nada podráaplacarlo, tus seguidores perecerán

consumidos por él igual que le haocurrido hoy a esa pobre mujer.Estás en tu derecho de no quererseguir a nuestros dioses, pero teruego que no hables más en su contra.Deja que las gentes de Arabiacontinúen con sus tradiciones en paz.Los quraish te admiran, pese a ladesconfianza que les inspiran tuscreencias, y estoy convencido de queestarían dispuestos a concedertecualquier cosa que pidieras siemprey cuando cejes en tu empeño deabominar de sus dioses.

Se hizo el más absoluto silencio

en el grupo de creyentes;desconcertados, miramos al Enviadopreguntándonos cómo respondería alos ruegos de su amado tío para quellegara a un acuerdo con losidólatras.

Vi al Enviado volverse haciaJadiya, que lo miró a los ojos yasintió con firmeza: decidiera lo quedecidiese, ella lo apoyaría comoMadre de los Creyentes.

El Profeta bajó la vista uninstante al tiempo que respiraba lentay profundamente. Cuando por finvolvió a alzar la cabeza vi que en sus

ojos resplandecía una llama que mellenó de terror e ilusión a un tiempo,y luego tomó la mano de Jadiya en suderecha y la de Alí en su izquierda.

—Pongo a Dios por testigo deque ni colocando el sol en mi manoderecha y la luna en mi izquierdaconseguirían desviarme de mimisión.

No había más que decir, y todoslos sabíamos: no habría acuerdo, niaunque La Meca declarara la guerraa los musulmanes.

Abu Talib sacudió la cabeza conexpresión desesperada.

—Pero… sobrino mío…Jadiya lo interrumpió sin soltar la

diestra del Profeta para que todosvieran que sus dedos seguíanfirmemente entrelazados con los deél.

—Ya has oído la respuesta de miesposo, querido tío. Él es Al Amin,'el Veraz', y de igual modo que el solno puede salir por el oeste, no escapaz de ocultar la verdad. Dios leha ordenado que anuncie la verdad aLa Meca y a la humanidad entera, yasí lo hará, sin atender a lasmaquinaciones de los que conspiran

entre las sombras.Sus palabras me llegaron al

corazón y me di cuenta de que habíansurtido el mismo efecto en los demásporque, uno por uno, todos losmiembros de la comunidad —hombres y mujeres, adultos y niños—, fuimos asintiendo en voz alta confirmeza.

Al ver lo unidos y decididos queestábamos, Abu Talib acabó porbajar la cabeza y aceptar la decisiónde su sobrino. Se puso de pie y,agarrando su bastón, se dispuso amarcharse.

—Si ése es el caso, temo por ti,temo por todos vosotros —sentenciócon voz triste—. Que vuestro Dios osproteja de lo que está por venir.

—Pero ¿qué es lo que está porvenir? ¿Qué están tramando? Si losupiéramos podríamos protegernos—se oyó la voz dulce de Fátima, lahija pequeña del Profeta, unamuchacha tímida unos diez añosmayor que yo cuyo rostro siempreestaba teñido de tristeza; a diferenciade sus otras hermanas, que eran muysociables y rebosaban vitalidad,Fátima era como un espectro que

aparecía y desaparecía sigilosamentesin que nadie reparara en ella casinunca.

Vi como varias personas seestremecían al oír inesperadamenteaquella voz y me di cuenta de que yono era la única que se preguntabacuándo habría entrado en la estanciao si acaso habría estado allí todo elrato sin que ninguno advirtiéramos supresencia.

A modo de respuesta a lapregunta de la muchacha, Abu Talibse volvió hacia Alí:

—Esta noche las puertas de la

Cámara de la Asamblea permanecencerradas para mí, pero me temo lopeor.

Alí posó una mano en el brazo desu padre con gesto cariñoso.

—No temas, padre, Dios prometeque «quienes creen tendrán larecompensa junto a su Señor y no haytemor por ellos, pues no seránentristecidos» —lo tranquilizócitando el Sagrado Corán.

—Desearía poder compartir tufe, hijo mío —le respondió elanciano con la voz teñida deinconfundible pesar—, pero, por

desgracia, no soy más que un viejoque lo único que sabe es que nopuede salir nada bueno de esareunión secreta de hombresenfurecidos.

Mientras Alí acompañaba a supadre hacia la salida, miré a mialrededor: se había organizado ungran alboroto y los creyentesdiscutían entre ellos sobre lo quedebía hacerse. Todo el mundoparecía tener su propia opinión, perono eran más que especulacionespues, sin saber qué era exactamentelo que se estaba diciendo en la

Cámara de la Asamblea, no habíaforma de defender a nuestra gente deaquella nueva amenaza.

Fue entonces cuando se meocurrió una idea descabellada que enaquel momento me pareció muyingeniosa, pero yo no era más queuna niña, incapaz de distinguir entregenialidad y locura. Muchos creenque jamás aprendí a hacerlo, y talvez lleven razón.

Vi que mi padre tenía los cincossentidos puestos en la discusión yque mi hermana los tenía en mirar aZubair, así que nadie me prestaba

atención —ni mostraba el menorinterés— en lo que se me habíaocurrido; y nadie prestó atención nitampoco mostró el menor interéscuando me escabullí por la puerta.

Sin embargo, en el últimomomento me di la vuelta un instante yme pareció ver por el rabillo del ojoal Enviado que me estabaobservando con una sonrisa divertidaen los labios.

6

LA Cámara de la Asamblearesplandecía como un rubí a la luz dela luna: era el segundo edificio másgrande de La Meca —sólo la Caabalo superaba en altura— y lo habíaconstruido años atrás Qusai, uno delos ancestros más venerados de losquraish, un gobernante que habíapuesto fin al derramamiento desangre entre clanes rivales creandouna oligarquía unida con la que habíaproporcionado estabilidad a la

Peregrinación y prosperidad al lugar.La Cámara de la Asamblea era unsímbolo de su legado, un complejode edificios de piedra roja y mármolque se extendía a lo largo de más detreinta codos. Era lo más parecido aun palacio que había en todo eldesolado territorio que separaba elYemen de Siria, y servía como lugarde reunión a los jefes de las tribusademás de ser el espacio destinado alas grandes celebraciones y la sededel primitivo sistema de justicia queimperaba en el desierto.

Por lo general, las grandes

puertas de arco de medio punto conherrajes de plata y bronce bruñidopermanecían abiertas de par en parofreciendo así la necesaria y falsailusión de que en La Meca cualquierciudadano de a pie tenía acceso a loscentros de poder; en realidad, todo elmundo sabía que las decisionessurgidas de la Cámara las inspirabanfríos cálculos basados en el oro y losintereses políticos, pero aquelsimulacro de justicia era necesariopara evitar el derrumbe del ordensocial establecido.

Sin embargo, ese día la

necesidad de guardar las aparienciashabía pasado a un segundo plano antela exigencia mucho más apremiantede mantener en secreto lo que ocurríadentro, y las puertas permanecíancerradas a todos excepto a quienesdetentaban un poder incuestionable.Unos guardias con pesadasarmaduras de cuero y acero vigilabancada una de esas puertas con lasimponentes espadas desenvainadas yen posición de ataque: lasdeliberaciones que tenían lugar esanoche eran de vital importancia parael futuro de la ciudad y se había dado

orden de atacar a cualquiera quetratara de entrar sin permiso.

Un sonido semejante al de unaspisadas hizo que uno de los guardias,un cancerbero de expresión adustallamado Husam, volviera la cabezacon un sobresalto: el ruido proveníade un estrecho callejón cuyaembocadura se encontraba al doblarla esquina y que unía la puerta surdel edificio con el muro tras el cualse encontraba la casa de Abu Sufian.El guardia hizo una seña a uncompañero de boca mellada llamadoAdam. Con las armas preparadas,

doblaron la esquina con cautela,dispuestos a matar a quienquiera queestuviese oculto entre las sombras.

No vieron a nadie salvo un gatogris que los miró con sus enormesojos color ámbar y, satisfechos conel deber cumplido, los hombresregresaron a sus puestos en la puertaeste.

Miré hacia abajo desde mi esconditeen lo alto del muro y vi como los dos

guardias de aspecto enojado semarchaban del callejón. Habíajugado muchas veces al esconditecon mis amigas por la ciudad, y elcallejón de la Cámara de laAsamblea era uno de mis escondrijosfavoritos: siempre había sido ágil yya había escalado por el tubo deldesagüe en otras ocasiones,convencida de que a mis compañerasde juegos nunca se les ocurriríamirar hacia arriba; me encantabaobservarlas sin que se dieran cuenta,y esa pequeña habilidad mía habíaresultado muy útil esa noche y

seguramente me había salvado lavida.

Cuando perdí de vista a losguardias, me permití respirar denuevo; miré hacia arriba y reparé enuna ventana del segundo piso queestaba entreabierta, lo suficientecomo para que un gato —o una niña— pudiera pasar por la abertura.

Me latía el corazón con fuerza,más por la emoción de hacer algoprohibido que porque fuera niremotamente consciente del peligroque corría. Clavé las uñas —que yatenía negras por el polvo y los

excrementos de paloma que locubrían— en el desagüe y subí por élhasta la ventana. Si hubiera miradoabajo me habría desmayado delvértigo, pero siempre había sido unaniña que no se distraía fácilmente yen esos momentos tenía toda miatención puesta en el pequeñoalféizar que sobresalía bajo laventana. Cerré los ojos durante unsegundo y pronuncié la bendición quehabía aprendido prácticamente antesque ninguna otra palabra: Bismilahirrahmanir rahim, 'En el nombre deDios, el Clemente, el

Misericordioso'.Luego trepé hacia arriba igual

que un mono, me agarré con todasmis fuerzas al borde irregular delalféizar y, lanzando un leve gemidode esfuerzo que recé para que nohubiera sido oído por los guardiasque tan cerca andaban, conseguíapoyarme en el alféizar boca abajo y,por fin, con la habilidad increíbleque sólo da la juventud, me lasarreglé para deslizarme por laabertura de la ventana hasta elinterior.

Parpadeé unas cuantas veces

mientras mis ojos se acostumbrabana la oscuridad del interior. Habíaaterrizado en el suelo de lo queparecía ser una galería circular quedominaba desde las alturas laprincipal sala de reuniones rodeadade un sinfín de puertas que sin dudaconducían a otras tantas estanciasmás pequeñas. Para una niña con unacuriosidad excesiva como era yo,aquel edificio inmenso con infinidadde pasillos, puertas y misteriosocultos era el mayor tesoroescondido imaginable, pero esanoche me había asignado a mí misma

una misión y las expedicionestendrían que esperar otra ocasión.

El sonido de unas voces meatrajo hacia la barandilla de carísimamadera de acacia importada delSinaí: a través de la elaboradacelosía de motivos geométricos —estrellas, octógonos y otras hermosasfiguras que no reconocí— miré haciaabajo, donde aún seguía la reunión.

Reconocí enseguida a la mayoríade los asistentes como jefes tribalesque habían venido a casa de mi padreen varias ocasiones a suplicarle quedejara de predicar y abandonara la

nueva religión que tanto perjuicioestaba causando al comercio. Elcorazón me dio un vuelco cuandodistinguí a Abu Jahl, vestido confinos ropajes de seda azul y unchaleco de terciopelo negrocubriendo su fornido torso. ¡Porsupuesto que estaba presente, cómoiba ser de otro modo, cuando eraprecisamente su decisión de llevar lapersecución de los musulmanes alextremo del asesinato lo que habíadesencadenado aquella reunión deemergencia!

Y entonces vi algo que me

sorprendió: había una mujer enmedio de todos aquellos hombresataviados con turbantes de vivoscolores y dagas ceremoniales atadasa sus cintos de cuero.

Hind ben Utba, esposa de AbuSufian e hija de uno de los cabecillasmás poderosos de los quraish. Ya lahabía visto antes en el mercadomientras curioseaba en los puestosde joyas y telas con mirada experta:a diferencia del resto de mujeres deLa Meca, ella no regateaba. Sabíainmediatamente lo que valía unartículo en concreto, jamás se lo

preguntaba al vendedor y se limitabaa fijar el precio sin que hubieradiscusión posible. Los comerciantessolían hacerle un descuento especialen un intento de entablar algo asícomo un regateo a la inversa con elque se proponían que la ganancia entérminos de protección política yfavor a los ojos de Hind fuerasuperior a la pérdida económica dela venta.

Tenía unos andares altivos ypausados que derrochaban eleganciay, al mismo tiempo, resultabantambién aterradores, como los de una

leona en movimiento. Era la mujermás alta que hubiera visto jamás y asu lado muchos de los hombrespresentes en la reunión parecíanbajitos. La melena ondulada demechones hábilmente teñidos dehenna que le caía por la espalda lellegaba más abajo de la cintura. Sutez morena tenía un tono aceitunado yresplandecía igual que un espejobruñido. Y, aun así, eran sus ojos losque siempre acaparaban mi atención:los tenía verdes con vetas colorámbar, como los de un gato, y sumirada era de una intensidad

implacable y rezumaba orgullo ydesdén además de un claro indicio depeligro. Fueran cuales fuesen losdemonios que se ocultaban trasaquella mirada cruel, lo másprudente era no perturbarlos.

—Los seguidores de Mahoma sehan convertido en un grave problemapara las gentes de La Meca —proclamó Abu Sufian con vozatronadora rebosante de autoridad—,ha llegado el momento de pasar a laacción.

Abu Jahl avanzó un paso conmovimientos gráciles.

—Hoy se ha derramado su sangrepor primera vez, y habrá de vertersemás si queremos poner fin a estasituación.

Se produjo un murmullo deaprobación entre la multitud allícongregada y vi que Hind sonreía.Entonces me di cuenta de queteníamos un amigo entre todosaquellos nobles.

Abbas, tío del Enviado, se pusoen pie: pese a no haberse convertido,siempre se había mostrado amablecon los musulmanes y contábamoscon él para que fuera la voz de la

razón en la asamblea de señorestribales, un papel que resultabaevidente que habría de representar ensolitario esa noche.

—Es tiempo de paciencia, no deacciones atropelladas —declaróAbbas con voz aterciopelada en unintento de aplacar las llamas quehabían provocado las palabras deAbu Jahl, pero sus simpatías eran unsecreto a voces y este último sevolvió hacia él para clavarle unamirada gélida.

—¿Es la paciencia o más bien lacobardía la que apacigua tu mano?

El orgullo de Abbas comorepresentante de su clan, los BaniHashim se resintió claramente al oíraquello y, dirigiéndose a dondeestaba Abu Jahl, se quedó de piefrente a él tan cerca que las barbasde ambos hombres prácticamente setocaban.

—¿Tú osas llamarme cobarde?Dime, ¿cuánto valor hace falta paramatar a una anciana atada a un árbol?

La atractiva sonrisa de Abu Jahlse transformó inmediatamente en unamueca brutal, se hizo el silencio ydurante un instante creí que iba a

desenvainar el puñal y clavárselo aAbbas en el pecho en respuesta aaquel ataque frontal a su honor.

Pero entonces Hind se interpusoentre los dos y, apoyando una manode finos dedos sobre el pecho decada uno de los adversarios, losseparó con un gesto lleno deelegancia.

—¡Basta! Guardaos vuestra irapara el enemigo común, Mahoma.

Amr ben al As, el enviadomecano que pese a su verbo fácil nohabía conseguido la repatriación delos musulmanes refugiados en

Abisinia, alzó una mano con gestocortés y vi que llevaba varios anillosde plata con piedras preciosas:granates, cornalinas y ambares.

—Por desgracia, poco puedehacerse contra Mahoma porquecuenta con la protección del clan delos Hashim —dijo mientras todas lasmiradas se centraban en otromiembro de la tribu del Enviado, sutío Abu Lahab, un hombre gordo quesudaba constantemente y que siempreme había recordado a una babosa,aunque con una personalidad inclusomenos atractiva.

Abu Lahab soltó una risotadadesdeñosa al pensar en su díscolosobrino pues, a diferencia de sushermanastros —Abu Talib y Abbas—, Abu Lahab despreciaba aMahoma, Dios lo bendiga y leconceda paz, y no era ningún secretoque, a su juicio, el Enviadosimplemente había creado una nuevafe para monopolizar el lucrativonegocio resultante de laPeregrinación.

—Nuestro clan no le servirá derefugio eternamente —dijo AbuLahab—, mi hermano Abu Talib ya

está viejo y yo le sucederé al frentede los Bani Hashim y revocaré laprotección que se le ha brindadohasta hoy.

Abbas clavó en su hermanastrouna mirada de profundo desprecio ala que Abu Lahab respondió conestudiada indiferencia.

Abu Jahl negó con la cabeza:—No podemos esperar tanto —

interrumpió bruscamente—, lastribus no tolerarán por mucho mástiempo los disturbios durante laPeregrinación y se llevarán susperegrinos y su oro a Taif, al templo

de la diosa Alat.Abu Jahl había escogido bien sus

palabras: Taif era un próspero centrocomercial situado al sureste de LaMeca en la ruta de las caravanas delYemen y sus moradores, envidiososde la preeminencia de La Meca,habían construido un santuario enhonor a la «hija de Alá» pararivalizar con la Caaba e incluso —oesa era al menos su esperanza—acabar por eclipsarla. Si lasenseñanzas de Mahoma en contra delos dioses convertían laPeregrinación anual en fuente de

problemas y contratiempos para lastribus del desierto, parecía lógicoanticipar que muchas de ellasacabarían optando por adorar a ladiosa y se perdería el comercio quegeneraba su visita anual a La Meca.

Viendo que sus palabras hacíanmella en el ánimo de los otrosseñores tribales, Abu Jahl sonrió.

—Tenemos que actuar concontundencia ya —insistió en tonovehemente—, Mahoma debe morir.

Aquello desencadenó un tumultoal provocar la encendida reacción devarios miembros de la Asamblea que

comenzaron a dar su opinión sobreuna propuesta tan controvertida agritos y todos al mismo tiempo. Vique Hind sonreía con los ojosbrillantes y permanecía inmóvil en elcentro de la sala, como si de unaencarnación del ojo del huracán setratara, mientras continuaba elacalorado debate. Había en su actitudalgo pavoroso y fascinante a la vezque hizo que se me erizara el vellode la nuca.

Por fin Abu Sufian alzó ambasmanos y habló a voces tratando deimponer su autoridad en medio del

caos:—¡No! —sentenció con firmeza

—. Si atacamos a Mahoma, su clanse verá obligado a vengar su muertey se desencadenará un baño desangre que asolará La Meca —argumentó mirando a Abbas, que hizoun frío gesto afirmativo con lacabeza.

Abu Lahab se miró los pies puessabía que, por más que deseara queno fuera así, lo que decía Abu Sufianera cierto: sus primos del clan de losBani Hashim matarían a cualquieraque atacase a Mahoma.

La voz tranquila de Abu Sufiansirvió para calmar los ánimos, algoque claramente molestó a Abu Jahl,pero el peso de aquellas palabrashabía conseguido modificar elpeligroso rumbo que tomaba ladiscusión. Abu Sufian —tal vez másque ningún otro— se daba perfectacuenta de la amenaza que suponíaMahoma, pero también sabía quematarlo sólo serviría para echar másleña al fuego y, satisfecho consigomismo por haber conseguidoarrancar de cuajo la provocadorapropuesta de Abu Jahl antes de que

ésta arraigara como la cizaña queahogaría los frutos de la sabiduríaque mantenían la paz en el jardín deLa Meca, dio un paso atrás.

Entonces Hind se levantó de sumullido asiento forrado de terciopeloy tomó la palabra. Y, de pronto, todocambió.

7

—¿POR qué temes tanto derramarunas gotas de sangre, esposo mío?—preguntó Hind con voz ronca yseductora—. Sólo la nacióndispuesta a pagar el precio de cadacosa conseguirá vencer.

Todas las miradas estabanpuestas en ella, que avanzó hacia sumarido. Abu Sufian reparó en cómola muchedumbre aterrada devorabacon los ojos cada movimiento de subella esposa y su rostro se tiñó de

rojo ante aquel flagrante desafío a suautoridad.

—El comerciante astuto siempresopesa las decisiones con frialdad —respondió Abu Sufian con la vozteñida de irritación— y no permiteque las emociones de una mujer lenublen el juicio.

Hind miró a su esposo a los ojosy vi escrita en su rostro una amenazamientras levantaba hacia atrás lamano derecha, como preparándosepara abofetearlo; fue entoncescuando reparé en la pulsera de oroque decoraba la piel aceitunada de su

antebrazo: parecía un diseño egipcio,dos serpientes entrelazadas cuyascabezas se encontraban en la parteinterior de la muñeca donde relucía,entre las temibles fauces de ambas,un rubí. Era una joya hermosa yaterradora, igual que Hind.

Pero si tenía intención deabofetear a su marido en público acausa de aquel comentariodenigrante, Hind se lo pensó mejor yse limitó a darle la espalda con airedesdeñoso.

Al percibir la fascinación queaquella seductora voz femenina

ejercía sobre los hombres y lasmiradas desesperadas de deseo conque éstos seguían los movimientos dela mujer, Abbas se dirigió hacia elcentro de la sala para recuperar laatención de los presentes.

—Abu Sufian lleva razón —dijoen voz alta—, matar a Mahoma seríaun precio demasiado alto: aunque sellegara a un acuerdo para saldar ladeuda de sangre, sus seguidores loproclamarían mártir y eso loconvertiría en un fantasma, que alfinal resulta el peor de losadversarios, porque es imposible

quitarle la vida.Abu Sufian asintió con la cabeza

aunque no era capaz de disimular porcompleto la irritación que leprovocaba el que la táctica de suesposa hubiera brindado a uno de susadversarios la oportunidad de hablarde nuevo, pero no alcanzó apronunciar una sola palabra en favorde lo que decía Abbas porqueinmediatamente Abu Jahl comenzó aaplaudir con gran estruendo a ritmocadencioso y burlón:

—Dignas palabras de un tío quesale en defensa de su sobrino —se

mofó—, creo que puedo decir sintemor a equivocarme que tu lealtadestá con los de tu clan y no con lasgentes de La Meca, pero son lasgentes de La Meca las que sufren lasconsecuencias de las mentiras de esehechicero: nuestra ciudad clama porun héroe, un hombre capaz de estar ala altura y hacer lo necesario sintemor a las consecuencias.

Aquella oda plagada deevocadoras imágenes yperfectamente calculada surtió elefecto deseado entre los árabes,gentes que se enorgullecían de sus

relatos épicos cantando las alabanzasde héroes dispuestos a arriesgar lavida por el honor de la tribu. AbuSufian contempló lleno de frustracióncomo el fuego del espíritucaballeresco que había conseguidoahogar hacía unos momentos volvía aarder con fuerza Hind tambiénpercibió el cambio en el ambiente ylevantó las manos por encima de lacabeza adoptando una posturacautivadora que recordaba a la de laestatuilla de Astarté, la diosa feniciade la fertilidad, que dominaba laplaza del Santuario.

—¿Hay entre vosotros un hombrede verdad, un hombre que no tema alpeligro, un hombre capaz, dedefender La Meca y la religión denuestros ancestros aunque signifiqueperder la vida, un hombre queprefiera el honroso sueño eterno a lacomodidad vergonzante del lecho deun cobarde? ¿Acaso no hay ni un solohombre así entre vosotros?

Sus palabras encerraban unapromesa y también una amenaza;hasta yo, que no era más que unaniñita, entendí perfectamente laintención soterrada de las mismas:

¿quién de entre los presentes es lobastante hombre como paracomplacerme, como para entregarmecuanto alberga en su interior, aunquecon ello se pierda para siempre,consumido por el fuego de micorazón?

Vi como los señores de La Mecase miraban los unos a los otros llenosde estupor e incertidumbre. Lapasión de Hind era demasiadointensa, incluso para ellos. Yentonces uno se puso en pie, uno delos pocos que superaba en altura a laaltanera Hind: Umar. La sombría

intensidad que le teñía las faccionesera similar a la que se habíadibujado en su rostro ese mismo díacuando Talha lo había humillado.

—Yo lo haré, yo te traeré lacabeza de ese embustero que haosado profanar la Sagrada Caaba.

Hubo gritos ahogados desorpresa, o tal vez de alivio al oírque Umar había aceptado el reto deHind, lo que en definitiva equivalía aaceptar su propia sentencia demuerte. Nadie dudaba que Umarposeyera la valentía, brutalidad yfuerza física necesarias para

desempeñar el papel de asesino,pero ni siquiera él podría defendersede las represalias de los Hashim.

Hind sonrió y percibí queintercambiaba con Umar una miradaque no comprendí. Ahora bien, fueralo que fuera, no lo vi yo sola porqueAbu Sufian también se dio cuenta yapartó la mirada con el rostroencendido por la ira… o lahumillación.

Al caer en la cuenta de que ladeclaración de Umar suponía lamuerte casi segura de su sobrino,Abbas trató de hacerlo entrar en

razón:—Piensa bien lo que estás

diciendo, Umar…El gigante respondió

desenvainando la espada al tiempoque exclamaba:

—¡No, basta! —Se volvió haciaAbbas y Abu Lahab, los dosrepresentantes del clan del Enviadoen la asamblea, y añadió—: Sabed,¡oh, hijos de Hashim!, que no temovuestra venganza. Mataré a eserenegado, y, si alguno de vosotrostiene el coraje de pedirme cuentaspor ello, sea: encontraréis en mí un

digno rival para vuestro acero.Abbas detectó la locura reflejada

en los ojos de Umar y bajó la miradainmediatamente antes de que aquelimponente coloso perdiera el controlde sus actos y le aplastara el cráneocon la espada, y vi que los labios desu hermanastro Abu Lahab esbozabanuna mueca divertida: si Umarconseguía librar a La Meca de sudíscolo sobrino, Abu Lahabaconsejaría a los hombres de su clanque aceptasen no vengar su muerte acambio de que Umar saldara con orola deuda de sangre contraída con la

familia de Mahoma, así se evitaría underramamiento de sangre que de otromodo acabaría por destruir La Meca.Desaparecido el Profeta y con el clandividido respecto a cómo responderal asesinato perpetrado por Umar,Abu Lahab se encontraría en laposición ideal para arrebatar elpoder a su anciano hermanastro AbuTalib.

Vi a Hind avanzar hacia Umarcon movimientos sinuosos ysensuales como los de la sedaacariciada por el viento y le posóuna mano en la mejilla

afectuosamente.—Siempre he sabido que eras el

mejor de entre todos los hombresquraish —fueron las palabras dulcescomo néctar que salieron de suslabios.

Abu Sufian se dio la vuelta,incapaz de soportar la humillación deque su esposa coquetearaabiertamente con el hijo de Al Jattab.Al cabo de los años, yo acabaría porenterarme de que el secreto peorguardado de toda La Meca era queUmar y Hind eran amantes, perohasta entonces habían sido discretos

en público.Umar adoptó una expresión

extraña cuando miró a Hind: ladureza de sus facciones desaparecióy, por un momento, fue como si seconvirtiera en un niño deseoso decomplacer a su madre o, para sermás exactos, tal vez se asemejaramás al alma de un condenadosuplicando clemencia al juez.

—Mañana mismo acabaré conesa lacra —prometió con una vozque, de atronadora, había pasado amurmullo en un instante—. Mahomamorirá y los dioses serán vengados.

Luego se apartó de Hind y salióde la sala, preparándose ya para dary recibir la muerte. Con el paso delos años llegaría a saber qué ideaocupaba su mente en aquel momento:que quizá cuando él muriese víctimade los golpes implacables de losHashim la muerte de la niña quehabía enterrado viva estaría vengada.

8

A la mañana siguiente, Umar sedispuso a cumplir con su misión. Aldoblar la esquina apareció ante susojos la casa del Enviado y se quedóinmóvil un instante, contemplando eledificio con la curiosidad perversade un hombre que se asoma a supropia tumba. Umar odiaba aMahoma apasionadamente y sealegraba de ser quien lo eliminara dela faz de de la tierra y la ciudadsanta. No era que Umar tuviera en

gran estima el culto a los dioses desus antepasados, pues poseía lainteligencia suficiente para intuir quelos rituales del Santuario no eran másque un espectáculo barato para lasmasas de crédulos y desesperados,los dos tipos de ser humanopredominantes en Arabia y tal vez enel mundo entero. A Umar no leimportaban lo más mínimo las toscasestatuillas de los ídolos ni los iconosque plagaban el Haram igual queprostitutas en torno a un campamentode soldados.

Ahora bien, desde que era niño

había sentido algo especial cuandoestaba cerca del Templo, la Caaba.No tenía dotes para la poesía y lecostaba encontrar palabras paraexpresar las emociones que leinspiraba la Casa de Dios, inclusopodía ser que resultara imposiblepara cualquier hombre cuando seencontraba cara a cara con lo Divino.

Cuando aún era un muchacho, ély sus amigos se entretenían pasandolas noches en viejas cuevas o chozasabandonadas donde se decía quemoraban los genios o yin, pero nuncahabía experimentado ninguna

presencia sobrenatural en ninguno deesos lugares; en cambio, el corazónle daba un vuelco siempre que seacercaba al inmenso cubo de granitoque dominaba La Meca, cada vez queentraba en el recinto del Santuariotenía la sensación de que loobservaban desde todas partes. Umarera famoso por no temerle a nada,una reputación que él mismo habíafomentado y cuidado en extremo y,ciertamente, no había nada en estemundo que lo amedrentara, ni laespada del enemigo ni las fauces delos leones; sabía enfrentarse a

adversarios de carne y hueso,adversarios con debilidades a losque se pudiera herir o matar pormedio del ingenio y la fuerza.

Pero cuando se acercaba a laCaaba sentía temor: fuera cual fueseel espíritu que habitaba aquel lugar,era invencible y no se le podía darmuerte, y eso sí que lo aterrorizabade verdad. La noche después dematar a su hija, Umar había ido a laCaaba con la esperanza de acallarsus remordimientos y el horror que leoprimía el corazón, pero cuandopenetró en el recinto del Santuario y

estuvo de pie ante la puerta deherrajes dorados de la Casa se ledoblaron las rodillas y sintió lafuerza opresiva de algo que loenvolvía y atenazaba.

Aunque estaba solo en el patio,oía sin cesar unos murmullosterribles a su alrededor. Cuando selevantó el viento, habría jurado quepodía distinguirse una risa fría ycruel en el eco del mismo. El mundocomenzó a desvanecerse en tornosuyo, a volverse borroso y tuvo lasensación de estar cayendo.Convencido de que había llegado su

hora, de que el Poder que moraba enla Caaba había venido a reclamar sualma, alzó la voz a Alá suplicándoleque tuviera compasión y leconcediera una oportunidad deexpiar sus pecados sirviendo comoprotector de la Santa Casa.

Y entonces cesó el delirio y todoquedó en silencio, pero él sintió que,fuera cual fuese la Presencia quehabitaba aquellas piedras vetustas,ésta había escuchado su juramento yle exigía que lo cumpliera. Desde esedía, eso era precisamente lo quehabía hecho Umar, que, habiéndose

autoproclamado guardián de laCaaba, vigilaba celosamente las idasy venidas de los peregrinos: si unborracho o un mendigo profanaban elrecinto, se apresuraba a echarlosfuera; en una ocasión le había dadouna paliza a un raterillo que le habíarobado la bolsa a un peregrino deTaif mientras éste daba lasobligatorias vueltas en torno alSantuario, y cuando el agradecidocomerciante le ofreció unarecompensa en forma de monedas deplata, Umar la rechazó aduciendo —lleno de orgullo— que estaba allí

para servir en el Santuario y, por lotanto, no podía aceptar pago alguno.

Con la imponente presencia deUmar, la Peregrinación se habíaconvertido en una experiencia menosarriesgada, el número de Peregrinoshabía ido aumentando de un año aotro, y él había cumplido sujuramento al Espíritu cuya presenciatodavía notaba, observándolo adiario.

Sin embargo, ahora Mahoma ysus herejes habían decididoaprovechar la Peregrinación comouna ocasión de predicar y propagar

su nueva fe, y la paz del Santuariovolvía a peligrar. Incidentes como elde la víspera, en que los esclavosrespondían con arrogancia apersonas de rango superior,amenazaban con destrozar el ordensocial establecido en La Meca,envenenar el ambiente y perjudicartanto a los rituales como al comercio.Umar se daba cuenta de que elEspíritu de la Caaba lo estabaponiendo a prueba y se prometió queno lo defraudaría: si matar alhechicero Mahoma devolvía latranquilidad al Santuario, entonces

Umar estaba dispuesto a cumplir sujuramento, aun si con ello debíaarriesgar la vida.

Con esos pensamientos librandobatalla en su cabeza, Umar seencaminó por el sendero empedradoque llevaba hasta la casa del Profetay, cuando ya estaba cerca de laspuertas, acercó la mano a laempuñadura de su espada puesseguramente no tendría más que unaúnica oportunidad de desenvainar yasestar el golpe mortal antes de quese abalanzaran sobre él los hijos deHashim. Aun con todo, Umar no tenía

miedo pues no dudaba de que elEspíritu de la Caaba, que era máspoderoso que aquel embaucador,estuviera de su lado. En el momentoen que se detenía ante el granportalón de hierro forjado por el quelo más probable era que no saliesevivo, musitó una última oración parasus adentros:

—¡Oh, Alá, dame fuerzas parahacer lo correcto! ¡Sea Tu Casasantificada por siempre! —y dichoeso, alargó la mano hacia el pestillode la puerta.

Y entonces, de repente, una

sombra se cernió sobre él.Umar se dio la vuelta de

inmediato y se llevó la mano a laempuñadura de la espada de formainstintiva; fue entonces cuando vioque se trataba de un miembro de supropio clan, un individuo llamadoNuaim, menudo y siempre de buenhumor, y que no suponía la menoramenaza.

Nuaim sonrió, le tomó la mano, yluego observó con cautela el rostrode su hermano de clan.

—¡Umar!, ¿estás bien?, parecesmuy agitado.

Umar miró al hombrecillo conirritación: no estaba dispuesto adejar que aquel necio diminuto lodistrajera de su misión.

—Es sólo que me consume elfuego de la justicia.

Nuaim arqueó sus pobladas cejascon gesto de sorpresa.

—¿De qué estás hablando?No había peligro alguno en

decírselo: era miembro de su clan ypodía confiar en él y, si Umar nosalía vivo de la casa, Nuaim cantaríalas alabanzas de su heroísmo ante los

otros hijos de Bani Adi.—He jurado que hoy mataría a

ese hereje, Mahoma, para terminarasí con la sedición en nuestra ciudad.

Nuaim se quedó con la bocaabierta.

—¿Has perdido la cabeza? ¡Loshombres de Bani Hashim te mataránluego a ti si lo haces!

Umar encogió los hombros, quesubieron y bajaron como dosinmensas montañas sacudidas por unterremoto.

—Si ése es mi destino, sea.

Nuaim posó la mano en el brazode su compañero de clan con gestoamistoso, como si quisiera llevárselolejos para apartarlo de su propialocura.

—Ven, vamos a mi casa —lerespondió en tono jovial—, hace uncalor tan asfixiante que no se puedeni pensar con claridad, lo podemoshablar mientras bebemos algo frío ala sombra.

Umar apartó la mano de Nuaimestrujándole los dedos a modo deadvertencia:

—¡Apártate de mi camino, viejo

amigo!—Umar, tienes que entrar en

razón…Umar agarró al hombrecillo por

el cuello de la túnica y lo sostuvo enalto hasta que los ojos de ambosestuvieron a la misma altura.

—¡No! He jurado queenmendaría la situación hoy mismo yno permitiré que nadie me detenga.

Y entonces dejó caer a sucompañero de clan, se volvió endirección a la casa y, trasdesenvainar la espada, empujó la

puerta hasta abrirla.—¡Si lo que quieres es enmendar

la situación, deberías prestar másatención a lo que ocurre en tu propiacasa!

Umar se quedó paralizado y,poco a poco, igual que una inmensaroca obstinada que acaba por cederante el empuje de una avalancha, sevolvió para mirar de frente a Nuaim.Cuando Umar habló de nuevo, lo hizoen voz baja pero había en ella undeje que resultaba más aterrador queel bramido de un millar de elefantesfuriosos:

—¿A qué te refieres?Nuaim parecía muy asustado,

pero consiguió sostenerle la mirada aUmar, aunque no las tenía todasconsigo y de vez en cuando mirabafugazmente la espada —ahoradesenvainada— que resplandecía enla mano del asesino:

—Tu hermana Fátima es una deellos.

Umar abrió los ojos como platos:de todas las cosas que Nuaim podríahaber dicho, ésa no se la esperaba enabsoluto.

—¡Mientes! —respondió alzando

la espada, dispuesto a atacar.—¡Te digo que ha aceptado las

enseñanzas de Mahoma y ahora esseguidora suya! ¡Pregúntaselo túmismo!

El rostro de Umar se tiñó de unrojo intenso; dio un paso al trente y,por un momento, Nuaim creyó que laespada no tardaría en rebanarle lacabeza. El gigante se inclinó hacia élhasta que su rostro estuvo tan cercadel suyo que podía distinguir lasvenillas rojas en sus ojos oscuros:

—Si estás propagando falsosrumores y calumnias sobre mi

familia, tu sangre se mezclará con lade Mahoma en el filo de mi espada.

Al minuto siguiente y sin mediarpalabra, Umar se dio la vuelta ycomenzó a alejarse por el sendero agrandes zancadas en dirección a lacasa de su hermana.

Nuaim cayó de rodillas al suelo yse sujetó la cabeza entre las manos,agradecido de seguir con vida. Enese momento, yo salí del callejóncercano donde me había estadoocultando entre las sombras paraobservar sin ser vista la llegada deUmar, caminé hasta Nuaim y al

acercarme vi que estaba temblando.Como no se me ocurría ninguna otracosa que pudiera hacer, le puse unamano en el hombro para consolarlo.

El se sobresaltó pues no habíadescartado del todo la posibilidad deque Umar volviera para deshacersede él definitivamente, así que,cuando vio que sólo se trataba de mí,respiró hondo tratando de calmarse.Luego tomó mi mano entre las suyasy noté que tenía las palmas sudadas.

—Gracias por advertirme,pequeña.

Yo no era más que una niña pero

comprendía lo que había hechoNuaim, que se le habían agotado lasopciones y ya no sabía qué decirpero, aun así, seguía muy disgustadapor que hubiera traicionado a lahermana de Umar, Fátima, que sehabía convertido en secreto hacía unaño y siempre había sido muy amableconmigo y toda mi familia.

—Pero… la hermana de Umar…—balbucí.

Nuaim negó con la cabeza y vi lavergüenza escrita en su rostrodemacrado.

—No tenía alternativa —se

justificó con la voz teñida deremordimiento para luego clavar lamirada en el sendero por el que sehabía marchado Umar con la espadatodavía desenvainada—. ¡Que Diosla proteja de la ira de Umar!

9

FÁTIMA ben al Jattab estabasentada en la pequeña sala de estarde su cabaña de piedra en el barriosur de La Meca. Se había cubiertolos cabellos castaños claros con unpañuelo color añil que le habíaregalado su hermano Umar cuando secasó. Su marido, Said, estabaarrodillado a su lado con la cabezainclinada en actitud reverentemientras ella leía un texto escrito enun trozo de cuero que había recibido

de Alí esa misma mañana: unfragmento del Sagrado Corán que lehabía sido revelado al Enviado lanoche anterior. Fátima balanceaba elcuerpo adelante y atrás igual que unavela crepitando al viento mientras laPalabra de Dios brotaba de suslabios en forma de majestuosapoesía:

En el nombre de Dios, el

Clemente, el Misericordioso.Ta Ha.No te hemos hecho descender el

Corán para que padezcas, sino

como recuerdo para quien estemeroso.

Lo ha hecho descender Quiencreó la tierra y los altísimos cielos,el Clemente que está instalado en eltrono; a Él pertenece lo que está enlos cielos, lo que está en la tierra,lo que está entre ambos y lo queestá bajo el polvo.

Y si elevas la voz al hablar, lohaces inútilmente:

El conoce el secreto, aun elmejor guardado.

Dios —no hay otro dios sino Él

— posee los nombres más hermosos. Mientras recitaba aquellas

palabras con su dulce voz, se diocuenta de que Said se enjugaba laslágrimas de los ojos y comprendió suemoción aunque, en su caso, siemprehabía tratado de ocultar sussentimientos celosamente, un rasgode su carácter adquirido bajo laférrea disciplina de su padre, AlJattab, quien no permitía el menorsigno de debilidad en sus hijos,fueran hombres o mujeres.

Said era muy diferente de su

fogoso hermano, Umar: su maridoposeía un alma sensible y se sentíamás cómodo jugando con loschiquillos y pastoreando las ovejasque participando en las tareascrueles de la guerra o la caza. Aotras mujeres tal vez les hubieraparecido débil, pero Fátima adorabala delicadeza de su corazón; para unamuchacha que se había criado en unhogar donde había másdemostraciones de ira que de amor,la amabilidad y dulzura de Said erancomo la brisa suave que acompaña ala calma después de la tormenta.

Said rozó levemente elpergamino de cuero que ella sosteníaen las manos, acariciándolo como auna amante. Como la mayoría de loshombres que Fátima conocía, suesposo no sabía leer ni escribir y lanecesitaba para que pronunciara lossonidos que dictaban aquellasextrañas líneas y aquellos trazos quea él nunca le habían enseñado adescifrar. Fátima le reprochaba a supadre con gran amargura la durezacon que la había criado, pero teníaque reconocer —aunque fuera demala gana— que le estaba

agradecida por haberlos obligado asu hermano y a ella a aprender a leery escribir. Durante mucho tiempo, aSaid lo había avergonzadoprofundamente que su mujer hubierarecibido mejor educación que él,pero le consoló enterarse de que elEnviado de Dios mismo también eraanalfabeto y dependía de su esposaJadiya para que le leyera y escribierala correspondencia.

—¿Qué significan esas palabrasdel principio? —preguntó—. Ta Ha .Es la primera vez que las oigo.

—No lo sé —le respondió ella

encogiéndose ligeramente dehombros—, se lo pregunté a Alí y mecontestó que eran letras santas llenasde misterio, que sólo Dios sabía loque significaban.

Said asintió con la cabeza: era unhombre sencillo y no le costabatrabajo aceptar que había cosas queexcedían su capacidad decomprensión; el mero hecho de queDios estuviera hablándole en esemomento, en su propia ciudad, porboca de Mahoma, ya le parecía en símás de lo que su mente podía abarcary no tenía el menor deseo de

complicarse con misterios aúnmayores.

—Léelo otra vez —le pidió a suesposa, que asintió de inmediato.

Fátima comenzó a recitar denuevo dejando que el ritmo de laspalabras fluyera a través de ella. Eraal leer el Sagrado Corán en voz altacuando el creyente se encontraba máspróximo a Dios. Las Palabrasmismas que el Señor de las Palabrashabía pronunciado resonaban portodo su cuerpo y daban alas a sualma.

Pero, en el momento en que leía

«Él conoce el secreto», la paz de suhogar se rompió en mil pedazos y elcorazón le dio un vuelco.

—¡Fátima! ¡Fátima! ¡Sal aquífuera! —Era la voz atronadora deUmar al otro lado de la puerta.

El pánico se apoderó de ella:¿habría oído su hermano larecitación? Bajó la mirada haciaSaid y vio que no quedaba ni rastrodel habitual color sonrosado de lasmejillas de su esposo, en cuya mentehabía anidado el mismo miedo.

Y entonces, sin necesidad desaber nada más, Fátima se dio cuenta

de que se acercaba su fin.—Lo sabe —fue lo único que

alcanzó a decir ya que el miedo leatenazaba la garganta.

Umar comenzó a aporrear lapuerta y ella tuvo la certeza de queno tendría tiempo de ocultar el trozode pergamino con los versossagrados en el escondite habitual, unjoyero de plata que guardaba en laúltima estantería de la alacena.

A pesar de que le desagradaba laidea de no tratar las palabras de Dioscon el debido respeto, no le quedabamás remedio que esconder el

pergamino en los pliegues de sutúnica de lana oscura, cerca de supecho. Tomó la mano de Said, se laestrechó y luego respiró hondo yabrió la puerta.

Umar irrumpió en el interior sinni tan siquiera saludar: estaba lívido.Fátima reparó en que llevaba laespada en la mano y se le hizo unnudo en el estómago. Su hermanocerró la puerta con violencia tras desí y se le acercó peligrosamente sindejar en ningún momento de empuñarel arma con mano firme.

—¿Qué son esas sandeces que te

oía recitar desde fuera? —lepreguntó con un voz atronadora yamenazante que Fátima reconoció deinmediato: eran los temblores quepreceden al terremoto.

—Sólo estábamos hablando —lerespondió soltando una brevecarcajada que sonó falsa incluso asus propios oídos.

Umar la agarró del brazo con unafuerza implacable.

—¡Ni se te ocurra mentirme!Said avanzó un paso: estaba tan

aterrorizado como su mujer, perotambién sabía perfectamente que su

cuñado estaba violando todas lasnormas árabes de cortesía y confiabaen que tal vez conseguiría apaciguara la bestia si llamaba su atenciónsobre ese punto.

—¿Quién eres tú para venir a micasa y acusarnos de este modo de serunos embusteros? —lo recriminó contoda la bravuconería de la que fuecapaz.

Umar lo miró con ojosincrédulos, como si aquélla fuera laprimera ocasión en toda su vida enque reparaba en su mera presencia, ydespués alzó la espada con gesto

amenazador y el sol de la mañanaque se colaba por las ventanas hizoresplandecer la afilada hoja.

—¡Soy el guardián de la Caaba yhe jurado matar a quienquiera quesiga a Mahoma!

Años después, Said contaría queno tenía ni idea de dónde habíasacado en ese momento el corajepara enfrentarse a Umar, pero ver elterror en los ojos de la mujer queamaba y cuya fuerza él siempre habíaadmirado hizo que le hirviera lasangre y, armándose de valor, agarróla mano de su cuñado y apartó la

espada al tiempo que decía:—¡¿Te has vuelto loco?! ¡Sal de

mi casa ahora mismo!Al ver la reacción desafiante de

Said, Umar se quedó desconcertado,como suele ocurrirles siempre a loshombres cuando aquellos a quienesconsideran inofensivos sacan por finlas uñas.

—¡Dime la verdad! —ordenó elmatón.

Fátima casi podía oír ladesesperada súplica oculta en la vozde su hermano; como su esposo norespondía, Umar lo agarró por el

cuello de la túnica y lo lanzóviolentamente al otro lado de lahabitación. Said cayó sobre una mesade madera de olivo, que quedó hechaastillas por la fuerza del impacto, ypermaneció tendido en medio de losrestos, completamente inmóvil.

—¡No! —se oyó gritar Fátima así misma, pero le pareció un sonidomisteriosamente distante, igual que eleco que podía oírse en los cañonesde los parajes desolados de Nachd,al este de la ciudad.

Olvidándose por completo deque su hermano empuñaba una

espada con la que podía cortarle lacabeza en cualquier momento si lalocura del fanatismo se apoderaba deél, se abalanzó sobre Umar ycomenzó a abofetearlo, furiosa.

Él la empujó y Fátima tuvo lasensación de que la había envuelto untorbellino de arena para lanzarla porlos aires con violencia, pero su vuelono duró mucho, pues lo interrumpióun frío e implacable muro de piedray se golpeó la cabeza contra la paredencalada para luego caer de rodillas.Sintió que un latigazo de dolor leatravesaba el cráneo.

Se le nubló la vista y notó que untorrente de agua cálida le corría porla cara; luego se dio cuenta de que noera agua sino sangre: se llevó lamano a la frente y vio que tenía lapalma manchada de rojo.

Umar la estaba observandomientras respiraba trabajosamente,como si acabara de escalar unamontaña muy alta, y tenía la miradafija en la sangre que brotaba mansadel corte que tenía su hermana justoencima de la ceja derecha.

Fátima lo vio alzar la espada enalto y, al darse cuenta de que el

demonio que se había apoderado deél no tardaría en matarla, se llevó lamano al pecho para sentir elconsuelo que le proporcionaba aquelpedazo de pergamino en el quehabían sido escritos unos versos delSagrado Corán: si moría, por lomenos iría a encontrarse con suCreador con Sus Palabras engastadasen el corazón.

—¿Quieres oír la verdad? ¡Puessí, es cierto, somos musulmanes ycreemos en Dios y en su Enviado!¡Adelante, mátame, mata a tuhermana igual que hiciste con tu

propia hija!No tenía la menor idea de qué era

lo que la había poseído para decirsemejante cosa, pero Umartrastabilló como si acabaran deatravesarle las entrañas con unalanza y soltó la espada, que chocócontra el suelo con un estruendometálico al que siguió un ecoatronador.

Umar cayó de rodillas y secubrió el rostro con las manosdurante un instante eterno, luego porfin alzó la vista con el desconciertoescrito en la cara, igual que un

chiquillo que acaba de despertarsede una pesadilla.

—¿Con qué clase de hechizo teha embrujado? —preguntó, y suhermana comprendió inmediatamenteque se refería al Profeta.

Fátima consiguió ponerse en piea duras penas, avanzó a trompiconeshasta donde yacía Said, que estabacomenzando a recuperar elconocimiento, y lo ayudó aincorporarse lentamente. Trascomprobar que no tenía ningún huesoroto, por fin se volvió hacia suhermano:

—No es ningún hechizo, sino unaRevelación —le respondió en vozbaja al tiempo que iba a buscar untrapo para limpiarse la cara; lahemorragia había parado y la sangreestaba empezando a coagularse—.Dios mismo habla a través deMahoma y sus palabras tienen poderpara cambiar los corazones de loshombres.

Umar la miró durante un largorato y cuando habló, su voz estabateñida de un profundo cansancio:

—Muéstrame esas palabras ydeja que juzgue por mí mismo.

Ella lo miró a los ojos y, al nover ni rastro del demonio, introdujola mano en su túnica para sacar elpedazo de pergamino.

Umar extendió la mano hacia elpellejo, pero su hermana negó con lacabeza y dijo:

—Sólo a los limpios se lespermite tocar la Palabra de Dios.

Al darse cuenta de que Fátimahablaba en serio, su hermano se pusoen pie y fue a buscar una jarra deagua a la cocina: primero le limpióla herida a ella y la ayudó a lavarseun resto de la sangre de la mejilla, y

luego siguió sus instruccionesmientras su hermana le enseñaba eludu, el santo ritual de las ablucionesque los musulmanes realizaban antesde orar o leer el Sagrado Corán. Selavó las manos, la cara y los pies, taly como ella le indicó.

Por fin Fátima le entregó elpergamino sobre el que resaltaba laescritura de un verde intenso. Umarbajó la mirada hasta posarla en eltexto y frunció el ceño mientras leíalas misteriosas letras con las quecomenzaba:

Ta Ha…

10

ESTÁBAMOS esperando en elinterior de la casa del Enviado ensilencio, como si una nube de temorsobrevolara nuestra pequeñacomunidad de creyentes. Vi que mipadre se miraba las manos, incapazde mirar a Nuaim, que estaba sentadojusto enfrente de él sobre el fríosuelo de mármol. Había sido AbuBakr quien le había pedido a Nuaimque intercediera ante los hombres desu clan después de que yo regresara

la noche anterior, sin aliento tras latrepidante aventura que había vividodurante mi incursión en la Cámara dela Asamblea. Esperaba que mi padrese enfadara conmigo por habercometido la insensatez de correr unriesgo tan grande, pero él se habíalimitado a escuchar mi relato congesto grave y luego se habíamarchado a informar al Enviado delo que tramaban contra él. Mi madreen cambio sí que se había puestofuriosa cuando se enteró de que habíapuesto mi vida en peligro y meestuvo dando azotes hasta que me

dolió la garganta de tanto llorar.Como todavía tenía el trasero

dolorido, me puse en cuclillas.Nunca había visto al Enviado tansilencioso: se quedó muy calladodespués de enterarse de que se habíasalvado su vida a cambio de poneren peligro la de la hermana de Umar,Fátima; miró por la ventana y sequedó contemplando una palmera quehabía justo al lado del muro de lacasa de su esposa, como si elcontemplar cómo se alzaba éstadesafiando al viento del desierto quesacudía la ciudad esa mañana le

diera esperanza. Tal vez fue miimaginación pero me pareció que nohabía pestañeado durante unoscuantos minutos: se diría que estabasumido en un trance, pero unodistinto a los terribles ataques quesufría cuando recibía una Revelaciónpues, a juzgar por el movimientoacompasado de su fuerte torso alrespirar, más bien daba la impresiónde estar durmiendo con los ojosabiertos.

En casa del Profeta reinaba unsilencio tan clamoroso que enrealidad era en sí mismo un

inquietante sonido, y entonces seoyeron unos fuertes golpes rítmicosen el vestíbulo, similares al sonidode la trompeta del ángel que vinieraa romper en mil pedazos la quietudde la muerte y llamar a los hombres ala Resurrección.

Alí, que estaba sentado a los piesdel Enviado, se puso de pie y trascaminar con paso lento hasta lapuerta principal comprobó quién erapor la minúscula mirilla antes devolverse hacia el grupo de creyentes.

—Es Umar —nos informó convoz neutra—, y viene con la espada

en la mano.Un murmullo de terror se

extendió por toda la estancia; mihermana Asma rompió a llorar derepente asumiendo que Fátima habíacorrido la peor de las suertes yHamza, el tío del Enviado, se pusode pie también.

—Ábrele la puerta. Si susintenciones son buenas lecorresponderemos con bondades aúnmayores, y si son malas lomataremos con su propia espada.

Alí miró al Profeta que se pusode pie con aire digno para echar a

andar hacia la puerta y reparé unavez más en que sus andares erandistintos a los de cualquier otrohombre que yo hubiera conocido: elEnviado no era tan alto como Hamzapero caminaba a una velocidad y conuna determinación tales que otroshombres de piernas más largas teníanque apretar el paso para no quedarseatrás; era como el viento mismo quegana la carrera una y otra vez a loshijos más veloces de Adán.

El Profeta se detuvo a unoscuantos pasos de la puerta en unaposición en la que sus seguidores

quedábamos justo a sus espaldas,como si se propusiera protegernos élsolo a todos con su cuerpo de lavenganza de Umar. Hamza se colocótras su hombro derecho y Alí estabaa su izquierda. El Enviado hizo ungesto afirmativo a su joven sobrinocon la cabeza y éste abrió la puerta.

Todo el mundo contuvo larespiración y a mí me pareció oír elretumbar de nuestros corazones,como si latieran al unísono.

En ese momento entró Umar conla reluciente espada desenvainada enla mano y yo miré con curiosidad

morbosa el filo para ver si estabamanchado de sangre seca pero, si enverdad había matado a su hermana taly como sospechábamos, debía dehaber limpiado la espada antes devenir a cumplir su juramento.

Observé su rostro confascinación: era un hombrecompletamente distinto al que habíavisto tan sólo unas horas antes, noquedaba rastro de ira en susfacciones y parecía desconcertado,incluso asustado de encontrarse enpresencia del Enviado.

Durante un instante nadie se

movió, como si temiéramos que elmás leve gesto pudiera desencadenarunos acontecimientos que locambiarían todo.

Y desde luego así fue.El Profeta dio un paso al frente,

agarró a Umar por el cinturón conremaches que llevaba puesto, luegode repente tiró de aquel gigante queles sacaba una cabeza hasta a loshombres más altos que había en laestancia como si fuera un chiquillotravieso, y lo arrastró hasta el centrode la habitación sin la menorceremonia obligando al asesino a

permanecer allí de pie mientras lorodeaba un nutrido grupo decreyentes que lo observaban conmiedo en los ojos.

—¿Qué te trae hasta aquí, oh,hijo de Jattab? —le preguntó elEnviado sin apartar la mirada ni uninstante del rostro de poblada barbade su adversario—. Ya veo que nodesistirás hasta que Dios no te envíealguna calamidad.

Umar dudó; reparé en que hacíaademán de mover el brazo con el queempuñaba la espada y que Hamzareaccionaba inmediatamente

agarrando su arco y apuntándolo alpecho con una de sus flechas.

En esto vi algo que hizo que elcorazón me diera un vuelco.

Los ojos del gigante se llenaronde lágrimas que comenzaron a rodarpor sus mejillas, como cuando elpozo de Ismael brotó repentinamentede las entrañas del desierto trayendoesperanza de vida donde antes sólohabía muerte.

Umar dejó caer la espada a lospies del Enviado e inclinó la cabezacon humildad hasta que su barbaquedó por debajo del torso del

Profeta, y luego pronunció laspalabras que nadie en toda La Mecahubiera esperado escuchar de suslabios:

—¡Oh, Enviado de Dios, vengoante ti para proclamar mi fe en Diosy en su Enviado y en el mensaje queDios le ha confiado!

Se hizo el silencio en medio deldesconcierto general: aquello teníaque ser un truco, algún ardid queUmar había ideado para confundirnosy hacer que bajáramos la guardiapara poder así asestar por sorpresael golpe mortal.

Pero los labios del Profetaesbozaron una cálida sonrisa, comocuando el sol se abre paso entre lasnubes oscuras.

—¡Alahu akbar! —exclamó elEnviado con voz sonora que retumbópor todo el vestíbulo para luegoextenderse por las polvorientascalles de la ciudad santa: ¡Dios esgrande!

Y entonces Mahoma, que Dios lobendiga y le conceda paz, abrazó aUmar como a un hermano al que nose ha visto en muchos años.

Todos nos miramos muy

sorprendidos, y en ese momento yoempecé a aplaudir mientras de mislabios brotaba un torrente de risas:era un sonido grave y contagioso ylos demás no tardaron en unirse a mí.Luego por fin alzamos nuestras vocesen exclamaciones de júbilo,maravillados por el poder de la fe ylas insondables profundidades delalma humana.

Esa misma noche nosenteraríamos de cómo todo habíacambiado para Umar en el instante enque leyó la Palabra de Dios: habíasido como si alguien hubiera

introducido la mano en su pecho y lehubiese arrancado la serpiente letalque anidaba en su corazón. Al leerhabía comprendido que el Espíritucuya presencia sentía en losalrededores de la Caaba, el Ser alque había jurado servir con su propiavida, tenía una Voz y le habíahablado a través del Libro reveladoa un analfabeto. Todo este tiempo,había estado luchando contra lafuerza a la que precisamente habíaentregado su alma.

Umar se había incorporado sindecir palabra a su hermana para

dirigirse inmediatamente a casa delEnviado. Nos contó que cuandoproclamó su fe recién encontradasintió como si le quitaran un peso deencima y tuvo la sensación de que, derepente, alguien que vivíaencadenado en su interior habíarecuperado la libertad. El hombreque era hasta ese momento habíadesaparecido, igual que una sombrase desvanece cuando la luz seproyecta sobre ella.

No había vuelto a llorar desdeque era niño, ya que su padre, AlJattab, lo golpeaba violentamente si

lo oía hacerlo y le amenazaba concortarle el miembro si seguíalloriqueando igual que una niñita. Sinembargo hoy se había pasado horashecho un mar de lágrimas, como si sehubiera abierto la compuerta de unapresa y se hubiese desbordado todoel dolor que había acumulado en suinterior durante años: no podríahaberlo controlado aunque hubiesequerido y, a decir verdad, tampocoquería.

El Enviado lo había aceptado yle había perdonado su traición, peroaun así Umar no podía contener el

llanto porque seguía viendo en sucabeza la imagen de aquella preciosaniña, su hija, mirándole ysonriéndole mientras él cubría sudiminuto cuerpo con piedras; lapequeña había seguido apretándoleel dedo hasta que exhaló el últimoaliento y su manita cayó por fininerte.

Umar había mirado al Enviado alos ojos y, pidiéndole que locastigara por su pecado, le habíaentregado la espada a Mahoma altiempo que le suplicaba que vengarala muerte de la niña cortándole a él

la cabeza. Pero el Profeta habíaposado una mano en su brazo consuavidad mientras sus negros ojostambién se llenaban de lágrimas decompasión.

—Ya te has castigado tú mismodurante bastante tiempo, hijo de AlJattab —replicó en voz baja—. ElIslam es como un río que limpia detoda mancha a quienes se sumergenen él.

Umar inclinó la cabezaresistiéndose aún a aceptar el perdónque se le ofrecía:

—Dices que todos resucitarán al

fin y que los padres que mataron asus hijas con sus propias manostendrán que responder ante ellas enel Día del juicio —declarórepitiendo las enseñanzas que tantohabía perseguido y ridiculizado hastahacía escasas horas—. ¿Qué le diré ami hijita cuando me encuentre cara acara con ella?

El Profeta miró por encima delhombro de Umar hacia el infinito,como si con los ojos de la mentecontemplara una gran visión que se lehubiera aparecido a lo lejos.

—La veo agarrando tu mano,

apretándote el dedo mientras te guíaal Paraíso.

En ese momento, Umar ben alJattab fue liberado: el hombre quehasta entonces había sido un asesino,un borracho y un adúltero murió, ynació el hombre justo y honrado. Elmayor enemigo del Islam se habíaconvertido en su mayor aliado y elmundo ya nunca volvería a ser igual.

11

LA conversión de Umar no hizo sinoempeorar la persecución que sufríanlos musulmanes pues, asustados porla inexplicable deserción de su mejorguerrero, los oligarcas de La Mecaimpusieron crueles sanciones contralos creyentes. A los mecanos se lesprohibió hacer negocios con nosotrosy la comida escaseaba terriblemente;la hambruna y la enfermedad seextendieron por toda la comunidadponiendo a prueba la convicción

hasta de los más fervorosos.La muerte siempre actúa como

catalizador y fue precisamente ella laque acabó obligando a losmusulmanes a enfrentarse a la verdadque mi joven corazón ya conocía:teníamos que abandonar la ciudadantes de que la situación sedeteriorara aún más y se desataranlos vientos de la guerra.

Un día mi primo Talha sepresentó en nuestra casa corriendo:

—¡Han vuelto los exiliados! —alcanzó a decir con voz temblorosapor la emoción mientras trataba de

recobrar el aliento.Por un momento no supe qué

pensar: ¿de qué estaba hablando?; yluego me acordé.

Abisinia. Casi medio centenar delos nuestros, fundamentalmente losmás débiles y pobres de entre loscreyentes, los que no pertenecían aningún clan que los protegiera,habían huido atravesando el marhacía tres años y encontrado refugioen el territorio del benévolo reycristiano de aquellas tierras, elnegus. Entre los que emigraron secontaban algunas de mis mejores

amigas, como Salina, la hija de unabeduina que no estaba casada y habíatrabajado en las calles comoprostituta antes de convertirse alIslam. Yo había perdido la esperanzade volver a verlas jamás así que,cuando mi cabeza registró por fin laspalabras de Talha, en mis labios sedibujó una amplia sonrisa y me pusea dar palmas de alegría.

Mi madre se apresuró a meter enuna bolsa de cuero una buena piernade cordero asado que había estadococinando para la cena y, sin decirpalabra, salió a la carrera hacia la

casa del Enviado. Asma y yo laseguimos inmediatamente con Talha.

Nunca antes había visto talanimación en la casa del Enviado: sehabía corrido la voz por toda laciudad a la velocidad con que lasllamas provocadas por el rayo seextienden por el bosque y elvestíbulo principal de la casa era unhervidero de almasbienintencionadas que habían idohasta allí para dar la bienvenida alos hermanos que tanto tiempollevaban fuera. Me abrí paso entre lamultitud a duras penas y, durante un

instante, tuve la incómoda sensaciónde comprender perfectamente lo queera la vida de una gallina de corralque tiene que luchar con todas susfuerzas para alcanzar a picotear unoscuantos granos de trigo.

Por fin pude gatear por debajo deunas piernas fornidas y escurrirmeentre dos mujeres de baja estatura,unas gemelas que llevaban la cabezacubierta con sendas abayas coloraceituna, y conseguí llegar al centrode la espaciosa habitación donde elEnviado estaba abrazando a loshermanos recién llegados con

lágrimas en los ojos.Al ver que el Profeta estrechaba

entre sus brazos a una joven que noreconocí sentí una punzada de celos ala que en el momento no encontré elmenor sentido, pero ciertamenteaquel gesto me confundió ya que elProfeta siempre se mantenía a unarespetuosa distancia física de susseguidoras y nunca antes lo habíavisto mostrarse tan cariñoso con unajoven.

Pero entonces reparé en losintensos ojos oscuros de ella y me dicuenta inmediatamente de que no era

una desconocida, en cuyo caso aquelabrazo habría sido motivo derumores y escándalo, sino Ruqaya, lahija del Profeta que se había casadocon el noble mecano Uzman ben Afany había emigrado con su esposocuando lo nombraron líder de losexiliados a Abisinia. Las otras hijasdel Profeta, Zainab y Um Kulzum,eran unas criaturas preciosas, inclusola pequeña, Fátima, habría sidoconsiderada bonita si se hubieratomado la molestia de ponerse unpoco de color en las mejillas y deperfumarse el pelo, pero Ruqaya era

una mujer de otro mundo: ya entoncesera la mujer más hermosa que yohabía visto jamás, y lo sigue siendo;tenía una piel perfecta, más pálidaincluso que la de su padre, sedososcabellos castaños que asomaban pordebajo del discreto pañuelo de sedacon que se cubría la cabeza, y unacintura de avispa; sus ropajes coloraguamarina no conseguían ocultar lasgenerosas curvas de sus pechos yparecía exhalar un delicado olor amandarina. Mientras contemplaba suporte regio y grácil, me vino a lamente una estatua antigua de la diosa

griega Atenea que había en elSantuario, comprada por uncomerciante árabe que la habíaencontrado entre las ruinas a lasafueras de Bizancio y la había traídode vuelta para colocarla en lasproximidades de la Caaba.

Vi mi propio reflejo en el espejode bronce que había colgado en lapared a mi derecha y, de repente, mesentí pequeña y fea. Esa sensaciónempeoró cuando reparé en el hombrealto con una barba perfectamenteacicalada de pie junto a Ruqaya. Élinclinó la cabeza ante el Enviado y le

besó la mano, y cuando se incorporóde nuevo me di cuenta de que eraUzman, el esposo de la hermosajoven y su digno consorte pues laigualaba en belleza: su rostro era deproporciones perfectas, tenía unosojos grises de expresión tranquilaque siempre parecían estarligeramente llorosos yresplandecientes, como el pozo deZamzam a la luz del amanecer; ibaelegantemente vestido con una túnicabordada de color verde cuyodobladillo decorado con unasdiminutas gemas también lanzaban

tímidos destellos; además, cuandosonreía derrochaba amabilidad ycompasión sin límites, cualidadesambas que un día serían su perdicióny abocarían a nuestra nación a uncaos del que ya nunca se recuperaría.

Pero ese futuro todavía quedabamuy lejos y ninguno de los presenteshabría podido adivinarlo excepto talvez el Enviado mismo. Ahora queestoy al final de mi vida, cuando heechado la vista atrás para ver sihabría podido leer las señales mejory evitar así el derramamiento desangre del que fui responsable en

parte, me ha venido a la memoria quesiempre que el Enviado miraba aUzman detectaba en sus ojos unatisbo de tristeza.

Mahoma nunca declaró ser capazde predecir el futuro —sólo Diossabía los detalles de Su Plan para lahumanidad— pero creo que elEnviado sí poseía una perspicacianotable a la hora de leer loscorazones de los hombres y mujeresque pasaron por su vida, tantoamigos como enemigos y, en el casode Uzman, puede que hubierapresentido más que sabido que su

alma generosa, su inocencia de niño,lo harían presa fácil de losmanipuladores sin escrúpulos y esotraería consecuencias nefastas parala Uma.

Pero ésa es una tragedia para sercontada en otro momento y, encualquier caso, tú ya la conoces desobra, Abdalá. Volviendo a losacontecimientos de aquel día:recuerdo que Jadiya dio un paso alfrente para recibir a los reciénllegados; había envejecido muchocomo consecuencia de la tensión delos últimos meses y su regia belleza

se había transformado en unaapariencia frágil, su piel tersa eraahora un océano de arrugas; se lehabía afilado la cara y tenía elcabello blanco como la nieve y algoralo y, al contemplar como la manodel Enviado la sostenía con gestocariñoso, me di cuenta de queparecía su hijo más que su maridopues sus cabellos continuaban siendoabundantes y llenos de brillo, nohabía arrugas en su masculino rostroy tan sólo se distinguían dos finosmechones de canas en su barba.

Los exiliados no estaban

preparados para aquel contraste y vique los cristalinos ojos de Ruqaya sellenaban de lágrimas; Jadiya tambiénreparó en lo impresionada que estabasu hija y me imagino que se lerompió el corazón pero, fuera cualfuese la intensidad del dolor quesintió, la Madre de los Creyentes erauna experta en ocultar el sufrimientotras su sonrisa amable.

—¡Mi preciosa hija! —exclamócon voz ronca rodeando lentamentecon los brazos a la muchacha, quetemblaba de pena.

Jadiya le acarició el pelo con sus

esbeltos dedos y luego se apartó conuna expresión de profundo cansancioen el rostro. El primo del Profeta,Alí, se le acercó rápidamente y laayudó a sentarse en un cojín deterciopelo. Jadiya aspiró hondo conevidente dificultad y se llevó la manoal pecho, como para recordar a suexhausto corazón que debía seguirlatiendo.

Ruqaya se arrodilló junto a sumadre con la preocupación escrita enla cara.

—Madre, ¿te pasa algo?Jadiya sonrió débilmente con la

mirada perdida en un punto lejano.—Es sólo que estoy un poco

cansada, cariño —respondió casi sinaliento.

Fátima, la hija menor delEnviado, se sentó a su lado y le tomóla mano. La muchacha eracompletamente distinta a sudeslumbrante hermana Ruqaya:llevaba la melena negra recogidaapresuradamente bajo un pañueloamarillo, su túnica era de lana toscay no se distinguía en su rostro elmenor rastro de ningún cosméticocon que hubiera podido resaltar su

feminidad.—Nuestra madre está enferma

pero se niega a reconocerlo —dijoFátima con tono de reproche.

Los ojos de Jadiya lanzaron undestello y, por un momento, pudedistinguir claramente en ellos lafuerza y dignidad que siempre habíancaracterizado a la Madre de losCreyentes.

—¡Tonterías! —replicó en tonoorgulloso—, con la edad las piernasya no me sostienen igual, nada más…Pero basta de hablar de mí, ¿cómo esque habéis regresado?

Uzman se inclinó para postrarsede rodillas frente a ella igual que unesclavo ante una reina y le besó lafrente.

—Nos llegaron noticias delboicot y los sufrimientos de losmusulmanes y no podíamosquedarnos cómodamente en Abisiniamientras vosotros os moríais dehambre.

Mientras los hombrescomenzaban a charlar con los reciénllegados, yo me sorprendí a mímisma observando a Ruqaya yUzman sin poder evitarlo, fascinada

igual que una chiquilla que sucumbeal poder hipnótico de las llamas deun fuego de campamento. Luego, derepente, oí el murmullo de unasfaldas a mi lado y alcé la vista paraencontrarme con Fátima que habíavenido a sentarse a mi lado.

—Son muy guapos, ¿verdad?Me ruboricé hasta las orejas al

darme cuenta de que mis ojos mehabían traicionado pero Fátima mesonrió en silencio dando a entenderque me comprendía, y mirando aaquella muchacha callada de aspectoanodino a los ojos no se me ocurrió

otra cosa que hacerle una preguntaimpertinente que una mujer maduranunca hubiera formulado en voz alta:

—¿Resulta difícil tener unahermana así? Me refiero a que…cuando tú… —enmudecí al caer enla cuenta de que estaba siendoterriblemente mal educada, pero aunasí la curiosidad de mi mente infantilno dejaba de ser legítima: yo era laguapa en mi casa y me habíapreguntado a menudo cómo se sentíami hermana Asma al ver que, a pesarde que yo no era más que una niñaque ni siquiera había alcanzado

todavía la pubertad, atraía de todosmodos las miradas de los hombresque en cambio rara vez reparaban enella.

En cualquier caso, fue unatontería pronunciar la pregunta envoz alta y me arrepentí de haberlohecho en el preciso instante en quelas insensatas palabras salieron demis labios.

Sin embargo Fátima no parecióofenderse.

—Cuando Ruqaya está presenteel resto de muchachas desaparecen,como estrellas eclipsadas por la luz

del sol al amanecer —me respondióencogiéndose de hombros—. Una seacostumbra.

Fátima poseía una sencillez, unahumildad tales que me inspirósimpatía inmediatamente y, en unintento de cambiar de tema y pasar aotro más agradable y esperanzador,me volví hacia ella esbozando unasonrisa entusiasta y le dije:

—Tus hermanas están todascasadas, ¿tú también te vas a casar?

Fátima me miró con esos ojososcuros que tanto se parecían a losde su padre y cuando me devolvió la

sonrisa había en ellos tal tristeza quese me heló el corazón.

—No sé si me casaré alguna vez—me contestó sin más rodeos.

La respuesta me sorprendió.—¿Cómo puedes decir eso?

¡Todas las chicas se casan!Era verdad: al final hasta la

muchacha más hogareña de La Mecaacababa encontrando esposo, aunqueno fuera un gran partido.

Los ojos de Fátima lanzaron undestello misterioso pero no sehumedecieron cuando dijo en voz

baja: —Yo no soy como todas laschicas.

Y luego, antes de que tuvieratiempo a preguntarle qué quería decircon eso, oí el sonido lastimoso deuna terrible tos, alcé la vistaalarmada y vi a Jadiya, pálida comoun fantasma, que se apretaba el pechocon fuerza.

El Enviado corrió a su ladoinmediatamente, se agachó y lesusurró a su esposa algo que no pudedescifrar, ella asintió con la cabeza yse cubrió la boca en el momento enque su pecho y su garganta volvían a

estremecerse violentamente bajo losefectos de otro ataque de tos.

Y luego por fin Jadiya posó lasmanos sobre el regazo y vi que teníalas palmas manchadas de sangre.

Hubo gritos de espanto y todo elmundo fue corriendo hacia ella.

—¡Apartaos! —ordenó Alílevantándose y empujando haciaatrás a la asustada muchedumbre congesto decidido para darle a laenferma espacio para respirar,aunque muy débilmente.

Fátima había desaparecido de milado, aunque no me di cuenta: fue

como si estuviese sentada a mi ladoy, al rato, sostuviera la mano de sumadre y la ayudara a levantarse.Siempre me había maravillado suextraordinaria habilidad paraaparecer y desaparecer sin que nadiese fijara, aunque nunca habíapensado mucho en ello, pues creíaque era una especie de efecto óptico,fruto de la combinación de losandares extraordinariamente ágilesde su padre y la personalidaddiscreta por naturaleza de lamuchacha. No obstante, ahora ya noestaba tan segura y cuando volví a

mirar a aquella chiquilla de aspectoetéreo que se movía como unespectro sentí que un súbitoescalofrío me recorría la espalda.

La Madre de los Creyentes, la piedraangular sobre la que se sustentabantodas nuestras esperanzas, se estabamuriendo. Mientras el Enviado y Alíla ayudaban a subir por la sinuosaescalera de mármol que llevaba a losaposentos privados de la familia enel segundo piso, mi padre asumió la

tarea de restablecer la calma y elorden entre la multitud de creyentes.

Después de conseguir que sefueran marchando de la casa delProfeta todos excepto la familia máscercana y unos cuantos consejeros deconfianza como Umar y Uzman,subimos al piso de arriba a ver cómoestaba Jadiya. Me agarré a la fríabarandilla dorada igual que una niñaque se aferra al borde de unprecipicio: me parecía que el sonidode cada paso que daba por el suelode piedra pulida retumbaba como elclamor de los tambores de guerra que

anuncian a su paso la llegada de lamuerte y la pestilencia.

Seguí a mis padres hasta laalcoba del Enviado y vi a Jadiyatendida sobre un colchón de plumasde ganso, importado del norte: desdeque comenzara su misión, el Enviadose había desprendido de casi todoslos lujos pero no podía prescindir deaquella posesión que proporcionabaun poco de comodidad y descanso asu envejecida esposa.

La estampa de Jadiya allí tendidacon las manos —que eran preciosas— cruzadas sobre el pecho era tan

apacible que, por un momento, creíque ya estaba muerta, pero el crepitarsuave de la túnica gris que llevabapuesta al compás del rítmicomovimiento de su respiraciónindicaba que su alma todavía iba aquedarse entre nosotros un poco más.Le corrían gruesas y resplandecientesgotas de sudor por el ajado rostro ysus hijas se afanaban en secarle lafrente con un paño limpio.

El Enviado se arrodilló junto aella, cerró los ojos y alzó las manospara orar con fervor. Nunca lo habíavisto tan concentrado, tan

increíblemente quieto: si no hubierasido porque identifiqué el latidorítmico de una vena en la sien, podríahaber llegado a imaginar que la penalo había vuelto de piedra,exactamente igual que los ídolos quetanto despreciaba.

Un silencio absoluto parecido alque reina en una cripta cuando secierran sus puertas invadió laestancia; hasta el viento que soplabafuera enmudeció produciéndose unacalma lastimosa similar a la queprecede a la tormenta. Nadie semovió, todos los ojos estaban

puestos en la anciana que yacía en ellecho; las horas pasaron como sifueran meros instantes y por finFátima se alejó de su madre paraencender un pequeño candil en elmomento en que el sol se ocultaba enel horizonte.

Cuando la resplandeciente esferadesapareció y Venus dominó por finlos cielos, Jadiya abrió los ojos y lavi sonreírle al Enviado que laobservaba igual que un chiquilloasustado. Al ver la mirada dedesconcierto en el rostro de aquelhombre que era el centro de nuestra

comunidad, la roca que nosproporcionaba estabilidad mientraslas letales aguas embravecidas delmundo nos asediaban, de repente mesentí muy pequeña y desvalida.

Fue entonces cuando me di cuentade que, durante todo ese tiempo, elcorazón del Islam había sido enrealidad Jadiya: de no ser porqueella aceptó la visión de Mahomadesde el primer momento, él habríaignorado la experiencia que tuvo enel monte Hira como poco menos queun sueño o una fantasía provocadapor un yin caprichoso.

Si ella no hubiera creído en él,Mahoma habría acabado como loslunáticos que se veían vagando porcalles de La Meca envueltos enmalolientes harapos y cuyas mentesperturbadas los habían torturadohasta tal punto que incluso susfamilias los habían repudiado yabandonado a una muerte segura.Fuera lo que fuese esta nuevareligión llamada Islam,independientemente de en quéacabara por convertirse, no cabíaduda de que se trataba del resultadode la fe de una mujer en un hombre.

Y ahora esa mujer estaba muriendo yyo me preguntaba si nuestra fe nomoriría también con ella.

Vi una figura que entraba en lahabitación, un hombre con profundasmarcas en el rostro y cabellos ralospese a su juventud: era Zaid benHariza, el hijo adoptivo de Mahomay Jadiya, al que los creyentes lehabían contado lo ocurrido en casadel Enviado esa mañana en cuantoregresó de una expedición fallida decaza en las montañas donde habíasido visto un leopardo la nocheanterior.

Zaid se inclinó hacia Jadiya, quele acarició la mejilla. El joven habíasido su esclavo en otro tiempo perosu fidelidad hacia ella y su esposohabía llegado a tal extremo que lehabían concedido la libertad y lohabían adoptado tras la trágicamuerte cuando todavía era un niño desu propio hijo Qasim. Junto con Alí,Zaid era la persona más próxima a loque hubiera podido considerarse elheredero del Enviado y muchoscreyentes lo veían como el futurolíder de la comunidad. El hecho deque un esclavo pudiera llegar a

convertirse en señor de los creyentesera motivo de gran orgullo para losmusulmanes y causa de intensasburlas por parte de Abu Lahab y elresto de nuestros enemigos.

Vi que Jadiya les hacía un gesto aZaid, Alí y sus hijas para que seacercaran. El resto nos mantuvimos acierta distancia por respeto: el hechomismo de que se nos hubierapermitido entrar en el lugar másprivado y compartir los últimosmomentos de vida de Jadiya ya nosparecía más que suficiente, y ademásla familia tenía ciertos derechos y

prerrogativas que debían respetarse.Se acercaron uno a uno todos los

miembros del Ahí al Bait, la Gentede la Casa, y Jadiya fue bendiciendoy susurrándoles algo al oído en vozbaja, prácticamente inaudible, atodos sus seres queridos. Después dehaber disfrutado de aquel momentoíntimo para despedirse, vi comoasentían y se incorporaban con laslágrimas rodándoles por las mejillas:primero fue el turno de la hija mayor,Zainab; luego de Ruqaya que estabaincluso más hermosa ahora que latristeza hacía resplandecer aún más

sus ojos negros; después seacercaron la vivaz Um Kulzum demejillas sonrosadas y el adusto Zaid.

Y por fin Jadiya tomó la mano deFátima en su derecha y la de Alí ensu izquierda y les besó la frente aambos. Cuando Fátima retrocediódespués, la expresión de pesar en surostro resultaba tan dolorosa quebajé la mirada por temor a que meconsumiera.

—Aisha…Me desconcertó por completo oír

mi nombre y alcé la vista paraencontrarme con que Jadiya me

estaba mirando con ojos llenos decompasión y me hacía un gesto paraque fuera hasta ella.

Confundida y llena de dudassobre la razón por la que se meincluía en el círculo especial de losmiembros de la familia, me quedéallí de pie con el dedo en la bocacomo si todavía fuera una niña queacaba de aprender a caminar. Mimadre, Um Ruinan me tomó de lamano y tiró de mí con algo de fuerzapara llevarme al lado de Jadiya yluego retrocedió para dejarme asolas con la mujer.

La Madre de los Creyentes meacarició la rojiza melena igual queuna niña que juega con su muñecafavorita y entonces movió un poco lacabeza y tuve la sensación de quequería que me acercara aún más paraque pudiera oírla bien, así que meincliné hacia delante hasta que mioreja prácticamente rozó suscuarteados labios.

Me habló entre susurros pero suspalabras retumbaron en mi corazóncomo si de un toque de trompeta setratara.

—Cuídalo tú cuando yo me vaya

—fue el indescifrable mensaje—,fuiste hecha para él.

Yo no tenía la menor idea de aqué se refería pero había algoemocionante y aterrador a la vez ensus palabras, era como si estuvierausando su último aliento paracontarme un secreto que a partir deentonces yo debería proteger con mipropia vida.

Noté que el Enviado estaba depie a mis espaldas y me apresuré aponerme de pie otra vez para correra refugiarme junto a mi madre, sinsaber qué pensar de las misteriosas

palabras que Jadiya me había legado.Alcé la vista y vi al Profeta

llorando y, con lo que parecía unterrible esfuerzo, a su esposa alzarlas manos para secarle las lágrimasdelante de todos nosotros igual quehabía hecho en privado durante todosesos años. En ese momento supe laverdad sobre su relación: el Enviadohabía visto morir a su madre cuandosólo tenía seis años y toda su vidahabía anhelado aquel tacto amorosodel que se había visto privado;Jadiya era más que su esposa y sumejor amiga, más que la primera

persona que se convirtió al Islam,también desempeñaba el papel de lamadre que Dios le había arrebatado aMahoma y, al mirarlo a la cara, medi cuenta de que estaba volviendo aexperimentar el horror de la pérdidaque tanto lo aterrorizaba desde niño.

—Ya me convocan a la Moradade Paz… Amor mío, ha llegado elmomento de marcharme… —Através de las lágrimas que menublaban la vista distinguí al Profetaque se inclinaba para acariciar consu mejilla la de ella—. Desde elprimer momento en que te vi supe

que eras especial… Incluso si Diosnunca te hubiera hablado, aun así yosiempre habría estado convencida deque eras Su elegido…

Jadiya había alzado los ojos ytenía la mirada perdida en algúnpunto distante en el techo, como sicontemplara algo que sólo ella podíaver.

—Ya están aquí los hombres deblanco… Puedo ver donde mellevan… Es un lugar tan bello, tanluminoso… —Luego se volvió paramirar al Enviado a los ojos—. Nohay otro dios sino Alá y tú, amado

mío, eres su Enviado…Y dicho eso exhaló y se quedó

inmóvil.Hubo un instante de silencio

absoluto, tanto que reverberaba igualque un terremoto, y por fin estallaronlos llantos a mi alrededor y vi que elEnviado de Dios rozaba los labiosde la Madre de los Creyentes en unaúltima caricia de despedida.

El Profeta parecía una criatura deotro mundo y, cuando habló, su vozsuave se impuso al estruendo delduelo y lo que pronunció fueron lasPalabras de Dios que le habían sido

reveladas en el momento de lamuerte de Jadiya, palabras que losmusulmanes invocan incluso hoycuando sufren una gran pérdida opara recordar quiénes somos y haciadónde vamos:

Realmentesomos de Dios ya Él volvemos…

12

HABÍA llegado el momento deabandonar La Meca. Poco despuésde morir Jadiya, los musulmanessufrieron otra pérdida: el tío y tutordel Profeta, Abu Talib, falleció y elmalvado Abu Lahab se convirtió enjefe de los Bani Hashim: ya nopodíamos contar con que el clan delProfeta nos protegiera de las huestesde los quraish, la persecución iría amás y no habría recurso posible a lajusticia tribal, pero ¿adónde

podíamos ir? Los quraish vigilabanlos caminos a la costa cerrándonos elpaso hacia Abisinia así que seplanteó la posibilidad de huir aYatrib, un oasis situado al norte quecompartían tribus de árabes y judíos:los clanes árabes estaban buscandoun mediador que les ayudara aresolver sus perennes disputas yalgunos ya habían solicitado alEnviado que les sirviera de juez;además cabía esperar que los judíosde Yatrib, que compartían nuestra feen el Único Dios, se convirtieran ennuestros aliados y nos protegieran de

los idólatras. No obstante, la solaidea de trasladar a toda la comunidadde creyentes a una ciudad lejanaresultaba abrumadora y hubo quiensugirió que debíamos capear eltemporal en La Meca confiando enque la misericordia de Dios aliviaríanuestro sufrimiento.

Pero incluso en aquellosmomentos en que los adultosdiscutían furtivamente sobre el futuroentre susurros, yo permanecíatotalmente ajena al hecho de que elmío ya se había decidido. Una noche,estaba sentada en un rincón de la sala

de estar jugando con mis muñecasfavoritas, unos juguetitos toscoshechos con trapos y cuerdas a los quehabía puesto por nombre Akil yAkila: estaba representando su boda—mi juego preferido— aunque, enmi cabeza, en vez de un par demuñecos veía a mi adorada hermanaAsma casándose por fin con elmuchacho del que llevaba añosenamorada en secreto; las jóvenes dela ciudad veían a tu padre, Zubair,como un muy buen partido y yo nuncahabía creído realmente que mihermana tuviera demasiadas

posibilidades, pero el Enviado habíadicho que Dios sostiene loscorazones de los hombres entre susdedos y los dirige a Su antojo, y eraevidente que por fin Dios habíadirigido el corazón de Zubair haciatu madre.

Oí que se abría la puerta y vientrar a mi padre; me levanté parasaludarlo pero él me miró fijamente yme ordenó:

—Ve a tu cuarto, pequeña.Había algo en el tono de su voz

que me asustó y me quedé clavada enel sitio.

—Pero, padre…—Vete —insistió con firmeza—,

tengo que hablar con tu madre.De alguna manera, yo sabía que

la causa de su aparente disgusto teníaque ver conmigo y traté de hacermemoria repasando mis últimastravesuras al tiempo que mepreguntaba por cuál de todas mehabía acabado buscando unproblema.

Mientras meditaba sobre mispecados infantiles fui hasta mihabitación y cerré la puerta pero, enlugar de quedarme allí jugando con

las muñecas sentada en la cama, meapoyé en la puerta y agucé el oído: seoía un murmullo de voces que meesforcé inútilmente por descifrar asíque al final decidí arriesgarme y abríla puerta un poco, lo justo para oír loque decían mis padres con algo másde claridad; en el momento en que lamadera de acacia de la puerta crujióal rozar con las baldosas de mármoldel suelo hice una muecapreguntándome si me habrían oído ysabrían que los estaba espiando.

—¿Algo no va bien? —estabadiciendo mi madre en voz muy baja

que claramente desprendíapreocupación.

—No, no pasa nada —respondiómi padre—, sólo que… necesito unmomento.

Oí que mi madre le servía unvaso de agua y al cabo de un rato mipadre comenzó a hablar, maravilladoy temeroso a la vez.

—El Profeta ha tenido un sueño—declaró en voz baja.

—Ya lo sé, nos ha hablado atodos del Viaje Nocturno —replicóUm Ruman refiriéndose a unareciente visión del Profeta de la que

hablaba toda La Meca.Al poco de morir Jadiya y Abu

Talib, el Profeta había caído en unestado que rayaba en ladesesperación, sentía que Dios lohabía abandonado y entonces, unanoche, Mahoma estaba durmiendo enel Santuario cuando el ángel Gabriello despertó y lo llevó en unmaravilloso caballo volador a la AlMasyid Al Aqsa ('la Casa de Oraciónmás Lejana') de Jerusalén, dondeDavid y Salomón habían construidoun altar para Dios. Pese a queJerusalén estaba a un mes de viaje en

camello, el Profeta había llegado enun instante, estuvo orando junto a losprofetas de Dios, incluidos Abraham,Moisés y Jesús, y luego Gabriel se lollevó en un viaje celestial por elfirmamento. El Enviado regresó a laTierra transformado por la visión,que había vuelto a encender en él lallama de la esperanza. La historia delViaje Nocturno se había convertidoen fuente de gran inspiración para losmusulmanes pese a que tambiénincrementó las burlas de los paganos.Abu Bakr había defendidoapasionadamente al Enviado ante

quienes se reían de su visión y elProfeta había concedido a su fielamigo el título de As Sidiq ('Testigode la Verdad').

—No, no me refiero a esa visión—contestó mi padre—, el Enviadotuvo el sueño del que hablo hacemuchas noches pero fue después delViaje Nocturno cuando se decidió acontármelo.

Mi padre siempre había sido unintérprete de sueños muy respetado,incluso en los días anteriores a laRevelación; era como el profetaJosé, que poseía el don de

comprender tan profundamente loscorazones de los hombres que podíafácilmente leer los símbolos ocultosen las profundidades de laimaginación.

—El ángel Gabriel vino a él conun bulto envuelto en seda verde enlas manos —prosiguió Abu Bakrlentamente— y cuando el Profeta lepreguntó qué había dentro, el ángel lerespondió: «Tu esposa». Y entoncesdesenrolló la seda y el Profeta vio auna niña.

Abu Bakr hizo una pausa y yo mepregunté quién sería; no era capaz de

imaginarme a nadie capaz de sustituira Jadiya, pero pensé en Ramla, lahija de Abu Sufian, y se me encogióel corazón: la muchacha habíaescandalizado a su familiaconvirtiéndose al Islam y la habíanechado de casa; yo nunca le habíatenido la menor simpatía porque merecordaba demasiado a Hind, ya quetras su belleza comparable a la deuna estatua se escondía un fuegogélido que me asustaba y acabaríasiendo la causa de no pocaanimadversión con el devenir de losaños. No obstante, en ese momento

sólo la conocía como una muchachaambiciosa que declaraba sin tapujossu deseo de convertirse en la esposadel Enviado y, pese a ser todavía unaniña, yo comprendía perfectamenteque esa alianza sería de incalculablevalor político para el Profeta pues, aligual que Jadiya, Ramla pertenecía auna familia noble y respetada y launión podría ayudar a disipar laenemistad entre los musulmanes y lacasa de Abu Sufian. Pero cuandopensaba en el sueño del Enviado, enRamla envuelta en el bulto de sedaque portaba Gabriel, me entraban

ganas de vomitar: la idea de que lataimada hija de Abu Sufian fuera aconvertirse pronto en la Madre delos Creyentes hacía que laindignación acelerara los latidos demi corazón.

Ahora bien, cuando mi padrehabló de nuevo, mi corazónsimplemente dejó de latir:

—Vio a Aisha.Durante los minutos que

siguieron no oí nada más, era comosi me hubiera quedado sorda eincluso los alaridos pavorosos de loscondenados en el Infierno se me

habrían pasado totalmentedesapercibidos.

Pero luego, cuando el mundoreanudó su curso, los sonidos seabalanzaron sobre mí a demasiadavelocidad como para conseguircomprenderlos:

—¿Y qué hacemos? —sonó lavoz de mi madre con tono estridenteque no distaba mucho del balidoquejumbroso del cordero cuando vepor primera vez el cuchillo delmatarife.

—Obedecemos a Dios —fuecuanto respondió mi padre.

Oí que mi madre golpeaba lamesa con algo y mi puerta tembló conlas vibraciones del ruido.

—¡Pero Aisha… está prometidaa Yubair ben Mutim!

Primera noticia que tenía yo detal cosa.

Había visto a Yubair unascuantas veces pero apenas recordabaqué aspecto tenía, aunque sí sabíaque era primo de la despreciableHind y había oído rumores de quehabía considerado la posibilidad deconvertirse a la nueva fe después deque lo hiciera Ramla: por lo visto mi

padre me estaba usando comomoneda de cambio en un intento deengatusar al poderoso señor quraishpara que se convirtiera a nuestra fe.Mi corazón, que había ascendido a lomás alto hacía unos instantes al oírque yo era la elegida para ser laesposa del Enviado, se sumió ahoraen la más profunda sima de furia y ladesesperación más absolutas ante laidea de que mi propia familiapudiera negociar con mi vida comosi tal cosa.

—El padre de Yubair siempre seha opuesto al matrimonio y le

aliviará mucho que retiremos lapropuesta —respondió mi padre sinmás, como si estuviera hablando delprecio de las cebollas en el mercado—. Si es el destino de Yubairconvertirse al Islam, Dios leencontrará una esposa virtuosa, estoyseguro.

Sentí una oleada de ira corriendopor mis jóvenes venas: en ningúnmomento de aquella conversación sehabía mencionado ni se habíapreocupado nadie por lo que yopudiera decir al respecto.

Oía el murmullo de las faldas de

mi madre mientras caminaba por lahabitación arriba y abajo, algo quehacía siempre que estaba nerviosa ose sentía insegura.

—Es que… es tan joven… —comenzó a decir, pero mi padre lainterrumpió.

—No más que la mayoría de lasnovias hoy en día —se limitó aargumentar Abu Bakr—. Elmatrimonio no se consumará hastaque no comiencen sus ciclos.

Se hizo un largo silencio duranteel cual no oí nada más que elretumbar de los latidos de mi

corazón.Cuando mi madre habló de

nuevo, pude detectar claramente lapreocupación en su voz:

—Se convertirá en la Madre delos Creyentes, un papel que hastaahora sólo ha desempeñado Jadiya,¿cómo va a reemplazarla unachiquilla?

—El Enviado comprende que sujuventud es una cuestión delicada —la tranquilizó Abu Bakr—, y por esotambién desposará a una mujermayor, más madura, que puedaocuparse de la casa.

En mi mente apareció de nuevo laimagen de Ramla y se me hizo unnudo en el estómago. ¿Cómo iba yo acompartir esposo con la hija de AbuSufian? Ella era mucho más bella ymayor, sabría cómo complacer a unhombre. El Enviado acabaría poraburrirse de mí y al final seinclinaría por una mujer que fueramás su igual y me echaría a la calle.

—¿Quién? —preguntó mi madre,presa de una curiosidad desbordada,digna de la mayor de las chismosas.

Mi padre hizo una pausa y yo mepuse a rezar para mis adentros: «Por

favor, que no sea Ramla».—Sauda ben Zama —contestó él

por fin.Al oír aquello me caí hacia atrás

con un golpe sordo y, por unmomento, tuve la certeza de que mispadres me habrían oído y se daríancuenta de que había estadoescuchando, pero no vinieron a míhabitación y yo me quedé allí sentadaperpleja mientras trataba de asimilarla noticia.

Y luego me tuve que morder elpuño para ahogar una carcajada.

¡Dios había atendido mis

plegarias!Sauda ben Zama era una anciana

encantadora, una viuda rica comoJadiya, además de una excelentecocinera y sin duda su incorporaciónal hogar del Enviado tendría un valorincalculable, pero era mayor y sucuerpo lo atestiguaba: si,efectivamente, se iba a casar con elProfeta, por lo menos no tendría quecompetir con ella en la alcoba y,pese a mi corta edad, yo sabía cuántovaloran los hombres una esposajoven y hermosa que pueda darlesplacer e hijos. Mahoma era el

Enviado de Dios, pero también unhombre como todos en este sentido, ycasi me puse a dar palmas de alegríaal saber que yo podríaproporcionarle un gozo que Saudaera incapaz de ofrecer.

Cuando volví a gatas hasta larendija de la puerta y me puse aescuchar de nuevo, oí decir a mipadre con un deje nostálgico:

—La misma noche que nacióAisha tuve la certeza de que eraespecial, que estaba destinada agrandes cosas, y cuando el Profetame contó la visión que había tenido

comprendí de inmediato que seestaba cumpliendo ese destino.

Mi madre lanzó un profundosuspiro.

—Todo cambiará —respondiócon resignación y supe en eseinstante que había aceptado lavoluntad de Alá.

—Todo tiene que cambiar —lecontestó mi padre—, Jadiya ya noestá, los musulmanes, desesperados,van por el mundo como almas enpena. Aisha, en cambio, es una fuentede vida. Ella los resucitará.

Mi madre permaneció en silencio

un momento, absorta en suspensamientos.

—Como Madre de los Creyentesse granjeará muchas enemistades, lasombra de la muerte la acechará acada instante.

—La vida y la muerte estánligadas por un poder que sobrepasanuestro entendimiento, el poder de latransformación —sentenció AbuBakr con aire filosófico—. Aishaposee tal poder, empuña la espada dela transformación: hay cosas quedeben morir para que otras puedannacer, ése es su legado.

Con los años, mi mano acabaríaefectivamente empuñando la espaday trayendo muerte y desolación a laUma haciendo que me preguntase siaquellas palabras de mi padre nohabrían sido proféticas.

—Tengo miedo —afirmó mimadre simplemente.

Y entonces oí que mi padre, elpuntal de la familia, reconocía loinimaginable:

—Yo también, amor mío, yotambién.

Cerré la puerta y me arrastré

hasta la cama. La cabeza me iba casitan deprisa como el corazón.

Dios me había escogido para serla esposa de Su Enviado.

Sonaba a broma pero, de algunamanera, sentía que era lo correcto:era como si una parte de mi almasiempre hubiera sabido que ése erami destino. Aparté las muñecassintiendo la punzada de dolor que seexperimenta con la pérdida queacarrea el fin de una etapa de la vidacuando da comienzo otra, aunque enrealidad desconocía en qué punto dela vida me encontraba realmente y

quién era yo para caminar por lasenda que se abría ante mí. Me sentíaatrapada entre dos mundos: ya no erauna niña pero tampoco era una mujertodavía.

Y, sin embargo, pronto meconvertiría en la Madre de losCreyentes.

13

PESE a los denodados esfuerzos pormantener nuestros planes en secreto,el flujo continuo de musulmanes queiban abandonando la ciudad acabópor hacerse evidente y acabóresultando en un consejo deemergencia de los patriarcas de laciudad que se reunieron en el salónde la casa de Abu Sufian. Los jefestribales habían sido convocadosapresuradamente cuando se extendióel rumor de que se estaba

produciendo un éxodo silencioso delos seguidores de Mahoma. Encircunstancias normales se habríanreunido en la imponente sala decolumnas de la Cámara de laAsamblea, pero hasta en la sede delpoder de La Meca se habíapropagado la epidemia de la rebelióny ya no era un lugar seguro paratratar cuestiones de Estado. Por esemotivo más que ningún otro, AbuSufian odiaba a Mahoma: la tozudaperseverancia del movimiento quehabía iniciado obligaba ahora a loslíderes de las tribus a deliberar en

secreto como si fueran criminalespor temor a ahondar el conflicto;para Abu Sufian, un mundo en quelos reyes tenían que esconderse comocomadrejas de sus propios súbditosera un mundo triste —y peligroso—,y una situación que no podíatolerarse que persistiera.

Abu Sufian centró la atención enun hombre alto con la barba muycuidada y una cicatriz debajo del ojoizquierdo que estropeaba sus bellasfacciones recortadas: Jalid ben alUalid, el más temible de losguerreros quraish y capitán de sus

ejércitos; se le había encargado queorganizara patrullas nocturnas paragarantizar que ningún musulmánescapaba de la ciudad, pero saltaba ala vista que sus esfuerzos habíanfracasado.

—¿Cómo ha podido pasar? —gruñó Abu Sufian—. ¿Dónde estabanlos centinelas?

Jalid dio un paso al frente. Ibavestido de negro y plata y su cinturónestaba tachonado con una docena deesmeraldas, supuestamente una porcada hombre que había matado encombate.

—Mis hombres estabanapostados a Poniente para evitar quehuyeran hacia el mar —explicó sinque se detectara el menor atisbo dedisculpa en su voz teñida de orgullo—, pero los refugiados fueron haciael norte.

Abu Sufian arqueó una ceja: sólohabía un lugar al que podían habersedirigido, pero era absurdo.

—¿A Yatrib?Jalid se encogió de hombros pero

el brillo de sus ojos marronessugería que, efectivamente, esosospechaba.

—Corren rumores de queMahoma se propone ejercer deárbitro en las interminables disputasque allí mantienen las tribus —intervino Abu Lahab levantándosecon cierta dificultad de unos cojinespúrpura aplastados bajo el peso desus formidables posaderas.

Abu Sufian se quedómeditabundo por un momento, ya queera una noticia sorprendente, y talvez buena después de todo: los aus ylos jazrach, las tribus árabes deYatrib, llevaban siglos enfrentadas.Quizá aquello era un generoso regalo

de los dioses y Mahoma acabaríasiendo víctima de sus odiosfratricidas sin que las manos de losquraish hubieran de mancharse consu sangre.

—Bien, dejemos que se quedencon ese agitador —concluyó por fin.

Se produjo un murmullo deasentimiento entre los nobles y AbuSufian pudo detectar en sus rostroscautos la misma llama de esperanzaque acababa de encenderse en supropio corazón. Tal vez aquellapesadilla terminase por fin.

—Dejar que Mahoma vaya a

Yatrib es un error —interrumpióHind haciendo que el incipientealivio se desvaneciera de lasmiradas.

—¿Y eso por qué, querida? —lainterpeló Abu Sufian disimulando suirritación.

Hind se puso de pie sin hacerleel menor caso y se dirigió a los jefestribales. Su esposo la vio moverseentre ellos con la agilidad de unguepardo mientras despertaba supasión igual que había arrastrado aUmar hasta hacerlo caer en sus redesaquella noche.

—Los hombres de Yatrib mirannuestra ciudad con envidia desdehace mucho tiempo —prosiguió Hindcon voz fría y calculadora—, ypodrían utilizar la religión deMahoma como excusa para entonarpor fin el grito de guerra contranosotros.

Abu Sufian soltó una risotadatratando de recuperar la autoridad.

—Eso es muy improbable —laatajó con voz neutra—, La Mecasiempre ha mantenido buenasrelaciones con las tribus judías deYatrib que se benefician de los

enfrentamientos constantes entre losaus y los jazrach; jamás permitiránque entierren el hacha de guerra.

Pero como de costumbre, Hind selas ingenió para mermar la confianzade su marido:

—¿Y si los judíos se unen a él?—argumentó—. Su religión es muyparecida a la de los musulmanes y éldice ser Profeta como Moisés… ¿Tearriesgarías a desatar las iras de losjudíos contra nosotros también?

Abu Sufian intentó encontrar unarespuesta pero, por una vez en suvida, no supo qué decir: nunca había

prestado demasiada atención a lateología de Mahoma; bastante maloera ya que su defensa de un ÚnicoDios supusiera dar al traste con elsinfín de deidades a las que adorabanlos árabes, lo que provocaría el finde la Peregrinación y la prosperidadde La Meca. Eso era lo único que leinteresaba. Pero ahora, al pensar enlo que decía Hind, se enfureció aldarse cuenta de que llevaba razón:los judíos adoraban a un Único Diosy esperaban la venida de un Profetaque les concedería la victoria sobrelas naciones; si se dejaban engañar

por Mahoma se desataría una nueva yaún más devastadora guerra enArabia.

El grotescamente obeso AbuLahab fue el que dijo por fin en vozalta lo que Abu Sufian estabapensando pero su orgullo le impedíaadmitir:

—Tu esposa está en lo cierto.Dejar que Mahoma se marche esdemasiado peligroso; aquí en LaMeca tenemos cierto control sobre elveneno que destila pero, una vez estéfuera del alcance de nuestra atentamirada, sus palabras se propagarán a

la velocidad de la arena arrastradapor el viento.

—Esto ya lo hemos hablado antes—replicó el caudillo mecano—:incluso si Mahoma es asesinado, elhonor obliga a los miembros de suclan a vengar su muerte. Umar estabadispuesto a enfrentarse a los puñalesde los Bani Hashim pero ¿qué otrosacrificaría su vida con tal de acallara ese hombre?

Recorrió con la mirada losrostros perplejos de los allí reunidosy se dio cuenta de que no habíaningún Umar entre ellos, incluso el

valeroso Jalid no tenía el menordeseo de exponerse a la ira de losfanáticos de Mahoma.

Alzó la vista hacia Hind y vioque ella también estaba escrutandoaquellas caras y se le habíanencendido las mejillas de ira alllegar a la misma conclusión que él:fuera el que fuese el influjo que subello cuerpo había ejercido sobre elcorazón de Umar en su día, no teníaningún amante entre aquelloshombres viejos y agotados, por lomenos que Abu Sufian supiera, y encaso de que hubiera seducido a

alguno de los jefes presentes,claramente sus encantos no habíanbastado.

De repente, Hind fue directahacia Jalid y desenvainó la hermosadaga con incrustaciones de piedraspreciosas que llevaba el guerrero ala cintura, luego sostuvo el arma enalto dejando que la hojaresplandeciera con la luz del sol:otra pose digna de una diosa de laguerra como las de los viejospoemas árabes. Aquello sí surtió elefecto deseado.

—¡Los hombres sois tan necios!

¿Por qué tenemos necesariamente queenviar un único asesino a matar a esehereje? Si cada uno de losprincipales clanes de los quraishaporta un hombre, todos compartiránla culpa por el derramamiento desangre y, decidme, ¿acaso hayalguien entre los Bani Hashim capazde enfrentarse a todos los quraish?—dijo clavando directamente lamirada en Abu Lahab.

—Por desgracia, he de reconocerque sería una empresa demasiadogrande incluso para el más fervientepartidario de Mahoma de entre los

hombres de mi clan —admitió él conun suspiro exagerado—. Me veríaobligado a aceptar una compensaciónen pago y dar el asunto por zanjado.

Abu Sufian contempló la sonrisatriunfal de su mujer y sacudió lacabeza, sorprendido por la sencillaelegancia de su plan y exasperado almismo tiempo porque hubiera hechofalta una mujer para idearlo. Quizá loque debería hacer era renunciar ypermitir que aquella reinadespiadada gobernara La Meca enlugar de su círculo de viejosincompetentes.

Abu Jahl aplaudió con fuerzadando a entender que apoyaba el plany contemplando a Hind conadmiración.

—Entonces está decidido —dijosatisfecho—, nos uniremos paramatar a Mahoma y por fin se acabaráesta locura.

—Así sea —apostilló AbuSufian, que se puso en pie pararecordar a todos, incluida su esposa,que él era quien tomaba lasdecisiones en La Meca.

—¿Cuándo lo haremos? —preguntó Abu Lahab mientras se

frotaba las regordetas manosanticipándose ya a la muerteinminente de su sobrino.

—Esta noche —le contestó Hind—. Hay luna nueva y la oscuridadserá la aliada perfecta de losasesinos.

—Oscuridad para actos oscuros—intervino Abu Sufian con vozexhausta—. Nunca creí que nosotros,los gobernantes de La Meca, nosveríamos obligados a escondernosentre las sombras como ladrones ennuestra propia ciudad.

Hind alargó el brazo y le acarició

la pierna a su marido provocando enél una erección a pesar de susgrandes esfuerzos por evitarlo. Luegoella tomó del cinturón de su esposouna bolsa de cuero decorada conremaches dorados de la que sacódoce dírhams de oro que sostuvo enalto entre sus manos y por fin, con untalento innato para la teatralidad, sevolvió hacia los hombres y les lanzóel oro. Al ver a los poderosos jefestribales ponerse de rodillas pararecoger las valiosas monedas, suslabios dibujaron una sonrisadesdeñosa.

Tal y como se proponía Hind, laescena no dejaba lugar a dudas: igualque Mahoma, los nobles de La Mecatambién adoraban a un único dios yacababan de postrarse ante él.

—No te preocupes, esposo mío—murmuró en voz baja para que sóloél la oyera—, cuando Mahoma hayamuerto podremos volver a robarcuanto queramos a plena luz del día—sentenció usando el mismo tonosensual que reservabaexclusivamente para la alcoba, y AbuSufian tuvo que resistir el impulsorepentino de lanzarla al suelo y

poseerla allí mismo igual que unperro en celo.

El señor de La Meca contempló asu esposa con una mezcla de deseo ydesesperación. Los jefes tribalesadoraban a un dios de oro y él, a unadiosa de fuego.

Los asesinos se reunieron junto a lacasa de Mahoma: envueltos en susmantos negros se confundíanperfectamente con las sombras que

proyectaban desde el firmamento lasescasas estrellas esparcidas por uncielo nuboso. El general mecanoJalid se agachó junto a su viejoamigo Amr ben Al As y el arrogantey apuesto hermano de Hind, Ualidben Utba. Veían luces titilantes en elsegundo piso, en la zona de losaposentos de la familia, y dentro seoía el sonido inconfundible demelodiosas voces femeninas. Lapesada puerta de hierro quenormalmente siempre se dejabaabierta estaba ahora cerrada con unacadena, una precaución que habían

empezado a tomar los musulmanes ensus casas después de la muerte deAbu Talib.

Ualid era partidario de escalar ypillar a Mahoma desprevenido. AAmr, en cambio, la idea le parecióescandalosa y le recordó a Ualid quehabía mujeres dentro, a lo que éste lerespondió burlándose de laimportancia excesiva que daba a lasformas, pero Jalid lo hizo callar alfinal:

—Amr lleva razón —lo atajó elguerrero observándolo todo con susastutos ojos, sin perder detalle,

mientras rumiaba cuál debía ser laestrategia de ataque—, losseguidores de Mahoma lo defenderána muerte y, además, si hacemos dañoa las mujeres mancillaremos el honorde los quraish y ni Abu Lahab podráentonces aplacar la sed de venganzade su clan. —Ualid sacudió lacabeza dando a entender que noestaba del todo convencido—.Mahoma sale todas las mañanas arezar antes del amanecer —continuóJalid— y hace las abluciones en elpozo que hay en el patio —añadióseñalando con un movimiento de

cabeza un círculo de piedras situadoen la linde del terreno sobre el quese alzaba la casa.

—Lo mataremos cuando salgafuera —concluyó Amr con unasonrisa, satisfecho al saber que seguardarían las formas incluso a lahora de cometer un asesinato.

Jalid se tumbó sobre el frío ypedregoso suelo y ralentizó larespiración: necesitaba guardar todasu energía para el momento en que seabriera la puerta. Luego cerró losojos y el tiempo fue pasando ensilencio, el mundo pareció

desvanecerse a su alrededor hastaque, de repente, se incorporósobresaltado: ya se distinguía en elcielo el resplandor que anunciaba lallegada del dios sol por el este; miróa los otros y, viendo que habíancerrado los ojos también, lanzó unjuramento entre dientes pues, entodos sus años de centinela, nuncaantes se había dormido ni una solavez mientras vigilaba el campo delenemigo. Clavó la mirada en lapuerta inmediatamente y vio concierto alivio que la cadena seguíapuesta con lo que, salvo que Mahoma

hubiera seguido el camino quesugería Ualid y hubiese bajado por elmuro, todavía debía de seguir dentro.

Despertó a sus compañeros conbrusquedad tapándoles además laboca al mismo tiempo para que nodieran la voz de alarma sin querer allanzar un grito de sorpresa. Losminutos transcurrían a toda velocidady la tensión iba en aumento pero nohabía el menor indicio demovimiento en el interior de la casa.Por fin se oyó cantar a un gallo enalgún lugar de la ciudad y en esemomento Jalid supo que, de alguna

manera, su plan se había torcido.—Ya hemos esperado bastante

—dijo Ualid, que se acuclilló. Lareluciente espada que llevaba en lacintura lanzó un destello carmesí alreflejar la luz del amanecer.

Esta vez Jalid no puso reparos.—Está bien, haz lo que debas —

le dijo al impetuoso joven—, peroperdona la vida a las mujeres y losniños si puedes. Eso sí, no dejes quenada te impida llegar hasta Mahoma.

Se alejaron de los árboles bajolos que se habían apostadodeslizándose por el suelo igual que

sigilosos gatos negros: Jalid trepópor el muro exterior hasta el patio dela casa de Mahoma y los demás lesiguieron, cayendo sin el menor ruidoen medio de los arbustos biencuidados para correr despuésinmediatamente hacia la entradaprincipal.

A diferencia del portalón defuera, la puerta de madera estabaabierta. Jalid la empujó con suavidadconfiando en que el inevitablerechinar de los goznes no alertara alas mujeres pero no salió nadie acerrarles el paso: la casa parecía

poco menos que abandonada y lostres hombres siguieron avanzando agatas por el interior prácticamentedesprovisto de muebles; llevaban lospies cubiertos únicamente conmechones de suave lana de cabrapara amortiguar el ruido de suspisadas sobre el gélido suelo demármol. Jalid empezó a subir por lasinuosa escalera esperandoencontrarse en cualquier momentocon un adversario escondido en labalaustrada del segundo piso y guio alos otros dos hombres hacia la gruesapuerta tallada en madera de palma al

fondo del corredor del ala este, queera la de la alcoba de Mahoma, ellugar donde más posibilidades teníande encontrarlo. Amr y Ualid secolocaron a ambos lados de la puertay Jalid dio la señal asintiendo con lacabeza, empuñó el arma en alto y diouna patada a la puerta con tal fuerzaque la arrancó de las bisagras. Lostres se precipitaron al interior paraencontrarse con una habitacióncompletamente vacía a excepción deuna cama baja de aspecto cómodo, elúnico mueble de algún valor queJalid había visto en la

fantasmagórica casa. Tendida en lacama, había una figura cubierta conel manto de Hadrami color verde quesolía llevar puesto Mahoma cuandopredicaba en las calles de La Meca.

Allí estaba: el causante desemejante fitna, el caos que habíasacudido a Arabia entera durante losúltimos diez años. En cuestión desegundos, todo habría terminado ylos señores de La Meca podríanempezar a restaurar el orden en laregión.

Jalid se agachó sin perder devista el acompasado movimiento del

manto, subiendo y bajando al ritmode la respiración —que estaba apunto de ser la última— de la figuradormida. Era obvio que Mahomaestaba durmiendo tan profundamente,tal vez por encontrarse bajo losefectos de uno de esos ataques que élllamaba «revelaciones», que ni elclamor de la puerta saltando en milpedazos lo había despertado.

Iba a resultar muy fácil.Demasiado fácil.Jalid sintió que se le hacía un

nudo en el estómago cuando por finla verdad abofeteó su alma de

soldado, bajó la espada y ordenó asus dos hombres que retrocedieran.

Pero antes de que Jalid pudieradetenerlo, Ualid se abalanzó sobre lacama con el arma preparada paraasestar el golpe:

—¡En nombre de los dioses! —exclamó al tiempo que la espadadescendía… para encontrarse con eljoven Alí tendido en el lecho ymirándole con aquellos ojos verdes,extraños e inquietantes.

La sorpresa hizo que el rostro deUalid perdiera toda expresión yluego lo retorció en una espeluznante

mueca de furia; el guerrero alzó denuevo la espada para matar a Alí,pero Amr se apresuró a detener alimpulsivo joven.

—¡No! —exclamó mientrasdesviaba el golpe de la espada deUalid hacia la derecha, con lo quefue el colchón el que recibió el cortey se formó una nube de plumas queresplandecieron al bañarlas la luzmatutina.

Los habían engañado: Mahoma sehabía ido y los planes paraasesinarlo habían fracasadoestrepitosamente. Entonces Jalid

miró a Amr lleno de agradecimientoy éste, aún sin resuello por elrepentino esfuerzo físico de llegar atiempo para desviar el filo de laespada, le respondió con un gestoafirmativo de la cabeza. Si Ualidhubiera matado a un Alí desarmado,Abu Lahab no hubiera podidomantener su promesa de aceptardinero en pago por la muerte de unmiembro de su clan y Jalid sehubiera pasado el resto de sus díasaguardando a que la venganza, quesin duda hubiera acabado por llegarde manos de los Bani Hashim, cayera

sobre él.—Vámonos de aquí —ordenó

Jalid.—Pero… ¿y Mahoma?—¿¡Es que no ves que no está

aquí, estúpido!?Jalid no pudo evitar mirar a Alí

con respeto, ya que el muchachohabía arriesgado su vida para salvarla de su primo Mahoma aunque sulegendario manejo de la espadacomo si de un tercer brazo se trataseera sobradamente conocido. Hubierasido una ventaja de incalculablevalor contar con un joven así en las

filas de su ejército, pensó.Alí hizo un gesto afirmativo

dirigido al general mecano, como sile hubiera leído el pensamiento. Aveces las kahinas, las brujas quevagaban por el desierto, decían queAlí poseía un sexto sentido que lepermitía leer los corazones de loshombres, hasta vendían amuletos debronce para proteger lospensamientos de la miradaescrutadora de aquel extraño joven.A Jalid esas supersticiones siemprele habían dado risa pero ahora queestaba frente a frente con esos ojos

misteriosos sintió un inexplicableescalofrío; en el momento en queabandonaba la habitación con sushombres vio que Alí miraba a Ualid,que a punto había estado de quitarlela vida unos minutos antes.

—La próxima vez que nosveamos —dijo Alí sin alzar lo másmínimo la voz—, yo llevaré unaespada en la mano y tú morirás.

Ualid se echó a reír pero lamirada penetrante que le clavó Alí leheló la sonrisa al instante. Elorgulloso hijo de Utba, el hermanode la poderosa Hind, de repente

parecía aturdido e inseguro. El tonode Alí no era amenazante nipendenciero, de hecho su voz estabateñida de una inexplicableamabilidad, como si hubiera leído ellibro de las vidas de ambos, hubiesevisto cuál sería el final de Ualid ysimplemente le estaba haciendo elfavor de contárselo para que pudieseprepararse para lo inevitable.

Jalid sintió un deseo repentino desalir en busca de una de aquellasdecrépitas kahinas, y ahora estabadispuesto a pagar una fortuna por unamuleto que lo protegiera de aquel

joven aterrador cuyos ojos erancapaces de asomarse al otro mundo.

14

ME abracé los hombros tratando deprotegerme del frío glacial que hacíaen el monte Zaur, ya que el chal delana no era suficiente para combatirel viento helado que soplabamientras ascendíamos los más de milcodos que separaban la cima de lasdunas de arena que rodeaban la faldade la montaña. Yo había subido aalgunas de las colinas de losalrededores de La Meca pero nuncapor una pendiente tan empinada como

aquélla y desde luego no en plenanoche. Mientras observaba a Asmaavanzando con dificultad sin lamenor queja pese a que el saco deprovisiones que llevaba a cuestas sele clavaba cada vez más en elhombro, me iba preguntando cómohabía sido capaz mi hermana dehacer aquel viaje infernal durante lasúltimas tres noches. En todas esasocasiones me había ofrecidovoluntaria para acompañarla, porsupuesto, pero mi madre me lo habíaprohibido hasta que, la nocheanterior, Asma había vuelto con

aspecto aún más exhausto que lasanteriores y las manosensangrentadas y llenas de arañazosde las afiladas rocas, y habíaanunciado que el Enviado queríaverme. Me emocioné tanto de pensarque iba a pasar a formar parte delGran Secreto y que podría ir a ver ami padre a su escondite que me pusea dar palmas y saltos de alegría.

Ahora ya no daba palmas y mearrepentía profundamente de mientusiasmo de hacía unas horas: meardían las manos por las rozadurasque me estaba haciendo la cuerda

con que iba atado el saco deprovisiones que llevaba a la espalday que contenía carne seca envuelta enpieles de cordero además de variosodres de agua hechos con cueroresistente de camello, los suficientespara no deshidratarnos en el tortuosoviaje hacia el norte.

La luna desapareció tras una nubeen el preciso instante en que trepabapor una roca resbalosa y me tropecé.De repente se me escapó la cuerdade las manos haciéndome una heridaen la delicada carne de la palma ylancé un grito al notar el calor

abrasador de la rozadura en la piel, yentonces contemplé con horror comoel saco chocaba contra una roca, seabría y las valiosas provisiones seesparcían por todas partes en mediode la oscuridad. Mi reaccióninstintiva fue bajar de la roca de unsalto e intentar recuperar la cargaantes de que desapareciera parasiempre pendiente abajo.

Entonces sentí que perdía pie ycomencé a caer dando tumbos por laladera de la montaña hacia lasepultura envuelta en sombras quesin duda me aguardaba al llegar

abajo…—¡Aisha! —oí gritar horrorizada

a mi hermana y era como si la vozviniera de muy lejos.

Con una calma extraña, como siaquello no me estuviera pasandorealmente, me pregunté si morir seríadoloroso o si a la muchachadestinada a casarse con el Enviadose le concedería un trato especial,algo así como un sopor dulce que seabatiera sobre la víctima en elmomento en que la tierra se alzasepara reclamar a una más de susdíscolas criaturas.

—¡No te sueltes! —prosiguió lavoz de Asma, ahora más clara ycercana y, durante un instante, mepregunté si habría saltado ellatambién detrás de mí.

Entonces la luna surgió entre lasnubes y me di cuenta de que estabaagarrada a un arbusto de cardo y quelas espinas se me estaban clavandoen las manos, pero no sentía ningúndolor ya que seguía todavía sinasimilar lo que estaba pasando, enuna especie de estado hipnótico delque salí inmediatamente cuando miréhacia abajo y vi las aristas

recortadas de las rocas que había enla falda de la montaña a cientos decodos de distancia.

En ese momento comencé a notarlos terribles pinchazos en las manosy mi corazón se desbocó al tiempoque me inundaba un calor abrasador.No sé cómo pero logré no soltarme yentonces unas manos firmes tiraronde mí y me apartaron del precipicio.Me dejé caer sobre la dura roca cuyapresencia bajo mis pies nunca antesme había parecido tan maravillosa yalcé la vista hacia el rostro de Asma,llena de gratitud. Mi hermana tenía

los labios apretados y su mirada erafría; al cabo de un rato me di cuentade que estaba haciendo lo imposiblepor controlar el pánico pero en elmomento me hirió ver la expresiónadusta de su mandíbula.

—¿Te has vuelto loca? —meregañó mientras señalaba los restosdel saco de provisiones que yo habíaarriesgado la vida para recuperar.

A la luz pálida de la luna vi quela mayoría de las vituallas se habíandesparramado cerca: por lo visto yoera la única cosa que había estado apunto de caer por el precipicio en

medio de toda la confusión.—¡Yo sólo quería ayudar! —

respondí sintiéndome de repente muypequeña y estúpida.

Asma aspiró por la nariz congesto altivo:

—No te creas que matándoteentrarás en el Paraíso.

Ha habido muchas noches en lasque he deseado haber caído por elprecipicio aquella noche, habermeestrellado contra las rocas igual queuna muñeca de trapo. Y sin duda hayun sinfín de personas que tambiénhabrán deseado lo mismo. Y, sin

embargo, no era la voluntad de Dios,todavía tenía un papel quedesempeñar en la historia de nuestrafe y confío en que algunas de miscontribuciones hayan resultadovaliosas a nuestra gente pese al dolory muerte de los que sería causante enaños venideros.

Asma se puso de pie y, trassacudirse el polvo negruzco de lasmanos, se arrancó un pedazo de latúnica y me vendó las manos con élpara luego volverse hacia el saco ycomenzar a recuperar lasprovisiones: se movía con cautela,

comprobando la firmeza del terreno acada paso.

Vi que fruncía el ceño, arrugandola frente mientras clavaba la miradaen los odres de agua y los paquetesde comida, para desviarla luegohacia la cuerda rota que yo habíausado para cerrar el saco. Suspiró:

—No puedo llevar todo esto sinuna cuerda para cerrar el saco.

Instintivamente, miré los largosbombachos azules que llevaba ellapuestos y propuse, tras un instante deduda:

—Usa la cinta de tus pantalones.

Asma me atravesó con la miraday sentí que me ruborizaba pero, actoseguido, comenzó a desatar la cintaque sujetaba sus pantalones y larasgó en dos, después cerró con ellael saco de provisiones y se sujetó lospantalones a la camisola con unprecioso broche rosa que le habíaregalado su adorado Zubair.

Tras hacerme un gesto afirmativomás bien brusco con la cabeza quesignificaba «en marcha», mi hermanase echó a las espaldas mi saco y elsuyo y reanudó la penosa ascensiónpor la falda de la montaña. Los

pantalones se le iban medio cayendoy amenazaban con hacerlo del todoen cualquier momento, así que sepasó el resto del camino maldiciendoentre dientes cuando, cada dos portres, se veía obligada a volver acolocárselos bien.

Pese a todo lo que acabábamosde pasar (o tal vez debido a ello), nopude resistir la tentación de hacer lotípico entre hermanas y tomarle elpelo, así que cuando los pantalonesde Asma se resbalaron hasta dejarleel trasero al aire, ella intentó —nosin poca dificultad— taparse y me

regañó al ver que me reía:—¡No te quedes ahí como un

pasmarote, ayúdame! —me gruñó.—Si Zubair estuviera aquí, estoy

segura de que él sí que te ayudaría —le respondí con un guiño.

Asma me atravesó con la miradapero vi que se sonrojaba al pensarlo,tiró de los pantalones para taparse ycontinuó ascendiendo con pasodecidido y la poca dignidad que lequedaba.

Por fin alcanzamos el últimorepecho antes de llegar a la cimadonde una roca enorme de unos diez

codos de alto se alzaba sobrenuestras cabezas. Yo me quedémirando mientras Asma escudriñabala base de la inmensa pared depiedra buscando la entrada a la gruta:de pronto se paró en seco y se dibujóen su rostro una expresión dedesconcierto.

—Creí que sabías dóndeestaba… —le reproché, al tiempoque me asaltaba la duda de siestaríamos en la montaña correcta osi no habríamos escalado alguno delos otros picos cercanos que rodeanal monte Zaur, y la sola idea de que

tuviéramos que subir más de milcodos a oscuras me resultaba másque espeluznante.

—Y lo sé… —replicó mihermana con poca convicción—,debería estar justo aquí.

Asma bajó por una grieta rocosadel terreno hasta quedar de pie frentea la entrada de lo que parecía unapequeña gruta, justo losuficientemente grande como paraque un adulto pudiera entrar a gatas.

Pero, claramente aquélla nopodía ser: la entrada estaba selladacon una gruesa tela de araña y había

un diminuto nido en el suelo, el hogarde dos palomas bravías que alzaronel vuelo aterrorizadas al oírnosllegar.

Era imposible que hubiera nadieen el interior porque tendría quehaber roto la tela de araña paraentrar y habría volcado el nido alhacerlo.

—No puede ser —dije.Asma, totalmente desconcertada,

se inclinó hacia delante parainspeccionar la tela de araña decerca…, ¡cuando de pronto surgiódel interior una mano a través de

ella!No sé quién chilló más alto, si mi

hermana o yo, pero nuestros gritos desorpresa retumbaron por toda la cimasacudiendo las piedras que había anuestro alrededor. Si las patrullas delos quraish hubieran estado cerca, sinduda nos habrían descubiertofácilmente.

Y entonces contemplé atónitacomo mi padre emergía de lasprofundidades de la gruta con unasonrisa exultante en los labios:

—¿Por qué habéis tardado tanto,hijas?

Nos lo quedamos mirando comosi fuera un espectro hasta que por finreaccionamos y nos arrojamos en sustodavía fuertes brazos pese a losaños.

El Enviado de Dios salióentonces de la gruta también, con losojos puestos en mí, y sentí que elrubor teñía mis mejillas, ya que casino lo había visto después de que secelebrara nuestro compromiso y medaba vergüenza estar en su presencia.

Abu Bakr me besó en la frente yabrazó a Asma.

—Pero… la tela de araña… —

volví yo a la carga, pues noconseguía entender cómo podíanhaber entrado en la gruta sin romperlos finos hilos.

—Una bendición de Dios —explicó mi padre con la vozligeramente teñida de asombro.

Aquella mañana al despertar sehabían encontrado con que la arañahabía sellado la entrada tejiendo sufiligrana toda la noche. Durante eldía, Jalid y sus hombres habíanestado inspeccionando la zona enbusca de su presa e incluso se habíanacercado a la gruta pero, al ver la

tela de araña, los asesinos se habíanalejado asumiendo que no podíahaber nadie dentro: la diminuta arañales había salvado la vida.

Mientras mi hermana y yotratábamos de asimilar el increíblerelato, mi padre bajó la mirada hastalos pantalones medio caídos deAsma.

—¿Qué les ha pasado a tusropas? —le preguntó un pocoescandalizado.

—Ni preguntes —respondió ellaentre dientes.

Asma le entregó los dos sacos de

provisiones y nuestro padre abrió losojos como platos al ver que unoestaba atado con la cinta de losbombachos de mi hermana.

Se hizo el silencio durante unmomento y entonces me sorprendióoír que el Enviado se echaba a reírde buena gana, con la cabeza haciaatrás y unas sonoras carcajadasescapando de su boca abierta de paren par. El Profeta sonreía a menudopero rara vez lo había oídoreaccionar ante lo cómico de unasituación con tanto entusiasmo: surisa era ronca y contagiosa y los

demás no tardamos mucho en unirnosa él.

Por fin el Enviado recuperó lacompostura y nos miró a las dos conojos chispeantes.

—¡Bienvenidas, hijas de AbuBakr! —nos saludó con muchaformalidad, como si hiera ainvitarnos a entrar en una granmansión en vez de en un agujero en laroca, y luego añadió—: En estanoche memorable en que el Islammismo ha recibido nueva vida,vosotros también habéis vuelto anacer y, como corresponde, os daré

nombres nuevos.El Profeta se volvió hacia mi

padre.—Dios mismo ha elegido este

nombre para ti, Abu Bakr As Sidiq, yasí ha sido revelado en el Corán —declaró con voz cálida—. De ahoraen adelante, también serás conocidocomo el Compañero en la Gruta.

Me di cuenta de que a mi padrese le llenaban los ojos de lágrimas y,al cabo de unos años, de hecho meconfesaría que el gran honor de suvida había sido pasar esos días allado del Enviado en la gruta y que

hasta el Señor de los Mundos lohubiese reconocido como el únicocompañero de Mahoma cuando susvidas corrían verdadero peligro.

En eso el Enviado, con unainconfundible sonrisa picara en loslabios, se volvió hacia Asma y tomóen sus manos el saco que estabaatado con la cinta de sus pantalones.

—Y tú, Asma, serás parasiempre la de las Dos Cintas —ledijo haciendo que mi hermana seruborizara al ser el centro deatención del Profeta.

Siempre he tenido la desgracia

de ser impaciente y por aquelentonces poseía además laimpetuosidad que da la juventud, conlo cual di una patada en el suelo,enfurruñada por que no se me hubieraincluido en aquella improvisadaceremonia de bautismos:

—¿Y yo? —exigí ignorando lamirada azorada de mi padre.

El Enviado se inclinó y meacarició las mejillas, que tenía rojaspor el frío y el esfuerzo de la subidahasta la cima.

—Y tú serás mi Humaira, laPequeña de la Cara Roja.

Oí que Asma se reía y le clavéuna mirada encendida que hubierafundido el acero. El Enviado volvióa reírse a carcajadas y de nuevotodos acabamos uniéndonos, incluidayo.

Cuando se apagaron las risas,pregunté algo importante que meatormentaba desde hacía tiempo:

—¿De verdad nos vamos a ir denuestras casas?

La sonrisa del Enviado sedesvaneció y vi que la sustituíaaquella tristeza inefable tancaracterística suya: se volvió para

mirar por encima de la cumbre endirección a La Meca y contemplarlas titilantes luces de la ciudad que,como un millar de estrellas, sedivisaban allá abajo, a cientos decodos de distancia. A la luz de laluna, me pareció ver el brillo de laslágrimas corriendo por sus mejillas.

Mi padre posó la mano sobre mihombro suavemente y me hizogirarme para dejar al Enviado solocon su pena por haber perdido laciudad que amaba, una ciudad que lohabía rechazado y obligado aexiliarse.

—Pronto tendremos casasnuevas, pequeña —me tranquilizóAbu Bakr, y luego alzó la vista haciael nordeste, más allá de las hoguerasde La Meca, hacia el horizontecubierto de nubes en el que yaresplandecían los tonos turquesa deldespuntar del alba.

15

YO iba haciendo muecas dedisgusto mientras el camelloavanzaba con paso vacilante: medolían las piernas después de llevardías sentada sobre los duros lomosdel animal y la silla me había hechorozaduras en los muslos, que tenía encarne viva. El viaje, que habíacomenzado hacía diez días cuando mimadre se puso en marcha siguiendola ruta de las caravanas del nortepara reunirnos con mi padre en

Yatrib, había resultado no tanto unaaventura sino más bien una terribleodisea.

Mi fascinación inicial con lasdunas de arena que se extendían hastael infinito ante mis ojos se habíatransformado en aburrimiento amedida que la monotonía del desiertoiba haciendo mella. Ya hacía tiempoque los penetrantes oloresalmizclados de las bestias habíananulado el aroma fresco y limpio dela arena y pensé —no sin cierto asco— que jamás conseguiría quitaraquel olor de excremento de camello

de mis ropas.Hasta la emoción y la intriga en

que había estado envuelta la partidadel Enviado se nos habían negado, yaque los quraish no se dignaron hacerel menor esfuerzo para intimidarnosni cerrarnos el paso hacia Yatrib:ahora que los musulmanes se habíaninstalado en el oasis no tenía sentidoque se ganaran la enemistad deYatrib amenazando a las mujeres yniños que iban a reunirse con loshombres. Así pues, mi madre, mihermana y yo habíamos emprendidoruta para reunirnos con mi padre en

el exilio y mi primo Talha nosacompañaba para hacernos de guía yprotector.

Hice otra de mis muecas cuandocruzamos una más de lasinterminables dunas paraencontrarnos con más igualesextendiéndose ante nuestros ojoshasta el horizonte: nunca antes habíareparado en la inmensidad delocéano del desierto y me pregunté sital vez no tendría fin, si Yatrib nosería más que una leyenda que lescontaban a los niños pequeños, comolas ciudades de los yin que se decía

eran los señores de las tierrasdesoladas de Nachd, al este.

—Odio este lugar —proclaméhaciendo un mohín exagerado—.¿Cuánto queda todavía?

—Paciencia, pequeña, Yatribestá justo detrás de esas colinas —me consoló mi primo Talha con unasonrisa. Debería haberme callado ydejarlo estar, pero tenía retortijonesde tripa por culpa de unaesplendorosa diarrea y por tantoandaba de muy mal humor y volví ala carga—: Lo mismo dijiste hacetres colinas —le reproché— y, si me

apuras, siete antes de ésas, también.Talha soltó una carcajada:—Se me olvidaba que tienes más

memoria que un halcón de presa —me respondió al tiempo que inclinabala cabeza para dar a entender queaceptaba mi reproche.

Yo logré esbozar una sonrisa:Talha siempre conseguía que se mepasara —aunque sólo fuera un poco— el mal humor. Yo lo habíaconsiderado toda la vida como unhermano mayor, y cuando mi hermanaAsma me tomaba el pelo diciendoque nos casaríamos algún día mi

respuesta era el consabido ataque devergüenza: para mí, era como unhermano. Pero, en los días anterioresa mi compromiso con el Enviado,Asma se había reído diciendo quequizá yo lo viera así pero quedefinitivamente él a mí no meconsideraba como su hermana. Nuncame tomé en serio las burlas, pero alechar la vista atrás y recordar elrumbo terrible que habían de tomarnuestras vidas y la lealtad que Talhame mostró en todo momento, inclusocuando por seguirme acabaríadirectamente en el valle más

tenebroso, en ocasiones me preguntosi Asma no habría visto más de loque yo quería que viera.

Contemplé el horizonte y traté deimaginar un mundo más allá deaquella nada infinita, un mundo deciudades majestuosas con torres ycalles empedradas, jardines yfuentes; un mundo en el que lasmujeres lucían ropas vaporosas y loshombres cabalgaban a lomos devigorosos corceles sosteniendo enuna mano preciosos ramos de florescon los que conquistar el corazón dehermosísimas doncellas. Era un

mundo apacible, un mundo en el quelos musulmanes podían caminar porla calle sin miedo a que losmolestaran ni les robaran ni losapalearan. No había sitio para la fríabrutalidad de La Meca en mi mundoimaginario y tampoco sabía sinuestro nuevo hogar se parecería ono a mi ideal.

—¿Allí estaremos seguros? EnYatrib, quiero decir… —le preguntéa mi primo que cabalgaba a mi lado.

Talha se encogió de hombros.—Tan seguro como puede uno

estar en este mundo cambiante…

Sus palabras hicieron surgir unpensamiento extraño en mi corazón,una pregunta que en realidad yo erademasiado joven para comprenderpero que la humanidad llevaplanteándose desde sus orígenes; talvez los primeros que la plantearonfueron Adán y Eva cuando losexpulsaron del Paraíso:

—¿Por qué tiene que habercambios en el mundo?

El rostro ligeramenteensombrecido por la incipiente barbade Talha adoptó una expresiónpensativa.

—No lo sé, Aisha, pero a veceslos cambios son para bien.

Yo no sabía si creerlo y tampocoestaba segura de que ni el mismoTalha se lo creyera.

—Echo de menos mi casa —melimité a decir.

Talha apartó la mirada lleno detristeza.

—Yo también, pero nosconstruiremos un nuevo hogar enYatrib.

—¿Y vamos a tener quequedarnos mucho allí?

—Sí, lo más seguro —repuso élcon firmeza—, pero es una ciudadpreciosa con mucha agua y árbolesmuy altos; podrás salir a jugar a lasombra y, algún día, tus hijos haránlo mismo.

Hice una mueca.—Yo no voy a tener hijos nunca

—sentencié en tono provocador, asabiendas de que mis padresalbergaban esperanzas de que lediera al Enviado un hijo cuando noscasáramos.

Talha me miró de un modoextraño, con intriga más que

desaprobación.—Pero ¿por qué dices eso?Me recorrió un escalofrío al

recordar los partos en los que habíaayudado a mi madre comocomadrona: los gritos de las mujeresme aterrorizaban y la sangre me dabaasco.

—Duele demasiado, y ademáslos niños son una molestia, ¿cómovoy a poder andar por ahí corriendocon ellos pegados a mis faldas? Sipuedo evitarlo, no voy a tener hijosjamás —concluí con insolenciainfantil de la que luego me he

acordado muchas veces: tal vez Diosoyó mis palabras ese día y decidióconcederme aquel deseo impulsivo,algo que acabaría lamentando amedida que fueron pasando los añosy mi vientre seguía yermo.

Talha me sonrió con dulzura.—Puede que tu marido tenga algo

que opinar al respecto…Yo sabía que todo el mundo

estaba enterado de mi compromisocon el Enviado pero se suponía quepor el momento era un secreto, asíque decidí actuar como siefectivamente lo fuera.

—Pues entonces no me casarénunca —respondí ladeando un pocola cabeza con gesto altivo y haciendoque ondulara al viento mi cobrizamelena.

—Ya veo…—me siguió el juegoTalha—. ¿Y qué vas a hacer tú desolterona?

—Viajaré por el mundo. Quierovolar como los pájaros y ver todoslos países que hay bajo las estrellas,los jardines de Siria, los ríos de Irak,las calles de Persia pavimentadascon oro y rubíes… Hasta puede quevaya a China, donde nace el sol —

declaré abriendo mucho los brazospara enfatizar una fantasía que,incluso entonces, sabía perfectamenteque no era más que un imposible.

Cuando me giré hacia Talha vi ensus ojos un destello de triste/a que nocomprendí. Asma cabalgaba a miizquierda, muy seria y nos observabasin perder detalle. De repente mesentí culpable, como si hubiera hechoalgo malo aunque no sabía el qué.

Talha reparó en la mirada adustade Asma y se sonrojó.

—Espero que tu deseo se hagarealidad —se limitó a decir, y luego

espoleó su montura y se adelantódesapareciendo tras la cima de lasiguiente duna.

Yo quería seguirlo, preguntarlequé era lo que le había hecho, peroen ese momento oí la voz de Asma,cortante como una daga rasgando elsilencio.

—Ya basta —me regañó con vozsibilante.

—¿Ya basta de qué? —me volvípara preguntar con mirada retadora.

—Basta de torturarlo. Estásprometida al Enviado, que no se teolvide nunca.

Estaba a punto de responder llenade furia cuando oí un grito: era Talhaque volvía al galope señalando elhorizonte con gran excitación.

Espoleamos los camellosatravesando la extensión de arenahasta llegar a la cima de una dunadesde donde se divisaba lo que nosaguardaba al otro lado.

Mi corazón alzó el vuelo cuandolo vi por primera vez: un valle coloresmeralda que parecía amorosamentesituado en medio de las colinasvolcánicas ennegrecidas por el sol yla lava, y cuyas majestuosas

palmeras se mecían al viento comopara darnos la bienvenida.

También podía verse elresplandor del agua que tantas veceshabían imaginado mis ojos durantelos últimos días, pero en esta ocasiónno era un espejismo. Las desiertasinmensidades daban paso a uncamino empedrado que serpenteabahasta perderse al otro lado de lasamarillentas murallas de piedra de laimponente fortaleza, una construcciónformidable que luego supe pertenecíaa los judíos de la tribu de BaniQuraiza.

Una multitud de hombres ymujeres vestidos con vaporosasabayas blancas avanzaba por elcamino hacia nosotros trayendocestas de dátiles y jarras con aguafresca y se me inundaron los ojos delágrimas cuando vi al Enviado deDios liderando la comitiva y a mipadre a su derecha.

Tras días de viaje a través deaquella desolada inmensidad en laque no vivían más que las serpientesy los escorpiones, habíamos dejadoatrás el fuego para encontrarnos a laspuertas del Paraíso. Con el corazón

lleno de alegría, espoleé el camellocolina abajo para llegar cuanto antesa Yatrib, mi nuevo hogar.

16

Yatrib, 622 d. C. El día que comenzaron mis ciclos

fue también el del bautismo de Yatribcomo Madinat un Nabi, la Ciudaddel Profeta, o Medina para abreviar.Durante los meses anteriores, elEnviado había demostrado ser unárbitro justo y había estado mediandoen las disputas cotidianas entre lastribus de un modo que habíaconseguido que ambas partes del

litigio se sintieran respetadas en todomomento. Su creciente reputación dehombre de honor había abierto lapuerta para que cada vez más genteprestara oídos a su mensaje sobre laUnicidad de Dios y la hermandad detodos los hombres, con lo que lamayoría de los habitantes de laciudad acabaron convirtiéndose alIslam antes de que acabara el primerinvierno. Además el Profeta se habíaganado el respeto de la genteviviendo austeramente, a diferenciade los jefes de los clanes comoAbdalá ben Ubay, que siempre hacía

ostentación de su riqueza y poder demanera intencionada con el propósitode mantener a las masasmaravilladas y dóciles.

Cuando los musulmanesdecidieron construir una masyid, unaCasa de Oración, el Enviado trabajócodo con codo con los obreros máshumildes, independientemente de latribu o ascendencia, y colocó loscimientos con el sudor de su propiafrente. Su rechazo de las diferenciasde clase y afiliación tribal conmoviólos corazones de decenas dehabitantes de Yatrib que vieron en

Mahoma la oportunidad de acabarcon siglos de división que no habíatraído más que derramamiento desangre y desgracias, y cuando lamasyid estuvo acabada, el Enviadodeclinó los ofrecimientos de susardientes seguidores para que seconstruyera un palacio y se limitó ahacerse una cabaña en piedra de unasola habitación en el patio de la Casade Oración en la que vivía con laanciana Sauda y que no contaba conmás mobiliario que un jergón de pajaen el suelo.

El ejemplo de austeridad y

humildad que daba había contribuidomás al avance del Islam de lo que sehubiera conseguido con un centenarde predicadores y ese día, cuando unconsejo de ciudadanos decidiórebautizar Yatrib en su honor, se hizopatente que el Enviado nodesempeñaba únicamente el papel deárbitro sino que, a todos los efectos,era también el líder indiscutible enaquel oasis. Yo era demasiado jovenpara entender que Ben Ubay, señorde los jazrach, y otros rivales novieran en absoluto con buenos ojos elcariz que estaban tomando los

acontecimientos, aunque pronto seharía bien patente incluso paraquienes no entendían de política.

En aquellos primeros tiempos, yovivía en la casa de mi padre, unacabañita que no se parecía en nada ala gran mansión que habíamosabandonado en La Meca, pero hacíaya tiempo que me sentía prisioneraen aquel palacete y estaba encantadade poder correr y jugar a mis anchasen nuestro diminuto patio sin temor aque algún mecano furibundo, lleno deresentimiento contra nuestra religión,me molestara.

En eso estaba la tarde que mivida cambió, persiguiendo a unanueva amiga llamada Leila por elminúsculo jardín que mi madre habíaplantado en el patio. Leila era la hijade una viuda cuya herencia le habíadevuelto el Enviado después de quelos parientes de su padre trataran dearrebatarles el derecho a un pozo enlas afueras de la ciudad: sin podercontar con el pozo por cuyo usocobraban a las caravanas quepasaban por la ciudad, su madre sehabría quedado sin ninguna fuente deingresos y lo más seguro es que no le

hubiese quedado más remedio querecurrir a la prostitución, unaauténtica explotación además de unapráctica reiterada en el oasis que elEnviado se esforzaba diligentementepor eliminar.

A lo lejos se oía la dulce ymelodiosa voz de Bilal, el esclavoafricano cuya libertad habíacomprado mi padre después de ver aOmeya torturarlo por haberrenunciado a los dioses paganos:estaba de pie en el techo de lamasyid entonando las hermosas ycautivadoras palabras del Azán, la

llamada a la oración de losmusulmanes:

Dios es grande. Dios es grande.Declaro que no hay otro dios

sino Alá.Declaro que Mahoma es Su

Enviado.Venid a orar. Venid a la

salvación.Dios es grande.No hay otro dios sino Alá. Leila y yo jugábamos a pillar por

entre las dos palmeras que marcabanla linde de la pequeña propiedad demi padre y yo me reía con el deleiteosado que sólo un niño sin la menorpreocupación en el mundo puedeexperimentar. A veces pienso queése fue el último instante de absolutainocencia y despreocupación en mivida y, en ocasiones, incluso hoy, aveces voy a visitar esa estrechalengua de tierra de la que ya hacemucho que cortaron las palmeras yme pongo a recordar.

Me había estado doliendo la tripatodo el día y me imaginé que el

cordero asado de la noche anteriorno me había sentado demasiado bien,pero cuando atravesé el patio a lacarrera notando el cosquilleo de lasdiminutas briznas de hierba bajo losdedos desnudos de mis pies y lacaricia de los brotes de jacintos ycrisantemos en mis tobillos, el purogozo de estar viva hizo que se meolvidaran todos los males.

Era más rápida que Leila, dehecho era más rápida que casi todoel mundo que conocía, y la pobrechiquilla resoplaba y bufaba mientrascorría tras de mí tratando

desesperadamente de agarrar eldobladillo de mi falda. Cuando selanzó a por mí entre risas la esquivéhaciendo un requiebro digno del máságil de los guepardos pero Leila nose daba por vencida y se disponía avolver a la carga con energíasrenovadas cuando se le enredó el pieen unas hierbas altas y cayó al sueloarañándose una rodilla con la cáliday fértil tierra.

—¿Te has hecho daño? —lepregunté mientras corría hacia ellapara ayudarla.

Leila lloraba tanto que cualquiera

diría que le habían cortado el pie, asíque le eché un vistazo para ver quétipo de herida se había hecho pero,por lo menos hasta donde yo podíaver, no era más que un ligero rasguñoen la rodilla y ni siquiera lo tenía encarne viva.

—¡No seas tonta —le dije unpoco molesta por tanto dramatismo—, pero si ni siquiera sangras!

Leila sorbió por la nariz y sesecó los ojos, y sólo entonces me dicuenta de que me estaba mirando conexpresión horrorizada.

—Yo no, pero tú sí.

Y, con esas tres palabras, miinfancia tocó a su fin.

Bajé la vista hacia donde ellaseñalaba con el dedo y me quedé depiedra: se me había deslizado elvestido hacia arriba al sentarme en elsuelo y podía verse un fino reguerode sangre que me bajaba por lapierna.

Después de aquello, durante unoscuantos días no ocurrió nada de

especial y yo me empeñaba en negarque hubiese habido el menor cambio.Oía a mis padres cuchichear conpremura a altas horas de la nochepero, por una vez en mi vida, nosentía la más mínima curiosidad porsaber de qué hablaban. Tal vez fueraporque mi corazón ya intuía que lavida que había conocido hastaentonces se había terminado: ahoraera una mujer y estaba prometida aun hombre. No era más que cuestiónde tiempo que esas dos realidadescondujeran a una conclusióninevitable, pero yo no quería

enfrentarme a ello y seguía jugandocon Leila y a las muñecas, yempecinada en no llevar el pañuelocon que las mujeres musulmanassolían cubrirse la cabezadecorosamente. Mi madre decidió nopresionarme con ese tema y me dejófingir durante algunos días más queseguía siendo una niña.

Y por supuesto que en el fondoseguía siéndolo: a los nueve años, lapubertad me había llegado uno o dosantes que a la mayoría de las niñas,algo que tal vez habría sidoprevisible puesto que me había

empezado a crecer el pecho de formavisible hacía un par de meses, peromi corazón seguía siendo el de unaniña pequeña y mis padres se habíandesvivido para que continuara riendoy bailando como tal, para quesiguiese siendo la cría que los hacíasonreír cuando la carga de los añosse les hacía demasiado pesada.

Sin embargo nada duraeternamente y podemos luchar contraesa verdad y dejar que nos consumala pena o rendirnos a la evidencia ypermitir que la corriente del río de lavida nos lleve. La rendición era lo

que me habían enseñado desde mimás tierna infancia porque ése era elsignificado mismo del término Islam,rendirse a la Voluntad de Dios.

Estaba jugando en el balancíncon Leila cuando llegó el momento.

—¡Aisha, entra en casa! —mellamó mi madre una tarde.

Noté que se le quebrabaligeramente la voz, como si tratara decontener la emoción. En ese mismoinstante supe lo que pasaba: bajé delbalancín y le di un beso a Leila hechaun mar de lágrimas, como si meestuviera despidiendo de ella para

siempre, y entonces eché a andarhacia la casa con la cabeza baja.

17

MI madre y Asma me lavaron lacara con agua cristalina de un cuencode hierro y, después de quitarme laropa de jugar, me ayudaron aponerme una túnica nueva de rayasrojas y blancas que dijeron venía deuna de las diminutas islas quecomponían el reino de Bahrein, aleste: era mi vestido de boda; esanoche me casaría con el Enviado y, ala tierna edad de nueve años, estabaa punto de convertirme en la Madre

de los Creyentes, una posición deprestigio tanto en este mundo comoen el Más Allá. Y sin embargo mesentía muy poca cosa, muy pequeña yen absoluto preparada para esaresponsabilidad. Tenía la cabezallena de preguntas para las que noencontraba respuesta: ¿cómo iba aser la esposa, en cualquier acepcióndel término, de un hombre que mellevaba más de cuarenta años y cuyashijas incluso eran mayores que yo?¿Y cómo iba yo, que no sabía dememoria más que un puñado de surasdel Corán, a desempeñar el papel de

líder espiritual y mentora de losmusulmanes? Recordé laconversación que mis padres habíantenido años atrás y en la que AbuBakr le había contado a mi madreque Gabriel le había revelado elmatrimonio al Profeta en una visión:¡seguro que el ángel se habíaequivocado! Durante tres años habíapermitido que la historia del sueñodel Enviado alimentara mi vanidad yorgullo infantiles pero, ahora, lo quemás hubiera deseado en este mundoera caer en el olvido y que meignoraran por completo.

Cuando mi madre me abrochó elcuello de la túnica sentí como si mecubriera con una mortaja; me dio unbeso en la frente y sonrió, y yo queríadevolverle la sonrisa pero no meacordaba ni de cómo.

Entró mi padre vestido con unalarga túnica amarilla y turbante. Ibaun poco más encorvado de lo normaly se tiraba de la barba rala —que sehabía teñido de henna— con gestonervioso. Abu Bakr me contemplóataviada con aquel vestido de rayas yun velo color azafrán cubriéndomelos cabellos y vi que se le llenaban

los ojos de lágrimas.Me tendió la mano y yo se la

agarré con fuerza, noté el familiartacto rugoso de la palma encalleciday el leve chasquido de los huesoscuando me apretó los dedos. Él nodijo nada y yo tampoco, salimos dela casa de la mano seguidos por UmRuman y Asma, y caminamos por lascalles a medio pavimentar deMedina. El aire olía a jazmín, unaroma sensual y agradable, pero esono ayudó en nada a combatir mimiedo, el miedo que toda virgensiente la noche de su boda. Lo que yo

sabía de la vida en ese sentido lohabía aprendido de ver a los perrosvagabundos en los callejones de LaMeca y el que hombres y mujerestambién hicieran lo mismo siempreme había parecido divertido y a lavez repulsivo. Había oído que laprimera vez era dolorosa paramuchas mujeres y de repente meaterrorizó pensar en lo que meesperaba: yo lo que quería era volvercorriendo a la seguridad de mi camay que mi madre me cantara nanashasta que me venciera el sueño.

Notaba todas la miradas puestas

en mí mientras avanzábamos por lascalles: mujeres con los mandilespuestos salían a la puerta de suscasas para verme pasar y hombresvestidos con túnicas de vivos coloresse me quedaban mirando y se decíancosas en voz baja, tal vezcomentaban que, efectivamente, losrumores de que la nueva esposa delEnviado era muy hermosa eranciertos. Reparé en que sus ojos nuncase posaban en la anodina Asma ysentí una punzada de dolor por ella altiempo que rezaba con todo micorazón para que Zubair emigrara a

Medina y se casara con ella, esoharía que las comadres dejaran dechasquear la lengua a su paso conaire de desaprobación. El hecho deque yo, diez años más joven, fuera acasarme con el hombre másrespetado de la ciudad mientras queAsma vivía suspirando por un amorque tal vez nunca se materializaría nohacía sino echar más leña al fuego delas habladurías. Nunca he sentidomás indignación que en aquelmomento por la forma injusta en quese juzga a las mujeres por suapariencia en vez de por su alma.

Por fin llegamos a la masyid ysentí que había dejado de pensar, yde respirar también. Más que unedificio propiamente dicho, la Casade Oración era más bien un patio deparedes hechas con troncos depalmera y adobes. Hacía una horaque el sol se había puesto y ya habíaconcluido la última plegaria del día,l a Magrib, por lo que la explanadade oración estaba prácticamentevacía a excepción de unos cuantoshombres y mujeres piadosos quetodavía seguían arrodilladosrezando: su fervor y dedicación a

Alá era tan grande que ni se dieroncuenta cuando la pequeña comitivanupcial entró en el patio.

Miré hacia la cabañita de adobede Sauda en la esquina orientada alsureste y dejé escapar un gritoahogado al ver que habían construido—apresuradamente, pues no estabael viernes anterior cuando habíaasistido a la oración común con mipadre— otro aposento similar juntoal de ella. Imaginé que debía detratarse de mi nueva casa y reparé enque, como la de Sauda, consistía enuna sola habitación que no debía de

ser mucho más grande que midormitorio de nuestra casa de LaMeca.

Vi la luz titilante de una vela enel interior y sentí como si se meparalizara el corazón cuando mipadre me llevó de la mano hacia elque sería mi nuevo hogar; a medidaque nos acercábamos, reparé porprimera vez en un grupo de mujeresque había reunidas a la puerta, lasesposas e hijas de los Compañerosmás próximos al Profeta de entre losMuhayirun (los 'Inmigrantes' de LaMeca) y los Ansar (los 'Defensores'

que los protegían en Medina).—¡Que sea para bien y para

mayor felicidad, por muchos años!—exclamaron animadamente, y yoquería darles con algo en la cabeza.

Seguí a mi padre hasta el interiory vi que el Enviado estaba sentado enun pequeño jergón cubierto con unasuave piel de cordero que comprendí—no sin cierta emoción— iba a sernuestro lecho. Sus ojos oscurosresplandecían con aquel brilloextraño y yo bajé la miradainmediatamente al notar que eltorbellino de emociones que sentía

estaba haciendo que me ruborizara.Las mujeres que habían venido a

recibirme me engalanaron con todauna serie de pequeños abalorios: unapulserita de coral, un pasador demarfil para el cabello, un anillo deplata con una piedra azulada quedebía de ser una amatista o unzafiro…

Cuando terminaron mecondujeron hasta el Profeta y mecolocaron a su lado sobre la piel decordero, el único mobiliario quehabía en la minúscula estancia. ElEnviado me sonrió con dulzura y

luego abrió la mano y vi en su palmaun collar de cuentas de ónice: misaterrorizados ojos debieron de lanzarun destello vivaz en el momento enque se posaron en las hermosaspiedras negras salpicadas de motitasblancas y doradas porque todos lospresentes se rieron y fue como si sehubiera disipado la tensión que habíaen el ambiente.

El Enviado me lo colocó alcuello que, pese a mi corta edad, yaera esbelto y elegante. Tuvo queforcejear un poco con el cierre y porun momento pensé que tal vez

estuviera tan nervioso como yo, peropor supuesto ésa era una idearidícula puesto que era un hombrehecho y derecho que había tenido dosesposas y cuatro hijas que ya estabanen edad de darle nietos.

Cuando apartó las manos de micuello, la mía voló instintivamentehacia el collar, el primer regalo queme hizo Mahoma como mi esposo yamante. En los años venideros, yoguardaría aquel collar como mimayor tesoro pero, en pago a midevoción, éste habría de ser la causade no poco escándalo y pesar. ¡Qué

extraño resulta ahora pensar que unacosa tan pequeña pueda cambiar asíla vida de una muchacha! Y sinembargo el hecho es que el collarencerraba un destino terrible que nosólo cambiaría mi vida sino tambiénla historia del mundo.

No obstante, nadie habría podidopredecir algo así excepto el Profetaseguramente, y la verdad es que mehe preguntado en muchas ocasionessi supo alguna vez la terribledestrucción que acarrearía supequeño obsequio. El collar, quecomenzó siendo una bendición, una

señal de amor, acabaríaconvirtiéndose en una maldición, unheraldo de muerte.

El Enviado tomó en sus manos unpequeño cuenco lleno de leche de laque se habían colado cuidadosamentelas natas, dio un sorbo y luegomirándome a los ojos me lo ofreció;al devolverle la mirada me recorrióun escalofrío que no supe identificardada mi corta edad pero ahora sé queera deseo: una ola de calor inundó micuerpo y sentí un cosquilleo en elestómago; bajé la cabeza,avergonzada y desconcertada al

mismo tiempo por aquella misteriosasensación totalmente nueva para míy, aterrada, me negué a beber delcuenco con un movimiento brusco dela cabeza.

Sin embargo el Enviado me loacercó a los labios y me ordenó condulzura:

—Bebe, Humana.Hubo algo en su manera de decir

el apodo que él mismo me habíadado que me provocó un cosquilleoaún mayor en el estómago y noté queuna gota de sudor se deslizaba por minuca hasta los hombros.

Lo miré de nuevo y asentí, luegome incliné hacia delante y apoyé loslabios en el borde del cuencodejando que la leche fresca fluyerapor mi garganta. El corazón empezó alatirme más deprisa, y ya no era sólopor miedo.

Bebí mi parte y le pasé el cuencoa mi hermana que estaba a mi lado.Asma dio un sorbo, se lo entregó ami madre, y luego a su vez fuepasando entre todos los presentes.Me llevé una gran sorpresa cuandovolvió a las manos del Profetaporque parecía seguir tan lleno como

al principio, pero ignoré aquelpensamiento asumiendo que eranimaginaciones mías.

La ceremonia había concluido yme había convertido en lo que habíaprometido el ángel y aquello con loque soñaban, aunque fuera ensecreto, todas las muchachas queconocía.

Era la Madre de los Creyentes.Mi padre se puso de pie, besó la

mano del Profeta y luego posó suscálidos labios en mi frente.

—¡Que Alá bendiga a las dospersonas que más amo en este

mundo! —dijo, y luego se volvió,disponiéndose a partir al igual quehicieron las mujeres.

La sencilla puerta de madera depalma se cerró a sus espaldas y nosquedamos solos. El Enviado mesonrió, me tomó la mano y noté queel tacto de la suya erasorprendentemente frío pese a losvestigios del calor asfixiante del díaque impregnaban el aire aquellanoche; era como si lo recorriera unabrisa fresca que sólo él podía sentir.Yo reparé en el ritmo acompasado desu pulso y aquella suave cadencia me

tranquilizó, los latidos desbocadosque retumbaban en mi pecho sefueron calmando poco a poco hastaque llegó un momento en que fuecomo si compartiéramos un únicocorazón, un único aliento.

Miré directamente aquellos ojoscolor ébano, más negros que lamedianoche, y me vi reflejada en susprofundidades infinitas, pero lo quevi no fue la imagen que reflejaba elespejo cada mañana sino que parecíamayor, más sabia, mi cuerpo de niñaera el de una mujer, mis cabellos yano eran rojizos como la puesta de sol

sino castaños aunque lanzabandestellos encendidos como el fuegode las llamas; además ya no sonreía,un orgullo y una indignaciónjustificada que no alcanzaba acomprender resplandecían en misojos color ámbar; luego me vienvejecer, mis cabellos se volvierongrises y mi rostro se llenó de arrugaspero seguía brotando de él unabelleza que se había tornado fría yaterradora; después la visión cambióde nuevo y me había convertido enotra criatura, mitad humana y mitadángel, mi pelo y los huesos de mi

cara lanzaban destellos pálidos comola luz de la luna que parecían brotarde mi interior; al mirar a los ojos aesa mujer de otro mundo, a eseespíritu venido de los confines deltiempo y el espacio, vi que ya nohabía más tristeza.

Sólo amor.La visión terminó y volví a ser

consciente de que estaba a solas conel Enviado. Me estaba mirando de unmodo raro y por un momento mepregunté si él también la habría vistopero no dijo nada al respecto sinoque se limitó a acariciarme el rostro

deleitándose en la delicada suavidadde una piel que ningún otro hombrehabía tocado jamás.

Se inclinó hacia mí y me susurróal oído:

—No tengas miedo.Clavé la mirada en aquellos ojos

negros que no eran de este mundo yrespondí con toda sinceridad:

—No, no tengo miedo.Esbozando una cálida sonrisa me

tomó en sus brazos y yo me dejéllevar, abandonándome, perdiéndomeen la exquisita sensualidad de sentir

su cuerpo apretado contra el mío.No hubo temor. No hubo dolor.Sólo hubo luz.

LIBRO SEGUNDO

EL NACIMIENTO DE UNACIUDAD

1

La Meca, 623 d. C. Los musulmanes habíamos huido

de La Meca, pero nuestros enemigosno nos daban tregua. Elestablecimiento de una comunidadindependiente de musulmanes fueradel control de los oligarcas árabesera una amenaza aún mayor que lapresencia de los creyentes en laciudad santa puesto que, desdenuestro enclave estratégico de

Medina, podíamos bloquear las rutasde las caravanas que se dirigían alnorte. Los musulmanes habían pasadode ser vistos como una chusmaacorralada a convertirse en unafuerza organizada con poder paracortar el flujo de comercio hacia LaMeca del que vivía la ciudad y,dándose cuenta de que la guerra entrelas dos comunidades era inevitable,Abu Sufian decidió tomar medidaspreventivas.

Estaba jugando con mis amigas eldía que nos llegaron noticias de lanueva estratagema de La Meca: yo

gateaba por el suelo de la diminutahabitación con un caballo de maderaen la mano, un regalo que habíapertenecido a mi hermana Asmadesde que era pequeña y formabaparte de una colección de figuras deanimales de granja que mi padre lehabía traído de regalo a la vuelta deun viaje de negocios a Saná dos añosantes de la Revelación. Alconvertirse al Islam, mi padredestruyó todos los ídolos que poseíay se había dispuesto a lanzar tambiénal fuego aquellas reproducciones enmadera de sándalo, pero Asma se

sentó a la puerta de casa a llorar condesconsuelo la inminente pérdida desus juguetes por culpa de la nueva fe,el Enviado la vio y le dijo a AbuBakr que devolviera las figurillas ala niña: las muñecas y los juguetes noeran ídolos fabricados enrepresentación de falsos dioses sinosimplemente una fuente deentretenimiento para los niños.

En años posteriores, cuando elcelo de los creyentes se hizo tangrande que comenzó a prohibirsetoda representación o imagen porconsiderarse idolatría, yo sacudí la

cabeza llena de frustración alrecordar la delicada sabiduría de miesposo que siempre había predicadouna religión moderada. La obstinadaresistencia de los musulmanes aobedecer al sentido común y suobsesión con seguir la Ley al pie dela letra ignorando el espíritu de lamisma siempre ha sido la pesadillade nuestra comunidad y, ahora que elEnviado ya no está para poner coto atales desmanes, temo que lasposiciones dogmáticas y elextremismo irán cada vez a más.

Pero, por aquel entonces, gracias

a la paciente y comprensivaaprobación del Enviado, yo podíaseguir usando mis juguetes y losdisfrutaba al máximo. Mis amigasLeila, Munira y Rim me habíanvenido a hacer una visita ese día ynos habíamos pasado toda la mañanajugando a pillar entre grandes risas,tal y como habíamos hecho siempreantes de mi boda con el Profeta.Ahora estábamos las tres tiradas enel frío suelo de piedra haciendo unacarrera entre nuestros respectivoscaballitos de madera cuando en elumbral apareció una sombra.

Alcé la vista y me encontré conel Enviado que nos observaba conuna sonrisa divertida en los labios.Las otras niñas lanzaron un gritoavergonzado y trataron de escurrirsepor su lado en dirección a la callepero él les cerró el paso con susfuertes piernas.

—¿Qué hacéis? —preguntó.Mis amigas se pusieron rojas y

tartamudearon con un hilo de voztoda una retahíla de torpes excusas,pero yo me había dado cuenta de queno estaba enfadado.

—Estamos jugando —respondí

con el corazón en un puño, pues lavisita de mis amigas era un breverespiro en medio de las obligacionesde mi nueva posición en lacomunidad que yo necesitabadesesperadamente: su presencia mehabía hecho sentir de nuevo como laniña que aún era y no quería volvertodavía al papel de mujer casada yMadre de los Creyentes.

El Enviado se agachó para ver loque tenía en la mano, posó la miradaen el caballito y sonrió, tal vez alrecordar las palmas de alegría deAsma cuando él mismo había

salvado aquel juguete de las llamasdel fuego.

Tomó la figurilla en su mano y laexaminó como si estuvieradeleitándose en el fino trabajo deartesanía yemení que hacía que elcaballo pareciera casi de verdad.

—¿Y a qué jugabais?—se limitóa preguntar.

Reuní el resto de figuras quehabía esparcidas por el suelo —vacas, camellos, un corderodecorado incluso con una fina capade lana de verdad— y se las mostréllena de orgullo.

—Jugábamos a los Caballos deSalomón —respondí.

La sonrisa del Enviado acelerólos latidos de mi corazón y meprovocó una sensación rara en elestómago que me recordó que era unamujer y no sólo una niña, por muchoque me empeñara en fingir locontrario.

El Profeta detectó en mis ojos elbrillo que siempre resplandecía enellos cuando se despertaba mi deseoy me hizo un guiño pícaro para luegollamar con un gesto de la mano a lasotras niñas que se habían

apelotonado en un rincón.—Salomón es mi hermano —dijo

poniéndose a gatas y agarrando uncaballo de juguete pintado de blanco—. Venid, que yo también quierojugar con vosotras.

Mis amigas lo miraron atónitas:¿el Enviado de Dios quería jugar conellas?

Y entonces el Profeta colocó sucorcel blanco a la par con misemental negro y comenzó a gatearpor el suelo a toda velocidadretándome a que lo alcanzara sipodía. Yo me reí, seguí su ejemplo y

al final conseguí que mi caballoganara al suyo.

Mis amigas seguían sin darcrédito a lo que veían, pero, depronto, se echaron a reír y sepusieron a jugar con nosotros, demodo que, al rato, un pequeño tropelde figuritas de animales trataba dedar alcance a la montura delEnviado: los Caballos de Salomóngalopando hacia la victoria.

Yo le gané la carrera hasta laotra pared de la pequeña estancia enla que, además del jergón cubiertocon piel de cordero, ahora también

había una bandeja de madera quehacía las veces de mesa durante lascomidas; mi montura la saltó porencima emprendiendo el vuelo igualque los caballos alados del Paraíso ycontinuó a toda velocidad hacia lapuerta.

Entonces me quedé inmóvil alver en el umbral una figuraimponente cuyo enorme cuerpoeclipsaba la luz del sol: inclusocuando mis ojos todavía no se habíanacostumbrado a la repentinaoscuridad, ya sabía que sólo podíaser Umar ben al Jattab, que se quedó

allí de pie con los brazos cruzadossobre el fornido pecho y, tras bajarla vista hacia la escena de laschiquillas jugando con el Enviadoque tenía ante los ojos, esbozó unamueca de desaprobación.

Mis amigas se precipitaron haciala puerta entre grititos y Umar se hizoa un lado y dejó que salierandespavoridas; yo me apresuré aponerme de pie, corrí al rincóndonde se había quedado tirado mipañuelo y me tapé rápidamente larojiza melena con la tela color azulnoche mientras Umar se estaba

inclinando ya para hablar con elProfeta que seguía de rodillas con eljuguete en la mano.

—¡Necesitamos tu consejo, oh,Enviado de Dios! —lo informó conuna gravedad en la voz que hizo quela actitud de mi esposo cambiarainmediatamente: volvía a ser el líderde una comunidad desesperada quese había estado teniendo queenfrentar a la enfermedad y elhambre desde que se había refugiadoen el oasis.

En un instante fui consciente decómo todo el peso del mundo caía

otra vez sobre sus hombros y derepente entendí por qué el Enviadodisfrutaba tanto con nuestrosinocentes juegos de chiquillas: en unmundo en el que su gente había deenfrentarse a diario a la ominosasombra de la muerte sobrevolandosus cabezas, un mundo en el que sicometía el menor error podíadesbaratar la tenue tranquilidad quehabía conseguido para su gentepagándola tan cara, los niños lehacían olvidar la pesada carga delliderazgo durante unos breves ymaravillosos instantes.

El Enviado salió al patio congesto serio y yo me quedé sentada enel umbral de mi puerta abierta de paren par contemplando la polvorientaexplanada amurallada que hacía lasveces tanto de casa de oración comode sala de reuniones para laincipiente comunidad de creyentes.Una multitud de musulmanesprominentes se había reunido allí yyo sentí que una nube de tensión secernía sobre la yamat allícongregada.

Ante el Enviado sentado encírculo con sus seguidores, Umar

habló de la crisis que se habíadesatado:

—Hemos recibido informes muypreocupantes de La Meca —comenzóa decir—, los mecanos se han hechocon las propiedades de losMuhayirun y las han vendido.

Al oír la noticia se produjo unmurmullo enfurecido hasta que elpoderoso Hamza alzó una manopidiendo silencio:

—Los beneficios los handedicado a comprar productos enDamasco —apostilló el tío delProfeta con voz sonora que reverberó

en las troncos de palma quesustentaban las paredes—, lacaravana vuelve de Siria en dossemanas.

Umar se mesó la tupida barballeno de ira.

—¡La Meca llena sus arcas connuestras posesiones mientras que loscreyentes tienen que luchar contraviento y marea a diario paraconseguir suficiente comida quellevar al plato!

El Enviado paseó la mirada entrelos hombres deteniéndose un buenrato en cada uno como si estuviera

leyendo en el libro secreto de suscorazones.

—¿Y qué es lo que deseáisconsultarme? —preguntó al fin.

Umar se puso de pie y comenzó apasear en círculos tratando de liberarla ira que lo carcomía por dentro.

—¡Queremos recuperar lo que esnuestro! —proclamó—. La caravananos pertenece por derecho, ¡tenemosque detenerla y confiscar la carga!

Vi desde la puerta de misaposentos como los hombres asentíancon la cabeza alzando además la vozpara expresar su total acuerdo.

Pero entonces Uzman, el apuestoyerno del Profeta, se levantó con unaexpresión triste y apesadumbradaescrita en el rostro.

—La Meca no nos entregará lamercancía sin presentar batalla —afirmó con voz suave—, ¿estamosdispuestos a ir a la guerra contraellos?

Alí, que estaba sentado a los piesdel Enviado también se puso de piejusto en frente de Uzman.

—No es cuestión de si estamos ono dispuestos —sentenció con una

expresión indescifrable en susmisteriosos ojos verdes—, todos loshombres aquí presentes lucharían ymorirían por Dios y su Enviado. Elproblema es que no podemos hacerlosin obtener primero el permiso denuestro Señor.

Y, dicho eso, Alí posó la vista enel Enviado. Mi marido le devolvió lamirada y luego la bajó para clavarlaen sus propias manos sin decirpalabra.

Abu Bakr rozó el hombro delProfeta con la mano y, cuando tomóla palabra, su voz sonó calmada y

firme.—Durante los últimos catorce

años nos hemos mantenido firmes yhemos respondido a todas lasprovocaciones con paciencia yresignación —dijo mi padre—, sinembargo nuestra mesura no ha hechosino envalentonar cada vez más a losidólatras que han acabado porecharnos de nuestras casas y ahorapretenden quitarnos también nuestromedio de vida. No buscamos laguerra pero ya la tenemossobrevolando nuestras cabezas.

El Enviado miró a su amigo a los

ojos durante un largo rato y luego sevolvió hacia Hamza.

—¿Y tú qué dices, tío?Hamza se quitó el pesado arco

que llevaba colgado sobre un hombroy lo dejó en el regazo del Enviado:

—Hay un tiempo para la paz; ytambién hay un tiempo para la guerra.—Como el Profeta no respondíanada, Hamza se arrodilló ante él y letomó las manos entre las suyas—. Séque aborreces el derramamiento desangre, pero si no nos mostramosfirmes ahora los mecanos lointerpretarán como una debilidad y

sus ejércitos no tardarán en aparecera las puertas de Medina. Ha llegadoel momento de luchar.

Mi esposo se levantó por fin.—Rezaré para que Dios me guíe

—fue todo cuanto dijo antes deretirarse de vuelta a mis aposentos ycerrar la puerta a mis espaldascuando lo seguí al interior.

Al leer en su rostro laprofundidad de las emocionesencontradas que estabaexperimentando se me partió elcorazón: Mahoma, que Dios lobendiga y le conceda paz, no era un

hombre violento; nunca lo vi golpeara nadie y su ira no solía manifestarsemás que en la inequívoca señal delceño fruncido distorsionando susbellas facciones. Incluso en unaocasión me contó que, de pequeño,los otros niños se burlaban de élporque se negaba a participar enpeleas callejeras. Su delicadeza notenía cabida en el implacabledesierto donde a los hombres se lesenseñaba que la crueldad y lavirilidad eran una misma cosa.Mahoma había vivido más decincuenta años conforme a un credo

pacifista que cada vez se hacía másdifícil de mantener.

La afluencia de peregrinos habíallevado al límite los recursos deMedina y la mala cosecha de dátilesno había hecho sino empeorar lascosas para los recién llegados. Lacomida valía tanto como el oro y, sinrecursos adicionales, el hambreacabaría por diezmar a la comunidadde seguidores de Mahoma: hombres,mujeres y niños que lo habíanperdido todo porque creían en él;gentes que lo habían seguido a travésde las inmensidades desiertas y

ahora se enfrentaban a la certeza deuna muerte lenta y dolorosa a medidaque el hambre fuera causandoestragos.

Atacar la caravana de La Meca yapoderarse de su carga por lo menosaliviaría temporalmente nuestradesesperación y se podríaaprovechar parte de lo confiscadopara comprar comida y medicinas alos comerciantes de paso por laciudad, pero por otro lado nosexpondría a las represalias de LaMeca. Y además el Enviado sabíaque, una vez comenzaran a sonar los

redobles de los tambores de guerra,el eco de su estruendo se seguiríaoyendo hasta la eternidad.

Mi amado esposo se tendió sobrela piel de cordero y cerró los ojosmientras meditaba qué camino habíade seguirse: no hacer nada ycontemplar de brazos cruzados ladigna muerte silenciosa de su gente,ver cómo la fe en un único Diossucumbía incluso antes de nacer, oempuñar la espada y permitir quemanara un reguero de sangre quepodía acabar convirtiéndose en unaauténtica riada. No había respuesta

fácil y lo cierto era que no leenvidiaba en absoluto por la difícildecisión que tenía que tomar.

Sin saber qué más hacer, medeslicé a su lado, le rodeé el pechocon los brazos y apreté mis pequeñospechos contra su torso con laesperanza de que el consuelo de mifeminidad incipiente aliviara un tantosu pesar.

Noté que se quedaba muy quietoa medida que el sueño lo ibavenciendo; a mí cada vez me pesabanmás los párpados también y me fueenvolviendo el sopor. Mientras me

precipitaba en el abismo sombrío delos sueños pude oír el tumultoatronador de los cascos de losCaballos de Salomón recorriendo latierra al galope y tuve la impresiónde que se dirigían a la guerra.

2

ME despertaron en medio de lanoche las violentas sacudidas quesufría en sueños el cuerpo delEnviado: tenía el rostro cubierto desudor pese a haber refrescado muchoa esas horas y por un momento,temiendo que hubiera sucumbido alas fiebres del oasis, me puse azarandearlo con nerviosismocreciente, pero no reaccionó.

En esto, sin previo aviso, abriólos ojos de golpe y vi que brillaba en

ellos el fuego aterrador de laRevelación; sus labios se movían yoí brotar de ellos aquella inquietanteVoz que era y no era la suya ypronunciaba la Palabra de Dios quecambiaría para siempre el rumbo dela Historia.

Combatid enel camino deDios a quienesos combaten,pero no seáis losagresores.

Dios no ama

a los agresores.

Se me llenaron los ojos delágrimas: la decisión estaba tomada yla pureza sencilla del Islam quedaríamancillada para siempre por el rojocarmesí de la sangre.

A la mañana siguiente me coloqué depie tras el Enviado junto con la otraesposa-hermana mayor, Sauda,mientras él anunciaba la Voluntad deDios ante la muchedumbre hacinada

en el patio de la masyid.—¡He aquí que el Señor ha

revelado estas palabras de su Libro!—dijo blandiendo por primera vez,que yo recordara, una espada—:

¡Matadlosdonde los

encontréis,expulsadlos dedonde osexpulsaron!

Lapersecución delos creyentes es

peor que elhomicidio:

no loscombatáis juntoa la MezquitaSagrada

hasta que oshayancombatido enella.

Si oscombaten,matadlos:

ésa es larecompensa de

los infieles.Si dejan de

atacaros,ciertamenteDios seráindulgente,misericordioso.

Matadloshasta que lapersecución noexista y esté ensu lugar lareligión de Dios.

Si elloscesan en su

actitud, no máshostilidad si noes contra losinjustos.

Vi la agitación en los rostros delos presentes, que murmuraban entreellos deleitándose en que Alá leshubiera dado permiso para lucharcontra sus perseguidores. Se repetíanunos a otros los versos reveladospero me di cuenta de que la parte queaconsejaba templanza no lamencionaban de tan buen grado.

Uzman también reparó en ese

hecho y sacudió la cabeza con pesaral ver la sed de sangre escrita en losojos de algunos de los hombres másjóvenes. Alí, que estaba a su lado,vio el gesto de disgusto de Uzman yle clavó la mirada.

—¿Por qué no te alegras al oír elmandamiento de Dios? —exigiósaber con voz atronadora que resonópor toda la masyid y, de repente,todas las miradas estaban puestas enUzman.

—Me regocijo en las palabras deDios pero siento un gran pesar poresta Uma —respondió el bondadoso

joven—. Temo que una vez semanchen de sangre las espadas de loscreyentes ya no haya forma de pararla hemorragia.

El Enviado lo miró a los ojos yvi tristeza en su mirada; fue como si,en su corazón, mi marido albergarael mismo temor.

Pero algunos de los impetuososjóvenes vieron en las delicadaspalabras de reproche de Uzman lahuella de la traición:

—¡Eres un viejo cobarde! —lorecriminó un muchacho de cabelloscastaños que no podía tener más de

trece años—, la única sangre quetienes miedo de derramar es la tuya.¡Ojalá corra por las calles deMedina algún día!

Aquellas palabras fueronrecibidas por algunos de lospresentes con un torrente de risas yunos cuantos amigos del bravucónescupieron al dobladillo de la finatúnica de seda azul de Uzman. Laencantadora hija del Profeta, Ruqaya,posó una mano protectora en el brazode su esposo a medida que losabucheos iban en aumento hastaconvertirse en un clamor: había

caído enferma con las fiebres deloasis y, en vez de tener las mejillassonrosadas como solía ser el caso,estaba muy pálida y unas profundasojeras echaban a perder la hermosurade sus ojos, pero aun así pude leer enla firmeza de la línea de sumandíbula el desafío implícito acualquiera que insultase a su maridoo pusiera en duda su lealtad.

En la furia que sacudió a lamuchedumbre en esos momentos vipor primera vez en mi joven vida laposibilidad de que surgiera laenemistad de musulmanes contra

musulmanes, y se me revolvió elestómago de pensar que la sed desangre que se había desatado paradefender nuestra comunidad podríaalgún día hacerla jirones. Allí de pie,presa de una indignación justificadaque estaba a punto de hacer que elcorazón se me saliese del pecho,nunca habría podido imaginar queera yo la que estaba destinada a abrirlas compuertas de esa riada letal.

Vi que el rostro de Mahoma seensombrecía cuando, de pronto,raudo como una centella, se pusojunto a Uzman, le tomó la mano

derecha en la suya y con la otravolvió a envainar la espada quehabía estado empuñando hacía unmomento, luego sostuvo en alto elarma en su vaina de cuero rojo paraque todos la vieran y dijo condureza:

—Sabed que Dios posee unaespada que permanecerá envainadamientras Uzman viva, pero si alguienlo mata la espada será desenvainaday así permanecerá hasta el Día delJuicio.

Sus poderosas palabrasconsiguieron acallar a la multitud de

inmediato y vi que los ojos de suyerno se anegaban de lágrimas: aquelhombre amable, que era el único detodos los quraish que compartía conmi esposo el rechazo que leprovocaba el derramamiento desangre, estaba horrorizado por habercausado semejante tumulto. Al ver laira en los ojos de mi marido y latristeza en los de Uzman, loscreyentes se sintieron avergonzados ycomenzaron a dispersarse.

Mientras la gente se ibamarchando posé la mirada una vezmás en el briboncillo que había sido

el causante de todo: al ver queaquellos jovenzuelos pendencieros alos que el Profeta había regañadomás de una vez por sus excesos en elpasado estaban mirando fijamente aUzman con un odio disimulado aduras penas, se me heló la sangrepues tuve la premonición de que ibaa pasar algo terrible.

Recé fervientemente a Alá paraque los preparativos de la batallaacabasen siendo innecesarios: elEnviado había mandado una patrullaa las afueras de Medina y cuandollegara la caravana de Siria nuestros

jinetes la rodearían y desarmarían alos guardias para llevarse lasprovisiones a Medina. Si no seperdía ninguna vida tal vez en LaMeca seguirían los consejos de susdirigentes más sensatos que sabíanque nos habían robado y simplementenos estábamos limitando a recuperarlo que era nuestro, así que cabía laposibilidad de que el asunto sezanjase de una manera honrosa.Siempre y cuando no hubieraderramamiento de sangre durante elasalto a la caravana, cabía laesperanza de que la guerra pudiera

evitarse y la espada permanecieraenvainada para siempre.

Al alzar la vista al cielo vi nubesde tormenta en el horizonte y,experimentando una sensación devacío en el estómago, tuve la certezade que no se me concedería lo quehabía pedido.

3

POZOS de Badr,17 de marzo de 624 d. C.

Al final, la guerra nos llegó con

la misma certeza implacable que lamuerte: no hubo forma de resistirse aella, al igual que es inútil resistirse alos ángeles que aparecen a la horaseñalada para reclamar el alma y,como la fuerza inexorable de lamuerte, la guerra trajo consigo tantoun final como un principio para

nuestro pueblo.La caravana con todas sus

riquezas, oro y especias de Jerusalény Damasco, había sido una trampaconcebida para atraernos fuera denuestras casas hacia el campo debatalla. Siguiendo hasta el últimodetalle de la estrategiacuidadosamente planeada por Hind,Abu Sufian había ordenado que, envez de pasar por las negras colinasque rodeaban Medina siguiendo laruta tradicional, la caravanaemprendiera el camino de la costaque corría paralelo al ancho mar que

separaba Arabia de Egipto yAbisinia.

Y, mientras el Enviado ordenabaa un pequeño grupo de unostrescientos hombres que esperaranocultos en las afueras de Medina elpaso de la caravana, un ejército demiles de mecanos armados hasta losdientes avanzaba hacia el norte paraatraparnos.

Nos encontraríamos frente afrente con nuestro destino en unalengua de tierra pedregosa situada alsureste conocida como Badr, unenclave en el que solían hacer una

parada los comerciantes que ibanhacia el Yemen porque contaba conpozos donde podían hacer acopio deagua limpia, el bien más preciado deuna caravana. El Enviado salió haciaallí con una patrulla armada tan sólopara una escaramuza perocalamitosamente pertrechada paraenfrentarnos a lo que nos aguardaba.Viajábamos en una hilera de unossetenta camellos y tres caballos y yoiba detrás de mi marido en unacamella de pelaje rojizo llamadaQasua que era su favorita. Lasmujeres de Bizancio y Persia,

acostumbradas a ocultarse tras losmuros de estancias perfumadasmientras sus hombres arriesgaban lavida, se habrían sorprendido, perolas árabes solían acompañar a losguerreros para servirles deinspiración y recordarles por quéestaban luchando. Ésa era unacostumbre árabe que el Enviadorespetaba con lo que, en los años quesiguieron, fui testigo de muchasbatallas y hasta puede que laincómoda familiaridad con el fragorde la batalla fuera lo que me llevó aexcederme en aquel día infame para

el que por aquel entonces aúnfaltaban décadas.

Cabalgamos por el paso demontaña al nordeste hasta entrar en elvalle de Badr que estabaprácticamente rodeado en todos losflancos por colinas: en aquelinmenso abrevadero no había másque tres vías de acceso o escape queeran la ruta por la que habíamosvenido, un paso al noroeste hacia elcamino de Siria por el queesperábamos ver aparecer lacaravana y una senda al sur endirección a La Meca. El valle en sí

mismo estaba sorprendentementelleno de vida y rebosante de frondosavegetación gracias al riego de losnumerosos pozos. El Enviado ordenólevantar el campamento cerca de laruta de Medina y los hombresinstalaron una cisterna para tenerfácil acceso al agua. Se estableció unpequeño puesto de mando colocandoen círculo varios postes hechos detroncos de palmera y cubriendo lacircunferencia resultante con unalona negra que sirviera paraprotegerse del sol implacable. Aquélfue el lugar donde el Profeta celebró

las reuniones para debatir laestrategia con sus generales mientrasyo miraba hacia el norte con elcorazón desbocado por los nervios yla anticipación que lo impregna todoen el campo de batalla.

Estábamos eufóricos porquehabíamos logrado hacernos con lospozos sin oposición y confiábamosen que pronto ocurriría lo mismo conla caravana. Y entonces un par decentinelas que habían sido enviadosa vigilar el avance de la caravanatrajeron noticia de que Abu Sufian sehabía desviado y la excitación se

tornó frustración. El Enviado estabapensando en levantar el campamentoy emprender el regreso a casa cuandocomenzó a oírse el rumor de lostambores por el sur.

Habíamos caído en la trampa yteníamos el ejército de La Meca anuestras puertas.

Al cabo de un rato, el paso delsur era un hervidero de guerreros enreluciente cota de malla que hacíanondear sus estandartes rojos y azulescon aire amenazador. Sus gritos deburla y provocación dirigidos anuestro cómico contingente

retumbaron por todo el valle y elpavor se extendió por nuestrocampamento.

Me senté junto al Profeta, que sehabía retirado al puesto de mando encuanto apareció el ejército enemigopara arrodillarse en el suelo a oraren silencio con los ojos cerrados y elceño fruncido, tratando decomunicarse con los ángeles paraque lo guiaran de algún modo. Mipadre estaba de pie detrás de él conun alfanje inmenso en la mano,preparado para defender al Enviadosi los mecanos atravesaban nuestras

defensas, que estaban empezando aformar en torno al puesto de mandoen ese momento.

Me llevé la mano a la frente paraque la deslumbrante luz del sol no mecegara y, al bajar la vista hacia elejército de La Meca que continuabasu avance, se me hizo un nudo en elestómago. No cabía duda de que nossuperaban ampliamente en númeropese a que la bruma que envolvía elpaso del sur hacía muy difícil estimarla cantidad exacta de enemigos a losque habríamos de enfrentarnos; yocalculaba que la superioridad de La

Meca era de dos a uno (después meenteraría de que, de hecho, habíasido de tres a uno) y ni siquieramerecía la pena evaluar nuestrasposibilidades de victoria frente aaquel enemigo tan claramentesuperior en número y mejor armado.

Se me pasó por la cabeza unpensamiento triste: que, a los onceaños y después de todas lasvicisitudes que había pasado ya enmi corta vida, era muy probable queésta tocara a su fin allí mismo antesde que se pusiera el sol, ya que, apesar de que los paganos no veían

con buenos ojos el asesinato demujeres y niños (y yo era ambascosas), me llegaba del otro lado delvalle el olor inconfundible de la sedde matar: salvaje, animal,irreflexiva. Cuando el fuego de laguerra se encendía en los corazonesde los hombres, las mujeres y losniños corrían el peligro de morir yefectivamente morían, como siemprehabía sido el caso a lo largo de laHistoria, y yo no tenía la menorgarantía de que el enemigo fuera amostrarse clemente conmigo. Claroque, por otro lado, tal vez la muerte

junto a mi esposo y mi padre fuerapreferible a lo que me harían si mecapturaban y me llevaban de vuelta aLa Meca como esclava.

Entonces oí un grito que venía delas líneas enemigas, miré al otro ladodel valle y vi que tres mecanosrompían la formación y caminabansin el menor signo de temor hacia laexplanada rocosa que separaba loscampos de los adversarios; losreconocí inmediatamente como tresde los líderes más prominentes de LaMeca: Utba, padre de Hind,avanzaba un paso por delante de su

hermano Chaiba y su hijo Ualid, lostres empuñando sendas espadasdesenvainadas que lanzabandestellos bajo la luz cegadora delcielo raso. Se trataba de un antiguoritual de guerra del que había oídohablar pero que nunca habíapresenciado con mis propios ojos:antes de entrar en batalla, las tribusárabes tenían siempre por costumbreenviar a sus guerreros más temidos aenfrentarse en un duelo de honorcuerpo a cuerpo; y los mecanoshabían enviado a Utba, cuyos ojosverde y ámbar se parecían tanto a los

de su hija que me pregunté si no setrataría de Hind en personadisfrazada de hombre.

Utba se dirigió a la franja detierra que separaba a los dosejércitos, contempló las filas de losmusulmanes enfundados en viejasarmaduras de cuero que empuñabanespadas y lanzas oxidadas y soltó unacarcajada para luego escupir alsuelo, como si retar a hombres de tanpoca envergadura fuese un ultraje asu propio honor. Y entonces vi queclavaba la mirada en un joven queestaba junto a Hamza en primera

línea de combate y la sonrisasardónica del mecano se volvió unamueca de infinita sorpresa.

En ese momento caí en la cuentade que el joven alto y esbelto al quese había quedado mirando era su hijoAbu Huzaifa, quien, al igual que lahija de Abu Sufian, Ramla, se habíaunido a los musulmanes haciendo aúnmás enconada la enemistad entreMahoma y los líderes tribales que loacusaban de haber seducido a sushijos con su brujería. Vi la miradaatribulada de mi esposo mientrascontemplaba a padre e hijo

observándose desde lados opuestosdel campo de batalla y entendí que elEnviado nunca hubiera permitido queAbu Huzaifa formase parte de lapatrulla si hubiera sabido que éstesería el resultado.

Pero Utba recuperó lacompostura al cabo de un instante ydescendió sobre sus facciones unaespecie de velo acerado que ocultócompletamente lo que estabasintiendo, agitó su espada en alto congesto amenazante y pronunció latradicional fórmula del desafío:

—¡Mahoma, he aquí los leones

de los quraish! —rugió—. ¡Envíahombres dignos de enfrentarse anosotros o sufre la ignominia de larendición!

Vi con horror que Abu Huzaifadesenvainaba la espada y daba unpaso al frente dispuesto a batirse enun duelo a muerte con su propiopadre, pero Hamza reparó en lamirada severa de mi esposo y sujetóal joven por el hombro al tiempo quele decía:

—No, tú no.Al volver a la formación, la

máscara desafiante que también

parecía cubrir las facciones de AbuHuzaifa cayó y pude ver en sus ojosun terrible pesar.

Acto seguido percibí a mi lado elmurmullo de los ropajes del Profetaal ponerse en pie para elegir a losguerreros que representarían a losmusulmanes. Recorrió con la miradalos rostros expectantes de sussoldados y luego tomó una decisiónque estaba segura de que le partía elcorazón porque los mejores paraenfrentarse al reto de Utba eranprecisamente hombres con los quecompartía lazos de sangre; escogió a

tres de sus familiares más queridos:su primo Ubaida ben Hariz, su tíoHamza y Alí, al que trataba como aun hijo. Las lágrimas hacían que meescocieran los ojos. No alcanzaba nia imaginarme lo difícil que debía deser enviar a la gente más querida aenfrentarse a una más que probablemuerte ante tus propios ojos.

Los tres elegidos de la Ahl alBait, la 'Casa del Profeta', avanzaroncon paso altivo hacia el campo debatalla y se colocaron frente a susoponentes. Hamza había lanzado a unlado su arco para sustituirlo por un

alfanje y Ubaida sostenía en alto unsable con incrustaciones de piedraspreciosas en la empuñadura queresplandecía en sus manos.

Entonces Alí desenvainó suespada y oí un grito ahogado que mesorprendió darme cuenta había salidode mis propios labios. El arma no separecía a ninguna que hubiera vistoantes, pues la hoja se dividía en dosen la punta dándole el aspecto de lalengua bífida de una serpiente. Laempuñadura era de plata bruñida y lahoja de punta doble estaba grabadacon filigranas de oro y un acabado

negro que sugería que no había sidoforjada en hierro sino en algún otrometal que yo no había visto jamás.Después supe que la espada teníanombre, Dul Fiqar, y pertenecía alEnviado en persona. A lo largo delos años, siempre que le preguntabadónde había comprado un arma tanmagnífica y poco común se limitabaa sonreír y cambiaba de tema.

Alí describió círculos con lamuñeca con la que sostenía el arma yDul Fiqar cortó el aire emitiendo unextraño sonido silbante que no hizosino aumentar el misterio. El

guerrero avanzó para colocarsefrente a frente con un adversario y vique clavaba la mirada en Ualid, unode los hombres que habían intentadoasesinar al Profeta la madrugada queéste escapó de La Meca; los dos semiraron de un modo extraño yrecordé lo que Alí había contado deaquella noche y de cómo le habíaprometido a Ualid que la próximavez que se encontraran, el hermanode Hind moriría.

De pronto las nubes ocultaron elsol —algo raro porque hacía escasosminutos el cielo estaba

completamente raso— y se proyectóuna sombra sobre el campo debatalla.

Hubo un momento de terriblesilencio, como si la Historia mismaestuviera conteniendo el aliento, yluego, con un grito furioso, Utba seabalanzó hacia los hombres quehabían respondido al desafío. Ubaidase movió para interceptarlo y susespadas se entrecruzaron con unaviolencia espeluznante. Al instanteHamza comenzó a luchar con Chaibay Alí hizo lo propio con Ualid.

Saltaban chispazos mientras los

hombres se batían denodadamente yhabía cierta belleza aterradora en ladanza que parecían interpretarmientras luchaban. Pese a su edad ytamaño, Hamza giraba sobre símismo y esquivaba los ataques con laagilidad de un joven, y Ubaidaasestaba golpes tan furibundos queme sorprendió que la espada de Utbano saltara en mil pedazos alinterceptarlos.

Me fijé en Alí que parecíamoverse a distinta velocidad que losdemás, como si el tiempo fuera acámara lenta a su alrededor, y cuyos

movimientos eran bellos y elegantes,parecidos a los de un pez nadando enuna corriente suave. El desconciertose apoderó de Ualid cuando sedispuso a defenderse del ataque deAlí; se diría que él también sabía quehabía algo en su oponente que lohacía diferente y vi miradas deconsternación en los rostros de loshombres de ambos bandos mientrasAlí peleaba desde ese extraño mundoonírico en el que sólo parecía habitarél.

Pensé que debía de haber salidoel sol de nuevo porque Dul Fiqar

comenzó a relucir y lanzar destellosy el filo resplandecía igual que si Alíempuñara una antorcha, pero alinstante me sorprendió darme cuentade que el campo de batalla seguíabajo la sombra de las nubes, con loque no encontraba ningunaexplicación plausible para lamisteriosa luz que emanaba de laespada.

Ualid también lo vio y se quedóboquiabierto. En ese preciso instante,Alí alzó el arma y con una graciadigna del águila cuando se lanza enpicado a por su presa le cortó el

cuello a Ualid. La cabeza del jovencayó de sus hombros al suelolimpiamente y brotó la sangre delcuello cercenado igual que la lava deun volcán. El cuerpo decapitado deUalid permaneció inmóvil uninstante, se diría que presa de laincredulidad, y luego por fin sedesplomó.

Las palabras proféticas de Alí,pronunciadas la noche en que elEnviado escapó de sus asesinos, porfin se habían cumplido.

Oí un débil gemido y vi que AbuHuzaifa luchaba por guardar la

compostura después de ser testigo dela decapitación de su hermano, yentonces la nube que había cubiertorepentinamente el sol se evaporó demodo igualmente misterioso y la luzvolvió a inundar el campo de batalla.Utba se puso muy pálido al ver lacabeza de su hijo en el suelo a escasadistancia y, con el alarido terrible deun hombre que ya no desea vivir, seabalanzó sobre Ubaida.

Al cabo de un instante vi queHamza hería a Chaiba en el hombro:su arma desgarró los músculos yatravesó el hueso hasta cortar el

brazo con el que su oponenteempuñaba la espada y el guerreroquraish murió en medio de un charcode sangre con el cuerpo sacudido porlas convulsiones.

Utba se había quedado solocontra tres hombres y aun asícontinuaba luchando como si contaracon todo un ejército; la locurareflejada en sus ojos le daba unaspecto de ferocidad que yo no hevuelto a ver nunca en ningún campode batalla. El primo del Profeta,Ubaida acabó cayendo al suelo anteel empuje de aquellos mandobles

furibundos y entonces, de pronto,hizo un movimiento rápido con lapierna, que golpeó en el tobillo aljefe mecano, quien cayó también,pero asestando al mismo tiempo unúltimo golpe brutal con el que cortóla pierna de Ubaida por encima de larodilla. Éste lanzó un alarido dedolor mientras comenzaba a brotar lasangre mezclándose con jirones decarne desgarrada del muñón en carneviva, y oí un terrible grito de angustiaque salía de la garganta de Mahoma.

Utba consiguió volver a ponerseen pie y avanzó hacia Ubaida

dispuesto a propinar el golpe mortal,alzó la espada… y entonces Alílanzó su espada Dul Fiqar desdedonde estaba, ésta giró en el aireigual que un disco describiendo unvuelo de la más absoluta precisión yla punta de doble hoja le cortó lamuñeca a Utba.

El mecano no gritó y no parecíasentir dolor, simplemente se quedóallí de pie, desarmado ycompletamente solo, contemplandocon ojos brillantes el cuerpo sincabeza de su amado hijo. EntoncesHamza se lanzó sobre él y le

atravesó las costillas con unaestocada de su poderosa espada queemergió por la espalda de Utba comosi de un cuchillo ensartando una natade leche se tratara.

Pese a estar herido de muerte, elguerrero permaneció de pie con unaespada clavada en el corazón; vi quemiraba al otro lado del campo debatalla hacia el hijo que aún lequedaba con vida, el traidor quehabía preferido a Mahoma en vez dea él, y el horror privó al rostro deAbu Huzaifa de toda expresióncuando miró a su padre moribundo a

los ojos.Y entonces Utba hizo algo que

nunca olvidaré ni tal vez siquieraentenderé: sonrió a Abu Huzaifa yasintió con la cabeza, como siestuviera orgulloso de él; luego, conun último espasmo, el padre de Hindcayó de rodillas al suelo y volviójunto al Dios cuya existencia habíanegado.

Se extendió el más absolutosilencio por todo el valle mientraslos mecanos, horrorizados, enviabansoldados a recuperar los cuerpos desus guerreros muertos. Hamza y Alí

levantaron a Ubaida que, pese a estarprácticamente sumergido en unalaguna de su propia sangre, de algunamanera, había conseguido sobreviviry lo llevaron al puesto de mando delEnviado recostándolo con la cabezasobre el regazo de mi esposo. Mipadre se arrodilló al instante junto alherido y trató de vendarle la enormeherida y parar la hemorragia, perotodos sabíamos que Ubaida habíaperdido demasiada sangre para quelos esfuerzos de Abu Bakr fueran adar el menor resultado ya.

Una sombra se cernió sobre

nosotros y vi a Abu Huzaifa allí depie, mirando a los hombres quehabían matado a su padre, su tío y suhermano; se llevó la mano al cinto endirección a la empuñadura de supropio filo y sentí que surgía un gritode alarma en mi pecho… pero AbuHuzaifa se limitó a desatar unpequeño zaque de piel de lobo quellevaba junto a la espada y searrodilló para verter un poco de aguaen los cuarteados labios de Ubaida yofrecerle así un último sorbo con quecalmar la sed antes de que el ángel selo llevara.

Ubaida bebió con avidez y luegocomenzó a toser sangre, lanzó unamirada agradecida a Abu Huzaifa yme pareció leer en sus ojos quesuplicaba su perdón. El joven no lerespondió con una sonrisa pero síasintió con la cabeza y luego se alejóa llorar a sus muertos en soledad.

Ubaida se volvió hacia su primoMahoma a quien había seguido hastala muerte.

—¿Entonces… soy… un mártir?Los negros ojos de mi marido

resplandecían con el fulgor de laslágrimas.

—Desde luego que sí.Ubaida sonrió y por fin su cuerpo

quedó inerte.El Profeta le cerró los ojos y se

puso en pie ante el ejército de LaMeca. El ritual del desafío habíaterminado.

Y la Batalla de Badr estaba apunto de comenzar.

4

CONTEMPLÉ el poderoso ejércitoque, al otro lado del campo debatalla, se disponía a avanzar paravengar las muertes de sus héroes. Elolor acre de la sangre todavíaimpregnaba el aire y casi podíanpaladearse el manto de sudor ymiedo que cubría el valle de maneraparecida a como lo habían hecho lassombras de las repentinas nubesdurante el desafío.

Entonces surgió una figura alta y

elegante de las filas mecanas y se meheló la sangre al ver que Abu Jahl seadelantaba con zancadas majestuosashasta detenerse junto al charco desangre que marcaba el lugar dondehabía caído Utba; alzó la vista hacianuestro puesto de mando y luegoaplaudió con aire de desprecio.

El Profeta lo miró a los ojos sindecir palabra; Abu Jahl apartó lamirada al fin para clavarla en mímientras se dibujaba una sonrisa ensus labios carnosos; yo reaccionécubriéndome el pecho con el chal, ysu sonrisa se hizo más amplia al ver

mi desasosiego, como un lobo queacabase de descubrir cuál era elcordero más desvalido de todo elrebaño. De pronto me vinieron a lamente imágenes terribles de lo queocurriría si nuestros hombres eranderrotados y me llevaban a la tiendade Abu Jahl como prisionera yesclava, pues me atormentaba elrecuerdo de cómo aquellas manosbien cuidadas habían desgarrado sinla menor vacilación el vientre deSumaya.

—Parece que confraternizar conbellas muchachas no os ha robado el

valor, musulmanes —dijo Abu Jahlhaciendo una reverencia exagerada—, pero tres contra tres es una luchaigualada… ¿Está vuestra raquíticapatrulla preparada para enfrentarseal poder de mil hombres? Moriréistodos antes de que se ponga el sol.

El Enviado se agachó hasta elsuelo y lo observé desconcertadamientras alargaba los firmes dedoshacia la arena pedregosa que habíabajo sus sandalias: agarró un puñadode piedrecillas y las encerró en elpuño.

Luego mi esposo se levantó y

avanzó unos pasos hasta quedar éltambién solo en el campo de batallamirando fijamente a los ojos a AbuJahl, que se encontraba a unos pasosde distancia.

—En nombre de aquel en cuyasmanos está el alma de Mahoma —comenzó a decir el Profeta—, juroque ningún hombre perderá la vidahoy, luchando con la inquebrantableesperanza de que será recompensado,avanzando y no retrocediendo, sinoque Dios le abrirá las puertas delParaíso de par en par al instante.

El eco de sus palabras recorrió

el valle como si las mismas rocasque lo circundaban estuvieranhablando. Vi que nuestras primeraslíneas se colocaban en una impecableformación en línea recta justo detrásdel Profeta, con las cabezas bienaltas y las armas preparadas para elcombate. El contraste con losdesorganizados soldados mecanosque ni siquiera se mantenían erguidosera impactante. En ese momentocomprendí por qué el Profeta habíainsistido en que los hombres y lasmujeres se colocaran en perfectaformación todos los viernes durante

la oración común: la disciplina yunidad que habían practicado durantelos últimos años se habíanconvertido en algo natural; losmusulmanes no eran trescientosindividuos enfrentándose a un millarsino un solo cuerpo gigantesco cuyaspartes se movían y actuaba alunísono. Viendo aquel despliegue dedisciplina marcial sentí que seencendía en mi corazón una llama deesperanza en que tal vez podríamossobrevivir a aquel enfrentamiento.

El Enviado dio un paso haciadelante y alzó el puño como si

estuviera sosteniendo una jabalina.Abu Jahl retrocedió un tanto lleno derecelo pues intuyó que estaba a puntode suceder algo, y sus ojos seclavaron inmediatamente en losarqueros musulmanes cuyas flechasmortales, todas sin excepción, loestaban apuntando.

Comenzó a soplar un vientofuerte cuyos aullidos recordaban alos de los chacales, las repentinasráfagas levantaron una polvareda ysurgieron inmensas nubes de arena dela tierra pedregosa.

Y entonces vi a Mahoma, que

Dios lo bendiga y le conceda paz,agitar el puño y lanzar laspiedrecillas que había recogido dedebajo de sus sandalias hacia elejército quraish: los diminutosguijarros volaron por la explanadacomo un centenar de lanzasplaneando a toda velocidad parasembrar la muerte en su destino.

—¡Sean desfigurados estosrostros! —resonó la voz del Enviadoplena de autoridad, y yo me quedémaravillada al reconocer la Voz queoía brotar de sus pulmones durantelos momentos de Revelación.

Y entonces se produjo la granexplosión: los musulmanes cargarondirectamente contra el ejércitomecano levantando una nube depolvo que se lanzó igualmente a lacarga contra los quraish. Oí gritos defuria y vítores a medida que nuestrossoldados se abrían paso por elcampo de batalla plantando cara alas aturdidas fuerzas enemigas quetrataban de defenderse pero veíancomo la repentina tormenta de arenaque los atacaba por todos los flancosechaba por tierra sus esfuerzos.

Aunque agucé la vista tratando de

distinguir qué estaba pasando, losremolinos de arena me lo impedían,pero sí oía el choque de metal contrametal y los alaridos de dolor de losheridos. El aire seco se llenó depronto de un terrible olor a sangre,entrañas y excrementos, los tresolores que desprenden losmoribundos como si de una últimamaldición contra la crueldad delmundo que les ha deparado tan malafortuna se tratara. Yo tenía la bocadolorosamente seca y notaba el gustosalado del ardiente viento tratandode colarse en mis pulmones; caí

hacia atrás tosiendo y haciendoesfuerzos por respirar; el sueloestaba frío y húmedo, como siestuviera atrapada dentro de unatumba.

El delirio de la batalla siemprejuega a la mente malas pasadas ymientras avanzaba dando tumbosbuscando dónde refugiarme delvendaval me pareció oír el estruendodel galope de caballos retumbando ami alrededor y, como sólo habíamostraído tres y los quraish en cambiotenían docenas de ellos, experimentéuna punzada de pánico y miré a mi

alrededor temiendo encontrarme conla caballería del enemigo lanzándosea la carga con intenciones letales.

Y, sin embargo, los relinchos y elrumor de cascos parecían avanzar endirección a los quraish y no al revés.Alcé la vista llena de confusión ydurante un instante la nube de polvose disipó y creí ver a unos hombresvestidos de blanco a lomos decorceles que cabalgaban por la arenaarrollando a los mecanos con suimplacable ataque.

No sé qué fue lo que vi, perotanto si se trataba de una ilusión

óptica como si de un ejércitosobrenatural venido directamente delos cielos, Abu Jahl pareció verlotambién porque reparé en que estabade pie solo en mitad del caos delcampo de batalla, mirando a sualrededor lleno de incredulidadmientras sus hombres caían por todoslados a su alrededor. Y entonces sepuso de rodillas en medio de losremolinos de arena y alzó los brazosal cielo implorando la ayuda de susdioses:

—¡Alat! ¡Al Uza! ¡Manat! ¡Hijasde Dios, ayudadnos!—clamó

desesperado—. ¡Hubal, señor de LaMeca, derrota a nuestros enemigos!

En ese momento me pareció quecambiaba el viento, oí una risa fría yaterradora mientras nos envolvíantales nubes de arena que se diría quenos habíamos quedado solos en elojo de un huracán que ascendíaimplacable hacia los cielos, y tuveque poner todo mi empeño enpermanecer de pie mientras la tierray el firmamento se fundían en unasola duna ondulante.

Cuando caí de rodillas y traté decubrirme la cara para protegerme de

la ardiente arena, me pareció veralgo que nunca olvidaré: Abu Jahlarrodillado con los brazosextendidos al frente y un expresiónde terror en la cara, y luego vi que deuna columna de arena surgía lo queparecía una figura vestida con unavaporosa túnica blanca y dorada.

Era Sumaya.El fantasma alargó una mano

hacia el hombre que había puesto fina su vida, pero no había ira niamargura en su mirada, sólo unainfinita compasión que me conmovióel alma.

Tal vez nunca sepa con certeza sifue producto de mi mentecalenturienta o una visión del másallá, pero Abu Jahl comenzó aretroceder como si él tambiénhubiera visto algo en aquel remolinode arena y lo oí gritar y tratar deatacar a la aparición con su espada.

Sumaya, si es que era ella, retiróla mano que le había tendido contristeza y desapareció en eltorbellino del que había surgido. Enesto, la polvareda se disipó ysoldados musulmanes de carne yhueso, no aquellas visiones extrañas

provocadas por el viento, seabalanzaron sobre Abu Jahl desdetodos los flancos y lo degollaron.

Vi la cabeza del decapitadoascender hacia los cielos arrastradapor un viento sobrenatural paraacabar cayendo a mis pies, y mequedé mirando el rostro sin vida deAbu Jahl, sus labios carnososretorcidos en una mueca de terror, yluego apareció una mano que agarrólos espeluznantes despojos por unmechón de cabellos grises: fue lamano del Enviado de Dios la quesostuvo en alto la cabeza decapitada

de su peor enemigo mientras fluía lasangre por los tendones mutiladosdel cuello.

Yo retrocedí horrorizada al veral hombre que amaba con aqueltrofeo macabro en las manos, pero enese momento él se volvió hacia mí yvi que no estaba exultante sino másbien triste por haber sido testigo dela caída de su adversario.

—Hubo un tiempo en que fue miamigo —se limitó a decir, y me dicuenta de la magnitud del peso quellevaba a sus espaldas.

El viento se había calmado y vi

que los musulmanes habíanatravesado las líneas defensivas delejército de La Meca, el campamentodel enemigo estaba destrozado yreinaba el caos entre los paganos.

El Enviado se volvió hacia el sury levantó la cabeza de Abu Jahl paraque todos la vieran:

—¡He aquí el enemigo de Dios!Ver la cabeza cercenada de Abu

Jahl infundió nuevos ánimos a losmusulmanes, que obligaron a losmecanos a huir en desbandada ycontemplé cómo aquellos hombrespertrechados con las mejores armas y

protegidos por resplandecientesarmaduras y cotas de malla se dabana la fuga por el paso del sur dejandoel campo de Badr sembrado decadáveres.

Toda victoria tiene un precio.Esa misma noche volvimos a

Medina, los más jóvenes alardeandode sus proezas y los más madurosdando gracias a Dios por Sumilagrosa ayuda en el campo de

batalla. Habíamos dado muerte a másde setenta de los líderes quraish másprominentes, «los mejores bocadosdel manjar más suculento de LaMeca» como los llamaba el Enviado:aparte de Abu Jahl y Utba, ese díatambién murió Omeya a manos de suantiguo esclavo, Bilal, a quien unavez había torturado en público en laplaza de la ciudad. El bondadosoafricano cuya hermosa voz llamaba alos creyentes a la oración habíapodido saldar aquella cuentapendiente en el campo de batallaatravesando a su antiguo amo con una

lanza.Además de los poderosos

señores que habían perdido la vida,capturamos a más de cincuenta de losnobles más poderosos que ahora ibanatados en hilera igual que esclavoscamino del oasis: por algunos deellos pagarían un rescate en lassiguientes semanas y otros seríanejecutados por sus crímenes pasados;en un sólo día, casi todos lospróceres de La Meca habían muertoo habían sido capturados.

Nosotros estábamos aturdidos dealegría, abrumados por el

sentimiento de que Dios había estadoverdaderamente de nuestro lado, ycuando los hombres comenzaron aentonar himnos victoriosos me uní aellos ignorando por completo lo quedictaran las leyes del decoro. Elúnico que permanecía en silencio erael Enviado, que iba pensativo aunqueacabó por esbozar una sonrisacuando por fin entramos en las callesde Medina donde nos recibió unamuchedumbre jubilosa.

Se instaló a los prisionerosprovisionalmente en establos yalmacenes puesto que la ciudad no

tenía cárcel propiamente dicha. A losque no fueran a ser ejecutados se lesacabaría permitiendo vivirdignamente en casas de familiasmusulmanas hasta que los suyospagaran el correspondiente rescatepor ellos y el Enviado había dejadobien claro que los prisioneros deguerra eran huéspedes y debían sertratados como tales conforme a lasnormas tradicionales de lahospitalidad árabe hasta que sedecidiera su suerte.

El Profeta guio a los guerrerosexultantes de alegría hasta la masyid

donde tenía pensado predicar conmotivo de aquella ocasión única,pero cuando ya estábamos cerca delpatio vi que se paraba en secollevándose las manos al corazón.

Por un momento temí queestuviera enfermo o que lo hubieranherido durante la batalla pero lo viponerse muy derecho y volverse conel rostro lleno de pesar más quedolor físico, y después reparé en unhombre que estaba de pie solo a lapuerta de la gran casa que habíacerca de la masyid: era el bondadosoUzman que no había salido con la

patrulla para quedarse atendiendo aRuqaya, que sufría un nuevo accesode fiebre.

Al ver que las lágrimas le corríanpor las mejillas tuve un horriblepresentimiento.

—¿Qué ha pasado? —le preguntóel Enviado con voz quebrada.

Uzman inclinó la cabeza mientrasrespiraba trabajosamente.

—Tu hija Ruqaya… se pusoenferma… y… y… Lo sientomucho…

Vi que mi marido daba un

traspié, como si las piernas se ledoblaran, y lo atrapé como pude pordetrás antes de que se fuera al suelopero no tenía suficiente fuerza parasostenerlo; Umar vio lo que estabapasando y se apresuró a sostenerlopor los hombros para evitar quecayera.

En eso se oyó un repentino gritoprocedente del interior de la casa deUzman, se abrieron las puertas yapareció Fátima que, a másvelocidad de la que mis ojos erancapaces de captar, se lanzó en brazosdel Enviado prorrumpiendo en unos

sollozos tan espeluznantes que se meheló la sangre en las venas.

Había algo tan visceral en losterribles lamentos de la muchachaque sentí como si me arrastraran aotro mundo, al universo primigenioen donde nace la idea misma delpesar en la mente de Dios. Su llantose propagó como el fuego y al cabode poco todas las mujeres de laciudad estaban inmersas en el mismosufrimiento y se daban golpes depecho mientras lloraban la muerte dela hija del Profeta.

Ruqaya, la mujer más bella que

he conocido, se había marchado parasiempre.

Mientras el Profeta la estrechabaentre sus brazos, miré a Fátima conuna mezcla de admiración y miedo,pues había en los sonidossobrenaturales que salían de sugarganta un poder como nunca anteshabía oído.

Era como si, cuando Fátimalloraba, el mundo entero llorase conella.

5

MUAUIYA, el hijo de Abu Sufian,observó cómo el derrotado ejércitode La Meca entraba de vuelta en laciudad: los hombres parecíanconfundidos y humillados, incapacesde comprender qué había pasado enel campo de batalla de Badr. Losexhaustos soldados, deshidratadosdespués de la larga marcha por eldesierto, iban prácticamentearrastrándose hacia el pozo deZamzam, ignorando las miradas

acusadoras de las mujeres a las queya habían llegado noticias de lapatética derrota a manos de unasimple patrulla de reconocimiento.

El padre también contemplaba asus abatidos camaradas, sin darcrédito a lo que veía, y buscó aalguno de los líderes de la Asambleaentre la masa de hombres apestandoa sangre y excrementos pero no vioni rastro de los grandes señores quedesde hacía décadas controlaban laciudad.

—¿Dónde está Abu al Hakam?—preguntó en voz alta refiriéndose

al hombre al que los musulmanesllamaban Abu Jahl.

Un joven que Muauiya reconociócomo un herrero de nombre Nauafbin Talal avanzaba a trancas ybarrancas con la ayuda de unasmuletas improvisadas con madera depalma: una lanza le había destrozadoel pie derecho que ahora presentabaun desagradable tono verdoso muyprobablemente indicativo de que selo tendrían que amputar.

—Muerto —fue todo lo queNauaf dijo, deteniéndose un instantepara descansar apoyado en un poste

de atar camellos.Muauiya arqueó las cejas ya que

aquello suponía un importantecambio: Abu Jahl había sido elincombustible rival de su padre en ladisputa por el poder en el consejo y,con él muerto, ya no había gran cosaque impidiera que Abu Sufian sehiciese con el control total de LaMeca. Tal vez —pensó el jovensonriendo disimuladamente— susueño de infancia de convertirse enrey de los árabes aún seguía a sualcance.

En ese momento, Muauiya notó

que el aire se enfriaba a su alrededorcomo ocurría siempre que aparecíasu madre: tras oír la noticia de laderrota, Hind había venido a darrienda suelta a su ira e increpar a lacara a aquellos incompetentes quehabían arruinado su plancuidadosamente diseñado. Escupió ala hilera de soldados heridos yagotados y alzó la voz hasta el puntode que resonara en las murallas depiedra de la vieja ciudad:

—¡Quizá la próxima vezenviaremos a las mujeres de LaMeca a luchar puesto que salta a la

vista que no hay un solo hombre entrevosotros!

El rostro demacrado de Nauaf secrispó al oír aquello y, dando unpaso al frente a pesar de la evidenteagonía que eso suponía para su pieherido, el herrero hizo algo a lo quenunca nadie se había atrevido antes:le escupió a Hind en la cara y leordenó:

—¡Vigila tu lengua, mujer, queestás acusando a tu propio padre!

Hind permaneció allí de pieboquiabierta y con el escupitajoresbalándole por la mejilla como una

lágrima amarillenta. Muauiya nuncala había visto tan desconcertada: sehabía puesto muy pálida y su pielcolor aceituna había adquirido ahoraun enfermizo tono rayano en verdeque no distaba mucho del que tenía elpie moribundo de Nauaf.

—Padre… no… —balbucióllevándose las manos al pecho comosi su corazón necesitara aquellapresión para seguir latiendo.

—Y no sólo a tu padre, Utba —continuó Nauaf con infinito desprecio—, también tu hermano Ualid y tu tíoChaiba.

Hind puso los ojos en blanco y sedesplomó en el suelo llorando agritos como una posesa mientras serasgaba las ropas con sus uñas comogarras y se echaba arena por el pelo,presa de la desesperación.

—¿Quién fue? ¿Quién mató a mipadre?

Nauaf recogió sus muletas ycomenzó a alejarse, renqueando y sinduda alguna en dirección a la casa dealgún cirujano que pudiera ocuparsede la desagradable tarea necesariapara salvar su vida pero, al poco, sevolvió y lanzó un nombre al aire

como quien tira los desperdicios a unperro:

—Hamza.El rostro de Hind fue pasando de

verde a rojo intenso a medida que lafuria crecía en su interior y se clavólas uñas en sus propias mejillas hastahacerse sangre.

Muauiya se percató de lafascinación mezclada con repulsaque provocaba la actuación de sumadre en las masas y decidió queaquél sería un buen momento paraanunciar lo que llevaba muchotiempo siendo hora de decir en

público:—Debemos acabar con esta

situación antes de que les cueste lavida a más valerosos quraish. Hallegado el momento de pactar unatregua con Mahoma —retumbó sujoven voz por las calles.

Vio la mirada de advertencia desu padre, pero la ignoró: si queríaque se cumpliera su destino comolíder de la nación árabe, tenía quellegar a un acuerdo con el hombreque le estaba haciendo todo elextenuante trabajo de unir a las tribusdel desierto.

De la muchedumbre salieronsonoros murmullos de aprobación,pero también fue como si con suspalabras clavara una agujaincandescente en la herida de Hind.

—¡No! —gritó ésta, transformadaen un demonio más que una mujer—.¡No habrá ninguna tregua!

Luego se puso en pie comomovida por un resorte y se encaminóa grandes zancadas hacia elSantuario; una vez allí, se rasgó lasropas ofreciendo a los dioses suspechos perfectos y turgentes altiempo que los recorría con

movimientos sensuales de las manosmanchadas de sangre.

—¡Oídme, oh, hijos de La Meca—gritó con una voz que no era deltodo humana—, los mártires de Badrserán vengados! ¡El enemigo seráaplastado bajo nuestros pies! Si notenéis el coraje necesario parahacerlo, entonces vuestras mujeresmarcharán sin vosotros. ¡Lessacaremos los ojos de las cuencas,les arrancaremos las orejas y nos lascolgaremos como collares,devoraremos su carne, sus corazones,sus hígados! ¿Quién de entre

vosotros es lo bastante hombre paraunirse a nosotras?

Sus gritos roncos, aquella pasióndelirante en estado puro, hicieronhervir la sangre de los mecanos.Muauiya contempló con desaliento ala multitud que se apartaba de él parareunirse en torno a su madre,danzando y girando con el abandonofebril que ella les inspiraba y, alpoco rato, tanto hombres comomujeres estaban entonando cánticosal lado de Hind, cautivados.

Muauiya negó con la cabeza,maravillado y aterrorizado por la

habilidad de la mujer que lo habíatraído al mundo para capturar lamente de las masas: eran comomoscas atrapadas en una tela dearaña reluciente mientras ella sedeslizaba taimadamente hacia ellospara devorarles el alma. El joven sevolvió hacia Abu Sufian que con lamuerte de Abu Jahl prácticamenteacababa de recibir las llaves de laciudad y, sin embargo, parecía cadavez más viejo e irrelevante.

—Contempla, padre, cómo unamujer te arrebata el trono —lereprochó Muauiya—, pero no temas:

algún día yo restauraré el honor de laCasa de los Omeya —y dicho eso, elmeditabundo joven se alejócavilando a toda prisa sobre cómoaprovechar en su beneficio eldesagradable giro que habían tomadolos acontecimientos.

6

EN el mismo momento en quenuestros enemigos conspirabancontra nosotros en La Meca, un nuevaamenaza asomaba a las puertasmismas de nuestra casa: la victoriade los musulmanes en Badr habíacambiado el mapa político de lapenínsula, ya que la Uma habíapasado de ser una comunidadinsignificante a convertirse en unafuerza digna de respecto, y no sólopara los árabes sino también para los

judíos.Yatrib llevaba siglos siendo el

hogar de tres tribus judías: los BaniQainuqa, los Bani Nadir y los BaniQuraiza. Al principio los judíoshabían visto con buenos ojos —aunque no sin cierto recelo— lallegada del Enviado para ejercercomo mediador. Mahoma eraclaramente un hombre decidido aestablecer la ley y el orden en eloasis y terminar con las disputastribales que enfrentaban no sólo aárabes contra árabes sino también ajudíos contra judíos a veces. El

Enviado había redactado un acuerdode mutua defensa en virtud del cuallas tribus árabes y judías se uniríancontra cualquier atacante aunqueconservaban el derecho a practicarsus respectivas religiones.

No obstante, fue precisamente lareligión lo que precipitó las cosas:mi esposo decía ser un Profeta de lamisma categoría que Moisés y losdemás enviados judíos, nos habíainstruido para que oráramos endirección a Jerusalén e inclusoayunaba en la festividad judía delDía de la Expiación, que los hebreos

l lamaban Yom Kipur y nosotros,Achura. Aun así, los judíos habíandejado bien claro que Mahoma nopodía ser un profeta de su Diosporque ellos y sólo ellos eran elPueblo Elegido; los árabes, pese aque descendían de Abraham a travésde su primogénito Ismael, no habíansido incluidos en la Alianza conDios. Al Enviado le sorprendió yentristeció su rechazo porqueconsideraba que el mensaje de Diosiba dirigido a toda la humanidad, asíque ¿cómo iba a ser una única tribula que tuviera conocimiento de Su

Palabra? Con todo, los judíos seaferraban a sus creencias ancestralesy no dudaron en tildar a Mahoma deimpostor abiertamente, haciendo quelas relaciones entre nuestrascomunidades se enfriaran a granvelocidad.

Sin embargo, no todos los judíosde Medina se mostraban hostiles connosotros. Había un rabino llamadoHusein ben Salam que respetaba alEnviado como un hombre que seproponía sinceramente ofrecer a losárabes una religión mejor que labárbara idolatría en la que estaban

inmersos. Ben Salam trabajó sindescanso para tender puentes entrelas dos fes ganándose con ello eldesprecio de muchos miembros de supropio clan. Las muestras públicasde amistad con Mahoma le estabancostando caras y el rabino cada vezse encontraba más aislado de suscorreligionarios.

Había otra persona entre losjudíos que, de forma mucho másdiscreta, apoyaba también al Profeta:una hermosa muchacha llamadaSafiya, hija del jefe judío Huyay benAjtab del clan de Bani Nadir.

Cuando se enteró de que habíallegado un Profeta del sur que decíatraer la Palabra de Dios a las gentesdescarriadas, el carácter fantásticode la idea cautivó a Safiya deinmediato: siempre le habíanfascinado las historias que contabasu padre de cómo Moisés,desafiando al faraón, habíaconducido a su pueblo a la libertad;o de cómo Elias no se habíaarredrado ante el orgullo de Jezabely el pelele sobre el que ésta ejercíaun control absoluto, Ahab; los relatossobre Jeremías, Isaías, Ezra… y

todos los enviados del Dios de Israelque habían desafiado a los poderososcon la humilde fuerza de la verdad.

Desde pequeña, Safiya habíafantaseado con aquellos días delpasado en los que Dios hablaba a loshombres y los héroes de la fecambiaban el mundo y, a medida quefue creciendo como hija de unpolítico y líder tribal, había sidotestigo de las complicaciones queentrañaba dar un cierto orden a lavida en el desierto y las difícilesdecisiones que su amado padreHuyay tenía que tomar para proteger

a su gente en aquellas tierrassalvajes. Safiya anhelaba que Diosenviara otro Profeta que aliviara lapesada carga de su padre, alguienque mostrase claramente ladiferencia entre el bien y el mal conla espada de la justicia para que lassombras de la ambigüedad quepesaban como una losa sobre lasespaldas de los hombres se disiparanbajo los rayos de luz divina.

Así que, cuando se propagaronpor todo el oasis los rumores de quehabía un Profeta que hablaba conpalabras llenas de fuerza que

cambiaban las almas de los hombres,se entusiasmó: ¿acaso habríaobtenido respuesta a sus plegarias yal final sí viviría para ver la llegadadel Elegido de Dios, el hombre quesu pueblo llevaba esperando desdelos días en que los muros del Templofueron destruidos? Pero pronto se diocuenta de que su propia gente nocompartía su entusiasmo y de que supadre en particular veía el ascensodel profeta árabe como una amenazaa la supervivencia de los judíos.

Safiya había confinado sufascinación por Mahoma a las

profundidades de su corazón,teniendo el buen acierto depermanecer en silencio cuando supadre se burlaba de aquel hombre ydenigraba al árabe analfabeto quedeclaraba recibir inspiración divina.Y, sin embargo, durante los últimosdos años, el poder del árabeanalfabeto había ido en constanteaumento y su padre ya no lodenostaba como un simple lunáticosino que la influencia cada vez mayordel movimiento de Mahoma se habíaconvertido en motivo de alarma paralas tribus judías.

Así fue como, una noche, Safiyapresenció la escena de tres hombrescariacontecidos reunidos en su casapara tratar de encontrarle el sentido aun mundo que ya no reconocían: supadre, Huyay, había invitado a Kab,el jefe de la tribu judía de BaniQuraiza, y a su aliado árabe BenUbay para hablar de los cambiospolíticos a los que se enfrentabaMedina, pero los tres líderes habíanpermanecido sentados en torno a unaelegante mesa de cedro durante casiuna hora sin pronunciar una solapalabra, cada uno absorto en sus

propios pensamientos sobre laincreíble victoria de los musulmanesen Badr y lo que significaba para eloasis. Safiya les sirvió pasteles demiel, pero ninguno probó bocado. Yluego, por fin, incapaz de soportar elsilencio por más tiempo, la muchachase había decidido a hablar:

—¿Por qué no te alegras, padre?—le preguntó como si tal cosa,aunque sabía de sobra que lapregunta no era en absoluto trivial—.Tus aliados han obtenido la victoriaen contra de los idólatras.

Huyay la atravesó con la mirada.

—Conozco a los quraish desdehace años —le respondió él— y, sí,puede que fueran idólatras, perotambién honrados negociantes, no mealegra en absoluto su muerte.

El jefe árabe Ben Ubay tomó lacopa de vino y dio un buen trago.Parecía tranquilo, pero el fuego de laira lo consumía por dentro.

—La victoria de Mahoma haconvencido a los musulmanes de quees cierto que Dios está de su parte —dijo con tono de incredulidad.

Safiya dudó un instante; sabía queestaba llevando las cosas demasiado

lejos, pero necesitaba decir lo quesentía.

—Tal vez así sea —se atrevió areplicar—, el rabino Ben Salam diceque…

Huyay derramó sin querer sucopa de vino, que formó una manchapúrpura sobre el tapete beis.

—¡No se te ocurra citarme a eseviejo loco! —rugió el judío pues,como a tantos otros, le espantaba lapredisposición de aquel rabino demente abierta a poner a prueba loslímites de la tradición y lasescrituras de su pueblo.

Safiya retrocedió como si lahubiera abofeteado, tan dolida que leardían las mejillas. Su padre habíacambiado muchísimo desde lallegada de Mahoma a Medina: en vezde mostrarse locuaz y amable comosolía, se había vuelto cada vez máshuraño y brusco, y ella culpaba alinfame Ben Ubay de haberleenvenenado la mente con intrigas ymiedos.

Al darse la vuelta para retirarse,Safiya notó de repente que su padrele aferraba la muñeca.

—Perdóname, hija mía —se

disculpó en voz baja—. El mundoestá cambiando tan deprisa que mesiento perdido.

Eran las primeras palabrassinceras que le había dicho desdehacía meses.

—Es normal que te sientasperdido —intervino Ben Ubaydirigiendo a su anfitrión una miradacomprensiva—, el equilibrio depoderes está desplazándosepeligrosamente: la victoria de Badrha envalentonado a los musulmanesque consideran un verdadero milagroque un puñado de hombres haya

logrado derrotar a todo un poderosoejército.

Kab, el jefe de los Bani Quraiza,soltó una carcajada gélida.

—¿Milagro? ¡Bah! La Meca pecóde exceso de confianza y falta depreparación, el orgullo desmedido yla poca planificación no tienen nadaque ver con los milagros.

—En cualquier caso, la victoriade Mahoma mejorará su posición alos ojos de las tribus de Arabia —señaló Ben Ubay—, ha demostradoque Yatrib es una seria amenaza paralas rutas de las caravanas del norte y

las tribus no tardarán en enviarlemensajeros ofreciéndole alianzas conel objetivo de proteger sus negocios.¿En qué posición quedará tu genteentonces, amigo mío?

—En la que siempre ha ocupado—respondió Huyay con tono cortante—: al margen.

Safiya veía muy claro que elárabe se proponía usar a su pueblopara sus propios fines, sin importarlelas consecuencias que pudieran tenerque sufrir luego los judíos, y senegaba en redondo a dejar que aquelintrigante engatusara a su padre igual

que un encantador de serpientes.—No te precipites en tus

decisiones, padre —interrumpió ellaenseguida ignorando la miradapenetrante de Ben Ubay—, Mahomaha cumplido su parte del trato y,siempre y cuando respetemosrigurosamente la tregua, nosbeneficiaremos del comercio queesas nuevas alianzas atraerán haciaYatrib.

Poniéndose en pie, Ben Ubay seacercó a Safiya; ella retrocedióinstintivamente pero el jefe de losjazrach consiguió deslizarse entre

Huyay y su hija sin dejar en ningúnmomento de mirar fijamente a ésta.

—Tienes buen corazón, querida,pero por desgracia ésa es una flormuy exótica que no suele verse amenudo —dijo con pena fingida—.La verdad es que la mayoría de loscorazones no son como el tuyo sinoque están llenos de avaricia ycelos…, incluso si tu gente prosperabajo el gobierno de Mahoma, ¿quécrees que pasará? Los musulmanesno os perdonarán vuestra habilidadpara negociar, dirán que les estáisrobando, acaparando la riqueza que

les pertenece…Ni que decir tiene que con

aquellas palabras estaba ahondandoen una herida que seguía en carneviva en la mente de los judíos ya quesu historia estaba llena de ejemplosde traiciones de ese tipo. Ben Ubaysabía exactamente el impacto quetendrían sus calculadas palabras y,para empeorar aún más las cosas, suviejo aliado Kab, el jefe de los BaniQuraiza, asintió con la cabeza dandoinequívocas muestras de estar deacuerdo.

—Siempre ocurre lo mismo con

nuestro pueblo, Safiya —intervino enel mismo tono que un tío cariñosoque tratara de hacer entrar en razón auna chiquilla testaruda—, desde lostiempos de Jacob y sus hijos, elmundo nunca le ha perdonado anuestra tribu su habilidad para elcomercio: dondequiera quecosechamos éxitos, las nacionesconspiran para arrebatárnoslos.

—Haces bien en considerar laHistoria, amigo mío —continuó BenUbay—, que también nos dice queésta no es la primera vez que hasurgido un impostor diciendo hablar

en nombre de Dios. ¿Y qué os dicenlos rabinos que debéis hacer siencontráis un falso profeta entrevosotros?

Kab, viendo dónde quería llegara parar su amigo árabe, se inclinóhacia Huyay al que la conversaciónparecía estar dejando exhausto.

—Hay que plantarles cara ydesenmascarar sus mentiras delantede todos.

Ben Ubay agarró una silla con elrespaldo forrado de cuero y se dejócaer en ella al lado de Huyay. ConKab a su derecha y el árabe a su

izquierda, a Safiya le pareció que supadre parecía un ratón atrapado enlas garras de un ave de presa.

—Haz caso a la sabiduría de tusantepasados, Huyay —le aconsejóBen Ubay con mirada de intrigante—, Mahoma dice ser un profeta igualque Moisés, que fue quien os dio laLey, pero no sabe leer ni escribir ylos únicos pasajes de la Torá queconoce son los que ha oído por bocade otros, fragmentos de historiasdistorsionadas y adulteradas. Todosu poder reside en las supuestasrevelaciones que recibe de Dios;

desafía a Mahoma en susconocimientos de las escrituras,muestra que su Corán difiere devuestra Torá, resta credibilidad a susprofecías, y lo derrotarás de unaforma en la que ningún ejército seríacapaz de hacerlo. Es la única manerade proteger a tu pueblo de esta nuevareligión que pretende despojaros devuestros derechos legítimos comoPueblo Elegido.

Safiya era consciente de que loque Ben Ubay sugería era mucho máspeligroso que un duelo de espadas,pues los hombres pueden ir a la

guerra por la tierra, el agua o lasmujeres, pero es posible restaurar lapaz después porque se trata dedisputas tangibles y razonables;ahora bien, si Ben Ubay convencía asu padre para que iniciara una guerrade ideas contra los musulmanes, sitrataban de insultar o denigrar la fede sus vecinos, entonces lareconciliación sería imposible.

Si algo había aprendido Safiyadebatiendo sobre la Torá con supropio pueblo, era que cuando sediscutía sobre ideas intangibles alfinal salía perdiendo todo el mundo:

las opiniones se endurecían y elconflicto se convertía en una cuestiónde creencias difusas, fantasmas quenunca estarían satisfechos por mássangre que se derramara. Si losjudíos caían en esa trampa seríancomo la gacela que husmea cerca deun león dormido y trata deconvencerlo de que comer carne esmalo.

—¡Padre, no lo escuches! —exclamó Safiya postrándose a lospies de Huyay y aferrándose a susrodillas—. ¡Ésa no es la forma dehacer las cosas de nuestra gente, los

judíos no ridiculizan las creencias delos demás! Deja que ellos tengan sureligión y nosotros la nuestra o nosestaremos arriesgando a provocaruna guerra.

Cuando Huyay la miró, su hija sedio cuenta de lo cansado que estaba:las arrugas que tenía alrededor de losojos se habían hecho tan profundasque le daban aspecto de avenocturna. Su padre le pasó una manopor los cabellos color castaño clarocomo solía hacer cuando era unaniña.

—La guerra ya está llamando a

nuestra puerta, hija —le respondiócon un hilo de voz—. Los quraishfueron los primeros en caer ynosotros seremos los siguientes. Sino se extingue a tiempo, el fuego dela religión de Mahoma acabará pordevorar al mundo y a nuestro pueblocon él.

Safiya miró a su padre con ojossuplicantes pero él se levantó y, trasempujarla suavemente para que seapartara, el jefe judío se volvió haciasus invitados con aire de sombríadeterminación y dijo:

—Ha llegado el momento de

mostrar al mundo que ese árabe quedice hablar en nombre del Dios deMoisés es un embustero.

Ben Ubay y Kab sonrieronsatisfechos: por fin habían dado conun plan con el que confiaban enpoder derribar a Mahoma del tronoque se había estado construyendopacientemente durante los últimosdos años.

Los tres hombres salieron alpatio para continuar la conversaciónallí y Safiya se quedó dentro con elcorazón encogido: no tenía el menorsentido ir tras ellos ya que sus

argumentos no habían servido denada. Observó a su padre mientraséste atravesaba las puertas demadera tallada de roble que daban aun jardín bien cuidado y en su mentefue como si lo viera entrar en unajaula llena de fieras de la que nosaldría vivo.

7

ME senté junto al Enviado en elpatio de la masyid mientras élcompartía con los creyentes elmaravilloso relato de Moisés y elfaraón. Era un magnífico contador dehistorias: mientras hablaba,gesticulaba a la vez con las manosconsiguiendo así atraer la atenciónde sus seguidores hacia las vivasimágenes del legendario profeta ensu enfrentamiento con el rey deEgipto. Todos los ojos estaban

puestos en Mahoma mientras recitabalas palabras del Libro que acababande serle reveladas:

Moisés dijo:«¡Faraón!Ciertamente soyun enviado delSeñor de losmundos.

Yo soy dignopara no deciracerca de Diosmás que laverdad:

he venido avosotros conuna pruebamanifiestaprocedente devuestro señor.

Envíaconmigo a losHijos de Israel».

El faraónrespondió: «Sihas venido conuna aleya,tráela, si estásentre los

verídicos».Moisés tiró subastón einmediatamentese transformó enuna granserpiente.

Sacó sumano delbolsillo einmediatamentese volvió blancapara quienesmiraban.

De entre la multitud de creyentessurgieron gritos ahogados desorpresa al imaginar lassorprendentes imágenes queinvocaba el relato, a medida que laspalabras del Corán iban brotando delos labios del Enviado en versosrítmicos de un árabe exquisito ymusical, la serpiente y la manoblanca resultaban tan reales que casipodíamos verlas con nuestrospropios ojos. Y entonces se oyó unfuerte carraspeo al fondo. Alcé lamirada y vi a Huyay, el jefe judío delos Bani Nadir, de pie junto a la

entrada del patio sosteniendo entrelas manos lo que parecía un rollo depergamino envuelto en terciopeloazul con unas letras bordadas en oroque no supe descifrar.

La inesperada aparición provocóun murmullo de sorpresa. El Enviadollevaba mucho tiempo invitando a losjudíos a venir a oírle predicar peroellos siempre declinaban cortésmenteaduciendo que no necesitaban que lesenseñara lo que ya sabían, yresultaba que ahora el líder de una desus tribus más poderosas habíavenido a la masyid en viernes,

cuando la Casa de Oración estabaabarrotada de creyentes que acudíana escuchar el sermón semanal delEnviado.

—Disculpa, pero ¿podría haceruna pregunta? —el tono de Huyay eraeducado pero detecté en él algo queno me gustó.

Me volví hacia mi esposo quemiró al visitante con recelo y luegoasintió con la cabeza.

—¿Quién has dicho que tiró elbastón en presencia del faraón? —continuó el judío.

El Profeta se enfrentó a la mirada

desafiante del otro hombre sin perderla calma.

—No soy yo quien lo dice, puessimplemente me limito a recitar laspalabras de Dios —respondió elEnviado—. Dios dice en el SagradoCorán que fue Moisés el que tiró subastón.

En el rostro de Huyay se dibujóuna mueca que parecía indicarconfusión —¡Qué interesante! Segúnla Torá fue Aarón el que tiró elbastón mientras Moisés miraba.

Se produjo un murmullo desorpresa. La diferencia era tan

pequeña que a mí me daba igual:resultaba obvio que lo importante dela historia no era si había sidoMoisés o Aarón el que había tiradoel bastón sino el hecho de que elfaraón hubiese desafiado claramentelas señales de Dios pero, aun así, aalgunos de los creyentes mássencillos, incapaces de captar lassutilezas del lenguaje poético, lespreocupó aquella aparentediscrepancia.

Al percibir que sus palabrassurtían el efecto deseado, por lomenos en algunos de los creyentes,

Huyay dio unos cuantos pasos endirección al Enviado y sostuvo elrollo de pergamino envuelto enterciopelo en alto, lo besó conactitud reverente y luego le quitó lafunda y comenzó a desenrollarlohasta llegar a una página de lo quesupuse era un texto hebreo.

—Tal vez puedas mostrarnosdónde en la Sagrada Torá se dice queMoisés tiró su bastón…

Sentí que el Enviado se poníamuy tenso.

—No sé leer —respondió.Aquélla era una cuestión que en

otro tiempo le había avergonzadopero que constituía desde elprincipio del Islam un signo evidentedel favor de Dios: que alguienanalfabeto pudiera de repente recitaraquellas palabras tan poéticas habíasido para muchos musulmanes unaclara prueba de que la misión deMahoma contaba con la inspiracióndivina. Y ahora Huyay estabaesgrimiendo ese hecho para burlarsede la Revelación.

—¡Ay, sí, es verdad, se meolvidaba! Te pido disculpas —replicó sin el menor asomo de pesar

en su voz—, pero… si fueras tanamable, todavía tengo una preguntamás.

Los negros ojos del Enviadoestaban empezando a entornarsedando muestras de su irritación.

—Pregunta y si Dios me harevelado la respuesta te contestaré.

Huyay miró a los hombres ymujeres sentados en el suelo de lamasyid mientras hablaba.

—¿Cuántas señales envió Dios alfaraón para que dejara marchar a losHijos de Israel?

Era una pregunta fácil, hasta unaniña como yo, que no sabía nada deteología, había oído la historia deMoisés suficientes veces como pararesponderla.

—El Sagrado Corán dice quenueve —contestó el Profeta con airedigno.

Huyay hizo un gesto exagerado desorpresa y luego sus oscuros labiosesbozaron una mueca de contrariedadque dejó a la vista sus dientesamarillentos.

—¿De verdad? Pero si la Torádice que hubo diez plagas… Quizá

Dios se olvidó de mencionar unacuando habló contigo…

Con aquello la muchedumbre sepuso verdaderamente inquieta y seoían por todas partes los cuchicheosde la gente preguntándose unos aotros cómo era posible que elEnviado de Dios hubiese podidocometer semejante error. Hasta unanalfabeto sabe contar, murmuraban.

—Y tengo una pregunta más, sipuede ser…

Yo ya no aguantaba más losinsultos que lanzaba contra mimarido el visitante inesperado. Me

puse de pie de un salto y grité contodas mis fuerzas:

—¡No, no puede ser! ¡Lo únicoque quieres es reírte de él!

Huyay me miró divertido y suexpresión despectiva hizo que se mellenara el corazón de ira.

—No sabía que era la niñaesposa la que se encargaba de hablarpor el Profeta, no solía ser el caso enlos tiempos de Moisés…

Noté una mano apaciguadora enmi antebrazo: el Enviado hizo unleve gesto negativo con la cabeza y

volví a sentarme con el rostroarrebolado de vergüenza y un deseorepentino de volverme invisible yque se olvidaran de mí.

El Enviado volvió a centrar suatención en Huyay: hablabapausadamente pero se veíanclaramente en su sien los latidos deuna vena hinchada.

—Pregunta y contestaré si Diosme ha revelado la respuesta.

Huyay dio un paso al frente conlos ojos resplandecientes como losde un halcón que observa a su presa.

—¿Quién es Haman?

El Enviado miró a sus seguidoresque lo observaban expectantes,suplicándole con los ojos que ganarala partida al culpable de aquellasinterrupciones impertinentes.

—Era consejero del faraón —dijo el Enviado repitiendo los versosde la Revelación que le había sidodada unos pocos meses atrás—.Haman construyó una torre deladrillos para que su rey pudierasubirse a ella y comprobar si el Diosde Moisés vivía en el cielo.

Huyay sonrió con aire triunfal.

—Siento tener que reconocer queestoy confundido: hasta donde yo sé,el único Haman que aparece en loslibros de mi pueblo es el de lahistoria de Esther y era consejero delrey persa Asureo, muchos siglosantes de los tiempos del faraón, y laúnica torre de la que tengo noticia esla Torre de Babel, construida en losdías en que la humanidad enterahablaba una sola lengua, pero esotambién fue siglos antes de Moisés.

Huyay miró a la multitud como sise compadeciera.

—Si fueras el Enviado de Dios,

sin duda sabrías lo que fue reveladoa los profetas que vinieron antes quetú.

Sentí que se estaba formando unaterrible ola de ira y confusión entrelos creyentes, algo así como elrugido que precede a un terremoto:algunos miraron al Profeta con unadesconfianza que nunca habíansentido hacia él antes, tal y como sehabía propuesto Huyay, pero lamayoría taladraron con la mirada aljudío que había venido a burlarse denuestras creencias más sagradas.

En medio del sombrío silencio

que siguió oí el murmullo de lasropas del Profeta que se ponía depie: en sus ojos había un brilloabrasador que de repente me diomiedo pues nunca antes lo habíavisto enfadado.

—En verdad soy el Enviado deDios tal y como antes lo fueron mishermanos y profetas Moisés, David ySalomón —su voz era suave pero aunasí encerraba más peligro del quehubiera podido albergar el grito deira más furibundo.

Huyay esbozó de nuevo su falsasonrisa almibarada.

—¿Sabes?, eso me confunde deveras porque los libros de mi pueblodicen que David era un rey y no unprofeta y, en cuanto a Salomón,bueno… los libros dicen que era unidólatra depravado que retozaba conespíritus malignos.

Era la primera vez que yo oíasemejante cosa: el Salomón de lashistorias del Profeta siempre era unhombre de gran sabiduría y muypiadoso.

—Si tus libros dicen eso,entonces mienten —contraatacóMahoma con voz cortante, como si

alguien hubiera atacado la reputaciónde sus hijas—. Salomón era unsiervo sincero de Dios.

—Pero ¿cómo puede ser? —volvió a la carga Huyay sirviéndosede aquella retórica florida tancaracterística suya y que en esemomento me llenó de ira—. Tú dicesque el Corán y la Torá proceden delmismo Dios…, seguro que no secontradirían si así fuera.

Miré al Enviado y vi que buscabauna respuesta en su mente. Estabaacostumbrado a enfrentarse a lasdudas sobre su don de profecía de

los paganos árabes que considerabansus palabras como meras fábulaspoéticas, pero nunca nadie antes sehabía puesto a diseccionar lashistorias del Corán para demostraren qué puntos no coincidían con lasdel Libro de los Judíos cuyo Dios,según declaraba el Profeta, lo habíaenviado a él. De pronto me di cuentade que la estratagema de Huyayestaba empezando a suponer un seriopeligro, no sólo para la credibilidaddel Profeta sino también para loscimientos mismos de nuestra fe.

Las enseñanzas del Profeta nos

habían apartado de los antiguosdioses y no podíamos regresar aellos del mismo modo que un hombrehecho y derecho no puede volver aser niño pero, de un plumazo, Huyayamenazaba con apartarnos tambiéndel Único Dios por quien habíamossufrido durante tantos años. Eracomo un ladrón que despoja a unhombre de todo lo que tiene y luegovuelve una noche a quitarle la vidatambién: si el Enviado no era quiendecía ser, estábamos en peorsituación que los paganos árabes quepor lo menos todavía creían en algo,

por más que no fuera más que unafantasía tallada en piedra y madera.

Sin Alá, no teníamos nada másque la desesperación y el vacío.Huyay quería arrebatarnos elsignificado mismo de nuestras vidas.

Entonces vi que el Profeta sequedaba completamente inmóvil,luego su cuerpo empezó a temblarcon la violencia característica y alverlo caer al suelo sacudido porterribles convulsiones me puse depie inmediatamente. El sudor lecorría por el rostro y el cuello,obligué a los hombres que lo

rodeaban a apartarse y lo cubrí conmi manto mientras él seguíaestremeciéndose violentamente.

—¡Apartaos! —grité con toda laautoridad que me concedía micondición de Madre de los Creyentesy la muchedumbre, que amenazabacon amontonarse en torno suyoimpidiendo que el aire le llegara alos pulmones, obedeció.

Por el rabillo del ojo pude ver aHuyay sacudiendo la cabeza con airedivertido, como si acabara de ver aun animal de feria hacer un trucosorprendente.

Los temblores del Enviadofueron remitiendo y por fin cesaronpor completo, abrió los ojos y enellos vi paz y tranquilidad. Mahomase puso de pie lentamenteprovocando murmullos de alivioentre sus seguidores y se volvióhacia Huyay: la confusión de anteshabía desaparecido y sus apuestasfacciones exudaban confianza.

—Oíd lo que Dios me harevelado —declaró para luegocomenzar a recitar los nuevos versosdel Corán con armoniosa fluidez.

Entre elloshay una parteque articulanmal con suslenguas elLibro,

a fin de queconsideréis loque recitancomo parteintegrante delLibro.

Dicen: «Elloprocede deDios» , cuando

ello no procedede Dios.

Dicen lamentira contraDios, y ellos losaben.

Huyay lo miró arqueando lascejas, como si exigiera unaexplicación de aquellas extrañaspalabras.

—¿Qué tonterías son ésas? —exigió saber, pero por primera vezdetecté en su voz un deje deinseguridad.

—Dios me ha revelado un gransecreto que tus antepasados hanocultado a la humanidad durantegeneraciones —respondió el Profetaalzando la voz para que todos leoyeran—: esas palabras que según túfueron reveladas a Moisés en la Toráse han cambiado después, vuestrossacerdotes y rabinos han corrompidoel Libro distorsionando la verdaderaenseñanza de los profetas. Por esarazón ha enviado Él ahora el SagradoCorán, para llevar a la humanidad delas tinieblas hacia la luz.

Se hizo el más absoluto de los

silencios, una calma total similar a laque reina en la noche justo antes deque despunte el alba. Y entonces sedesató el caos en la masyid cuandolos musulmanes, llenos de excitación,comenzaron a repetir las palabras deMahoma y a debatir entre ellos susignificado.

Las miradas recelosas habíandesaparecido por completo y laconfusión había dejado paso a losgritos jubilosos de subhan Ala('Gloria a Dios').

Huyay no supo qué hacer pues,con un único golpe certero, el

Enviado había echado por tierratodos sus argumentos y no cabía dudade que incluso había logrado que sevolvieran en su contra: de repente,las sutiles diferencias entre el Librode los Judíos y el Corán ya no eranprueba manifiesta de la impostura deMahoma sino evidencia de que losjudíos habían seguido fieles a sumala costumbre de rebelarse contralos profetas alterando sus propiasescrituras a su antojo. El quehubieran fracasado a la hora depreservar la pureza de su propiareligión los despojaba del pretendido

privilegio de ser los Elegidos deDios y un nuevo Enviado de Aláhabía venido a otro pueblo que noestaba atrapado en aquella tela dearaña tejida con falsedades. El donde profecía que se atribuía alEnviado salía reforzado al hacersepatente la diferencia entre la fe de ély la de sus predecesores, que habíanadulterado la Palabra de Dios.

Huyay había intentado destruirnuestra religión pero en cambio loque había conseguido era insuflarlenueva vida, el Islam ya no era una fenueva abocada a amamantarse del

pasado de otras gentes, ahora sepresentaba como la restauración deuna verdad ancestral, como lareligión original de Abraham yMoisés que se había idocorrompiendo a lo largo de lossiglos. Huyay se había propuestomostrar que el Islam era unadesviación del judaísmo pero al finalel Profeta había demostrado que eljudaísmo era una desviación delIslam. Sus vecinos árabes ya noconsiderarían al pueblo de Huyaycomo unas gentes sabias a las que losmusulmanes debían acudir pidiendo

consejo sino como herejes quehabían roto su propia alianza conDios.

Vi que el rostro del israelita sellenaba de ira al comprobar que suestratagema había fracasado y,cuando la gente se volvió hacia élpara abuchearlo, se irguió con gestoaltivo y abandonó la masyid antes deque alguien olvidara las leyes de lahospitalidad.

Miré al Profeta que estabaexultante de gozo igual que unchiquillo: la Revelación loexoneraba de cualquier obligación de

mostrar deferencia hacia los judíos yahora el Islam podría propagarse conla fuerza de su autenticidad. Sehabían roto las cadenas del pasado y,en vez de seguir siendo como unaluna que refleja la luz de la Gente delLibro, el Islam se había convertidoen el sol y podía lucir con toda suintensidad eclipsando a las otrasestrellas, las religiones que habíanintentado iluminar los corazones delos hombres en el pasado.

Unas cuantas semanas más tarde seprodujo la ruptura definitiva connuestros hermanos judíos cuando elEnviado recibió una Revelación deque los creyentes ya no tenían queorar en dirección a Jerusalén sinoque a partir de ese momento searrodillarían en dirección a la Caabade La Meca, la Casa construida porAbraham cientos de años atrás, antesde que se levantara el Templo deSalomón. Aquel cambio fue bienrecibido ya que nuestros corazonessiempre habían pertenecido alSantuario.

El mihrab, la pequeña hornacinade madera de palma que indicaba ladirección de Jerusalén, se tapó conunos tablones y se talló uno nuevoorientado al sur, y cuando losmusulmanes se inclinaron endirección a La Meca por primera vezen años sentí el anhelo colectivo denuestras almas por la ciudad quehabíamos perdido.

Mientras me postraba hasta tocarel frío suelo con la frente, se me pasópor la cabeza un pensamiento queestaba segura de compartir con todoslos allí presentes: ahora que el centro

del Islam era La Meca, nodejaríamos el Santuario en manos delos paganos.

La Meca había tenido la gentilezade traer la guerra hasta nuestraspuertas y tal vez había llegado elmomento de corresponder.

8

UNAS cuantas semanas después,estaba paseando por el mercadoprincipal de Medina con mi amigaHuda, que tenía dieciséis años y eracasi tan alta como un hombre, conunas piernas largas que parecíanascender hacia el cielo. Huda eratodo aquello a lo que yo aspiraba enconvertirme —sofisticada y conmucho mundo—, acompañaba amenudo a su padre en viajes denegocios a Persépolis y siempre

estaba al tanto de la última modaentre las bellas mujeres de losterritorios que se extendían hacia eloriente.

El bazar era uno de mis lugarespreferidos porque estaba lleno devida y siempre había mercaderesnuevos vendiendo algún artículoexótico del que yo había oído hablara quienes viajaban mucho comoHuda. En los puestos podíanencontrarse de todo, desde naranjas ygranadas llegadas de Egipto en barcohasta especias de vivos coloresvenidas del este con aromas dulces y

acres al mismo tiempo. A vecestambién había animales a la venta,recuerdo que en una ocasión enparticular me hizo mucha ilusión veren una jaula unos gatos con el pelolistado que luego me enteré erancrías de tigre. Ahora bien, mi secciónfavorita del bazar era la ocupada porlargas mesas en que se exponían todotipo de joyas: anillos de plata,pendientes de zafiros y collares dejade que según los mercadereshabían sido traídos de la mítica tierrade China donde nacía el sol cadamañana.

Fuimos avanzando por ellaberinto de colores de los puestosde joyas parándonos a cada pocopara admirar con grandesexclamaciones y aspavientos lasmaravillosas piezas, riendo comoniñas pequeñas, hasta que llegamosal puesto de un judío de los BaniQainuqa, maestros artesanos ymagníficos orfebres que trabajabanel oro como nadie y de los que serumoreaba que recibían pedidos declientes de lugares tan lejanos comoel norte de Babilonia, interesados ensus diseños únicos.

Posé la mirada en una pulseramaravillosa de oro con grabados deextraordinario realismorepresentando unas palomas en plenovuelo con incrustaciones deesmeraldas decorando sus alasextendidas.

Me la probé bajo la atentamirada del anciano vendedor,admirando lo bien que quedabapuesta, ya que se ajustabaperfectamente a mi delicada muñeca,como si me la hubieran hecho amedida.

—Te queda muy bien —comentó

Huda animadamente—, deberíascomprártela.

Sentí una punzada de deseo perosabía que no podía, así que me laquité y se la devolví al mercader.

—No tengo suficiente dinero —aclaré.

Huda me miró como si mehubiera vuelto loca.

—¡Pero si tu esposo es elEnviado de Dios! ¡Seguro que debede ser el hombre más rico de todoMedina! ¿Acaso no se queda con unquinto del botín de todas lasescaramuzas con los mecanos?

Ésa era la costumbre entre losárabes: al jefe de la tribu lecorrespondía un quinto del botínresultante de las operacionesmilitares, y como los musulmaneshabían adoptado una táctica deasedio económico a La Meca, miesposo estaba en posición deasegurarse una inmensa fortuna conla exitosa campaña de asalto a lascaravanas. Huda llevaba razón,debería haber sido la mujer más ricadel oasis.

—Se lo da todo a los pobres —leexpliqué—, La Gente del Alhamí.

La Gente del Alhamí era un grupode mendigos medineses queprecisamente solían sentarse en elalhamí de piedra que había en unaesquina del patio de la masyid. Todoel que acudiera a ese lugar teníaderecho a una ración de comida y elbotín que recibía el Enviado tambiénse distribuía entre ellos. Su hijaFátima se pasaba horas de pie al solatendiendo a la gente en la largahilera que se formaba cada mañanadespués de las plegarias del alba oFachr. Solían ser siempre losmismos y, en el caso de algunos,

hombres con aspecto de estarperfectamente sanos que deberíanhaber estado trabajando en vez depedir limosna; de hecho me habíaquejado al Enviado sobre estosharaganes que se aprovechaban de sugenerosidad, pero él se habíalimitado a sonreír y me había dichoque hasta esos hombres cumplían unpropósito. Como lo había mirado conincredulidad añadió: «Nos enseñan adar sin esperar nada a cambio, ésa esla verdadera misericordia».

Yo había sacudido la cabezaresistiéndome a creerlo del mismo

modo que ahora Huda sacudía lasuya al enterarse de que, pese a laenorme riqueza que pasaba por susmanos todos los días, el Enviadoseguía siendo tan pobre como el díaque llegó a Medina.

—Los profetas de los judíos eranricos —argumentó mi amiga—, ¿porqué el Profeta de los árabes tiene queser pobre?

Yo me reí y respondí:—¡Igual es que los judíos

tuvieron más suerte por ser losElegidos!

Fue un comentario tonto hecho

por una muchacha demasiado jovenpara ser consciente del poder quetienen las palabras. Nos reímos demi ocurrencia disponiéndonos acontinuar con el paseo entre lospuestos de joyas pero, mientras nosdisponíamos a seguir el paseo,nuestras palabras aún resonaban enel aire y un joven llamado Yacub, elimpetuoso sobrino del viejomercader, nos oyó y se sintióofendido. Debió de reconocermecomo la Madre de los Creyentes yañadió mi comentario a la larga listade ofensas que atribuían a mi marido

los judíos de Medina, temerosos deque con la unificación del oasis y eléxito de las expediciones militaresde los musulmanes Mahoma prontose volvería contra ellos.

Si algo he aprendido en estavida, querido Abdalá, es que elmiedo es el peor enemigo del almaporque, sea lo que sea lo que nosasusta, siempre acaba porprecipitarse hacia nosotros como unaflecha lanzada desde el otro lado delcampo de batalla del tiempo.

En el momento en que nosgirábamos para alejarnos del puesto

del anciano orfebre judío con ladirección ya puesta en otro, Yacubtomó un broche de oro de la mesa,con un movimiento vertiginosoprendió las vaporosas faldas deHuda a un poste cuando ella pasó porsu lado, y cuando la muchacha hizoademán de avanzar hacia un puestocercano la fina tela se rasgó y susfalda cayó al suelo exponiendo suspartes a la mirada curiosa de todos.

Yo oí el sonido de la tela que serasgaba seguido del grito aterrado deHuda, me di la vuelta y me encontré ami pobre amiga tratando

desesperadamente de cubrirse conlos ojos anegados de lágrimas que lecorrían por las mejillas mientras loshombres que había en losalrededores lanzaban vítoresaderezados con comentariosburlones.

Sin pararme a pensar en lo quehacía, me quité el pañuelo de lacabeza y se lo até a la cintura. Alinstante reparé en que todas lasmiradas estaban ahora puestas en mí:me invadió el pánico al darme cuentade que los destellos rojizos de mimelena resplandecían a la luz del sol

y había quedado expuesta a lasmiradas libidinosas de todosaquellos desconocidos, unaignominiosa violación del honor deuna mujer pero no tan bochornosacomo la que sufría Huda. Erguí lacabeza con gesto digno y me enfrentéa las miradas indiscretas de loshombres con el desafío escrito en losojos.

—¡Podéis mirar cuanto queráis,necios insensatos, el pecado esvuestro!

Mis palabras los abochornaronhaciendo que se dispersaran

inmediatamente, me agaché pararecoger los jirones a que habíaquedado reducida la falda de Huda yentonces vi el broche responsable dela vergonzante situación.

Alcé la vista hacia Yacub que memiraba fijamente con ojos de odio.

—Parece que ahora nos tocareírnos a nosotros, mocosa.

Se cernió una sombra sobrenosotras y vi a un joven musulmán denombre Muzafar de pie a nuestrolado. No me miró pero vi quesostenía un manto en su manoderecha que agarré inmediatamente

para volver a cubrirme el pelo.Con el rostro rojo de ira,

Muzafar retó al malvado judíorevoltoso:

—¿¡Cómo te atreves a hablarlede ese modo!? ¡Es la Madre de losCreyentes!

Yacub soltó una carcajada conbravuconería exagerada: los otrosjóvenes de su tribu seguían elenfrentamiento con el musulmán sinperder detalle y ahora estabaatrapado en un duelo para demostrarquién era más hombre.

—¡Visto que los árabes llamáis

madres a las niñas —se burló—, nome extraña que no seáis capaces nide distinguiros la cabeza de lasposaderas! Aunque, hablando demadres y de posaderas, desde luegolas de ella no parecen estar mal…Tal vez la próxima vez echaremos unvistazo a las suyas también y no sóloa las de su amiga.

Más rápido de lo que el ojopuede captar, Muzafar sacó unpequeño puñal y degolló a Yacubcon la pericia de un carniceroconsumado. El muchacho cayó haciadelante con una sonrisa sepulcral

impresa para siempre en los labios altiempo que comenzaba a brotar lasangre de la inmensa heridasalpicando la exposición de joyasque su tío se había pasado mesesfabricando con tanto primor.

Lancé un grito de horror que nose oyó en medio del tumulto causadopor los alaridos de los jóvenesjudíos que se abalanzaron sobreMuzafar para vengar la muerte de sucamarada: lo tiraron al suelo yempezaron a golpearlo y darlepatadas hasta que oí el espeluznantecrujido de un cráneo que se partía.

El caos se apoderó del mercadocuando musulmanes y judíoscomenzaron a atacarse llenos de justaindignación y, mientras corría juntocon Huda en busca de un lugarseguro, se me hizo un nudo en elestómago al enfrentarme a laaterradora convicción de que seacercaban tiempos terribles.

Había comenzado elderramamiento de sangre entre loshijos de Isaac e Ismael y vi con todaclaridad en mi mente que el reguerode muerte pronto se convertiría enuna riada.

9

LA paz de Medina se había roto ensu mismo seno y la venganza no sehizo esperar: un ejército de un millarde hombres rodeó el distritoamurallado del sureste donde vivíala tribu judía.

En los días que siguieron a lareyerta del mercado, el Enviadohabía enviado a Alí a negociar elpago de la deuda de sangre paraponer punto final a las tensionesentre musulmanes y judíos: ambos

bandos pagarían por la muerte delhombre que habían perdidorespectivamente en la pelea y, tal ycomo se establecía en el tratadovigente, el asunto debería someterseal arbitrio de Mahoma; pero losjudíos de Bani Qainuqa se negaron arecibir a Alí diciendo queconsideraban la alianza rota tras elasesinato de uno de los suyos amanos de un musulmán.

La tensión había ido en aumentocuando los judíos se parapetaron trassus murallas y corrían rumores deque los jefes de los qainuqa estaban

enviando mensajes urgentes a Abdaláben Ubay, el traicionero líder de losjazrach. Al parecer los judíos sehabían comprometido a reunirsetecientos hombres y, si los jazrachigualaban esa cifra, tal vez juntosconseguirían echar del oasis a aquelhechicero.

Pero, si en verdad existió talpetición, Ben Ubay no respondió a lamisma, pues aunque se hablaba deque no le habría importado incitar alos judíos a que le hicieran el trabajosucio enfrentándose a Mahoma, BenUbay no era la clase de hombre que

estaría dispuesto a arriesgar supropia vida para zanjar el asunto.

Y así fue como llegó el día enque los Bani Qainuqa se encontraroncompletamente solos. El Enviadohabía considerado su renuncia altratado como una declaración deguerra y lanzó el asedio. Losmusulmanes habían bloqueado loscaminos que llevaban a losasentamientos de las otras tribusjudías de Bani Nadir y Bani Quraizay la fortaleza de los Bani Qainuqacarecía de pozos, con lo que notardaría en acabárseles el agua y

tendrían que luchar o rendirse.Observé al Profeta mientras

caminaba entre las tropas apostadasa las puertas de la fortaleza judía:iba enfundado en reluciente cota demalla y el casco le cubría casi todala cara pero podía distinguirse elbrillo de sus negros ojos a través dela visera de acero levantada.

Se había construido un arietepara tirar abajo los pesadosportalones de madera que protegían alos qainuqa: una gruesa viga detroncos de palma reforzada conpiezas de acero. Treinta de los

musulmanes más fuertes unieronesfuerzos para embestir las puertasuna y otra vez hasta que éstascedieron. Los soldados habíanrecibido órdenes de matar acualquier hombre armado queencontraran a su paso pero perdonarla vida a mujeres y niños.

Mientras los tambores de guerraretumbaban anunciando a los BaniQainuqa que su fin estaba próximo,vi que un hombre ataviado con unavaporosa túnica roja se acercaba alEnviado: era Ben Ubay que habíavenido a negociar en nombre de los

judíos, que se negaba a defender conlas armas.

Pasó de largo por delante deUmar y Hamza —que fruncieron elceño al reparar en su presencia—, yfue directo hasta el Profeta, queestaba pasando revista a las tropas,abordándolo por la espalda.

—¡Oh, Mahoma, sé magnánimocon mis aliados!

El Enviado miró a Ben Ubayfugazmente y luego siguió pasandorevista: su presencia infundía valor alos soldados.

Pero Ben Ubay no se dio por

vencido y siguió al Profeta alzandola voz para que todos lo oyerancuando dijo:

—¡Mahoma, ten piedad de misaliados!

El Enviado fingió no haberlooído pese a que los gritos podríanhaber despertado a los muertos deJanat al Baqi, el cementerio de lasafueras de Medina.

Lleno de frustración, Ben Ubayse acercó al Enviado por la espalday lo agarró por el cuello de lacamisola de cota de malla.

—¡Escúchame!Inmediatamente había una docena

de espadas desenvainadas apuntandoal cuello de Ben Ubay pero aun así élno vaciló. El Profeta se dio la vueltay se hizo un silencio tan grande quetodos se oían los latidos de su propiocorazón.

—Suéltame —ordenó, y lamanera en que pronunció la palabraencerraba más peligro del quehubiese podido encontrarse en todauna larga retahíla de increpaciones.

Y, sin embargo, Ben Ubay seríamuchas cosas pero desde luego no se

le podía llamar cobarde, pues pese asentir el roce de los filos de espadaen el cuello y la espalda no soltó alProfeta.

—¡Juro por Dios que no lo haréhasta que no me prometas que lostratarás con magnanimidad! —respondió, y en sus ojos vi un dolorque parecía sincero—. Los BaniQainuqa cuentan con unoscuatrocientos hombres sin armaduray trescientos más en cota de malla, loque desde luego no es precisamenteun imponente ejército, pero durantetodos los años antes de que tú

llegaras a Medina esos hombres hansido mi única protección de misenemigos: este árabe vive porqueesos judíos lo han salvado en variasocasiones. —Entonces hizo unapausa y sus ojos lanzaron un destellode pesar. Si estaba fingiendo, desdeluego era un actor excelente—. Ahídentro hay setecientos hombres queme mantuvieron con vida muchoantes de que tú trajeras la paz aloasis —prosiguió con voz trémula—,¿acaso los pasarás a todos a cuchilloen una sola mañana?

El Enviado lo miró. Aunque no le

veía el rostro que quedaba ocultobajo el casco me di cuenta de que lasúplica de Ben Ubay lo habíaconmovido, pues noté que sushombros se relajaban.

Cuando habló por fin, su voz erafirme pero compasiva: —Te concedosus vidas —fue todo lo que dijo.

Ben Ubay lo soltó dejando caerla mano y contempló cómo se alejabael Enviado; durante un buen ratoestuvo observando al hombre que lehabía arrebatado el trono, quegobernaba en Medina mientras él setenía que contentar con ser un mero

espectador. No sé qué estaríapensando pero parecía abatido ydesconcertado. Luego por fin sevolvió hacia las puertas de lafortaleza y fue a dar la buena noticiaa sus viejos aliados.

10

MIENTRAS musulmanes y judíoshabían estado a punto de comenzaruna guerra, los ejércitos de La Mecase reagrupaban bajo la mirada atentade Hind. La Historia suele seguir lapista de las acciones de los hombresignorando a menudo las de lasmujeres que —para bueno o paramalo— ejercieron una influenciadecisiva en esos acontecimientos. Hallegado el momento, Abdalá, de querevele más sobre la reina de La

Meca: muchos saben de sus terriblescrímenes pero pocos conocen a lamujer que los perpetró ya que no esfácil descender a esos abismostenebrosos, pero yo he visto losindicios vergonzosos de talestinieblas dentro de mí misma y portanto tal vez resulte lo más adecuadoque sea yo también quien haga lopropio por ella.

Desde la derrota de Badr, Hindhabía estado animando a lossoldados mecanos a entrenarseregularmente para mejorar su periciaen combate, puesto que una segunda

derrota era impensable y Hind habíajurado que cualquier hombre quecorriera de vuelta a casa derrotadoacabaría hecho trizas a manos de lasmujeres en cuanto pusiera un pie enel perímetro de la ciudad santa.

No es que ella considerara LaMeca un lugar santo: Hind hacíatiempo que había dejado de creer enninguna fuerza divina, ya lucrasingular o plural. La última vez quehabía rezado tenía seis años: sumadre había muerto de una terribleenfermedad y Hind había sido testigode cómo su hermoso rostro se iba

destruyendo hasta que no quedabamás que un cráneo cubierto de piel;la noche que su padre Utba le habíadicho que su madre los iba a dejar, laniña fue corriendo a la Caaba, habíarobado las llaves del estudio de supadre y se deslizó en el interior dellugar prohibido para postrarse a lospies del ídolo color carmesí deHubal. Allí había permanecido hastael amanecer, con la frente apretadacontra en el frío suelo de mármol dela Casa de Dios, y durante todo esetiempo había estado rezando a todoslos dioses de los que había una

imagen en el Santuario, rogándoles aesas deidades que salvaran la vidade su madre: clamó a las Hijas deDios —Alat, Uza y Manat—; a ladiosa fenicia Astarté; a Nergal, eliracundo dios de la guerra; al diossol Chams; a Abgal, el señor de loscamelleros; a Munaf, la diosa de lafertilidad; a Aglibol, el diospalmirano de la media luna creciente;al dios serpiente, Wad; a Qaum, elprotector nabateo de las caravanas;incluso a Isaf y Naila, los amantesque habían profanado la Caaba consu lujuria desatada.

Al final, cuando ya habíainvocado a todos los dioses queconocía sin obtener respuesta, alzó lavoz a Alá, el Supremo Dios quehabía creado los cielos y la Tierraantes de retirarse a su trono más alláde las estrellas: sin duda Él, quehabía creado al resto de los dioses,la vida y la muerte mismas, sin dudaÉl salvaría a su madre.

Pero cuando salió el sol, Hindsintió la mano suave de su padre quela instaba a levantarse: su madrehabía muerto mientras dormía, ledijo.

Hind no lloró, volvió a casa y sepuso a jugar con sus muñecas, enapariencia aceptando la noticia conla resignación y estoica dignidad quecorrespondía a una descendiente dela casa de quraish.

Sin embargo, las lágrimas que novertió permanecieron atrapadas en suinterior, carcomiéndola por dentrocomo los gusanos a un cadáver; eldolor que oprimía su pecho seconvirtió en veneno que fuedevorando su alma a lo largo de losaños hasta que no quedó nada másque ira dentro de ella.

Puesto que los dioses la habíanabandonado, Hind también losabandonó a ellos: un trato justo al finy al cabo.

A lo largo de los años, nuncahabía prestado demasiada atención alos rituales estúpidos de su gente quecontinuaba engañándose con lacreencia de que existía un sersuperior que diera sentido a la vida.La noche que murió su madre ellahabía aprendido que la vida no teníasentido ni propósito. El amor era unailusión, un truco perverso de ununiverso cruel. El gozo no duraba

más que un instante y luego se lollevaba el viento. La única cosa realera el cuerpo pues sólo él sentíaplacer o dolor, así que llegó a laconclusión de que el propósito de lavida, si es que ésta lo tenía, eramaximizar el placer y acallar eldolor.

Así fue como su vida se convirtióen una búsqueda incansable deléxtasis, de incrementar la capacidaddel cuerpo para experimentar elplacer hasta el límite, y se rodeó detodo tipo de distracciones paragratificar los sentidos: la música más

melodiosa para deleitar sus oídos,las ropas más suaves para acariciarsu piel…; había probado todos losvinos y hasta el último manjarexótico y se había pasado la vidaexplorando los placeres prohibidosde la carne tanto con hombres comocon mujeres y con incontablesparejas, a menudo al mismo tiempo.Se había jurado a sí misma que sipodía extraerse algún disfrute de lavida, exprimiría hasta la última gotaantes de que la oscuridaddescendiera sobre ella y ya nopudiera recordar nada.

Los dioses de La Meca nodesempeñaban ningún papel en suexistencia salvo como fuente deingresos para financiar su sensualestilo de vida, y si todavía quedabauna mínima parte de Hind quecreyera en ellos tras la muerte de sumadre, sin duda desapareció dosaños más tarde cuando su padreinvitó a un kahin errante, un adivinoque decía estar en íntima comunióncon los dioses, a quedarse en su casay bendecir a la familia con suspoderes. El hombre se había coladoen el dormitorio de la muchacha una

noche, desnudo excepto por unapulsera en forma de dos serpientesentrelazadas, el símbolo de susagrado linaje. El kahin llevaba en lamano un ídolo de marfil de un diosyemení de la fertilidad cuyo nombreHind nunca supo y le advirtió que nodebía contar nada de lo sucedidoporque había sido un rito sagrado ycaería sobre ella una maldición sihablaba con alguien de los misteriosdel dios.

Agotado tras realizar sus «ritossagrados», el adivino se habíaquedado dormido a su lado. La niña

de ocho años se había levantado dela cama para ir sigilosamente hasta lacocina ignorando el reguero desangre que le corría por la pierna yhabía buscado el cuchillo de carnemás afilado que tenían; luego volvióa su cuarto y, tras cortarle el cuelloa l kahin sin la menor vacilación,había pisoteado el ídolo yemeníhasta hacerlo trizas sin prestar lamenor atención a los fragmentos demarfil que se le clavaban en los piesdesnudos. Entonces Hind le quitó alkahin la pulsera, el símbolo de supoder, se la puso en la muñeca y

volvió a meterse en la cama paracaer en un sueño profundo pese aestar tendida junto a un cadáver.

Su padre había encontrado elcuerpo desnudo del «hombre santo»en la habitación de su hija a lamañana siguiente y lo habíaenterrado discretamente en el patiotrasero. Utba jamás habló del asuntocon Hind pero nunca volvió ainvitarse a ningún kahin a su casa.

Y después de ese incidente ellajamás volvió a prestar la menoratención a los dioses o quienes seproclamaban a sí mismos sus

mensajeros.Hasta que Mahoma, el mercader

de clase humilde que había labradosu fortuna casándose con una mujermayor muy rica, decidió dedicarse alnegocio de la profecía: hablaba conbellas y poéticas palabras y, depronto, los necios ciudadanos de LaMeca estaban dispuestos a entregarleya no sólo su fortuna sino tambiénsus vidas: en vez de convertirse enseguidores de la única verdad —labúsqueda del placer— adoptaban susenseñanzas sobre la austeridad, senegaban a sí mismos las cosas

agradables de la vida y andaban porahí con los vientres vacíos y loslabios rebosantes de alabanzas a unDios imaginario.

Esta nueva religión tenía unasenseñanzas más sofisticadas que lastonterías que creía su gente y ésa eraprecisamente la razón por la queofendía a Hind incluso más: setrataba de un embuste tan bienhilvanado que hasta hombresinteligentes como Umar, hombres queella había admirado y con los quehabía intercambiado placeres, habíanabandonado su vida anterior para

sumarse a aquella comunidad demuertos vivientes. El Islam, con suoferta de vida eterna y justiciacósmica, era exactamente el tipo defantasía que la humanidad ansiaba,por más que ninguna de las dospromesas fuera cierta.

Hind odiaba a Mahoma por darlefalsas esperanzas a la gente,esperanzas que debilitaban a losfuertes y se aseguraban de que loshombres sacrificarían los placeresdel momento por una promesailusoria de recompensa más allá dela tumba. Hind había hecho de la

destrucción de aquella fantasía sumisión en la vida, quería acabar conesa mentira y brindar así a hombres ymujeres la libertad que les permitiríaaceptar el mundo como era, no comodeseaban que fuera.

Desde la muerte de su padre enBadr, la venganza la consumía. Amenudo acompañaba a su marido alas prácticas militares en el desiertoa las afueras de La Meca y en una deesas ocasiones sus ojos recorrieronel campo de maniobras en busca deun paladín de su causa, alguien quepudiera asestar el golpe que

restauraría la verdad y expondría aMahoma como lo que era: unfarsante.

Observó como su marido leshacía comentarios a los hombres,animándolos mientras se entrenabancon espadas sin filo y lanzas de puntaroma:

—¡Ejercitaos con dedicación, ohhijos de La Meca, el día de lavenganza está cerca!

Los soldados respondían a laspalabras de Abu Sufian acelerandosus movimientos con la esperanza deagradar al hombre que, a todos los

efectos, era su rey. Tras la derrota deBadr, Hind había considerado laposibilidad de deshacerse de suesposo de modo que pareciera unaccidente, pero ahora se daba cuentade que había sido una sabia decisiónabandonar esa idea pues los hombreslo respetaban y por tanto todavía leresultaba útil a ella. Ahora bien,también era consciente de que sumarido era viejo y necesitaría uncuerpo más |oven para dar placer alsuyo y hacer avanzar su causa.

Y entonces, de repente, lo vio.Los ojos de Hind se posaron en

un esclavo abisinio muy alto y negrocomo la noche que se movía igualque una pantera: tenía en su mano unajabalina labrada conforme a latradición de su pueblo, experto en elarte de la lanza. El esclavo atravesóa la velocidad del rayo una nube deadversarios, escurriéndose entre loshombres como una serpiente sinuosaentre los juncos.

El guerrero clavó la mirada en suobjetivo, un poste de madera quehabían levantado en el centro delcampo, se llevó la jabalina alhombro y la lanzó con movimientos

gráciles desde el otro lado de laexplanada, a unos cincuenta codos dedistancia, para clavarla exactamenteen el centro del poste atravesándolode lado a lado.

Hind experimentó una excitacióninnegable, tanto en el corazón comoen la entrepierna. Se acercó alesclavo y sintió que su deseo seacrecentaba al contemplar la negrapiel reluciente de sudor y aspirar elaroma almizclado que brotaba delhombre embriagándole los sentidos.

—¿Cómo te llamas? —lepreguntó.

—Wahsi —respondió él casi sinresuello—. Mi amo es Yubair benMutim.

Hind sonrió: Yubair era primosuyo y lo conocía bien. Hubo untiempo en que la preocupó laposibilidad de que él tambiéndesertara al bando musulmán trasenterarse de que Abu Bakr, eladulador número uno de Mahoma,había sugerido prometer a su hijaAisha con Yubair, pero el lujuriosoMahoma había decidido quedarse ala niña para su propio lecho y Yubairse había mantenido fiel a La Meca.

Se acercó más a Wahsi y le pusouna mano sobre el fornido brazo, queera casi tan grueso como un tronco deárbol.

—¿Sabes quién es Hamza benAbd al Muttalib?

Le costó trabajo pronunciar elnombre del asesino de su padre.

Wahsi parecía incómodo peroasintió.

—Sí, sé quién es —respondióWahsi tras un momento de duda—,siempre fue amable con Bilal yconmigo.

Hind frunció el ceño. Bilal, elesclavo que se había convertido en elprincipal muecín entre los seguidoresde Mahoma, había matado a suantiguo amo Omeya en Badr. Elvínculo que unía a los esclavos eratan estrecho como el que podíaexistir entre hermanos y desde luegocabía la posibilidad de que la lealtadde Wahsi pudiera versecomprometida por esa amistad, asíque tendría que tantearlo paradescubrir de qué bando estabarealmente.

—¿Considerarías a Hamza un

amigo?Wahsi hizo una pausa,

escogiendo las palabras.—En la medida en que un

esclavo y un hombre libre pueden seramigos, sí, diría que lo es.

Aquello suponía una verdaderadecepción pero para Hind ningúnobstáculo era insalvable.

—Dime, Wahsi, ¿cuánto valepara ti la libertad?

El abisinio retrocedió un pasomirándola con recelo.

—No entiendo a qué te refieres.

Ella volvió a colocarse a su ladopero esta vez dejó que su manorozara el fuerte torso desnudo delsoldado, cerró los ojos y pudo notarel ritmo acompasado y vigoroso delcorazón que latía bajo su mano.

—¿Arriesgarías la vida a cambiode ganar tu libertad?

—Sí —respondió él sin dudarlo.Ella abrió mucho los ojos y se

quedó mirando fijamente aquellaspupilas negras.

—¿Y tu libertad es algo por loque matarías?

Wahsi entornó los ojos pero noapartó la mirada.

—Sí.Hind sonrió y le acarició el

torso: los músculos del abdomen delesclavo eran firmes y bien definidosy notó la humedad en sus muslos altiempo que el aroma salino de suexcitación inundaba el aire que losseparaba.

—No me cabe duda, pero ¿es tulibertad tan preciosa como para quemates a un amigo para conseguirla?

Wahsi dudó un instante. Y

entonces se encogió de hombros congesto orgulloso —Si ése es el preciode la llave que abre mis cadenas,entonces sí.

Hind le apretó el antebrazodejando que la punta de una de susuñas le arañara la piel hasta hacerlesangre a un Wahsi que permanecióimpasible mientras ella luego sellevaba la uña a los labios ysuccionaba la diminuta gota de fluidovital.

—Hablaré con mi primo Yubair—dijo con voz aterciopelada—, paraque te dé permiso esta noche. Ven a

mi casa, tenemos mucho de quéhablar.

Y así fue cómo Hind encontró por finun paladín para su causa: unavenganza que resultaría mucho másterrible de lo que ninguno habríamospodido imaginar.

Te estarás preguntando, queridoAbdalá, por qué me molesto en dartantos detalles sobre su papel en losacontecimientos. Tal vez pienses que

era un monstruo que no se merecepasar a los anales de la fe, y quizálleves razón: sus crímenes le hangranjeado la condena de la Historiacon toda justicia; ciertamente Hindera cruel, vengativa y manipuladora.Y, sin embargo, también era muchomás: fuerte, orgullosa, apasionada,una mujer que se negaba a dejar queel mundo la conquistara, una mujerque habría podido hacer tanto bien sila herida de su corazón hubierasanado con el bálsamo del amor.Pese al inmenso odio que siento alrecordarla, me da pena la niña que

aún vivía dentro de ella, la niñitaarrodillada clamando a los Cielospor su madre, una súplica que noobtuvo más respuesta que el silencio.

11

ME senté en la piel de cordero quecubría nuestra cama y el Enviadoapoyó la cabeza en mi regazo, comohacía a menudo cuando le costabatrabajo relajarse después de un largodía; hundí los dedos en su cabellerade rizos negros a la que les estabanempezando a salir unos cuantosmechones canosos, él alzó los ojosiluminados por un brillo familiar yme di cuenta de que me deseaba. ElEnviado había estado tan cansado en

las semanas anteriores que rara vezhabíamos hecho el amor, pues ladescomunal carga del día a día comoprofeta y hombre de Estado lo habíaagotado hasta el punto de no tenerfuerzas ni para sus propiasnecesidades como hombre: cadaminuto que estaba despierto lopasaba bien enseñando, biendirimiendo disputas, bien poniendoen práctica nuevas leyes que Dioshabía revelado en el Corán, si no eraliderando incursiones contra lascaravanas de La Meca y volvía acasa agotado para quedarse dormido

en mis brazos casi al instante.Yo echaba de menos nuestra

intimidad, la poderosa calidez de sucuerpo entrelazado con el mío, yademás anhelaba darle un hijo. Paraentonces ya llevábamos casados casitres años pero mis ciclos habíancontinuado ininterrumpidamente. Yorezaba todas las noches para queDios despertara mi vientre, pero missúplicas no habían sido atendidas.Me dispuse a apagar la única velaque iluminaba la habitación porquemi marido era extremadamentepudoroso y sólo manteníamos

relaciones íntimas bajo el manto dela oscuridad. Y entonces oí unosgolpes furibundos a la puerta y la vozatronadora de Umar llamando alEnviado. Mi marido lanzó un suspiroy noté que su deseo se habíadisipado. En ese momento, yo habríaagarrado a Umar por la barba y lohabría abofeteado, pero no lo hice,sino que me retiré a un rincón y mecubrí el pelo con gesto hoscomientras el Profeta abría la puertapara dejar que pasara el gigante, queentró furioso:

—¡Oh, Enviado de Dios, el honor

de mi casa ha sido mancillado! —declaró con gran dramatismo.

—¿Qué ha sucedido? —replicóel Enviado con tono cortés pero decansancio.

Umar me vio sentada en elrincón, taladrándolo con la mirada, yde repente pareció sentirse incómodoy bajó la vista hacia sus inmensospies sin decir nada más.

Mi esposo se volvió hacia mípara dedicarme una sonrisacomprensiva y me pidió:

—Aisha, déjanos solos, porfavor.

Asentí con aire contrito y salí alpatio. El Enviado cerró la puerta amis espaldas, pero yo, incapaz dereprimir esa curiosidad mía que hasido uno de mis grandes dones, perotambién una maldición, apoyé laoreja sobre la puerta de madera depalma y agucé el oído para escucharla conversación que mantenía mimarido con uno de sus consejeros demás confianza.

—Como sabes, mi hija Hafsa seha quedado viuda —dijo Umarhablando muy rápido—. Pues bien, lehice una honorable propuesta a

Uzman ben Afan para que se casaracon ella y ¡la rechazó!

Sonreí para mis adentros: puesclaro que la respuesta de Uzmanhabía sido negativa: Hafsa era unamuchacha hermosa, pero con uncarácter tan tempestuoso y cambiantecomo el de su padre, y ningúnhombre que valorara su tranquilidadla habría aceptado como esposa.

—Uzman aún está de luto porRuqaya —respondió el Enviado condiplomacia—, no te lo tomes tan apecho.

No mencionó lo que a mí sí me

había dicho en privado: que teníaintención de casar a su otra hija, UmKulzum, con Uzman. Probablementeésa no habría sido una noticia queUmar se hubiera tomado bien.

—No digo que no, pero el casoes que he sufrido una segunda afrenta—continuó Umar con voz atronadora—. Fui a ver a Abu Bakr y le ofrecíla mano de Hafsa ¡y él también larechazó! Creía que era mi mejoramigo, pero resulta que me haavergonzado.

Traté de que no se me escaparauna risotada: la idea de que mi

anciano padre se casara con unamuchacha de veintiséis años y deespíritu cuando menos indómito eramás que cómica: le fallaría elcorazón en la misma noche de bodasy no precisamente debido a la pasiónde Hafsa sino a sus constantesrefunfuños.

—¡Abu Bakr ama profundamentea Um Ruman y en su corazón no haysitio para ninguna otra! —argumentómi esposo, quien, como decostumbre, siempre tenía la palabrajusta.

—No digo que no, ¡pero el hecho

es que esto es una deshonra para mí!—dijo Umar con pánico en la voz—,los chismosos ya están sembrandoviles rumores por todo Medina:¡dicen que Hafsa ha sido rechazadapor los hombres más importantes delIslam porque tiene mal carácter y esmezquina! ¿Cómo pueden decir algotan absurdo?

Todo mi cuerpo tembló mientrascontenía la risa y tuve que mordermela mano para no delatarme.

—Lo mejor es ignorar a esoscalumniadores —sugirió el Enviadocon delicadeza—, Alá será quien los

juzgue. Los chismosos y losmurmuradores comerán la carne desus hermanos muertos el Día delJuicio.

Era una imagen impactante, perono consiguió apaciguar a Umar.

—¡No puedo esperar al JuicioFinal, oh, Enviado de Dios, el honorde mi hija ha sido mancillado hoy!¡Ningún hombre querrá casarse conella cuando se entere de que Uzman yAbu Bakr la han rechazado!

—Ten fe, Umar —podía oír elcansancio haciéndose más patente enla voz del Enviado a medida que sus

esfuerzos por aplacar a Umar nohacían sino enardecerlo aún más.

—Tengo fe en Dios, pero no enla crueldad caprichosa de loshombres —replicó el hombre convoz temblorosa—. En los días deantes del Islam, habría retado aUzman y Abu Bakr a un duelo, peroahora son mis hermanos y noderramaré su sangre, así que no tengoelección.

—¿Cómo que no tienes elección?—ahora Mahoma sonabadecididamente alarmado.

—Debo dejar Medina y llevarme

a Hafsa conmigo —concluyó Umar—, tengo que marcharme donde mihija pueda escapar a la vergüenza yrehacer su vida. —Hizo una pausa ycontinuó con la voz teñida derenovada agitación—: ¡Oh, Enviadode Dios, encomiéndame la misión deser tu embajador ante los infieles, enSiria o en Persia! ¡Envíame apredicar la Palabra de Dios a esastierras lejanas!

Oí que mi esposo le daba unapalmada en la espalda en señal deapoyo.

—Llegará el día en que irás a

esas tierras, Umar, pero no comoe n v i a d o , inshalá, sino comoconquistador.

Si el Enviado se proponía animarel espíritu decaído de Umar con esasdeclaraciones grandilocuentes, susesfuerzos fueron en vano.

—Pero entonces ¿qué voy ahacer? No puedo quedarme enMedina mientras el honor de mifamilia siga manchado por laignominia.

Se hizo un largo silencio yempecé a asimilar por fin que lacomicidad de la situación había

desaparecido dejando paso a unserio problema para la comunidad:Umar era un líder indiscutible —temido y respetado por amigos yenemigos—, y si él abandonaba eloasis se generaría un vacío de poderque alentaría a nuestros adversariosa realizar movimientos peligrososcontra Medina. Yo sabía que miesposo estaba tratando de encontraruna respuesta a la cuestión de cómocolocar a aquella hija en edadcasadera para que Umar se centraraen proteger la incipiente ciudad-Estado.

—Tengo que confesarte laverdad —tomó la palabra el Enviadopor fin—. No juzgues a Uzman ni aAbu Bakr con demasiada severidad,pues estaban cumpliendo misórdenes.

Aquello era totalmenteinesperado y me acerqué aún más ala puerta para oír mejor, tanto queésta casi se abrió.

—No lo entiendo —la voz deUmar rezumaba desconcierto y dolor.

—Tras escuchar tu propuesta,Uzman vino a verme y yo fui quien leaconsejé que dijera que no. Y lo

mismo ocurrió con Abu Bakr.Claramente Umar no daba crédito

a lo que oía.—¡Oh, Enviado de Dios!, pero

¿por qué?Yo ardía en deseos de oír la

respuesta: aquélla era una ocasiónideal para que mi esposo hiciera usodel talento natural que poseía paralos asuntos de Estado y siempre meadmiraba su capacidad de tomardecisiones acertadas quebeneficiaran a todos.

—Porque Hafsa es especial y ha

sido elegida para un destino másgrande.

De repente no me gustó lo másmínimo el cariz que estaban tomandolas cosas.

Oí que Umar se ponía de pie altiempo que las articulaciones de susfuertes piernas rechinaban como side la puerta de una inmensa fortalezase tratara.

—¿Estás diciendo que…?En ese momento mi corazón se

desbocó y tuve ganas de correr devuelta al interior de la habitación yevitar que mi marido acabara la

conversación, pero tenía los piesclavados al suelo.

—Sí, es mi deseo casarme conHafsa y convertirla en Madre de losCreyentes, si su padre lo permite.

Me quedé pálida como unasábana: de repente sentía mareos ynotaba el sabor a bilis en la boca.

—¡Alabado sea Dios! —exclamóUmar a grandes voces—. ¡Te daría lamano de mi hija en matrimonio ycualquier cosa que me pidieras!

Se oyó el murmullo de losropajes de Umar que abrazaba al

Enviado con tal efusividad que siéste hubiera sido un hombre másmenudo lo habría aplastado.Siguieron hablando pero yo no queríaescuchar más.

La ira hizo que el corazón melatiera con fuerza: ¡el Enviado meamaba a mí! ¿Cómo iba a casarse conotra mujer, aunque se tratara de unajugada política? De pronto tuve lavisión de mi amado Mahoma y Hafsaentrelazados apasionadamente y sentíque mi alma ardía de furia.

Me volví y salí corriendo delpatio en dirección a la casa de mi

madre, donde me pasé el resto de lanoche llorando en sus brazos.

12

YO miraba con expresión huraña ylabios apretados mientras un grupode trabajadores de gesto adustoconstruían otra casita de piedra justoal norte de la mía en el patio de lamasyid: trabajaban a toda velocidad,ya que la fecha de la boda delProfeta con Hafsa se había fijadopara una semana más tarde y queríanacabar cuanto antes de modo que elcemento estuviera seco paraentonces. Nadie quería ser

responsable de que el Enviado deDios pasara su noche de bodas enuna habitación que olía igual que unpozo de alquitrán después de unariada.

Contemplé los nuevos aposentosy una vez más me vino a la mente laimagen de mi esposo en brazos deotra mujer: no pude evitar sentircomo si unas garras gélidas meatenazaran la garganta y, entonces,como si me hubiera leído elpensamiento, la orgullosa Hafsaentró en el patio, se quitó lasdelicadas sandalias de tiras y se

dirigió con paso resoluto hacia losobreros para supervisar laconstrucción de su nueva casa.

Me oculté entre las sombras delumbral de mi puerta confiando en queno me vería; lo último que quería eraintercambiar frases inconsecuentescon aquella muchacha de rizosnegros que pronto compartiría lechocon el Enviado.

Resultó que estaba tan enfrascadaen sus propios asuntos que era pocoprobable que ni aunque hubieraestado de pie frente a ellacompletamente desnuda hubiese

reparado en mí: abrió los ojos comoplatos cuando vio el estado caóticoen que se encontraba su futura casa einmediatamente comenzó a regañar alos hombres.

—¡¿Pero qué chapuza es ésta?!—les chilló con voz ronca quesonaba sorprendentemente parecida ala de su padre—. ¡No, no quiero esaventana ahí, justo mirando al muro dela parte de atrás! ¡Voy a ser Madrede los Creyentes, mi ventana tieneque dar al patio!

Los pobres obreros hostigadossoportaron con abnegada cortesía la

sarta de recriminacionesacompañada de patadas al suelo, yaque Hafsa, sin ser tan alta comoUmar, poseía una complexión fuertey un tanto hombruna que recordabaclaramente a la de su padre. Sus ojoseran de color marrón claro, delmismo tono que su tersa piel, curvasgenerosas y caderas anchas. Sentíuna punzada de terror al darmecuenta de que su cuerpo era muchomás idóneo que el mío para lamaternidad: si le daba un hijo alProfeta antes que yo, entonces lo másprobable era que se convirtiese en la

principal consorte y mi influenciasobre el corazón de mi marido sevolvería tan tenue y quebradiza comoun candado herrumbroso que sedesmigaja azotado por un vendaval.

—No te preocupes, Aisha —metranquilizó una voz suave a mi lado—, tú siempre serás su favorita.

Era Sauda, mi esposa-hermanamayor, que había sabido leer en misojos con su sabiduría de mujer querecuerda las cuitas propias de lajuventud. Le sonreí llena deagradecimiento pero también se mepasó por la cabeza un pensamiento

poco caritativo: ella tenía el rostroarrugado y los pechos caídos y hacíatiempo que sus ciclos se habíanretirado, así que le resultaba fácilhablar con tanta seguridad ya quecompartía el lecho del Enviado perosin pasión y nunca podría darle unhijo, con lo que su posición no severía afectada en lo más mínimo si elcorazón de Mahoma se volvía haciaHafsa.

Era un pensamiento mezquino,cruel y lleno de maldad, así queintenté —sin conseguirlo del todo—apartarlo de mi mente.

—¿Qué clase de madera es ésta?—rugió Hafsa, y mis pensamientoshuyeron en desbandada ante laviolencia de sus gritos. Alcé la vistahacia ella y la contemplé mientrasreprendía al capataz, un hombrecorpulento casi tan alto como elpadre de la muchacha—. ¿Acasoquieres que se le caiga el tejadoencima al Enviado mientras está enla cama?

El musculoso capataz parecíaquerer decir algo poco agradable aaquella deslenguada de veinte añosque se comportaba como la reina de

Arabia, pero se mordió la lengua ehizo un esfuerzo por controlarse. Enese momento el Enviado entró en elpatio y el capataz le dirigió unamirada suplicante para queinterviniera en su favor.

Mi esposo fue hasta donde estabaHafsa y lo vi aspirar hondo, como sise preparara para entrar en batalla,pero antes de que tuvieraoportunidad de decir nada a su futuraesposa su mirada se posó en mí y,viéndome allí de pie en el umbral demi diminuta casa, me dedicó unacálida sonrisa; la emoción estuvo a

punto de hacer que el corazón se mesaliera del pecho y tuve quecontenerme para no correr a susbrazos y decirle que yo era la únicacapaz de darle verdadera felicidad,pero hubo algo en la forma en que seiluminaron sus ojos que me dio aentender que no hacía falta: él ya losabía.

La boda del Enviado con Hafsa fueuna gran ceremonia a la que todos loslíderes de Medina fueron invitados,

incluidos los jefes de las tribusjudías que enviaron presentes de oroy especias pero no asistieron enpersona.

Al presenciar como el Enviadodesposaba a Hafsa ante un nutridogrupo de nobles respetables, al ver ala novia luciendo una túnica de sedacolor escarlata, sentí una punzada detristeza y de repente caí en la cuentade mi propia insignificancia: miboda, a diferencia de ésta, había sidoun acontecimiento tremendamentediscreto y me sentía como si mehubieran privado de la pompa y

circunstancia que no se le habíaescatimado en lo más mínimo a lahija de Umar.

Musité una queja entre dientesdirigiéndome a mi madre que melanzó una acerada mirada dereproche:

—Éste es un matrimonio porrazones políticas para tener a Umarcontento y a los musulmanes unidos—sentenció Um Ruman rápidamenteen voz baja—, pero tu boda secelebró en cumplimiento de lavoluntad de Dios y como reflejo delos sentimientos del Enviado, no de

sus necesidades políticas. Deberíasestar agradecida.

Por supuesto llevaba razón, peroen ese momento me traía sin cuidado,así que me puse de pie y salí conpaso firme y airado del coloridopabellón erigido expresamente en laplaza del mercado dejando atrás atoda una hilera de mendigos quehabían acudido con la esperanza deobtener una generosa limosna delEnviado con motivo de la memorableocasión. Me cubrí el pecho mejorcon el chal que llevaba, confiando enque su calor me libraría de la

sensación del frío que me recorríapese a que era una noche cálida.

Salí del bazar acelerando el pasoy estuve caminando sin rumbo fijohasta que, por fin, me detuve en secoal posar la mirada en una joven que,apoyada contra un muro a punto dederrumbarse, contemplaba lasestrellas fijamente.

Era Fátima, la hija del Profeta;de repente caí en la cuenta de que nola había visto en el pabellón junto asus hermanas Zainab y Um Kulzum yme pregunté por qué no estaría con supadre celebrando la boda. Y

entonces se me ocurrió que el hechode que ella fuera dos años mayor quela nueva esposa de su padre, Hafsa, yno se le conociera ningúnpretendiente debía de afectarlamucho.

Fátima parecía perdida en suspensamientos y cuando me acerqué aella no reaccionó al sonido de mispasos. Debería haber girado sobremis talones y dejarla a solas con suselucubraciones pero me sentí atraídahacia ella por razones que noacertaba a comprender. Fátimasiempre había sido tan etérea que

parecía un espíritu más que unacriatura de carne y hueso y habíaalgo en ella que me inquietaba. Noobstante, era la hija favorita de mimarido y tal vez sentía una conexiónespecial con ella por ser yo laesposa favorita, una posición queconfiaba fervientemente en poderseguir manteniendo después de que elEnviado pasara la noche con sunueva mujer. Hafsa, además de sermayor y tener un cuerpo másformado, ya había estado casada unavez y supuestamente tendría muchamás experiencia en las artes del

amor. Se me revolvió el estómago depensarlo y, obligándome a apartaraquella idea de mi mente, me deslicéjunto a Fátima.

La muchacha me miró al tiempoque esbozaba una sonrisa fantasmal yluego centró de nuevo su atención enlas estrellas: la Vía Lácteaatravesaba los cielos igual que unaenorme caravana, pero me di cuentade que ella estaba observando laconstelación conocida como elGuerrero, que parecía suspendida apoca altura en el firmamento. Yotambién miré hacia arriba en

dirección a la franja brillante quecomponían las tres estrellas y vi porel rabillo del ojo las diminutas lucesque formaban la funda de su espadapero que siempre que las mirabadirectamente desaparecían, igual queun yin en el desierto.

El silencio que reinaba entrenosotras se hizo incómodo con lo queal final hice un torpe intento deencontrar un tema de conversación:

—Entonces…, ¿crees que túnunca te casarás? —dije para luegohacer una mueca de dolor casiinmediata, pero era demasiado tarde:

las palabras ya habían salido de miboca.

Fátima me miró y vi que lamirada distraída con que sus negrosojos contemplaban el cielo se habíaenfocado repentinamente, como si meviera por primera vez en la vida.

—No. De hecho, me casarépronto, inshalá.

Era la primera noticia que teníayo…

—¿Ya has elegido a alguien? —pregunté intentando con escasosresultados disimular la sorpresa queteñía mi voz.

Se encogió de hombros y volvióa alzar la vista hacia el firmamento.

—No, lo han elegido por mí.Ahora sí que estaba atónita: se

me encogió el corazón al pensar queel Enviado no había compartidoconmigo los planes de matrimonioque tenía para su adorada hija y mepregunté si se lo habría contado aSauda o, peor aún, a Hafsa.

—¿Lo ha elegido tu padre? —continué indagando con voztemblorosa y débil como la de unratoncillo diminuto.

—No, ha sido Dios.Y, con esas palabras extrañas, la

misteriosa muchacha me sonriótristemente y dirigió la mirada alcielo al tiempo que yo bajaba la míapara clavarla en mis manos duranteun instante. Cuando me volví apreguntarle a qué se refería, sentí unescalofrío al darme cuenta de queFátima había desaparecido.

13

ESA noche el Enviado consumó sumatrimonio con Hafsa, para gran —yaudible— satisfacción de la novia:me tapé los oídos con una toscaalmohada de piel pero aun así losgemidos se colaban a través de laendeble pared de adobe queseparaba sus aposentos de los míoshaciendo que mi hogar me parecierauna cárcel en el corazón mismo delInfierno.

Al cabo de unos días, cuando yo

todavía seguía dolida por la adiciónde aquella muchacha alocada alharén, me enteré de que habría unasegunda boda: por lo visto Fátima seiba a casar con Alí, y el caso eraque, en cierto modo, aquella unióntenía todo el sentido del mundo yaque los dos eran extrañas criaturasde otro mundo y parecían destinadosel uno para el otro.

La ceremonia no resultó tangrandiosa como la de los esponsalesde Hafsa pero sí que estuvo revestidade gran dignidad y experimenté unainexplicable sensación de

solemnidad, la sensación de queaquél era un acontecimiento históricoy no simplemente el enlace de dosseres que no acababan de encajar enel mundo y habían tenido la inmensasuerte de encontrarse.

El Enviado tenía aspecto serio yestaba muy callado. Fátima y Alí sesentaron frente a él. El novio vestíauna simple túnica negra quecontrastaba con el brillo especial desus ojos verdes; Fátima llevaba unvestido en tonos rojizos y tenía elrostro cubierto por un fino velo. Sólohabían sido invitados los más

allegados, entre los que seencontraba, por supuesto, el núcleode la familia de Mahoma —susesposas e hijas, Uzman, el yernoviudo, y los dos suegros del Enviado,Abu Bakr y Umar—, y mí meentusiasmó ver que también Talhaestaba presente, mientras que mihermana Asma no apartó la vista niun instante de Zubair que, por fin, sehabía decidido a emigrar a Medinatrayendo consigo la promesa decasarse con ella y poner fin a sucondición de solterona.

Alí y Fátima firmaron el contrato

de matrimonio y todos alzamos lasmanos para rezar la tradicionalFatiha, los versos de la primera suradel Sagrado Corán, tal y como eracostumbre. Por lo general laceremonia nupcial terminaba con unaoración de súplica, pero esa noche elProfeta hizo algo poco usual, algoque nunca antes le había visto hacer yque no volví a verle hacer jamás:alzó un cuenco de madera de acaciatallada en el que había vertido aguapura y cristalina de una jarra debarro; luego se enjuagó la boca ycuando escupió el agua de vuelta en

el cuenco ésta resplandecía como sihubiera echado diamantes dentro. Yentonces Mahoma roció con ella alos novios haciendo que parecieraque el misterioso brillo brotaba deellos. Para concluir mi marido tomóen sus manos un frasquito de aceite yse untó los dedos, ungió la frente deAlí y, deslizando la mano tras el veloque cubría el rostro de su hija,volvió a repetir el gesto. Daba laimpresión de que los estuvieraungiendo como rey y reina, igual quese contaba que habían hecho losprofetas de Israel con los monarcas a

los que servían en otro tiempo muylejano.

—Dios os bendiga y bendigavuestra descendencia —declaró conuna mirada que de alguna maneraconseguía reunir el gozo y la pena.

Toda la ceremonia estuvoenvuelta en un ambiente irreal queparecía el idóneo para la enigmáticapareja y me alegré cuando el Profetase puso de pie para besarlos,señalando con ese gesto la vuelta almundo real que yo conocía yentendía.

Las mujeres tomaron a Fátima de

la mano y, con las consabidas risitasy miradas de complicidad, la guiaronhasta la alcoba adyacente donde sehabía colocado un colchón cubiertocon piel de cordero similar al míosobre el suelo de piedra.

Cuando alargué la mano paracolocar bien el velo de Fátima que sehabía deslizado a un lado en elproceso, vi que tenía los ojos llenosde lágrimas y los labios firmementeapretados.

—¡Sonríe! —le sugerí esbozandouna amplia sonrisa con la esperanzade ayudar con ello a disipar su

inexplicable melancolía—, éste es elmomento más importante de la vidade una mujer.

Fátima me miró como si enverdad fuera la primera vez que meveía y luego dijo algo totalmenteinesperado:

—Desearía ser como tú, Aisha.—¿Por qué? —le pregunté muy

sorprendida.—Vives en libertad, entregándote

a cada momento —murmuró—, no teatormenta el pasado, ni el futurotampoco.

Era un comentario raro de unamuchacha rara y respondí lo mejorque supe:

—Mi padre dice que el pasadoes como un sueño del que te acabasde despertar… ¿Para qué miraratrás? Y el futuro…, el futuro escomo un espejismo en el desierto: loperseguimos sin descanso perosiempre se nos escapa.

Me sorprendió el lirismo de mispropias palabras, una cualidad queno era consciente de poseer.

Fátima esbozó una sonrisa triste yen su mirada había algo tan trágico

que se me partió el corazón.—Pero a veces el espejismo se

nos echa encima —replicó ella— yentonces vemos que no es agua sinoarena ardiente que, impulsada por elviento, arrastra cuanto amamos.

La miré sin saber qué pensar,hasta podría decirse que con miedo,y luego las otras mujeres me instarona abandonar la habitación en elmomento en que entraba Alí con unamirada más distante e inescrutableque nunca escrita en sus ojos verdes.

14

Monte Uhud23 de marzo de 625 d. C.

La hora de la verdad llegó al fin:

estábamos al borde de la guerra. Loshabitantes de La Meca habían venidoa vengar a los muertos de Badr ydestruir Medina. Era el primer día deprimavera y los gorriones cantabanen las ramas de las palmerasmientras nuestros soldadosmarchaban a defender el oasis de los

invasores. Abu Sufian lideraba unejército de tres mil soldados ytrescientos caballos, mientras quenosotros habíamos conseguido reuniruna fuerza de tan sólo setecientosmusulmanes junto con trescientoshombres de las tribus aliadas con eltaimado Ben Ubay. Pese a laabrumadora superioridad numéricade nuestro adversario losmusulmanes no perdían la esperanza,pues no en vano habíamospresenciado el milagro de Badrdonde habíamos derrotado a unejército tres veces mayor que el

nuestro.Además, en los días previos a la

batalla había habido toda una seriede señales que probaban el favor deDios. La hija del Enviado, Fátima,había dado a luz a un hijo, unacriatura rolliza y sonriente a quienhabían puesto por nombre Hasan.Hacía muchos años que los hijosvarones del Profeta con Jadiyahabían muerto y Hasan era el únicoheredero varón del Enviado de Dios.Su nacimiento puso fin a un embarazodifícil que había obligado a Fátima apasar semanas en la cama; las

ancianas de Medina habíanempezado a murmurar con tristezaponiendo en duda que la hija delProfeta fuera lo bastante fuerte comopara llegar al final del embarazo, y laexpresión del rostro de mi esposo sehabía ido ensombreciendo y tornandomás desesperada a medida que seacercaba la fecha del parto.

Pero entonces, como si Dioshubiera decidido que la pobremuchacha ya había sufrido bastante,los dolores de Fátimadesaparecieron y dio a luz sinproblemas a un niño regordete de

cabellos rizados. El feliz nacimientodel primer heredero del Profetasuponía una clara señal de esperanzapara nuestra Uma. Muy a mi pesar,ninguna de las Madres le habíamosdado hijos al Enviado, aunque meconsoló algo la idea de que, sisobrevivía los primeros años deinfancia durante los que los rigoresdel desierto causan los mayoresestragos entre los niños, Hasan seríaportador de la bendita sangre delEnviado y la continuación de laestirpe de Mahoma quedaríaasegurada. El hecho de que Hasan

fuera hijo de Alí había catapultado almisterioso hombre a una posiciónaún más prominente que la que yadisfrutaba en el seno de lacomunidad, un hecho que fuerecibido con cierto grado dedesconcierto por los patriarcasmusulmanes.

No obstante, todas lasrivalidades quedaron a un ladocuando el enemigo llegó a las puertasdel oasis. Los hombres de Medina ylos de La Meca se enfrentaron en unaccidentado valle de roca volcánicaque se extendía a los pies del monte

llamado Uhud donde el Enviado dioorden de levantar el campamento yesperar la llegada de los refuerzos deBen Ubay. Me senté junto a miesposo mientras contemplaba lallanura desde lo alto: las fuerzas deLa Meca parecían escarabajosrelucientes con sus armaduras y cotade malla lanzando destellosdesafiantes a la luz del sol. Desdeallí y con mi vista de halcóndistinguía a la caballería lideradapor un hombre que reconocí como ellegendario Jalid ben al Ualid. Elgeneral se alzó la visera del casco y

paseó la mirada por el campo debatalla recorriendo con ojos expertosel accidentado contorno de lamontaña en busca de algún puntodébil por el que el enemigo pudieraromper nuestras defensas.

Al mirar hacia abajo en direcciónal campamento de los mecanos dondese divisaban banderas rojas, moradasy azules ondeando al viento queponían una nota de color en eldesolado paisaje del valle, pensé enlo parecida que era aquella escena ala que había presenciado un añoantes; sólo que ahora el enemigo

había triplicado sus fuerzas y sufuerte motivación no era el orgullosino la venganza.

Si nos derrotaban moriríamostodos y, si eran ellos los vencidos,volverían al año siguiente con unafuerza aún más numerosa y mayor sedde venganza. Era como si lasvictorias que lograban losmusulmanes no consiguieran sinoarrastrarlos hacia sucesivos nuevoscampos de batalla cada vez máspeligrosos.

Lancé un suspiro atribulado yposé una mano en el brazo de mi

marido, más para infundirme ánimosa mí misma que a él.

—¿Alguna vez llegaremos a tenerpaz, mi amor?

—Sí, en el Paraíso —merespondió con aire nostálgico—.Este mundo nació en guerra y algúndía perecerá por causa de ella.

Me apretó los dedos y noté elroce de las callosidades que se lehabían hecho en las palmas de lasmanos tras los muchos meses detrabajo manual que habían sidonecesarios para construir la murallay reforzar las defensas de Medina.

Como jefe del oasis, Mahoma podríahaberse ahorrado participar en latarea de poner ladrillos, pero miesposo comprendía el poder quedaba a un líder unirse a sus hombresen las tareas más básicas pues conello creaba un vínculo de confianza ylealtad cuyo verdadero valor seponía de manifiesto en un día comoaquél.

Oí crujir el suelo pedregoso de laladera de la montaña bajo unaspesadas botas y al desviar la miradaen esa dirección vi a Umar con sufornido cuerpo enfundado en cota de

malla que corría hacia nosotros conel rostro crispado de ira.

—¡Nos han traicionado! ¡BenUbay se ha dado la vuelta con sushombres!

Mi esposo asintió con gestosombrío; tal vez ya sospechaba queera posible que ocurriera: al final,Ben Ubay había decidido queenfrentarse a las fuerzas de La Mecaera un suicidio y había sugerido quenos retiráramos al interior de lascasas ya que Medina, con suscallejuelas tortuosas sembradas depalmeras, no podría ser tomada tan

fácilmente salvo que los mecanosestuvieran dispuestos a luchar cuerpoa cuerpo, callejón por callejón y casapor casa.

Sin embargo el Enviado habíadecidido que permitir que las fuerzasde La Meca entraran en la ciudad,donde podrían causar daños muchomás permanentes si quemaban lascosechas y envenenaban los pozos,era demasiado peligroso. Había quedetener el avance de los mecanosfuera de la ciudad, donde nosencontrábamos. Por lo visto BenUbay no estaba de acuerdo y había

optado por abandonarnos a nuestrasuerte precisamente en el momentoen que ya se oían los aullidos dellobo a nuestras puertas.

—Alá nos protegerá, siempre ycuando nos mantengamos unidos —respondió Mahoma sin inmutarseaunque detecté cierta tensión en suvoz pues, incluso si los ángelesacudían en nuestra ayuda comohabían hecho en Badr, setecientoshombres contra tres mil era unaproporción muy desfavorable; sipretendíamos contener al enemigo,no podíamos permitirnos desviarnos

ni lo más mínimo de la estrategia quenos habíamos trazado.

Se oyó en el valle un estruendorepentino de cascos de los caballos yvi a Jalid liderando a los jineteshacia el diminuto paso situado en labase de la montaña. El Profeta alzóla mano derecha y Talha tomó unabandera negra y la agitó describiendocírculos; era la señal que esperabaun grupo de arqueros escondidosentre las rocas al este de donde nosencontrábamos, y de prontocomenzaron a llover las flechassobre la caballería mecana. Los

sorprendidos caballos retrocedierony Jalid guio a sus hombres enretirada sin dejar de recorrer lamontaña con mirada atenta hasta quelocalizó el lugar del que proveníanlos proyectiles. La caballería mecanano retrocedió hasta el campamentosino que mantuvieron su posición asuficiente distancia como paraquedar fuera del alcance de lasflechas.

El Enviado se puso de pie paradirigirse a los arqueros con vozfirme que retumbó al otro lado de lacolina:

—¡Mantened las posiciones, soisla vanguardia de los musulmanes, nobajéis los arcos hasta que yo no loordene!

Ellos asintieron y sentí que seencendía en mi interior una levellama de esperanza: mientras losarqueros resistieran, Jalid no podríacruzar el paso y atacarnos por laretaguardia; los musulmanescontaban con la ventaja que les dabala altura, lo que compensaba hastacierto punto la superioridad numéricade los mecanos.

El clamor de los tambores hizo

que mis ojos se posaran de nuevo enel campamento mecano donde unafigura rompía filas y avanzaba:reconocí inmediatamente el turbanteescarlata y dorado.

—¡Oh, hombres de Aus yJazrach! —gritó Abu Sufian—,abandonad el campo de batalla ahoray dejad que yo me encargue de miprimo; una vez hayamos acabado coneste alborotador, La Mecaabandonará vuestras tierras, ¡nodeseamos luchar con vosotros!

Tal vez su oferta habría tenidomás peso tres años antes, cuando las

gentes de Medina todavía seconsideraban miembros de una tribuespecífica; pero desde que habíamosllegado nosotros, cada vez semencionaban menos esos clanesancestrales y los habitantes de laciudad de Medina habían empezado aconsiderarse, ante todo, musulmanes.Como si me hubieran leído elpensamiento, los líderes de los Aus ylos Jazrach respondieron al reto deAbu Sufian con un atronador redoblesimultáneo de tambores.

—Así sea entonces —concluyóAbu Sufian al tiempo que asentía con

la cabeza, como si de hecho hubieraanticipado que ésa sería la respuestaque recibiría.

En el momento en que el líder delos mecanos se volvía hacia sushombres se oyó el cascabeleo deunas panderetas y surgió delcampamento enemigo una familiarvoz rezumante de sensualidad que meprovocó escalofríos: era Hind a lacabeza de un grupo de mujeres quebailaban alrededor de los soldados;llevaban túnicas ajustadas congrandes aberturas en las faldas porlas que se les veían fugazmente sus

muslos mientras giraban sobre símismas y cantaban despertando lalujuria de los hombres, un fuego quepronto se convertiría en sed desangre al rojo vivo:

«Avanzad y yaceréis en nuestrosbrazos tendidos en suaves alfombras—entonaban las voces roncas comola de una amante gimiendoapasionadamente—, pero siretrocedéis os abandonaremos, osabandonaremos y nunca volveremosa amaros».

Eran unos antiguos versos quegeneraciones de mujeres habían

cantado para alentar a sus hombresantes de entrar en combate y su poderresultaba evidente: los soldadosmecanos golpearon los escudos conlas espadas al tiempo que sus rostrosesbozaban gestos feroces —como losde un lobo que enseña los dientescuando se dispone a atacar—mientras Hind hacía nacer el deseoen sus entrepiernas y el frenesí en suscorazones.

Aquella mujer me producíafascinación y rechazo al mismotiempo, pues reunía una inquietanteconjunción de belleza femenina y

despiadada brutalidad: sentía deseosde huir de ella tan deprisa como mefuera posible y por otro lado queríadescubrir hasta el último de susterribles secretos, los secretos delpoder que tienen las mujeres sobrelos hombres.

Mientras Hind se agachó y girabaal ritmo frenético de las panderetasvi que Hamza daba un paso al frentepara observarla y entonces ella loreconoció por la pluma de avestruzque siempre lucía orgulloso en elcasco y le mostró los dientes en loque podía haber sido tanto una

sonrisa como un gruñido, o ambos ala vez si eso fuera posible.

—Esa mujer es un demonio —sentenció Hamza clavando los ojosen la sensual figura balanceantemientras Bilal se colocaba a su ladocon la mirada fija en las primeraslíneas del ejército enemigo.

—Esta vez se han traído inclusoa los esclavos —comentó el libertocon voz pesarosa—, acabo de ver ami amigo Wahsi.

Hamza le posó la mano en elhombro para consolarlo.

—En el campo de batalla no hay

amigos, Bilal —le dijo con firmezaaunque su voz estaba también teñidade compasión—, si te encuentrasfrente a frente con él en medio delcombate, haz lo que debes.

Bilal asintió con gesto triste yentonces cesó el estruendo de lostambores y las mujeres seapresuraron a retirarse de lasprimeras líneas en dirección alcampamento ya que la verdaderadanza de la muerte estaba a punto decomenzar. Igual que habían hecho enBadr, los de La Meca enviaron a supaladín, un joven que no reconocí

pero que se adelantó con andaresorgullosos hasta el centro del campode batalla retando al enemigo congrandes aspavientos: alzó suimponente espada y la hizo girarsobre su cabeza de un modo que merecordó al de los escupefuegosafricanos que había visto actuar añosatrás cuando las caravanas deAbisinia se detenían en La Meca; erauna impactante demostración defuerza destinada a aterrorizar a losmusulmanes y al mismo tiempo,burlarse de ellos.

El Profeta envió a Alí, que se

colocó en el centro del camporápidamente empuñando su espadade dos puntas, Dul Fiqar, queresplandecía a la luz del sol. Yentonces, sin mediar una palabra niun solo gesto más, Alí asestó ungolpe certero con el que atravesó elpectoral de la armadura del mecano.El joven paladín cayó muerto alsuelo con aquella sonrisa burlonaaún en los labios y oí un gritoaterrador al tiempo que otro guerrerocuyas finas facciones recordabanclaramente a las del caído se lanzabaal campo de batalla; este segundo

paladín, casi con total seguridadhermano del primero, salió en pos deAlí que ya se había dado la vuelta yestaba por tanto de espaldas alatacante, pero Hamza se lanzó a lacarga y detuvo el avance del hermanocon una terrorífica estocada letal desu alfanje evitando así que éstehiriera a Alí por la espalda.

Se hizo el más absoluto silencioen el campo de batalla mientras queambos bandos contemplabanhorrorizados el duelo que no debióde durar más de medio minuto: eratan parecido a lo que había visto en

Badr que experimenté esa extrañasensación que se produce enocasiones cuando el velo de tiempospasados se enreda con el delpresente. Los mecanos debieron desentirlo también porque verderrotados de nuevo a sus guerrerosmás temibles como si de niñosindefensos se tratara desató unaoleada de furia y temor en el campoenemigo. Y acto seguido, sin másceremonia, los guerreros de La Mecase lanzaron a la carga.

Esta vez no se produjo ningunanube de polvo que me impidiera ver

el campo de batalla ni presencié laaparición de jinetes fantasmagóricosque acudían en nuestra ayuda; lo quevi en la llanura a mis pies fueronimágenes brutales y descarnadascuyo recuerdo me atormentaría depor vida.

Los mecanos se abalanzaronsobre nuestros hombres con crueldadincontenible, sus espadas lanzabandestellos rojizos al reflejar el sol enellas los colores de las rocasvolcánicas de aquel paraje desoladoy, al cabo de poco rato, aquellaspiedras vetustas se tiñeron de un tono

carmesí más profundo. El ruido delentrechocar de los aceros, atronadorcomo si un millar de rayos hubierancaído en la base del monte Uhud,retumbó por todo el valle con unaviolencia tan lacerante que tuve quetaparme los oídos con puñosapretados con todas mis fuerzas.

Igual que las olas de un océanode metal, el enemigo se precipitabasobre nosotros una y otra vezinundando el valle de muerte y, noobstante, los musulmanes noretrocedíamos: contábamos con laprotección de la montaña, y mientras

nuestras primeras líneas contenían elimplacable ataque con los escudos enalto, los que ocupaban la retaguardialanzaban una lluvia constante deflechas y lanzas contra los atacantes.

Se oían gritos por todas partes,alaridos de dolor y exclamacionestriunfantes de júbilo además de losgemidos de los moribundos. Mesorprendió profundamente ver comomuchos de los que hacía apenas unosinstantes gritaban con semejanteferocidad animal parecían ahorachiquillos llamando a sus madresentre sollozos incontrolados al sentir

que la muerte se cernía sobre ellos.Fue ese llanto desesperado lo quemás me impactó ese día, y de repenteel tamiz de gloria a través del cualsuele contemplarse la batalla sedesvaneció y la guerra apareció antemis ojos con toda su fealdad aldesnudo: el hedor a entrañas y sangrefue ascendiendo hasta donde meencontraba y tuve que apartar la vistaal tiempo que trataba de disimularlas lágrimas que me anegaban losojos. Eran lágrimas por un enemigoque no dudaría un instante en hacermi cuerpo trizas si alguno de ellos

lograba atravesar nuestras defensa.La sensación simultánea devergüenza, asco y horror queexperimentaba no tenía el menorsentido.

Pese a mis denodados esfuerzospor ocultar mis sentimientoscontradictorios, el Enviado vio laconfusión en mi rostro y asintió conla cabeza: lo comprendía.

Me obligué a mirar de nuevo, aobservar la masacre que sedesarrollaba ante mis ojos a escasosmetros de distancia. Vi a Hamza, conla pluma de avestruz de su casco

manchada de polvo y restos humanos,que atravesaba las líneas enemigasdejando a su paso un reguero dehombres a los que iba hiriendo con lafacilidad con que la hoz del labriegocorta las espigas de trigo.

Y entonces, repentinamente, ladefensa musulmana pasó al ataque:con Hamza a la cabeza, nuestrosguerreros comenzaron a forzar laretirada de los mecanos que huían endesbandada a refugiarse en sucampamento. El impulso que dio alos musulmanes aquella súbitainversión de los papeles no hizo sino

aumentar el coraje de nuestrasfuerzas y el desconcierto delenemigo, y de pronto oleadas demusulmanes estaban atravesando elcampo de batalla a toda velocidadmientras los mecanos hacíanesfuerzos desesperados por detenernuestro avance. Oí gritos de júbilo enel momento en que la balanza sedecantaba a favor de los seguidoresde Mahoma y, al contemplar lahorrible carnicería y pese a loscomplejos sentimientos que en esemomento me embargaban, me puse aanimar a nuestros hombres a voces,

con gritos muy parecidos a los quehabían servido a Hind paraenardecer a los suyos antes de labatalla.

—¡Ya rozáis la victoria con lapunta de los dedos, hijos míos! —losexhorté un tanto insegura y sinpreocuparme demasiado de si podíanoírme o no en medio del fragor delcombate.

Yo era una chiquilla de doceaños y siempre me resultabaincómodo dirigirme a hombreshechos y derechos como «mis hijos»pero, de algún modo, en aquel

momento parecía lo correcto. Vi queTalha me guiñaba el ojo y le dediquéuna sonrisa que hizo que seruborizara.

Y entonces noté que el Enviadose ponía muy tenso. Pensé que tal vezhabía hecho mal en arengar a lastropas igual que había hecho Hind,pero cuando lo miré vi que no meprestaba la menor atención sino quetenía la mirada clavada en el campode batalla donde los musulmaneshabían avanzado hacia elcampamento de los mecanos al otrolado del valle.

Agucé la vista para comprobarcuál era la causa de su consternacióny, en medio del caos de combatientesque se divisaba allá abajo luchando abrazo partido como dos ejércitos dehormigas, distinguí una figura quedestacaba claramente entre tantaconfusión: un hombre negro muy altoque iba sin armadura y se movía conla agilidad de un pájaro queatravesara entre revoloteos aquellaescena delirante, como si tal cosa ysin entrar en combate con nadie; erael esclavo Wahsi cuya presenciatanto había apenado a Bilal, y

solamente iba armado con una largajabalina que sostenía con la mismanaturalidad que si fuera un tercerbrazo.

Allá abajo, Hamza asestabagolpes a sus oponentes con laviolencia de un tornado: rebanó lacabeza de un desafortunado soldadoenemigo para luego girar a lavelocidad del rayo y cortar el brazoa un segundo que había intentadoherirlo por la espalda. Fuera dondefuera Hamza, brotaban de inmediatolos alaridos de dolor que luegoenmudecían abruptamente.

Y entonces el tío del Profetadetuvo repentinamente la trayectoriaque seguía su brazo y alzó la cabezacomo si hubiera oído algo con todaclaridad en medio de la pavorosacacofonía que lo inundaba todo; segiró hacia la izquierda y el amasijode soldados que había a su alrededorse desvaneció en un instante: loshombres se hicieron a un lado paradejarle paso, igual que las aguas sehabían divido a un lado y a otro alextender Moisés su vara sobre ellas,y apareció Wahsi a escasos diezmetros de distancia.

El esclavo lanzó la jabalina quesobrevoló la explanada tan rápidoque mis ojos no alcanzaron a seguirsu trayectoria: en un instante pasó deestar en la poderosa mano de Wahsia hundirse en el abdomen de Hamzapara luego emerger brutalmente porlos riñones.

Oí el sollozo que dejó escapar elEnviado pero no era capaz demirarlo porque estaba hipnotizadapor la dignidad del guerrero heridoque se mantenía erguido sobre suspies mientras un río de sangrecomenzaba a brotar de su herida. Y

luego aquel coloso cayó en tierra ymi corazón se desplomó con él.

Un manto de estupor mudopareció cubrir el campo de batalla altiempo que los hombres de uno y otrobando clavaban una mirada atónita enel cadáver de Hamza. Luego oí algoque me heló la sangre: el aterradorsonido de la risa de Hind cuyo ecoparecía retumbar hasta en la últimaroca del valle.

Sus carcajadas no duraronporque los musulmanes se volvieronlocos de ira al ver a su comandantemuerto y, como si cada uno de ellos

hubiera recibido una porción delvaleroso corazón de Hamza,volvieron a la carga con ímpeturenovado, se diría que poseídos poruna furia irracional que resultabaterrorífica. Las fuerzas de La Mecafueron incapaces de defenderse deaquella ira desatada y vi que nuestrasprimeras líneas atravesaban lasdefensas del enemigo hasta que unamarabunta de guerreros musulmanesinvadió el campamento del enemigorepartiendo a su paso golpesmortales con la desenvoltura con queun niño aplastaría una mosca de un

manotazo.—¡Retirada! —se oyó gritar a

Abu Sufian con voz desesperada yllena de humillación que resonó portodo el valle igual que lo habíanhecho escasos minutos atrás lascarcajadas ávidas de sangre de Hind.

Vi los escudos mecanospartiéndose por la mitad y a lossoldados correr a esconderse en elpaso de montaña confiando en queeso les facilitaría la fuga.

Miré al Enviado cuyas mejillasestaban surcadas por las lágrimas:Hamza era su tío pero tenían la

misma edad y siempre habían estadotan unidos como hermanos. Hamzahabía llenado buena parte del vacíoen el corazón de un chiquillo que,huérfano y sin hermanos, se habíaquedado solo en el mundo. Me limitéapretar la mano de mi esposo que melo agradeció con un asentimiento decabeza.

Los musulmanes habían ganado laBatalla de Uhud de igual modo quehabían vencido en Badr, pero enambas ocasiones Mahoma habíapagado un precio personal muy alto,el sacrificio de sangre que Dios les

exigía a él y a su familia: primerohabía sido Ruqaya y ahora Hamza.Para ser un hombre que odiaba laviolencia y cuyo mensaje siemprehabía sido de paz, era como si elcosmos pretendiera asegurarse deque su corazón nunca se tornaríainsensible a los horrores de laguerra; muchos reyes consideraban asus soldados como prescindibles,concedían a las muertes de sushombres en el campo de batalla lamisma importancia que se da almontículo de un hormigueroaplastado por la rueda de un carro

que pasa por encima a todavelocidad, pero el Enviado de Dios,en cambio, siempre viviría la guerracomo algo personal y cuyo costehabría de ser satisfecho con lapérdida de aquellos a quienes másamaba.

Aun así, la increíble victoria deUhud hizo que, en comparación, la deBadr pareciera poco más que unaescaramuza. Ahora la leyenda de losmusulmanes se propagaría por todoel desierto y cada vez más tribus seunirían a nosotros. Semejantevictoria cambiaría el curso de la

historia de Arabia para siempre y talvez no habría de pasar mucho tiempoantes de que los musulmanesasediaran La Meca y liberaran elSantuario; entonces la guerraacabaría y toda Arabia se convertiríaal Islam.

Traté de pensar como un hombre,obligándome a razonar y contener latristeza y la rabia que sentía. Me dijea mí misma que aquella victoria bienvalía el altísimo precio, pero esemismo día descubrí que no debecantarse victoria hasta que el últimoenemigo no haya huido del campo de

batalla.

15

LOS arqueros apostados en la cimade la cara oriental del monte Uhudcontemplaron entusiasmados cómolos musulmanes arrasaban elcampamento de La Meca,destrozando los pabellones de lonaque un minuto antes se alzabanorgullosos sobre la tierra del valle yapoderándose del rastro de armas yoro que los paganos habían dejadocaer en su precipitada huida.Nuestros hombres lanzaron gritos de

júbilo al ver que la batalla tocaba asu fin.

Y en eso, un joven arquerollamado Madani lanzó su arco alsuelo y comenzó a descender por lamontaña gesticulando hacia suscompañeros, presa de la excitación:

—¡Vamos, daos prisa o nosquedaremos sin nuestra parte delbotín!

Con los corazones rebosantes dealegría, los arqueros lo siguieron ycomenzaron a bajar tras él por laladera, pero su comandante —unhombre de poca estatura de la tribu

de los Aus que se llamaba Safi y queera capaz de acertarle a una liebre atreinta metros de distancia— hizouna señal a sus hombres para que sedetuvieran:

—¡Mantened las posiciones! ¡ElEnviado todavía no nos ha relevadodel puesto!

—¡No hace falta, la batalla haterminado! —se oyó la voz deMadani seguida de grandes vítoresde sus amigos mientras descendíapor la pendiente para luego echar acorrer en dirección al asediadocampamento enemigo.

Safi se lo quedó mirando con airedesesperado, se volvió hacia elcampamento base del Profeta queestaba al otro lado de la cima y vioal Enviado de pie con la alarmaescrita en el rostro.

—¡No! ¡Volved aquí! —retumbóla voz del Profeta por toda lacumbre.

En ese momento la caballería alas órdenes de Jalid surgió de lassombras al pie de la montaña y losjinetes cabalgaron a la velocidad delviento hacia el estrecho paso conintención de cruzarlo y atacar a los

musulmanes por la retaguardia.Safi cayó al suelo de rodillas,

abrumado por los sentimientos dehorror, vergüenza y culpa que leprovocaba haber fracasado en sudeber de imponer la disciplina. Lamontura de Jalid galopó hacia elpobre Madani, cuyas risasdespreocupadas se interrumpieron deforma abrupta en el momento en queel poderoso guerrero lo atravesó conla espada. Los demás arqueros quehabían roto filas corrieron idénticasuerte o huyeron despavoridos al verla carga de la caballería mecana

contra los musulmanes que su falta devisión había desatado.

Me llevé la mano a la boca,horrorizada al contemplar cómo losjinetes de Jalid se aproximabanenvueltos en una nube de polvo rojopara atacar a nuestros hombres por elflanco trasero. Hubo gritos dedesconcierto que pronto seconvirtieron en alaridos de agonía amedida que Jalid atravesaba a puntade espada las líneas de los

desconcertados musulmanes. Yentonces sentí que temblaba la tierrabajo mis pies cuando los soldadosque protegían al Enviado seabalanzaron montaña abajo paraayudar a sus camaradas caídos, perohabían quedado atrapados entre lainfantería mecana al sur y lacaballería que avanzaba hacia ellosdesde el norte, igual que diminutosmoluscos cautivos entre las pinzas deun cangrejo gigante.

En cuestión de segundos todocambió y nuestra clara victoriacomenzó a tornarse una espantosa

derrota.Y en ese momento vi la nube de

polvo dirigiéndose hacia nosotros yvi que algunos jinetes habíanabandonado su retaguardia al darsecuenta de que el campamento basedel Profeta había quedadorelativamente desprotegido. Se mehizo un nudo en la garganta cuando via los jinetes que se aproximaban algalope con las lanzas preparadaspara el ataque.

Entre los pocos musulmanes quequedaban en nuestro campamentohabía unas cuantas mujeres que

habían acompañado a sus esposos yahora corrían grave peligro de versearrastradas al epicentro de la batalla.Talha se puso en pie de un salto paraprotegernos y mi anciano padre hizolo mismo. En total no había más quemedia docena de hombres pero seapresuraron a formar un círculoalrededor del Enviado y luego vi quelas mujeres tomaban en sus manoslos arcos abandonados que había porel suelo y se ponían a disparar a lacaballería que ya teníamosprácticamente encima. La inesperadalluvia de flechas de esas mujeres

valerosas sorprendió a los jinetesconsiguiendo ralentizar su marcha.

El flamante esposo de mihermana, Zubair, se situó junto aTalha en la parte exterior del círculoblandiendo una espada en cadamano: era el único hombre queconocía capaz de usar ambas manoscon igual destreza y habíadesarrollado la rara habilidad deempuñar dos armas a la vez. Cuandoun jinete galopó hacia nosotrospendiente arriba, Zubair comenzó agirar sobre sí mismo igual que unatolvanera y entonces, con

movimientos gráciles como los de unbailarín, alzó su mano derecha haciaatrás y asestó un fuerte golpe alcaballo en el pecho; el poderosoanimal lanzó al jinete por los airesmientras las sacudidas recorrían sucuerpo herido de muerte y, en elmomento en que el sorprendidocaballero cayó al suelo, Zubaircontinuó girando al tiempo que sumano izquierda describía un arco enel aire para cortarle el cuello. Lasangre salió a borbotones de layugular cercenada y al cabo de pocotiempo el guerrero mecano yacía sin

vida junto a su montura.De inmediato, Alí estaba ya junto

a Zubair con la resplandeciente DulFiqar lanzando sus misteriososdestellos y los dos comenzaron aluchar codo con codo hiriendo unotras otro a todos los mecanos lobastante incautos como paraaventurarse colina arriba camino deuna muerte segura. Los dos primosformaban una pareja sin igual que semovía y actuaba como si fuerangemelos capaces de leer lospensamientos del otro, había simetríaen la manera en que se movían sus

cuerpos, como si fuesen las dos alasde una mariposa gigante agitándosecon una belleza aterradora. Nuncahabía visto dos hombres actuar conuna compenetración tan perfecta ysentí gran admiración por los lazosde amor y parentesco que habíanforjado la unión inquebrantable desus corazones.

Me arrepiento de muchas cosas,querido Abdalá, pero de ninguna másque de haber sido quien empuñó ladaga que acabaría separando suscorazones al cabo de los años. Tupadre fue uno de los pocos amigos

que tuvo Alí y el veneno que yovertería en aquel campo sembradocon el más puro amor habría deresultar en una cosecha aún másponzoñosa para nuestra nación. Talvez Dios me perdonará, pero sé queyo nunca podré perdonarme a mímisma.

Ese día la confianza no resultóser una cuestión de fe, amistad olazos de sangre, sino de vida omuerte. Mi corazón, henchido dealivio al ver que Zubair y Alíprotegían el flanco norte, se volvió aatenazar de repente cuando divisé a

un grupo de hombres en la base de lamontaña que desmontaban paratrepar por la rocosa cara sur conintenciones de atacarnos por laretaguardia.

Lancé un grito al tiempo queseñalaba la oleada de soldados queescalaba la ladera hacia nosotros conlas espadas entre los dienteshaciendo que Talha acudiera a milado inmediatamente y, cuando vio lanueva amenaza a que nosenfrentábamos, se lanzó a repeler elataque en solitario.

Contemplé horrorizada como tres

paganos se abalanzaban sobre miquerido primo, que ahora era elúnico obstáculo que separaba alEnviado de una muerte segura. Talhaluchó con una expresión delirante ysalvaje en la mirada como nuncajamás le había visto, asestando ungolpe tras otro a los atacantes sindetenerse ni cuando los filos de susespadas atravesaron la cota de mallaque lo protegía haciendo quemanaran chorros de sangre de un rojointenso.

Y sin embargo Talha seguía enpie: giró sobre sí mismo y lanzó un

ataque furioso, cortando el brazo deun asaltante para luego hundir suacero en el pecho de un segundo,pero se le quedó la espada atascadaen las costillas del moribundo sinque consiguiera sacarla a tiempopara repeler el ataque del últimosobreviviente que le hizo unprofundo corte en la espalda de ladoa lado al que siguió inmediatamenteuna espeluznante erupción de sangre,piel y músculos. Contemplé conhorror como Talha se tambaleaba yparecía a punto de desplomarse; yentonces, de alguna manera, encontró

la fuerza suficiente para levantar unapierna y dar una patada a suadversario en el abdomen haciendoque el hombre se precipitara deespaldas al vacío para aterrizarcontra el suelo con un horriblecrujido tras la caída de más dequince metros.

Mi primo fue a trompicones hastadonde estaba el Enviado, que locontemplaba maravillado. No tengola menor idea de cómo consiguióllegar hasta allí pues tenía laarmadura hecha jirones y le brotabasangre de una docena de heridas,

pero el hecho es que lo hizo, sonrióal Enviado y luego me miró a mí, selas arregló inexplicablemente paraconseguir guiñarme un ojo y luegopor fin se desmayó.

—¡Atiende a tu primo! —exclamó el Profeta.

Me apresuré a arrodillarme juntoa él y comprobé en la vena del cuelloque todavía tenía pulso aunque muydébil. Mi padre se inclinó sobreTalha al tiempo que abría unacantimplora de piel de camello paralimpiar con agua las heridas mientrasyo hacía tiras con el bajo de mi

túnica de algodón y me apresuraba avendárselas.

Mi primo había protegido nuestraretaguardia pero ahora los hombresde Jalid se habían lanzado al ataqueen masa ascendiendo por la colinadesde el norte: eran demasiados paraque ni siquiera Alí y Zubairconsiguiesen detenerlos y variosjinetes estaban cruzando ya el paso ycontinuaban el avance implacablehacia nosotros. En ese momento vique Nusaiba y Um Sulaim, dosmujeres que habían estado lanzandoflechas a los atacantes, dejaban caer

los arcos y agarraban sendasespadas: aquellas dos amas de casaentradas en carnes y que no tenían elmenor entrenamiento en el arte de laguerra se lanzaron contra los jinetesagitando las espadas mientrasproferían gritos desesperados defuria. Los mecanos se quedaronparalizados, atónitos al versehaciendo frente a aquellasmusulmanas enloquecidas, y esemomento de duda resultó ser fatal:mientras Nusaiba clavaba la espadaen el cuello de uno de los caballosque derribó al jinete lanzándolo por

el precipicio, Um Sulaim cortó lapierna de otro, y cuando ese segundojinete cayó al suelo presa deldesconcierto Nusaiba le cortó lacabeza.

Pero ni aquella ferviente defensabastaba para detener a todos losenemigos. Vi con horror que unguerrero cuyo nombre supe luego eraBen Qamia galopaba dejando atrás aAlí y Zubair, que estaban ocupadosluchando con otros dos jinetes cadauno, y proseguía al galope más alláde donde se encontraban las mujeresque tuvieron que hacerse a un lado

para evitar que las arrollara.Entonces Ben Qamia vio al

Enviado sentado sobre el suelopedregoso y lanzó un grito aterradormientras yo lo miraba con ojosdesorbitados al darme cuenta de queno había nadie que pudiera defendera Mahoma de aquella nuevaavalancha de muerte.

Mi anciano padre agarró unaespada y corrió al encuentro deltemible corcel pero Ben Qamia se loquitó de encima con una manotirándolo al suelo con un golpe brutalde la cara plana de la espada. Lancé

un grito al tiempo que se me llenabanlos ojos de lágrimas. Ben Qamia casihabía llegado hasta nosotros y vi queel Enviado se ponía de pie paraenfrentarse a la muerte con un valorque pocos habrían mostrado.Observé la espada de Ben Qamiaresplandeciendo rabiosa a la luz delsol mientras describía un arcoamplio cuya impecable trayectoriatenía por objetivo cortar la cabeza deMahoma.

—¡No! —chillé con tanta fuerzaque estoy segura de que mis gritoshicieron temblar las puertas del

mismo Infierno.Y entonces noté que algo se

movía junto a mí y, antes de quepudiese ni tan siquiera asimilar loque estaba pasando, Talha abrió losojos de golpe y se puso en pie de unsalto a tiempo de bloquear con lamano izquierda la estocada deaquella hoja afilada como la navajade un barbero.

Contemplé atónita cómo el armadel enemigo cortaba en dos la palmade la mano de Talha destrozándolelos dedos igual que si fueran debarro seco pero, al interponerse la

mano de mi primo, el precisomovimiento de Ben Qamia setrastocó haciendo que la trayectoriade la espada se desviara hacia arribacon lo que, en vez de asestar el golpeen la garganta del Enviado, la hojafue a dar en el acero del casco deéste aplastándolo.

La sangre brotó de la mejilla demi marido que se desplomó igual queun muñeco inerte lanzado al suelopor un chiquillo caprichoso. ElEnviado de Dios se quedó inmóvil amis pies con una espantosa heridaabierta atravesando su bello rostro

cubierto de sangre y metal abollado.Ben Qamia bajó la mirada hacia

él, desconcertado por su propiahazaña ya que había logrado lo quelos grandes guerreros quraish nohabían conseguido durante losúltimos quince años. Con las pupilasdilatadas por la emoción de la gloriaque lo aguardaba, el mecano alzó laespada y gritó hacia la ladera de lamontaña con voz atronadora cuyo ecoresonó por todo el valle como untoque de trompeta:

—¡Mahoma ha muerto! ¡Mahomaha muerto!

16

OÍ los gritos de alegría de losmecanos y el atronador llantodesesperado de nuestra gente amedida que la consigna «Mahoma hamuerto» se extendía por el valle y yome quedé mirando al Enviado a mispies sin poder moverme: si deverdad había muerto, quería subir alpunto más alto del Uhud y lanzarmedesde allí al tenebroso abismo.

Pero entonces fui testigo de loimposible: mi esposo parpadeó,

abrió los ojos y alzó la vista hacia mícon expresión desconcertada:

—Humaira…De repente fue como si mi

corazón levantara el vuelo henchidode esperanza, atravesando lasbarreras del tiempo y el espacioigual que había hecho él durante elsagrado Viaje Nocturno. Pese a quelas lágrimas me nublaban la vista mepuse de pie y, ahuecando las manos aambos lados de mi boca para que seme oyera, grité hacia el valle que seextendía a mis pies:

—¡Mahoma vive!

Al principio, el eco de mispalabras se perdió en medio deltumulto que reinaba en el campo debatalla pero luego oí el retumbaracompasado de un grito querespondía al mío y reverberaba portodas partes alrededor del Uhud:

—¡Mahoma vive! ¡Mahoma vive!El valle se tornó resplandeciente

con los destellos de las armaduras denuestros guerreros pues, los que aúnquedaban con vida, se pusieron aluchar denodadamente con la energíaque les daba la esperanza renovada yvolvieron a recuperar posiciones en

la falda de la montaña.Cuando vi que los musulmanes

regresaban a la seguridad de laszonas altas del terreno me puse derodillas junto al Enviado paracomprobar que su maltrecho cascohabía absorbido gran parte del golpe:mi esposo había perdido dos dientesy bastante sangre pero sobreviviríasin que le quedara mucho más queuna cicatriz en la mejilla que sufrondosa barba de rizos negrosdisimularía sin problemas.

Fue entonces cuando oí losrelinchos de los caballos y me di

cuenta de que todavía no habíapasado el peligro ya que los hombresde Jalid se estaban reagrupando ylanzarían otro ataque montaña arribaa menos que consiguiéramos llevar alProfeta a un lugar seguro lejos deallí.

Alí y Zubair habían vuelto a sulado y ayudaron al Enviado aponerse de pie, luego lo sujetaroncada uno por un lado para servirle deapoyo mientras lo guiaban aún másarriba por la ladera. Zubair vio lagran grieta de entrada a una cuevaasomando por encima de nuestras

cabezas, un lugar donde el Enviadopodría refugiarse y permanecerescondido de potenciales asesinoshasta que nuestro ejército recuperarael control del Uhud. Alí trepóprimero y tendió la mano al Enviadopara ayudarlo a subir, pero mimarido estaba aún demasiadoaturdido por el doloroso golpe comopara escalar la empinada pared deroca hasta el saliente donde estaba elacceso a la cueva, y lo vi buscandodesesperadamente algún lugar dondeagarrarse justo antes de perder elconocimiento.

Y entonces, pese a todo lo que yahabía sacrificado, el pobre Talha,malherido como estaba, consiguió dealgún modo cargarse al Enviado a laespalda y escalar por la rocadesnuda hasta llegar al saliente. Nopuedo ni imaginar el dolor que debióde producirle la horrible herida de sumaltrecha mano mientras tiraba deambos hasta el borde, pero el hechoes que en aquel momento sentí cómocrecía en mi corazón mi amor porTalha, aquel vínculo que siemprecompartiríamos y lo haría para mímás querido que un hermano.

Con el Enviado a salvo, pudevolver a centrar mi atención en loque ocurría en el valle: la batallahabía terminado, la inicial victoriamusulmana había sido neutralizada yahora los hombres de ambos bandosestaban exhaustos y cubiertos desangre. Nuestros últimossupervivientes se arrastraban laderaarriba y los mecanos se retiraban aldarse cuenta de lo inútil que eraseguir luchando.

Sentí que el corazón se medesbocaba y tuve que obligarme a noperder la calma y respirar hondo,

pero al final también yo me desmayé:había visto demasiados horrores enun solo día y no era capaz deimaginarme que quedara en estemundo más maldad capaz deenvenenarme los ojos.

Sin embargo Hind pronto memostraría que el abismo de lastinieblas era infinito.

17

EL campo de batalla olía igual queun cadáver que llevara una semanaen descomposición; la negra cenizavolcánica se mezclaba con el olor aentrañas desparramadas, corazonesperforados y pegajosa materia grisesparcida por todas partes, un hedorque invadiría constantemente minariz durante semanas, penetrando enmis pesadillas para despertarme enmitad de la noche y hacerme vomitar.

El cielo se oscureció mientras

miraba hacia abajo lamentando lasuerte del sinnúmero tanto de jóvenescomo de ancianos patriarcas quehabían perdido la vida en el valleque contemplaba: el sol quedó ocultotras un grueso nubarrón de buitresque sobrevolaba el campo de batallay el sonido del batir impaciente desus alas hizo que se me pusieran lospelos de punta.

En ese momento, cuando todavíaseguía escudriñando la planicie enbusca de víctimas que conociera, viun destello fugaz de color en elmomento en que Hind empezó a

avanzar entre los cuerposencabezando un grupo de bailarinasataviadas con ropas de tonos vivos.

Observé con espanto yfascinación a Hind mientras se movíaentre los cadáveres clavando unamirada inexpresiva en el barro, lasuciedad y las costillas asomandopor los abdómenes despedazadoshasta que encontró lo que andababuscando.

Hamza, el hombre que habíamatado a su padre, aún yacía en elsuelo sobre un costado con lajabalina clavada en el estómago.

Hind se arrodilló como paracomprobar si verdaderamente estabamuerto —aunque por supuesto lamera duda resultaba ridícula ya quellevaba horas inmóvil en aquellapostura— y, cuando habló, su fríavoz sonó tan carente de vida comolos hombres cuyos restos cubrían elsuelo bajo sus pies calzados condelicadas chinelas doradas.

—¡Así que aquí está el granHamza! —dijo con tono sibilantecomo el sonido de una cobra—.Dicen que tenías el corazón de unáguila y el hígado de un león, veamos

si es verdad.Hind tomó en sus manos un puñal

ensangrentado de entre el sinfín dearmas que habían caído en tierradurante la batalla y, para mi másabsoluto horror, lo hundió en elcostado de Hamza y le desgarró lacarne para luego introducir las manosy rebuscar en la herida del cadáver,igual que hace un carnicero paraseparar la grasa en una pierna decordero, hasta dar con el hígado deHamza que arrancó de cuajo.

Se me revolvió el estómagomientras la observaba sostener el

hígado del bravo guerrero en altopara que los hombres de amboscampamentos lo vieran, y actoseguido se lo llevó a la boca ycomenzó a comérselo: la sangre delamado tío de Mahoma le corría porlas comisuras de los labios mientrasmasticaba y tragaba para luegoacabar vomitando violentamente. Lasarcadas la obligaron a encorvarse altiempo que expulsaba por la boca lospedazos de carne humana a la vistade todos.

Después, la tos característica delvómito se convirtió en una risa

enajenada y Hind agarró el puñal denuevo para cortarle a Hamza la narizy las orejas.

Oí gemidos y gritos de horrorprocedentes de ambos campamentospues, hasta para los árabes paganos,era un terrible tabú desfigurar a losmuertos del enemigo y lo que Hindestaba haciendo violaba hasta losmás relajados preceptos morales dela primitiva religión que había sidoimpuesta a sus pobres almas. Peroella parecía completamente ajena alasco que provocaba hasta a su propiagente y comenzó a balancearse igual

que una cometa mecida por el viento.Y entonces, con la sangre

resbalando todavía por sus labioscarnosos, Hind se puso a bailar ydanzar alrededor del cuerpo mutiladode su enemigo, después se rasgó lasropas y, exponiendo a la vista detodos las curvas de sus generosossenos, se los frotó con la sangre deHamza mientras se quitaba loscollares de oro.

—¡Oh, bellezas de La Meca,lanzad al suelo vuestras joyas,renunciad al oro y las perlas pues nohay tesoro más grande que la carne

de nuestros enemigos!Y, dicho eso, se puso a dar

vueltas en torno al cuerpo de Hamzacon aire victorioso; su locura eracontagiosa y se propagó entre lasmujeres como una plaga: de prontoellas también se abalanzaron sobrelos cuerpos de nuestros mártires paraarrancarles la nariz y las orejas y,siguiendo el obsceno ejemplo deHind, proceder a atarse lossangrientos trofeos con una cuerdaalrededor del cuello para lucir losrestos humanos como si de piedraspreciosas se tratara. Ataviadas con

sus nuevos adornos, las mujerescomenzaron a girar y mecerse con losojos en blanco abandonándose a unadanza descarnada y sensual.

Pese a que quería cerrar los ojosme resultó imposible apartar la vista,era como si estuviera siendo testigode un ritual oscuro y ancestral que seremontaba a la noche de los tiempos:la absoluta pureza de la maldad quetenía ante mí era repulsiva ycautivadora a la vez y aceleraba loslatidos de mi corazón. Se diría queHind había despertado algún rincónescondido del alma, tan remotamente

profundo que tocarlo abría lascompuertas de un torrentetransformador que fluía más allá dela vida y la muerte. Resultabaterrorífico y fascinante a un tiempo ysentí que aquella vorágine caóticacomenzaba a arrastrarme también amí.

Y entonces Abu Sufian se acercóa caballo hasta donde estaba sumujer y se rompió el hechizo. Ellíder mecano bajó la mirada paracontemplar la danza obscena queinterpretaba su esposa coninconfundible gesto de asco.

—¡Basta! ¡Esto es indigno denosotros!

Hind dejó de girar, se agachócurvando el cuerpo igual que un lobopreparándose para atacar y luego serestregó las manos manchadas con lasangre de Hamza por la carahaciendo que sus mejillas quedaransurcadas por un tinte humano colorocre.

Abu Sufian le dio la espalda,incapaz de comprender cómo suesposa podía haber caído tan bajo, ycabalgó hacia la base del Uhud paragritar hacia donde estábamos

nosotros con voz fuerte:—En la guerra, la victoria se

saborea por turnos, amigos míos, yhoy era el nuestro. ¡Alabados seanHubal y los dioses de La Meca! Losmuertos de Badr han sido vengados.Ahora estamos en paz.

Fue entonces cuando, entre lossupervivientes reunidos en la colina,vi a Umar que se ponía en pie; con lamuerte de Hamza, él era ahora el mástemido y respetado de nuestrosguerreros.

—¡Dios reina en lo más alto,suprema es su majestad! ¡No estamos

empatados: nuestros muertos están enel Paraíso y los tuyos en el Infierno!

Abu Sufian se lo quedó mirandoun instante, luego sacudió la cabezacomo dando a entender que jamáscomprendería aquella tribu extrañaque, a su manera, padecía unademencia tan grave como la de supropia esposa, y por fin volvió algalope hacia su campamento paracomenzar con los preparativos de lalarga marcha de vuelta a casa.

El campo de batalla quedó vacíoa excepción de los cuerposprofanados que aún yacían en él y yo,

incapaz de soportar el efecto que meproducía aquella imagen, centré miatención en Abu Sufian que iba a lacabeza de sus tropas en dirección alpaso: vi los estandartes de lasdistintas tribus y fui capaz dereconocer los símbolos de los clanesde La Meca, como por ejemplo ellobo de los Majzum y el águila de losBani Abd ad Dar, pero las otrasbanderas pertenecían a tribus rivalesque no tenían gran amistad con LaMeca —desde la serpiente bicéfalade Taif hasta los carneros depoderosa cornamenta de los beduinos

de Nachd—, todos viejosadversarios que se había aliado conel propósito de derrotar al enemigocomún: Mahoma.

De repente me di cuenta de queAbu Sufian había conseguido conéxito reunir bajo su mando a laseternamente enfrentadas tribus delsur en el preciso momento en que elEnviado trataba de unificar a las delnorte. Arabia iba camino deconvertirse en una nación y sucarácter vendría determinado porcuál de las dos alianzas envueltas enaquel amargo conflicto se imponía al

final.Sólo entonces me di por fin

cuenta de por qué luchábamos: elIslam era como un solitario faro cuyaluz titilante se proyectaba sobre unvasto océano oscuro. Si Hind y losde su calaña ganaban la partida, labarbarie se impondría y acabaríaextendiéndose más allá de lasfronteras de Arabia como la peste:nuestro pueblo se acabaríaconvirtiendo en una maldición parala humanidad, una nación con elcorazón enfermo que arrastraría almundo a una agitación de la que ya

no saldría.Habíamos sido derrotados en

Uhud y ahora las tribus paganas nosverían como un adversario débil y seprepararían para atacarnos igual quehienas abalanzándose sobre uncordero herido. Si nos rendíamosante el empuje de sus fuerzas aliadas,la luz de la esperanza desapareceríapara siempre tragada por la arena deldesierto dejando tras de sí algo másmonstruoso aún que el campo debatalla de Uhud. Arabia se uniríabajo nuestra bandera o lucharía bajoel velo de Hind y las incautas

naciones que nos rodeaban, divididaspor siglos de guerra y corrupción; osaldrían rejuvenecidas por elcontacto con el mensaje del Islam oserían presa del poder unificado deunas hordas de bárbaros cuyo únicoobjetivo era la destrucción.

Ahora comprendía que la batallapor Arabia no giraba en torno a lasupervivencia de un credo enparticular sino de toda unacivilización.

LIBRO TERCERO

EL NACIMIENTO DE UNANACIÓN

1

Medina, 625 d. C. Enterramos a los mutilados en la

ladera del monte Uhud y volvimos aMedina, donde la noticia de nuestraderrota había sembrado el pánico yla consternación entre la gente: derepente comenzaban a alzarse tímidasvoces que se preguntaban por qué, adiferencia de Badr donde Dios habíaenviado a sus ángeles en nuestraayuda, en esta ocasión, en cambio,

nos había abandonado a nuestrasuerte en el campo de batalla. Lasvoces no tardaron en dejarse oír conmás fuerza y algunos empezaron acuestionar si, para empezar, nuestraprimera victoria no habría sido meroproducto de la suerte y no de laintervención divina.

Las protestas fueron acalladaspor una revelación en forma denuevos versos del Corán que noshacía claramente responsables de losucedido: si los arqueros no sehubieran dejado llevar por laavaricia que los indujo a abandonar

sus puestos, la victoria habría sidonuestra sin lugar a dudas. Nopodíamos echar la culpa a Dios denuestros propios errores. Aquélla erauna lección importante y la gentecomenzó a ver Uhud como una señalde Dios de que el favor que concedíaa los musulmanes no se debía aquiénes eran sino a cómo actuaban,una cuestión que pronto seconvertiría en otro claro punto dediferenciación entre nosotros y loscada vez más hostiles vecinos judíos:el Profeta lanzó una advertenciasobre cómo algunos judíos —aunque

enfatizó que no todos— habíanacabado por considerarsemerecedores de las bendiciones deDios, que veían como un derecho queles correspondía por nacimiento y noentrañaba a su vez ningunaobligación moral por su parte; esaactitud había sido su perdición a lolargo de la Historia mientras que elIslam surgía para acabar con esaclase de derecho tribal y sustituirlopor una responsabilidad moralindividual.

Los judíos no se dignaronresponder siquiera a esa nueva

acusación lanzada contra ellos sinoque sus líderes dejaron bien claroque la humillación de Mahoma enUhud debería servir para recordarleque el futuro del oasis no resultabatan obvio como a los musulmanes lesgustaría creer. Y llevaban razón.

Tomar conciencia de lo precariode nuestra situación tras la derrotafue lo que llevó a el Enviado aconvocar una reunión secreta con suscompañeros más allegados; unpuñado de los hombres másinfluyentes de nuestra comunidad sereunieron en mi diminuta casa

mientras unos guardias permanecíanapostados en el patio de la masyidpara mantener alejado a cualquieraque se propusiera escuchar aescondidas.

Mi padre se mesó la barba que seestaba empezando a pasar de gris ablanca como la nieve.

—Ahora que han saboreado lavictoria, los mecanos nos ven débiles—dijo con voz sombría— y notardarán mucho en atacar de nuevoMedina con una fuerza aún mayor.

Umar asintió lanzando ungruñido.

—Tenemos que conseguir nuevosaliados entre las tribus árabes siqueremos organizar alguna forma dedefensa —sentenció sin llegar amencionar la obviedad de que nopodíamos confiar en que nuestrosvecinos cumplieran su parte del tratosi Abu Sufian nos atacaba.

Alí se inclinó hacia delante:—Los beduinos de la tribu de

Bani Amir están bien armados y noson precisamente partidarios de LaMeca…

Fruncí la frente al oír el nombrenada familiar, y luego me acordé de

que los Bani Amir eran pastoresnómadas que cada primavera traíansus rebaños a pastar a Medina; laverdad es que la calidad de la lanaque hacían era bastante decente —gruesa y rizada—, excelente parahacer mantas con que calentarsedurante los fríos meses de invierno, ysus vellones se vendían bien en elmercado. Los Bani Amir se habíanmantenido neutrales en relación anuestro conflicto con La Meca peroera obvio que tenían un interéseconómico en la prosperidad denuestro asentamiento.

Uzman asintió dándole la razón:—Conozco a su jefe, Abu Bara.

Es un hombre de honor y sería unaliado muy útil.

Mi padre tosió, como solíacuando tenía que hacer un comentariodelicado.

—He oído que el liderazgo deAbu Bara está en tela de juicio —adujo escogiendo las palabras concuidado—. Hay rumores de que susobrino Husam pretende ocupar supuesto.

Uzman frunció el ceño pues, por

su naturaleza sencilla y directa, noalcanzaba a comprender loscomplejos matices de ese tipo desituaciones, hecho que acabaríacausando gran sufrimiento a la Umaen años venideros.

—Husam tiene muchos amigos enLa Meca —reconoció con dificultad—. Si se hace con el control de losBani Amir y se alía con ellos, nosenfrentaremos a un enemigo muyfuerte.

Umar se golpeó la rodilla con lamano con gesto exasperado.

—Entonces tenemos que

conseguir que su tribu se pongaclaramente del lado de losmusulmanes —declaró con suproverbial vehemencia—. Siconseguimos establecer lazos desangre a través de un matrimonio, esoconsolidará la alianza.

Se hizo un largo silencio mientraslos consejeros del Enviadoconsideraban las opciones queteníamos: utilizar el matrimoniocomo instrumento para estableceralianzas entre los pueblos era unavieja tradición altamente consideradaen Arabia, pero seguía sin resolverse

la cuestión de quién de entre los BaniAmir —conocidos por su espírituindependiente— vería con buenosojos un enlace con un musulmán y,más concretamente, qué musulmángozaba del prestigio suficiente comopara que los beduinos consideraranjustificado arriesgar sus vidas en lasguerras de Medina.

Entonces Alí volvió a tomar lapalabra con voz clara que sonó igualque el tintineo de una campana en unaestancia pequeña.

—Zainab, la hija de Juzaimapertenece a los Bani Amir.

Umar arqueó sus pobladas cejas.—¿La viuda de Ubaida?Alí asintió. En ese instante me

vino a la mente una imagen fugaz delvaleroso Ubaida en la llanura deBadr, con la pierna cercenada por elmoribundo Utba: fue el primermusulmán que cayó en el campo debatalla y había muerto con la cabezaapoyada en el regazo del Profeta. Yono conocía más que de pasada a sujoven viuda, Zainab ben Juzaima:poseía un espíritu callado y sepasaba la mayor parte del tiempoayudando a Fátima a repartir comida

entre la Gente del Alhamí odistribuyendo limosna a los pobres.Una vez había oído al Enviadoreferirse a ella, lleno de admiración,como la «Madre de los Pobres».

Zainab era de constitución frágily cuerpo menudo y mal alimentado,lo que hacía que me costara trabajoimaginar que fueran a salirlepretendientes fácilmente a aquellamujer de físico anodino y un tantofantasmal y, en vista de las miradasdubitativas en los rostros de lospresentes, concluí que debían deestar pensando lo mismo que yo.

Alí se volvió hacia el Profeta,que había permanecido extrañamentesilencioso a lo largo de toda ladiscusión; mi esposo parecíaconsumido y agotado y a mí meconstaba que todavía estaba llorandola muerte de Hamza y el resto de loscaídos en Uhud.

—Zainab es prima del jefe de losBani Amir y podría ejercer suinfluencia en nuestro favor —prosiguió Alí, y luego añadió algoque en un instante puso mi mundo delrevés—: si el Enviado se casara conella se establecería un fuerte vínculo

entre los musulmanes y los beduinos.Noté que se me llenaba el

estómago de bilis.—¡Te das mucha prisa en ofrecer

la mano de mi esposo en matrimonio!—le reproché.

Él me clavó aquella miradainescrutable de sus ojos verdes y, sile afectó lo más mínimo la intensidadde mi reacción, desde luego no diomuestras de ello.

—No era mi intención ofender anadie —se limitó a responder—,pero el Enviado es la cabeza denuestra comunidad y para los

beduinos sólo un matrimonio entrelíderes sería motivo suficiente paragranjearnos su lealtad.

Me incliné hacia atrás al tiempoque cruzaba los brazos sobre elpecho con gesto desafiante; porsupuesto que lo que Alí decía teníatodo el sentido del mundo desde unpunto de vista práctico, pero yo noestaba de humor para ser práctica: yahabía tenido que enfrentarme a larivalidad de una esposa-hermanajoven por razones políticas y ahorase me pedía que, en interés de lapolítica de Estado, aceptara la

presencia de otra mujer más en lacama de Mahoma.

El Enviado no me miró sino quesiguió sentado en silencioconsiderando las palabras de Alí y,cuando habló, lo hizo con unadecisión y aplomo en la voz que nole había oído desde la tragedia deUhud.

—Zainab ben Juzaima es unabuena mujer —declaró mi esposo—,es amable con los pobres además dela primera viuda de Badr; noconozco a nadie más digna deconvertirse en una Madre de los

Creyentes. —Se me hizo un nudo enla garganta al ver que el Enviado sevolvía hacía Alí y añadía—: Hazleuna oferta de matrimonio en minombre y, si acepta, invita a AbuBara a la boda y hagamos un tratocon su tribu.

Alí asintió y se levantó paradisponerse a salir. Yo no pude evitarlanzarle una mirada furibunda cuandose marchaba y, durante un segundo,vi en su rostro una expresión de fríoreproche. Aquella mirada dereprobación me provocó unarepentina punzada de indignación

además de un ápice de vergüenza porsentir celos, pero al final mi orgulloherido ganó la batalla que se librabaen mi interior y seguí con la miradasus pasos en dirección a la puertamientras me mordía el labio llena defuria hasta hacerme sangre.

2

LA boda del Enviado con Zainabben Juzaima tuvo lugar una quincenamás tarde y se construyó una cuartacasita al norte de la cabaña de piedrade Hafsa. Abu Bara, el jefe de losBani Amir, asistió a la boda de suprima y declaró públicamente quedesde aquel momento la tribubeduina estaba unida por lazos desangre a Medina: la alianza se habíaforjado con éxito y el matrimonio deconveniencia política del Enviado

había servido para tapar las grietasque se habían abierto en nuestraarmadura tras la derrota de Uhud.

La alianza fue puesta a pruebacasi de inmediato: el ambiciososobrino de Abu Bara trató de echarpor tierra el pacto liderando a ungrupo de renegados de su tribu en unataque contra una partida de caza delos musulmanes que se habíaadentrado en territorio Bani Amir.Los supervivientes del ataque seescondieron en la zona y vengaron laafrenta atacando a unos pastores BaniAmir que en realidad no habían

tenido nada que ver con el incidente.Había dado comienzo el círculo

vicioso de represalias y el Profetatuvo el buen juicio de aliviar lastensiones con los beduinosofreciendo una cuantiosa suma enpago a las exigencias de lasapesadumbradas familias: lascantidades exigidas —mil dírhamsde oro en total— eran considerablesy suponían un esfuerzo importantepara el Bait al Mal, las arcas deltesoro musulmán, así que el Profetaenvió a Alí a solicitar ayudaeconómica a las tribus judías

conforme al tratado firmado conellos.

Cuando me enteré, negué con lacabeza dando muestras de granescepticismo:

—Los judíos hace ya mucho quese han olvidado del tratado —le dijeal Enviado un día mientrasestábamos sentados en mis aposentoscomiendo cordero asado de uncuenco de madera.

Él me rozó la mano con la suyamientras alargaba la otra hacia unpedazo de carne y sentí el frescorque emanaban sus dedos en los míos;

luego, con gesto tranquilo, pellizcóuna porción de tierna carne y se lollevó a la boca para deleitarse en elsabor.

—Si nuestros amigos hanolvidado el pacto, entonces tal vez hallegado el momento de que se lorecordemos —respondió como siestuviéramos hablando de una deudade mercado sin mayor importancia.

Pero yo sabía que no era tansencillo: había corrido la sangre, unade las tribus judías estaba ahora en elexilio, y presionar a los judíos que sehabían quedado a contribuir al pago

de una deuda de sangre entremusulmanes y beduinosincrementaría la tensión en las doscomunidades del oasis.

Al clavar la mirada en los negrosojos brillantes del Enviado, me dicuenta de que él comprendíaperfectamente la situación. Aquelloiba a ser una prueba de fuego para elgobierno de Medina tras la derrotade Uhud: si los judíos no cumplíancon su parte del trato ya no habríaduda sobre a quién eran leales enrealidad y, ahora que con todaprobabilidad La Meca planeaba

echar más leña al fuego que se habíaencendido en Uhud, no nos podíamospermitir tener vecinos cuyasintenciones fueran hostiles. Lafortaleza judía dominaba los pasosde montaña por los que se accedía ala ciudad, así que su traición podíaresultar una tragedia si las fuerzas deAbu Sufian volvían a marchar por lascolinas en dirección a Medina.

No quedaba tiempo para andarjugando a las adivinanzas: eraimprescindible averiguar deinmediato cuál era nuestra verdaderasituación política y el pago de la

deuda de sangre proporcionaba unmodo sencillo de tomarle el pulso ala misma. Una negativa de las tribusa cumplir con las obligacionescontraídas conforme al tratado daríaal Enviado motivos más quesuficientes para expulsarlos deloasis.

Era una estratagema brillante: silos judíos pagaban, los beduinos losconsiderarían como aliados en todaregla de los musulmanes y los BaniAmir pasarían a ejercer el papel detercero —fuertemente armado— queles exigirían el cumplimiento de

cualquier otra obligación futura quepudiera surgir; y si los judíos senegaban a pagar, los Bani Amir seunirían a los musulmanes paraeliminar aquella amenaza instalada alas puertas mismas de Medina. Me dicuenta de que, tanto en un caso comoen otro, el Enviado saldría ganando.

Vi que el Profeta sonreía como sime hubiera leído el pensamientomientras continuaba comiendo conapetito y me sentí aliviada de ser suesposa y no su adversario.

Al cabo de tres días, estaba yopaseando por el mercado mientras mimarido se encontraba en casa deHuyay ben Ajtab, el líder de la tribujudía de los Bani Nadir cuyarespuesta a la petición de ayuda en elpago de la deuda de sangre con losbeduinos había sidosorprendentemente positiva: habíaenviado un mensaje en el que decíaque deseaba comenzar una nuevaetapa en las relaciones entre nuestrospueblos —en definitiva ambosadoraban al mismo Dios y las dos

comunidades tenían interés engarantizar la prosperidad y seguridaddel oasis—, así que se ofrecía acelebrar un banquete dereconciliación en el que el Enviadosería el invitado de honor.

El Profeta había ido a la comidadel líder de la tribu judía con unoscuantos compañeros y, en suausencia, decidí ir al bazar a ver quénovedades había traído la caravanade la mañana. Mientras caminaba porlas callejuelas empedradas deMedina, me maravillaba ver cuántohabía cambiado ésta en los últimos

años. En el pasado, la ciudad erasucia y estaba mal cuidada y con lascalles llenas de basura y excrementosde camello, las mujeres no seatrevían a salir solas por miedo aque los borrachos las hostigaran oalgo peor, y el intoxicante olor ajamr ('bebida alcohólica') se cerníasobre la ciudad entera igual que unanube ebria. Ahora, en cambio, lascalles estaban empedradas y losedificios encalados, los muros queantaño estaban a punto dederrumbarse habían sido reparados,y las mujeres y los niños podían

caminar por la ciudad con totallibertad aunque la imposición del usodel pañuelo para cubrirse la cabezatodavía despertaba las protestasentre dientes de las jóvenes másbellas que estaban acostumbradas apavonearse luciendo sus lustrosasmelenas como táctica para conseguirmarido.

En cualquier caso, el cambio másdestacado era la prohibición delvino. En los primeros tiempos a losmusulmanes se les permitía beberalcohol pese a que el Enviado notomaba ninguna bebida fuerte que

adormeciera los sentidos pero, amedida que se fue formalizando lainstitución de la oración común en lamasyid, se habían dado casos defieles que aparecían beodos y lasmolestias que causaban durante losservicios religiosos habían ido enaumento. Al final, después de que latípica pelea de borrachos entre unoscuantos jóvenes estuviera a punto dedegenerar en una batalla campalentre miembros de las tribus en otrotiempo enemigas de los Aus y losJazrach, el Enviado recibió unaRevelación prohibiendo totalmente el

consumo de alcohol. Algunos de loscompañeros expresaron supreocupación por que semejanteprohibición resultara muy difícil dehacer cumplir ya que el vino y lasbebidas jamr en general eran parteesencial de la cultura árabe, peropoco después de que Alí recitara losnuevos versos en el mercado,corrieron por las calles ríos de vinoque los ciudadanos de Medinatiraban. Aquello había supuesto unaprueba increíble de la transformaciónprofunda que la fe había obrado en lagente, aunque me imaginé que debían

de quedar todavía unas cuantasbotellas de vino que los menosdevotos consumían en secreto alabrigo de la noche.

Aun así, se había logrado quereinaran la ley y el orden y loscomerciantes llegados de todos losrincones de la península quevisitaban el oasis se marchaban conla sensación de que había dadocomienzo una era de nuevasposibilidades: tal vez, después detodo, las gentes de Arabia notuvieran necesariamente que vivircomo animales salvajes luchando a

brazo partido por la supervivencia enel desierto; tal vez podrían construirciudades y carreteras y creartribunales de justicia que resolveríanlas disputas sin derramamiento desangre. Medina se estabaconvirtiendo en un modelo de unanueva Arabia y el mensaje de que lasenseñanzas de Mahoma traían paz yseguridad ya se estaba extendiendo ala velocidad de las imparablestormentas de arena que recorrían lasdesoladas extensiones desiertas másallá de las colinas.

Ese día paseaba entre los puestos

sintiéndome más feliz de lo que lohabía estado en mucho tiempo; elcielo claro brillaba con un azulintenso y no había una sola nube, elaire era cálido y una bulliciosaanimación impregnaba el aire; pese alos horrores que había presenciadoen Uhud, la vida continuaba y, ahoraque los judíos habían renovado elpacto, era poco probable que LaMeca atacara de nuevo. En elambiente se respiraba el dulce aromade la paz.

Me detuve en el puesto de unvendedor de telas y vi que tenía una

pieza maravillosa de seda colorazafrán. Recorrí con los dedos lasuave tela dejando que su placenteracaricia sobre la delicada piel delinterior de la muñeca me hicieraestremecer. El comerciante, unanciano canoso con un solo ojo, seinclinó hacia delante con airemisterioso:

—La mejor tela de la India —susurró aludiendo al mítico país que,según contaban, estaba situado al surde las tierras aún más mágicas yfascinantes de China, un lugar dondeabundaban colores y especias que no

podían encontrarse en ninguna otraparte, un lugar donde los tigres y losmonos merodeaban por las calles ylos ejércitos llevaban elefantes a laguerra; un lugar donde se decía quehabía tantos dioses que, encomparación, los ídolos de la Caabaquedaban reducidos a la dimensiónde diminutas estrellas perdidas en lainmensidad gloriosa de la VíaLáctea.

Todo fábulas, por supuesto. Yodudaba de que el legendario paísexistiera más allá de los confines dela desbordante imaginación de los

contadores de historias sentadosjunto al fuego de campamento y, encualquier caso, siempre que unmercader mencionaba la India sabíasque ibas a tener un problema porquelos comerciantes solían engañartediciendo que sus artículos venían deallí cuando querían cobrar preciosastronómicos.

Fiel a la veracidad de lostópicos, el hombre me dedicó unaamplia sonrisa que reveló una junglade dientes rotos y ennegrecidos yañadió:

—Sólo veinte dírhams de oro —

sugirió después de mirar a sualrededor, como para asegurarse deque nadie oía la excepcional gangaque le estaba ofreciendo a la jovenque tenía delante.

Sonreí al oír que el hombreseguía el consabido guión al pie dela letra.

—Sólo estoy mirando, gracias.Y entonces la expresión del

mercader cambió: me habíareconocido y, de repente, sus artes deviejo comerciante habíandesaparecido y vi el miedo y lasorpresa en sus ojos.

—Sois… sois la Madre de losCreyentes… Por favor, aceptad latela como regalo… —suplicó altiempo que me entregaba con gestoreverente la seda que sostenía en sustemblorosas manos arrugadas, yentonces fui yo la que se sintió comoun engaño.

—Mi marido no permitiría queme llevara nada sin pagarlo —respondí con voz dubitativaarrepintiéndome de haber venidosola.

Vi que los ojos del anciano sellenaban de lágrimas.

—Entonces lleváosla en pago auna plegaria —respondió con vozrota por la emoción—. Mi hijaHalima ha caído enferma con lasfiebres del oasis, orad por ella, porfavor, sé que Dios escucha a laMadre de los Creyentes.

De pronto, aquel pobre hombreme dio pena: me miraba con los ojosde un niño que confiara ciegamenteen que podía hacer algo por él. Peroel hecho era que yo no encontrabarespuesta ni para la más ferviente demis propias oraciones; para entoncesya llevaba casada con el Profeta casi

cuatro años y mi vientre seguíayermo; durante todo el último añocada noche había rezado a Dios paraque mi cuerpo engendrara una nuevavida pero no había obtenidorespuesta.

—Le pediré a mi esposo que recepor su hija —accedí con un hilo devoz— y se curará. Inshalá.

El rostro del mercader se iluminócon una sonrisa de puro gozo, cayóde rodillas y alabó a Dios alzandotanto la voz que la gente que pululabapor el bazar se detuvo a mirar quéocurría.

Noté el rubor que me subía porlas mejillas y, tras desear al ancianopaz, me di la vuelta rápidamente paraalejarme.

Y entonces choqué con una mujeralta que llevaba prácticamente todoel rostro cubierto por un velo negro:sólo veía sus ojos grises que meatravesaron como dagas.

—Una limosna para una pobremujer…

Alargó la mano y vi que tenía lasuñas primorosamente cortadas y susdedos no eran toscos y llenos decallosidades como los del resto de

mendigos que había en la ciudad. Noobstante, algo en la intensidad de sumirada sugería que albergaba en suinterior más pesar que el de todas lasmujeres y niños hambrientos queacudían a diario al Alhamí en buscade comida.

Rebusqué en mi bolsita de cuerode la que saqué unas cuantasmonedas de plata y, en el momentoen que las depositaba en su palmaextendida, me agarró la mano con unafuerza aterradora.

—¡Suéltame!De pronto tuve miedo pese a

estar convencida de que si gritabatodo el bazar se apresuraría a acudiren auxilio de la Madre de losCreyentes. Y, sin embargo, algo en lamanera lastimosa en que me miró alos ojos me asustó mucho más quelas más violentas amenazas de mispeores enemigos.

La mujer se inclinó hacia mí y mellegó la fragancia a agua de rosas quedespedía su cuerpo; pese a que ibavestida con harapos, su carnerezumaba el aroma inconfundible dellujo.

—Tu marido está en peligro.

Durante un instante, a mi corazónse le olvidó seguir bombeandosangre; y luego lo compensó con loslatidos desbocados que siguieron.

—¿De qué estás hablando? —dije viéndome obligada a alzar lavoz para oír mis propias palabraspor encima de los golpes del interiorde mi pecho que retumbabanestruendosos en mis oídos.

—Los Bani Nadir han planeadomatarlo fuera de las murallas de lafortaleza —murmuró ella con susbellos ojos grises llenos de lágrimas—. Sálvalo o nos veremos

arrastrados a una guerra y la sangrecorrerá por las calles de Medina.

Sentí que el color abandonabamis mejillas. La mujer me soltó lamano y noté que mis piernas semovían aunque yo no les había dadoorden de hacerlo y, de repente, meencontré con que me alejabacorriendo de la misteriosa mujer, delos puestos de aceitunas, especias yjoyas, de las calles empedradas deMedina, en dirección al palmeral queseparaba el oasis de las imponentesmurallas de la fortaleza judía.

No miré atrás ni una sola vez

pero, si lo hubiera hecho, habríavisto que la mujer de negro bajaba lacabeza avergonzada antes de quitarseel velo y habría reconocido labelleza escultural de la joven quehabía visto en un puñado deocasiones cuando el Enviado habíacelebrado reuniones formales con losjefes judíos.

Una muchacha llamada Safiyaacababa de traicionar a su propiopueblo.

3

CRUCÉ a toda velocidad elpalmeral parpadeandoconstantemente ya que se me metíaarena en los ojos por culpa delviento. El sol ya se había puesto y unmanto de oscuridad se ibaextendiendo rápidamente por elvergel de palmeras. Conseguíarrastrarme ya casi sin fuerzas por elsendero y de pronto me encontré antelos fenomenales muros de los BaniNadir que me cerraban el paso.

Me tranquilizó oír el suavemurmullo de la voz de mi maridorezando: estaba recitando una suradel Corán que había sido reveladarecientemente, unos bellos versosllenos de lirismo cuyo propósito eramantener alejado todo mal:

Di: Mirefugio es elSeñor del albaante el daño delo que creó,ante el daño dela oscuridad,

cuando seextiendeel daño de lasque soplan enlos nudosy el daño de unenvidiosocuando envidia.

Mis ojos se acostumbraron a laoscuridad creciente y vi al Enviadodirigiendo la Magrib, la últimaoración del día, al pie de uno de lostorreones de las murallas. Lancé unsuspiro de alivio al comprobar que

estaba a salvo y luego de repente mesentí como una completa estúpida: notenía ni idea de quién era la mujerdel velo y sin embargo me habíacreído hasta la última de susinsensatas palabras. Sentí que meruborizaba de vergüenza, y ya meestaba dando la vuelta para volversobre mis propios pasos cuando oíalgo, un sonido que venía de lo alto:alcé los ojos y, allá a lo lejos a pocadistancia del suelo, gracias a mi vistade lince pude distinguir la siluetainconfundible de unas figuras queempujaban con todas sus fuerzas las

vetustas piedras de las almenas quecoronaban la construcción.

Al caer una pequeña cascada depiedrecillas por el costado deltorreón lo comprendí; horrorizada,abrí los ojos como platos y corrí porel sendero igual que una saeta haciadonde se encontraba el Profeta.

—¡No! ¡Es una trampa!Me abalancé sobre mi esposo

con tal fuerza que lo tiré de espaldasen medio de las oraciones y al verlopor tierra sus seguidoresinterrumpieron inmediatamente lasplegarias para acudir en su defensa.

Al cabo de un instante se oyó elrugido de una avalancha de inmensosbloques de piedra más grandes quemi cabeza que comenzaron a caerdesde lo alto del torreón hacia elvacío al derrumbarse parte de lasalmenas. Las pesadas rocas cayeronjusto en el lugar donde hacía unmomento había estado de pie elEnviado y habría perecido sepultadobajo aquel aguacero mortal si Diosno se hubiera servido de mí paraapartarlo.

Oí el tumulto de los gritos de loscompañeros de Mahoma que se

apresuraron a apartarlo del muroarrastrándolo hasta la zona muchomás segura del centro del vergeldonde se refugiaron bajo unafrondosa palmera y formaron uncírculo protector en torno alEnviado. Habían venido desarmadosal banquete pero vi en el brillodelirante de sus ojos que estabandispuestos a luchar contra cualquieratacante con uñas y dientes si hacíafalta.

Miré a mi esposo que parecíacompletamente aturdido y entonces vique los familiares temblores

comenzaban a sacudir todo su cuerpoy supe que estaba recibiendo unaRevelación. Luego se quedó muyquieto, abrió los ojos y me mirósorprendido, después desvió lamirada Inicia sus seguidores y por finla clavó en la montaña de rocasafiladas que cubrían el lugar dondehacía tan sólo unos momentos habíaestado él; parpadeó rápidamentevarias veces, como para espabilarlos sentidos, y por fin dijo:

—Se apareció Gabriel mientrasrezaba y me dijo que mi vida corríapeligro… pero que Dios me

protegería… —Me pasó la mano porel rostro tiznado de polvo y añadióen voz baja—: Gracias.

De pronto me di cuenta de quetodo mi cuerpo temblaba con tantaviolencia como el de Mahomacuando experimentaba uno de sustrances místicos y me abracé a él contodas mis fuerzas tratando decontener las sacudidas.

Oí unos pasos que se acercaban yvi que el rostro de mi marido seensombrecía: la sonrisa sedesvaneció dejando paso a unaexpresión tan espeluznante que aparté

la vista apresuradamente.Huyay, el jefe de los Bani Nadir,

venía corriendo hacia nosotros.—¡Mis queridos amigos!, ¿os

encontráis bien? —exclamó con unaobsequiosidad que no resultabanatural—. ¡Qué accidente másterrible! Daré orden de que losalbañiles refuercen los muros paraque nunca más vuelva a suceder unacosa así.

La mentira resultaba tan obviaque me lo quedé mirando atónita yentonces reparé en que bajo lasfingidas declaraciones de inocencia

se ocultaba una mezcla dedesesperación y miedo: el poderosogobernante, el mercader legendariopor su influencia en los asuntos delos hombres, se había visto obligadoa recurrir a aquel ardid burdo y a finde cuentas inútil para eliminar alProfeta.

El Enviado lo miró con lástima ydesprecio a un mismo tiempo.

—No hará falta que reconstruyasel muro —le respondió en tonoglacial.

—No entiendo qué quieres decir—repuso Huyay inocentemente

continuando con su representación.Mi marido dio un paso al frente

con aire digno y agarró al judío porla solapa ricamente bordada de latúnica.

—Los Bani Nadir han roto elTratado de Medina con su traición.Vuestras tierras serán confiscadas.

La máscara aduladora de Huyaycayó entonces y su rostro se retorcióen una horrible sonrisa desdeñosa.

—No tienes suficientes hombrescomo para obligar a los Bani Nadir aabandonar sus hogares.

El Enviado no se movió y lesostuvo la mirada venenosa a suadversario.

—Cuando los Bani Amir seenteren de vuestras estratagemas defalsa reconciliación y que luegohabéis intentado asesinar a uninvitado fingiendo un accidente, sepondrán del lado de Medina —replicó el Enviado con totalconvicción—, y lo mismo harántodos los aliados beduinos. A Diospongo por testigo de queabandonaréis vuestros hogares; vivoso muertos, eso ya depende de

vosotros.Y, dicho eso, el Enviado soltó a

Huyay y se encaminó de vuelta a laseguridad de Medina a grandeszancadas. Los hombres lo siguieroninmediatamente pero yo me quedé uninstante con la mirada fija en el líderjudío que parecía repentinamenteperdido, como si no alcanzara acomprender cómo era posible que lavida lo hubiera llevado a esa nuevasituación en la que ahora seencontraba.

Reparé en la tristeza de sus ojosgrises y sentí que me recorría un

escalofrío por la espalda al recordara la mujer del velo que habíatraicionado a los Bani Nadir y teníaesos mismos ojos. Y entonces por fincorrí a reunirme con mi esposo contodo el peso de la tragedia de Huyayben Ajtab grabada a fuego en elcorazón.

Al cabo de unos cuantos días, estabade pie al borde del oasiscontemplando a los judíos de BaniNadir evacuando sus hogares y

preparándose para la larga marchahacia el norte. Corría el rumor deque se refugiarían en Jaibar, unafortaleza judía en la frontera con elterritorio de Bizancio. Mientrasobservaba a los hombres cargandolas posesiones en camellos y muías,mis ojos se desviaron hacia unajoven de sedosa melena castaña quese encontraba un tanto apartada,esperando sola a lomos de uncaballo; nuestras miradas se cruzarony reconocí de inmediato aquellosojos grises que ahora brillabanhumedecidos por las lágrimas.

Hice un gesto de gratitud con lacabeza hacia Safiya pero ella apartóla vista y, acto seguido, la hija deHuyay ben Ajtab hizo girar el caballopara emprender viaje por el desierto.El secreto que compartíamos seríauna pesada carga con la que tendríaque vivir el resto de sus días.

4

MUAUIYA observó con mirada fríaa su padre haciendo las veces deanfitrión en la reunión de tribusaliadas que había convocado. LaCámara de la Asamblea había sidodecorada con cortinajes de varioscolores —añil, esmeralda, turquesa ylila— que representaban losprincipales clanes asistentes a lacumbre. Era un grupo de lo másheterogéneo que incluía desde lostoscos beduinos de las tribus de los

Gatafan cuyos rebaños pastaban alnorte del enemigo de Medina hastasus enemigos ancestrales, losorgullosos Bani Sulaim quecultivaban los campos de tierravolcánica que se extendían al este.Muauiya reparó con interés en que laúnica cosa que unía a aquellas tribusdispares y enfrentadas entre sí era elodio común que les despertaba laforma imparable en que Mahoma ibaacumulando cada vez más poder.Verdaderamente, el refugiado de LaMeca estaba uniendo a Arabia enmás de un sentido.

La sala era un hervidero deactividad en cuyas paredesretumbaban los encendidoscomentarios de unos y otros sobre elpreocupante cariz que habían tomadolos acontecimientos: los esfuerzosdiplomáticos de Mahoma,restringidos en otro tiempo a lastribus del norte de la península, sehabían extendido recientemente haciael sur y había forjado una alianzainesperada con los Yamama, la tribuque controlaba las rutas de cerealeshacia el sur. Los cabecillas habíanadoptado la fe del renegado y se

habían unido a él en el boicot a LaMeca, negando a las tribus paganasel suministro de trigo y cebada; sinprevio aviso, uno de los principalesproveedores de alimento de todaArabia se había pasado al enemigo yla amenaza de hambruna para LaMeca y sus aliados se había hechomuy real. Fue esa sorprendentenoticia la que había obligado a AbuSufian a convocar a los jefes de lastribus del sur con la esperanza de quetodas se le unieran en un últimoenfrentamiento definitivo con laamenaza de Medina.

Abu Sufian batió palmas confuerza para atraer la atención de lospresentes y se hizo el silencio entrela multitud de líderes tribales.Muauiya escudriñó los rostros de lospresentes y vio ira y miedo en susojos; eran gente desesperadadispuesta a tomar medidasdesesperadas, un hecho en el que supadre tenía puesta toda su confianzapara conseguir unir a hombres cuyosrespectivos padres habían sidoenemigos acérrimos, cuyas tribusllevaban siglos en guerra.

—La situación al norte se ha

vuelto intolerable —afirmó AbuSufian sin más preámbulo—, laalianza de Mahoma con los beduinosnos ha cortado todo el comercio conSiria y Persia, y ahora Yamamatambién ha sucumbido a su hechizo yel enemigo ha traído el hambre anuestras puertas.

Hind dio un paso al frente.Llevaba puesta una vaporosa túnicade seda roja que producía un susurroseductor a su paso y Muauiya se diocuenta de que algunos de los hombresmurmuraban al verla, sin dudacomentando la demencia que la había

poseído en el monte Uhud y que sehabía convertido en la ignominia deLa Meca. Sin embargo, ahora noquedaba ni rastro de aquel demoniohambriento de carne humana: la bellamujer caminaba con su habitualelegancia y, cuando habló, su vozsonó serena y ecuánime aunqueMuauiya percibió un brillopreocupante en los ojos de su madre.

—El futuro de toda Arabia estáen juego —dijo—, en definitiva, loque está en juego es si viviremoscomo hombres y mujeres libres ocomo esclavos de Mahoma y de las

voces de su cabeza.Sus palabras fueron recibidas

con un coro de sonoros murmullos deasentimiento por parte de los noblesen la audiencia; y entonces se alzóotra voz por encima del alboroto:

—Pero… ya hemos intentadousar la fuerza militar con escasosresultados —objetó con lapersuasiva elocuencia que locaracterizaba—. ¿No será momentode llegar a un acuerdo?

Muauiya buscó con la mirada yse dio cuenta de que quien habíahablado era su amigo, el diplomático

Amr ben Al As; Muauiya sonrióaliviado. Amr contaba con el respetode gran parte de los líderes tribalesy, si él había abierto los ojos a larealidad, tal vez el fuego de aqueldesvarío podría apagarse antes deque las llamas se descontrolaran.

Todas las miradas estabanpuestas en Abu Sufian esperando aque respondiera. El anciano dudó yluego por fin lanzó una miradaacerada a Hind y dijo:

—Si alguna vez hubo posibilidadde un acuerdo, hace tiempo que seextinguió —declaró con tono de

verdadero pesar—. La barbarie denuestras mujeres para con susmuertos en Uhud ha inflamado laspasiones en el campo musulmán.

Hind se volvió hacia su maridocon una ceja arqueada en claro gestode desafío.

—No culpes a las mujeres de losfracasos de los hombres —replicó altiempo que esbozaba una sonrisaamenazadora.

Muauiya vio que su padreesbozaba una ligera mueca de dolor ysacudía la cabeza: después de tantosaños, Abu Sufian continuaba bajo el

yugo de aquella mujer enajenada; elhombre más poderoso de La Mecallevaba largo tiempo esclavizado porlas cadenas con que ella le habíarodeado el corazón. Muauiya seprometió a sí mismo que nuncadejaría que le pasara lo mismo.

—En cualquier caso, Arabia seencuentra en una encrucijada —prosiguió Abu Sufian con un gransuspiro—, hemos tenido noticia deque Mahoma ha enviado emisarios alas tribus de los territoriosmeridionales solicitando que se unana los Yamama contra nosotros. Si

consigue forjar alianzas con el sur,nuestras rutas comerciales con elYemen se verán amenazadas y, sincomida ni comercio, La Mecaperecerá.

Sus palabras pretendían silenciarlas objeciones de Amr pero el hijode Al As era persistente.

—Incluso sin aliados en el sur,Mahoma está bien protegido enMedina —refutó Amr lentamente,como si estuviera explicando unconcepto complicado a un niño—, ynosotros no disponemos desuficientes hombres como para lanzar

un ataque.Esto último lo había dicho con

intención de herir y lo consiguióporque era un hecho incuestionableque los árabes tal vez podían reunir,como mucho, cuatro o cinco milhombres, una cantidad que Mahomaigualaría sin problemas gracias a susnuevas alianzas. Además, si le seguíasonriendo la fortuna, un equilibrio defuerzas podía fácilmente suponer unaderrota para La Meca.

En ese momento, Muauiya vioque su madre sonreía para luegohacer un gesto afirmativo con la

cabeza a uno de sus sirvientes, unmuchacho de unos trece años queabrió una puerta de acacia quellevaba a una antesala y por la queemergió una misteriosa figura con elrostro oculto por la capucha de unmanto oscuro.

Muauiya sintió una voz de alarmaen su interior y entonces la esbeltafigura de gran estatura se colocó enel centro de la habitación entre AbuSufian y Hind y se quitó la capuchacon un gesto lleno de dramatismo.

Era Huyay ben Ajtab, el judíoexilado de Medina.

—Los hijos de Nadir lucharán avuestro lado —declaró con vozatronadora.

Un tumulto de voces de sorpresa,excitación e incredulidad inundóinmediatamente la sala. Muauiya notóla bilis en el estómago: estabafurioso con su madre por haberdoblado las apuestas en aquellapartida mortal con Mahoma cuandoen lo que las tribus deberían haberestado pensando era en cómo acercarposiciones para llegar a un acuerdo,y también estaba muy enfadadoconsigo mismo por no haberlo visto

venir, por no tener un plan con el queneutralizar la estrategia de Hind.

Abu Sufian alzó las manos y gritópara hacerse oír por encima deltumulto:

—¡Silencio! ¡Demos labienvenida a nuestro hermano con ladignidad que caracteriza a La Meca!—exclamó logrando que lamuchedumbre enmudeciera deinmediato.

Muauiya se preguntó si su padrehabría estado enterado del plan deHind para recabar el apoyo de losjudíos de Bani Nadir pero la

expresión atribulada del rostro delanciano sugería que aquella novedadinesperada lo había sorprendidotanto como al resto de jefes tribalespresentes.

Huyay se aclaró la garganta ycuando habló lo hizo con suntuosafluidez y el tono seductor pornaturaleza de un político curtido:

—Amigos míos, he vivido cercade ese tal Mahoma durante losúltimos años —afirmó en tonocomedido pese a que la pasiónresplandecía en sus ojos—, y he sidotestigo directo de la brujería que

practica: dice ser un profeta de miDios pero os puedo asegurar que esun mentiroso y un embaucador; nisiquiera conoce el contenido de lossagrados libros de Moisés ycontradice la Palabra de Dios consus fantasías. La Torá consideraimpostores merecedores de sercastigados con la muerte a loshombres como él. Así pues podéiscontar con el apoyo de mis hermanosdel clan de Bani Nadir; juntospodemos arrebatar Yatrib de lasmanos de ese hechicero y restablecerla paz en Arabia.

Sus palabras fueron recibidascon aplausos entusiastas y Muauiyamaldijo entre dientes: Huyay era unnecio al que Mahoma le habíaganado la partida hábilmente, ¿yahora se suponía que tenían quesometerse a su liderazgo paravencerlo? Era una locura pero, alrecorrer con la mirada los rostrosesperanzados de los jeques, Muauiyase dio cuenta de que se habían vueltotodos locos. No eran más que viejosdesesperados que se resistían al pasodel tiempo aferrándose al altar de susrecuerdos en vez de enfrentarse a la

realidad del mundo tal y como era.Hind y Huyay se estabanaprovechando de ello al darles falsasesperanzas y el resultado seríadesolador para toda Arabia.

Muauiya miró a Amr que sacudíala cabeza presa de la frustración,como si estuviera pensandoexactamente lo mismo. Y en esemomento una voz profunda retumbóen la gran sala y Muauiya se volviópara ver a quién pertenecía. Era Jalidben al Ualid, el general mecano demayor renombre además del artíficede la única victoria contra los

musulmanes en Uhud.—En ese caso, acabemos con

esto de una vez por todas —sentenció con tono solemne—,enviemos contra Medina el mayorejército que se haya visto jamás enArabia. Si Mahoma es un falsoprofeta, como dices, lo derrotaremos;y si es él quien sale victoriosoentonces los Cielos habrán emitidoun veredicto ante el que no cabrárecurso. En cualquier caso, sea éstala batalla final.

Sus palabras provocaron losgritos de asentimiento de los

exhaustos jefes tribales. Luego, lamuchedumbre rodeó a Huyay y losnobles se enzarzaron en unacompetición para ofrecerle suhospitalidad y agasajarlo durante suestancia en La Meca. Sintiendo quelo invadían la indignación y el asco,Muauiya se dio media vuelta y salióde la sala para quedarse en la puertacontemplando el despejado cielocuajado de estrellas: la llama roja deMarte, Al Marik, rutilaba sobre sucabeza igual que una avispa furiosa,y aquella noche resultaba muyoportuno que fuera precisamente el

planeta de la guerra el que gobernaralos cielos. Ahora que los judíos y losárabes paganos se habían unido, lasterribles refriegas con los hombresde Mahoma se convertirían en unaguerra propiamente dicha quedesgarraría en dos la península. Aunasí, no era la guerra lo quepreocupaba a Muauiya queconsideraba el conflicto como parteintegral de un mundo en el que lasupervivencia misma era una batallacotidiana; lo que Muauiya detestabaera ir a la guerra como resultado dela compulsiva insensatez de las

emociones y el orgullo, estandartesambos que indefectiblementeabocaban a la derrota. Un verdaderoguerrero no se dejaba llevar por laspasiones sino que veía la situaciónen el campo de batalla tal y como eray no como le hubiera gustado,avanzaba cuando se presentaba laoportunidad y retrocedía cuando eralo correcto; que un guerrero —o unacivilización entera— acabaraencontrando la muerte por culpa desu osadía insensata no tenía nada deglorioso.

Notó que alguien se movía a su

lado y se encontró con que era Amr.Muauiya le hizo un gesto afirmativocon la cabeza y luego volvió a mirarlas estrellas: ascendiendo por el estesobre el horizonte se divisaba lanoble estrella que era su favorita:Znhal, el planeta que los romanosllamaban Saturno; era la estrella deldestino y las kahinas decían quepresidía los cielos el día de sunacimiento, así que había venido aeste mundo con un sentido de supropósito en la vida. Muauiya estabaconvencido de que ese destino eragobernar a aquellas gentes, liderara

aquellos bárbaros analfabetos haciala grandeza, pero si su madreconseguía destruir Arabia con sufanática persecución en pos delhombre que la estaba unificando, sudestino se vería truncado.

Muauiya se dio cuenta en esepreciso momento de que habíallegado la hora de alejarse de sufamilia y su gente. La única maneraen que podía salvarlos eradistanciarse de su locura, pues sólocuando hubieran conseguidodestruirse a sí mismos podía unhombre como él reaparecer y

construir algo nuevo sobre las ruinas.—Debemos estar preparados —

musitó en voz baja, dirigiéndose enparte a Amr y en parte a sí mismo.

—¿Para la victoria? —quisosaber Amr que todavía se aferraba ala falsa esperanza de las masasincluso a pesar de que su diplomacianatural le hacía inclinarse por laconciliación en vez de la conquista.

—No —respondió Muauiya convoz acerada—, para la derrota.

Amr se quedó de pie a su lado unlargo rato antes de hablar de nuevo.

—Jalid nunca ha sidoderrotado… —argumentó en vozbaja como si con ello tratara deconvencerse a sí mismo de quetodavía existía la posibilidad de queel mundo que conocía sobreviviera.

Muauiya se volvió para mirarlo ala cara atravesándole el alma con suspenetrantes ojos de águila.

—Jalid nunca ha sido derrotadopor ningún hombre pero estamosluchando con algo mucho más grandeque cualquier hombre.

Amr aspiró profundamente con unbrillo de sorpresa en los ojos.

—¿Te refieres a ese Diosinvisible?

Muauiya sonrió.—Me refiero a la Historia; he

leído suficientes relatos sobre elpasado como para darme cuenta decuándo llega el fin de una era. Mipadre se aferró a un orden caduco ynosotros debemos convertirnos en lavanguardia del futuro. Si La Meca esderrotada como creo que será elcaso, tenemos que asegurarnos deque sus líderes desempeñan un papelen el nuevo orden.

Amr bajó la cabeza al darse

cuenta de la verdad que encerrabanlas palabras de Muauiya: el finalestaba cerca y tenían que prepararse.

—¿Y qué sugieres?Muauiya meditó un momento

dejando que la rapidez mental quehabía heredado de su madre tejierasus hilos y al final reparó en que larespuesta estaba mucho más cerca delo que se había imaginado.

—Mahoma está utilizando elmatrimonio como herramienta paraforjar alianzas —respondió alzandola voz entusiasmado—. Mi hermanaRamla es una de sus seguidoras y

vive en el exilio en Abisinia; si secasa con Mahoma, entonces tal vez elclan de los Omeya consigasobrevivir a lo que se avecina.

El bello rostro de Amr se iluminócon una sonrisa.

—Yo haré de intermediario, si esla voluntad de Alá.

Amr ya había estado en Abisinia,en la época de sus intentos fallidosde convencer al negus para queentregara a los exiliadosmusulmanes, y conocía bien el país;había entablado provechosasrelaciones con sus comerciantes y

podría hacer llegar un mensaje aRamla sin levantar las sospechas deotros mecanos sobre el plan deMuauiya.

Éste le pasó el brazo por loshombros con un gesto amistoso y lededicó una sonrisa taimada.

—Has dicho Alá y no los dioses—comentó.

Los labios de Amr esbozaron unaamplia sonrisa.

5

YO estaba tejiendo en un rincón demis pequeños aposentos cuando elhijo adoptivo del Enviado, Zaid,llegó con la noticia que desbarataríami mundo para siempre; era un díaclaro de invierno, el sol entraba araudales por la ventana caldeando elfresco aire. En los últimos días habíahabido mucho júbilo en el oasispuesto que Fátima, la hija delEnviado, acababa de dar a luz a susegundo hijo, un niño precioso al que

le habían puesto el nombre deHusein. Yo estaba especialmente debuen humor porque la de aquel díaera mi noche con el Enviado. Miesposo seguía escrupulosamente unestricto orden de rotación de lasnoches que pasaba con cada una desus esposas para asegurarse de quetodas recibíamos un trato equivalentetal y como establecía el SagradoCorán y poco a poco, a medida queel harén aumentaba, el tiempolimitado que pasaba con él se hacíamás precioso para mí.

Ya éramos cinco las mujeres que

teníamos el título de Madre de losCreyentes: la anciana Sauda, yomisma, la indómita Hafsa, lafantasmagóricamente silenciosaZainab ben Juzaima, y másrecientemente se había añadido a lalista Um Salama ben Abu Omeya.Esta última adición a la familia eraotra viuda de guerra con la que elEnviado se había casado porcompasión: el marido de Um Salama,Abdalá ben Abdal Asad había caídoen Uhud dejando tres hijos huérfanosy una esposa embarazada del cuartosin ningún medio de subsistencia. El

Enviado había desposado a UmSalama al concluir el idat, los cuatromeses y diez días de luto, y ellahabía dado a luz al hijo póstumo desu esposo mártir, Durra, pocodespués de la boda.

En un primer momento, la noticiade que el Profeta tenía intención decasarse con Um Salama, me habíaprovocado unos celos terriblesporque era una mujer muy hermosacon ojos resplandecientes y unasonrisa dulce que además todavíaestaba en edad de tener hijosmientras yo, por el contrario, seguía

sin darle a mi marido un heredero.No obstante, después de la bodahabía ido haciéndome a la idea aregañadientes pues era muy difícil noapreciar su naturaleza amable ypaciente y, a diferencia de Hafsa —que era mi principal rival en lacarrera por darle a Mahoma un hijo—, Um Salama ya tenía unos cuantoshijos de su anterior matrimonio y noparecía particularmente deseosa detener más. Así que la vida continuómás o menos como hasta entonces enel hogar del Profeta con las pequeñasrivalidades y celos entre las esposas

borboteando a fuego lento en unsegundo plano.

Me senté junto a mi esposomientras le tejía una prenda de lanaque le abrigara durante las oracionesdel alba. El Enviado estaba ocupadotambién con su propio quehacer queconsistía en repasar con aguja e hilolas cintas de cuero de sus sandalias.Nunca había conocido a otro hombreque disfrutara con los sencillostrabajos domésticos como reparar elcalzado o hacer remiendos en laropa, y desde luego eran tareas queno concordaban con los ideales

masculinos de sus seguidores, a losque dejaba atónitos la extrañaafinidad que sentía su líder por loque ellos despreciaban como trabajode mujeres. Sin embargo el Profetaparecía estar más a gusto en unambiente tranquilo al calor del hogarque en medio de los jactanciososlances del campo de batalla.Mientras lo contemplaba cosiendolas sandalias con sus vivos ojosnegros fijos en la tarea que lo teníatotalmente absorto, reparé en lodifícil que debía de haberle resultado—siendo un muchacho con un

carácter tan apacible—, crecer en unmundo donde la crueldad y laviolencia eran el orgullo y lasprincipales señas de identidad de unvarón, y en ese momento caí en lacuenta de que el reconocido amorpor las mujeres del Enviado teníamucho más que ver con su tendenciainnata a sentirse cómodo en sucompañía que con el deseo sexual.

Sin embargo pronto ocurriríaalgo que me recordaría que, por muydelicada y hogareña que fuera ladisposición de su alma, su cuerpo erael de un hombre con todas las

necesidades y deseos carnales de lanaturaleza masculina.

Mientras continuábamos connuestras tareas en silencio, seproyectó una sombra en el umbral dela puerta y al alzar la vista vi que setrataba del hijo adoptivo del Profeta,Zaid ben Hariza, un hombre alto ydelgado con frondosos cabellosindómitos y un rostro brutalmentecastigado por los años de trabajo a laintemperie; la característica tristezaque siempre podía leerse en sus ojosparecía particularmente intensa esedía.

El Enviado percibió eldesasosiego en sus facciones y sevolvió para mirarlo frente por frenteal tiempo que dejaba caer lassandalias al suelo con un golpe seco.

—¿Qué te trae por aquí, hijomío? —le preguntó con un dejeextraño en la voz que, en otrohombre, yo habría tomado por unligero atisbo de vergüenza, pero porsupuesto que eso no tenía el menorsentido en el caso del Elegido deDios, el hombre más perfecto de lacreación.

Zaid se arrodilló junto al Profeta,

de quien había sido esclavo antes deque éste le concediera la libertad ylo adoptase, y bajó la cabeza sinatreverse a mirar a su padre a losojos.

—Mi mujer me ha contado lo quepasó entre vosotros.

A mí el corazón me dio unvuelco.

—¿Qué pasó? —no pude evitarpreguntar al tiempo que la lanaresbalaba entre mis dedos.

La esposa de Zaid, Zainab benJahsh, era prima del Enviado ademásde la mujer más bella que yo había

visto jamás, y sus hermosasfacciones se hacían cada vez máselegantes a medida que ibacumpliendo años. Siempre me habíaparecido que resultaba extrañamentechocante que estuviera casada con elhombre más feo que conocía. ElEnviado conocía a Zainab desde queera niño y siempre me habíatranquilizado mucho ver que latrataba como a una hermana pequeñay que él era el único hombre que notartamudeaba o cometía todo tipo detorpezas en su presencia.

El Profeta me miró y la expresión

de sus ojos me indicó que se sentíaincómodo. Algo había cambiado.

—No fue nada —se apresuró aresponder—, ese asunto está zanjado.

Sus palabras no consiguieronaliviar en lo más mínimo la crecienteinquietud de mi corazón.

—Cuéntamelo —insistí.El Enviado no dijo nada sino que

fue Zaid el que habló: el Profetahabía ido a visitarlo hacía unascuantas noches pero Zaid no estabaen casa y Zainab, al oír llamar a lapuerta y suponiendo que se trataba desu marido, había ido corriendo a

abrir sin acordarse de cubrir con unmanto su cautivadora figuraenfundada en una túnica de noche ycon la frondosa melena cayéndolepor la espalda hasta más abajo de lacintura, pero cuando abrió seencontró con la sorpresa de que setrataba del Enviado. Anonadado porsu belleza, él se dio la vuelta paraalejarse inmediatamente pero aZainab le había parecido oírlo decir:«¡Alabado sea Dios, Señor de loscorazones!».

Se me hizo un nudo en elestómago pues sabía que mi marido

siempre había apreciado mucho a suprima… ¿Acaso podría la visión deZainab acicalada con sus ropas mássugerentes haber inspirado el amoren él?

Zaid alzó la vista y me di cuentade que lo que yo estaba sintiendo noera nada comparado con lostormentos que sufría aquel pobrehombre. Era público y notorio quéZaid y Zainab no eran felices en sumatrimonio: ella procedía de unaaltiva y acaudalada familia mientrasque Zaid era un liberto, un paria en lasociedad de La Meca. Se habían

casado después de que el Enviado lepidiera a Zainab que lo hiciera paradar ejemplo al resto de losmusulmanes de que a la hora deelegir pareja la piedad importabamás que la clase social. Zainabsiempre había dado muestras deabsoluta lealtad hacia el Profeta yaccedió, pero todas las mujeres de lacasa sabíamos que estaba muyenamorada de mi marido. Y, sinembargo, él nunca había expresado elmenor interés por ella y la jovenhabía acabado por resignarse a susuerte de ser la esposa del pobre

Zaid. Pero ahora, si los sentimientosque el Profeta albergaba en elcorazón habían cambiado, no mecabía la menor duda de que Zainabbuscaría una escapatoria a aquellaunión sin amor y se casaría conMahoma.

—¡Oh, Enviado, sabes que meeres más querido que mi propiafamilia —declaró Zaid—, más quemi propio padre!

Al oírle decir eso me vino a lamente su historia: lo habían raptadounos tratantes de esclavos cuandotodavía era un niño y acabó

encontrando refugio en casa deMahoma y Jadiya; la pareja lo habíatratado con mucho cariño y dignidady, tras la muerte temprana de sushijos varones, el muchacho se habíaconvertido a todos los efectos en unverdadero hijo para ellos; cuando suverdadero padre, tras años debúsqueda por todas las ciudades deldesierto, había dado por fin con él,Zaid no había querido regresar alseno de su familia sino que habíaelegido quedarse como esclavo deMahoma. Mi esposo, conmovido porla devoción del joven, lo había

liberado y luego lo llevó con él hastala Caaba y lo adoptó oficialmente.Aquello fue todo un acontecimientoya que en la cultura árabe seestablecía con un hijo adoptivo unvínculo trascendental que loequiparaba a los hijos naturales. Enese momento, Zaid había pasado deser un humilde esclavo a convertirseen el heredero de una de las familiasmás influyentes de La Meca.

Mi corazón se estremeció aldarme cuenta de que Zaid eraciertamente hijo del Profeta a todoslos efectos: si empezaban a correr

rumores de cualquiercomportamiento indecoroso entreMahoma y la esposa de su hijoadoptivo, la gente lo consideraría uncrimen tan horrible como el incesto.La autoridad de mi marido comoEnviado de Dios y modelo de moralpara toda la comunidad se pondría entela de juicio y los cimientos mismosde nuestra fe se tambalearían comoresultado.

El Profeta debía de estarpensando lo mismo porque apartó lavista, incapaz de mirar a Zaid a lacara, pero su hijo se inclinó hacia él

y le tomó las manos entre las suyashasta que el Profeta por fin lo miró alos ojos con expresión suplicante.Zaid le dijo:

—Si ése es tu deseo, medivorciaré de ella hoy mismo y seráslibre de desposarla —se ofrecióhaciendo con ello otro sacrificio máspor el hombre a quien amaba másque a la familia de su propia carne ysangre.

Pero aquello era una locura.Sentí que los latidos de mi corazónse desbocaban y me puse de piefrente a Zaid con los puños

apretados.—¿Pero qué estás diciendo? ¡El

Profeta es tu padre! Está prohibidoque un padre se case con una mujerque haya yacido con su hijo!

Me temblaba la voz y no estabasegura de si la furia que sentía sedebía al horror que me provocaba laviolación de aquel tabú o al hecho deimaginarme a mi marido en brazos dela deslumbrante Zainab.

Zaid me clavó una mirada llenade indignación.

—Eso no son más quecostumbres ancestrales de gente

ignorante —me contestó con tonocortante—, entre el Enviado y yo nohay lazos de sangre.

Noté la bilis en el estómago:—Los beduinos no lo verán así,

acusarán al Enviado de habercometido incesto y se romperánuestra alianza con ellos.

Me volví hacia mi marido quehabía conseguido hacer acopio devalor suficiente como para mirarme ala cara: nunca antes había vistosemejante expresión de vergüenza ensus ojos y de repente me sentícompletamente perdida.

—Retén a tu esposa, Zaid —respondió mi esposo en voz baja—,y teme a Dios.

Zaid se levantó y negó con lacabeza.

—Zainab no me ama —contestó,y el profundo dolor que sentía erapatente en su voz—. Además, cadavez que yaciéramos juntos sabría queella desearía que fueras tú quienestuviese a su lado y, eso, no podríasoportarlo. —Me miró fugazmente yluego se volvió de nuevo hacia elProfeta—. Me divorciaré de ella —continuó diciendo en tono resoluto—

y su suerte quedará en manos de Diosy su Enviado.

El Profeta se puso de pieentonces con la alarma escrita en elrostro. Hizo ademán de detener aZaid para que no se marchara, peroel esbelto hombre se limitó a tomarla mano del Enviado y besarla conprofundo amor mientras las lágrimascorrían por sus mejillas ajadas; yluego se dio la vuelta y salió de laestancia.

Mi marido se quedó allí de pieinmóvil durante un buen rato. Nuncalo había visto tan desconcertado. Al

final se volvió hacia mí con unaservil expresión de disculpa en elrostro; parecía un niño pequeñobuscando la absolución de su madre,pero yo no podía ni mirarlo a losojos y me apresuré a salir tambiénencaminándome a paso vivo hacialos aposentos de Hafsa para darrienda suelta a la ira y los celos queamenazaban con hacerme perder lacordura.

6

AL cabo de unos pocos días, mimarido convocó una reunión de todoslos creyentes para atajar el aluviónde rumores que corrían por todoMedina sobre la situación en la casadel Profeta. Se había congregado unamuchedumbre de unos cuantoscientos de personas en el patio de lamasyid y otras tantas docenas sehabían tenido que quedar de piefuera, deseando todos enterarse delos últimos acontecimientos de aquel

drama cuyos protagonistas eran elEnviado de Dios, su hijo y su nuera.

Las otras esposas del Profetaestaban de pie a su lado en señal deapoyo, pero yo me quedé en elumbral de mi puerta observando laevolución de los acontecimientos conhosca intensidad.

El Profeta me miró expectante y,aunque me di cuenta de quealbergaba la esperanza de queviniera a ocupar mi lugar entre Sauday Hafsa, me crucé de brazos y alcé labarbilla con gesto desafiante. Élapartó la mirada y se concentró en la

multitud de creyentes que tenía antesus ojos; el aire estaba cargado deelectricidad igual que cuando seavecina una tormenta y detectéclaramente que aquel incidente conZainab suponía la mayor amenaza ala credibilidad de mi esposo desdeel día en que el jefe judío Huyayhabía intentado burlarse de susconocimientos de las antiguasescrituras. Se oían por todas partescuchicheos sobre elencaprichamiento del Profeta con sunuera y las terribles implicacionesque eso acarreaba para la veracidad

de la Revelación: ¿cómo iba haberenviado Dios a un hombre capaz detransgredir uno de los tabúes másantiguos de la tradición árabe?

El Enviado alzó una mano y elmurmullo electrizante de loschismosos enmudeció de golpehaciéndose el más absoluto silencio,tan profundo que podía oír loslatidos amortiguados de mi propiocorazón.

—Hoy he recibido unaRevelación del Señor —anunció elEnviado con voz grave que parecióreverberar más allá de los muros de

adobe, en las calles empedradas detodo el oasis.

Luego dudó un instante: era laprimera vez que lo veía endificultades para reproducir laPalabra de Dios; noté que el color desu pálido rostro cambiaba y me dicuenta de que se había ruborizadoigual que una novia en su noche debodas.

Y entonces Mahoma respiróhondo y recitó el Divinomandamiento:

Recuerda

cuando decías aquien Dios hacolmado debienes

y tú le hasfavorecido:

«¡Retén a tuesposa

y teme aDios!».

Ocultabas entu interior loque Dios iba amostrar;

temías a loshombres,

mientras queDios era másdigno de que letemieses.

Cuando Zaidhubo decidido elasunto y sedivorció,

te casamoscon ella,

para que losmusulmanes,

al casarsecon las esposasde sus hijosadoptivos,

no cometanpecado,

si éstos handecididodivorciarse deellas.

¡Cúmplasela Orden deDios!

Escuché la nueva revelación del

Sagrado Corán y luego retrocedícomo si me hubieran dado unpuñetazo en el estómago: Alá habíaanulado el más antiguo de los tabúesárabes que hacía a los hijos nacidosde carne y los hijos nacidos de unapromesa iguales a los ojos de loshombres. Contemplé a la multitudpreguntándome cómo reaccionaría: sila gente rechazaba el mandamiento,el Profeta perdería su posición en eloasis, lo tacharían de impostor queno buscaba más que su propiobeneficio dictando leyes que abolíanvalores ancestrales para satisfacer

los deseos de su propia carne. Si lasgentes de Medina no aceptaban aquelincreíble cambio en la definición dela familia, todo lo que tanto noshabíamos esforzado por conseguirdurante los últimos diez años sedesvanecería en un instante: AbuSufian no tendría ya ningunanecesidad de lanzar ningún ataquepara matar a Mahoma, las gentesmismas del oasis lo harían por él.

Se produjo un murmullo deincredulidad entre la multitud y todaslas miradas se volvieron hacia Zaid,que estaba de pie en silencio en un

lateral del patio con la vista clavadaen los pies. Durante años se habíasentido orgulloso de ser el único hijode Mahoma y ahora su herenciaquedaba invalidada por el mismoDios… Si Zaid lo aceptaba, ya nosería el 'hijo del Enviado' sinosimplemente un liberto como otrocualquiera, un antiguo esclavo sindinero ni posición, y además sequedaría sin mujer y sin familia.Sentí una profunda compasión por elpobre, poco agraciado ydesafortunado hombre al queacababan de arrebatarle todo lo que

tenía, todo lo que podía considerarcomo suyo en este mundo.

Y entonces Zaid alzó la cabeza yme sorprendió ver una amplia ygenuina sonrisa iluminando su ajadorostro; cayó de rodillas con lágrimasde júbilo corriéndole por lasmejillas que resplandecían al seguirsu curso por los mechones negros desu barba.

Alzó unas manos suplicantes alcielo y dijo con voz fuerte queretumbó por todo el patio:

—¡Alabado sea Dios, que honraa este esclavo indigno mencionando

su nombre en el Libro Sagrado!Luego se postró en tierra con la

frente apretada contra el suelo depiedra de la masyid y entonces me dicuenta de que Zaid llevaba razón:Alá lo había mencionado por sunombre en el Sagrado Corán, unhonor que no había recibido ningúnotro musulmán; incluso mi padre quetambién aparecía citado en elSagrado Corán aparecía como el'Compañero en la gruta' pero no semencionaba su nombre de Abu Bakrpor ninguna parte. Miré al hombrepostrado en el suelo que alababa al

Creador a voz en cuello y con elrostro hundido en tierra en señal dehumildad, y me di cuenta de quehabía recibido algo mucho másgrande que todo lo que le habíanarrebatado.

A Zaid ben Hariza se le habíaconcedido la inmortalidad: muchodespués de que hubiera muerto,cuando sus huesos ya se hubiesenconvertido en polvo, su nombreseguiría siendo recitado por millonesde creyentes llenos de reverencia ytemor de Dios cada vez que se leyerael Sagrado Corán.

Contemplando el totalsometimiento de Zaid a la voluntadde Dios, la jubilosa aceptación de susuerte, una ola de vergüenza invadióa la multitud de creyentes que habíancuestionado la integridad delEnviado y entonces, uno por uno,todos se postraron en obediencia a laorden de Dios.

La tensión que me habíaatenazado el corazón se disipó comoel rocío al llegar el sol de la mañana:la crisis había pasado; las gentes deMedina habían sido puestas a pruebay la habían superado.

Luego posé la mirada en ladeslumbrante belleza de Zainab benJahsh, la causante de toda aquellalocura; me di cuenta de que habíapermanecido de pie ocultadiscretamente entre las sombras ycon el rostro tapado con un velonegro de seda que se quitó cuandoresultó obvio que la comunidad no seabalanzaría sobre ella y, pese a quesus cabellos seguían ocultos bajo unpañuelo oscuro, las faccionesperfectas, las largas pestañasrizadas, los tentadores labios,resplandecían con un brillo cegador.

Zainab avanzó con paso altivo hastacolocarse a la derecha del Profetajunto a Sauda y en ese momento memaldije a mí misma por haberpermanecido apartada dejando asíque aquella mujer ocupara mi sitio.Zainab miró al Profeta y le sonriómostrando unos perfectos dientesblancos que resplandecieron a la luzdel sol, y la llama de la indignaciónque ardía en mi pecho volvió areavivarse con violencia.

Zainab vio que la miraba y mepareció que esbozaba una sonrisatriunfal: había ganado, yo ya no era

la joya del harén y ella pasaría a serla mujer más bella de la casa y elEnviado no tardaría en saborear sucarne hasta saciarse. Y además, adiferencia de todos sus anterioresmatrimonios, su boda con Zainab erauna decisión que tomaba con elcorazón; el Enviado quería a Zainabpara sí, aquello no era una alianzapolítica ni un acto de caridad sinoque deseaba el cuerpo y el alma deZainab de igual modo que habíadeseado los míos.

Mi corazón latía desesperanzadoy apenas escuché la voz de mi padre

cuando se dirigió respetuosamente ami esposo:

—¿Quieres que sea testigo de tuceremonia de boda con Zainab, oh,Enviado?

Yo le clavé una mirada ultrajadapese a que sabía que se estabalimitando a ser diplomático: mipadre comprendía a las milmaravillas que Zainab podíaconvertirse fácilmente en la nuevafavorita del Profeta y que su posicióncomo el consejero más cercano deMahoma podría verse afectada porello, y estaba tratando de mostrar al

Enviado que lo apoyaba como unamigo fiel, incluso si eso suponía undesprestigio para su propia familia.Era un gesto sabio y generoso, peroen ese momento me sentí tancompletamente sola que no pudesoportar ver como mi padre daba labienvenida a aquella hermosaentrometida y bendecía su unión conmi esposo.

El Profeta posó suavemente unamano en el hombro de mi padre que,con la edad y las preocupaciones delos últimos años, estaba cada vezmás encorvado.

—No habrá ninguna ceremoniade boda, amigo mío —replicóMahoma—, el enlace ya se hacelebrado en el Cielo con los ángelescomo testigos.

Vi a Zainab esbozar una sonrisade oreja a oreja al oír que no le haríafalta esperar a que se cumplieran lasformalidades de la boda: podríallevarse al Enviado a su camainmediatamente y consumar su uniónesa misma noche.

Sentí que me ruborizaba y mismejillas adquirían una tonalidad másencendida aún que la de mi cabello,

y luego me encontré con que mis piesse movían en contra de mi voluntad yde repente ya no estaba parapetadaen el umbral de la puerta de mi casitasino de pie frente a mi esposo, elEnviado de Dios, en pleno centro delabarrotado patio.

—¡Tu Señor sin duda se apresuraen concederte tus deseos! —le chilléa la cara.

El Profeta retrocedió como si lohubiera abofeteado. Zainab apartó lacara con gesto de desprecio y vi porel rabillo del ojo que mi padre melanzaba una dura mirada de

advertencia. De pronto me di cuentade que todos los ojos de la masyidestaban puestos en mí y me sentí lamujer más necia de la Tierra.

De algún modo conseguímantener la cabeza erguida y el gestodigno y acto seguido, sin pronunciaruna sola palabra más, giré sobre mistalones para volver a grandeszancadas a mi casa y dando unportazo dejé encerrado allá fuera aldespiadado mundo.

En ese momento se me doblaronlas piernas, caí al suelo y vomité; enmedio de los violentos escalofríos

que sacudían mi cuerpo, me arrastréhasta un rincón y me puse a llorar porlo injusta que era la vida y lacrueldad de haber nacido mujer.

7

EL estruendo de los cascos de loscaballos inundaba el desiertomientras el ejército de La Mecaavanzaba implacable hacia Medinapara la batalla definitiva: cuatro milhombres con la mejor cota de mallade Abisinia acompañados de tres milcaballos y mil quinientos guerreros alomos de camellos.

En el cauce seco de una rambla acuatro días de viaje al sur del oasis,los mecanos se reunieron con sus

aliados, los hombres del clanexpulsado de los Bani Nadir: Huyayben Ajtab, a su vez, lideraba uncontingente de dos mil soldados de apie y tres mil jinetes, con lo que losdos ejércitos juntos constituían lafuerza más poderosa jamás vista enArabia.

En el momento en que aquellacolosal bestia dirigía hacia el nortesus terroríficos ojos enrojecidos deira, una figura oculta en las grietas deun vetusto montículo de lavaobservaba sus movimientosatentamente: el espía musulmán, un

hombre de la tribu aliada de los BaniJuza, calculó rápidamente laenvergadura del ejército invasor yluego volvió reptando hasta sucaballo, que había dejado atado en laentrada de una vieja gruta que sehundía en las profundidades de laarena del desierto.

Elevando una oración silenciosaa Alá para que le diera la velocidaddel halcón, el espía musulmán subióa su montura y galopó de vuelta aMedina: si durante tres díascabalgaba sin parar siquiera paradormir tal vez conseguiría advertir a

su gente; sólo confiaba en que elcaballo soportara aquel ritmofrenético… Ahora bien, si no era asíy tenía que seguir a pie lo haría, puessabía que los perros rabiosos de laguerra se acercaban cada vez más aloasis y si fracasaba en su misión laUma perecería entre sus fauces.

La Asamblea de Guerra estabareunida en el patio de la masyid. Meabrí paso entre los hombres derostros cariacontecidos llevando un

cubo con agua para que calmasen lased y pudieran mojarse la frente pueshacía un sol de justicia. El Enviadose sentó junto al mihrab, la hornacinaorientada al sur señalando ladirección de La Meca hacia dondedebían dirigirse las plegarias. Teníael ceño fruncido y los hombroshundidos, y sus negros ojos mirabanfijamente la tierra oscura bajo suspies sobre la que sus seguidoreshabían dibujado un tosco mapa deMedina y las colinas circundantes.

Umar acababa de explicar que lamejor estrategia era evacuar a

mujeres y niños y trasladarlos allaberinto de cuevas que había en elterreno volcánico de los alrededoresmientras los hombres construiríanbarricadas y se quedarían dentro delas casas preparados para entrar encombate cuerpo a cuerpo por lascalles. Nadie hablaba de salir alencuentro del enemigo comohabíamos hecho en Uhud. Antes demorir de agotamiento e insolación, elespía había dado una preocupanteestimación de las fuerzas invasoras:incluso contando con nuestrosaliados beduinos del norte, nos

superaban en número en unaproporción de dos a uno. Alí habíainsistido en que podíamos vencerpese a la desventaja —ya lohabíamos hecho en Badr, e incluso enUhud habíamos tenido la victoria alalcance de la mano hasta que losarqueros habían abandonado susposiciones—, pero existía otroproblema adicional: si decidíamossalir a las colinas y plantar cara alinvasor, tendríamos a los BaniQuraiza, la última tribu judía deMedina, en nuestra retaguardia y,pese a que los judíos se habían

negado a participar en anterioresenfrentamientos con La Meca pormás que el tratado firmado con elloslos obligara a participar en ladefensa del oasis, no había ningunagarantía de que también en estaocasión permanecieran neutrales;según había informado el valerosoespía, los judíos de Bani Nadir sehabían unido a Abu Sufian y era pocoprobable que los quraiza se quedarande brazos cruzados mientras sushermanos luchaban contra losmusulmanes. Así que si nosarriesgábamos a salir a campo

abierto, cabía la posibilidad de quenos expusiéramos a un ataque por laretaguardia.

El único plan sensato era el deUmar, pero yo notaba que mi esposono estaba convencido con la idea deconvertir las calles de Medina en uncampo de batalla: había trabajadodurante cinco años para traer elorden y la paz a aquel asentamientocaótico, y el mero hecho de pensarque la sangre corriera por sus callesempedradas le resultaba demasiadodoloroso. No obstante, y en ausenciade cualquier otra opción, había

anunciado a los creyentes allícongregados su intención de atraer alos mecanos hacia las callejuelastortuosas del oasis, obligar a sustropas a dividirse y dispersarse yconvertir las casas mismas entrampas mortales; sería un trabajo decarnicero, sí, pero la guerra, fueracomo fuera la lucha, era siempreatroz.

Se había hecho un largo silenciodurante el que los hombres se habíanestado mirando los unos a los otroscon caras de preocupación porqueaquélla sería la última batalla y, o

bien el ejército mecano seríaaplastado en las calles o losmusulmanes serían masacrados. Y silos musulmanes eran derrotados elenemigo capturaría o mataría a lasmujeres y los niños escondidos enlas colinas cercanas. La Meca nomostraría la menor piedad, nodespués de tantos años de enconadoenfrentamiento, y además, vista labarbarie caníbal de Hind, todos seestremecieron al pensar en qué lesocurriría a los supervivientes quecayeran en manos del enemigo.

Se oyeron las toses nerviosas de

un hombre sentado justo al lado delprimer círculo de consejeros demáxima confianza del Profeta que seaclaraba la garganta: se trataba deSalman, un persa que había sidoesclavo de un judío de los BaniQuraiza; después de su conversión alIslam, el Enviado había comprado sulibertad y ahora aquel extranjerovivía entre los árabes como uno más.Salman era de poca estatura ydelgado, tenía los ojos azules y lasbellas facciones recortadascaracterísticas de su raza. Cuandohabló, lo hizo con una voz vibrante

que rebosaba lirismo y hacía que elsonido de cada palabra parecieracantado, y su acento persa era de unabelleza cautivadora.

—¡Oh, Enviado de Dios!, estaestrategia ¿es tu opinión o te ha sidorevelada por Dios?

Umar frunció el ceño y se pusorojo:

—¿Cómo osas hacer semejantepregunta al Enviado?

El Profeta posó una mano sobreel inmenso hombro de su suegro consuavidad.

—Tranquilo, Umar —lo calmócon una sonrisa paciente, y luego sevolvió hacia el liberto—: Escuestión de opinión personal, ¿porqué?, ¿tienes alguna sugerencia,Salman?

El persa dudó por un momento yluego se acercó al círculo de los másallegados. Umar lo taladró con unamirada furibunda pero Salman loignoró, se inclinó hacia delante y,tras contemplar el mapa del oasisdibujado sobre la tierra, se mesó labarba perfectamente recortada conaire pensativo para por fin trazar con

los dedos varias líneas profundasque representaban la cara norte de laciudad: las líneas se conectabanentre sí formando un arco querodeaba los vulnerables pasos delnorte donde el ejército mecanoestaría mejor posicionado parainvadirnos. Salman acabó de dibujary luego alzó la vista para dirigirhacia mi marido una miradanerviosa.

—En la tierra de donde vengocavaríamos unas trincheras alrededorde la ciudad para protegernos delasedio —explicó—. Si fuera el

deseo de Dios y su Enviado, tal vezuna estrategia similar podríaservirnos para defender Medina.

Yo me asomé por encima delhombro de mi cuñado Zubair y derepente entendí lo que el persatrataba de decir: todavía no se mepodía considerar una estrategamilitar ni mucho menos, aúnquedaban muy lejos mis días almando de grandes ejércitos, pero síentendía que podía surtir efectocavar una zanja en los puntosseñalados por Salman.

Los compañeros se miraron los

unos a los otros muy sorprendidospero no dijeron nada, quizá porquetodos tenían miedo de ser el primeroen apoyar aquella nada habitualestrategia, y al final la voz grave queretumbó por todo el patio fue la deUmar:

—¿Una trinchera losuficientemente grande como paraalbergar a todo un ejército? Nunca heoído nada semejante —objetó con lavoz ligeramente teñida de reticenterespeto.

Mi esposo miró a los ojos alnervioso Salman y le dedicó una

sonrisa cálida al tiempo que letomaba la mano:

—Y los mecanos tampoco.

8

LA Confederación, como sellamaban a sí mismos los mecanos ysus aliados judíos, atravesaron elmar de dunas ennegrecidas en larecta final de su marcha haciaMedina. Su ejército había aumentadohasta alcanzar los diez mil hombres amedida que reclutaban a los beduinosdescontentos que se iban encontrandopor el camino y éstos se sumaban a lagigantesca nube que avanzaba haciael díscolo oasis que, por culpa del

oportunismo de sus habitantes, habíasumido al mundo en un completocaos.

Hacía veinte días que árabes yjudíos habían unido sus fuerzas en eldesierto y comenzado el agotadoravance hacia su objetivo: lascantimploras de agua escaseaban ycuando avistaron por primera vez laspalmeras que jalonaban la lindemeridional de Medina todo el mundosintió un gran alivio. Los hombreshabían tomado los pozos de lasafueras de la ciudad (les sorprendióencontrarlos sin defensa alguna), y se

alegraron de la facilidad con que sehabían hecho con los pasos del surtomándolo como una señal de losdioses, un anuncio de su inminentevictoria.

Sin embargo su comandante Jalidben al Ualid estaba preocupado: alomos de su poderoso corcel negro,contempló el horizonte centrando laatención más allá de la extensión deroca volcánica que servía de defensanatural a Medina por el sur; no semovió lo más mínimo ni cuandoHuyay ben Ajtab, el líder de lasfuerzas judías, cabalgó hasta

colocarse a su lado con una sonrisaresplandeciente en los labios.

—¡Sonríe, amigo mío, la victoriaya casi es nuestra! —lo interpelóHuyay para luego clavar la mirada enlas negras tierras que llevaban hastasu hogar perdido y aspirarprofundamente el aire salado deloasis—. Muy pronto mi genterecuperará sus hogares y los tuyosrecuperarán el honor.

Jalid se volvió por fin hacia élcon un brillo oscuro en los ojos.

—¿Dónde está la guardia deasalto de Mahoma? Ya casi estamos

en Medina y no hay ni rastro delenemigo, ni un solo jinete…

El jefe de los Bani Nadir seencogió de hombros, resistiéndose adejar que aquel árabe huraño hicieramella en su excelente estado deánimo.

—Lo más seguro es que se hayanrefugiado en el interior de la ciudad,igual que hicieron mis antepasadosen Masada —respondió Huyay, pesea que no le gustaba comparar a losnobles guerreros judíos de antañocon este impostor aprovechado y subanda de fanáticos analfabetos. En

cualquier caso, la alusión nosignificaba nada para Jalid que lomiró con cara de no saber a qué serefería—. Consiguieron contener elataque de todo el ejército romanodurante años —explicó el judío llenode orgullo— y cuando loscenturiones lograron por finatravesar las murallas se encontraroncon que los judíos habían preferidoquitarse la vida antes que rendirse.

Los ojos Huyay lanzaron undestello de orgullo al recordar elnoble sacrificio y el valor de supueblo ante una situación

desesperada, pero si a él el relato leparecía una ilustración del verdaderohonor, al árabe le resultó menosatractivo y reaccionó escupiendo enel suelo con desprecio:

—Los árabes no son unossuicidas como tus antepasados —replicó con voz cortante— perotampoco les falta valor: nosplantarán cara.

Huyay se mordió la lengua antesde decir algo que pudiera dar altraste con aquella alianza que tantose había esforzado por forjar.

—Si estos árabes son tan

valientes, entonces ¿dónde están? —preguntó intentando sin conseguirlodel todo que sus palabras norezumaran veneno.

Jalid sacudió la cabeza.—Eso es lo que me preocupa.Antes de que Huyay pudiera

decir nada, se oyó el eco de unosgritos que venían de más adelante:Jalid espoleó bruscamente el caballoy se adelantó hasta colocarse a lacabeza de las primeras líneas delejército en marcha. Huyay seapresuró a seguirlo y divisó a ungrupo de espías de la Confederación

de pie en la cima de una loma deroca volcánica desde la que habíauna buena vista del oasis que seextendía a sus pies. Cuando Huyayllegó al borde de la misma le dio unvuelco el corazón.

Habían cavado una inmensatrinchera que cruzaba los pasos delnorte hacia Medina, y desde allí eljefe judío calculó que debía de tenercasi siete codos de ancho y unosveinte de profundidad. Aquella zanjaserpenteaba y circundaba toda laciudad hacia el oeste hastadesaparecer entre la espesura de las

palmeras y accidentadas colinas alsur. Nunca había visto nada igual yno podía imaginarse cómo iban aingeniárselas para salvar aquelobstáculo.

Con el corazón todavía en unpuño, Huyay desvió la atención haciael ruido de cascos de caballo que oíay vio al líder de La Meca, AbuSufian acercándose al galope parareunirse con ellos: el ancianocontuvo la respiración al ver con suspropios ojos aquella desconcertantetáctica defensiva.

—¿Qué significa esto? —quiso

saber Abu Sufian con voz teñida defuria mezclada con desesperación.

En eso el desconcierto invadió aHuyay cuando oyó el sonido de unasonora carcajada; se volvió y vio aJalid con la cabeza echada haciaatrás, riéndose con lo que parecíaverdadera hilaridad.

—La obra de un genio —reconoció el general sin el menoratisbo de resentimiento.

Y entonces, igual que un niño quecorre a recibir un juguete nuevo,Jalid galopó por las dunascenicientas hacia el borde de la

brecha. El ejército de laConfederación lo siguió, aunque lascaras de los soldados se retorcieronen muecas de desconcierto alcontemplar aquella barrera que lescerraba el paso.

Cuando Huyay espoleó sucaballo para que avanzara, vio que latrinchera no era el único obstáculo aque se enfrentaban: todo el ejércitomusulmán, un total de tres milhombres quizá, se encontraba alborde del otro lado de la trincheracon los arcos apuntando hacia lasfuerzas invasoras y las lanzas

preparadas para volar por encima dela sima hacia sus adversarios.

Y entonces vio a Mahoma allí depie, desnudo de cintura para arriba ycubierto de polvo mezclado consudor, y se dio cuenta de que el líderde los herejes había sido uno más delos obreros que habían excavado latierra en lo que debía de habersupuesto un esfuerzo de titanesdurante muchos días. Pese al odioque sentía por el Profeta, el judíotenía que reconocerle que siempreestaba dispuesto a ponerse manos ala obra igual que sus hombres; ese

tipo de líder siempre inspiraba lalealtad de sus tropas y Huyay sabíaque si los mecanos conseguían dealguna manera penetrar en susdefensas los musulmanes lucharíanhasta la muerte por aquel hombre.

Mahoma saludó a los invasorescon una amplia sonrisa y abrió losbrazos en un desafiante gesto debienvenida. Jalid clavó la mirada alotro lado de la zanja y sonrió en loque era un gesto de elogio hacia suenemigo por haber concebido aquelplan magistral. Fueran cuales fueranlas diferencias religiosas que los

separaban, el código de honor entrecombatientes seguía siendo válido.

Y entonces Jalid se volvió e hizouna señal a sus mejores jinetes y, sinnecesidad de que pronunciara unasola palabra, la caballería se lanzó algalope sabiendo perfectamente quéesperaba de ellos su general.

Una docena de los mejoreshombres cabalgó por la planicie paratomar velocidad y saltar por encimade la trinchera, pero los recibió unanube de flechas y los caballosresultaron heridos en pleno vuelo:los aterrorizados relinchos de los

animales acabaron de forma abruptaal precipitarse en el abismo hacia sumuerte; en cuanto a los jinetes, lamayoría se rompieron el cuello alcaer pero los que consiguieron dealgún modo sobrevivir y arrastrarselejos de sus destrozadas monturasfueron alcanzados inmediatamentepor otra lluvia de flechas.

Jalid alzó una mano para evitarque ningún hombre más, movido porel deseo de gloria, intentara saltarpor encima de la zanja. Comogeneral curtido en mil batallas queera, sabía reconocer inmediatamente

cuándo había fracasado unaestrategia y, en ese caso, era undesperdicio de vidas y recursosempeñarse en repetirla con la vanaesperanza de que el resultadomejorase. Los caballos simplementeno serían capaces de salvar ladistancia necesaria para llegar sanosy salvos al otro lado, y si ocurría unmilagro de que uno o dosconsiguieran cruzar la sima, susjinetes estarían solos y rodeados porun ejército bien armado.

Miró al otro lado de la trincherahacia sus adversarios y consideró sus

opciones: podía ordenar a sushombres que atravesaran la inmensazanja a pie bajando hasta el fondocon cuerdas, pero los musulmanescontaban con la ventaja de estar enlas posiciones altas y detendrían asus soldados sin mucho esfuerzoantes de que éstos lograran siquieraescalar al otro lado; era una opciónmuy costosa en vidas y con muy pocaprobabilidad de éxito.

—¿Qué vamos a hacer? —se oyópreguntar a un Abu Sufiandesesperado que cada vez parecíamás viejo y exhausto, demasiado

para llevar a La Meca a la victoria.Jalid no sentía más que desprecio

por aquel hombre que se habíaautoproclamado rey de La Meca ycuyo único timbre de gloria era, enun alarde de cobardía, haber eludidola lucha en Badr donde los demásjefes tribales habían perdido la vidalibrándolo así de sus rivalespolíticos; de hecho ya habíanempezado a circular los rumores deque Jalid debería deshacerse deaquel viejo necio y ocupar su lugaren la Cámara de la Asamblea.

Pero Jalid ben al Ualid era un

guerrero, no un rey: aquello con loque disfrutaba y lo que tenía sentidopara él era el fragor de la batalla,luchar junto a hombres valerosos alos que apreciaba profundamente, nola vida fácil de un gobernanterodeado de burócratas y charlatanes.Jalid no tenía el menor interés enconvertirse en rey pero sabía quehacía taita uno; no obstante, en losúltimos años cada vez le asqueabamás el comportamiento de los líderesde La Meca, que daban clarasmuestras de cobardía y avaricia ygobernaban a base de sobornos y

mentiras, sin el menor sentido delhonor.

Volvió a mirar hacia las líneasenemigas y más en concreto aMahoma y se dio cuenta de que suenemigo poseía todas las cualidadesde las que carecían sus propiosaliados: era noble y valiente, capazde inspirar a sus hombres hasta elpunto de dar la vida por él.Contempló a aquel hombre al que losseñores de La Meca acusaban desedición y Jalid comenzó apreguntarse cómo sería liderarejércitos bajo el mando de Mahoma.

Pero, antes de que pudiera ir másallá con sus pensamientos, lodevolvieron a la realidad lasinsistentes quejas de Abu Sufian ensu oreja, exigiéndole que encontrarauna solución a aquel problemainesperado.

Jalid lanzó un suspiro y centró suatención en los campos de cerealesque se extendían justo hasta el bordede la zanja y los huertos de olivos enflor que anunciaban la llegada de laprimavera. Los musulmanes habíantenido la brillante idea de cavar lastrincheras en círculo y tan cerca de la

ciudad como les había sido posible,con lo que limitaban al máximo lasuperficie a defender, pero con ellotambién se habían visto obligados acortarse el acceso a sus propiastierras de cultivo.

Jalid sabía lo que había quehacer y una parte de él lamentaba quetuviera que ser así.

Se volvió hacia Abu Sufian y sualiado judío Huyay.

—Esperar —declaró enrespuesta a la pregunta delgobernante mecano—, eso es lo queharemos, esperar. El hambre

conseguirá lo que las espadas y laslanzas no pueden.

9

EL asedio duraba ya diez días ynuestra falta de suministros se habíahecho desesperada. Yo me habíapasado casi todo el día en lasprimeras líneas, llevando agua a losvalerosos soldados que vigilaban latrinchera. Los mecanos tampocohabían cejado en sus intentos deaprovechar la oscuridad de la nochepara trepar por la zanja, pero lamirada atenta de Zubair siempredetectaba las sombras en movimiento

y un aluvión de flechas y lanzas habíapuesto fin inmediatamente a cadaincursión. Si no hubiera sido por lasnoches de vigilia de tu padre,Abdalá, unos cuantos asesinoshabrían logrado penetrar en elperímetro de la ciudad sembrando ladestrucción en Medina.

Ya el cuarto día, losexploradores de La Meca habíanidentificado un punto débil ennuestras defensas: la trincheraterminaba al suroeste en una zonapantanosa de abundante vegetacióndonde las barreras naturales de los

árboles y las rocosas colinas hacíanimposible el paso de la caballería.Pero unos cuantos hombresintrépidos liderados por Ikrima, elhijo de Abu Jahl, y Amr Abdal Udhabían cruzado a nado las aguascenagosas y conseguido burlar anuestros centinelas. El pequeñodestacamento estaba disponiéndose aentrar en el oasis donde se proponíanprovocar unos cuantos incendios ysembrar el caos generalizado cuandoAlí les salió al paso en la fronteramisma del recinto de la ciudad. Alí yAbdal Ud entablaron un duelo corto

pero muy cruento que terminó cuandola deslumbrante Dul Fiqar de Alíabrió en dos el cráneo del mecano yel cobarde Ikrima y sus hombreshuyeron de vuelta a la marismaesquivando la lluvia de flechas quecayó sobre ellos cuando se alertó desu presencia.

El sexto día el horizonte secubrió de humo: Abu Sufian habíaordenado que se prendiera fuego alos campos que rodeaban el oasis ycontemplé con lágrimas en los ojoslas verdes planicies consumidas porlas llamas. En las semanas anteriores

al ataque habíamos recogido lamayor parte de los dátiles, el trigo yla cebada pero, con la destrucción delos árboles que proporcionaban susustento a Medina, nuestrasposibilidades de sobrevivir a largoplazo se habían reducidoconsiderablemente.

Sin embargo, para entoncespocos pensaban ya en el largo plazo;la supervivencia se había convertidoen una cuestión de llegar vivo a lacaída del sol de cada día; con elcomercio totalmente interrumpidopor causa del asedio, no teníamos

manera de reponer las provisionesque menguaban a velocidadvertiginosa y, a pesar de que elEnviado había establecido unracionamiento conforme al cual loshombres recibían la mitad de laporción diaria correspondiente amujeres y niños, simplemente ya noquedaba suficiente comida.

Y así fue como, en la décimanoche de enfrentamientos, caminabade casa en casa con otras mujerespara comprobar cuáles eran lasnecesidades de las familias quehabían sido evacuadas lo más lejos

posible del frente. Había sido unanoche complicada porque en todoslos hogares nos encontrábamos conenfermos y moribundos; en todas lascasas, las madres de familia nossuplicaban para que ayudáramos asus hijos pidiéndonos quecomunicáramos al Enviado lastribulaciones que sufría su familia yrogándome que realizara algún tipode milagro para salvar sus vidas.Quería salir corriendo y escondermeen alguna parte de aquellas miradasdesesperadas y las manos huesudasque se alargaban hacia mí para

tocarme como si mi cuerpo rezumaraalgún tipo de baraka, algunabendición milagrosa que pudieseacabar con su sufrimiento.

Yo les sonreía con dulzura ytrataba de consolarlas con palabrasde esperanza tal y comocorrespondía a una Madre de losCreyentes pero, a pesar del aura deespiritualidad que me rodeaba, notenía más que catorce años y la cargade los horrores del mundoamenazaba con aplastarme.

Al salir de una cabañita depiedra donde se hacinaban una

docena de mujeres con sus hijos dejéque la brisa fresca del oasis meacariciara la cara sintiendo el rocedel aire sobre las mejillas surcadaspor las lágrimas. Esta última casahabía sido la peor: las familiasestaban apelotonadas en una estanciaen la que en teoría no cabían más detres personas como mucho, sinespacio para respirar y mucho menospara caminar. La vivienda pertenecíaa un carpintero cuya esposa habíadado a luz a una niña hacía poco; elhombre había recibido un flechazo enel hombro mientras vigilaba la

trinchera y lo trajeron de vuelta paraque pasara allí su convalecencia,pero las condiciones insalubres deldiminuto lugar habían hecho que se leinfectara la herida y ya se percibía elrepulsivo olor a muertesobrevolando su cabeza. Pensé llenade amargura que, por lo menos, elmartirio del carpintero serviría paraliberar un poco de espacio para losdemás; tal vez cuando lo enterraranhabría un poco de sitio para que losniños se alejaran justo lo suficientepara no caer enfermos con lastemibles fiebres del oasis que habían

infectado a dos criaturas de mesesque llevaban horas llorando sinparar.

Era un pensamiento desalmado,pero estaba cansada, hambrienta yfuriosa con la vida y, tal vez, pese aque nunca lo habría admitido en vozalta, también enfadada con Dios porpermitir aquello.

Mientras me alejaba de aquellacasa a la cabeza de las otras Madres,con un pañuelo cubriéndome lacabeza inclinada bajo el peso de laira y la desesperación, oí la voz deUm Salama, la compasiva viuda:

—Deberíamos contárselo alEnviado —sugirió con la voz rotapor la pena de todos lospadecimientos que habían visto susojos esa noche.

Me volví hacia ella y negué conla cabeza con aire apesadumbrado.

—El Enviado ya tiene bastantede qué preocuparse…

El Profeta no había dejado supuesto en la trinchera desde quehabía hecho su aparición el primerjinete mecano. Llevaba todo esetiempo durmiendo dos horas diariasa lo sumo y los rigores del asedio

empezaban a verse claramente en surostro: habían aparecido canas en sureluciente barba negra y nuevasarrugas surcaban la piel alrededor desus ojos oscuros; era como si unhombre eternamente joven hubieraenvejecido de la noche a la mañana.

Sauda, la regordeta primeraesposa, se enjugó las lágrimas de losojos.

—Pero los niños se mueren dehambre y a este paso el Janat alBaqi no tardará mucho en recibirlos—objetó refiriéndose al cementerioque había a las afueras del oasis.

—Mahoma no puede hacer nadamás —repliqué airada y sintiendo depronto la necesidad imperiosa desalir en defensa de mi marido, pueslo último que necesitaba en esosmomentos era que sus esposas loabrumaran con asuntos queescapaban a su control.

El Enviado sabía de sobra que lacomunidad estaba sufriendo loindecible y una descripción con todolujo de detalles de los estragos quela enfermedad y el hambre estabancausando no serviría de nada exceptopara hacer pedazos su corazón

compasivo haciéndole más difícilaún la tarea de enfrentarse a aquelenemigo implacable.

Vi que mi joven rival, Hafsa, seencogía de hombros como si mispalabras no la convencieran del todo.

—Podría negociar una tregua —afirmó con voz tajante—, o quizá unarendición honrosa…

La abofeteé.Ella retrocedió como si la

hubiera apuñalado, pero el filo de uncuchillo le habría resultado mástolerable que el frío fuego que ardíaen mis ojos.

—¡Los lobos acechan a nuestraspuertas y tú quieres arrojarnos a susfauces!

La ira hizo que Hafsa, dignaheredera del carácter iracundo de supadre, se sonrojara y yo me preparépara recibir un golpe a modo derespuesta, rezando para que laoscuridad de la noche evitara quenadie pudiera ver a las Madres delos Creyentes peleándose igual querabiosos gatos callejeros.

Pero no ocurrió nada de eso sinoque hizo algo que me sorprendió: lahija de Umar ben al Jattab respiró

hondo para tranquilizarse y, con loque debió de ser un descomunalesfuerzo por su parte, se mordió ellabio y luego reconoció en tonocalmado y firme:

—Llevas razón, no debería haberdicho eso.

En ese momento, Hafsa pasó deser mi rival más odiada de todo elharén a convertirse en una mujerdigna de mis respeto y, ciertamente, amedida que nuestra amistad creció alo largo de los años, a menudo nosreiríamos recordando que surgióporque yo era la única persona que

se le había enfrentado jamás.Pero esa noche no había ningún

motivo para reírse: los buitresaguardaban al borde de Medina a quepereciéramos víctimas del hambre yla enfermedad; sus deseos notardarían más de una docena de díasen cumplirse, pues estábamos todoscondenados a morir a no ser que elEnviado encontrara la manera dealejar de nuestras puertas a losperros rabiosos de la guerra, y laúnica esperanza de que loconsiguiera era que sus seresqueridos lo apoyaran en aquella hora

aciaga.Me volví hacia las otras esposas

y, cuando hablé, lo hice con la voztemplada de una mujer hecha yderecha y no con vocecita de niña;mi cuerpo todavía era el de unachiquilla pero mi alma ya habíaenvejecido el equivalente a unabuena docena de vidas.

—No somos como las otrasmujeres que pueden permitirse ellujo de aburrir a sus esposos con susdudas y sus miedos —declaré consolemnidad—, nosotras somos laúltima defensa del Enviado contra la

crueldad y la locura del mundo.¿Creéis que Jadiya le pidió algunavez que se rindiera cuando toda LaMeca pedía su cabeza?

Eso último fue lo que más trabajome costó decir porque, pese a quellevaba cinco años compartiendolecho con el Enviado, pese a estarconsiderada la esposa más amada yhonrada, nunca había conseguidoocupar el lugar de Jadiya, la primerapersona que siempre creyó en él y semantuvo a su lado. En ocasionesnotaba que se revolvía en sueños ami lado y lo oía murmurar su nombre

al tiempo que sus ojos dormidos sellenaban de lágrimas mientras susubconsciente se consumía con eldolor de la pérdida. Por muchos añosque pasaran, por muchos hijos que lediera, nunca sería mío del todo.

Hafsa bajó la cabeza y vi cómose extinguía la última llama deorgullo en sus (acciones.

—He sido una estúpida, lo sientomucho —sollozó.

Y entonces la deslumbranteZainab ben Jahsh le rodeó loshombros con el brazo paraconsolarla:

—No lo sientas, yo también lohabía pensado.

Zainab me miró arqueando unaceja, retándome con la mirada aabofetear también su bello rostrocomo había hecho con Hafsa, y habíatal fuerza en su mirada, tal noblezainnata en sus ojos, que de repentevolví a sentirme como una niña y mipretendida autoridad se evaporóinstantáneamente en el aire fresco dela noche…

La bondadosa Sauda se colocó ami lado, quizá porque se dio cuentade que mi bravuconería era poco más

que una careta para ocultar el dolor yla inseguridad que atenazaban micorazón.

—¿Qué hacemos? —preguntócon dulzura.

No dejaba de resultar extrañoque aquella mujer que andaba ya máscerca de los setenta que de lossesenta pidiera consejo a unaadolescente, pero el mundo estabadel revés y sólo quienes consiguieranencontrar el camino en medio deaquel laberinto de pesadillasobrevivirían.

—Nos mantenemos firmes junto

al Enviado —respondí sintiendo quemi confianza volvía con un vigorrenovado—, y si nuestro destino esmorir a su lado, sea por causa de unaflecha o del hambre, le haremosfrente con dignidad y una sonrisa enlos labios. —Tomé la mano derechade Sauda, como si de un juramentoformal se tratase. Hafsa colocó lasuya sobre la mía, y por fin Zainabtambién lo hizo tras un momento devacilación—. Somos las Madres delos Creyentes —proclamépronunciando cada palabra del títuloque compartíamos con gran respeto

—, es lo mínimo que cabe esperar denosotras tanto a los ojos de Dioscomo de los hombres.

Todas me sonrieron invadidaspor una nueva esperanza y hastaZainab me dedicó una miradaagradecida. Yo les devolví la sonrisay confié en que sus penetrantesmiradas no fueran capaces dedetectar las terribles cadenas demiedo que me rodeaban.

10

LAS negras puertas de la fortalezaresplandecían a la luz de la luna;habían permanecido en pie durantegeneraciones, protegiendo a cuantoshabitaban en la fortaleza de los lobosque merodeaban por las colinas deroca volcánica, ya fueran verdaderasbestias salvajes u hombres mortales.

Una figura solitaria estaba de piefuera de la muralla en mitad de lanoche, con la mirada de sus ojosgrises perdida más allá de la cima de

las colinas mientras contemplaba unmundo que ya no reconocía. Kab benAsad, el jefe de los Bani Quraiza,divisó las nubes de humo que sealzaban al norte, donde un ejércitoestaba a punto de destruir la ciudadque en otro tiempo se había conocidocomo Yatrib. Sus hermanos de latribu de los Bani Nadir habían vueltopara recuperar sus hogares trayendoconsigo miles de guerreros árabespara apoyar su causa. Era innegableque la ingeniosa trinchera de losmusulmanes les había bloqueado elpaso durante algún tiempo pero Kab

sabía que llegaría el momento en quelas defensas caerían y se consumaríala venganza.

El ejército libertador llevaba yacasi quince días a las puertas deMedina y dicho retraso servía a unpropósito: los musulmanes erancomo animales acorralados,hambrientos y exhaustos, aisladospor su propio orgullo de toda fuentede suministro con que cubrir susnecesidades más básicas; losmusulmanes eran fruta maduracolgando de ramas bajas, a puntopara ser recogida. Cuando los espías

confirmaron a Kab el alcance de lahambruna y la debilidad de las tropasmusulmanas, envió un halcónespecialmente entrenado alcampamento de su hermano de raza,Huyay, el líder de los exiliados BaniNadir; el animal portaba entre susgarras un mensaje escrito en hebreo,un idioma que ninguno de susenemigos entendería si el ave eracapturada o abatida. En cualquiercaso, el poderoso halcón habíavuelto ileso con la respuesta —enhebreo también— que Kab habíaestado esperando.

Y así fue cómo llegó aencontrarse a solas al otro lado delos muros protectores de la fortalezaen mitad de la noche. En definitivaestaba haciendo exactamente lomismo a lo que llevaba mesesdedicándose: observar y esperar.

Y cuando lo vio —unmovimiento fugaz en las lenguas denegra roca volcánica que rodeaban elpaso—, Kab aguzó la vista pero nopudo distinguir nada más en mediode la oscuridad reinante. Durante uninstante se preguntó si no habríansido imaginaciones suyas, si acaso su

mente expectante no estaríaimaginando lo que anhelaba ver enrealidad, y entonces oyó el crujidoacompasado de las pisadas sobre losfríos guijarros y dos pequeñassombras se desgajaron de la otrasombra descomunal que proyectabala colina.

Kab se quedó completamenteinmóvil mientras los hombrescubiertos con sendos mantos seacercaban; alzó la vista hacia losmuros donde había unos arquerosocultos en las almenas de las torres,preparados para pasar a la acción en

cuanto él les hiciera una señal. Si elmensaje había sido interceptado porlos hombres de Mahoma y aquellasdos figuras eran unos asesinosenviados a saldar cuentas, el asuntose zanjaría de la manera másexpeditiva.

Los encapuchados se detuvierona una discreta distancia y entonces elmás bajo de los dos habló con vozprofunda y maravillosamentefamiliar:

—Puedes decir a tus hombresque ya pueden abandonar lasposiciones —dijo Huyay ben Ajtab

—; a no ser que quieras que le haganel trabajo al enemigo, claro está.

Kab sonrió y alzó la manoizquierda; no se oyó ni un ruido enlas almenas pero no tuvo la menorduda de que sus hombres habíandepuesto las armas. Y entonces sevolvió para dar la bienvenida a losrecién llegados.

Huyay se quitó el manto y loabrazó con fuerza; después el jefe delos Bani Nadir hizo un gesto con lacabeza a su acompañante que sequitó la capucha también pararevelar las facciones envejecidas

pero todavía regias del señor de LaMeca, Abu Sufian.

El árabe saludó al judíodedicándole una sonrisa sardónica.

—Qué duda cabe de que elmundo está cambiando mucho cuandounos viejos amigos se ven obligadosa reunirse con tanto misterio —comentó.

Kab le tomó una mano y lo guiohacia las imponentes puertas de lafortaleza que al entreabrirse dejaronescapar unos gemidos broncos.

—En ese caso ha llegado elmomento de cambiarlo otra vez para

que vuelva a ser como antes —respondió.

11

ME acerqué a la regordeta ama decasa y le entregué una daga. —Tomaesto —le ordené con toda laautoridad de la que pude haceracopio. La mujer dudó y la agarrépor la muñeca al tiempo que ponía laempuñadura en la palma de su mano—. Y no es que te lo estésugiriendo…

—Pero ¿por qué? —quiso saberella con la voz temblándole demiedo.

Me había pasado toda la mañanareviviendo aquella misma escena unay otra vez y ya estaba cansada de lapregunta así que me dispuse acontestarle con tono cortante, pero enese momento la miré y de repente mecompadecí de ella: no podía tenermás de treinta años, pero toda unavida de duro trabajo expuesta a losimplacables rayos del sol habíacausado estragos en su rostro, quetenía tan arrugado como la piel de unhigo seco, y llevaba el cabello teñidode rojo con henna para disimular lascanas prematuras. No estaba

preparada para lo que se avecinaba.Ninguno de nosotras lo estaba.

—El Enviado dice que debemosestar listos para luchar en las calles—respondí haciendo un esfuerzoconsciente por ser amable—, todoslos musulmanes, hombres y mujeres,que puedan empuñar un arma deberánhacerlo cuando llegue el momento.

La pobre aterrorizada mujer —Nuriya se llamaba— miró fijamenteel arma que sostenía su manotemblorosa. Oí el crujido de la telade sus faldas y bajé la vista paraencontrarme aferrado a ellas a un

niño que apenas caminaba, un varónde unos dos años que me miraba dehito en hito: tenía las mejillashundidas y el estómago hinchado, unclaro signo de que el hambre habíacastigado con especial violenciaaquella casa.

Nuriya bajó la daga y me mirócon ojos inexpresivos.

—Así que esto es el final.Alargué la mano y apreté sus

huesudos dedos con suavidad.—Eso sólo Dios lo sabe.Nuestros espías habían vuelto

con noticias de que el enemigo sehabía reunido en secreto con nuestrossupuestos aliados, los Bani Quraiza.El Enviado desconocía cuáles seríansus planes pero sí tenía claro que laúltima tribu judía que quedaba en eloasis había roto el pacto y sedisponía a prestar ayuda a laConfederación. Teníamos queprepararnos para lo peor.

Nuriya se puso a llorarimplorando desesperadamente a Aláque salvara a sus hijos; trató deaferrarse a mí con la esperanza deque la consolase pero yo me di la

vuelta para seguir mi camino: lacesta de mimbre que llevaba todavíapesaba, pues iba rebosante depequeñas armas como cuchillos,flechas, cualquier cosa de la quepudieran prescindir los hombres enlas líneas de defensa junto a latrinchera para armar a sus familias;aún me quedaban una docena decasas por visitar antes de que sepusiera el sol y no tenía tiempo queperder tratando de tranquilizar aaquella mujer.

Y entonces el llanto de un reciénnacido me detuvo: eran los sollozos

desesperados de un bebé que nopodía tener más de una semana. Seme hizo un nudo en la garganta y mepregunté si acaso el destino de lapobre criatura era venir al mundopara volver a dejarlo al cabo de tansólo unos cuantos días de fuego ydestrucción; era una suerte injusta ysentí una punzada de ira contra losmecanos, contra la arrogancia y lacrueldad de los hombres, contra lavida en aquellos terribles parajesdesiertos y, tal vez —aunque nuncalo habría reconocido en público—,contra el mismo Dios que imponía

semejantes sufrimientos a Sucreación.

Miré a Nuriya y vi terror eincertidumbre en sus ojos, y la iraque iba creciendo en mi interior sedesató de pronto arremetiendo contrala pobre mujer asustada.

—¡Basta! ¡Deja ya de llorar! —Ella me miró, desconcertada yherida. Me incliné hacia ella con loslatidos del corazón retumbándome enlos oídos—. Escúchame —proseguícon sombría intensidad—, ¡loslloriqueos no salvarán a tus hijos!Ellos necesitan que seas tan fuerte y

fría como un hombre. Si el enemigollama a tu puerta, no dejes que tucorazón sensible sea tu perdición, note darán la menor oportunidad y tútampoco debes dársela a ellos.

El tono acerado de mi vozatravesó la espesa bruma de susufrimiento; las lágrimas seinterrumpieron de golpe y vi que unamáscara inescrutable le cubría lasfacciones ajadas y ahuyentaba a ladébil ama de casa para dejar paso alguerrero que toda mujer lleva dentroy que aflora a la superficie cuando lavida de sus hijos está en peligro.

Se secó las lágrimas y asintió altiempo que asía la daga con laviolencia resoluta de un león queclava los colmillos en el cuello de supresa.

Yo asentí con la cabeza y seguími camino. Al cabo de un ratoencontré refugio en un callejónsolitario, solté la cesta y caí derodillas al suelo con el cuerposacudido por los violentosescalofríos de las emociones quehabía estado reprimiendo toda lamañana y ahora se habían desatadoigual que un volcán en erupción;

vomité y luego me cubrí el rostro conlas manos dejando que las lágrimasque no había permitido aflorar enpresencia de Nuriya me corrieran porlas mejillas.

Una nube oscura ocultó el sol y elmundo se volvió completamentenegro, sin el menor rayo de luz ni deesperanza.

La sombra de la muerte se cerníasobre Medina, la guerra no tardaríaen cubrir las calles de sangre y yo noveía la menor escapatoria a latragedia final que mi gente habíaconseguido eludir hasta ese día. El

final estaba cerca y me rendí a ladesesperación, cerré los ojos y meolvidé de todo —de mi deber, de mifamilia, de mi vida—; sólo queríadormir y no volver a despertarmejamás.

Sólo quería que la oscuridad mearrastrara hacia el abismo eterno.

Y entonces oí —si fue con losoídos o con el corazón, eso nunca losabré— una voz suave.

«Dios nos guía de la oscuridad ala luz, Humaira».

Abrí los ojos muy sorprendida:era la voz de mi esposo; la había

oído alto y claro, como si estuviera ami lado, pero el callejón seguíadesierto excepto por un diminuto gatogris que me observaba encaramadoen una montaña de basura con susmisteriosos ojos verdes.

La sombra que había cubierto laciudad entera comenzó a disiparse,alcé la vista y vi unos tímidos hacesde luz abriéndose camino entre losnubarrones tenebrosos, luego un rayode sol consiguió atravesar la masaoscura dando paso a otro que losiguió, saeteando la oscuridad con suresplandor, y la nube empezó a

desvanecerse hasta que por fin hizosu aparición la majestuosa esferaamarilla del sol en toda su gloria.

En ese momento me di cuenta deque el sol era un fuego compuesto deinfinidad de diminutas llamitas, cadauna desempeñando su papel paracrear una luz que ahuyentaba lastinieblas, y que incluso el másinsignificante y débil rayoparticipaba en aquella danzacelestial.

Me encontré a mí mismaponiéndome de pie y recogiendo miprovisión de armas del suelo: la

gente de Medina me necesitaba e,incluso si todo terminaba bajo elafilado acero del enemigo, cumpliríacon mi papel hasta el final.

12

AL final no fue la fuerza de nuestrasarmas la que derrotó a laConfederación sino el suplicioinfligido por la naturaleza: unatormenta de arena azotó elcampamento enemigo durante días ylos implacables vientos arrastraronconsigo hasta el último ápice demoral del invasor tras destrozar sustiendas, matar a hombres y bestias yenterrar preciados suministros bajocolosales dunas; los caballos se

habían espantado en cuanto aparecióen el horizonte la negra nube que sedesplazaba a velocidad vertiginosa yacabó diezmando despiadadamentela caballería mecana. Aquello fue unbrutal golpe de gracia para lasfuerzas de los quraish y sus aliadosy, pese a las desesperadas súplicasde Huyay, Abu Sufian —con el hastíoy el agotamiento escritos en cadaarruga de su ajado rostro— habíaordenado la evacuación.

Mahoma había ganado y esta vezsu victoria tendría un fenomenalalcance: el fracaso de la alianza de

los ejércitos árabes y judíos en suintento de expulsarlo de Medina nohizo sino afianzar la influencia delProfeta en el norte y la península; elcomercio con Siria y Persia estabaahora completamente en manos delos musulmanes y el futuroeconómico de toda Arabia dependíade los acuerdos a que pudierallegarse con la nueva ciudad Estado.La nación musulmana habíasobrevivido un ataque tras otrodemostrando así que era un poderduradero que habría de transformarel curso de la historia de la región.

Un único obstáculo se interponíatodavía entre el Enviado y el controltotal de las tierras del norte, unobstáculo que su gente se apresuró aeliminar.

Yo observaba cómo el ejércitomusulmán rodeaba la fortaleza de losBani Quraiza. En el momento en quenuestros espías confirmaron que losquraish se batían en retirada, miesposo había ordenado que toda lafuerza defensiva abandonara latrinchera y se reagrupara en torno albastión enemigo. Alí se habíaadelantado hasta las imponentes

puertas de la ciudadela para retar alos líderes quraiza a que salieran dela fortaleza y dieran cuenta de sutraición; sus palabras habían sidorecibidas con una explosión deflechas lanzadas por los arquerosocultos tras las murallas. Alí esquivólos proyectiles y se volvió hacia loshombres en formación a su espaldapara que se pasaran a la acción. Setrajo el imponente ariete que se habíaconstruido años atrás durante elasedio a los qainuqa con el propósitode volver a utilizarlo ahora contrasus hermanos, la única tribu judía

que quedaba en el oasis.Una docena de soldados con

armadura agarró la gruesa viga detroncos de palma reforzada conpiezas de acero y embistieron conella brutalmente los imponentesportalones de hierro que temblaronpero no cedieron a la violentaacometida.

En el momento en que loshombres retrocedían disponiéndose aasestar un segundo golpe llovieronpiedras sobre sus cabezas y variossoldados cayeron al suelo con lasangre corriendo a raudales bajo sus

cascos aplastados. Alcé la vista y meencontré con una sorprendenteimagen; contuve la respiración puescreí estar contemplando el reflejo deun extraño espejo: una muchacha quedebía de tener mi edad, con cabellosrojizos como los míos, estabalevantando rocas de un tamañodescomunal para alguien tan diminutocomo ella y lanzándolas desde lostorreones contra los atacantes de laspuertas de la fortaleza.

Alí hizo una señal a los arquerosmusulmanes que la apuntaron con susflechas inmediatamente, y ella se

agachó tras los merlones paraprotegerse en el momento en que unaluvión de saetas se precipitabasobre las torres como una lluviatorrencial que caía desde abajo enlugar de hacerlo desde lo alto. Sehizo el silencio durante un instanteeterno y luego la rojiza cabelleraasomó por la muralla, justo el tiemposuficiente para lanzar otra piedrainmensa que cayó de lleno sobre unode nuestros soldados provocando unasangrienta explosión al aplastarle elcráneo como si fuera una uva; elhombre se desplomó y no volvió a

moverse.La muchacha se agachó de nuevo

al lloverle sobre la cabeza otra nubede flechas pero cuando el ataqueremitió pude oír su voz aniñadaprovocándonos entre risas.

Sacudí la cabeza asombrada porla resistencia de la chiquilla.

Alí vino hasta donde yo estaba ytomó agua del cubo que llevaba acuestas con un tosco cuenco depiedra, dio un sorbo y luego se loofreció al hombre que tenía máscerca para que lo fuera pasandodespués entre los soldados. Me

desconcertó profundamente ver comoel cuenco iba de mano en mano ytodos bebían ávidamente como sicontinuara lleno…

Alí alzó la vista hacia lamuchacha que seguía lanzando rocasparapetada tras los merlones.Nuestros arqueros habían decididono malgastar más flechas con ella ydos docenas de hombres con escudosse habían posicionado junto a losportadores del ariete paraprotegerlos mientras continuaban elataque.

—Es valiente —comenté.

Y entonces los etéreos ojosverdes de Alí se posaron en los míosy sentí la incomodidad repentina quesolía invadirme en su presencia.

—Sí, es valiente pero tambiéninsensata. —Hizo una pausa y memiró como si pudiera ver en mis ojosalgo que hasta a mí misma se meescapaba—. Cuando una mujer luchase despoja del manto de honor que laprotege. Recuérdalo, joven Madre.

Dicho aquello, Alí se volvió deinmediato hacia sus hombres pero merecorrió un escalofrío como si suspalabras encerraran una extraña

premonición y, por un momento, sentíque el velo del tiempo se deslizabapara mostrarme una visión, unaimagen vivida y aterradora en la queyo estaba de pie en el desiertorodeada por miles de cadáveres enmedio de un río de sangre.

Dejé caer el cubo y me apresuréde vuelta al oasis; de repente queríaalejarme tanto como fuera posibledel campo de batalla, del hedor de lasangre y la bruma nauseabunda delmiedo y la furia que sobrevolaba eloasis, quería volver a ser una niñitacuya única preocupación era jugar

con sus muñecas y cepillar la sedosamelena de su madre.

Corrí a refugiarme en mi casitade la masyid, lejos del ominosoestruendo del ariete, del ruidosibilante de las flechas cortando elaire seco del desierto, pero no meencontraba lo suficientemente lejoscomo para escapar a mi destino.

Hay ocasiones en que desearíahaber podido seguir corriendo y noparar nunca, porque es precisamenteen el momento en que hacemos unalto en el camino en medio de lasluchas de la vida diaria, en el

instante en que bajamos la guardia ynos permitimos disfrutar un segundode la falsa sensación de seguridad,cuando la terrible riada de nuestrodestino fatal consigue por finalcanzarnos.

13

LOS Bani Quraiza resistierondurante veinticinco días pero al finalsus provisiones de comida y agua seagotaron y la peste que había azotadoa los musulmanes durante el asediode la trinchera emigró al barrio judíode la ciudad, no dejando al pueblo deKab más alternativa que rendirse yconfiar en la misericordia delEnviado.

Sin embargo, mi esposo noestaba de humor para mostrarse

magnánimo: en todos los años que loconocía, nunca había visto tal ira ensus ojos como el día en que se enteróde la traición de los quraiza ya que,si Dios no hubiera intervenidoenviando la tormenta de arena queechó por tierra sus planes, la tribujudía nos habría atacado por laretaguardia mientras tratábamosdesesperadamente de contener elataque de la Confederación en latrinchera, y nuestras mujeres y niñoshabrían sido por tanto sus primerasvíctimas pues las casas estaban enprimera línea de fuego una vez

hubieran cedido las puertas de lafortaleza.

El Enviado sabía que los quraizahabían planeado la total destrucciónde nuestra gente y su traición nopodía quedar impune. Mahoma sehabía mostrado clemente con lasotras tribus judías perdonándoles lavida y dejando que abandonaran eloasis, y sin embargo se lo habíanpagado uniéndose al enemigo. Sidejaba que los quraiza corrieran lamisma suerte, sin duda éstos seunirían a sus hermanos en laciudadela de Jaibar, al norte, donde

incluso en ese mismo momentoHuyay maquinaba un plan pararecuperar sus tierras perdidas pese alfracasado asedio de laConfederación. Toda Arabia estaríapendiente de cómo tratábamos a losquraiza ahora que habían caído ennuestras manos y la misericordiasimplemente se interpretaría como unsigno de debilidad que podía serutilizado contra nosotros por elenemigo.

Cuando las castigadas puertas dela fortaleza cedieron abriéndose alfin, observé cómo los exhaustos

moradores del interior comenzaban aemerger por ellas con las cabezasbajas. Primero salieron los hombresenfundados en sus armaduras y conlos brazos en alto en señal de que nollevaban armas: había por lo menossetecientos varones y pude ver en susojos un fuego desafiante inclusocuando Alí, Talha y Zubair losllevaron a un lado para maniatarlosen una hilera con gruesas cuerdas.Me estremecí al pensar que aquélloshabrían sido nuestros verdugos si lasarenas del desierto no se hubieranalzado en rebelión.

Y después, cuando ya habíasalido hasta el último hombre,empezaron a hacerlo las mujeresseguidas de los niños. A ellas se lesllenaron los ojos de pesar eindignación al ver a sus hombresatados como esclavos, pero tambiéndetecté un atisbo de alivio en losrostros de muchas: sus hijos llevabandías sin comida y muchos estaban yahasta demasiado débiles como parallorar siquiera pero, ahora que todohabía terminado, por lo menospodrían alimentar a los pequeños.

Me apresuré a guiar a las otras

Madres hasta ellas con cuencos dedátiles e higos y cubos de agua. Lasjudías dudaron un momento pero sushijos echaron a correr al ver lacomida alargando los brazos condesesperación. Las lágrimas menublaron la vista al contemplar suslabios cuarteados y sus mejillashundidas: eran víctimas inocentes dela guerra, demasiado pequeños paraentender o interesarse por lasdiferencias políticas y teológicas quehabían llevado a nuestros pueblos aaquella situación terrible. Nos rodeóuna nube de niños y vi que sus

madres nos miraban agradecidasmientras vertíamos agua en sus bocasentreabiertas y poníamos comida ensus diminutas manos.

Era una escena que rompía elcorazón y, sintiéndome terriblementeaturdida, avancé hacia una mujerquraiza de canosos cabellos negrosque debía de tener la edad de mimadre y la abracé. En ese momentono éramos judías o musulmanas niamigas o enemigas sino simplementemujeres atrapadas en un mundo quenos sobrepasaba y nos aferramos launa a la otra sollozando con

amargura compartida por la tragediade la vida en aquel desierto cruel.

Y entonces vi a una muchachaque salía de la fortaleza para unirseal resto y me aparté un tanto de laanciana con la preocupación escritaen el rostro: era la pelirroja que tanobstinadamente nos había retadodurante los primeros días del asedio;caminaba lentamente, como en unsueño, y el hambre y el cansanciohabían conseguido apagar el fuego desus ojos. Si aquella muchacha —cuyo nombre supe más tarde eraNayma— hubiera sido más discreta,

si se hubiera cubierto con un velodurante sus ataques, tal vez habríapodido pasar desapercibida. Pero elcolor poco habitual de sus cabellosrojizos tan parecidos a los míosardía como una poderosa antorcha enmedio de la muchedumbre y lossoldados musulmanes la rodearoninmediatamente. Llegué corriendo asu lado en el momento en quetambién lo hacía Alí con una cuerdaen las manos:

—¿¡Qué estás haciendo?! —exclamé mientras le ataba las manos.

—Ella va con los hombres —se

limitó a responderme.—La matarán —objeté yo, pues

pese a no saber a ciencia cierta quefuera a ser así, tenía elpresentimiento de que losmusulmanes no estaban dispuestos amostrar clemencia y, fuera cual fuerael castigo que aguardaba a losguerreros quraiza, estaba convencidade que aquella muchacha joven eimpresionable no debía correr lamisma suerte.

Alí se encogió de hombros comosi hubiéramos estado hablando dealgo tan trivial como el tiempo.

—Si quiere luchar como unhombre, entonces debe estar tambiéndispuesta a morir como tal —sentenció mirándome de un modoque, de alguna manera, me hizopensar que sus palabras no ibandirigidas a la muchacha judíaúnicamente.

Me quedé allí de pie temblandode rabia e impotencia mientras Alíllevaba a la muchacha junto con losprisioneros varones. Nayma no seresistió y lo siguió igual que uncordero caminando dócilmente haciael matadero pero, justo antes de

desaparecer en medio de la pequeñamultitud de guerreros judíos, alzó lacabeza y me miró a los ojos: no vi enlos suyos una reacción de ira ni depesar ante su suerte, sólo confusión,como si se hubiera perdido en unmundo extraño que ya no reconocía.

Y, durante un instante terrible,comprendí cómo se sentía.

14

ESA noche acompañé a mi maridoal granero en que se había instalado alos prisioneros. Abu Bakr y Umartambién vinieron junto con un hombrede la tribu de los Aus que reconocícomo Sad ben Muad y que caminabaen medio de grandes dolores con ungrueso vendaje manchado de sangrealrededor del vientre: lo habíaherido una flecha durante el ataquede la Confederación y se rumoreabaque se estaba muriendo; por qué

motivo abandonaba el lecho paraarrastrarse hasta allí esa noche era unmisterio para mí, pero al ver el gestoadusto del Enviado me di cuenta deque las preguntas que solía suscitarmi naturaleza inquisitiva no seríanbienvenidas en ese momento.

No estaba segura de por qué mehabía pedido que lo acompañara,aunque el instinto me decía que Alídebía de haberle mencionado alProfeta mi compasión por lamuchacha judía que era la únicamujer entre los prisioneros. Intuí quese iba a juzgar a los quraiza esa

noche y que mi marido deseaba queyo estuviera presente, si no para darmi aprobación, sí tal vez paracomprender.

Cuando entramos en el graneroque hacía las veces de cárcel vi a loshombres judíos de pie rezandorodeados por cientos de guardiasarmados: seguían con los brazosatados pero les habían soltado laspiernas para que pudieranbalancearse adelante y atrás mientrasel rabino más veterano delasentamiento, Husein ben Salam, losguiaba en la recitación de las

ancestrales palabras hebreas que separecían mucho a nuestra propialengua pero que tan extrañasresultaban al mismo tiempo.

El Enviado se quedó de pie enseñal de respeto, observando cómooraban los hombres. Vi a Nayma solaen un rincón con la cabeza cubiertacon un pañuelo; no se había unido alas plegarias de los otros sino quepermanecía inmóvil con la miradaclavada en algún punto distante justodelante suyo, sin pestañear.

Cuando el rabino acabó susinvocaciones se hizo el silencio y

todos se volvieron hacia el hombreque decidiría su suerte: era alto ydelgado, con ojos grises, y habíaestado de pie junto a Ben Salam,pero ahora dio un paso al frente conla cabeza bien erguida y, con aireorgulloso, se colocó frente por frenteal Enviado de Dios.

Mi esposo lo miró a los ojos unlargo rato y cuando por fin habló lohizo con voz ronca que resonó portodo el inmenso granero en el que sehabían acumulado las provisiones detrigo y cebada hasta que seconsumieron todas durante el asedio

y la hambruna que éste provocó.—Kab ben Asad —comenzó a

decir mi esposo al tiempo que elhombre asentía con la cabeza dandoa entender que efectivamente ése erasu nombre—, has provocado quepronuncie juicio sobre tu pueblo.

—Así es —respondió el judíocon gran dignidad.

El Enviado dio un paso al frentey sus negros ojos resplandecieron ala luz de las antorchas.

—Vuestra traición ha estado apunto de traer el fuego de la muerte alas calles de Medina —continuó

Mahoma—. Si Dios no hubieraintervenido, sin duda no habríaisdejado a ninguno de nosotros convida.

Kab miró a su adversario sinpestañear.

—Sí —respondió.Era la constatación simple de un

hecho, sin el menor atisbo de culpani vergüenza.

El Enviado arrugó la frente y vien sus ojos un destello de laindignación que le había provocadodescubrir que los quraiza se habían

pasado al bando de laConfederación.

—No me corresponde a míjuzgarte —declaró mi esposo para migran sorpresa—, la ira que siento estan grande que temo que no podríaser imparcial.

Kab asintió sin que su rostrodiera muestras de la menor emoción.

—Lo entiendo.Entonces el Enviado se volvió

hacia el malherido Sad, que estabaapoyado contra un poste de maderacon la mano en el vendaje. Me dicuenta de que la mancha de sangre se

había extendido y ahora toda lavenda estaba empapada.

—¿Os someteréis al juicio deSad ben Muad? —preguntó elProfeta.

Kab se volvió hacia Sad yrecordé entonces que los doshombres habían sido amigos en otrotiempo y que Sad había servido deintermediario entre musulmanes yjudíos durante los últimos años. Perosi Sad guardaba algún recuerdo deesa amistad, no detecté ni asomo deello en sus ojos marrones queresplandecían de ira por causa de la

traición sufrida.—Sad siempre ha sido amigo de

los quraiza y confío en que hará loque es justo —respondió Kab,aunque resultaba evidente que éltambién entendía que, por muycordiales que hubieran sido susrelaciones en el pasado, la amargurade la guerra las había borrado de sumemoria para siempre.

Sad dio unos cuantos pasos y suherida mortal le arrancó una muecade dolor al hacerlo; se acercó tanto aKab que sus narices casi se rozabanpero el judío no retrocedió lo más

mínimo cuando lo miró directamentea los ojos y, con voz temblorosa deira, afirmó:

—No sois musulmanes y portanto no estáis sujetos a las leyes queDios ha revelado en el SagradoCorán, así que sólo puedo juzgarosconforme a vuestras propias leyes.¿Comprendes lo que digo?

Kab asintió con la cabeza sindejar de sostener la mirada a Sad niun instante.

—Sí —fue todo lo que dijo.Sad retrocedió un paso y miró a

Ben Salam, el anciano rabino que

había sido el único exiliado de latribu de los qainuqa al que se lehabía permitido quedarse en Medina,puesto que siempre se habíamostrado respetuoso con lascreencias de los musulmanes sinridiculizar jamás el hecho de que miesposo se declarase un profeta. Elsabio anciano había permanecido enel oasis ocupándose de los judíosque aún permanecían en éste hastaque los Bani Nadir también habíansido expulsados y ya sólo quedaronlos quraiza.

—Dime, rabino, ¿qué castigo

establece la ley de Moisés para unatribu que rompe un pacto y ataca a suvecino?

Era una pregunta sencillaplanteada con tono respetuoso, perovi que el color desaparecía de lasarrugadas mejillas de Ben Salam.

—El texto es muy antiguo —adujo el rabino respondiendolentamente, eligiendo con sumocuidado cada palabra— y hacereferencia a tiempos ya muy remotos.

Sad ben Muad se volvió hacia eljefe judío.

—Kab, ¿tú crees que la Torá es

la Palabra de Dios?El judío sonrió al darse cuenta de

dónde quería ir a parar Sad.—Sí, así lo creo.Entonces Sad alzó la voz para

que sus palabras se oyeran por todoel granero.

—En ese caso la Palabra de Diosno cambia de un día para otro —sentenció— y lo que fue revelado aMoisés hace ya tanto tiempo tambiénha de ser aplicable a vosotros estanoche.

Kab asintió:

—Así sea.Sad miró al rabino y lo señaló

con el dedo.—Ben Salam, ¿qué dice la Torá

sobre la suerte que correrá la tribuque ataque a su vecino? —insistió.

Ben Salam dudó, miró a Kab yéste asintió, y entonces el ancianorabino desenrolló la Torá que aúntenía en la mano después de lasoraciones y leyó con su ronca voztemblándole de pena:

—EnDevarim, que

los griegosllamanDeuteronomio,en los versículos10 al 14 delcapítulo 20, diceel Señor:«Cuando teacerques a unaciudad paracombatirla, leofrecerás la paz.Y sirespondiere:"Paz y te

abriré" , todo elpueblo que enella fuerehallado tepagará tributo,y te servirá. Massi no hiciere pazcontigo, yemprendiereguerra contigo,entonces lasitiarás. Luegoque Jehová tuDios la entregueen tu manos,

pasarás a todovarón suyo porel filo de laespada.Solamente lasmujeres y losniños, y losanimales, y todolo que haya enla ciudad,tomarás para ticomo botín; ycomerás delbotín de tusenemigos, los

cuales Jehová tuDios teentregó».

Sentí un escalofrío al oír aquellaspalabras y darme cuenta de que lasuerte de los quraiza estaba echada:habían sido condenados por suspropias escrituras a sufrir el castigoque sus ancestros habían infligido aotros, miles de años antes: loshombres morirían todos y las mujeresy los niños vivirían como esclavosen la tierra que en otro tiempo fuerasuya.

Sad asintió con la cabeza y miróa Kab a los ojos.

—Tu Libro ha hablado —le dijo.Kab no se inmutó al oír la cruel

sentencia sino que se limitó a asentircon resignación, como si no hubieraesperado menos.

Cuando ya nos volvíamos paramarcharnos, oí al rabino liderar a losprisioneros en un inquietante cántico:no entendía las palabras pero el tonomelancólico, lleno de sufrimiento ypesar, no necesitaba traducciónalguna. Lancé una última mirada aNayma, que continuaba mirando al

vacío como absorta en su propiosueño y luego salí.

Volvimos al centro de la ciudaden silencio y cuando llegamos a lamasyid el Enviado abrazó a Sad y ledio las gracias por haberpronunciado la sentenciavalerosamente. El moribundo hizo ungesto afirmativo con la cabeza y mipadre y Umar lo ayudaron a llegarhasta su lecho. Al reparar en el tonomacilento de su piel tuve laconvicción de que no viviría paraver la ejecución del castigo que élmismo había dictaminado.

Esa noche yací despierta junto ami esposo, dándole la espalda en vezde acurrucarme contra su pechocomo tenía por costumbre.

—Estás furiosa conmigo —musitó él con voz suave.

Dudé un instante, sin saberexactamente cuál era la emoción queme provocaba aquel vacío en elestómago.

—No —respondí al fin—, ellosnos habrían matado a nosotros sihubieran tenido oportunidad deatacarnos. Si los hubiéramos dejadoir como hicimos con los qainuqa y

los Nadir, habrían vuelto paraatacarnos también. La sentencia escruel pero justa, los quraiza han sidocastigados conforme a sus propiastradiciones.

El Enviado me tomó la mano y lasostuvo entre las suyas.

—No exactamente.Lo miré confundida y en sus

oscuros ojos ya no vi ira sino unaprofunda tristeza.

—El rabino leyó el pasajeequivocado del Libro tal y como lepedí que hiciera.

Abrí los ojos como platos.—No entiendo…El Enviado me apretó los dedos y

pude sentir la profundidad de lasemociones que estaba reprimiendo.

—El fragmento de la ley deMoisés que leyó hacía referencia alcastigo reservado a las tribus lejanasque se enfrentaran con los Hijos deIsrael por la tierra, no era el castigoestablecido para las tribus vecinas.

Alcé la vista hacia mi marido sinsaber muy bien qué era lo que seguardaba para sí.

—¿Cuál habría sido el castigopara las tribus vecinas según laTorá?

El Profeta me miró y reparé en laexpresión de profunda tristeza de susojos.

—El rabino me leyó losversículos siguientes a los que hasoído esta noche —contestó—, y enellos el Libro dice que, en el caso delas ciudades cercanas, el castigosería la muerte de todo cuantorespira.

Me quedé atónita y un escalofríode horror me recorrió el cuerpo.

¿Acaso podría el Dios de Moisés, elDios de amor y justicia que nosotrosadorábamos como Alá, ser tan cruelcomo para ordenar a los Hijos deIsrael que mataran a mujeres y niños?

Era un código barbárico para unmundo barbárico y yo estabaempezando a entender por qué Dioshabía enviado a la humanidad unnuevo Profeta y un nuevo Libro que,por vez primera, tratase de controlary moderar la locura de la guerra. Enun mundo en el que la avaricia y lased de poder eran justificaciónsuficiente del derramamiento de

sangre, el Sagrado Corán decía«combatid en el camino de Dios aquienes os combaten, pero no seáislos agresores». En un mundo en elque los soldados violaban y matabana inocentes sin el menorremordimiento, la Revelación habíaestablecido reglas para evitar talesatrocidades. Según las normas delIslam no se podía matar a mujeres yniños, y esa protección también sehacía extensiva a los ancianos, asícomo a los sacerdotes y los monjesde la Gente del Libro.

Alá había prohibido destruir los

árboles y envenenar los pozos yambas tácticas estaban muyextendidas entre las naciones que sellamaban a sí mismas «civilizadas»,tales como los bizantinos y lospersas. Además el Enviado nopermitía que se utilizara el fuegocomo arma, pues sólo Dios teníaderecho a castigar a Su Creación conlas llamas del Infierno. Las saetas defuego habrían resultado muyefectivas para quemar las casas delos quraiza y poner así fin al asedio,pero el Profeta rechazaba de plano lahorrible idea de quemar a la gente

viva en el interior de sus hogares, apesar de que ésta era una táctica deguerra aceptada en todo el mundo.

Habíamos mostrado un ciertogrado de contención pero, en unmundo en el que la muertesobrevolaba la arena del desiertocomo una nube desoladora, elderramamiento de sangre erainevitable. Miré a mi esposo y al verla tristeza de su rostro me di cuentade que la matanza que se avecinabale resultaba espeluznante. Habíahecho lo necesario para salvar a sucomunidad de la extinción, y la

muerte de los guerreros quraizaenviaría a todas las tribuscircundantes un claro mensaje de quela traición se pagaría con idénticamoneda. Una vez fueran ajusticiadoslos quraiza, otros jefes tribales sedarían cuenta de que lo másbeneficioso para ellos era unirse a laalianza. De todo aquel caos estabasurgiendo un estado y el precio deestablecer el orden era muy elevado.

Me acerqué al Enviado y hundí lacara en su pecho dejando que lossuaves latidos de su corazón mefueran acunando hasta quedarme

dormida para soñar un mundo en elque no había muerte ni sangre nilágrimas; un mundo en el que el amorpor sí solo podía poner fin a latiranía y salvar al débil de ladepravación y la crueldad del fuerte;un mundo en el que no había guerra yen el que los hombres podíandeponer las armas y vivir sin miedoa ser atacados por sus vecinos.

Era un mundo que sólo podíaexistir en mis sueños.

15

SE había cavado una gran fosacomún en el mercado, de casi cincocodos de ancho y quince deprofundidad, que parecía unareproducción a escala de la trincheraque había protegido la ciudad de losinvasores. Tal vez era lo másadecuado —aunque también macabro—, que los hombres que nos habíantraicionado fueran ahora enterradosen una zanja que se parecía almétodo de defensa mismo que habían

tratado de invalidar.Los prisioneros habían sido

divididos en pequeños grupos yfueron conduciéndolos hasta allícomenzando por los líderes de latribu cuyas intrigas habían traído eldesastre a todo su pueblo y aquellosa los que se había identificado comoparticipantes activos en la batallacontra los musulmanes durante elasedio de la fortaleza judía. Yoestaba con Nayma, la única mujerentre los setecientos hombres quehabían sido sentenciados a muerte.Traté de recordarme a mí misma que

aquella muchacha con un físico tanparecido al mío no era precisamenteinocente: había elegido participar enla batalla y había herido a unoscuantos buenos soldadosmusulmanes, por no mencionar quehabía matado a uno que dejabaesposa y tres hijos. Y, sin embargo,mi corazón sabía que simplementehabía actuado en defensa de supropia comunidad. Conociendo miespíritu impetuoso, me imaginabaque yo habría hecho lo mismo sihubiera estado en su situación.

Guié a Nayma fuera del granero,

sujetando con poca convicción elcabo suelto de la cuerda con la quele habían atado las muñecas. Mehabía mentalizado para enfrentarme agritos de ira y llantos, para cualquiercosa excepto aquello con lo que meencontré: la muchacha estaba deinmejorable humor mientrascaminaba por las calles empedradasdel oasis hacia el lugar que prontosería su tumba. Iba parloteandoconmigo como si fuéramos grandesamigas, contándome cosas de su vidacomo quraiza. Nayma era unahuérfana cuya madre había

sucumbido a las fiebres del oasiscuando ella todavía era un bebé demeses y su tío Kab, el jefe judío, lahabía adoptado y criado como sifuera hija suya. Se veía claramenteque Nayma adoraba a Kab, y sudeseo de luchar contra losmusulmanes nacía de la profundalealtad que profesaba a su tío másque de ninguna disputa política oreligiosa con nuestra comunidad. Adiferencia de la judía Safiya quehabía traicionado a su propio padrepara salvar la vida del Enviado,Nayma era demasiado joven para

comprender el funesto camino quehabían emprendido los líderes de sutribu, un camino que ella habíaseguido hasta su propia perdición.

Cuando ya estábamos cerca delmercado y de la muchedumbre que sehabía convocado allí para presenciarcómo se hacía justicia contra quienesnos habían traicionado en mitad de laguerra, Nayma esbozó una ampliasonrisa y se puso a saludar con lamano entre carcajadas a losdesconcertados espectadores. Al vera aquella muchacha que caminabaalegremente hacia su propia muerte,

la gente apartó la vista y reparé enunas cuantas mujeres que seenjugaban las lágrimas de los ojos.

Nayma se volvió hacia mí ydetecté en sus ojos el brillo de unalocura aterradora: era como si un yinse hubiera apoderado de ellacubriendo su mente con un velo dedemencia para que no fueraconsciente de nada en los terriblesmomentos que se avecinaban.

La muchacha sonrió de oreja aoreja y se fijó en mi túnica colorazafrán con el borde decorado con unrico brocado de pequeñas llores

verdes y rojas.—Llevas un vestido precioso,

¿es del Yemen?Lo era, pero yo no encontraba

palabras con que responderle: sulocura me asustaba y me confundía y,de repente, deseé con todas misfuerzas estar en cualquier partemenos allí.

Nayma se encogió de hombros alver que la miraba con ojosinexpresivos.

—Iba a pedir que me trajeran unvestido del Yemen —comentó convoz aguda—, para cuando me casara

algún día. ¡Ay, bueno, ya no lo voy anecesitar!

Se me hizo un nudo en la gargantay me obligué a decir algo:

—Lo siento —musité con vozroca.

Nayma soltó una carcajada, comosi le hubiera contado una bromadivertidísima.

—No seas tonta —me contestó, yentonces se detuvo un instante y memiró con más atención—. Tú estáscasada con Mahoma, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

Nayma sonrió y luego aceleramosun poco el paso y, al divisar lashermosas guirnaldas colgantes ypreciosas carpas que poblaban elmercado, ella comenzó a avanzar asaltitos obligándome con su pequeñobaile a ir más deprisa.

Y entonces, justo cuando nosaproximábamos al sitio donde sehabía cavado la gran fosa, se detuvopara volverse hacia mí.

—¿Es bueno contigo? Tu marido,quiero decir…

Sentí que se me llenaban los ojosde lágrimas.

—Mucho —conseguí decir conun hilo de voz.

Nayma dio palmas de alegría conmovimientos un tanto forzados de lasmanos porque la cuerda que lerodeaba las muñecas le impedíahacerlo normalmente.

—¡Qué maravilla! ¿Y cuántoshijos tienes?

Negué con la cabeza:—Ninguno.Reaccionó esbozando una sonrisa

de genuina conmiseración.—¡Vaya, qué pena —se

compadeció inclinándose hacia mícon gesto cariñoso—, seguro queserías buena madre! Pero estoysegura de que tendrás uno pronto yentonces le cantarás nanas a tu bebé.¡Te voy a enseñar una que mi madreme cantaba todas las noches!

La pobre muchacha se puso aentonar unos versos cautivadoressobre un pájaro azul que sólo hacíasu nido a la luz de la luna porque leencantaba construirlo bajo el mantode las estrellas, y siguió cantandoincluso cuando llegamos a la plazacentral presidida por la inmensa fosa

excavada en la tierra. Vi quellevaban al primer grupo de trescondenados a muerte hasta el bordede ésta: sus rostros tenían unaexpresión estoica pero distinguí elterror en sus ojos cuando estuvieronfrente a Alí, Talha y Zubair, susverdugos.

Los hombres no protestaroncuando los hicieron arrodillarse anteel inmenso hoyo e inclinar lascabezas por encima del borde. Talhay Zubair alzaron sus espadas y vi queAlí por su parte levantaba en alto ala resplandeciente Dul Fiqar.

Y entonces los tres hicierondescender los respectivos filos paracercenar el cuello de los traidorescon un espeluznante crujido. Loscuerpos decapitados se retorcieron altiempo que la sangre salía aborbotones de los cuellos y por finlos cadáveres cayeron hacia adelantey desaparecieron en la oscuridad dela tumba.

Contemplé, asqueada perotambién presa de la fascinación,como conducían a otros tres hombresal mismo lugar para ser ejecutados.Nayma no había parado de cantar,

ajena a lo que ocurría durante lasprimeras ejecuciones, pero derepente se agachó y vi que estabamirando a uno de los condenados quehabía al borde de la fosa al quereconocí inmediatamente como Kab,el jefe de los quraiza, que según mehabía contado era su tío.

Durante un instante la nube dedemencia que nublaba sus ojospareció disiparse y vi el verdaderorostro de la muchacha cuya vidaestaba tocando a su fin: el horror y lapena desfiguraron sus bellasfacciones mientras observaba a su tío

de rodillas ante su tumba.Mientras los otros dos hombres

entonaban a voz en cuello sus últimasplegarias al Dios de Moisés, Kab sevolvió hacia su sobrina que estaba apunto de verlo morir.

—Perdóname, mi pequeña —lesuplicó, y entonces bajó la cabezapor encima del borde de la fosa ycerró los ojos.

Alí dio un paso al frente y con unmovimiento vertiginoso suyo Kabben Asad perdió la cabeza y sucuerpo rodó al fondo del inmensohoyo para reunirse con los otros

cadáveres allá abajo.En ese momento oí un ruido

terrible que provenía de la gargantade Nayma, un sonido que me heló lasangre: no era un grito ni un alaridode dolor sino una carcajada salvaje ydelirante.

—¡Míralos, caen como si fueranmuñecas de trapo que una niñatraviesa tira al otro lado de lahabitación! ¡Qué ridículo!

Sus risas se fueron haciendo cadavez más frenéticas a medida que Alíse le iba acercando con la sangre desu tío todavía cayendo por la punta

doble de la espada.Y entonces el primo del Profeta

se agachó junto a ella y la miró a losojos, y vi en ellos una dulzura queparecía completamente fuera delugar.

—No te dolerá, te lo prometo —la tranquilizó con voz suave.

Nayma echó la cabeza hacia atrásentre carcajadas estruendosas con sufrondosa melena rojiza mecida por elviento.

—¡Ay, qué tonto!, ¡¿cómo me vasa hacer daño?! ¡Nadie puedehacerme daño!

Y dicho eso avanzó hacia la fosa.Yo me apresuré a adelantarme unpaso y le apreté la mano.

La muchacha se volvió y nosmiramos a los ojos durante uninstante que me pareció eterno. Dosjóvenes a las que el destino habíahecho enemigas pero que compartíanlos lazos que unen a dos chiquillasque se habían visto arrastradas poralgo que las sobrepasaba, el terriblee imparable avance del río de laHistoria que destruía a su paso todaslas esperanzas y sueños que seresistieran a su poderosa corriente.

Y entonces me guiñó el ojo alvolver a apoderarse de ella la locuraque paradójicamente estabamanteniéndola cuerda durante esosmomentos finales.

Nayma fue riendo y brincandohasta el borde de la fosa; su risa sehizo más violenta aún cuando searrodilló y miró hacia abajo, al hoyoen que yacían ahora sus seresqueridos; oí que sus risotadas iban enaumento y se hacían más estridentes yde repente ya no oí nada más, ni elviento ni el murmullo constante de lamultitud que había venido a calmar

su sed de justicia ni los latidos de mipropio corazón que sin embargopodía sentir repiqueteando en misoídos.

Las carcajadas se aceleraronhasta alcanzar un ritmo frenético quehizo que sonaran como un gritoprimario surgido de lasprofundidades mismas del infierno.

Y entonces Alí alzó a Dul Fiqar yla risa de Nayma enmudecióbruscamente.

Se hizo un silencio absoluto entoda la plaza que era incluso másterrible que las desquiciantes

carcajadas de la muchacha. Me di lavuelta y huí, incapaz de seguirmirando; escapé a toda velocidadpor las calles de Medina con aquelterrible silencio envolviéndomecomo un grueso manto.

Fui corriendo hasta la casa de mimadre ya que no podía soportar laidea de volver a la mía, pues teníamiedo de que mi esposo leyera micorazón y se divorciara de mí porculpa del remolino de blasfemias quese agolpaban en mi alma. Estabatemblando de ira; ira contra lacrueldad de la vida, ira contra el

orgullo de los hombres que dividía atribus y naciones, ira contra Dios quenos había dado el libre albedrío yluego permitía que nosdestruyéramos por causa de nuestrapropia estupidez.

En mi mente veía una y otra vezel filo de la espada de Alídescendiendo sobre el cuello de lainsensata chiquilla traidora y sentíuna punzada de furia contra aquelhombre que podía llevar a cabo suhorripilante deber con tanta sangrefría. Muchos se han preguntadosiempre por qué mi relación con el

yerno del Profeta era tan tensa, tantoque esa tensión acabaría un día porcostar la vida a miles de hombres yarrastraría a nuestra nación a laguerra civil… La mayor de lasheridas que habría de enfrentarnosaún no se había producido por aquelentonces pero ahora, al echar la vistaatrás, me doy cuenta de que missentimientos hacia Alí cambiaron esedía pasando de admiración mezcladacon desconfianza a animadversiónsilenciosa, una débil Mamita que conel tiempo se convertiría en unahoguera que devoraría a la Uma.

Lo que presencié ese día en elmercado me ha dejado una cicatrizmucho más profunda que la quepudiera causarme el filo de la másafilada de las espadas. De todas lascosas terribles por las que he pasadoen esta vida, mi querido Abdalá,ninguna se me ha quedado grabada deforma más indeleble que la risa deNayma. A veces todavía creo oír esarisa, retumbando a través del tiempoy el espacio, rebosante dedesesperación y de locura,suplicando por una oportunidad paravivir y amar, para casarse y tener

hijos y cantar nanas a esos bebés quenunca nacerán.

Es el grito perdido de unamuchacha que cometió un terrible eimperdonable error al enfrentarse aldevenir implacable de la Historia.

16

LOS Bani Quraiza habían sidodestruidos y el Enviado de Dios eraahora el gobernante indiscutible deMedina. Su victoria, tal y como cabíaesperar, provocó la llegada deemisarios de todos los rincones deArabia; los jefes tribales seesforzaron por forjar alianzas con elemergente estado musulmán pormedio de lazos comerciales yfamiliares; llegaron embajadorestanto del norte como del sur y, para

mi gran sorpresa, hasta unadelegación de la misma Meca, de lacasa de nuestro mayor enemigo.

Sentí cómo crecía la ira en miinterior al contemplar a Ramla, lahermosa hija de Abu Sufian, quehabía vuelto para hacer por finrealidad la pesadilla de mi infancia.Los siete años transcurridos desdeque la había visto por última vez nohabían hecho mella en su rostro y,pese a que ahora tenía alguna arrugaalrededor de los ojos, sus mejillastodavía eran sonrosadas y su pielsuave y sin mancha. Creí que me

había librado de ella cuando elEnviado la había casado con suprimo Ubaidala ben Jahsh, elhermano de mi rival Zainab. La jovenhabía dejado bien clara su grandecepción al ver que Mahoma nosucumbía a sus encantos tras lamuerte de Jadiya y había reaccionadocon una amargura cáustica alenterarse de que yo sería quien secasase con él. Tal vez porque intuíacuáles eran sus sentimientos, elEnviado había tenido el buen juiciode enviarla lejos junto con su esposo,a reunirse con la comunidad de

Abisinia donde Ramla habíapermanecido a salvo durante todoslos años de terrible conflicto.

Pero ahora estaba de vuelta, yhabía venido a reclamar la posiciónque siempre había deseado y sentíaque le correspondía: iba aconvertirse en Madre de losCreyentes. Su esposo Ubaidalaresultó ser un irresponsable y unpusilánime que había abandonado elIslam para convertirse alcristianismo durante su estancia en lacorte del negus; conforme a la Ley deDios, Ramla no podía seguir casada

con un apóstata y su divorcio lasdejaba a ella y a su hija Habiba enuna situación precaria, viviendo enun país extranjero sin medioseconómicos y sin protección.

El Profeta había tenido noticiasde sus tribulaciones a través de lafuente más insospechada, su hermanoMuauiya, que había enviado a suamigo Amr ben al As al oasis enmisión secreta tras la Batalla de laTrinchera. Mahoma había accedidoinmediatamente a responsabilizarsede Ramla y su hija y el mismoMuauiya la había traído hasta

Medina para la boda.Así fue como me encontré

sentada en la espaciosa mansión deUzman ben Afan, el bondadoso yernodel Profeta, mientras el Enviadodaba la bienvenida al hijo e hija desu mayor enemigo. Vi que muchos delos compañeros miraban a Muauiyacon evidente recelo cuando seadelantó para besar la mano de miesposo: ya no era como lo recordabade niño, no quedaba nada de laperenne melancolía que parecíaseguirlo a todas partes cuando era unchiquillo sino que ahora mostraba

una energía y un entusiasmo queresultaban cautivadores.

Muauiya se paseó por el gransalón preparado para el banquete debodas en el que los criadosuniformados de blanco de Uzmaniban apresuradamente de un lado aotro con cestas de dátiles y cuencosde miel, y se fue mezclando sinaparente esfuerzo con los hombresque fueron sus enemigos. Tenía unsentido natural del tacto y unaelegancia de movimientos quedesarmaban a cualquiera y noté quelos iniciales nubarrones de sospecha

que albergaban los presentes sedesvanecían al calor del encantoirresistible de su carácter afable.Hasta Umar parecía impresionadopor el coraje que había demostradoMuauiya al venir solo al oasis sin lacomitiva de guardaespaldas quehabría cabido esperar queacompañara al joven que, a todos losefectos, era el heredero al trono deLa Meca.

Como hijo de Abu Sufian, eraclaramente consciente de supotencial valor como rehén, peroMuauiya se movía entre nosotros con

la seguridad y el aplomo de uninvitado de confianza en vez de unenemigo declarado. Habló con todoslos hombres como si fueran viejosamigos en vez de adversarios eincluso felicitó a los líderesmusulmanes por la brillante tácticadefensiva que había dado al trastecon la invasión mecana.

Me impresionó su habilidaddiplomática: en cuestión de minutosdesde su llegada al oasis ya se habíaganado a muchos de sus detractorescon palabras amables y halagoscuidadosamente calculados. Verlo en

acción era como presenciar uncombate entre grandes espadachinesen el que cada estocada se ejecutabacon hermosos movimientos en elmomento perfecto…

Ramla, por su parte, no teníanada que temer puesto que ya hacíamucho tiempo que se había ganado laconfianza de la comunidad, si no lamía. En otro tiempo muchos habíancreído ver en su conversión unaespecie de táctica por parte de AbuSufian para infiltrarse en las filasmusulmanas, pero las noticias quehabían ido llegando de Abisinia

hablaban de su inquebrantablecompromiso con la fe a lo largo delos años, además de haberdemostrado ser una representantemuy hábil ante la corte del negus quehabía protegido los intereses de lacomunidad en aquel territorioextranjero. Ni siquiera yo dudaba dela sinceridad de sus conviccionesreligiosas pero odiaba las miradasde codicia que dedicaba a mimarido, como si fuera un premio quellevaba mucho tiempo deseandoganar sin haber conseguido que se loconcedieran. Sus brillantes ojos se

cruzaron con los míos y ella arqueóuna ceja con aire desafiante mientrasque yo arrugué la frente. Iba a ser unaverdadera rival en el harén, puestoque reunía belleza y una menteincreíblemente despierta y meconstaba que tendría que vigilarlamuy de cerca. En ese momentoreparé en que el Enviado me estabamirando con aire divertido, como sipudiera leerme el pensamiento.

Mi esposo esbozó una sonrisallena de complicidad y luego sevolvió hacia su joven invitado, quejusto acababa de terminar la ronda de

saludos durante la que había estadodepartiendo por toda la sala con loscompañeros del Profeta con el claroobjetivo de restañar viejas heridas ycimentar nuevas alianzas. Muauiya sevolvió hacia el Enviado e hizo unaprofunda reverencia con la cabeza.

—Es para mí un honor que mihermana haya encontrado tan nobleesposo —declaró con voz vibranteque era grave y masculina.

El Enviado tomó la mano deljoven y se la apretó con fuerza.

—Ojalá esta boda sea un primerpaso hacia el fin de la larga

enemistad que ha enfrentado anuestras tribus —le respondió.

Cuando el Profeta se colocó juntoa su nueva esposa, que iba ataviadacon un vestido azul oscuro y unpañuelo de rayas rojas cubriéndolela oscura melena, Muauiya alzó uncuenco de leche de cabra en honor delos contrayentes para luegoacercárselo a los labios con un lentomovimiento de gran elegancia y darun sorbo.

Una sombra se cernió entoncessobre él y al alzar la vista seencontró con la imponente estampa

de Umar ben al Jattab, el hombre queen otro tiempo, antes de su deserción,había sido la mayor esperanza dedestruir a Mahoma con que contabaLa Meca.

—Tu padre ha debido deenfadarse mucho al enterarse de quevendrías —afirmó Umar mirandofijamente a los ojos al invitado enbusca del menor asomo de engaño ointriga.

—Se puso furioso —respondióMuauiya con una amplia sonrisallena de picardía—, pero ya soy unhombre hecho y derecho y me doy

cuenta de que las viejas fórmulas delpasado están condenadas adesaparecer. Los quraish debenadaptarse a la nueva realidad odesaparecer con ella.

Uzman, el amable anfitrión, seacercó al joven invitado y con ungesto cordial le rodeó los hombroscon el brazo. Muauiya y él eranprimos lejanos y habían tenido mucharelación cuando el hijo de AbuSufian era niño, antes de que lasdiferencias religiosas dividieran a latribu de los Omeya.

—Siempre tuviste mucha visión

—comentó Uzman con voz cálida—.El río de la Historia está cambiandosu curso y sólo los más sabios soncapaces de anticipar la dirección quetomará en el futuro.

Entonces vi que se acercaba Alí:de todos los compañeros, él era elque se había mostrado más hurañopese a los persistentes intentos deMuauiya por ganárselo.

—Una cosa es anticipar el nuevocurso del río —murmuró Alí— y otramuy distinta prever la suerte quecorrerá la propia alma.

Se hizo un silencio sepulcral y de

repente noté que la tensión que habíaido desvaneciéndose durante lapasada hora se intensificaba denuevo irrumpiendo en la sala comoun viento helado. Alí y Muauiyapermanecieron de pie en el centro dela habitación mirándose sin decirnada y, a pesar de que sólo estaban apoco más de un metro el uno del otro,daba la impresión de que el abismoque se abría entre ellos era aúnmayor que la distancia que separa eleste del oeste, el cielo de la tierra.Alí era de otro mundo, una criaturaextraña que sobrevolaba las cabezas

de los hombres observándolos perosin llegar a participar del todo en surealidad. Muauiya en cambio eratodo lo contrario, un hombre quenavegaba con maestría por las aguasde este mundo y tenía escaso interésen el sobrenatural reino onírico queAlí consideraba su hogar.

Entonces vi que el Enviado secolocaba entre ellos, como paraevitar por medio de su diplomaciacualquier confrontación que pudierasurgir entre aquellos dos jóvenesapasionados y arruinar la boda.

No obstante, al ver a mi marido

acercarse a ellos con una sonrisa enlos labios y posar una mano en elhombro de cada uno, de prontoreparé en que la escena quepresenciaba tenía otro significado:Mahoma estaba de pie entre aquellosdos polos opuestos, en una posiciónque ningún otro hombre podía ocuparya que él sí era ciudadano del reinoextraterrenal del espíritu y a la vezdominaba con maestría el mundomaterial, y sólo él comprendía cómopodían tenderse puentes entreaquellas dos realidades opuestas. Enaños posteriores, cuando el Enviado

ya había vuelto a reunirse con suSeñor, el precario vínculo que habíaforjado entre aquellos dos mundos serompería y la historia del Islam seríadesde entonces una historia deguerras interminables entre el alma yla carne.

Entonces Muauiya apartó lamirada de Alí y se rompió elhechizo. El príncipe mecano dedicóuna luminosa sonrisa al Enviado yalzó la voz, como si se propusieraque todos los presentes lo oyeran,aunque no era necesario porque enaquel momento reinaba el más

absoluto silencio y sus palabras sehabrían oído hasta en el últimorincón de la sala aunque las hubierasusurrado:

—La suerte que pueda correr mialma es algo que dejo al juicio delCreador —declaró con voz teñida dedignidad—. Ahora bien, lo que sí sées esto: antes de que tú llegaras, oh,Mahoma, nadie en todo nuestropueblo creía posible que el mundopudiera ser diferente a como lo habíasido durante siglos, un mundo debarbarie, crueldad y muerte. Pero túles has traído una visión que los ha

unido, has convertido en una nación atribus enemistadas desde tiemposancestrales. Ningún hombre lo habríalogrado sin la ayuda de Dios.

Y después, para gran sorpresa detodos, Muauiya alargó su manoderecha en inequívoca señal delealtad y el Profeta se la tomó entrelas suyas. Muauiya se arrodilló parabesar la mano del Enviado y luegopor fin pronunció las palabras quehabrían de cambiarlo todo:

—Declaro que no hay otro diossino Alá y Mahoma es Su Enviado.

Se produjo una auténtica

conmoción en la sala: gritos desorpresa, incredulidad y júbiloinundaron el aire provocando unaintoxicante atmósfera de celebración.El hijo de Abu Sufian, el heredero denuestro mayor enemigo, se habíaconvertido al Islam y, en ese instante,las dos fuerzas enfrentadas quehabían desgarrado la península en unreguero de enfrentamientos quedabanreconciliadas. Sentí que la excitaciónaceleraba los latidos de mi corazónpues, cuando el resto de las tribus seenteraran de la conversión deMuauiya, los últimos vestigios de

apoyo a La Meca se evaporarían y laguerra habría terminado.

Aquél era el principalpensamiento en la mente de todos aexcepción de Alí, que continuabamirando fijamente al joven conaquella mirada inescrutable de susojos verdes. No obstante, Muauiya loignoró y siguió centrando su atenciónen el Profeta.

—Si tuvieras a bien permitirlo,oh, Enviado de Dios, desearíaquedarme aquí y apoyar tu causa —sugirió.

Y por supuesto eso era lo que

hacía falta: si Muauiya se establecíaen Medina, sus increíbles dotespolíticas y la amplia red de contactosy aliados con que contaba serían deinestimable ayuda para establecer elorden en el naciente Estado; bajo lahábil dirección de Muauiyaconseguiríamos unir a lasrecalcitrantes tribus y entablar unúltimo combate final con La Meca:nos habíamos tenido que ocultar ennuestras casas, llenos de miedomientras los ejércitos de toda Arabiase abalanzaban sobre nosotros, entantas ocasiones que era de justicia

que ahora Hind y sus seguidorespasaran por lo mismo.

Entonces el Enviado de Dios hizoalgo completamente inesperado.

—No, vuelve con tu padre y nodigas a nadie que te has convertido—le respondió haciendo que eljúbilo que reinaba en la sala seinterrumpiera de inmediato.

Muauiya arrugó la frente.—No entiendo —objetó tan

sorprendido como los demás—.Estoy dispuesto a derramar la sangrede los hombres de mi padre para quetú consigas la victoria.

—Tú prepararás el camino —replicó el Enviado con suavidad—.Llegará el día, inshalá, en que nosvolveremos a encontrar en La Meca,pero no habrá derramamiento desangre.

Muauiya parecía desconcertadopero bajó la cabeza en señal deaceptación. Su primo Uzman lanzó alEnviado una mirada agradecida puesla destrucción de las fuerzas de LaMeca equivaldría a la extinción de lapropia tribu de nuestro anfitrión y elbondadoso noble estaba claramenteencantado de saber que el Profeta se

proponía encontrar otra forma derecuperar la ciudad.

La habitación se convirtió en unhervidero de conversaciones cuandolos compañeros y sus esposascomenzaron a departir animadamentetratando de encontrar sentido a laspalabras del Profeta y, en unmomento dado, Uzman se puso de piey dio unas palmadas solicitando laatención de todos y poniendo así fina la algarabía general:

—Vamos, amigos míos,disfrutemos del banquete que nosespera, ¡ciertamente esta noche hay

mucho que celebrar!

17

PASAMOS todos al espaciosocomedor: las paredes estabandecoradas con un alicatado exquisitode motivos florales que por lo vistohabía sido importado directamentede Constantinopla, y unas gruesascolumnas de mármol sostenían el altotecho abovedado. Era un salón dignode un palacio y concebido paracelebrar banquetes en el que hastalos reyes de Persia se habríansentido como en casa, lo que me hizo

pensar en la buena fortuna de Uzman.Pese a que gran parte del oasisseguía sumido en la pobreza, parecíaque a Uzman la abundancia loencontraba allí donde fuera él: elProfeta le había concedido el títulod e Al Gani, que significaba «ElGeneroso», y siempre estabadispuesto a compartir su copiosafortuna con cualquiera que necesitarasu ayuda pero, por mucho que diera,el dinero parecía fluir sin parar a susarcas ya rebosantes. Yo había oídocontar una leyenda de un rey griegoque convertía todo lo que tocaba en

oro y solía bromear sobre Uzmandiciendo que era nuestro Midasparticular.

Para la boda del Profeta con unamujer de su propia tribu, Uzmanhabía organizado uno de losbanquetes más extravagantes quejamás se hubieran visto; hasta elEnviado mismo parecía un tantoincómodo con la impresionanteopulencia desplegada: cuencos deplata repletos de suculentas uvasnegras; bandejas rebosantes de panfresco recién salido do los hornos;delicadas pasas servidas en platos

decorados con rosas del desiertorecién cortadas cuyas diminutashojas verdes ascendían en espiraleshacia los tersos pétalos; estofado decabra condimentado con azafrán yricas sales; pasteles que rezumabanmiel espolvoreados con unasustancia azucarada especial traídade Persia; y además un inagotablefestín de cordero asado cortado enfinas rodajas de carne tierna justo ensu punto que hacía la boca agua.

Los compañeros, muchos de loscuales nunca habían comido nada queno fuera pan malo y carne correosa,

observaban la sucesión de manjaresa cual más exquisito con ojos comoplatos, y algunos lanzaron miradasenvidiosas hacia Uzman, que estabasentado junto a la encantadora UmKulzum, la otra hija del Profeta conla que se había casado tras la muertede Ruqaya. Era como si aquelhombre bondadoso y amante de lapaz tuviese todo cuanto cualquiera deellos pudiera desear y sin embargopareciera completamente ajeno a loincreíblemente buena que era subuena fortuna. En años venideros, elresentimiento que percibí por parte

de algunos de los más jóvenes seintensificaría y una civilizaciónentera acabaría pagando muy cara laopulencia de Uzman.

Yo caminaba entre la multitud deinvitados portando bandejas de pollocon especias, toda una exquisitez sise tenía en cuenta que las avesescaseaban en el desierto y en sumayoría se importaban de Siria. Mepercaté entonces de que Ramladedicaba al Enviado delicadasmiradas melancólicas con las quecomprobé que tenía a mi maridocompletamente encandilado.

Pensar en que pasaría la nochecon ella, explorando los placeres delamor con aquella mujer cosmopolitay sofisticada me revolvía elestómago; una punzada de celos meatravesó por dentro y me sorprendí amí misma volviéndome hacia elhombre que tenía más cerca, elgigantesco Umar que se afanaba conavidez en separar la carne del huesode pollo con los dedos.

—¿Por qué tanta molestia, Umar?¡Cómetelo todo, hueso incluido! —exclamé en el tono más burlón ycoqueto de que fui capaz provocando

que él me mirara sorprendido y luegopor fin soltara una sonora carcajadaal instante.

Seguí camino entre los hombressentados a la larga mesa de cedro,bromeando alegremente con todossobre sus toscos modales típicos deldesierto, pero siempre combinabamis recriminaciones cortantes conuna sonrisa juguetona, un guiño demis ojos color ámbar, y todosrespondían como lo haría cualquierhombre a los flirteos de una mujerbella: con entusiasmo, hilaridad ysutil deseo.

Al cabo de poco rato me habíaconvertido en el centro de atencióndel banquete mientras me dedicaba aintercambiar chanzas con Talha oburlarme de las increíbles historiasde Zubair sobre sus hazañas dejuventud, antes de que mi hermanaAsma lo convirtiera en un dócilgatito. Sorprendí a Ramla mirándomecon irritación puesto que le estabaquitando todo el protagonismo el díamismo de su boda y sonreí para misadentros al pensar en la pequeñavictoria que había conseguido frentea mi rival.

Continué con mis rondas dedevaneos infantiles con todos losvarones presentes y vi por el rabillodel ojo que mi marido me estabaobservando con mirada adusta: sabíaque lo estaba poniendo celoso, algoque jamás había intentado antes, y meprodujo un secreto entusiasmo darmecuenta de que todavía tenía ese podersobre su corazón; esa noche, inclusocuando estrechara a Ramla en susbrazos, parte de su mente estaríaconsumida por el recuerdo de mipequeña actuación, mi demostraciónde que yo todavía seguía siendo la

más joven y más deseable de susesposas a los ojos del mundo.

En realidad no era más que unainconsciente muchacha de quinceaños para la que todo aquello tenía lamisma importancia que las sesionesdiarias de cotilleo de las Madres; nosospechaba ni por lo más remoto quemi estúpido jueguecito acabaríaacarreando graves consecuencias,que mis coqueteos insensatoscambiarían mi vida dramáticamente,y no podría haber adivinado que lalibertad que tanto valoraba desdeniña pronto acabaría confinada tras

los muros de una prisión que yomisma había erigido con mi propiainsensatez.

18

TALHA dejó que el alboroto delmercado, el bullicio de los gritos delos comerciantes y las risotadas delos niños lo inundaran. Estabaprofundamente abatido y caminar porel bazar lo relajaba: en los últimostiempos reinaba la alegría entre loscreyentes pero él tenía la suficientevisión como para darse cuenta de quelos esfuerzos del Enviado porconvertir a los árabes en una únicanación no supondrían el fin de la

guerra sino que, muy al contrario, seavecinaba una escalada de lashostilidades; y los nuevos enemigosno serían tan sólo unos cuantos milesde habitantes del desierto malpertrechados sino las legiones dePersia y Bizancio, imperios quedominaban el arte de la guerra trassiglos de cruento derramamiento desangre.

Se acercaba de modo inexorableel día en que el conflicto con esassuperpotencias se haría inevitable ylos musulmanes necesitarían a lo másgranado de la nación árabe a su lado

para hacer frente a aquellosadversarios, hombres como elintrépido general Umar ben al Jattaby, ahora también, el hábil políticoMuauiya. El papel que esos grandeslíderes habrían de desempeñar en laguerra que se avecinaba era claro.

Pero el que él tendría en todoaquello no lo estaba tanto.

Talha, a quien la espada con queel enemigo pretendía matar alEnviado le había destrozado la manoderecha, ya no podía luchar como suamigo Zubair, y tampoco era unreconocido hombre de Estado como

su primo Abu Bakr ni un ricocomerciante como Uzman, que podíafinanciar él solo una campaña militarentera.

Él no era más que un tullido queapenas podía alimentar a su esposaHamana y su hijo de meses, Mahoma.Su mujer era una muchacha dulce ycariñosa que nunca se había quejado,pero Talha se sentía un fracasado.Aunque había sido uno de losprimeros jóvenes mecanos que seconvirtió al Islam, era el único de losmás allegados al Profeta quecontinuaba sumido en la pobreza de

los primeros años en Medina, y lalucha constante para conseguir elsustento le había impedido prestarservicios más importantes a la causa,de igual modo que, en su día, esamisma lucha ya había hechoimposible que propusiera matrimonioa una joven antes de que la eligieranpara un destino más elevado.

Pese a que jamás lo había dicho,todos los musulmanes sabían lo quesentía por mí: había hecho unatentativa de pedir mi mano cuandoalcancé la pubertad, pero mi padre sehabía mostrado reticente a entregar a

su preciosa hija a un muchacho quepese a ser muy trabajador no parecíacapaz de salir de la pobreza, y mehabía prometido a Yubair ben Mutimcon la esperanza de atraer al Islam aun joven mecano con muchainfluencia.

Talha se llevó una terribledecepción pero albergaba laesperanza de que la lealtad deYubair para con las viejastradiciones acabaría por impedir queesa boda se celebrara jamás, y dehecho así fue. Pero cuando micompromiso con Yubair se anuló, la

sorpresa de Talha fue inmensa aldescubrir que la causa era que mehabían prometido a un hombre con elque él jamás podría competir, niaunque hubiera sido el mayorpotentado de toda Arabia. Así que nole quedó más remedio que cerrar esapuerta en su corazón; Talha besaba elsuelo que pisaba el Enviado y aceptóla voluntad de Dios sacrificando unamor por el otro.

Talha intentaba apartar aquellospensamientos de su mente, pero elmundo parecía decidido a no dejarque lo hiciera:

—Ayer por la noche la hija deAbu Bakr estaba bellísima —oyócomentar a una voz grave.

Alzó la vista y vio de pie a sulado a dos comerciantes que estabanexaminando un hato de artículos decuero que había llegado decontrabando procedente de Taif —contraviniendo la prohibiciónimpuesta por La Meca de comerciarcon los musulmanes— y se los quedómirando: los dos hombres queconversaban de forma tan pocorespetuosa eran Samir, un miembrode la tribu de los jazrach ataviado

con lujosas ropas, y su amigoMurtaza, un beduino de la tribu delos tay que moraban en las tierras aleste de Medina; ambos teníannegocios con Uzman ben Afán yhabían sido invitados a la boda deRamla.

—El Enviado tiene verdaderasuerte —comentó Samir al tiempoque hacía un guiño a su colega.

—Es la muchacha más bella quehe visto jamás —respondió Murtazacon una sonrisa lasciva—. ¿Es ciertoque todavía era virgen cuando secasó?

Talha sintió que la furia sedesataba en su corazón, se dirigiócon paso decidido hacia los hombresy los empujó a un lado paracolocarse entre ellos con los ojoscargados de ira.

—¿Qué son estos comentariosindecentes? ¡Estáis hablando devuestra Madre!

Samir contempló la desgastadatúnica de lana y los bombachospolvorientos que llevaba Talha y lededicó la típica mirada cruel ydisplicente de hombre rico.

—Sólo mientras siga casada con

el Enviado —replicó Samir.Murtaza, con el rostro quemado

por el sol y rezumando olor a aceitey qat —la planta de origen yemenícuyas hojas tenían el poder de hacersoñar despiertos a los hombres—, seacercó más a Talha con aireamenazante:

—¿Y si el Profeta muere o sedivorcia de ella? —se burló—, ¿quéserá entonces de esa delicada flor?

El corazón de Talha latíaenfurecido y habló sin pensar uninstante lo que decía:

—Si eso ocurriera yo me casaría

con ella, ¡aunque sólo fuera paraproteger su honor de escoria comovosotros!

En cuanto las palabras salieronde sus labios se quedó inmóvil,horrorizado al comprobar queacababa de confesar en voz alta sumás oscuro y privado deseo, undeseo que jamás debería haberreconocido en voz alta, ni en estavida ni en el Más Allá.

—Cualquiera diría que te gustamucho la bella dama a la que llamastu madre —intervino Murtaza denuevo al tiempo que le pasaba el

brazo por los hombros a Talha conun gesto de fingida camaradería—.No te avergüences, muchacho —continuó burlándose—, a un hijocuya madre tuviera ese aspecto se leperdonaría que ésta le inspiraraalgún que otro pensamiento obscenode vez en cuando.

Y entonces, como si lo impulsarauna fuerza incontenible, Talha le dioun brutal puñetazo en los dientes aMurtaza con su mano tullida y elsorprendido beduino cayó hacia atráscon la boca cubierta de sangre.

Talha se quedó allí de pie,

incapaz de moverse pese al dolorinsoportable de su mano destrozada,y al instante Samir se habíaabalanzado sobre él y lo estabagolpeando y dándole patadas hastatirarlo al suelo. Talha dejó dedefenderse y se limitó a recibir losfuribundos golpes del mercader sinlanzar un solo gemido, igual quehabía hecho años atrás cuando Umarle había dado aquella brutal palizadelante del Santuario. Oyó que lepartían las costillas y el dolor fuecasi tan intenso como la agonía quele provocaba su masacrada mano

deforme. No se movió, no respiró,simplemente dejó que Samir loaplastara. Se le nubló la vista y ya nohubo nada más que oscuridadcubriéndolo como un suave mantovenido para arrastrarlo al sueño dela inconsciencia. Si aquello era lamuerte, no podía pensar en un modomás feliz de dejar este mundo queperder la vida defendiendo el honorde la Madre de los Creyentes.

19

ESTABA sentada en mi minúsculacasa, hecha un manojo de nervios, yla estancia parecía más minúsculaque nunca ya que todas las esposasse habían reunido allí esa noche pororden del Enviado. En los últimosaños el harén había aumentado ennúmero prodigiosamente y ahoraincluía a seis mujeres: Sauda, yomisma, Hafsa, Zainab ben Jahsh, UmSalama y Ramla, la más reciente. Laotra Zainab, la hija de Juzaima con

quien el Enviado se había casadopara establecer una alianza con losBani Amir, había muerto hacía pocosmeses y su pérdida había sido unduro golpe para las clases máshumildes de Medina puesto que losdesvelos constantes de Zainab afavor de los más débiles y losindigentes le habían ganado elsobrenombre de Madre de losPobres.

Ahora, al mirar atrás, me doycuenta de que en cierto sentidoZainab ben Juzaima fue la que tuvomás suerte de todas nosotras, pues

dejó este mundo mucho antes de lasterribles pruebas y sufrimientos quehabrían de asolar a la Umamusulmana, y lo que tal vez meconmueve todavía más es que muriódespués de haber disfrutado una vidaplena y libre de toda restricción ylimitación innecesaria. La sencillacotidianeidad de nuestra existenciadiaria, el placer de caminar bajo losrayos del sol, pronto se convertiríanen un lujo para el resto de nosotrascomo resultado de otro desastreprovocado por mi obstinada ypasional alma.

La tensión que se respiraba en laestancia era como una nube espesade humo salida de un horno que se hadejado desatendido durantedemasiado tiempo, y las llamascontenidas tras las miradas tranquilasde las otras esposas estaban a puntode convertirse en un incendioincontrolable.

Ninguna me miraba a la caraexcepto Hafsa, cuya expresiónfuribunda resumía los sentimientosde todas de manera sucinta: miscoqueteos durante la boda de Ramlahabían traído el deshonor a nuestra

casa además de la violencia a lascalles de Medina; a mi pobre ydesafortunado Talha le habían dadouna paliza que casi lo había matadopor defender mi honor ante loscomentarios groseros de unosmercaderes, y los enfrentamientosque se habían producido comoconsecuencia degeneraron en unabatalla campal cuando loscompañeros se habían apresurado avengarlo. Nadie había perdido lavida pero la terrible reyerta sirvió dedoloroso recordatorio de lo precariaque era la paz en el oasis.

Lo que iba a pasar no estabaclaro, pero aquello traeríaconsecuencias y la cortésconvocatoria formal del Profeta atodas las Madres sugería que de unmodo u otro pagaríamos de formacolectiva por mi estupidez.

Aparté la vista de la miradaacusadora de Hafsa y la clavé en eltejado de hojas de palma en el queuna polilla gris dormía entre losrecovecos de una hoja. De repentequería ser esa polilla y escondermeen las sombras, que el mundo meignorara pero yo conservara mi

libertad para levantar el vueloinmediatamente con el mínimoimpulso.

La puerta se abrió hacia elinterior con la llegada del Enviadode Dios: nos miró y fue saludando alas Madres una por una con una leveinclinación de cabeza sin decir unasola palabra ni sonreír, y cuando susojos se posaron en mí se limitó apestañear y apartó la vista sin darmuestras de haberme visto siquiera.Mi corazón se rompió en mil pedazosigual que un espejo lanzado desde lacopa de un árbol.

El Profeta cerró la puerta a susespaldas y luego se sentó en el suelocon las piernas cruzadas, respiróhondo y por fin lanzó un suspiro deagotamiento, pero seguía sin decirnada.

Aunque pasaba el tiempo, elEnviado no hacía nada para calmarnuestra creciente ansiedad,simplemente se había quedado allísentado mirándonos con un aire deinfinita paciencia que, de algunamanera, daba más miedo que la furiaque pudiera haber expresado.

Yo tenía la boca terriblemente

seca, como si me hubiera comido unbloque de sal, y mi marido seguía sindecir nada.

Ya no lo soportaba más: pese aque me arriesgaba a desatar el nadahabitual fuego de su ira, me obligué adecir algo:

—¿Talha está bien? —musité convoz ronca como si no hubierahablado en años y mi lengua hubieraolvidado cómo se hacía.

Sentía todas las miradas puestasen mí; las otras Madres me clavaronunos ojos rebosantes de rabia peroyo no les devolví las crueles miradas

y mantuve toda mi atención única yexclusivamente en el hombre encuyas manos estaba mi destino.

El Enviado se quedó mirando lapared del otro lado de la habitacióndurante un buen rato antes devolverse por fin hacia mí. Mepreparé para una andanada dereproches, tal vez hasta confiaba enque se produjera una explosión decólera, un chispazo de pasión queindicara que yo todavía le importaba.

Pero cuando finalmente me miróa los ojos no había intención decastigo en ellos ni el menor atisbo de

ira tampoco.—Talha se pondrá bien —

respondió Mahoma con voz suave—,pero llevará más tiempo curar lasheridas de la Uma.

Volvió a lanzar otro suspiro deprofundo cansancio y de repente mepercaté de las diminutas arrugasnuevas que le habían salidoalrededor de los ojos dándomecuenta de que no había estadodurmiendo bien. Me invadiósúbitamente el arrepentimiento alcomprender que, además de todas lasresponsabilidades que su cargo le

imponía, yo había añadido máspreocupaciones aún a su pesadacarga con mi comportamientoinsensato.

—Llevo tantos añosesforzándome para unir a estas gentespendencieras en una sola familia —murmuró sin apartar la vista de mí—,y sin embargo basta un únicoincidente para que se desate denuevo la violencia entre ellos…

Las lágrimas me nublaron la vistay la habitación se volvió borrosa.

—Lo siento mucho, nunca fue miintención…

—No, nunca fue tu intención peroel daño ya está hecho —meinterrumpió bruscamente, y fue comosi me hubiera abofeteado porque elEnviado era siempre tremendamentecorrecto y consideraba queinterrumpir a otros cuando hablabanera una falta de educación, así que elhecho de que me cortara tantajantemente, sobre todo en presenciade las otras esposas rivales, dabamuestra de hasta qué punto lo habíadisgustado.

Se me hizo un doloroso nudo enla garganta cuando se me pasó por la

cabeza la terrible posibilidad de quese divorciara de mí.

Y entonces se oyó otra voz en ladiminuta estancia, el tono amable ymaternal de Um Salama.

—Somos tus esposas ycompañeras en este mundo y en elsiguiente —afirmó con voz calmada—, ¿qué es lo que deseas quehagamos, oh, Enviado de Dios?

Había elegido las palabras consumo cuidado y además con ellaslevantaba de mis hombros laresponsabilidad exclusiva por lo quehabía ocurrido y la colocaba sobre

los de todas las Madres como grullo.La miré desde el otro extremo de lahabitación con ojos rebosantes demuda gratitud por haber tomado ladecisión de poner fin a miconfinamiento solitario.

El Profeta dudó un instante ycuando habló lo hizo con la autoridadindiscutible del líder de una nación,no en el tono cariñoso que emplea unpatriarca con los miembros de sufamilia.

—Dios me ha revelado estaspalabras —declaró haciendo que seme acelerara el pulso: una

Revelación había venido a traerorden al caos que yo había creado yel mero pensamiento de que Diosmismo hubiera tenido que interveniren aquel asunto tan mundano meaterraba.

Entonces el Enviado de Dioscomenzó a recitar los versoscargados de lirismo que le habíansido revelados desde el Cielo y todose desvaneció a mi alrededorexcepto la belleza hipnótica de suvoz:

¡Mujeres del Profeta! No sois

como las otras mujeres.Si sois piadosas, no seáis

humildes al hablar,pues aquél en cuyo corazón hay

una enfermedad os desearía.Hablad lo acostumbrado.¡Permaneced en vuestras casas!¡No os adornéis con los adornos

de la antigua gentilidad! Luego el Enviado enmudeció

para dejar que asimiláramos lasSagradas Palabras. Yo pestañeé ysentí una repentina ráfaga de alivio:

el mandamiento no era tan duro, puessin duda Dios no podía tenerintención de que lo siguiéramos alpie de la letra… El Enviado decía amenudo que mucho de lo quecontenía el Sagrado Corán erasimbólico y que seguir la ley conliteralidad dogmática no haría sinoponer cortapisas al propósito deDios. Por tanto el precepto depermanecer en casa, encerrada enaquella diminuta habitación deparedes de adobe mientras el mundocontinuaba su vibrante curso a mialrededor no podía de ninguna de las

maneras ser una regla estricta quedebiera aplicarse al pie de la letra;tenía que tratarse de una admonicióngeneral para poner límite a la falta dedecoro que potencialmente podíadesembocar en el escándalo y laviolencia, tal y como había sido elcaso tras mi estúpida actuación delbanquete de bodas.

Pero al mirar al Profeta y ver laintensidad de la expresión de susojos se me heló la incipiente sonrisaen los labios: todavía había algooscuro enturbiando el aire que nosseparaba y volví a tener miedo.

—No saldréis de vuestras casassalvo si es estrictamente necesario.Es por vuestro bien y por el bien del a Uma —continuó hablandoentonces, y yo me quedé sin aliento:el Enviado se proponía seguir elmandamiento al pie de la letra yahora se esperaba de nosotras quenos quedáramos en nuestras casascomo si fuéramos prisioneras—. Y,hay más —añadió en tono lúgubre—:Dios también les ha dado unmandamiento a los creyentes.

Respiró hondo y luego recitó losfluidos versos:

Cuando pidáis un objeto a sus

mujeres,pedídselo desde detrás de una

cortina.Esto es más puro para vuestros

corazones y para sus corazones.No podéis ofender al Enviado de

Diosni casaros jamás, después de él,

con sus esposas.Esto, ante Dios, constituye un

grave pecado.

El Enviado hizo una pausa y nosmiramos las unas a las otras, presasde la confusión e incapaces decomprender lo que se pedía denosotras. Entendía la prohibición decasarse con otro hombre después delProfeta: las rivalidades y divisionesque surgirían en la lucha porasegurarse la mano de una de lasreinas de la nación llevarían a ladestrucción de la misma. Pero la ideade que sólo hablaríamos con loshombres con una cortina de pormedio era desconcertante ya que lasmujeres árabes estábamos

acostumbradas a pasar mucho tiempoal aire libre. Todas queríamos creerque no habíamos entendido bien losversículos del Corán porque unacosa era quedarnos en casa cuandofuera necesario y otra muy distinta —y totalmente incomprensible—aislarnos del resto de los creyentesde aquel modo. Sin duda aquelmandamiento no se interpretaría arajatabla.

—A partir de este momento, nohablaréis con ningún hombre que nosea mahram excepto a través de unvelo o una cortina —afirmó con gran

autoridad el Profeta mirándomefijamente a los ojos y a mí se mepartió el corazón al oírlo.

La palabra mahram se refería acualquier varón con el que nopodíamos casarnos en cumplimientode las leyes sobre el incesto:hermanos, hijos, padres, tíos ysobrinos, pues eran sangre de nuestrasangre y las relaciones sexuales conellos no se permitían. En cuanto alresto de los hombres, incluyendo losamigos íntimos como Talha,quedaban fuera de esa categoría y novolveríamos a hablar con ellos salvo

separados por una barrera. Era uncambio desconcertante y radical, uncambio para el que no estabapreparada, y no podía imaginarmecómo iba a lograr cumplir elmandamiento de Dios.

El Enviado se puso de pie paramarcharse y todas lo seguimos con lamirada contemplándolo como en unsueño, pero cuando abrió la puerta vifugazmente el mundo exterior, elbullicio de la masyid y las calles deMedina, y de repente se me llenaronlos ojos de lágrimas al caer en lacuenta de que ya nunca más podría

salir a ese mundo tal y como lo habíahecho hasta entonces: libre y con lacabeza bien alta.

De ahora en adelante, mi vidasería la de una prisionera inclusocuando no estuviera recluida entrelas cuatro paredes de los diminutosaposentos que ya tenía la impresiónde que se cernieran sobre míominosamente; siempre que meaventurase al exterior mi rostroestaría oculto tras un velo; losbarrotes de mi prisión me seguiríanallí donde fuera y eranindestructibles, forjados con una fina

tela de algodón que era másresistente que el más duro acerobizantino.

20

LOS meses que siguieron fueron losmás difíciles de mi todavía cortavida. Estaba acostumbrada a lalibertad de movimientos dentro deloasis, a que me colmaran deatenciones y me cedieran el paso alládonde iba por ser una Madre de losCreyentes, y de la noche a la mañaname encontraba atrapada en losconfines de mis diminutos aposentos.La ventanita de mi casa, que daba alpatio de la masyid, fue cubierta con

una gruesa cortina negra hecha delana tosca y colgaron otra telasimilar en la puerta. Aunque enrealidad eso poco importaba porque,una vez fue revelado el mandamientodel velo, los hombres de Medina sehabían afanado en evitar micompañía, temerosos de que la ira deDios cayera sobre ellos; así queincluso si los muros de misaposentos hubieran sido derribados yme hubiera quedado sentada allí bajoel sol, a la vista de todos, ni tansiquiera un ciego se hubiera atrevidoa acercarse a mí.

Hasta a las mujeres de Medinalas ponía ahora nerviosas estar en micompañía, así que recibía pocasvisitas a excepción de mi hermanaAsma y mi madre. Las otras esposas,igualmente atrapadas tras el velo, meechaban la culpa de su desgracia eincluso Hafsa, con la que habíallegado a una alianza amistosa paraunir fuerzas contra nuestra bella rivalZainab ben Jahsh, estaba amargada yya rara vez me dirigía la palabra.

Llenaba mis solitarios díasleyendo el Sagrado Corán, que ya nose escribía en secreto sobre hojas de

palma o paletillas de cabra sino enrobustos pliegos de pergaminocomprados a mercaderes egipcios.Encontré consuelo en las historias delos profetas que habían soportadograndes sufrimientos durante susmisiones sagradas, hombres comoMoisés que se había visto obligado arenunciar a las riquezas y privilegiosde su vida de príncipe y huir aldesierto, donde habría de oír la Vozde Dios; o como mi antepasadoIsmael, que había sido expulsado dela casa de Abraham donde vivíacómodamente y enviado a los parajes

desolados de Arabia para fundar allíuna nueva nación que acabaríarenovando la alianza de Dios con loshombres. Esas historias de exilio yredención siempre habían tenido unprofundo significado para losmusulmanes, que veían ecos de suspropias vidas en los viajes llenos depenalidades del pasado; pero para mícomenzaron a tener más relevanciapersonal al ir encontrando ciertoconsuelo en la esperanza de que, demanera similar a como esos hombressantos habían soportado lasprivaciones y la pérdida para servir

a una causa más elevada, tal vez mipropio confinamiento serviría aalgún propósito más allá del castigopor mis pecaminosos coqueteos.

Durante esas difíciles semanas,el Enviado continuó con su políticade seguir un orden estricto en lasnoches que pasaba con cada una desus esposas porque, a pesar de queno cabía duda de que micomportamiento lo había enfurecido,después de que se recibiera elmandamiento de Dios se habíamostrado conciliador al darse cuentade que tratarnos con crudeza no

conseguiría nada salvo verter sal ennuestras heridas. Yo esperaba conanticipación a que llegara mi turnosemanal y lo bombardeaba conpreguntas sobre la vida más allá delos muros de mi prisión, sobre losúltimos acontecimientos en Medina yla evolución de la interminableguerra con La Meca. Mi interés porla política parecía sorprender eincluso divertir al Profeta ya que eraun tema del que rara vez hablaba consus esposas, pero conmigo podíadesahogarse y hablar de lasdificultades diarias a que se

enfrentaba como hombre de Estado.Así que, pese al resentimiento queme producían las nuevas limitacionesque se me habían impuesto, resultóque la relación con mi marido dehecho mejoró tras el terremoto de lainstauración del velo.

Las horas que pasábamosconversando eran lo único querompía la monotonía de mi vida ydescubrí que el vínculo que nos uníase iba haciendo más profundo, másíntimo, por mucho que las exigenciasdel mundo supusieran una carga cadavez mayor sobre sus hombros.

Durante los últimos años yo habíavivido con el miedo de perderimportancia a los ojos del Profeta amedida que su harén aumentaba ytodas las mujeres hermosas de LaMeca se desvivían por convertirse enuna de las Madres. Y, sin embargo,lo irónico de aquella existenciaenjaulada era que nuestro amor sehabía avivado y, al final, los rumoresde que había sido desplazada comofavorita fueron sustituidos por losmurmullos de envidia por lainquebrantable influencia que yoseguía teniendo sobre su corazón.

Un día el Enviado vino aproponerme que lo acompañara en unviaje corto por el desierto al oestedel oasis que estaba a punto deemprender. Sus espías habíandescubierto que la tribu beduina delos Bani Mustaliq había firmado unpacto con La Meca y planeaba lanzarun ataque sobre las caravanasmusulmanas que volvían de Siria a lolargo de la costa, y el Profeta habíadecidido que lo mejor era un ataquepreventivo: los musulmanes ya nopodían disfrutar del lujo de adoptaruna mera postura defensiva porque,

después de lo cerca que habíamosestado de la aniquilación durante elasedio de los mecanos, no nosquedaba más alternativa que atacaren cuanto detectáramos el menorindicio de que nuestros enemigos seestuvieran reagrupando. Así pues, elejército musulmán tomaría lainiciativa y saldría a derrotar a losBani Mustaliq antes de que ellospudieran preparar una ofensiva; y elEnviado quería que yo loacompañara en esa misión.

Me inundó tal alegría que se mellenaron los ojos de lágrimas, pues

aquél iba a ser el primer día despuésde varias semanas en que podríasalir de los confines de mi casa y verel mundo de nuevo. Incluso a pesarde que tendría que cubrirme el rostrocompletamente con un velo paraocultarlo del resto de la humanidad,por lo menos podría otra vez caminarbajo los rayos del sol, respirar eldenso aire almizclado del desierto y,lo más importante de todo, podríapasar varias noches a solas con elEnviado.

Me puse a saltar de alegría igualque una niña pequeña, dando palmas

con las manos mientras mi espososonreía al ver mi entusiasmo, yademás reconocí un destello dedeseo en sus ojos que hizo que loslatidos de mi corazón se aceleraran.Fui corriendo hasta el pequeño baúlde madera de acacia situado en unaesquina de la habitación que conteníamis escasas posesiones y saqué de élla túnica oscura y el velo que sehabían convertido en mi prisión fuerade mi prisión. La túnica de gruesoalgodón cubría mi cuerpo como lanegra sombra de un eclipse puestoque los amplios ropajes estaban

confeccionados con la intención dedisimular el menor atisbo de curvasfemeninas. Era como una mortajapara un muerto viviente, queprecisamente era en lo que yo habíatenido la impresión de habermeconvertido durante los solitarios díasdel último mes. No obstante, en esemomento me la puse con orgullo yexcitación, como si de un gloriosovestido de boda hecho de seda y orose tratara, y en cierto modo así era,porque esa noche tendría laoportunidad de restaurar el vínculoque me unía al Enviado, de

convencerlo con la persistencia demis besos de que él era el únicohombre al que amaría jamás.

Me coloqué el grueso velo que sesuponía debía ser el escudo que meprotegiera del mundo y estaba apunto de cerrar el baúl cuando vialgo que brillaba en su interior, justodebajo de un par de brazaletes decobre y un peine de coral que mipadre me había regalado cuandollegué al oasis; era el collar deónice, el regalo de boda del Enviado.

Alargué la mano y me lo pusealrededor de mi delicado cuello, y

mis labios esbozaron una sonrisa alrecordar mientras me cubría la caracon el velo negro, el niqab, de modoque sólo quedaran a la vista mis ojoscolor ámbar asomando por encima dela suave tela de algodón. El Profetaalargó el brazo y me tomó la manoantes de abrir la puerta; parpadeé uninstante, cegada por la ferozintensidad de la ahora poco habitualluz del sol.

Y entonces respiré hondo y di unpaso al frente hacia ese mundo delque me habían desterrado. El patiode la masyid estaba atestado de

creyentes que se sorprendieron alverme salir de mi casa. Algunos seapresuraron a apartar la vistamientras que otros contemplaronfascinados aquella voluminosa masanegra que en otro tiempo había sidouna hermosa muchacha, una chiquillacuyo rostro hasta entonces familiarninguno de ellos volvería a ver entoda su vida.

El Enviado me guio por entre lamultitud que siempre se agolpaba entorno suyo con la esperanza de tocarsu mano o el borde de su túnica yabsorber así la baraka, la divina

bendición que rezumaba su cuerpo.Mientras mi esposo me conducía

por las calles de Medina que tandesconocidas me resultaban ahora,tuve la extraña ocurrencia de que ladesorientación que sentía eraparecida a la confusión del almaresucitada que emerge de la tumbapara dirigirse hacia el temible Tronodel Dios de Justicia.

Era una impresión que resultó sermucho más perspicaz de lo que nadiehubiera podido imaginar.

21

EL ataque a los Bani Mustaliq fue unrotundo éxito: los beduinos noestaban en absoluto preparados pararepeler el asalto y sus patrullas noeran rival frente al millar desoldados musulmanes bien armadosque descendió sobre su campamentoal amanecer. Yo presencié toda labatalla a lomos de una camella, unanimal fuerte a la que le habíanpuesto el nombre de Asiya en honor ala mujer del faraón que se había

convertido en secreto a la religión deMoisés, desde el interior de unahaudach, una silla de montar condosel protegida con placas dearmadura que se había construidoespecíficamente para la protecciónde cualquiera de las esposas delProfeta que pudiera acompañarlo ensus expediciones militares. Measomé a través de la cortinilla decota de malla y contemplé el corazóndel ardiente desierto donde lastropas del Enviado se abalanzabansobre los beduinos traidores; labatalla apenas duró una hora y los

Bani Mustaliq capitularon despuésde que su jefe Al Hariz fueradecapitado bajo la espada de uncompañero llamado Zabit ben Qais.

Observé con sombríasatisfacción a los soldados beduinosque deponían las armas desesperadosy caían de rodillas postrándose entierra en señal de sumisión. ElEnviado avanzó a grandes zancadaspor el campo de batalla hasta llegaral primer hombre, un guerrero de tezoscura y dientes rotos, y lo agarrópor los ropajes obligándolo aponerse de pie.

—No te inclines ante loshombres —le dijo al derrotadoadversario—, no debes inclinartemás que ante Dios.

El soldado enemigo lo miró llenode gratitud y en ese instante tuve elconvencimiento de que los BaniMustaliq pronto se unirían a nuestracausa. Eran un pueblo demercenarios al servicio del mejorpostor y el ataque sorpresa deMedina les había demostrado a lasclaras que los vientos que soplabanen Arabia habían cambiadodefinitivamente: el Profeta había

tenido el acierto de mostrarles que sufuturo estaba con nosotros y no conLa Meca. Los beduinos perdierondos docenas de hombres, lo que paraellos era un duro golpe, pero sihubieran cometido el error de entraren la lucha como aliados de AbuSufian sus pérdidas habrían resultadomucho mayores.

Al cabo de un rato, cuando Umary Alí ya habían comenzado aorganizar el proceso de colocar a losprisioneros en filas donde se losataría los unos a los otros congruesas cuerdas, oí un grito

angustiado y vi a una anciana queemergía de la ciudadela de tiendaspolvorientas que servía de hogar a supueblo: era una mujer mayor y losrigores de tantos años de cruel vidaen el desierto habían cubierto surostro de arrugas pero se movía consorprendente agilidad y de hechocorrió por la arena manchada desangre hacia el cuerpo decapitado deAl Hariz. Al oír los penetrantessollozos desconsolados me di cuentade que era la esposa del jefe de latribu y sentí pena por ella.

Y entonces otra mujer, una

muchacha de unos veinte años, salióde una tienda de vivos colores quedebía de haber sido el hogar de AlHariz y corrió hacia la mujer. Lamuchacha apartó la mirada para noenfrentarse a la imagen del jefemuerto, pero no lloró ni gritó sinoque rodeó con los brazos a la ancianay trató de consolarla susurrándole aloído hasta que la mujer dejó detemblar y se derrumbó en sus brazos,resignándose a la pérdida que habíasufrido la tribu ese día.

Vi que los hombres mirabanfijamente a la muchacha de sedosa

melena castaña con mechonesdorados y piel aceitunada de un tonosimilar al de sus ojos: era bastanteatractiva y me di cuenta de que losguerreros musulmanes no tardaríanen enfrentarse para establecer quiéntenía derecho a reclamarla comoprisionera de guerra.

La joven debió de notar que lamiraban porque se puso de pie conaire altivo al tiempo que echaba lacabeza hacia atrás en un claro gestode desafío.

—Mi nombre es Yuairiya, hija deAl Hariz, a quien habéis dado muerte

—declaró sin el menor atisbo demiedo en la voz—. Ésta es mi madrey la madre de toda la tribu, tratadla aella y a su familia con dignidad sitenéis temor de Dios.

Había elegido sus palabras demanera brillante y éstas surtieron elefecto deseado: los lujuriososhombres apartaron la mirada,avergonzados de su propia grosería,y yo sonreí para mis adentros desdeel interior de la haudach blindada: lamuchacha tenía carácter.

Pero entonces vi que mi esposola contemplaba con una sonrisa en

los labios y la mía se evaporó deinmediato.

Acampamos junto a las tiendas de losBani Mustaliq durante dos días y serepartió el botín: la tribu llevabaaños atacando caravanas con éxito ysus robos les habían proporcionadouna considerable fortuna que prontosería dividida entre losconquistadores. Un quinto del botínsería para el Enviado, incluido eltesoro de raras piedras preciosas —

ópalos, esmeraldas y zafiros— quehicieron que el corazón me diera unvuelco al contemplar suresplandeciente belleza; acaricié lasgemas al tiempo que dejaba escaparun suspiro nostálgico, pues sabía quepronto serían distribuidas entre losnecesitados y el Profeta seguiríasiendo tan pobre como siempre.

La cuestión más delicada seguíasiendo decidir la suerte que correríala tribu y en especial la orgullosaYuairiya. Surgieron las discusionessobre quién tenía más derecho areclamar a la hija del jefe, quién

había mostrado más valor y destrezaen el campo de batalla y por tanto semerecía una esclava de tan peculiarbelleza… Los numerosos rivalesacudieron a Umar, a quien elEnviado había nombrado juez detodas las disputas relacionadas conel botín; el gigante de expresiónadusta escuchó con impaciencia atodos y cada uno de los hombresinterrumpiéndolos cuando ya habíaoído suficiente y luego por fin tomóuna decisión sin titubear: lamuchacha pertenecía a Zabit, elsoldado que había matado a su padre,

el jefe de los Bani Mustaliq.Los otros hombres se llevaron

una decepción pero ninguno tuvo elvalor de protestar ante el poderosoUmar y el asunto quedó zanjado a losojos de todo el mundo.

De todo el mundo excepto de lapropia Yuairiya porque cuando lainformaron de su suerte exigió agrandes voces que la llevaran ante elEnviado de Dios en persona, y tanfuriosas y persistentes fueron susquejas que hasta sus propios captoresse acobardaron y al poco rato meencontré acompañando al Profeta a la

tienda de los esclavos donde se lahabía instalado junto con las otrasmujeres.

En cuanto entramos Yuairiya setransformó, pasando de ser unaprincesa altanera y llena deexigencias a convertirse en unahumilde esclava con la cabeza baja ylágrimas corriéndole por las mejillascomo por encargo. Le rogó alEnviado que la salvara de suignominiosa suerte argumentando queera hija del jefe de una tribu árabe,una princesa para su pueblo y que,para su familia, era el colmo de la

humillación y el deshonor que fuera aconvertirse en la posesión y juguetesexual de un simple soldado de a piedel ejército musulmán.

La observé a través del gruesovelo teniendo que admitir —muy ami pesar— que me estabaimpresionado su intervención:Yuairiya iba alternando dignidadatribulada con la más emotiva de lashisterias mientras defendía su caso yme di cuenta de que habíaconseguido conmover a mi esposocon sus ruegos. Y cuando lo oíacceder a librarla de su esclavitud a

condición de que se casara con él ysirviera como voz conciliadora quegarantizase que el resto de su tribuaccedía a un trato con Medina, elpuñal de los celos me atravesó unavez más.

Yuairiya aceptó la propuesta y yosacudí la cabeza al pensar en loincreíble que había sido el día paraaquella muchacha: se habíalevantado al amanecer como princesade los beduinos, a mediodía era unaesclava cautiva y para cuando sepuso el sol se había convertido enMadre de los Creyentes, una de las

reinas de Arabia.Esa noche, mientras dormía sola

en mi tienda y el Profeta disfrutabade los encantos de su cautivadoranueva esposa, acaricié con los dedosel collar de ónice dejando que todala furia y los celos que anidaban enmi corazón fluyeran hacia las oscurasgemas. Por mucho que lo intentaranunca podría ser el centro de la vidade Mahoma: su grandezasobrepasaba a cualquier mujer y sumisión en la vida era mucho másimportante que el reclamo decualquier unión conyugal.

Yo deseaba desesperadamenteser la más importante de todas susesposas, la que algún día llegaría areemplazar a Jadiya en su memoria,pero sabía que eso nunca ocurriría ytendría que conformarme con ser laprimera de un círculo de consortes enpermanente expansión, un nombremás enterrado junto a tantos otros enlos anales de la Historia.

Y, no obstante, podía oír losgritos de mi corazón furiosorebelándose ante la injusticia de lavida: se suponía que era la másresplandeciente de las estrellas en el

firmamento de las mujeres de Arabiapero aun así me sentía como undiamante enterrado en la arena, midelicada belleza permanecía ocultaal mundo, no se permitía a mi ágilmente resplandecer a plena luz deldía; era algo más que la chiquilla dequince años envuelta en un velonegro que dormía sobre una estera enmedio del desierto pero el mundonunca me vería así; era una reina quejamás podría reclamar su corona.

Juré en silencio que, de todas lasesposas del Enviado, yo seríaaquélla de la que el mundo seguiría

hablando al cabo de un milenio,aquélla cuyo nombre aún estaría enboca de hombres y mujeres cuandolos de las demás ya se hubieranolvidado.

Era un juramento terrible y nuncadebería haberlo hecho porque esanoche el Señor prestó oídos a mioscura oración y me concedió lo quele pedía pero no del modo en que yohabría esperado ni deseado.

22

LA mañana que cambió mi vida, y laHistoria del mundo también, no fuenada de particular: me desperté conla primera luz del día al son de laevocadora voz de Bilal llamando alos fieles a la oración; había dormidoa ratos y además había tenidopesadillas que se desvanecieron encuanto me levanté del jergón de paja.

Hice las abluciones con ayuda deun cubo de agua que un soldadohabía dejado discretamente a la

puerta de mi tienda y, por unmomento, me regodeé en la apaciblesensación del agua frescaescurriéndose por mis dedos; luegome eché agua en la cara paraespabilarme y me rocié el pelo y lospies conforme al ritualcorrespondiente o udu, la abluciónmenor que solía realizarse antes decualquiera de las cinco plegarias;sólo después de haber mantenidorelaciones sexuales era necesariorealizar un gusl, un baño completo enel que había que lavarse todo elcuerpo antes de poder presentarse a

orar ante el Señor de los Mundos. Seme pasó por la cabeza que elEnvidado tendría por supuesto quehacer un gusl después de haberpasado la noche con su nueva esposay sentí las punzadas de los celos enel pecho.

Cuando salí de la tienda con elvelo puesto y completamente cubiertade pies a cabeza vi que el Profetaestaba organizando a los hombres enfilas en dirección al sur, hacia laSagrada Caaba y que sonrió cuandovio aparecer aquel fardo negro queera yo, pero aparté la vista

sintiéndome incapaz de mirarlo a lacara; por al rabillo del ojo vi ademásque mi reacción había hecho susonrisa aún más amplia, como si lodivirtiera mi más que evidenteenfado por su boda con Yuairiya, ytuve que morderme la lengua para nodecir en voz alta nada impropio deuna Madre de los Creyentes.

Después del ritual de lasplegarias del alba o fachr antes deque el sol hubiese asomado por elhorizonte, los hombres comenzaron alevantar el campamento paraemprender viaje de regreso a casa.

Yo me aparté un poco a refunfuñar ensoledad, manteniéndome alejada deYuairiya pese a las persistentesmiradas que ella me lanzaba. Ahorala joven llevaba puesto un velomorado a juego con sus vaporosasropas y, pese a lo discreto de suindumentaria, parecía rezumarsensualidad ya que era más alta queyo y sus pechos eran redondeados yfirmes, los muslos torneados…: unamuchacha claramente dotada para darhijos al Profeta.

Yo eché espumarajos por la bocaal darme cuenta de que Yuairiya se

había convertido en la nuevaesperanza de la comunidad en vistade que yo no había conseguido darledescendencia a mi esposo pese allevar seis años compartiendo sucama. Corrían rumores crueles segúnlos cuales yo era estéril y, sinembargo, mis ciclos se sucedíantodos los meses con regularidad.Cierto que el Profeta ahora sólopasaba una noche a la semanaconmigo y eso había disminuidoconsiderablemente mis posibilidadesde concebir, pero todavía habíaesperanza de que mi vientre diera

fruto en años venideros. Sinembargo, una parte de mí habíaempezado a creer que no era lavoluntad de Alá que yo le diera unhijo a mi marido, y lo único que mecausaba aún más dolor que eso erapensar que Dios hubiera podidoelegir a una de mis rivales para esehonor.

Mientras estaba sentada en unrincón del campamentolamentándome de mi mala suerte enla vida, sentí que el seco aire deldesierto se volvía fresco de repente ami alrededor, aunque no se veía ni

una gota de viento meciendo misvestidos: alcé la vista y me encontrécon el Enviado de Dios de pie frentea mí con aquella sonrisa exasperanteen los labios.

—¡Vamos, te echo una carrera!—me dijo al tiempo que me tendía lamano.

Lo miré completamentedesconcertada y entonces sentí que laira se evaporaba bajo la calidez desu mirada: en los primeros tiemposde nuestro matrimonio, cuando tantomi cuerpo como mi corazón erantodavía los de una niña, el Profeta

solía jugar conmigo y lo que más legustaba eran las carreras porque yo,veloz como el viento, era la únicapersona que tenía posibilidad deganarle.

Era una oferta enternecedora, unrecuerdo de días pasados hacía yamucho tiempo cuando no éramos másque él y yo, antes de que el harén sellenara de bellas mujeres cuyosencantos igualaban fácilmente losmíos. Acepté la mano que me tendíay me puse de pie para seguir alEnviado más allá del bullicio delcampamento abarrotado de gente que

se afanaba en desmontar las tiendas ypreparar los camellos para el viaje.Vi a Yuairiya de pie junto a su madreviuda, observándonos como unhalcón, y sonreí bajo el velo negroque me cubría el rostro.

Mi esposo me guio hasta unmontículo solitario donde un arbustode adelfa crecía bien erguido,desafiando al desierto con sus floresentreabiertas de color rosa yamarillo que resplandecían con losprimeros rayos del sol. Vi alEnviado recorrer el paisaje con lamirada hasta que encontró un punto

de referencia adecuado: un cactuscercano a un saliente en el terrenoque se encontraba a cierta distanciaseñalando el borde de una profundacaída en un barranco pedregoso.

—¡Hasta allí! —exclamóseñalando la improvisada línea demeta—. Y no te caigas del otro lado,¡igual los ángeles no llegan a tiempode atraparte en pleno vuelo!

Entorné los ojos y él rio de buenagana: el Profeta esperó con airepaciente y divertido a que yo mearremangara las faldas por encima delos tobillos para no tropezar y,

puesto que no había ningún hombrecerca, no puso ninguna objeción.Entonces sacudí los pies paraquitarme las sandalias y dejé que lostoscos granos de arena acariciaranmis pies como cuando era niña.

La expresión del Enviado cambióal desvanecerse el brillo burlón desus ojos para ser reemplazado porgenuino cariño, y de pronto me dicuenta de que él también echaba demenos los días en que el mundo erasencillo, cuando no éramos más queun puñado de gente cantándoles lasverdades a los poderosos. Ahora

nosotros nos habíamos hechopoderosos y ya nada era sencillo.

Mahoma clavó la vista al frente yse inclinó hacia delantepreparándose para la salida y luego,sin molestarse con la acostumbradacuenta de tres, simplemente grito:

—¡Ya!Había dado comienzo la carrera.Lo adelanté como una bala,

corriendo impulsada por el ímpetu dela juventud y dejando a mi paso laestela del resplandor de las plantasde mis pies moviéndose a todavelocidad. El aire abrasador me

golpeaba la cara aplastándome lagruesa tela del velo contra la boca.Notaba los latidos acelerados de micorazón mientras obligaba a cadamúsculo de mis piernas a esforzarseal máximo; el cactus cada vez estabamás cerca por mucho que diera laimpresión de que el desierto baldíopermanecía inmóvil, y por unmomento tuve la extraña sensaciónde estar corriendo en el sitiomientras el cactus avanzaba hacia mí.

No veía ni rastro de mi maridopor el rabillo del ojo y me preguntési habría salido siquiera, y entonces

noté una ráfaga de viento frío a miderecha y el Enviado de Dios mepasó de largo igual que unaexhalación, con la negra cabelleraondeando al viento y los frondososrizos de la barba mecidos por elmovimiento de su mandíbula puestoque se iba riendo de buena gana.

En un instante había llegado alcactus y se volvió para mirarme conaire triunfal cuando lo alcancé unsegundo más tarde. Nos dejamos caeral suelo respirando con dificultad yriendo con un gozo que ninguno delos dos había experimentado en

muchos meses: el gozo de estarjuntos, unidos por el destino; el granhombre y la chiquilla, la másinsospechada de las parejas.

Me estrechó en sus brazos y, alsentir el ritmo cadencioso de sucorazón, me di cuenta de que pormuchas mujeres que compartieran sucama yo siempre sería especial;nunca sustituiría a Jadiya, su primeramor, pero sin duda yo sería elúltimo y, a fin de cuentas, ¿qué máspodía pedir una mujer?

Cuando recobramos el aliento measeguré de que mis tobillos volvían a

estar ocultos bajo mis faldas yvolvimos de la mano al campamentoque para entonces estaba casicompletamente desmantelado. Mitienda ya estaba desmontada, así queme dirigí de buen grado hacia Asiya,mi camella, mientras que el Enviadoiba a reunirse de nuevo con loshombres para ayudarlos a finalizarlos preparativos del viaje.

Me instale en la haudachacorazada y, al llevarme la mano alcorazón, en el que sentía lamaravillosa excitación del amorrenovado, me di cuenta de que algo

no iba bien: el collar de ónice, quedebería haber descansado sobre mipecho, no estaba. Lo busquérápidamente por la haudach pero eldiminuto compartimento estabavacío; descendí con cuidado ybusqué alrededor del animal pero loúnico que veía era arena amarilla ypiedras color ocre anaranjado, lasinconfundibles gemas negras habríansaltado a la vista en contraste con elsuelo igual que una mancha en lasuperficie del sol, pero no había nirastro de ellas.

Y entonces me acordé: la última

vez que había notado el collar sobrela piel había sido durante la carrera,al clavarse las duras gemas contra mipiel suave mientras corría hacia elcactus. Se me debía haber caídocerca del saliente donde me habíatumbado un rato al final de lacarrera.

Maldije el cierre defectuoso quesiempre había dado problemas ycomencé a caminar de vuelta a aquellugar alejándome del campamento enbusca de mi regalo de boda. El collarde ónice era el primer regalo que mehabía hecho el Enviado y cada vez

que lo notaba alrededor de mi cuellorecordaba aquella noche especial enque me convertí en una mujer; era lamás preciada de mis escasasposesiones y no estaba dispuesta apermitir que se lo tragara parasiempre la arena del desierto porculpa de un descuido.

Ascendí por el montículo ypronto perdí de vista el campamento;mis ojos escudriñaban el suelomientras hacía el recorrido de nuevocon sumo cuidado, pero seguía sinhaber ni rastro del collar; presa de lafrustración, miré alrededor de la

base del cactus y aun así seguía sinaparecer; no obstante me obstiné envolver arriba y abajo sobre mispasos, dando puntapiés a laocasional piedra y volcandohormigueros en mi desesperadabúsqueda. Cada vez me iba poniendomás nerviosa y me asaltó la preguntade cómo iba a decirle a mi amadoque había perdido para siempre elregalo especial que me había hecho.

Y entonces lo vi: estaba medioenterrado bajo un montón de arena;las negras gemas me hicieron unguiño cuando las motas blancas que

contenían resplandecieron a la luzdel sol y sonreí entusiasmada altiempo que daba gracias a Alá porhaberme ayudado a encontrarlo. Lorecogí a toda velocidad y lo limpié, yen vez de ponérmelo otra vez alcuello lo apreté en la mano para noarriesgarme a perderlo de nuevo.Entonces fue cuando alcé la vista alcielo y, al darme cuenta de que el solya estaba muy alto, me quedé lívida:¿cuánto tiempo llevaba allí sola enmitad del desierto?, ¿habrían pasadohoras? Maldije mi propia insensatezporque, a esas alturas, los

musulmanes deberían haberemprendido ya la marcha de vuelta aMedina pero mi búsqueda habríaretrasado a todo el ejército;seguramente habían enviadoexploradores a buscarme por todaspartes y reinaría el desconcierto enel campamento por culpa de mimisteriosa desaparición. Con elcorazón latiéndome desaforadamente,corrí por la ladera del montículo atoda velocidad y bajé velozmente porel otro lado mientras practicaba enmi cabeza un millón de posiblesdisculpas por haber retrasado a toda

la expedición.Y entonces me quedé de piedra

cuando apareció ante mis ojos ellugar donde habíamos acampado:estaba completamente desierto, noquedaba ni un solo ser —humano oanimal— de todo el contingente.Permanecí allí de pie completamentedesconcertada y con un nudo en lagarganta. Se habían marchado. Losmusulmanes habían levantado elcampamento y se habían ido sin mí.

Miré a mi alrededor condesesperación y grité pidiendo ayudapero no vi ni rastro de ningún

rezagado y la única respuesta queobtuve fue la del eco burlónrepitiendo mis palabras.

Se me nubló la vista al verme allíabandonada en medio de aquelparaje desolado donde ningúnhombre o mujer podía sobrevivirsolo más de unas cuantas horas; laslágrimas inundaron mis ojos ycuando comencé a notar su gustosalado en la lengua se me pasó por lacabeza la idea descabellada de quela única agua que volvería a probarjamás era la que fluía de mi interior.

Me senté en el suelo

abandonándome a la desesperación yel collar resbaló de mi mano para ira parar a la tierra reseca que prontose convertiría en mi tumba. Clavéuna mirada furibunda en las sencillascuentas de ónice cuya búsqueda meiba a costar la vida y luego sentí quedesaparecía el color de mis mejillas.

El collar había caído de tal formaque las cuentas dibujaban una sonrisacruel y burlona y entonces se levantóviento y me pareció oír el eco de unaterrible carcajada, que no erahumana, retumbando a mi alrededor.

23

VAGUÉ por el desierto durantehoras siguiendo las huellas de loscamellos hacia el este en dirección aMedina. Aquellos animales semovían a la velocidad del halcón porlas arenas cambiantes y seguramenteel ejército había recorrido ya casitodo el camino de vuelta al oasismientras que yo a pie tardaría unosseis días, lo que por supuesto eranseis días más de lo que podíasobrevivir sin agua ni comida. Y sin

embargo seguía avanzando,aferrándome a la esperanza de quealguien repararía en mi ausencia yenviarían una partida en mi busca.Pero cuando el sol comenzó adescender por la línea del horizonteesa esperanza comenzó a menguar, ycuando se apagó el último rayo deluz en el cielo, mi esperanzadesapareció completamente con elsol.

El desierto quedó envuelto en unaoscuridad tan grande que ni siquierael mar de estrellas sobre mi cabezaconseguía iluminar mis pasos. El aire

que hervía con ira implacabledurante las horas del día se volviógélido. Me tumbé sobre la gruesaarena y me rodeé el cuerpo con losbrazos intentando darme suficientecalor como para sobrevivir hasta elamanecer, pero me castañeteaban losdientes descontroladamente y unosescalofríos helados me recorríantodo el cuerpo. El mundo se hizotodavía más oscuro y hasta lasestrellas desaparecieron. Empezó adarme vueltas la cabeza y mirespiración se ralentizó hastaconvertirse en un leve murmullo,

notaba como los latidos de micorazón también se hacían cada vezmás lentos y ya no me quedabanfuerzas para luchar.

Estaba cayendo por un sima queno tenía fin y al final, rindiéndome,me entregué en brazos del abismo.

Me despertó de un sobresalto elretumbar de unos tambores en ladistancia. El mundo seguía envueltoen tinieblas y cuando alcé la vista al

cielo no vi ninguna estrella. Por unmomento no supe qué pensar: ¿habíamuerto?, ¿estaba en el barzaj, lafrontera entre los dos mundos dondelas almas permanecen hasta el Día dela Resurrección? Miré a mialrededor presa del nerviosismo,esperando que las terribles siluetasde Munkar y Nakir, los ángeles de lamuerte con caras negras y penetrantemirada de ojos azules aparecieran encualquier momento para comenzar elsolemne interrogatorio del alma en latumba. Decían que los ángeles hacíantres preguntas —«¿Quién es tu

Señor? ¿Quién es tu Profeta? y ¿Cuáles tu Religión?»—y quien lasrespondía correctamente —«Alá,Mahoma y el Islam»— permaneceríaen paz en su tumba hasta el día delJuicio Final, pero quien no dijera laverdad sufriría terribles tormentosque no eran más que un anticipo delos horrores del Infierno.

Me apreté el pecho con lasmanos, aguardando expectantemientras mis labios cuarteadosrepetían las palabras de la fatiha,pero no se presentó ningún ángel sinoque oí el estruendo de los tambores

cada vez más cerca y apareció unresplandor carmesí por el horizonte:no era la esperanzadora claridad delsol naciente porque la negrura delcielo persistía a excepción de aquelresplandor palpitante en la lejaníacuyo halo vibraba más allá de lascolinas.

Había algo cautivador yespeluznante a la vez en aquella luz,su influjo era irresistible y me sentíatraída hacia ella pese a que una vozen mi interior me decía que no memoviese de donde estaba y eludierala misteriosa luz y todos los secretos

que encerraba. Luché conmigo mismapero al final pudo la curiosidad y,armándome de valor, caminé haciaaquel fulgor sobrenatural.

Trepé por una duna inmensa,avanzando a duras penas por laresbalosa arena bajo mis pies que mehacía retroceder a cada paso, y alfinal conseguí llegar a la cima y pudemirar hacia abajo en dirección allugar de donde provenía la luz; abrílos ojos como platos cuando vi unfuego de campamento ardiendo en ladistancia, las vacilantes llamasagitándose como en una danza que

me atraía hacia ellas con laesperanza de ser rescatada.

Eché a correr como loca dealegría: Dios había escuchado misoraciones y me había salvadoporque, donde había fuego, habíagente. Debería haber dudado,haberme preguntado quién podíaestar allí en medio de la noche y siserían amigos o enemigos, pues unajoven hermosa completamente solaera presa fácil para las tribus debeduinos que no acataban ninguna leysalvo la llamada de su propia lujuriay, sin embargo, una parte de mí

argumentaba que estaría a salvo encuanto supieran quién era ya quehasta los bandidos considerarían queera preferible cobrar el rescate porla esposa del hombre más poderosode Arabia en vez de deshonrarla.

El sonido de los tambores se hizomás fuerte a medida que me acercabacorriendo a la hoguera. Vi siluetasdanzando alrededor del fuego yaminoré el paso haciendo por fincaso de la voz en mi interior que meinstaba a ser prudente. Me acerquésigilosamente a la descomunal pirapara ver bien de quién se trataba y

decidir si era o no sensato revelar mipresencia.

Y entonces me quedé de piedra alver a un grupo de mujeres que meresultaba inquietantemente familiarbailando alrededor de la hogueraataviadas con túnicas escarlata y oro,y tobilleras que tintineaban al ritmode la danza. Las dirigía una mujeralta con el rostro oculto tras un veloque marcaba el ritmo intensamentecon un pequeño tambor. Lasmisteriosas mujeres se balanceaban ydaban vueltas sobre sí mismas entorno al fuego, agitando el cuerpo

extasiadas de un modo que me habríahecho ruborizar si no hubiera estadotan confundida. ¿Qué hacían allí enmitad de la noche, bailando de aquelmodo y retorciéndose como sihicieran el amor con espíritusinvisibles? Se me empezó a helar lasangre y de repente me arrepentí dehaber seguido la luz.

Me disponía a arrastrarme devuelta por las dunas para alejarme deaquellas figuras inquietantes ycautivadoras cuando vi que la mujerdel velo que lideraba la danza alzabaun brazo y el resplandor del fuego se

reflejó en el brazalete de oro quellevaba puesto: dos serpientesentrelazadas con un rubí que lanzabadestellos desafiantes engarzado entrelas fauces de ambas donde suscabezas se encontraban.

Contuve la respiración al darmecuenta de quién era aquella mujer.

Hind. La esposa demente de AbuSufian que se había comido la carnede los mártires.

Quería echar a correr pero teníalos pies clavados al suelo, y despuésvi un destello de luz sobre mi cabezay oí el clamor de un trueno, dándome

cuenta en ese momento de que larazón por la que no podía ver lasestrellas era que el cielo estabacubierto de espesas nubes detormenta. Vi otro rayo y de repenteempezó a caer de los enfurecidoscielos una tromba de agua que inundóla tierra a mi alrededor.

Sentí el golpeteo violento de lasgotas en la cara igual que diminutosguijarros y abrí la boca, desesperadapor beber un poco tras horas vagandopor el desierto, pero el agua delluvia tenía un sabor diferente, mássalado y horrible, y me entraron

arcadas. Luego el cielo se iluminócon el zigzag de una docena derelámpagos y durante un instantepude ver con claridad.

Las gotas de lluvia no erantransparentes sino color carmesí.

Estaba lloviendo sangre de loscielos.

Mientras mi corazón latíadesbocado por causa del terror,aquella tromba infame llegó hasta elfuego del campamento pero, en vezde apagarlo, fue como echar aceite alas llamas que se avivaronascendiendo violentamente hasta que

todo el desolado valle quedóenvuelto en una claridad tan intensaque se veía como si fuera de día.

Y entonces contemplé una escenaque nunca olvidaré: el suelo a mialrededor estaba cubierto decadáveres de soldados caídos en elcampo de batalla, hombres conarmadura y petos agujereados pordocenas de flechas, brazos y piernasdesmembrados y lanzados a un ladocomo si fueran basura… Elinsoportable hedor de la carneputrefacta impregnó el aire y quisegritar pero no salía ningún sonido de

mi garganta.En ese momento vi con horror

que Hind detenía la danza y se volvíahacia mí con el rostro aún oculto trasel velo: la luz que desprendía ladescomunal hoguera ahora lepermitía verme y de repente soltó unacarcajada llena de maldad que meheló la sangre. Sus compañeras, queentonces reconocí como las mismaslunáticas que habían bailadoalrededor del cuerpo de Hamza, meseñalaron con el dedo y comenzarona burlarse.

Al cabo de un instante Hind

estaba caminando hacia mí y vi queel tambor que sostenía entre lasmanos se había convertido en unaimponente espada de hoja curva y unespeluznante filo dentado. En esemomento el terror se apoderó de mísuperando al desconcierto y eché acorrer pero, fuera en la dirección quefuera, me cerraba el paso aquelocéano de cadáveres y no tenía másremedio que pisar los cuerpossintiendo la repulsiva sensación demis pies hundiéndose en su carneputrefacta.

Oía la risa de Hind cada vez más

cerca pero no me atrevía a mirarhacia atrás. Tenía que escapar,alejarme cuanto pudiera de aquellalocura. Recé todas las oraciones quepodía recordar pero la pesadilla noacababa y mis súplicas no recibíanmás respuesta que el ensordecedorestrépito de los truenos.

Se me enganchó una sandalia enla boca entreabierta de un soldadomuerto cuya cabeza había pisado enmi huida, tropecé cayendo al suelode bruces y traté desesperadamentede liberar mi pie de los dientes deaquel pobre hombre cuyo cuerpo no

había tenido más remedio queprofanar; por fin lo conseguí y mealejé a rastras temblando de asco y,cuando estaba a punto de ponerme depie otra vez, otro rayo iluminó elcielo y pude ver con total claridad elrostro del desafortunado soldado.

Era tu padre, el esposo de mihermana, Zubair ben Auam.

Lo miré con ojos desorbitadospor el terror y no pude moverme:Zubair yacía en el suelo y vi que lehabían cortado la cabeza, y sosteníauna espada en cada mano como habíahecho aquel día aciago en el monte

Uhud para proteger nuestras vidas.Quería gritar pero era como si

me hubieran arrancado la lengua.En ese momento vi en el suelo a

mi lado una figura con el pechoatravesado por decenas de flechascuyos ojos inertes me miraban conexpresión acusadora. Se trataba demi adorado primo Talha, el hombreque me amaba más que a sí mismo yhabía estado a punto de perder lavida enfrentándose a quienespretendían mancillar mi honor.

Se me llenaron los ojos delágrimas y sentí que iba a

desmayarme, mas en ese precisoinstante terrible apareció Hind de piejunto a los cuerpos de dos de misamigos más queridos, riéndose condesprecio. Me abalancé sobre ellaarañando el velo que le cubría lacara y mi ataque pareciósorprenderla; alzó la espada paraatacarme pero, de algún modo,encontré la fuerza necesaria paradarle una patada en el vientre y seencorvó retorciéndose de dolor altiempo que dejaba caer al suelo elarma que yo recogí inmediatamente:era increíblemente ligera y la

sostenía con sorprendentenaturalidad. Al cabo de un instanteestaba de pie con el filo de la espadaapoyado en el cuello de la derrotadareina de La Meca que seguía en elsuelo.

La terrible imagen de Talha yZubair muertos ante mí me quemabalos ojos; alcé el filo preparándomepara asestar el golpe.

—¡Tú les has hecho esto! —grité.Y entonces Hind dijo unas

palabras que jamás olvidaré y meperseguirán el resto de mis días:

—No. Tú se lo has hecho.

No entendía a qué podía estarrefiriéndose y no me importaba.Gritando con una violencia salvaje yel corazón ávido de venganza bajépor fin la espada separando el cuellodel sensual cuerpo de Hind.

En el momento en que la cabezarodó se deslizó el velo y yo dejé caerla espada, aterrorizada.

Estaba contemplando mi propiorostro.

24

CHILLÉ presa de tal terror que medesperté de la pesadilla con el ecodel grito aún en los labios mientrasparpadeaba aturdida. No habíaningún campo de batalla, ningúnocéano de cadáveres; mi adoradoTalha y tu padre Zubair no estabanpor ninguna parte y tampoco habíarastro de la espeluznante imagendemoniaca de Hind o… ¿era yo?

Estaba completamente sola en elmismo sitio en el que me había

desplomado hacía unas horas enmitad del desolado desierto, con losescorpiones y las lagartijas comoúnica compañía. Por un momento,una oleada de alivio me corrió porlas venas y recé en silencio dandogracias a Alá por que no hubiesesido más que un sueño, una visiónproducida por la pavorosa situaciónen que me encontraba.

Y entonces el alivio sedesvaneció y la brutal consciencia demi situación volvió como una patadaen el estómago: estaba sola y perdidaen el desierto y no había bebido ni

una gota de agua desde mediodía; lacabeza estaba a punto de estallarme ycuando intenté ponerme de pie elmundo comenzó a dar vueltas a mialrededor. No sobreviviría otro díamás y para cuando las patrullas debúsqueda de Medina dieran conmigoya me habría convertido en uncadáver reseco medio enterrado en laarena y devorado por los insectosque se escondían entre las sombrasde aquellos parajes baldíos.

Y entonces me volví y pude verel rojo fulgor del amanecer en elhorizonte: por lo menos el sol saldría

pronto y el aire gélido dejaría paso asu ardiente furia. Me acurruquécuanto pude tratando de dar calor amis ateridos huesos mientras elviento de todas direcciones meazotaba igual que hace una madrefuriosa con un hijo travieso. No teníaotra alternativa que seguir avanzandohacia el sol con la esperanza de quela caravana hubiera vuelto a por míen medio de la noche, la esperanzade que pronto estaría de vuelta encasa, en la comodidad de midiminuta morada en el patio de lamasyid. ¡Cómo había deseado

escapar de aquel cuarto minúsculoque me parecía la celda de unacárcel!… Y ahora habría vendido mialma a cambio de dormir otra vezentre sus sólidos muros, al abrigo delviento, la lluvia y el sol abrasador.Durante los peores tiempos de miconfinamiento había soñado quecorría por el desierto dejando que laarena acariciara mis pies desnudos yel aire soplara libremente enredandomis cabellos alborotados, pero ahoraodiaba aquella inmensidad infinita,aquel vacío implacable que habíaresultado una mazmorra mucho peor

que la construida por la mano delhombre.

Fui avanzando a trompiconesmientras los recuerdos de mi familiame inundaban la mente: mi hermosamadre, susurrándome nanas al oídocon suavidad hasta que me dormía ensus brazos; mi padre, encorvado yabrumado por las preocupacionespero siempre con una sonrisa en loslabios y aquella mirada brillante queno rezumaba más que pura bondad;mi hermana Asma cuya sencillez,fuerza y silenciosa dignidad la hacíanmás hermosa que todas las chiquillas

frívolas cuyo brío se empañaba conel tiempo. Tosiendo por culpa delpolvo que me llenaba los castigadospulmones, elevé una plegariasilenciosa pidiendo que no tardaranmucho en superar la pena; sus vidasya eran suficientemente complicadassin necesidad de añadirles la pesadacarga del dolor de corazón y lavenenosa amargura de mi pérdida.

Y en ese momento la esferacarmesí del sol apareció por elhorizonte y parpadeé llena desorpresa al divisar la silueta de unafigura recortada sobre el cielo en

llamas, un hombre solo quecabalgaba al paso hacia mí; no erauna caravana ni el contingente desoldados que por lo general hubieracompuesto una patrulla enviada enbusca de tan ilustre personaje comouna Madre de los Creyentes, sólo unhombre avanzando inexorablementehacia mí.

Miré a mi alrededor pero nohabía dónde esconderse en medio dela nada, y entonces reaccioné porpuro instinto y agarré una piedraafilada de bordes puntiagudos queparecían capaces de cortar la carne

hasta el hueso al tiempo que tirabadel velo que me había atadoalrededor de la cintura para cubrirmecon él la cara.

A medida que el sol continuabasu ascenso pude ver el rostro delhombre y lo reconocí: era un jovende unos veinte años llamado Safuanque había venido muchas veces a lamasyid a ayudar a Fátima, la hija delProfeta, a atender a la Gente delAlhamí; no tenía riquezas ni posiciónsocial pero sus bellas faccionesmorenas siempre conseguíanprovocar las risitas de las muchachas

en su presencia. Safuan era blanco demuchas fantasías secretas entre lasmujeres de Medina pese a sertremendamente piadoso y parecercompletamente ajeno a los tórridospensamientos que inspiraba.

Y ahora estaba aquí, en mitad deldesierto, y estábamos solos.

El sol continuaba subiendo eiluminando el mundo a su alrededor yllegó un momento en que Safuan tiróde las riendas del camello y clavó lamirada en la diminuta figura solitariaen medio del desierto; lo viparpadear varias veces, como si

tratara de convencerse de que no setrataba de un espejismo ni unaimagen inventada por su mente.

Luego reparé en que sus ojos seposaban en el collar de ónice, elmaldito objeto que me había llevadoa aquella situación de vida o muerte,y vi que se ponía muy pálido.

—Ina lilahi uan ina ilaihi rayiun—dijo recitando la oración incluidaen el Corán para los momentos enque un hombre se enfrenta a laadversidad o una situación que losobrepasa: «Realmente somos deDios y a Él volvemos».

Me lo quedé mirando sinpestañear, incapaz de moverme, yluego Safuan bajó del camello ylentamente se fue acercando a mí conla mano en la empuñadura de la dagaque llevaba a la cintura.

—¿Eres… eres la esposa delEnviado o un yin que pretendearrastrarme a la perdición?

Su voz estaba teñida de miedo yasombro y me di cuenta de que no lohabían enviado a buscarme sino que,de alguna manera, por obra deextrañas maquinaciones del destino,aquel guerrero solitario estaba

vagando solo por el desierto y sehabía topado conmigo en el momentoen que yo ya había perdido todaesperanza. Si alguna vez albergué enmi corazón la menor duda sobre laexistencia de Dios, se evaporó en eseinstante memorable en medio de lasdunas infinitas.

Se me nubló la vista con lágrimasde alegría e incredulidad.

—No soy ningún yin —conseguíresponder por fin con voz ronca—.Por favor… ayúdame.

25

ME había despertado de un malsueño para encontrarme de lleno enotro: al cabo de unas cuantas horasdel milagroso retorno a Medina, lospuñales de los envidiosos ya sehabían alzado contra mí. El Enviadohabía mandado patrullas en mi buscaal descubrir que no estaba en lahaudach, pero cuando las gentes deMedina vieron que volvía encompañía de Safuan, los rumoresobscenos sobre el tiempo que había

pasado a solas con el atractivosoldado se propagaron como unfuego, los cuchicheos fugacesdegeneraron hasta convertirse en lacomidilla de todos en el mercado yse corrió el rumor de que habíaplaneado quedarme atrás parazafarme de la caravana y poderreunirme con mi joven amante. Apesar de que volvía a estar recluidaen mi diminuta morada, lasmaledicencias eran tan persistentesque no tardaron en llegar a mis oídosllenándome de asombro. El Enviadode Dios reaccionó de inmediato

convocando a los creyentes a unayamat en la plaza donde rechazófirmemente las habladurías que porlo visto alentaban Abdalá ben Ubay ysus cohortes de descontentos entrelos Jazrach. La reunión se volviómuy acalorada cuando algunosmiembros de la tribu rival de los Ausacusaron abiertamente a Ben Ubay dedifamar a la Madre de los Creyentesproduciéndose momentos de máximatensión en los que pareció que elviejo odio entre clanes se reavivabaamenazando con desembocar en unenfrentamiento abierto. Al reparar en

lo peligrosamente caldeados queestaban los ánimos de lamuchedumbre, el Enviado hizo unllamamiento a la calma y el perdón yluego dio por concluida la reuniónpara que la multitud se dispersara loantes posible, pero las heridashabían vuelto a abrirse entre lastribus y no sería fácil quecicatrizaran, como tampoco seolvidarían así como así lasacusaciones contra mí a pesar de queel Profeta hubiera salido claramenteen mi defensa.

Y mientras las malas lenguas

continuaban escupiendo su veneno,incluso el corazón confiado de miesposo dejó de ser inmune a lasmentiras; ya no me visitaba en el díacorrespondiente de la semana yreparé con horror en que laspersistentes semillas de la dudaestaban empezando a germinar en sumente.

Así fue como acabé sentada en elinterior de mi diminuta casadeshaciéndome en sollozos tras laúnica protección de los muros deadobe que en otro tiempo tanto habíaodiado por considerarlos como los

de una prisión, pero que ahora eranlo único que me resguardaba delescarnio de la multitud que se reuníaa diario en el patio. Mi madre estabasentada junto a mí tomándome lamano y acariciándome el pelo comosolía hacer cuando era una niña, entiempos que ahora parecían tanlejanos. Yo agradecía sutranquilizadora presencia aunque meangustiaba que no fuera capaz demirarme a los ojos, porque pensarque ella también pudiera dudar ensilencio de mi integridad me causabamás dolor del que podía soportar.

Se abrió la puerta y alcé la vistapara ver entrar a mi padre: parecíahaber envejecido una década en losúltimos días y sus cabellos canososestaban ahora completamenteblancos.

Quería correr hasta él y echarmeen sus brazos, pero una nube terriblele ensombrecía el rostro y me dicuenta con gran angustia de que memiraba con más ira que compasión,como si yo tuviera de alguna manerala culpa de que se hubieran extendidotodas aquellas calumnias, y sentí denuevo el escozor de las lágrimas en

mis ojos.—¿Qué ha pasado? —preguntó

en voz baja mirando a mi madre envez de a mí, pero fui yo quien lerespondió inmediatamente,negándome a que se hablara de mícomo si no estuviera presente.

—El Enviado me ha ordenadoque me quede con vosotros hasta quedecida qué debe hacerse —dijeintentando que la pena no mequebrara la voz.

Mi madre me dio unas palmaditasen la mano y clavó la mirada en eltecho.

—No te preocupes, pronto habrápasado todo —me consoló con vozdistante, como si estuviera hablandosola en voz alta en vez dedirigiéndose a mí, y luego, una vezmás, evitó mirarme a los ojos ydesvió la vista hacia mi padre—.Eres una mujer muy bella y la esposade un hombre poderoso, los que tedifaman te tienen envidia.

Se suponía que sus palabrasdebían servirme de consuelo perodetectaba claramente en ellas lasombra de la duda y me dabaperfecta cuenta de que estaba

mirando a Abu Bakr como para quele confirmara que estaba en lo cierto.No obstante, él se limitó a bajar lamirada a sus propios pies y norespondió.

—¿Pero qué voy a hacer ahora?—sollocé desesperada,suplicándoles que dejaran a un ladosus dudas y salvaran a su hija delocéano de dolor en que se ahogaba—. ¿Y si el Enviado se divorcia demío me acusan de adulterio? ¡Elcastigo es la muerte!

Lo terrorífico de las palabras queacababa de pronunciar pareció

romper la cortina de hielo que nosseparaba y vi el primer atisbo decompasión en el rostro agotado de mipadre.

—No tengas miedo, hija —respondió apartándose al fin de lapuerta para venir a sentarse a mi lado—, tu marido es el Profeta de Dios,así que si eres inocente…

La ardiente ira que me inundóhizo que mis lívidas mejillas setiñeran de rojo al instante.

—¿Si soy inocente?—Simplemente me refería a

que…

Me puse de pie para apartarmede él.

—¡Sé perfectamente a qué tereferías! ¡Tú tampoco me crees!

Mi padre trató de tomarme lamano pero me solté bruscamentecomo si fuera un leproso.

—Yo no he dicho eso —sedefendió con tono humilde tratandode deshacer el daño que susdescuidadas palabras habíancausado, pero ya era demasiadotarde.

—¡Ni falta que hace! —continué

gritando—. ¡Lo veo en tus ojos!Mi madre trató de intervenir y,

tras respirar hondo, por fin me miró ala cara:

—Aisha, eres aún muy joven yhas pasado por muchas cosas —dijocon voz suave, y me di cuenta de queno encontraba las palabras—, erestan alegre, con tantas ganas devivir… Y sin embargo ha recaídosobre tus hombros másresponsabilidad de la que deberíatener ninguna muchacha de tu edad.—Dudó un instante y luego pronunciólas palabras que me partirían el

corazón—: Sé que el velo te hahecho sentir sola y atrapada, y seríaperfectamente comprensible quehubieses intentado buscar unaescapatoria, aunque sólo fuera poruna noche…

El corazón me dio un vuelco y lahabitación empezó a darme vueltasdurante un instante: me ahogaba y nohabía nadie que acudiera en miayuda, ni siquiera mi madre que, muyal contrario, parecía decidida ahundirme aún más en las fétidasaguas de la vergüenza y el escándalo.

Y entonces me oí hablar con una

voz que no era la mía, distinta acualquier sonido que hubiera podidosalir de mi garganta entre aquellascuatro paredes, una voz profunda ydura como la de un hombre queretumbaba teñida de autoridad y unterrorífico poder.

—¡Fuera!Um Ruman se quedó boquiabierta

y me miró sin dar crédito a lo queoía, con los ojos saliéndose de lasórbitas y afeando su arrugado peroaún elegante rostro.

—¡No te atrevas a hablarme así,soy tu madre! —replicó con más

miedo que ira, como si noreconociera al extraño yin que sehabía apoderado de su preciosa hija.

Y sin embargo la voz que yo nopodía controlar se negaba a que lamandaran callar.

—¡No, yo soy tu madre! —me oígritar—, ¡Soy la Madre de losCreyentes, la Escogida, traída por elmismo Gabriel al Enviado de Dios!¡Debéis obedecerme igual queobedeceríais a mi esposo! Y ahora,¡fuera!

Los luminosos ojos de mi madrese llenaron de lágrimas y sin

embargo no sentí la menor pena porella, no sentí nada más que ultraje eindignación justificada.

Mi madre me miró y me dio laimpresión de que iba a replicar, peronoté que le temblaba la mano, comosi estuviera haciendo uso de hasta elúltimo ápice de fuerza de voluntadque había en ella para no darme unabofetada.

Y entonces mi padre se levantó,le puso una mano en el hombre altiempo que negaba en la cabeza yella se derrumbó y comenzó asollozar con lágrimas que brotaban

sin cesar como si se hubiera abiertola compuerta de un gigantescoembalse en su interior; unas violentassacudidas recorrían todo su cuerpomientras hundía la cara entre lasmanos y temblaba con tanta violenciaque pensé que sus delicados huesosestaban a punto de quebrarse.

Contemplé su dolor y luego le dila espalda optando por la anodinavisión de los ladrillos de la pared envez de la de aquella sangre de misangre y carne de mi carne que mehabía traicionado. Oí el murmullo dela tela de algodón cuando Abu Bakr

se levantó y ayudó a mi madre ahacer lo mismo entre sollozos. Luegovino el eco frío de sus pisadas sobreel suelo de piedra y el portazocuando cerraron a sus espaldas alsalir.

Me había quedado sola; más solade lo que jamás había estado. Pese aque unos tenues rayos de luz secolaban por las diminutas rendijas dela cortina de piel de cordero quecubría mi ventana sentí que un velode oscuridad se posaba sobre mivida, una negrura tan espesa que encomparación incluso las tinieblas de

la tumba habrían resultado luminosascomo antorchas de esperanza.

Y entonces, sin nada más quehacer, caí de rodillas y recé.

Y después, en medio del solitariosilencio que sólo perturbaba eltemblor compungido de mi corazón,oí una voz dentro de mí, suave ydelicada como el murmullo de labrisa primaveral, que recitaba laspalabras del Sagrado Corán:

Dios es amigo de quienes creen:

los saca de las tinieblas a la luz…

26

ME senté más cerca de mi criadaBuraira mientras ésta me susurraba aloído lo que había oído desde fuera através de la puerta de los aposentosde Zainab. Buraira era uno de lospocos miembros de la casa delProfeta que había permanecido a milado después de que estallara elescándalo y la consideraba la únicaamiga de verdad que me quedabadurante lo que se estaba convirtiendoen el momento más oscuro de mi

vida: sus brazos rollizos eran suavescomo almohadones y cada noche merecostaba en ellos a llorar horasenteras mientras esperaba noticiassobre qué me depararía el futuro.Había acabado por confiar en que elbuen humor permanente de Burairaevitaría que me rindiera a ladesesperación pero, esa noche, elpeso de las palabras que traía devuelta teñía de preocupación surostro mofletudo.

—Zainab ben Jahsh habló enfavor tuyo ante el Enviado —me dijopara mi más sincera sorpresa.

—¿Zainab? —Me costabatrabajo creer que mi gran rivalhubiera salido en mi defensa y, depronto, me sentí terriblementemezquina y pequeña por todos lospensamientos oscuros y la amarguraque había dejado anidar en miinterior a lo largo de los años—. Enese caso me había equivocado conella, que Alá la bendiga.

Después me enteraría de que, amedida que los cuchicheos sobe miinfidelidad se extendían cada vezmás, a medida que el tufo delescándalo se transformaba en un

nubarrón que apestaba toda la casa,algunas de las amigas de Zainab lehabían dicho que debía alegrarse: lahija de Abu Bakr, su principal rivalen el harén, pronto sucumbiría bajola espada del deshonor y Zainab seconvertiría entonces en la favorita, lamás reverenciada de las Madres alos ojos de la comunidad; midesgracia sería el catalizador queimpulsaría el ascenso de la buenaestrella de Zainab a los ojos de Diosy los hombres, y ella no tardaría enllenar el vacío que dejara yo en elcorazón roto y traicionado de su

marido.Tal era el grado de excitación

que presidía los parloteos de lasotras mujeres importantes de Medina,mujeres de familias nobles ypoderosas que habían recibido conlos brazos abiertos a la acaudaladaZainab como una más mientras que amí me veían como a una advenedizallena de ambición. En opinión deesas mujeres, yo había recibido porfin mi merecido y deseabanpresenciar la escena final de aquelsórdido drama, un desenlace queacabaría en mi desgracia y divorcio

del Enviado. El hecho de que pudieraencontrar mi final bajo una montañade piedras, el ancestral castigo paralas adúlteras, no parecía preocuparlo más mínimo a aquellas cotorraschismosas, pues estaban demasiadoocupadas saboreando el especiadomanjar del escándalo como parapararse a pensar que la vida de unajoven estaba en juego.

Tal vez no mucho tiempo atrásZainab habría hecho lo mismo,regocijarse en mi desgracia, en lahumillación de una mujer cuyosdevaneos infantiles habían

provocado que nos impusieran atodas por igual y para siempre lapesada cortina del velo que habíaaislado del mundo exterior a Zainaby al resto de las esposas. Deberíahaberse sentido con derecho adisfrutar de mi mala fortuna comocastigo larga y sobradamentemerecidos después de toda una vidade privilegios y distincionesinjustificadas como la única esposavirgen del Enviado.

Y, sin embargo, ahora que surival se encontraba en el ojo delhuracán que con toda la probabilidad

acabaría por llevársela por los aires,Zainab no sentía el menor júbilo.Nunca me había tenido simpatía, esoera verdad, y el control que yoejercía sobre el corazón de Mahomasiempre sería un motivo de celos,pero en su fuero interno estabaconvencida de mi inocencia: pese atodos mis defectos, mi arrogancia ymis arranques, Zainab sabía queestaba profundamente enamorada delEnviado de Dios y nuncacorrespondería voluntariamente a lasatenciones de ningún hombre, nisiquiera de uno tan apuesto y viril

como Safuan. No: en opinión deZainab, yo no era culpable deadulterio; de idiotez, sí; deinmadurez, también; pero sabía aciencia cierta que yo nunca sería —nunca podría ser— infiel a Mahomadel mismo modo que la luna no podíanegarse a seguir al sol.

Y así fue como Zainab Ben Jahsh,mi gran rival en la batalla por elcorazón del Enviado de Dios, llegó auna decisión que tal vez sorprenderíaa sus amigas pero que tomaba porqueera lo correcto.

Escuché a Buraira con toda

atención mientras me contaba lo quehabía oído.

—¡Oh, Enviado de Dios!, ¿mepermitirías decir algo? —preguntóZainab que había estado sentadajunto al Profeta durante un buen ratoantes de hacer acopio del corajenecesario para hablar.

El Profeta alzó la vista hacia ellacon expresión de recelo en la mirada.Llevaba media hora sentado junto a

Alí sin pronunciar una sola palabra yZainab los había estado observando:parecían más padre e hijo queprimos, mirándose el uno al otro yentendiéndose perfectamente sinnecesidad de usar palabras. Acualquier persona ajena a la familiasanta aquel persistente silencio lehabría parecido incómodo, pero losmás allegados a la casa habíancomprendido hacía ya tiempo que larelación entre Mahoma y Alí eraespecial y las normas habituales deinteracción social no existían entreellos; era como si fueran una persona

en vez de dos, eran parte el uno delotro de algún modo misterioso quesobrepasaba el entendimiento de lossimples mortales.

—Habla, hija de Jahsh, yescucharé tu consejo —respondió elProfeta en voy, baja.

Zainab dudó un instante, temerosade estar inmiscuyéndose en asuntospeligrosamente ajenos a suincumbencia, pero al ver el dolor enlos ojos de su marido tuvo la certezade que tenía que decir lo quepensaba.

—Aisha y yo nunca nos hemos

llevado bien por muchas razones queno vienen al caso —comenzó a decir,lentamente al principio, como si cadapalabra equivaliera a avanzar unpaso más por un peligroso campo debatalla. Y entonces las palabras seagolparon en sus labios y brotaroncomo un torrente, como si algo oalguien muy superior se hubierahecho con el control de su alma yestuviera hablando a través de ella—. Ahora bien, si hay algo de lo queestoy segura es de que te ama a ti ysólo a ti; es una pasión tan intensaque a veces la consumen los celos,

para gran sufrimiento del resto de lasesposas, pero esa misma pasión es lacausa de que sea completamenteimposible que haya hecho las cosasde las que se la acusa.

Entonces hizo una pausa, sinatreverse casi ni a respirar. ElProfeta la miró con un destello degratitud en los ojos.

—Gracias, Zainab —le dijo igualque un paciente agradecería almédico que le procurara un remedioque necesitaba desesperadamente,pues las palabras de Zainab habíanaliviado su dolor y su aislamiento,

aunque ella pudiera ver que eltormento de la duda todavía sacudíasu corazón—, pero incluso si creo aAisha, el escándalo amenaza conconsumir a la Uma como un fuegoabrasador —se lamentó el Enviadode Dios con un suspiro—. No sé quéhacer.

Zainab miró a Alí que bajó lamirada para clavarla en sus esbeltasmanos durante un buen rato antes dealzar por fin la cabeza de nuevo parahablar.

—Hay muchas mujeres ademásde ella —afirmó Alí con voz suave.

Zainab vio que el Profeta seponía tenso, como si lo hubierapicado algo, y luego las lágrimasanegaron sus negros ojos. El Enviadomiró a su joven primo que se echóligeramente hacia atrás cuando losojos de Mahoma se posaron sobre él,como para disculparse. Y, sinembargo, Alí no se retractó de suspalabras.

En años posteriores, Zainabrecordaría aquel sencillo diálogoentre los dos hombres: unas cuantaspalabras entre miembros de unamisma familia sobre un escándalo

vergonzante, palabras que habríantenido escasa repercusión más alládel momento si las hubieranpronunciado otros hombres condestinos más ordinarios.

El consejo de Alí erabienintencionado, Zainab lo sabía; susugerencia de que Mahoma sedivorciara de Aisha seguramente yase la habrían susurrado muchos otroscompañeros al Enviado. Fueronpalabras nacidas del amor porMahoma y un deseo de proteger elhonor de su casa, pero palabrascomo chispas que prenderían un

fuego que habría de cambiar el cursode la Historia para siempre.

Me quedé de piedra al enterarme porBuraira de que Alí aconsejaba eldivorcio a mi marido. El primo delProfeta me había traicionado, elhombre más próximo al corazón demi marido había intentado utilizar sugran influencia para excluirme de laGente de la Casa y arrojarme fueraigual que se envía a un leproso aldesierto. Me había declarado

culpable pese a no tener pruebas yhabía tomado partido del lado deaquellos hombres y mujeresmalvados que propagaban mentiraspara destruirme.

Sentí que los latidos de micorazón se aceleraban y la sangre seme iba a la cabeza tan rápido queperdí un poco el equilibrio, igual quesi me hubieran dado una bofetada. Enese momento, todos los complejossentimientos que siempre habíadespertado en mí aquel joven extrañoque no parecía de este mundo sefusionaron en una sola emoción.

Odio.—Alí… —murmuré

pronunciando su nombre condificultad; la voz me temblaba porcausa de una ira tan intensa que meabrasaba la lengua como si fuera unhierro candente. Y entonces hice unjuramento que lo cambiaría todo. Elcurso de mi vida y el destino delIslam cambiaron de rumbo comoconsecuencia de las palabras quebrotaron de mis labios con laviolencia de una tromba de agua quelo destruye todo a su paso—: Juropor Dios que acabará postrándose

humillado…, juro que no pararéhasta verlo caer de su pedestalaunque sea lo último que haga…

Vi la expresión aterrada deBuraira pero no me importó: lacriada se me quedó mirando como sino me reconociera y llevaba razónporque, en ese momento, Aisha benAbu Bakr, la muchacha frívola yentrañable que amaba la vida, muriópara volver a nacer como la mujer dehielo cuyo gélido corazón latía conun único propósito.

27

CUANDO me enteré de que sus másallegados habían aconsejado alProfeta que se divorciara de míabandoné mi casa y volví a la de mimadre. No era que allí me sintieramás segura o más aceptada, alcontrario: las dudas de mis padreseran como garras que me arañaban elcorazón constantemente y me costabatrabajo mirar a cualquiera de los dosa la cara, pero no podía seguirviviendo en la casa del Enviado,

durmiendo en la cama que habíamoscompartido en otro tiempo, mientrasaquella nube de sospecha siguierasobrevolando sobre mi cabeza.Además, si el vínculo matrimonialque nos unía iba a disolverse o, peoraún, si iba a ser juzgada poradulterio, no quería sufrir lahumillación de que vinieran a mipropia casa para llevarme a lafuerza. Así que una mañana me puseel velo y me marché por voluntadpropia con Buraira como únicaprotección contra las miradasacusadoras que me lanzaba la

multitud mientras caminaba por lascalles empedradas de Medina.

Mi madre me cedió un cuartito enla parte de atrás de su cabaña depiedra que era sólo un poco másgrande que la celda que había sidomi hogar en la masyid y trató deconsolarme como pudo, pero yorechazaba sus torpes intentos dereconciliación y permanecíaencerrada en mí misma. Me pasabalos días orando, arrodillada anteDios pidiéndole que limpiara minombre de aquella mentira, y dormíasola en un tosco jergón con colchón

de hojas de palma entrelazadas queme arañaba la piel hasta dejármelaen carne viva cuando daba vueltas enla cama cada noche acosada por milpesadillas. Pero, por muy horriblesque fueran los sueños, las caras delos yin y los demonios que meatormentaban todas las noches,prefería el desquiciante sinsentido delos malos sueños a la pesadilla aúnmayor que me aguardaba cuando medespertara.

Permanecí durante seis días enaquella habitación de la que sólosalía para ir al destartalado cobertizo

junto a la pared trasera de la casadonde estaba el retrete. Mi madreintentó convencerme para quecomiese con la familia pero yo mellevaba cuencos con unos cuantostrozos de carne o gachas de trigococido a mi habitación y comía sola,y al cabo de dos días dejó dellamarme para venir a la mesa ysimplemente me dejaba una bandejacon comida a la entrada.

Y entonces, al séptimo día, oíque llamaban a la puerta y luego lavoz de mi padre pidiéndome que losdejara entrar pues venía acompañado

de una visita. El Enviado de Dioshabía venido por fin a hablarconmigo y al oír el tono grave de mipadre me di cuenta de que se temía lopeor.

Estaba anestesiada por el dolorimplacable que llevaba padeciendoconstantemente durante las últimassemanas y no sentí nada cuando fui aabrir para recibir a mi marido: ni irani miedo ni desesperación. Y hasta elamor que siempre nos había unidoestaba tan profundamente enterradoen lo más hondo del abismo en quese había convertido mi corazón que

no fui capaz de encontrarlo. Eracomo si estuviese ya muerta,insensible a la vida y las emociones,igual que un árbol muerto cuyasramas se mecieran agitadas por unviento helado.

Abrí la puerta y me encontré alEnviado de Dios que me mirabafijamente con una expresión grave ysolemne en el rostro. Hice elconsabido saludo de la paz conmovimientos mecánicos y me sentéen el duro jergón con la miradaclavada al frente, preparada para lasentencia, fuera la que fuera.

El Profeta entró seguido de mispadres, que parecían más asustadosde lo que jamás los había visto.Incluso durante la peligrosa huida aMedina habían mantenido unaexpresión de calma en el rostro y sehabían comportado de formaecuánime y pausada, pero ahora encambio parecía como si estuvieran apunto de arrebatarles cuanto tenían.En otras circunstancias habríaagradecido su preocupación por mifuturo, un claro signo de que pese alas dudas y recelos sobre mi carácterme seguían queriendo, pero mi

corazón era como la escarcha delinvierno sobre las hojas de laspalmeras, cortante e implacable.

Mi esposo se sentó a mi lado y sequedó mirándome a la cara un buenrato; la expresión de sus oscuros ojosera inescrutable y el leve trazosonrosado que solía teñir susmejillas había desaparecidodejándolo lívido como un espectro.

Cuando por fin habló apenasreconocí su voz porque la fluidamelodía habitual había sidosustituida por un sonido bronco,como si llevase años sin hablar.

—¡Oh, Aisha! He oído terriblesacusaciones contra ti pero, si eresinocente, sin duda Dios así lodeclarará —me dijo sopesando cadapalabra con sumo cuidado—, y si porel contrario has pecado, entoncespide perdón a Alá y arrepiéntete anteÉl porque en verdad el Señor seapiada del siervo que confiesa en supresencia y se arrepiente.

Así estaban las cosas: con elEnviado de Dios sentado a mi ladopreguntándome si era o no cierto quelo había traicionado con Safuan en eldesierto. Después de tantos años

juntos, después de todo lo quehabíamos pasado, seguía sin confiaren mí. Sus palabras se me clavaroncomo un puñal y de repente se abrióun oculto pozo de emociones en miinterior, se me llenaron los ojos delágrimas que comenzaron a correrpor mis mejillas pero no hice niademán de secármelas. Lo veía todoborroso como si me hubieran tiradode cabeza a un río y, por un instante,temí perder la vista igual que elprofeta Jacob cuya pena por lapérdida de su hijo José lo dejó ciego.

Me volví hacia mi padre que

estaba de pie junto a la puerta.—Responde por mí al Enviado

de Dios —supliqué a Abu Bakr paraque interviniera y me salvase deaquella última deshonra.

Pero mi padre bajó la cabeza:—No sé qué decir.A través de la bruma que me

cubría los ojos distinguí la figura demi madre de pie justo detrás de élcon las manos en el pecho en ungesto de infinito dolor.

—Madre… por favor… díselo…Pero Um Ruman me dio la

espalda entre sollozos.Contemplé a mis padres dándome

cuenta de que estaba verdaderamentesola en el mundo y entonces ocurrióalgo extraño: sentí una sensacióncálida que se extendía por mi pecho,un fuego que se había encendido enmi corazón, sentí la llama de ladignidad y el honor que mecorrespondían por nacimiento.

Me sequé las lágrimas y me pusede pie con la cabeza bien alta.

—Sé que habéis oído lo que loshombres dicen y que sus palabras hananidado en vuestros corazones y las

habéis creído —afirmé llena deorgullo al tiempo que paseaba lamirada de mis padres a mi marido—.Si os digo que soy inocente, y Diossabe que lo soy, no me creeréis; perosi confieso algo de lo que Dios sabeque no soy culpable, entonces mecreeréis. —En ese momento meacordé otra vez del profeta Jacob yla respuesta que había dado cuandooyó la mentira de que un lobo habíadevorado a su hijo—. Así que diré lomismo que el padre de José: «¡Oh,bella paciencia! ¡A Dios pido ayudaante lo que describís!».

Y, dicho eso, me tendí en el durojergón y les di la espalda paraacurrucarme hecha un ovillo igualque un niño en el vientre de sumadre, rodeándome los hombros conlos brazos en un abrazo que nadiemás iba a darme.

Oí moverse al Enviado de Dios yluego sentí que la cama se sacudíaviolentamente, una sensación quereconocí de inmediato, pues ya lahabía vivido muchas veces mientrasestaba tendida a su lado.

Eran las convulsiones de unaRevelación.

Noté que se resbalaba fuera de lacama, luego oí el golpe sordo cuandocayó al suelo y, pese a lo furiosa queestaba, pese a que me sentía vacía ytraicionada, me volví paracomprobar que estaba bien. ElProfeta había quedado caído sobreun costado y vi que se retorcía ytemblaba encorvándose hasta que lasrodillas le tocaron el pecho. El sudorcorría a chorros por su cara aunqueel aire era tan frío que podía verse elvaho de su respiración.

Abu Bakr y Um Ruman corrieroninmediatamente a su lado pero no

había nada que pudieran hacer salvoobservar atónitos mientras seproducía la Divina comunión ante susojos. Los temblores que recorrían alEnviado fueron aminorando y por fincesaron del todo; él abrió los ojos yparpadeó, después miró a sualrededor, desorientado como solíaquedarse después de una Revelación.Entonces me vio en la cama y surostro esbozó una amplia sonrisa.

El Enviado se puso en pie conmovimientos vacilantes, mis padreslo ayudaron a encontrar el equilibrio,y luego por fin se echó a reír: el

primer sonido alegre que había oídode sus labios desde hacía semanas.

—¡Oh, Aisha, alabado sea Diospues te ha declarado inocente!

Las palabras me golpearon comosi con ellas me hubiesen dado unapatada en el estómago; la habitaciónempezó a darme vueltas y de repentesentí que estaba a punto dedesmayarme.

Mis padres se quedaron mirandoal Profeta con los ojos como platosantes de acabar por fin abrazándosellenos de gozo. Vi el alivio reflejadoen sus rostros pero no me moví

porque tenía las piernas paralizadasy mi corazón latía tan deprisa que meparecía notar cómo temblaban loshuesos a su alrededor.

Mi madre me miró con unaluminosa sonrisa en los labios yluego se agachó para besarme lafrente pero yo seguía inmóvil,mirándolos fijamente sin pronunciarpalabra.

—¡Levántate y da las gracias alEnviado de Dios! —me ordenó UmRuman loca de alegría aunque con unligero deje de reproche en la voz.

En ese momento sentí que me

ardía la cara al fluir repentinamentepor mis venas todo el venenoacumulado en las últimas semanas.Me puse de pie y eché la cabezahacia atrás con un gesto desafiante.

—¡No! —chillé con una voz deultratumba que ni yo misma reconocí—. No me levantaré ni haré nada, ¡yno adoraré a nadie excepto a Dios!

Dios me había creído cuando elmundo entero se había vuelto contramí, incluidos mis propios padres,incluido el hombre al que amaba. Sino hubiera sido por la intervencióndel Creador de los Cielos y la Tierra

en aquel desagradable episodio,habría vivido el resto de mis días —y muy probablemente el momento demi muerte— bajo la sombra de unamentira.

Me di la vuelta y salí de lahabitación a grandes zancadasdeseando poder escapar de todosaquellos que no me habían creído ypostrarme ante el Único que sí lohabía hecho, el único en quien podíaconfiar de manera incondicional, elúnico que importaba. Un Ser cuyoRostro estaba en todas partes dondeposara la mirada y en ninguna al

mismo tiempo; un Dios cuyaspalabras leía cada día y cuya voz, sinembargo, nunca había oído.

Ese día me di cuenta de queMahoma era exactamente quien decíaser: un hombre y nada más. Mijuventud me había llevado a amarlocon tal entrega que lo habíaconvertido en un ídolo, un iconoimpecable de perfección, cuando laverdad era que se trataba de unhombre de carne y hueso como losdemás, con las mismas dudas ymiedos que plagaban los corazonesde los demás mortales. Sabía que

cuando se fuera apagando el fuego demi ira el amor que sentía por miesposo resurgiría, como siempreocurre entre personas cuyas almas haunido el destino, pero sería un amorsano entre dos personas queaprenderían a vivir juntas en unmundo imperfecto y no el amor deuna mujer suplicante y temblorosarindiendo pleitesía a un ángel delcielo.

A partir de ese día, el nuestrosería un amor humano sin el menoratisbo de idolatría, un pecado que elfuego del escándalo y la injusticia

habían borrado de mi corazón. Y así,el ideal infantil de un amor místico,una unión comparable a una rosa sinespinas, se desvaneció para siemprey surgió en su lugar una visiónecuánime y honesta de la vida y lasdificultades de vivir y amar en unmundo roto.

Cuando ahora echo la vista atrás,en las últimas horas de mi vida, medoy cuenta de que en ese momentodejé verdaderamente de ser una niñapara convertirme en una mujer.

Volví a mis aposentos esa mismatarde y se corrió la voz de la divinadeclaración de inocencia por toda laciudad de Medina: Dios no sólo mehabía declarado inocente de lasfalsas acusaciones sino que ademáshabía otorgado un nuevomandamiento del Sagrado Corán querequería que cualquiera que acusaraa una mujer de adulterio estuvieseobligado a presentar cuatro testigosoculares de los hechos y, si no seencontraban, el acusador mismorecibiría ochenta azotes en castigo

por mancillar el honor de una mujerinocente.

Sin embargo, al poco tiempo demi rehabilitación el Profeta me rogóque perdonara a los chismosos paraponer así fin a las divisiones quehabían amenazado con despedazar anuestro pueblo. No tuve más remedioque acceder y un desfile de hombresy mujeres cabizbajos y con expresiónde profundo arrepentimiento en elrostro fue pasando por mi puerta,llorando y suplicando que losperdonara, algo que hice de corazón:el asunto había quedado zanjado y no

tenía el menor deseo de verter másveneno en las heridas de lacomunidad.

Pero cuando el último suplicantehizo su aparición resultó que lagenerosidad de mi corazón se habíaagotado. Alí vino al umbral de mipuerta para pedirme respetuosamenteperdón y me quedé mirando a mibestia negra a través de la cortina delgrueso velo que me cubría el rostro.Sus humildes gestos dearrepentimiento eran sinceros perono hicieron nada por apaciguar lafuria que ardía en mi interior. Alí era

el único que tenía poder para influiren el corazón de mi esposo para bieno para mal y había elegido usar esepoder contra mí.

Mientras lo contemplabaarrodillado ante mí suplicando miperdón sentí que unas garras meatenazaban la garganta y un horriblesabor a bilis me inundaba la boca. Yentonces, sin decir una sola palabraen respuesta a sus reiterados ruegos,me puse de pie, le di la espalda ycerré la puerta tras de mí.

28

JALID ben al Ualid, general de losejércitos de La Meca, contempló lasinterminables filas enemigasacercándose por el horizonte. Noiban cubiertos con armaduras deacero ni llevaban impresionantesarmas de guerra. Al contrario, veníanvestidos con el ihram, el sencilloropaje de lino blanco de losperegrinos al Santuario situado en elcorazón de Arabia. Los hombres deMedina llevaban una pieza de tela a

modo de taparrabos y otra cruzadasobre los hombros, mientras que lasmusulmanas vestían vaporosastúnicas y pañuelos en la cabeza. Jalidestaba sentado a lomos de supoderoso corcel con la mirada fija enla oleada de mil cuatrocientosmusulmanes que marchabancompletamente desarmados eindefensos hacia la ciudad cuyoslíderes los habían expulsado hacíauna década. Los oyó gritaremocionados la ancestral invocaciónde los peregrinos: «¡LabaiqAlahuma, labaiq!» ('¡Acudo a tu

llamada, oh, Señor, acudo a tullamada!') e incluso su corazón, en elque había ya poco espaciodisponible para los sentimientos, seconmovió.

Pero, por mucho que lasemociones le ablandaran el corazón,su deber de soldado seguía siendo elmismo; Jalid chasqueó la lengua yespoleó al caballo emprendiendo elgalope hacia la riada de peregrinosque se acercaba.

Los líderes de La Meca acababande recibir noticias de la inminentellegada de la marea musulmana y la

ciudad era un hervidero de actividad:el hecho de que ninguna de las tribusbeduinas aliadas se hubieramolestado en advertir a Abu Sufian ysus secuaces con suficienteantelación del avance de la caravanade peregrinos procedentes de Medinaera un triste epílogo a la pérdida deprestigio que había sufrido La Mecatras el fallido Asedio de laTrinchera. O tal vez sus espíasapostados en las colinas circundantesno consideraban que la llegada deaquella multitud de fielesdesarmados supusiera una amenaza,

aunque Jalid sospechaba que habríanreaccionado con el mismo silencio siMahoma hubiera lanzado un ataquesobre la ciudad.

Jalid, el general mecano, sacudióla cabeza lleno de admiración:verdaderamente Mahoma habíademostrado que no solamente eratodo un líder político y un maestrocapaz de inspirar a las masas, sinoque también un hábil general y,ciertamente, un magnífico estrategamilitar. Esta última y sorprendentetáctica de enviar a sus seguidores ala Peregrinación igual que cualquier

otra tribu árabe era una jugadagenial, digna de un verdaderomaestro del arte de la guerra. Inclusoen ese momento en que cabalgabahacia sus enemigos, Jalid eraplenamente consciente de que pocopodía hacer para detenerlos. Losperegrinos gozaban de la protecciónde tabúes ancestrales y no habríapodido tocar ni un solo pelo de suscabezas sin desatar las iras de lospocos aliados que La Mecaconservaba todavía.

Todo lo cual, por supuesto,Mahoma tenía muy presente: enviaba

a La Meca a una fuerza losuficientemente numerosa como parainvadir y ocupar toda la ciudad peroque no llevaba armas, con lo queevitaba suscitar una agresión enrespuesta. El Profeta se proponíamaniatar a La Meca con cadenas depaz y había poco que Abu Sufian y elresto de próceres de la ciudadpudieran hacer al respecto.

Mientras galopaba colina arribaJalid iba oyendo el estruendo de loscascos de los caballos e inclusopodía distinguir perfectamente elolor del sudor de sus hombres que lo

seguían; en cuestión de unosmomentos tendría a sus espaldas adoscientos de los mejores jinetes deLa Meca y seguramente la nube depolvo que levantaban ya sería visiblepara los peregrinos, pero éstosseguían caminando al mismo pasocadencioso, persistiendo en suavance hacia la Ciudad Santa de LaMeca donde tenían prohibida laentrada.

La legión de jinetes continuógalopando hacia los pacíficosinvasores con su comandante a lacabeza y, cuando ya estaban a una

distancia lo suficientemente cortacomo para poder comunicarse agritos, Jalid dio orden de detener lamarcha; reconoció a Umar ben alJattab, el valeroso guerrero quehabía abandonado a su pueblo alconvertirse a la nueva fe, y espoleóel caballo hacia la imponente figura.

Umar debió verlo ascender por laladera de la duna, como tambiéndebió distinguir sin problema elcontingente de caballería mecana quelo seguía, pero el adusto guerrero selimitó a mantener la vista al frentemientras continuaba entonando el

cántico del peregrino, más fuerteahora que el estruendo de los cascosde los caballos que se aproximaba aellos.

Jalid cabalgó directamente haciaél y lo llamó diciendo:

—Me envían los señores de LaMeca para informaros de que no soisbienvenidos, volved a vuestra tierray no perturbéis más la Peregrinación.

Por fin Umar alzó la vista haciaél pero no había ni rastro de miedoen sus ojos, sólo el desprecio con elque habría mirado a un perro rabiosoque ladrara a su paso, y continuó la

marcha dejando atrás a Jalid como sino reconociera al más famoso de losguerreros de su nación.

El mecano hizo retroceder a sumontura que levantó peligrosamentelas patas delanteras en el aire justodelante de Umar: un sólo golpe delas poderosas patas de la bestiahabría bastado para matar a unhombre, o por lo menos para lisiarlode por vida, pero Umar siguióignorando al general de La Meca y sepuso a rezar todavía más fuerte.

Jalid contempló la ingente mareade musulmanes que avanzaba

sorteándolo igual que si de una rocaen el curso de un torrente imparablese tratara, y entonces sintió que nacíaen su pecho un sentimiento deprofundo respeto por aquellosherejes que habían puesto su mundopatas arriba.

El guerrero tiró de las riendas ydirigió al caballo al paso entre lamultitud para luego dirigirse colinaarriba hacia la cima donde veía a sushombres esperando una orden: vioque contemplaban el decidido avancede la muchedumbre llenos de estupory pese a que todos iban armados con

arcos y flechas que podrían haberdiezmado al pacífico invasor sindificultad, sus soldados no movieronun dedo para detener a losmusulmanes.

Cuando Jalid alcanzó lasprimeras líneas del impotenteejército mecano, vio a su viejo amigoAmr ben al As en la vanguardia delcontingente, detectó en sus ojos elmismo destello de respeto que élhabía sentido y tuvo la certeza de quepodía contarle a aquel camarada suspensamientos más secretos:

—Estos harapientos están dando

muestra de más valor que milsoldados, que se esconden tras laarmadura y el filo de la espada —comentó Jalid.

Durante un instante Amr siguiómirando fijamente a la muchedumbreque avanzaba al unísono en perfectaarmonía, con paso seguro y rítmicode una precisión casi militar, y luegose volvió hacia Jalid con los ojosbrillantes:

—Imagina lo que semejantevalentía podría conseguir si tuvieraademás el poder de la armadura y laespada —dijo.

Jalid sonrió al darse cuenta enese preciso instante de lo que estabapensando Amr y, por un segundo,dejó de sentir el cansancio de losaños al frente del ejército de LaMeca luchando en una guerra sinposibilidades de ser ganada contraun enemigo más listo.Repentinamente se le llenó elcorazón de orgullo al pensar enMahoma —a fin de cuentas unmiembro de su mismo clan—, quiende algún modo había conseguidotransformar a un puñado dedesorganizados árabes andrajosos

uniéndolos con vínculos tanpoderosos. Aquélla era una ambiciónque Jalid mismo siempre habíaalbergado: convertir a las tribussalvajes del desierto en una nacióndigna de enfrentarse a los poderososejércitos de los imperioscircundantes, unir la temible energíaguerrera de sus gentes con ladisciplina militar de la que adolecíandesde hacía siglos. Pero al finalhabía desistido concluyendo queaquella idea no era más que un sueñodisparatado de juventud, una empresade titanes que superaba la capacidad

de cualquier hombre.De cualquier hombre excepto

Mahoma.Mientras contemplaba el lento

avance de aquellas intrépidaslegiones allá abajo, el guerreromecano tuvo una visión sobre elfuturo que lo llenó de excitaciónhaciendo que se aceleraran loslatidos de su corazón.

—Conquistarían el mundo —respondió por fin al comentario deAmr con las pupilas dilatadas por laadmiración, como si acabase deencontrar de la forma más inesperada

la respuesta a un galimatías quellevaba toda la vida tratando deresolver.

Amr le dedicó una sonrisa decomplicidad y luego los dos hombresmarcharon a la cabeza de lacaballería mecana de vuelta a losestablos dejando que, por primeravez en una década, los musulmanessiguieran avanzando hacia la CiudadSanta sin ser molestados.

29

AL final no tomamos La Meca eseaño pero obtuvimos una victoria aúnmayor: las fuerzas de Jalid seretiraron y los quraish enviaron unadelegación al Enviado solicitandouna tregua. Recibimos a su emisario,un noble altanero llamado Suhail benAmr, en la llanura de Hudaibiya,justo a las afueras de la ciudad.Suhail propuso un pacto de diez añosque suspendería las hostilidades ypermitiría a los musulmanes reanudar

la Peregrinación al año siguiente, ylos idólatras abandonarían la ciudaddurante el tiempo en que estuvieraocupada por los musulmanes paraevitar que surgieran enfrentamientosentre viejos adversarios. Peroquedaba pendiente una cuestióncontrovertida: conforme a lostérminos del tratado, cualquiermusulmán que durante laperegrinación a La Meca desertarauniéndose a los mecanos recibiríaasilo de los paganos mientras quecualquier mecano que tratase dehacer lo contrario sería entregado de

vuelta a los idólatras.Era una disposición

completamente intolerable e incluidapara humillar a los musulmanes a laque el Enviado accedió sin la menorobjeción provocando el descontentoen las filas musulmanas; hasta Umarllegó a cuestionar en un momento deira si el Profeta, capaz de aceptarunos términos tan leoninos, erarealmente el Enviado de Dios. Mipadre lo reprendió inmediatamenteobligándolo a pasar por lahumillación de pedir disculpas.

—Nos habías prometido la

victoria frente a los mecanos —lereprochó Umar al Profeta con vozquejumbrosa de niño malcriado, peroéste simplemente sonrió.

—Y os he dado la victoria —selimitó a replicar Mahoma.

En su día que el Enviado seaviniera a las condiciones delTratado de Hudaibiya molestó amuchos pero, con el tiempo,entenderíamos que había sido todauna muestra de la visión de hombrede Estado que poseía Mahoma. Miesposo había sabido reconocer algode lo que sus seguidores no se

percataban: que la paz y laestabilidad en la península no haríansino acelerar el avance del Islam.

Quizá los creyentes nocomprendieron del todo lasramificaciones del tratado, peronuestros enemigos en cambio vieroninmediatamente el peligro muy realque planteaba la nueva paz entre LaMeca y Medina. Las noticias de latregua de Mahoma con los mecanosno tardaron en llegar a la fortaleza delos judíos exiliados y Huyay seenfureció y maldijo durante días alenterarse de la traición de los

quraish: los árabes eran unos perrostraidores —había despotricado—que al final habían roto las promesashechas a sus aliados con la esperanzade garantizarse una seguridadtemporal frente a la crecienteinfluencia de Medina.

Aunque Safiya trató de calmarlo,su padre se negaba a escuchar. Eltratado de Hudaibiya era la pruebairrefutable de la desleal inconstanciade sus antiguos aliados mecanos queHuyay había estado buscando. Desdeel Asedio de la Trinchera, Huyayestaba obsesionado con la idea de

que Abu Sufian lo había traicionadoacordando en un pacto secreto conlos musulmanes la retirada que habíadesembocado en la aniquilación desus hermanos judíos de la tribu delos Bani Quraiza. Safiya sabía que elsentimiento de culpa por ladestrucción de la última tribu judíade Medina pesaba como una losasobre el corazón de su padre y que laúnica manera de soportar aquel dolorera culpar a otro por la tragedia y noa sí mismo.

Entre su propio pueblo, pocoscompartían las teorías conspiratorias

cada vez más elaboradas de Huyaypero, aun así, no cabía duda de queel tratado entre Mahoma y susenemigos paganos había alteradopara siempre el equilibrio de poderen la península y la nueva realidadno favorecía a las gentes de Jaibar,el último asentamiento judío de todaArabia. Sin el apoyo de los mecanos,el diminuto enclave quedaba aisladoy vulnerable a un ataque delambicioso profeta árabe.

Así fue cómo los patriarcas deJaibar decidieron prestar oídos a laspalabras del enviado de Bizancio:

Donato había llegado esa mismamañana acompañado por un pequeñocontingente de guardias sirios yportando el sello de Heraclio,emperador de Constantinopla y, apesar de que éste no eraprecisamente amigo de los judíos,Huyay había convencido a lospatriarcas del asentamiento de quedebían brindarle una bienvenidahonrosa, habida cuenta de que teníanun enemigo común.

Safiya, la hija de Huyay, miró alemisario bizantino con una mezcla decuriosidad y desprecio: lucía una

vaporosa dalmática romana deanchas mangas que cubría en parte latúnica de rayas de vivos colores ylos bombachos ajustados que llevabadebajo; un gorro frigio de color azulcubría sus frondosos cabelloscastaños y en sus muñecasresplandecían unos brazaletes de oro.En conjunto, Donato parecía más unahermosa muchacha acicalada que unhombre poderoso, y se veíaclaramente que había heredado suautoridad en vez de ganársela. Safiyano tenía paciencia para ese tipo dehombre, sobre todo después de que

su padre la hubiera obligado acasarse con Kinana, un noblerelamido de Jaibar cuyo mero tactole repugnaba.

La joven escuchó con sumaatención mientras Donato explicabaque el nuevo poder que estabasurgiendo más allá de las fronterasmeridionales de los dominios deBizancio había atraído la atencióndel emperador. Por lo visto, Mahomamismo había entrado en contacto conla corte imperial enviando una cartaen la que invitaba a los romanos aconvertirse en seguidores de su Dios.

La increíble noticia suscitó un fragorde acaloradas conversaciones en lasala del consejo de patriarcas deJaibar hasta que Huyay exigiósilencio para que Donato pudieraseguir hablando y darles másdetalles.

Según informaban los espíasbizantinos, el profeta árabe habíaenviado cartas similares a la cortedel emperador persa Cosroes enCtesifonte y a éste le había ofendidotanto la sorprendente audacia deaquel árabe analfabeto que habíahecho trizas la misiva.

Persia habían optado por notomar muy en serio aquel poderemergente que estaba surgiendo enArabia pero, en el caso de losbizantinos, la velocidad a la queMahoma había consolidado la uniónde todas las tribus había provocadola suficiente alarma como paradecidir que debían responder.Heraclio había ordenado a susgenerales que comenzaran lospreparativos para una invasiónpreventiva de la península antes deque aquel profeta-rey ambicioso seconvirtiera en un problema para las

lucrativas rutas comerciales delImperio, y Bizancio quería la ayudade las gentes de Jaibar paraorganizar el ataque.

—Vuestra fortaleza sería unenclave fundamental para la ofensivaterrestre del Ejército Imperial —declaró Donato en su árabe conacento extraño que sin duda le habíaenseñado alguien que hablaba losdialectos del desierto sirio.

Se hizo un silencio tenso mientraslos patriarcas consideraban lasramificaciones de la alianza que seproponía y Safiya se dio cuenta de

que todas las miradas estabanpuestas en Huyay. Todos los líderesjudíos consideraban a Huyay elhombre con más experiencia paralidiar con Mahoma y su díscolomovimiento religioso y ahora que larápida expansión del Islam era elprincipal tema de conversación delas élites políticas, Huyay se habíaconvertido, de hecho, en el líder dela comunidad de Jaibar por más quefuera un refugiado que únicamentehabía sobrevivido gracias a lagenerosidad de los ciudadanos delasentamiento.

Huyay miró al embajadorbizantino sin inmutarse pero tenía lafrente arrugada mientras cavilaba. ASafiya le constaba que su padreestaba encantado de haberencontrado un nuevo aliado en sulucha contra Mahoma pero ladesconfianza natural que leprovocaban los gentiles le impedíaaceptar sin más ni más la oferta delemisario.

—Os ruego que me disculpéis sidudo, pero el hecho es que vuestropueblo ha mostrado muy pocorespeto por el mío hasta este día —

se explicó Huyay—, más bien habéisexterminado tantos judíos comohabéis podido con el pretexto de quemataron a vuestro Cristo.

Aunque la brutal franqueza deHuyay produjo un murmullo deestupor en la sala, Safiya sabía desobra que su padre se había limitadoa decir lo que todos estabanpensando: la extremadamentedolorosa experiencia de los judíosbajo el poder de Roma habíaculminado con la destrucción deJerusalén y la diáspora de su pueblopor todo el mundo, y no se podían

borrar siglos de historia de la nochea la mañana, por mucho que loaconsejaran las necesidades políticasdel momento y por muy apremiantesque éstas fueran.

Si el emisario de Bizancio sesintió ofendido por la total falta dediplomacia de Huyay, teníademasiado oficio como para darmuestras de ello: Donato esbozó ungesto ensayado de pesar e inclinó lacabeza ante los patriarcas de lacomunidad judía.

—Lo que decís esdesgraciadamente cierto —reconoció

para gran sorpresa de todos lospresentes—, se cometieron muchasinjusticias en los tiempos de misantepasados, hombres cegados por lafe o que buscaban un chivoexpiatorio a quien cargar con losproblemas del Imperio, pero el granHeraclio no es uno de ellos sino quesiente un profundo respeto por elpueblo judío, pues ¿acaso no escierto que el mismo Cristo compartíavuestra sangre?

Hasta la última palabra deaquella respuesta había sidoescogida con sumo cuidado y Safiya

notó que los patriarcas de Jaibar serelajaban inmediatamente al oír lasfingidas muestras de contrición; porsupuesto que nadie creía ni por unmomento que el emisario romanoexperimentara el menorremordimiento por los crímenescometidos por su pueblo, pero lo quesí resultaba evidente era quenecesitaba su ayuda lo suficientecomo para ponerse aquella máscarade calculada humildad.

—¿Qué garantías tendríamos sinos aliáramos con el emperador? —quiso saber Huyay.

—Una vez nos hayáis ayudado alibrar a Arabia de ese lunático seréisnombrados virreyes de Su Majestadpara gobernar la nueva provincia ennombre del Emperador.

Safiya vio que los ojos vidriososde su marido Kinana se iluminaban aloír hablar de la posibilidad degobernar sobre los árabes y eso nohizo sino aumentar su aversión haciaél.

El aire se llenó de una innegableexcitación como resultado de lasdeclaraciones del emisario. Huyaycompartía esos sentimientos pero era

un hombre de Estado con demasiadaexperiencia como para demostrarlo ylo que hizo fue dar un paso al frentecon expresión grave en el rostrohasta colocarse a una corta eincómoda distancia del bizantino,aunque es justo reconocer queDonato no se inmutó ante la miradaescrutadora del anciano sino que sela devolvió con aire impasible.

—Tu emperador puede buscarsea otro que gobierne estos parajesdesiertos —objetó el líder judío trasuna pausa de gran efecto dramático—. El corazón de mi pueblo está

puesto en otro lugar, uno al que no sele permite ir.

Safiya sabía que Huyay estabaentrando en un juego peligroso, peroera una apuesta que si ganaba podíacambiar el rumbo de la historia de supueblo porque en realidad sólo habíauna cosa que cualquier judío deseara,precisamente la que se les llevabanegando quinientos años: laposibilidad de volver a la tierra dela que habían sido expulsados en losdías de la revuelta judía contra losromanos liderada por Simon BarKojba, el falso mesías que había

arrastrado a su pueblo a la tragedia.El emisario bizantino se quedó

allí de pie, inmóvil, y su rostro sevolvió una máscara inescrutablesobre el que ejercía tal control queera imposible leer en él. Luego porfin habló:

—El Emperador en persona meha dado autorización para ofrecer avuestro pueblo garantías de que si osunís a Bizancio revocará laprohibición. Una vez sea derrotadoeste rey árabe, vuestro pueblo serálibre de emigrar a Palestina.

Hubo exclamaciones de

incredulidad y oraciones a gritosdirigidas al Dios que por fin habíamostrado a su pueblo una forma deacabar con la tragedia del exilio.Safiya por su parte experimentabasensaciones contradictorias: por unlado sentía un profundo anhelo de vera su pueblo de vuelta a Tierra Santay, por otro, una terrible tristeza deque el precio que hubiera de pagarsefuera la destrucción de un hombrecuyo único deseo aparente para losgentiles era el conocimiento de Diosy una vida mejor.

Pese a que la excitación era

palpable en la sala de infinitascolumnas, Huyay permanecíaimpasible y no dio muestras de estarimpresionado en absoluto.

—¿Y qué hay de Jerusalén? —dijo alzando la voz: una preguntasimple que hizo que todosenmudecieran inmediatamente.

Y, por primera vez, Donatopareció desconcertado, como si no sehubiera esperado que los judíosfueran a ir tan lejos con susexigencias. Dudó un instante y luegonegó con la cabeza.

—Desgraciadamente no puedo

ofreceros pleno acceso a la CiudadSanta —respondió provocando ladecepción de los presentes—, ésasigue siendo una cuestión muydelicada a los ojos de la SantaIglesia.

Huyay se encogió de hombros ydio la espalda al embajador.

—En ese caso, no hay trato —sentenció al tiempo que comenzaba aalejarse hacia las puertas de broncede la sala dando a entender queconsideraba el asunto zanjado.

Y entonces, para gran sorpresade Safiya, los demás patriarcas de

Jaibar se levantaron para seguirloproduciéndose un éxodo masivo conel que se ponía de manifiesto elfracaso de la diplomacia bizantina.

Donato palideció al tiempo queabría unos ojos como platosrebosantes de desconcierto mezcladocon un fugaz destello de miedo. Derepente Safiya sintió pena por aquelhombrecillo afeminado queseguramente tendría que hacer frentea terribles consecuencias siregresaba a la corte de Heraclio conlas manos vacías, pero también sabíaque su padre estaba haciendo lo que

debía como político: utilizarcualquier baza que juzgase necesariapara conseguir sus objetivos.

Cuando los líderes de Jaibar yaestaban junto a la puerta, Donato alzóla voz para pedirles que esperaran:

—Creo que puedo convencer alEmperador para que permita ciertasexcepciones —declaró con tono queya no era aterciopelado sino deagitación—: una peregrinación anuala los santos lugares, es lo máximoque puedo ofrecer. —Huyay sedetuvo y se giró para mirar alemisario con un brillo de renovado

interés en los ojos. Donato respiróhondo y recobró la compostura—. Siaun así la propuesta no os pareceaceptable, así se lo haré saber a SuMajestad —sentenció el embajadorcon frialdad—, pero tened en cuentaque en ese caso no podréis disfrutarde la protección que se concede a losaliados cuando los soldados deBizancio conquisten esta tierra.

Aquello era una clara amenaza ydesde luego su peso se hizo sentir. Elhecho era que las legiones deConstantinopla se preparaban para lainvasión, independientemente de que

los judíos les facilitaran o no elcamino. Los judíos de Jaibar podíanayudar a Heraclio a eliminar laamenaza que suponía Mahoma oenfrentarse también ellos a laposibilidad de ser eliminados.

Safiya observó a su padre quevolvió sobre sus propios pasos hastaquedar de pie frente a Donato: noparecía tenerle miedo a aquelemisario acostumbrado a estar enpresencia de reyes y cuyas palabraspodían ser fuente de vida o muertepara el pueblo judío. Fuera cualfuera su propia opinión sobre las

ideas políticas de Huyay su hija teníaque reconocer que no se le podíaacusar de cobardía.

Y entonces el líder judío alargóuna mano para estrechar la delembajador bizantino.

—Dile a tu emperador que haytrato.

Esa noche Safiya tuvo un sueñoinquietante: tendida junto a Kinana enla cama de madera de pino que

compartían, dando vueltas y másvueltas en medio de un sueñointranquilo, soñó que caminaba poruna calle empedrada de Jaibar, laciudad que se había convertido en suhogar después de que expulsaran a sutribu de Medina; pero, en lugar de lascaracterísticas casas de piedrapintadas de vivos colores, sólo vioruinas calcinadas y los poderososmuros de la ciudadela medioderruidos y, en lugar de niñoscorriendo y riéndose a carcajadaspor las calles, sólo vio cadáverespudriéndose en los callejones.

Aunque Safiya intentó escapar,allá donde iba sólo encontrabamuerte y desolación; el hedor apodredumbre era tan insoportableque sintió náuseas en el estómago, yal final cayó de rodillas desesperaday alzó los ojos al cielo, rogando aDios que ayudara al pueblo quehabía elegido para abandonarlosdespués a su suerte.

La luna llena resplandecía sobresu cabeza y se la quedó mirando porun instante, aturdida al comprobarque la cara que siempre veíadibujada en ella había cambiado y

las sombras ya no componían unosrasgos irreconocibles sino todo locontrario.

Era el rostro inconfundible deMahoma.

Mientras Safiya la contemplabadesconcertada, la luna cayó delcielo; aquella resplandeciente bolade pura luz descendió hasta posarseen su regazo y, a medida que lasublime claridad que brotaba delastro la inundaba, su dolordesapareció y el sufrimiento seconvirtió en un recuerdo lejano.

Entonces lo oyó: el sonido de la

risa de unos niños.Alzó la vista apartándola del

etéreo globo luminoso y vio que laciudad había vuelto a la vida, losmuros se erguían imponentes y firmesy no había ni un solo cadáver. Miraradonde mirara todo era un nuevorenacer: las flores se entreabrían, elgorgoteo suave del agua de unafuente cercana la llenó de esperanza,y también vio el ajetreo de lamuchedumbre en el mercado,aparentemente ajena a la desolaciónque había reinado tan sólo unosmomentos atrás.

Sintiendo que la misteriosa luzque la envolvía se iba haciendo cadavez más intensa, se paró acontemplar a unos chiquillos quejugaban a perseguirse entre grandesrisas y se detuvieron un momentopara devolverle la mirada al tiempoque la saludaban con una sonrisa.

Y entonces la mágica luz de laluna se volvió tan brillante como milsoles y el mundo se disolvió en sucálida placidez.

30

YO observaba el ataque sorpresadel ejército musulmán contra lafortaleza judía desde la tienda decampaña del Enviado, que se habíacolocado en la cima de una de lascolinas de Jaibar. Nuestros espías delas tribus beduinas de la zona noshabían advertido de que el ejércitode Bizancio se proponía usar aqueloasis como base para la invasión detoda la península y el Profetareaccionó planeando inmediatamente

el asalto a la ciudad antes de que losromanos tuvieran tiempo de enviar asus tropas.

Me acompañaba otra esposa, UmSalama; nuestra tarea eraencargarnos de los heridos y ya noshabíamos pasado gran parte de lamañana vendando heridas yaplicando ungüentos de hojastrituradas de belladona para aliviarel dolor de los moribundos.

El ejército musulmán era unapequeña fuerza de poco más de milquinientos soldados y un centenar decaballos, pero tanto los hombres

como los animales habían sidocuidadosamente seleccionados por surapidez y agilidad, pues sabíamosque Jaibar disponía de diez milhombres en condiciones de luchar ypor lo tanto nuestra victoria nodependería de la fuerza bruta sinodel ingenio y de la capacidad desorprender al enemigo. El Enviadose proponía realizar toda una seriede rápidas incursiones contra eloasis, que estaba protegido por trescampamentos fortificados separados,para obligar así al enemigo a luchara nuestra manera. Teníamos todas las

esperanzas puestas en que la aparentedebilidad del contingente musulmánhiciese que los judíos se confiaran, yen que nuestra táctica de ataque yhuida los despistara respecto denuestra verdadera estrategia deasalto. Mi esposo creía que losdefensores de Jaibar agotarían susenergías en un sinfín de pequeñosfrentes en vez de concentrarse en unúnico campo de batalla, y eso losdesorientaría durante suficientetiempo como para atravesar susdefensas. Era la estrategia de laabeja que zumba alrededor de la

víctima hasta que logra confundirla yel picotazo la sorprendedesprevenida.

Y, por el momento, la estrategiafuncionaba: Alí estaba al mando delejército que asediaba Jaibar, unadecisión controvertida que habíaprovocado el descontento de nopocos musulmanes ya que, pese a quenadie dudaba de su destreza militar,muchos consideraban que poner a unjoven que aún no había cumplido lostreinta al mando de otros mayoresque él mermaría la moral de lastropas. Hubo muchas protestas y

murmurios que argumentaban quequien liderara la batalla debería serAbu Bakr, un hombre de Estado demás edad. Pero mi padre habíasilenciado rápidamente esoscomentarios de igual modo que habíahecho enmudecer a Umar enHudaibiya. Abu Bakr aceptó elliderazgo de Alí de formaincondicional y mi esposo, elEnviado de Dios, diplomático pornaturaleza, le correspondióconcediendo un honor especial a sucasa: el Enviado había transformadouna de mis túnicas negras en el

estandarte que portaría el ejército ala batalla, lo que suponía unadistinción especial tanto para mipadre como para mí a los ojos de lastropas. No obstante, las quejas sobrela elección de Alí no amainaron deltodo, algo que me produjo un secretoplacer.

Ahora bien, una vezdesenvainadas las espadas, losdebates inútiles quedaron olvidadosy la adrenalina de la batalla sustituyóa las maniobras políticas. Alíencabezó la primera incursión contralos sorprendidos habitantes del

asentamiento y los musulmanesconsiguieron llegar hasta lasmurallas de la ciudad antes de quelos detuviera una lluvia de flechas.Los arqueros de Jaibar eran losmejores de Arabia y casi cincuentade los nuestros resultaron heridos,obligando a Alí a ordenar la retiradamientras miles de defensoresemergían por las puertas de lafortificación de Natat situada a lasafueras del enclave.

Tras el avance inicial tuvimosque retirarnos de vuelta a las colinas,pero la estrategia del Profeta estaba

funcionando. Los musulmanesatacarían cada hora y por puntosdiferentes —primero por el este,luego por el norte, después por elsuroeste…— y se abatirían sobre lasfuerzas enemigas a la velocidad delrayo para luego desaparecer denuevo en la inmensidad del desiertocomo fantasmas. Los imprevisiblesataques fueron incrementando cadavez más la frustración de lossoldados judíos que al final se vieronobligados a dividir sus fuerzas parapatrullar los alrededores:exactamente lo que el Profeta

esperaba que hicieran.La batalla intermitente ya duraba

seis días y veíamos claramente quelos ataques fugaces seguidos dehoras de vano esfuerzopersiguiéndonos inútilmente estabanconsiguiendo llevar al enemigo alagotamiento. Teníamos suficienteagua y comida para continuar con lasirritantes incursiones por lo menosotra semana más pero yo sabía queno haría falta tanto porque, la nocheanterior, Umar ben al Jattab habíacapturado a un comandante judíodurante un ataque sorpresa y el

guerrero había salvado la vidatraicionando a su propio pueblo alrevelar un punto débil en susdefensas: el castillo de Naim, unpequeño puesto situado en el límiteoccidental del asentamiento, noestaba tan bien protegido como elresto de eslabones de la cadenadefensiva y, además, por lo vistohabía en él un depósito secreto dearmas que nos ayudarían a penetraren las defensas hasta llegar alcorazón del oasis.

Así que esa misma mañana Alíhabía capitaneado una incursión

contra Naim mientras que paradistraerlos el resto del ejércitomusulmán luchaba con los hijos deJaibar en el lado este de la muralla.La batalla fue corta pero muycruenta: a las puertas de lafortificación, Alí se había enfrentadoen un combate cuerpo a cuerpo con elpaladín de los judíos, Marhab, quehabía corrido la suerte habitual decualquiera que se enfrentara a laresplandeciente y temible Dul Fiqar,es decir, Alí le había cortado lacabeza a su adversario en cuestión desegundos. Zubair se unió a Alí en el

campo de batalla y, empuñando unaespada en cada mano como sólo élsabía hacer, se había encargado deltambién legendario hermano deMarhab, Yasir. La muerte de sus doshéroes había sembrado la confusiónentre el pequeño contingente judíoque defendía el castillo de Naim ylos musulmanes habían conseguidoatravesar sus puertas y conquistar laposición.

Entonces Alí abandonó el campode batalla con una sonrisa triunfal enlos labios y volvió al campamentobase del Enviado donde informó a mi

esposo de que la caída de Naimproporcionaba a los musulmanes unaentrada al oasis por la retaguardia y,más importante aún, la informaciónobtenida del prisionero de Umar eracorrecta: oculto en las cámarassubterráneas había todo un arsenal dearmas que nos ayudarían en la tomade la ciudad, y, más importantetodavía, habían hallado una pequeñacatapulta romana que por lo vistohabía sido un obsequio de losbizantinos a sus nuevos aliados.Además se encontraron dos testudos,una especie de caparazones con

ruedas utilizados por los ejércitos deRoma para protegerse bajo losmismos del contraataque de losdefensores de las murallas durantelos asedios. Resultaba una deliciosaironía que aquellas máquinas deguerra extranjeras, almacenadas paraser usadas contra los musulmanes,fueran ahora a ser utilizadas contranuestros enemigos para abrirnos pasomás allá de sus murallas.

Mi padre se puso de pie parafelicitar a Alí por aquella victoriaque cambiaba el curso de la batalla ylo mismo hicieron el resto de los

compañeros, y mientras los hombresabrazaban y daban contundentesapretones de mano al joven héroe, elProfeta se limitó a observar con unasonrisa en los labios, lleno deorgullo igual que un padre quepresencia como su incomprendidohijo por fin recibe del mundo loshonores que se merece.

Los resplandecientes ojos de Alíse posaron en mí y pude leer en ellosel deseo de reconciliación, de ponerfin al rencor que había entre las dospersonas más queridas del Enviado,pero por más que reconociera

respetuosamente sus habilidades deguerrero, no era capaz de perdonarlela traición que a punto había estadode costarme el matrimonio y la vida.

Le di la espalda a Alí y fui aayudar a Um Salama que estabaconsolando a un joven que habíaperdido una mano en el asalto.

31

Safiya contempló llena de dolor elterrible panorama de caos y muerteen que se había convertido lo que enotro tiempo había sido una ciudad.Los musulmanes habían atravesadolas murallas exteriores introduciendola guerra en el corazón mismo deloasis y sorprendiendo completamentedesprevenido a su pueblo porsegunda vez en una semana, pues lamayoría de las tropas del ejércitojudío estaban dispersas más allá delas almenas, inmersas en unapersecución inútil de unos atacantes

paradójicamente ocultos pese a estara la vista. Con la caída del puestodefensivo de Naim se había abiertola compuerta y una riada de soldadosárabes había llegado hasta las callesque rodeaban la gran cámara delconsejo donde tan sólo unos díasatrás los patriarcas habían pactado lanueva alianza con Bizancio. Almismo tiempo que la élite de lossoldados musulmanes capitaneadospor Alí diezmaba a los pocosdefensores judíos apostados en elinterior de la ciudad sitiada, otrastropas musulmanas se ocupaban de

tomar los pozos y hacerse fuertes enlas imponentes murallas desde dondesus arqueros se afanaban en lanzaruna lluvia letal de flechas contra lossorprendidos guerreros de Jaibar queahora se encontraban atrapados fuerade sus propias murallas. Se habíanvuelto las tornas de forma humillantepara los judíos que hacían intentosdesesperados por regresar al interiorde sus casas, ahora ocupadas por losárabes a los que habían estadopersiguiendo.

Safiya estaba de pie en el tejadode la cámara del consejo

contemplando desde las alturas labatalla que se libraba en las murallasde piedra mientras su gente se rendíae iba saliendo de las casassuplicando clemencia a los hombresde Mahoma. También divisó en elhorizonte las nubes de humo negrosobre las poderosas fortificacionesde Natat y Chiq y comprendió que labatalla había terminado. Lasfortalezas, capaces de resistircualquier ataque exterior, eran elorgullo de las gentes de Jaibar, peroa nadie se le había ocurrido pensaren cómo protegerlas desde el interior

y la defensa de los judíos no habíaresistido.

Miró a su padre que contemplabaatónito las ruinas de la ciudad quedebería haber sido la capital de lanueva provincia bizantina de Arabia.A Huyay se le llenaron sus grisesojos de lágrimas en el momento enque la total derrota de su pueblo seconvirtió en una evidencia innegabley Safiya se dio cuenta de que, en esemomento, el líder judío se habíadado por fin cuenta de que no habíanadie a quien echar la culpa exceptoa sí mismo.

Pese a que Safiya deberíahaberse compadecido de él, haberletendido los brazos y estrecharlo entreellos como una buena hija,consolarlo en el momento en que seenfrentaba al fracaso de toda unavida, se encontró con que no lequedaba compasión para su padre, unhombre que se había obstinado enarrastrar a su pueblo por el borde delprecipicio. Huyay se había engañadoa sí mismo imaginando que era capazde orquestar la derrota de todos susenemigos y no sólo conquistarArabia sino restaurar el derecho de

los judíos en Tierra Santa.El atribulado anciano se

arrodilló y comenzó a rezarfervientemente a Dios rogando que seapiadara de los judíos, y en esemomento, Kinana, el miserableesposo de Safiya, se puso también derodillas junto a su suegro y leacarició los cabellos igual que haríauna mujer consolando a un niñopequeño:

—No desesperes —le dijo conaquel ceceo afeminado que a suesposa le resultaba repulsivo—,todavía queda esperanza de salir

victoriosos.Por fin Safiya explotó:—¡No —chilló con tal ferocidad

que Kinana retrocedió atónito—, nohabrá ninguna victoria! ¿Es que loshombres no comprendéis nada?¡Éramos los últimos judíos de Arabiay nos habéis traído la desgracia convuestras intrigas!

—Nadie podría haber anticipadoalgo así —replicó Huyaydesesperado, tratando de eludir suresponsabilidad por el desastre quehabía provocado.

Safiya ya no aguantaba más:

agarró a su padre por la túnica y loobligó a levantarse y mirarla a lacara.

—¡Sólo un necio podría no haberanticipado algo así! —exclamó sinque quedara un ápice de pacienciapara el autoengaño en su corazón.

Kinana la agarró por las muñecasy después la empujó para apartarladel anciano.

—¡¿Cómo osas hablarle de esemodo a tu padre?! —le reprochó conlos labios curvados en una muecahorrenda.

Pero a Safiya ya no le importabalo que pensara nadie, incluido él: siiba a morir cuando Jaibar cayera porfin en manos de los invasores esemismo día, quería hacerlo con laverdad en los labios y le traían sincuidado las consecuencias.

—¡Desearía haber hablado deeste modo hace años! —respondió altiempo que escupía a los pies deKinana—, de haberlo hecho, tal vezmi padre habría entrado en razón yno estaríamos ahora a punto deperecer!

Su esposo avanzó un paso con la

mano alzada para abofetearla peroHuyay lo detuvo.

—Lleva razón —dijo el jefejudío con la voz temblando devergüenza—, mi orgullo nos hatraído hasta aquí.

Kinana lo miró desconcertado:—¡Pero si esto no es el final —

chilló al tiempo que daba una patadaen el suelo igual que un niñomalcriado—, los soldados deBizancio vendrán pronto en nuestraayuda!

Huyay negó con la cabeza.

—No, Heraclio Bizancio tardarásemanas en movilizar a su ejército…Incluso si consiguiéramos obligar alos árabes a retroceder fuera de lasmurallas nos quedaríamos sin comidani agua antes de que llegaran losrefuerzos.

Safiya se dio cuenta de que,finalmente, su padre había aceptadola dura realidad y entonces el fuegode su ira comenzó a vacilar hasta quepor fin se apagó por completodejando tras de sí un vacío anodinoen su corazón. La ira y el pesar ya notenían ningún sentido. Lo único que

le quedaba era cumplir con su debery salvar a tanta gente como fueraposible en el poco tiempo quequedaba. Safiya dio un paso al frente,tomó a su padre de la mano y lo miróa los ojos disponiéndose a ayudarloa hacer lo que había que hacer.

—Debemos pactar una rendición—declaró ella con voz que sonabaexhausta como la de una anciana.

Huyay parpadeó a medida queiba asimilando la verdad queencerraban las palabras de su hijapero, de igual modo que el padre seestaba enfrentando a la realidad, el

marido en cambio huía todo lo lejosque podía de la misma.

—¿Rendirnos? —se indignóKinana—. ¿Y sufrir la misma suerteque los Bani Quraiza? ¡Eso jamás!¡Defenderemos nuestros hogaresmientras nos quede un solo hombreen pie!

—¡Sí, y estoy segura de queardes en deseos de ser tú ese últimohombre considerando lo cobarde queeres!

El rostro de Kinana se ruborizóde ira hasta adquirir una tonalidadpúrpura pero ella lo ignoró y centró

la atención en su padre.—Deja que vaya a hablar con los

musulmanes, con Mahoma; sé que meescuchará —le pidió.

Huyay se la quedó mirando sinsaber qué pensar ni qué decir yentonces Safiya le explicó el sueñoque había tenido en el que la lunacaía en su regazo trayendo de nuevovida al oasis.

—Es una señal de Dios, unportento —declaró la joven y luego,tras dudar un instante, pronunció laspalabras que llevaba grabadas en elcorazón desde la noche de la extraña

visión—: Es mi destino.Su padre la miró con ojos

desorbitados y, antes de que pudieradecir nada, Kinana había agarrado asu mujer del pelo para despuésaplastarle la cara contra la durapiedra de las almenas con brutalidad.

Safiya lanzó un grito de dolor ydurante un instante todo le diovueltas mientras la sangre seagolpaba en sus ojos.

—¡Puta traidora —graznó éligual que un buitre—, todo estetiempo, dormías en mi cama perosoñabas con esa serpiente del

desierto! ¡Márchate con él entonces!¡Ya no perteneces a nuestro pueblo!

El dolor recorría todo su cuerpoy notó que Kinana la agarraba de lamano y la empujaba escalera abajo.

—¡Padre —consiguió gritar—,por favor, ayúdame!

Pero Huyay se limitó a quedarseallí de pie con aspecto de estartotalmente solo y confundidomientras el mundo que había luchadopara crear durante toda su vida sedesplomaba ante sus ojos.

Las puertas de la cámara delconsejo custodiadas por un nutrido

grupo de soldados se abrieron unmomento y Safiya fue violentamentelanzada a través de ellas a la calle,donde aún se libraba la batalla concruenta intensidad: las espadas seentrecruzaban son una intensidadferoz mientras los musulmanes y susadversarios judíos luchaban cuerpo acuerpo, casa por casa, por el controlde la sede de gobierno del oasis.

Safiya gritó horrorizada cuandovio un jinete con turbante galopandohacia ella con la espadadesenvainada, que despedía un fulgorsobrenatural tan brillante como el de

un millar de soles. Reconoció elarma, Dul Fiqar, la legendariaespada de doble punta, y supo quetenía delante al afamado Alí, elcélebre guerrero que había acabadoél solo con muchos de los másodiados enemigos de losmusulmanes. El corazón le dio unvuelco y se preguntó si su nombreestaba a punto de pasar a engrosaresa lista de caídos ilustres.

Pero la espada no se abatió sobresu cabeza sino que Alí bajó el arma ydesmontó de su corcel negro; la mirósin dar la menor muestra de sorpresa,

como si hubiera esperadoencontrársela allí, tirada en el sueloen mitad de aquella avenida cubiertade sangre, mientras a su alrededor elÁngel de la Muerte acudía areclamar a sus víctimas por todaspartes.

Y entonces le tendió una manoenguantada para ayudarla a ponersede pie.

—No tengas miedo, hija de BenAjtab —le dijo dejándoladesconcertada al ver que sabía sunombre—, he sido enviado paraauxiliarte.

Safiya estaba demasiadoconfundida como para preguntarquién lo había enviado, quién podíahaber sabido que estaría allí fuera,en pleno fragor de la batalla yprecisamente en ese momento, peroviendo con qué facilidad los hombresde ambos bandos caían a sualrededor en medio de la terriblemasacre que estaba teniendo lugar,decidió que no era el momento dehacer preguntas.

En el momento en que subía alcaballo de Alí volvió su rostrosuplicante hacia el noble guerrero

cuyos ojos verdes parecían brillarcon luz propia.

—Mi pueblo… por favor, tenedpiedad de mi pueblo.

Alí subió a la silla de un saltocolocándose delante de ella yespoleó al caballo en el instantemismo en que una lanza se clavabaen el lugar exacto donde seencontraba hacía tan sólo un segundo.

—Sólo Dios y Su Enviadopueden decidir su suerte —respondióél, aparentemente inmune al delirantecaos de muerte que los rodeaba;luego hizo una pausa y la miró—,

pero puedes defender su causa anteel Enviado.

Y, con esas palabras, Alí sellevó a Safiya lejos del centro de labatalla, cabalgando en medio delcaos hasta alcanzar el campamentomusulmán. Mientras pasaba por lascalles desoladas a lomos del caballodel hombre que había derrotado a supueblo, Safiya debería haber sentidotodo un torbellino de emociones —confusión, culpa, vergüenza— pero,en vez de eso, experimentó unaapacible serenidad incluso con losecos de los moribundos que llegaban

de todas las direcciones retumbandoen sus oídos.

Era como si una parte de ellasupiera que ese día había de llegar,que dejaría a su padre para unirse alhombre que éste más odiaba. Era undestino escrito desde hacía ya muchotiempo, aquel primer día en queMahoma llegó a Yatrib y Safiya senegó a condenarlo porque sepropusiera recordar el Dios de supadre Abraham a los hijos de Ismael.La empatía que sentía con el profetaárabe que había puesto el mundo delrevés abrió una brecha entre ella y su

familia, entre ella y su pueblo,provocando una división que nohabía hecho sino aumentar con losaños hasta que ya no se sentía partede ellos. Pero, si no era judía,¿entonces qué era?

Era una pregunta que le resultabainquietante y dolorosa, y que nuncase atrevería a formular en voz altaporque no podía enfrentarse a larespuesta sin cortar definitivamenteel vínculo con el único mundo quehabía conocido. Pero ahora esemundo había desaparecido,consumido por las llamas de su

propio orgullo; su familia, su hogar,su nación, todo había sido destruidopara siempre; había perdido todo loque le importaba, todo excepto laverdad sobre quién era ella enrealidad.

Y así fue como al final, Safiyaacabó de pie ante Mahoma, cuyosnegros ojos la estaban mirando conprofunda compasión. En esemomento Safiya comprendió al fin elpapel que estaba destinada adesempeñar en la historia de supueblo, se arrodilló ante el hombreque debería haber sido su enemigo y

pronunció con voz suave las palabrasque, ahora se daba cuenta, llevabanmucho tiempo grabadas en sucorazón:

«No hay otro dios sino Alá y

Mahoma es Su Enviado».

32

La batalla había terminado y Jaibarse había rendido. La judía Safiyahizo las veces de mediadora entre elProfeta y los habitantes de la ciudadsitiada convenciéndolos para quedepusieran las armas con la promesade clemencia para sus moradores.Cuando el ruido del entrechocar delas espadas enmudeció al fin, ayudé auna anciana judía a abrirse paso porlas calles de Jaibar entre los restosde la espeluznante masacre y la guiéhasta las tiendas donde se atendía aenfermos y heridos de ambos bandos.Ella se aferraba a mí con fuerza,

clavando sus huesudos dedos en mimuñeca al tiempo que me susurrabaconstantemente palabras deagradecimiento, y entonces mepreguntó si sabía qué había sido desu hijo, un joven soldado llamadoNusaib que había salidoapresuradamente de casa paracontener el asalto de los musulmanesque se abrían paso por las brechasabiertas en las murallas. Le respondícon voz suave que trataría deaveriguarlo y la tranquilicéasegurándole que debía estar con elresto de prisioneros; no tuve valor

para decirle que ninguno de losguerreros que habían salido alencuentro de Alí en los primerosmomentos del asedio final habíasobrevivido.

Dejé a la anciana al cuidado deUm Salama que le ofreció un cuencode agua y un platillo de higos. En latienda se respiraba el almizcladoolor empalagoso de la muertecercana, un hedor que yo habíallegado a odiar durante los últimosdías así que me volví paramarcharme rápidamente.Envolviéndome bien con el manto

para combatir el frío penetrante de lamañana caminé por los callejonesdesolados mientras musulmanes yjudíos recogían los cuerpos quesembraban las calles parallevárselos a enterrar a uncementerio en las afueras del oasis.

Me detuve en un campo abiertodonde tenían a los prisioneros,atados y rodeados de cientos desoldados musulmanes, y una rondarápida de preguntas me confirmó loque sospechaba: el hijo de la ancianano estaba entre ellos y lo másprobable era que ya hubiera sido

enterrado.Miré hacia el centro del campo y

vi que se habían cavado más tumbasallí también, zanjas como la delmercado de Medina en que se habíaenterrado a los Bani Quraizaajusticiados. Los términos de latregua del Profeta con Jaibar sóloofrecían amnistía para las decenas demoradores de la ciudad pero no paralos hombres de Bani Nadir que sehabían refugiado con ellos y loshabían incitado a la guerra con losmusulmanes, y leí en la expresióngrave de sus rostros que éstos sabían

perfectamente la suerte que lesaguardaba.

Cuando ya me volvía paramarcharme vi a mi esposoacercándose en compañía de Alí yque los seguía la judía Safiya quehabía ayudado a poner fin a la lucha.Era tal como la recordaba: alta yescultural, de constitución delicada yfacciones perfectas. Vi que miraba asu padre, Huyay, que permanecíamuy erguido, rezumando dignidadincluso ahora que estaba cautivo, yno quise ni imaginarme el dolor quedebía estar sintiendo ella al verlo

atado como un animal en un mercadode abastos.

Alí dio un paso al frente con loscabellos negros resplandeciendocomo la melena de un león a la luzdel sol de la mañana.

—¡Oh, hombres de Jaibar, elEnviado os ha perdonado la vida enatención a las súplicas de aquella aquien expulsasteis de entre vosotros!—declaró mirando a Safiya—. Lasbuenas gentes de Jaibar no sonresponsables de la traición de losque acogieron en su seno, y por esoliberaremos a sus prisioneros y

permitiremos que conserven sustierras a cambio del pago de untributo anual equivalente a la mitadde la cosecha.

Mientras Alí hablaba, vi que lossoldados musulmanes se acercaban ycortaban las cuerdas que ataban a losprisioneros que habían sidoidentificados como habitantesoriginarios de la ciudad. Loshombres de Jaibar, atónitos al verque los dejaban ir, lloraron y besaronlas manos de sus captores.

Y entonces Alí se volvió hacia elresto de los prisioneros, los

exiliados de Nadir cuyasmaquinaciones los habían llevado aaquella situación de la que notendrían escapatoria.

—Pero vuestros hermanos de latribu de Bani Nadir han roto todoslos pactos y sembrado la discordia asu paso —continuó Alí con voz firme—, ellos sí tendrán que rendircuentas de lo ocurrido, así loordenan Dios y su Enviado.

Miré a Safiya: le corrían laslágrimas por las pálidas mejillas;luego echó a correr y se abrazó aHuyay sollozando; los guardias

hicieron ademán de apartarla perouna mirada del Enviado bastó paraque se detuvieran y ella se quedóallí, llorando en brazos de su padrecondenado a muerte hasta que éste lebesó la frente y la apartó consuavidad.

—Intenté salvarte… —la oíbalbucear en medio de susufrimiento.

Huyay sonrió con dulzura, sin elmenor rastro de reproche nirecriminación en sus ojos.

—Lo sé…Los hombres de Alí dieron un

paso al frente disponiéndose aconducir a los Bani Nadir hasta latumba que pronto se convertiría en sumorada eterna.

Huyay se quedó mirando a su hijamientras los guardias se la llevabancon delicadeza y vi en su rostroajado un profundo pesar, la miradade un hombre que se ha dado cuentademasiado tarde de que estabaequivocado en todo lo que de verdadimporta en la vida. Y entonces ellíder judío posó la mirada en elEnviado de Dios, su rival y bestianegra que al final le había ganado la

partida tras una década de amargoenfrentamiento.

—Anoche estaba leyendo la Torá—dijo Huyay con aire pensativopero sin asomo de malicia—, lospasajes sobre la muerte de Abraham.Sus hijos Isaac e Ismael, enfrentadosdurante muchos años, se reunieronpara enterrarlo juntos en una gruta enHebrón. —El Enviado esbozó unasonrisa amable al oír la referencia yasintió—. Me gusta pensar en esahistoria como una profecía —continuó Huyay con una sonrisacálida en los labios en esos

momentos finales—. Tal vez un díanuestros pueblos encuentren la formade enterrar el pasado juntos.

Y, dicho aquello, Huyay benAjtab se dio la vuelta paraarrodillarse ante su tumba, Alílevanto a Dul Fiqar en el aire y eleco del grito desgarrador de Safiyareverberó en las viejas piedras deJaibar.

33

Safiya y el Enviado se casaron a lospocos días de la caída de Jaibar y laejecución de los hombres de BaniNadir. El Profeta me dijo que era unacto de misericordia hacia unamuchacha que había perdido a todasu familia bajo el filo de lasvengativas espadas de losmusulmanes, y además me explicóque era un matrimonio por motivospolíticos ya que Safiya continuaríaresultando muy útil como vínculo

diplomático con el resto de judíos deArabia a medida que los musulmanesfueran consolidando su poder. Todoeso era verdad, pero yo me dabacuenta de la forma en que sus ojosnegros brillaban de admiración alcontemplar la piel perfecta de lamuchacha y, una vez más, seencendió la chispa del demonio delos celos en mi alma. A pesar de queSafiya se había convertido al Islam,siempre la llamé «la judía» y no meprivaba de hacer comentariosmaliciosos en su presencia sobre susancestros y la duplicidad de su

pueblo. Cuando ella se quejó alProfeta sobre cómo denigraba yo asus antepasados, él le aconsejó queme respondiera que era hija deAarón y nieta de Moisés, lo quecomenzó a hacer con gran orgulloconsiguiendo así incrementar miscelos.

Con la adición de Safiya alharén, el número de Madres habíaascendido a ocho: además de ella,Sauda, yo misma, Hafsa, Um Salama,Zainab ben Jahsh, Yuairiya y Ramla.La bondadosa Zainab ben Juzaima, laMadre de los Pobres, había muerto

de las fiebres y su apaciguadorainfluencia en la casa se echabamucho en falta porque, pese a losaños que llevábamos juntas y losdenodados esfuerzos del Enviado portratarnos a todas igual, seguíanexistiendo pequeñas rivalidadestontas. La irascible Hafsa y laprincesa beduina Yuairiya solíantener fuertes encontronazos, y lomismo podía decirse de la altaneraRamla y la sencilla Um Salama. Noobstante, no todo el mundo en elharén estaba en guerra: yo habíahecho las paces con Zainab tras

enterarme de lo mucho que me habíaapoyado en los días de la falsaacusación y todo el mundo quería ala maternal Sauda.

Nuestras discusiones siempreeran por cosas sin importancia: quiénhabía dicho qué a quién, quién estabaintentando acaparar demasiadotiempo y atención del Profeta, quiéntenía los vestidos y joyas másbonitos (aunque en realidad todasllevábamos una vida espartana en laque tenían escasa cabida los lujos ylos adornos). Ciertamente, nuestrarivalidad ya no giraba en torno a

quién se quedaría embarazadaprimero, pues todas habíamosabandonado sigilosamente laesperanza de darle un heredero alProfeta. Él ya había tenido seis hijoscon Jadiya, de los cuales los dosvarones habían muerto y, desdeentonces, Dios no lo había vuelto abendecir con más descendencia apesar de estar casado con variasmujeres jóvenes y fértiles.

Corrían rumores entre loscreyentes sobre como Dios no queríaque el Profeta tuviera un herederovarón y muchos decían que la razón

era que la Uma musulmana no debíaconvertirse en una monarquía, algoque ocurriría inevitablemente si elProfeta tenía un hijo de quien seesperaría que sucediera a su padrecomo líder de la comunidad.También había quien especulaba conque el motivo era más bien que Diosya había elegido al linaje del Profetafavoreciendo a su primo Alí, quehabía dado a Mahoma dos nietos,Hasan y Husein; los que opinaban asíeran una minoría, pero en añosposteriores se convertirían en unapoderosa voz cuyo mensaje acabaría

por desgarrar a la nación musulmana.Sin embargo, esos tiempos de

lucha y división sobre el legado delEnviado aún quedaban muy lejos.Tras la pacificación de Jaibar y eltratado con los mecanos, la paz habíallegado por fin a la península y, tal ycomo había predicho el Enviado enHudaibiya, la tregua resulto ser unavictoria mayor para el Islam quecualquiera de las batallas ganadasdurante la década anterior.Finalizadas las hostilidades, florecióel comercio entre las tribus del nortey el sur, y los musulmanes realizaban

regularmente la peregrinación a LaMeca donde pudieron al fin predicarsobre la unicidad de Dios sin sufrirrepresalia alguna.

Fue en esa atmósfera apacible deflorecientes relaciones comerciales ydiálogo en la que el Islam comenzó aextenderse rápidamente por todo eldesierto y se decía que, en los dosaños que siguieron al tratado deHudaibiya, se había convertido másgente que en las dos décadasanteriores.

A medida que se propagaba elpoder del Islam por toda la

península, los más sabios entre losquraish comenzaron a darse cuentade que los viejos tiempos se habíanacabado para siempre, mientras quealgunos patriarcas como Abu Sufianse obstinaban en rechazar cualquierposibilidad de unirse al Profeta. Sinembargo, la siguiente generación delíderes se daba cuenta de que elfuturo de Arabia estaba en Medina yno en La Meca y comenzaron aaparecer fisuras en el muro decontención que acabaron pordesembocar en una riada cuandodesertaron los dos nobles más

prominentes de la ciudad santa: Jalidben al Ualid, el comandante en jefede los ejércitos de La Meca, y Amrben al As, el diplomático másrespetado de la ciudad, cabalgaronhasta Medina y juraron lealtad a Diosy a Su Profeta, conversiones que sinduda fueron muy celebradas.

Medina se convirtió en unametrópolis trepidante donde seintercambiaban mercancías traídasde toda la región y el diminuto oasiscomenzó a expandirse y adquirircada vez más el aspecto de capital deuna próspera nación. Nosotras, como

Madres de los Creyentes, teníamoscada vez más tareas que desempeñaren beneficio del creciente estadoislámico: ya fuese repartiendocomida y medicinas entre losnecesitados o enseñando a otrasmujeres y sus hijos los principiosmorales de nuestra fe, nuestros díasestaban más y más ocupados con lasexigencias y responsabilidades queconllevaba nuestro papel de Madres.Al final ya no teníamos tiempo queperder regodeándonos en lasconsabidas peleas sin importancia yempezó a reinar la paz en el hogar

del Profeta tal y como tambiénocurría en toda Arabia.

Pero todo eso cambió con lallegada de una joven esclava egipcia.Mariya era una cristiana coptaenviada como regalo al Enviado deDios por un gobernador egipcio quehabía tenido la clarividencia políticade darse cuenta de que la visión deMahoma iba camino de imponersetriunfalmente en la vecina Arabia. Lamuchacha era sorprendentementehermosa, con largos cabelloscastaños de sedosos rizos, perfectosojos almendrados y pechos

generosos; hablaba con muchadulzura y rezumaba una majestuosafeminidad mayor que la de ningunade las mujeres que yo jamás hubieraconocido.

El Enviado de Dios cayó rendidoa sus encantos en el momento en quevio a Mariya mientras que al resto denosotras nos invadió ladesesperación. Dándose cuenta deque la joven esclava sería eldesafortunado blanco de todas laenvidias si se alojaba cerca de lasesposas, el Profeta hizo que leconstruyeran una casita a las afueras

de Medina donde él pasaba cada vezmás tiempo provocando la alarmacreciente entre las Madres.

Y así fue como las esposas delEnviado se reunieron y vinieron apedirme ayuda: temían que el amordel Profeta por Mariya acabara porquitarnos el sitio a todas y mepidieron que interviniera puesto que,en teoría, yo seguía siendo lafavorita.

Una noche, cuando el Profetaestaba tendido tranquilamente con lacabeza apoyada en mi regazodespués de un largo día ocupado con

los asuntos de Estado, le tendí latrampa: Mahoma me había miradocon una dulce sonrisa en los labios altiempo que me acariciaba el pelo,pero cuando se inclinó para besarmeaparté la cara.

—No, por favor —me negué conintencionada vehemencia.

Él se incorporó y me miró consus ojos de obsidiana.

—¿Qué pasa?Le di la espalda y comencé a

llorar y, pese a que sin duda estabasiguiendo al pie de la letra el guiónque yo misma me había marcado, las

lágrimas y el dolor de corazón eranreales.

—¡Ya no me amas!El Enviado me puso una mano en

el hombro y sentí aquella extrañasensación de frescor que parecíaemanar siempre.

—¿Cómo puedes decir eso? Eresa la que más quiero de todas misesposas.

Me volví hacia él con laslágrimas rodándome por las mejillas.

—De tus esposas, tal vez, perono de todas las mujeres que posees.

Mi esposo se puso tenso derepente y vi como se desvanecía suamable sonrisa.

—Es cierto que me reconfortaestar con Mariya —respondiólentamente, como si estuvierasopesando cada palabra con sumocuidado—, pero no ha ocupado tulugar en mi corazón, nadie puede.

Le tome la mano en la mía y se laapreté ligeramente.

—Entonces demuéstramelo.El Profeta lanzó un suspiro y de

repente pareció muy cansado.

—¿Qué es lo que quieres de mí?Me incline hacia él mirándolo

fijamente a los ojos.—¡Que dejes a la joven esclava!

¡Prométeme que no volverás a verlajamás!

El Profeta parpadeó, sorprendidopor la audacia de la petición.

—Humaira… —comenzó a decir,pero lo interrumpí soltando mi manode la suya y apartándome un poco.

—¡Prométemelo o no volverás atocarme con mi consentimiento! Sime tomas, será por la fuerza y sin

amor.El Enviado parecía tan

desconcertado como si lo hubieraabofeteado: en todos los años quellevábamos casados jamás lo habíaamenazado con negarle la intimidadde nuestro lecho, por mucho quehubiéramos discutido; incluso en lostiempos en que dudó de mi fidelidadno lo castigué negándole mi cuerpo, yde hecho fue a través de la dulcecalidez de nuestra unión como fuimosrecomponiendo lo que lashabladurías habían roto en milpedazos.

El Profeta me clavó aquellamirada poderosa de expresióninescrutable pero yo se la devolvícon actitud desafiante. Durante unlargo rato, el único sonido que podíaoírse era el cadencioso canto de losgrillos y el murmullo suave de lashojas de las palmeras mecidas por elviento.

Y entonces el Profeta habló porfin y pude detectar en su tono de vozla frustración que se esforzaba pormantener a raya.

—Lo prometo —respondióaunque yo me daba cuenta de que se

resistía a tener que pronunciarsemejante juramento—, no volveré aver a Mariya. ¿Ya estás contenta?

Mi pequeña victoria hizo que meinvadiera una oleada de excitación ysonreí igual que una cría que por finha conseguido el juguete que llevabasemanas pidiendo, pero cuando meincliné para besar a mi marido fue élquien se apartó esta vez.

—¿Te han convencido el resto delas esposas para que hagas esto? —me preguntó, y me di cuenta de quenos conocía demasiado bien comopara que pudiéramos engañarlo.

—No —contesté, pero él parecióencontrar la respuesta que estababuscando en la expresión culpable demi cara.

El Enviado de Dios se puso depie al tiempo que sacudía la cabezacontrariado y de pronto tuve unasensación de vacío en el estómago,una intuición de que mi victoria noera más que un espejismo y que enrealidad lo que había obtenido erauna derrota tanto para mí mismacomo para el resto de las esposas.

—Sois como las mujeres queamenazaron a José con la prisión si

no se avenía a sus exigencias —declaró el Profeta con un suspiro deagotamiento, y sentí una punzada dehumillación al oír que me comparabacon las pecaminosas damas quehabían tratado de seducir al hijo deJacob.

Y después, sin decir ni unapalabra más, el Enviado de Dios medio la espalda y se marchódejándome con una sensación deinfinita soledad e impotencia. Habíaalgo en el modo en que cerró lapuerta tras de sí, una especie derotundidad final en sus pasos, que me

hizo pensar que se había marchadopara siempre y ya nunca volvería.

Se me volvieron a llenar los ojosde lágrimas, lloraba de desconciertoy lloraba la pérdida y, de repente,tuve la certeza de que había cometidoun grave error.

34

EL Enviado hizo llegar un mensaje alas Madres a través del impetuosoUmar: no hablaría con ninguna denosotras durante un mes. Se retirósolo a una pequeña tienda al bordedel patio de la masyid y rechazótodos nuestros desesperados intentosde reconciliación.

El mes que siguió fue uno de lospeores de toda mi vida: el Profetacumplió su promesa y no nos dirigióla palabra ni una sola vez durante

todo ese tiempo y, para empeorar aúnmás las cosas y acrecentar el dolordel castigo, nos enteramos de queDios había eximido a Su Enviado deljuramento que tan apresuradamentehabía pronunciado y mi esposopasaba todas las noches en compañíade la esclava Mariya. Como decostumbre, las otras esposas mehicieron responsable de nuestradesgracia compartida pese a que, enesta ocasión, todas teníamos parte deculpa por haber presionadodemasiado a Mahoma. Las otras meevitaban como si tuviera alguna

enfermedad contagiosa y acabé másaislada que nunca.

La única compañía que tuvedurante aquellos días terribles fue lade mi hermana Asma, que solíatraerte a ti, Abdalá, para que jugarasen un rincón mientras ella meconsolaba. Todavía eras muypequeño, no tenías ni cinco años,pero a pesar de tu corta edad ya sepercibía en ti esa seriedad ysabiduría que te caracterizan. Cuandome veías llorar, algo que hacía muy amenudo durante las visitas de tumadre, siempre dejabas los juguetes

y venías a apoyar la cabeza sobre miregazo hasta que la dulzura de tupresencia me calmaba. En el fondoyo sabía que seguramente nuncatendría descendencia y en esosmomentos te convertiste en algoparecido a un hijo para mí, unvínculo que sigo sintiendo con lamisma intensidad hoy, casi cincuentaaños después. Tal vez ésa sea larazón por la que te abro ahora micorazón, pues siempre has sido comoun bálsamo para las heridas de tu tía,elegida del destino tanto para labendición como para la maldición.

El tiempo perdió sentido duranteaquellas semanas, aunque no dejé decontar las horas que quedaban paraque terminase el castigo y —ésa erami esperanza— mi esposo volviera anosotras. Y sin embargo me aterrabapensar en qué nos depararía el futuroa partir de ese momento: ¿seguiríaamándome o Mariya me habríasustituido para siempre en sucorazón?, ¿quedaría el fuegovigoroso que en otro tiempo habíaunido nuestras almas reducido acenizas, a un pálido reflejo delpasado?

Y entonces una noche, mientrasestaba a solas en mis aposentoscontemplando el manto raído de miesposo que todavía conservaba ensus fibras el olor almizclado de sucuerpo, oí unas pisadas y luego seabrió la puerta para mostrar lasilueta de un hombre de pie en elumbral. Sorprendida, fui a buscar elvelo para cubrirme el rostro peroentonces la figura avanzó un paso yvi que se trataba del Enviado deDios.

Durante un instante me quedéinmóvil, convencida de que no era

más que un sueño, un producto de miimaginación; él me contempló ensilencio y luego su pálido rostro seiluminó con una leve sonrisa.

Me puse de pie con el corazón enun puño.

—Pero… sólo han pasadoveintinueve días… —fue todo lo queacerté a decir con la vozenronquecida por la emoción.

El Profeta, sorprendido, arqueóuna ceja.

—¿Y eso cómo lo sabes?Me acerqué a él como arrastrada

por la misma fuerza que atrae a unagota de agua hacia el océano.

—He estado contando los días; ylas horas.

Y entonces me di cuenta de queaquel mes, rayah, sólo teníaveintinueve días en vez de treintaporque la luna aparecía antes. ElProfeta había esperado exactamenteel tiempo que había prometido y niun minuto más, y había elegido venira verme a mí la primera de todas.

El Enviado de Dios me apretó lamano con fuerza hasta que pudesentir el acompasado latido de la

sangre corriendo por sus venas alritmo de los latidos de mi propiocorazón.

—Aisha, Dios me ha reveladoestas palabras —afirmó con dulzuraaunque reparé en que en sus ojostodavía quedaba un atisbo de durezamientras recitaba los últimos versosdel Sagrado Corán que le habían sidorevelados:

¡Profeta! Di a tus esposas:«Si deseáis la vida mundanal y

sus falsas apariencias,

¡venid! Os haré gozary os dejaré en hermosa

libertad».Si deseáis a Dios, a Su Enviadoy a la última vida,sed piadosas,pues Dios ha preparado una

enorme recompensapara aquellas de vosotras que

son benefactoras. Escuché los versos con la cabeza

inclinada mientras Alá me planteabala posibilidad de elegir entre dos

caminos: el camino del mundo y elcamino hacia la eternidad. El Diosque me había rescatado de ladesgracia, el que había salvado mihonor cuando hasta mi esposodudaba de mí, me estaba advirtiendoahora que mi futuro con Mahoma y elresto de los creyentes dependía delrumbo que tomara mi corazón en esemomento.

—Así pues, Humaira, ¿quéeliges? —me preguntó el Enviadocon un hilo de voz.

Unas lágrimas abrasadorasempezaron a rodarme por las

mejillas y alcé la vista hacia los ojosazabache de mi esposo a sabiendasde que nunca había tenido la menorelección en ese asunto.

—Deseo a Dios, a Su Enviado ya la última vida —respondítemblando con un pesar tan grandeque amenazaba con partirme en dosel corazón.

El Profeta me dedicó una cálidasonrisa, luego me tomó en sus brazosy me besó, y al poco la pasión nosenvolvió llevándonos más allá delvelo de este mundo lleno de crueldadhasta el misterio eterno del hombre y

la mujer y el gozo infinito de suunión.

Al cabo de una semana me enteré deque hacía dos meses que la esclavaMariya no tenía la menstruación.Estaba embarazada de Mahoma.

35

SIETE meses más tarde, las esposasnos reunimos alrededor de Mariyapara acompañarla durante losterribles dolores finales de parto. Yole agarraba la mano mientras Hafsale secaba los ríos de sudor queempapaban sus sedosos cabellos yUm Salama por su parte se agachabaante la silla de partos animando condulzura a la pobre muchacha a queempujara sólo un poco más.

Fueran cuales fueran las envidias

de que habíamos sido culpables, pormuy profundo que hubiera sido elresentimiento que impregnaba elambiente en el hogar del Enviadodesde que se supo que la esclavaesperaba un hijo, todo eso habíaquedado por fin olvidado durante laslargas horas que pasamos con elladesde que rompió aguas. La joveneran frágil como un pajarillo y cadacontracción le arrancaba tales gritosde dolor que la llama de lacompasión derritió el hielo denuestros gélidos corazones: ya no erauna rival por el amor del Enviado, ya

no la veíamos como una usurpadoraque nos había arrebatado el honordestinado a una de las nobles damasnacidas libres que compartían ellecho con Mahoma; esa noche, sehabía convertido en tan sólo unachiquilla asustada padeciendo laagonía que era también la gloria deser mujer.

Posé la mirada en los dulces ojosde Mariya, delicada y tan perdidacomo un cervatillo en medio delmonte, y traté de infundir en sucorazón algo de la vena de fuerzaindómita que yo tenía. Ella alzó la

vista hacia mí, confundida yaterrorizada, pero vi una luz en lasprofundidades de sus ojos que medecía que el mensaje le había llegadoy me pareció ver un destello degratitud en su demacrado rostro.

Y entonces Mariya se aferró a mimano con tal violencia que creí queiba a romperme los dedos y lanzó ungrito más horrible que cualquiera delos que había oído en labios deningún guerrero moribundo en elcampo de batalla.

Luego milagrosamente enmudecióy un nuevo sonido inundó la cabaña

de piedra que estaba haciendo lasveces de paritorio improvisado: elmaravilloso, increíble y conmovedorsonido del llanto de un bebé.

Me volví maravillada hacia UmSalama que estaba de rodillas en elsuelo sosteniendo en brazos a lacriatura que era la esperanza de unanación, y entonces la bondadosamujer de sonrisa maternal en loslabios alzó la vista hacia nosotrascon gesto reverente y grandeslágrimas en los ojos.

—Decidle al Enviado de Diosque… ha nacido su hijo…

Nunca he vuelto a ver tal júbilo enlas calles de Medina. En los días quesiguieron al nacimiento, el austerooasis se transformó en una ciudadenvuelta en ambiente festivo mientraslos musulmanes celebraban elnacimiento del hijo de Mahoma aquien se puso por nombre Ibrahim.Cientos de camellos, ovejas y bueyesfueron sacrificados por losentusiasmados fieles y la carne serepartió entre los pobres. Los

mercaderes rebajaron grandementelos precios en el mercado y enocasiones hasta regalaban el génerocomo obsequio a potencialescompradores futuros. Los poetas seapresuraron a componer sus versosen honor del recién nacido por cuyasvenas fluía la esperanza de toda laUma musulmana. Si el alcohol nohubiera estado prohibido por elSagrado Corán, el jamr y la cervezahabrían corrido por las calles, ysospecho que unos cuantos de losmenos piadosos brindaron en secretoen la intimidad de sus casas.

Fueron días gloriosos y todos enla casa del Profeta compartían laalegría, incluidas las Madres. Laenvidia que le teníamos a Mariyahabía sido reemplazada por unfogoso instinto de protegerla a ella ya su bebé, que se había convertido enel hijo de todas. Recuerdo la primeravez que tuve a Ibrahim en mis brazosdespués de que su madre le hubieradado el pecho y el Enviado hubiesederramado lágrimas sobre losdiminutos dedos de sus manos. ElProfeta me lo había dado a míprimero en señal de que, incluso en

ese momento, yo seguía siendo lafavorita entre todas sus consortes.

Sostuve aquella cosita diminutaen mis brazos igual que si fuera unapreciada joya y lo miré a la cara:tenía el pelo castaño y ensortijadocomo su madre pero los ojos sinlugar a dudas eran los de su padre, yme estaba mirando con aquellas dosperlas negras llenas de sabiduríaancestral; su piel era más suave queel plumaje de una paloma e irradiabael misterioso frescor que siemprerodeaba a Mahoma, incluso en losdías más calurosos del verano. Y

luego aquellos ojos cautivadoresparecieron lanzar un destello cuandome sonrió y me prendé de amor deIbrahim en ese instante. Era un amortan salvaje e implacable como el quesentía por el Enviado, y me juré quedaría la vida para proteger la deaquel niño y su madre, incluso sitodos los demonios del Infierno seabalanzaban sobre nosotros.

Cuando Ibrahim cumplió sietedías, el Enviado celebró laceremonia de la aqiqa, en que se lecorta el pelo al bebé por primera vezy luego se pesa para repartir el

equivalente en oro entre los pobres.La Gente de la Casa se reunió paracelebrar el primer acontecimiento dela vida del niño y se alzó una tiendade lona a rayas verdes y amarillas ala entrada de la masyid donde losfieles acudieron a ver al hermosobebé y los indigentes a recibir unalimosna.

Las mujeres de la casa estábamosreunidas en una sección cerrada de laparte trasera separada de laexcitación de la muchedumbre poruna cortina de lana: además de lasesposas, también se encontraban allí

las hijas de Mahoma: Zainab con suhijita Umama; Um Kulzum, casadacon Uzman tras la muerte de Ruqaya;y la favorita del Profeta, Fátima, consus hijos Hasan y Husein. Todos nosreunimos reverentemente alrededorde Mariya como si fuera la reina dela nación, dándonos codazos paratener oportunidad de tomar en brazosal bebé, el pequeño Elegido que erala luz de la Uma. Oí las risas deHasan mientras perseguía a suhermano pequeño Husein por toda lahabitación y miré a Fátima que, poruna vez, no parecía cabizbaja y

distante sino que se estaba riendo debuena gana mientras contemplaba asu nuevo hermano que la miraba conla total confianza y concentración deque sólo los bebés, aún nocontaminados por el mundo, soncapaces.

En los primeros tiempos delembarazo de Mariya, habían corridoalgunos rumores maliciosos quesugerían que Fátima y Alí no sehabían alegrado de que el Profetafuera a tener un heredero quearrebataría a sus propios hijos eltítulo de únicos varones

descendientes directos de Mahoma,pero pese a la inquebrantableantipatía que me despertaba Alí, nocreí ni por un momento que él o sumujer sintieran nada que no fueraalegría por el Enviado y, viendo laexpresión radiante en el rostro de lapor lo general taciturna Fátima, notuve la menor duda de que lashabladurías eran malintencionadas yfalsas.

Y entonces se abrió la cortina yapareció mi esposo con los ojoschispeantes. Se acercó a Mariya,besó al niño en la frente y después le

susurró algo al oído a la jovenegipcia; ella soltó una risita picara yasintió al tiempo que el Profeta sevolvía hacia el resto de las damasreunidas en la estancia de lasmujeres. Vi que llevaba un preciosocollar en la mano, un colgante de unaesmeralda con cadena de plata.

—Con motivo de la aqiqa de mihijo, hoy voy a regalar este collar ala muchacha que más quiero —anunció el Enviado sosteniendo elcolgante en alto para que todas loviéramos.

Se desató inmediatamente un

murmullo de excitación y de repentesentí el corazón desbocado en mipecho. El Enviado me miró duranteun instante fugaz y luego comenzó acaminar lentamente pasando pordelante de cada una de las esposasmientras agitaba con suavidad la joyadelante de los rostros expectantes.

Vi que Hafsa se volvía haciaZainab y le decía algo en voz baja,demasiado baja para que yo pudieraoírlo, pero yo había adquirido ungran domino en el arte de leer loslabios tras años defendiéndome delas habladurías en el harén (y

participando en ellas también).—Se lo va a dar a la hija de Abu

Bakr —era lo que había dicho Hafsa,y leí la irritación en las bellasfacciones de Zainab mientras asentíacon la cabeza.

Sentí que me invadía una ráfagade orgullo mientras el Enviado ibadejando detrás al resto de esposas endirección a mí. Se detuvo unmomento en Safiya y se me hizo unnudo en la garganta, pero por fintambién pasó de largo a ladecepcionada judía y se dirigió haciadonde estaba yo, que era la última

del semicírculo de Madres que sehabía formado.

Sonreí con aire triunfal y alcé lamano hacia el colgante…

… ¡y entonces el Enviadotambién me paso de largo a mí! Meruboricé, presa del estupor pues noentendía nada: había pasado pordelante de todas sus esposas pero elcollar seguía en sus manos. Yentonces vi que se acercaba a lapequeña Umama que estaba sentadaen el regazo de su madre, Zainab. ElEnviado se inclinó y tras colocar elcolgante al cuello a su nieta le besó

los labios.Lanzamos un unánime gemido

lastimero al darnos cuenta de que elProfeta nos había gastado una bromapesada a todas la mujeres de la casa,que debido a la perenne rivalidadpor ser la primera en su corazón nospasábamos el día provocandoescenas.

El Profeta me miró con airedivertido y yo me crucé de brazosfingiendo irritación pero no pudedisimular la sonrisa y al final soltéuna carcajada a la que el resto notardó en unirse.

Pero el buen humor que serespiraba en el ambiente aquellatarde se vio interrumpido por losladridos salvajes de un perro que noandaba lejos. Vi que las faccionesdel Profeta se ensombrecían; luegoempezó a temblar y, al reparar en lasgotas de sudor que corrían por sufrente, me puse de pie de un saltopensando que se trataba de unaRevelación, pero el Enviado no cayóal suelo entre convulsiones comosolía ocurrir en esos momentos deéxtasis espiritual sino que se quedóde pie donde estaba, con la mirada

perdida y fija al otro lado de latienda, como si estuviera mirando através de paredes de fina telatransparente y pudiera ver algo másallá de los confines del tiempo y elespacio.

Y luego pasó el trance y elProfeta parpadeó rápidamente altiempo que miraba a su alrededortratando de recordar dónde estaba;entonces se volvió hacia nosotras yse quedó un buen rato mirando a cadauna de sus esposas con su bellorostro teñido súbitamente de tensióny ansiedad. Posó la mirada en mí y

sentí un escalofrío extraño en elcorazón.

—Oh, Enviado de Dios, ¿quéocurre?

El Profeta siguió mirándomefijamente, como si pudiera ver mialma.

—Los perros de Al Hauab… susladridos son tan feroces…

Al Hauab era un valle situado alnoreste, en la ruta de las caravanasde Irak. Yo no comprendía por qué elProfeta mencionaba aquel lugarremoto y desolado, pero había algoen el tono de su voz que me asustó;

miré a las otras esposas y comprobéque ellas también sentían el mismonerviosismo.

El Profeta apartó la Mirada de míy la clavó en un punto al otro lado dela tienda para luego continuarhablando, pero para sí en vez dedirigirse a nosotras:

—Le ladran al ángel de lamuerte… que sigue la estela de susfaldas… hay tanta muerte allá pordonde pasa…

Se hizo un terrible silencio y loúnico que yo oía era el retumbar dela sangre bombeando en mis oídos. Y

entonces la judía se puso de pie conel terror que todas sentíamos escritoen los ojos.

—¿Quién es? ¿A quién le ladranlos perros?

El Profeta salió de su silenciosoensimismamiento y volvió a mirarnoscon las facciones teñidas por unprofundo pesar.

—No lo… no lo sé… pero sientomucho dolor por ella…

El ambiente de celebración habíadesaparecido dando paso a unterrible presentimiento de tragedia.

El Enviado de Dios sacudió lacabeza, como si tratara de liberarsede una visión horripilante que leatenazaba el corazón. Se volvió paramarcharse pero entonces se detuvo ysus ojos se clavaron en mí derepente. Se acercó para que sólo yopudiera oírlo y me dijo:

—Te lo ruego, Humaira, nodejes que los perros te ladren.

Y, con eso, salió dejándome conaquel sobrenatural presagio. Me puseel velo inmediatamente para salir deallí a toda prisa y, mientras huía dela tienda para ir a refugiarme en la

seguridad de mi diminuto hogar, mesentí como una gacela aterrorizadaque corre por las desoladas planiciesdesiertas tratando de escapar de undepredador que sin embargo cadavez está más cerca.

Al cabo de los años, cuando laprofecía del Enviado se cumplió,aprendí que todos somos gacelas,que el león que nos persigue es esecazador despiadado llamado destino,y que la tragedia de la vida es que,por muy deprisa que corramos, pormuy lejos que lleguemos, el leónsiempre nos alcanza.

36

La Meca, 630 d. C. Ocho años después de que

emigráramos a Medina, cuando yotenía diecisiete, los mecanosrompieron la tregua de Hudaibiya.Los quraish se unieron a un grupo debeduinos exaltados del clan de Bakrpara atacar a los musulmanes de BaniJuza: fue una reyerta estúpida parasaldar una deuda de sangre por culpade una mujer de un clan pagano que

se había enamorado de un muchachomusulmán con el que había huido,pero aun así suponía una claraviolación del tratado de paz que yaduraba dos años y la respuesta delProfeta fue ordenar que el ejércitomarchara hacia La Meca.

Para entonces ya se podíaconsiderar que teníamos unverdadero ejército: curtidas enmuchas batallas y escaramuzas cadavez más complicadas, las tribusbárbaras se habían convertido en unapoderosa fuerza militar biendisciplinada que en los últimos

meses había tenido su primerenfrentamiento con las legiones delImperio bizantino. Tras el fracaso dela alianza romana con Jaibar cadavez se iba haciendo más inminente eldía en que nuestros hombres habríande enfrentarse a las tropasimperiales, hasta que los bizantinosprecipitaron el desencadenamientode la crisis al capturar y asesinarbrutalmente a un emisario que elProfeta había enviado a Siria.Aquello era una clara violación delas ancestrales reglas de inmunidaddiplomática y con ello Bizancio se

proponía sin duda mostrar sudesprecio por el emergente podermusulmán y provocar una respuesta.

El Profeta había enviado unafuerza de tres mil hombresencabezada por su hijo adoptivo,Zaid, a vengar la muerte delembajador. La batalla contra lastropas de Bizancio que se desató enel valle fue la primera de una guerraque pronto resultaría en la derrotadel todopoderoso ejército romano amanos de un puñado de guerreros deldesierto. La lucha fue encarnizada yZaid murió en combate, y

precisamente la muerte del adoradohijo de Mahoma hizo que losmusulmanes se pusieran a luchar contal ferocidad que las arrogantes yconfiadas legiones bizantinas sevieron obligadas a batirse enretirada. El desertor mecano Jalidben al Ualid fue quien recogió elestandarte y lideró el ataque contralos desconcertados bizantinospersiguiéndolos hasta el Mar Muertopara luego guiar al contingentemusulmán de vuelta a la seguridaddel desierto. El enfrentamiento habíaquedado como mucho en tablas, pero

sembró el pánico en Bizancio quevio como una banda de jinetes malarmados en una desventaja numéricade tres a uno había puesto en unaprieto a sus tropas de élite, quehabían dominado el mundo durantecasi un milenio.

Cuando los supervivientesregresaron a Medina, el Profeta losfelicitó por su valor y le dio a Jalidel sobrenombre de la Espada de Alácon el que se le conocería a partir deentonces. Luego el Enviado se retiróa los aposentos de Zainab para lloraramargamente la muerte de Zaid, que

había sido como un hijo para élademás del anterior esposo de ella.

El ejército musulmán había hechofrente a Bizancio y ahora estabapreparado para al reto másimportante: conquistar la CiudadSanta de La Meca. El Enviado reunióa diez mil de los mejores guerreros ymarchó hacia La Meca en respuesta ala violación del tratado. Muchos delos hombres estaban llenos deindignación más que justificada y unardiente deseo de vengar los años dehumillaciones y muerte a manos delos quraish, pero el Enviado

apaciguó sus corazones diciendo queprefería tomar la ciudad sinderramamiento de sangre pues, pesea que era la base de operaciones delenemigo, también seguía siendo laciudad santa y el Profeta no deseabaque la sangre salpicara el Santuariode Abraham.

Así fue como, cuando el ejércitomusulmán acampó en las colinas alas afueras de la vieja ciudad de laque Mahoma había tenido queexiliarse, éste ordenó que cadahombre encendiera una pequeñahoguera en vez de hacer unos cuantos

fuegos de campamento inmensoscomo era costumbre; el cielo de LaMeca se tiñó cada noche de rojo conel reflejo de las llamas de diez milfuegos provocando así el pavorosoefecto de un ejército de cien milhombres acampados a las puertas dela ciudad. La estratagema surtióefecto y la espeluznante imagen hizoque cundiera el pánico entre losmecanos.

Yo estaba al lado del Profeta alborde de una colina, sintiendo en lapiel el calor que emanaba de lainfinidad de fuegos a nuestras

espaldas. El humo hacía que melloraran los ojos y me aterrabapermanentemente que una chispaperdida de una de las diez milhogueras prendiera fuego a la tiendadel Enviado que se había colocadojusto al otro lado del perímetro delcampamento. Umar y el resto decomandantes se habían opuesto acolocar el puesto de mando a lospies de las colinas donde sería unblanco fácil para las primerasfuerzas de choque mecanas que selanzaran al ataque, pero a mi maridoeso no parecía preocuparlo en

absoluto y, al volver la vista paracontemplar el horizonte en llamasque hacía pensar en una estampaaterradora de las mismas puertas delInfierno, entendí por qué: no habríaningún ataque.

Llegaron al campamento doshombres que portaban el estandartede emisarios. A diferencia de losbizantinos, los musulmanesrespetaban la inmunidad de losenviados y los correos nonecesitaban venir acompañados desoldados que los protegieran. Abrílos ojos como platos al reconocer a

las dos figuras esbeltas que ibanbajando por la colina en dirección ala sencilla tienda de lona verde delEnviado: no eran simplesembajadores sino los señores de LaMeca en persona.

Abu Sufian venía acompañado desu hijo Muauiya, que llevaba variosaños convertido al Islam en secretoy, viendo la cara de satisfacción delhijo en contraste con la expresión deagotamiento y derrota del padre,resultaba evidente que ya no hacíafalta seguir fingiendo. La Meca habíasido derrotada y sólo quedaba

acordar los términos de la rendición.El Enviado dio un paso al frente

con una cálida sonrisa en los labios ytendió la mano al hombre que habíasido su enemigo durante veinte años.Abu Sufian lo miró con recelo yluego por fin le dio la mano alProfeta con gesto digno.

Durante la hora que siguió, elEnviado y Abu Sufian negociaron elcese permanente de las hostilidades

entre sus dos pueblos. El ejércitomusulmán entraría en la ciudad a lamañana siguiente con garantías deuna amnistía general para susmoradores, lo que era una innegablemuestra de magnanimidad por partedel Profeta: había derrotado a lagente que lo había estadopersiguiendo durante dos décadas,los mismos que habían matado a sufamilia y seres queridos y habíanestado a punto de exterminar a todoel pueblo musulmán en la Batalla dela Trinchera; pero los perdonaría yles concedería el privilegio de pasar

a ser miembros de la Umamusulmana. Los quraish, la tribu quehabía expulsado a Mahoma de suseno, retendrían el control de LaMeca y continuarían encargándose delos rituales tradicionales delSantuario y la Sagrada Caaba ennombre del Islam.

Todo lo cual el Enviado ofreciócon una sonrisa en los labios y lamano tendida a sus antiguosenemigos. Abu Sufian lanzó unsuspiro al tiempo que sacudía lacabeza abrumado por la generosidadde su adversario y de la que él en

cambio no había dado la menormuestra a lo largo de los años.

—Tal vez siempre he sabido quellegaría este día —reconoció elseñor de La Meca tras un largosilencio.

Ahora tenía el pelocompletamente blanco como la nieve,el rostro en su día atractivo estabasurcado de profundas arrugas ypodían verse oscuras bolsas bajo susojos resplandecientes de astucia:parecía más un viejo mendigo que elhombre que podría haber sido rey detoda la nación árabe.

El Profeta se inclinó hacia él, letomó la mano como si fueran viejosamigos y no enemigos mortales yrespondió:

—Entonces, ¿por qué te hasresistido durante tanto tiempo?

Abu Sufian miró a su hijoMuauiya, su orgullo y el depositariode todas sus esperanzas pero que lohabía traicionado al unirse alenemigo, y cuando el altanero jovenle devolvió la mirada detecté en susojos un ligero destello triunfal, comosi por fin hubiera conseguido probarque llevaba razón en una vieja

discusión de familia.—Por orgullo —admitió al fin

Abu Sufian, y luego se volvió paramirar al Enviado—, y quizá tambiénpor la envidia que me provocaba queAlá te hubiera elegido a ti y no a mí.

El Enviado sonrió.—Has dicho Alá y no «los

dioses»…Abu Sufian se encogió de

hombros y se puso de pie.—Si mis dioses hubiesen sido

reales me habrían ayudado durantetodos estos años.

El anciano se volvió paramarcharse y entonces, como si derepente cayera en la cuenta de que sele estaba olvidando algo, se volvióde nuevo hacia mi esposo con unasonrisa llena de ironía en los labios:

—Declaro que no hay otro diossino Alá y Mahoma es Su Enviado.

Y, así, el último de los viejosenemigos de Mahoma se convirtió enseguidor suyo. Muauiya también sepuso de pie para ayudar a caminar alrenqueante anciano y en ese momentoel Profeta los llamó de vuelta.

—Decid a vuestro pueblo que se

quede en sus casas y deponga lasarmas —dijo con voz suaveasegurándose de que quedaba bienclaro—, no se hará daño a ningúnhombre que no oponga resistencia.

Abu Sufian asintió con la cabezay estaba a punto de salir al exteriordonde el aire del desierto hervíacaldeado por los miles de hoguerascuando se giró para posar la miradauna vez más en el Enviado de Dios.

—Felicidades, Mahoma, por finhas derrotado a los quraish.

En eso vi que el Profeta se volvíahacia Muauiya con un inquietante y

profético destello fugaz en sus negrosojos; luego sonrió y me sorprendióver lo que reconocí perfectamentecomo un leve rastro de tristeza en sucara.

—No. En realidad le he dado lavictoria a los quraish.

37

A la mañana siguiente Mahomaentró como conquistador en la ciudadsanta de la que lo habían expulsado.Jalid ben al Ualid había liderado unaavanzadilla que se encontró con muypoca resistencia ya que los exhaustosciudadanos de La Meca optaron en sumayoría por permanecer en suscasas, recogidos en oración a susdioses a los que rogaban que elhombre al que habían perseguido sintregua durante tanto tiempo les

mostrara la misericordia de la queellos no habían sido capaces cuandoostentaban el poder. Sus oracionesfueron escuchadas, pero no por losídolos por los que habían luchadohasta dar la vida. Los días de Alat,Uza y Manat habían terminado y Aláhabía emergido triunfalmente; unohabía derrotado a muchos.

Mi esposo cabalgó a lomos de sucamello favorito, Qasua, de vuelta ala ciudad que había sido su hogarhasta que cuestionó sus tabúesancestrales y el poder de las élites.Mi padre, Abu Bakr, estaba a su lado

y los seguían las tropas del ejércitomusulmán desfilando con dignidad ydisciplina por las calles empedradasen dirección al Santuario.

Yo iba en mi propio camello,oculta en la haudach que había sidomotivo de tantos problemas cuandome habían abandonado en el desiertosin darse cuenta. A raíz de aquello,los musulmanes habían adquirido lacostumbre de no levantar elcampamento hasta que no se hubieracomprobado que todas las Madresestaban instaladas a buen recaudo enel interior de sus distinguidas sillas

de viaje. El decoro exigía quepermaneciera oculta tras las pesadascortinas de la haudach hasta que lacompañía se hubiera detenido, perola excitación de aquel día se impusoa toda otra consideración y nadieobjetó a que asomara la cabeza porlas cortinas de lana para contemplarla estampa gloriosa del Santuario queno había vuelto a ver desde que eraniña.

La Caaba era tal y como larecordaba, un imponente templo enforma de cubo cubierto por ricoscortinajes en seda de mil colores. La

plaza circular que rodeaba elsantuario más sagrado de losmusulmanes seguía cubierta con lostrescientos sesenta ídolosrepresentando a los dioses de lasdiferentes tribus pero aquellaabominación pronto llegaría a su fin.

El Enviado se adelantó y rodeóla santa casa siete veces mientrasproclamaba la Gloria de Dios.Entonces hizo que su camello sedetuviera, desmontó y se acercó a laPiedra Negra que había insertada enel muro oriental del edificio: sedecía que la había colocado allí

Abraham en persona cuando nuestroantepasado había construido eltemplo originario junto con su hijoIsmael; según el Enviado, la piedrahabía caído del cielo y era el únicoresto del Paraíso celestial del queAdán había sido expulsado.

El Enviado besó la Piedra delCielo con reverencia y luego hizouna señal a Alí, que avanzó con pasodecidido destruyendo a su paso consu temible espada los ídolos quehabían contaminado la Casa de Diosdesde tiempo inmemorial; rompió enmil pedazos las viejas estatuillas de

las Hijas de Alá y luego hizo lomismo con las sonrientes figuras delos dioses sirios e iraquíes que sehabían traído de aquellas tierrascuando sus imágenes fueronprohibidas en el mundo cristiano. Amedida que iban cayendo los ídolosse alzó un ensordecedor coro devoces entre la filas musulmanas,gritos de Alahu akbar y La ilahailala ('Dios es grande. No hay otrodios sino Alá'). A partir de aquel díalos árabes dejaron de ser un grupoheterogéneo de tribus enfrentadas,cada una con sus propias costumbres

y creencias, y se convirtieron en unaúnica nación unida bajo un únicoDios.

Cuando se destruyeron por fin lasúltimas estatuillas y la plaza estuvocubierta por los restos de los ídolos,el Enviado de Dios abrió las puertasde la Caaba e hizo un gesto a losmiembros de la familia y su círculode confianza para que loacompañáramos. Mi padre y Alí secolocaron a su lado y lo mismohicieron Umar, Uzman, Talha yZubair. Fátima también se les unióllevando de la mano a sus hijos

Hasan y Husein, y entonces el Profetame miró y me hizo un gesto con lacabeza; yo dudé un momento,sintiendo que el corazón se meaceleraba de anticipación, y por finmarché a la cabeza de las esposashasta la entrada del lugar sacrosantodonde el Espíritu de Dios morabapor toda la eternidad.

El Enviado entró y los demás loseguimos ascendiendo por lospeldaños de piedra para adentrarnosen la oscuridad; no había antorchasencendidas en esos momentos ydurante un momento me desorientó no

ver nada, pero luego mis ojos seacostumbraron a las tinieblas y pudedistinguir los tres pilares de mármolque sostenían el tejado de piedra deltemplo y una imponente estatua encornalina de Hubal, el dios de LaMeca, al otro lado.

El Profeta se quedó mirando unbuen rato la figura que representabatodo contra lo que se había pasado lavida entera luchando y luego alzó elbastón que portaba y señaló al ídolocon la retorcida vara haciendo quepor un momento pareciera el mismoMoisés enfrentándose al orgullo del

faraón. Entonces el Enviado de Diosrecitó unos versos del SagradoCorán: Ha llegado la verdad y se hadisipado el error. Cierto, el error esdisipable.

Se oyó un estruendo y de prontosentí que el suelo temblaba bajo mispies y, cuando los temblores sehicieron más intensos, la majestuosaestatua de Hubal se estremeció ycayó al suelo de bruces rompiéndoseen mil pedazos como un ampolla devidrio lanzado desde gran altura.

Entonces la tierra dejó detemblar y se hizo un gran silencio en

la Caaba.Y luego por fin se oyó la voz de

Bilal, el esclavo abisinio que habíasido torturado en el Santuario tantosaños atrás, entonando el Azán, lallamada a la oración que instaba alos hombres a caminar hacia unaverdad que ya no podía negarse.

«No hay otro dios sino Alá y

Mahoma es Su Enviado».

38

EL Profeta plantó su tienda a lasafueras de la ciudad, y todos losresidentes de La Meca fueronpasando uno por uno a jurarlelealtad. Abu Bakr se sentó a suderecha y Umar a su izquierdamientras que Uzman se quedó de piea un lado y les fue entregando a todoslos recién convertidos un regalo deoro o joyas del Bait al Mal, el tesoromusulmán, un gesto de reconciliacióny bienvenida al nuevo orden. Alí

estaba de pie detrás del Profetasosteniendo en alto su espada DulFiqar desenvainada a modo de señalpara cualquiera que pudiera venircon intenciones de vengarse delhombre que había derrotado a losorgullosos señores de La Meca.

No se trataba de un gesto vacuoporque el Enviado había sobrevividohacía poco a un intento de asesinato:durante una reciente visita a laciudad conquistada de Jaibar, elProfeta había sido recibido por loslíderes judíos que estaban deseososde mantener la paz tras la humillante

derrota sufrida, pero no todo elmundo compartía los sentimientos desus líderes y una mujer de Jaibarhabía envenenado el cordero que losanfitriones habían preparado enhonor del Profeta. Mahoma probó lacarne e inmediatamente notó quepasaba algo y escupió el bocadoenvenenado, pero varios de loscompañeros no tuvieron tanta suertey murieron aún sentados a la mesaentre horribles dolores. Losaterrorizados líderes judíos,temiendo que aquello supusiera laaniquilación de su tribu como

castigo, habían encontrado a lacocinera y la habían obligado aconfesar que había actuado ensolitario, y cuando Alí ya sepreparaba para ejecutarla allí mismoel Profeta detuvo a su furibundoprimo y le preguntó a la mujer degesto altivo que habían traído a supresencia por qué había tratado dematarlo. Ella le respondió con lacabeza bien erguida que simplementese proponía vengar la muerte de loshombres de su clan a manos deMahoma y, para sorpresa de todo elmundo, el Enviado asintió con la

cabeza dando a entender que lacomprendía y la perdonó.

Mientras contemplaba los rostrosde los derrotados mecanos haciendocola a la puerta de la tienda de miesposo, no detecté nada parecido a laexpresión airada de aquella mujer,no vi el fuego del desafío en sus ojosni un ápice de rebelión en suscorazones; por el contrario, estabanhumillados y exhaustos, cansados deluchar, cansados de perder, cansadosde estar en el lado equivocado de laHistoria. Me produjo particularsatisfacción ver a Suhail, el

pretencioso embajador que habíanegociado el Tratado de Hudaibiya,inclinar la cabeza ante su nuevoseñor. Ya no quedaba ni rastro deltono displicente que habíacaracterizado su voz entonces, ni elmás ligero destello de desprecio ensu mirada, sólo una profunda gratitudhacia el Enviado por haber preferidomostrarse clemente con hombrescomo él, que no lo merecían.

Y entonces se me paró el corazóncuando vi a un coloso de imponenteestatura y tez negra dar un paso alfrente, pues reconocí inmediatamente

aquellas facciones grabadas a fuegoen mi mente desde el desastre deUhud: era Wahsi, el esclavo abisinioque había dado muerte al tío delEnviado, Hamza, con su jabalina.

Noté que el Profeta se poníatenso cuando el imponente africanose arrodilló ante él sosteniendo lamano derecha en alto, vi los verdesojos de Alí ardiendo de ira y, por unmomento, me pregunté si Dul Fiqarno descendería sobre aquel hombrepara separarle la cabeza de susmusculosos hombros.

El Enviado se inclinó hacia

delante:—Tú eres el guerrero que mató a

Hamza, el hijo de Abdal Muttalib,¿no es cierto? —preguntó mi esposocon un cierto deje amenazante en lavoz, y reparé en que el sudor caía achorros por el ancho rostro delabisinio.

—Sí —respondió con un hilo devoz baja y claramente avergonzado,pues seguía manteniendo la cabezabaja.

—¿Por qué lo hiciste? —quisosaber mi marido con una expresiónindescifrable en sus negros ojos.

—Para ganarme la libertad —lecontestó el africano con voztemblorosa.

El Profeta se lo quedó mirandoun largo rato y después alargó lamano y tomó la de Wahsi en señal deque aceptaba su baya, su juramentode lealtad.

—Todos somos esclavos de algo—declaró el Enviado—, ya sea lasriquezas, el poder, la lujuria… Y laúnica forma de librarnos de laesclavitud del mundo es convertirnosen esclavos de Dios.

Con los ojos arrasados de

lágrimas, Wahsi se aferró a la manodel Enviado y recitó la profesión defe, y el Profeta asintió aceptando laconversión del hombre que habíaasesinado a su querido tío Hamza, suamigo de la infancia y el únicohermano mayor que había tenido.

Entonces vi que a mi esposo se leponían los ojos brillantes por culpade las lágrimas y que apartaba lamirada del africano.

—Y ahora márchate y que novuelva a verte jamás —sentencióMahoma con voz rota de emoción.

Después de asentir lleno de

tristeza, Wahsi se marchó y no volvía verlo durante el resto de los díasdel Enviado.

Cuando el sol ya se ocultaba, sepresentaron ante el Profeta losúltimos mecanos dispuestos a pasar aformar parte de la Uma; entre elloshabía una anciana encorvada ycubierta con una abaya negra y conel rostro oculto tras un velo negrotambién en cuyos ojos había algo que

me resultaba inquietantementefamiliar.

Los tenía de color ámbar tirandoa verde y se clavaban como dagasallá donde se posaban, eran los ojosde una serpiente preparada paralanzarse sobre su presa.

Sentí que mi corazón daba la vozde alarma, pero antes de que pudieradecir nada ella se arrodilló ante elProfeta y colocó sus largos dedos enun cuenco lleno de agua, cosa quetambién hizo él en señal de queaceptaba formalmente su juramentode lealtad.

—Declaro que no hay otro diossino Alá y que tú, Mahoma, eres elEnviado de Dios, y juro lealtad aDios y a Su Enviado —dijo la mujercon voz ronca pero clara, y vi que mimarido entornaba los ojos y lasonrisa se desvanecía de su rostroque ahora parecía hecho de pedernal.

—Quítate el velo —le ordenócon voz llena de autoridad que meprovocó un escalofrío.

Se oyeron murmullos de estuporpor toda la tienda ya que el Enviadosiempre era extremadamenterespetuoso en lo que a la modestia de

las mujeres se refería y jamás habíaordenado a ninguna que se quitara elniqab.

La anciana dudó, pero Mahomacontinuó mirándola sin pestañear yAlí dio un paso al frente al tiempoque sostenía la reluciente espada enalto con gesto amenazante al tiempoque ordenaba a la mujer:

—Cumple con tu juramento yobedece al Enviado.

La tensión que se respiraba en elambiente se hizo insoportable. Porfin la mujer se llevó la mano al veloy se lo quitó revelando el rostro del

más temible enemigo del Enviado:Hind, la hija de Utba, la más terriblede sus adversarios, la caníbal que sehabía comido el hígado de Hamzacomo muestra definitiva de sudesprecio por los creyentes.

Dejé escapar un grito ahogadocuando la vi porque estabaprácticamente irreconocible; el brilloletal de los ojos no había cambiadopero el tiempo había destruido surostro en otro tiempo bello: la pielperfecta y blanca como el alabastrohabía adquirido un enfermizo tonoamarillento y estaba surcada por

profundas arrugas, los pómulosmarcados que en su día habíanresaltado la perfección de susfacciones eran ahora dospromontorios esqueléticos; parecíaun cadáver y la única evidencia deque seguía viva era el ritmoacompasado de su trabajosarespiración visible en losmovimientos de la carne flácida delcuello.

El Profeta le clavó una miradafuribunda.

—Tú eres la que se comió lasentrañas de mi tío —se limitó a decir

sin el menor deje acusador en la vozsino simplemente afirmando unhecho.

Vi el asco en los rostros de loscompañeros y miré a Umar, quehabía sido el amante de la mujerdurante los Días de la Ignorancia: elhorror que podía leerse en sus ojosal contemplar a aquella decrépitaanciana a la que había amado en otrotiempo era visceral.

Hind ignoró las miradas y loscrueles cuchicheos y mantuvo lamirada fija en mi esposo.

—Sí —respondió lacónicamente

reconociendo ante el mundo elcrimen por el que sin duda merecíamorir.

Posé la mirada en Alí y reparé enque Dul Fiqar lanzaba ahoracegadores destellos de un rojoencendido, un hecho que podríahaber desestimado como un simpleefecto óptico debido al resplandor delas antorchas que había encendidaspor toda la tienda, pero había vistolo suficiente como para saber que laespada ardía de ira por iniciativapropia.

Y entonces me di cuenta de que

Hind también la estaba mirando y suhorrible rostro esbozaba una sonrisaverdaderamente aterradora.

—Hazlo, mátame —murmuróentre dientes con tono desafiante,pero aun con todo detecté algo asícomo una súplica bajo aquellafachada de orgullo fingido.

Se hizo el silencio mientras elProfeta continuaba mirando a suadversaria, aquel tembloroso saco dehuesos que antaño había sido la másnoble y bella dama de entre todos losdescendientes de Ismael, y de repentevi que la mirada de mi esposo se

suavizaba al tiempo que se producíaun cambio en mi propio corazónporque, en aquel preciso instante,Hind me dio pena.

—Te perdono —declaró él, yentonces apartó la mirada y pasó acentrar su atención en la madre queestaba de pie esperando tras ella, unajoven que llevaba un bebé en brazos.

Hind lo miró completamentedesconcertada, luego posó la miradaen Alí que había bajado la espada,después en Umar que se negaba amirarla a los ojos, en los demáscompañeros y finalmente en el resto

de los hombres y mujeres de LaMeca que había a su alrededor, perotodos la ignoraron. En ese momentome di cuenta de que Hind había sidoperdonada y condenada a la vez,porque había pasado de ser la mástemida y odiada enemiga del Islam ano ser absolutamente nadie; se habíaconvertido en un personajeirrelevante en el nuevo orden, sinpoder, sin voz ni voto sobre nada delo que ocurriera en Arabia a partir deese día. Se volvió y comenzó aavanzar hacia la salida con pasoinseguro y comprendí que mi marido

le había impuesto el único castigoque no podía soportar: la maldicióndel anonimato.

La derrotada anciana seescabulló hasta el exterior con lacabeza baja y, pese a que deberíahaberme quedado dentro junto a miesposo, algo en mi corazón me incitóa salir fuera para ver por mí mismael final de nuestra mayor pesadilla.

Hind ya estaba más allá de losguardias que rodeaban el perímetrode la tienda del Enviado cuando derepente se detuvo y se dio la vuelta:sus ojos color esmeralda se clavaron

en los míos y durante un instante viun destello del orgullo y dignidadque siempre la habían caracterizado;aquella vieja bruja vino hasta mí conpaso renqueante y me atravesó con lamirada; aunque yo tenía el rostrooculto tras el velo, el brillo de misojos era inconfundible.

—Tú eres la hija de Abu Bakr —afirmó esbozando una inquietantesonrisa que le daba el aspecto de ungato que juega con el ratón atrapadoentre sus garras.

—Sí —respondí arrepintiéndomede haber salido fuera.

—Siempre te tuve aprecio,pequeña —afirmó con voz roncapero que aún conservaba un ciertotono seductor—, me recuerdas tantoa mí…

Al oírla decir aquello sentí ellatido acelerado de mi pulso en lassienes y el rubor que me teñía lasmejillas.

—¡Alá me libre de ser como tú!Hind esbozó una amplia sonrisa

revelando una hilera de dientes rotosy ennegrecidos.

—Aun así lo eres —merespondió soltando una carcajada en

la que no había gozo alguno—, hayun fuego que arde con fuerza en tuinterior; te pueden tapar con unmillón de velos si quieren, peroseguirá resplandeciendo de todosmodos. Ahora bien, has de saberalgo, querida mía: el fuego delcorazón de una mujer es demasiadopara este mundo, los hombresacudirán a él atraídos como polillasa la luz de una llama y, cuando lesqueme las alas, lo apagaránbrutalmente.

Se me puso el vello de punta altiempo que me recorría un escalofrío,

y estaba girándome para marcharmecuando Hind avanzó un paso y meagarró el brazo con una manohuesuda; intenté soltarme pero susdedos eran como los colmillos de unleón clavados en su presa; y por finme puso algo en la mano, un objetoque resplandecía bajo las estrellasque poco a poco iban tomandoposesión del cielo nocturno.

Era el brazalete de oro, lapulsera de las dos serpientesentrelazadas cuyas faucesencontradas sostenían unresplandeciente rubí.

Bajé la cabeza para clavar lamirada en aquel extraño y terroríficosímbolo del poder de Hind, un tótemque me entregaba a mí ahora quehabía llegado el ocaso de su vida.Era un regalo con terriblesimplicaciones y que yo no deseabaaceptar.

Pero cuando alcé la cabeza paraprotestar, Hind había desaparecido.

39

LA tragedia que siempre persiguió ami marido fue que, cada vez queobtenía una victoria en su misión, alpoco tiempo Dios le exigía unterrible precio en forma de la vida dealguno de sus seres queridos y así,poco después de volver a unaMedina que era un hervidero decelebraciones por la victoria finaldel Islam, el hijo del Enviado,Ibrahim, cayó enfermo y comenzó aapagarse poco a poco.

Pese a las oracionesdesesperadas de la comunidad y losdenodados esfuerzos de los quetenían conocimientos de medicina, lasalud del pobre niño se deteriorórápidamente y las terribles fiebres alas que pocos hombres hechos yderechos sobrevivían comenzaron ahacer estragos en su cuerpecito.

Observé con los ojos enrojecidospor el llanto cómo Mahomaacariciaba los suaves rizos oscurosde su hijo, despidiéndose de élmientras un torrente imparable delágrimas le corría por las mejillas

haciendo que uno de los compañerospresentes, un hombre llamado AbdalRaman ben Auf, arqueara una cejasorprendido.

—Oh, Enviado de Dios, ¿tútambién?, ¿acaso no está prohibido?

El Profeta consiguió hablar conbastante esfuerzo y sin apartar nuncala mirada del rostro de Ibrahimmientras la vida abandonaba elcuerpo del pequeño.

—El llanto no está prohibido —respondió Mahoma en voz baja—, essíntoma de ternura y compasión yquienes no se muestren

misericordiosos tampoco recibiránmisericordia. —Y entonces miesposo se inclinó hacia el niño quelo miraba con ojos soñadores altiempo que su alma comenzaba aabandonar este valle de lágrimas—.Oh, Ibrahim, si no fuera por lapromesa segura de que volveremos aencontrarnos y la certeza de que éstees un camino que todos debemosemprender un día y en el que losúltimos de entre nosotros adelantarána los primeros, en verdad te lloraríacon amargura mayor si cabe. Y, sinembargo, la tristeza nos abruma,

Ibrahim, el ojo llora y el corazón sedesgarra pero no decimos nada quepudiera ofender al Señor.

Se me encogió el corazón depena al ver que Ibrahim le sonreía asu padre y su minúscula manita seaferraba con fuerza al dedo delEnviado. El pequeño lo apretó unaúltima vez y luego cerró los ojos y elhijo de Mahoma se sumió en el sueñoeterno.

Cuando ya no nos quedaban máslágrimas, el Enviado cubrió el rostrode Ibrahim con una sábana y salióafuera para dirigirse a la multitud.Yo alcé los ojos al cielo y vi que sehabía oscurecido: el sol se habíaeclipsado y brillaban las estrellas enpleno día.

Los musulmanes alzaron la vistapresas de la confusión paracontemplar la fina media luna que sedibujaba donde había estado el solhasta hacía un momento, y oí a unhombre gritar:

—¡Mirad, hasta los Cielos lloran

por el hijo del Profeta!No tuve la menor duda de que era

una señal de Dios en honor del pobreniño inocente que nunca tendríaoportunidad de disfrutar los placeresde la vida y el amor en este mundo.

Pero, incluso en ese momento enque la pena lo superaba, el Enviadopermaneció fiel a su fe:

—No —replicó con voz fuerteque retumbó por las calles deMedina—, el sol y la luna sonSeñales de Dios y no se eclipsan enhonor a ningún hombre.

Así Mahoma nos recordó a todos

que él mismo no era sino un simplemortal y por tanto su hijo no era másespecial que los cientos de niños quemorían cada día víctimas de lacrueldad del desierto y cuyasfamilias se veían obligadas allorarlos en soledad, sin el apoyo yel calor de toda una nación.

Mi esposo se dio la vuelta conuna expresión en el rostro que lohacía parecer muy viejo y cansado.Alargué la mano para tomar la suya yme la apretó con fuerza mirándomecon ojos llenos de gratitud, y luegovolvimos dentro y comenzamos los

preparativos del funeral.

40

LOS siguientes fueron meses defebril actividad diplomática en queel Profeta envió emisarios por todaArabia. Con la caída de La Meca, losancestrales ritos paganos habíanexhalado su último aliento y tocabala hora de traer a las últimas tribusrebeldes bajo el dominio de Medina.Por fin se había forjado una nación yel Profeta estaba muy ocupadohaciendo planes para susupervivencia. Yo no entendía la

urgencia de las numerosas cartas queenviaba a diario a las distintasprovincias de la península que ahorale habían jurado lealtad, tal vezporque no quería enfrentarme a laverdad: mi marido ya tenía más desesenta años y había vivido cienvidas en una pero no era inmortal y, amedida que el peso de los años ibahaciendo mella en él, también secomenzaba a preparar el camino parala supervivencia de la Uma cuandoél ya no estuviera para guiarla. Conla muerte de Ibrahim, las gentes deArabia empezaron a especular sobre

quién sería su sucesor ahora quehabía perdido a su descendientedirecto. Se barajaban muchosnombres en voz baja, en particular elde mi padre Abu Bakr, cuya edad yexperiencia de hombre de Estado lohacían merecedor del respeto de todala comunidad. Él siempre habíahecho caso omiso de aquellasespeculaciones que lo poníanfurioso, y sin embargo éstaspersistían. También había quienhablaba del joven Alí, que acababade cumplir los treinta, como elsucesor natural ya que era el pariente

varón más cercano del Profeta queseguía con vida y el padre de susnietos. Pero, aun con todo, lamonarquía era un concepto quechocaba con el espírituindependiente que caracterizaba a losárabes por naturaleza, y la idea deque el liderazgo de la comunidad sedecidiera en base a lazos de sangredejaba un amargo sabor de boca a lastribus.

Cuando volvimos a Medinadespués de la peregrinación anual aLa Meca, se produjeron dosacontecimientos que cambiarían para

siempre el curso de la historia delIslam. El primero fue el nacimientode mi hermanastro Mahoma: a lavejez, mi padre había tomado unasegunda esposa, una viuda de guerrallamada Asma ben Umais que habíaengendrado el último hijo de AbuBakr y que, pese a estar ya muyavanzada en su último mes degestación, había insistido enacompañar a mi padre a La Meca;Asma realizó todos los rituales de laperegrinación admirablemente y sinuna sola queja, pero poco después deque dejáramos atrás los muros de la

vieja ciudad rompió aguas y dio a luza mi hermano.

Me prendé del pequeño Mahomaen cuanto lo vi, pues tenía loscabellos de un rojo encendido y se lehacían unos adorables hoyitos en lasmejillas cuando sonreía, que era muya menudo. Con los años, Mahomaben Abu Bakr se convertiría en unhijo para mí, igual que ocurriríacontigo, Abdalá, y de lo que más mearrepiento es de no haber sabidofrenarlo ni apartarlo del terribledestino que lo aguardaba.

Pese a que yo entonces no lo

sabía, el hombre que compartiría conél ese destino estaba entre nosotrosen ese viaje de vuelta a Medina y fuepor causa de los acontecimientos quese produjeron durante el mismo porlo que las almas de ambos quedaronunidas para siempre.

Nuestra caravana se detuvo a poragua en una laguna situada en elpequeño valle de Gadir Jum, un lugarbaldío e insignificante que despuésse recordaría como aquél donde seoriginó el cisma que dividiría a losmusulmanes para siempreconvirtiendo la unidad de la Uma en

un conjunto de sectas en guerrapermanente.

Mientras los camellos y loscaballos bebían en la laguna y loscreyentes rellenaban los barriles deagua, un hombre se acercó al Profetay se quejó a grandes voces de Alí,bajo cuyo liderazgo había servido enuna campaña reciente y quien segúnél se había mostrado demasiadoestricto a la hora de imponer ladisciplina.

Vi que la habitual sonrisapaciente desaparecía de los labios demi marido dejando paso una

expresión adusta. Yo sabía losensible que era respecto a Alí yhabía aprendido por experienciapropia a guardarme mis opinionespoco halagadoras sobre el yerno delProfeta para mis adentros. Ni quedecir tiene que el Enviado eraconsciente de que había musulmanesa los que no les gustaba Alí pero oíra los soldados bajo su mandoquejarse abiertamente del hombre alque Mahoma quería como a un hijoprovocaba en él una furia pocohabitual: de pronto convocó a todoslos creyentes a reunirse en torno suyo

y llamó a Alí, que estaba afilando suespada en las aristas puntiagudas deuna roca del valle, para que diera unpaso al frente.

El Enviado de Dios sostuvo lamano derecha de Alí en alto y luegocon voz fuerte y un brillo tan intensoen los ojos que provocaba temordeclaró:

—Oídme bien, oh, musulmanes, ynunca olvidéis mis palabras: todo elque me reconozca como su maula hade saber que Alí es también sumaula. ¡Oh, Alá, sé amigo de losamigos de Alí y enemigo de

cualquiera que le muestre hostilidad!Aquélla era una declaración

poderosa y una que jamás le habíaoído antes a mi marido, pues sinlugar a dudas estaba exaltando a Alíde un modo en que jamás le habíahablado de ningún otro de susseguidores. Y, sin embargo, laspalabras en sí no eran claras y seprestaban a interpretaciones ya queel término 'maula' tenía variossignificados en árabe, incluidomaestro, amigo, amante e inclusoesclavo. En cualquier caso y fueracual fuera el sentido exacto de las

palabras de mi esposo, lo quequedaba claro era que estabacansado de las quejas sobre el jovenpadre de sus nietos y quería poner fina las habladurías sobre su parientemás cercano.

Si Mahoma se había propuesto enese momento algo más querecordarnos que debíamos respetar yhonrar a su primo se convertiría alcabo de unos años en tema deacalorados debates y, un día, esadiscusión acabaría desembocando enuna guerra abierta.

41

VARIOS meses después de regresarde la peregrinación, el Enviado entróen mi casa un día mientras yo cosía;alcé la vista del remiendo que estabahaciéndole a mi viejo manto y lo vicontemplándome con mirada serena yuna dulce sonrisa en los labios.

—¿No es hoy el día deMaimuna? —pregunté refiriéndome ala última adición al harén, Maimunaben al Hariz, una divorciada sinrecursos económicos con la que se

había casado poco después de latoma de La Meca; era una mujeramable de unos treinta y tantos añosque siempre andaba buscando formasde recaudar fondos para liberaresclavos ya que estaba convencidade que ningún hombre debía sersiervo de nadie más que de Dios.

Maimuna era tía de Jalid ben alUalid, la Espada de Alá, y muchoscreían que había influido en susobrino para que éste abandonara LaMeca y desertara uniéndose al bandodel Profeta.

El Enviado seguía fiel a su

costumbre de pasar un día con cadaesposa para asegurarse de que todasrecibían el mismo trato y ése era eldía de Maimuna; mi esposo solía sermuy meticuloso en ese sentido ypasaba todo su tiempo libre con laesposa a la que correspondía elturno, así que me sorprendió verlo enmis aposentos.

—Sólo quería mirarte unmomento —se limitó a contestar,pero había algo en su voz que mepreocupó, sonaba igual que siestuviera a punto de emprender unlargo viaje y no estuviese seguro de

si volvería a ver a sus seresqueridos.

Mahoma caminó hacia mílentamente con aspecto débil ycansado, hice que se sentara junto amí en un pequeño cojín y me dedicóuna cálida sonrisa cuando hundí losdedos en sus rizos oscuros queestaban ahora salpicados demechones plateados.

Al mirarlo a los ojos sentí quequería decirme algo y sin embargo seestaba conteniendo.

—¿Qué es? —le pregunté pese ala aprensión creciente que me

producía lo que fuera que meestuviese ocultando.

—Vivirás muchos años, inshalá—afirmó yéndose por las ramas—,pero hay ocasiones en que desearíaque abandonaras este mundo antesque yo.

Sus palabras me escandalizaron:¿mi esposo quería que muriera antesque él?

—Pero ¿por qué dices eso? —lepregunté con tono bastante cortante ysin molestarme lo más mínimo endisimular que me había dolido sucomentario.

El Profeta me recorrió el rostrocon la mano, igual que un ciegotratando de reconocer a alguien o unviajero que estuviera a punto demarcharse y quisiera grabar en laspuntas de sus dedos el recuerdo delas facciones de un ser querido.

—Porque quisiera poder orarsobre tu cuerpo y pedir el perdónpara ti.

Lo mire muy sorprendida y talvez con expresión incluso descortéspues mi orgullo se las estabaingeniando para retorcer sus palabrasconvirtiéndolas en una especie de

insulto pero, al cabo de los años, hahabido muchas ocasiones en queciertamente desearía haber muertoentonces y que su bendición mehubiera protegido en el Día delJuicio cuando Dios pese laverdadera carga de mi culpa.

Por desgracia, ése no era midestino ni tampoco el suyo. ElEnviado de Dios no se ofendió al verla mirada acerada que le dediqué,sólo volvió a sonreír, se puso de piepara marcharse…, ¡y entonces sedesplomó en el suelo!

—¡Amor mío! —grité

desconcertada olvidándome porcompleto de lo mucho que me habíanofendido sus enigmáticas palabras.

El Enviado había caído como side repente sus rodillas hubierandejado de sostenerlo y yacía en elsuelo hecho un ovillo igual que unbebé en la cuna. Me agachérápidamente a su lado y le toqué lafrente: estaba ardiendo; luego sentíque los temblores recorrían sucuerpo pero no eran las convulsionessobrenaturales de la Revelación sinolos escalofríos muy humanos de unhombre consumido por la fiebre.

Durante las tres noches que siguieronnos reunimos alrededor del Enviadotendido en la cama de Maimuna. Lasmadres no lo habían dejado ni unminuto desde que yo había gritadopidiendo ayuda, y Alí y Abbashabían llegado a socorrerlo. Nosquedábamos a su lado hasta bienentrada la noche poniéndole pañosfríos en la frente para bajarle lafiebre y dándole sopa y caldo de uncuenco para que el alimento le

devolviera las fuerzas, perotranscurrían los días y mi esposoempeoraba a pesar de todo.

—Pasará —trataba yo detranquilizar a las otras Madres—,siempre pasa… Es el Enviado deDios… los ángeles lo curarán…

Pero hasta a mí me costabacreerme mis propias palabras.

En la cuarta noche de la enfermedaddel Enviado, se reunió un consejo de

los más allegados en torno a su camapara debatir el futuro del Islam. Conel Profeta enfermo y su saluddeteriorándose cada vez más, elfuturo de toda la Uma estaba enjuego. La frágil unidad que elEnviado había forjado entre losárabes con la mera fuerza de supersonalidad estaba ahora a punto dedesmoronarse; corrían rumores deque algunas tribus de beduinosestaban considerando renunciar a lospactos con Medina y que por lo vistoBizancio reunía una gran fuerzapreparándose para una invasión.

Cierto que los musulmanesestaban acostumbrados a enfrentarsea ese tipo de amenazas políticas ymilitares, pero aun así eran noticiasinquietantes. Se estaba formando ungrupo de pretendidos profetas, todosy cada uno tratando de apropiarse unpedazo de la gloria de Mahoma paraalcanzar la suya propia. Por ejemplo,había un renegado de nombreMusailima que se había proclamadoel nuevo profeta de Alá y le habíaescrito a mi esposo hacía unos mesesllamándolo «hermano» y pidiéndoleque lo reconociera como Enviado de

Dios a él también para concluirsugiriendo dividirse el mundo entrelos dos. Antes de caer enfermo,Mahoma envió una respuesta aMusailima tachándolo de mentiroso yproclamando que el mundo enteropertenecía únicamente a Dios y nadiemás, pero el falso profeta no se habíaarredrado sino que consiguió haceradeptos entre las supersticiosasgentes del clan de Bani Hanifa en elextremo oriental del desierto deNachd. Algo similar había ocurridocon una mujer de los Bani Tamimllamada Saya, una kahina de la que

se rumoreaba que sabía hacer magianegra; también se había proclamadoprofetisa y se afanaba por consolidarun grupo pequeño peroextremadamente fanático dediscípulos. Si el Enviado no sehubiera visto obligado a permaneceren cama, la derrota de estas nuevasamenazas contra el Islam hubierasido su prioridad absoluta.

El consejo de los creyentes habíavenido con la esperanza de encontraral Enviado en uno de los rarosmomentos de lucidez en que podíaguiarlos sobre cómo tratar todos

aquellos asuntos de estado. Elreducido grupo estaba formado pormi padre, Umar, Uzman, Alí, Talha yZubair junto con Muauiya, unareciente adición al círculo máspróximo al Enviado. El hijo de AbuSufian había emigrado al oasis tras larendición de La Meca y el Enviadolo había nombrado su escribapersonal, un honor que hasta entonceshabía recaído en Alí. El repentinoascenso de Muauiya dentro de lacomunidad había sorprendido a losmusulmanes, pero mi esposo habíatenido la lucidez de saber ver que

aquel gesto para con el vástago de lacasa de los quraish aceleraría elproceso de reconciliación. Así pues,el joven de obsequiosas manerashabía tenido oportunidad dedemostrar sus habilidades políticas yganarse rápidamente a los escépticoscon regalos y palabras amables.Umar especialmente habíadesarrollado un particular afecto porel antiguo príncipe de La Meca y lohabía convertido en su protegido. Laestrella de Muauiya ascendía a ritmovertiginoso en el firmamento delIslam y parecía que el único que

todavía desconfiaba de él era Alí, loque por otra parte era comprensible.

Los compañeros habían estadoesperando pacientemente al lado delProfeta durante más de una horacuando de pronto éste abrió los ojosun momento. Mi pobre esposo losmiró a todos durante un segundocomo si no los reconociera y luegosus negros ojos se encendieron conaquella luz misteriosa que surgía desus profundidades y se incorporólentamente hasta sentarse en la cama.

Mahoma debió adivinar la razónpor la que estaban allí todos aquellos

hombres porque habló antes de queninguno tuviera tiempo siquiera desaludarlo; posó la mirada enMuauiya y le hizo un gesto con lamano al tiempo que le pedía con vozronca y temblorosa:

—Trae pluma y pergamino…Tengo que dictarte algo… Siempre ycuando sigan mi mandamiento, losmusulmanes prosperarán…

Muauiya se puso de pie y sacóuna hoja de pergamino del interior desu elegante túnica color esmeralda,pero antes de que pudiera colocarsejunto al Profeta Umar lo detuvo

agarrándolo del brazo y vi la miradade preocupación en los ojos delgigante mientras contemplaba alEnviado, que a duras penasconseguía mantener los ojos abiertosa medida que el delirio volvía aapoderarse de él con virulenciarenovada.

—Con el Sagrado Corán nosbasta —declaró Umar dando clarasmuestras de que temía que elEnviado no estuviera en condicionesde comunicar ningún mandamiento.

Sin embargo Alí se adelantó unpoco con sus ojos verdes muy

brillantes:—Obedece al Enviado de Dios

—le ordenó a Muauiya con vozacerada, y el joven de rostroaguileño le respondió mirándolo alos ojos sin inmutarse y luego volviósu atención de nuevo hacia Umar quenegaba con la cabeza, preocupado.

—Está enfermo y puede que nopiense con claridad, ¿acaso quierestraer la fitna a nuestro pueblo? —replicó Umar cortante utilizando lapalabra árabe para designar el caos ylas luchas políticas.

Alí no se arredró.

—¡Tú eres el que está trayendola fitna al desobedecer al Profeta!

La tensión iba claramente enaumento y mi padre se apresuró ainterponerse entre los dos hombrespara intentar apaciguar los ánimos:

—Hermanos míos, por favor,bajad la voz —les pidió Abu Bakrlanzando una mirada hacia elEnviado que trataba de decir algopero no conseguía articular palabra.

Y entonces Talha se levantó paraponerse del lado de Alí.

—Haced lo que dice el Enviado

—musitó en voz baja pero con untono velado de amenaza que nuncaantes había oído en la voz de mibondadoso primo.

Tu padre Zubair, que era el mejoramigo de Talha, intervino entoncesen la conversación para posicionarseen el bando contrario.

—Lo que dice Umar no deja detener sentido: si la fiebre le hanublado el juicio sus palabraspodrían llevar al pueblo por uncamino equivocado —argumentó congravedad.

La discusión se fue haciendo

cada vez más acalorada ycomenzaron a alzarse las voces; yomiré a mi marido que ahora estabacompletamente despierto y se dabaperfecta cuenta del rápido deteriorode la situación, y vi que su expresiónse había vuelto dura y airada y susnegros ojos resplandecían con unafuria que me asustó.

—¡Basta! —exclamó el Enviadocon voz atronadora que retumbó portoda la diminuta estancia.

Los hombres enmudecieroninmediatamente pero noté queseguían rumiando sus argumentos en

silencio. Muauiya, que siempre tuvola habilidad de gravitar rápidamentehacia quien ostentara la autoridad, seapresuró a colocarse junto a miesposo, papel y pluma en mano, conintención de registrar diligentementelos mandamientos que pronunciara sumaestro.

Hubo un momento de tensosilencio mientras esperábamos a quepronunciara lo que suponíamosserían sus instrucciones respecto aquién debía sucederlo en elliderazgo. ¿Ordenaría a losmusulmanes que se sometieran a Alí

pese a que muchos lo harían de malagana? ¿Nombraría como sucesor a mipadre o a Umar arriesgándose anegar para siempre a sudescendencia el derecho preferente aasumir el mando? ¿O acaso idearíauna solución alternativa que resultarasatisfactoria para todos losmusulmanes de la Uma, unarespuesta que sólo un hombre deEstado visionario como Mahomapodía encontrar en medio de aquelcaos de intereses encontrados?

Tras pasear la mirada durante unbuen rato por todos aquellos hombres

que había guiado hasta la victoria,hombres a los que amaba como a suspropios hijos y que ahora se estabancomportando como chiquillos,Mahoma sacudió por fin la cabeza ysuspiró con aire exhausto. Muauiyase inclinó para acercarse aún máspero mi marido le hizo un gesto conla mano para que se apartara.

—Dejadme solo. Fuera todos —dijo al fin con voz teñida deamargura, y entonces el Enviado deDios se volvió a echar en la camadándoles la espalda y cerró los ojosnegándose a desvelar su última

voluntad a un pueblo que se estabamostrando tan poco digno derecibirla.

Vi que el fuego de la contienda seextinguía en los ojos de loscompañeros y todos parecíanavergonzados. Uno por uno, loshombres en cuyas manos estaba elfuturo de la Uma fueron saliendo conla cabeza baja dejándonos a lasesposas solas con nuestro maridoenfermo.

A menudo me he preguntado quéhabría dicho el Enviado de Dios esanoche y si sus palabras habrían

podido evitar el horror y elderramamiento de sangre que habíande venir; y echando la vista atrásahora, me doy cuenta de que, detodos los errores que hemoscometido los musulmanes a lo largode nuestra historia, ninguno ha sidotan grave como el dolor que unanoche le causamos a un anciano, a unhombre que amaba a su pueblo y loúnico que deseaba para el mismo erala paz.

42

8 de junio de 632 d. C. Al séptimo día de su enfermedad,

el Enviado se despertó de madrugaday miró confundido a las Madres queestaban a su alrededor.

—¿De quién es el día hoy? —preguntó con un hilo de voz casiinaudible.

Zainab ben Jahsh tomó la manodel Enviado al tiempo que esbozabauna sonrisa. Incluso aquejado de una

fiebre tan alta, seguía preocupándosepor que todas sus esposas recibieranel mismo trato.

—Es mi día, oh, Enviado de Dios—le respondió ella.

El Profeta la miró durante unbuen rato como si estuviera haciendomemoria para recordar su nombre yluego volvió a recorrernos a todascon la mirada.

—¿Y mañana?Ramla dio un paso al frente:—Mañana es mi día, esposo mío.Los ojos del Profeta se posaron

entonces en mí y me di cuenta de queya no parecía confundido.

—¿Y pasado mañana?Y entonces tanto yo como el resto

de las esposas lo comprendimos:incluso en aquellos momentos en queestaba febril, incluso cuando el ángelde la muerte ya sobrevolabaaterradoramente cerca, lo único quepreocupaba a Mahoma era poderpasar el día con la esposa que másamaba.

Me empezaron a rodar laslágrimas por las mejillas y no podíahablar, y en ese momento la anciana

Sauda me posó la mano en el hombrocon suavidad y dijo:

—Pasado mañana es mi día perole cedo el turno a mi hermana Aisha.

Luego, una por una, todas lasdemás esposas fueron haciendo lomismo. Yo las miré atónita y mislágrimas se convirtieron en lágrimasde gratitud.

Mi esposo intentó levantarsepero no tenía fuerzas.

—Ayudadme a… llegar hasta losaposentos de Aisha… —suplicó convoz rota y temblorosa.

Alí y Abbas, los parientes máscercanos del Profeta y los únicoshombres que estaban con nosotrasese día, se acercaron y lo ayudaron aponerse de pie sujetándolo por loshombros mientras lo guiaban consuavidad fuera de la casa deMaimuna.

Inmediatamente se desató elclamor en el patio de la masyiddonde cientos de creyentespermanecían en vigilia desde quecorrió la noticia de que el Profetaestaba enfermo. Los fieles alzaronsus voces igual que niños pequeños

que llaman a su madre y el Enviadoles dedicó una sonrisa débil pero nisiquiera tenía fuerzas para alzar lamano en señal de que los había oído.Y entonces se hizo un silencioterrible entre la multitud mientrastodos contemplaban al Enviadoarrastrándose a duras penas hacia micasa: era una estampa inusitada ytrágica, y vi a muchos hombreshechos y derechos llorar sinesconderse al comprobar eldeteriorado estado del Profeta.

El Enviado alzó la vista hacia supueblo y trató de sonreír para darles

ánimos pero yo veía la tristeza en susojos: no era así como hubieraquerido que lo recordaran y, sinembargo, no era más que un mortal,un simple hombre y en consecuenciatan expuesto a los estragos deltiempo como cualquiera de susseguidores.

Alí y Abbas lo ayudaron a entraren mis aposentos y tenderse en elsuave colchón forrado de piel decordero donde tantas noches de amorhabíamos pasado entrelazados y, encuanto notó en la espalda la suave yfamiliar sensación, vi que respiraba

más hondo y los músculos de surostro se relajaban.

Pasara lo que pasara ahora,estaba en casa.

Me senté a su lado y le aparté elpelo de la cara; él me miró conprofundo amor y me recorrió lamejilla con los dedos, y luego serebulló ligeramente, como si por finle hubiera venido a la memoria algoque llevaba mucho tiempo intentandorecordar sin conseguirlo.

—¿Queda dinero en la casa? —me preguntó con una extraña premuraen la voz.

—Unas cuantas monedas de oronada más —le respondí sorprendidapor la pregunta.

El Profeta no necesitaba dineropara comprar nada, era dueño yseñor de toda la nación árabe y susseguidores le habrían proporcionadogustosos cualquier cosa que desearasin esperar recompensa por ello.

Pero, como de costumbre, noestaba pensando en él.

—Dáselas a los pobres —medijo, y vi en sus ojos que deseabaque lo hiciera inmediatamente.

Me levanté y fui hasta un rincónde la habitación donde, bajo unabaldosa que estaba suelta, habíaguardado un puñado de monedas queeran toda la fortuna que mi esposo, elrey de Arabia, poseía.

Las tomé en mis manos y vi queAlí daba un paso al frente dispuestoa recibirlas en las suyas para salirinmediatamente a cumplir los deseosdel Enviado, pero yo le di la espalday las deposité en manos de Abbasque asintió con la cabeza y se marchóa repartirlas entre las pobres almasque seguían acudiendo al Alhamí en

busca de limosna.Sentí la intensa mirada de los

verdes ojos de Alí clavados en miespalda y que luego se volvía paraseguir los pasos de Abbas sinpronunciar una sola palabra.

Al cabo de unas horas oí el eco de lamelodiosa voz de Bilal queretumbaba por todo el patio llamandoa los fieles a la oración de mediodía.Al escuchar las palabras llenas de

lirismo del Azán, mi esposo abriólos ojos y se incorporó en la cama.Yo lo miré sorprendida y, al ver quetenía el rostro cubierto de sudor quetambién empapaba sus cabelloscanosos, le agarré la mano confuerza, llena de gozo y gratitud haciaDios.

El sudor era señal de que lafiebre estaba empezando a remitir. ElEnviado de Dios se recuperaría.

Me acerqué a él y le sequé lafrente con el bajo de la faldainstándolo a que se tumbase ydescansara un poco, pero él me

ignoró, se puso una túnica blancalimpia y fue a buscar una jarra depiedra con la que realizó lasabluciones rituales.

Luego salió fuera, con el portebien erguido que siempre lo habíacaracterizado. Los fieles ya se habíancongregado formando líneas rectastras Abu Bakr que era quien habíaestado dirigiendo la oración en lamasyid en ausencia del Profeta, peroal ver a Mahoma emerger de misaposentos con aspecto de estarrecuperado se produjo un tumultoentre los creyentes, que rompieron

filas entre gritos de júbilo para ir arodear al hombre que se habíaconvertido en el centro de sus vidas.

Yo, oculta tras el velo que mehabía colocado a toda prisa, observécómo el Profeta avanzaba con pasofirme entre la multitud hasta llegarjunto a Abu Bakr. Mi padre lo mirócon los ojos llenos de lágrimas y seapartó haciendo un gesto al Enviadopara que ocupara su lugarencabezando la yamat de loscreyentes congregados, pero miesposo negó con la cabeza.

—Dirige tú la oración —le dijo a

mi padre al tiempo que agarraba elhombro de su viejo amigo.

Abu Bakr parpadeó sin sabermuy bien qué pensar.

—No puedo dirigirte a ti enoración, tú eres mi maestro —respondió mi padre con voztemblorosa por la emoción.

—Dirige tú la oración —insistiómi esposo.

Abu Bakr titubeó un momento yluego volvió a su puesto de imán del a masyid. Los fieles se agruparonrápidamente a sus espaldas en líneasrectas, hombro con hombro, con los

pies de cada uno rozando los delhombre que tenían al lado en señalde que todos eran iguales en espíritu.

Y entonces el Enviado de Dios sesentó a la derecha de mi padre y oróa su lado. La escena me resultóextraña porque nunca lo había vistoorar codo con codo con ningúnhombre, y luego se me hizo un nudoen el estómago al intuir llena deaprensión cómo interpretaría lacomunidad aquel gesto y lo quesignificaría para mi bondadoso padreque no tenía el menor deseo deostentar ninguna autoridad en este

mundo.Cuando terminó la oración, el

Enviado se puso de pie, abrazó aAbu Bakr y le besó con gran cariñoambas mejillas para después caminarlentamente de vuelta a mis aposentosen medio de una muchedumbre deseguidores que lo rodeaban conveneración. Cuando ya estaba juntoal umbral de mi puerta vi su cara ycontuve la respiración un instante:sus facciones estaban teñidas de unaluz como nunca antes había visto,similar al resplandor de la luna, y derepente la marca del paso de los

años desapareció del rostro deMahoma y me pareció más joven delo que jamás lo había conocido: yano era el anciano hombre de Estadosino un muchacho que desprendíavida y energía a raudales; fue comosi lo estuviera viendo tal como era enlos días anteriores a la Revelación,igual que Jadiya lo habría conocidoen los primeros tiempos de su uniónhacía ya casi cuarenta años. Mesonrió y en ese momento me volví aenamorar de él.

El Enviado se detuvo en mipuerta, se volvió hacia la agitada

muchedumbre de fieles, los miró conexpresión de profundo gozo, como sitodos y cada uno de ellos fueran lapersona más valiosa para él sobre lafaz de la tierra; luego agitó la manoen alto a modo de despedida y sevolvió para reunirse conmigo en elinterior.

43

EL Enviado se tendió con la cabezaapoyada en mi pecho y respiró hondoy muy lentamente, como si saborearacada bocanada de aire. Alargó lamano buscando la mía y alapretársela sentí que sus dedosacariciaban los míos con delicadeza,luego por fin alzó el rostro hacia míun instante y me miró.

Contemplé sus negros ojos queparecían más distantes que nunca:tuve la extraña sensación de que,

donde estaba, yo no podría reunirmecon él y me vi reflejada en laspupilas de azabache cuya mirada noparpadeaba. ¡Qué distinta era ahorade aquella chiquilla en su noche debodas! Ya tenía diecinueve años yera alta y esbelta, de cintura estrechay firme que se curvaba para unirse alos músculos de mis caderas y unospechos generosos de mujer hecha yderecha pero que no habían conocidoel tacto de los labios de un bebé. Eramuy raro verme como una mujer ymás raro todavía sabiendo que en micorazón seguía siendo una niña.

El Enviado se inclinó hacia mí ynos besamos; fue un beso largo yprofundo y sentí que todo cuantoalbergaba en mi corazón sederramaba en él, lo estreché en misbrazos deseando no tener quesoltarlo nunca y, al cabo de unaeternidad que duró sólo un instante,él se apartó y ladeó la cabeza paraapoyar la mejilla suavemente sobremi pecho, justo donde me latíaacompasadamente el corazón.

Entonces vi que mi esposolevantaba una mano y señalaba unobjeto cercano: un misuak, un tosco

cepillo de dientes hecho con ramitasde olivo; lo vi mirar el pequeñoinstrumento con increíble atención,así que mastique las cerdas al tiempoque las humedecía con mi saliva parareblandecerlas y luego se lo entreguéa mi marido que comenzó acepillarse los dientes vigorosamente.

Cuando terminó me devolvió elcepillo y volvió a recostarse en mipecho cerrando los ojos. Surespiración se fue ralentizando yhaciéndose más rítmica y supuse quese había quedado dormido.

No sé cuánto tiempo pasamos

abrazados así, como dos amantesunidos por el destino en un universoloco pero que, de alguna manera, hanconseguido atravesar todo ese caospreservando intacto el vínculo de suscorazones. Después de tantos años depenalidades y lucha, por fin me sentíen paz.

Fue un momento que quise quedurara para siempre y, sin embargo,como todo en este mundo pasajero,llegó a su fin.

Noté que mi esposo se movía yluego abrió los ojos pero, en vez dealzar la vista hacia mí, su mirada se

posó en un rincón vacío de lahabitación y sentí que se me ponía lacarne de gallina.

Entonces el Enviado habló convoz fuerte, clara y enérgica.

—No —dijo como si respondieraa una pregunta—, elijo la supremacomunión en el Paraíso… conaquellos a quienes Dios ha colmadode sus favores…, los profetas y lossantos y los mártires y los justos…,pues no hay comunión mejor que laque con ellos pueda tenerse…

En ese momento recordé algo queme había dicho años atrás: en el

momento de morir, a los profetas seles daba a escoger entre permaneceren el reino de los mortales o regresarcon su Creador.

El corazón empezó a latirmedesbocado cuando comprendí quepor fin el ángel le había preguntadoqué elegía y él había optado por laeternidad.

Quería gritar pero no salióningún sonido de mi garganta; estabaparalizada, fui incapaz de movermecuando el horror de lo que estabaocurriendo me golpeó el estómago.

Mahoma, el Enviado de Dios, el

hombre a quien amaba más que anada en el mundo, estaba muriendoen mis brazos.

—Oh, Dios… —lo oí decir convoz tenue y distante—. Con lasuprema comunión…

Y entonces Mahoma cerró losojos y sentí que exhalaba su últimoaliento y ascendía a los cielos, igualque una paloma a la que le hubiesenabierto la jaula y volara de vuelta ala inmensidad del firmamento que erasu hogar en realidad.

Su cabeza se hizo pesada sobremi corazón y supe que se había ido.

Sostuve entre mis brazos elcuerpo sin vida de Mahoma mientraslas lágrimas me rodaban por lasmejillas y me balanceaba adelante yatrás igual que una madre cantándoleuna nana a su hijo para que seduerma.

No sé el tiempo me pasé allísentada, pero algo en mi corazóndestrozado me movió por fin aapartarlo de mi pecho y dejar que miamor descansara en paz. Me separé ydejé su cadáver tendido sobre lamanta de piel de cordero que habíasido el santuario de nuestro amor.

Tenía el rostro, más bello en lamuerte de lo que nunca lo vi cuandotodavía estaba con vida, vuelto haciamí y una suave sonrisa serena en loslabios.

Entonces las compuertas deldolor cedieron y chillé, y el eco demis gritos se extendió por las callesde Medina anunciando al mundoentero la trágica noticia.

Mahoma ben Abdalá, el últimoProfeta de Dios enviado a lahumanidad, había muerto.

44

ABU Bakr se abrió paso entre lamuchedumbre que agolpaba en lamasyid y, más allá de sus muros, porlas calles que la rodeaban. Consiguióescurrirse entre la gente hastaalcanzar el patio donde encontró aUzman sentado en el suelosollozando como un niño pequeño.

—¿Qué ha pasado? —quisosaber mi padre con el corazónaterrado al pensar en la respuestaque se temía iba a recibir, pero

Uzman no dijo nada sino que selimitó a secarse los ojos y miró a sualrededor igual que un crío que se haperdido y busca desesperadamente asu madre.

Dándose cuenta de que sucompañero no estaba en condicionesde hablar, Abu Bakr se volvió y vioa Alí de pie muy cerca, con la miradaextrañamente ausente de lo queocurría a su alrededor y fija más alládel horizonte. El anciano se le acercóapartando a un joven que seinterponía en su camino y estabariéndose como un lunático al tiempo

que se le llenaban los ojos deinmensas lágrimas.

Alí miraba al frente sinpestañear, como si contemplara laeternidad con aquel sentidosobrenatural de la vista que locaracterizaba, y no pareció repararen la presencia a su lado de mi padrehasta que por fin el anciano líder lepuso una mano en el hombro y losacudió suavemente como paradespertarlo de sus ensoñaciones aplena luz del día.

—Dímelo —se limitó a pedirleAbu Bakr.

Alí parpadeó varias veces peroen sus verdes ojos seguía brillandola confusión y, cuando habló, su vozsonaba extraña y distante.

—Dicen que el…, que Dios lobendiga y le conceda paz, ha muerto—declaró Alí confirmando con ellolos peores temores de Abu Bakr,pero luego volvió a clavar la miradaen el horizonte y añadió—: Pero esmuy raro… porque yo todavía puedoverlo…

Abu Bakr sintió que un escalofríole recorría la espalda y luego se oyóun fuerte grito que hizo que volviera

la cabeza para encontrarse con Umarde pie en el minbar, la pequeñaplataforma desde donde el Enviadopredicaba. El gigante blandía unadescomunal espada sobre su cabeza yestaba llamando a los fieles quepronto se agolparon en torno a laimponente figura.

—¡Es mentira! —bramó Umarcon ojos desorbitados de loco—. ¡ElEnviado vive, simplemente está enpresencia de su Señor, igual queocurrió cuando subió a los cielos enel viaje nocturno de Lailat ulMirach!

Las palabras de Umarprovocaron los murmullos de lamuchedumbre y muchos alzaron lavoz dándole la razón: el Enviado deDios no estaba muerto sino que sualma estaba viajando por las esferascelestes, como ya había hecho antes,y pronto regresaría para revivir sucuerpo.

Se trataba de un sueño y unafantasía, y eso era lo que la gentequería oír, y sin embargo Abu Bakrhabía aprendido hacía ya muchotiempo la dolorosa lección de quelos deseos y la realidad a menudo no

se correspondían en absoluto.Se volvió y entró en casa de su

hija para ver la terrible realidad consus propios ojos.

Yo estaba sentada en un rincón,temblando violentamente y rodeadade las otras Madres cuyo llantoensordecedor desgarraba aún más micorazón destrozado. Y entoncesapareció una sombra en el umbral yvi la figura encorvada de mi anciano

padre; su mirada se posó al instanteen el Profeta, que estaba tendidosobre la cama cubierto con el mantoverde que era su favorito.

De algún modo conseguí ponermede pie y corrí a sus brazos; él meabrazó con fuerza mientras llorabacomo una niña pequeña al tiempo queme daba suaves palmaditas en lacabeza como solía hacer cuando, deeso hacía ya una eternidad, melastimaba las rodillas corriendo porlas calles de La Meca.

Y entonces retrocedió un paso yme apartó para fijar de nuevo su

atención en la silueta del cuerpoinmóvil del Enviado. Mi padre seacercó al cadáver amortajadolentamente y luego, con granreverencia, apartó el manto delrostro de mi esposo. Observé con lavista nublada por las lágrimas comoAbu Bakr se inclinaba paracomprobar el pulso en el cuello ydespués buscaba en el pecho un débillatido. Luego por fin acercó la orejaa los labios del Profeta buscando elmenor signo de que todavía respirabay finalmente lanzó un suspiro ylevantó la cabeza para contemplar el

cuerpo del hombre que habíacambiado su vida y el mundo.

Y después se agachó de nuevo ybesó al Enviado en la frente. —¡Másquerido que una madre o un padre!…Has saboreado la muerte que Dioshabía decretado para ti —dijomientras las lágrimas le corrían porlas ajadas mejillas—. Ya novolverás a sufrir otra muerte despuésde ésta.

Abu Bakr cubrió de nuevo elcuerpo con el manto y se volvió paramarcharse sin saber qué otra cosapodía hacer y, no queriendo pasar ni

un minuto más en compañía de lasotras esposas consumidas por eldolor, me cubrí el rostro con el veloy lo seguí hasta el patio.

Lo primero que vi fue a Umaragitando la espada desde el púlpito ygritando como un loco con voz quecada vez se volvía más ronca detanto chillar.

—¡Aquellos que dicen que elEnviado de Dios ha muerto son comolos Hijos de Israel que proclamaronla muerte de Moisés cuando éstesubió a la montaña a hablar con suSeñor y, como ocurrió a los cobardes

descreídos del Sinaí, quienes hagancorrer la voz de esa mentira sobre elProfeta morirán! ¡Les cortaremos lasmanos y los pies como traidores queson!

Mi padre dio un paso al frente yse dirigió a su amigo que,claramente, había perdido el juicio.

—Calma, Umar, tranquilízate.Pero Umar lo ignoró y continuó

despotricando y proclamando agritos todas las inusuales torturas quesufriría cualquiera que osase decirque Mahoma había muerto.

Mi padre sacudió la cabeza lleno

de tristeza y luego alzó la voz parahablar con palabras cuidadosamenteescogidas pero cargadas deautoridad.

—Escuchadme, hermanos míos—dijo Abu Bakr y, de repente, todostenían la atención puesta en él.

Vi a las gentes aterrorizadas ydolientes de Medina mirar a mipadre, el primer hombre adulto enconvertirse al Islam, amigo de lainfancia de Mahoma y su consejerode confianza, y me percaté de que lesuplicaban con la mirada queacabara con su sufrimiento, que les

mostrara la luz que había de guiarlosfuera de aquella incertidumbreoscura que los envolvía.

Entonces Abu Bakr dijo laspalabras por las que siempre seríarecordado, palabras que habíanacido para pronunciar:

—Si alguno de entre vosotrosadora a Mahoma, sabed que Mahomaha muerto. Pero si alguno de entrevosotros adora a Dios, sabed queDios vive y no morirá jamás.

Se hizo un silencio profundoentre la multitud al escucharse al finen voz alta la innegable y

demoledora verdad.Luego mi padre recitó unos

versos del Sagrado Corán que habíansido revelados años atrás despuésdel desastre de Uhud donde elEnviado había estado a punto demorir en el campo de batalla. Yo losconocía de memoria pero, no sécómo, se me habían olvidado enmedio del caos de las últimas horas.

Mahoma no es más que un

Enviado.Antes de él han pasado otros

enviados.

¡Y qué! Si muriese o fuesematado,

¿os volveríais sobre vuestrostalones?

Quien vuelva sobre sus talonesno perjudicará a Dios en nada,

pero Dios recompensará a losagradecidos.

Los musulmanes se miraron los

unos a otros desconcertados, como sino hubieran oído aquellas palabrasjamás. Vi desvanecerse ladesesperación en sus ojos y que en su

lugar surgía una infinita tristeza quesin embargo estaba firmementeapuntalada en el poder de la fe, yentonces escuché un terrible grito, sediría que algo parecido a los aullidosde un gato que está siendoestrangulado, y me volví hacia Umar:la verdad que contenían las palabrasde mi padre había conseguido abrirsepaso entre las brumas de su juiciotrastornado y ahora estaba allí de pieen el minbar, desconsolado ycompletamente sólo. La espada seresbaló de sus manos y fue a dar alsuelo de la masyid con un

estruendoso ruido metálico. Umarcayó de rodillas y hundió la cara enlas manos sollozando como un niño.

A medida que la verdad iba pocoa poco penetrando en las almas, sentíque nuestros corazones se librabande las garras del pánico que losatenazaban y fue entonces cuando elllanto comenzó verdaderamente:lágrimas por la pérdida, pero no dedesesperación.

Ahora sabíamos que el viaje deMahoma había llegado a su fin.

Sin embargo el viaje del Islam nohabía hecho más que comenzar.

LIBRO CUARTO

EL NACIMIENTO DE UNIMPERIO

1

MAHOMA estaba muerto pero laUma en cambio estaba viva y bienviva y necesitaba desesperadamenteun líder. Las siguientes horas fueroncaóticas: se fue corriendo la voz portodo el oasis de que el Profeta habíamuerto y varias facciones hicieronintentos de que imperasen susobjetivos, y luego llegaron a lamasyid noticias de que los líderestribales de la ciudad se habíanreunido en el viejo salón de

reuniones de los Bani Saida, el lugardonde habían forjado sus volublesalianzas en los días anteriores alIslam. Por lo visto los viejos clanesde Medina estaban planeando elegira uno de los suyos para liderar lacomunidad y se habían congregadosin invitar a propósito a ninguno delos inmigrantes de La Meca quehabían permanecido al lado delProfeta desde el principio. Al oíraquello, Umar se enfureció y agarró ami padre del brazo apremiándolopara que fuera hasta allí einterviniese antes de que se tomara

una decisión que podría destrozar ala Uma. Un compañero llamado AbuUbaida, un respetado musulmán de latribu quraish, se les unió paraenfrentarse juntos a aquella nuevacrisis y, en el momento en que mipadre y los otros hombres sealejaban apresuradamente endirección al salón de reuniones se mepasó por la cabeza la idea de queseguramente a Alí también le habríagustado ir con ellos; se habíaretirado a pasar el duelo en su casacon Fátima y sus hijos, y Tallin yZubair estaban con él. Por un

momento me pregunté si no deberíaenviar un mensajero a casa de Alípara informar a los otros de lareunión de las tribus que tenía lugaren esos momentos, pero luego meinvadió la vieja oleada de amarguraal recordar su traición y elpensamiento abandonó mi mente atoda velocidad.

Umar atravesó las pesadas puertas debronce que se habían cerrado alcomenzar la reunión en la que los

patriarcas discutían qué debía dehacerse ahora que el Enviado deDios había muerto. La cuestión quetodos habían estado evitando durantelos últimos meses ya no podíaeludirse y no quedaba más remedioque elegir un sucesor que ejerciera elliderazgo de la comunidad.

Y era una cuestión controvertida,siempre lo había sido. Umar fruncióel ceño al ver a los jefes de las tribusdiscutiendo acaloradamente, todos ycada uno argumentando con totalegoísmo las razones por las que éltenía derecho a acceder al poder. La

sala estaba a rebosar y los ánimos seiban caldeando cada vez másmientras las tribus rivales de aus yjazrach maniobraban tratando desacar un cuerpo de ventaja en sufavor. El Profeta se había pasadoaños trabajando con maestría parareunir a aquellas gentes dispares yperennemente enfrentadas y, encuanto se había ido, ya estabanvolviendo a las antiguas rencillas yla inquina entre clanes.

Mi padre contemplaba contristeza a aquellos hombresvociferantes de pie junto a Umar, y el

colosal guerrero sabía que a suamigo se le rompía el corazón al verresurgir las crueles divisiones delpasado. Abu Bakr siempre habíaadoptado para sí mismo el papel defigura paternal que se desvivía por lacomunidad musulmana, y debía deresultarle insoportablementedoloroso contemplar a gente a la queamaba como si fueran sus hijosdiscutiendo entre ellos con talviolencia, como también debíadolerle ver las formas civilizadas delos últimos años convertidas en lasmismas viejas heridas abiertas que

sólo Mahoma había sido capaz derestañar.

En la inmensa sala de piedrahabía una docena de pilares robustosy Abu Bakr se apoyó en uno de ellospara mantenerse en pie.

—Escuchadme, hermanos míos—trató de intervenir, pero su vozgrave no consiguió hacerse oír enmedio del tumulto de la discusión ylas emociones acaloradas, así que elanciano respiró hondo, como siestuviera intentando hacer acopio deenergía para alzar la voz por encimadel desquiciante barullo y probó

suerte otra vez, pero sin el menoréxito.

Umar, oyendo ya el retumbar delbombeo de la sangre en los oídos, seadelantó unos pasos hasta colocarseen el centro de la estancia y alzó susenormes manos por encima de lacabeza.

—¡Silencio! —rugió con talfuerza que las ventanas temblaron.

Se hizo el más absoluto silencioentre la desconcertada multitudpresente y todas las miradas seclavaron en él. Umar se daba cuentade que a algunos de los líderes

tribales les había sorprendido —incluso irritado— comprobar que losinmigrantes de La Meca se hubieranenterado de que se estaba celebrandoaquel consejo medio secreto pero, sialguno deseaba que se marchara,desde luego nadie tuvo el valor dedecirlo en ese momento.

Umar se volvió hacia Abu Bakr yle hizo un gesto afirmativo con lacabeza al que el anciano respondióavanzando por la sala más encorvadode lo habitual, como si sus huesos yano pudieran soportar el peso de laresponsabilidad que llevaba a

cuestas desde hacía tantos años.—Escuchadme, hermanos míos

—repitió Abu Bakr con voz roncapero clara—, éste es un momentopeligroso en el que Satanás tratará dedesviarnos del camino recto ydestrozar lo que Dios ha conseguidounir. Es tiempo de juicios mesurados,no de decisiones dictadas porpasiones efímeras.

Umar notó que las sensatas y muyescogidas palabras de Abu Bakraliviaban un poco la tensión reinantey mi padre continuó con voz suavealabando a los Ansar, los oriundos

de Medina que habían acogido alProfeta y el triste puñado derefugiados que lo acompañaba, hacíaya una década; reconoció que, de nohaber sido por la generosidad dehombres como los líderes tribalesallí reunidos, el Islam no habríasobrevivido. En cambio la nuevareligión había prosperado e inclusoconquistado toda Arabia, y Medinahabía pasado de ser una ciudadatrasada de la que nadie se acordabaa convertirse en la capital de unanación. Y esa nación se enfrentabaahora a nuevas amenazas debidas

tanto de los rebeldes en su propioseno como a las grandes potenciasdel otro lado de sus fronteras. Lo quehacía falta ahora era un líder quepudiera mantener unida aquellaamalgama de tribus dispares y guiara los musulmanes en los díasinciertos que se avecinaban.

—Medina es la capital de Arabiapero su corazón sigue siendo LaMeca —declaró mi padre muylentamente mientras iba clavando lamirada en los patriarcas por turno—.Si la nación árabe quiere evitar lasescisiones, su liderazgo debe

permanecer en manos de los quraish,la única tribu que posee el prestigioy los recursos necesarios paramantener a las tribus más pequeñasunidas bajo su mando.

Las palabras de Abu Bakr serecibieron con silencio en un primermomento, y luego un líder triballlamado Sad ben Ubada dio un pasoal frente: era el líder del clan de losAbu Saida, en cuya sala se celebrabala reunión, y además uno de los másfirmes candidatos al liderazgo de lacomunidad cuyo nombre se habíabarajado en el consejo antes de que

Abu Bakr hablara. Umar se pusotenso, pues le constaba que los AbuSaida tenían en sus manos el poderde destrozar o unificar la Umamusulmana.

Y entonces, para gran sorpresade Umar, el jefe tribal eligió losegundo:

—Llevas razón —intervino ellíder ya entrado en años de los AbuSaida al tiempo que asentía con lacabeza en dirección a Abu Bakr—,los hombres de Medina handesempeñado su papel en el destinodel Islam y sin duda es un papel

destacado por el que se les recordarásiempre, pero nuestras manos sondemasiado pequeñas para llevar lasriendas de Arabia.

Aquélla era una admisiónsorprendente y una capitulación quehabría sido impensable unos añosatrás. En ese momento Umar se diocuenta de que el legado del Profetasin duda seguía vivo y de que supueblo sobreviviría. El Islam eracomo un mar e, incluso cuando lasuperficie parecía agitada por lastormentas de los tiempos, en el fondoreinaban la calma y la serenidad.

Nadie dijo nada durante un buenrato y entonces otro jefe dio un pasoal frente y asintió con la cabeza enseñal de que aceptaba las palabrasde Abu Bakr uniéndose a Abu Saidaen la renuncia a cualquier pretensiónde poder por parte de su clan.

Y luego Umar notó que Abu Bakrle tomaba la mano y tiraba de élhacia delante, y al mirar a mi padrevio que también estaba haciendo lomismo con el amigo de ambos AbuUbaida.

—Os propongo a estos doshombres de la tribu de los quraish,

hombres nobles y de carácterintachable que sabrán mantener laUma unida y continuar el avance delmensaje del Islam por todo el mundo—declaró Abu Bakr sosteniendo enalto una mano de cada uno—. Juradlealtad a cualquiera de los dos.

Umar no daba crédito a lo queoía y miró a Abu Ubaida que parecíacompletamente aterrado. Ninguno delos dos se podría haber imaginadoque Abu Bakr los propondría paraser los líderes del Islam. Umar sintióque la lealtad de su amigo —aquelhombre amable sin la menor

ambición, sin la menor ansia depoder— y la fe que tenía en él hacíanque se le llenaran los ojos delágrimas. Aquél era un hombre desemejante honestidad e integridadque el Profeta le había dado elnombre de As Sidiq ('Testigo de laVerdad') y había confiado en él comosu único compañero en la grutamientras los asesinos lo buscabanpor todo el desierto.

Abu Bakr: el hombre a quien elProfeta había hecho su mano derechaconfiándole la administración diariade las necesidades de la Uma, un

hombre que había sido rico y lohabía dado todo para comprar lalibertad de los esclavos y alimentar alos pobres, un hombre que vivíacomo un pordiosero cuando deberíahaber ido vestido con los ricosropajes de los poderosos, un hombreal que todo el mundo quería y que nodespertaba el odio de nadie.

Un hombre a quien el Profeta,justo antes de morir, había nombradopara dirigir la oración. Un hombre aquien el Enviado de Dios habíacedido su propio puesto de imán ybajo cuya dirección él mismo había

rezado en su hora final…Y entonces, como si le hubiera

caído un rayo en pleno corazón,Umar se dio cuenta de lo que habíaque hacer y tras bajar su manopronunció unas palabras queparecían surgir de algún lugar másprofundo aún que su propia alma.

—¡Oh, hermanos Ansar! —exclamó con voz temblorosa por laemoción—, ¿acaso no sabéis que elEnviado de Dios mismo ordenó aAbu Bakr que dirigiera la oración?

Se produjo un murmullo deasentimiento y Umar vio a mi padre

arrugar la frente al tiempo que leclavaba una mirada que era una claraadvertencia para que se callara. PeroUmar no habría sido capaz, incluso sihubiese querido hacerlo: algo sehabía apoderado de su corazón y laspalabras emergían de su interiorigual que los primeros brotes de unaplanta que despuntan en la tierrayerma después de la lluvia torrencialmarcando el principio de una nuevaera.

—Así pues, ¿quién de entrevosotros osaría precederlo? —preguntó Umar.

Hubo un momento de silenciosodesconcierto mientras los presentesdejaban que las palabras de Umarcalaran en sus almas, y luego el hijode Al Jattab, un hombre que en otravida había sido un monstruo y unasesino pero que ahora se habíaconvertido en uno de los líderesmusulmanes más respetados yhonrados, tomó la mano derecha deAbu Bakr en la suya y declaró llenode orgullo su lealtad a su amigo.

Mi padre se puso muy pálido ycomenzó a protestar, pero ya erademasiado tarde: el gesto de Umar

había encendido las emociones de lamultitud y, de repente, todos searremolinaron en torno a Abu Bakr yel reticente anciano se vio rodeadopor los líderes de Medina que leprofesaban unánimemente su lealtadproclamándolo Jalifat Rasulala, elcalifa o el vicerregente del Enviadode Dios.

Yo estaba velando el cuerpo delEnviado cuando me enteré de ladecisión del consejo de elegir a mi

padre como nuevo líder de lacomunidad. Y lo sentí por él, puesera un anciano exhausto y cansadodel mundo que no ansiaba ningúnpoder y al que, sin embargo, sunuevo papel de califa colocaría en elpunto de mira de otros que habíanvisto truncadas sus ambiciones: susrivales examinarían con miradaescrutadora todas las decisiones quetomara y siempre saldría perdiendoen las inevitables comparaciones conel Enviado, que había sido elestadista más brillante que los árabeshabían visto jamás. Habría hombres

despiadados esperando a quecometiera un error para clavarle suspuñales tanto en sentido figuradocomo literal. En definitiva, era unaposición terrible y desagradecida.

Pero, fueran cuales fueran misdudas, los medineses no parecíancompartirlas pues, en cuanto corrióla voz de que Abu Bakr habíaaccedido al poder, una muchedumbrecongregada a la puerta de la casa delnuevo líder lo rodeó llena deentusiasmo para luego aguardar enfila su turno y jurarle lealtad alhombre que el Enviado mismo había

elegido en los momentos finales desu vida.

Todos los hogares de Medinaenviaron a un representante a jurarfidelidad al nuevo califa yprometerle su apoyo. Todos exceptouno.

Poco después de que Abu Bakrhubiera sido elegido, Umar y loslíderes salieron del viejo salón dereuniones para dirigirseinmediatamente hacia la pequeñacabaña de piedra donde vivían Alí yFátima con sus hijos. Umar habíallamado a la sencilla puerta de

madera de palma al tiempo que lepedía a Alí que saliera a jurar lealtada mi padre, cuyo rostro estabaensombrecido por la vergüenza quele producía el fervor de lamuchedumbre.

El yerno del Profeta salió de sucasa y contempló a los musulmanescon sus inescrutables ojos verdesmientras escuchaba la noticia delabios de Umar:

—Abu Bakr ha sido elegido, daletu mano en señal de fidelidad.

Alí se había quedado clavado enel sitio y no había hecho ni ademán

de acercarse a mi padre.—Habéis tomado la decisión sin

consultar a la Familia del Enviado—replicó en voz baja sutilmenteteñida de ultraje.

El asunto que había ocupado lasmentes de todos ese día —si Alí sepropondría también acceder al poder— se había resuelto de la peormanera posible al haberlo excluidode las deliberaciones negándole asíla oportunidad de presentar su caso.

Umar frunció el ceño al darsecuenta de que Alí tenía motivos parasentirse insultado pero negándose al

mismo tiempo a retractarse de lo quele dictaban sus convicciones:

—Aun así, se ha tomado unadecisión —respondió—, júralelealtad —insistió con un dejeamenazante en la voz, pues si Alí seoponía al nombramiento de Abu Bakrpor parte del consejo, la unidad de laUma quedaría destrozada y elfantasma de la guerra civil notardaría en cernirse sobre ella.

Alí contempló al colosal Umarmirándolo fijamente a los ojos.Pocos habrían sido capaces desoportar la mirada de cualquiera de

aquellos dos hombres poderosos yverlos a ambos mirándose así eracomo asistir a una pelea entre dosmachos cabríos.

Y entonces se proyectó unasombra entre ambos y como por artede magia apareció Fátima, la hija delProfeta; tomó la mano de su esposoen la suya y se la apretó con fuerza, yluego se volvió hacia Umar que lesacaba por lo menos una cabeza:

—¡Fuera de aquí! —le ordenócon un brillo de ira en los ojos queyo no había visto jamás reflejado ensus facciones suaves, e hizo que

Umar retrocediera igual que si lehubieran dado una puñalada en elestómago.

Mi padre se interpusoinmediatamente entre ambos paraevitar que la tensión fuera a más.

—Pido perdón a la Gente de laCasa —se disculpó el nuevo califa—y pido a Dios que colme debendiciones a la Familia delEnviado.

Fátima miró a Abu Bakr con susnegros ojos aún resplandecientes yacto seguido, sin decir una palabra,guio a su esposo de vuelta al interior

y cerró la puerta a sus espaldas.

Alí no juró lealtad a mi padre esedía, hecho que no hizo sino aumentarmi animosidad hacia él ya que,mientras Alí no desistiera de suactitud, Abu Bakr no podría reinar enpaz porque la amenaza de rebeliónpor parte de los familiares delProfeta sobrevolaría su cabeza igualque una implacable y mortíferaespada; su legitimidad permaneceríaen entredicho y los buitres que ya lo

rondaban se acercarían aún más,dispuestos a abalanzarse sobre él ydespedazarlo.

Pero, cuando el sol ya se poníaaquel terrible día, Alí salió de sucasa en dirección a mis aposentospara ayudar con los preparativos delentierro del Profeta; Fátima estabacon él, y pese a que yo me negaba nitan siquiera a mirar a Alí, le di ungran abrazo a la hija del Enviado:por muy envenenada que estuviera mirelación con su marido, ella siemprehabía sido amable conmigo y nosentía más que respeto por aquella

muchacha dulce. Fátima me abrazócon fuerza mientras yo me deshacíaen lágrimas por la pérdida de unhombre al que ambas habíamosamado profundamente aunque ella nosollozaba con desconsuelo como elresto de las mujeres sino que, dehecho, parecía sorprendentementetranquila. Supuse que todavía nohabía asimilado la sorpresa y que laslágrimas vendrían cuando la verdadcalara por fin en su corazón, pero lashoras iban pasando y persistía suactitud de digna resignación hastaque al final le pregunté por qué se

contenía de aquel modo ante lamuerte de su padre. Ella me dedicóuna misteriosa sonrisa y respondióque no tenía motivo para lamentarsepuesto que pronto se reuniría con él:un comentario extraño e inquietantede una mujer extraña e inquietante alque decidí no darle más vueltas.

La prioridad era decidir quéhacer con el cadáver del Profeta. Latradición musulmana establecía quedebían realizarse unas ablucionesrituales antes de amortajar el cuerpoexcepto en el caso de los mártirescuya sangre se consideraba un signo

de gloria eterna. El Profeta no habíamuerto en el campo de batalla perohabía dudas sobre si se le debíadesnudar y lavar igual que acualquier otro hombre. Ni siquierayo lo había visto desnudo jamás puesera terriblemente pudoroso y, cuandohacíamos el amor, era siempre alabrigo de la oscuridad.

Los hombres discutían sobre quéhacer y entonces oímos retumbar auna voz que sugería: «Lavad alEnviado con la ropa puesta». Era unavoz atronadora cargada de autoridady al principio creía que había llegado

Umar mientras debatíamos cómoproceder, pero cuando me volví novi a nadie. Los latidos de mi corazónse aceleraron y vi la expresión deterror en las caras de los demás; noobstante, las palabras se habían oídocon toda claridad y Zubair salió allenar un cubo de agua en la piscinade las abluciones que luego Alívertió sobre el cuerpo del Enviadolavando así sus ropas por última vez.Después los hombres lo amortajaroncon tres capas de tela, las dosprimeras de sencillo lino blanco deYemen y finalmente el manto de

rayas verdes que el Profeta se poníaa menudo.

Contemplé con el corazóndestrozado como Alí, Talha y Zubaircolocaban la suave tela sobre elrostro amable de mi esposo y sentíque las lágrimas se agolpaban en misojos de nuevo al darme cuenta de quenunca volvería a ver aquellashermosas facciones, por lo menos nohasta el Día del Juicio.

Una vez estuvo amortajado elcuerpo, surgió una nueva discusiónaún más acalorada sobre dóndedebía enterrarse al Enviado de Dios.

Algunos proponían darle sepultura ene l Janat al Baqi, el principalcementerio del oasis, junto con suhijo Ibrahim. Otros sugerían que lolleváramos de vuelta a La Meca paraenterrarlo junto a Jadiya, pero lospreceptos del Islam exigían que elcuerpo se enterrara en el plazomáximo de un día y el viaje acamello hasta La Meca duraba por lomenos veinte. Unos cuantosargumentaban que debía serenterrado junto a su tío Hamza en elcampo de batalla de Uhud o que seerigiera una tumba separada a las

afueras de la ciudad.En eso oí una voz a mis espaldas,

y esta vez no era la de ningunamisteriosa presencia angélica sino lade mi padre que, entrando en laabarrotada habitación, se enjugó laslágrimas al contemplar la figuraamortajada que en otro tiempo habíasido su mejor amigo y maestro.

—El Enviado de Dios me dijouna vez que a los profetas se losentierra donde mueren —afirmó AbuBakr en voz baja para luego mirar aAlí que, al cabo de un instante,asintió con la cabeza.

Esa noche mis aposentos seconvirtieron en una tumba. Abu Bakrreunió un pequeño grupo demusulmanes de confianza quetrajeron picos y palas y cavaron unafosa debajo del lugar exacto donde elProfeta había muerto en mis brazos.No hubo grandes ceremonias y dehecho la mayoría de la ciudadignoraba lo que estaba ocurriendo.Abu Bakr había argumentadosabiamente que las emocionesestaban todavía a flor de piel y unfuneral público podría desatarpasiones que serían difíciles de

contener.El puñado de fieles que conocía

el secreto rezaron la oraciónfuneraria puestos de pie tras elcuerpo del Profeta; mi padre se negóa dirigir la plegaria de yanaza sobreel cuerpo, algo que le parecíapresuntuoso por su parte, y semantuvo a un lado junto a Umar,Uzman y Alí, todos ellos colocadosen una línea recta tras el cuerpoamortajado.

Y entonces, cuando finalizó elritual y ya no había nada más quehacer ni decir, Alí descendió al

interior de la fosa, cogió suavementeen brazos el cuerpo de mi marido yprocedió a colocarlo sobre elhombro derecho, como era lacostumbre, y con el rostro hacia elsur en dirección a La Meca.

Luego los fieles echaron tierrasobre el cuerpo hasta que quedócompletamente cubierto y con esoMahoma regresó al polvo del quenuestro padre Adán había sidoformado.

2

EN los meses que siguieron a lamuerte del Enviado, mi padre tuvoque enfrentarse al primer reto de sucalifato, la rebelión de las tribusbeduinas: con Mahoma muerto,muchas de las tribus del surdeclararon que sus tratados con elemergente estado árabe ya no eranválidos y que no se someterían a laautoridad de Medina. Algunosincluso apostataron abiertamentevolviendo a la adoración de sus

viejos dioses; otros, tal vez dándosecuenta de que las prácticasancestrales no tenían sentido ahoraque La Meca misma había prohibidotodos los ídolos, declararon queseguirían fieles al Islam pero que senegaban a pagar el zakat, el impuestoexigido a los ciudadanos paraatender con lo recaudado a lospobres. Unos cuantos provocaron unproblema aún mayor pues se unierona Musailima y Saya, los dos falsosprofetas que habían declarado serellos ahora quienes hablaban ennombre de Dios. Los dos

pretendientes al don de profecía sehabían casado reuniendo así a susseguidores en una alianza en contrade Medina.

De todos los díscolosgrupúsculos que surgieron, eseúltimo era el que suponía unaamenaza más inminente puesto que elIslam se sustentaba en el pilarfundamental de que Mahoma era elúltimo profeta de Dios y cualquieraque viniera detrás era un impostorque debía ser derrotado antes de quellevara al pueblo por el caminoequivocado. Además Musailima no

era un enajenado que vagabundearapor ahí profetizando sin ton ni son:había conseguido reunir en tornosuyo a las tribus rebeldes del Nachdoriental y nuestros espías creían queestaba organizando un gran ejércitocon casi cuarenta mil hombres de lastribus, el mayor jamás visto sobre lasdunas de Arabia.

Así fue como mi padre decidióenviar a Jalid ben al Ualid, elhombre a quien mi esposo habíaproclamado la Espada de Alá, aenfrentarse a aquella nueva y graveamenaza para el futuro del Islam. Las

fuerzas de Jalid se enfrentaron a lasde Musailima en Yamama, en elcorazón de la Arabia oriental y, pesea que no ascendían a más de trecemil hombres, el ejército de Jalidestaba mejor organizado y tenía másdisciplina que los guerreros de lastribus. Jalid dividió a las tropas entres bloques y se puso él mismo alfrente del central. La batalla fueencarnizada pero los musulmanescontaban con la ventaja de suextremado celo y una total ausenciade miedo cuando llegó la hora de laverdad que apabulló a los beduinos.

Los hombres de las tribus acabarondispersándose, dejando a Musailimacon tan sólo siete mil fanáticosadeptos que se hicieron fuertes traslos muros de un vergel, un errorgarrafal porque con ello quedabanatrapados y rodeados por todos losflancos. Los guerreros musulmanesescalaron los muros y consiguieronatravesar las puertas de lafortificación entrando en masa en elasentamiento que sería conocido parasiempre a partir de ese día como elJardín de la Muerte, pues losseguidores del falso profeta fueron

masacrados y la punta de la infamejabalina de Wahsi mató al mismoMusailima, expiando así por fin supecado el esclavo abisinio que habíadado muerte a Hamza. Saya, laesposa de Musailima y aspirante aprofeta al igual que él, fue capturaday, tras convertirse rápidamente alIslam, Jalid la dejó marchar ydesapareció para siempre en eldesierto.

Con la muerte de Musailima, elfuego de las viejas prácticas paganasse extinguió para siempre en Arabia.Mi padre había conseguido aplastar

la revuelta de las tribus árabesganándose, con ello la confianza y elrespeto de los musulmanes, y habíapodido por fin centrar su atención enlos asuntos de estado. Una de lascuestiones más espinosas a que seenfrentaba era qué hacer con lastierras de mi esposo pues, aunqueMahoma dejara todas sus riquezas yposesiones terrenales a los pobres,había conservado varias parcelas deterreno y pequeños huertos en Jaibary el oasis cercano de Fadak que lehabían correspondido como botín deguerra tras la derrota de los judíos de

Arabia. Mi esposo en persona sehabía ocupado de la administraciónde las tierras cuando vivía,utilizando lo que producían paraalimentar a su familia y a losnecesitados, y un día Fátima sepresentó ante Abu Bakr y le pidióque aquellos huertos pasaran a ser desu propiedad y luego a la de sus hijoscomo herencia. La Gente de la Casaera muy pobre, pese a ser los únicosparientes de sangre del Profeta, y loshuertos ayudarían en la lucha diariade conseguir poner un plato decomida en la mesa.

Mi padre se encontraba en unaposición delicada y le respondió consuavidad que el Enviado le habíadicho en una ocasión que los profetasno dejaban ninguna herencia, quetodas sus posesiones debían pasar amanos de la comunidad; yo, quetambién le había oído a Mahomahacer ese comentario de pasada, salíen defensa de la decisión de mipadre. Fátima se puso lívida y, trasdeclarar que Abu Bakr le estabarobando su patrimonio, abandonó conpaso airado la casa de miapesadumbrado padre, que se

limitaba a actuar como creía correctoen base a lo que entendía habían sidolos deseos del Profeta, pero con ellosólo había logrado acrecentar labrecha y el dolor entre él y la familiadel Enviado.

Poco después Abu Bakr trató dellegar a un compromiso: se enteróque un judío de los Bani Nadir quese había convertido al Islam habíamuerto sin descendencia legando alProfeta siete pequeños huertos enMedina, y Abu Bakr nombró a Alí yel tío del Profeta Abbasadministradores de los mismos en

nombre de los descendientes delEnviado. Aun así Fátima se negó aaceptar el gesto de reconciliación y,por más esfuerzos que hizo mi padreen numerosas ocasiones, no volvió ahablarle desde el día en que rechazósu solicitud a la herencia. Abu Bakrme dijo una vez que, de todas lascosas que había perdido a lo largo desu vida —riquezas, juventud, salud…—, nada le había apenado más que suenemistad con aquella muchachadulce a quien siempre había queridocomo a su propia hija.

Una noche, seis meses después

de que muriera Mahoma, estabatendida en la cama a punto dequedarme dormida; daba vueltas a unlado y a otro sobre el colchónforrado de piel de cordero en el quea veces todavía notaba el olor de mimarido, aquel peculiar aroma como arosas del que siempre parecía irdejando una estela cuando estabavivo. Me había hecho falta un tiempopara acostumbrarme a dormir otravez en mis aposentos sabiendo que elEnviado estaba enterrado a pocadistancia, pero al final me habíaacostumbrado a la sensación extraña

de que nunca estaba del todo sola, deque sin duda él me acompañaba, y nosólo en sentido metafórico.

Aunque el ambiente estabaimpregnado de una cierta sensaciónde pesadez, algo así como si el airemismo hubiera cambiado desde eldía en que mi esposo murió, acabépor aprender de nuevo a dormir enaquel lugar y empecé a tener sueñosmuy vividos, llenos de extrañas lucesmuy bellas y colores que nunca habíaimaginado. Solía despertarme enmitad de la noche porque me parecíaoír su voz o sentir el frescor del roce

de su mano en los cabellos. Con eltiempo, esas experiencias seconvirtieron en parte de mi vidadiaria y acabé aceptándolas sin más,aunque sólo fuera para mantener lacordura. No obstante, al principio mehabía resultado difícil porque meaterraban, pues era como vivir en lapuerta que separaba dos mundos ynunca estaba segura del todo en cuálde los dos estaba en cada momento.

Y entonces, aquella fría noche deinvierno ocurrió algo que nuncaolvidaré y que todavía me daescalofríos recordar: la sensación de

pesadez en el ambiente se habíahecho intolerable y cada vez teníaque respirar más hondo para que mellegara aire a los pulmones, era comosi un pesado cortinaje me aplastara yno podía moverme, tenía laimpresión de que me habían atadocon cuerdas invisibles.

Traté de resistirme a la presión,me parecía encontrarme a muchaprofundidad bajo el agua y estarhaciendo ímprobos esfuerzos porsalir a la superficie para tomar aire,y entonces oí una voz de mujer: sediría que procedía del patio de la

masyid pero la oía cada vez máscerca y con toda claridad, y me dicuenta de que me estaba susurrandoal oído. A pesar de la abrumadoracarga del velo que me inmovilizaba,conseguí girar la cabeza.

Vi a Fátima de pie a pocadistancia de mí: llevaba un vestidoblanco que lanzaba destellosplateados y el cabello cubierto conun pañuelo en el que resplandecíanun millar de estrellas; estaba de piesobre la tumba de su padre,diciéndole palabras que yo noalcanzaba a comprender pues no

hablaba en árabe ni aquellos sonidosse parecían a ninguna de las lenguasextranjeras que había oído en elmercado —persa, griego, arameo,copto— sino que, de hecho, nisiquiera estaba segura de que lo quepronunciaba fueran palabrasexactamente, pues los rítmicossonidos cargados de lirismo quebrotaban de sus labios sonaban casicomo una canción en vez de lenguajehablado.

Quise llamarla para preguntarlepor qué se había presentado allí enmitad de la noche y si había algún

problema con ella o con sus hijos,pero no conseguí articular ningúnsonido; simplemente me quedémirándola, traspuesta, hasta que porfin ella se volvió hacia mí.

Entonces tuve la sensación deque había dejado de respirar porquela reconocí y no la reconocí almismo tiempo. De algún modo medaba cuenta de que la mujer que teníadelante era Fátima, pero su rostrohabía sufrido una maravillosatransformación: no quedaba ni rastrodel dolor que teñía sus durasfacciones, de la cara alargada

perpetuamente envuelta en un halo detristeza, sino que más bien aquél erael rostro de una nueva Fátima, unamujer de belleza y perfección tanintensas que ya no parecía ni humana.Había adoptado el aspecto que meimaginaba que debían tener losángeles cuando era niña: su piel, queen otro tiempo había sufrido amenudo sarpullidos y granos, eraahora perfecta; los pómulos estabantan magistralmente cincelados en surostro que parecía una estatuaviviente; las cejas, en el pasadopobladas y rebeldes, parecían

pintadas a mano; los labios ya noestaban cuarteados sino que erangruesos y sensuales; y losdesordenados cabellos le caían comoun suave torrente meloso por encimade unos hombros delicados en vezhombrunos y cuadrados como antes.

Lo único que no había cambiadoeran los ojos, que seguían siendonegros como los de su padre, ojosque parecían poder adentrarse acontemplar las profundidades delalma de quien contemplaban.

Me dedicó una mirada luminosa ysonrió, y luego habló con voz que

sonaba como el tintinear de unascampanas.

—Dile a tu padre que ahora locomprendo —me dijo, y sus palabrasprodujeron un eco que parecíallamarme a cruzar un gran abismo—,que comprendo y perdono.

Después levantó la mano derechacomo para despedirse y me dio unvuelco el corazón cuando vi en elcentro de la palma lo que parecía unaresplandeciente esfera de color azulcon forma de ojo.

Miré fijamente a la espiral de luzque manaba de su mano y cada vez se

hacía más brillante hasta que unfulgor etéreo inundó toda lahabitación disolviendo las tinieblascon una cascada de indescriptible luzazulada tan brillante como el mismocielo raso en un día de verano.

Me desperté sobresaltada por losgritos de dolor que se oían en elpatio; miré a mi alrededor, aúndesorientada, esperando encontrarmea Fátima de pie en un rincón, peroestaba completamente sola. Mientras

el llanto que llegaba del exterior seiba haciendo cada vez más intensome tapé con un manto y tras cubrirmeel rostro me asomé fuera.

Había una multitud de lo queparecían dolientes congregados en elpatio, rasgándose las vestiduras ysollozando desconsoladamente.

—¿Qué ha pasado? —grité—.¿Qué ha pasado?

Una mujer de mediana edad vinohasta mí dando tumbos al tiempo quese golpeaba el pecho y se tiraba delpelo.

—¡Oh, Madre, la Uma ha sufridouna gran pérdida! ¡Fátima laResplandeciente ha vuelto connuestro Señor!

Se me doblaron las rodillas.—Pero ¿cuándo? —conseguí

preguntar con voz cascada—,¿cuándo ha ocurrido?

Un anciano me miró con elarrugado rostro crispado por eldolor.

—Nuestro señor Alí dice quemurió ayer a la caída del sol —lloróel hombre— y que la enterró en

secreto para que nadie fuera a adorarsu tumba como solían hacer antañolos ignorantes.

Me dejé caer al suelo, incapaz decomprender lo que me estabadiciendo: si Fátima había muerto latarde anterior, ¿a quién había vistoyo en mi habitación esa noche?

No. Habían sido imaginacionesmías, me repetía, simple y puramenteeso y nada más.

Y entonces recordé algo queFátima me había dicho una vezcuando éramos niñas y todavíaestábamos en La Meca, de eso hacía

ya toda una vida: yo le había contadoque la noche anterior había tenidouna pesadilla en la que me perseguíauna vieja bruja con una serpiente deoro enrollada en el brazo, y Fátimase limitó a encogerse de hombros ydecir que no me preocupara, que sóloera un sueño y por tanto no más realque la vida misma.

—¿Qué quieres decir? —le habíapreguntado yo al oír el misteriosocomentario.

Y entonces Fátima me habíaatravesado con la poderosa miradade sus negros ojos y había

pronunciado las palabras cuyo ecome llegaba ahora desde el otro ladodel puente del tiempo.

—La vida en sí es un sueño y,cuando morimos, entonces nosdespertamos.

3

POCO después de la muerte deFátima, Alí visitó a mi padre y sereconcilió con él en públicodeclarando ante Abu Bakr que noalbergaba ningún rencor hacia él yque tampoco cuestionaba su derechoa ejercer la autoridad. Tambiénañadió que si no le había apoyadopúblicamente antes había sidoporque sentía que no se había tenidoen cuenta a la Familia del Profetacuando se tomó la decisión de quién

sucedería a éste, pero ya estabahecho y no deseaba más animosidadentre la Casa del Enviado y la Casadel Califa. Con la pérdida de Fátima,los jóvenes nietos del Profeta sehabían quedado huérfanos y Alí teníaintención de dedicar su tiempo acriarlos y enseñar el Islam para quesiguiera propagándose. Abu Bakrtenía por tanto su beneplácito paraencargarse de los asuntos de estadoen lugar de él.

Mi padre se deshizo en lágrimasy lo abrazó como a un hijo, y hastami corazón duro como la piedra en lo

que al yerno de Mahoma respectabase ablandó un poco. Pese a que noera capaz de perdonarle que mehubiera traicionado, me daba penaAlí quien, al poco de la muerte delProfeta, lo había perdido todo:mientras el Enviado estaba con vida,había sido uno de los miembros másseñalados e influyentes de lacomunidad, pero desde la muerte demi marido y la controversia en tornoa su negativa a jurar fidelidad a AbuBakr, se había ido encontrando más ymás aislado; su personalidad extrañae incómoda, tolerada durante los

tiempos del Enviado, ahoradespertaba desconfianza entre lagente y pasaba cada vez más tiemposolo atendiendo la parcela de terrenoque Abu Bakr había accedido acederle. Alí tenía pocos amigos ysólo Talha y Zubair podíanconsiderarse visitas regulares en sucasa. Y, ahora, con la muerte deFátima, se había quedado realmentesolo.

Abu Bakr guio a Alí ante losfieles congregados en la masyid trasla oración del viernes y el yerno delProfeta tomó en la suya la mano

derecha del suegro del Profeta y lejuró lealtad. El gesto fue recibidocon suspiros de alivio y alabanzas aDios porque la incertidumbre quehabía planeado sobre el mandato demi padre, la insistente puesta en telade juicio de su legitimidad, por finquedaban resueltas.

Por lo menos en los corazones dela mayoría. Alí contaba con unospocos y apasionados partidarios quecontinuaban refunfuñando sobrecómo se les había arrebatado suderecho a los descendientes directosde Mahoma insistiendo en que Alí

era el heredero legítimo del tronomusulmán. El propio Alí no sepronunciaba a favor de aquelloscomentarios en público, pero yotenía la sospecha de que tampocohacía lo suficiente para aplacar eldescontento.

Y entonces llegaron noticias deJalid, del este, que hicieron quetodos dejáramos al lado nuestrasrencillas y volviéramos la vista haciael futuro del Islam.

La derrota de Musailima a manos delos musulmanes había colocado anuestros ejércitos directamente en lasfronteras del antiguo Imperio persa.Los reyes de la dinastía sasánidahabían gobernado aquella grannación durante casi cuatrocientosaños y en el momento de máximoesplendor de su imperio susdominios se habían extendido desdeAnatolia hasta el río Indo, perodurante las últimas décadas los sahde Persia se habían embarcado enuna enconada y brutal guerra conBizancio disputándose el control de

la región.Durante la mayor parte de mi

todavía corta vida, los cristianoshabían estado a la defensiva: lossasánidas habían tomado Antioquía yAlejandría y la humillación de loscristianos se hizo completa cuandolos adoradores del fuegoconquistaron Jerusalén y robaron lassagradas reliquias de la Iglesia,incluida la que según sus sacerdotesera la verdadera cruz de Cristo. Lamoral de los bizantinos permaneciópor los suelos hasta que accedió alpoder el emperador Heraclio, que se

había enfrentado valerosamente a lospersas hasta expulsar a los invasoresde la ciudad santa.

El victorioso Heraclio habíalogrado arengar a su pueblo para queluchara contra el enemigo y losbizantinos habían atacado el corazónmismo del Imperio persa marchandoa lo largo del Tigris y saqueado elpalacio de Dastugerd. Heraclio casihabía logrado su objetivo de tomar lacapital persa, Ctesifonte, pero losdefensores destruyeron los viejospuentes sobre el Canal de Nahrauanfrustrando así su avance. El

emperador bizantino volviótriunfalmente a la capital de supropio imperio pero en el fondo fueuna victoria baldía pues, pese ahaber conseguido que el enemigoretrocediera, su propio ejércitoestaba diezmado por las guerrasconstantes y las arcas del Imperiovacías.

Los sasánidas se encontraban enuna situación aún peor y el rey persa,Cosroes, fue derrocado y asesinadopor su propio hijo Kavad, quenegoció una precaria tregua con losbizantinos. Recuerdo cuando me

enteré de que Cosroes había muertopor boca de un comerciante yemeníen el mercado de Medina: sonreí trasel velo porque Cosroes habíarechazado la llamada de mi esposo aconvertirse al Islam haciendo trizasla misiva lleno de ira. Tal y como elProfeta había vaticinado entonces, sureinado había seguido la mismasuerte.

Los grandes acontecimientospolíticos que se producían al norteeran una fuente inagotable deinteresantes cotilleos, pero en losprimeros tiempos prácticamente

carecían de verdadero interéspráctico para los musulmanes puestoque la supervivencia había sidonuestro objetivo prioritario. Ahora,en cambio, el Islam estabafirmemente establecido como laúnica potencia dominante en unaArabia unida y ya no podíamosseguir ignorando a los imperios másallá de nuestras fronteras del mismomodo que ellos tampoco podíancontinuar ignorándonos a nosotros.Aquellas dos naciones se habíanllevado mutuamente al borde delagotamiento tras siglos de guerra

ininterrumpida y el que surgiera unnuevo estado en la zona suponía unainesperada y peligrosa amenaza parael delicado equilibrio de poder quemantenían. Ninguno de los dosimperios tenía los recursos ni laenergía necesaria para enfrentarse anosotros directamente, por muyamenazadores que sonaran losrugidos de sus emisarios, y se vieronobligados a utilizar tácticasindirectas para tratar de mantenernosa raya. Bizancio había intentadoaliarse con los judíos de Jaibarobligando a mi esposo a conquistar

la ciudad y utilizarla como escudodefensivo al norte, y también serumoreaba que el falso profetaMusailima había recibido fondos yentrenamiento de los persas al este;pero con la derrota de aquellos doscolaboracionistas cada vez seacercaba más el día en que nuestrasfuerzas entrarían en combate directocon las de los imperios rivales.

Y entonces, una cálida mañana alcabo de un año de la muerte de miesposo, llegó ese día. Cumpliendoórdenes de mi padre, Jalid habíaenviado desde Yamama un ejército

de dieciocho mil soldados a lasllanuras del Irak persa y habíaconquistado el territorio para elIslam. Los persas respondieron conuna fuerza de casi el doble dehombres encabezados por elefantescon armaduras de acero; el ejércitosasánida era un aterrador coloso; losmusulmanes nunca se habíanenfrentado con nada parecido y susespadas y lanzas parecían de juguetecomparadas con los imponentes filosde las armas del viejo Imperio persa.No obstante, Jalid sabía que aquelmonstruoso adversario tenía un punto

débil: la movilidad. Los caballos yelefantes fuertemente protegidos nopodían marchar durante largo tiempobajo el sol implacable del desiertosin sucumbir al agotamiento, así queutilizó la táctica de ataque y huidaque el Enviado había perfeccionadoen Jaibar: los musulmanes selanzaban al campo de batalla paraentablar combate con las primerasfilas del ejército persa y luegoescapaban de vuelta al desiertoprovocando que los persiguieran, ycuanto más obligaban losmusulmanes a los soldados persas a

adentrarse en las arenas del desierto,más lenta y desorganizada se volvíala marcha de éstos últimos. Paracuando el general persa Hormuz sedio cuenta de su error táctico ya erademasiado tarde.

Jalid lideró a los musulmanes enun último ataque durante el que losagotados y atónitos sasánidasutilizaron la táctica defensivahabitual que les había funcionadosiempre en el pasado pero que encambio ese día los arrastraría a latragedia. Los soldados persas seataron con cadenas los unos a los

otros para contener el avance de lacaballería de Jalid manteniéndoseunidos como una roca firme frente ala embestida de los musulmanes. Esatáctica había resultado exitosa contralos guerreros de Bizancio que habíanacabado decidiendo que atacarfrontalmente a los encadenados erapoco menos que un auténticosuicidio, pero los persas no supieronver que la garantía de una muertesegura en el campo de batalla nodisuadiría a los musulmanes sinoque, muy al contrario, sóloconseguiría alentarlos con la

promesa de la Vida Eterna. Para ladescomunal sorpresa de losdefensores persas, los jinetes deJalid se precipitaron contra lashileras de hombres encadenados sinel menor temor, aceptando sersacrificados a punta de lanza y,cuando el enemigo vio que losmusulmanes seguían atacando pese aencontrarse con aquel muro letal, elpánico empezó a apoderarse de lasdeshidratadas y exhaustas tropassasánidas, aterrorizadas por elcompromiso e intensidad de la cargadel enemigo. Y cuando Jalid hirió a

su comandante Hormuz, los guerrerospersas trataron de escapar pero lascadenas que supuestamente teníanque evitar el avance de los atacantesse convirtieron en grilletes que losllevarían a la muerte.

Los hombres de Jalid destrozaronal ejército persa en la que recibiríael nombre de la Batalla de lasCadenas; miles de los mejoresguerreros sasánidas cayeron aqueldía en que los árabes consiguieronabrir la puerta de sus fronterasorientales y las fuerzas musulmanasdesbordaron los confines del

desierto para abatirse sobre laciudad de Al Hira, capital del Irakpersa bajo la administración de loscristianos árabes conocidos como loslajmid. Jalid colmó de presentes alos moradores de Al Hira y prometióa los cristianos que, tal y comoestablecía la ley islámica, serespetaría el derecho a profesar sufe, una garantía que jamás les habíanotorgado los señores persas. Loslajmid capitularon rápidamente y,así, en una única y sorprendenteofensiva, las frontera del Islam seextendieron más allá de de la

península de Arabia hasta alcanzarlas orillas del Éufrates.

Nuestra nación acababa deconvertirse en un imperio.

La tristeza siguió al júbilo con que sehabía celebrado en las calles deMedina la noticia de la victoria deJalid: mi padre cayó gravementeenfermo y pronto quedó postrado encama. Yo podía sentir la nube de lamuerte sobrevolando la cabeza de

Abu Bakr pero no lograbaimaginarme un mundo sin él, delmismo modo que no había podidoimaginar el mundo sin mi esposo,aunque en realidad aún percibía lapresencia de Mahoma en mihabitación y me consolaba hastacierto punto intuir que todavía estabaconmigo. Mi padre en cambio era unhombre normal y, cuando semarchara, sería de forma definitiva.

Asma y yo nos quedamos a sulado día y noche para cuidarlomientras persistía la fiebre yentonces, una mañana, vi una

expresión en su cara, una serenidad yresignación que me dijeron que habíallegado su hora.

—Llama a Uzman —me susurró.Envié un mensajero

inmediatamente a buscarlo y al cabode unos pocos minutos llegó el hijode Afán, más viejo pero todavíaapuesto y con el característico brillode generosidad y bondad en lamirada. Uzman se arrodilló junto ami padre:

—¿Qué puedo hacer por ti, viejoamigo? —le preguntó al tiempo queacariciaba los menguantes cabellos

blancos de mi padre.—Quiero hacer testamento y

dejar al pueblo una última ordencomo su califa que deberásentregarles —respondió Abu Bakrpronunciando cada palabra con sumocuidado y respiración silbante yentrecortada.

Uzman bajó la cabeza y por unmomento me pregunté si se opondríacomo habían hecho los compañerosdurante la enfermedad de Mahoma.Me estremecí de pensar en que sedesatara otra lucha caótica por lasucesión. Los musulmanes habían

conseguido que reinaran la ley y elorden únicamente gracias a las dotesde hombre de Estado de mi padre;¿tendríamos entonces que sufrir otratanda de maniobras e intrigas de loslíderes de las tribus tratando detomar posiciones? Con la naciónárabe en plena expansión hacia elcorazón del Imperio persa, conenemigos rodeándonos igual quebuitres que planean sobre el campode batalla, no nos podíamos permitirotra disputa sobre quién debíadetentar la autoridad. Así que se meencogió el corazón al pensar que el

reducido pero prominente grupo queseguía defendiendo el derecho de Alíy los nietos del Profeta a la sucesióntal vez no se avendría a razones tanfácilmente como la vez anterior. SiUzman se negaba a comunicar losdeseos de mi padre, la Uma podíaprecipitarse de la noche a la mañanapor una pendiente abocada a laguerra civil.

Por fin Uzman alzó la cabeza ymiró a Abu Bakr a los ojos, luegoapretó sus dedos nudosos yretorcidos y asintió.

—Cumpliré con tu deseo.

Mi padre dejó escapar un suspirode evidente alivio y me lanzó unamirada que comprendíperfectamente: fui a buscar unpergamino y se lo entregué a Uzmanjunto con una pluma que era una delas pocas posesiones terrenales deAbu Bakr.

Mi padre comenzó a dictar suúltima voluntad:

—En el nombre de Dios, elClemente, el Misericordioso. Ésta esuna orden de Abdalá ben AbuQuhaifa, conocido entre los hombrescomo Abu Bakr en virtud de la

cual…Entonces enmudeció, lo miré y, al

ver que había perdido elconocimiento, me dio un vuelco elcorazón: si mi padre moría antes depoder declarar cuál era su deseo,surgiría la fitna en el seno de lacomunidad. Miré a Uzman quien, ajuzgar por lo pálido que se habíapuesto, estaba pensando lo mismoque yo.

Recorrí la habitación con lamirada comprobando que estábamossolos: Asma había vuelto a casa paradarte a ti la comida, Abdalá, y no

había nadie más en los aposentos delcalifa que pudiera presenciar lo queocurrió después.

—¿Qué hacemos? —preguntóUzman con la voz asustada de unchiquillo.

Yo oía el bombeo de la sangre enlos oídos y tenía la boca seca comoun bloque de sal, y entonces tomé unadecisión por la que me podrían habermatado allí mismo:

—Sigue escribiendo: «Nombro aUmar ben al Jattab como mi sucesorentre vosotros» —dije tratando deignorar el horror que me producía mi

propia osadía.De todos los hombres de Medina,

sabía que Umar era el único quedespertaba el miedo y el respetoentre todas las facciones y que portanto cabía confiar en que sería capazde mantener al pueblo unido.

Miré a Uzman clavándole misojos color ámbar como los de unhalcón: si objetaba y se corría la vozde que yo había usurpado el poderdel califa y falsificado sumandamiento final, nada ni nadiepodría salvarme de la ira de lasmasas. La Madre de los Creyentes

acabaría hecha pedazos por suspropios hijos en las calles.

Pero lo que salvaba a Uzman —yla debilidad que tan fatal resultaría—, era su naturaleza confiada yamable: siempre se comportabacomo un niño pequeño que sólo ve lomejor en los demás y no entendía lomás mínimo de maquinacionespolíticas ni de las traiciones de quees capaz el corazón humano.

Me miró un instante y luegoasintió con la cabeza y escribió laspalabras en nombre de Abu Bakr.

Sentí que todo daba vueltas a mi

alrededor: ¿cómo podía haber hechoaquello?, ¿de verdad había asumidola posición de mi padre y designado,en su nombre y completamente ensolitario, al próximo califa delIslam? Comencé a temblar de miedoal pensar en mi propio atrevimientomientras me preguntaba qué clase dedemencia se habría apoderado de mí.

Y entonces ocurrió el milagro: detodas las maravillas inexplicablesque vi durante los años que pasé conel Enviado de Dios, ninguna fue tanincreíble como oír repentinamente lavoz de mi padre en ese momento.

—¿Dónde estaba? —preguntóAbu Bakr parpadeando parasacudirse el sueño que se habíaapoderado de él.

Me quedé lívida y clavé enUzman una mirada de advertenciapero era demasiado tarde, el sencilloy humilde hombre ya le estabaentregando al califa la hoja en la quehabía escrito las palabras que yo lehabía dictado.

Mi padre miró el pergaminosorprendido y entornó los ojos, yluego se volvió hacia Uzman y, parami gran sorpresa, una sonrisa cálida

le iluminó la cara.—Me parece a mí que tenías

miedo de que se desataran las luchassi moría en este estado… —comentósin el menor atisbo de acusación enla voz.

Uzman me miró y durante uninstante creí que me iba a delatar,pero sus ojos lanzaron un destello yse limitó a hacer un gesto afirmativocon la cabeza que me convenció deque mi secreto estaba a salvo con él.

Abu Bakr asintió y alabó a Dios.—Has hecho bien —lo

tranquilizó, y luego posó la mirada

en mí y alargó la mano.Me incliné sosteniendo la mano

de mi padre en la mía.—No siento el menor apego por

este mundo —murmuró—, pero mealegro de haber pasado por él pordos razones: una es que conocí ydisfruté de la amistad del Enviado deDios; y la segunda que recibí labendición de poder llamarte hija.

Se me llenaron los ojos delágrimas e hice esfuerzos para deciralgo, pero mi padre negó con lacabeza y supe que no había nada quepudiera decir que su corazón no

supiera ya de sobra.Su mano resbaló de la mía y se le

pusieron los ojos en blanco al tiempoque lo oía musitar sus últimaspalabras —«No hay otro dios sinoAlá y Mahoma es Su Enviado»— y,con eso, Abu Bakr, el Testigo de laVerdad, el Compañero en la gruta yel primer califa del Islam, abandonóeste mundo camino de la Eternidad.

Esa noche, los musulmanes

enterraron a mi padre en una tumbajunto a la de mi esposo y así losrestos mortales de Abu Bakrdescansaron al lado de los de sumaestro, con el rostro junto alhombro del Profeta. Alí dirigió elfuneral y dedicó a mi padre unaelegía llena de amabilidad y elogios.

Después, y en cumplimiento delúltimo deseo del difunto, losmusulmanes se reunieron para jurarlealtad a Umar ben al Jattab, que seconvirtió en el segundo y tal vez másgrande de los califas.

4

26 de agosto de 636 d. C. Muauiya contempló el poderoso

ejército bizantino al otro lado del ríoYarmuk y sintió fuego en las venas:aquel día venía anunciándose desdehacía ya tiempo. Las inicialesvictorias musulmanas bajo elmandato de Abu Bakr se habíanproducido pese a ser muyimprobables, y las consiguientesconquistas bajo mandato de su

sucesor Umar deberían haberresultado poco menos que imposiblesy, en definitiva, la entrada triunfal deJalid en Irak convertía a losmusulmanes en una daga queapuntaba al corazón de Bizancio: enunos meses, la Espada de Alá habíacruzado el desierto hacia el oeste.Los jinetes escasamente armados ymuy ligeros de Jalid descendieronsobre las llanuras de Siria sin previoaviso y los comandantes bizantinosenviaron diez mil hombres a frenar elavance de lo que consideraban unpuñado de bandidos desorganizados

que no buscaban más que un buenbotín. Pero lo que no esperaban eraencontrarse con una eficiente fuerzaárabe altamente disciplinada que lossuperaba en número en unaproporción de dos a uno. El orgullodesmedido de Bizancio llevó a lamasacre de la batalla de Achnadain ylos musulmanes inundaron las colinasde Siria sin encontrar apenasresistencia hasta que no llegaron alas puertas de la vieja Damasco. Lossorprendidos comandantes bizantinoshabían subestimado al enemigo y, alencontrarse de repente aislados de

los refuerzos, no les quedó másremedio que evacuar la que habíasido orgullosa capital de la provinciaimperial. En cuestión de semanas,Damasco cayó y los musulmanes seconvirtieron de un día para otro enlos gobernantes de Siria.

La inesperada pérdida deDamasco hizo que el pánico seapoderara de los generales deBizancio destacados en la vecinaPalestina que enviaron un contingenteal valle del Jordán para enfrentarse ala fuerza invasora. Sin embargo Jalidhabía anticipado el ataque por el sur

y los musulmanes aplastaron a lastropas romanas en la aldea de Fahl yasí, como una providencial lluviacaída del cielo tras una larga sequía,la Tierra Santa de Abraham, David ySalomón, la tierra de los profetas yde Jesús el hijo de María, pasó amanos del Islam. Sólo Jerusalénpermanecía en poder de losdesconcertados bizantinos que sehicieron fuertes en el interiorpreparándose para el asedio quesabían no tardaría en llegar.

Heraclio se había dado cuenta,aunque tarde, de que no estaba

tratando con un puñado de nómadasdedicados al pillaje sino con unejército perfectamente organizadocuyo objetivo era la conquista. Losárabes, con sus armas ligeras y alomos de camellos que se movían avertiginosa velocidad, no se parecíana ningún otro adversario con el quese hubieran tenido que medir endécadas de guerra contra el colosalejército persa y sus generalescarecían de experiencia en el campode batalla contra un enemigo que,además de tremendamenteescurridizo, no parecía tener miedo a

la muerte, con lo cual Bizancio nodaba con la estrategia para derrotar alos musulmanes. Al final elemperador decidió enviar todas lasfuerzas del ejército bizantino a Siriapara aplastar al invasor: se habíaacabado el tiempo de jugar y habíallegado la hora de emplear la fuerzabruta.

Así fue como Muauiya acabó porencontrarse frente al mayor ejércitoque se había visto jamás en la región,más de cien mil hombres escogidosentre las élites de los guerrerosromanos cuyo único objetivo era

aplastar a las fuerzas del Islam. Lastropas musulmanas estaban en unadesventaja de cuatro a uno y portanto la supervivencia —por nohablar de la victoria— de los árabesdebería haber sido imposible, peroMuauiya se sentía expectante yeufórico: sus hombres habían vividotantas victorias imposibles que hastael más cínico de los quraish estabaconvencido a esas alturas de queDios estaba de su lado. Y si Alá, elSeñor de los Cielos y la Tierra,estaba con ellos, ¿quién podríaresistir contra ellos?

Los musulmanes tenían unaventaja: la caballería. Heraclio habíaenviado fuerzas de infantería en sumayor parte apoyadas por unpequeño pero sólido contingente dehombres a caballo; si la caballeríabizantina era destruida, losmusulmanes tendrían la oportunidadde enfrentarse a la inmensa fuerza desoldados de a pie contando con laventaja de sus jinetes: era un granriesgo que implicaba lanzarse a lacarga concentrando todo ese poderen la caballería del enemigo. Unhombre a caballo siempre tendría

ventaja sobre otro a pie mientras queel combate entre dos jinetes era unalucha igualada. Si los musulmanesganaban, cabía la posibilidad de quederrotaran a la infantería de Bizanciopero, si perdían, entonces la batallahabría terminado ya que sin laprotección de la caballería losmusulmanes sufrirían una terroríficamasacre.

Era jugar a todo o nada y lasapuestas no podrían haber estadomás altas. Antes de convertirse alIslam, Muauiya había sido un asiduode los juegos de azar, famoso por los

riesgos no aptos para los débiles decorazón que solía correr. Noobstante, si algo había aprendido elhijo de Abu Sufian durante añosobservando a Mahoma cosechar unavictoria improbable tras otra frente asus enemigos, era que la fortunafavorece a los osados.

Y así llegó el día en que Muauiyaestaba sentado a lomos de su corcelal lado de los más legendariosguerreros del Islam, incluido Jalidben al Ualid y el famoso espadachínZubair ben al Auam, mirando cara acara a la muerte. Una vez se lanzaran

a la carga contra la caballeríabizantina ya no habría vuelta atrás,saldrían victoriosos o no saldrían deaquélla en absoluto.

Jalid lo miró a los ojos yMuauiya se dio cuenta de que estabanpensando lo mismo: los dos mecanosse sonrieron como niños que jueganjuntos en la calle y entonces laEspada de Alá alzó su acero y lanzóel grito de guerra que habíacambiado el mundo para siempre:

—¡Alahu Akbar!Cuando los caballos

emprendieron el galope hacía el

torbellino de muerte que losaguardaba, en medio del estruendodel entrechocar de espadas y bajouna lluvia de flechas zumbando a sualrededor como abejas furiosas,Muauiya rio y dio gracias a Dios porhaberle brindado la oportunidad dealcanzar la gloria.

Ese día la caballería musulmanadestruyó a la de Bizancio poniendopunto final a la batalla: sin laprotección de las fuerzas a caballo,

los soldados enemigos murieronaplastados por los cascos de ochomil corceles árabes y las poderosaslegiones de Constantinopla sedispersaron, huyendo al otro lado delrío Yarmuk o escapando en direcciónal desierto.

En seis días desapareció unimperio que había heredado el cetrode la misma Roma.

Mientras Muauiya contemplabala masacre en el campo de batalla,los miles de cuerpos mutilados quecubrían la tierra, sonrió para susadentros. Qué necios habían sido los

árabes resistiéndose a Mahomadurante todos aquellos años: leshabía traído la fe, luego los habíaconvertido en una nación, y ahora leshabía legado un imperio. La únicacuestión pendiente era si su pueblotendría coraje y fuerza de voluntadsuficientes como para mantener vivala victoria o si ellos tambiéndesaparecerían en los pergaminos dela Historia como los hombres a losque acababan de derrotar. ¿Era elIslam una moda pasajera o llegaría aconvertirse en una civilización quesuperaría en esplendor a todas las

naciones que habían luchado porhacerse con el dominio de aquellastierras?

Cuando ya se ponía el sol enaquel día que había cambiado elcurso de la Historia, Muauiya alzó lavista al cielo y vio algo que le cortóla respiración.

La luna nueva resplandecía en loalto por encima de su cabezaenvuelta en la luz menguante delatardecer y Al Zura, la rutilanteestrella que los romanos llamabanVenus, brillaba más cerca que nuncade las puntas de la media luna. Era

una visión hermosa y conmovedora,una conjunción nunca vista, y lossoldados no tardaron en dejar lo queestaban haciendo y alzar los ojos alcielo llenos de sorpresa.

Muauiya se unió a ellos paracontemplar el extraño fenómenoceleste y luego sintió que unescalofrío le recorría la espalda, unafascinación que era totalmente ajenaa su recalcitrantemente práctico —yun tanto cínico— corazón.

Entonces lo comprendió: lamedia luna y la estrella eran unaseñal de Dios, una respuesta a los

deseos más secretos de su corazón;Dios había derramado Susbendiciones sobre la Umamusulmana ese día y le habíamostrado a Muauiya que Su manoestaba ciertamente moviendo loshilos de la Historia.

En ese momento, Muauiya tuvo laconvicción de que el Islam triunfaríay las naciones de la tierra volveríanel rostro hacia la Caaba, y supo conuna certeza aún mayor que él estabadestinado a liderar a los musulmaneshacia la gloriosa victoria. Sus sueñosinfantiles de convertirse en rey de los

árabes se cumplirían, pero a unaescala mucho mayor de lo que podríahaber imaginado.

La Batalla de Yarmuk no era másque el principio.

5

LAS conquistas que habían dadocomienzo bajo el mandato de mipadre continuaron durante el de Umara una velocidad vertiginosa: cayóDamasco y Palestina corrió la mismasuerte. La humillación de losbizantinos en Yarmuk había supuestode hecho la destrucción del poderimperial de Roma en la región trascasi cuatro mil años de dominio, y elmandato del Profeta de mostrarclemencia a los conquistados

permitiéndoles que continuaranadorando a su dios y viviendo susvidas siempre y cuando pagaran elyizya al estado fue un factordeterminante de la facilidad con quese sucedieron las victorias. Lagenerosidad musulmana hacia sussúbditos, poco frecuente en un mundoen el que se esperaba de losconquistadores que vencieran yaplastaran a sus adversarios,desempeñó un papel fundamental a lahora de garantizar la paz en losterritorios que conquistamos muchodespués de que la espada hubiera

vuelto a envainarse.Todo esto fue particularmente

cierto respecto de Jerusalén, quecayó tras meses de asedio. Umar enpersona viajó hasta la ciudad santapara aceptar su rendición, y elpatriarca cristiano en persona lo guiopor las calles de la vieja ciudad porlas que habían caminado los profetasde antaño hasta llegar al lugar dondese había alzado en otro tiempo eltemplo de Salomón. Aquél eratambién un lugar de profundaveneración entre los musulmanes, nosólo por haber sido en su día la Casa

de Dios sino también porqueMahoma había ascendido a los cielosdesde aquellas piedras durante elViaje Nocturno. Pero cuando Umarse encontró allí lo escandalizódescubrir que se había convertido enun basurero; en el sentido más literalde la palabra: los cristianos de laciudad llevaban siglos tirandodesperdicios en el lugar santo,guiados por la creencia errónea deque con ello honraban a Jesús quehabía profetizado que el Templosería destruido: siempre y cuando laexplanada continuase en aquel

deplorable estado, la profecíaseguiría cumpliéndose y la veracidadde las palabras de Cristo continuaríaindiscutiblemente a la vista de todos.

Furioso con los cristianos porhaber profanado el Santuario deaquel modo, Umar se puso a limpiarla explanada con sus propias manostransportando la basura en lospliegues de su manto hasta que ellugar quedó limpio y pudoconstruirse una pequeña casa deoración. Cuando se terminó delimpiar el Santuario, Umar firmó untratado con los derrotados cristianos

de Jerusalén garantizando que serespetarían sus vidas y propiedadesasí como su derecho a ejercerlibremente sus creencias. Elpatriarca había solicitadocortésmente a los musulmanes quecontinuaran con la práctica bizantinade prohibir la entrada en la ciudadsanta a los judíos pero Umar se negóy así, por primera vez después delargos siglos, los hijos de Israelregresaron a la Tierra Santa de laque habían sido expulsados,irónicamente, gracias a lagenerosidad de una religión que

habían rechazado.De hecho, nuestra política de

tolerancia religiosa pronto comenzóa despertar el apoyo voluntario anuestra expansión. Después de lacaída de Palestina, el líder mecanoAmr ben al As marchó a la cabeza deun pequeño contingente de milhombres a caballo en dirección alSinaí para invadir Egipto, que habíapasado de manos persas a manosbizantinas y viceversa en variasocasiones durante las incombustiblesguerras del siglo anterior. Ningunode los dos contendientes se había

mostrado particularmente compasivocon los egipcios a los que los dosimperios consideraban como merospeones en aquella gran partida deajedrez que disputaban. Los persaseran adoradores del fuego y no teníanla menor consideración para con elcristianismo imperante en Egipto yque sus misioneros y soldadosllevaban siglos tratando de imponer alas creencias ancestrales del pueblopersa. En cuanto a Bizancio,consideraban a los cristianos coptosde Egipto como unos herejes que sehabían desviado del camino correcto

de las enseñanzas verdaderas deRoma y Constantinopla. Ambasnaciones habían sometido al puebloegipcio a brutales persecucionestratando de acabar con su identidadreligiosa. Así pues, cuando lasfuerzas de Amr aparecieron en elhorizonte la población se rebelócontra el último de sus gobernantesbizantinos y ayudó a los musulmanesa apoderarse de las tierras al otrolado del Nilo. Los musulmanes nocomprendíamos ni nos interesaban lomás mínimo las diferenciasteológicas que diferenciaban a los

coptos de otras ramas delcristianismo pues para nosotrostodos eran Gentes del Libro y,mientras pagaran sus impuestos, nonos inmiscuíamos en lo que creían nien cómo celebraban sus ritosreligiosos. Así fue como el preceptodel Sagrado Corán «¡No hay apremioen la religión!» se convirtió en elgrito de guerra que reunió a todos lospueblos oprimidos del norte deÁfrica en torno al Islam. La mayorironía de todas era que el deseo deDios hubiera resultado ser que el ecode la llamada a la oración de los

musulmanes —«No hay otro diossino Alá»— se oyera por fin en laspirámides donde el mismo Moiséshabía tratado de convencer al faraónde aquella verdad hacía tanto tiempo.

Cuando los territorios del oestecayeron bajo el poder del Islam, losdel este se abrieron a nuestro avanceigual que los pétalos de una flor enprimavera. La onda expansiva de laderrota de los persas en Irak habíasacudido todas las provincias delImperio sasánida extendiéndose porellas con una fuerza arrolladora y,bajo el mando de Umar, los

musulmanes se abrieron paso hasta elcorazón de Persia. Los derrotamos enla Batalla de Qadisiya y luego notardó en caer Ctesifonte, la poderosacapital del Imperio, desapareciendoasí el antiguo imperio de los sah enlos anales de la Historia.

A medida que las naciones serendían a nosotros con increíblefacilidad, las arcas de Medina sellenaban hasta rebosar de oro y joyasya que los tributos llegaban de todoel mundo al nuevo imperio que habíaderrotado al viejo. En una ocasión oídecir que los almacenes del Bait al

Mal guardaban decenas de millonesde dírhams, más riquezas de las quejamás habían existido en toda Arabiajunta; se trataba de un botín cuyadimensión desafiaba al entendimientoy a Umar le preocupaba, y con razón,que semejante concentración deriquezas corrompiera los corazonesde los musulmanes, así que ordenóque se repartieran grandes cantidadesentre los pobres y concedió aancianos y enfermos asignacionesregulares para garantizar quetuvieran cubiertas sus necesidades.No obstante, por mucho que daba

Umar, seguía entrando más oro en lasarcas del estado a medida que lasfronteras del Islam se expandíandesde los desiertos de África hastalas montañas del Cáucaso.

Fue emocionante vivir aquellostiempos en los que todos los díasllegaban a Medina noticias de otrasorprendente victoria de los ejércitosdel Islam y, sin embargo, sólo puedocontar esas batallas tal y como otrosme las relataron a mí porque, entodos esos años, no salí de Arabia.Con la muerte de mi esposo, y de mipadre después, mi papel en la vida

de la Uma musulmana se vio cadavez más circunscrito a los confinesde Medina. Cuando el Profeta vivía,iba con él a la guerra y también loacompañaba a menudo en misionesdiplomáticas para tratar de unificar alas tribus árabes, pero después deque muriera rara vez abandonaba eloasis excepto para realizar laperegrinación a La Meca y siemprebajo la protección de un nutridogrupo de soldados de la guardiapersonal del califa. Ya no disfrutabade la libertad que tanto adoraba deniña y, a todos los efectos, me había

convertido en prisionera de mihonrosa posición de Madre de losCreyentes.

Como no podía hacer nada paracambiar las cosas, decidí sacar elmáximo partido del papel que se measignaba y me centré en la enseñanzatanto de hombres y mujeres: todoslos días me visitaban en misaposentos musulmanes prominentesque acudían a mí en busca de consejoespiritual o práctico. Mi prodigiosamemoria resultó ser de gran valorpara los fieles ya que no me costabareproducir de memoria

conversaciones enteras que habíatenido con mi esposo años atrás. Asífue como me convertí en una de lasnarradoras más fiables de loshadices, los hechos del profetatransmitidos por medio de latradición oral en los que se recogíanlas enseñanzas y vida de Mahoma, yque no tardaron en llegar de boca enboca hasta los últimos confines delvasto Imperio musulmán. Cuando lagente quería saber qué había dichomi esposo sobre cualquier tema,desde la forma correcta de limpiarsedespués de defecar hasta el reparto

adecuado de la heredad entre losnietos, venían a mí y yo les decía loque sabía.

Mi reputación de erudita en loque a la vida del Profeta respectaballevó a Umar a buscar mis consejosmuy a menudo durante su reinado, yme llenaba de orgullo pensar que unamuchacha de veintitantos años comoyo se había vuelto una voz influyenteen la corte del califa, que a su veziba camino de convertirse en pocotiempo en el hombre más poderosode la Tierra. No obstante, y pese aque nadie cuestionaba su autoridad,

Umar seguía siendo un hombreprofundamente humilde y austero quellevaba las ropas remendadas ytodavía dormía en el suelo de sudiminuta cabaña. Cuando losemisarios de las nacionesconquistadas llegaban a Medina,indefectiblemente se escandalizabanal encontrar a su «emperador»viviendo como un pordiosero que nitan siquiera contaba con laprotección de una guardia personal.

Mi prestigio en la comunidad ibaen aumento, pero lo mismo ocurríacon mi sensación de soledad. Dios

nos había prohibido tanto a mí comoal resto de las Madres volver acasarnos después de la muerte delEnviado, así que vivíamos solas ennuestros aposentos y, poco a poco,las viejas envidias se ibandesvaneciendo para dejar paso alestrecho vínculo del aburrimientocompartido. La verdad era que,incluso si Dios nos hubiesepermitido casarnos otra vez, ningunalo habría hecho: nos hubiera sidoimposible amar a ningún hombre queno fuera el Enviado.

La vida hubiera sido más fácil si

hubiésemos contado con la bendiciónde los hijos, pero ése no era eldestino de ninguna de nosotras asíque yo me contentaba con lacompañía de los hijos de mis seresqueridos: tú, Abdalá, el hijo de mihermana, eras lo más cercano a unhijo que tenía y te quería como tal;me llenó de orgullo verte crecerpasando de ser un chiquillodespreocupado a convertirte en unjoven maduro y responsable y meconsta que, mientras el Islam siga enmanos de líderes como tú, nuestranación estará a salvo de las

tentaciones del poder.También pasaba mucho tiempo

con mi hermanastro pequeño,Mahoma, que había nacido durante laperegrinación del Profeta a La Meca.Cuando mi padre murió, su madreAsma ben Uníais se casó con Alí, yMahoma se crio con Hasan y Huseinque también eran como hijos para mípues, pese a no sentir ningún afectopor su padre, los nietos del Profetaeran unos muchachos adorables einocentes y siempre que los veía merecordaban a mi bondadoso marido.Hasan era un joven lleno de vida que

siempre estaba subiéndose a losárboles y echando carreras a losotros chicos, y su apuesto rostro —tan parecido al de su abuelo—siempre estaba iluminado por unasonrisa. Husein era el más serio delos dos, tímido y reservado, y susojos rezumaban una profundacompasión y una tristeza que merecordaban a su fantasmal madre. Mihermano pequeño, Mahoma, era suinseparable compañero y protector:si algún niño travieso les jugaba unamala pasada o trataba con rudeza alos nietos del Profeta, Mahoma

siempre estaba dispuesto aenseñarles a los culpables unalección sobre buenos modales en elpatio de juegos. El chiquillo habíadado muestras desde muy tempranode un acusado sentido de la justicia,una cualidad que, por desgracia, undía desencadenaría la tragedia tantopara él como para toda la Uma.

A pesar de querer mucho a losniños de la casa de Alí, mi relacióncon el primo del Profeta seguíasiendo tirante: siempre nostratábamos con cordialidad enpresencia de otros, pero la brecha

que nos separaba continuabacreciendo a medida que pasaban losaños. Mi negativa a perdonarlo porhaber sugerido al Enviado que sedivorciara de mí se había convertidoen una empecinada costumbre, unfallo de mi carácter motivado por elorgullo que habría de ser la causa deno pocos sufrimientos.

En cualquier caso, y pese a lasfricciones sin importancia entre losmiembros de la Casa del Profeta, lavida en Medina era plácida ytranquila. Las emociones y horroresde mi juventud fueron sustituidos por

una placentera monotonía de díasapacibles que apenas sediferenciaban del anterior o delsiguiente. Era una existenciacompletamente segura ycompletamente aburrida, con lo quemi parte aventurera anhelaba volvera los tiempos en que cada día era unacuestión de vida o muerte, el futurose presentaba envuelto en brumas ynubarrones y mi corazón se acelerabacon la emocionante anticipación delcambio.

Y entonces, un frío día deinvierno, cuando por fin había

llegado a la década de los treinta, laera dorada del Islam tocó a su fin conun único acto de violencia: Umarestaba de pie dirigiendo la oraciónen la masyid cuando un esclavopersa quiso vengar la conquista de sunación y, abalanzándose sobre elcalifa lo apuñaló brutalmente en elvientre antes de quitarse la vida.

Umar quedó herido de muertepero vivió lo suficiente como paranombrar a un pequeño consejo defieles que se encargaría de elegir unsucesor. Vi que, mientras estabatendido en el suelo aquejado de

terribles dolores, alzaba la vista ysonreía para luego susurrar algo queno pude oír; cuando me volví hacia tupadre Zubair, que se había inclinadohacia Umar y sí había oído suspalabras, noté que se había puestopálido.

—Dice que ve a su hijitatendiéndole la mano —dijo Zubair, yun escalofrío me recorrió la espaldaal recordar la historia de la niñitaque había enterrado viva en sus díasde pagano.

Umar alzó la mano casi sinfuerzas y contemplé como flexionaba

los dedos igual que si estuvieraagarrando alguna cosa invisible, yentonces el califa del Islam, el máspoderoso y noble líder que jamáshaya visto a excepción de mi esposo,dejó este mundo para obtener sueterna recompensa en el Más Allá.

Esa noche se enterró a Umarjunto con mi esposo y mi padre y,desde aquel día, puse una cortina enmitad de mis aposentos para separarsus tumbas del diminuto espacio enel que yo hacía vida.

El consejo de fieles no tuvotiempo para llorar la pérdida del

califa ya que el futuro del Imperioestaba en juego y, al cabo de tresdías de deliberaciones secretas, lospatriarcas de Medina comparecieronante el pueblo para declarar albondadoso Uzman como futuroCaudillo de los Creyentes.

Era una decisión que teníaparticular sentido político por serUzman un destacado líder quraish, loque supuestamente le daba lacapacidad de mantener a raya a losnobles del inmenso imperio, pero alfinal su elección resultó un errorgarrafal que desembocaría en un

terrorífico derramamiento de sangrepor las calles de Medina.

6

Medina, 656 d. C. Los primeros años del mandato

de Uzman pasaron sin pena ni gloria:continuaban sucediéndose lasconquistas del Islam y los ejércitosmusulmanes prosiguieron su avancehacia el oeste dejando atrás Egiptopara apoderarse de la mayor parte dela costa mediterránea. En el frenteoriental, nuestras tropas atravesaronlos vestigios del Imperio persa para

apoderarse de la provincia deKerman donde reinaba la feroz tribude los Baluchi. Nuestros dominiostambién se extendieron hacia el nortellegando a Armenia y las montañasdel Cáucaso. Además, siguiendo elmandamiento de mi esposo —«Buscala sabiduría aunque para ello tengasque ir hasta China»—, Uzman envióun emisario al emperador Gaozonginvitándolo a convertirse al Islam. Elgobernante chino declinóamablemente la invitación pero fuelo suficientemente astuto como paraabrir sus fronteras al comercio con el

Imperio musulmán y permitir quenuestra gente predicara y propagarala fe dentro de las mismas.

Tal vez el acontecimiento másdestacado en lo que a relacionesinternacionales se refiere fuese queUzman supervisó la construcción dela primera armada musulmana. Supariente Muauiya, que se habíaconvertido en el altamente respetadogobernador de Siria, no tardó endirigir un ataque naval contra lasfuerzas bizantinas en las costas delLíbano. Los musulmanes, pletóricosde inquebrantable confianza

adquirida a lo largo de décadas deéxitos ininterrumpidos, se lanzaroncontra la flota de Bizancio acercandotanto sus propios buques a los delenemigo que los mástiles casi setocaban, y luego nuestros guerrerosse lanzaron al abordaje y entablaronun feroz combate cuerpo a cuerpocon los marineros griegos en lacubierta de las naves romanassirviéndose en el mar de lashabilidades adquiridas en la luchaurbana.

La armada bizantina estabaacostumbrada a disparar al enemigo

con proyectiles de fuego lanzadosdesde lejos pero nunca habíanluchado de aquel modo, con losbarcos sirviendo de meros puentespara proporcionar acceso a lossoldados de a pie, y su confusióndegeneró rápidamente en caos altiempo que el océano se teñía de rojocon la sangre de los hombres de lamarina imperial. Muauiya obtuvo unavictoria indiscutible y su prestigioascendió como la espuma entre losmusulmanes. Al cabo de los años sesabría que el triunfo podía haber sidoaún mayor porque el emperador en

persona se encontraba en una de lasnaves bizantinas que abordaron lastropas de Muauiya; el soberano deConstantinopla solamente habíaconseguido escapar de una muertesegura disfrazándose como un simplemarinero y saltando al mar, dondesus hombres lo rescataron y seapresuraron a alejarlo del peligrollevándoselo a la isla de Sicilia.

Uzman continuó y superó loséxitos militares de su predecesorpero fue en el terreno espiritualdonde dejó su mayor legado. Amedida que el califato continuaba su

expansión imparable y el número defieles pasaba de los millares a losmillones, la necesidad deconfeccionar una versión escrita yunificada del Sagrado Corán se hizocada vez más acuciante. El sagradolibro nunca había sido compilado enun único documento cuando elProfeta estaba vivo, eminentementeporque tanto él como la mayoría delos hombres de las tribus árabes erananalfabetos y para ellos los símbolossobre un pergamino no tenían elmenor significado. Debido a esarealidad innegable, los musulmanes

aprendieron el Corán de memoria ylo enseñaban de forma oral, y esesistema había funcionado bien en losprimeros años de la fe, pero amedida que fuimos entrando encontacto con civilizaciones altamenteavanzadas en las que saber leer yescribir era la norma, la necesidadde presentar la Palabra de Dios a losfieles por escrito se convirtió en unaprioridad.

Mi padre había guardado supropia copia del Corán en su estudio,una que él mismo había ido creandotras la batalla del Jardín de la Muerte

en la que cayeron muchos de loscompañeros que habían memorizadotodo el Corán. Antes de que AbuBakr muriera, entregó su colecciónpersonal de versículos a Umar, quiense la dejó a su vez a su hija Hafsa, ycuando Uzman se enteró de que éstatodavía conservaba el manuscrito lepidió que se lo entregara paraverificar su contenido. Luego reunióa todos los medineses que habíanaprendido el Corán entero dememoria, un comité en el queparticipamos yo y otra esposa, UmSalama. Se nos entregó el códice que

obraba en poder de Hafsa, unacolección desordenada de versículosescritos en pergaminos y hojas depalma, y nos pidieron queverificásemos su fidelidad. Una vezésta fue confirmada por todos los quesabían el Corán de memoria en laciudad, Uzman ordenó que sehicieran copias autorizadas del textopara enviarlas a las capitales detodas las provincias del Imperio; asíse garantizaba que los hombres nomodificarían la Palabra de Dios enfunción de sus deseos, tal y como elProfeta dijo en su día que había

ocurrido con las escrituras de losjudíos y los cristianos y, al hacerlo,Uzman, cumplió la profecía de Dioscontenida en un verso del mismoCorán: «Hacemos descender laamonestación y somos suscustodios».

A menudo se me pasa por lacabeza el pensamiento de que Uzmanhabría sido verdaderamenteafortunado si hubiera muerto pocodespués de que saliera a la luz eltexto canónico escrito de la Palabrade Dios: se le habría recordadoúnicamente como un hombre de

inefable sabiduría y visión queprestó un gran servicio a la causa delIslam durante toda su vida.

Pero, por desgracia, no era ése sudestino y su memoria se ha vistoensombrecida por las acciones demalvados y necios entre los que, mepesa terriblemente reconocerlo, meencuentro yo también.

A medida que los años del reinadode Uzman fueron acumulándose, lo

mismo ocurrió con las riquezas delImperio musulmán y la ambición desus líderes. Uzman habían idoconfiando cada vez más en hombresde su propio clan, los omeya, paraadministrar unos dominios queaumentaban a velocidad vertiginosa;algunos de sus parientes —comoMuauiya— se habían convertido engobernadores eficientes y respetadosa los que sus súbditos apreciaban,pero a medida que el Imperio seextendía más y más y la supervisiónde Medina se hacía más difícil, lospolíticos locales quraish, muchos de

los cuales sólo se habían convertidoal Islam cuando tras la caída de LaMeca no les quedó más remedio,disfrutaban de una creciente libertadpara gobernar a su manera. En unmundo donde corrían ríos de oro,comenzaron a darse casos decorrupción y sobornos y no tardaronen surgir las quejas denunciando lasmalas prácticas en beneficio propio yla brutalidad de algunosgobernadores omeya, pero el califamismo no tuvo noticia del crecientemalestar hasta que las chispas dedescontento no se habían convertido

en un fuego incontrolable. La razónfue que Uzman había cometido unterrible error a la hora de elegir a susmás estrechos colaboradores alnombrar asesor a un joven primosuyo llamado Maruan ben al Hakam.Tanto Manían como su padreostentaban el dudoso honor de habersido maldecidos por mi esposo, quelos había expulsado de Arabiacuando vio la terrible traición queescondía sus corazones; y exiliadospermanecieron hasta que Uzmanascendió al poder. El anciano califa,profundamente apenado por la suerte

de sus parientes, los perdonó y llamóde vuelta a Medina con la esperanzade redimirlos. Fue un errorimperdonable cometido por culpa desu buen corazón porque, en elmomento en que el joven regresó, sedispuso a hacer cuanto estuviera ensu mano para conseguir todo el poderposible sobre quienes lo habíanhumillado y, por medio de palabrasalmibaradas y falsa humildad,consiguió su objetivo al acceder alcargo de escriba personal de Uzman,convirtiéndose en responsable deescribir —y leer— toda la

correspondencia del califa.Sirviéndose de su poder reciénadquirido, Maruan comenzó a enviarórdenes con el sello del califa aespaldas de éste y así consiguióbeneficiar los intereses de losmiembros más corruptos del clan delos omeya mientras que por otro ladole ocultaba las noticias del crecientemalestar que iba extendiéndose portodo el Imperio.

A pesar de que Uzman seguíaajeno al clamor de descontento quese alzaban por todas partes, enMedina la situación llegó

rápidamente a oídos de otros ycreció nuestra alarma al conocer eldeterioro progresivo de la situación.Mi hermano Mahoma, que paraentonces ya era un apuesto yapasionado joven, había emigrado aEgipto y allí se había metido enpolítica. Mahoma era un muchachoidealista dispuesto a luchar contratoda injusticia y su condición de hijode Abu Bakr le proporcionabaautoridad a los ojos de los egipciosde forma inmediata así que, al cabode poco tiempo, se había convertidoen el líder visible de la oposición,

granjeándose además el apoyo deAmr ben al As, el legendarioconquistador de Egipto que habíasido desplazado por Uzman del cargode gobernador en favor de losparientes del califa.

En Egipto, el descontento prontoderivó en disturbios en las calles quelos gobernadores omeya reprimieroncon brutalidad. Aunque Mahomaenvió varias cartas a Uzmanexigiendo que diera respuesta a losagravios que denunciaban losegipcios, éstas desaparecieronrápidamente en el vacío de las

maquinaciones de Maruan y,convencido de que el califa mismo sehabía corrompido, mi joven eidealista hermano capitaneó un grupode rebeldes que se desplazaron aMedina para exigir la dimisión deUzman.

Fue una estupidez, la táctica deun muchacho joven y errado que sóloquería hacer lo correcto y, sólo poreso, confío en que un día se leperdonará; pero la persona a la queno soy capaz de perdonar en toda latragedia que se desencadenó despuéses a mí misma.

Por aquel entonces yo ya teníacuarenta y tantos años y habíaadquirido la sabiduría necesariacomo para intervenir en aquelloscomplejos asuntos de estado, así quecuando me llegaron noticias de mihermano sobre la revuelta en Egiptofui a ver a Uzman para rogarle quesustituyera a los gobernadorescorruptos que no hacían sinofomentar el caos. Maruan trató denegarme la audiencia con el califa

pero cuando aun así irrumpí con pasodecidido en el palacio del califa, susguardas se hicieron a un lado,temerosos de poner la mano encima ala Madre de los Creyentes.

Encontré a Uzman envejecido ycon aspecto agotado, y ademásdetecté un ápice de confusión en sumirada cuando se quedócontemplándome un largo rato: fuecomo si no me reconociera, a mí, unamujer a la que conocía desde quehabía nacido por no mencionar que, apesar de llevar el rostro oculto trasel velo, mis ojos color ámbar

mantenían su brillo característico. Alfinal, su mente se despejó al cabo deunos momentos y una sonrisa iluminósu rostro aún bello pese a losestragos del tiempo. Me escuchópacientemente durante un buen ratopero me daba cuenta de que noentendía lo que le estaba diciendo yentonces me horroricé al reparar enque Uzman no tenía la menor idea deque la situación en Egipto habíaevolucionado para peor y habíahombres marchando por las calles delas ciudades de la provincia conantorchas encendidas pidiendo la

destitución de los enviados que élhabía nombrado. Uzman mirabaconstantemente a Maruan buscandoconfirmación de mis palabras peroaquella alimaña astuta se encogió dehombros como si fuera la primeranoticia que tenía de todo aquello.Cuando acabó la audiencia, Uzmanse levantó cortésmente y me pidióque le diera recuerdos a mi madreUm Ruman haciéndome palidecerinmediatamente.

Mi madre había muerto hacía másde veinte años.

Me marché de la casa del califa

con una sensación de vacío en elestómago: no era sólo que Uzmanestuviera siendo manipulado porfuncionarios corruptos sino queademás parecía mostrar clarossíntomas de demencia incipiente. Elfuturo del Imperio estaba en juego yyo tenía que actuar rápidamente.

Comencé por hablar con los líderesmás antiguos de entre loscompañeros, Talha y Zubair, aquienes toda la comunidad

reverenciaba como dos de susmayores héroes de guerra y que semostraron muy comprensivos perodudaban de que oponerseabiertamente al califa fuera locorrecto. Al final recurrí a Alí en midesesperación y éste me advirtió convoz acerada de que no debíainmiscuirme en política.

—Estás jugando con unapeligrosa arma de doble filo, queridaMadre —me recriminó—, y podríaacabar cortándote a ti.

Mi rostro se tiñó de rojo alpercibir lo que me pareció

condescendencia en su voz y meapresuré a salir a grandes zancadasde su casa; volví a la masyid ycompartí mis preocupaciones con lasotras Madres, pero todas se pusierondel lado de Alí y el resto de lospatriarcas líderes y me advirtieronque lo mejor era no inmiscuirme. Laspalabras de Ramla fueronparticularmente hirientes, lo cual noera ninguna sorpresa si se tenía encuenta que era la hija de Abu Sufiany por tanto pariente de Uzman. UmSalama se mostró amable pero firme,argumentando que el papel de las

Madres de los Creyentes era enseñary cuidar a los musulmanes mientrasque la política era cosa de hombres.Hasta Hafsa, que con los años habíapasado de ser mi encarnizada rival aconvertirse en una de mis mejoresamigas, parecía nerviosa y se negó aprometerme su respaldo en contra delcalifa.

Furiosa con mi intento fallido derecabar apoyos entre mis amistades,decidí recurrir a las masas ycomencé a dejarme ver confrecuencia por el mercado, cubiertacon el velo pero con aire orgulloso e

instando a los hombres a quepresionaran a Uzman para queabandonase el cargo: aquello era unpeligroso acto de rebelión en plenocorazón de la ciudad y sólo mihonorable posición de esposa delProfeta evitó que los hombres delcalifa me arrestaran. Al compartirmis temores con las gentes de laciudad estaba encendiendo un fuegocon la esperanza de que el humoabriera los ojos del anciano califa ylo obligara a salir de su casa yenfrentarse a la realidad del mundo,pero acabó por convertirse en un

incendio que amenazaba con arrasarcuanto encontrara a su paso, todoaquello por lo que yo llevabapeleando toda la vida.

Al poco tiempo llegó de Egiptomi hermano Mahoma acompañadopor cientos de furiosos jóvenesarmados y la rebelión que me habíaempeñado en provocar se volviósúbitamente una realidad aterradora.

Mahoma se reunió conmigo para

explicarme que no pretendía haceruso de la fuerza pero sí estabadispuesto a defenderse a sí mismo ya sus hombres. Yo, al darme cuentade que en la sangre que corría por lasvenas de mi joven hermano ardía elfuego de la justicia y que lasemociones le nublaban el juicio, tratéde servir de mediadora: organicé unareunión privada con el califa queescuchó con infinita paciencia laletanía de quejas que le presentaronlos egipcios sobre cómo losfuncionarios omeya robaban de lasarcas del gobierno local, y a

criminales ricos y bien relacionadosse les perdonaban sus delitos acambio de sobornos mientras que lospobres sufrían el castigo del látigo yse imponían a la población impuestosinjustos sin su consentimiento. Aquelcomportamiento podía ser monedacorriente en otras naciones —argumentó Mahoma con pasión—pero nosotros éramos siervos deDios y, si la Uma hacía caso omisode las injusticias, el Señor nosarrebataría la increíble riqueza ypoder que nos había concedido.

Uzman fue asintiendo durante

toda la intervención de mi hermanopero tenía la mirada vidriosa y mepregunté cuánto de la misma habríaasimilado o entendidoverdaderamente; sin embargo, alfinal, el califa me sorprendióaccediendo a la petición de Mahomade que los funcionarios omeya deEgipto fueran sustituidos y, actoseguido, hizo llamar al despreciableMaruan para dictarle una carta a talefecto en virtud de la cual destituía algobernador omeya y nombraba a mihermano como su sucesor. Vi queMaruan entornaba los ojos, pero

obedeció sin decir palabra y yomisma me cercioré leyendo porencima de su hombro de queefectivamente había escrito al pie dela letra lo que le ordenaba el califa.Por fin el pergamino fue firmado porUzman y sellado con su insignia yMahoma no cabía en sí de gozo:había venido a Medina dispuesto aluchar y el califa en cambio le habíaconcedido cuanto pedía.

Yo estaba encantada pero no deltodo sorprendida, pues Uzmansiempre había sido un hombreextremadamente amable y generoso,

y la verdad era que no podíarecordar que le hubiera negado nadaa nadie jamás. De hecho, aquellaactitud completamente abierta era lacausa del presente escándalo porqueno le había negado nada a nadie,incluidos los que perseguíanaprovecharse de él en su propiobeneficio.

Abracé a mi hermano y loacompañé a reunirse con sushombres, y cuando éstos se enteraronde que el califa había accedido a suspeticiones hubo un gran regocijoentre ellos y algunos incluso se

pusieron a bailar de alegría hasta quelas miradas recriminatorias de otrosfieles más piadosos los apaciguaronde golpe.

Mientras Mahoma cabalgaba porel desierto de vuelta al lejano Egipto,la nación que ahora gobernaba, yodecidí peregrinar a La Meca paraagradecer a Dios que la preocupantecrisis se hubiera resueltopacíficamente al final y, en elmomento en que emprendía viaje enmi haudach bajo la protección de losmejores hombres de la guardia delcalifa, no reparé en un jinete solitario

que salía de los establos en direcciónal norte llevando consigo una misivasecreta que portaba el sello deUzman.

Los hombres de mi hermanointerceptaron al emisario después deque un intrépido centinela se dieracuenta de que los seguían; atraparonal jinete y lo registraron encontrandoen su poder la carta con el sello delcalifa. Cuando mi hermano leyó elcorreo secreto se puso rojo de ira

porque se trataba de una carta,supuestamente escrita por Uzman,ordenando al gobernador de Egiptoque arrestara a Mahoma y loejecutara como culpable de rebeliónen cuanto volviera.

Los hombres de Mahomavolvieron a Medina en el menortiempo posible e inmediatamente selanzaron al asedio de la residenciadel califa. Yo ya iba camino de LaMeca y no tenía ni idea del horriblequiebro que había sufrido lasituación. A menudo he pensado quehoy el mundo sería diferente si me

hubiera quedado en casa unoscuantos días más, pero no son másque cavilaciones inútiles nacidas delremordimiento.

En el preciso momento en que medirigía a la ciudad santa de minacimiento, feliz en mi ignorancia deque una terrible espada se cerníaahora sobre la nación musulmana, loshombres de mi hermano tomabanMedina y entraban a la fuerza en loshogares de la gente y se llevabacuantas provisiones estimaronnecesarias para apoyar la «sagradacausa». Cuando otras naciones

tuvieron noticia de losacontecimientos que se estabanproduciendo en la capitalmusulmana, seguramente debieron desorprenderse mucho al oír que unreducido grupo de rebeldes habíasido capaz de hacerse con el controlde la ciudad en tan poco tiempo, peroel caso era que no había ningúnejército destacado en Medina puestoque jamás había sido necesario enlos últimos veinte años: losmusulmanes dominaban el mundo depunta a punta y la noción de queMedina pudiera ser atacada habría

resultado cómica.Ahora nadie se reía: mi hermano

se enfrentó a Uzman exigiéndoleexplicaciones sobre el correo secretoy el anciano negó tener la menornoticia de su existencia pese a que elpergamino llevaba el sello del califa,pero Mahoma no se dio porsatisfecho.

—O bien eres un mentiroso o unamarioneta en manos de otros —lerespondió— y, en cualquier caso, noeres digno de estar al frente delIslam.

El bondadoso Uzman se

entristeció mucho al oír aquellaspalabras, tal vez porque reconoció enellas la verdad. Por supuesto yonunca he creído que el califaordenara la muerte de mi hermano —sin duda fue el monstruoso Maruan elque redactó aquella carta— peroahora sería al anciano a quien seharía responsable. Puede que al finalUzman se diera cuenta de lo queestaba pasando en realidad y sucorazón se rompiera en mil pedazosal descubrir que aquel joven al quequería como a un hermano lo habíaengañado. El hecho es que se retiró a

sus aposentos y no volvió a salir deellos, dejando su suerte en manos deDios.

Los rebeldes se fueronimpacientando cada vez más amedida que pasaban los días yUzman no ponía fin al confinamientoque se había impuesto a sí mismo nirespondía a sus exigencias derenunciar al poder. Pronto se hizoevidente que los nervios estaban aflor de piel y las amenazas deviolencia se convirtieron en algo másque una desafortunada posibilidad.Alí envió a sus hijos Hasan y Husein,

que ya eran un par de jóvenesfantásticos, a vigilar la puerta delcalifa y la presencia de los nietos delProfeta consiguió contener el avancede la oleada de anarquía durante untiempo.

Pero al ver que transcurrían lassemanas y el asunto no se resolvía,los rebeldes egipcios decidieronforzar la situación y cortaron elsuministro de agua y comida delanciano Uzman que se habíaconvertido en prisionero en su propiacasa. La judía Safiya, otra de lasmadres, intentó salvar al asediado

califa: era propietaria de una casavecina a la de éste y colocó un tablónen su tejado para poder hacer llegarpor esa vía alimentos y agua a lahermosa y joven esposa de Uzman,Naila.

Cuando se cumplía elcuadragésimo noveno día del asedio,un grupo de hombres capitaneadospor mi hermano irrumpió en el tejadode la casa de Uzman y se abrieronpaso hasta el interior. El amableanciano estaba sentado en su estudioleyendo el Sagrado Corán y parecíano temer en absoluto a los rebeldes

que estaban saqueando su casa, comotampoco dio muestras de que loperturbaran los gritos de sus criadosmientras los atacantes se abalanzabansobre ellos con las espadasdesenvainadas.

Mi hermano Mahoma, poseídopor el fuego del idealismo y elorgullo, fue hasta Uzman y alzó subrazo preparándose para asestar elgolpe letal; agarró al califa por labarba y en ese momento el ancianoalzó por fin la vista y le sonriódulcemente.

—Hijo de mi hermano —le dijo

con una mirada cálida que penetróhasta el alma de mi hermano—,suéltame la barba. Tu padre no sehabría comportado de este modo.

Era una afirmación sencillapronunciada sin la menor malicia nitono acusatorio pero, en ese precisoinstante, las palabras se abrieronpaso hasta el corazón de mi hermanoy Mahoma retrocedió con pasovacilante, como si acabara dedespertarse de un sueño, y lavergüenza y el horror lo invadieronal darse cuenta de lo bajo que habíacaído.

Cuando mi hermano giro sobresus talones dispuesto a ordenar quecesara el ataque ya era demasiadotarde: varios de sus hombresirrumpieron en la habitación con elfulgor salvaje de la sed de sangreresplandeciendo en sus ojos y, al veral califa solo y desarmado, seabalanzaron sobre él con las espadasen alto.

—¡No! —gritó Mahoma ben AbuBakr, pero los rebeldes lo ignorarony lo empujaron a un lado paraabatirse sobre el afable Uzman, queamaba la paz y era incapaz de hacer

daño ni tan siquiera a sus enemigos.Su esposa Naila se abalanzó

también sobre él para protegerlo consu propio cuerpo pero los atacantesle cortaron los dedos de una mano yla lanzaron a un lado igual que unamuñeca de trapo y luego apuñalaronal califa nueve veces hundiéndole elfilo de sus armas en el cuello, elcorazón y la cabeza con unabrutalidad monstruosa. Uzman cayómuerto sobre las páginas manchadasde sangre del Corán que con tantoesmero había compilado.

Incluso escribiendo esto ahora,

querido Abdalá, las lágrimasdescienden por mis mejillas hastacaer sobre la página. Aquello fue elasesinato salvaje de un buen hombrey no puedo ocultar a Dios la realidadde que yo tuve parte de culpa pues, sino hubiera hablado en contra deUzman en público, si hubieseutilizado mi influencia para aplacarlas llamas que abrasaban el alma demi joven hermano, quizá el califa nohabría muerto. Me estremezco depensar en las palabras terribles de miesposo, hace ya tanto tiempo, cuandoadvirtió que la espada del Señor, una

espada que habría de consumir anuestra nación hasta el Día delJuicio, se alzaría contra losmusulmanes si Uzman sufría el menordaño.

Dios me perdone por lo que hice,pues actué guiada por la pasión porla justicia, por más que meequivocara completamente. Ahorabien, por mis acciones posteriores,Abdalá, no sé si el perdón seráposible. Lo que hice tras el asesinatode Uzman surgió del rincón másnegro de mi alma y fue un crimen quenunca me perdonaré, incluso si Dios

y los ángeles me conceden el indultoalgún día.

7

ME encontraba en La Meca cuandome enteré del asedio a la casa deUzman. Acababa de terminar laperegrinación junto con otra madre,Um Salama, que me habíaacompañado, y estábamos planeandola vuelta después de habercompletado los rituales preceptivosen la Casa de Dios cuando llegaronlos emisarios de Zubair con elconsejo de que nos quedásemos enLa Meca hasta que se sofocara la

rebelión. Se me encogió el corazónal oír lo que había hecho mi hermanoe intenté por todos los medios volverpara calmarlo y facilitar algún tipode reconciliación, pero Um Salamame suplicó que nos mantuviéramosalejadas del caos y los guardias quenos acompañaban de hecho senegaron a permitir mi regreso hastaque no se hubiera restablecido la pazen la capital.

Las semanas se iban sucediendocon una lentitud penosa sin querecibiéramos noticias y empecé atener el terrible presentimiento de

que todo había ido espantosamentemal. Un buen día por fin, llegaron deldesierto dos hombres a caballoportando noticias que me espantaronademás de hacer que me hirviera lasangre. No se trataba de emisariosporque el asunto era demasiadourgente como para mandar correos,sino de dos de mis mejores amigos,mi querido primo Talha y mi cuñadoZubair. Me bastó una mirada a susrostros macilentos para comprenderque mis peores temores se habíanconfirmado.

Nos reunimos en la vieja Cámara

de la Asamblea donde yo habíaespiado las deliberaciones de Hind yel consejo de La Meca hacía ya unaeternidad: los muros de piedra teníanel mismo aspecto que cuarenta añosatrás: fríos, imponentes y ajenos alos caprichos del tiempo. Nossentamos en el salón del trono quehabía sido en otro tiempo el centrode poder de nuestros enemigos yZubair relató lo ocurrido. Suhermoso rostro de antaño estabaahora surcado por las arrugas y unaimpresionante cicatriz que le cruzabala mejilla derecha de lado a lado; tu

padre había luchado en tantasbatallas que yo ya había perdido lacuenta de dónde había recibidoaquella marca de su heroísmo.

En cuanto a Talha, no habíapodido participar en las últimasguerras de conquista por causa de sumano tullida y se había dedicado alcomercio; sus increíbles habilidadesde comerciante unidas al talento paraaprender los idiomas de losterritorios conquistados le habíanpermitido crear un vasto imperiocomercial, y con los años habíapasado de ser un paupérrimo

mutilado de guerra a convertirse enuno de los hombres más ricos delImperio. Gran parte de su fortuna lahabía dedicado a colmar decaprichos a su preciosa hija a la que,tal vez de manera poco sorprendente,había puesto por nombre Aisha. Lamuchacha era ya una mujercita llenade vida que tenía enamorado a másde un joven medinés, pero laprecedía una terrible reputación decoqueta que disfrutaba dando falsasesperanzas a los hombres. Cuando yola había reñido en varias ocasionesinsistiendo en la importancia de

seguir las normas de comportamientoimpuestas por la sociedad, ella sehabía echado a reír y me habíarespondido que yo habría sidotodavía peor si no me hubierancasado cuando todavía era una niñapara luego ocultarme tras un velo.Siempre le echaba tremendasregañinas condenando su descaropero, en el fondo de mi corazón, laquería como a una hermana pequeñay sabía que había más que un poco deverdad en lo que decía.

Aisha ben Talha fue una de lasprimeras personas en quien pensé

cuando mis amigos me informaron dela escandalosa noticia del asesinatode Uzman. Me apenó profundamentela suerte que había corrido aquelpobre anciano víctima de su propiabondad y además temía por lasgentes de Medina ahora que se habíaderramado la sangre del califa.Según Zubair, el primo de Uzman,Muauiya se preparaba para enviar loantes posible un contingente detropas sirias con el objetivo devengar la muerte del soberano. Por lovisto Maruan se las había ingeniadopara informar al líder omeya del

asedio, y cuando Uzman fueasesinado envió a Damasco su túnicaempapada de sangre junto con losdedos mutilados de la pobre Naila.Un furibundo Muauiya habíasostenido aquellas espantosasreliquias en alto en medio de larecién construida masyid deDamasco —erigida justo al lado dela iglesia donde estaba enterradoJuan el Bautista— y, con su brillanteoratoria, había despertado laspasiones de la multitud y los gritosclamando venganza se habíanextendido rápidamente por todo el

Imperio, en particular después de quese supiera el trato que habían dadolos rebeldes al cadáver de Uzman.

—¿Qué pasó con el cuerpo deUzman? —quise saber yoprovocando con la pregunta unamueca de dolor de Zubair.

—Arrojaron su cuerpo en unamontaña de basura y se negaron apermitir que se enterrara —respondió tu padre con horror en lamirada—. Safiya intervino y losconvenció para que nos dejaran darlesepultura, pero no permitieron que loenterrásemos junto al Profeta ni

ninguno de los creyentes que reposanen el cementerio de Yanat al Baqi ,así que Safiya dispuso todo para quese depositaran los restos del califaen el cementerio judío junto a susantepasados.

Bajé la cabeza, aturdida por eldolor. Tenía una pregunta más perome daba miedo hacerla, y entoncesUm Salama tomó la palabra y dijocon voz suave que era casi unsusurro:

—¿Quién está al mando ahora?Era una pregunta sencilla pero en

torno a ella giraba la suerte de un

imperio que dominaba la mitad delmundo conocido.

Se hizo un largo silencio y luegopor fin Talha respondió con vozligeramente teñida de amargura:

—Tras la muerte del califa sedesató el caos en las calles. Alí,Zubair y yo mismo fuimos hasta laplaza del mercado para intentarcalmar los ánimos y entoncesaparecieron los rebeldes con lasespadas desenvainadas y tu hermanodeclaró que no reconocería a ningúnhombre como su señor excepto a supadrastro Alí. —Tuve la sensación

de que me habían dado un puñetazoen el estómago y, al ver el estuporreflejado en mi cara, Talha asintiódando a entender que me comprendía—. Los tres habíamos ido hasta elmercado con la idea en mente deconvocar un consejo que eligiese alsucesor —prosiguió alzando la voz—, pero los rebeldes rodearon a lamuchedumbre al tiempo que blandíansus armas y por supuesto eso influyóen que se eligiera a Alí porunanimidad. Hasta Zubair y yomismo le juramos lealtad. Noteníamos elección.

Yo me daba perfecta cuenta deque la forma brutal en que mihermano y sus hombres se habíanasegurado de que Alí resultaseelegido atormentaba a Talha yZubair. Los tres eran amigos desdehacía años, pero quedaba claro queese incidente había provocado muchaanimosidad. Ellos, al igual que Alí,eran dos de los líderes másaclamados del Islam, hombres quehabían luchado junto al Profeta ycuyos nombres se habían barajadomuy seriamente como candidatos altítulo de califa cuando Umar fue

asesinado. Habían aceptado laelección de Uzman y lo habíanapoyado fielmente pero ahora, tras elasesinato de éste, los asesinosmismos les habían negado laoportunidad de optar al trono delIslam. Aquel golpe no resultaba nadafácil de asimilar y yo percibíaclaramente que estaban furiosos conAlí por haberse prestado a aquellaelección fraudulenta.

Y entonces surgió un sentimientoen mi interior, algo frío ydesagradable; las viejas heridasvolvieron a abrirse de golpe y noté

cómo fluía el veneno por mis venasal recordar como Alí había tenido ladesfachatez de sugerir alegremente alEnviado que se casara con Zainabben Juzaima para consolidar unaalianza política ofreciendo así lamano de mi esposo a otra mujer enmi presencia, como si missentimientos no importaran nada.Recordé también cómo había llevadohasta el cadalso a aquella muchachade los Bani Quraiza que tanto separecía a mí y cuya risa enloquecidatodavía me atormentaba en sueños. Ypor fin me acordé con todo lujo de

detalles de que había intentadoconvencer a Mahoma para que sedivorciara de mí cuando se me acusóinjustamente de un vergonzosocrimen que no había cometido.

—Ahora que ha conseguido porfin lo que llevaba deseando toda lavida y se le ha coronado como califa,¿qué ha hecho Alí para castigar a losasesinos? —pregunté entre dientes.

Mis dos amigos se mirarondubitativos.

—Nada —contestó por fin Talhacon frialdad.

Fue como si el mundo a mi

alrededor cambiara de color y depronto lo vi todo a través de un velorojo.

—En ese caso Alí ha fracasadoen su tarea fundamental como califa:impartir justicia.

Vi que los dos me miraban conincertidumbre y miedo en los ojos.

—¿Qué quieres decir? —intervino Zubair hablando muylentamente.

—¡Lo que estoy diciendo es queAlí no puede ser nombrado califa delos musulmanes por los asesinos de

su predecesor! —Sentí que todo micuerpo temblaba a medida que meiba convenciendo a mí misma de quellevaba toda la razón—. Más aún:incluso si su elección fuera legítima,no puede acceder al cargo hasta queno haya castigado a quienescometieron el espantoso crimen, deotro modo el califa se convertiría encómplice del asesinato del anteriorsoberano y ¡Dios se apiade de losmusulmanes si caemos tan bajo comopara aceptar a un hombre semejantecomo nuestro señor!

Las palabras brotaron de mis

labios con tal ferocidad que tantoTalha como Zubair se inclinaronhacia atrás en el asiento como si loshubiera abofeteado. En eso la otraMadre, Um Salama, se puso de piecon los ojos resplandecientes de ira.

—¡Basta! ¡Deja de decir locurasahora mismo!

—¿Qué locuras? ¿Acaso haylocura mayor que permitir que uncriminal gobierne a los creyentes?

A cualquier otra mujer —o paralo que es el caso, a cualquier otrohombre— le habría aterrorizado elpeligroso brillo de mi mirada, pero

Um Salama se negó a ceder.—No te olvides de quién eres,

Aisha —continuo con voz dura—,eres la Madre de los Creyentes, sesupone que debes guiar a losmusulmanes y restañar sus heridas,no infligir otras nuevas. No sigas porese camino o la ira de Dios sedesatará sobre toda la Uma.

Nunca había oído a aquellacariñosa mujer de aspecto maternalhablar en un tono tan ofendido y mehabría hecho daño que lo estuvieraempleando conmigo si hubieraquedado en mi interior algún

sentimiento aparte de la ira.—Es Alí quien hará descender

sobre nosotros la ira de Dios si seobstina en aferrarse a su tronomanchado de sangre —repliqué envoz baja pero amenazante.

Um Salama se volvió hacia Talhay Zubair pero al ver que mis palabraslos habían conmovido negó con lacabeza dando muestras de sudesesperación y salió a grandeszancadas de la Cámara de laAsamblea.

Mientras estaba allí sentadasaboreando mi triunfo me vino a la

cabeza la última ocasión en la queuna mujer había convencido a loshombres presentes en aquella mismasala de que la justicia avalaba susargumentos: había sido Hindproponiendo el asesinato deMahoma. Aquel pensamiento meinquietaba, así que lo apartéenseguida de mi mente.

Durante las semanas que siguieronconvencí a Talha y Zubair, junto conmuchos otros musulmanes de La

Meca, de que teníamos laresponsabilidad moral de cuestionarla autoridad de Alí. Mi gritopidiendo justicia en nombre deldifunto Uzman caló hondo en loscorazones de las gentes de la ciudadque se habían beneficiadograndemente de la generosidad delanciano y, a medida que el númerode hombres que se unían a nuestracausa iba en aumento se hizoevidente que éramos suficientescomo para formar un ejército, unocon la suficiente fuerza como pararetar al nuevo califa y obligarlo a

abdicar.Y entonces nos llegaron noticias

de que Alí había organizado suspropias tropas en un intento deimponer la paz en el agitado Imperio.A pesar de que muchos gobernadoresmusulmanes en Yemen y lasprovincias orientales de Persiaaceptaron su autoridad, Muauiya senegó a reconocerlo como califa.Entre las legiones de partidarios deAlí se encontraban, por un lado,muchos creyentes devotos que loreverenciaban por su reputación degran sabiduría y estatura moral y, por

otro lado, quienes siempre habíancreído que él era el que tenía másderecho que ningún otro a ser el líderde los musulmanes en atención a sulinaje. También se contaba entre suspartidarios otro grupo de dudosareputación formado por los rebeldesegipcios, que tenían un interésparticular en asegurarse de que loshombres del clan de Uzman notuvieran oportunidad de vengar lamuerte del califa.

Mientras Muauiya reunía a sustropas en Siria, Alí decidió dejarMedina y trasladarse al norte, a los

verdes campos de Irak. Con ello seproponía librar a la ciudad santa delhorror de más derramamientos desangre y, además, recabar el apoyode las provincias iraquíes para laque con toda probabilidad sería unaguerra larga con Muauiya.

Cuando nos llegaron noticias deque el ejército de Alí se movilizaba,Talha, Zubair y yo misma vimosclaro que había llegado el momentode actuar. Para entonces nuestrasexigencias de que se hiciera justiciahabía atraído a muchos de losmusulmanes más prominentes de La

Meca y recuerdo en particular laalegría del día en que te vi llegar a tia caballo procedente de Medina,Abdalá: te habías convertido en unapuesto joven muy parecido a tupadre pero, aun así, cuando te mirabaal que veía era al niñito que solíajugar en el regazo de mi hermana. Tuapoyo significó más para mí que elde todos los nobles de las tribus, enmuchos de los cuales no confiabapero cuya ayuda necesitabadesesperadamente.

Lo peor de toda aquella pesadillaera aquella alimaña llamada Maruan

ben Hakam, cuyas maquinacioneshabían sido la causa de todas lasdesgracias que nos aquejaban. Tal ycomo cabía esperar, había huido deMedina después de que los rebeldesasesinaran a su protector Uzman, yhabía buscado refugio en La Meca enla que todavía gobernaba uno de losvirreyes nombrados por el califaasesinado. Yo sentía algo peor quedesprecio por Maruan, pero mantuvemis emociones bajo control porquelos omeya todavía le guardabanlealtad y yo necesitaba el apoyo deéstos para derrocar a Alí. Por

desgracia, Talha no fue capaz deocultar sus sentimientos igual de bieny acabó por insultar públicamente aljoven manipulador humillándoloenfrente de todos al recordar a losnobles de La Meca que Maruan habíasido maldecido por el Enviado deDios en persona. Maruan nunca leperdonó aquella afrenta que al finalle traería la desgracia a mi queridoprimo.

Las otras madres llegaron deMedina durante las semanas quepasamos planeando la revuelta contraAlí: las había enviado el califa para

disuadirnos de tomar ningunadecisión precipitada. Um Salamareunió a todas las otras esposas en unintento de hacerme cambiar deopinión pero sus consejos cayeron ensaco roto, pues me había convencidoa mí misma de lo justificadas queestaban mis acciones y realicé unadefensa tan apasionada de mi causaque estuve a punto de convencer aHafsa de que se uniera a nosotros;pero su hermano Abdalá ben Umar,un hombre adusto y temible como supadre, la convenció para que semantuviera al margen de mis

ambiciosos y disparatados planes.Y por fin llegó el día en que el

ejército se dispuso a emprender lamarcha hacia el norte camino de Irakcon el objetivo de interceptar a Alí.Yo era la única Madre de losCreyentes que los acompañaba y mehabían preparado una haudachacorazada. A menudo pienso enaquel Día de las Lágrimas como yolo llamo, porque recuerdo cómolloraban las otras esposassuplicándome que me quedara. Y sinembargo el odio que sentía hacia Alíhabía vuelto mi corazón de piedra y

sus palabras no me llegaron al alma.Talha, Zubair y yo salimos de La

Meca con un ejército de tres mil ycomenzamos la marcha quecambiaría para siempre el destinodel Islam y del mundo.

A medida que íbamos dejando atrásel desierto de Arabia paraadentrarnos en las suaves colinas deIrak me asomé fuera de la haudachpara contemplar el impresionante

paisaje de verdes planicies que merodeaba y se me llenaron los ojos delágrimas al darme cuenta de que erala primera vez que había salido de lapenínsula: era una mujer de más decuarenta años y la reina madre delmayor imperio de la Historia peronunca había ido más allá delminúsculo retazo de arena dondehabía nacido. Me pregunté quépasaría cuando derrotáramos a Alí,si el nuevo califa (que con todaprobabilidad sería Talha o Zubair)me permitiría por fin cumplir elsueño que albergaba desde niña:

vagar libremente y ver mundo, esemundo que sólo conocía a través delos relatos de los viajeros y loscomerciantes del mercado. Meimaginé a mí misma en los jardinesde Damasco recostada a la sombrade cerezos cuajados de flores colorrosa, o escalando los picos nevadosde Persia, o tal vez contemplando lasviejas pirámides egipcias y lasmisteriosas cabezas de león queemergían de las arenas en Gizé segúnme había contado mi hermanoMahoma. Mi pobre hermano lleno deidealismo cuyo grito pidiendo

justicia había desencadenado la seriede terribles acontecimientos que mehabía llevado hasta allí.

En ese momento los ladridos deun perro me sacaron de miensimismamiento; asomé la cabeza através de los gruesos anillos de metalde las cortinas de cota de malla y vique nuestra caravana había entradoen un valle. El sol ya se había puestotras las montañas y la tierra estabaenvuelta en tinieblas.

Fue en ese momento cuando oí unespeluznante aullido, y luego otro.Volví a asomarme para comprobar

que docenas de perros enfurecidoshabían emergido de entre las rocas ygrietas del terreno para rodear micamello mientras ladrabansalvajemente. Aquellos animalestenían algo de sobrenatural yaterrador que me heló la sangre; yentonces comencé a hacer memoria yme puse pálida como una sábana alrecordar: «Los perros de AlHauab… sus ladridos son tanferoces…—había dicho mi esposo—. Le ladran al ángel de la muerte…que sigue la estela de sus faldas…hay tanta muerte allá por donde

pasa… —Luego se había vueltohacia mí con el miedo escrito en susnegros ojos—. Te lo ruego,Humaira, no dejes que los perros teladren».

En ese preciso instante, eldemonio que se había apoderado demi alma se desvaneció y volví a serla Madre de los Creyentes.

Llamé desesperada a Talha queacudió inmediatamente al oír quepedía ayuda:

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?Me asomé tan precipitadamente

que se me olvidó ponerme el velo; vi

que me miraba a la cara lleno desorpresa y entonces me di cuenta deque no había vuelto a ver mi rostrodesde que era una adolescente. Talhase apresuró a apartar la mirada ysentí que me ruborizaba de apuro yvergüenza al tiempo que me cubría lacara rápidamente con el niqab. Unapequeña parte de mí se preguntó si,ahora que me había convertido enuna cuarentona carente de la vibranteenergía de la juventud que élrecordaba, le habría parecido queestaba fea. Pero entonces el recuerdode la lúgubre profecía volvió a mi

mente y se esfumaron mis vanospensamientos.

—Tenemos que dar la vuelta —le supliqué.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?—¡Que éste es el valle de Hauab!

—le grité—. ¡El Enviado me advirtióde esto! ¡Por favor, por favor, lamisión está maldita, tenemos queabandonar ahora!

Talha me miró confundido yluego apareció ante mí la odiosa carade Maruan cuando se acercócabalgando hasta colocarse junto ami camello.

—Estás en un error, Madre mía—me dijo—, esto no es Hauab, estevalle está muy lejos hacia el oeste.

—¡Estás mintiendo! —le chillé,pero Maruan se limitó a sonreírme yalejarse al galope para reunirse conlos otros señores omeya que habíansufragado la expedición y ahora nosacompañaban.

Por más que yo quisiera quediéramos la vuelta, los hombres cuyooro nos había traído hasta allídesearían continuar, pues la voz de laconciencia de una mujer no teníaningún peso en la balanza del poder.

Talha se lo quedó mirando y viuna fugaz expresión de derrota en surostro.

—Lo siento —dijo, y luego sealejó para seguir camino al lado deZubair.

Sentí como si unas garras deacero me atenazaran la garganta ycomencé a rezar a Alá rogándole queme protegiera de la oscuridad de mipropio corazón.

Y así fue como por fin llegamoshasta las inmediaciones delcampamento de Alí en el corazón delsur de Irak, en una ciudad llamadaBasora. A medida que avanzábamoshabíamos ido reclutandosimpatizantes entre las tribusbeduinas y algunos iraquíesdescontentos, y ahora contábamoscon unos diez mil hombres, casitantos como los del ejército delcalifa.

Después del incidente de losperros de Al Hauab había dejado decorrer por mis venas la sed de matar

y ya no tenía el menor deseo de queentráramos en combate, y me dabacuenta de que Talha y Zubair sentíanlo mismo: al contemplar al ejércitoenemigo de hermanos musulmanes senos revolvió el estómago de pensaren derramar su sangre. Y entoncesllegó un emisario de Alí solicitandouna reunión privada conmigo y losdos compañeros que lideraban elejército de La Meca.

Pasamos las horas que siguieron

reunidos con Alí en la sencilla tiendaque hacía las veces de su puestomando, no como adversarios sinocomo viejos amigos sorprendidos decómo era posible que las cosas sehubieran torcido tanto entre nosotros.Alí se disculpó ante Talha y Zubairpor la forma poco considerada enque había asumido el poder peroargumentó de manera bastanteconvincente que no había tenido otraopción: tras la muerte de Uzmanreinaba el caos y lo único que habíapretendido era restablecer el orden yla justicia en el califato.

—Si era justicia lo que buscabas¿por qué no castigaste a losasesinos? —fue la pregunta que brotóde mis labios sin que pudieraevitarlo, y noté el alivio de Talha yZubair al oírme plantear en voz altala cuestión que ellos habían sidodemasiado diplomáticos paraabordar.

Alí suspiró con gesto decansancio.

—Tengo muy presente que losasesinos aún siguen con vida,algunos incluso se han unido a miejército pensando que soy su

protector cuando en realidad nosiento por ellos más que desprecio.—Hizo una pausa y luego clavó enmí su fulminante mirada verdeámbar, mirándome directamente a losojos—. Pero ¿qué queríais quehiciera? No tenía soldados enMedina… ¿Cómo podría haber hechocumplir la ley y que esos asesinospagaran por su crimen si tenían bajosu control toda la ciudad? Necesitabareunir a los ejércitos de la Uma antesde poder contar con el podersuficiente como para vengar lamuerte de Uzman.

Era una sencilla descripción delos hechos tal y como eran, hecha contal claridad que vimos de inmediatode que llevaba razón, y entonces bajéla cabeza avergonzada al darmecuenta de que me había estadoequivocando desde el principio.

Pero en ese instante me vino a lacabeza una idea que hizo que se meacelerara el corazón:

—Ahora sí tienes suficientepoder —respondí al tiempo que mislabios esbozaban una sonrisa tras elvelo—, nosotros contamos con diezmil hombres deseosos de llevar ante

la justicia a los asesinos y, de todo elejército que has reunido, los rebeldesno pueden suponer más que unoscuantos cientos. Si unimos nuestrasfuerzas podemos arrestarlosfácilmente con muy pocoderramamiento de sangre.

Alí me miró un largo rato y luegosonrió al tiempo que sus misteriososojos lanzaban un destello.

—Tal vez, al final, todo loocurrido haya sido para bien —respondió— y, aunque Satanás haintentado dividirnos, Dios nos haunido de nuevo.

Así fue como ese día decidimosque uniríamos nuestros ejércitos paravengar la muerte de Uzman. Losomeya se darían por satisfechos si sejuzgaba y ajusticiaba a los rebeldes(mi hermano había recibido elperdón de Alí pues no había tomadoparte directa en el asesinato) y elnuevo califa podría por fin gobernarlegítimamente un imperio unido.Aquel terrible momento de fitna seacabaría y los musulmanescontinuarían expandiendo susdominios y creciendo como unaúnica comunidad, llevando hasta el

último rincón de la Tierra su mensajede unidad: «No hay otro dios sinoAlá».

Esa noche nos retiramos anuestros respectivos campamentosalabando a Dios por habernossalvado de la locura de nuestraspasiones, pero mientras dormíamosplácidamente, convencidos de que sehabía evitado una guerra civil,Satanás había hecho otros planes.

Al día siguiente me despertaron losgritos de horror al amanecer. Saltéde la cama, me cubrí a todavelocidad con el velo para asomarmefuera de la sencilla tienda en quedormía en medio de las planicies deBasora, y no pude evitar llevarme lamano a la boca en un gesto de horrorcuando vi lo que ocurría fuera.

Un contingente de los hombres deAlí había asaltado el campamentoprendiendo fuego a las tiendas ymatando a los hombres mientrasdormían, y los soldados de La Mecarespondieron a la traición

poniéndose a toda prisa lasarmaduras para entrar en combate.Por un momento pensé que Alí noshabía traicionado, pero entonces losrostros de los atacantes quedaron a lavista al salir el sol y reconocí a losmalditos rebeldes egipcios cuyogusto por la violencia nos habíaarrastrado a todos a aquella horriblesituación. Me di cuenta de quedebían haberse enterado de nuestrosplanes de entregarlos y habíandecidido lanzar un ataque preventivocon intención de enfrentar a los dosejércitos antes de que

consiguiéramos unirlos.Salí corriendo fuera gritando a

los hombres que dejaran de lucharpero ya era demasiado tarde: habíacomenzado a correr la sangre y, conella, la locura delirante de la guerrapor sus venas. Nuestros hombresavanzaban velozmente por el campode batalla en pos de los de Alí y lapesadilla que habíamos tratado deconjurar era ya inevitable.

La guerra civil.Cuando las flechas comenzaron a

volar a mi alrededor corrí arefugiarme en la haudach. Mi

valeroso camello se levantó y tratóde alejarse hacia un lugar seguropero no había donde ir. La batallahabía comenzado de verasproduciéndose un violento choquefrontal entre los dos ejércitosmusulmanes, ambos consumidos porel odio mientras luchaban contra suspropios hermanos como fierassalvajes.

Se me llenaron los ojos delágrimas, que luego me corrían porlas mejillas, al contemplar elhorrible entrechocar de las espadas ycómo la hermosa hierba color

esmeralda se iba tiñendo de rojo conla sangre de los creyentes. Aquéllaera sangre derramada por hermanosmusulmanes, no por idólatras nigrandes potencias extranjeras. Gritécon todas mis fuerzas instando a loshombres que llamaba mis hijos a quese detuvieran pero mi voz se perdióen medio del fragor de la batalla.

La demencial lucha proseguía yal cabo de poco rato mi camello seencontraba ya en medio de un mar decadáveres mientras veinte milhombres se mataban los unos a losotros despiadadamente. Flechas de

todas direcciones venían a clavarseen mi silla acorazada pero lasmúltiples capas de cota de malla meprotegieron por más que la haudachestaba adquiriendo el aspecto de unpuercoespín.

Logré seguir el desarrollo de labatalla a través de un pequeñoagujero en la cortina pero era todouna imagen borrosa de sangre ymuerte y el pavoroso hedor aexcrementos y putrefacción merevolvió el estómago.

Aunque mi camello intentóalejarse de la masacre, fuera donde

fuera se abalanzaban sobre nosotrosoleadas de soldados enemigos.Entonces me di cuenta con espanto deque me estaban persiguiendo: loshombres de Alí me atacaban. Encierto modo yo me había convertidoen el símbolo de la revuelta y esohacía que me vieran como unpreciado trofeo y por tanto el blancode la sed de matar que se habíaapoderado de ellos.

Me había convertido en el ojo deun huracán de muerte.

Y en ese momento oí unaespeluznante risa gélida y sentí que

algo me quemaba el antebrazo; bajéla cabeza y contemplé con horror dequé se trataba: llevaba puesto elbrazalete de Hind.

Ella me lo había dado tras lacaída de La Meca, la última vez quela vi y, pese a que había sido miintención deshacerme de él, unapequeña parte de mí no podíaresistirse a la fascinación de laoscura belleza de las serpientesentrelazadas unidas en las fauces porun rubí. Así que me habíaconvencido a mí misma que no eramás que una baratija sin importancia

y la guardé bajo llave en el baúl demadera de acacia que contenía misescasas posesiones, incluido elcollar de ónice que a punto habíaestado de destruir mi vida. A lo largode los años, de vez en cuando habíasacado el brazalete para admirar suexquisita manufactura pero nunca melo había puesto.

Y ahora, de algún modo, habíallegado hasta mi brazo y ardía igualque una tea encendida sobre mi piel,era como si el rubí se hubieraconvertido en una ardiente brasa.Presa del horror, traté de quitármelo

pero estaba soldado a mi carne.La risa que oía en mi cabeza se

transformó en una voz, la voz clara yperfectamente inteligible de Hind.

«Siempre te tuve aprecio,pequeña, me recuerdas tanto amí…».

—¡No soy como tú! —gritéenfurecida.

La risa se hizo más fuerte y creíque me iba a volver loca; trataba deluchar contra el monstruo quehabitaba en mi interior pero meestaba derrotando.

Y entonces oí otra voz, una queera suave y delicada, y familiar: laVoz del Enviado.

«No te resistas más, ríndete».Cerré los ojos y me abandoné al

torbellino de sentimientos agolpadosen mi interior: la furia, la culpa y elhorror me inundaron como un aluviónde agua de lluvia corriendo por unbarranco en la ladera de unamontaña. Sentí que caía, igual que enaquella noche inolvidable en elmonte donde Mahoma y mi padre sehabían escondido de los asesinos quelos perseguían. Caí más y más

profundo al tiempo que la vergüenzay la angustia me destrozaban pordentro y, sin embargo, no me resistísino que dejé que toda la ira y lasdudas y el dolor y la soledad y elremordimiento que llevaba dentro mellenaran el corazón hasta que sentíque la bilis se desbordaba.

Y luego pronuncié en voz alta laspalabras de Adán tras ser expulsadodel Paraíso, las palabras que lohabían reconciliado con Dios, laspalabras que incluso ahora podríanlibrarme del peso de los millones depecados que me envenenaban el

alma, las palabras que mi esposohabía venido a recordar a lahumanidad por última vez:

—Perdóname, Señor, porque hepecado.

Me envolvió la oscuridad y perdíla consciencia.

Epílogo

El final del principio

Medina, 678 d. C. ¿Qué es la fe?Es una pregunta que me hice al

principio del final y que me vuelvo ahacer ahora, al final del principio,cuando se avecinan el crepúsculo deun mundo y los albores de otro.

Tal vez la razón por la que heescrito este relato, este compendiode recuerdos, no es otra queresponder a esta pregunta que mepersigue desde hace años.

Han pasado casi dos décadasdesde aquel fatídico día en Basora yel mundo ha ido por unos derroterosque ninguno de nosotros habríamossido capaces de anticipar.

Alí ha muerto y Muauiya reinacomo califa indiscutible de todo elImperio musulmán, algo que ningunohabríamos podido predecir en aquelcampo de batalla empapado de

sangre en el corazón de Irak.Alí salió victorioso de una

batalla que nunca había deseadoiniciar; los combates más cruentosfueron los que se libraron en torno ami camello, pues los hombres de Alíse habían propuesto destruir lainsignia más prominente del enemigomientras que los soldados de nuestroejército habían defendido con susvidas a la Madre de los Creyentes.Al final cayó el último de misdefensores, al pobre camello lecortaron las patas y, cuando mihaudach se estrelló contra el suelo,

la defensa mecana cedió y losguerreros de Alí se hicieron con elcontrol del campo de batalla.

Permanecí caída en el interior dela silla volcada, paralizada por lasorpresa y con una flecha clavada enel hombro. Todavía flotaban en mimente imágenes de aquella extrañavisión que había experimentadodurante los momentos álgidos de lalucha pero ya no sentía miedo, pese aenfrentarme a una muerte casi seguraa manos del enemigo; estabatranquila, serena, porque habíadejado mi destino en manos de Dios:

me había convertido en unaverdadera musulmana.

En ese momento se abrieron lascortinas de acero y alguien alargó lamano suavemente hacia el interiorpara comprobar si todavía seguía convida: mi hermano Mahoma habíagalopado por el campo de batallacuando vio caer la haudach y sólo élhabía tenido el valor de asomarse alinterior de mi refugio para ver si laesposa más querida del Profeta aúnvivía. Lo abracé con fuerza, hecha unmar de lágrimas, y el llanto limpiómi corazón como la lluvia haría con

la sangre derramada sobre loscampos de Basora.

Después de sacar la flecha quetenía clavada en el hombro yvendarme la herida, Mahoma mellevó en brazos, igual que a una niñapequeña, hasta la tienda de Alí. Elcalifa me miró con gran pesar y vique sus verdes ojos estaban ahoraenrojecidos por el sufrimiento.

—Zubair ha muerto —se limitó adecir, y mi corazón se rompió enpedazos al oírlo porque había sido sumejor amigo, había luchado codo concodo junto a él en mil batallas, y

ahora se había marchado parasiempre.

De alguna manera, conseguíarticular palabra.

—¿Y Talha?Alí me dio la espalda, incapaz de

responder. Mahoma me tomó la manoal tiempo que negaba con la cabeza ysurgió un grito en mi garganta.

—¿Cómo? —fue todo lo quepude balbucir.

No importaba, pero necesitabasaberlo.

—No fue uno de nuestros

hombres —respondió mi hermanocon suavidad—. Un soldado de losBani Tamim que luchaba en nuestrasfilas vio como Maruan lo traicionabaatacándolo por la espalda en mediodel combate.

El mundo se nubló ante mí tras unvelo de lágrimas.

Y entonces Mahoma se inclinópara acercarse más y me susurró aloído.

—El testigo también ha contadoque Talha dijo algo antes de morirpero que no le encontró el menorsentido a sus palabras —prosiguió

mi hermano.—¿Qué… qué dijo?—Sigue siendo tan bella.

Alí me perdonó públicamentedeclarando que no sentía sino respetopor la Madre de los Creyentes, laesposa de Mahoma en este mundo yel siguiente, y luego dirigió laoración por los muertos de ambosbandos para por fin enviarme devuelta a Medina escoltada por una

guardia de honor.Regresé a mi casa en silencio,

incapaz de compartir con nadie eldolor tan profundo que sentía. Lasotras Madres me evitaron durantealgún tiempo y la única a la quepodía recurrir era mi hermana Asma,que me trató con cariño aunque yonotaba una distancia entre nosotras:nunca lo dijo, pero siempre he creídoque nunca llegó a perdonarme deltodo por haber arrastrado a suadorado marido Zubair a la muerte.

Aislada como estaba defamiliares y amigos, puse todo mi

empeño en hacer lo que estuviera enmi mano para reparar el daño quehabía infligido a nuestra fe y volví adedicarme a la enseñanza y adivulgar los hadices querememoraban las palabras de miamado esposo, pero renunciétotalmente a involucrarme enpolítica.

La Batalla del Camello no fue elfin de la guerra civil sino tan sólo elcomienzo porque Muauiya se negó afirmar la paz con Alí y suenfrentamiento degeneró en unaguerra abierta en las llanuras de

Sifin, cerca del Éufrates. Laencarnizada contienda entre los dosbandos musulmanes produjo miles debajas en ambos campos y entoncescayó Amar, uno de los soldados deAlí al que yo recordaba de lainfancia y que murió en el campo debatalla: sí, el Amar cuya madre,Sumaya, había sido la primeramártir, el joven a quien Hamza y yohabíamos rescatado en medio deldesierto. El Enviado habíaprofetizado una vez que Amartambién moriría mártir a manos demalhechores y, al correr la voz de

que los soldados de Muauiya lohabían matado, el desánimo calóhondo entre algunos de los rebeldesque temieron que las palabras delProfeta los señalaran ahora como elbando que merecía la derrota.

Alí volvía a llevar ventaja pero,cuando sus ejércitos estaban yaposicionados para asestar el golpedefinitivo a los regimientos deMuauiya, el astuto político solicitófirmar la paz enviando a sus tropascon páginas del Sagrado Coránensartadas en las lanzas. Alí estabaagotado de la guerra entre hermanos

y aceptó la propuesta de Muauiya deque se arbitrara entre ellos paradecidir quién tenía derecho agobernar.

Fue una decisión surgida de lavisión de hombre de Estado y lacompasión, pero los partidarios deAlí se escandalizaron al enterarse deque estaba dispuesto a someter anegociación lo que ellosconsideraban su derecho divino alliderazgo. Pese a que Alí mismonunca había reclamado públicamentetal derecho ni para sí ni para susherederos, algunos de sus seguidores

se volvieron contra él como amantesdespechados, tachándolo de traidor yabjurando de la lealtad que leprofesaban. Aquellos fanáticosdecidieron que eran los únicos querealmente comprendían el Islam quehombres como Alí y Muauiya habíancorrompido. Los autoproclamadosúnicos verdaderos creyentesconocidos como jauarich sededicaron entonces a la tarea depurificar el Islam destruyendo acualquiera que no se uniese a suintransigente postura. Los jauarichenviaron espías con dagas

envenenadas para librar al mundomusulmán de cualquiera quecompitiese con ellos por el trono yatacaron a Muauiya en su palacio deDamasco pero, pese a resultargravemente herido, el hijo de AbuSufian sobrevivió.

Alí no tuvo tanta suerte: una s e s i no jauarich llamado BenMulyam lo apuñaló en la cabezamientras dirigía la oración en Kufa,en el sur de Irak. Alí vivió dos díasmás entre horribles dolores antes demorir como un mártir. Su últimodeseo había sido que se concediera

un juicio justo a su asesino y que losmusulmanes no torturaran al agresor,pero esa última petición fue ignoraday sus seguidores se aseguraron deque las últimas horas de vida de BenMulyam fueran terriblementedolorosas.

Tras la muerte de Alí, su hijoHasan fue nombrado califa en Kufapero abdicó al poco tiempo ante laamenaza de ser atacado por Muauiya.El gobernador de Siria seautoproclamó califa rápidamente y laFamilia del Profeta no se opuso.Muauiya se mostró clemente en la

victoria y trató a la Gente de la Casacon magnanimidad, concediéndolesgrandes riquezas y pensionesgenerosas a condición de que no seinmiscuyeran en política nicuestionasen su autoridad. Los nietosdel Profeta, Hasan y Husein,aceptaron las condiciones y seretiraron de la vida pública a laapacible santidad de Medina dondevivieron tranquilamente desdeentonces; yo los veía a menudo ysiempre los traté como si fueran mishijos.

Y entonces, hace unos cuantos

años, Hasan cayó enfermorepentinamente y murió. TodoMedina lloró amargamente la muertedel hijo de Fátima y Alí y corrieronrumores de que lo había envenenadoel corrupto hijo de Muauiya, Yazid,que temía que Hasan cuestionara elpoder de Damasco cuando muriera elcalifa. A mí no me consta que hayaalgo de cierto en esas habladuríaspero lo que sí sé por experiencia esque los Omeyas son un clan cruel ydespiadado pues, en medio de todaaquella locura, tuve que enfrentarmea mi propia tragedia a manos de los

Bani Omeya.Mi fugitivo hermano Mahoma fue

por fin capturado por los hombres deMuauiya y el señor de Damascoquería que lo llevaran ante él paraser juzgado por su participación enlos hechos que llevaron a la muertede Uzman, pero mi temperamental yorgulloso hermano se enfrentó a suscaptores con tal intensidad que éstosdesobedecieron las órdenes delcalifa y le dieron muerte allí mismo.Incluso ahora, me tiembla la mano alrecordar con horror lascircunstancias de su muerte, ya que el

comandante omeya que le dio muerteno sólo cometió un asesinato sinoque a eso hay que añadir el crimende la profanación: aquel hombreabominable tomó el cuerpo sin vidade Mahoma y tras meterlo en el deuna mula muerta le prendió fuego.

Estuve varios días llorandocuando me enteré de la terriblenoticia y como colofón, en medio deaquel sufrimiento insoportable,Ramla, la hija de Abu Sufian que sehabía casado con mi marido, echómás leña al fuego: ordenó a sussirvientes que prepararan un cordero

y dejaran la carne en mi puerta juntocon una nota que decía que la habíaasado igual que a mi hermano.

No he vuelto a comer carnedesde ese día y nunca le perdoné aRamla aquel gesto cruel ni volveré amirarla a la cara, ni tan siquieracuando nos volvamos a reunir comoMadres de los Creyentes el Día delJuicio Final.

La pasada noche el Enviado de Dios

se me apareció en sueños. Ibavestido de verde y lo envolvía unaura de luz dorada. Bajé la cabeza,demasiado avergonzada como paramirarlo a los ojos, pero me tomó elrostro entre las manos y me obligó aalzar la vista.

—¿Qué será de mí, amor mío? —le pregunté—. Temo que cuando mellegue la hora mis pecados seapoderarán de mi alma y laarrastrarán a las tinieblas.

Mahoma me sonrió con unradiante brillo etéreo en la mirada yacto seguido me recitó unas palabras

del Sagrado Corán que yo ya habíaoído antes, en un tiempo en que laesperanza había quedado oculta trasnegros nubarrones de miedo ymuerte.

Dios es amigo de quienes creen:los saca de las tinieblas a la luz…

Luego desapareció y me despertécon la certeza de que el día de mimuerte estaba muy cerca.

Así pues, volvemos por fin a esta

cuestión, mi querido Abdalá, hijo demi hermana:

¿Qué es la fe?Es un recuerdo. Un recuerdo de

un tiempo en que todo era perfecciónen el mundo y no existían ni miedo nijuicio ni muerte.

Es un recuerdo de un tiempoanterior a nuestro propio nacimiento,un faro de luz que nos guía de vueltaal final del principio, al recuerdo dellugar del que venimos.

Es un recuerdo de una promesahecha antes de que la tierra seformara, antes de que las estrellas

resplandecieran en el marprimigenio.

Una promesa de querecordaremos lo que hemosaprendido en este viaje para regresary completar el círculo siendo losmismos pero distintos.

Más viejos. Más sabios. Llenosde compasión por los demás; y pornosotros mismos.

¿Qué es la fe?El recuerdo del amor.

Nota Final

En el nombre de Dios, el Clemente,el Misericordioso

Yo, Abdalá ben al Zubair, añado

estas palabras finales al relato de lavida de mi querida tía. Hace ya másde una década de la muerte de Aishaben Abu Bakr pero aún recuerdo susúltimos momentos como si fueraayer. Como pariente suyo, era uno delos pocos hombres vivos que podíaverle el rostro, que continuaba

siendo increíblemente hermoso y elpaso del tiempo prácticamente nohabía alterado: seguía teniendo lapiel pálida y suave como la de unbebé y tan sólo unas cuantas arrugassurcaban sus facciones perfectascomo las de una estatua; pese a tenercasi setenta años, sus ojos colorámbar todavía eran muy vivos yresplandecían rebosando vibranteenergía además de un poso del dolorque llevaba consigo desde la Batalladel Camello.

La enfermedad se había ensañadocon ella y sufría indecibles dolores

en los dedos de las manos, pero aunasí logró de alguna manera terminarsu relato, como alentada por lanecesidad surgida en lo másprofundo de su ser de contar suhistoria antes de que otros lo hicieranpor ella. Cuando terminó elmanuscrito, me lo entregó y luego seretiró a sus aposentos de los que novolvió a salir jamás. A medida quela enfermedad la iba debilitando, mimadre Asma y yo pasábamos cadavez más tiempo a su lado y miles defieles —hombres y mujeres— secongregaban a las puertas de la

masyid para rezar por surecuperación.

Recuerdo lo asustada que parecíacuando por fin le llegó el momentode la muerte y el dolor que meprodujo ver a aquella mujer quesiempre había sido tan fuerteacurrucarse hecha un ovillo, igualque una chiquilla aterrorizada. Lerecordé que no tenía nada que temer,que había sido amada por el BienAmado de Dios y se le perdonaríacualquier error que hubieracometido, pero parecía no escucharmis palabras mientras repetía una y

otra vez «Astagfirula» ('Ruego aDios que me perdone').

Y entonces, cuando el sol yaadquiría en el cielo una tonalidadrojiza similar a la que habían tenidoen otro tiempo sus cabellos, vi que larespiración de Aisha se ralentizaba ysupe que había llegado el fin. Mimadre Asma, su hermana mayor, letomó la mano y se la apretó paratranquilizarla.

Y luego oí que se levantabaviento provocando el balanceosusurrante de las pesadas cortinasque colgaban a la puerta de la

habitación de mi tía y, por uninstante, juraría que oí una vozcantarina a través de los cortinajes,una voz amable que llamaba a Aishacon el nombre que le había dado elProfeta.

Humaira.Nadie había pronunciado aquel

nombre en voz alta desde la muertede Mahoma, Dios lo bendiga y leconceda paz. Tal vez me lo imaginé,pero de ser así no fui el único,porque mi tía se rebulló ligeramenteal oír la voz en el viento y fue comosi recuperara el recuerdo de lo que

era la felicidad porque interrumpiósus aterrorizados rezos y miró al otrolado de la estancia, hacia la cortinaque separaba la parte de lahabitación donde vivía de la otramitad donde estaban enterrados elProfeta, mi abuelo Abu Bakr y elcalifa Umar.

Y entonces la vi sonreír con elrostro tan radiante como el de unamuchacha en su noche de bodas y sepuso a hablar con alguien que ni mimadre ni yo podíamos ver.

—Mi amor… —musitó Aisha.Y acto seguido nos dejó.

La enterramos en Yanat al Baqi ,el cementerio en el que descansanahora la mayoría de los queconocieron al Enviado de Dios. Trasla muerte de Aisha, cada vez habíamenos gente con vida que hubieravisto y hablado con nuestro amadoProfeta y sólo nos quedaban losrelatos sobre su vida, los hadices,que tan meticulosamente habíarecopilado ella pensando en lasgeneraciones futuras.

Han cambiado muchas cosasdurante la última década, y no parabien. Con la gracia de Dios, el

Imperio musulmán ha seguidoexpandiéndose y ahora se extiendedesde Kairuán en el norte de Áfricahasta el río Indo. Constantinoplatodavía resiste pero los musulmanesno cejan en su empeño de conquistarel corazón de la cristiandad y, por elmomento, nos contentamos conretener el control de las islas deRodas y Creta desde las que losfieles se adentrarán en los territoriosseptentrionales de los romanos,inshalá, si Dios quiere.

Pero incluso ahora que nuestroimperio hace palidecer a los de

Alejandro y César en comparación,una enfermedad creciente aqueja sualma, pues desde que murió Alí,contra quien me avergüenzareconocer que luché en mi juventud,el núcleo espiritual del liderazgomusulmán ha sido sustituido por laastucia y el celo de hombres dedudosa moral. El califa Muauiyalogró establecer el orden y laprosperidad tras años de guerra civily se caracterizó por su sabiduría ybondad durante la mayor parte de sureinado pero, también bajo sumandato, el sentido práctico y el

oportunismo se convirtieron encomponente fundamental de losasuntos de estado y los ideales delSanto Profeta quedaron reducidos atópicos en labios de gobernadorescorruptos. Me apena reconocer quelos musulmanes luchan ahora por lariqueza y la gloria y no en pos de lajusticia y un mundo mejor para lahumanidad.

No me opuse a la autoridad deMuauiya mientras estuvo con vida yrecé por él cuando murió, pero aunasí fue también Muauiya, tanaclamado como el gran unificador de

la nación musulmana, quien cometióel terrible error que sumiría a nuestraUma en una segunda guerra civil: ensus últimos años, su amor de padrese impuso a la sabiduría y el califanombró a su odioso hijo Yazid —unjoven más conocido por las juergas ylas borracheras que por sus dones deestadista— como sucesor. Ladecisión causó horror a muchosmusulmanes y pese a que, comolíder, Muauiya había extremado elcuidado en mantener las leyes delIslam y el respeto al Profeta, su inútilhijo en cambio utilizó abiertamente

el trono heredado para dedicarse allibertinaje, y hasta compuso unospoemas blasfemos negando lasverdades del Sagrado Corán.

Llegados a ese punto, mi amigo yseñor Husein, el último nieto convida del Enviado de Dios, se revelócontra la tiranía de Yazid. El másquerido miembro de la Casa delProfeta abandonó la seguridad deMedina y se dirigió a Irak, tal y comosu padre Alí había hecho años atrás,con la esperanza de conseguir elapoyo del pueblo para enfrentarse alos negros nubarrones de tormenta

que amenazaban con privar a la Umade la radiante luz de Dios. Yentonces se produjo la mayor de lastragedias cuando, en una pequeñaaldea llamada Kerbala, las fuerzasde Yazid atacaron al reducido grupode setenta y dos fieles queacompañaba al nieto del Profeta ymasacraron a aquellos hombressantos que sólo pretendían recordar alos musulmanes que ostentar el podersin fe acabaría por corrompernos ydestruirnos igual que había ocurridocon todos los imperios a lo largo dela Historia.

Mi señor Husein fue decapitado yasesinaron a casi toda su familia,incluido su hijito Abdalá. Inclusoahora, las lágrimas mojan el papelmientras escribo estas palabras yaque nunca podría haberme imaginadoque unos hombres que se llaman a símismos musulmanes pudieran sercapaces de atacar a Husein, elmuchacho que el Profeta habíallevado sobre sus hombros, elhombre por cuyas venas aún fluía labendición de la Revelación.

La trágica muerte de Huseinprendió un fuego que todavía sigue

ardiendo hoy. Cuando vi cómo habíatratado el depravado Yazid al nietodel Enviado alcé mi voz en La Mecaen oposición a su régimen. Ahora queya no quedaba ningún descendientedirecto del Profeta que pudieseasumir el poder y el único hijo deHusein que había sobrevivido, AlíZain al Abidin, había sido hechoprisionero en Damasco y obligado arenunciar a cualquier pretensiónpolítica, proclamé un nuevo califatoque traería de vuelta la moralejemplar establecida por el Enviadoy sus cuatro primeros sucesores, a

los que ahora se llamaba los CalifasBien Guiados.

Mi rebelión en La Meca hadesatado las iras del ejército omeyay, pese a que mis hombres hanresistido valerosamente durante sietemeses, temo que la ciudad prontoserá conquistada por las fuerzas deYazid que, capitaneadas por elmonstruoso general Al Hayach benYusuf, han penetrado salvajemente enel perímetro de la ciudad santaatacando incluso el Santuario con suscatapultas. No han dado la menormuestra ni de compasión por el

pueblo ni de reverencia por lossantos lugares, y me parte el corazónescribir que esta mañana han lanzadoproyectiles de fuego sobre el centrode la ciudad y hasta la SagradaCaaba misma ha sido incendiada.

Es evidente que las fuerzas deYazid tomarán La Meca antes de quese ponga el sol y a mí me mataráninmediatamente. Con mi muerte, laúnica superviviente de la generaciónde los sahaba, los compañeros quevivieron en tiempo del Enviado deDios, será mi madre, Asma: tienecasi noventa años pero se obstina en

aferrarse a la vida de igual modo quese obstinó en permanecer al lado delProfeta, su padre Abu Bakr y suhermana Aisha para defender lacausa de la justicia, hace ya tantotiempo.

Hoy se perderá la batalla, pero alcontemplar las ruinas en llamas de laSanta Casa me doy cuenta de que laguerra continuará después de que yoy todos los que conocieron alEnviado ya no sigamos aquí, pues lalucha ya no es entre paganos ysiervos del Único Dios —esa disputaha quedado zanjada para siempre—,

sino que la nueva guerra es la quelibran los que luchan por la religióndel amor y la justicia que enseñóMahoma en contra de quienes seesconden tras los símbolos del Islampara cometer asesinatos yatrocidades.

Y, pese a que me lamento de quesiempre habrá quienes retuerzan laPalabra de Dios para justificar suscrímenes, no puedo considerarmemejor que ellos porque incluso losjustos pueden caer en la tentación.Mi tía Aisha dejó que las pasionesde su corazón la consumieran

arrastrándola al conflicto con Alí, ylo mismo les ocurrió a hombresbuenos como Talha y mi padreZubair, y a mí en los trágicos camposde Basora. No obstante, a diferenciade estos maleantes que se apropian elnombre del Islam hoy, nosotrostuvimos la inteligencia de reconocernuestros errores y arrepentimos de lafitna, el caos, que provocamos.

Si hay algo que he aprendido enel Islam, un principio que me daesperanzas en este día triste mientrasla ciudad santa arde a mi alrededor,es esto: que Dios es Clemente y

Misericordioso y acepta elarrepentimiento sincero de Sussiervos; que, por muy profundamenteque caigan en las tinieblas, Élsiempre está dispuesto a guiarlos devuelta hacia la luz.

Y saber eso es lo que me daesperanzas para mi pueblo porque,por muchos falsos profetas quesurjan extendiendo la muerte y lacorrupción en nombre del Islam, elverdadero mensaje de nuestroquerido maestro Mahoma benAbdalá, el Profeta de Dios, no seperderá jamás: el mensaje de unidad

y amor para toda la humanidad.Y así, ahora que mi vida toca ya

a su fin, tomaré estos escritos de miadorada tía Aisha, Madre de losCreyentes, y los enterraré bajo lasarenas de La Meca con la esperanzade que se descubran algún díacuando su mensaje sea másnecesario.

Si los has encontrado, queridolector, eso significa que hoy es esedía.

Que la paz sea contigo y queDios bendiga a nuestro santo ProfetaMahoma y a su Familia y sus

compañeros.Amén.

Agradecimientos

PUBLICAR la primera novela es unacto de fe y, en el caso de esteproyecto, han sido muchas laspersonas que han trabajadoconjuntamente y puesto grandescantidades de tiempo y esfuerzo en elmismo, única y exclusivamenteporque creían en mí y en mi libro.Quisiera por tanto dedicar unmomento a expresar mi especialagradecimiento a unas cuantas deellas cuyo papel ha sido fundamental

en esta aventura.En primer lugar y la más

importante, debo mencionar aRebecca Oliver, la mejor agenteliteraria que cualquier autor pudieradesear. Sólo hay un puñado depersonas que hayan logrado por sísolas cambiar mi vida y tú estás delas primeras de la lista.

Quisiera dar las gracias tambiéna Judith Curr y el fantástico equipode Atria Books por apoyar mitrabajo. En vista del actual climapolítico, muchas editoriales no sehabrían sentido demasiado cómodas

promocionando una obra de ficciónsobre el nacimiento del Islam, peroJudith ha demostrado una vez másque es una visionaria cuyo corajehace honor a sus convicciones.

Mi más sincero agradecimientotambién a Peter Borland, mi editor yamigo, que ha guiado con paciencia yentusiasmo la gestación de estanovela hasta su publicación; aRosemary Ahern, cuyos detalladosconsejos me han ayudado a dar formafinal al libro; y a Suzanne O'Neill,que fue la primera en enamorarse dela idea de una novela sobre Aisha y

puso la maquinaria enfuncionamiento.

Merece asimismo mi gratitudScott Seidel, mi agente de televisión,por haber hecho llegar el manuscritoinicial a sus colegas de Nueva York.Cuando le conté a Scott que queríapublicar mi novela, me respondióque haría todo lo que estuviera en sumano para ayudarme a conseguirlo yha demostrado ser un hombre depalabra, una rara cualidad enHollywood.

Todo mi agradecimiento vatambién para mis mánagers Jennifer

Levine y Jason Newman, que meapoyaron durante el largo y arduoproceso de escribir este librocompaginándolo con una ajetreadacarrera en cine y televisión; y a todosmis agentes de Endeavor, que me hanabierto tantas puertas como escritor:Tom Strickler, Ari Greenburg, BryanBesser, Tom Wellington, Hugh FitzPatrick y muchos otros. Gracias portomarme en serio cada vez que osproponía una idea descabellada.

Tampoco puedo dejar de dar lasgracias a mi hermana mayor NauseenPasa-AIDI, la primera autora

publicada de mi familia, cuyahermosa novela The Color of Mundime animó a dejar de retrasarlo yponerme a escribir de una vez, y a mihermana pequeña y mejor amigaAseen, que tuvo la paciencia de leercada página a medida que las ibaescribiendo y nunca tuvo miedo ahacer críticas constructivas.

Y, por último, gracias porsupuesto a mis padres, por animarmea soñar.