La pérdida de la inocencia: el descubrimiento de un...
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CAPÍTULO II. LA TRANSFORMACIÓN DEL SER:
DE LA INOCENCIA PERDIDA EN “EL MEMBRILLO” AL CAMBIO HACIA
LA PERVERSIÓN EN “LA SUNAMITA”
La pérdida de la inocencia: el descubrimiento de un mundo imperfecto
en “El membrillo”
El dolor, el sufrimiento, son sentimientos intensos que una mujer expresa con lágrimas.
Inés Arredondo decidió mostrarnos el dolor y sufrimiento del crecimiento y la toma de
consciencia a través de uno de los cuentos más sencillos y más bellos de su narrativa: “El
membrillo”. La autora había perdido a su segundo hijo, como lo señala ella misma en una
entrevista citada por Beatriz Espejo en su estudio Inés Arredondo o las pasiones
subterráneas incluido en Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo
XX, y una revista. Arredondo pasa por uno de los sufrimientos más grandes por los que
puede pasar una mujer, una madre; la pérdida de un hijo es uno de los sufrimientos que sin
duda ninguna mujer le desea a otra este es uno de los dolores más intensos y que nunca se
llega a superar por completo, un sufrimiento que sólo otra mujer con el mismo sentir puede
apenas comprender. Inés lo explica de mejor manera: “…mi segundo hijo había muerto,
pequeñito, y por más que entristeciera a todos, mi dolor era mío únicamente. Sólo yo sentía
mis entrañas vacías, únicamente a mí me chorreaba la leche de los pechos repletos de
ella…” (Espejo177). El dolor buscó una válvula de escape y lo volcó quizás hacia uno de
los primeros sufrimientos que experimenta una mujer, la transformación dolorosa de niña a
mujer. Beatriz Espejo dice que la tristeza se remedia al volcar la memoria hacia épocas
felices aunque encierren desencanto; en mi opinión Inés no trataba, con este cuento, de
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refugiarse en una época mejor trataba, tal vez inconscientemente, de mostrarnos de una o de
otra forma ese dolor indescriptible, callado y solitario por el que estaba pasando. Trataba de
explicar, de compartir su dolor por medio de “El membrillo”, buscando un lugar común en
el campo de batalla del corazón, esa primera herida que cada mujer lleva consigo,
descubrirse un día en un territorio extraño, desconocido que atemoriza y a la vez encanta.
El dolor de madre, el dolor de haber perdido a su pequeñito no lo podía explicar y, sin
proponérselo, optó por aquel que sí podía ser entendido por la mayoría, el sufrimiento del
crecimiento, que sólo se descubre hasta que uno está totalmente sumergido en él. El primer
cuento escrito por Arredondo surge posterior a la pérdida de su segundo hijo, es importante
tomar distancia entre la Inés persona y la Inés narradora, pero ella misma lo dice en una
entrevista citada por Espejo, donde deja en claro que el dolor que sentía ante la pérdida de
su hijo es el detonante para que naciera la Inés Arredondo escritora:
Era algo más grave que el dolor y el estupor del primer momento. Yo
estaba francamente mal. Para abstraerme, que no para distraerme, me puse a
traducir, con mucha dificultad, creo que un cuento de Flaubert, y de pronto me
encontré a mí misma escribiendo otra cosa que no tenía que ver con la
traducción. Antes de que me diera cuenta de ello, habían pasado, posiblemente,
horas. Se trataba de una historia de adolescentes que no sabía cómo terminaría,
creí en el primer momento, pero inmediatamente después, me di cuenta de que
estaba escrito para el final. No puedo recordar el tiempo que me llevó terminar
de hacerlo, sólo sé que en un día lo terminé…
Inés decide transformar el dolor que ha de sentir en ese momento en literatura, con
este cuento nace la Inés Arredondo escritora, la narradora capaz de transformar sus historias
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en existencia, o dicho mejor con sus palabras: “quisiera llevar el hacer, el hacer literatura a
un punto en el que aquello de lo que hablo no fueran historias sino existencia, que tuviera la
inexpresable ambigüedad de la existencia” (Arredondo 4). Con este dolor surge el oficio de
escribir y la mujer queda atrapada en la esencia de la escritora.
La misma Inés dice que se descubrió escribiendo algo que poco tenía que ver con el
momento que estaba viviendo, lo que surgió de ese momento es un cuento sencillo y bello
que no por ser sencillo deja de tener en el fondo un tema tan trascendental para el ser
humano como lo es el crecimiento interior, el madurar de niña a mujer.
“El membrillo” se desarrolla aproximadamente en una semana desde la noche donde
entra la narración con el juego de prendas hasta la noche del baile, el escenario que rodea la
historia es un verano caluroso junto al mar. Son pocos los personajes que intervienen en la
historia; el principal, Elisa. Además, su novio Miguel y la rival Laura, personajes
secundarios con poca participación. También aparecen los padres de Elisa y Martha, la
hermana de Miguel.
El conflicto aquí es el típico triángulo amoroso; Laura, una joven mayor, se
interpone en el noviazgo de Elisa y Miguel; Elisa es una jovencita de unos trece o catorce
años, que tiene que luchar con la atracción que su novio siente por una joven que sabemos
hermosa y provocativa. Ella va creciendo conforme escucha los diálogos y aprende las
actitudes de Laura, poco a poco se va despertando la conciencia de mujer de Elisa para que
hacia el final del cuento sea ella quien tome conciencia de su nueva condición de mujer y le
gane la partida a Laura, con las armas que ella misma le ha presentado sin saberlo.
Es importante destacar los escenarios donde Inés coloca a sus personajes. Como en
la corriente del romanticismo, los escenarios tendrán gran correspondencia con las
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emociones de la protagonista, incluso para ayudar a ilustrar lo que está viviendo. Como ya
se mencionó, la historia se desarrolla junto al mar y será éste el reflejo de los sentimientos
de Elisa, al igual que los días soleados serán el reflejo de su felicidad cada uno de los
elementos, de los escenarios serán fundamentales para entender mejor aquello que Elisa
está viviendo en ese momento, cabe señalar que no será tan claro como en la tradición
romántica, pero que en gran medida sí se puede vislumbrar la utilización del medio
ambiente para poner los sentimientos de Elisa al descubierto.
Es el mar sinónimo de libertad, abismo, soledad, inmensidad, fuerza, grandeza y,
por lo tanto, para Elisa es sentirse indefensa ante la inmensidad, abandonada y sin cobijo en
esa grandeza, en esa amplitud se siente desprotegida, sin nada que le haga sentir abrigo.
Sola, en esa playa donde se queda vacía y pequeña ante ese nuevo dolor que va
descubriendo poco a poco con pequeños detalles que hacen despertar a la mujer que lleva
dentro, lenta y dolorosamente.
El mar será el reflejo ese dolor, que lo cubre todo dentro de la perspectiva de Elisa:
“El mar lento, pesado, brillaba en la superficie con una luz plateada, hiriente, pero debajo
su cuerpo terroso estaba aterido. Elisa sentía dentro de su pecho esa marejada turbia” (22).
El mar es el escenario en donde se refleja de ese nuevo dolor que Elisa está
experimentando, el dolor de pérdida del primer amor. Arredondo nos lleva de la mano por
el camino que ha de recorrer una niña para lograr convertirse en mujer, los pequeños
detonantes que al final desencadenan el sufrimiento, la angustia y la satisfacción de saberse
dueña de una nueva arma de doble filo; arma con la que será capaz de retener el amor de
Miguel y saberse segura de su belleza, pero será también la que le dé la conciencia de
descubrirse en ese “mundo imperfecto y sabio” (24).
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La historia se desarrolla principalmente en las orillas del mar. Siempre está éste
presente en las descripciones, pero también están los otros escenarios: el de combate, el de
la lucha, el restaurante donde Elisa queda pequeña, diminuta ante la belleza y las armas que
Laura posee para quitarle a Miguel. Está también la casa donde todo tiene orden, el refugio
para el dolor, es aquí donde sin saber por qué se gana la batalla que ya se creía perdida, es
aquí donde todo vuelve a la normalidad y se recupera el orden. Las figuras paternas y su
complicidad en el amor y la protección que brindan a Elisa, le hacen saber que, a pesar del
dolor y de la tristeza, algo queda intacto para refugiarse en él, un espacio cerrado que ofrece
abrigo y protección, no como la inmensidad y el abandono que refleja el mar.
El triángulo amoroso en el que está inmersa la protagonista será el conflicto que la
llevará a las consecuencias de descubrirse mujer. Lo que nos cuenta la narradora es una
historia de adolescentes, un lugar común para todos los lectores, el problema que surge en
ese verano es igual a otros tantos. Sin embargo, lo que nos interesa en este cuento es la
consciencia que tiene la protagonista del crecimiento, de ese instante en el que se transita de
niña a mujer; de un estado a otro cuyo trance es inevitablemente traumático. Arredondo,
con su protagonista, deja ver a una mujer con pensamientos, actitudes y, sobre todo,
consiente de ella y sus sentimientos. En esta historia no estamos frente a una adolescente
común, temerosa, derrotada, la clásica protagonista que hace de su dolor el único
sentimiento y deja de lado lo que podría ganar o perder. A pesar de que toma elementos del
Romanticismo, como se menciono anteriormente, Arredondo marca la diferencia entre sus
protagonistas, entre sus mujeres y las de esta corriente, donde las segundas se configuran
como mujeres débiles, mujeres ensimismadas, temerosas del presente y añorando el pasado.
Aquí Elisa se nos muestra diferente le duele la pérdida de Miguel, pero piensa también en
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el dolor de aquellos que la aman la impotencia que podrían sentir sus padres al verla
sumergida en la tristeza por Miguel “el dolor la hirió más profundamente al pensar en la
pena que tendrán viéndola sufrir sin poder remediarlo” (23). Más allá del simple dolor, de
la herida, Elisa está consciente de cada uno de los pasos que va dando hacia directamente
hacia el dolor. Es lo que caracteriza a las mujeres de Arredondo: la consciencia de sus actos
o de aquellos que provocan el cambio, ese paso en vivo hacia algo mejor o peor, pero con la
certeza de que algo ha cambiado.
Inés Arredondo va formando palabra a palabra a la mujer en la que se convertirá
Elisa hacia el final del cuento, una mujer con pleno conocimiento de su poder. Avendaño-
Chen dice en su libro titulado Diálogo de voces en la narrativa de Inés Arredondo
(Culiacán: Universidad de Occidente, 2000) lo siguiente: “en todas ellas [las historias de
Arredondo] hay un antes y un después […] donde la existencia da un vuelco se rompen las
ilusiones, comienza la culpa, se pierde o se recupera la identidad o se llega a la locura”
(59). Esta historia cumple con esta regla, primero encontramos a la pequeña Elisa temerosa
en el inicio de la narración, la pequeña que tiembla de miedo en un juego inocente y, luego,
a través de las páginas, se va formando la mujer que se descubrirá a sí misma hacia el final
del cuento; la que sabe manejar sus nuevas armas de mujer; la que ha cambiado un
sentimiento de dolor por uno de guerra ganada: “Elisa se dio cuenta vagamente de que el
amor no tiene un solo rostro, y de que había entrado en un mundo imperfecto y sabio,
difícil; pero se alegró con una alegría nueva, una alegría dolorosa, de mujer” (Arredondo
24).
La cotidianeidad inunda los textos de Arredondo; aparece en momentos simples y
sencillos de la vida, pero que muestran el punto exacto en donde el rumbo cambia y eso es
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lo a ella le interesa enfatizar en su narrativa: “sí creo que en la vida es posible escoger entre
el total informe de sucesos y actos que vivimos, aquellos pocos e insustituibles con los
cuales se puede interpretar y dar sentido a la vida…” (7). En sus cuentos escoge esos
pequeños momentos que cambian el rumbo de la vida.
En el cuento se da la lucha no oficial entre Elisa y Laura, ambas contendientes por
el mismo hombre. Una es la extraña que trata de robar lo ajeno; la otra, la novia dulce e
inocente que no ha comprendido bien las trampas del amor. La batalla entre ambas parece
desigual. Laura es bella, sensual, segura y mal intencionada. Será con su diálogo y en la
narración del cuento donde el lector comprenda su superioridad con respecto a Laura. El
narrador nos deja saber de Laura que además de belleza física, posee seguridad: “Laura
entró tarde con aquel vestido azul rey que le sentaba tan bien y tenía un generoso escote, sin
duda era diferente de las otras muchachas, daba la sensación de que iba cortando, separando
el ambiente ajeno con disimulo intencionado” (21). De Elisa sabemos únicamente sus
sentimientos; los demás, al igual que ella misma, la ven como una niña: “no, tú eres una
niña” (22); “por tu culpa, por tu culpa, se repetía, por ser una niña” (23).
Las primeras señales para que Elisa despierte vienen en el aire, con temores
infundados, con pequeños miedos de chiquilla, con suposiciones amargas. Lo que de
verdad la hace darse cuenta de su transformación son las pequeñas heridas que Laura va
dejando en Elisa, con diálogos como este Laura da a conocer su superioridad: “Caramba
niña, qué clase de novio tienes. Estábamos jugando en el agua cuando se me desató el nudo
de los tirantes y él, en lugar de voltearse, se me quedó mirando. No tiene importancia, pero
te lo digo para que no creas que es tan caballeroso como aparenta.” (20)
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Será con la participación de Laura en el diálogo como conoceremos las verdaderas
intenciones que tiene, al decir algo en apariencia tan insignificante, la clave del diálogo será
ese “no tiene importancia”, que dará la estocada para la nueva herida de Elisa; esa primera
conciencia del dolor, de la envidia hacia su contrincante, de la batalla a la que acaba de ser
sumergida con el primer combate ganado por Laura: “Elisa, anonadada, desentendida aun
de su herida nueva, vio alejarse a Laura y se dio cuenta de que no sentía rabia hacia ella,
sino una especie de respeto y tal vez un poco de envidia” (20).
Será por medio de estos pequeños combates que Arredondo nos presente los
cambios de Elisa, mostrándonos una verdadera lucha entre mujeres y lo hirientes que ellas
pueden llegar a ser cuando tratan de ganar algo. No aparecen en la narración esas mujeres
sumisas, o rebajadas socialmente, que serían las únicas en tratar de luchar por debajo de la
mesa; son sólo dos adolecentes comunes y corrientes, luchando con las mismas armas en la
misma guerra, mujeres reales y fuertes, capaces de cualquier cosa para ganar la guerra y no
sólo una batalla.
Con estos detalles Elisa comprenderá su inmadurez y, al tener conocimiento de ello,
logrará transitar hacia la madurez. El mismo desarrollo de los acontecimientos obliga a su
protagonista a avanzar, son ellas quienes tienen que lograrlo, con el conocimiento de que se
están enfrentando a un nuevo escenario, a un nuevo mundo desconocido y doloroso.
“El membrillo”, el primer cuento que publica Inés Arredondo, será uno de los más
sencillos, en éste abordará temáticas que con el paso de los años y la práctica, se harán
recurrentes en sus escritos: por ejemplo, el triángulo amoroso que llevará a los límites en un
cuento como “Mariposas nocturnas”, donde el triángulo se forma en una relación
homosexual y una jovencita que es comprada; temas que serán parte de lo prohibido dentro
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de la literatura mexicana, o bien están en el punto de lo clandestino. O también la
sensualidad que se verá perfeccionada en “Sombra entre sombras”, donde descubriremos a
una mujer sumamente sensual, con pleno conocimiento de esta sensualidad y con las armas
para explotarla al máximo. Además, vemos las transiciones dolorosas en la mujer muy en
claro en “La Sunamita”, temáticas que en este cuento serán el preámbulo de las grandes
inquietudes que Arredondo desarrollará hasta llegar a la perfección y lograr cuentos
completos y sumamente trabajados.
Como vemos, las temáticas que aborda incluso desde el primer cuento serán los
hilos conductores que formarán una gran telaraña entre sus treinta y tres cuentos, para
culminar con “Sombra entre sombras”, llevando a un solo centro, como Inés misma lo dice
en una entrevista realizada por Miguel Ángel Quemain: “Ahora, desde „El membrillo‟, mi
primer cuento, hasta el último que cierra Los espejos, „Sombra entre sombras‟, lo que yo
quería saber era qué era la pureza y qué la prostitución”, una obsesión que la acompañó
durante toda su vida.
Con este primer cuento vemos a una pequeña mujer que se irá transformando cuento
a cuento, tomando nuevos matices, adquiriendo nuevos rostros y al final una sola mujer, esa
mujer fuerte, valiente con plena conciencia de sus actos, con la seguridad de ir hacia
adelante: esa mujer que todas llevamos dentro, esa mujer que somos todas y cada una al
mismo tiempo, la mujer verdadera, real, sin tapujos, sin máscaras, presentada tal y como es:
ni buena ni mala, sólo real.
Elisa es la primera muestra de la bella mujer que Inés Arredondo trata de reflejar en
sus cuentos. Este cuento, “El membrillo”, fue una inspiración y la esencia de una temática,
una muestra de la capacidad narrativa de su autora, del dominio del lenguaje; es el primer
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destello de lo que logrará en su obra con el paso de los años. Estamos apenas despertando
hacia una nueva mujer. Esta será una mujer que irá despertando poco a poco, cuento a
cuento.
La pureza perdida y el tránsito consciente hacia la perversión en “La Sunamita”
Según el imaginario tradicional, hombre y mujer son dos seres que se complementan. La
educación, las costumbres y las leyes proponen que ambos estén juntos para amarse y
respetarse, para cuidarse el uno al otro y compartir el resto de sus vidas. ¿Pero qué pasa
cuando no es así?, ¿qué sucede cuando uno de los dos es obligado a unir su vida a alguien
que no eligió, cuando es obligado a compartir y a dar sin que sea esta su voluntad? De
uniones así surge casi en todos los casos una pesadilla, unas veces mayor que otras, pero no
por eso deja de cimbrar la vida de quien está en historias con un telón de fondo parecido.
Arredondo da a conocer sacrificios de este tipo en algunos de sus cuentos, de
diferente forma y planteando diferentes conflictos y situaciones, siempre mostrando cómo
la vida de una mujer, que es obligada a vivir con un hombre que ella no ama, que no ha
elegido, se vuelve siempre un pequeño o gran infierno, no dejando de ninguna forma de
representar un sacrificio, una cárcel.
Los cuentos “Mariposas nocturnas”, “La Sunamita” y “Sombra entre sombras” son
claros ejemplos de uniones forzadas ya sea por dinero, compromiso, mandato, costumbre,
conveniencia o caridad. Cada una de ellas desencadenando historias dignas de ser contadas,
escuchadas y a la vez amadas y odiadas. En este terreno la pluma de Arredondo imprimió
veracidad, abrió los ojos de sus lectores hacia un mundo poco explorado por los hombres
escritores, un mundo donde las mujeres, mujeres corrompidas, mujeres de provincia, son
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las autoras y protagonistas de sus historias, de dolor y sufrimiento, de aprendizaje, que han
de dejar heridas imposibles de borrar y olvidar.
Cuando de corrupción femenina se habla, debe tenerse presente, en la mayoría de
los casos, la presencia masculina de una forma directa o indirecta; es verdad que hay
mujeres más proclives a la corrupción que otras, pero de igual forma esa sombra, esa
oscuridad masculina no dejará de presentarse y estará estrechamente relacionada con la idea
de la perversión de la mujer.
Existe un sinfín de novelas, cuentos, relatos donde la mujer aparece como un ser
malvado por naturaleza, recordemos que desde el inicio, en la Biblia, fue Eva quien come
primero de la fruta prohibida, pero fue tentada por Satanás, una figura masculina. La mujer
es capaz de pervertir, condenar y arruinar la vida de un hombre, hay que tomar en cuenta
que en la mayoría de los casos dichas historias son dadas a conocer por un hombre, novelas
como Naná de Emilio Zola o en México Santa de Federico Gamboa, tratan el tema de la
prostitución, una bella y joven mujer se dedica a la prostitución: es obligada a sumergirse
en los bajos mundos, pues al principio su inocencia y su bondad han sido robadas por aquel
hombre que la engañó. Al inicio siempre existirá la sombra de un hombre quien será aquel
que la corrompa.
Inés Arredondo encontró en esta temática un espacio sin explorar, uno conocido y a
la vez ignorado: la voz femenina dentro de historias de corrupción, la opinión de quienes
son las verdaderas protagonistas de historias así.
Arredondo abre una brecha y da voz a quienes verdaderamente saben lo que les ha
pasado, sus mujeres provincianas, protagonistas de sus historias, son quienes nos cuentan lo
que verdaderamente hay que saber; ese es el poder que tienen los relatos de Arredondo, y
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que deja al lector incapacitado para cuestionarlos, pues es la propia protagonista quien nos
deja saber qué es lo que le pasó, en dónde está ese pequeño momento de su vida, tranquila y
monótona, que lo cambió todo.
El poder que tiene Luisa radica en la libertad que tiene para contar sus propias
experiencias, será ella quien nos cuenta su historia como una nueva Sunamita. Por eso el
cuento comienza con un epígrafe del Antiguo Testamento:
y buscaron una moza hermosa por todo el término de Israel y hallaron a
Abisag Sunamita, y trajéronla al rey.
Y la moza era hermosa, la cual calentaba al rey, y le servía: más el rey
nunca la conoció. (Reyes I, 3-4)
La autora crea una nueva Sunamita que sí tendrá el poder de decir lo que le ha
pasado, tendrá voz y conciencia de su historia. Gloria Prado dice en su ensayo “La re-
escritura de escrituras” lo siguiente:
Luisa la protagonista del relato, se ubica desde su propia perspectiva
para narrar a partir de ella. El relato bíblico es narrado por un narrador
omnisciente extradiegético en tercera persona, quien da cuenta en forma
impersonal y “objetiva”, con una evidente toma de distancia. Arredondo se
sitúa en el interior de Luisa y mira desde ahí. Lo que no se abordó y
explicitó en la relación bíblica, se desarrolla aquí: la perspectiva y la
dimensión ético emocional de la Sunamita-Luisa que en el episodio
escriturario no existe. (87)
Queda claro que al darle la voz a la nueva Sunamita conoceremos su lado de la
historia, Arredondo le da a sus personajes la libertad de ser ellos quienes narren su propia
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historia; además, con el epígrafe se da la pauta para seguirla. De acuerdo con lo que dice
Prado, estamos siendo testigos de la verdadera historia de Sunamita, entrando a sus
pensamientos, sentimientos y miedos, ante una historia que será su historia.
En “La Sunamita” Arredondo nos presenta a una mujer joven, orgullosa de su
cuerpo y su belleza. Luisa está muy segura de sí misma, pero hay un cambio en ella, un
instante que la marca y la hace lo que es al final de su historia.
La historia es sencilla, sin enredos ni doble fondo, lineal y rápida, distinción que ha
de tener toda la narrativa de Inés Arredondo. De inicio sabemos que Luisa nos va a contar
el momento en el cual pierde su juventud, recordando que cuando se habla de juventud, en
la mayoría de los casos, se está refiriendo a la inocencia, a la pureza de alma. La historia
empieza cuando Luisa recibe un aviso donde le informan que su tío Apolonio se encuentra
en el lecho de muerte y quiere verla; ella vuelve al pueblo que la vio crecer y a la casa
donde vivió como hija de su tía Panchita y Don Apolonio éste en sus últimos momentos
pide casarse con Luisa in articulo mortis. Desde el punto de vista de la narradora, el pecado
y la lujuria sacan al moribundo de entre los brazos de la muerte, pero lo convertirá en un
monstruo, en un ser que ya no es lo que fue. Al mismo tiempo, Luisa se transforma, le es
robada la juventud y con ella lo que conlleva, los dos sufren de una transformación: uno
alimentado por la juventud que chupa como sanguijuela, y la otra por aquello que le está
siendo robado, por eso es tan significativa la frase inicial del cuento: “Aquel fue un verano
abrasador. El último de mi juventud” (Arredondo 88).
Luisa huye, pero al alejarse debilita aquello que mantiene vivo al tío y nuevamente
la llamarán al lecho de muerte. Ella sabe que el pecado es lo que le da vida al “demonio de
la muerte” (96), que ya nada tiene que ver con el tío que ella conoció y así, inmersa en la
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malicia, dándole vida con su bello cuerpo al pecado, desgastando su vida y su pureza, vence
al monstruo al paso de los años. Pero ella nunca volverá a ser la misma, nunca recuperará lo
que la muerte, la lujuria, el pecado le arrebataron para darle vida a un ente que al final se
llevó todo lo que ella admiraba de sí misma y la dejó transformada en una persona
totalmente diferente de aquella que llegó al pueblo. Hacia el final del cuento, ya no se
encontrará en medio de la llama sin ser consumida, estará, dice Luisa, “consumida
totalmente por la llama”, no tendrá el escudo de la pureza que la proteja del fuego
implacable que es la maldad humana.
En este cuento Arredondo trazará uno de los senderos temáticos que recorrerá
muchas veces a lo largo de su narrativa: el pecado, la lujuria y la malicia del ser humano se
entrelazan en esta historia para darle a conocer a sus lectores que la vida de las mujeres de
provincia no es fácil ni sencilla y que en ellas se encierran historias difíciles de ignorar, y
que de alguna forma encontrarían su escape para ser reveladas al mundo.
Las mujeres de Arredondo poseen todas una belleza única, cada una dotada de
atractivos que las hacen ser perfectas protagonistas. No serán como aquellas mujeres del
romanticismo donde su belleza se relaciona estrechamente con su carácter: entre más bella,
más débil y sensible. Las protagonistas de las historias de Arredondo les corresponden sólo
los atractivos necesarios para interpretar su historia, Luisa no es la excepción, ella está
consiente de su belleza y orgullosa de la belleza que posee, “pura y sin mancha”.
El cuento es narrado por la propia Luisa, ella es quien nos cuenta su historia y es
importante para ella como narradora destacar la belleza que posee, la juventud, la pureza de
la que está tan orgullosa en las primeras líneas del cuento: “En el centro de la llama estaba
yo, vestida de negro, orgullosa, alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola…
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Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire
encendido que me cercaba y no me consumía” (88). Al destacar su belleza, Luisa está
asegurando que el lector entienda hacia el final del cuento la transformación que ella sufre,
tanto física como mental. Esther Avendaño-Chen dice que: “el énfasis se pone así en el
tiempo y el espacio como marcas para desarrollar la historia y llamar la atención sobre el
dato clave: la transformación, el paso de un estado existencial al otro” del estado de pureza
al de impureza. Luisa misma lo dice en la primera línea del cuento “aquél fue un verano
abrasador. El último de mi juventud” (Arredondo 88). Se pierde, como hemos visto, lo más
valioso que posee: la inocencia. Es consciente ahora de su transformación y adquiere el
poder de contar al mundo lo que le ha sucedido.
En las primeras páginas de la historia Luisa nos lleva al pueblo en donde ha crecido,
donde fue como una hija para su tío, que ahora la llama en su lecho de muerte, y de su tía
Panchita, esposa del tío, que ha muerto ya. Luisa llega al pueblo a la hora de la siesta, es
importante que este dato se mencione en la narración, con ello asegura fijar una hora
concreta en la que nadie se encuentra en la calle, nadie perturba a Luisa en sus recuerdos
del pueblo. Pero, en consecuencia, tampoco nadie percibe la belleza con la que ella misma
se describe al inicio del cuento: “en el centro estaba yo, vestida de negro, orgullosa,
alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola” (88). Sola también recorre las calles
del pueblo, ninguna persona podrá ser testigo de la belleza y pureza que irradia fuera de la
casa del tío y antes de llegar a ella, que se irá apagando poco a poco ante la cercanía y
convivencia con la muerte: “No sentí que llegaba, sino que me despedía” (89) dice, y con
ello nos damos cuenta que el texto está plagado de pistas que nos van acercando a lo que
pronto va a ocurrir. Luisa sabe, presiente que no está llegando a aquella casa que la vio
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crecer sino que, de alguna forma, se despide de su juventud, de su belleza, de su pureza, de
todo aquello que la hace ser la mujer intocable por la mirada lasciva de los hombres. Está a
punto de encontrarse con un futuro diferente dentro de aquella casa que se irá convirtiendo
día a día en la prisión que le robará todo aquello que la hace ser esa mujer orgullosa de sí
misma, y lo sabe.
En el momento de su llegada al lado del tío, Luisa lo describe casi totalmente en
brazos de la muerte “más pequeño que antes, enjuto, sin dientes, perdido en la cama enorme
y sobrenadando sin sentido en lo poco que le quedaba de vida, atormentaba como algo
superfluo, fuera de lugar, igual que tantos moribundos” (89), y enseguida dice: “esto se
hacia evidente al salir al corredor caldeado y respirar hondamente, por instinto, la luz y el
aire”. Luisa se aleja instintivamente de aquello que le refiere la cercanía con la muerte; la
descripción del tío será sólo un ejemplo del miedo y la repulsión que Luisa va sintiendo
hacia él y que se irá incrementando conforme Don Apolonio se vaya transformando y la
narración avance hacia el clímax.
La presencia constante de la muerte en el relato se destacara como un elemento
importante, pues contribuirá en gran medida a la transformación de Luisa. El miedo, la
cercanía, la espera y el deseo de que la muerte por fin suceda harán que Luisa, como nueva
Sunamita, entienda el crecimiento y el fin, al cual todo ser humano está destinado. Cuando
la muerte asalta la vida de una persona mayor no causará tanta angustia, la misma Luisa no
advierte nada al ser llamada al lecho de muerte de su tío: “Nada cambio cuando recibí el
telegrama… mi tío Apolonio se moría a los setenta y tantos años de edad… Todo esto era
perfectamente normal, ningún augurio me hizo sospechar nada” (88). Al tratarse de un
adulto mayor, el ciclo de la vida sólo se está cumpliendo; por lo contrario, al presentarse en
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la vida de un joven o un niño, causa impotencia, pues el orden se altera, lo que en unos
casos es normal en otros implica miedo, de ahí el temor de Luisa a todo aquello que
represente el contacto con la muerte y que su instinto natural de huir se active.
Luisa es sumergida en este mundo; es obligada a presentarse cara a cara con la
muerte, a ser testigo de la degradación, del sufrimiento y del horror que rodea todo ese
escenario; al activarse su instinto se agudiza también la repulsión, el miedo y el rechazo,
incluso la angustia de que su carne joven pueda ser tocada por los lazos de la muerte
representada por el tío.
A pesar de todo y de su instinto natural de huir, Luisa puede sentirse bien al poder
cuidar a su tío y ocuparse de esa casa que es de ella. El tío hasta este momento se comporta
como un tierno abuelo, como lo haría un padre con su hija, y aún nada perturba la
verdadera esencia de Luisa. Don Apolonio le va heredando poco a poco sus recuerdos, su
vida, dejando en su sobrina esa herencia no sólo de cosas materiales, sino también de todo
aquello que un hombre debe de dejar en su paso por este mundo. Al heredarle su vida, Don
Apolonio también está tendiendo un puente entre él y su joven sobrina; un lazo que día a
día los acercará más.
A lo largo de la narración podemos observar todos aquellos detalles que señalan la
presencia constante de la muerte; todo lo que ocurre en el relato va sucediendo por eso, y
siempre hay pequeñas señales donde vislumbrar su presencia. Ante esta constante aparece
otra, la que parece ser su opuesto: la juventud. En el relato se van dando detalles que
equivalen a este binomio de muerte-juventud, representados en primer plano por Don
Apolonio y Luisa.
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El tío moribundo parece ser el principal admirador de la belleza y la juventud:
“cuando estuvimos en Venecia tu tía era tan joven, tan…” (90). Admira las joyas que a
pesar de los años siguen jóvenes y vivas, y al estar entre sus manos se resalta más su
belleza y juventud. Al recordar viejos tiempos, al estar cerca de aquello que permanece
joven y vivo, en especial cerca de Luisa, el tío se recupera, pero es sólo una ilusión, pues la
muerte continúa acechando, recordando que sigue ahí a pesar de todo aquello que le da a
Apolonio un poco de vida y de nueva esperanza.
La muerte está siempre presente desgastando poco a poco la vida y la juventud,
transformando a Luisa, convirtiéndola lentamente en lo que será al final del cuento una y
otra vez Luisa será presa de su instinto de huir, será más intenso en el clímax del cuento
cuando por fin el tío está por morir. Lo único que ella puede hacer es huir dirección
opuesta: “Salí corriendo, huyendo de aquel momento insoportable, de aquella inminencia
sorda y asfixiante” (91), protegiendo su juventud, su vida, que debía estar tan lejos de esa
presencia silenciosa e implacable que marchita hasta la flor más bella, el presentimiento de
algo terrible, de algo que ha de cambiar su vida, huyendo de la presencia del tío, que es el
reflejo más próximo de lo que para Luisa significa la muerte.
Georges Bataille dice acerca de la muerte lo siguiente: “El horror a la muerte no
solamente está vinculado al aniquilamiento del ser, sino también a la podredumbre que
restituye las carnes muertas a la fermentación general de la vida” (43), por esto ese horror
de Luisa al estar cerca de su tío en los últimos momentos. Ella no quiere ver, oler, sentir la
presencia de la muerte de ninguna forma.
El primer indicio de que algo le está siendo arrebatado se da cuando el tío quiere
casarse con ella in articulo mortis, con la intención de heredarle sus bienes. Pero Luisa sabe
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que ella no está dispuesta a perder todo aquello que la tiene tan orgullosa el horror se
presenta en su máxima expresión cuando un ser moribundo está a punto de arrastrarla a la
tumba; arrastrar a ese ser bello y joven que nada tiene que ver con la muerte: “ahogué un
grito de terror… ¿por qué me quiere arrastrar a la tumba?... sentí que la muerte rosaba mi
propia carne” (Arredondo 92). El temor de estar en un contacto más cercano con la muerte
la perturba, el miedo a perder lo único que le pertenece, su cuerpo y su belleza, por estar en
contacto con algo que no respeta vida, belleza, juventud o riquezas, la muerte implacable.
Desde este momento Luisa comienza a transformarse de ese ser seguro que aparece en el
inicio de la narración, de la primera Luisa queda ya muy poco, a uno que ahora teme a cada
momento; el miedo la invade y esa seguridad y aplomo con la que ella se muestra al
principio; se va perdiendo entre más contacto tiene con el tío Apolonio, con ese ser que la
arrastra a tocar los límites entre la vida y la muerte. Cuanto más tiempo pasa rodeada de la
muerte de su tío, más se va perdiendo a ella misma y en un instante pierde hasta su
voluntad de decidir; es arrastrada a lo más profundo de esa realidad que la atemoriza y la
domina.
Al sumergirse en ese mundo, Luisa se queda sin voluntad y termina casándose con
el que fuera esposo de su tía: “La sensación que de esa noche me quedó para siempre, fue la
de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío y reía, grotesca, cantando.
Yo soy la viudita que manda la ley.
y yo en medio era una esclava, sufría y no podía levantar la cara al cielo” (92). Luisa está
consiente ahora de que de alguna forma ha sido cambiada, destrozada en su interior y su
única salvación se presenta como la muerte misma, el horror, la angustia y el asco que
siente hacia su tío radican en el hecho de sentir que ese ser que se aferra a esta vida, ya no
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pertenece ni a los vivos ni a los muertos, y siente que puede continuar de ese modo
eternamente.
El presentimiento de Luisa va encaminado hacia la repulsión que siente por el tío,
además del temor al acto sexual. Georges Bataille dice que: “El matrimonio es el marco de
la sexualidad lícita” (115), aunque el matrimonio de Luisa con Apolonio se ha llevado a
cabo in articulo mortis, queda la duda de esa primera noche de bodas, ese temor a la
consumación del matrimonio. Aunque el matrimonio no se consume esa primera noche
debido a la gravedad del enfermo, la malicia está presente: “feliz noche de bodas –susurró a
mi oído con risita mezquina la prima jovencita" (Arredondo 92). Esto aumenta la duda y
queda en el aire la posibilidad de que el matrimonio tenga su consumación. Tomando en
cuenta los comentarios de Bataille: “el acto sexual tiene siempre un valor de fechoría, tanto
en el matrimonio como fuera de él” (116); el temor de Luisa se incrementa ante tan terrible
presentimiento. Además del horror de unir su vida a la de un moribundo, está ese germen
del pecado, pues en esencia se está cometiendo incesto, más que aliviar la pena del
enfermo, Luisa en su subconsciente se está creando una propia tortura. Ella dice al finalizar
la boda con su Tío-Padre que “sufría y no podía levantar la cara al cielo” (Arredondo 92).
Don Apolonio durante muchos años representó el papel de la figura paterna para
Luisa, ahora que se ha convertido en su esposo, el temor se incrementa, no sólo por la
muerte y por la consumación del acto sexual, sino que además se ha incluido el temor al
castigo divino al cometer, aun que sea simbólicamente, incesto.
De esta forma, el único anhelo para Luisa es la llegada de la muerte, pues está
consciente de que al final, cuando se presente, también llegará el dolor, pero al final el
dolor también cede y se va convirtiendo en el recuerdo, en la historia, en lo que queda en la
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memoria de quienes nos sobreviven. A propósito de esto, Bataille dice que “el juego de la
angustia es siempre el mismo: la angustia que va hasta la muerte, es lo que los hombres
desean, para hallar al final, más allá de la muerte y de la ruina, la superación de la angustia”
(93). Esto es lo que Luisa desea, que todo termine, que llegue el final y que ella, a pesar del
miedo y del horror, permanezca igual sin que nada haya perturbado su esencia. Cuando
Luisa logra derribar la barrera, se abandona y espera el final común, espera que todo
aquello termine sin resistencia. Sin embargo, el moribundo esposo-tío parece fortalecerse,
toma fuerzas y revive. Toda aquella cotidianeidad, ese cuidar a un moribundo va agotando
la verdadera fortaleza de Luisa; la va gastando y convirtiéndola en alguien diferente, ya no
se piensa exenta de la muerte. Ahora esta es lo que más desea, su propia muerte, la ha
asimilado, incluso, como un vehículo para su propia salvación.
Una de las constantes en la narración de Arredondo será la utilización del clima
como recurso para explicar los sentimientos de sus personajes. En “La Sunamita” se
destaca éste recurso al inicio, cuando Luisa dice: “aquel fue un verano abrasador… la
ciudad ardía en una sola llama reseca y deslumbrante” (Arredondo 88). Luisa está dentro de
ese clima, pero de ninguna forma la perjudica o influye negativamente respecto a cómo ella
se siente en el mundo. Ese calor sofocante no la desgasta, es ella quien alimenta la llama, el
calor no funge aquí como algo desgastante; el sol y la luz son la claridad, la paz que Luisa
no encontrará dentro de aquella casa, fuera del pueblo aquello no la perjudica.
El sol, el calor, en una palabra, el fuego, se presentan aquí como detonantes. Los
adjetivos que Arredondo utiliza son muy claros y no hay duda de que los utiliza como
formas de desgastar a la propia Luisa, el calor adormece, transforma y desgasta cuanto
alcanza: “fui cayendo en el entresueño privado de realidad y de tiempo que da el calor
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excesivo” (88), dice Luisa al llegar al escenario donde se vuelve más susceptible a los
cambios del clima. Al inicio de la narración cuando aun se encuentra en su mundo y con su
seguridad, el fuego, la llama, no la consumen, pero al entrar al pueblo el calor la toca y ya
no la deja escapar de entre sus garras para, al final de la narración, quedar atrapada
“consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos que, como
hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca" (96). Al respecto, Angélica
Tornero dice lo siguiente:
Dos registros destacan, de manera simultánea en lo que respecta a la función
del fuego: por un lado, la consumación de los otros y, por otro, el resguardo
de la narradora-personaje. Esta doble función está también vinculada con el
tema de la sexualidad […] El lector se enfrenta con dos principales relaciones
simbólicas: el fuego y la sexualidad, y el fuego y la purificación. (234)
Al inicio cuando Luisa aun posee esa pureza, el fuego la abraza, la protege de
las miradas lascivas de los hombres, como dice ella, pero al serle arrebatada esa
pureza, al entrar en el juego de la sexualidad con Apolonio, Luisa es alcanzada por
esa llama y consumida en ella.
Al adentrarse en este mundo de muerte y perversión, Luisa se vuelve más sensible al
clima, qioere decir que el clima se vuelve un reflejo de todo aquello que la perturba: “el
calor y el silencio lo marchitaban todo” (Arredondo 89). Ya dentro de este mundo de
muerte, Luisa pierde el control que al inicio parece tener sobre su cuerpo, con respecto a las
inclemencias del clima, éste empieza a ser reflejo de lo que la rodea y lo que le afecta. La
muerte se presenta como algo inminente: la oscuridad, la noche, incluso los días monótonos
y nublados son el escenario perfecto para describir los temores de lo definitivo: “oscurecida
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por nubarrones amenazantes… escuchando aquel grito como un trueno, el primero de la
tormenta” (Arredondo 90). La muerte, también, es sinónimo de oscuridad, de temor.
El inicio del verdadero sufrimiento comienza en una noche encapotada, con aviso de
tormenta, pero los días que preceden al momento trágico, a ese instante donde el mundo
gira y cambia, están oscurecidos por la lluvia: “Había empezado a llover, pero sin rayos, sin
tormenta, quedamente” (93). El instante que cambia la vida no necesariamente tiene que
estar anunciado por una tormenta, Luisa no es arrastrada hacia su tragedia en medio de la
lucha y el desastre, es llevada lenta y silenciosamente; la guían, con suavidad como ese
llover continuo y silencioso, paso a paso, sin prisa, la muerte, la maldad, la corrupción.
Éstas se van apoderando de ella, preparándola para algo más desastroso que estar unida en
matrimonio a un moribundo, que es pertenecerle a ese moribundo, su tío Apolonio. La
lluvia tiene otra función, no le permite alejarse del enfermo, la obliga a no huir de la muerte
y todo lo que la represente. También en este encierro logra vencer la muralla que la separa
de la muerte, logra tener tranquilidad, en los días de lluvia, el miedo y la repulsión siguen
ahí, pero ahora está tranquila.
Con todas estas señales, estos indicios, se nos está preparando a los lectores y a la
propia Luisa para lo que vendrá, para lo que ella llamará su historia, la perversión y el
momento en que esta mujer protagonista pierde todo, su paz y tranquilidad, su inocencia y
la pureza de su alma y su cuerpo. Todo esto se lo arrebata Apolonio, por medio de la lujuria
es que él vive. El cuerpo, la belleza y la juventud de Luisa son un oasis perfecto para
cultivar esa vida a la que su tío se aferra sin sentido. Luisa asume la culpa que le
corresponde, desde la idea cristiana del pecado.
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Sin embargo, Georges Bataille dice que “en los momento de plétora en que los
animales son presa de la fiebre sexual, entra en crisis su aislamiento. En estos momentos se
supera el temor a la muerte y al dolor” (104). La recuperación sorprendente de este hombre
es fruto de la compañía de su joven sobrina, luego vienen las miradas de lujuria y, al final,
el desencadenamiento de lo inevitable: “El viejo estaba mirando con una fijeza estrábica mi
pecho jadeante, el rostro descompuesto y las manos temblonas inconscientemente tendidas
hacia mí” (Arredondo 95). Luisa va siendo presa de un crescendo de señales que van
dirigidas a un mismo punto. Ella lo sabe, lo presiente “y aquella mirada fija y aquella cara
descompuesta del primer día reaparecían cada vez con mayor frecuencia, se iban
sobreponiendo a sus facciones como una máscara” (95). El momento está cada vez más
cerca y en esa lucha continua entre la muerte y la lujuria, Luisa se debilita y sus fuerzas y
su voluntad desaparecen ese día esperado y tan temido, en donde el presentimiento de la
pesadilla se convierte en verdad.
Luisa sabe que ya su carne se ha corrompido, “Luisa deja de ser pura; se pervierte”
(Martínez-Zalce 104). Ahora es parte de un mundo corrompido, de muerte y lujuria deja de
ser esa hermosa joven del inicio y no es más que una mujer corrompida, a manos de la
muerte, de un hombre que la utiliza para poder seguir aferrado a esta vida.
Después de esta pérdida de la pureza, de lo único que la tenía satisfecha, su bello
cuerpo, ahora que es objeto de lujuria y que se ha degradado, Luisa no puede más que
desear su propia muerte ante su propio cuerpo, que ella siente corrompido. Así, la
protagonista dice: “Antes tan temida, ahora la muerte me parecía la única salvación. No la
de Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte
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para mi carne corrompida" (Arredondo 96). La muerte es la solución que ella desea, pues
vivir con mancha, vivir de esa forma, para Luisa no es vivir.
Ha caído en el pecado, o como dice Angélica Tornero: “En „La Sunamita‟, la
introducción del mal en el mundo de la narradora-personaje la conduce al oprobio y a la
caída definitiva […] lo interesante en este cuento […] es poner en evidencia las
contradicciones y, por tanto, la vulnerabilidad de los preceptos católicos” (246). De esta
manera, se evidencia el pecado que Don Apolonio está cometiendo con Luisa, y la falta en
la que ella cae. La misma Iglesia, representada por el cura del pueblo, es quien lo permite,
primero al propiciar el matrimonio in articulo mortis y, después, al permitir el abuso. Así,
cuando Luisa se confiesa con él se reconoce la falta, pero al mismo tiempo permite que siga
cuando el sacerdote le dice que tiene que regresar al lado de su tío-esposo:
Lo que lo hace vivir es la lujuria, el más horrible pecado. Eso no es la
vida, padre, es la muerte, ¡déjelo morir!
Moriría en la desesperación. No puede ser.
-¿Y yo?
-Comprendo, pero si no vas será un asesinato. Procura no dar ocasión,
encomiéndate a la Virgen, y piensa en tus deberes… (Arredondo 96)
Con ésta intervención del padre, queda en evidencia la ruptura que hay entre lo que
se hace y lo que está escrito en los mandamientos; Luisa pierde su equilibrio y se da el
cambio.
Es muy clara la transformación que ella sufre, posiblemente este es uno de los
cuentos de Inés Arredondo donde se aprecie con mayor claridad esa transformación de la
mujer, debido a un instante que la saca de la normalidad, de la cotidianidad. Para la
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protagonista, que se ha criado sobre sólidas bases morales, el ser ultrajada por quien
representa su figura paterna causa gran confusión y, lo que en principio un principio
significó tenderle la mano a un moribundo, se convierte en una pesadilla. Todo lo que ella
ha cuidado y protegido de ser manchado es arrebatado por quien menos se piensa, y aquí es
donde se “evidencia lo absurdo sobre el que se ha construido”, los valores de la tradición
católica. La Luisa del inicio de la narración nada o muy poco tiene que ver con la mujer que
queda después. En su interior algo se ha perdido, transformado. Ella se sentía tan orgullosa
al principio, que al final de su experiencia con la muerte y la corrupción, no queda nada, o
muy poco. Ahora ya no es orgullo ni satisfacción, es decepción y pena.
El cuento se cierra sin dejar lugar a cualquier duda, Luisa lo deja claro “yo no pude
volver a ser la que fui” (96). El contacto permanente con ese hombre que se alimenta por
tanto tiempo de ella, la deja transformada. No sólo físicamente, pues ha perdido la lozanía
de la juventud, sino verdaderamente donde importa, en la esencia de lo que ella es como
persona, en lo más intimo de su ser, y en cómo se siente, después, con respecto al mundo
que la rodea.
Antes de llegar a la casa del tío y ser arrastrada al juego de la muerte, Luisa estaba
intacta, pura. En ella no había nada que la hiciera sentirse menos; satisfecha con su cuerpo,
orgullosa de su pureza, es una mujer plena y segura, pero al entrar en el estira y afloja de la
muerte y la vida se va desgastando, va perdiendo lo que ella es. “La Sunamita” es un cuento
que narra la transformación del cuerpo y, por lo tanto, de la identidad de Luisa como mujer
en el mundo.
El cambio es evidente tanto en el inicio como en el final de la narración. Hay dos
partes que se contraponen: la primera es la descripción de Luisa para ella misma en la
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primera parte; mientras que en la segunda es evidente la conciencia que Luisa tiene sobre
propio cambio. Ha cambiado, y de una manera muy consciente, pues es ella misma quien
muestra, a quien quiera verlo, su propia transformación. Al inicio de la narración dice: “Las
miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba
al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo
todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía” (88). En cambio, en el último
párrafo de su historia, parece ser a otra a quien describe, es otra, ella misma transformada:
“Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me
siento ocasión de pecado para todos, consumida totalmente por la llama implacable que nos
envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina
nunca” (Arredondo 96).
Con todo lo que ha sido obligada a vivir, Luisa se sabe para ella misma un ser
degradado. Todo aquello que al inicio no puede tocarla, no puede consumirla, es lo que
después de la pérdida de la pureza puede consumirla. La pureza es un valor positivo para
ella, y la violencia de su transformación, representada sobre todo por la lujuria del tío, la
sumerge en un mundo también degradado, diría ella misma, en un verano ardiente que no
termina nunca. Tornero menciona, sobre el final del cuento, que la narradora: “Afirma el
sentido de arder para siempre, de manera análoga a como sucede en los infiernos, en la
visión católica” (246). Así, Luisa es una más que es consumida por el fuego del pecado y la
lujuria.
El cambio que tiene esta protagonista va de la mano con la pérdida de la pureza;
aquello de lo que es enteramente dueña. Pierde su seguridad por los cambios: el dolor se
hace presente y ese instante que lo transforma todo no deja que se pueda recuperar lo que