La Princesa y la Matemática...chica era muy arrogante. Aunque no era princesa, ella se comportaba...
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La Princesa y la Matemática
Dora Musielak
Copyright © 2015 by Dora E. Musielak
Todos los derechos reservados.
Publicado en los Estados Unidos de América
Octubre 2015
ISBN 0-9000000-0-0
Dora Musielak
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2
La Chica que Amaba a Newton
Desde el alto balcón contiguo a su habitación, Emilia dejó caer una piedra
pequeña. Ella contó sus respiraciones, uno, dos, tres, al tiempo que el guijarro caía
y con un ruido sordo aterrizó en la terraza del piso de abajo
— ¡Que interesante! La piedrita desciende directamente por un camino
invisible perpendicular al suelo. ¿Por qué no vuela a la izquierda o hacia la
derecha? —Emilia se preguntaba.
Ella tomó otra piedra de la pila en su canasta y la lanzó con mucha fuerza
hacia su jardín. La piedra salió volando, y arqueando su trayectoria pronto cayó al
suelo encespado. Uno, dos, tres, cuatro...
—Ah— Emilia inquiría —¿que hace que la piedrilla caiga, no importa en
qué dirección o qué tan rápido la tiro? Algo parece atraerla siempre hacia abajo!
La joven observó también que el impacto de la piedra era más grande si la
lanzaba desde el balcón más alto que cuando ella la tiraba desde una altura mucho
más baja. Puesto que la piedra no había ganado más peso, debe haber ganado
velocidad, concluyó la chica.
— Parece que al caer un objeto termina la última parte de su trayectoria de
descenso en el menor tiempo. — Emilia estaba fascinada con su descubrimiento.
Ese era típico comportamiento de Emilia. Incluso cuando estaba bailando o
montando su caballo, ella pensaba en cosas que otros ni notaban. La joven de
familia muy rica tenía tutores que le enseñaban lo que debe saber una joven dama
de linaje: arte, historia, música y lenguas extranjeras; para los doce años, Emilia
dominaba francés, alemán y español, y ella podía leer las obras de los filósofos
antiguos en latín y griego. No otra chica de su edad podía hacer eso. Es cierto,
Emilia amaba los libros, y cada noche ella leía todo tipo de divertidos cuentos.
Emilia era hermosa y parecía encantadora, pero mucha gente pensaba que la
chica era muy arrogante. Aunque no era princesa, ella se comportaba como si lo
fuera. Sus ojos verdes brillantes hacían juego con la esmeralda en su collar que
brillaba con cada gracioso giro que ella hacia al bailar los valses. Era alta y se vestía
elegantemente; se peinaba su cabello rubio rojizo sujetado con una delicada tiara,
porque ella detestaba aparecer desaliñada.
Emilia vivía en una magnífica mansión rodeada de hectáreas de tierra donde
ella montaba su caballo casi a diario. Sus padres la adoraban, dándole a su hija
regalos espléndidos y vestidos que eran más bonitos y lujosos que las prendas de
las princesas reales. Los domingos, iban en su coche de lujo al jardin du roy. En
aquellos tiempos los aristócratas tenían la costumbre de ir a pasearse en el jardín
del rey, exhibiendo sus sombreros más extravagantes y elegantes trajes de moda.
Emilia hacia reverencias y caminaba entre los aristócratas, pretendiendo que era
una princesa, y todos los que la veía creían que ella era. La joven se conducía con
gracia y señorío.
Meses antes su decimoséptimo cumpleaños, Emilia ordenó a la modista que
le hiciera el vestido precioso de raso que ella había diseñado. Tenía una crinolina
de tul rosa, y por encima tenía una falda fucsia que parecía ser una rosa con
pétalos delicados. El atuendo tenía que ser perfecto ya que el mismo día, Emilia se
presentaría a la reina en su sala de trono. Este sería el honor más grande para la
emocionada debutante ya que su majestad solo recibía en su palacio aquellos quien
fuesen recomendados como dignos de estar en su presencia, y esa una
recomendación tendría que ser de alguien que perteneciera a las esferas más altas
de la sociedad.
Emilia recibió su citatorio de presentación tres semanas antes, lo que le
permitió amplio tiempo para practicar la reverencia elegante de la corte de la reina.
La noche de su presentación, Emilia salió en su coche de caballos acompañada de
su dama de honor. Recorriendo las calles rumbo al palacio la chica se veía radiante
y orgullosa, agitando su mano fina a los espectadores, pretendiendo que era una
auténtica princesa. Su vestido de presentación tenía una cola larga de terciopelo,
midiendo más de tres yardas de largo desde los hombros. Con desenvoltura
cultivada, Emilia entró al palacio imperial, llevando la cola de su elegante vestido
sobre su brazo izquierdo y se hizo paso entre los asistentes imperiales. Alta y regia
ella dejó que la cola de su vestimenta descendiera sobre su espalda y se presentó
gallardamente ante un caballero que abrió las puertas doradas a la sala del trono.
Una voz solemne anunció su nombre y Emilia tomó un paso hacia adelante,
e hizo una graciosa reverencia ante la reina, tan baja que casi se arrodillaba, y al
mismo tiempo, besó la mano real que se extendía hacia a ella, debajo de la cual ella
colocó su mano derecha sin guante. Emilia sonrió e hizo reverencia a las princesas
sentadas cerca de la reina y se retiró, plenamente consciente del impacto que su
presentación hizo en la reina y su corte.
Poco después, la joven debutante fue invitada a otros eventos incluso al baile
anual del rey. Paseándose por el enorme salón del palacio imperial, Emilia se
comportaba como una aristócrata, y sus ojos esmeraldas y bonito rostro atraían la
atención de todos los presentes. Era coqueta y tan frívola como las damas
aristócratas. Cada noble deseaba bailar un vals con la linda Emilia. Sus padres
estaban muy contentos, seguros que pronto ella se casaría con un gran ilustre señor
y se convertiría, al menos, en una marquesa.
Después de su debut en la corte imperial, Emilia se olvidó de sus estudios y
encontró excusas para evitar sus lecciones. La chica hizo amistades con jóvenes
aristócratas presumidos que no tenían intereses serios y solo les gustaba bailar,
charlar de cosas sin consecuencia y perder su tiempo en juegos triviales.
Con el paso del tiempo, la joven se hizo aún más desconsiderada, egoísta,
dominada por su vanidad. Solo le interesaba su apariencia, y gastaba la riqueza de
sus padres comprando más caros atuendos y joyas, queriendo impresionar a sus
nuevas amistades. Matilde, su femme de chambre, temblaba cuando Emilia le exigía
que le hiciera un nuevo peinado ya que sabía que era difícil complacer a la señorita
caprichosa.
Acompañada por su chaperona, Emilia viajaba en su coche para encontrarse
con sus nuevos amigos en la ciudad. Vistiéndose a la última moda, la joven asistía
a las mascaradas del palacio, iba en excursiones al campo, visitaba el teatro, y
atendía petits soupers con gente inútil, vacua.
Una noche frígida, cuando la chica se apresuraba de regreso a casa después
de una fiesta, una rueda de su coche se rompió en el medio de un camino
desolado. Después de ver los inútiles intentos del cochero para reparar el daño,
Emilia y su chaperona se bajaron. Estaban aún lejos de su mansión y la noche
estaba bastante oscura y fría para estar varados. Pero no era en su naturaleza ser
una víctima de bandidos, ¿qué podría hacer? Mirando a su alrededor Emilia
descubrió una luz en la distancia. Sin un segundo pensamiento, aseguró su
bufanda de pieles sobre su cuello, levantó su vestido de seda sobre sus botines de
tacón y corrió a toda prisa hacia el faro en la distancia. Su criada y su conductor
trotaron detrás de ella.
Pronto Emilia se encontró frente a una humilde casa de campo con la
ventana iluminada que la había guiado. A través del cristal vio a un joven
escribiendo en su escritorio con libros y pilas de papeles esparcidos por todos
lados. La tinta goteaba de su pluma, manchando el manuscrito que él joven
componía pero él seguía escribiendo febrilmente. La llama de su vela bailaba,
creando chispas de luz a su alrededor, disipando las sombras en su frente alta.
Con su mano enjoyada Emilia dio tres golpecitos en el vidrio de la ventana,
perturbando la concentración del caballero. Después de unos momentos, él fue a la
puerta y encontró a la chica elegantemente ataviada mirándolo con ojos verdes, tan
brillante como las esmeraldas; parecía ser una princesa extraviada. Emilia sabía
que los hombres la consideraban irresistible. Pero no este, éste joven parecía
exasperado por la intrusión. Usualmente ella trataba a una persona de clase baja
con una especie de cortesía altiva, muy despreciativa. Ahora la chica tuvo que
hacer un esfuerzo para aparecer más modesta porque ella necesitaba su ayuda.
Además, este joven señor parecía tan inteligente, a diferencia de los amigos que
ella frecuentaba. Emilia pudo discernir algo único y especial en los ojos de este
caballero. En ese momento no lo sabía, pero ella estaba de pie ante el señor
Newton, un matemático brillante a punto de proclamar nuevas leyes de la física.
El joven con rizos rubios largos y una mirada penetrante los invitó a entrar.
Después de que Emilia explicó su situación, él la guió hacia la estufa ardiendo, y
bruscamente le ofreció una taza de té. Emilia le ordenó a su chofer que fuera a
caballo a buscar un coche nuevo. El criado hizo la reverencia a su ama y se fue a
traer ayuda.
Y es así cómo Emilia y su doncella terminaron por pasar la noche en casa de
Monsieur Newton. En aquel momento sus vidas se habían cruzado en una manera
muy encantadora, aunque ni uno de ellos lo habría anticipado. Para Emilia, ese
encuentro la introduciría a un nuevo tipo de amistad y la conduciría a un
descubrimiento intelectual significativo.
Emilia estaba acostumbrada a que los caballeros cayeran a sus pies vencidos
por su belleza y ellos tratarían de cortejarla con sonetos y palabras bonitas. Pero
Newton no parecía impresionado por su apariencia exquisita ni intentó entablar
conversación ingeniosa con ella. Al contrario, el joven estaba concentrado en sus
propios pensamientos; parado silenciosamente él contemplaba su manuscrito en el
escritorio. Emilia entendió que Newton quería volver a su trabajo. Sin esperar por
la invitación, Emilia tomó una silla frente a su escritorio y le instó a que continuara
su trabajo.
Newton se sentó y reanudó su escritura.
— No parece tener más de veinte y siete años—, pensó Emilia, observando el
rostro de Newton, su nariz prominente y el leve ceño entre las cejas. Sin embargo,
Emilia era muy curiosa y comenzó a inclinarse ligeramente para poder mirar en su
manuscrito mientras que él escribía. A pesar de su prisa, la escritura del joven era
clara y lúcida. Después de anotar breves enunciados en latín, añadió números y
ecuaciones que ella no pudo discernir. Newton tomaba la pluma en su mano
derecha y dibujaba figuras que parecían garabatos de niño; un dibujo en particular
le llamó la atención.
Después de unos minutos de incómodo silencio, Monsieur Newton colocó
su pluma en el escritorio y la miró directamente, visiblemente molesto. Los dedos
manchados de tinta se entrelazaron bajo su barbilla. Era muy claro, Newton no
estaba contento al tener una huésped que llegó sin invitación; su presencia
interrumpía su trabajo.
Emilia, por otro lado, estaba acostumbrada a ser el centro de atención.
Además, ella era curiosa y audaz.
— ¿Es usted un filósofo, Monsieur?
— No soy sólo un filósofo. Yo soy un filósofo de la naturaleza,
Mademoiselle, un científico. A diferencia de otros, yo uso las ciencias exactas para
explicar el universo. ¡Esta es la única manera de entenderlo! — él dijo con fuerza
en su voz.
—¿Qué quiere decir, Monsieur?
— Muchos filósofos conciben teorías basadas en creencias tontas y las
discuten sin tener bases científicas. Yo prefiero usar matemáticas y experimentos
para probar o refutar mis teorías. De esta manera, puedo establecer los hechos que
me ayuden a descubrir las leyes de la naturaleza para que sean irrefutables, ya que
están basados en las ciencias exactas.
Emilia había observado sus ecuaciones y la última figura que él bosquejó le
recordaba a algo bastante familiar. El dibujo mostraba una línea que se arqueaba a
partir de un punto imaginario en el espacio.
Ella le preguntó, por supuesto:
— Monsieur, ¿qué está escribiendo? Por favor explíqueme el último
bosquejo que dibujó allí. ¿Esa curva representa el movimiento de un objeto?
Newton pareció un poco sorprendido por esa inteligente observación y le
respondió rápidamente.
— ¡De hecho si es así! Yo estoy dibujando la trayectoria parabólica de un
proyectil, porque estoy estudiando las causas del movimiento.
Emilia compartió con él sus propios experimentos cuando tiraba piedras
desde su balcón y luego le preguntó:
— ¿Por qué todos los objetos que arrojamos siempre caen al suelo?
— ¡Gravedad! Ah, señorita, usted me recuerda a Galileo y sus
experimentos— dijo Newton con un brillo en sus ojos. Todos los cuerpos caen
debido a la fuerza de la gravedad.
Después de una pausa reflexiva, el joven erudito remarcó enfáticamente,
— Si usted desea comprender cualquier fenómeno en la naturaleza, debe
expresar lo que observe con una ecuación. Esta es la única manera de determinar el
movimiento de cualquier objeto en el universo y saber exactamente cómo y por qué
sucede.
Newton añadió:
— Como dijo Galileo, la naturaleza es un libro escrito en el lenguaje de
matemáticas. Si no podemos entender ese idioma, estamos condenados a
deambular como si fuésemos por un laberinto oscuro.
Mirando directamente a sus ojos de color esmeralda, Newton le preguntó
con tono burlón, como si la desafiara:
— ¿Sabe usted matemáticas, señorita?
— No, Monsieur Newton, pero es mi deseo aprender. ¿Usted me ensenaría?
— Mademoiselle, el aprender ciencias matemáticas no es tan sencillo.
Requiere tiempo y mucho esfuerzo para comprender muchos conceptos que se
necesitan para realizar el análisis. Matemática es una ciencia rigurosa que requiere
toda una vida de estudio.
— Lo entiendo. Pero usted debe saber, señor Newton, que soy inteligente y
aprendo rápidamente. ¡El saber al menos un poco de matemáticas me haría muy
feliz!
Newton claramente se divertía al escuchar esa petición y su apasionada
declaración. Tal vez quería evaluar la seriedad del interés de la chica, o
simplemente quiso poner a prueba su destreza intelectual.
— Muy bien. Empecemos con algunas ideas básicas. Imagínese que rodamos
una bola, a partir de un punto que llamaremos el origen del movimiento, y le
damos su coordenada cero. Después la bola se detiene, llegando a otro punto con
coordenada 1. ¿Cómo determinamos la velocidad de la bola al moverse desde 0 a
1?
Emilia conjeturaba e inmediatamente respondió:
— La velocidad es la distancia recorrida por la bola dividida por el tiempo
que tomó para moverse esa distancia.
— Correcto. Eso nos dará la velocidad media. Sin embargo, deseamos saber
la velocidad instantánea, la velocidad en cualquier momento a lo largo de su
trayectoria. Esto requiere que hagamos el intervalo de tiempo más corto y más
corto hasta que se convierte en un instante infinitesimal.
— Pero—, Emilia interrumpió —en ese corto tiempo la bola también habría
viajado una distancia muy corta.
— Es cierto. Y la bola estará en algún punto de su trayectoria, que asumimos
es entre 0 y 1.
Entonces Newton le hizo una pregunta bastante peculiar:
— ¿Qué número hay después de cero?
Emilia no sabía, pero sentía que tenía que dar una respuesta. Con una voz
vacilante, casi imperceptible, ella sugirió:
— ¿0.01?
Newton colocó la pluma en el escritorio y sonrió maliciosamente.
— Pero señorita, ¡hay un número infinito de dígitos entre 0 y 1! Yo podría
añadir más ceros después del punto decimal y obtendría otro número mucho más
pequeño, ¿correcto? Llamemos dx la pequeña distancia entre el origen y el punto
siguiente en la trayectoria de la bola, ya que no sabemos cuál es el siguiente
número después de cero.
— Ay, sí, y llamemos dt el instante de tiempo, entonces la velocidad
instantánea es el cociente de dx y dt! — Emilia remarcó emocionada.
— Muy bien. Ahora podemos decir que la velocidad es la razón de cambio
de posición con respecto al tiempo. No importa cuán pequeño el tiempo o la
distancia.
Ése fue el comienzo de una lección sobre el cálculo que ella necesitaría para
sus discusiones más adelante. Después de enseñarle unos conceptos
fundamentales, Newton estaba convencido de la madurez intelectual de Emilia y
su deseo sincero de aprender matemáticas. Ahora los dos jóvenes charlaban como
si se conocieran por mucho tiempo.
Al amanecer, mientras saboreaban una taza de té caliente que les había
preparado su doncella, Emilia y Newton continuaron su diálogo animado.
— Monsieur Newton, me encantaría obtener una ecuación para calcular qué
tan rápido un objeto cae al suelo cada vez que lo arrojo.
Emilia tomó una pluma en su bonita mano y dijo:
— Quiero derivar una ecuación para determinar la velocidad de un objeto
en cualquier instante de tiempo mientras está cayendo. Me gustaría saber qué tan
rápido el objeto cae. ¿Cae a una razón constante o aumenta su velocidad mientras
cae? ¿Una piedra más pesada caería más rápido que una ligera?
Ella estaba tan emocionada y habría continuado su discusión científica, pero
el galope de caballos y el sonido chirriante de las ruedas de un coche
interrumpieron su conversación. El padre de Emilia había llegado con una escolta
de tres de sus lacayos más fuertes y su lacayo personal, temiendo a que su preciosa
hija estuviese en peligro en la casa de un plebeyo desconocido. Estaba dispuesto a
pagar un rescate por ella!
En lugar de encontrar a su hija en peligro, el padre encontró a Emilia
claramente transformada. Rizos de pelo caían sobre su frente, sus mejillas estaban
sonrojadas, y sus dedos estaban manchados con tinta de escritura. Su tiara se
encontraba descuidadamente sobre en una pila de papeles. Emilia estaba
resplendente, no con la coqueta sonrisa de ayer, al contrario su cara hermosa tenía
el resplandor del conocimiento genuino.
Sin embargo, su padre estaba profundamente atribulado, viendo su hija tan
a gusto charlando con un plebeyo en su modesta casa. Además, era socialmente
incorrecto para una joven soltera de su linaje estar a solas con un soltero. Sin más
dilación el padre le ordenó:
— ¡Emilia! Aborda el coche inmediatamente!
Ella se despidió de Newton, quien parecía inmutado por el padre de la
chica, un barón condescendiente. Entendiendo las leyes de la etiqueta de sus amos,
la sirvienta corrió para recoger la tiara y la bufanda de pieles y luego ayudó a
Emilia a subirse al coche y salieron rápidamente. Mientras viajaban hacia su
mansión, la señorita reclinaba su cabeza sobre una almohadilla y, cerrando sus
ojos, recordaba las horas anteriores. ¡Emilia estaba enamorada! Oh sí, ella había
encontrado el amor con Monsieur Newton ¡y las leyes de la física!
Pronto se aplacaría su enamoramiento. Durante el desayuno, el padre de
Emilia le dio una severa regañada, recordándole su estatus en la sociedad. Él le
prohibió que visitara al joven. Emilia protestó, tratando de explicar que Monsieur
Newton era un erudito muy brillante. El padre no quiso saber más y la sorprendió
anunciando que ya había prometido su mano en matrimonio a un apoderado
marqués. Visitar a un soltero que no era su prometido rompería las reglas del
decoro, aunque estuviera acompañada de su chaperona. Emilia estaba furiosa pero
no podía argumentar, ya que sabía que era su deber obedecer la orden de su padre
y los principios de la alta sociedad.
La noche siguiente, Emilia no podía dormir. Recordaba las explicaciones de
Newton acerca de movimiento usando la analogía de un caballo tirando de un
coche para que ella pudiera entender los conceptos de impulso y la fuerza. En su
mente, ella experimentó con diferentes objetos para ayudarle a determinar la
posición, velocidad y masa y para cuantificar las fuerzas implicadas en su
movimiento.
Emilia comenzó una transformación completa. Estaba deseosa de aprender
las matemáticas que nadie sabía excepto Monsieur Newton. Ella ordenó más libros,
investigando los temas que ellos habían discutido. Por supuesto, ella quería seguir
aprendiendo de él. La joven estaba determinada a encontrar la manera de salir
furtivamente para visitar a Newton.
Para complacer a sus padres, Emilia se reunió con su prometido, el marqués
de Chantilly. Era un hombre lindo pero muy aburrido, sin interés en las ciencias
exactas, y él no podía entender las conversaciones inteligentes de Emilia. Fueron a
fiestas y de paseos en el jardín del rey. Ella pretendía disfrutar de la compañía del
marqués, mientras que al mismo tiempo repasaba en su cabeza sus lecciones de
matemáticas. En su habitación con vistas a su jardín, la joven tramaba su escapada
para ver a Newton otra vez.
Un día, Emilia pidió permiso para visitar a una tía. Su padre se había
olvidado del erudito que su hija había conocido y no se imaginaba que el interés
repentino de Emilia en su tía era sólo un pretexto.
La mañana siguiente, Emilia salió muy temprano acompañada de su
chaperona. Llegó a casa de Newton justo después del desayuno y lo encontró
trabajando en sus manuscritos. El joven erudito no se sorprendió al ver a Emilia,
porque a pesar de su estatus en la sociedad y su aspecto elegante, ahora estaba
convencido de que la señorita era sincera en su deseo de aprender las ciencias
exactas que él estudiaba. Después de indicarle que tomara la silla frente a su
escritorio, Newton inició su charla científica.
— Mademoiselle, la semana pasada usted expresó su deseo de derivar una
fórmula matemática para determinar qué tan rápido un objeto cae al suelo cuando
se lanza de una altura dada. ¿Es cierto?
— Oh si, Monsieur Newton, no he dejado de pensar en ello. Por favor
ayúdeme a hacerlo.
— Muy bien. Comencemos con su primer experimento. Cuando deja caer la
piedra desde su balcón alto, se puede describir su estado de movimiento en
cualquier momento durante la caída con sólo dos cosas: su posición y su velocidad.
Yo llamo a estas dos cantidades las ‘variables’ porque cambian con el tiempo.
Puesto que estas dos variables son funciones de tiempo, puede representarlos
matemáticamente como h(t) y v(t).
Emilia tomó un momento para anotar eso. El erudito parecía complacido al
estar conversando con tal inteligente señorita, quien tenía tantas ganas de escribir
ecuaciones, al igual que él.
Newton dijo pensativo:
— Existe una fuerza de gravedad sobre todos los cuerpos, que es
proporcional a la cantidad de materia que contienen. Supongamos que la piedra es
muy pesada y que ignoramos los efectos del aire alrededor de la piedra; en otras
palabras, asumimos que sólo la fuerza gravitacional actúa sobre la piedra. Cerca de
la superficie terrestre, ésta fuerza es igual al producto de la masa de la piedra y la
fuerza de la gravedad.
Newton también había tomado su pluma para escribir detalles adicionales y
declaró:
— Obtenemos estas relaciones: la razón de cambio de posición igual a la
velocidad, y la razón de cambio del momento igual a la fuerza gravitacional.
¿Entiende?
— Si, pero no se qué significa momento, Emilia admitió.
Él sonrió.
— El momento de un cuerpo es el producto de su masa y velocidad. Por lo
tanto podemos escribir las declaraciones anteriores en forma matemática. Digamos
que la masa m, la fuerza de la gravedad g y la razón de cambio con respecto al
tiempo se representa con d/dt, un cambio que consideramos ser infinitamente
pequeño. Mientras decía, “la razón de cambio de altura h y la razón de cambio del
momento mv,” Newton escribió:
dh/dt = v
d(mv)/dt = – mg
— Pero, ¿por qué puso un signo negativo en la segunda ecuación? —Emilia
estaba un poco confundida.
— Ah, ¡excelente pregunta! lo puse porque la gravedad actúa hacia abajo,
mientras que medimos altura hacia arriba, desde el suelo.
Ella entendió y agregó:
— Monsieur Newton, deberíamos cancelar la masa en esta ecuación porque
la cantidad de materia en la piedra es constante y no varía con el tiempo cuando
cae, ¿verdad?
— ¡Sí! Ahora podemos determinar las funciones h y v en cualquier instante
de tiempo durante la caída de la piedra. Para esto necesitamos especificar los
valores iniciales de estas cantidades en el momento cuando suelte la piedra de su
mano.
Él escribió algunas expresiones y luego limpió la punta de la pluma, aún
goteando tinta negra.
— Recordemos que la fuerza de gravedad actúa sobre todos los cuerpos. A
través de esta fuerza, cuerpos inicialmente inmóviles caen libremente hacia abajo, y
el movimiento descendente es una aceleración continua. Y podemos suponer que
la aceleración de la gravedad en la tierra es aproximadamente igual a treinta y dos
pies por segundo, un valor constante fácil de recordar.
Emilia no pudo esperar hasta que él terminara su explicación y le
interrumpió,
— Y dos segundos después de que la suelto, la piedra alcanzará una
velocidad de 64 pies por segundo al descender, ¿verdad?
Ella estaba orgullosa de sí misma, sabiendo que estaba correcta. Sin esperar
a que Newton lo digiera, Emilia continuó.
—Yo puedo usar la sencilla fórmula: v = gt para determinar la velocidad de
cualquier objeto que cae después de cierto tiempo.
Su corazón palpitaba fuertemente, sin darse cuenta de que su hombro tocaba
el de él al apresurarse a escribir la fórmula. Emilia nunca había sido tan feliz como
en ese momento. Si Newton estaba impresionado con su rápida comprensión de la
física, él no lo mostraba. Después de una pausa, Emilia dejó su pluma en el
escritorio y dijo pensativa:
— La fuerza de la gravedad debe disminuir con la altitud, ¿cierto? Dígame,
señor Newton, que sucede si yo pudiese lanzar una piedra con todas mis fuerzas
desde la cima de la montaña más alta, ¿volaría por el aire y alcanzaría las nubes?
Newton sonrió.
— Consideremos una bala de cañón. —Se puso de pie, extendiendo sus
largos brazos hacia un lugar desconocido en la distancia.
— Imagínese, por favor, que estamos en la cima de una montaña muy alta y
disparamos una bala de cañón en dirección paralela a la superficie de la tierra.
Dependiendo de su velocidad, la bola pesada caería al suelo a cierta distancia de
donde estábamos, o iría alrededor de la tierra.
Los ojos de Emilia se agrandaron en asombro. Newton continuó:
— Y si la fuerza de la bala de cañón es aún más fuerte, impartiendo la mayor
velocidad a la bola, ¡volaría hacia el espacio exterior!
Él agregó:
— También debe tener en cuenta que cuando la bola de hierro se dispara a
cualquier velocidad, el cañón será empujado hacia atrás. La fuerza que empuja la
bola hacia fuera es igual a la fuerza empujando el cañón hacia atrás.
—¡ Sí! — Emilia hizo un gesto con sus delicadas manos para simular el
movimiento de acción y reacción.
— Esto es debido a una ley de movimiento que usted me enseñó.
— ¡ Exactamente! — Él sonrió con aprobación.
— Por supuesto, el efecto sobre el cañón debe ser menor porque tiene una
masa mucho más grande.
— Oh, lo sé. — Ella no pudo evitarlo y lo interrumpió:
— La fuerza de gravedad sobre un cuerpo dado es proporcional a su masa.
Newton estaba satisfecho con sus comentarios y siguió la explicación de su
experimento.
— La razón de cambio del momento de la piedra es igual a las fuerzas en
ella debido a la gravedad, la resistencia del aire, el viento y otras fuerzas que la
afectaran en su camino hacia abajo. Y puesto que no cambia la masa de la piedra,
podemos decir que la razón de cambio de la velocidad multiplicada por la masa es
igual a las fuerzas que actúan sobre la piedra.
Emilia estaba disfrutando bastante su visita. A media tarde tuvo que irse.
Sin embargo ella estaba muy feliz. Ahora Emilia tenía un nuevo objetivo en la vida.
Quería escribir libros y traducir otros para que la gente que no sabía leer en latín o
no sabía un idioma extranjero pudiera entender estos nuevos conceptos, así como
ella podía.
Fue en uno de esos interludios prohibidos antes de la puesta del sol que
Emilia le preguntó a Newton sobre el manuscrito que mantenía encerrado en un
cajón del escritorio. Él vaciló.
Siguió un largo silencio. Y entonces Newton puso su pluma en el escritorio,
abrió el cajón y le mostró un manuscrito en papel lino con esta declaración:
“Mutationem motus proportionalem esse vi motrici impressae, et fieri secundum lineam
rectam qua vis illa imprimitur.”
Emily podía leer fácilmente en latín y rápidamente tradujo mentalmente las
intrigantes palabras: la alteración del movimiento es siempre proporcional a la fuerza
motriz impresa y se hace en la dirección de la línea recta en la que la fuerza está impresa.
Perpleja, miró a Newton porque ella no podía comprender el significado de la
declaración; él respondió a su pregunta muda.
— Esta es una ley fundamental del movimiento, él dijo deliberadamente,
que aplica a todos los cuerpos.
— ¿Quiere decir que el cambio de movimiento de un cuerpo es proporcional
a la fuerza aplicada sobre el cuerpo? ¿Está diciendo que el cambio de movimiento
se hace en la misma dirección de la línea recta en la que la fuerza se aplica?
Newton explicó que la aceleración de un cuerpo depende de dos variables:
la fuerza neta actuando sobre el cuerpo, y su masa.
— He descubierto que la aceleración de un cuerpo depende directamente de
la fuerza neta actuando sobre el cuerpo e inversamente en su masa. Si se aumenta
la fuerza que actúa sobre un cuerpo, la aceleración del cuerpo también aumenta.
— Monsieur, ya establecimos que la fuerza de gravedad sobre un cuerpo
dado es proporcional a su masa. Esto me sugiere que existe una fuerza de
gravedad entre dos cuerpos, cada uno atrae al otro, dependiendo de sus masas y la
distancia que los separa. Por ejemplo, si la tierra atrae a la luna, entonces la luna
también debe atraer la tierra, ¿no piensa así?
La próxima vez que se encontraron, Emilia trajo consigo no sólo su pluma y
cuadernos, pero un regalo para Newton. Él estaba encantado, por supuesto, pero
Newton no perdió tiempo en cumplidos y comenzó su diálogo científico.
Newton y Emilia platicaron sobre el movimiento de los cuerpos celestes,
revisando el modelo copernicano del universo, un tema de interés para ambos. Sus
ojos brillaban y agitaba sus manos graciosamente, añadiendo énfasis a sus
declaraciones audaces. Cuando observaron el cielo naranja rojo teñido con el azul
oscuro que marcaba el comienzo de la noche, vieron una luna llena cerca del
horizonte.
— ¿Sabe usted lo que mantiene la luna sostenida en el espacio? ¿Sabe por
qué no se cae? Él señaló hacia la luna brillante. — Antes de que ella pudiese
responder, él dijo enfáticamente:
— ¡Usted debe saber eso también!
Después de respirar profundamente, Newton continuó su discurso con una
voz más tranquila.
— La luna se mueve alrededor de la tierra, siguiendo una ley natural que
gobierna también el movimiento de la tierra alrededor del sol.
Él explicó que los planetas están sometidos a una fuerza atractiva del sol que
es en proporción inversa cuadrada de la distancia que los separa. La curiosidad de
la joven se despertó. Emilia se había preguntado muchas veces qué hace que la
luna se mueva, qué fuerza invisible la mantiene orbitando alrededor de la tierra.
— Los planetas— dijo él pensativamente—, se retienen en sus órbitas por su
gravitación hacia el sol. Los excéntricos se convierten elípticas, por lo tanto
consistente con el hallazgo de Kepler.
El tiempo marchaba y su amistad creció más afectuosa. Emilia encontró
maneras para visitar a Newton en secreto. Ella había aprendido mucho del
brillante erudito, y su pasión por las ciencias intensificaba. Newton compartió sus
descubrimientos con Emilia.
— La aceleración o cambio de velocidad con tiempo de un objeto que es
producido por una fuerza neta aplicada se relaciona directamente con la magnitud
de la fuerza, la misma dirección que la fuerza e inversamente proporcional a la
masa del objeto.
— Esta ley — Newton dijo con entusiasmo —, demuestra que si usted ejerce
la misma fuerza a dos objetos de masas diferentes, obtendrá diferentes
aceleraciones, es decir, diferentes cambios en el movimiento. El efecto o la
aceleración en el objeto de menor masa será mayor o más evidente.
Emilia entendía que los efecto de la fuerza necesaria para lanzar una piedra,
por ejemplo, es mucho mas diferente que la misma fuerza actuando sobre la luna.
Ella dedujo que la diferencia en el efecto o la aceleración es enteramente debido a
la diferencia de sus masas, y también porque la piedra se mueve en una trayectoria
recta mientras que la luna se mueve en una órbita circular.
En ese momento el reloj en el estudio de Newton dio ocho campanadas.
Emilia se dio cuenta que era muy tarde.
— Debo irme o mi padre empezará a preocuparse por mi ausencia.
Monsieur, no regresaré hasta que yo derive una ecuación para describir la ley que
los cielos han declarado para que todas las estrellas, cometas y planetas su
muevan.
Y lo hizo. Emilia trabajó día y noche investigando lo que se conoce sobre
movimiento y fuerzas, incluyendo lo que Newton llamó la fuerza universal de la
gravedad. Ella produjo una ecuación que representaba el movimiento de dos
cuerpos, ya sea en la tierra o en el cielo. Entonces ella consideró sistemas de tres
cuerpos, y luego otros más.
Emilia dibujó bocetos para representar los cuerpos celestes moviéndose
alrededor de otros, como los planetas en movimiento alrededor de estrellas y lunas
en movimiento alrededor de planetas. En una noche cálida después de que
concluyó su análisis, Emilia fue a su balcón, admirando la puesta de sol y la luna
brillante sobre el horizonte. Ahora la joven no pensaba cosas tontas sobre el orbe
de plata con las peculiares manchas; en cambio, ella sonrió sabiendo cómo se movía
la luna y por qué parece estar suspendida en el cielo sin caerse.
Con su nueva ecuación, Emilia podría calcular la fuerza de atracción entre la
tierra y la luna y la luna y el sol. Hizo el cálculo para determinar qué tan rápido la
luna se mueve alrededor de la tierra y de la tierra alrededor del sol. Emily saboreó
ese conocimiento y estaba tan emocionada que quería compartirlo con su amigo
Newton.
Ella corrió a los establos y rápidamente ensilló su caballo, dejando al mozo
de cuadra perplejo, inseguro qué le diría a su amo cuando el padre descubriera que
la joven había salido tan abruptamente. Después de galopar un rato, la yegua de
Emilia tuvo problemas para subir la colina empinada que tenían que cruzar para
llegar a la casa de Newton. De repente, una piedra aguda causó que el animal
saltara por el dolor, perdiendo su zancada. A pesar de todo su esfuerzo, Emilia no
fue capaz de frenar el caballo agitado. Resoplando ruidosamente, el animal
asustado saltó y perdió la angosta franja que separaba el camino del precipicio. En
un instante, caballo y jinete se desplomaron cientos de pies hasta el fondo del
precipicio.
Emilia no sufrió. Los agricultores que la encontraron no estaban seguros si
ella era una princesa o un ángel que había caído del cielo. Su inmóvil cuerpo
descansaba tranquilamente sobre la hierba húmeda, con su pelo largo extendido
como un halo oro rojizo, y muchas hojas de papel prolijamente escritas se
arremolinaban a su alrededor. Tenía en su mano un pedazo de papel en que ella
había escrito una frase: Effectum naturalium ejusdem generis eœdem sunt causœ. Estas
eruditas palabras servían como posdata a una ecuación que era tan hermosa como
Emilia y así tan elegante.
* * *
Sus padres descubrieron los manuscritos de Emilia, repletos de ecuaciones
que describían su propias observaciones científicas y comentarios sobre
descubrimientos de Newton. Después de su entierro los padres buscaron a
Newton para preguntarle qué era tan importante en esa declaración que había
causado que su hija perdiera su vida. Él respondió con una triste voz casi
imperceptible: Emilia dejó su testamento para la ciencia: por tanto a los mismos
efectos naturales debemos asignar las mismas causas. Y el joven científico regresó a su
trabajo matemático.
Emilia, la joven más erudita de su tiempo, fue conocida como la chica que
amó a Newton, pero no vivió para decírselo. Sé que Emilia nunca pensó en casarse
con Newton, pero ella lo amaba de todas maneras. Ella lo había adorado con la
misma devoción intelectual que tenía para sus matemáticas y sus leyes del
movimiento.
* * * * * * *
Los Números Sagrados de Sofi
— ¿Cómo podría demostrar que un número es primo? — Sofi se preguntó
en silencio mientras miraba sus notas, sentada enfrente de su escritorio una noche
invernal. Ya era tarde, sus manos estaban heladas y su cuerpo temblaba de frío,
mientras que su tos interrumpía el silencio de la casa. Sofi no podía dormir,
tratando de probar un teorema.
— ¿Cómo podría probar que cada numero entero par mayor que 2 puede
expresarse como la suma de dos números primos?
Si alguna vez tú has pensado en temas similares, o si has soñado con nuevas
proposiciones para mostrar que el número de primos es infinito, entonces podrás
entender la obsesión de Sofi y su estudio de los números. Hay muchos tipos de
números, pero Sofi consideraba que de todos los números que existen, ¡los primos
son sagrados!
En noche fatídica, cuando nuestra historia comienza hace más de dos siglos,
Sofi de dieciséis años estaba profundamente concentrada en sus estudios. De
repente, alarmantes sonidos fuera de su ventana la sorprendieron. Minutos
después de que las campanas en St. Leu habían dado las doce, la alarma empezó a
sonar ferozmente, y un pregonero a caballo proclamaba que el enemigo estaba a
las puertas de la ciudad. La madre de Sofi irrumpió en su habitación, mostrando
una expresión de miedo detrás de la débil luz de la vela que llevaba, y juntas se
apresuraron al despacho de su padre.
Él caminaba inquieto de la puerta a su escritorio y hablaba a media voz con
un anciano que sostenía una pila de papeles en sus manos. Ella no tuvo que oír
cada palabra para entender lo que su preocupado padre había dicho. Todos sabían
que muchos anarquistas ahora pisoteaban los ideales de justicia y de reforma social
por los que su padre había luchado. Sin embargo, en ese momento, nadie podía
prever la trágica secuencia de acontecimientos que se desarrollaban en las oscuras
calles de París, acontecimientos que habían escalado en violencia durante los
últimos tres años.
Antes de que les cuente lo que sucedió después de esa noche, deben de saber
un poco de la situación que hizo esa noche tan peligrosa. Todo había comenzado
un día de verano de 1789, cuando Sofi tenía trece años. El injusto estado social de
los plebeyos provocó revueltas y pronto su país estalló en un paroxismo de rabia.
París, la espléndida ciudad que ella amaba tanto, se desgarraba con una sangrienta
revolución. El murmullo de violencia se manifestaba por las calles, y no había
nadie lo suficientemente fuerte para apaciguarlo. Las voces desesperadas de la
gente se alzaron, pidiendo libertad y justicia. Poco después, sus gritos
enloquecidos de rabia se convirtieron en una inenarrable violencia contra sus
monarcas, y después también en contra de su prójimo. El padre de Sofi, que había
estado entre los que pedían reformas sociales y económicas, se había distanciado
de los anarquistas que habían convertido las protestas en una revolución
conflictiva y aterradora.
Sin embargo, a pesar de esconderse del ojo público, el padre de Sofi no era
invencible a los ataques viciosos y ella se preocupaba mucho por él. La chica temía
que su padre sería asesinado cuando se encontraba cerca de los brutales combates
que ocurrían a menudo en París. Incluso St-Denis, la calle donde vivían y donde
las tiendas y cafés mantenían a sus habitantes un poco aislados de la violencia, no
estaba lejos de los lugares donde los motines eran frecuentes.
Para aliviar sus preocupaciones, Sofi buscaba refugio en la biblioteca de su
casa y estudiaba. Cada lección que se enseñaba aplacaba su mente asustada y le
transportaba a mundos invisibles sin violencia. En matemáticas, Sofi había
descubierto un mundo mucho más mágico que cualquier cuento de hadas que
nunca jamás había leído.
Ella era una chica muy especial. Cuando era muy pequeña, Sofi descubrió
los números y quedó fascinada. Ella veía los números por todas partes a su
alrededor. Al rebotar su pelota, por ejemplo, Sofi imaginaba una secuencia de
números 11, 7, 3 y así sucesivamente, cada número denotando la altura decreciente
de los rebotes sucesivos, a partir de la altura inicial desde la que ella dejaba caer la
pelota. A los cinco años, Sofi aprendió a contar sus pasos al caminar de su cama a
la puerta y comparaba el total con el número de años desde que nació.
Su padre le había leído cómo, en tiempos de la antigüedad, un gran
matemático llamado Pitágoras creía que todo el mundo podía explicarse con
números. Pitágoras afirmaba que el 1 es el número primordial del cual todo lo
demás se había creado. Sofi sintió algo en su corazón, porque ella pensaba que los
números eran mágicos. En sus fantasías infantiles, diversos números tenían
poderes diferentes.
Sofi aprendió que un natural número entero positivo se llama número primo
si sólo es divisible por sí mismo y por uno (y ningún otro número natural). Su
investigación la condujo a Eratóstenes de Cirene, un matemático griego. Aprendió
que en el segundo siglo antes de Cristo, Eratóstenes propuso un método que se
asemeja a un colador para filtrar números primos. La criba de Eratóstenes colaba
todos múltiplos de esos números que no eran ellos mismos múltiplos de otros
números. Sofi entendía eso muy bien.
En una tarde de invierno, acurrucada frente a la chimenea, Sofi escribió
cincuenta números enteros, a partir de 2, sobre el cual ella puso un círculo para
recordarse que 2 es el primer número primo. Entonces cruzó los mayores múltiplos
de 2, ya sea 4, 6, 8... Sofi siguió, tomando el número más pequeño en la lista,
marcando un círculo alrededor de él y tachando todos sus múltiplos más grandes.
Ella repitió esos pasos hasta que llegó al final de su lista. Ahora todos los números
primos tenían un círculo, y los números compuestos estaban cruzados. De esta
manera, Sofi descubrió los primeros números primos: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29,
31, 37, 41, 43, 47.
Ella sabía que había infinitamente muchos más, como Euclides había
demostrado siglos antes. De hecho, casi 2 mil años después de la prueba de
Euclides, Euler (su matemático favorito) había proporcionado una prueba nueva y
diferente que existen infinitamente muchos números primos. Sofi estaba intrigada
al descubrir que los números primos están irregularmente espaciados. Estaba
fascinada por este hecho y ella quería saber por qué.
Los disturbios en París se hicieron más frecuentes y la violencia se
intensificaba. Las protestas mortales rasgaban las calles de su querida ciudad
cuando los partidarios del rey encarcelado se enfrentaban contra los
revolucionarios. Sofi continuaba estudiando sola en la biblioteca de su padre. A la
edad de quince años, Sofi había construido un muro emocional alrededor de ella
para proteger su mente del caos social. Ella se concentraba en el estudio de
matemáticas.
Rue St-Denis, la calle donde vivía Sofi, era todavía relativamente segura
durante el día. La estrecha calle estaba alineada con casas de comerciantes,
bulliciosas tiendas y animados cafés. Coches de caballos privados y carruajes de
alquiler transportando gente se movían entre los peatones en rumbo a sus diarias
actividades. El único signo del nuevo gobierno sanguíneo conocido como la
Comuna eran los avisos de arrestos que ponían en paredes y farolas, y los lúgubres
avisos enlucidos en las vitrinas de las tiendas, declarando en caracteres grandes
que la pena de muerte se infligiría en cualquiera persona que prestara asistencia a
aquellos que habían eludido la ley.
Sofi solo tenía permiso salir con su madre para ir a la iglesia y la librería
porque, a pesar de su apariencia segura, rue Saint-Denis estaba demasiado cerca de
los lugares donde la gente se congregaba a ser protestas, y a sólo 9 minutos de
camino estaba la temida prisión donde aristócratas y plebeyos condenados
esperaban su ejecución en la guillotina.
Una mañana temprana, cuando todavía estaba oscuro, las urgentes repiques
de campanas de la iglesia la despertaron. Sofi oyó voces estridentes, y luego
disparos en la distancia lo cual parecía provocar que la gente corriera
apresuradamente por las callejuelas hacia la comandancia de la ciudad. Mirando
por la ventana Sofi no pudo discernir sus rostros pero vio las antorchas,
encendiendo todo lo que era inflamable a lo largo de su camino. La multitud
furiosa saqueó las mansiones de los ricos comerciantes y aristócratas que
simpatizaba con el rey.
Unos meses antes de su decimoséptimo cumpleaños, en una mañana gris
con niebla, el rey fue ejecutado sin piedad en la guillotina. Sofi lloró en silencio,
perturbada por el delito sin sentido.
— ¿Por qué? — su alma gritaba con horror. —¿Que hace que una multitud
sea tan ciega y corrupta con ideales falsos que los llevan al asesinato?
La chica no podía comprenderlo y lamentaba la fragilidad del espíritu
humano.
— Si todos dirigiéramos nuestra pasión para aprender y llenar nuestras
cabezas con conocimientos, entonces no consideraríamos la violencia como medio
para corregir los errores sociales.
Debo decirles la verdad, ya que yo estaba allí cuando se desarrolló esta
historia. Después de ese terrible evento, la revolución se hizo más viciosa. Sofi
intensificó sus estudios. Ese mundo sereno entre los libros llenos de conocimiento
era un refugio seguro donde Sofi crecía.
Sofi aprendía mucho más sobre los números, especialmente sobre sus
favoritos, los números primo. Un día, ella reflexionaba:
— Puedo representar todos los números enteros par con 2n y los impares
con 2n + 1, ¿cómo podría representar todos los posibles primos?
Sofi sintió que debería existir una ecuación que predijera números primos.
— Si los números primos son fundamentales para la aritmética— ella
escribió en su diario—, debe haber una fórmula que genere todos los números
primos. ¡Tiene que existir!
Al progresar en su aprendizaje, su intelecto maduraba y la mente de Sofi se
llenaba con muchas ideas matemáticas. Ella quería mostrar su trabajo a alguien
que entendiera y le enseñara más. A veces no estaba segura si el análisis que hacía
era correcto, y se dio cuenta que había mucho más que aprender pero no estaba
segura de qué. Sofi se sentía ansiosa y frustrada, como si ella caminara sin rumbo
en una ciudad desconocida, sin saber qué dirección tomar. Ya era casi una adulta,
y aún se sentía como una niña que necesitaba guía.
Una tarde, después de meditar sobre el estado de su aprendizaje, una idea se
le ocurrió a Sofi que cambiaría su futuro. Al día siguiente cuando fue por las
vísperas a la Église Saint-Leu, Sofi se acercó a Abbé Pierre en su biblioteca privada
enfrente de la sacristía. Armándose con el audaz valor de sus diecisiete años, sin
preámbulo Sofi simplemente le preguntó:
— Padre Pierre, ¿usted me enseñaría la ciencia de los grandes geómetras?
El sacerdote estaba sorprendido por su petición, pero en lugar de rechazarla,
le dijo suavemente:
— Siéntate mi niña y cuéntame tus deseos.
Hablaron un poco sobre matemáticas y su deseo de aprender más de lo que
ella se había enseñado a sí misma. Padre Pierre era bondadoso pero contundente, y
le dijo que para el estudio de matemática se requiere un fino intelecto, dedicación
completa y una apasionada determinación a buscar respuestas a preguntas que
aun no se han preguntado. Explicando sus responsabilidades como su pupila, el
buen sacerdote estuvo de acuerdo en enseñarle matemáticas, solo si ella estuviese
plenamente dispuesta a dedicarse a su estudio. Sofi estaba lista; ella había escogido
esta ciencia desde que descubrió los números primos. Con un gesto afirmativo de
parte del sacerdote y una reverencia agradecida y entusiasta de ella, se finalizó un
acuerdo. Abbé Pierre prometió instruir a Sofi cada semana.
Había un obstáculo a superar, sin embargo. Los padres de Sofi nunca
estarían de acuerdo a ese plan. En aquellos tiempos, era impensable una educación
en matemáticas para las chicas. Así, sabiendo muy bien que sus padres se opondría
a sus lecciones, Sofi simplemente compartió con ellos lo que el padre Pierre había
acordado enseñarle latín. Eso era verdad, por supuesto, ya que para poder leer las
obras de los grandes matemáticos, tendría que aprender esa lengua clásica. Ella
comenzó a estudiar con Abbé Pierre cada jueves por la tarde.
En su primera lección, padre Pierre le preguntó:
— ¿Cuántos números primos existen?
Bueno, esa era una pregunta demasiado fácil para Sofi. Ya había estudiado
los Elementos, el libro escrito por Euclides en 300 a. C. Y por lo tanto Sofi sabía que
Euclides habían demostrado que hay infinitamente muchos números primos. Y la
chica incluso ya sabía cómo demostrarlo por sí misma, sin mirar el libro.
Abbé Pierre estaba contento con su respuesta, pero le dijo que la cuestión era
más profunda. Sonriendo benévolamente, el sacerdote le preguntó:
— Sofi, para cualquier número x, ¿cuántos números primos existen menores
de x?
Sin esperar por su respuesta el padre Pierre pasó a explicarle la importancia
de esta cuestión, añadiendo que ningún matemático había dado una respuesta
irrefutable. Aunque la pregunta le parecía bastante simple, un sofisticado análisis
matemático sería necesario para responderla y probarlo.
El erudito profesor introdujo a Sofi a Diofanto de Alejandría, un gran
matemático que floreció en el siglo segundo.
— Se, mi niña, que estás ansiosa por aprender de los maestros, vamos a
empezar con Arithmetica, la gran obra de Diofanto.
Abbé Pierre sacó de un estante un libro bellamente encuadernado, y con
gran reverencia la abrió.
— Este, mi querida hija, es la base de tu aprendizaje. Vamos empezar con
sencillos sistemas de ecuaciones lineales con una incógnita y resolveremos
determinados sistemas de primer grado.
Sofi quería protestar, porque pensaba que esos problemas eran demasiado
sencillos, más adecuados para una niñita. Pero padre Pierre la hizo callar,
explicando que ella necesitaba aprender métodos rigurosos para demostrar
teoremas no sólo aprenden a resolver ecuaciones fáciles. Sabiendo eso, ella estaría
lista a probar las soluciones que ella encontraría para problemas más complicados.
El sacerdote agregó que su estudio pondría un considerable estrés en métodos
generales y en pruebas de teoremas y no en meros cálculos.
Padre Pierre compartió con Sofi que muchos eruditos anteriores como
Bachet, Fermat, y Euler dedicaron mucho de su tiempo al estudio de Arithmetica.
Sofía entendió la importancia de ese libro venerado. Con el paso del tiempo, se
convirtió en su fuente de inspiración.
El sacerdote le enseñó números perfectos, un tipo de número entero
relacionado a los primos que se conocía desde tiempos antiguos. El numero
perfecto es un número que es igual a la suma de todos sus divisores Ella
rápidamente identificó 6 como el número perfecto más pequeño, ya que sus tres
divisores propios son 1, 2, y 3, los que suman 1 + 2 + 3 = 6.
Se preguntó:
— ¿Cómo puedo encontrar números perfectos en general?
El maestro respondió:
— Comienza con el número 1 y sigue sumando las potencias de 2, es decir,
duplicando los números, hasta llegar a una suma que es un número primo.
Entonces obtienes un número perfecto multiplicando esta suma a la última
potencia de 2.
Sofi primero verificó que 28, 496 y 8128 también son números perfectos.
Para su asignación semanal, padre Pierre le pidió a Sofi que probara esta
proposición: Si, para algún número k > 1, 2k – 1 es primo, entonces 2k – 1 (2k – 1) es
un número perfecto. Sofi escribió en su diario: “Infinito no tiene fin. Infinito es
ilimitado; Intentaré probar que hay infinitamente muchos números perfecto.”
Durante su segunda lección, padre Pierre le preguntó:
— ¿Hay números perfectos impares?
Sofi no sabía. El buen sacerdote sonrió benévolamente y respondió:
— Nunca se ha encontrado un número perfecto impar, pero nunca nadie ha
demostrado que no puede existir tal número.
Esa declaración hizo que Sofi reflexionara más profundamente.
En los jueves por la tarde que ella pasaba estudiando con él, Abbé Pierre la
enseñaba muchos temas, enfatizando la lógica matemática. Después de dominar
las propiedades de los números, Sofi empezó a trabajar con polinomios y
progresiones aritméticas para generar números primos.
A menudo, el sabio sacerdote desafiaba a Sofi con nuevos teoremas que ella
tenía que probar. Él le enseñó a realizar investigaciones antes de emprender las
pruebas, ya que requerían análisis mucho más avanzado.
Un día, padre Pierre le dio esta tarea: determinar si un número dado es primo o
no.
Sofi sabía que si el número es muy grande, es difícil de determinarlo, pero
para números pequeños como el 43, ella podría usar la criba de Eratóstenes.
Después de meditar sobre eso, ella declaró un teorema y luego lo probó.
Teorema: Si un número entero positivo n es compuesto, entonces tiene un
factor primo p tal que
La prueba de Sofi: Sea p el factor primo más pequeño de n. Entonces, n = p· m
para algún m entero positivo. El número m no puede ser igual a 1, porque esto
implicaría n = p, lo que contradice la hipótesis de que n es compuesto.
Cualquier factor primo de es al menos tan grande como p, así que
debemos tener . Por lo que , ya sea , lo cual implica
.
Q.E.D.
Sofi había demostrado que el factor primo más pequeño de n es menor o
igual que √n. Ahora Sofi podía comprobar si un número entero dado n es primo o
no, para cada número primo menor que n, comprobando si p divide a n o no. Si no
hay tal primo que divida a p, podría concluir que n es primo. Ella determinó que es
suficiente considerar sólo los números primos hasta √n. Por ejemplo, para
comprobar si 437 es primo, Sofi sólo necesitaba ver si tiene un factor primo √437 =
20.9 y verificar si alguno de los números primos menos de 20 divide 437.
Rápidamente encontró que 437 no es divisible por 2, 3, 5, 7, 11, 13 o 17, pero es
divisible por 19. Por lo tanto, Sofi concluyó, 437 no es primo.
Sofi avanzaba sus estudios, inspirada por las obras de grandes matemáticos,
de Arquímedes y Euclides a Fermat y Euler. Abbé Pierre le prestaba libros más
avanzados, y Sofi los estudiaba con gran diligencia. Cada día ella consultaba los
tomos en la biblioteca de su padre, buscando una nueva fuente de inspiración.
Durante su crecimiento intelectual, un reino de terror crecía en París, una
época tan violenta cuando el deseo del pueblo por la libertad y la justicia fueron
llevados al exceso y provocó más derramamiento de sangre; los reyes de Francia ya
se habían olvidado. Mientras que el terror se intensificaba, ríos de sangre fluyeron
a lo largo de las calles de París, cuando hombres y mujeres tenían sus gargantas
cortadas con la guillotina. Sofi y su familia retrocedían en horror, buscando
consuelo en uno y otro. Su madre lloraba fácilmente, diciendo que la libertad había
sido destruida, y que el mal había ganado. Su padre estaba seguro que muy pronto
la libertad sería el derecho de todos los ciudadanos, y que la revolución social sería
consolidada. Sofi no sabía qué pensar ya que esa violencia no era justificada. Este
era el tiempo más terrible para los parisinos. Afortunadamente, Sofi fue protegida
por su pureza de mente y su intelecto.
Una noche, cuando no podía dormir, ella leyó esta afirmación: cada número
entero par mayor que 2 puede expresarse como la suma de dos números primos. Sofi
decidió probarlo.
Primero lo declaró como una proposición: 2n = p + q, para un número entero
n > 2 y p, q primos.
Pero esto no parecía correcto porque, por ejemplo, empezando con n = 3, se
obtiene: 6 = 5 + 1 y 1 no es primo. Para otros números pares la formula funcionaba
bien: 14 = 3 + 11 = 7 + 7; 16 = 3 + 13 = 5 + 11; 28 = 5 + 23 = 11 + 17; y así
sucesivamente.
Sofi pensó que sería mejor escribir esta proposición “cada número entero par
mayor o igual a 4 puede escribirse como la suma de dos números primos.” Ahora tenía
que probarlo. Pero ¿cómo?
Ella recordó varios teoremas en el libro de Euler y descubrió que podía
escribir los números primos 2n = p + q en una forma diferente pero única. Luego
incorporó la idea de infinitud de números primos y combinó ese teorema con la
distribución de números primos, para primos p|p ≤ x, y q|q ≤ x. Sofi sabía que entre
los primeros números N, como N/log Nde ellos son números primos. Si estos
estuvieran distribuidos al azar, ella razonó, cada número n tendría una
probabilidad de 1/log N de ser primo. Sofi también utilizó una serie armónica
infinita y encontró el producto de una secuencia de términos primos que,
combinados con los corolarios anteriores, la llevó finalmente a probar que 2n = p +
q para números enteros n ≥ 4 y diferentes primos p, q.
Eran las cuatro de la mañana cuando Sofi terminó su análisis. Sumergió su
pluma en el tintero y escribió audazmente, Q.E.D.
Voilà! Aquí estaba ante sus ojos la prueba general completa de un teorema
muy desafiante que ningún matemático antes había podido probar. Sofi respiró
profundamente y se puso de pie, estirando la espalda, relajando su cuello. No
estaba cansada; una increíble sensación de placer la hizo sentirse infinitamente
feliz y sintió el deseo de correr por las calles todavía oscuras de París, gritando su
prueba. Tenía que mostrársela a padre Pierre porque sólo él podría evaluar su
análisis y juzgar si su prueba estaba completa y era correcta. Había incorporado
nuevas ideas en su prueba matemática, un nuevo algoritmo que ella inventó, y Sofi
sabía que sólo un matemático podría juzgarlos.
Cuando la dorada luz del sol comenzó a iluminar el cielo de la mañana, Sofi
apagó su vela y enrolló las hojas de papel que contenía su preciado trabajo
matemático. Ella miró por su ventana y consideró qué hacer. ¿Debería ir a Misa
solo para decírselo a padre Pierre? No, él estaría ocupado con su trabajo en la
parroquia. Sofi se resignó a esperar hasta su próxima lección. El jueves, Sofi
recogió sus papeles, enrollándolos como un pergamino y lo ató con una cinta de
seda blanca. Rápidamente se fue a la iglesia, Église de Saint-Leu.
¿Quien la podría haber alertado que la noche anterior la Comuna había
ordenado el encarcelamiento de muchos ciudadanos inocentes? Grupos de
hombres armados iban por muchas partes de la ciudad para realizar las “visitas
domiciliarias.” Estas no eran amigables visitas sino más bien eran entrevistas para
arrestar a una persona que la Comuna consideraba como “sospechosa.” Pierre Abbé
pronto estaría entre ellos.
En su prisa por llegar a Saint-Leu, Sofi no se dio cuenta que, en aquella tarde
fatídica, todas las tiendas en St-Denis estaban cerradas, y el silencio reinaba sobre
el barrio típicamente animado. Los rumores de las visitas domiciliarias ya se
habían extendido por la ciudad. La gente estaba aterrorizada y se escondían detrás
de puertas y ventanas cerradas.
Sofi no sabía eso. Ella llegó a la iglesia y la encontró extrañamente vacía. Las
velas estaban encendidas en los santuarios pero no vio a ninguna anciana
arrodillada allí orando. Las mudas estatuas de los santos no revelaron un mensaje
que habrían alertado a los inocentes del peligro inminente. Sofi fue directamente a
la biblioteca y encontró a Pierre Abbé en su escritorio, tranquilamente escribiendo
en las páginas que él preparaba para su lección.
— Siéntate, mi hija. Estoy casi terminado la declaración de un teorema
importante que quiero que demuestres.
Sofi estaba radiante, ansiosa de mostrarle su propio teorema y su prueba,
pero esperó cortésmente para que Abbé Pierre comenzara la lección. Él la había
enseñado a refrenar su naturaleza impetuosa, y así ella tuvo que esperar el
momento adecuado para decirle.
El maestro comenzó revisando las pruebas de Euler. Entonces, cuando Sofi
estaba concentrada con su análisis, intentando formular un lema, la tranquilidad
de la biblioteca se rompió bruscamente por el sonido de voces agitadas y pasos
pesados procedentes del Santuario. Abbé Pierre ha de haber predicho lo que era
ese inquietante disturbio porque se puso de pie. Instintivamente, ella se levantó
también y agarró sus papeles al mismo tiempo que el sacerdote llegaba su lado.
Tomándola del codo, el sacerdote guió a Sofi firmemente a una pequeña puerta en
el piso de madera que estaba escondido bajo una alfombra. Rápidamente Abbé
Pierre levantó la pequeña puerta que daba a un pasaje bajo el suelo.
— ¡Baja! —susurró firmemente. —¡ Quédate allí y no hagas ruido!
Ella bajó tres peldaños de la escalera hacia un espacio pequeño y oscuro. Sofi
estaba aterrorizada y su instinto era aferrarse al sacerdote, pero en ese mismo
instante Sofi entendió que tenía que ocultarse, porque no había tiempo para hacer
preguntas o de irse. Tan pronto como padre Pierre cerró la puerta por encima de su
cabeza, pasos pesados y un chacoteo horrible ahogaron el latido de su corazón. Sofi
sentía claustrofobia en esa cámara oscura, su corazón palpitaba con terror, sin
saber qué sucedería. Incluso sin mirar lo que pasaba ella sintió la amenaza de
muerte.
Ella no lo vio, pero los hombres armados de la Comuna de París habían
rodeado a Pierre Abbé. La asustada chica no podía discernir las palabras exactas de
los hombres o lo qué el sacerdote bondadoso respondía, ella sólo podía percibir
fragmentos de una voz alta que daba las órdenes. Sofi escuchaba el sonido de
pasos rápidos acompañados de fuertes golpes y el desplome de objetos masivos
raspando en el piso de arriba. Sentía el miedo impregnado en el hoyo de su
estómago.
Sofi oraba:
— Querido Dios, no permita que le hagan daño a padre Pierre... Si debo
vivir, entonces haré lo que Usted quiera que yo haga.
Ella intentó mantener la calma recitando en silencio los números primos, a
partir de dos. Sofi estaba en grave peligro. Si los hombres armados vieran la
trampilla en el suelo, la abrirían y descubrirían su escondite. ¿Qué podría decirles
para defenderse? La Comuna necesitaba muy pocas pruebas o ninguna para acusar
a alguien de algún delito. La patrulla arrestaría a Sofi en mera sospecha.
La falta de aire fresco en el pequeño espacio era opresor. Las perlas de sudor
en su frente comenzaron a deslizarse por su rostro y Sofi no estaba segura si el
salado líquido en sus labios era sudor o lágrimas de miedo. En medio del terror,
ella sostuvo su respiración y se mantuvo callada, cambiando su peso de un pie a
otro en su posición jorobada, incluso después de que el sonido de las voces se
había desvanecido. Ajustando sus ojos a la oscuridad, ella escudriñó el pasaje
estrecho a su izquierda, preguntándose si ella debería encaminarse a través de él.
Pero, ¿dónde la llevaría? Allí en ese escondrijo ella no tenía sentido de dirección.
Podría ser peligroso intentar un escape a través de esta vía subterránea, sin saber si
la salida podría llevarla a los brazos de las temidas patrullas.
Sofi perdió noción del tiempo y no estaba segura si habían pasado diez
minutos o diez horas. Las campanas de Saint-Leu estaban mudas y reinaba un
silencio escalofriante, como si la ciudad entera hubiese desaparecido. Su garganta
se sentía seca y la sed era abrumadora. Sintiéndose muy sofocada, Sofi levantó sus
brazos y comenzó a empujar la pesada puerta por encima de su cabeza. Mientras
que ella luchaba tratando de abrirla, inesperadamente la puerta se hizo más ligera
y una voz masculina susurró algo. Su corazón se hundió, pero tan pronto como ella
estaba lista para retroceder hacia la oscuridad del subterráneo, la trampilla se abrió
completamente y una pálida mano forrada con gruesas venas azules se acercó a
ella. Era el sacristán, que le hizo una seña para que se mantuviera callada y le
extendió su mano.
Aferrándose a él, Sofi subió los peldaños. Saliendo vio que la biblioteca de la
iglesia estaba saqueada. El piso estaba cubierto de velas sin encender, esparcidos
papeles, quebradas esculturas de Santos y libros desgarrada por la mitad. ¿Quién
podría ser tan grosero para destruir esos preciosos tomos que ella estudiaba con el
padre Pierre? A la salida, ella se tropezó con un grueso libro y lo recogió.
Sin decir una palabra, rápidamente el anciano guió a Sofi por un pasillo que
daba al jardín. Sosteniendo el libro cerca de su corazón palpitante, Sofi encontró el
portón que la condujo al callejón detrás de la iglesia, y desde allí corrió sin aliento
las dos cuadras a su casa. Sus padres la estaban esperando, muy preocupados, ya
que sabían lo que había sucedido en Saint-Leu y el arresto de su maestro.
Llevaron a Abbé Pierre directamente a la Conciergerie, la temida prisión en
París. El ser encarcelado allí significaba no un justo juicio sino un final rápido a la
guillotina. Padre Pierre fue acusado de ningún delito, pero el sacerdote compasivo
había admitido a sus captores que él no había firmado el juramento de fidelidad a
la Constitución civil del clero. Además, padre Pierre era el objeto de la venganza
privada por parte de algunos miembros de la Comuna, sólo porque poseía lo que
ellos no tenían: un fino intelecto, tierno amor y compasión por sus semejantes, y,
sobre todo, el veneraba a Dios.
Esa misma noche, después de recuperarse de su terrible suplicio, Sofi se dio
cuenta de que no tenía su manuscrito que contenía su teorema y su prueba
preciosa. El rollo de papel probablemente había caído de su mano cuando ella
intentaba empujar la puerta en el pequeño sótano donde se escondió.
Sofi quería correr a la iglesia a recuperar sus notas, pero sabía que sería
demasiado peligroso el intentarlo. A la mañana siguiente, una turba de hombres
intoxicados armados con picas, espadas y pistolas tocaron a las puertas a lo largo
de la calle St-Denis. Con gritos ensordecedores pedían la muerte de los traidores.
La palabra “traidor” se interpretaba libremente e indiscriminadamente, y los que se
declaraban traidores eran considerados proscritos y se les cortaban las gargantas.
Todas las familias en el barrio de Sofi retrocedían con temor, buscando refugio tras
sus puertas cerradas.
En la Église Saint-Leu la turba enfurecida mutiló el sagrado edificio,
eliminando toda evidencia de aristocracia o de feudalismo; desfiguraron
mausoleos, quitaron los epitafios, flor de lis y escudos reales y quebraron dos
campanas de la torre del campanario, simplemente porque las iglesias no se les
permitía tener más de una! Poco después, el Comité Revolucionario decidió cerrar
Saint-Leu, transformando la iglesia en almacenamiento de reservas de carne salada
para las carnicerías del barrio Lombardos.
Sofi se resignó a la pérdida de su prueba matemática. Ella tendría que volver
a hacerlo, pero necesitaba la revelación deslumbrante de aquella noche gloriosa
porque ahora, su musa matemática estaba muda. Cuando Sofi trató de nuevo, su
análisis la llevaba por oscuros laberintos, algunos impenetrables y otros que
terminaban abruptamente sin llegar a su resultado inteligente.
A partir de ese día, Sofi continuó sus estudios sin la guía de Pierre Abbé,
tomando sus lecciones de los libros que él le dio. El último libro que ella había
recogido, escrito por un erudito parisiense, presentaba el campo de la teoría de los
números, abarcando desde la obra de Diofanto, Fermat y Euler. Contenía muchos
problemas sin resolver y muchas afirmaciones intrigantes. Como un sabio maestro,
el autor pedía al lector que resolviera los problemas, insistiendo en el desarrollo de
pruebas rigurosas para determinar las verdades matemáticas. Y Sofi lo hizo. Todos
los días, ella seleccionaba uno de los problemas y buscaba su solución, siempre
preguntándose si padre Pierre aprobaría su análisis.
En la víspera de su 18 cumpleaños, Sofi se apresuró a su escritorio a escribir
algo que irrumpió en su cabeza. Según Fermat, “la ecuación zn = xn + yn no tiene
soluciones con números enteros distintos de cero para x, y y z cuando n > 2. ” Padre
Pierre insistió que, a pesar de su sencillez, esta afirmación no había sido probada.
Sofi meditó en eso por un rato y luego ella observó que si n es un numero primo y
si 2n + 1 es también primo, entonces zn = xn + yn implica que x, y o z es divisible
por n. Así, para demostrar la afirmación de Fermat para cualquier primo n, debería
ser suficiente para probar que xn + yn + zn = 0 es imposible, asumiendo que uno de
los tres números x, y o z es divisible por n, porque el caso en el cual ninguno es
divisible, quedarían excluido. Ahora, ¿cómo lo haría Sofi?
Esa misma noche, mientras ella esperaba que sus ojos cerraban para dormir,
una idea anterior reapareció en su mente, un pensamiento lúcido que la incitó a
levantarse. En su escritorio, Sofi sumergió su pluma en el tintero y escribió con
trazos audaces.
— Puedo obtener un número primo al doblar un primo conocido y agregar
1.
Su formula era simple y elegante: G = 2p + 1.
Para verificar este descubrimiento, añadió:
— El más pequeño tal primo p es 2 porque 2 (2) + 1 = 5, que es primo. El
siguiente era 3 ya que 2(3) + 1 = 7.
Y aunque a Sofi le gustaba el número 7 ella descubrió que su fórmula lo
excluía porque 2(7) + 1 = 15, el cual no es primo. El siguiente primo era realmente
11 ya que 2(11) + 1 = 23 y así sucesivamente. Estos números primos Sofi
consideraba sus número sagrados. Todo lo que tenía que hacer era demostrar que
para cada primo p que existe, ella conseguiría G, también un primo!
Deseaba desesperadamente demostrar la afirmación de Fermat. Aunque
tomara toda su vida, ella lo intentaría. En ese momento Sofi supo que su futuro
estaría en el universo de matemáticas, un magnífico mundo desprovisto de
violencia. Era el mundo donde se sentía a gusto, feliz, sintiendo el abrazo de los
sabios matemáticas del ayer. Los ideales de Sofi eran tan puros y hermosos como
sus sagrados números primos escritos en sus manuscritos.
* * *
Sí, Sofi probó que todos los números enteros pares mayores o iguales a 4 son
la suma de dos números primos. ¿Te preguntas qué pasó con su prueba
matemática? Pues bien, Sofi nunca la recuperó del escondido subterráneo en la
iglesia del padre Pierre. Sin embargo, no me cabe duda que, después de doscientos
veinte años, su manuscrito todavía está allí donde ella lo dejó, durmiendo entre el
polvo y telarañas bajo el piso de la biblioteca al lado de la sacristía.
Si alguna día visitas Église Saint-Leu en París, reza, por supuesto, pero
mientras enciendes una vela por favor recuerda a Sofi, piensa en su prueba y sus
sagrados números primos. Quién sabe, quizá tu también un día encontrarás una
gloriosa musa matemática para guiar tus pasos hacia la prueba de un elegante
teorema, una prueba tan profunda y hermosa que tu nombre será grabado para
siempre en los anales de matemáticas junto con el de esos gigantes de la ciencia
tales como Euler and Germain.
Adieu ma chère mathématicienne.
* * * * * * *