La Salvacion de Los Templarios, Raymond Khoury-

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RAYMOND KHOURY

LA SALVACIÓN DE LOSTEMPLARIOS

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Traductor: Martín Sanz, M.Cristina

Autor: Khoury, Raymond©2011, Ediciones B, S.A.Colección: La tramaISBN: 9788466650205Generado con: QualityEbook v0.35

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Para mi padre,

la persona más bondadosa que heconocido

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Prólogo

ConstantinoplaJulio de 1203

—Quedaos agachado y guardad

silencio —susurró el del pelo gris altiempo que ayudaba al caballero a subira la pasarela—. Las murallas estánrepletas de guardias, y este asedio lostiene muy nerviosos.

Everardo de Tiro miró a derecha ya izquierda, escrutando la oscuridad, porsi descubría alguna amenaza. No habíanadie alrededor. Las torres que sealzaban a uno y otro lado estaban lejos,las parpadeantes antorchas de los

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centinelas nocturnos apenas resultabanvisibles en aquella noche sin luna. ElGuardián había escogido bien el puntode entrada. Si actuaban deprisa, habíabastantes posibilidades de queconsiguieran escalar el resto de lasfortificaciones y penetrar en la ciudadsin que nadie lo advirtiese.

Claro que volver a salir sanos ysalvos... era otra cosa muy distinta.

Dio tres tirones a la cuerda parahacer una señal a los cinco caballeroshermanos que aguardaban abajo, en lassombras de la gran muralla exterior. Unopor uno fueron subiendo por los nudosde la maroma, y el último se encargó derecogerla. A continuación, con lasespadas desenvainadas y fuertemente

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asidas con sus encallecidas manos, sedeslizaron por el adarve en silencio, enfila de a uno, detrás de su anfitrión.Desenrollaron la cuerda, esta vez por lacara interior de la muralla. Unos minutosdespués todos habían tocado suelo firmey caminaban detrás de un hombre queninguno de ellos conocía, adentrándosepoco a poco en una ciudad que jamáshabían pisado.

Caminaban agachados, sin saberhacia dónde los conducía el Guardián,preocupados de que los descubrieran.Llevaban sobrevestes negras y debajo,túnicas oscuras, en lugar de lostradicionales mantos de color blancocon la distintiva cruz roja. No habíanecesidad de proclamar su verdadera

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identidad, viajando a través de territorioenemigo, y menos todavía al entrar demanera furtiva en una ciudad sitiada porcruzados del papa Inocencio. Al fin y alcabo, ellos mismos eran cruzados. Paralos habitantes de Constantinopla, lostemplarios eran hombres del Papa. Eranel enemigo. Y Everardo era plenamenteconsciente del sórdido destino queaguardaba a los caballeros que caíanprisioneros detrás de las líneasenemigas.

Pero el monje guerrero noconsideraba que los bizantinos fueranenemigos suyos, y no había venido porpetición del sumo pontífice.

Ni mucho menos.«Cristiano contra cristiano», pensó

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cuando pasaron por delante de unaiglesia que estaba cerrada por ser denoche. «¿Es que nunca va a acabarseesta locura?»

El viaje había sido largo y difícil.Habían cabalgado días enteros sindescanso, haciendo brevísimas pausas, ycasi habían matado de agotamiento a loscaballos. El mensaje que les llegó de losGuardianes, desde el corazón de lacapital de Bizancio, fue inesperado... yalarmante. La ciudad de Zara, situada enla costa de Dalmacia, había sidosaqueada inexplicablemente por elejército del Papa. Era inexplicableporque se trataba de una ciudadcristiana, y no sólo eso, sino católica.Otra vez se había puesto en acción la

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flota veneciana que transportó a losrapaces hombres de la Cuarta Cruzada.Su siguiente objetivo eraConstantinopla, a todas luces con el finde restaurar en el trono al emperador,que había sido depuesto y dejado ciego,y al hijo de éste. Y dado que la capitalde Bizancio ni siquiera era católica,sino ortodoxa griega —y dada tambiénla matanza que había tenido lugar allí unpar de décadas atrás— los augurios dela ciudad no eran nada halagüeños.

De modo que Everardo y suscaballeros hermanos salieron a todaprisa de la fortaleza templaria deTortosa y tomaron el camino del norte.Al llegar a la costa torcieron hacia eloeste, atravesaron el territorio hostil del

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reino armenio de Cilicia y de losmusulmanes selyúcidas, recorrieron losáridos páramos de la Capadocia concuidado de no pasar cerca depoblaciones ni asentamientos a fin deevitar cualquier posible confrontación.Para cuando llegaron a los alrededoresde Constantinopla, la flota de loscruzados —compuesta por más dedoscientas galeras y transportes paracaballos, y mandada por el formidabledogo de Venecia en persona— ya habíaechado anclas en las aguas que rodeabanla ciudad más magnífica de su época.

El asedio había comenzado.Se estaba agotando el tiempo.Buscaron refugio en las sombras

cuando pasó por su lado una patrulla de

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soldados de infantería, y despuéscontinuaron detrás del Guardián, que loshizo atravesar un cementerio pequeñopara internarse a continuación en unbosquecillo, donde los esperaba uncarretón tirado por caballos. Junto aéste, sujetando las riendas, aguardabaotro hombre de cabello grisáceo, cuyaexpresión solemne no lograba ocultaruna profunda inquietud. «El segundo detres», pensó Everardo al tiempo que losaludaba con una breve inclinación de lacabeza mientras sus hombres subían a laparte de atrás. Al poco, estaban yaadentrándose en lo más recóndito de laciudad, mientras el fornido caballeroechaba alguna que otra mirada furtivapor la estrecha rendija que dejaba la

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lona de la carreta.Nunca había visto un sitio igual.A pesar de aquella oscuridad casi

absoluta lograba distinguir lasportentosas siluetas de iglesiasespigadas y palacios monumentales,edificios de un tamaño que él jamáshabía imaginado. Y resultaba increíbleque hubiera tantos. Roma, París,Venecia... Había tenido la suerte devisitarlas años atrás, cuando acompañóa su gran maestre en un viaje al Templede París. Todas palidecían alcompararse con ésta. La Nueva Romaera, en efecto, la más grandiosa detodas. Y cuando el carro llegó por fin asu destino, el panorama que loaguardaba no fue menos asombroso: un

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magnífico edificio con una imponentefila de columnas corintias en la fachada,cuyos fustes, en aquella semioscuridad,se perdían de vista en lo alto.

El tercer Guardián, el mayor detodos, los estaba esperando en lasuntuosa escalinata de la entrada.

—¿Qué lugar es éste? —preguntóEverardo.

—La biblioteca imperial —afirmóel otro, señalando con la cabeza.

En la expresión de Everardo sereflejó la sorpresa. ¿La bibliotecaimperial?

El Guardián se percató de suasombro, y se le iluminó el rostro altiempo que esbozaba una sonrisa.

—¿Qué mejor lugar para esconder

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una cosa que a la vista de todo elmundo? —Se volvió y echó a andar—.Seguidme. No tenemos mucho tiempo.

El hombre escoltó a los caballerosescaleras arriba, los hizo cruzar elvestíbulo de entrada y penetrar en lasprofundidades del edificio. Las salas sehallaban desiertas. Era tarde, pero habíaalgo más. Se hacía palpable la tensiónque reinaba en la ciudad. El airehúmedo de la noche estaba impregnadode miedo, un miedo alimentado por laincertidumbre y la confusión que nohacían sino aumentar cada día quepasaba.

Siguieron avanzando a la luz de lasantorchas, pasaron junto a los ampliosscriptoriums que guardaban gran parte

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del saber del mundo antiguo,innumerables estanterías llenas depergaminos y códices con textosrecuperados de la desaparecidabiblioteca de Alejandría. Descendieronpor una escalera de caracol situada alfondo del edificio y recorrieron unlaberinto de pasadizos estrechos y másescaleras, proyectando sus sombrassobre las paredes de piedra, hasta quellegaron a un corredor sin iluminar en elque había varias puertas gruesas. Uno delos anfitriones abrió con llave la últimay los hizo entrar por ella. Se trataba deun almacén de buen tamaño, uno demuchos, supuso Everardo. Estabaatestado de cajas de madera y en losmuros llenos de baldas cubiertas de

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telarañas descansaban rollos depergamino y códices de tapas de cuero.El aire olía a rancio, pero se notabafresco. Quien había construido aquellugar sabía que era necesario evitar lahumedad para que pudieran sobrevivirlos manuscritos de pergamino y devitela. Y así había sido... durante variossiglos.

Y por este motivo habían acudido aaquel lugar Everardo y sus hombres.

—No hay buenas noticias —lesdijo el más viejo de los Guardianes—.El usurpador Alejo carece de valor paraatacar al enemigo. Ayer partióacompañado de cuarenta divisiones,pero no se atrevió a presentar batalla alos francos ni a los venecianos. No

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consiguió volver a entrar por las puertaslo bastante aprisa. —El viejo calló uninstante, con una expresión de desprecioen la mirada—. Me temo lo peor.Podemos dar la ciudad por perdida, ycuando caiga...

Everardo ya estaba imaginandocómo se vengarían los latinos de losnerviosos habitantes de Constantinoplasi lograban penetrar en sus defensas.

Sólo habían pasado unos veinteaños desde que los latinos deConstantinopla habían sido aniquilados.Hombres, mujeres, niños..., no seperdonó a nadie. Miles de sereshumanos exterminados en un frenesíhomicida como no se había visto jamásdesde la toma de Jerusalén, durante la

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Primera Cruzad a. Mercaderesvenecianos, genoveses y pisanos, quellevaban mucho tiempo asentados enConstantinopla y que controlaban elcomercio marítimo y las finanzas —latotalidad de la población católica de laurbe—, fueron asesinados junto con susfamilias en un súbito arrebato de rabia yresentimiento por la envidiosapoblación local. Los barrios dondevivían quedaron reducidos a cenizas, sustumbas fueron profanadas, y lossupervivientes acabaron vendidos comoesclavos a los turcos. El clero católicono corrió mejor suerte a manos de susenemigos, los ortodoxos griegos: vieroncómo quemaban sus iglesias, y cómodecapitaban en público al representante

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del Papa después de atar su cabeza a lacola de un perro y arrastrarla por lascalles anegadas de sangre, ante lamuchedumbre jubilosa.

El viejo se volvió y llevó a loscaballeros hacia el fondo del almacén,hasta una segunda puerta que estabaparcialmente oculta por unas estanteríascargadas hasta los topes.

—Los francos y los latinos hablande recuperar Jerusalén, pero vos y yosabemos que no conseguirán llegar hastaallí —dijo al tiempo que acariciaba lacerradura de la puerta—. Y en cualquiercaso, en realidad no tienen intención dereclamar el Santo Sepulcro. Ya no. Loúnico que les preocupa ahora es llenarselos bolsillos. Y al Papa nada le gustaría

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más que ver caer este imperio y poner suiglesia bajo la autoridad de Roma. —Sevolvió, con el semblante sombrío—.Hace mucho tiempo que se dice que sólolos ángeles del cielo conocen la fechadel fin de nuestra gran ciudad. Pero metemo que ahora no son ellos los únicosque lo saben. Constantinopla seráconquistada por los hombres del Papa—añadió, mirando a los caballeros—, ycuando eso ocurra no me cabe duda deque habrá entre ellos un pequeñocontingente cuya única misión sea la deechar la zarpa a esto.

Abrió la puerta y les indicó queentrasen. La habitación estaba vacía,salvo por tres grandes arcones demadera.

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A Everardo se le aceleró elcorazón. Como era uno de los pocosescogidos que pertenecían a los gradosmás altos de la orden, sabía lo que habíadentro de aquellos baúles sencillos y sinornamentos. Y también sabía lo quetenía que hacer a continuación.

—Vais a necesitar el carro y loscaballos, y de nuevo os ayudará Teófilo—prosiguió el anciano a la vez queseñalaba con un gesto de la cabeza almás joven de los tres Guardianes, el quehabía ayudado a Everardo y sus hombresa entrar en la ciudad—. Pero hemos dedarnos prisa. En cualquier momento lascosas podrían cambiar. Incluso se diceque el emperador piensa huir. Tenéisque estar de camino con las primeras

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luces.—¿Cómo? —Everardo se

sorprendió al oír eso—. ¿Y vos? Veníscon nosotros, ¿no es así?

El anciano intercambió una miradatriste con sus compañeros y luego negócon la cabeza.

—No. Tenemos que cubrir vuestrorastro. Que los hombres del Papa creanque la presa que perseguían sigueestando aquí, que lo piensan durante eltiempo suficiente para que quedéislibres de todo peligro.

Everardo quiso protestar, pero sedaba cuenta de que no habría forma deconvencer a los Guardianes. Éstoshabían sabido siempre que era posibleque sucediese algo así, y se habían

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preparado, como habían hecho todas lasgeneraciones de Guardianes que loshabían precedido.

Los caballeros fueron subiendo losarcones a la carreta de uno en uno,agarrándolos entre cuatro mientras otrosdos vigilaban. Cuando por finemprendieron el regreso, el amanecer yatrazaba las primeras pinceladas en elcielo.

La puerta que habían elegido losGuardianes, la de la Primavera, era unade las más alejadas de la ciudad. Estabaflanqueada por sendas torres, pero teníatambién una puerta menor a un lado de laentrada principal, y allí fue adonde sedirigieron.

Al ver aproximarse una carreta

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conducida por dos figuras cubiertas porun manto, de inmediato acudieron acerrarle el paso tres soldados. Uno deellos alzó una mano para dar el alto ypreguntó:

—¿Quién va?Teófilo, que llevaba las riendas,

soltó una tos dolorida y después farfullócon voz grave que necesitaban llegarcon urgencia al monasterio deZoodochos, que se encontraba nada mástrasponer las puertas. A su lado ibasentado Everardo, observando ensilencio el efecto que surtió la respuestadel Guardián, pues el soldado puso carade intrigado, se acercó un poco más yformuló otra pregunta.

Por debajo de la capucha de la

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túnica, el templario vio al hombre quese acercaba y esperó a tenerlo máscerca. Entonces se arrojó sobre él y lehundió la daga en el cuello. En aquelinstante salieron tres caballeros de laparte de atrás de la carreta y silenciarona los otros soldados antes de quepudieran dar la voz de alarma.

—Marchaos —siseó Everardomientras sus hermanos corrían a lacaseta de guardia y él se quedaba conotros dos agachados y escudriñando lastorres. Hizo una seña a Teófilo de quese pusiera a cubierto, tal como habíanacordado. El anciano ya había cumplidocon su cometido, y ése no era un lugaradecuado para él; Everardo sabía que encualquier momento podía estallar la

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pelea... y así sucedió, cuando surgierondos soldados más de la caseta justo enel momento en que los caballerosacababan de retirar el primero de losmaderos.

Los templarios recuperaron lasespadas y derribaron a los soldados conuna eficiencia asombrosa, pero uno deellos consiguió soltar un chillido lobastante sonoro para alertar a suscompañeros de las torres. En cuestiónde segundos empezaron a sonar lasvoces de alarma mientras en lo alto delas murallas se movían frenéticamenteantorchas y faroles. Everardo miró haciala puerta y vio que sus hermanos aúnintentaban liberar el último de losmaderos que la bloqueaban... Justo en

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ese momento sintió una lluvia de flechasque se clavaban en el suelo reseco, a sulado y junto a los cascos de loscaballos, uno de los cuales se salvó pormuy poco de resultar herido. Debíanactuar sin tardanza. Si perdían uncaballo, la huida quedaría muycomprometida.

—Tenemos que irnos —gritómientras disparaba con su ballesta.Alcanzó a un arquero cuya siluetailuminada se recortaba en lo alto, y lohizo caer del adarve.

Acto seguido se le sumaron los doscaballeros, y los tres volvieron a cargarlas ballestas y dispararon de nuevo,lanzando cuadrillos hacia la muralla,con lo que mantuvieron a raya a los

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centinelas, hasta que uno de loscaballeros dio una voz y las puertascomenzaron a abrirse.

—¡Vámonos! —chilló Everardo,indicando a sus hombres que seapresurasen.

Cuando estaban subiendo de nuevoa la carreta, el caballero que tenía a sulado fue alcanzado por una flecha que lepenetró por el costado, se desvió haciael hombro y quedó alojada en el centrodel pecho. El caballero, que se llamabaOdo de Ridefort y era fuerte como unbuey, cayó al suelo manando sangre porla herida.

Everardo corrió a su lado y loayudó a incorporarse al tiempo quellamaba a los demás. Al cabo de unos

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segundos todos rodeaban al herido, tresde ellos disparaban hacia arriba, a ladefensiva, mientras los demás loayudaban a subir a la carreta. Everardo,protegido por sus compañeros, seapresuró a sentarse en el pescante altiempo que volvía la cabeza paradespedirse de Teófilo con una mirada degratitud, pero el Guardián ya no estabadonde lo había visto por última vez.Entonces lo descubrió... a escasadistancia de allí, tendido en el suelo,inmóvil, con el cuello atravesado poruna flecha. Lo miró por un instanteapenas, pero fue suficiente para que lavisión quedara grabada para siempre ensu memoria. A continuación subió de unsalto a la carreta y azuzó a los caballos.

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Los otros caballeros subierontambién, justo en el momento en que elcarro arremetía contra las puertas y salíade la ciudad bajo una lluvia de flechas.Antes de poner rumbo norte, Everardofue hasta un cerro y volvió la vista haciael mar que relucía a sus pies. Lasgaleras de guerra se deslizaban frente alas murallas con las banderas y losestandartes ondeando en los castillos depopa, los escudos al descubierto, losbaluartes guarnecidos, y las escalas ylas catapultas levantadas en actitudamenazante.

«Una locura», pensó otra vez con elalma dolorida mientras iba dejandoatrás la sublime Constantinopla y la grancatástrofe que no tardaría en abatirse

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sobre ella.

El viaje de vuelta fue más lento.Habían recuperado los caballos, pero eltorpe movimiento de la carreta y lapesada carga que transportaba losestaban retrasando. Evitar aldeas y todocontacto humano les resultaba másdifícil que cuando iban a caballo ypodían desviarse de las rutas mástransitadas. Más grave todavía era lasituación de Odo, que estaba perdiendomucha sangre, y ellos no podían hacergran cosa para parar la hemorragia sindetenerse. Pero lo peor era que ya noviajaban de incógnito. La salida de laciudad sitiada no había sido, ni mucho

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menos, tan discreta como la entrada.Seguro que saldría tras ellos uncontingente de hombres armados, estavez procedentes de fuera de lasmurallas.

Y en efecto así fue, antes de que sepusiera el sol de la primera jornada.

Everardo había enviado a doscaballeros de avanzadilla y ordenado aotros dos que cabalgaran detrás, paraque les advirtieran de cualquieramenaza. Aquella primera tarde suprevisión resultó acertada. Los quecubrían la retaguardia vieron unacompañía de caballeros francos que seaproximaban al galope por el oeste,pisándoles los talones. Everardo envió aun jinete en busca de los dos caballeros

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que iban delante y seguidamenteabandonó la ruta sudeste, la mástransitada y la que seguramente loscruzados habían dado por supuesto quetomarían, y se dirigió más al este, hacialas montañas.

Era verano, y aunque las nieves yase habían fundido aquel paisaje sombríoresultaba difícil de cruzar. Las colinasverdes y suaves pronto dieron paso amontañas escarpadas y agrestes. Losescasos senderos que podía seguir lacarreta eran angostos y peligrosos,algunos apenas eran más anchos que elespacio entre las ruedas, y discurrían alborde de barrancos que producíanvértigo. Y con cada nuevo díaempeoraba el estado de Odo. El inicio

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de un fuerte aguacero convirtió unasituación que ya era terrible en unaauténtica pesadilla, pero Everardo, alverse sin alternativas, continuó llevandoa sus hombres por terrenos elevadoscada vez que podía y siguió avanzandopenosamente, despacio. Comían lo queencontraban o conseguían cazar,llenaban las calabazas con agua delluvia, y se detenían cuando menguaba laluz, pasando las desapacibles noches alsereno, siempre bajo la tensión de saberque sus perseguidores no renunciaban aencontrarlos.

«Tenemos que conseguir regresar»,pensaba, lamentando el desastre que sehabía abatido sobre él y sobre sushermanos sin previo aviso. «No

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podemos fracasar, hay demasiado enjuego.»

Pero era más fácil desearlo quehacerlo.

Al cabo de varios días de avanzarcon paso renqueante, la situación deOdo se hizo desesperada. Lograronarrancarle la flecha y frenar lahemorragia, pero le sobrevino una fiebrea causa de la herida infectada. Everardosabía que iban a tener que hacer un altopara permitirle que pasara unos díasinmóvil y sin mojarse, si querían quevolviera vivo a la fortaleza. Pero loscaballeros de la retaguardia confirmaronque los perseguidores aún no se habíandado por vencidos, con lo cual debieronseguir lidiando con aquel terreno hostil,

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con la única esperanza de que ocurrieraun milagro.

Un milagro que se produjo al sextodía, en forma de un monasterio pequeñoy aislado.

Lo habrían pasado totalmente delargo si no hubiera sido por un par decuervos que volaban trazando círculosen lo alto y que atrajeron la agudamirada de uno de los caballeros queiban oteando el terreno. El monasterio,un puñado de apretadas habitacionesexcavadas en la roca, era casiindetectable y se hallaba perfectamentedisimulado entre las montañas,agazapado en la grieta de un acantiladoque se erguía, protector, por encima deél.

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Los caballeros se acercaron tantocomo les fue posible, luego dejaron lasmonturas y subieron a pie el resto delcamino tallado en la roca viva.Everardo se maravilló al apreciar ladedicación de los hombres que habíanconstruido aquel claustro en un lugar tanremoto y traicionero —a simple vista,daba la impresión de tener muchossiglos—, y se preguntó cómo habíalogrado sobrevivir en aquella región,continuamente recorrida por bandas deguerreros selyúcidas.

Se aproximaron con suma cautela,con la espada desenvainada, aunquedudaban de que en un sitio tan inhóspitopudiera vivir alguien. Para su asombro,sin embargo, los recibieron una docena

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de monjes, ancianos curtidos por losaños y discípulos más jóvenes, queenseguida se percataron de que eran,como ellos, seguidores de la Cruz, y lesofrecieron alimento y refugio.

El monasterio era exiguo, peroestaba bien aprovisionado a pesar dellugar tan apartado. Acomodaron a Odoen un jergón seco y le dieron de beber yalgo caliente para comer a fin de quereviviesen las agotadas defensas de suorganismo. A continuación, Everardo ysus hombres subieron los tres arconesque transportaban en la carreta y loscolocaron en una estancia pequeña y sinventanas. Al lado había unimpresionante scriptorium que conteníauna amplia colección de manuscritos

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atados con cordeles. Sentados en lospupitres había un puñado de escribas,tan concentrados en su trabajo queapenas levantaron la vista para saludar alos visitantes.

Los monjes —de la regla de sanBasilio, como no tardaron en descubrirlos caballeros— quedaron atónitos alconocer la noticia que les dieron. Lescostó hacerse a la idea de que el ejércitodel Papa hubiese puesto sitio a otroscristianos y hubiera saqueado ciudadescristianas, incluso después del grancisma. Aislados como estaban, no sehabían enterado de que Jerusalén habíacaído en manos de Saladino ni de que laTercera Cruzada había fracasado. Concada información nueva que recibían, se

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les caía un poco más el alma a los pies ynuevas arrugas aparecían en su frente.

A lo largo de la conversación,Everardo evitó cuidadosamente un temadelicado: lo que habían hecho enConstantinopla sus compañeros y él, y elpapel que habían desempeñado en elasedio de la ciudad. Era muy conscientede que, a los ojos de aquellos monjesortodoxos, sus hombres y él fácilmentepodían parecer que formaban parte delos latinos que se habían plantado a laspuertas de la capital. Y relacionado coneste tema había otro aún más espinoso,que el hegumen del monasterio —esdecir el abad, el padre Filipiccus—finalmente quiso sacar a colación.

—¿Qué es lo que transportáis en

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esos arcones?Everardo había advertido que los

monjes miraban con curiosidad losbaúles, y no sabía muy bien quécontestar. Tras titubear unos momentos,dijo:

—Yo no sé más de lo que sabéisvos. Sencillamente se me ha ordenadoque los lleve de Constantinopla aAntioquía.

El abad le sostuvo la miradamientras reflexionaba sobre aquellarespuesta. Al cabo de unos instantes queresultaron sumamente incómodos,asintió con un gesto respetuoso y se pusode pie.

—Es la hora de las vísperas ydebemos retirarnos. Mañana podremos

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seguir hablando.Ofrecieron a los caballeros más

pan, queso e infusiones de anís, yseguidamente el monasterio quedó ensilencio para pasar la noche, aexcepción del incesante repiqueteo de lalluvia en las ventanas. Aquel suavetamborileo debió de calmar la inquietudde Everardo, porque enseguida se sumióen un profundo sueño.

Cuando despertó, el fuerte brillodel sol hirió sus ojos. Se incorporó,pero se notaba mareado, le pesaban lospárpados y tenía una incómoda sequedaden la garganta. Miró alrededor..., Losdos caballeros con los que compartía lahabitación ya no estaban.

Intentó levantarse pero no pudo,

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sentía las piernas flojas y débiles. Juntoa la puerta había una jarra de agua y uncuenco pequeño, a modo de invitación.Se puso de pie a duras penas, se acercóhasta allí, tomó la jarra y apuró sucontenido, y el hecho de beber hizo quese sintiera mejor. Tras secarse la bocacon la manga, se incorporó y seencaminó hacia el refectorio..., pero alinstante se dio cuenta de que ocurríaalgo malo. «¿Dónde están los demás?»,se preguntó.

Con los nervios en tensión, echó aandar descalzo por las frías losas delsuelo y pasó por delante de un par deceldas y del refectorio. Todo estabadesierto. Oyó un ruido procedente delscriptorium, y hacia allí se dirigió.

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Sentía una debilidad inusual en elcuerpo, y las piernas le temblaban demanera incontrolable. Cuando pasó juntoa la entrada de la estancia en la quehabían depositado los arcones, lo asaltóun presentimiento. Se detuvo y penetróen la celda, aterrorizado al ver que losarcones habían sido forzados y lascerraduras arrancadas de sus goznes.

Lo invadió una oleada de náuseas ytuvo que apoyarse en la pared paraconservar el equilibrio. Hizo acopio detoda la energía que le quedaba para salirde aquella celda y llegar al scriptorium.

Lo que descubrió allí, a través desu visión distorsionada, lo dejóparalizado en el sitio.

Sus hermanos yacían tirados por el

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suelo de la espaciosa habitación, enposturas extrañas y antinaturales,inmóviles, con el semblante rígido yteñido de la palidez de la muerte. Nohabía sangre ni señales de violencia.Era como si hubieran dejado de vivir sinmás, como si la vida se les hubieraescapado apaciblemente. Detrás de ellosestaban los monjes, de pie, formando unmacabro semicírculo, observándolo a élcon gesto inexpresivo y mirada grave, yen el centro de todos el padreFilipiccus, el abad.

Everardo, sintiendo que se ledoblaban las piernas, comprendió al fin.

—¿Qué habéis hecho? —dijo,notando que se le trababa la voz en lagarganta—. ¿Qué me habéis dado?

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Intentó lanzar un golpe hacia elabad, pero cayó de rodillas antes depoder dar un paso. Se incorporó amedias e hizo un esfuerzo porconcentrarse, por encontrar sentido a loocurrido. Entonces se dio cuenta de quelos habían drogado a todos la nocheanterior. Aquella bebida anisada... Sí,aquello tuvo que ser. Los monjes loshabían drogado para tener tiempo, sinque nadie los molestara, de explorar loque contenían los arcones. Y luego, porla mañana..., el agua. Tenía que estarenvenenada, comprendió Everardomientras se llevaba las manos al vientreentre espasmos de dolor. La vistaempezaba a fallarle y los dedos letemblaban sin control. Se sentía como si

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un fuego le abrasase las entrañas.—¿Qué habéis hecho? —repitió,

articulando las palabras con dificultad,como si la lengua no le respondiese.

El padre Filipiccus se acercó a él ypermaneció de pie contemplando alcaballero caído con un gesto de duraresolución en el semblante.

—La voluntad de Dios —contestóal tiempo que alzaba una mano y lamovía muy despacio, primero de arribaabajo, después de un lado al otro,trazando con sus dedos flojos la señalde la cruz en aquel aire ya borroso.

Fue lo último que vio Everardo deTiro.

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Estambul, TurquíaLa actualidad

—Salam, profesor. Ayah vaght

darid keh ba man sohbat bo konid?Behruz Sharafi se detuvo y se

volvió, sorprendido. El desconocidoque se había dirigido a él —un hombreelegante y bien parecido, de treinta ymuchos años, alto y esbelto, cabellonegro y peinado con gomina hacia atrás,jersey de cuello cisne color grismarengo y traje oscuro— estabaapoyado contra un coche aparcado. Elhombre le hizo un breve ademán de

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saludo con el periódico que llevabaplegado en la mano para confirmar sugesto de incertidumbre. Behruz se ajustólas gafas y lo miró. Estaba seguro de quenunca lo había visto, pero no cabía dudade que aquel desconocido era iranícomo él, porque su acento farsíresultaba inconfundible. Erasorprendente. Desde su llegada aEstambul, hacía poco más de un año,Behruz no había conocido a muchosiraníes.

El profesor titubeó y acontinuación, aguijoneado por la miradaexpectante y sugerente de aqueldesconocido, se acercó a él. Hacía unatarde agradable, y el ajetreo cotidianode la plaza frente a la universidad

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mermaba por momentos.—Perdone, ¿nos...?—No, no nos conocemos —

confirmó el desconocido mientras tendíala mano con amabilidad y conducía alprofesor hacia la portezuela del coche,que acababa de abrir para él.

Behruz se detuvo, tenso a causa deuna súbita inquietud que lo paralizó.Hasta ese momento, su estancia enEstambul había resultado unaexperiencia liberadora. Con cada díaque pasaba había ido disminuyendo lapreocupación que le hacía mirar haciaatrás una y otra vez y tener cuidado conlo que decía, precauciones propias de unprofesor sufí de la Universidad deTeherán. Alejado de las luchas políticas

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que estaban estrangulando el mundoacadémico en Irán, aquel historiador decuarenta y siete años había disfrutadollevando una vida nueva en un paísmenos aislado y peligroso, que inclusoabrigaba la esperanza de formar partealgún día de la Unión Europea. Pero elhecho de que un desconocido vestidocon un traje oscuro lo invitara a subir aun coche había hecho trizas en unsegundo aquel sueño.

—Disculpe —dijo el profesor,levantando las manos—, no sé quién esusted y...

El desconocido volvió ainterrumpirlo, empleando el mismo tonocortés y nada amenazante:

—Por favor, profesor. Le pido

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perdón por abordarlo de esta formarepentina, pero necesito hablar unmomento con usted. Se trata de su mujery de su hija. Podrían correr peligro.

Behruz sintió una punzada depánico y otra de cólera.

—Mi mujer y... ¿Qué les ocurre?¿De qué me está hablando?

—Por favor —dijo el otro sin unapizca de alarma en la voz—. Todo va asalir bien. Pero tenemos que hablar, deverdad.

Behruz miró a ambos lados, perono conseguía enfocar bien. Aparte de laestremecedora conversación que estabateniendo, todo lo demás parecía normal.Era una normalidad que, lo sabía, apartir de ese momento iba a desaparecer

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de su vida.Subió al coche. Aunque era un

BMW nuevo y de gama alta, desprendíaun olor extraño y desagradable que hirióinmediatamente sus fosas nasales. Aúnno había logrado averiguar a qué sedebía cuando el desconocido se sentó alvolante y se incorporó al escaso tráfico.

—¿Qué ha sucedido? —dijoBehruz, incapaz de contenerse—. ¿Quésignifica eso de que podrían correrpeligro? ¿Qué clase de peligro?

El desconocido mantuvo la vistafija al frente.

—Lo cierto es que no son sóloellas dos. Son ustedes tres.

La actitud tranquila y serena conque dijo aquello hizo que sonara aún

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más inquietante.El desconocido le dirigió una

mirada de soslayo.—Tiene que ver con su trabajo —

añadió—. O más concretamente, conalgo que usted ha descubierto hace poco.

—¿Algo que he descubierto yo? —Behruz quedó desconcertado unafracción de segundo, pero entoncescomprendió a qué aludía aquel tipo—.¿La carta?

El desconocido asintió.—Usted ha intentado entender a

qué se refiere, pero hasta el momento nolo ha conseguido.

Era una afirmación, no unapregunta, y expresada con tal seguridady firmeza que resultaba todavía más

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amenazadora. Aquel desconocido nosólo estaba enterado del asunto; por lovisto, también sabía los escollos conque estaba topando en su investigación.

Behruz jugueteó nerviosamente conlas gafas.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó.

—Por favor, profesor. Mi trabajoconsiste en saber todo cuanto atraiga micuriosidad. Y su hallazgo ha atraído micuriosidad. Y mucho. De la mismamanera que usted es meticuloso con suforma de trabajar y de investigar, lo queresulta admirable, yo también soymeticuloso con la mía. Hay quien diríaque incluso soy un fanático. De modoque sí, estoy enterado de lo que ha

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estado haciendo usted. Dónde ha estado.Con quién ha hablado. Sé lo que haconseguido deducir y lo que todavía noalcanza a comprender. Y sé muchascosas más. Detalles periféricos. Comoque la señorita Deborah es la maestrapreferida de su hija Farnaz en elcolegio. Como que su esposa le hahecho geimeh bademyan para cenar. —Calló unos instantes y después añadió—: Lo cual es muy amable por su parte,teniendo en cuenta que usted se lo hapedido con muy poca antelación, anochemismo. Pero claro, su esposa seencontraba en una posición vulnerable,¿no?

Behruz sintió que le desaparecíande la cara los últimos vestigios de vida

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y que lo inundaba una oleada de pánico.«¿Cómo ha hecho para...? ¿Nos estávigilando, nos escucha? ¿Dentro denuestro dormitorio?» Tardó unosmomentos en recuperar el control comopara articular unas pocas palabras:

—¿Qué es lo que quiere usted demí?

—Lo mismo que quiere usted,profesor. Encontrarlo. El tesoro al quese refiere la carta. Lo quiero para mí.

Behruz, cuyo cerebro se estabahundiendo en un abismo de irrealidad,hizo un esfuerzo para hablar concoherencia.

—Estoy intentando dar con él —dijo—, pero... Es como ha dicho usted.Tengo dificultades para entenderlo.

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El desconocido volvió la cabezahacia él un momento; la mirada con quelo taladró fue como si le hubierapropinado un puñetazo.

—Pues tendrá que esforzarse más—le espetó. Después volvió a mirar alfrente y agregó—: Tendrá que esforzarsecomo si de ello dependiera su vida. Quees precisamente el caso.

Salió de la vía principal y entró enuna calle estrecha, flanqueada de tiendascerradas, y allí detuvo el coche. Behruzmiró brevemente alrededor. No habíanadie, y tampoco se veían luces en losedificios, por encima de los localescomerciales.

El desconocido pulsó el botón delcontacto para apagar el motor y se

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volvió para mirar a Behruz.—Quiero que sepa que estoy

hablando en serio —le dijo, sin dejar deemplear aquel tono suave que tanirritante resultaba—. Quiero queentienda que para mí es muy, muyimportante que usted haga todo loposible, todo, por terminar ese trabajo.Quiero que comprenda que es crucialpara su bienestar, y para el de su esposay su hija, que dedique a este asunto todosu tiempo y toda su energía, que recurraa todos los recursos que tenga usteddentro y que solucione este tema. Apartir de ahora, no debe pensar enninguna otra cosa. En nada.

Hizo una pausa para dejar quecalara lo que acababa de decir.

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—Al mismo tiempo —prosiguió—,quiero que entienda que si se le ocurrela fantasía de acudir a la policía a pedirayuda sería, francamente, catastrófico.Es de vital importancia que comprendaese detalle. Ahora mismo podríamos ir auna comisaría, pero, le puedo garantizar,el único que sufriría las consecuenciassería usted, y una vez más, dichasconsecuencias serían catastróficas.Quiero convencerlo de ello. Quiero queno le quede absolutamente ninguna dudade lo que estoy preparado para hacer, delo que soy capaz de hacer y hasta dóndeestoy dispuesto a llegar, paracerciorarme de que usted va a hacer estopor mí.

El desconocido cogió el llavero y

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abrió la portezuela de su lado pulsandouna vez.

—Puede que haya una manera deconseguirlo. Venga —dijo, y se apeó.

Behruz hizo lo mismo, y se bajó delcoche con las piernas temblorosas. Eldesconocido fue hasta el maletero delBMW. Behruz miró hacia arriba,buscando algún signo de vida. Por uninstante se le pasó por la cabeza la locaidea de echar a correr pidiendo socorroa gritos, pero se limitó a acompañar a suatormentador caminando sin fuerza,como si formara parte de una cadena deprisioneros. El desconocido pulsó unbotón del llavero y la puerta delmaletero se abrió con un chasquido.Behruz no quería mirar dentro, pero

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cuando el desconocido introdujo lamano no pudo evitarlo. Gracias a Dios,el maletero estaba vacío, a excepción deun pequeño bolso de viaje. Eldesconocido lo acercó al borde, y en elmomento en que lo abrió Behruz se vioasaltado por un olor putrefacto que leprodujo náuseas y lo hizo retroceder. Aldesconocido, en cambio, no parecióimportarle; metió la mano en el bolso ysacó con naturalidad un amasijo decabellos, piel y sangre que sostuvo enalto para mostrárselo sin el menorasomo de vacilación ni incomodidad.

Behruz sintió que lo que tenía en elestómago le subía a la garganta encuanto reconoció la cabeza cortada queel desconocido sostenía.

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Se trataba de la señorita Deborah.La maestra preferida de su hija.

O lo que quedaba de ella. Behruzperdió el control y vomitó violentamenteal tiempo que se le doblaban lasrodillas. Se derrumbó en el suelotosiendo, escupiendo e intentandorespirar, medio ahogado, mientras setapaba los ojos con una mano para nover aquel horror.

Pero el desconocido no le diotregua. Se agachó para situarse a sunivel, lo agarró por el pelo y le obligó alevantar la cabeza para que no pudieraevitar mirar a la cara aquel espantosotrozo de carne ensangrentada.

—Encuéntrelo —le ordenó—.Encuentre ese tesoro. Haga lo que tenga

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que hacer, pero dé con él. O de locontrario usted, su esposa, su hija, suspadres allá en Teherán, su hermana y sufamilia...

Y lo dejó allí, seguro de que elprofesor había captado el mensaje.

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2

Ciudad del VaticanoDos meses después

Mientras cruzaba el patio de San

Dámaso, Sean Reilly iba mirando concansancio los grupos de turistas quevisitaban la Santa Sede con los ojos muyabiertos, y se preguntó si él tendríaalguna vez la oportunidad de contemplardicho lugar con el mismo abandono y lamisma placidez.

Esto era cualquier cosa menostranquilo.

Él no estaba allí para admirar lamagnífica arquitectura ni las exquisitas

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obras de arte, ni tampoco había ido enperegrinación.

Él estaba allí para intentar salvar lavida de Tess Chaykin.

Y si tenía los ojos muy abiertos, sedebía a que estaba intentando mantener araya el jet-lag y la falta de sueño, yconservar la mente despejada paraencontrarle la lógica a la crisisdemencial que había caído sobre él enmenos de veinticuatro horas. Una crisisque no entendía del todo, pero quenecesitaba imperiosamente entender.

Reilly no se fiaba del hombre quecaminaba a su lado, Behruz Sharafi,pero no tenía mucho donde elegir. Enaquel momento, lo único que podíahacer era repasar mentalmente una vez

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más la información que tenía, desde lallamada desesperada de Tess hasta loque le había contado a toda prisa aquelprofesor iraní durante el trayecto en taxidesde el aeropuerto de Fiumicino. Teníaque cerciorarse de no pasar nada poralto..., aunque no era gran cosa lo quesabía. Un imbécil estaba obligando aSharafi a que le encontrase a saber qué,y para demostrarle que hablaba en seriole había cortado la cabeza a una mujer.Y ahora aquel mismo pirado habíasecuestrado a Tess para obligarlo a él aintervenir en el juego. Reilly odiabaencontrarse en aquella posición —noactiva sino reactiva—, aunque, dado queera el agente especial del FBI,encargado de dirigir la Unidad de

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Antiterrorismo de la oficina de NuevaYork, contaba con amplia formación yexperiencia en reaccionar a las crisis.

El problema era que por lo generaldichas crisis no tenían que ver con seresqueridos.

Frente al pórtico del edificio losaguardaba un sacerdote joven con sotananegra, sudando bajo el sol del verano.Los condujo al interior, y cuandoempezaron a recorrer aquellos frescospasillos enlosados y a subir por lasimponentes escalinatas de mármol, aReilly le costó ahuyentar los incómodosrecuerdos de la anterior visita que habíahecho a aquel suelo sagrado, tres añosantes, y de los turbadores retazos de unaconversación que jamás se le había

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borrado de la memoria. Y dichosrecuerdos regresaron con mayorintensidad aun cuando el sacerdoteempujó la gigantesca puerta de maderatallada de roble, y llevó a los dosvisitantes a la presencia de su jefe, elcardenal Mauro Brugnone, secretario deEstado del Vaticano. El segundo hombreal mando después del Papa, un individuode hombros anchos, dotado de unimpresionante físico más propio de unagricultor de Calabria que de uneclesiástico, era el contacto de Reilly y,al parecer, la razón del secuestro deTess.

El cardenal, que pese a encontrarseya al final de la sesentena seguía siendotan vigoroso y robusto como lo

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recordaba Reilly de la visita anterior, seadelantó para recibirlo con los brazosabiertos.

—Estaba deseando volver a tenernoticias de usted, agente Reilly —dijocon una expresión agridulce que lenublaba el semblante—. Aunqueesperaba que fuera en circunstanciasmás halagüeñas.

Reilly dejó en el suelo el bolso deviaje que había hecho a toda prisa yestrechó la mano del cardenal.

—Lo mismo digo, eminencia. Y leagradezco que haya accedido a vernoshabiendo sido avisado con tan pocaantelación.

Reilly le presentó al profesor iraní,y el cardenal hizo lo propio con los

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otros dos hombres que había en la sala:monseñor Francesco Bescondi, elprefecto de los Archivos Secretos delVaticano, un individuo de constituciónmenuda, cabello rubio y ralo y perillapulcramente recortada; y GianniDelpiero, el inspector general del Corpodella Gendarmería, la policía delVaticano, que era un hombre más alto ymás robusto, con una tupida cabelleranegra y facciones duras y angulosas.Reilly procuró no mostrarse inquieto porque se hubiera requerido la presenciadel jefe de la policía vaticana. Leestrechó la mano al inspector con unamedia sonrisa cordial y se dijo quedebería haberse esperado aquello, dadala urgencia con que había solicitado una

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audiencia..., y dado el organismo para elque trabajaba.

—¿Qué podemos hacer por usted,agente Reilly? —preguntó el cardenalmientras los conducía hacia los mullidossillones junto a la chimenea—. Dijousted que nos lo explicaría cuandollegase.

Reilly no había tenido muchotiempo para pensar en la forma de llevaraquello, pero sabía que si pretendía queaccediesen a su petición no podíarevelarles todo.

—Antes de nada, quiero que sepanque no he venido en visita profesional.No me ha enviado el FBI. Es un asuntopersonal. Necesito tener la seguridad deque ustedes están conformes al respecto.

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Al recibir la llamada de Tess,había solicitado un par de días depermiso por asuntos personales. EnFederal Plaza nadie, ni su compañeroAparo ni el jefe Jansson, sabía queestaba en Roma. Lo cual, pensó, tal vezhabía sido una equivocación, pero asífue como decidió actuar.

Brugnone no hizo caso de aquellaadvertencia.

—¿Qué podemos hacer por usted,agente Reilly? —repitió, esta vezponiendo énfasis en la palabra usted.

Reilly asintió, agradecido.—Me encuentro en una situación

delicada —le dijo a su anfitrión—.Necesito su ayuda. Eso está claro. Perotambién necesito que no me pidan más

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información que la que puedoproporcionarles en este momento. Loúnico que estoy en situación de decirleses que hay vidas en juego.

Brugnone intercambió una miradade preocupación con sus colegas delVaticano.

—Díganos qué es lo que necesita.—El profesor Sharafi, aquí

presente, precisa cierta información.Una información que, a su juicio, sólopuede encontrar en sus archivos.

El iraní se ajustó las gafas y asintiócon un gesto.

El cardenal miró fijamente aReilly, contrariado por lo que acababade oír.

—¿Qué clase de información?

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Reilly se inclinó y repuso:—Necesitamos consultar un fondo

concreto del archivo de la Congregaciónpara la Doctrina de la Fe.

Todos se movieron incómodos ensus asientos. La petición de ayuda deReilly estaba resultando menos inocentea cada segundo que pasaba. En contra delo que la gente creía, los ArchivosSecretos del Vaticano no contenían nadaque fuera tan secreto; la palabra«secreto» quería decir, sencillamente,que dichos archivos formaban parte del«secretariado» personal del Papa, desus documentos privados. Sin embargo,el registro al que necesitaba accederReilly, el Archivio Congregatio proDoctrina Fidei, el archivo de la

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Inquisición, era algo totalmente distinto;en él se guardaban los documentos mássensibles de los archivos vaticanos,incluidos todos los expedientes relativosa juicios de herejes y libros prohibidos.El acceso a ese material estabacuidadosamente restringido, con el finde mantener a raya a los que sededicaban a propalar habladurías. Lossucesos que cubrían sus fondi —unfondo era un conjunto de documentosque trataban de un tema concreto— norepresentaban precisamente losmomentos más gloriosos del papado.

—¿Y qué fondo sería ése? —inquirió el cardenal.

—El Scandella —respondió Reillyen tono tajante.

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Sus anfitriones parecierondesconcertados por un instante, pero serelajaron al oír el nombre. DomenicoScandella era un molinero relativamenteinsignificante del siglo XVI que no sabíamantener la boca cerrada. Las ideas quetenía acerca de los orígenes del universose consideraron heréticas, y acabaronpor conducirlo a la hoguera. Lo quepodían querer Reilly y el profesor iraníde la transcripción de su juicio noconstituía motivo de alarma. Se tratabade una petición inofensiva.

El cardenal lo miró fijamente, conexpresión de perplejidad.

—¿Eso es todo lo que necesita?Reilly asintió.—Así es.

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El cardenal miró a los otros dosfuncionarios vaticanos, que seencogieron de hombros en un gesto deindiferencia.

Reilly supo que había logradoconvencerlos.

Ahora venía la parte difícil.

Bescondi y Delpiero acompañarona Reilly y al iraní a través del patioBelvedere, a la Biblioteca Apostólica,donde se guardaban los archivos.

—He de reconocer —confesó elprefecto de los archivos con una risanerviosa— que temía que usted pidieraalgo más difícil de... conceder.

—¿Como qué? —preguntó Reilly

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con aire juguetón.El rostro de Bescondi se

ensombreció mientras buscaba larespuesta que fuera menoscomprometida.

—Como las profecías de LucíaDos Santos, por ejemplo. Sabe quién es,¿no? La vidente de Fátima.

—De hecho, ahora que lomenciona... —Reilly dejó la frase sinterminar y le dedicó una leve sonrisa.

El sacerdote emitió una risa brevey asintió aliviado.

—El cardenal Brugnone me hadicho que era usted de fiar. No sé porqué me he preocupado.

Aquello incidió de maneraincómoda en la conciencia de Reilly. Se

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detuvieron ante la entrada del edificio.Delpiero, el inspector general, seexcusó, dado que por lo visto ya no lonecesitaban.

—Si hay cualquier cosa en quepueda serle de ayuda, agente Reilly —ofreció el policía—, hágamelo saber.

Reilly le dio las gracias, yDelpiero se fue.

En las tres salas de la biblioteca,que deslumbraban con sus ornamentadasparedes de taraceado y frescos devívidos colores que representaban lasdonaciones hechas al Vaticano pordiversos soberanos de Europa, reinabaun silencio inquietante. Eruditos,sacerdotes de varios países y otrosacadémicos con antecedentes

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impecables cruzaban los suelos demármol yendo o viniendo de latranquilidad de las salas de lectura.Bescondi llevó a los dos intrusos hastauna imponente escalera de caracol quebajaba al sótano. Allí abajo hacía másfresco, el aire acondicionado tenía queesforzarse menos que en la planta de lacalle para mantener a raya el calor delverano. Pasaron junto a un par dearchiveros auxiliares que saludaronrespetuosamente al prefecto con brevesinclinaciones de la cabeza y llegaron auna espaciosa zona de recepción. Unmiembro de la Guardia Suiza, vestidocon un sobrio uniforme azul oscuro yboina negra, estaba sentado detrás de unmostrador y de una hilera de discretos

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monitores de un circuito cerrado detelevisión. El guardia tomó nota de susnombres y, tras pulsar cinco veces en elteclado de seguridad, les dio paso alsanctasanctórum del archivo, cuyaesclusa de aire se cerró a sus espaldascon un suave siseo.

—Los fondi están colocados pororden alfabético —dijo Bescondi,señalando las pequeñas placas escritascon letra elegante que había en lasestanterías y tratando de orientarse—. Aver..., Scandella tiene que estar poraquí.

Reilly y el iraní se adentraron conél en aquella cripta grande y de techobajo. Aparte del ruido de los tacones enel suelo de piedra, lo único que se oía

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era el zumbido grave y constante delsistema de aire que regulaba el nivel deoxígeno e impedía que entrasenbacterias. Las largas filas de estanteríasestaban abarrotadas de pergaminos ycódices encuadernados en cuero,intercalados con libros más recientes ycajas de cartón. Ristras enteras demanuscritos antiguos se asfixiaban bajosábanas de polvo, ya que, en algunoscasos, llevaban décadas, si no siglos,sin que nadie los tocara ni consultase.

—Aquí está —dijo Bescondi,indicando una caja en una estanteríabaja.

Reilly volvió la vista hacia laentrada del archivo. Estaban solos. Diolas gracias al sacerdote con una breve

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inclinación de cabeza y le dijo:—Lo cierto es que en realidad

necesitamos ver otro fondo.Bescondi parpadeó, confuso.—¿Otro fondo? No entiendo.—Lo siento, padre, pero... No

podía correr el riesgo de que usted y elcardenal no nos dieran permiso parabajar aquí. Y es imperativo queobtengamos acceso a la información quenecesitamos.

—Pero —balbució el archivero—esto no lo han mencionado ustedes, y...Necesito la autorización de su eminenciapara poder mostrarles cualquier otro...

—Padre, por favor —lointerrumpió Reilly—. Tenemos queverlo.

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Bescondi tragó saliva.—¿De qué fondo se trata?—Del Fondo Templari.El archivero abrió más los ojos y

miró instantáneamente hacia laizquierda, por el pasillo. Luego alzó lasmanos a modo de protesta y dio un pasoatrás.

—Lo lamento, pero eso no esposible sin que antes lo apruebe sueminencia...

—Padre...—No, es imposible, no puedo

permitirlo sin antes hablarlo con... —Dio otro paso atrás y después se volvióde costado, en dirección a la entrada.

Reilly tenía que actuar.Extendió el brazo y cerró el paso al

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archivero...—Lo siento, padre.Introdujo la otra mano en el

bolsillo, extrajo un pequeño aerosolpara el mal aliento y lo acercó al rostroatónito del archivero para rociarlo conuna nube de gas. El sacerdote miró aReilly con horror mientras la niebla leenvolvía la cabeza..., y a continuacióntosió dos veces y se le doblaron laspiernas. Cuando cayó, Reilly lo sostuvoy lo depositó con delicadeza en el suelo.

Aquel líquido incoloro e inodorono era para el mal aliento.

Y para que el archivero no semuriese por haberlo aspirado, Reillytenía que hacer alguna otra cosa..., yrápido.

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Buscó en el otro bolsillo y sacó unajeringuilla, le quitó el capuchón y lahundió en una vena que destacaba en lafrente del sacerdote. Seguidamente letomó el pulso y esperó hasta tener laseguridad de que el antídoto había hechoefecto. Sin él, el fentanil —un opiáceoanestésico de acción rápida que formabaparte del pequeño arsenal secreto dearmas no letales del FBI— podría hacerentrar en coma al prefecto, o, comosucedió en el trágico caso de más de uncentenar de rehenes retenidos en unteatro de Moscú unos años antes, inclusoacabar con su vida. Para que elarchivero continuase respirando eraimprescindible administrar cuanto antesuna dosis de naxolona..., y eso era lo

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que estaba haciendo.Reilly se quedó con él lo suficiente

para confirmar que la droga habíasurtido efecto, procurando no hacer casodel remordimiento por lo que acababade hacer a su confiado anfitrión,pensando en Tess y en lo que le habíacontado Sharafi que había hecho elsecuestrador a la maestra de escuela.Cuando comprobó que la respiración delarchivero se había estabilizado, hizo ungesto con la cabeza.

—Vía libre —dijo.El iraní señaló el pasillo.—Al mencionar usted el fondo, el

archivero ha mirado hacia allí. Y tienesentido, porque la siguiente letra es la T.

—Disponemos de unos veinte

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minutos hasta que despierte, puede quemenos —indicó Reilly, y echó a andarpor el pasillo—. De modo que vamos aaprovecharlos bien.

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3

A Tess Chaykin le dolían lospulmones. Y también los ojos. Y laespalda. En realidad, no había muchaspartes del cuerpo que no le dolieran.

«¿Cuánto tiempo pensarán tenermeasí?»

Había perdido por completo lanoción de las horas, y la noción de todo.Sabía que le habían tapado los ojos concinta adhesiva. Y también la boca. Y lasmuñecas, a la espalda. Y las rodillas ylos tobillos. Estaba convertida en unamomia del siglo XXI envuelta enreluciente cinta aislante y... Algo más.Notaba alrededor una envoltura blanda,

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gruesa, mullida. Como un saco dedormir. La palpaba con los dedos. Sí, unsaco de dormir. Eso explicaba queestuviese empapada en sudor.

Pero aquello era todo lo que sabía.Desconocía dónde estaba. Por lo

menos con exactitud. Tenía la sensaciónde encontrarse en un espacio estrecho.Estrecho y caluroso. Pensó que quizáfuese la parte de atrás de una camioneta,o el maletero de un coche. No estabasegura, pero le parecía oír unos ruidosdistorsionados y amortiguados,procedentes del exterior. Eran los deuna calle llena de gente. Automóviles,motos grandes y pequeñas que pasabantronando. Sin embargo, los ruidos teníanalgo que la intrigaba, algo que no

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encajaba, fuera de lugar..., pero noacababa de descubrir qué podía ser.

Se concentró e intentó hacer casoomiso de la pesadez que sentía en lacabeza y abrirse paso a través de laniebla que le bloqueaba la memoria.Entonces empezaron a tomar forma unaserie de recuerdos vagos. Se acordó deque la capturaron a punta de pistolacuando regresaba de la excavación dePetra, en Jordania, de que los capturarona los tres: a ella, a su amigo JedSimmons y al historiador iraní que loshabía ido a buscar. ¿Cómo sellamaba...? Sharafi. Exacto, BehruzSharafi. Se acordó de que la encerraronen una habitación parecida a una cueva,sin ventanas. No mucho después, su

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secuestrador la obligó a llamar a Reillya Nueva York. Y luego la drogaron, leinyectaron algo. Todavía notaba elpinchazo en el brazo. Y ya está, aquelloera lo último que recordaba. ¿Cuántotiempo habría pasado? No tenía ni idea.Horas. ¿Un día entero, quizá? ¿Más? Niidea.

Odiaba estar metida allí dentro.Hacía mucho calor, casi no habíaespacio, estaba oscuro, el suelo era duroy olía, en fin, a maletero de coche. No almaletero de un coche viejo y mugrientocon suciedad pegajosa por todas partes.Aquel coche, si es que era un coche,estaba claro que era nuevo, pero seguíasiendo desagradable.

Y aún se hundió más al pensar en

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su situación. Si estaba dentro delmaletero de un coche, y si oía los ruidosde la calle... quizá se encontraba en unavía pública. Sintió que la inundaba elpánico.

«¿Y si me han dejado aquí tirada,para que me pudra? ¿Y si nadie se dacuenta de que estoy aquí dentro?»

Empezó a latirle una vena delcuello, y la cinta aislante que le tapabalos oídos convirtió a éstos en doscámaras de resonancia. El cerebro lefuncionaba a toda velocidad, espoleadopor aquel enloquecedor redoble dentrode la cabeza, y se preguntó cuánto airele quedaría allí dentro, cuánto tiempolograría sobrevivir sin comida y sinagua, si podría asfixiarse con la cinta

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aislante. Empezó a imaginar una muertedolorosamente lenta, horrible, se vio así misma arrugada a causa de la sed, elhambre y el calor, consumida en elinterior de una caja oscura como si lahubieran enterrado viva.

El pánico la reanimó como si lehubiesen arrojado un cubo de aguahelada. Tenía que hacer algo. Probó atorcer el cuerpo para cambiar de posturay empujar con las piernas la puerta delmaletero o lo que demonios fueraaquello, pero no pudo moverse. Algo selo impedía. Estaba amarrada, sujeta poruna especie de atadura en torno a loshombros y las rodillas.

No podía moverse en absoluto.Dejó de luchar contra las ligaduras

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y se recostó dejando escapar un suspiroentrecortado que retumbó en sus oídos.Se le llenaron los ojos de lágrimas alpensar en la muerte. En sudesesperación vio el rostro sonriente deKim, su hija de trece años, abriéndosepaso hasta su conciencia para hacerleseñas. La imaginó de vuelta en Arizona,disfrutando del verano en el rancho deHazel, la hermana mayor de Tess. Otracara más entró a formar parte de aquellaensoñación, la de su madre, Eileen, quetambién estaba con ellas. Pero pronto sedisiparon los rostros y la inundó unasensación de frío por dentro, la rabia yel arrepentimiento de haber cambiadoNueva York por el desierto de Jordania,hacía ya muchas semanas, a fin de

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investigar para su siguiente novela. Laexcavación en compañía de Simmons,que era un contacto de su antiguo amigoClive Edmondson y uno de losprincipales expertos en templarios, en sumomento había parecido una buena idea.Ir al desierto le permitiría pasar algo detiempo con Clive y le daría laoportunidad de ampliar conocimientossobre la Orden del Temple, queconstituían la columna vertebral de sunueva carrera. Además, lo que no eramenos importante, tendría tiempo parareflexionar sobre temas más personales.

Y ahora, esto.Sus remordimientos recalaron en

toda clase de territorios sombríos alimaginar otra cara, la de Reilly. La

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invadió un sentimiento de culpabilidad yse preguntó en qué lo habría metido conaquella llamada telefónica, si estaríasano y salvo o no..., y si sería capaz dedar con ella. Aquella idea prendió unachispa de esperanza. Quiso creer queReilly la encontraría. Pero la chispa seextinguió tan rápidamente como habíasurgido. Sabía que estaba engañándose así misma. Reilly se encontraba a doscontinentes de distancia, y aunqueintentara dar con su paradero —y ellatenía la certeza de que lo intentaría—,estaría fuera de su elemento, sería undesconocido en un terreno ignoto.Aquello no iba a suceder.

«No puedo creer que vaya a morirasí», pensó.

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De pronto se filtró un leve ruido...,igual de amortiguado que los otros, loque contribuyó a torturarla aún más. Encambio logró distinguir que era unasirena. Un coche de la policía o unaambulancia. Sonaba cada vez más fuerte,con lo cual renacieron sus esperanzas...Pero terminó por apagarse. Aquello lepreocupó, aunque por otra razón. Setrataba de un sonido característico; porlo visto todos los países tenían unasirena concreta para sus vehículos deemergencia. Y en esta sirena había algoque no encajaba. No estaba segura, peroen Jordania había oído las sirenas de lasambulancias y de la policía, y éstasonaba diferente. Muy diferente.

Desde luego, era un sonido que

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había oído antes, pero no en Jordania.Sintió que la invadía una oleada de

pánico.«¿Dónde diablos estoy?»

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4

Archivos de la Inquisición, Ciudaddel Vaticano

—¿Cuánto tiempo nos queda? —quiso saber el historiador iraní mientrasdescartaba otro grueso códice, revestidoen cuero, y lo dejaba en el montón quetenía a sus pies.

Reilly consultó el reloj y frunció elentrecejo.

—Esto no es una ciencia perfecta,podría despertarse en cualquiermomento.

El iraní asintió nervioso, con lafrente perlada de sudor.

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—Sólo una estantería más.Se ajustó las gafas, sacó otro fajo

de pliegos y procedió a desatar lacorrea de cuero que lo sujetaba.

—Tiene que estar aquí, ¿no? —Reilly echó otra ojeada más endirección al sacerdote dormido y a lapuerta de entrada del archivo. Apartedel zumbido constante del sistema decontrol del aire, todo estaba ensilencio..., de momento.

—Eso fue lo que dijo Simmons.Estaba seguro. Está aquí, en algunaparte. —Dejó la resma de pliegosatados y cogió otro volumen.

El fondo templario ocupaba tresestanterías enteras del extremo de lasala y eclipsaba los fondos que había

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alrededor. Lo cual no era de sorprender.Aquel asunto había sido el mayorescándalo político y religioso de suépoca. Se habían asignado variascomisiones papales y un pequeñoejército de inquisidores para queinvestigaran la orden, desde antes deque se emitieran los decretos dedetención en el otoño de 1307 hasta ladefinitiva disolución de la orden en elaño 1312 y la ejecución del GranMaestre en la hoguera en 1314.

Aunque el archivo de los propiostemplarios se había perdido —el últimoparadero conocido era la isla de Chipre,adonde había sido trasladado en 1291,cuando cayó la ciudad de Acre—, elVaticano había creado un abultado

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registro propio. Informes deinquisidores ambulantes, transcripcionesde interrogatorios y confesiones,declaraciones de testigos, actas dedeliberaciones papales, listas deposesiones y documentos confiscados decasas de templarios de toda Europa;todo estaba allí dentro, un exhaustivoinforme forense del infame fin quetuvieron aquellos monjes guerreros.

Y, al parecer, todavía guardabasecretos en el interior de aquellaspáginas descoloridas.

De pronto, el historiador se volviócon el rostro iluminado por la emoción.

—Aquí está.Reilly se acercó para ver mejor. El

iraní sostenía entre las manos un grueso

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volumen encuadernado en cuero. Erapesado y difícil de mantener, del tamañode un álbum de fotos grande. Las tapasestaban raídas y quebradizas, y lastablillas de madera que tenía por dentrodel revestimiento de cuero sobresalíanpor las esquinas. Behruz lo tenía abiertopor la primera página. Una página en laque no había nada, salvo una mancha enel ángulo inferior derecho, grande, decolor morado y pardo, resultado delataque de las bacterias, y un título en elc e n t r o : Registrum PauperesCommilitones Christi TempliqueSalomonis.

El registro de los templarios.—Éste es el que buscamos —

insistió el profesor, volviendo las

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páginas con sumo cuidado. Las hojas depapel de lino parecían estar cubiertascon textos en prosa, escritos con letracursiva. Algunas contenían un maparudimentario, y en otras había listas denombres, lugares, fechas y otrasinformaciones que Reilly no supodescifrar.

—¿Está seguro? —preguntó Reilly—. No vamos a tener otra oportunidad.

—Creo que sí. Simmons no llegó averlo, pero es tal como lo ha descrito.Estoy seguro.

Reilly echó una ojeada más a losvolúmenes que quedaban en la estanteríay comprendió que tenía que fiarse delcriterio de Sharafi. Estaban perdiendounos segundos preciosos.

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—De acuerdo. Pues vámonos deaquí.

Justo en aquel momento se oyó ungemido grave, pasillo adelante. Reillyse quedó paralizado. El archivero delVaticano estaba volviendo en sí. Con unojo atento por si descubría algunacámara del circuito cerrado detelevisión que lo hubiera visto al entrar,Reilly echó a correr por el estrechopasillo y alcanzó al sacerdote justocuando éste se estaba incorporando amedias. Bescondi se apoyó en unaestantería y se pasó las manos por lacara. Reilly se agachó para acercarse aél.

El archivero lo miró con expresiónconfusa y temblorosa.

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—¿Qué... qué ha pasado?—No estoy seguro. —Reilly lo

tranquilizó, poniéndole una mano en elhombro—. Ha estado unos minutosinconsciente. Estábamos a punto dellamar pidiendo auxilio. —Qué poco legustaba mentir.

Bescondi tenía cara de no entendernada, se le notaba que intentabaencontrarle sentido a la situación. Reillysabía que no iba a acordarse de nada, almenos de momento. Pero ya seacordaría. Dentro de poco.

—Quédese aquí —le dijo—. Voy allamar para que venga alguien.

El archivero asintió.Reilly le hizo a Sharafi un gesto

con la cabeza que quería decir

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«vámonos» y giró discretamente los ojoshacia el códice. El iraní captó elmensaje. Ocultó el voluminoso librodebajo del brazo, de modo que nopudiera verlo el archivero, esquivó aéste al pasar y caminó detrás de Reilly.

Llegaron a la esclusa de aire. Losdos juegos de puertas correderasparecieron burlarse de ellos cuando lascruzaron en dos tiempos, lentos ysincronizados, y a continuación seabrieron por fin las puertas exteriores, yReilly y el profesor iraní se encontraronen la zona de recepción. El guardia yaestaba en pie y alerta, con el entrecejofruncido, captando la urgencia de susmovimientos y extrañado de que no losacompañase el archivero.

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— A monsignor Bescondi le haocurrido algo, acaba de desmayarse —barbotó Reilly, señalando el archivomientras hacía lo posible para sacar aSharafi del campo visual del guardia—.Necesita un médico.

El hombre tomó la radio con unamano mientras con la otra intentababloquear el paso a Reilly y al iraní,indicándoles que no se movieran delsitio.

—Un momento —ordenó.Pero Reilly no se detuvo.—Necesita un médico, ¿no lo

entiende? ¡Lo necesita ya mismo! —insistió con un dedo en alto, en unintento de espolear al guardia para quetraspusiera la esclusa de aire.

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Éste titubeó un instante,preocupado de dejar a aquellos dosvisitantes sin atender, pero apurado porla necesidad de ver qué le ocurría alarchivero, mientras...

... En el interior del archivo, elsacerdote empezó a mirar el pasillo quetenía a su derecha, luego el de suizquierda..., y entonces vio el montón decódices y cajas que cubrían el suelo.

La importancia del descubrimientose abrió paso entre sus sentidosadormecidos con la ferocidad de undesfibrilador. Aturdido y con la bocaabierta por la impresión, se incorporó aduras penas y fue con paso inseguro

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hasta la esclusa de aire. Llegó a tiempopara ver al agente Reilly y su colegairaní debatiendo acaloradamente con elguardia. Todavía mareado, apretó elbotón que accionaba las puertas y luegoempezó a aporrear el cristal interior dela esclusa mientras esperaba a que éstase abriese, lanzando unos gritos querebotaban en el vidrio reforzado ylevantaban un eco ensordecedor, y...

... aquella visión surrealista, que enla recepción resultaba muda por efectode la esclusa de aire, terminó por atraerla atención del guardia.

El hombre fue rápido de reflejos:enseguida adoptó una postura tensa yfelina, y se llevó una mano a la pistola

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que tenía en la sobaquera al tiempo quetomaba el micrófono para dar la voz dealarma, dos acciones que Reilly teníaque parar en seco si quería salir de allícon Sharafi. Y aunque el guardia, comotodos los miembros del ejército máspequeño del mundo, era un soldado quehabía recibido instrucción en el ejércitosuizo, fue una fracción de segundo máslento que Reilly, quien se abalanzósobre él y le desvió el arma con el brazoizquierdo a la vez que con la otra manole quitaba la radio y la ponía fuera de sualcance. El guardia arremetió contraReilly con el brazo que le quedaba libre,dirigiéndole un gancho a la cabeza. Peroéste lo eludió echándose hacia atrás ycontraatacó con otro gancho, que acertó

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al guardia en plena caja torácica y ledejó sin aire. A resultas del puñetazo, elhombre perdió la fuerza en la manoderecha, lo suficiente para que Reilly learrebatase la pistola al tiempo que loembestía con todo su peso y lo empujabacontra el mostrador. Vio que la pistolarebotaba por el suelo, lejos del guardia,que había quedado aturdido por lacolisión con el mostrador..., y entoncesdio media vuelta y agarró a Sharafi.

—¡Muévase! —le chilló a la vezque tiraba de él en dirección a laescalera.

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Irrumpieron en la planta baja ycruzaron a la carrera las diversas salaspalaciegas sin hallar obstáculos, aunqueReilly sabía que aquello no podía durar.En efecto, al cabo de pocos segundosoyeron silbidos y pisadas en supersecución —el guardia suizo delsótano se había recuperado y ya noestaba solo—, mientras que delante deellos, al fondo de la tercera sala, seacercaban cuatro carabinieri con laspistolas en alto.

«Esto no está saliendo según elplan», se reprendió Reilly al tiempo quefrenaba y doblaba a la izquierda,

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lanzando una mirada a Sharafi paracerciorarse de que lo seguía. Elarchivero había recuperado laconciencia demasiado pronto. Ya sabíaque podía ocurrir. La dosis deanalgésico que le había administrado aBescondi era baja adrede. No queríacorrer el riesgo de matarlo o dejarlo encoma, y tuvo que jugar sobre seguro.Demasiado seguro, a ojos vistas. Yahora iba a tener que pensar otra manerade salir de la ciudad santa, porque deningún modo podrían llegar hasta elconductor que los esperaba junto alPalacio Apostólico, y aunque llegasen,ni de milagro iban a salir de allí encoche, llevando detrás una legión depolicías vaticanos.

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—¡Por aquí! —le chilló al profesoriraní, lanzándose a la carrera por otrolujoso salón para entrar en las salascontemporáneas de la nueva ala delmuseo Chiaramonti. Tuvieron queesquivar a tanta gente, que fuerondejando tras de sí un rastro de gritos desobresalto y exclamaciones indignadas,conscientes de que cualquier colisiónsería desastrosa. Detrás, susperseguidores formaban ahora unapatrulla frenética que les pisaba lostalones.

Reilly detectó una de las entradasprincipales a mano derecha y torciórápidamente hacia ella, pero tuvo quefrenar de golpe cuando tres policíasentraron a la carrera por sus grandes

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puertas acristaladas. Miró a laizquierda; había otra salida en elextremo opuesto del vestíbulo, justoenfrente. Echó a correr hacia allí con eliraní pegado a su espalda, saliódisparado por las puertas y se encontróen un rellano al aire libre, parecido auna azotea, que coronaba dos escalinatasceremoniales y simétricas.

El intenso calor estival lo atacóigual que el tubo de escape de unautobús. Tragando grandes bocanadasde aire, se volvió hacia Sharafihaciéndole señas con las manos.

—Páseme el libro, no puede corrercargando con él.

Pero el iraní se negó, aferró ellibro con más fuerza y dijo,

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extrañamente sereno:—No me estorba. ¿Por dónde

vamos?—Ni idea, pero aquí no podemos

quedarnos —contestó Reilly antes delanzarse a bajar los peldaños de tres entres.

De pronto oyó el crepitar de unwalkie-talkie, miró por la balaustradade mármol y alcanzó a ver las gorras deotros dos carabinieri que subían a todavelocidad por la escalinata, paraacorralarlos. En un segundo, iban a estarcara a cara con aquellos policíasitalianos... No era lo ideal.

«A la mierda.»Tomó impulso, salvó la balaustrada

de un salto y aterrizó pesadamente

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encima de los policías. Así consiguiótirarlos al suelo y dejar el caminodespejado para el profesor.

—¡No se detenga! —le gritó aSharafi mientras los carabinieriarremetían contra él tratando deagarrarle los brazos y las piernas...,pero consiguió zafarse y no tardó en huirpor la escalinata, en pos del profesor.

Uno al lado del otro cruzaron a lacarrera el cuidado césped del patiocentral y después se agacharon paraescurrirse por un pasadizo abovedadoque atravesaba el edificio y llevaba alespacio abierto del Stradone deiGiardini y a la larga hilera deautomóviles aparcados a uno y otro ladode la calle. Reilly se detuvo un momento

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y dejó pasar unos cuantos segundos muyvaliosos mientras escrutaba losalrededores en busca de alguien queestuviera subiendo o bajando de uncoche, una moto, lo que fuera. Esperabauna oportunidad, la posibilidad de pillarun transporte que tuviera ruedas y quelos sacara de allí de una vez. Pero ya seles había acabado la suerte. No se veíamovimiento alguno por ninguna parte, nose oía el pitido de ningún control remotoque estuviera desactivando la alarma deun coche, no había a la vista ningúnobjetivo al que dirigirse..., y de repenteapareció otra patrulla de carabinierique echó a correr hacia ellos desde elfondo de la calle, tal vez a cien metrosde donde estaban.

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Reilly se devanó los sesosintentando orientarse y ubicar suposición en el mapa del Vaticano que nohabía tenido tiempo de estudiardebidamente antes de emprender aquelladesafortunada incursión. Sabía dóndeestaban —más o menos—, pero laciudad santa tenía una distribuciónirregular, era un laberinto de edificiosque se cruzaban entre sí y de víasserpenteantes, capaces de confundir almás avezado de los exploradores. Nodetectó ninguna ruta de escape, de modoque de nuevo se hizo cargo de lasituación el instinto de supervivencia deReilly, que lo obligó a mover laspiernas y a huir del peligro.

Condujo al profesor hasta la otra

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fila de coches aparcados y lo hizo subirpor una callejuela estrecha que daba auna ancha extensión de césped surcadapor dos senderos que se cruzaban. Setrataba del Giardino Quadrato, situadodelante de otro museo..., y en esemomento se dieron cuenta de queestaban acorralados. Aparecieron variospolicías del Vaticano y miembros de laGuardia Suiza surgidos de todas partes.Dentro de nada los tendrían encima. Seencontraban en campo abierto y sindisponer de una ruta clara de escape quellevase a algún edificio donde pudieranesconderse. Reilly miró alrededor,negándose a aceptar lo inevitable..., yentonces se acordó. Se le despejó lamente para percatarse de dónde estaban

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y de lo que había allí cerca,tentadoramente al alcance de la mano.

—Por aquí —azuzó al profesor,indicando el fondo de aquel solemnejardín y un alto muro de hormigón sinninguna abertura.

—¿Está loco? Ahí sólo hay unatapia.

—Usted sígame —contestó Reilly.El iraní salió disparado detrás de

él..., y justo antes de llegar al muro seabrió el suelo que tenían delante yapareció una ancha rampa de hormigónque bajaba hacia una especie deconstrucción subterránea.

—¿Qué hay ahí abajo? —jadeo eliraní.

—El museo de Carruajes —

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respondió Reilly con la respiraciónagitada—. Vamos.

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Reilly y Sharafi llegaron al final dela rampa y siguieron corriendo.

El museo de Carruajes, laadquisición más reciente de los MuseosVaticanos, consistía en una inmensavitrina subterránea que semejaba untúnel infinito..., lo cual a Reilly le veníaque ni pintado. Aminoró la marcha nadamás entrar en la primera sala, con el finde dar tiempo a su mapa mental delTesoro a que entrase en funcionamiento.El ambiente era estilizado y moderno, enfuerte contraste con el estilo recargadode los objetos que se exhibían: desdesuntuosas sillas de mano hasta carruajes

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decimonónicos forrados de oro,terciopelo y damasco, una asombrosacolección de obras maestras apoyadasen soportes de madera o sobre ruedas.

Su cómplice miraba en torno,confuso.

—¿Qué estamos haciendo aquí? Esun callejón sin salida, y no creo queestos aparatos vayan a llevarnos aninguna parte, mucho menos sincaballos.

—No estamos aquí por loscarruajes —replicó Reilly, yseguidamente obligó a Sharafi aadentrarse más en el museo.

Los carruajes dorados dieron pasoa una colección de automóviles.

Pasaron junto a un trío de enormes

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limusinas negras de los años treinta queparecían recién salidas de una películade Al Capone, con aquella carroceríahecha a mano, aquellos faros delanterosen forma de tambor y aquellosparachoques volantes que lo retrotraíana uno a una época más elegante.

—Me está tomando el pelo, ¿no?—Sharafi se permitió una risita.

Pero antes de que Reilly pudieraresponderle, oyó una conmoción a suespalda, junto a la entrada. Era un grupod e carabinieri y guardias suizos queirrumpían en la sala, abriéndose pasoentre los sorprendidos turistas. Uno delos policías había descubierto a Reilly yal iraní entre la gente y los señalaba conla mano, gritando fuera de sí.

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Reilly frunció el entrecejo.—Tenga fe —le dijo a Sharafi a la

vez que volvía a ponerse en marcha.Tirando del iraní, pasó por delante

de una calesa oriental blanca y de tresruedas, con el sello papal en las puertas,y penetró en el sector más alejado delmuseo, donde se alojaban lospapamóviles más recientes. Se dirigióhacia el fondo pasando como unaexhalación junto a un Mercedes 600Landaulet, un Lincoln Continentaldescapotable de cuatro puertas y unChrysler Imperial, todos de los añossesenta, relucientes como la obsidiana.

Sharafi miró hacia atrás. Susperseguidores estaban cada vez máscerca.

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—¿Cómo piensa salir de aquí? ¿Escapaz de hacer un puente a uno de estoscoches?

—Espero no tener que recurrir aeso —repuso Reilly, y en ese momentodescubrió lo que estaba buscando: unapuerta junto a una ancha persianaenrollable, encajada en la paredposterior y pintada a juego—. Por aquí—añadió al tiempo que torcía haciaaquel lugar.

El profesor se apresuró a seguirlo.Cuando llegaron a la puerta, ésta se

abrió y entraron por ella dos técnicos demantenimiento vestidos con monosblancos, ajenos al revuelo. Reilly losempujó a un lado y se lanzó hacia lapuerta antes de que volviera a cerrarse.

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Oyendo gritos de protesta a su espalda,apremió a Sharafi y juntos se metieronen un túnel lo bastante ancho para quepasara un coche. Corrió con toda sualma, sintiendo un fuerte escozor en lospulmones y en los muslos, lanzandomiradas hacia atrás para confirmar queel profesor lo seguía..., sorprendido yaliviado de que así fuera. El túnel losllevó hasta un garaje de buen tamaño enel que había tres mecánicos trabajandoen los papamóviles actuales: unMercedes G500 SUV de techodescubierto, que utilizaba el pontíficepara desplazarse por las inmediaciones,y un par de Mercedes ML430modificados, provistos de la conocidacabina elevada con paredes de cristal a

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prueba de balas, para cuando viajaba alextranjero, todos con el acabado que elfabricante alemán denominaba «blancomístico del Vaticano». Había otra rampaque salía del garaje, en la direccióncontraria a la que traían ellos.

Una salida.«Quizá.»En una fracción de segundo Reilly

recalculó las probabilidades y se lanzócomo una fecha hacia el ML en el quetrabajaban los mecánicos. Estabacolocado en sentido opuesto, deespaldas a la rampa de salida, perocontaba con la ventaja de tener la capotalevantada y el motor en marcha. Losmecánicos, sorprendidos, reaccionaroncon efecto retardado e hicieron ademán

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de enfrentarse a ellos, pero Reillyestaba de adrenalina hasta el cuello y yano tenía tiempo, de modo que no perdióun segundo. Fue derecho hacia el primermecánico, le agarró el brazo, se loretorció y se sirvió de él para lanzarlocontra su compañero. Los dos seestrellaron contra unas mesas deherramientas. El tercer mecánico vacilóy dio unos pasos hacia atrás, palpó otramesa con la mano, cogió una enormellave inglesa, y empezó a acercarse a losintrusos.

—¡Suba! —ladró Reilly a Sharafial tiempo que sacaba de su montura elsoporte de la capota y cerraba ésta paradespués arrojarse en el asiento delconductor.

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Vio que Sharafi se apresuraba arodear el coche, lo perdió de vista unmomento detrás de la cabinaacristalada..., y de pronto descubrió almecánico de la llave inglesa, que habíaaparecido por el costado del pasajero yvenía directo hacia él. Dudó, sin sabermuy bien si debía o no socorrer alprofesor, pero entonces alcanzó a verloreflejado en el espejo retrovisor y sequedó de piedra al observar quedespachaba a su atacante, propinándolesendos puntapiés en la rodilla y en lacara con la eficiencia propia de uncirujano.

Sharafi subió al coche con larespiración agitada pero en absolutoalterado, todavía aferrando entre las

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manos el libro sustraído del archivo.Ambos cruzaron la mirada —unafracción de segundo para reconocer sinnecesidad de palabras la eficiencia conque había resuelto el problema el iraní—, y de pronto irrumpieron loscarabinieri en el garaje, procedentesdel museo, vociferando y empuñandopistolas. Se oyó un grave zumbidoproveniente de atrás que llamó laatención de Reilly. Se volvió y vio quela persiana que cerraba la rampa desalida estaba descendiendo. Uno de losmecánicos se había recobrado y estabade pie junto a la pared, con la manopuesta en el botón de control remoto yuna sonrisa satisfecha en el rostro.

—Agárrese —rugió Reilly al

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tiempo que metía la marcha atrás ypisaba a fondo el acelerador. Las cuatrotoneladas del vehículo dieron unbandazo hacia atrás y los neumáticoschirriaron ruidosamente contra elrevestimiento acrílico del suelo. Reillyenfiló el túnel y la corta rampa desubida procurando no rebotar contra lasparedes laterales y con el ojo puesto enla persiana, que iba cerrándose poco apoco. Consiguió por los pelos deslizarsepor debajo de ella, aunque arañandoviolentamente el cristal reforzado de lacabina..., y por fin salieron a la luz deldía, al otro extremo de la calle quehabían cruzado sólo unos minutos antes.

Reilly giró el volante paraenderezar el papamóvil, accionó la

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palanca de cambios automática parameter primera y salió disparado. Lacalle era estrecha y estaba llena decoches aparcados que cubrían laalargada fachada de la BibliotecaApostólica.

—Ha estado usted impresionantecon el mecánico —comentó Reilly,mirando de reojo al profesor iraní.

—Desde que nací, mi país haestado en guerra de forma más o menosconstante —dijo Sharafi con unencogimiento de hombros—. De modoque tuve que pasar un tiempo en elejército, igual que todo el mundo. —Luego miró a su alrededor y preguntó—:¿Sabe dónde estamos?

—Más o menos. La entrada se

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encuentra al otro lado de este edificio—respondió Reilly, señalando labiblioteca que iban dejando atrásrápidamente—. Si no me equivoco, poraquí tiene que haber un pasaje que lleveal patio donde estaban aparcados loscoches...

Y no se equivocaba. Un instantedespués entró en el estrecho túnel quedesembocaba en el patio Belvedere.

Maniobró por entre los vehículosaparcados y los turistas que seapresuraban a quitarse de en medio ydejar pasar a aquel papamóvil que ibadando tumbos y que llevaba la matrículade SCV 1, Stato della Città delVaticano, aunque la mayoría de losromanos bromeaban diciendo que en

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realidad quería decir Se Cristo Vedesse(«si lo viera Cristo»), una manera decriticar que, con los siglos, los papashabían vuelto completamente del revésel mensaje original de Jesucristo depredicar con la pobreza. Un pasajeabovedado que había a un costado delpatio los llevó al otro lado de labiblioteca..., y les permitió rodar sinobstáculos por la Via del Belvederehasta la Porta Sant’Anna y el exterior dela ciudad.

—No podemos seguir yendo porahí con este trasto —observó Sharafi—.Es como un faro.

—Todavía no hemos salido de ésta—replicó Reilly sin apartar la vista delcamino.

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Por una calle lateral aparecierondos coches de carabinieri, dos AlfaRomeo modernos y de color azul, conradiadores amenazadores como lasfauces de un tiburón, luces azules yestroboscópicas en el techo y sirenasestridentes, que se interpusieron entreellos y la salida, a toda velocidad.

«Decididamente, esto no estásaliendo en absoluto de acuerdo con elplan», pensó Reilly, frunciendo el ceñoante la perspectiva de tener que ponersea jugar a ver quién era más valiente conla policía italiana al volante de unpapamóvil robado. Pero ya estabajugando. Y los policías venían rectoshacia él, y no tenían pinta de querer serlos primeros en ceder. Y justo en aquel

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momento se imaginó el rostro de Tess,encerrada en algún lugar inmundo,encadenada a un radiador, impotente,vigilada de cerca por aquel psicópata.No podía retroceder, y tampoco podíafracasar en el intento de salir de aquellasituación llevándose consigo el libro.Tenía que lograrlo... Por ella.

De modo que no levantó el pie delacelerador.

—Agente Reilly... —Sharafi sepuso en tensión y se agarró alreposabrazos.

Pero Reilly no parpadeó.Faltaba un nanosegundo para

chocar de frente contra los policías,cuando de pronto la calzada se abrió auna amplia piazza que había al pie de la

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torre de Nicolás V, una imponentefortificación redonda que formaba partede las murallas originales del Vaticano.Reilly dio un volantazo hacia la derechapara salirse de su trayectoria suicida enel momento justo en que los dos cochesde policía pasaban rozándole, y acontinuación dio un segundo volantazopara volver. Miró en el espejo y vio quelos dos Alfas pegaban un frenazosincronizado que hizo brillar losneumáticos y daban media vuelta parareanudar la persecución.

Por delante la vía estabadespejada, y la salida ya se encontraba amenos de cien metros. Era el camino quehabía tomado para penetrar en elVaticano, ya dos veces, una elegante

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entrada con dos columnas de mármolcoronadas por águilas de piedra y unarobusta verja de hierro forjado; lamisma verja que ahora estabaapresurándose a cerrar la Guardia Suiza.

Mal, muy mal.Reilly mantuvo pisado a fondo el

acelerador y notó cómo se le endurecíanlas entrañas. Seguido de cerca por losdos Alfas, pasó como una flecha junto aunos cuantos coches que estabanesperando a que les dieran permiso parasalir a la vía principal, raspó las ruedasizquierdas contra el bordillo para podercolarse, y embistió la verja aplastándolaen medio de un estruendo ensordecedorde hierro y acero retorcidos. Deinmediato se oyó una explosión de

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cristales rotos cuando la alta cabina deseguridad del papamóvil chocó contra elintrincado voladizo que cubría la partesuperior de la verja y se hizo milpedazos.

Los peatones se dispersaron a todaprisa y se apartaron a un lado al ver aReilly girar hacia la izquierda con unfuerte chirrido y enfilar la Via di PortaAngelica. Sharafi miró atrás y vio que elprimero de los dos Alfas salía por laverja y también doblaba violentamente ala izquierda para perseguirlos... Justo enaquel momento una tremendadeflagración hizo vibrar la calle y suonda expansiva casi tiró a Reilly delasiento.

«Pero ¿qué...?»

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Instintivamente, Reilly se agachó alsentir la explosión e intentó controlarlos bandazos del papamóvil, hasta quepor fin clavó los frenos y se paró enseco. Con los oídos sordos, la cabezamareada y el cuerpo rígido a causa de laconmoción, se volvió hacia Sharafi sinpronunciar palabra, aturdido y confuso.Éste le devolvió la mirada con unaexpresión fría y tranquila, como si nohubiera pasado nada. Reilly estabademasiado ocupado en recuperarse eintentar encontrarle lógica a la escenasurrealista que lo rodeaba, pero el gestoinescrutable del iraní seguíamaravillándole cuando se volvió paramirar en derredor.

La calle presentaba un estado

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apocalíptico, como si se encontraran enel centro de Bagdad. Había una densacolumna de humo negro que surgía de unvehículo incendiado, un coche bomba.Debió de explotar justo cuando pasabapor su lado el Alfa de los policías,porque éste estaba estampado contra lamuralla exterior del Vaticano, contra laque había chocado de costado. Un bultoque parecía ser el segundo Alfa tambiénestaba hecho pedazos, subido encima devarios coches. Por todas partes habíaescombros, cascotes de hormigón ytrozos de metal que llovían alrededor.Varias personas aturdidas por laexplosión cojeaban desorientadas,buscando a seres queridos opermanecían de pie, rígidas,

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contemplando la escena conincredulidad. Tenía que haber muertos, aReilly no le cupo ninguna duda, ymontones de heridos.

—Tenemos que marcharnos —dijoel iraní.

Reilly lo miró de soslayo, todavíaatontado por la sacudida.

—Vamos, salga de aquí enseguida—insistió el profesor—. Tiene quepensar en Tess.

Reilly miró atrás. Había un par decarabinieri que habían salido de la nubede humo y venían corriendo hacia ellosempuñando las pistolas..., y de prontoempezaron a disparar. Varias balas seincrustaron en la parte posterior del

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papamóvil.—¡Muévase! —rugió el iraní.Reilly apartó la vista de aquel

pandemónium y pisó el acelerador.Mientras el vehículo blindado escapabarápidamente por aquellas callejuelas sinun destino concreto, en su ralentizadocerebro surgió de pronto una revelación,una luz que le causó una sensacióndolorosa en el pecho.

Los diversos detalles que habíavenido observando cuajaron por fin. Laactitud que había mostrado el iranícuando estaban huyendo a la carrera,como si hubiera salido a correr pordeporte, cuando él mismo estaba sinresuello. La manera en que se libró delmecánico, con la destreza de un guerrero

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ninja. El hecho de que no se hubierainmutado cuando explotó la bomba. Eldetalle de que no pareciera afectado alver aquellos cuerpos destrozados.

«Ay, Dios.»Se volvió hacia el hombre que iba

sentado a su lado y le preguntó:—¿Quién diablos es usted?

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7

A Reilly se le paralizó el corazón.El hombre que iba sentado en el asientodel pasajero lo miraba sin una pizca deemoción. Sin una sonrisa maliciosa. Sinel ceño fruncido de un loco. Nada. Tansólo una mirada serena, fría. Cabríapensar que había salido a dar un paseoen coche por ser domingo, que estabacontemplando el paisaje mientrascharlaba de nimiedades con su chófer.

Sin embargo, lo que dijo sonó demanera muy distinta.

—Si quiere conservar la vida —ledijo a Reilly—, siga conduciendo.

Por la mente de Reilly cruzó toda

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una colección de fragmentos de audio yvídeo de cada minuto que habíatranscurrido desde la llamada telefónicade Tess. Y todos los fragmentosconfirmaban la misma cosa: que habíasido un instrumento del cabrón que teníasentado al lado.

Estranguló el volante con los dedosy clavó las uñas en el forro de cuero delmismo.

—Esa bomba... ha sido usted.—Una póliza de seguro —confirmó

el otro. Seguidamente sacó un teléfonomóvil del bolsillo y lo sostuvo en altocon la mano derecha, fuera del alcancede Reilly—. Y, por lo visto, eranecesaria.

Reilly comprendió. La bomba

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había sido accionada por medio delteléfono móvil. Sintió que le hervía lasangre en las venas, le entraron ganas dearrancarle el corazón a aquel tipo,metérselo por la garganta y contemplarcómo se ahogaba.

—¿Y el verdadero Sharafi?—Supongo que estará muerto. —El

tipo se encogió ligeramente de hombros—. Estaba dentro del maletero de esecoche.

Ni la más mínima pizca de emociónen la voz.

La siguiente pregunta le dabavueltas a Reilly por dentro, deseandosalir al exterior. Pero no quería soltarla.Ya sabía la respuesta que iba a recibir.Sin embargo, su boca la articuló de

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todas formas:—¿Y Tess?La mirada del otro se endureció

levemente.—Ahí atrás hay otro coche. Con

otra bomba. —Volvió a enseñar elmóvil, para que Reilly entendiera bienel mensaje—. Dentro está Tess.

Reilly sintió que le estallaba unatormenta en el pecho al tiempo que laciudad iba pasando por su ladovelozmente, una mancha borrosa decoches aparcados y paredes grises.

—¿Qué? ¿Está diciendo que Tessestá aquí, en Roma?

—Sí. Y más cerca de lo que creeusted.

Reilly había pensado que se

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encontraría todavía en Jordania, dondeestaba cuando le llamó. Cuando fueraptada por el cabrón enfermo que teníasentado al lado. El corazón le latíaenloquecido, muy por encima de la línearoja, ensordeciéndolo e inundándolo deadrenalina y de bilis. La urgencia deencontrar a Tess eclipsaba todos losdemás pensamientos. Analizó decenasde jugadas posibles a un tiempo, lasevaluó todas, buscó una ventaja, se negóa aceptar la idea de que aquel hijo deputa iba a poder irse de rositas.

—¿Está viva? —tuvo quepreguntar, aun cuando no podía saber sila respuesta del otro sería verdadera ofalsa. Lo único posible era mirarlo a losojos y tratar de detectar si decía la

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verdad o no.Pero el semblante del terrorista

presentaba una impasibilidad capaz devolver loco a cualquiera.

—Está viva.Reilly estaba demasiado ocupado

en procesar aquella información parapensar en reducir la velocidad cuando elmaltrecho papamóvil cruzó por el mediodel mercado de flores y atravesó elcruce del Circonvallazione Trionfalecomo si fuera sobre raíles, con lo cualobligó a los coches que venían a pisar elfreno y ocasionó un revuelo decolisiones.

—Siga recto y no pierda laconcentración —ordenó el terrorista—.Si nos matamos, no le hará ningún bien a

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Tess. No sé cuánto tiempo podrá seguirrespirando metida en ese maletero.

Reilly no sabía qué creer.Parpadeó, hizo rechinar los dientes. Lecostaba trabajo resistir el impulso dearrearle un puñetazo a aquel tipo. En vezde eso, miró con gesto furioso la calzadaque tenía delante y se desahogó con elpedal del acelerador pisándolo con másfuerza. El motor del Mercedes cogiórevoluciones y lanzó al papamóvilblindado a toda velocidad. La ViaTrionfale fue torciendo con suavidad aderecha y a izquierda, hasta que las filasde edificios de apartamentos de escasaaltura dieron paso a zonas verdes y lacarretera inició la subida de una colinaarbolada.

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Reilly llevaba el acelerador afondo, con lo que el motor de 4,3 litrosaullaba conforme iba dejando atrás losárboles. Estaban remontando lo queparecía ser un bosquecillo que crecía enmedio de Roma, pero en realidad setrataba de un pequeño parque verde deunas seis hectáreas que llevaba alCavalieri Hilton que había en la cumbre.Reilly había desviado brevemente lavista hacia el costado, nervioso, pueshabía advertido que el terrorista ibaaferrado al reposabrazos para noresbalarse, de modo que se sobresaltócuando surgió de improviso una curvamuy cerrada hacia la izquierda. Luchócontra el volante por recuperar elcontrol y por mantener dentro de la

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carretera el pesado papamóvil, cuyosneumáticos chirriaron al agarrarse alasfalto. El vehículo se salió ligeramentede la curva y continuó subiendo, pero unpoco más adelante aguardaba otra curvaigual de cerrada, esta vez hacia laderecha.

—¡Le he dicho que conduzca recto,maldita sea! —ladró el pasajero.

«Que te jodan», gruñó Reilly parasus adentros, y entonces lo vio: unpequeño claro, una entradilla que,gracias a Dios, estaba desierta y que lollamaba a él reluciendo al sol, al finalde un breve sendero que había justoantes de llegar a la curva.

Levantó el pie fingiendo queaminoraba para tomar la curva, pero a

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continuación aceleró otra vez y lanzó elcoche en sentido contrario. Elpapamóvil se salió de la carretera yentró en el camino de grava derrapandosin parar, hasta que Reilly dio un fuertevolantazo a la izquierda y tiró del frenode mano. El coche giró sobre sí mismocon un rugido, los neumáticos seabrieron paso entre los montones degrava que iban acumulándose..., y Reillyaprovechó aquel impulso lateral paraabalanzarse contra el terrorista: levantóel codo, lo situó en posición y apuntódirectamente a la cara de su víctima.

Pero el otro fue rápido como elrayo, y alzó el enorme códice a modo deescudo para protegerse. El libro se llevólo peor del golpe propinado por Reilly y

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lo desvió. Reilly aún disponía de ciertaventaja, así que aplastó al terroristacontra la puerta del coche. Pero el otrosacó una mano y la abrió. EntoncesReilly agarró el libro con una mano yutilizó la otra para asestarle unpuñetazo. El otro se agachó paraesquivarlo, y al hacerlo se inclinó tantoque quedó medio fuera del coche,circunstancia que aprovechó Reilly paraquitarle el libro de la mano y empujarlo.

El terrorista cayó al suelo. Reillyse apeó y fue rápidamente hacia él, peroel otro se rehízo enseguida y puso unadistancia de unos diez metros entre elagente y él. Transcurrieron lentamentelos minutos mientras ambos se mirabanen silencio el uno al otro, bajo el

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caluroso sol de Roma, midiéndosemutuamente en aquel claro de lacarretera. Reinaba un silenciosobrecogedor, sobre todo después delpandemónium que habían dejado atrás, ylo único que rompía la quietud era elcoro de cigarras y algún que otro gorjeode un pájaro.

—Cálmese —le dijo el terrorista aReilly, levantando el teléfono móvil enuna mano mientras con la otra agitaba undedo con gesto amenazante—. Un solomovimiento por mi parte, y Tess estámuerta.

Reilly lo miraba furibundo,aferrando el libro contra sí.

Los dos se estudiaron mutuamentedando cortos pasos de costado,

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moviéndose a la vez, manteniendo lamisma distancia entre ellos.

—¿Dónde está? —preguntó Reilly.—Todo a su tiempo.—No va a salir de ésta por las

buenas. —Reilly tenía la mirada fija enél, los sentidos alerta, el cerebroprocesando la información que tenía amano, buscando una ventaja.

—No estoy de acuerdo —replicóel terrorista—. Tenemos claro que austed le importa mucho esa mujer. De noser así, no habría venido en avión desdeel otro extremo del mundo para llevarmea mí al Vaticano. Y eso quiere decir queno va a impedir que me vaya, si alhacerlo le ocasiona la muerte a ella.Cosa que sucedería, sin duda alguna.

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—Ya, pero yo tengo este libro. Ytenemos claro que es muy importantepara usted, ¿no es así?

El otro dio la razón a Reilly con ungesto.

—Muy bien, pues vamos a hacer losiguiente —propuso Reilly—: Ustedquiere el libro, y yo quiero a Tess. Deuna pieza. De modo que vamos a hacerun trato. Lléveme a donde se encuentraella, demuéstreme que está viva, y podrállevarse el libro.

El terrorista negó con la cabeza,burlándose.

—No puedo hacer eso. No tengo laseguridad de que si vuelvo allí en estemomento no vaya a ocurrirme nada, nosé si me entiende. No, va a tener que ir a

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buscarla usted solo. Así que a ver qué leparece mi plan: el libro a cambio delsitio donde está ella. Y mi palabra deque se encuentra viva, sana y salva.

«Su palabra.» Reilly apretó lamandíbula. Sabía que no tenía otraalternativa.

—Y ese móvil que tiene en la mano—agregó.

El terrorista reflexionó un momentoy luego se encogió de hombros.

—Me parece justo.«Hay que joderse, que este cabrón

enfermo hable de lo que es justo o no»,masculló Reilly. Pero hizo un esfuerzopor reprimir la furia y terminar de unavez.

—De acuerdo, pues vamos a

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hacerlo de la siguiente manera —dijo—.Usted deja el teléfono en el suelo y medice en qué coche está encerrada Tess ydónde. Yo también dejo el libro en elsuelo. Después nos movemos los doshacia un lado, dando un paso cada vez,como si recorriéramos un círculoimaginario. Despacio. Luego usted cogeel libro y yo cojo el teléfono.

—¿Y después?—Después, a lo mejor usted

escapa... Por el momento. Pero no seconfunda, tarde o temprano lo cogeré. —Reilly se lo estaba grabando con láseren el cerebro, estaba memorizando cadauno de sus poros, de sus arrugas, todoslos detalles de su cara.

El terrorista lo miraba como si

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estuviera sometiendo aquel plan a unaúltima prueba de estrés.

—Está dentro de un BMW.A Reilly se le aceleró el pulso.El otro levantó en alto las llaves de

un coche y jugueteó un poco con ellas,para atormentar a Reilly. Causaban elmismo efecto que enseñar un trapo decolor rojo a un toro enfurecido.

—De la serie cinco. Azul oscuro.Con matrícula de Brindisi. Estáaparcado junto a la entrada de PortaPetriano.

Aquello tenía sentido, pensóReilly. Era una póliza de seguro, porutilizar la misma expresión sórdida quehabía usado el terrorista, por si hubieransalido del Vaticano por la otra puerta.

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El terrorista sostuvo las llaves enalto unos instantes más, y después sevolvió y las lanzó a su espalda,ligeramente hacia un lado. Fueron a caeren un pequeño parche de hierba.Entonces miró a Reilly y esbozó unasonrisa glacial que surcó apenas lasuperficie hermética que llevaba pegadaen la cara.

—También le vendrá bien esto otro—añadió, enseñándole el teléfono. Denuevo se volvió y lo arrojó al suelo.

A Reilly se le encogió el pecho alver girar el móvil varias veces en el aireantes de aterrizar en el mismo parche dehierba, al lado de un par de bancos. Sequedó petrificado en el sitio, con todoslos músculos del cuerpo en tensión y a

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punto de romperse, las orejas enhiestascomo dos banderas, temiendo oír unaexplosión a lo lejos..., pero no captónada.

—Ahora deje el libro y recoja esascosas —ladró el terrorista, señalando elcésped con el dedo.

Reilly, con los pies clavados alsuelo, vaciló. No podía seguir sujetandoel libro y al mismo tiempo pasar junto alterrorista para recoger el teléfono, a ésteno le costaría nada interceptarlo. Lehormigueaban las piernas a causa de lasseñales contradictorias que estabanrecibiendo: quedarse quietas o echar acorrer. Entonces hizo la jugada. Sevolvió y lanzó el códice lo más lejosque pudo para que cayera bien atrás,

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muy apartado del terrorista, y despuésechó a correr hacia el teléfono.

El terrorista saltó en el mismoinstante. Los dos se abalanzaron haciasus respectivos trofeos sin perderse devista el uno al otro y buscando ladistancia más segura. Reilly recurrió atoda su fuerza de voluntad para resistirel impulso de desviarse de sutrayectoria y reducir al terrorista,porque no podía hacer tal cosa. Nopodía arriesgarse, pues si fallabacondenaría a Tess a una muerte segura.De modo que se atuvo al plan y llegó alparche de hierba en cuestión desegundos. Recogió el teléfono del sueloy se lo quedó mirando con incredulidad,con la esperanza de que el hecho de que

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no hubiera oído ninguna explosión en laciudad significara que aquel móvil no lahabía provocado, con el pulsodesbocado... y luego se volvió.

El terrorista había desaparecido.Y el libro también.

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8

Reilly se movía con la rigidez deun androide, como si ya no tuviera elcontrol de su cuerpo. Tenía que haceruna cosa, una sola, y no podía consentirque nada se interpusiera.

Subió la cuesta hecho una furia yatravesó el hotel sorprendiendo a losrefinados clientes con la pintadesastrada que llevaba. Pero ni siquierareparó en ellos. Se limitó a cruzar a lacarrera hasta la entrada, paró un taxi quese disponía a recoger a una parejaelegantemente vestida, pasó por delantey se metió dentro.

—Al Vaticano, entrada Petriano —

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ordenó al taxista. Éste, irritado por sumanera de actuar, empezó a decir algoen italiano, pero apenas habíapronunciado unas pocas palabras cuandoReilly le plantó en la cara su placa delFBI al tiempo que señalaba haciadelante y rugía—. Al Vaticano. Ya.Vamos.

Se encontraban quizás a poco másde medio kilómetro de la plaza de SanPedro cuando el tráfico se detuvo.

Toda la zona estaba afectada aconsecuencia de la explosión. Habíacordones policiales para proteger lascalles que llevaban al Vaticano y seveían hordas de turistas asustados que lapolicía se llevaba a otro lado. En lascalzadas se peleaban los taxis y los

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autocares turísticos en el intento de salirde aquel embrollo, todos bajo una nubede humo negro que pendía encima de lacúpula de San Pedro.

Reilly se apeó del taxi y se abriópaso a empujones a través de la riada devehículos y personas. Descubrió unletrero que decía «Cancello Petriano» eindicaba hacia una calle estrechaabarrotada de turistas a la fuga. Searrimó a la fachada de un edificio yluchó por vadear aquel torrente humano,en dirección a la parte posterior de lacolumnata de la plaza San Pedro. Entreel mar de gente alcanzó a ver otroletrero que indicaba la puerta encuestión, esta vez señalando hacia laizquierda.

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Dejó atrás el edificio, dobló a laizquierda y respiró hondo tras salir delgentío. La puerta se encontraba a menosde cien metros, y delante había unaparcamiento para unas pocas decenasde coches. A Reilly se le aceleró elpulso.

«Un BMW azul oscuro conmatrícula de Brindisi.»

Tenía que estar allí.Ya había echado a andar hacia los

coches aparcados cuando de pronto se lecruzó un policía que estaba organizandola evacuación y quiso cerrarle el paso.Decía algo incomprensible en italiano yle brillaba la cara de sudor a causa delestrés. Reilly lo apartó a un lado sinaminorar el paso y continuó andando. El

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policía se recobró, lo alcanzó y loagarró por el brazo, esta vez con fuerza,gritándole y blandiendo con la otra manouna porra de acero para que Reilly dieramedia vuelta y se sumara al éxodo.Reilly se metió la mano en el bolsillopara sacar sus credenciales, pero en esose acordó de que no podía utilizarlasallí; en aquellos momentosprobablemente figuraba en la lista de losdelincuentes más buscados. Le sostuvola mirada al policía, y éste parecióadvertir su inseguridad.

No había dónde elegir.Reilly alzó las manos en actitud

defensiva con una media sonrisa tímida.—Prego, signore...Pero luego decidió que aquello iba

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a llevarle demasiado tiempo, así que lesacudió un puñetazo al policía en elestómago y a continuación le arreó otroen la mandíbula.

El policía se derrumbó.Reilly se puso de nuevo en marcha

y recorrió con la mirada los cochesaparcados, buscando con desesperaciónel BMW. Pensó en hacer uso del mandoa distancia para accionar los cierres delas puertas y guiarse por el pitido de laalarma para ubicar el coche, pero noquiso arriesgarse, pues lo preocupabaque el terrorista, pensando precisamenteen aquel detalle, hubiera puesto unatrampa.

De pronto oyó un silbido querompió su concentración. El policía

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abatido estaba poniéndose otra vez enpie y pedía refuerzos. En cuestión desegundos Reilly se vio rodeado deagentes que convergían hacia él desde lapuerta y desde atrás. Y justo en elmomento en que lograba alcanzarlo unode ellos, vio el coche: azul marino,matrículas blancas con las letras BR,que tenían que corresponder a Brindisi.

Un policía le estaba gritando «Alt»,y venía hacia él para bloquearle el paso.Reilly le dio un empujón y siguióandando, ahora que ya estaba a escasosmetros del BMW. Llegó otro policía, ylos dos se pusieron a vociferar comolocos, agitaban los brazos y empuñabanlas armas, ordenándole que se quedasequieto. Reilly extendió los brazos en un

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gesto evidente de frustración y lesindicó por señas que se calmasen... Sindejar de acercarse poco a poco hacia elBMW.

—El coche —contestó en un tonocargado de tensión—. Dentro de eseBMW hay una mujer. —Apuntaba haciaallí con el dedo, con el gestodistorsionado por la furia—. Dentro deese maldito coche —repitió— hay unamujer encerrada. —Juntó las muñecaspara imitar la actitud de una persona quetuviera las manos atadas.

Los policías ponían cara de noentender nada y avanzaban a la par queél, con los brazos muy abiertos,intentando acorralarlo, pero Reilly losmiró fijamente y continuó andando hasta

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que llegó al BMW.Otra vez les hizo gestos a los

policías implorándoles con las manos ycon una expresión desesperada en lacara que le concedieran un segundo paramirar dentro del maletero del coche. Lebullían un montón de preguntas en lacabeza: «¿Estaría Tess allí dentro?¿Estaría aún viva? ¿Habría también unabomba? ¿Estaría por allí cerca elterrorista, esperando a hacerlos volar atodos por los aires de un momento aotro, con una segunda detonación porcontrol remoto? ¿Necesitaba siquierahacer tal cosa? ¿Y si aquel hijo de putahabía puesto una trampa en la puerta delmaletero?»

L o s carabinieri no tardaron en

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interrumpir los pensamientos que loatormentaban. Uno de ellos se le echóencima con la intención de golpearlocon la porra de acero, pero Reillyreaccionó al momento: le sujetó la manocon las suyas para frenar el golpe yseguidamente le retorció el brazo parahacerle soltar el arma, lo volvió deespaldas y lo empujó contra sucompañero. Ahora que estaba armadocon la porra, fue rápidamente hasta ellado del conductor e intentó abrir laportezuela del coche. Estaba cerradacon llave. Entonces rompió la ventanillacon la porra, lo cual disparó la alarma, ylos policías se abalanzaron sobre él.Pero no pudieron impedirle que metierala cabeza dentro del coche, y él, rezando

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mentalmente, dejándose llevar por elinstinto y deseando con todas sus fuerzasno estar cometiendo un error garrafal,buscó debajo del asiento del conductor ytiró de la palanca que abría el maletero.Rápidamente se volvió de espaldas,deseando absurdamente que la explosiónlo hiciera trizas, y entonces vislumbróque la tapa del maletero se abría con unchasquido y comenzaba a levantarseinofensivamente, justo en el momento enque los policías lo sujetaban con fuerzacontra el coche y lo dejaban sinrespiración, al tiempo que llegaban másagentes para ayudarlos.

Reilly, sin poder moverse, con lacara aplastada contra el techo del BMWy haciéndose daño en la mejilla y la

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oreja, no dejaba de chillar y forcejear,en su desesperación por levantar lacabeza y ver lo que había dentro delmaletero. Y entonces lo oyó: uno de lospolicías, que se había acercado a laparte de atrás para inspeccionar, se pusohecho una furia y empezó a vociferarcomo loco.

«Tess.»Reilly, en tensión y sintiendo

pánico y esperanza a la vez, intentabacomprender lo que decía el policía.

—¡En inglés! —gritó—. Dígalo eninglés, maldita sea. ¿Está ahí dentro?¿Se encuentra bien?

Vio el miedo reflejado en los ojosdel policía y oyó la palabra bombapronunciada varias veces. El significado

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estaba meridianamente claro incluso enitaliano. Luego oyó otra palabra: donna.La repetían una y otra vez. Aquello ledestrozó el corazón. Había una donna,una mujer. Pero ¿estaba viva...? O...

Buscó fuerzas donde no sabía quelas tuviera y separó el cuerpo del coche,se zafó de los policías y se abrió paso abrazo partido hasta el maletero delBMW para mirar.

Allí estaba.Envuelta en un saco de dormir y

atada al suelo del maletero, con los ojosy la boca tapados con cinta aislante. Tansólo se le veían la nariz y dos franjas depiel de la cara.

No se movía.Y al lado de ella, en la parte

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derecha del maletero, una marañaformada por paquetes de Semtex decolor gris, cables y un detonador digitalprovisto de un pequeño Led rojo queindicaba que estaba activado.

Reilly no miró dos veces. Rodeósuavemente con las manos el cuello deTess y apoyó el dedo pulgar en lamejilla, buscando el pulso.

La cabeza se movió levementehacia un lado.

A Reilly se le iluminó la cara depuro alivio. Miró a los policías quetenía al lado, los cuales observaban laescena sin decir nada, estupefactos, y acontinuación retiró con sumo cuidado lacinta aislante que cubría la cara de Tess,primero la tira que le tapaba la boca,

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luego la de los oídos y los ojos.Ella lo miró con los ojos llenos de

lágrimas de alegría y de miedo.Temblaba su labio inferior.

Fue lo más bonito que Reilly habíavisto jamás.

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9

Mansur Zahed miró el espejoretrovisor por última vez antes depenetrar en la entrada para coches. Novio nada que le preocupara. La casa dealquiler que le había conseguido laagencia se encontraba en una calleresidencial muy tranquila. No habíavecinos curioseando, sobre todo porqueel pequeño camino de entrada estabaprotegido de la calle por una alta puertametálica.

No tenía previsto quedarse allímucho tiempo. Ahora que tenía encimadel asiento lo que había venido a buscar,se dijo que probablemente su misión en

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Roma había terminado. Simmons, elhistoriador norteamericano, no tardaríaen confirmárselo. Y con ello, esperabaque también supiera cuál iba a ser eldestino siguiente. El instinto le decíaque pronto estaría otra vez en marcha yque se iría de la Ciudad Eterna habiendoañadido otro sangriento apartado a suinfame, aunque anónimo, currículumvítae.

Repasó mentalmente los sucesos deaquel día y se sintió razonablementesatisfecho. Las cosas no habíantranscurrido sin tropiezos como habíaesperado, pero lo único que importabaera que ya estaba aquí, sano y salvo, ytenía el códice en su poder. «Misióncumplida», pensó con una sonrisa de

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satisfacción. Le encantaba aquellaexpresión y la deliciosa ironía quecontenía ahora. Pero mientrasreproducía mentalmente la jornada, supensamiento se trababa una y otra vez enlo que había hecho el agente del FBI y leprovocaba un hormigueo deintranquilidad en todo el cuerpo. YMansur Zahed no estaba acostumbrado aaquellas cosas. Tampoco las toleraba.

El agente en cuestión resultó fácilde manipular. Consiguió hacerlo venir aRoma. Le engañó para que creyera queél era aquel insulso, erudito, Sharafi.Pulsó las teclas indicadas paraconseguir que lo llevase hasta lo másrecóndito del sanctasanctórum de sureligión. Sean Reilly no se inmutó en

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aquel momento, y tampoco se inmutó entodos los momentos que siguieron. Hizolo que tenía que hacer sin titubear. Seconvirtió en un delincuente y se saltó ala torera el epicentro mismo de su fe sinpreocuparse por las consecuencias.

Y todo ello lo inquietabasobremanera.

No estaba acostumbrado a ver tantocelo en aquellos blandos occidentales.No era que hubiera subestimado alagente Reilly; aunque no sabía mucho deél antes de conocerlo en persona, lo quehabía logrado averiguar sugería que noera un peso ligero y que tampoco lepreocupaba demasiado atenerse a lasnormas. Y aquello le había gustado. Lamisión que iban a llevar a cabo los dos

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juntos requería una persona que tuvierala espalda de acero. Sin embargo, habíaun punto de inflexión en el queprecisamente las cualidades que se leexigían a dicha persona podíanconvertirla en una auténtica pejiguera.

Y ya se había rebasado con crecesdicho punto de inflexión.

No sabía si había cometido unerror al dejar a Reilly con vida, yfrunció el entrecejo al pensar en ello.Había tenido la oportunidad. Podíahaber hecho la jugada cuando Reillyechó a correr en busca del teléfono,cuando pasaron uno al lado del otro,pero en el calor del momento sintió unapunzada de duda, no tuvo muy seguro siiba a lograr vencer a aquel tipo en un

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combate mano a mano. De modo queretrocedió. Algo había visto en Reilly,una chispa de determinación y seguridaden sí mismo que lo obligó a sopesarmejor sus propias habilidades. Yaquello tampoco estaba acostumbrado averlo. Ni a tolerarlo.

Mansur Zahed se reprochó porhaber sufrido aquel fallo momentáneo.Debería haber acabado con Reilly, yhaberse ido sin la preocupación queahora lo roía por dentro: la de que aquelagente del FBI pudiera convertirse enuna molestia seria para él.

«Si volvemos a cruzarnos, él va acorrer peor suerte que yo», decidió; actoseguido dio por finalizado aquel tema yse concentró en asuntos más inmediatos.

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Esperó a que se cerrasen laspuertas antes de apearse del coche, unFiat Croma alquilado. Se trataba de unturismo familiar que no llamaría laatención. Lo había dejado en elTrastevere, no muy lejos del Tíber,antes de dirigirse en taxi al aeropuertopara recoger a Reilly. Luego, una vezque tuvo el códice en su poder, para ir abuscarlo tuvo que improvisar: bajó de lacolina a todo correr, sacó a un pobreadolescente de su moto Piaggio y lautilizó para recuperar el coche. No lepreocupaba que pudieran dar con él,estando en Roma. Si se encontrase enLondres las cosas habrían sido muydistintas; esa ciudad se había apuntadosin vergüenza alguna a vigilar a sus

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ciudadanos como en la sociedadorwelliana, y había instalado cámarasde televisión en todas las calles. PeroRoma era diferente. El Viejo Mundo.Poca tecnología. Lo cual le venía muybien a él... y a la Cosa Nostra, queinfluía en la mayoría de las decisionesque se tomaban en el Ayuntamiento.

Por fin entró en la casa. Dentroflotaba el típico olor de una vivienda sinhabitar desde hace unos meses. Lospocos muebles estaban tapados consábanas y mantas viejas que él no sehabía molestado en retirar. Dio dosvueltas a la llave de la puerta y pasó alsalón, haciendo antes un alto en elespejo del vestíbulo. Miró atentamentela figura que le devolvió la mirada con

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tranquilo desdén. Las pronunciadasentradas del cabello, las gafas baratas,las ropas sin gracia... Todos los detallesnecesarios para urdir el engaño. Sealegró de recuperar una personalidadcon la que se sentía más cómodo.

Tomó las escaleras que bajaban alsótano y abrió la puerta de un trastero.Entró y accionó el interruptor de la luz.Tal como esperaba, encontró a Simmonsdonde lo había dejado: en el suelo, deespalda a la pared, con la boca tapadacon cinta aislante y la muñeca derechasujeta a un radiador con hilo de nailon.

Jed Simmons oyó crujir la puertaantes de que se encendiera la bombilladesnuda que colgaba de un cordón enmedio del trastero. Levantó la vista

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hacia la escalera de piedra. Tras laoscuridad en que había pasado lasúltimas horas, hasta el resplandor másamortiguado resultaba doloroso. Apartede eso, el mero hecho de abrir lospárpados ya constituía un esfuerzoolímpico. No se reconocía a sí mismo enaquel patético estado, estaba tan débilque apenas podía mover lasextremidades, le costaba trabajorespirar, y notaba el cerebro embotado,sumido en una niebla en la que no seveían salidas.

El breve, cruel, instante deesperanza —de que hubieran venido arescatarlo, de que alguien hubieradescubierto lo que estaba ocurriendo yviniera a poner fin a su pesadilla—

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desapareció rápidamente cuandodistinguió la silueta ya familiar de susecuestrador.

Sintió un torrente de adrenalina quele recorría todo el cuerpo, provocadopor un acceso de ira. Era un ultraje quelo retuviera así un individuo cuyonombre e intención desconocía. Susecuestrador había sido sumamentedisciplinado a la hora de respetar sucódigo de confidencialidad. Simmons nosabía nada más que los detalles básicos:que estaba allí para ayudar a aquel tipoa recuperar algo que se había llevado deConstantinopla un pequeño grupo detemplarios. Aparte de eso, ni quién eraaquel sujeto ni para quién trabajaba nipor qué buscaba aquello; no sabía nada

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más.Se preguntó si moriría sin saberlo.

Y aquel pensamiento lo enfureció másaún.

Sintió un escalofrío al ver elcódice que traía consigo el secuestrador.Con gesto impotente, observó cómo elotro se agachaba en cuclillas y, de untirón rápido, le quitaba la cinta aislantede la boca.

—Buenas noticias —dijo al tiempoque dejaba el trozo de cinta en el suelo—. Ya lo tengo. Y eso quiere decir queusted todavía me resulta de utilidad.

—Y Tess..., ¿dónde está? ¿Seencuentra bien? —pronunció Simmonscon voz débil y gangosa.

—Perfectamente, Jed. Me ayudó,

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así que la he dejado libre. ¿Lo ve? Harélo mismo con usted si hace lo que yo lediga y me ayuda a encontrar lo que estoybuscando. ¿Qué le parece?

Simmons lo miró fijamente,sintiendo un odio que le quemaba lasentrañas. Deseaba creerle, deseabacreer que Tess estaba bien, pero sinsaber por qué, dudaba de que fueracierto.

—¿Y Sharafi?El otro sonrió.—También está bien. Ya no lo

necesito, así que lo he dejado enlibertad. Así de simple. —Estiró elbrazo y dio un paternal tironcito en lamejilla a Simmons—. Bueno, ¿qué tal sile pongo en un sitio cómodo y

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agradable, donde pueda estar despierto,para que se ponga a trabajar?

A continuación sacó una jeringuilladel bolsillo y un frasco de medicación.Hundió la aguja en el tapón de goma yabsorbió el líquido transparente, luegosostuvo la jeringuilla en alto para lanzarel obligatorio chorrito y eliminarposibles burbujas de aire.

El arqueólogo miró la aguja sindecir nada. Se limitó a asentir y bajó losojos vidriosos hacia aquel libro antiguo,lamentando en su fuero interno el día enque oyó hablar de él, deseaba no habermencionado su existencia.

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La Oficina Central de laGendarmería del Vaticano, escondida enel Palacio del Tribunal que había detrásde la catedral de San Pedro, seencontraba en pleno colapso. Por lostenebrosos pasillos de aquel edificiomedieval se oían los pasos apresuradosde gente que iba y venía, por todaspartes sonaban teléfonos insistentes, portodas las oficinas y las puertas setransmitían a voz en grito preguntas einformaciones. Aquel caos de sonidosdiscordantes taladraba los oídos a Tessy retumbaba dolorosamente en elinterior de su cerebro.

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Reilly y unos cuantos carabinierila habían sacado del coche bomba, lahabían traído a este lugar y la habíansentado en un sofá de una sala de espera.Habían llamado a un par de enfermerospara que le hicieran una revisión. Estabadeshidratada y debilitada por el hambre,pero por lo demás no había sufridodaños. Le habían dado bebidas pararehidratarla, una botella de Gatorade, yhabían enviado a alguien a buscarle ropalimpia y algo de comer. Todo habíaocurrido muy deprisa, excepto unapregunta que no se le iba de la cabeza:

«¿Roma? ¿Cómo demonios heacabado yo en Roma?»

Miró a Reilly, que estaba hablandocon los sanitarios. Éste debió de notar

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su mirada, porque se volvió y le sonrió.Tess vio que daba las gracias a losenfermeros y venía hacia ella.

—¿Cómo estás?—Mucho mejor ahora que no estoy

encerrada en ese maldito ataúd. —Teníaun millón de preguntas para él, pero aúnse sentía atontada y le costaba trabajoordenar las ideas.

—Voy a sacarte de aquí en cuantopueda. Van a buscarte una habitación yuna cama.

—Gracias. —Tenía la voz débil,sentía la garganta rasposa, y todavía nose le había ido aquella expresión desusto de los ojos—. Necesito unteléfono —le dijo—. Tengo que llamar aKim y a mi madre.

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Reilly le pasó su Blackberry.—Ya conoces la clave de

seguridad.—Sí —respondió ella con una

débil sonrisa que le iluminó la cara.De pronto los interrumpió una voz

procedente de la puerta.—Reilly.Reilly se volvió.El que estaba allí era Doug Tilden,

el agregado jurídico del FBI en Roma,un individuo alto, de cabello gris,peinado hacia atrás, y gafas finas y sinmontura, que también daba la impresiónde estar sufriendo su particular colapso.

—Te necesitamos aquí dentro.Reilly respondió con un breve

gesto de asentimiento, se volvió de

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nuevo hacia Tess y le tomó la carasuavemente con una mano.

—Si necesitas algo, estoy en lahabitación de al lado.

—Vete. Yo me quedo aquí tancontenta, con mis cosas —replicó ella,mostrando las botellas y el teléfono, conla expresión alicaída pero esbozando aduras penas una sonrisa dolorida.

Reilly se puso de pie, pero Tess loagarró del brazo y tiró de él paraacercarle la cara.

—Perdóname. No tenía ni idea deque esto iba a...

Reilly la interrumpió, negandolevemente con la cabeza.

—No te preocupes por eso, ¿vale?Tess le sostuvo la mirada un

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instante, y después lo acercó otro pocomás y le depositó un beso suave en loslabios.

—Gracias —susurró—. Porencontrarme.

Reilly sonrió al tiempo que letelegrafiaba con los ojos que el alivioera mutuo, y seguidamente salió de lahabitación con Tilden.

—La verdad es que nos has metidoen una buena —le dijo Tilden cuandoiban hacia el despacho del inspectorgeneral—. ¿Por qué no dijiste nada deantemano? Podríamos haberte ayudado.

Tilden era un agente federal decarrera, y en calidad de agregado

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jurídico del FBI para Roma, era elresponsable de las operaciones que sellevaran a cabo en Italia, así como delos enlaces con los organismos deseguridad del sur de Europa, OrienteMedio y el África no francófona. Sinduda, estaba acostumbrado a afrontarcrisis, pero ésta había quemado losfusibles de su termómetro. El hecho deque estuviera presente no le facilitabalas cosas a Reilly, que ya lo conocía deantes, de unos años atrás, cuando ambosformaban parte de un equipo especialque trabajaba con la DEA. Fue unamisión dolorosa que terminó en tragedia,como la de hoy. En ambas ocasionesmurieron transeúntes inocentes, aunqueen la ocasión anterior fue el propio

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Reilly el que apretó el gatillo. Aqueltiroteo jamás había dejado deobsesionarlo, y era algo que preferiríaque no le hubiera sido recordado por lapresencia de Tilden, precisamente hoy.

—Ya sabes cómo se complicanestas cosas de vez en cuando, Doug —comentó Reilly.

—Y, además, lo de Tess, ¿no?Reilly le miró como diciendo: «¿A

ti qué te parece?»Tilden asintió de mala gana.—Bueno, pues me alegro de que

les dijeras que habías venido pormotivos personales. Así me quitas a míun poco la carga de los hombros.

—En todo caso, fue cosa mía.Tilden le lanzó una mirada grave

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de soslayo.—Muy bien —masculló—. Hazme

sólo el favor de no complicar más lascosas.

—¿Necesito buscarme un abogado?—Probablemente —replicó Tilden

en tono tajante—. Suponiendo que tedejen salir vivo de aquí.

A juzgar por la cara que lepusieron Delpiero y los otros doshombres que había en la sala cuandoentró, Reilly supo que no estaba tododicho.

Delpiero, el jefe de la policíavaticana, presentó rápidamente a Reillya los otros dos agentes (uno pertenecía ala unidad antiterrorista de la PolicíaEstatal, el otro era del servicio de

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inteligencia italiano) y acto seguidoabrió las manos como diciendo: «¿Quédiablos ha pasado?»

—Hace apenas una hora, lo dejé austed en compañía de monseñorBescondi y del profesor, y le dije queestaba a su disposición por si necesitabacualquier cosa. ¿Y así es como nos pagausted nuestra generosidad?

Reilly no tenía una respuesta fácilque darle, de modo que preguntó:

—¿Qué ha ocurrido con la segundabomba?

—Ha sido desactivada.Ahora tocaba la parte difícil.—¿Y la primera? ¿Ha habido

muchos daños?El semblante de Delpiero se

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endureció.—Tres muertos. Más de cuarenta

heridos, dos de ellos en estado crítico.Eso es cuanto sabemos hasta elmomento.

Reilly frunció el ceño mientrasdigería aquella terrible noticia. Sintióque se le petrificaban las venas de rabiay remordimiento. Al cabo de unosinstantes dijo:

—En el maletero del primer cochehabía un hombre encerrado.

Delpiero se volvió hacia uno desus colegas y le preguntó algo enitaliano. Tuvieron un diálogo breve eintenso que le hizo ver a Reilly que erala primera noticia que tenían de aquello.

—¿Cómo lo sabe usted? —inquirió

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Delpiero.—Me lo dijo el individuo que

estaba conmigo.—Y ese hombre del maletero,

¿sabe quién era?—Behruz Sharafi —informó Reilly

—. El auténtico.—Así que el individuo que lo

acompañaba a usted...—Era un impostor. —Esta idea

provocó que le subiera la bilis a lagarganta. Vio que Delpiero y los demásno entendían.

Delpiero, enfadado y confuso,elevó el tono de voz:

—¿Así que usted trajo a ese... eseterrorista aquí, al Vaticano, sin sabersiquiera quién era en realidad?

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—No es tan sencillo —protestóReilly, procurando contener la furia,furia contra el terrorista y, aún más,contra sí mismo—. Me dijo que teníaque llevarlo a los archivos, o de locontrario matarían a esa mujer que estásentada ahí fuera —explicó, apuntandofuriosamente con el dedo hacia la puertadel despacho—. Ese cabrón,quienquiera que sea, representó el papela la perfección, y pueden tener laseguridad de que no habría tenido elmenor problema para enseñarme unfalso carnet de identidad con el nombrede Sharafi, si se lo hubiera pedido. —Sacudió la cabeza en un gesto de rencor—. Oiga, ese tipo me engañó, ¿vale? Nipor lo más remoto podía yo esperarme

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algo así. Simplemente intentaba salvarlela vida a una amiga.

—Y de paso, ha logrado ustedmatar a tres personas y herir a variasdecenas —replicó Delpiero.

Aquel comentario le provocó aReilly una punzada en el pecho, ycualquier protesta airada que tuvieraganas de soltar se le quedó en lagarganta y perdió fuerza. Habían muertovarias personas, otras habían resultadoheridas, y él se sentía responsable.Aquel hijo de puta, fuera quien fuese, sela había jugado bien, y le había ganadola partida. Casi. Procuró consolarsepensando que también podría habermuerto él mismo. Si le hubiera dado nimedia oportunidad cuando se

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encontraban fuera del Vaticano, estabaseguro de que el terrorista lo habríamatado. Con lo cual, probablementetambién habría muerto Tess. Por lomenos había conseguido darle la vueltaa aquella parte del plan. Le importabaun carajo lo del libro y haber destrozadoel coche del Papa; le había salvado lavida a Tess, que era lo que pretendía.Pero así no. Esto no formaba parte deltrato. Había muerto gente, gente inocentea la que no tenía derecho de implicar enaquel drama, y jamás lograríacompensarlo con nada.

Tilden advirtió la expresiónatormentada de Reilly y se acercó.

—Con el debido respeto, ispettore.Pienso que es necesario que conozcamos

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todos los hechos antes de que alguiendiga algo que luego pueda lamentar.

—Estoy de acuerdo —intervinouna voz desde atrás.

Había entrado en el despacho elcardenal Brugnone. Lo acompañabamonseñor Bescondi, el prefecto de losArchivos Secretos del Vaticano, que porlo visto se había recuperado de lainyección que le había administradoReilly. Ninguno de los dos sonreía.

A Reilly le costó trabajo mirarlos alos ojos.

—Es necesario que conozcamostodos los hechos para saber por quérazón se ha permitido este ultraje —rugió Brugnone—. Agente Reilly, ¿porqué no nos cuenta lo que debería

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habernos contado cuando llegó?Reilly comenzó a sentir un potente

dolor de cabeza.—Voy a contarles lo que sé, pero

ni siquiera yo conozco todos los hechos.Para conocer el tema en su totalidadtenemos que consultar a Tess... laseñorita Chaykin, que está ahí fuera.

—¿Y por qué no la invitamos a quevenga? —sugirió el cardenal.

—No estoy seguro de que ya estérecuperada —repuso Reilly.

El cardenal le dirigió una miradagrave.

—¿Por qué no se lo preguntamos aella?

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—Todo empezó en Jordania —explicó Tess ante el grupo reunido en eldespacho.

En aquel momento era lo últimoque le apetecía hacer. Aún se sentíaagotada, y el hecho de recordar lo quehabía sucedido le provocabaescalofríos. Así y todo, sabía queaquello era importante. Los hombrespresentes en aquella sala —Reilly, elcardenal Brugnone, el inspectorDelpiero, el archivero Bescondi y losdos detectives de la unidad antiterrorista— necesitaban que les contase lo que lehabía ocurrido. Tenía que hacer todo lo

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que estuviera en su mano para ayudarlosa atrapar a aquel individuo y rescatar aSimmons, quien debía de seguir convida, esperaba. Claro que en realidad noquería pensar cuánto tiempo más lequedaría.

—Yo estaba acompañada de otroarqueólogo, Jed Simmons. Jed tiene unaexcavación cerca de Petra confinanciación de Brown y... —Seinterrumpió para recordarse que debíaceñirse a lo que fuera pertinente y noirse por los cerros de Úbeda—. En fin,apareció un historiador iraní, queconocía a alguien que conocía a Jed.

—Behruz Sharafi —apuntó Reilly.Tess afirmó con la cabeza.—Sí. Era un individuo amable y

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callado. Atento, y además sumamenteculto. —Reilly le había contado lo quele había sucedido al iraní, y sólo pensarque había muerto le provocaba mayoresescalofríos todavía. Hizo acopio defuerzas y prosiguió—: Sharafinecesitaba ayuda para averiguar no séqué. Un contacto suyo le había sugeridoque hablase con Jed, porque..., bueno,aunque el trabajo que estaba realizandoJed en Petra tenía que ver con la historiade la cultura nabatea, también es una delas personas de este planeta que mássaben de los templarios. Por eso estabayo con él.

Se fijó en que Brugnone dirigía unamirada de reojo a Reilly, como sipensara que todo empezaba a encajar.

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—Tess..., la señorita Chaykin, esarqueóloga —explicó Reilly a lospresentes—. Bueno, lo fue. Actualmentees novelista. Y el primer libro que haescrito trata de los templarios.

—Es ficción histórica —especificóTess, con la repentina sensación de quelas paredes se cernían sobre ella. Miró asu alrededor y captó la reacción deBrugnone; daba la impresión de que lesonaba lo que acababan de mencionarReilly y ella.

—Su libro —murmuró el cardenal,perforándola con la mirada— tuvo unabuena acogida, si no me equivoco.

—Así es —afirmó Tess con gestoafable, pero un tanto incómoda. Sabía aqué se refería el cardenal. Aunque su

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novela, ambientada en las cruzadas, erapercibida por el público simplementecomo una obra de ficción histórica, ellasabía que Brugnone era muy conscientede que lo que se contaba en aquellaspáginas no era del todo fruto de suimaginación. Experimentó una punzadade inquietud y procuró recordar que ellano había hecho nada malo. Se habíaceñido a lo que había acordado conReilly: a guardarlo para sí, a no hablarde ello, a no contar a nadie, sobre todo aBrugnone y al jefe que tenía Reilly en elFBI, lo que había sucedido realmentedurante aquella tormenta y en aquellaisla de Grecia. Pero eso no quería decirque no pudiera utilizar lo que habíavivido ella y lo que de paso había

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descubierto acerca de los templariospara la base de una novela, y ademásuna novela que tuvo bastante éxito, laverdad, pero que únicamente las mentesmás radicalmente conspiratoriasllegarían a pensar que estaba basada enla historia auténtica. Aquel libro habíasido para ella el inicio de una carreranueva y de una vida nueva, y tambiénhabía sido una agradable catarsis.

Ahora todo había cambiado.El cardenal le sostuvo la mirada

durante unos momentos que se hicieronincómodos y después dijo:

—Continúe, por favor.Tess bebió un sorbo y se removió

en la silla.—Sharafi había encontrado algo en

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Estambul, en la Biblioteca Nacional.Algo que había en los antiguos archivosotomanos. Lo descubrió por casualidad.Él estaba viviendo allí, en Estambul; sehabía ido de Teherán y daba clases enuna universidad, y como era un expertoen sufismo, en su tiempo libreinvestigaba la historia de los sufíes. Élmismo era un sufí, sabe usted. —Todavía le dolían los labios por culpade la cinta aislante, y le costaba trabajoconcentrarse—. En fin, que era el sitioperfecto para ese tema de investigación,porque fue en Turquía donde comenzó elsufismo, en el siglo XIII, con Rumi y suspoemas.

—¿Y allí encontró algo que era delos templarios? —preguntó Brugnone,

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una manera de incitarla suavemente aque fuera al grano.

—Más o menos. Estaba rebuscandoen los archivos antiguos, ya sabe ustedque tienen literalmente decenas de milesde documentos amontonados sin más,esperando a que alguien los clasifique.Pues bien, Sharafi se topó con un libro.Un volumen de peso, con tapas de cueromuy bien hechas, de principios del sigloXIV. Contenía escritos de un viajero sufíque él no había visto nunca. Perotambién tenía otra cosa: unas cuantaspáginas sueltas de vitela que se habíanintroducido debajo de laencuadernación. Llevaban siglosocultas. Sharafi las descubrió y, como esnatural, sintió curiosidad. Así que sin

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decírselo a nadie y sin pedir permiso, selas llevó. La primera sorpresa fue queno estaban escritas en árabe, como ellibro en sí, sino en griego. En griegomedieval. Copió unas cuantas frases y lepidió a un colega que se las tradujese.Resulta que eran una carta. Y no sólouna carta, sino una confesión. Laconfesión de un monje que vivió en unmonasterio ortodoxo bizantino. —Seconcentró para recordar el nombre—. Elmonasterio del monte Argeo.

Calló unos instantes y miró enderredor, buscando señales de queaquello le sonara a alguien. Pero nohalló ninguna.

Bescondi, el prefecto de losarchivos, se inclinó hacia delante. Se le

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veía confuso.—Dice que ese tal Sharafi encontró

la confesión de un monje de unmonasterio bizantino. ¿Qué tiene eso quever con los templarios?

Una sola palabra acudió a loslabios de Tess.

—Todo.

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ConstantinoplaMayo de 1310

—¿Quinientos hiperpiros? Eso es...

insultante —barbotó el obispo francés.Conrado de Trípoli no se inmutó.

Sostuvo la mirada al anciano con laserenidad de una persona que habíahecho aquello muchas veces, y seencogió de hombros. Pero no fue unencogimiento de hombros frío nidespectivo; se cercioró de conservar unaire de cordialidad y, por encima detodo, de respeto.

—La verdad es que no deberíamos

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regatear por unas cuantas piezas de oro,padre. Y menos, tratándose de algo tansagrado.

Se hallaban sentados a una mesadiscreta, escondida en un rincón oscurode una taberna del distrito de Gálata, lacolonia de genoveses situada en la orillanorte del Cuerno de Oro. Conradoconocía bien al dueño de la taberna ycon frecuencia acudía allí a cerrarnegocios. Podía contar con que leconcedería la intimidad que necesitaba yle echaría una mano si las cosas seponían desagradables. Aunque Conradono necesitaba mucho que lo ayudasen;había visto más peleas y habíaderramado más sangre de las que erancapaces de imaginar muchos hombres,

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pero aquello pertenecía a un pasadolejano que guardaba para sí.

El relicario dorado descansaba enel centro de la mesa. Era una pequeñaobra maestra adornada con un repujadode motivos florales en un lado y una cruzen la tapa. Por dentro estaba forrado conun terciopelo raído que parecía tenersiglos de antigüedad. Cuando Conradose lo ofreció por primera vez al obispo,los huesos que contenía habían sidoenvueltos con una hoja de vitela quellevaba las marcas y el sello delPatriarca de Alejandría. Ahora estabandepositados a la vista sobre el fondoalmohadillado del relicario, y su coloramarillo grisáceo contrastaba vivamentecon el tono granate del terciopelo.

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Al obispo le temblaron los dedos,delgados y de largas uñas, al tocar denuevo aquellos huesos. Estaban todos,desde el talo hasta los metatarsos.

—Sagrados, en efecto. El pie desan Felipe —musitó con una miradareverente—. El quinto apóstol. —Surcósuavemente el aire con los dedos alpersignarse otra vez.

—El hombre que llevó lapredicación hasta sus últimasconsecuencias, incluso cuando locrucificaron boca abajo —dijo Conrado—. Un verdadero mártir.

—¿Cómo os habéis hecho con estoshuesos? —preguntó el obispo.

—Por favor, padre. No estamos enconfesión, ¿no es así? —Conrado

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sonrió, bromeando un instante, y despuésse acercó y dijo bajando el tono—: Enesta ciudad hay muchas criptas. Debajode la capilla de la Santísima Virgen deFaro, dentro de las murallas del GranPalacio, en la iglesia dePammakaristos... Si uno sabe dóndebuscar, encuentra cosas. Los tesoros mássagrados que han existido, ocultos paraque no sufrieran daño alguno justo antesdel gran saqueo, y que ahora aguardan aser exhumados y devueltos a la gloriaque les corresponde por derecho. Comopodrá deciros cualquiera, yo conozcoesas mazmorras como la palma de mimano —sonrió otra vez y levantó lamano derecha—, pero necesito saber siéste lo queréis o no, padre. Hay otros

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compradores esperando..., y necesito eldinero para continuar con mi trabajo, sies que alguna vez quiero posar la manoen el tesoro más importante de todos.

El obispo abrió unos ojos comoplatos.

—¿Qué tesoro es ése?Conrado se inclinó un poco más.—El Mandylion —susurró.El obispo lanzó una exclamación

ahogada, y se le iluminó el semblante.—¿El Mandylion de Edesa?—El mismo. Y me parece que ya

estoy cerca.Los dedos del obispo comenzaron a

temblar de avaricia.—Si por ventura lograseis

encontrarlo —dijo—, yo tendría sumo

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interés en adquirirlo para nuestracatedral.

Conrado ladeó la cabeza.—Como muchos de mis clientes.

Pero no estoy seguro de que desearadesprenderme de él. Dado que llevaimpresa la mismísima imagen deNuestro Señor.

Al viejo obispo ya le temblaban loslabios, y sus dedos arrugados palpabanel aire.

—Os lo ruego. Debéis prometerlo.Cuando lo tengáis en vuestro poder,hacédmelo saber. Os pagarégenerosamente.

Conrado tomó los marchitos brazosdel anciano y los volvió a apoyar en lamesa.

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—Antes vamos a concluir esteasunto, si os parece bien. De lo demásya hablaremos cuando llegue elmomento.

El obispo lo miró fijamente duranteunos instantes y luego esbozó unasonrisa de labios finos y dientespodridos que hacía bastante juego conlos huesos que estaba comprando.Acordaron una fecha en la que volveríana encontrarse para hacer el intercambio,y seguidamente el anciano se levantó ysalió.

Conrado, con una sonrisasatisfecha, recogió los huesos y pidió avoces una jarra de cerveza. Se puso acontemplar el bullicio que reinaba en lataberna. Mercaderes, aristócratas, gente

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del pueblo y prostitutas, todostrapicheando, haciendo negocios yemborrachándose en una barahúnda deitaliano chapucero, la lengua franca delGálata, y fuertes risotadas.

Un cambio notable respecto de laaustera vida que había llevadoanteriormente, cuando era un monjeguerrero de los Pobres Soldados deCristo y del Templo de Salomón, lostemplarios.

Sonrió. Aquella ciudad se habíaportado bien con él. Lo había acogido yle había permitido iniciar una vidanueva, lo cual no había resultado fácil,después de todos los inconvenientes ylos desastres que les habían acaecido aél y a sus hermanos, después de que

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todos ellos se hubieran convertido enperseguidos. Pero ahora le iban bien lascosas. Su reputación crecía con cadaventa que cerraba. Y en particular legustaba el hecho de prosperar aexpensas de los que habían ocasionadola caída de su orden, y que él hubieraido a parar a Constantinopla.

«Si lo supieran», pensó con gransatisfacción.

Al igual que su ciudad adoptiva,Conrado había resurgido de las cenizasde una calamidad alimentada por elVaticano. Sus desdichas habíancomenzado con la derrota de Acre, en1291, casi dos décadas antes, unabatalla desastrosa tras la cual él, sushermanos templarios y el resto de los

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cruzados perdieron la última plazafuerte que poseía la cristiandad enTierra Santa, y que tuvo comoconsecuencia las detenciones de 1307,orquestadas por el Papa y el rey deFrancia para acabar con la orden. LaReina de las Ciudades ya había sufridouna catastrófica conmoción alrededor deun siglo atrás, en 1204, cuando elejército papal la violó y la saqueódespués de haberla sitiado durante casiun año. Corrió la sangre por las calleshasta la altura de los tobillos.Tremendos incendios durante días y díasarrasaron una tercera parte de losedificios. Lo poco que quedó en pie fuevíctima del saqueo y del pillaje hastaquedar irreconocible. Después de

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aquello, todo el que pudo permitírselose marchó a otra parte. La Nueva Roma,la que había sido el mercado del mundoy el orgulloso hogar del emperador deDios en la Tierra, quedó convertida enuna ciudad de ruinas.

Sus conquistadores no disfrutaronmucho gobernándola. El primeremperador latino, Balduino, fuecapturado por los búlgaros durante unaescaramuza que se libró cerca deAdrianópolis cuando llevaba menos deun año en el trono. Le cortaron losbrazos y las piernas y lo arrojaron a unbarranco, donde, según se cuenta,sobrevivió tres días enteros. A sussucesores no les fue mucho mejor; tansólo consiguieron aguantar cinco

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décadas antes de que las luchasintestinas y la incompetencia llevasen sureinado a un fin humillante.

El emperador bizantino que retomóla ciudad en 1261, Miguel VIII, seconsideró un nuevo Constantino y tomóla decisión de devolverle su antiguoesplendor. Se reformaron palacios eiglesias, se repararon las calles, sefundaron hospitales y escuelas. Peroestas ambiciones no tardaron en caerbajo la losa de la realidad. Por unaparte, el dinero escaseaba. El Imperiobizantino ya no era tal imperio; eramucho más pequeño que antes, noabarcaba más que un estado griegomenor, lo cual quería decir que susgobernantes recibían tan sólo una

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fracción de los impuestos y aduanas delo que percibían antes. Y más gravetodavía era que los flancos orientalessufrían ataques constantes. Las bandasde turcos nómadas seguían debilitandoun imperio ya fracturado y encogido.Los refugiados de las provinciasacosadas, sin dinero y desesperados,habían invadido la capital y vivíanmíseramente en poblados de chabolas yen los vertederos de basuras, lo cualañadía mayor tensión a la economía dela ciudad. El duro invierno no habíahecho más que empeorar la situación,pues una escarcha de última hora habíaarrasado los cultivos y agudizado laescasez de alimentos.

El caos y la confusión le convenían

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a Conrado. Él necesitaba el anonimatoque ofrecía una ciudad en estado deagitación. Y además había mucho dineroque ganar, si uno sabía dóndeencontrarlo: en los bolsillos de losclérigos crédulos que acudían desde lasiglesias y las catedrales del ricoOccidente.

Tal vez Constantinopla hubierasido despojada de todo cuanto poseía devalor cien años antes, pero seguíasiendo la cueva de Aladino en lo que serefería a reliquias sagradas. Se creíaque había centenares repartidas por laciudad, ocultas en sus muchosmonasterios e iglesias, esperando a serrobadas y vendidas. Tenían gran valorpara los sacerdotes de la Europa

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occidental. Una catedral, una iglesia oun priorato que se encontraba alejado deTierra Santa crecía enormemente enestatura —y por lo tanto, encontribuciones— cuando pasaba a ser eldepositario de una reliquia importantevenida de tan lejanas costas. Los fielesno necesitaban embarcarse enperegrinaciones largas y carísimas niviajar por tierra y por mar para ver, yacaso hasta tocar, el hueso de un mártiro una astilla de la Verdadera Cruz.Razón por la que muchos clérigosacudían a Constantinopla, en busca de untrofeo que pudieran llevarse consigo a laiglesia de su país. Los había quepagaban buenos dineros, otrosmaquinaban y robaban; lo que fuera, con

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tal de asegurarse el premio.Conrado había venido a ayudar.Aun cuando, con frecuencia, el

premio no fuera exactamente lo que élafirmaba.

Conrado sabía que, como en todotruco de magia barata, la presentación loes todo. Había que invertir en elenvoltorio adecuado, preparar una buenahistoria de fondo, y enseguida seformaría una fila de compradores ávidosde hacerse con un trocito de la Coronade Espinas o con un fragmento de latúnica de la Virgen María.

—¿Otro cliente satisfecho? —lepreguntó el dueño de la taberna, que letraía una jarra de cerveza.

—¿Es que los hay de otro tipo?

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—Bendito seas, hijo mío. —Rio eltabernero. Dejó la jarra sobre la mesa yseñaló la trastienda con un gesto—. Ahídetrás, en la calle, alguien te estáesperando. Un turco. Ha dicho que sellama Qassem, y que tú le conoces.

Conrado se sirvió un vaso y se lobebió de un solo trago, luego lo dejó enla mesa y se limpió la boca con el dorsode la mano.

—¿Ahí detrás? ¿Ahora?El tabernero asintió.Conrado se encogió de hombros y

le acercó el relicario.—Guárdame esto hasta que vuelva,

¿quieres?Encontró al hombre fuera, junto a la

entrada posterior de la taberna,

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esperando al lado de una pila debarriles vacíos. Había conocido aQassem y a su padre hacía algo más deun año, poco después de llegar aConstantinopla, y al instante le habíainspirado un profundo desagrado. Era unindividuo adusto, musculoso y joven, deveintipocos años, y mirada fría. Elpadre, Mehmet, era distinto: orondocomo un tonel y velludo como un oso,con una frente ancha, ojos saltones ycuello corto y grueso. Además era unmercader consumado, capaz de venderuna mercancía y recomprarla al instantea mitad de precio, y dejar a su víctimaconvencida de que le había hecho unfavor.

Y también tenía acceso a cualquier

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cosa que necesitara Conrado paraperpetrar sus estafas, y no hacíademasiadas preguntas.

—Mi padre tiene una cosa que talvez os interese —le dijo Qassem.

—Voy a buscar mi caballo —contestó Conrado, sin saber que aqueltrivial anuncio del joven turco estaba apunto de dar un giro a su vida.

Reconoció las espadas deinmediato.

Eran seis, enfundadas en sus vainasde cuero, sobre una mesa de madera dela tiendita que tenía Mehmet. Junto aellas había otras armas que no hicieronsino confirmar el sorprendente

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descubrimiento de Conrado: cuatroballestas, unas dos docenas de arcos deasta y un surtido de dagas y cuchillos.

Armas que él conocía muy bien.Lo que más le interesaba eran las

espadas. Aunque tenían una aparienciamodesta, eran formidables piezas deguerra. De una eficiencia brutal,fabricadas por manos expertas,perfectamente equilibradas, pero sin losadornos que se veían en lasempuñaduras y las guardas de lasespadas de la nobleza. La espada de untemplario no constituía una ostentosaexhibición de riqueza, ni tampocopodría; aquellos caballeros guerrerosrespetaban estrictamente el voto depobreza. Era un arma de guerra, pura y

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simple. Poseía una cómoda empuñaduracruciforme y una hoja formada pormuchas capas de metal, diseñada paracercenar la carne y el hueso de cualquierenemigo, y también la cota de malla queaspirase a protegerlos.

Sin embargo, aquellas espadasposeían un pequeño rasgo distintivo,apenas discernible pero presente detodas formas: las iniciales de su dueño,grabadas a uno y otro lado de una cruzpotenzada no muy grande, la croixpattée que utilizaba la orden, en la partesuperior de la hoja, debajo de la guardacruciforme.

Unas iniciales que Conradoreconoció al momento.

Enseguida lo inundó una avalancha

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de imágenes y sentimientos.—¿Dónde has encontrado estas

espadas?Mehmet lo miró sin disimular su

curiosidad, y su carnoso rostro se relajóen una sonrisa satisfecha.

—Entonces, ¿te gusta mi humildecolección?

Conrado se esforzó por reprimir ladesazón que bullía en su interior, perosabía que aquel comerciante turco no erafácil de engañar.

—Me llevaré el lote completo alprecio que pidas, pero necesito saberdónde has encontrado las espadas.

El turco lo miró con máscuriosidad todavía, y después inquirió:

—¿Por qué?

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—Eso es asunto mío. ¿Quieresvenderlas o no?

El mercader frunció los labios y sefrotó la barbilla con sus dedos rollizos.Finalmente cedió.

—Se las he comprado a unosmonjes. Hace tres semanas coincidimoscon ellos en un caravasar.

—¿Dónde?—Al este de aquí,

aproximadamente a una semana acaballo.

—¿Dónde? —presionó Conrado.—En la Capadocia. Cerca de la

ciudad de Vanessa —dijo el turco untanto a regañadientes.

Conrado afirmó con la cabeza,absorto en sus pensamientos. Él y sus

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dos compañeros, cuando se dirigían aConstantinopla, habían escapado através del paisaje increíble quedominaba aquella región. Habíanrodeado varios caravasares, enormescentros de trueque que salpicaban la rutade la seda, construidos por los sultanesy los grandes dignatarios selyúcidaspara estimular y proteger a losmercaderes que recorrían las caravanasde camellos que unían Europa conPersia y que incluso llegaban hastaChina.

—¿Es ahí donde se encuentra sumonasterio?

—No. Lo único que dijeron fue quequedaba en las montañas —replicó elturco—. Estaban haciendo acopio de

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provisiones y vendiendo todo lo quepodían. Han sufrido una dura sequía queha acabado con lo que sobrevivió a lahelada. —Dejó escapar una risita—.Sea como sea, da lo mismo dónde seencuentre ese lugar. No creo que estéspensando en acercarte por allí.

—¿Por qué no?—Es un territorio peligroso, sobre

todo para un franco como tú. Para llegar,tendrías que atravesar media docena debeyliks diferentes y te arriesgarías atropezarte por el camino con diez vecesmás bandas de gazis.

Conrado sabía que el turco teníarazón. Desde la caída del sultanatoselyúcida de Rum, toda la región situadaal este de Constantinopla se había

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dividido en un mosaico de beyliksindependientes, emiratos gobernadospor un bey. Los ejércitos de los beysestaban repletos de mercenarios gazis,guerreros musulmanes que ansiaban lavictoria o lo que ellos denominaban las«mieles del martirio», sin mostrarpreferencia especial por lo uno ni por lootro. Luchaban con ferocidad ydominaban con mano firme las tierrasque controlaban. Ya les había costadobastante a él y a sus hermanosescabullirse sin que los detectasen. Peroesta vez las circunstancias seríancompletamente distintas: actuar dando lacara, haciendo preguntas, intentandolocalizar un monasterio queprobablemente no quería ser localizado.

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—Por otro lado, nosotrostendríamos muchos menos problemaspara llegar hasta ese lugar —sugirió elturco, recostándose en su asiento conuna sonrisa de satisfacción quemultiplicó los pliegues que le reforzabanla barbilla—. Y no resultaría muy difícildisfrazarte y llevarte como si fueras unode nosotros.

Conrado miró fijamente almercader. Había olfateado algo devalor, se notaba bien a las claras.

Pero ya se ocuparía de aquellocuando llegara el momento. Lo primeroera lo primero.

—¿Cuánto?—Depende de lo que estés

buscando —repuso el turco.

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—Una charla.Obviamente, aquello no era lo que

esperaba el mercader turco. Claro queen realidad no esperaba que Conrado ledijera toda la verdad.

El turco se encogió de hombros.—En ese caso, se duplica el precio

de esos exquisitos objetos —dijo,indicando con una mano rolliza elconjunto de espadas y cuchillos—. Porcada trayecto.

Aquel precio era, en las palabrasque había empleado el anciano obispo,insultante. Pero los falsos huesos locubrirían de sobra.

Además, era por una causa digna.La más digna de todas.—Ya te lo haré saber —dijo

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Conrado.Mehmet le ofreció una sonrisa y

ejecutó una breve reverencia teatral.—Estoy a tu servicio, amigo mío.Guardaron las espadas y los

cuchillos en un saco de arpillera queConrado ató al pomo de la silla demontar. Estaba alejándose al trote de latienda cuando se la tropezó. EraMaysun, la hermana de Qassem,regresando a la tienda de su padre.

Al verla Conrado sintió unaturbación instantánea.

Después de los años de celibatoque había pasado en las fortalezas deTierra Santa, ya se sentíarazonablemente cómodo en presencia delas mujeres ahora que vivía entre ellas.

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Pero ésta tenía algo que le aceleraba elcorazón. Una belleza que lo dejaba auno sin respiración. Era una mujerjoven, alta y grácil, de penetrantes ojosturquesa, de cutis perfecto color miel, ydotada de una cascada de curvassensuales que se insinuaban por debajode aquella túnica oscura y ondulante. Nohabía forma de pasarla por alto.

Cuando la vio pasar por su lado,tiró de las riendas para frenarbruscamente a su semental, a punto depararlo en seco, en el intento de alargaraquel momento. Se miraron el uno alotro. No era la primera vez, y, al igualque en la ocasión anterior, ella nodesvió la vista. Mantuvo su enigmáticamirada clavada en él, prendiendo una

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hoguera incontrolable. En la mediadocena de veces que se habían visto, nohabían intercambiado más que unaspocas palabras de cortesía. Siempre sehallaban presentes su padre o suhermano, y eso acortaba el encuentro. Ellenguaje corporal de Qassem, enparticular, proyectaba una feroz actitudposesiva sobre su hermana, que ellarespetaba en silencio. En una ocasiónConrado había reparado en unos ligeroshematomas que mostraba alrededor deun ojo y junto a la boca, pero no habíatenido la oportunidad de averiguar a quése debían. Nunca estaba a solas con ella,nunca podía dirigirse a ella comoquería. Aquel encuentro no iba a serdistinto, pues todavía estaban a la vista

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de la tienda; lo único que pudo hacer fuesaludarla levemente con un gesto de lacabeza y observar con impotencia que sealejaba desafiándolo con la mirada,antes de apartar los ojos y desaparecer.

Se resistió al impulso de volversepara ver cómo se perdía de vista y azuzóal caballo para que iniciara un galopetranquilo. No podía pensar en otra cosa.Ya se había enfrentado otras veces aaquel conflicto, y seguía sin saber cómosolucionarlo. Hasta hacía poco, toda suvida de adulto había girado en torno alsacrificio. Se había entregado a unaestricta orden monástica y había hechoel voto de obedecer su regla sinvacilaciones. Al igual que cualquiermonje, se había comprometido a llevar

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una vida rígidamente regulada y carentede toda posesión material, esposa yfamilia. Como monje guerrero, habíatenido que hacer frente a la posibilidadde que su vida fuera segada por unacimitarra o una flecha. El sacrificio yale había costado muy caro, porque habíadejado una parte de sí mismo en el sueloensangrentado de Acre, una parte que norecuperaría jamás.

Pero todo aquello pertenecía alpasado.

La orden había dejado de existir.Ahora era un hombre libre de las

extremas restricciones de su vidaanterior. Y, sin embargo, todavía sesentía atrapado entre ambos mundos,todavía le costaba trabajo abrazar

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plenamente su nueva libertad.Ya le había costado trabajo antes

de conocer a Maysun.Pensando ahora en ella, le vino a la

memoria una norma de los templarios,que prohibía a sus miembros que sededicaran a la caza, excepto si había quecazar leones. Era una norma peculiar,dado que no había leones quemerodeasen por las tierras en las quevivían y luchaban. Muy pronto,comprendió que se trataba de unaalusión al simbolismo de las Escrituras:«Tu adversario, el demonio, merodeacomo un león, buscando alguien a quiendevorar.» Sabía que se refería a la luchaentre el hombre y la bestia del deseo, unconflicto que los caballeros se

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esforzaban constantemente por superar.Conrado no estaba muy seguro de

poder sobrellevarlo mucho más tiempo.Y ello le causaba una gran desazón,ahora que el pasado que él creía haberdejado atrás había extendido la mano ylo había aferrado por la garganta.

Tenía trabajo que hacer.

—Se acabó, Conrado —le dijoHéctor de Montfort—. Ya sabes lo quehan hecho esos bastardos de París. Aestas alturas también han llevado a lahoguera a los demás.

Estaban sentados con las piernascruzadas bajo un manto de estrellas,alrededor de una pequeña fogata que

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habían encendido en una habitación deuna mansión antigua y ruinosa, sin techoy sin dueño desde varias décadas atrás.Tres antiguos hermanos en las armas,tres hombres aguerridos que habíanescapado a una injusta orden dedetención y que ahora estabanreinventándose en una tierra extranjera.

Conrado, Héctor y Miguel deTortosa.

La noticia que les había llegadounas semanas antes les produjo unaprofunda conmoción. En el mes defebrero, más de seiscientos hermanos dela orden que habían sido detenidos enFrancia habían cambiado de opinión yse habían retractado de lo confesadoanteriormente. Decidieron defender la

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orden contra las desorbitadasacusaciones del rey. Una actitudvaliente, pero desafortunada, porque alnegar su confesión anterior seconvirtieron en herejes relapsos, lo cualacarreaba el castigo de muerte en lahoguera. Aquel mes de mayo habíanmuerto cincuenta y cuatro de ellos enParís, quemados en la pira. Y por todaFrancia otros templarios sufrieron lamisma suerte.

Varios centenares más aguardabansu turno.

—Tenemos que intentar salvarlos—insistió Conrado—. Tenemos queintentar salvar nuestra orden.

—Ya no hay nada que salvar,Conrado —replicó Miguel al tiempo que

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volvía a arrojar una de las espadas almontón de vainas y cuchillos que leshabía enseñado su compañero—. Desdelo de Acre y la pérdida del FalconTemple, nuestra orden está muerta yenterrada.

—Pues entonces tenemos quedevolverla a la vida —dijo Conrado conel semblante resplandeciente de fervor—. Escuchadme. Si logramos recuperarlo que perdieron Everardo y sushombres, podremos resucitarla.

Héctor miró a Miguel. Los dostenían el gesto cansado, se apreciaba alas claras que todavía estabanasimilando lo que les había contadoConrado cuando les mostró las armas,aquella misma tarde. Dado que era uno

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de los favoritos del que estaba almando, había sido invitado a formarparte del estrecho círculo de caballerosque conocían la verdadera historia de laorden. Estaba enterado de la misión quese les había encomendado a Everardo deTiro y a sus hombres allá por el año1203. En cambio, Héctor y Miguel no.Desconocían los secretos de la orden,hasta esta noche.

Era mucho que digerir.—Sé realista, hermano —suspiró

Miguel—. ¿Qué pueden hacer treshombres frente a un rey y un papa? Nossubirían a la hoguera antes de quelográsemos pronunciar una sola palabra.

—Si contamos con la ventaja, no—repuso Conrado—, si sabemos jugarla

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bien. No es la primera vez que se hanpuesto de rodillas. Nueve hombresconsiguieron levantar un pequeñoimperio. Nosotros podemos hacer lomismo, podemos reconstruir lo queteníamos y continuar su obra.

Miró largamente a sus compañeros.Estaban muy cambiados. Más viejos,para empezar. Habían transcurrido casiveinte años desde que lucharon juntos enAcre. Estaban más viejos, máscorpulentos, más lentos a causa de lamolicie de una vida libre de ataduras.Sintió el aleteo de la duda y se preguntósi él mismo creía en sus propiaspalabras. Lo que les pedía a sushermanos era una dura exigencia, unenorme sacrificio en aras de una

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empresa incierta.—Podemos quedarnos aquí, dar la

espalda a nuestro pasado y vivir la vidaasí —les dijo—. Pero también podemosacordarnos del voto que hicimos. De lamisión que teníamos. Podemosacordarnos de todos los que han dado lavida por nuestra causa y hacer loposible para que su muerte no haya sidoen vano. No nos queda otro remedio,hemos de intentarlo. —Alargó una manoy tomó una de las espadas—. Estasespadas podrían haber terminado enmanos de algún mercader de esta tierra,pero no ha sido así. Me han encontradoa mí. A nosotros. Y eso no podemospasarlo por alto. Nuestros hermanos nosestán llamando desde la tumba. Decidme

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que no vais a hacer oídos sordos a susúplica.

Miró a Héctor. El francés lesostuvo la mirada durante largosinstantes, y luego asintió muy despacio.Conrado hizo lo propio, y después sevolvió hacia Miguel. El español miró aHéctor, y seguidamente sacudió lacabeza con una breve risa antes de hacerun gesto de asentimiento que rezumabacierta renuencia.

Partieron cuatro días después:Conrado, sus dos compañeros, Mehmety el hijo de éste, además de otros cuatrohombres que había traído consigo elturco a modo de refuerzo.

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Conrado no iba a caballo, detalleque despertó la curiosidad delmercader. A diferencia de Héctor y deMiguel, que sí iban montados, élconducía un viejo y destartaladocarretón sin techo, tirado por caballos.

—No dijiste nada de traer un carro—le dijo el turco—. Esto nos va aretrasar considerablemente.

—Lo cual repercutirá en el precioacordado, ¿no es así?

Mehmet, fingiendo sentirseofendido, le respondió con una ampliasonrisa:

—¿Alguna vez te he tratadoinjustamente?

—Eres un dechado de virtudes —repuso Conrado—. Vamos, dime cuál es

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tu precio para ponernos en marcha.No tardaron en salir de

Constantinopla, y pusieron rumbo haciael sol naciente. Al cabo de un díaabandonaron el territorio bizantino ypenetraron en una tierra controlada porlos diferentes beys.

Territorio enemigo.Haciendo caso del consejo del

mercader turco, los caballeros sevistieron con las mismas ropas que susacompañantes: mantos y túnicassencillos de colores oscuros, dolmanesde lino y bandas de tela en la cintura.Llevaban el rostro parcialmente ocultopor el turbante, y al cinto no portabanespadas, sino cimitarras.

La estratagema funcionó. Junto con

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la habilidad verbal de Mehmet, lessirvió para salir sanos y salvos delencuentro con un par de bandas de gazis.

Al cabo de ocho días de durasjornadas a caballo llegaron al Sari Han,un gigantesco caravasar de piedra, bajoy ancho, que no tenía ninguna abertura enlos muros salvo un portal de entradabellamente decorado.

Una vez que estuvieron dentro,preguntaron por el monasterio. Peroninguno de los caravaneros, ni tampocoel que regentaba el han, parecían saberde su existencia. Prosiguieron viaje yprobaron en unos cuantos caravasaresmás, sin éxito. Iban pasando los días sinque apareciera ningún indicioprometedor, hasta que su insistencia por

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fin rindió fruto: se toparon con unsacerdote de una iglesia de piedra de lapropia Capadocia que conocía elmonasterio.

A pesar de lo impreciso de lasexplicaciones del clérigo, y después desuperar pendientes escarpadas ybarrancos vertiginosos, terminarondando con el pequeño grupo deconstrucciones enclavadas al pie de unapared de roca, escondidas del resto delmundo.

Conrado pidió a Mehmet que seacercara con él a echar una ojeada másde cerca. Dejaron los caballos y lacarreta al cuidado de los demás yemprendieron la subida por un pequeñorepecho, hasta situarse detrás de una

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enorme piedra, lo bastante cerca paraidentificar a los monjes que entraban ysalían del monasterio.

Mehmet no tardó en reconocer auno de los que le habían vendido lasespadas.

Del resto se encargaría Conrado.Se reunieron con los demás.

Conrado recuperó su montura y sedirigió al monasterio, solo.

Todavía estaba ascendiendo por elsendero excavado en la roca cuandosalieron a su encuentro dos acólitosjóvenes, alertados por los relinchos delcaballo y por el ruido que levantabanlos cascos. Cuando por fin llegó almonasterio, todos los pobladores loesperaban fuera, observándolo con

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curiosidad y en silencio. El abad, unanciano marchito llamado Nicodemo,salió y lo contempló con cautela antesde invitarlo a pasar al interior.

Tomaron asiento en el refectorio,rodeados por media docena de monjes.Conrado, después de aceptar un poco deagua, no malgastó mucho tiempo encharlas ociosas: sólo les dijo su nombre—el auténtico— y que venía deConstantinopla, a pesar de que losmonjes estaban deseosos de tener algunanoticia de la capital.

—No estoy aquí por accidente,hermano —le dijo al abad.

—Oh.—Mi visita se debe a unos objetos

que vendisteis hace no mucho tiempo.

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—¿Que vendimos? ¿Qué hemospodido vender nosotros?

—Unas espadas. —Calló unmomento para observar cada una de lasarrugas que bordeaban los ojos y lascomisuras de los labios del abad, yluego añadió—: Unas espadastemplarias.

Aquella palabra alteróvisiblemente al monje. Conrado no tuvodificultad en advertir los gestos que ledelataron: el parpadeo, los labiosresecos, los dedos nerviosos, loscambios de postura. Los monjes habíanpasado la vida recluidos, apartados detoda relación social. No eran muyversados en el arte del engaño. Así ytodo, no estaba tan claro el motivo de

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que el abad se hubiera turbado tanto.—Sabéis de qué espadas estoy

hablando, ¿verdad?El monje titubeó, y luego contestó

con un tartamudeo:—Sí, lo sé.—Necesito saber cómo llegaron a

vuestro poder.El abad dejó pasar unos segundos

sin decir nada, asimilando aquellapetición, a la defensiva. Entonces curvóla boca en una sonrisa incómoda.

—¿Y por qué razón, si se mepermite preguntarlo?

Conrado mantuvo el semblantesereno y la mirada implacable.

—Porque pertenecían a unoshombres que eran hermanos míos.

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—¿Hermanos?Conrado desenvainó lentamente su

espada y la depositó encima de la mesa,delante del abad. Tocó con el dedo loque estaba grabado en lo alto de la hoja.

El abad se inclinó para verlomejor.

Conrado señalaba la cruzpotenzada.

—Eran caballeros templarios —ledijo—. Como yo.

Al abad se le multiplicaron lasarrugas de la frente.

—¿Cómo fueron a parar a vuestrasmanos? —preguntó Conrado.

—Pues... no estoy seguro. Eran muyantiguas, sabéis. Llevaban una eternidadguardadas en uno de estos cuartos. Pero

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es que con el frío y la sequía ya noteníamos nada que comer. Nos vimos enla necesidad de vender algo. Y, comoveis, aquí no hay mucho más que sepueda vender.

Aquel anciano monje le estabacausando una impresión desagradable.

—¿Y vos no sabéis cómo llegarona este lugar?

El abad negó con la cabeza.—Llevaban aquí mucho tiempo,

muchísimo. Desde antes de estar yo.Conrado asintió y sopesó despacio

la información, dejando claro que no sesentía satisfecho con la respuesta,prolongando de manera consciente laincomodidad de su anfitrión.

—En el monasterio lleváis una

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crónica, ¿no es cierto? —preguntó porfin.

Aquella pregunta pareciósorprender al abad.

—Por supuesto. ¿Por qué?—Quisiera echarle una ojeada.El parpadeo del abad se

intensificó.—Nuestras crónicas son... son

documentos privados. Estoy seguro deque lo comprenderéis.

—Y lo comprendo —repusoConrado sin sonreír—. Pero aun asínecesito verlas. Hubo unos hermanosmíos que desaparecieron. Su rastrotermina aquí, con estas espadas. Envuestro monasterio. Estoy seguro de quelo comprendéis.

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Los ojos del abad iban y venían delrostro de Conrado. No era capaz deaguantar la mirada del caballero.

—Necesito ver lo que está anotadodesde el año de Nuestro Señor de 1203en adelante —agregó Conrado—. Quees la fecha en que desaparecieron. Eimagino que el día en que llegaron a estelugar sus espadas y el resto de sus armassería un acontecimiento que sin dudamereció ser mencionado en vuestroregistro. Y, sin embargo, ¿me estáisdiciendo que ninguna de las personasque se encuentran aquí ha leído dichacrónica? —Recorrió con la mirada lasexpresiones rígidas de los demás monjespresentes; eran en su mayoría jóvenes ydelgados, de rostros flacos y pálidos. Lo

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miraban todos con la boca fuertementecerrada, varios meneando apenas lacabeza—.¿Nadie? —preguntó de nuevo—. ¿Ni siquiera el hermano que escribelas crónicas? ¿Quién es el encargado deesa tarea?

Uno de los presentes vacilólevemente, y a continuación levantó unamano con ademán tímido dando un cortopaso al frente.

Conrado le preguntó:—¿Vos no tenéis noticia de dicho

acontecimiento?El monje sacudió la cabeza.—No.Conrado volvió la atención hacia el

abad.—Por lo visto, nos aguarda un

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breve ejercicio de lectura.El abad hizo una inspiración

profunda y asintió. Ordenó al escribaque llevase a Conrado a ver los libros.

—Enseguida os veré en elscriptorium —le dijo al caballero—.Estáis pálido y cansado, hermanoConrado. Estoy seguro de que no osvendría mal comer algo después de tanlargo viaje.

Conrado fue detrás del escribahasta la espaciosa sala sin ventanas,llena de pupitres y estanterías conlibros, iluminada por decenas de velasen candelabros de gran tamaño. Elmonje fue hasta una estantería del fondo,examinó los lomos de los códicesencuadernados en cuero y extrajo dos

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volúmenes. Los depositó encima de unagran mesa de caballete e invitó aConrado a que los estudiara.

Conrado se sentó a la mesa yempezó a leer las anotaciones de lafecha en cuestión. Sabía que Everardo ysus hombres habían partido de Tortosa acomienzos del verano de aquel año. Aúnestaba escrutando cuidadosamenteaquellas frágiles páginas de vitelacuando reapareció el abad acompañadode su séquito de jóvenes acólitos. Enuna mano traía un plato con un poco dequeso y un pedazo de pan de hogaza; enla otra, sostenía una copa.

Depositó las viandas en un tableroliso que salía de un costado de la mesa.

—No es gran cosa, pero me temo

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que es todo cuanto puedo ofreceros —dijo.

Conrado lo observó. Extrañamente,al abad le temblaban las manos, por loque la copa bailoteó un poco antes deposarse sobre el tablero.

—Es más que suficiente —contestóConrado con una arruga en la frente—.Os estoy muy agradecido, hermano.

Tomó un mendrugo de pan, se lometió en la boca, y a continuaciónlevantó la copa. Estaba llena de unlíquido caliente, amarillo dorado.Conrado se lo acercó y lo olfateó. Elaroma le resultó desconocido.

—Lleva anises —explicó el abad—. Los cultivamos aquí mismo, cuandolo permiten la escarcha y la sequía.

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Conrado se encogió de hombros yse llevó la copa a la boca.

En el momento de tocarla con loslabios, posó la mirada en el abad, y depronto se disparó una alarma en lo másrecóndito de su cerebro. Ocurría algomalo. El anciano mostraba excesivointerés, y los pequeños gestos de antesse habían acentuado.

El cerebro de Conrado establecióla relación con la información que tenía.Y en aquel instante pensó lo impensable.

«No es posible», se dijo. «Nopuede ser que estén ocultando algo así.»

Y, sin embargo, allí estaba. Unaestridente voz de alarma que le gritabaen los oídos. Los años que había pasadolidiando con la traición en Tierra Santa

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habían aguzado sus sentidos y le habíanenseñado que cualquiera podíatraicionarlo a la vuelta de la esquina.Estar viviendo de incógnito en una tierraextranjera había servido para agudizartodavía más su percepción. Y ahora leadvertía de que lo impensable enrealidad explicaba muchas cosas.

Mantuvo la copa suspendida en elaire y, sin beberla, escrutó el semblantedel abad.

La retiró apenas de la boca, muyligeramente.

—Sabéis —dijo—, vos tambiénestáis muy pálido. Tal vez os haga estomás falta que a mí. —Extendió el brazoy le ofreció la copa.

—No, no, yo me encuentro

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perfectamente —replicó el abad altiempo que retrocedía un paso—. Os loruego. Ya comeremos cuando hayafinalizado la jornada.

Conrado no pestañeó. Se inclinóhacia delante y acercó la copa otro pocomás, a la vez que apoyaba la otra mano,muy claramente, en la empuñadura de unpuñal alargado que llevaba al cinto.

—Insisto —dijo.Mantuvo la copa a escasa distancia

del rostro del monje. De pronto,diminutos temblores le agitaron alanciano las comisuras de los labios, lasfosas nasales, los párpados.

—Tomadla —ordenó Conrado.El abad obedeció con mano

temblorosa.

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—Bebed —siseó Conrado.Al monje la mano le temblaba de

manera ostensible, hasta el punto de quecasi derramó la bebida al acercársela ala boca. La copa le llegó a los labios. Elabad la sostuvo allí unos instantes, conun temblor más pronunciado todavía, losojos llenos de miedo y alternando entreConrado y el líquido.

—Bebed, hermano —presionóConrado en tono calmo pero imperativo.

El monje cerró los ojos y parecióque bebía un sorbo, mas se detuvo derepente y desistió. La copa se le cayó delas manos y se hizo añicos contra elsuelo de piedra.

Conrado perforó al monje con lamirada al tiempo que se sacaba el puñal

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del cinto y lo dejaba encima de la mesa.—Ahora, ¿qué tal si me contáis

cómo llegaron las espadas a estemonasterio?

—No nos va a ocurrir nada —ledijo Conrado al mercader al tiempo quele entregaba la bolsa—. Desde aquípodemos arreglarnos solos.

Mehmet echó un vistazo rápido alas piezas de oro que había dentro de labolsa, cerró los cordones y se la guardódebajo del cinturón.

—El camino de vuelta aConstantinopla es largo, y éstas sontierras peligrosas. Hay muchos gazismerodeando por ahí.

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—No nos sucederá nada —repitióel templario—. No vamos a regresar aConstantinopla.

—Oh.Conrado se limitó a hacer un gesto

de asentimiento y le tendió la manodejando claro que no iba a dar muchasmás explicaciones. El orondo mercaderfrunció el ceño, pero luego aceptó sumano y se la estrechó de mala gana.

—Pues buen viaje, entonces —dijoMehmet.

—Lo mismo digo.Se quedó de pie al lado de Héctor

y de Miguel, contemplando cómo semarchaban los turcos. No se hacíailusiones respecto de lo que seguramenteestaba pasándole por la cabeza al

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mercader. Le había pagado una pequeñafortuna para que los guiara hasta aquellugar, y habían traído consigo unacarreta. Una carreta para transportaralgo. Algo que tenía que ser muyvalioso, para merecer aquel riesgo yaquel coste.

Algo que Mehmet, el mercader,codiciaría por instinto.

—Supongo que habrás descubiertoalgo —le dijo Héctor.

—Exacto —repuso Conrado sinapartar la mirada de los seis jineteshasta que desaparecieron montaña abajo—. Exacto —repitió.

El abad Nicodemo, sentado a la

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mesa de trabajo del escriba, sentía cadavez más náuseas con cada frase que ibaescribiendo. El peso de aquella carga lenublaba la mente y convertía laselección de cada palabra en un trabajohercúleo. Aun así, tenía que continuar.No había camino de vuelta.

«Deberíamos haberlo quemado»,pensaba. «Deberíamos haberlo quemadohace mucho tiempo.» Muchas veces a lolargo de los años, se había imaginadohaciéndolo, incluso había estado a puntoen un par de ocasiones. Pero, al igualque sus predecesores, no tuvo valor. Nose atrevió a hacerlo por miedo acometer una transgresión y hacer recaersobre sí una cólera que no era de estemundo.

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Sentía las miradas de sus acólitos,todos presentes, pero no se atrevía alevantar el rostro y mirarlos de frente.De modo que se concentró en laspáginas de vitela y en procurar manejarla pluma con mano firme.

«Le he fallado a mi Iglesia»,escribió. «Le ha fallado a nuestra Iglesiay a Nuestro Señor, y para eso no existeredención posible. Temo que elcaballero Conrado y sus compañerostemplarios hayan sellado nuestrodestino. Ahora viajan por esta tierra endirección a Corycos, para desde allíembarcarse hacia costas desconocidas,llevando consigo la obra del diablo,escrita por su mano con veneno sacadode las profundidades del infierno, una

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obra cuya infausta existencia representauna amenaza para la roca en la queasienta sus cimientos nuestro mundo. Nodeseo implorar perdón ni misericordiapor este fracaso. Lo único que puedoofrecer es este simple acto de liberar anuestro padre celestial de la carga detener que ocuparse de nuestrasmiserables almas.»

Leyó una vez más lo escrito con losojos cansados y acuosos. Cuandoterminó, dejó la pluma a un lado, y sóloentonces se atrevió a levantar la vistahacia los monjes que tenía delante.Todos lo miraban en silencio, con elrostro más flaco y pálido que nunca, loslabios y los dedos temblorosos.

Cada uno tenía enfrente un sencillo

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cuenco de terracota.El abad los recorrió con la mirada

y una expresión desamparada. Acontinuación asintió con la cabezadirigiéndose a todos y se llevó sucuenco a los labios.

Cada uno de ellos hizo lo propio.El abad asintió nuevamente.

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13

Ciudad del VaticanoEn la actualidad

Se hizo un pesado silencio en la

habitación.Tess escrutó las caras que la

rodeaban, intentando calcular si debíacontinuar o no. Al cardenal Brugnone yal prefecto de los archivos, monseñorBescondi, se les notaba particularmenteafectados por lo que acababa de relatar.Era comprensible. Para el clero, la ideade que unos monjes —no monjesguerreros como los templarios, sinohombres buenos y piadosos que se

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habían apartado de la sociedad paradedicar su vida a la oración y el estudio— recurrieran al asesinato, por elmotivo que fuera, resultabainconcebible.

Reilly también se había quedadoperplejo al saber lo que contenía laconfesión del abad.

—¿De manera que el primer grupode templarios poseía algo por lo que losmonjes estaban dispuestos a matar? ¿Yluego, cien años después, llegan otrostres templarios que recogen la pista desus compañeros desaparecidos, sepresentan en el monasterio, recuperan loque les pertenecía y dejan a esos monjestan aterrorizados que se suicidan todos?

—Eso es lo que dice la carta del

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abad —confirmó Tess.—El impostor que vino aquí con el

agente Reilly —inquirió Tilden—,¿quién era?

—No lo sé —contestó Tess—. Ytampoco lo sabía Sharafi. Verá, cuandoSharafi encontró la confesión, tuvo elpálpito de que había tropezado con algoimportante. Y deseó investigarlo unpoco más, pero al mismo tiempo aquellolo turbaba. Y mucho. Acuérdense de queel abad escribió: «La obra del diablo,escrita por su mano con veneno sacadode las profundidades del infierno, unaobra cuya infausta existencia representauna amenaza para la roca en que asientasus cimientos nuestro mundo.» Quizásera algo que nadie debía encontrar. Aun

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así, Sharafi no pudo resistirse, perosabía que tenía que andarse con cuidado.Sabía que una cosa así podía serpeligrosa, y más todavía, tal vez, si caíaen las manos de quien no debía. Así quesacó la carta de los archivos, la robó, yse puso a trabajar en ella en sus ratoslibres, con la esperanza de descubrir loque les había ocurrido a aquellostemplarios y qué fue lo que se llevaronconsigo. Pasaba muchas horas en labiblioteca, buscando más pistas. Elviajero sufí no había escrito nada acercade la confesión que había escondido ensu libro; no dejó nada que indicaradónde la había encontrado ni qué habíahecho con ella después de encontrarla.Sharafi pensaba que debió de quedarse

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tan intrigado como él. Así y todo, ellibro del sufí hablaba de los viajes quehabía hecho por la zona, lo cual yaconstituía un punto de partida, aunqueSharafi sabía que muchos de lostopónimos y referencias del paisaje hancambiado varias veces con el paso delos siglos. De modo que fue a echar unaojeada a la zona por la que anduvo elsufí, el área que rodea el monte Argeo,que ahora se llama de otra forma, yestuvo preguntando a la gente, intentandoencontrar los restos del monasterio.También estuvo indagando en todo elmaterial que encontró sobre lostemplarios. Pero una y otra vez chocabacontra un muro. La zona en la quebuscaba está muy poco habitada, y no

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logró encontrar el monasterio. Claro quetampoco esperaba encontrar nada,después de tanto tiempo. Tampoco hallóninguna mención de Conrado, ni siquieraen los documentos templarios a los quepudo acceder. Estaba a punto deabandonar cuando de pronto, hace un parde meses, se le presentó ese tipo enEstambul, a la puerta de la universidad.Estaba enterado de todo lo que habíadescubierto, y le dijo que quería queencontrase los escritos de los quehablaba el monje. Y le amenazó a él y asu familia.

Tess miró a Reilly. Éste asintiópara mostrarle que contaba con suapoyo. Ella tragó saliva y se pusorígida.

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—Sharafi estaba... aterrado. Esetipo le había enseñado una cabezacortada, la de una mujer a la que habíamatado, una maestra de escuela que erala preferida de su hija. La habíadecapitado... sólo para demostrar queiba en serio.

Tras aquellas palabras, en el airede la habitación quedó flotando unasensación de inquietud.

—¿Cómo supo ese tipo en quéestaba trabajando Sharafi? —preguntóReilly—. Yo le hice esa pregunta en eltaxi, cuando veníamos del aeropuerto,creyendo que era el auténtico Sharafi, yme contestó que él no se lo habíacomentado a nadie.

—También se lo preguntamos

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nosotros —contestó Tess—. Y nos dijoque habría sido por el ayudante deinvestigación que tenía en launiversidad. Era la única persona queestaba enterada, aparte de su mujer. Ycuando se lo planteó al ayudante, éste nolo negó. Le reprochó a Sharafi que nohubiera dado parte de ello, y dijo que sudeber era hacerlo.

—¿Su deber? ¿Y quién era él?—Un alumno licenciado. De Irán.—¿Y el propio asesino? ¿Dijo

Sharafi algo respecto de dónde era?—Dijo que también de Irán.—No creo que estuviera muy

seguro —Reilly notó que se le acelerabael pulso.

Tess hizo memoria.

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—Dijo simplemente que el hombreera de Irán. Y no dio la sensación de quetuviera dudas.

Reilly frunció el entrecejo. Estabaclaro que aquélla no era la respuesta queesperaba..., pero después de todo lo quehabía sucedido, tuvo que aceptarla.Aquello estaba empezando a parecersesospechosamente al trabajo sucio de unorganismo de inteligencia. El organismode inteligencia de un país que no teníafama precisamente de andarse conchiquitas. Lo cual le daba muy malaespina.

—Sea como sea, Sharafi captó elmensaje —prosiguió Tess—.Necesitaba obtener resultados. Y cuandovio que ya no podía avanzar más por sí

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solo, decidió pedir ayuda a un expertoen templarios.

—De modo que se fue a Jordania—añadió Tilden— a consultar a suamigo Simmons.

Tess asintió.—No estaba en buena forma. Al

principio intentó disimularlo, no noscontó la historia completa. Dijoúnicamente que había estado trabajandoen algo para un ensayo que estabaescribiendo, que intentaba hallar la pistade un caballero templario llamadoConrado que apareció en Constantinoplaen 1310.

—Pero yo tenía entendido que atodos los templarios los detuvieron en1307 —terció Reilly.

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—Sí, las órdenes de detención seemitieron en octubre de 1307. Pero unoscuantos consiguieron huir antes de queles echaran la zarpa los senescales delrey Felipe. Por ejemplo, muchostemplarios franceses terminaron enEspaña y en Portugal, donde las órdenesreligiosas locales gozaban más o menosde la protección de los reyes. Y cuandose presentaban los inquisidores del Papabuscándolos, se cambiaban el nombrepara que no los detuvieran. Y enOriente, los templarios ya habíanperdido mucho antes todas las plazasque tenían en Tierra Santa. Acre cayó en1291, ¿no? Pues el último bastión queposeían allí se encontraba en Ruad, unapequeña isla situada frente a la costa de

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Siria. De Ruad los expulsaron en 1303,y los templarios que sobrevivieronterminaron huyendo a Chipre, donde semetieron en problemas por ayudar alhermano del rey a asaltar el poder.Cuando el rey recuperó el trono, mandóejecutar a los cuatro templarioscabecillas ahogándolos, y a los demáslos envió al exilio. Estos exiliados nopodían regresar a su Europa natal, pueslos aguardaba la detención. Sabemosmuy poco de lo que les ocurrió.

—Así que el tal Conrado es,supuestamente, uno de los que escaparon—especuló Reilly.

—Eso era lo que pensaba Jed —repuso Tess—. Consultó los documentosque tenía y halló la mención de un

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caballero llamado Conrado justo antesde que tuvieran lugar las detenciones deChipre. Después de eso, se perdía lapista. No consiguió encontrar nada más,lo cual no es de sorprender. Una vez quefueron desterrados por el rey de Chipre,Conrado y sus compañeros no pudieronregresar a Europa, donde los esperabanlos inquisidores para echárseles encima.Jed pensaba que lo más probable eraque hubieran vivido de incógnito enciudades grandes, como Antioquía yConstantinopla. Y eso fue todo. Yentonces apareció Sharafi y nos dijo loque estaba ocurriendo. Y Jed, en fin,llegó a la conclusión de que tenía quehacer todo lo que estuviera en su manopara ayudarlo. Y yo también. Aquello no

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era simplemente una investigaciónacadémica trivial, estaba claro que elindividuo que lo había amenazado noiba a aceptar un fracaso. Sharafi estabamuerto de miedo de que fuera a hacerlealgo a su mujer o a su hija parapresionarlo aún más. Teníamos quehacer algo. Y cuando Jed ya no pudoavanzar en su investigación, nos hablódel Registro. Lo conocía, sabía queexistía y que estaba guardado en lasentrañas del Vaticano..., pero tambiénsabía que no estaba permitido verlo.

Tess calló un momento con laesperanza de que alguien recogiera lapelota.

La recogió Reilly. Se volvió haciaBrugnone y le preguntó:

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—¿Eso es verdad?Brugnone, sin abandonar su ceño

fruncido, se encogió de hombros yasintió.

—Sí.—¿Y por qué? —presionó Reilly.Brugnone miró de reojo a Tess y

después volvió a centrar la atención enReilly.

—Nuestros archivos guardandocumentos muy sensibles. Hay muchascosas que podrían malinterpretarsefácilmente y distorsionarse en manos depersonas maliciosas poco honradas. Yprocuramos poner un límite a eso.

—¿Y el tal Registro?Brugnone hizo un gesto con la

cabeza en dirección a Bescondi, el cual

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intervino para decir:—Se trata de una recopilación

completa de la detención de lostemplarios y la disolución de la orden.En ella se da cuenta de todo lo quedescubrieron los inquisidores, de todaslas personas con las que hablaron.Figuran los nombres de los miembros dela orden, desde el Gran Maestre hasta elmás humilde de los escuderos, lo que lessucedió, dónde acabaron, quién dijoqué, quién vivió y quién murió... Laspropiedades de la orden, las fortalezasque tenía por toda Europa y en elLevante, las cabezas de ganado, loslibros de sus bibliotecas... Todo.

Reilly reflexionó un instante.—De manera que Simmons estaba

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en lo cierto. Sabía que si existía algúnrastro de lo que le había ocurrido aConrado, constaría en ese libro.

—Sí —ratificó Bescondi.Reilly advirtió que el archivero

miraba fijamente al cardenal. Ambosintercambiaron un diálogo en silencio, ydespués el cardenal respondió con ungesto de asentimiento casiimperceptible. El archivero contestó conotro gesto idéntico.

Reilly volvió a centrar la atenciónen Tess.

—Y... entonces fue cuando mellamaste a mí.

Tess sacudió la cabeza con gestocontrito.

—Lo siento. Es que... pensé que tú

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eras la única persona que conocía yoque sería capaz de hacer entrar a Sharafipara que echara un vistazo. Nada más.Así y todo, estuve pensándolo muchoantes de pedirte una cosa así. Sobre todoteniendo en cuenta lo que habíamos... —Dejó la frase sin terminar y posó lamirada en Reilly durante largossegundos. No hacía falta que los demásse enterasen de sus problemas—.Primero lo consulté con Jed. No estabasegura, todavía no lo había decidido..., yde repente se presentó ese tipo en laoficina de Jed con una pistola en lamano, nos subió a una camioneta y nosllevó a un sitio oscuro, no sé cuál. Nosmetió a los dos en un cuarto que debíade ser un sótano o algo así y nos puso

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unas esposas de plástico en las muñecasy en los tobillos. Vimos que Sharafi yaestaba allí dentro, esposado comonosotros. Y entonces me vinieron a lamemoria todas esas imágenes horriblesde la maestra decapitada, y de losrehenes de Beirut y de Iraq. —Tessempezó a sentir frío. Aquellaconversación estaba haciéndola revivirla pesadilla. Miró a Reilly y le dijo—.Él me obligó a llamarte.

—¿Cómo estaba enterado él detodo aquello? —inquirió Reilly—. ¿Locomentaste con alguien más?

—No, por supuesto que no. A lomejor estuvo escuchando cuandohablamos Jed y yo, a lo mejor teníapuesto un micrófono en la oficina de

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Jed, no sé.Reilly caviló durante unos

instantes.—Ese individuo, quienquiera que

sea, y para quienquiera que trabaje, y enese sentido me parece que tenemosvarias ideas que sopesar, cuenta conrecursos importantes. Se presenta enEstambul y no se le ocurre otra cosa queasesinar a una mujer para motivar aSharafi. Luego lo sigue como si fuera susombra en Jordania y consigue enterarsede algo que habéis hablado Simmons ytú en la intimidad. Os saca a los tres deJordania y consigue llevaros, por lomenos a dos, si no a los tres, nadamenos que hasta Roma, sin que nadie sedé cuenta. Y después tiene cojones para

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ir a recogerme a mí al aeropuerto yconseguir que me trague el cuento y quelo traiga aquí para recuperar eseRegistro, pero no sin antes preparar unpar de coches bomba que le sirvan paradespistar a la policía, por si losnecesita. —Meneó la cabeza y dejóescapar un fuerte suspiro—. Ese tipotiene acceso a la inteligencia quenecesita, posee recursos que le permitenviajar por donde se le antoje, puedeconseguir explosivos, detonadores,coches y Dios sabe qué más. Y conservauna sangre fría estando bajo presión queno he visto en nadie. —Miró a sualrededor para recalcar lo que pretendíadecir—. Este tipo no es un aficionado,este tipo sabe lo que hace. Y también

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vamos a necesitar nosotros recursosimportantes para tener siquiera algunaoportunidad de agarrarlo.

Delpiero, el policía del Vaticano,reaccionó indignado:

—Oh, tenemos la intención dehacer todo lo que podamos para llevar aese hombre ante la justicia —confirmóen tono de burla—. Pero, por esomismo, en mi opinión usted tiene muchoque contestar al respecto. Por lo visto,se le olvida que usted ha sido cómplicesuyo en este delito.

—No se me ha olvidado enabsoluto —replicó Reilly—. Yo soy elprimero en querer agarrar a ese tipo.

—Quizá no me esté explicando conclaridad —dijo el inspector—. Vamos a

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presentar cargos contra usted. Fue ustedel que trajo a ese individuo al Vaticano.Si no hubiera sido por usted, no habríalogrado entrar en los archivos, no habríatenido necesidad de detonar ningunabomba, y...

—¿Eso es lo que cree usted? —contraatacó Reilly—. ¿Cree que habríadado el día por finalizado y se habríamarchado a su casita? ¿Me toma portonto? Ya ha visto cómo opera. Si yo nolo hubiera traído aquí, él se habríabuscado otra manera de entrar. No sé, alo mejor hubiera buscado el modo deconvencer a monseñor Bescondi. Talvez decapitando a otra persona, paracerciorarse de que lo tomaran en serio.

—Usted drogó a monseñor —rugió

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Delpiero—. Ayudó a ese terrorista aescapar.

—Eso fue antes de que supiera queera un maldito terrorista o que teníasiquiera una bomba —protestó Reilly—.Hice lo que tenía que hacer paraconseguir ese maldito libro y salvar alos rehenes. ¿Qué hubiera hecho usted siyo le hubiera dicho que ese tipo queríaexaminar el Registro templario? ¿Lehabría dejado entrar como si tal cosa yle habría permitido verlo? ¿O habríaquerido saber exactamente quién era ypara qué necesitaba verlo?

Delpiero titubeó buscando unarespuesta, y a continuación miró aBescondi y a Brugnone. El archivero yel cardenal estaban igual de perplejos

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por la pregunta.—¿Y bien? —insistió Reilly en

tono agresivo.El gesto de encogerse de hombros

que hicieron los tres le dio la respuesta.Se pasó las manos por la cara y

procuró contener la furia.—Oigan —propuso en tono más

calmado, pero resuelto—, es posibleque ustedes piensen que estoyequivocado, que debería haber actuadode otra manera, y puede que tenganrazón. Pero en ese momento no vininguna otra alternativa. Estoy dispuestoa hacer frente a las consecuencias demis actos, del todo. Pueden hacerconmigo lo que quieran..., pero cuandoesto haya terminado. Cuando ese tipo ya

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esté bajo custodia o en el depósito decadáveres. Pero hasta entonces, necesitoformar parte de esto, necesito ayudar acapturarlo.

Delpiero le sostuvo la mirada sinpestañear.

—Muy admirable por su parte,agente Reilly. Pero hemos consultado eltema con sus superiores, y coinciden connosotros.

Reilly siguió la mirada delinspector, que se dirigió a Tilden, quienle respondió con un encogimiento dehombros como diciendo: «¿Quédemonios te esperabas?»

—No estabas aquí en una misiónencargada por el FBI; peor todavía: nonos informaste de lo que te proponías

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hacer en realidad. Eso no ha caído muybien entre las altas esferas, allá en casa.A no ser que me falte enterarme de algo,diría que deberías considerartesuspendido —le dijo el agregado—, y ala espera de la investigación que llevena cabo el Vaticano y las autoridadesitalianas.

—No puedes dejarme fuera de esto—protestó Reilly—. Ya me ha metidoese tipo. Necesito continuar. —Miró alos presentes y reparó en que Brugnonelo estaba mirando fijamente.

Tilden abrió las manos en un gestode resignación e impotencia.

—Lo siento, pero así son las cosaspor el momento.

Reilly se levantó de golpe del

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asiento.—¡Esto es demencial! —bramó

agitando las manos—. Tenemos quemovernos deprisa. Tenemos una escenadel crimen que analizar, una bomba sinexplotar que inspeccionar. Tenemoshuellas dactilares en los coches y en losarchivos, y cintas de vídeo de lascámaras de seguridad. Necesitamosemitir una orden de búsqueda dirigida atodos los puertos de entrada, dar aviso ala Interpol. —Se concentró en Delpiero—. No tire piedras a su tejado. Ya séque está furioso. Yo también, peropuedo serle de ayuda, y estoy aquí.Tiene a su disposición los recursos delFBI, y no puede permitirse el lujo deesperar hasta que los de arriba decidan

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a quién enviar y lo hagan llegar aquí.Para entornes, ese tipo puede que ya sehaya largado.

Delpiero no pareció conmovidopor el alegato de Reilly. Sin embargo,tres sillas más allá, Brugnone se aclaróla voz para captar la atención de todos yse puso en pie.

—Sugiero que no nos precipitemos.—Dirigió una mirada a Reilly y le dijo—: Agente Reilly, hágame el favor deacompañarme a mis dependencias.

Delpiero se levantó al instante.—Eminenza vostra..., le pido

perdón, pero... ¿Qué pretende hacer?Este hombre ha de ser puesto bajoarresto.

Brugnone lo apaciguó con un

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lánguido gesto de la mano que, aunquediscreto, transmitía una gran autoridad.

—Predersela con calma.—«Cálmese.»

Aquello bastó para que Delpiero sequedase quieto en el sitio.

Reilly se levantó, miró inseguro aTilden y a Delpiero y fue detrás delcardenal.

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Reilly acompañó al cardenal yjuntos atravesaron el jardín de la piazzaSanta Marta. Ya eran más de las docedel mediodía, y hacía calor. Cincuentametros a la izquierda se alzaba lafachada posterior de la catedral de SanPedro. Sólo quedaban unas volutas de lanube de humo negro provocada por laexplosión del coche bomba, pero laplaza, que en aquella época del añobullía de automóviles, autocares yturistas, estaba desierta. Aunque lasegunda bomba había sido desactivada yretirada, el Vaticano parecía una ciudadfantasma, y al verlo así Reilly se sintió

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aún peor de lo que se había sentido en eldespacho del inspector.

El cardenal caminaba en silencio,con las manos en la espalda. Sinvolverse para mirar a Reilly, lepreguntó:

—Desde la última vez que estuvousted por aquí, no habíamos tenido laoportunidad de hablar... ¿cuánto tiempoha pasado, tres años?

—Exacto —confirmó Reilly.Brugnone asintió, sumido en sus

pensamientos. Al cabo de un momentopreguntó:

—Tampoco en esa ocasión leresultó agradable a usted, ¿verdad? Laspreguntas que tenía, las respuestas quele dieron... y después de todo aquello, se

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vio arrastrado a aquella tormentacatastrófica...

A Reilly le vinieron a la memorialos recuerdos de aquel episodio. Aunquehabían pasado tres años, todavía notabael sabor del agua salada en la garganta yel frío intenso de las largas horas quehabía pasado medio muerto en el mar,flotando en una improvisada balsa amuchas millas de la costa, frente a unaminúscula isla griega. Pero lo que másfrío le causó fue recordar lo que le dijoel cardenal en aquel entonces: «Me temoque la verdad es la que usted teme quesea.» Eso le recordó que no habíaobtenido una respuesta que zanjaradefinitivamente su pregunta. Se acordóde cuando estaba en aquel acantilado

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con Tess, contemplando con impotenciacómo salían volando aquellospergaminos para perderse en el fuerteoleaje y le robaban la posibilidad desaber si eran auténticos o tan sólo unabuena falsificación.

—Lo de hoy tampoco ha sido llegary besar el santo —replicó Reilly.

El cardenal no lo entendió.—¿Qué santo?—Quiero decir que no ha resultado

precisamente fácil —aclaró Reilly—.No sé por qué, pero en todas mis visitassurgen problemas.

Brugnone se encogió de hombros ydesechó aquel comentario con un gestode su manaza.

—Este lugar es la sede de un gran

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poder, agente Reilly. Y donde haypoder, seguro que hay conflicto.

Cruzaron la calle y entraron en lasacristía, un edificio de tres plantasadosado al costado sur de la catedral.Una vez dentro, doblaron a la izquierdapara atravesar las suntuosas salas delMuseo del Tesoro. A cada paso quedaban, Reilly se sentía más apabulladopor tanto mármol y por los bustos debronce de antiguos papas. Hasta elúltimo rincón de aquel lugar hundía susraíces en la historia, en los cimientosmismos de la civilización occidental,una historia que él ahora comprendíamejor.

El cardenal le preguntó:—Cuando nos conocimos, era usted

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una persona bastante devota. ¿Sigueasistiendo a misa?

—La verdad es que no. Losdomingos por la mañana, cuando puedo,ayudo al padre Bragg con los partidosde béisbol para niños, pero nada más.

—¿Y por qué, si permite que se lopregunte?

Reilly sopesó lo que iba a decir. Laaventura a la que habían sobrevividoTess y él tres años antes, más losinquietantes descubrimientos que trajoaparejados, le habían dejado huella,pero aún estimaba a Brugnone y noquería faltarle al respeto.

—Desde que nos conocimos heleído mucho... He reflexionado bastantey... Supongo que ya no me siento tan

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cómodo como antes con la idea de lareligión institucionalizada.

Brugnone reflexionó profundamentesobre aquella respuesta, sus ojosentrecerrados adoptaron una expresiónensimismada. Ninguno de los dos hablóhasta que llegaron al final de aquellagalería adornada con frescos y entraronen el transepto sur de la catedral. Reillyno había estado nunca en el interior dela grandiosa iglesia, y el panorama quevio lo dejó boquiabierto. Sin dudaalguna era la obra de arquitectura mássublime del planeta, todos sus detallesdeslumbraban los ojos y elevaban elalma. A su izquierda alcanzó a ver elaltar papal cubierto por un prodigiosobaldaquino esculpido por Bernini,

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formado por cuatro columnassalomónicas y un exquisito techo, queresultaba empequeñecido por lagigantesca cúpula que se alzaba encimade él. A su derecha logró vislumbrar lalejana entrada de la basílica, situada alfondo de la nave. Por las ventanas delalto claristorio se filtraban haces de luzque bañaban la catedral con unresplandor etéreo y lograron reavivar enReilly una llama que en aquellos últimosaños había estado apagada.

Brugnone pareció darse cuenta delefecto que causaba todo aquello enReilly, y se detuvo unos instantes en elpunto donde se cruzaban los brazos deltransepto para darle tiempo desaborearlo.

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—Nunca ha tenido tiempo paravisitar debidamente la basílica, ¿cierto?

—Cierto —contestó Reilly—, ytampoco voy a tenerlo esta vez. —Callóun momento y luego preguntó—: Hayalgo que necesito saber, eminencia.

Brugnone no se inmutó.—Quiere saber qué hay dentro de

esos archivos.—Sí. ¿Sabe usted qué es lo que

persigue ese hombre?—No estoy seguro —respondió el

cardenal—. Pero si es lo que imagino...nos perjudicaría aún más de lo queandaba buscando aquel tal Vance. —Hizo una mínima pausa y añadió—:Pero después de lo que ha hecho hoy...¿Qué más da?

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Reilly se encogió de hombros. A sueminencia no le faltaba razón.

—Así es. Pero nos vendría biensaberlo. Necesitamos atraparlo.

Brugnone afirmó con la cabeza.Estaba claro que tomaba notamentalmente de la petición de Reilly. Lomiró fijamente unos instantes y le dijo:

—He prestado atención a lo que hadicho antes. Y aunque no perdono lo quehizo ni coincido con su decisión deexcluirnos de sus deliberaciones, medoy cuenta de que se encontraba en unaposición difícil. Y lo cierto es queestamos en deuda con usted. Hace tresaños nos prestó un servicio muyimportante, que le costó mucho asimilar,estoy seguro. Pero, a pesar de sus dudas,

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ha seguido siendo fiel a sus principios yha puesto su vida a nuestra disposición,y eso no lo habría hecho cualquiera.

Reilly sintió una punzada deculpabilidad. Lo que estaba diciendoBrugnone era cierto en parte, pero esque el cardenal no sabía toda la verdad.Tres años atrás, cuando volvió deGrecia con Tess, ambos acordaroncontar una versión ligeramente reducidade lo que había sucedido en realidad.Mintieron. Les dijeron a la policía, alFBI y al representante del FBI en NuevaYork que la tormenta había acabado conla vida de todos los implicados, exceptocon ellos dos, claro está, y que no seencontraron los restos del naufragio delFalcon Temple . Prometieron no hablar

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de lo que les ocurrió tras la incursión enel Museo Metropolitano, cuando cuatrojinetes vestidos de caballerostemplarios irrumpieron en la gran galadel Vaticano y arrasaron con todo paradespués marcharse, llevándose consigoun antiguo decodificador templario. Allíacabó la historia. Que el Vaticanosupiera, Reilly había luchadovalientemente hasta el final por defendersu causa... Lo que tampoco era cierto deltodo. Y no le ayudaba precisamente elhecho de que ahora el cardenal y élestuvieran junto al Altar de la Mentira,un monumental mosaico de Adami querepresentaba lo que, según reconocióReilly, era el castigo de una pareja quele mintió a San Pedro al decirle cuánto

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dinero habían cobrado por un terreno yambos cayeron muertos al instante porengañarlo.

—En aquella ocasiónnecesitábamos de su ayuda, y a pesar detodo usted accedió a ayudarnos —ledijo el cardenal—. Lo que necesitosaber es cómo se siente ahora. ¿Hacambiado algo? ¿Aún está dispuesto aluchar por nosotros?

Reilly percibió que se abría unarendija. Pero no por ello modificó larespuesta:

—Mi trabajo consiste en que losindividuos como ése no vuelvan a tenerocasión de dañar a otras personas. Apersonas inocentes, como las que hanmuerto hoy fuera de estos muros. En

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realidad no me importa lo que hay enesos archivos, eminencia. Lo único quequiero es encerrar a ese tipo de por vidao meterlo dos metros bajo tierra, si es loque prefiere.

Brugnone le sostuvo la mirada unosinstantes; después, sus deliberacionesinternas parecieron llegar a un veredictoporque asintió para sí, muy despacio.

—Bien, agente Reilly..., por lovisto vamos a tener que darle permisopara que continúe con este asunto.

Después de todo lo que habíasucedido, y todavía con las emociones aflor de piel, Reilly no estuvo muy segurode haber oído bien.

—¿Qué está diciendo? Creía queestaba detenido.

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Brugnone desechó aquelcomentario con un gesto.

—Lo que ha sucedido esta mañanaempezó aquí, dentro de la Ciudad delVaticano. Nos corresponde a nosotrosdecidir la forma de tratarlo..., y comousted sabe, también gozamos de ciertainfluencia sobre lo que ocurre fuera deestos muros.

—¿Esa influencia llega hastaFederal Plaza? Porque creo que el FBIquiere retirarme la placa.

Brugnone le respondió con unasonrisa cómplice.

—En este asunto, no creo que hayamuchos sectores que queden fuera denuestra esfera de influencia. —Acontinuación empleó un tono más firme

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—: Deseo que forme usted parte de estainvestigación, agente Reilly. Quiero queencuentre a ese hombre y ponga fin aesta barbarie. Pero también necesitosaber que va a velar por nuestrosintereses, que si llega a encontrar lo queél está buscando, me lo traerá primero amí dejando a un lado todas las demásconsideraciones... e influencias. —Estaúltima palabra la pronunció con unénfasis especial.

Reilly notó la pulla.—¿Qué quiere decir?—Que es posible que algunos de

sus socios o amigos tengan otras ideasrespecto de lo que se debería hacer conun hallazgo de proporciones históricas.—De nuevo pronunció una palabra con

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un tono especial: «amigos».Reilly creyó entender.—¿Está usted preocupado por

Tess?Brugnone se encogió de hombros.—Cualquier persona sería

preocupante en una situación como ésta.Por eso necesito saber que usted va atomarse muy en serio los intereses de laIglesia, por encima de todos los demás.¿Me da usted su palabra, agente Reilly?

Reilly ponderó lo que le decía elcardenal. Por un lado, tenía la sensaciónde que le estaban haciendo chantaje. Porel otro, tampoco se le pedía que hicieraalgo que no hubiera hecho ya. Además,en ese momento su prioridad eracapturar al terrorista culpable de aquella

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carnicería. Lo que hubiera dentro de losarchivos tenía una importanciasecundaria. Muy secundaria.

—Le doy mi palabra.Brugnone respondió con una breve

inclinación de cabeza.—Pues en ese caso tiene que

ponerse a trabajar. Ya me encargo yo dehablar con la Polizia y con sussuperiores. Puede usted empezar.

—Gracias. —Reilly le tendió lamano, sin saber muy bien si resultabaapropiado terminar con un apretón demanos.

Brugnone le envolvió la mano conlas suyas.

—Encuéntrelo. Y deténgalo.—No va a ser fácil. Ya ha

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conseguido lo que había venido abuscar, y teniendo ese Registro en supoder nos lleva buena ventaja. Sicontiene alguna información relativa a loque le ocurrió a Conrado, ahí es dondeencontraremos a nuestro terrorista. Peroél tiene el libro, y nosotros no.

Brugnone esbozó una sonrisamisteriosa.

—Yo no diría tanto. —Dejó quecalaran aquellas palabras yseguidamente añadió—: Verá, hacetiempo que nos hemos dado cuenta deque el archivo se ha vuelto demasiadoextenso para administrarlo empleandométodos tradicionales. Tenemos más deochenta y cinco kilómetros deestanterías, todas rebosantes de

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materiales. De modo que, hará unosocho años, iniciamos un proyecto dearchivo electrónico. Ya casi hemosescaneado la colección completa.

A Reilly se le iluminó ligeramentela cara. Ya sabía lo que le iba acontestar Brugnone, pero dijo:

—Espero que no lo estén haciendopor orden alfabético.

—Lo estamos haciendo por ordende importancia —replicó el cardenalcon una sonrisa de complicidad—. Y lostemplarios, sobre todo después de loque ocurrió hace tres años, son bastanteimportantes, ¿no cree?

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15

El resto de la tarde fue una manchaborrosa, ruidosa y caótica.

Reilly y Tess lo pasaron en lasoficinas de la Gendarmería, donde sehabía instalado un puesto de mandoprovisional. La frenética actividad nocedía ni un segundo mientras Tessprestaba una declaración completa de loque le había ocurrido, y Reilly seencargaba de que la policía local noperdiera la menor pista que pudieraservir para atrapar al secuestrador.

Para alivio de Reilly, se mostraroncolaboradores. Emitieron una orden debúsqueda de alta prioridad que fue

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enviada a los organismos de seguridadde todo el país y se transmitieronalarmas a los principales puertos deentrada. La Interpol iba a encargarse deque el aviso se enviara a los paísesvecinos. En cambio, la información conque se contaba era limitada. Elterrorista, que se suponía era un iraníque estaba utilizando un pasaporte falsode algún otro país, se las habíaarreglado para no mirar directamente alas cámaras de seguridad que había en elVaticano. Las únicas imágenes que sehabía podido obtener de él hasta elmomento eran parciales y poco nítidas.Se habían enviado equipos de la policíacientífica para que intentasen recuperarlas huellas dactilares que pudiera haber

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en el archivo, en el BMW y en elmaltrecho papamóvil, con la esperanzade que ayudaran a identificarlo, mientrasque sus colegas de los laboratorios de labrigada antiterrorismo examinaban labomba desactivada en busca de algúnindicio de su procedencia.

También incluyeron en la alerta aSimmons, por si acaso, al igual que Tessy que Sharafi, el terrorista lo hubieratraído a Roma. Se envió a la embajadauna petición urgente de informaciónrelativa a su pasaporte; entretanto, Tessayudó a los detectives a buscar fotos deél en Internet.

Reilly se puso en contacto con elagregado jurídico del FBI destacado enEstambul para decirle que era necesario

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localizar a la esposa y la hija de Sharafie informarlas de lo sucedido. Tambiénle pidió que ordenase a la policía turcaque buscara al ayudante de investigaciónde Sharafi, el que se había ido de lalengua, aunque en realidad no abrigabademasiadas esperanzas de que dierancon él.

Mientras sucedía todo esto,Bescondi encargaba a todos losespecialistas en los archivos quebuscaran en el escaneado del Registrocualquier referencia sobre un caballerotemplario llamado Conrado.

Reilly trató de no hacer caso de laevidente irritación que sentían Delpieroy los detectives de la Polizia por verloallí todo el tiempo. La intercesión de

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Brugnone a su favor no había sentado loque se dice muy bien; los policías nohacían el menor esfuerzo por disimularlo que pensaban: que Reilly deberíaestar detrás de unos barrotes en lugar detrabajar con ellos. Tuvo un par de tensosenfrentamientos con algunos, pero secontuvo y evitó hacer más desagradablela situación. Procuró permanecer delantede ellos lo menos posible, y pasó lamayor parte de la tarde quemando laslíneas telefónicas y aguantando lasbroncas que le echó su jefe por actuarpor su cuenta. Después informó a losdiversos jefes de Federal Plaza, Langleyy Fort Meade de una multiconferenciaque tendría lugar una vez que todos sepusieran en marcha.

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Cuando comenzó a hacerse denoche ya no quedaba mucho más quepudieran hacer. Las alertas se habíanenviado, los investigadores estabanexaminando datos y vídeos de lascámaras de seguridad, los técnicos dellaboratorio trabajaban como descosidosen sus puestos de alta tecnología y losespecialistas escrutaban atentamente lostextos medievales. Ahora tocabaesperar.

Tilden dejó a Reilly y a Tess en elSofitel, un discreto hotel de tamañomediano que utilizaba frecuentemente laembajada para sus visitas. Seregistraron con nombres falsos y lesdieron dos habitaciones de la últimaplanta, comunicadas entre sí. A la puerta

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del hotel se apostaron dos policíasvestidos de paisano, dentro de un Lanciasin distintivos aparcado en ViaLombardia. Era una calle tranquila y desentido único, lo cual facilitaba la tareade vigilancia.

Las habitaciones eran espaciosas ygozaban de una estupenda vista de losjardines de la Villa Borghese y de lascúpulas de la iglesia de San Carlo alCorso y, más hacia el oeste, San Pedro.Era un panorama maravilloso acualquier hora, y más aún con aquelcielo encendido por la puesta de sol,pero Tess sólo consiguió disfrutarlo tressegundos, porque enseguida se apartó dela ventana y se dejó caer en la mullidacama tamaño gigante. Para sus músculos

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doloridos y su mente agotada, aquellofue el paraíso.

Estiró los brazos y dejó que lacabeza se le hundiera un poco más en lasalmohadas de pluma.

—¿Cuál es el hotel ese que estásiempre presumiendo de las camas tanmaravillosas que tiene?

Reilly apareció en la puerta quecomunicaba las dos habitacionessecándose la cara con una toalla.

—El Westin.—Ya. Bueno, pues éste no tiene

nada que envidiarle. —Se dejó hundirmás todavía, con los brazos extendidoshacia los bordes de la cama, y cerró losojos con placer.

Reilly fue hasta el minibar y miró

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qué había dentro.—¿Quieres algo de beber?Tess no levantó la mirada.—Vale.—¿Qué te apetece?—Sorpréndeme.Oyó el ruido placentero de una

botella al abrirse (no sabía por qué,pero en Europa no parecían muyhabituales los tapones de rosca) y luegootra. Acto seguido se hundió ligeramenteel colchón, cuando Reilly se sentó en elborde de la cama.

Tess se incorporó apoyándose enlas almohadas y aceptó la botella decerveza Peroni fría que le ofrecióReilly.

—Bienvenida a Roma —dijo

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Reilly al tiempo que chocaba su botellacontra la de ella con una expresión tristey cansada.

—Bienvenido a Roma —repitióella con el semblante nublado por eldesconcierto. Todavía no entendía muybien cómo había sucedido todo aquello.Aunque habían pasado el día entero enlas oficinas de la Gendarmería, aún leresultaba surrealista encontrarse allí. EnRoma. En la habitación de un hotel. ConReilly a su lado.

Bebió despacio, con gransatisfacción, sintiendo cómo le bajabapor la garganta aquella cerveza fríaantes de depositarse en su estómago conun agradable hormigueo, y estudió elsemblante de Reilly. Lucía un par de

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hematomas pequeños, uno en la mejillaizquierda y otro encima de la cejaderecha, más pronunciado y magullado.Se acordó de los muchos hematomas quetenía en la cara cuando lo conoció. Perodespués de aquello, una vez queregresaron a Estados Unidos, una vezque empezaron a salir juntos y una vezque, al poco tiempo, él se fue a vivir acasa de ella, los hematomasdesaparecieron... Si bien fueronreemplazados por un dolor de otro tipo.Se dio cuenta de que había echado demenos ver a Reilly como el superagentesalvador cubierto de heridas, todointensidad y urgencia, y ese pensamientole resultó incómodo.

—De modo que aquí estamos otra

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vez —comentó ella.—Pues sí. —Su mirada tenía una

expresión distante, cansada, como si éltampoco se hubiera hecho todavía a laidea de estar allí.

—¿Me has echado de menos? —preguntó Tess sin poder contenerse, conuna sonrisa traviesa.

Vio que Reilly le recorría la caracon la mirada... Oh, Dios, cuánto habíaechado de menos aquella mirada, yseguidamente dejaba escapar una risaligera, desenfadada, para después beberotro trago largo de cerveza.

—¿Qué? —presionó ella.—Oye, no fui yo el que salió

huyendo a la carrera por medio mundo.Tess advirtió, profundamente

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aliviada, que el tono no conteníaresentimiento alguno.

—Eso no es obstáculo para que mehayas echado de menos —lo aguijoneó.

Reilly rio y sacudió la cabeza en ungesto de incredulidad.

—Eres increíble, ¿sabes?—¿Eso es un sí? —Le obsequió

con una sonrisa amplia que actuó comoun potente rayo abductor. Sabía que lasdefensas de él no iban a aguantar muchomás.

Reilly le sostuvo la mirada unosinstantes y dijo:

—Pues claro que te he echado demenos.

Tess alzó las cejas en un gesto desorpresa fingida.

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—Pues entonces, ¿por qué no dejasde mirarme así y...?

No tuvo la oportunidad de terminarla frase. Reilly ya se había lanzadosobre ella, le había tomado la cabezaentre las manos y la estaba besando conun ansia urgente, primaria. Las botellasde cerveza semivacías rodaron de lacama y cayeron a la moquetaproduciendo un ruido sordo, mientrasellos se entrelazaban y se palpaban conmanos frenéticas bajo la ropa buscandouna piel que ya conocían.

—Estoy hecha una guarra —lesusurró Tess cuando él le arrancó lablusa y comenzó a devorarla endirección al vientre.

Reilly no se detuvo.

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—Ya lo sé. Y me gusta —dijoentre bocados ávidos y húmedos.

Tess, entre gemidos de placer, dejóescapar una risa distraída, maliciosa.

—No, quiero decir que estoy hechauna guarra, de suciedad.

Reilly persistió.—Ya te digo que eso forma parte

del atractivo.Tess le tomó la cabeza entre las

manos, cerró los ojos y arqueó laespalda al tiempo que hundía la cabezaentre dos almohadas.

—Quiero decir que necesito unaducha, tonto.

—Los dos la necesitamos —murmuró sin detenerse—. Luego.

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16

Luego terminó siendo al cabo dedos horas. Llevaban cuatro meses sinverse. De hecho, no sabían cuándo ibana verse otra vez, si es que se veían, dadoque no se habían despedido de unamanera precisamente amistosa. Yaunque el hecho de pasar un par dehoras perdidos el uno en el otro yolvidados del mundo no iba acompensar aquellos cuatro meses dedeseo reprimido ni las experienciascercanas a la muerte que acababan devivir, para empezar no estaba mal.

Después de pasarse un buen ratojuntos en la ducha de mármol, volvieron

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a la cama, esta vez envueltos en gruesosalbornoces, y se dedicaron a dar buenacuenta del risotto parmigiano y losscaloppine al limone que les subió elservicio de habitaciones.

Reilly contempló cómo comíaTess. A pesar de lo demencial quehabían sido las pasadas veinticuatrohoras, le resultaba natural estar con ella.Otra vez. Estar con ella hacía que todovolviera a cobrar vida, todo lo quehabía echado en falta mientras no latuvo. Aquellos ojos verde esmeraldaque brillaban tanto de inteligencia comode malicia; aquellos labiosexquisitamente formados y aquellosdientes perfectos, conspiradores de unasonrisa luminosa; aquellos rebeldes

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rizos rubios que enmarcaban el conjuntoy contribuían a la actitud indómita queirradiaba. La risa. El humor. Lavitalidad y la energía. La magia con queinundaba cualquier habitación nada másentrar. Al contemplarla ahora,engullendo la comida con el placer dequien se come la vida a bocados, lecostaba creer que la hubiera dejado salirde su mundo. Y, sin embargo, lo habíahecho, aunque ahora las razones de laruptura parecían, si no triviales, desdeluego mal llevadas. Claro que era muyfácil decirlo a toro pasado.

Debería haber dicho algo en aquelentonces, haber interrumpido aquellaerosión lenta, las frustraciones, lasensación de no encajar bien. Pero no

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hubo una solución fácil. Ya habían dadoel salto de iniciar una vida juntos. Tesstenía una hija, Kim, de su exmarido, y unjuicio pendiente por acoso sexual contraun presentador de informativos que sehabía trasladado a la costa Oeste.Reilly, por su parte, no se había casadonunca ni tenía hijos. Lo cual supuso unproblema cuando entró en acción elcarácter caprichoso de la reproducciónhumana. Reilly no quería sersimplemente un padrastro de Kim,quería ser padre por sí mismo, yaquello, tal como ocurría cada vez máscon las mujeres de treinta y tantos, noresultó ser tan fácil. El regalo de la vidaestaba demostrando ser de lo másesquivo. Las pruebas que se hicieron

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demostraron que el problema no estabaen él, que seguramente la culpa habíaque achacársela a los años que llevabaTess tomando la píldora. De modo que,cuando el anhelo primitivo que invadía aReilly también invadió a Tess, comenzóa crecer un sentimiento de melancolía,agravada por los tratamientos defertilización in vitro, y el vínculo quelos unía empezó a perder fuerza. Cadanuevo intento fallido era como pasar porun divorcio. Al final, Tess sintió lanecesidad de escapar. La angustiamental y la sensación de estar fallando aReilly eran demasiado profundas. Y élno hizo demasiados esfuerzos paradisuadirla, aunque en aquel momento sesentía tan vacío y agotado como ella.

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Sí, debería haber dicho algo, pensómientras la miraba sin apartar los ojos.Se prometió que jamás volvería apermitir que se apartara de su vida, peroal mismo tiempo se recordó a sí mismoque aquello no dependía únicamente deél.

Tess debió de notar que la estabaperforando con los ojos, y le dirigió unamirada de soslayo.

—¿Vas a terminarte eso? —lepreguntó con la boca llena, señalando elplato con el cuchillo.

Reilly rio y le pasó el plato. Ellarecogió lo que quedaba de losescalopines y se lo llevó a la boca.Transcurrida una pausa, él preguntó:

—¿Qué es lo que ha pasado?

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—¿Cómo dices?Reilly intentó ordenar sus

pensamientos.—Esto. Nosotros. Aquí. Otra vez

mezclados en asesinatos y temas detemplarios.

—A lo mejor es lo que nos hatocado hacer en la vida —dijo Tess,sonriendo entre un bocado y otro.

—Hablo en serio.Tess, se encogió de hombros y

miró a Reilly con expresión penetrante.—Todavía hay muchas cosas que

desconocemos de ellos. ¿Por qué creesque acudí a consultar a Jed? Es lo queintenté explicarte... antes de irme.Merecen que se los tome en serio.Llevan décadas como parte de un

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territorio del mundo académico,prohibido, sirviendo de pasto parafantasías y teorías conspiratorias. Peronosotros sabemos algo más, ¿no? Todolo que creíamos que eran mitos ytonterías... ha resultado ser verdad.

—Puede —replicó Reilly—. Alfinal no tuvimos oportunidad de ver silos documentos del Falcon Temple eranauténticos o simples falsificaciones.

—Aun así... existían, ¿no es cierto?Reilly tuvo que conceder que

aquello era verdad..., y ratificaba la ideaque tenía Tess respecto de la orden.

—Bueno, y ahora que tu trabajo ytus libros tienen que ver únicamente conlos templarios, ¿es que vas a tener queinterponerte en la línea de fuego cada

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vez que a un pirado le dé por pensar quetiene una pista que lo va a llevar adescubrir uno de sus secretos?

—Ese tipo no me buscaba a mí —le recordó Tess—, sino a Jed. Yo meencontraba allí por casualidad.

—Esa vez —señaló Reilly.—Bueno... —Tess se le acercó y le

dio un beso húmedo— si vuelve asuceder, ¿me prometes que vas a acudira rescatarme?

Reilly reflexionó unos instantes, sindecir nada; luego se apartó ligeramentecon expresión pensativa y contestó:

—A ver si lo he entendido bien.Me pides que sólo si te secuestra unpsicópata asesino, y sólo en ese caso, lapetición que me hiciste de que te diera

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un poco de «espacio» —hizo el signo delas comillas en el aire— y de que no meacercase a ti para que tuvieras tiempo de«aclarar las cosas» —más comillas—queda sin efecto. —Hizo una pausafingiendo que estaba pensandointensamente y después asintió con gestoirónico—. De acuerdo. Por mí, vale.

A Tess, al oír aquello, se le nublóel semblante, como si de pronto lehubiera caído encima la cruda realidad.

—¿No podríamos... no sé, disfrutarde este momento y no hablar de lonuestro?

—¿Es que existe algo «nuestro»?—Reilly seguía hablando en tono ligeroy jovial, aunque en su fuero internoaquella frase era todo menos una

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pregunta.—Acabamos de pasar dos horas

ensayando prácticamente todas lasposturas del Kama Sutra. Yo creo queeso tiene que tener algún efecto en larelación que hay entre nosotros, digo yo.Pero, por favor, por qué no lo dejamospara otra ocasión... ¿no?

—No hay problema. —Reillyesbozó una ancha sonrisa para quitarhierro a la situación y decidió dejar eltema por el momento. Lo que acababande pasar ambos no era el telón de fondomás adecuado para hablar seriamente dela postura que tenían el uno respecto delotro. No le pareció justo para Tess,después del calvario que había vivido.

Así que cambió de tema.

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—Dime una cosa... Esos archivos,los textos a los que se refiere laconfesión del monje. El cardenal no semostró muy dispuesto a darme unarespuesta directa respecto de lo quepodían contener. Pero tú debes dehaberlo comentado con Simmons.¿Tienes alguna idea?

—Alguna, pero... Son sóloespeculaciones.

—Pues especulemos.Tess frunció el ceño.—«La obra del diablo, escrita por

su mano con veneno sacado de lasprofundidades del infierno», y todo lodemás. Da miedo como suena, ¿no teparece? Y no es algo que se asocienormalmente con los templarios.

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—Pero ¿tú crees que sí?Tess se encogió de hombros.—Más o menos. Hay que

comprender el contexto, el entorno. Losacontecimientos que narra el diario,Conrado y los monjes... El hecho de quetodo sucediera en 1310. Es decir, tresaños después de que se arrestara a todoslos templarios. Y si sabemos cómosucedió, por qué sucedió y cuándosucedió, podremos explicar mejor dequé va todo esto.

—Continúa.Tess se enderezó, y se le iluminó la

cara como le ocurría siempre que seapasionaba con algo.

—Bien, la historia es la siguiente.A finales del siglo XIII y principios del

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XIV, Europa occidental estaba viviendomomentos difíciles. Después de habertenido varios siglos de clima cálido, eltiempo se había vuelto irregular eimprevisible, mucho más frío y máslluvioso. Las cosechas estabanperdiéndose, las enfermedades seextendían. Éste fue el inicio de lo que seha llamado la Pequeña Glaciación, lacual, de forma bastante curiosa, duróhasta hace unos ciento cincuenta años.Para el año 1315 ya llevaba lloviendocasi tres años de forma ininterrumpida,lo que desencadenó la Gran Hambruna.De modo que la gente del puebloempezó a pasarlo mal de verdad. Yencima de eso, se acababa de perderTierra Santa. El Papa les había dicho

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que las cruzadas obedecían a la voluntadde Dios y que contaban con la bendicióndivina..., y sin embargo habíanfracasado. Los cruzados perdieronJerusalén y finalmente, en 1291, fueronexpulsados del último bastión que lequedaba a la cristiandad, Acre. Hay quetener en cuenta que la Iglesia habíapasado varias décadas preparando lallegada del nuevo milenio, que iba amarcar el hito de sus mil años deantigüedad, y decía que era el momentode la parusía, o Segundo Advenimiento.Se advertía a la gente de que, antes deaquella fecha, tenía que abrazar elcristianismo y someterse a la autoridadde la Iglesia, o de lo contrario perderíala oportunidad de obtener la recompensa

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eterna. Así que hubo un granresurgimiento del fervor religioso, ycuando se vio que no sucedía nada, quellegaba el nuevo milenio y se iba sin quetuviera lugar el Gran Acontecimiento, laIglesia tuvo que buscar alguna otra cosaque distrajera a la gente, casi unaexcusa. Y decidió liberar los SantosLugares de los musulmanes que sehabían apoderado de ellos. El Papaimaginó las cruzadas como algo queDios estaba esperando, el logro quecoronaría todo aquel movimiento, elnacimiento de una era nueva y triunfalpara la cristiandad. La Iglesia habíallegado incluso a modificarradicalmente su postura, pasó depredicar la paz, la armonía y el amor al

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prójimo a hacer todo lo contrario: ahorael Papa promovía la guerra de formaactiva y decía a sus seguidores que«Dios los absolvería de todos lospecados que hubieran cometidoanteriormente si acudían a Tierra Santaa pasar a cuchillo a los paganos». Demodo que en eso de recuperar TierraSanta había muchas más cosas. Ycuando la empresa fracasó, supuso untremendo mazazo. Tremendo. Además,la gente se asustó muchísimo, temía queDios se hubiera enfadado. O que aquellofuera obra de algo poderoso y malvadoque estaba minando los esfuerzos deDios. Y si así era, ¿quiénes eran susagentes, y qué poderes tenían?

»Mientras sucedía todo esto, al

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mismo tiempo se estaba cociendo otracosa —continuó Tess—. La gente de laEuropa occidental, y me refiero a lospoderosos, los sacerdotes y losmonarcas, los pocos que sabían leer yescribir, hacía un tiempo que habíanempezado a tomarse en serio lospeligros de la magia y la brujería. Cosaque no habían hecho durante muchossiglos, ya que estas inquietudes habíandesaparecido con el paganismo. Lamagia y la brujería se considerabanridículas, simples supersticiones deviejas fantasiosas. Pero cuando a finalesdel siglo XI los españolesreconquistaron el centro de España demanos de los moros, descubrieron unmundo entero de textos en algunos sitios

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como la biblioteca de Toledo, textoscientíficos antiguos y clásicos quehabían traído consigo los árabes y quehabían sido traducidos del griegooriginal al árabe, y de éste al latín. Asíque Occidente redescubrió todosaquellos textos perdidos, obras degrandes pensadores y científicos quehabían quedado totalmente olvidados,como Platón, Hermes y Ptolomeo,además de otros muchos que no seconocían. Libros como el Picatrix, elKyranides y los Secreta Secretorum ,que exploraban la filosofía y laastronomía, y también las ideas mágico-religiosas, las pociones, los hechizos, lanigromancia, la astromagia, amén deideas de todas clases que aquella gente

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no había visto jamás. Y lo que leyeronlos dejó muertos de miedo. Porqueaquellos textos, por muy primitivos oequivocados que los consideremosnosotros actualmente, hablaban deciencia y de entender cómo funcionabael universo, cómo se movían lasestrellas, cómo se podía curar el cuerpohumano, y, fundamentalmente, cómopodía el hombre dominar los elementosque lo rodeaban. Y eso les daba muchomiedo. Era la primera ciencia, y laprimera ciencia se consideraba magia. Ycomo aquello socavaba el concepto de«voluntad divina», los sacerdotes latacharon de «magia negra» y afirmaronque todo lo que se consiguiera gracias aella tenía que deberse a la adoración del

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diablo.En aquel momento, a Reilly le vino

a la memoria un detalle de la ocasiónanterior en que trató con los monjesguerreros, y preguntó:

—¿No se acusó a los templarios deadorar no sé qué cabeza demoníaca?

—Por supuesto. El Bafomet.Respecto de ese detalle hay diversasteorías, pero todavía no sabemos aciencia cierta qué significaba. Pero esoes de lo que estoy hablando,precisamente. Para entender por qué lostemplarios fueron arrestados y acusadosde todas esas cosas tan ridículas, esnecesario entender la mentalidad queexistía por entonces.

—Así que tenemos al pueblo

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creyendo que Dios estaba furioso con ély que los agentes del diablo seproponían acabar con todo el mundo, y alos sacerdotes y los reyes suponiendoque de verdad existía la magia negra.

—Exacto. Y como telón de fondotodas esas cosas. Cuando los monjesguerreros, arrogantes y acaudalados, quehabían perdido Tierra Santa, regresarona Europa, no parecían demasiadoavergonzados de la derrota que habíansufrido. Todavía conservaban susinmensas posesiones y vivían a cuerpode rey mientras el resto el mundo semoría de hambre. La gente empezó ahacer preguntas. Empezó a extrañarse deque aquellos monjes estuvieranlibrándose de la miseria, y no tardó en

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preguntarse si aquellos monjes nocontarían con alguna clase de poderesmaléficos, si no estarían aliados con eldiablo, si no serían brujos adoradoresdel demonio. Este miedo a la magianegra constituyó la base de los juiciosde los templarios. Naturalmente, suacusador, el rey de Francia, teníamotivos de sobra para querer acabar conellos. Influyeron la avaricia y la envidia.Él les debía mucho dinero y estaba sinblanca, y además lo enfurecía suarrogancia y la flagrante falta de respetoque mostraban hacia él. Pero, aparte deeso, él se consideraba realmente el máscristiano de los reyes, el defensor de lafe, y más aún tras la muerte de su mujer,ocurrida en 1307, el mismo año en que

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ordenó las detenciones, un momento enel que se había refugiado en lareligiosidad, de la que ya no saliónunca. Se veía a sí mismo como unelegido por Dios para llevar a cabo sudivina obra en la Tierra y proteger alpueblo de la herejía. Tenía la esperanzade lanzar otra cruzada. Y ni él ni susconsejeros lograban comprender cómopodían aquellos templarios mostrarsetan arrogantes y despectivos con elelegido de Dios, si no era porqueestaban recibiendo la ayuda de algúnpoder demoníaco.

Reilly dejó escapar una risita.—¿De verdad pensaban semejante

cosa?—Ya lo creo. Si los templarios

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habían hecho un pacto con el diablo, siposeían conocimientos capaces detransformar el mundo y arrebatar elpoder a quienes lo detentaban, había quedestruirlos. Y esto no es tandescabellado como parece. Elconocimiento es poder, en todos lossentidos, y las armas del ocultismoconstituyen un hilo común a lo largo dela historia. Siempre ha habidomegalomaníacos que buscan esa ventajaadicional, ese poder divino, esosconocimientos arcanos que les permitanconquistar el mundo. Hitler estabaobsesionado con el ocultismo. Los nazisestaban fascinados con la magia negra ycon las runas, y no sólo en la películaEn busca del Arca perdida . Mussolini

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tenía un ocultista personal bastantechiflado que se llamaba Julius Evola. Tequedarías asombrado de lassupersticiones y las disparatadascreencias que se toman en serio muchoslíderes mundiales de hoy.

Reilly sentía la cabeza embotada.—Entonces, esos archivos...—Son «la obra del diablo, escrita

por su mano con veneno sacado de lasprofundidades del infierno, una obracuya infausta existencia representa unaamenaza para la roca en la que asientasus cimientos nuestro mundo» —lerecordó Tess—. ¿Qué contienen esoslibros que tanto asustó a aquellosmonjes? ¿Podría haber algo de verdaden las acusaciones que se presentaron

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contra los templarios? ¿De verdad eranocultistas que practicaban la magianegra?

Reilly puso cara de dudarlo.—Venga ya. Podría ser que fuera

todo puramente metafórico. —De prontole vino a la memoria la entrevista quehabía tenido con Brugnone tres añosatrás—. Se me están ocurriendo otrosescritos que sacudirían un poco elmundo de cualquier monje.

—Desde luego —convino Tess—.Pero tienes que conservar unamentalidad abierta. Voy a ponerte elejemplo que dio Jed. Ya sabes que enEspaña y en Portugal había muchostemplarios. Su presencia era muyimportante allí. Bueno, pues en cierto

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momento del siglo XIII empezaron atener problemas y se vieron obligados aempeñar la mayoría de las posesionesque tenían en Castilla. De todos losenclaves que allí poseían, el único queconservaron fue una iglesia pequeña einsignificante, perdida en medio de lanada. No tenía sentido. No se encontrabaen un lugar estratégico, ni siquiera teníatierras que produjesen ingresossuficientes para que los frailes enviasenfondos a sus hermanos de Tierra Santa.Pero fue la única encomienda quedecidieron conservar. Lo que no resultótan obvio de inmediato fue que aquellapequeña iglesia sí que contaba con unrasgo interesante: su ubicación. Lahabían construido justo en el centro de

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España, equidistante de los puntos másalejados. Y quiero decir perfectamenteequidistante, al milímetro.

—Venga —cuestionó Reilly—,¿qué quieres decir con que eraperfectamente equidistante? ¿Cómo ibana calcular algo así, hace setecientosaños? Ni siquiera hoy, con el GPS y...

—Pues está situada en elmismísimo centro, Sean —insistió Tess—. Norte-sur, este-oeste; si trazas esaslíneas y ves dónde se cruzan, verás quecoincide con el sitio. Jed lo comprobóutilizando las coordenadas del GPS. Esel punto exacto. Y esa ubicación tiene unimportante significado oculto: el hechode controlar el epicentro de un territoriootorgaba el dominio mágico del mismo.

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Y, además, esa ubicación tiene otraspeculiaridades geográficas relacionadascon el Camino de Santiago y con otrasfortalezas templarias. ¿Qué, es todo unasimple coincidencia? Puede que sí. Opuede que los templarios creyesen deverdad en esas supersticiones. Ytambién puede que sean algo más quesupersticiones.

Reilly lanzó un fuerte suspiro.Fuera lo que fuese, estaba claro que eltipo que andaba buscando estabapreparado para matar por ello. Y a lomejor aquello era lo único quenecesitaba saber.

—En resumen, que podría sercualquier cosa —concluyó Reilly.

—Pues sí —afirmó Tess a la vez

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que se terminaba el último trozo deescalopa.

Reilly la miró con curiosidad,luego sacudió la cabeza despacio y dejóescapar una risa irónica.

Tess lo miró interrogante.—¿Qué pasa?—Te conozco. Estás buscando la

manera de convertir todo esto enmaterial para otro libro, ¿a que sí?

Tess dejó el tenedor y se estiróperezosamente, después volvió arecostarse contra las almohadas y sevolvió de costado para mirarlo.

—¿Por qué no hablamos de otracosa? —Sonrió con expresión soñadora—. Aún mejor, ¿qué tal si pasamos unrato sin hablar de nada?

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Reilly le sonrió, retiró los platosde la cama, los dejó encima del carritodel servicio de habitaciones y se echóencima de ella.

Lo sobresaltó el zumbido de unteléfono que tenía el mismo tactoaterciopelado que una pistola eléctrica,y lo sacó de un sueño profundo que lehabía costado varias horas conciliar.

Se había pasado el tiempo dandovueltas en la cama. Había sido un díaagotador en el plano emocional, lleno dealtibajos que lo habían acosado deforma mareante. Y la noche había sidopeor. La alegría que debería sentir porestar de nuevo con Tess resultaba

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asfixiada por las imágenes de ladevastación y la carnicería que habíatenido lugar en el Vaticano. Reproducíamentalmente una y otra vez lo sucedido,intentaba racionalizar lo que habíahecho, pero no lograba eludir la ideaobsesiva de que él era el responsable detodo aquello, y se preguntaba cómo iba avivir soportando el sentimiento de culpaque crecía en su interior.

Se incorporó apoyado en loscodos, un tanto mareado. Por lasestrechas aberturas de las persianas sefiltraban delgados haces de sol. Tardóun par de segundos en hacerse a la ideade dónde estaba. Miró elradiodespertador que había en la mesillade noche. Eran poco más de las siete de

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la mañana.Cuando contestó al teléfono, Tess

se rebulló a su lado.Escuchó un momento y luego dijo:—Pásamelo.Mientras él respondía con

monosílabos, Tess se incorporó,atontada y con el pelo revuelto,mirándolo con gesto interrogante.

Reilly tapó el auricular con unamano.

—Es Bescondi —susurró—. Hanencontrado algo. En el Registro.

—¿Ya? —A Tess se le iluminaronlos ojos—. ¿Conrado?

—Conrado.

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17

Aeródromo de Parqui di Preturo,L’Aquila, Italia

Cuando dejó atrás la última curva

de aquella especie de montaña rusa y sedirigió hacia la verja que había al finalde la panorámica carretera, MansurZahed se sintió una vez más satisfechocon el piloto que había elegido. Elaeródromo estaba tan soñoliento comocuando aterrizaron en él dos días antes.El piloto que había contratado, unsudafricano llamado Bennie Steyl, senotaba que sabía lo que hacía.

Enclavado en un tranquilo valle de

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la región de Abruzzo, aquel pequeñoaeropuerto se encontraba a sólo hora ymedia de Roma, yendo en coche. Alaproximarse advirtió que, como la vezanterior, se distinguía una escasaactividad. En Italia los vuelos de recreoeran mucho más caros que en el resto deEuropa, debido a los fuertes impuestosque llevaba el combustible de aviacióny a lo mucho que se cobraba por todo,desde el uso del espacio aéreo hasta losservicios de limpiar la nieve ydescongelar las alas (un gastoobligatorio, incluso en Sicilia y en plenoverano), y aquel tranquilo aeródromohabía ido deteriorándose poco a poco,hasta que en la primavera de 2009 tuvolugar un terremoto de fuerza 6,3 que

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causó graves daños en la zona. Lascarreteras estrechas y llenas de curvasque entraban y salían de allí quedaronobstruidas por la gente que huía, encambio aquellas instalaciones tanapartadas y destartaladas, a tiro depiedra de los pueblos y las aldeas quequedaron derruidos, hicieron posibleproceder a un rescate masivo y enviarayuda humanitaria. Esto, a su vez,inspiró al primer ministro italiano atrasladar la cumbre del G8 prevista paraaquel verano en Cerdeña a la pequeñaciudad medieval de L’Aquila, con el finde mostrar solidaridad con las víctimasdel terremoto. El aeródromo seacondicionó a toda prisa para recibir alos líderes del mundo desarrollado, pero

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después regresó a su estado natural deadormecimiento.

Un estado que a Zahed le venía alas mil maravillas.

Llegó hasta la pequeña caseta de laentrada. A lo lejos avistó la avioneta deSteyl, esperando ociosamente en lapista, con su fuselaje de color blancobrillando al sol. Se trataba de unaCessna Conquest de dos motores,aparcada a un costado, apartada de lamedia docena de aparatos máspequeños, de un solo motor, propiedaddel Aero Club de L’Aquila, que estabana lo largo de la corta pista de asfalto. Elrechoncho encargado de la entrada dejóa un lado el periódico de páginasrosadas, la Gazetta Dello Sport, y lo

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saludó con un gesto apático. Zahedesperó a que aquel individuo desaliñadoy barrigudo se levantase de su silla demimbre y se acercara con su andarcansino hasta el coche. Le explicó quenecesitaba entrar con el vehículo paradescargar el equipaje y otros bultos quehabía que subir a la avioneta. El hombreasintió lentamente, regresó hasta labarrera y apoyó su regordeta mano en elcontrapeso. El listón se levantó lo justopara que Zahed pudiera pasar con elcoche, y así lo hizo éste, tras dar lasgracias al perspicaz guarda conamabilidad.

El guardián no le preguntó por elindividuo de gafas oscuras que iba,medio dormido, en el asiento del

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pasajero. Tampoco esperaba Zahed quele preguntase. En un aeródromo tantranquilo y apartado de la civilización,por lo cual debía dar las gracias una vezmás a Steyl, la seguridad no era ni lamitad de importante que los últimosresultados de fútbol.

Zahed llegó hasta la avioneta y sesituó al costado. Steyl la había ubicadode tal modo que la puerta de la cabinaquedaba oculta a la vista de los otrosaviones, del hangar del club y de lasencilla estructura de color amarillo yazul que había un poco más adelante,donde estaban las oficinas y la modestatorre de control. Probablemente erainnecesario tomar aquellasprecauciones; allí no había nadie más.

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El piloto, un individuo alto yfibroso, con barba, cabello pelirrojopeinado hacia atrás y ojos grises yhundidos, apareció por la puerta de lacabina y ayudó a Zahed a trasladar aSimmons, que iba tan sedado que estabacasi inconsciente. Entre los dos losubieron por la escalerilla y loacomodaron en uno de los anchossillones de cuero. Zahed le echó unvistazo. Detrás de las gafas oscuras se leveían los ojos vacíos, sin expresión. Dela boca, ligeramente abierta, le colgabaun hilo de saliva seca junto al labioinferior. Seguramente necesitaría algoque lo reanimara antes de queaterrizasen en Turquía.

—Vámonos de aquí —le dijo

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Zahed a Steyl.—Estamos listos —contestó el

sudafricano. Habló en tono hosco, peroZahed sabía que era su forma de ser—.Deja el coche a un lado de la pista derodadura, para que no llame la atención.Voy a encender los motores.

Zahed hizo lo que le indicó elpiloto y abandonó el coche alquilado alcostado del hangar. Cuando inició elcamino de vuelta a la Cessna lasturbohélices ya estaban cobrando vida, yen el momento de llegar a ella vio salirdel edificio que albergaba la torre a unindividuo de camiseta blanca y pantalónnegro con tirantes, calzado con unasbotas enormes. Cada pernera lucía unabanda reflectante en sentido vertical.

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Llevaba unos papeles en la mano y dabala impresión de tener prisa. Más queeso, sus gestos denotaban una ciertaagitación cuando subió a una bicicletavieja y empezó a pedalear hacia ellos.

Zahed llegó a la avioneta antes queél y entró. Halló a Steyl en la cabina delpiloto, accionando interruptores según lalista de comprobaciones previas a volar.Señaló por la ventanilla al hombre quese les acercaba en la bicicleta.

—¿Quién es ése?El piloto levantó la vista.—Un bombero. Tienen que tenerlos

a todas horas, para poder justificar loque nos cobran. Y como lasprobabilidades de que tengan que apagarun incendio son prácticamente nulas,

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hacen también de administrativos yayudan al tipo de la torre con elpapeleo. A éste se le ve un pocoalterado, pero no nos causará muchosproblemas mientras le soltemos la pasta.

Zahed se puso en tensión.—¿Qué es lo que quiere?Steyl lo observó con curiosidad.—Y yo qué sé. Ya le he pagado la

tasa de aterrizaje y le he entregadonuestro plan de vuelo.

Se quedaron mirando al bomberohasta que se detuvo delante de laavioneta, alzó la mano derecha y luegola movió en sentido horizontal, comocortándose el cuello, que es la señalinternacional que significa que el pilotodebe apagar los motores. Steyl asintió y

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obedeció.—Deshazte de él —dijo Zahed.Steyl salió de la cabina. Zahed lo

siguió hacia la puerta posterior.El bombero, que era un hombre de

mediana edad y calvicie incipiente,hecho un manojo de nervios, subió a laescalerilla plegable y se asomó alinterior de la avioneta. Apestaba atabaco, y la camiseta que llevaba teníagrandes manchas de sudor. Se le notabaacalorado, molesto y un pocodesorientado, como si lo hubieranobligado a ponerse en marcha gritándoleal oído. En la mano sostenía unosdocumentos que agitó en dirección aSteyl.

—Mi scusi, signore —jadeó,

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respirando a bocanadas. Tenía la frenteperlada de sudor—. Lamento la molestia—continuó, haciendo un esfuerzo parabuscar las palabras adecuadas—, pero,como usted sabe, ayer hubo en Roma unimportante atentado terrorista. Así queahora nos obligan a revisar el pasaportede todas las personas que entren osalgan de este aeropuerto, y a rellenarestos papeles.

Steyl lo miró con aire pensativodurante unos segundos, y después dirigióuna mirada de reojo a Zahed y le sonrióal bombero de oreja a oreja.

—No hay ningún problema, amigo.Ningún problema en absoluto. —Sevolvió hacia Zahed—. Aquí el caballeronecesita ver su pasaporte, señor.

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—Naturalmente —contestó Zahedmuy educado.

Acto seguido, Steyl indicó lacabina de pilotaje con la mano y lehabló al bombero muy despacio,pronunciando exageradamente, como siestuviera intentando explicarle algo a unniño de Marte.

—Voy a coger mi pasaporte de labolsa de vuelo, ¿de acuerdo?

El bombero asintió y se secó lafrente con un pañuelo.

—Grazie mille.Zahed volvió a entrar en la cabina,

buscó el maletín y sacó los pasaportes,ambos falsos. El que escogió para símismo, entre un surtido de diferentesnacionalidades, era saudí. El que había

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confeccionado a toda prisa paraSimmons decía que éste era ciudadanode Montenegro, como los que habíafabricado para Tess Chaykin y BehruzSharafi, gracias a un montón depasaportes en blanco que habíaadquirido previamente de un empleadocorrupto del Ministerio del Interior deaquel país. Zahed no había necesitadodichos documentos al venir; dos díasantes, después de aterrizar en aquelaeródromo, Steyl cerró la avioneta conllave, desembarcó solo y se dirigió contoda naturalidad a la torre paracumplimentar las formalidades relativasal aterrizaje. Aquella misma tarderegresó a la Cessna con el coche dealquiler y ayudó a Zahed a trasladar a

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sus compañeros sedados al amparo de laoscuridad. Esto estaba complicándose,cosa que Zahed ya esperaba más omenos. Y al mirar al bombero, vio queéste había reparado en Simmons, quecontinuaba sentado en el sillón, mirandoal frente, inmóvil e inexpresivo, con losojos ocultos por las gafas de sol. Zahedsintió una punzada de inquietud, y,oculto a la vista de Steyl y del bomberopor el respaldo del asiento, rebuscó ensu maleta, extrajo su pistola ligeraGlock 28, que tenía un cartuchoexpandido de diecinueve balas, sufavorita, y se la guardó a la espalda,bajo el cinturón.

Steyl y él volvieron a juntarse en lapuerta de la avioneta, pasaporte en

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mano.—¿Su amigo... se encuentra bien?

—inquirió el bombero.—¿Éste? Ah, perfectamente. —

Zahed se encogió de hombros y entrególos pasaportes al italiano con un guiñode complicidad—. Anoche se pasó unpoco con ese Montepulciano que tienenustedes, nada más.

—Ah. —El bombero se relajó y sepuso a examinar los pasaportes.

Zahed no le quitaba ojo, con losmúsculos en tensión y los sentidosalerta.

El agitado bombero estabarellenando uno de los impresosapoyándose en la rodilla y al mismotiempo intentando que no se le cerrase el

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pasaporte de Zahed. Cuando terminó,colocó éste en la parte de atrás delmontón, abrió el de Simmons, pero lodejó a un lado mientras hojeaba lospapeles que tenía en la mano. Eraevidente que estaba buscando algo. Miróa Zahed y a Steyl un tanto avergonzado,les dirigió una sonrisa tímida y volvió acentrarse en los papeles... y de prontoapareció uno que le llamó la atención.Lo pasó de largo, se detuvo y volvióatrás. Acto seguido lo sacó del montón ylo estudió más detenidamente. Yentonces hizo una cosa que no deberíahaber hecho: miró a Simmons. No fueuna mirada natural ni accidental, sinouna mirada furtiva, rebosante deinformación. Una mirada que incitó a

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Zahed a llevarse una mano a la espalday, con un movimiento tranquilo y fluido,sacar la pistola y apuntar con ella a lacara del bombero.

Seguidamente, se acercó la otramano a los labios y le hizo al bomberoel gesto de que guardara silencio.Después tendió la misma mano hacia ély le indicó con una seña que le entregarael fajo de papeles y los pasaportes. Albombero se le congestionó aún más lacara y comenzó a mover los ojosnerviosamente a izquierda y derecha, ungesto que delataba que estabaestudiando alternativas. Pero Zahed lehizo un ademán negativo con el dedo, demodo que claudicó y le entregó toda ladocumentación.

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Zahed apartó los ojos del bomberodurante una fracción de segundo paradecirle a Steyl:

—Ayuda a nuestro amigo a subir alavión, ¿quieres?

Steyl vaciló, pero luego respondió:—Cómo no.Se agachó y cerró una mano en

torno al antebrazo del bombero. Ésteasintió nervioso y entró en la avioneta.Se quedó en la puerta, sudando aún másprofusamente, con el miedo reflejado enla cara, el cuerpo encorvado para notropezar con el techo del fuselaje.

Zahed repasó los documentos yencontró el papel causante delproblema. Era la alerta que habíanenviado a todos los puertos. Incluía una

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foto de Simmons. Detalle interesante, nocontenía ninguna foto de él. Zaheddedujo que su rostro no había aparecidocon suficiente nitidez en ninguno de losvídeos de las cámaras de seguridad delVaticano, y aquello era una buenanoticia. Tenía que procurar quecontinuara siendo así.

Levantó la vista hacia el bombero ylo invitó con un gesto a que tomaraasiento al otro lado del pasillo, frente aSimmons.

—Prego.El bombero accedió. Pero cuando

se volvió de espaldas para ir a sentarse,Zahed levantó la pistola y se la descargócon fuerza en la cabeza en un golpeoblicuo. El acero reforzado del cañón se

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estrelló contra el cráneo del italianoproduciendo un ruido sordo. El hombrese desmoronó pesadamente sobre elasiento, de bruces. Había empezado amanarle de la nuca un reguero de sangreque iba manchando el cuero del sillón.No se movía.

—Vaya, hombre —protestó Steylcon fastidio—. Lo va a poner todoperdido.

—Por eso no te preocupes —ledijo Zahed con calma al tiempo quelevantaba al bombero del sillón y lodejaba caer en el suelo—. Vámonos deuna vez.

—Pero no podemos aterrizar ennuestro destino llevándolo a él a bordo,lo sabes perfectamente —advirtió Steyl.

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El iraní reflexionó no más de unsegundo y luego se encogió de hombros.

—Pues no lo llevamos. —Y miróal piloto con gesto elocuente.

Steyl comprendió.El piloto cerró la puerta de la

avioneta, se sentó en su sitio y volvió aencender los motores. Guio la avionetapor la pista de despegue y unossegundos después ya estabanremontando el vuelo en dirección a uncielo totalmente despejado. Zahed ibasentado en sentido contrario a la marcha,con Simmons enfrente. Miró por laventanilla y esperó.

Unos momentos después dedespegar, Steyl se quitó el auricularderecho de la oreja y se inclinó hacia la

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puerta de la cabina para informar aZahed.

—Tenemos permiso para volar acinco mil pies —le dijo.

La vista era espectacular, tanto máscuando Steyl inclinó la avioneta a mitaddel ascenso. Las altas mesetas querodeaban L’Aquila dieron paso amontañas alfombradas de bosques. Lapequeña aeronave no tardó en atravesarla ciudad fortificada de Castel delMonte, y en cuestión de pocos minutosestuvieron ya bordeando una hilera deafiladas cumbres y, a su izquierda, lacima nevada del Gran Sasso, el picomás alto de Italia.

Steyl se inclinó otra vez haciaatrás.

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—Voy a nivelarme a cinco mil pies—le dijo a Zahed—. Dispondremosaproximadamente de un minuto, despuéstengo que volver a subir.

Zahed notó que la avionetaaminoraba y supo que Steyl estabaadoptando una velocidad del aire decien nudos. Cuando percibió que ya sehabían estabilizado, se levantó delasiento, le quitó las gafas de sol aSimmons, se las guardó en el bolsillo ylo examinó por encima. Simmons estabadespierto, pero aún se encontrabafuertemente sedado y miró a Zahed conuna expresión casi inconsciente. Zaheddio un tirón al cinturón de seguridad delarqueólogo para comprobar que estababien sujeto, le dio una paternal

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palmadita en la cara y se acercó a lapuerta.

La puerta de la Conquest constabade dos secciones que se abrían igual queuna almeja: el panel superior, queocupaba un tercio de la abertura, segiraba desde arriba y se abría tambiénhacia arriba; el otro, que contenía laescalerilla, se abría hacia abajo. Zahedagarró la palanca con las dos manos y lagiró despacio. Luego contuvo unsegundo la respiración y empujó lasección superior de la puerta un par decentímetros. Se abrió al instante, cuandoincidió en el borde del panel el flujo deaire que presionaba contra el fuselaje. Acontinuación Zahed soltó la palanca delpanel inferior, y éste también se abrió.

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Al momento penetró un fuertechorro de aire que llenó la cabina con unrugido ensordecedor. Zahed se preparó.Tenía que actuar con rapidez, los decontrol del tráfico aéreo ya estaríandando a Steyl la orden de queascendiera hasta el siguiente nivel devuelo, y si éste no reanudaba el ascensoempezarían a cuestionarlo. Fue hastadonde estaba el bombero, se agachó, loagarró por debajo de las axilas y tiró deél. Gruñó al sentir el peso, y ya habíaempezado a arrastrarlo cuando notó queel italiano se removía. Estaba atontado,pero consciente, y agitaba los brazosdébilmente. Zahed se movió con másurgencia todavía. Medio izándolo,medio arrastrándolo, llevó al bombero

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hasta la puerta y se mantuvo en todomomento de costado, alerta a cualquiermovimiento inesperado. Pero no huboninguno. Al llegar a la puerta dejó albombero en el suelo, se situó a sus piesy comenzó a empujarlo.

Primero salió la cabeza. Al chocarcon el intenso flujo de aire se torcióviolentamente a un lado y a otro, con locual el bombero se despertó del todo ysus sentidos volvieron a la vida. Fuealgo que probablemente hubierapreferido evitar. Abrió los ojos de golpey, tras un breve instante de desconcierto,entendió lo que le estaba pasandocuando miró fijamente la parte traserade la avioneta. Hizo fuerza contra elviento y volvió los ojos hacia Zahed,

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que lo tenía firmemente sujeto por laspiernas... y continuaba empujando.

Los dos se miraron un instante, eltiempo suficiente para que Zahedadvirtiera el terror absoluto quereflejaba la expresión del bombero... yle propinó el empujón final. El cuerposalió disparado de la avioneta y seperdió de vista al instante acompañadode un brevísimo alarido. Zahed se sujetóbien, porque en el momento en que elbombero salió volando la avionetainclinó el morro hacia abajoviolentamente y desplazó el centro degravedad hacia arriba, tal como le habíaadvertido Steyl. El piloto controló lamaniobra y estabilizó la avioneta. Zahedse volvió hacia la cabina de pilotaje.

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Steyl lo miró a su vez. Zahed afirmó conla cabeza. Steyl le respondió con elmismo gesto y volvió a mirar al frente.

Zahed sintió que la avioneta virabalevemente hacia la izquierda, como siestuviera apoyada en un disco giratorioque alguien hubiera hecho girar en elsentido contrario al de las agujas delreloj. El aquel momento la Cessna teníalos alerones y el timón en direccionesopuestas y, tal como estaba previsto, ibaresbalando hacia delante. Ahoraavanzaba formando un ánguloligeramente desplazado del eje principaldel fuselaje. La maniobra habíaredireccionado el flujo de aire quecirculaba alrededor del aparato: enlugar de venir del morro, ahora se

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enroscaba en torno a él desde el costadode barlovento, y golpeaba los paneles dela puerta desde atrás. Zahed estabapreparado. El viento golpeaba lospaneles de tal forma que ahora estabansituados casi horizontalmente, fáciles dealcanzar. Zahed asió el más grande delos dos, el de abajo, tiró de él y lo fijóen su sitio. A continuación aferró elpanel superior y lo cerró igualmente. Elruido que invadía el interior de laavioneta pasó de rugido huracanado azumbido de cortadora de césped. Zahedse relajó y respiró hondo. Después sevolvió y vio a Steyl asomando la carapor la cabina. El piloto le hizo la señalde pulgares arriba; él se lo devolvió ehizo otra inspiración profunda.

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Se acomodó en su asiento a la vezque la avioneta reanudaba el ascenso.Notó cómo se ponía en marcha lapresurización de la cabina, cerró losojos y se recostó contra el mullidoreposacabezas, medio embriagado porla intensa sensación que le recorría todoel cuerpo.

Mansur Zahed había experimentadocosas que la mayoría de los hombres nopodrían ni imaginar siquiera, peroaquello no lo había hecho nunca. Senecesitaba mucho para que a él se leacelerase el pulso, y desde luego enaquel momento lo tenía a cien por hora.Se sentía electrizado. Respiró hondo ypermitió que aquella sensación segrabara más a fondo en su memoria. Le

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agradó sobremanera darse cuenta deque, incluso para una persona como él,en la vida todavía quedabanexperiencias por vivir.

Ya había hablado de esto con Steyl,unos años atrás, cuando lo contrató porprimera vez para una de sus operacionessecretas. Estuvieron hablando de laposibilidad de que algún día sucedieraalgo parecido. Una noche, con unascuantas cervezas en el cuerpo, Steyl lehabló de cuando estuvo en las guerrillasde Angola y transportaba a rebeldes deUNITA en una vieja Cessna Caravan. Lecontó que uno de los pasatiemposfavoritos de los rebeldes consistía encoger a un puñado de hombrescapturados de la SWAPO (las fuerzas

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gubernamentales soviético-cubanascontra las que luchaban) y lanzarlosdesde la avioneta entre aullidos yrisotadas, empapados de alcohol. Zahedse quedó muy intrigado con aquellahistoria, pero hasta este momento nohabía tenido ocasión de experimentarlade primera mano.

Sin embargo, la espera habíamerecido la pena.

Abrió lentamente los ojos parasalir de su ensoñación y se topó con lamirada del hombre que iba sentadoenfrente. Simmons estaba despierto yconsciente, pero luchaba por mantenerlos ojos abiertos. A juzgar por el terrorque se veía pintado en ellos,comprendió que el arqueólogo había

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presenciado lo que había hecho.Le obsequió una sonrisa corta,

carente de humor.El hecho de saber que Simmons

había visto todo aquello envuelto en elentumecimiento y la impotencia sirviópara que el acontecimiento resultara másmemorable todavía.

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18

Estambul, Turquía

Reilly avistó a Vedat Ertugrul en elmomento en que se abrió la puerta delAirbus de Alitalia. El agregado jurídicode la suboficina del FBI en Estambul, unrobusto norteamericano descendiente deturcos que tenía mofletes de trompetistay abultadas bolsas en los ojos, losestaba esperando a la entrada del diquede embarque. Se habían vistobrevemente tres años atrás, en lalocalidad de Antalya, situada en la costameridional, y en aquella ocasión elagregado demostró ser una persona muy

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eficiente y de trato fácil. Reilly,acompañado de Tess, acudió a suencuentro esperando que lo fueratodavía.

Junto a Ertugrul aguardaban doshombres de piel más oscura, uno vestidocon un uniforme azul marino de agentede policía, con una estrella en cadahombro, y el otro vestido con traje grismarengo y camisa blanca. Ambosposeían unos ojos marrón oscuro, sinuna pizca de humor, corte de pelomilitar y severos bigotes quecomplementaban la expresión adusta delrostro. Tras unas breves presentaciones,Ertugrul, el jefe de la policía, y el tiposiniestro condujeron a Reilly y a Tesshasta el exterior del dique de embarque,

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los hicieron pasar por una puerta lateraly bajar una escalera que llevaba a laspistas. Aunque ya eran las últimas horasde la tarde, todavía se notaba el aireseco y caliente, más asfixiante aún porculpa del tufo a queroseno.

Al lado del tren de aterrizajedelantero del avión había dosmonovolúmenes blindados de colornegro, esperándolos. Un momentodespués salían como una exhalación porlas puertas de seguridad del aeropuertoy ponían rumbo a la Reina de lasCiudades.

Ertugrul, que iba sentado en la filade en medio, directamente enfrente deReilly, lo miró y le entregó un armaenfundada en una pistolera y una caja de

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munición.—Esto es para usted.Reilly tomó la pistola y la examinó.

Era una Glock 22 estándar, con cartuchopara quince balas, sin arañazos y reciénengrasada. Se ató la pistolera al cinturóny volvió a enfundar el arma.

—Gracias.—Necesito que me firme un recibo

—dijo Ertugrul al tiempo que le pasabalos impresos y un bolígrafo—. Mientrasustedes aterrizaban he hablado conTilden —añadió—, y, en fin, la cosa nopinta muy bien que digamos.

—¿Han sacado algo de las huellasdactilares? —inquirió Reilly a la vezque firmaba los papeles.

Ertugrul negó con la cabeza.

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—Nueva York va a ponerse encontacto con Langley, con la Agencia deSeguridad Nacional y con elDepartamento de Defensa para intentaraveriguar la identidad de ese individuo,pero por el momento no han encontradonada.

—Tenemos que tenerlo fichado enalguna parte —gruñó Reilly,devolviendo los papeles—. Ese tipo noes ningún aficionado, esto ya lo ha hechomás veces.

—Pues si lo ha hecho más veces,es que se le da muy bien huir de losfocos.

Reilly, enfadado, volvió la vistahacia el cielo sin nubes. Había variosaviones alineados ejecutando la

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aproximación final, una hilera de puntosplateados que se prolongaba hasta dondealcanzaba la vista. En Estambul eratemporada alta, y acudían en masaturistas de todo el mundo.

—¿Y los controles fronterizosturcos?

El jefe de la policía, que tambiéniba sentado en la fila central, al lado deErtugrul, se volvió y lo miró.

—Ese tipo va a venir a Estambul—le dijo Reilly—. Si es que no havenido ya.

—Supone usted que ya ha llegado alas mismas conclusiones que losencargados del Archivo Vaticano —comentó Ertugrul.

—Estoy seguro de ello —insistió

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Reilly—. Todavía tiene en su poder aSimmons, para que le averigüe lascosas.

Ertugrul y el policía intercambiaronunas cuantas frases en turco, yseguidamente Ertugrul le dijo a Reilly:

—Nuestros amigos tienen el paíscerrado. La mayoría de los aeropuertosson también aeródromos militares, y detodos modos, dada la situación que sevive con los kurdos y lo que estásucediendo en Iraq, por lo general lasmedidas de seguridad son muyrigurosas. El problema es que notenemos gran cosa para empezar ainvestigar. Ni siquiera sabemos quéclase de pasaporte estará utilizando. —Rebuscó en su maletín y extrajo dos

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hojas impresas por ordenador que pasóa Reilly—. La única cara que podemosordenar que busquen es la de Simmons.

Reilly leyó lo que contenía elpapel: una orden de alerta dirigida atodos los puertos. Tenía párrafosparalelos en turco y en inglés, elencabezado era el típico de lasnotificaciones urgentes, con letraresaltada en negrita, e incluía un par depárrafos breves y descriptivos y dosfotografías: una del terrorista, poconítida, y por lo tanto bastante inútil,tomada por las cámaras de seguridad delVaticano; y la otra era una foto depasaporte de Simmons con gestosonriente, en la que se veía a un hombrede recio atractivo, cabello ondulado y

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ojos penetrantes. Un hombre joven ybien parecido.

Era la primera vez que Reilly veíauna foto del arqueólogo desaparecido.Sorprendido, se volvió hacia Tess, queiba sentada a su lado en la última fila deasientos.

—¿Éste es Jed Simmons?—Sí, ¿por qué?Reilly la miró con expresión

divertida y se encogió de hombros.—Por nada.—¿Qué pasa?Vio que Ertugrul y el policía turco

estaban conferenciando entre ellos, y seinclinó un poco más hacia Tess.

—Cuando me dijiste que era unarqueólogo famoso, un gran experto en

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los templarios y todo eso... No sé, meimaginé un tipo de más edad. Y másexcéntrico. —Calló un momento y soltó—: Y puede que también más feo.

Tess dejó escapar una risita.—Pues no es así —repuso—. Y

además está hecho un toro. Dios,deberías haberlo visto haciendokitesurf. Ésos sí que son músculos.

—El profesor Jed Simmons, hechoun cerebrito, un rompecorazones y uncachas. ¿Quién iba a decirlo? —murmuró Reilly en tono irónico.

Tess lo observó unos segundos concuriosidad y luego rompió a reír.

—Ay, Dios. Estás celoso, ¿a quesí?

Antes de que Reilly pudiera buscar

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qué responder, Ertugrul se volvió denuevo para mirarlos.

—También nos hemos puesto encontacto con la mujer y la hija de BehruzSharafi. Anoche fui a ver a la esposa.Está destrozada, como puede imaginar.Nuestros amigos la tienen bajoprotección.

Reilly frunció el ceño.—¿Qué van a hacer?—Se trata de un caso difícil. No

pueden regresar a Irán, teniendo encuenta quién podría ser el artífice detodo esto.

—¿Ha hablado con los nuestros?—le preguntó Reilly.

Ertugrul asintió.—Sí. El jefe de la comisaría ha

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hablado con el embajador y con elcónsul. No tiene que haber dificultadespara que se les conceda la condición derefugiados políticos. Ella tiene unosprimos en San Diego, de modo queexiste una posibilidad.

—¿Y el ayudante de investigación?—De ése no hay ni rastro. Por lo

visto, ya ha puesto tierra de por medio.Más o menos al mismo tiempo queSharafi se fue a Jordania, parece ser. —De pronto pareció acordarse de otracosa, y se le oscureció el semblante—.Pobre idiota. A saber si todavía estabavivo antes de... —Miró con gesto deinseguridad a Tess, y no llegó a terminarla frase. Luego le vino otro detalle a lamemoria, se puso a hojear la

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documentación que tenía en la mano y lepasó un papel a Reilly—. A eserespecto, algo tenemos —le dijo—. Labomba que quedó sin explotar, la queestaba con usted dentro del maletero,señorita Chaykin. —La miró conexpresión contrita—. Ya ha llegado elinforme de los artificieros. Al parecerse trataba de una bomba muy potente.Diez kilos de C4 conectados a unteléfono móvil.

Reilly estaba leyendo el informe.—¿No han encontrado marcadores?—Ninguno.—¿Qué marcadores son ésos? —

inquirió Tess.—Los fabricantes de explosivos

como C4 y Semtex están obligados por

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convenios internacionales a añadir a susproductos marcadores químicosdistintivos, que sirvan para identificarsu origen en caso necesario —explicóErtugrul—. Y, cosa sorprendente, es unsistema que funciona. Rara vez se vematerial sin marcar. En cambio, uno delos lugares en que lo hemos visto esIraq. En coches bomba.

—En coches bomba atribuidos ainsurgentes respaldados por Irán —añadió Reilly.

Ertugrul se volvió hacia Reilly.—Además, la arquitectura era

idéntica a la de los dispositivos quehemos visto allí. La manera en quehabían hecho el puente en la tarjeta decircuitos, los puntos de soldadura de los

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detonadores, directamente en elcableado. El que lo montó tuvo al mismomaestro de la yihad. —Miró a Reillycon gesto elocuente—. Es posible queno tengamos gran cosa, pero lo quetenemos apunta todo a Teherán.

Reilly captó un endurecimientoperceptible en la mandíbula del agentede inteligencia turco cuando dijoaquello. Los turcos y los iraníes no eranexactamente amigos del alma. No era unsecreto que los iraníes llevaban más dedos décadas apoyando a los separatistasdel Partido de Trabajadores Kurdosdentro de Turquía, que les proveían dearmas y de explosivos y queparticipaban en sus operaciones decontrabando de drogas. El hecho de que

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los militantes kurdos en los últimostiempos hubieran ampliado su teatro deoperaciones hasta el interior del propioIrán sólo proporcionaba un escasoconsuelo a los años de agravios quellevaban sufriendo los turcos. Si supresa, que ya era un delincuente buscadoen Turquía por haber decapitado a lamaestra de la hija de Sharafi, era unagente iraní, nada agradaría más a losturcos que ponerle las manos encima yahorcarlo ante la mirada profundamenteindignada del mundo.

La autopista se transformó en unapendiente cuando llegaron al gran nudode carreteras de Karayolu, desde el cualse divisaba una nítida panorámica de laciudad en todo su esplendor. Sus siete

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colinas subían y bajaban a lo lejos, cadauna de ellas coronada por una mezquitamonumental de cúpulas ciclópeas yminaretes espigados con forma decohete que conferían a la ciudadimperial aquel singular perfil, que lahacía parecer de otro mundo. Más a lolejos, a la derecha, se encontraba la másgigantesca de todas, Santa Sofía, laiglesia de la sagrada sabiduría, quedurante casi mil años había sido lacatedral más grande del mundo, antes deque se convirtiera en mezquita cuandoConstantinopla fue conquistada por losotomanos en 1453. Aquella ciudad, queen otro tiempo se conoció como «laciudad que desea el mundo», la capitalimperial que había soportado más

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asedios y ataques que ninguna otra urbede la Tierra, era la única del mundo queestaba situada a caballo de doscontinentes. Desde su fundación,ocurrida más de dos mil años antes,había sido el lugar donde seencontraban, y luchaban, Oriente yOccidente. Un papel doble que aún hoy,por lo visto, estaba destinada adesempeñar.

—Entonces, esta información...¿Dice usted que el individuo piensavenir a Estambul a intentar averiguar laubicación de no sé qué monasterioantiguo? —preguntó Ertugrul.

—Todo esto gira alrededor de uncaballero templario llamado Conrado.Existe muy poca información acerca de

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él, pero los del Archivo Vaticano hanhallado referencias suyas en los textosescaneados del Registro —explicóReilly—. Y eso es lo que busca nuestrohombre. Verá, Conrado estuvo en Chipredespués de que los cruzados fueranexpulsados de Acre en 1291. EsoSimmons ya lo sabía, pero en elRegistro había más información respectode lo que le sucedió después.

Le pasó el relevo a Tess. Éstaprosiguió con la explicación:

—En los meses y años quesiguieron a la emisión de las órdenes dedetención, que tuvo lugar en 1307 —ledijo a Ertugrul—, se envió un pequeñoejército de inquisidores con la misión decapturar a todos los templarios fugitivos

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y confiscar las propiedades templarias alas que pudieran echar la zarpa. Uno deaquellos inquisidores, un sacerdoteenviado a Chipre para que detuviera alos templarios que habían estadoexiliados en dicha isla, llegó alcontinente y pasó un año enterorecorriendo la zona que se extendíadesde Antioquía hasta Constantinopla,persiguiéndolos. En su diario anotó quellegó a un monasterio en ruinasescondido en las montañas que estabasembrado de esqueletos de los monjesque lo habían habitado. A continuaciónanotó que había hallado las tumbas detres templarios en un cañón no muy lejosde allí. A juzgar por las marcas queencontró junto a las tumbas, uno de los

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caballeros allí enterrados es nuestrohombre, Conrado.

—¿A qué montañas se refería?—Al monte Argeo —contestó Tess

—. Es el nombre que tenía antiguamenteen latín. Probablemente le suene máscomo monte Erciyes.

Ertugrul afirmó con la cabeza, puesconocía dicho nombre.

—Erciyes Dagi. Es un volcánextinguido. —Los miró con cierta duda—. Es muy grande.

—Ya lo sé —replicó Reilly congesto sombrío.

—Se encuentra en mitad del país,en Anatolia. Cerca de él hay unaestación de esquí. —Ertugrul reflexionóunos instantes—. ¿Y ése es el

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monasterio que quieren ayudarlos alocalizar los del Patriarcado?

Reilly afirmó con la cabeza.—En estos momentos, la pista de

Conrado termina en su tumba. Yo creoque hay muchas posibilidades de quenuestro hombre se dirija a ese lugar, conla esperanza de encontrar alguna pistaque conduzca hasta lo que recuperaronlos caballeros de los monjes. Pero nosabemos con exactitud dónde seencuentran dichas tumbas, y él tampoco.En su diario, el inquisidor se limitó aindicar la ubicación del cañón, pero enrelación con el monasterio.Desconocemos dónde puede estar.

—¿No podemos extrapolar el viajeque hizo intentando encajarlo con el

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terreno que rodea el monte?—Esa zona está llena de cañones y

vaguadas. Sin saber de dónde partió elinquisidor, todo serían elucubraciones—replicó Tess—. Necesitamos saberdónde está el monasterio, para podertomarlo como punto de partida y asísaber en qué dirección buscar.

—Lo que sí sabemos es que setrataba de un monasterio basiliano —apuntó Reilly—. Es decir, un monasterioortodoxo.

—Y si existe alguna informaciónacerca de él, el primer sitio dondebuscar sería en el corazón de la Iglesiaortodoxa —dedujo Ertugrul.

—Exacto —ratificó Reilly—. Sidamos con el monasterio, desde allí

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podremos seguir las indicaciones delinquisidor que llevan a las tumbas de lostemplarios. Y si llegamos nosotrosprimero, puede que nos encontremos allícon nuestro terrorista... Y con Simmons.

—Bueno, después de hablar conusted estuve hablando con el secretariodel arzobispo —le informó Ertugrul—.Nos están esperando. —Luego añadió,encogiéndose de hombros—: A lo mejortenemos suerte.

Reilly sintió una burbuja de furiapor dentro al acordarse de la perfeccióncon que había representado su papel elterrorista, desde el momento en que lorecogió en el aeropuerto de Roma hastaque él lo interrogó a bordo delpapamóvil. Por lo visto no había dejado

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nada al azar, y Reilly no pensaba que enesta ocasión pudieran abrigar laesperanza de que les sonriera la suerte.Atrapar a aquel tipo iba a requerirbastante más.

Salieron de la autopista y seincorporaron al caótico tráfico delcentro de Estambul. Atravesaron laciudad rodeados por airados bocinazosde automóviles y un mar de eructos decombustible diésel de camiones y deautobuses que eran verdaderasantiguallas, y se dirigieron hacia lasmurallas de defensa que bordeaban lastranquilas aguas del Cuerno de Oro. Lapequeña comitiva torció por unascuantas calles y por fin enfiló unacalzada estrecha y de sentido único que

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subía ligeramente acompañada por unaalta tapia a su izquierda.

—Ahí está el Fanar —les dijoErtugrul a la vez que señalaba por laventanilla, refiriéndose al Patriarcadocon el apodo por el que era conocido.

Reilly y Tess se volvieron paramirar. Al otro lado de la tapia seencontraba el Patriarcado OrtodoxoGriego, que era para la Iglesia ortodoxalo que el Vaticano para la católica,aunque ni mucho menos tan grandioso.La Iglesia ortodoxa no era unmovimiento unificado y no poseía unúnico líder espiritual. Estabafragmentada y tenía un patriarca distintoallí donde contaba con un númerogrande de seguidores, como Rusia,

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Grecia o Chipre. No obstante, elPatriarca Ecuménico de Estambul eraconsiderado su líder ceremonial, el«primero entre iguales», pero aun así suPatriarcado no era más que un humildeconjunto de edificios nada imponentes.

El complejo se había construidoalrededor de la catedral de San Jorge,una iglesia simple y carente de cúpulaque había empezado siendo un convento.La iglesia entera, probablemente, podríahaber cabido dentro de la nave de lacatedral de San Pedro, y aún habríasobrado espacio. Así y todo, era elcentro espiritual de la ortodoxia, untemplo bellamente decorado quecontenía varias reliquias muy valoradas,entre ellas una parte de la Columna de la

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Flagelación junto a la que ataron yazotaron a Jesucristo antes decrucificarlo. También había unmonasterio, unas cuantas oficinas deadministración y, lo más interesante paraReilly y Tess, la Biblioteca delPatriarcado.

Al llegar a unos setenta metros dela entrada, los coches que iban delantede los monovolúmenes blindadosaminoraron la marcha. La calle deacceso, que subía hasta la cima de lacolina para después volver a bajarsuavemente, estaba llena de cochesaparcados a ambos lados y tenía elancho justo para que circulara un solovehículo. Por esa causa, el tráfico habíaido deteniéndose. Un par de conductores

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impacientes se apresuraron a tocar elclaxon para protestar. Reilly, frustradopor el atasco, se echó hacia un lado paraver mejor. Al frente, una docena decoches más allá, se había congregado unpequeño grupo de gente alrededor de laentrada principal del Patriarcado. Se losnotaba agitados, y todos miraban haciael interior del complejo, señalando conla mano. También había una furgonetaturística pequeña y un taxi descargandovisitantes y parando el tráfico, con losconductores en la calle y mirando en lamisma dirección.

Reilly les siguió la mirada y vioqué era lo que estaban contemplandotodos: una columna de humo negro quese elevaba desde la esquina del fondo

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de uno de los edificios.Y luego vio otra cosa más.Una figura solitaria que salía

andando del complejo.Un hombre de cabello corto y

oscuro, vestido con sotana de sacerdote,que caminaba con naturalidad, tal vez unpoco deprisa, pero sin llamar laatención.

Reilly sintió que se le agolpaba lasangre en las sienes.

—Ahí está —barbotó,levantándose del asiento para señalar alfrente—. Ese sacerdote que va por ahí.Es nuestro hombre. El muy hijo de putaestá aquí mismo.

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Dentro del monovolumen estalló elpánico cuando los seis ocupantesconcentraron la atención todos a la vezen la gente que iba amontonándose a laentrada del Patriarcado.

—¿Dónde? —preguntó Ertugrul,torciendo el cuello a izquierda y derechay buscando también frente a sí—.¿Dónde está?

—¡Ahí mismo! —rugió Reilly, yatan levantado de su asiento que casi sehabía subido a la espalda del agregado.Se esforzó por no perder de vista a suobjetivo, pero el individuo de la sotanase alejaba rápidamente y terminó

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desapareciendo detrás de la multitud—.Vamos a perderlo —masculló, y en vistade que los coches no iban a ningunaparte, pasó por encima de la fila deasientos de en medio y por encima deErtugrul, abrió la portezuela delmonovolumen y saltó a la calle.

Cuando estaba apeándose delcoche oyó que el jefe de la policíaladraba algo a su joven chófer en tonofurioso, seguramente para que hiciera lopeor que podría haber hecho: pegar lamano al claxon y sacar la cabeza por laventanilla para decirle al conductor delcoche de delante, a voces ygesticulando, que se quitase de enmedio.

Reilly ya había echado a correr

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cuando vio que el terrorista reaccionabaa aquel estallido de furia tan malcalculado. Sin aflojar el paso, volvió lacabeza, y entonces se tropezó con lamirada de Reilly.

«Mal hecho», maldijo Reilly parasus adentros, al tiempo que se lanzaba ala carrera y desenfundaba el arma. «Muymal hecho.»

Cuando Zahed vio a Reilly apearsea toda prisa del vehículo, sus piernascobraron vida. No había ni un segundoque perder. Reilly venía lanzado, pistolaen mano, como a una docena de cochesde distancia de donde se encontraba él.Además vio a varios hombres más que

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se bajaban de aquel monovolumen negroy de otro que había detrás.

Todo aquello lo tomó por sorpresa.«Son muy buenos», siseó. «No,

todos no», se corrigió. «Reilly. Reilly esmuy bueno.»

Pero dejó a un lado aquellapreocupación; había asuntos másurgentes que atender.

Había aparcado el coche dealquiler bajando por la cuesta delPatriarcado, y al instante se dio cuentade que iba a tener que abandonarlo.Estaba unos cincuenta metros másadelante, demasiado lejos para llegarhasta él sano y salvo; además no habíatiempo para sacarlo con maniobras delestrecho hueco en el que se encontraba

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estacionado.Así que decidió tomar una ruta de

escape mucho más segura.Moviéndose con la naturalidad y la

calma de quien ha ensayado un centenarde veces para la función definitiva,dobló a la derecha, volvió sobre suspasos y fue cuesta arriba, cruzando pormedio del gentío y en dirección a Reilly,precisamente para ir en línea recta hacialos vehículos que se hallaban detenidosfrente a la entrada del complejo.

Introdujo una mano por debajo dela sotana y extrajo una enorme Glock.

Y sin perder un segundo, comenzóa disparar.

Los primeros seis tiros los lanzó alaire, al tiempo que vociferaba, agitando

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la pistola como un loco:—¡Fuera! ¡Muévanse! ¡Vamos!El efecto fue instantáneo: una

explosión de gritos y chillidos y unaavalancha de gente presa del pánico quese lanzó en estampida buscando refugio,con lo cual le despejó el camino a él eirrumpió de lleno en la trayectoria deReilly.

Zahed continuaba avanzando a pasovivo, y llegó hasta el conductor delprimer vehículo de la fila del atasco. Elchófer en cuestión estaba de pie junto ala puerta de su camioneta y, entre lasorpresa y la confusión, no se habíamovido de allí. Zahed le disparóprácticamente a quemarropa, y antes deque lograra siquiera darse cuenta de lo

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que se le venía encima le abrió el pechocon una bala calibre 380 que lo empujóviolentamente hacia atrás. Y despuéssiguió andando. Haciendo caso omisodel caos que lo rodeaba, salvó la puertaabierta de aquella camioneta y volvió alevantar el arma, esta vez para apuntaral taxi que estaba detenido acontinuación. El taxista, que estaba fueradel coche, miró aterrorizado a aquelsacerdote que se le acercaba empuñandouna pistola y alzó los brazos al tiempoque se le doblaban las piernas de puromiedo. Al momento le apareció unamancha húmeda y oscura en laentrepierna. Zahed le sostuvo la miradaunos instantes, y luego sus ojos carentesde toda emoción se apartaron de aquel

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hombre a la misma vez que su pistolapara centrarse en el neumático derechodel taxi. Zahed apretó el gatillo una vez,y luego otra más, y una tercera, hasta queel neumático quedó hecho trizas y elcoche se desequilibró y cayópesadamente sobre la llanta.

Miró por encima del techo del taxiy acertó a ver a Reilly batallando con lariada de gente que huía. Ya lo tenía amenos de treinta metros. Entonces alzóla pistola e intentó centrar al americanoen la mira, pero el tumulto era excesivo,por lo tanto le resultaba imposibleencontrar una línea de tiro despejada.

Había llegado el momento de ponerpies en polvorosa.

Todavía empuñando el arma, se

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sentó de un salto tras el volante de lafurgoneta, metió primera y pisó elacelerador a fondo.

Reilly había perdido de vista a suobjetivo apenas el tiempo que se tardaen respirar dos veces, cuando de repentelos primeros disparos hicieron que lamultitud huyera despavorida en sudirección.

Le vinieron por la derecha hombresy mujeres de todas las edades y todoslos tamaños, chillando y corriendodespavoridos. Intentó esquivarlos yabrirse paso entre ellos, pero ya teníabastante trabajo con procurarmantenerse en pie. Transcurrieron unos

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segundos preciosos mientras pasabanpor su lado cuerpos y más cuerpos, unossegundos durante los cuales oyó otrodisparo, y luego varios más. Cada unode aquellos tiros le espoleó las neuronasy lo incitó a seguir caminando.

Mantuvo la pistola cerca de la caray se sirvió del otro brazo para abrirse unespacio entre la maraña de gente,chillando «¡Agáchense!» y luchando poravanzar... Y entonces oyó el gemido deun motor sobrecargado y el chirriar deunos neumáticos, y cuando logró salirpor fin de entre la muchedumbre vio lacamioneta que huía cuesta abajo a todavelocidad.

Echó a correr detrás lo más rápidoque pudo, luego frenó en seco, apuntó

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con cuidado y apretó el gatillo una vez,dos, tres... pero a aquella distanciaresultaba inútil. La camioneta ya seperdía de vista. Entonces giró sobre sustalones y dejó que su instinto realizarauna evaluación rapidísima de lasituación. Vio que la columna de humonegro salía ahora de la ventana de unpiso superior de un edificio delcomplejo y que los sacerdotesabandonaban el Patriarcado presas delpánico. También vio a Ertugrul y a lospolicías turcos corriendo hacia él, almuerto tirado en el suelo, a otro hombrede pie junto a un taxi con la miradapetrificada, el taxi ladeado y caídosobre el lado del conductor, más eldetalle de que estaba cerrando el paso a

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todos los coches que tenía detrás y quepor lo tanto no iba a ir a ninguna parte,al menos en un futuro inmediato.

Todo lo cual le dijo que tan sólo lequedaba una alternativa: correr, lo másrápido que pudiera, y abrigar laesperanza de que ocurriera un milagro.

Se puso a perseguir a la camionetaque acababa de desaparecer por unacurva de la calzada. Salió disparado,con la respiración a tope, cortando elaire con las palmas de las manos,impulsándose con los codos, golpeandoel asfalto con las suelas de los zapatosen un rápido y nítido staccato. Debía dellevar recorrida una distancia como deunos veinte coches cuando de prontosurgió el milagro que esperaba; una

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mujer de mediana edad que estabasubiendo a su automóvil, un pequeñoPolo de color granate.

No había tiempo para darexplicaciones.

En cuestión de segundos, Reilly,tras balbucir unas pocas palabras paradisculparse, le arrebató las llaves de lamano, se sentó al volante y se apartó delbordillo con un agudo chirrido deneumáticos. Atrás quedó la mujergritando enfurecida, mientras él selanzaba como una flecha en pos de supresa.

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20

Mansur Zahed miró a través delparabrisas, más concentrado que nunca.

Conocía Estambul más o menos,era una ciudad que había visitado variasveces con ocasión de diversos encargos.Pero no conocía muy bien laconfiguración de las calles, y desdeluego tampoco conocía lo bastante bienel distrito del Fanar para saber adóndese dirigía. La verdad era que le daba lomismo desembocar en un sitio que enotro; ya tenía lo que había ido a buscar ala Biblioteca del Patriarcado. Lo únicoque necesitaba hacer ahora era dejar unaprudente distancia de seguridad entre el

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complejo ortodoxo y él, y cerciorarse deque no lo vinieran siguiendo, acontinuación abandonar aquellacamioneta y tomar un taxi para reunirsecon Steyl y el arqueólogo que teníancautivo.

Al llegar a una intersección giró ala derecha, en dirección al mar y a laserpenteante autopista que discurría porla orilla sur del Cuerno de Oro. Sipudiera incorporarse a ella, estaríalibre. Se trataba de una arteria principalpor la que podría circular cómodamentepara distanciarse de Reilly y su brigada.Tenía que estar cerca del mar, pensó,notando que comenzaba a disiparse latensión que sentía en todo el cuerpo.Tenía que estar a muy pocas calles de

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allí.Pero su alivio se cortó en seco ante

el chirrido de un vehículo que salió enaquel momento de un recodo.

Miró en el espejo. Había aparecidoun coche de tres puertas que se leacercaba peligrosamente por detrás.

Un breve vistazo al conductor bastópara hacerle ver que se trataba deReilly.

«Madar yendeh», juró para susadentros al tiempo que pisaba elacelerador a fondo y aferraba el volantecon más fuerza.

Al llegar a un cruce abarrotado detráfico, tuvo que clavar el freno yponerse a tocar el claxon y a dar voces.Miró el espejo retrovisor, tenso como un

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arco, y de pronto oyó el aullido conefecto Doppler del claxon de un coche yvio al tres puertas surgiendo del caosdel cruce y lanzándose contra él igualque un terrier furibundo.

Atravesó dos cruces más como unaexhalación, pasó por delante de variosconductores coléricos y se valió delgran tamaño de la camioneta paraapartarlos a un lado, como si estuvieraen una competición de monstruos amotor, y de ese modo consiguió ponerunos cuantos coches entre Reilly y él.Luego se metió por otra calle delante deun camión enorme y aceleró, sin dejarde mirar en el espejo exterior para vercuántos coches de distancia le habíaganado a su perseguidor gracias a

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aquella maniobra... y entonces sobrevinoel desastre. Había llegado a la rampa deentrada de la autopista de la costa, unavía que constaba de dos carreteras dedos carriles, una que se dirigía hacia elnorte y otra que iba hacia el sur, y queen algunos puntos discurrían juntas y enotros muy separadas.

El problema era que la rampa deacceso estaba bloqueada por el tráfico.Clavó los frenos y miró lo que habíadelante. La carretera a la que llevaba larampa, la que se dirigía hacia el norte,estaba totalmente atascada. La que ibahacia el sur, detalle frustrante, aparecíatotalmente despejada, pero aquélla nopodía tomarla, habiendo tantos camionesy coches detrás de él y barreras de

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aluminio de medio metro de altura acada lado.

Estaba atrapado.Peor, cuando miró en el espejo

retrovisor vio, unos siete coches másatrás, uno de color granate con laportezuela abierta para dejar salir aReilly.

Hizo una mueca de fastidio,impresionado y enojado a partes igualespor la persistencia de aquel agente, y seapeó de la camioneta a toda prisa.

Echó a correr por la rampa deacceso, salvó de un brinco una de lasbarreras de protección y se lanzó a lacarrera atravesando un tramo de hierbareseca en dirección a la carreteraprincipal. Miró atrás y vio a Reilly

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corriendo en pos de él; pensó en sacar lapistola y dispararle, pero luego decidióque mejor no. Siguió corriendo, sorteólos vehículos atascados, saltó porencima de otra barrera y cruzó otrotramo de hierba y más adelante otrabarrera más, para alcanzar por fin loscarriles que iban en dirección sur, porlos que el tráfico avanzaba con fluidez.

Miró a su espalda. Reilly se leestaba acercando. Echó una ojeada a loscoches que venían y descubrió un sedánblanco que llevaba dentro un únicoocupante. Entonces se plantó en mediode la carretera y se puso a mover losbrazos como si estuviera pidiendosocorro. Calculó que la sotana quellevaba puesta le serviría de ayuda, y así

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fue, porque el sedán blanco aminoró lavelocidad y se detuvo junto a la barrera.También tuvieron que frenar un par decoches que venían detrás, con un fuertechirrido de neumáticos y tocando elclaxon. Pero Zahed no les hizo caso; seaproximó al conductor llevando en lacara una expresión tímida y amigable. Elconductor, un individuo de constituciónmenuda y calvicie incipiente, empezó abajar la ventanilla. Apenas la habíaabierto unos centímetros cuando deimproviso Zahed introdujo una mano ytiró del mando de la puerta,seguidamente soltó el cinturón deseguridad del desvalido conductor,agarró a éste y lo sacó del coche sincontemplaciones. Lo arrojó contra el

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asfalto como si estuviera descargandoun saco, más allá de la línea divisoria, yun camión que venía por el otro carril sevio obligado a dar un volantazo para noaplastarlo. Zahed no se percató; ya habíaocupado el sitio de aquel bolo humano yse había sentado al volante de su FordMondeo para salir disparado con víalibre.

Reilly salvó de un salto la últimabarrera de protección y llegó al tumultoque se había formado en la autovía atiempo para vislumbrar brevemente latrasera del coche que acababa de robarZahed. Con la respiración agitada, vio alcalvo hablando agitadamente con los

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conductores de un par de coches que sehabían detenido. Estaban bloqueandouno de los carriles y causando un efectodominó de gritos encolerizados ybocinazos varios.

«No puedo permitir que escape.Otra vez no.»

Fue hasta los que hablaban y señalóel primero de los vehículos con laurgencia de un maníaco.

—¿Es éste su coche? —le preguntóa uno de ellos—. ¿Es suyo?

El calvo y uno de los otros lomiraron con suspicacia y dieron un pasoatrás negando con la cabeza para decirque no, pero el tercero, un individuo decomplexión fuerte, cuello de toro y pielcorreosa, le plantó cara y empezó a

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soltarle un torrente de frases airadas enturco al tiempo que agitaba las manoscon ademán desafiante.

«No tengo tiempo para esto.»Reilly se encogió de hombros, se

llevó una mano a la espalda y cogió supistola. La sostuvo en alto, alzandotambién la otra mano, mostrando laspalmas con gesto apaciguador.

—Cálmense, ¿quieren? —lesordenó—. ¿Quieren que se escape esetipo? ¿Eso es lo que quieren?

El calvo puso cara de ir a deciralgo, pero el gorila enfurecido no estabaimpresionado; de nuevo arremetió conotro torrente de palabras, a todas lucesponiéndolo verde a él, y agitando losbrazos para demostrar que no le daba

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miedo la artillería que había sacado.«A la mierda», pensó Reilly. Con

cara de pocos amigos, bajó la pistola ydisparó tres tiros al suelo, junto a lospies del gorila. Éste dio un salto haciaatrás como si hubiera pisado unaserpiente.

—¡Las llaves! —gritó Reilly,señalando de nuevo el coche yapuntando la boquilla humeante del armaa la cara de King Kong—. Deme lasmalditas llaves del coche, ¿entendido?

El otro, con una mueca deperplejidad, le tendió las llaves delcoche. Reilly se las arrebató de la manoy contestó con un reacio «Gracias».Acto seguido corrió al coche, unmonovolumen de origen incierto. Se

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sentó al volante procurando no toser alsentir el tufo a colillas rancias que salíadel cenicero y arrancó para lanzarse unavez más en persecución de su presa.

Los dos primeros kilómetrospasaron sin que hubiera casi coches queadelantar, a consecuencia del atasco quehabía dejado atrás. Entonces avistó unpunto blanco a lo lejos, y eso le hizocobrar nuevas energías, aunque ya nohabía mucho más que pudiera pedirle almotor del monovolumen que conducía.Estaba adelantando a toda mecha a unautocar viejo y cargado hasta los topescuando de pronto lo sobresaltó un timbreque se oyó en el interior de su chaqueta.Agarró el volante fuertemente con unamano, y con la otra sacó el Blackberry.

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Su oído fue invadido por la vozentusiasta de Nick Aparo, tan nítidacomo si le estuviera llamando desdeotro coche y no desde Federal Plaza,Manhattan.

—Hola, ¿cómo va eso? ¿Mejoranalgo tus vacaciones en Europa, Clark?

Por el cerebro agotado de Reillypasó raudamente una vaga asociacióncon una película antigua de ChevyChase, pero estaba demasiadoconcentrado en seguirle los pasos aaquel sedán blanco para descubrir quéera.

—Ahora no puedo hablar —dijosin aliento, con la mirada puesta en lacarretera.

—Te va a gustar lo que voy a

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decirte, Clarkie —insistió Aparo, aúnajeno a la situación que estaba viviendosu compañero—. Es referente a tuhombre misterioso. Hemos hallado unacoincidencia.

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—Luego me lo cuentas —replicóReilly—. Necesito que llames por mí aErtugrul, ahora mismo. Dile que estoyyendo por la autovía de la costa en unmonovolumen... —bajó la vista alvolante, el cual, menos mal, llevaba unnombre y no un logo difícil dedesentrañar— ... un Kia de color azul, ynuestro objetivo va en un sedán blanco,justo delante de mí, y nos dirigimos... —echó una ojeada rápida al cielo para verdónde estaba el sol y calcularmentalmente la dirección— ... hacia elsur, creo, siguiendo la costa.

Aparo, como de costumbre, cambió

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el tono de voz de jovial a superseriobruscamente, como si obedeciera laorden de un hipnotizador.

—¿Qué objetivo? ¿El terrorista?—Sí —dijo Reilly—. Tú haz esa

maldita llamada, ¿quieres?El tono de voz de Aparo cambió

una vez más y se tornó maníaco:—No cuelgues, voy a llamarlo por

la otra línea. ¿Qué coche conduce esecabrón?

—No estoy seguro, no he podidoverlo bien. Pero no será difícil delocalizar, con la velocidad que lleva.

Reilly puso el teléfono en manoslibres y lo dejó en el asiento de al lado ala vez que pasaba a velocidad de vértigojunto al tráfico estancado en sentido

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contrario. La autovía torcía ligeramentea derecha e izquierda, aunque en generalmantenía un trazado en línea recta, y aReilly se le aceleró el pulso al ver queel sedán blanco realizaba un virajebrusco a la izquierda para intentaradelantar a un dolmu, un taxi colectivolento y abarrotado de pasajeros quecirculaba renqueante, pisando la rayaque separaba ambos carriles. Al fin loconsiguió, pero aquel pesado minibús lohabía retrasado, de modo que ahoraReilly tenía a aquel hijo de puta a sualcance. Con las luces encendidas ytocando el claxon sin parar, adelantó aldolmu sin perder un segundo, con locual le ganó un terreno precioso al sedánblanco. Ahora distinguió que se trataba

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de un Ford.Con los dedos enroscados al

volante y ya sintiendo que tenía a supresa al alcance de la mano, vioaparecer allá delante el primero de losdos puentes que atraviesan el Cuerno deOro. Consiguió ganarle otro poco deterreno al Mondeo cuando éste aminoróligeramente para pasar por un nudo decarreteras en forma de hoja de trébol, yen cuestión de segundos lo tuvo yamucho más cerca, al empezar a cruzar elpuente Ataturk. Era viejo, parecía másuna calzada normal que un puente,puesto que estaba apoyado en pilares dehormigón y tenía dos carriles en cadasentido y una estrecha acera peatonal acada lado. En aquellos momentos

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soportaba una gran intensidad de tráfico,lo cual ralentizó al Mondeo y permitió aReilly acortar todavía más la distancia ypegarse al parachoques de su presa, queintentaba abrirse paso por entre losdesventurados conductores turcos a basede frenazos, volantazos y empujones.

—¡En estos momentos estoy justodetrás de él, estamos cruzando unpuente! —chilló Reilly, inclinándosehacia el costado, en dirección alBlackberry, a la vez que adelantaba a unvehículo más lento—. Al otro lado veouna torre antigua, a la derecha, se parecea un castillo antiguo.

—Entendido —respondió la vozmetálica de Aparo, esta vez amortiguadapor el asiento—. Ertugrul va a pasarle el

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tema a un policía que lo acompaña. Nole pierdas de vista, colega.

«Esto va demasiado deprisa»,pensó Reilly. «No van a poderayudarme. Tengo que hacerlo solo.»

—Lo que estás viendo es la torreGálata —informó Aparo, tan falto deresuello como su compañero—. Ya hanlocalizado por dónde vas. Aguantafirme.

Reilly mantuvo el aceleradorpisado a fondo y corrió como una flecha,a escasos metros del Mondeo... y asícontinuó, persiguiendo sin cejar aquelcoche blanco, atento al giro que hizo a laizquierda, luego otro a la derecha, paraluego recuperar la línea recta.

Otra vez pisó el pedal a fondo y se

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lanzó en pos de él.

El Kia estaba ya tan cerca, queMansur Zahed prácticamente veía elansia que reflejaban los ojos de Reilly.

«Madar yendeh», volvió a jurarpara sí al ver en el espejo cómo se leiba aproximando aquel coche azul. Pisóel acelerador a fondo y se desvió parahuir, a fin de colocarse entre dos cochesmás lentos y evitar que le pisara lostalones.

Vio que Reilly se quedabarezagado cuando los coches que llevabadetrás aminoraban la marcha y volvían asus carriles.

«Ese americano está poseído. No

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me va a resultar nada fácil quitármelo deencima. Y menos ahora, después de todoesto.»

Zahed sabía que el tráfico podíacomplicarse en cuanto salieran delpuente. Tenía que hacer algo ya, rápido,si quería evitar otra persecución a lacarrera con el perro rabioso que levenía resollando en el cuello.

Con la mano pegada al claxon delMondeo, adelantó unos cuantos cochesmás, incluso a uno de ellos lo obligó asubirse al bordillo de la acera. Aquello,y un autocar abarrotado que iba delante,un Mercedes viejo, de los años setenta,con el techo repleto de equipajes, queiba soltando por el tubo de escape unhumo denso y negro, le trajo la

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inspiración.Siguió avanzando a toda velocidad

hasta ponerse casi a la altura delautocar, y acto seguido dio un volantazoa la izquierda, otro a la derecha, yembistió al autocar de costado. Elautocar se quejó y rebotó a la derecha ysus ventanillas aparecieron de repentellenas de caras de viajerossorprendidos, las maletas y las cajas queiban en el techo se soltaron de susanclajes y cayeron al suelo, en medio delos coches que venían detrás. EntoncesZahed dio otro bandazo para seguir conel Mondeo arrimado al costado delautocar, con el fin de obligarlo adescribir una trayectoria diagonal ysubirlo al bordillo de la acera. Tras

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pulverizar la barandilla metálica, elviejo autobús salió volando del puente.

Zahed enderezó su trayectoria ymiró en el retrovisor. Para susatisfacción, Reilly estaba haciendoexactamente lo que él esperaba quehiciera.

Reilly contrajo el rostro al ver queel Mondeo blanco lanzaba a aquel viejoautocar puente abajo.

Salió volando casi sin hacer ruidoy se perdió de vista durante unnanosegundo antes de provocar unagigantesca cascada de agua en elestuario. Teniendo en cuenta la montañade equipaje que llevaba atado

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precariamente en el techo, Reilly dedujoque seguramente iba abarrotado degente, gente que sin duda estaba a puntode ser arrastrada al fondo del agua.

El coche que tenía delante clavólos frenos de golpe y porrazo, y él hizolo mismo. A su espalda oyó un conciertode chirridos de frenos y golpes deparachoques. Vio que había espaciosuficiente para adelantar a los vehículosque tenía delante, pero no podía hacertal cosa, ahora que posiblemente habíaun montón de personas ahogándose.

Tenía que socorrerlas.Se apeó del coche y echó a correr

hacia la enorme brecha que se habíaabierto en la barandilla. Vio a lo lejosque la trasera del Ford blanco

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desaparecía del puente, y por un instanteimaginó la cara de satisfacción de supresa. «Qué hijo de puta», pensó, y lafrustración y la rabia lo estimularon acorrer hasta el borde del puente.Acudieron también varias personas deotros coches y miraron hacia abajo,señalando y hablando agitadamente.

En el agua, el viejo autocar eravisible sólo a medias, la parte traseradel techo sobresalía de la superficieigual que un diminuto témpano de hielo.Reilly escrutó la superficie, pero no vioa nadie flotando. Las ventanillas delautocar parecían herméticas, únicamentecontaban con una estrecha sección en laparte superior que podía abrirse, peroque no tenía en absoluto la anchura

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suficiente para que saliera por ella unapersona. Reilly aguardó uno o dossegundos más, pensando si las puertasserían de apertura hidráulica, si sehabrían quedado bloqueadas alinterrumpirse la electricidad, si lospasajeros estarían demasiadoconmocionados para averiguar dónde seencontraban las salidas de emergencia.No se veía salir a nadie. Estaban todosatrapados en el interior. Y nadie estabahaciendo nada al respecto.

Observó las caras aturdidas quetenía a su alrededor, una mezcla depersonas jóvenes y no jóvenes, dehombres y mujeres, todosconmocionados, hablando sin parar ymirando el autocar con expresión grave,

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y se puso en acción.«No va a haber más muertos. No

por mi culpa. Siempre que yo puedaevitarlo.»

Se descalzó, se quitó la chaqueta ysaltó al agua.

A su alrededor flotaban equipajes ycajas de cartón que le estorbaban paraavanzar, pero logró llegar a la traseradel autocar y asirse a la barandilla deltecho justo antes de que éstadesapareciera con un último eructo deaire.

Aguantó mientras el autocar ibahundiéndose lentamente. En aquellasaguas turbias acertó a ver las carasfantasmales y desencajadas por el miedode los pasajeros al otro lado de la

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ventanilla trasera. Estaban tirando de lapalanca de emergencia, pero ésta norespondía, y aporreaban el cristal condesesperación. Reilly, agarrado con unamano, extrajo su pistola y se la mostró alos pasajeros que tenía más cerca, con laesperanza de que lo entendiesen. Lospasajeros no se apartaron, pero eso nole impidió actuar. Apoyó la pistolacontra la parte más superior del cristal yla orientó hacia arriba, apuntando a lacara interior del techo, y disparó, una yotra vez. Cinco tiros seguidos queatravesaron el cristal y luego seperdieron en el agua que iba llenando elautocar. Los disparos debilitaron elcristal lo suficiente para que él pudieraromperlo a base de patadas y golpes con

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la culata del arma, hasta que finalmentecedió y dejó salir una gigantesca burbujade aire retenido que a punto estuvo dehacerle soltar la barandilla.

Uno tras otro, los pasajerosatrapados fueron saliendo, frenéticos ydesesperados, una maraña de brazos quebuscaban a Reilly para aferrarse a lamano que éste les tendía y despuéssubían pataleando en dirección a la luz.Él aguantó todo lo que dieron de sí suspulmones, y por fin se soltó y fue conellos hacia la superficie. La alegría desaber que todos los pasajeros seencontraban a salvo no bastó paracompensar la amarga frustración que locarcomía por dentro.

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Para cuando Reilly pudo regresaral Patriarcado, el complejo ya sehallaba sumido en el caos. La carreteraque llevaba hasta él estaba atestada decamiones de bomberos, ambulancias ycoches policiales. Por todas partespululaban miembros del personal de losservicios de emergencia, haciendo loque mejor sabían hacer.

Había llegado a nado hasta uno delos pilares de apoyo del puente y habíavuelto a subir a éste. Finalmente sepresentó un policía en la escena y, trasuna breve discusión, accedió a llevarlode nuevo al Fanar. Se quitó la camisa y

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se puso la chaqueta, que había dejadoallí antes de lanzarse al agua, pero lospantalones los tenía empapados, undetalle que tampoco lo ayudó acongraciarse con el policía. Debido alrevuelo que se había creado y albloqueo de la zona por motivos deseguridad, tuvo que recorrer losdoscientos últimos metros andando, yencontró a Tess de pie junto a laentrada. La acompañaba Ertugrul,además de un par de jóvenesparamilitares que tenían demasiada pintade ser de gatillo fácil para inspirartranquilidad. A los policías, frustrados,les estaba costando mucho trabajomantener a raya a los periodistas y a loscuriosos, mientras por las tapias y las

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aceras de alrededor se había desplegadoun pequeño ejército de gatos sentados(en Estambul se los reverencia porquedan buena suerte) que observabanapaciblemente lo que sucedía.

Tess puso una enorme cara dealivio al ver aparecer a Reilly, pero suexpresión pasó a ser de curiosidadcuando reparó en que venía sin camisa ycon los pantalones chorreando agua.

Le dio un beso rápido y lo tomópor los brazos.

—Tienes que quitarte esa ropa.—¿Todavía está mi bolso en el

coche? —le preguntó a Ertugrul.—Sí —contestó el aludido—. Está

aparcado en la calle, un poco más abajo.Reilly echó una ojeada al interior

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del complejo y vio a unos sanitariosintroduciendo una camilla en laambulancia. El cuerpo que yacía en ellaestaba tapado con una manta gris,incluida la cabeza. A su alrededor seapiñaba un grupo de sacerdotes, todoscon una expresión desconsolada y loshombros hundidos.

Reilly miró a Ertugrul con gestointerrogante.

—El padre Alexios. Era el granarchimandrita de la biblioteca. Una solabala, justo en medio de los ojos.

—También han hallado el cadáverde un sacerdote en un callejón de ahíabajo —agregó Tess.

—Sin la sotana —dedujo Reilly.Tess afirmó con la cabeza.

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Reilly ya se lo esperaba.—¿Y el incendio?—Ya está apagado, pero la

biblioteca ha quedado hecha un desastre,como se puede imaginar —dijo Ertugrul.Dejó escapar un gruñido de frustración yañadió—: Supongo que ese tipo se hallevado lo que vino a buscar.

—Otra vez —observó Reilly entono ácido.

Permaneció unos instantes allí depie, con los puños cerrados de rabia,observando la escena en silencio, ydespués dijo:

—Ahora vuelvo. —Y se encaminóhacia el coche para cambiarse de ropa.

Llevaba recorrido medio trechocuando de pronto se acordó de una cosa,

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y sacó el Blackberry del bolsillo de lachaqueta. Aparo contestó al primertimbrazo.

—Infórmame, tío —le instó sucompañero.

—Lo he perdido. Ese tipo es unlunático. —Al momento le vino a lamemoria el golpe de costado quecatapultó al autocar y lo sacó del puente—. ¿No dijiste que tenías algo quecontarme?

—Sí —confirmó Aparo—. Por finhemos encontrado una coincidencia eninteligencia militar. Hablando de cosasdifíciles, hay que ver lo agarrados queson esos tipos a la hora de compartirinformación.

—Bueno, ¿y quién es?

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—No tenemos el nombre, sólo unaoperación anterior.

—¿Dónde?—En Bagdad, hace tres años. ¿Te

acuerdas de aquel experto eninformática, el que procedía delMinisterio de Finanzas?

Reilly estaba enterado. Habíacausado furor en su momento, en elverano de 2007. Al individuo encuestión, un norteamericano, lo habíansacado del centro de tecnología delministerio junto con sus cincoguardaespaldas. Los secuestradores sepresentaron ataviados con el uniformecompleto de la Guardia Republicanairaquí, entraron sin más y se los llevaronfingiendo que estaban «detenidos». El

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especialista había llegado a Bagdadjusto el día anterior, con la misión deinstalar un programa nuevo de software,muy sofisticado, que iba a permitirseguir la pista a los miles de millones dedólares procedentes de la ayudainternacional humanitaria y de losingresos del petróleo que pasaban porlos ministerios de Iraq, unos miles demillones que desaparecían casi con lamisma rapidez con que llegaban.Diversas fuentes de inteligencia sabíanque una gran parte de los fondos quedesaparecían se desviaban hacia lasmilicias iraníes que operaban en Iraq,gracias a los instructores iraníes queocupaban muchos puestos deresponsabilidad en el gobierno iraquí y

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que, sin ninguna duda, de paso sereservaban una jugosa comisión paraellos. Nadie quería que cesara lacorrupción, ni tampoco que saliera a laluz. El Ministerio de Finanzas se habíaresistido durante más de dos años, sinninguna vergüenza, a que se implantaradicho software; así que el hombre quetrajeron por fin para que pusiera fin aldesfalco fue secuestrado menos deveinticuatro horas después de aterrizaren el país, sentado ante el teclado, en elcorazón mismo del ministerio.

Su secuestro había sido planeado yejecutado meticulosamente, y se atribuyóa la fuerza de Al-Quds (que era elnombre de Jerusalén en árabe), unaunidad especial que poseía la Guardia

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Republicana iraní para ejecutaroperaciones encubiertas en elextranjero. Cuando un par de semanasmás tarde se encontró al especialistanorteamericano y a sus guardaespaldasejecutados, la retórica de la CasaBlanca contra Irán se disparó hacia lasnubes. Las fuerzas estadounidensescapturaron y detuvieron a media docenade altos cargos iraníes en el norte delpaís. Los dirigentes de Irán, que nuncahabían sido de los que se resisten aavivar las llamas de un conflicto deforma temeraria, a través de una miliciaaislada, supuestamente no afiliada,denominada Asaib Al-Haq, es decir la«Liga Justa», procedió a lanzar unataque todavía más descarado, esta vez

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contra la sede provincial de Kerbala,durante una reunión de alto nivel quecelebraban dignatarios americanos eiraníes. Fue una operación incluso másaudaz y desvergonzada que el secuestroanterior. A la entrada de la base sepresentaron una docena de operativos deAl-Quds a bordo de una flota demonovolúmenes de color negroidénticos a los que utilizaban allí loscontratistas militares norteamericanos.Iban vestidos exactamente igual que losmercenarios y hablaban inglés a laperfección, tanto era así que los iraquíesque guardaban la entrada quedaronconvencidos de que eran americanos... ylos dejaron pasar. Cuando estuvierondentro, se comportaron como

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enajenados. Mataron a un soldadoamericano y apresaron a otros cuatro, alos que ejecutaron al poco de irrumpiren el complejo. Aquel día terminósiendo el tercero más sangriento de Iraqpara las tropas norteamericanas. Cosasorprendente, en la incursión no resultóherido ningún iraquí.

—Estuvo allí, tu objetivo. Era unode los que irrumpieron en la base —ledijo Aparo—. Sus huellas dactilarescoinciden con las que dejaron en uno delos coches que abandonaron. Y según lainteligencia de que disponemos, las dosoperaciones fueron llevadas a cabo porel mismo equipo, de modo que esposible, incluso probable, que nuestrohombre participara también en el

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secuestro del informático.—¿Sabemos algo de él?—Nada —respondió Aparo—.

Nada en absoluto. Los autores de las dosoperaciones desaparecieron sin dejarrastro. Lo único que puedo decirte esque parece que nuestro hombre tomóparte en ellas. Pero eso nos da una ideade lo que debe de haber en su historial,a saber en qué más mierdas se ha metidoese cabrón. Me da en la nariz que es eltipo al que recurren cuando necesitanllevar a cabo una operación especial.

Reilly frunció el ceño.—Pues qué suerte la nuestra.Sabía que si había que fiarse de la

historia, aquello no resultabaprometedor precisamente. En todas las

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confrontaciones que había habido entreEstados Unidos e Irán desde 1979,cuando subió Jomeini al poder, siemprehabía ganado Irán.

—Tienes que atrapar a ese tío,Sean. Encuéntralo y bórralo de la faz dela Tierra.

De pronto sonó una sirena quesobresaltó a Reilly. Se volvió y vio unade las ambulancias bajando por lacuesta a toda velocidad, y se hizo a unlado para dejarla pasar.

—Primero tenemos que encontrarlo—le dijo a Aparo—, y después, lo quetengo pensado hacer con él no esprecisamente compartir una cerveza.

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Dadas las tensiones políticas tantointernas como externas que atenazaban asu país, los turcos se tomaban muy enserio los asuntos de seguridad nacional,y con éste no hicieron ningunaexcepción. Una hora después de habervuelto al Patriarcado, Reilly, junto conTess y Ertugrul, estaba ya sentado en unasala de reuniones de la sede central dela Policía Nacional de Turquía, en eldistrito Aksaray, despachando preguntasy respuestas con media docena deagentes de seguridad turcos.

Había una cuestión que frustrabasobremanera a Reilly:

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—¿Cómo ha hecho para entrar eneste país? —preguntó, todavía molestopor aquel despiste—. Yo creía queustedes imponían en los aeropuertos unaseguridad de nivel militar.

Ninguno de sus anfitriones dio laimpresión de tener preparada unarespuesta inmediata que darle.

Suleyman Izzettin, el capitán depolicía que estaba en el aeropuerto conErtugrul, fue el que rompió aquelincómodo silencio:

—Estamos investigándolo. Perorecuerde —dijo, a todas luces igual demolesto que Reilly— que nuestroscontroles fronterizos no tenían una fotonítida de él ni tampoco un nombresupuesto. Además, puede que no haya

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venido en avión.—Eso es imposible —replicó

Reilly—. No ha tenido tiempo paravenir por carretera desde Roma. Havenido en avión, sin duda. —Recorrió lasala con la vista y decidió hablar unpoco más despacio de lo normal yrecalcando ligeramente las sílabas, paraque lo entendieran todos—: Este tipo selas arregló para trasladar a sus rehenesde Jordania a Italia sin problemas.Ahora está aquí, y todavía tiene a uno deellos en su poder. Hemos de averiguarcómo hace para ir saltando de un país aotro. Y sería de gran ayuda descubrirpor cuál de sus aeropuertos se hacolado.

Los agentes de seguridad estallaron

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en un acalorado debate en turco. Estabaclaro que no les había gustado nada quelos pusieran en evidencia delante de unagente extranjero. Izzettin los llamó alorden y luego repitió, simplemente, loque ya había dicho antes:

—Estamos investigándolo.—Muy bien. Y también

necesitamos averiguar cómo se muevede un lugar a otro ahora que está aquí —presionó Reilly—. Si queremoscapturarlo, tenemos que saber lo queestamos buscando. ¿Cómo ha hecho parallegar al Patriarcado? ¿Tenía un cocheaparcado por allí, al que abandonócuando nos vio llegar a nosotros? ¿Osimplemente tomó un taxi? ¿O tenía aalguien esperándolo? ¿Cuenta con gente

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de aquí que le está ayudando?—Y además —intervino Ertugrul

—, suponiendo que se haya traídoconsigo a Simmons, ¿dónde lo tuvoencerrado mientras tanto?

—Después del tiroteo, asumimos elcontrol de la zona inmediatamente —ledijo Izzettin—. Estoy bastante seguro deque no tenía un hombre con un cocheesperándolo. De allí no salió nadie enningún vehículo.

—Podría ser que dejase el coche yhuyera a pie —replicó Reilly.

—El ayudante de investigación —dijo Tess a Ertugrul—, el soplón quepuso en marcha todo este lío delatando aSharafi, ¿están seguros de que ha salidodel país?

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El otro afirmó con la cabeza.—Hace mucho.—Este tipo se mueve demasiado

deprisa para actuar en solitario —dijoReilly—. Tiene que contar con alguienque le apoya. Acuérdense de quedesconocía que la pista condujera denuevo a Estambul hasta anoche, cuandose llevó el Registro del Vaticano. Noparece que haya tenido mucho tiempopara planificar esto. Está improvisando.Actúa según le va llegando lainformación, igual que nosotros, peronos lleva ventaja. —Se volvió haciaErtugrul—. Ese monasterio... ¿Con quiénmás podemos hablar para averiguardónde se encuentra?

—Estuve un momento hablando de

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eso con el secretario del Patriarca,después del tiroteo —respondió Ertugrul—. El hombre no tenía la cabeza muyclara para pensar, pero me dijo que nole sonaba de nada.

—Eso no es sorprendente —tercióTess—. El inquisidor que lo encontródijo que estaba abandonado, y eso fue aprincipios del siglo XIV. Después desetecientos años, lo más probable es queya no queden más que escombros, unascuantas ruinas en mitad de la nada.

—El secretario va a hablar con losotros sacerdotes del Patriarcado —informó Ertugrul—. Puede que alguno deellos sepa algo.

Reilly se dirigió a sus anfitrionescon gesto contrariado:

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—Tienen que consultar a algúnexperto de la universidad, alguien queconozca la historia.

El jefe de policía se encogió dehombros.

—Se trata de la Iglesia ortodoxa,agente Reilly. Y no sólo es la ortodoxa,sino además la griega. Y este país esmusulmán. No constituye un campo loque se dice prioritario para nuestrosacadémicos. Si en el Patriarcado no haynadie que sepa nada...

Reilly asintió con expresiónalicaída. Era muy consciente de queentre los griegos y los turcos no habíaafecto precisamente, desde el ascensode los selyúcidas y, posteriormente, delImperio otomano. Era una animosidad

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muy arraigada que se remontaba más demil años y continuaba en la actualidad,pues afloraba de vez en cuando conocasión de asuntos espinosos, como ladivisión de la isla de Chipre.

—De modo que en estos momentoslo único que sabemos es que seencuentra en la región del monte Argeo,las montañas Erciyes Dagi. ¿Quéextensión tiene la zona de la que estamoshablando?

Ertugrul cruzó unas palabras consus anfitriones, y uno de ellos tomó elteléfono y murmuró algo en turco.

Un instante después entró unpolicía más joven trayendo un mapaplegado que extendieron sobre la mesa.Ertugrul intercambió varias frases más

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con los presentes y luego se volvióhacia Reilly.

—Lo cierto es que no es unacordillera sino una única montaña, aquíestá —explicó al tiempo que señalabauna zona amplia y de tono más oscuroque había en el centro del país—. Es unvolcán inactivo.

Reilly miró la escala del mapa, quefiguraba al pie del mismo.

—Tiene aproximadamente... aver... unos quince kilómetros de largo, yotros tantos de ancho.

—Eso es mucho —dijo Tess.—Muchísimo —convino Ertugrul

—. Y, además, no es un área fácil derecorrer en absoluto. Tiene altitudes detres mil o tres mil quinientos metros, y

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las laderas son muy accidentadas, estánllenas de repechos y hendiduras. No esde extrañar que ese monasterio lograsesobrevivir tantos años, incluso despuésde la conquista otomana. Podríaesconderse en cualquiera de esasgrietas. Van a tener que ir hasta allí paraencontrarlo.

Reilly se disponía a contestarcuando de pronto intervino Tess:

—¿Sabe si podría conseguir unmapa detallado de esa zona? —lepreguntó a Ertugrul—. A lo mejor unmapa topográfico, como los que utilizanlos montañeros.

Ertugrul reflexionó unos instantes yluego dijo:

—Supongo que deberíamos poder.

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—El tono que empleó menospreciaba unpoco aquella petición. Se lo explicó alos demás en turco, y uno de ellosvolvió a levantar el teléfono,supuestamente para proporcionarle aTess lo que solicitaba.

Reilly la miró un momento,sorprendido, y después volvió aconcentrarse en el mapa.

—¿A qué distancia está?—¿Desde aquí? A ochocientos

kilómetros, más o menos.—¿Y qué medio utilizaría ese tipo

para llegar hasta allá? ¿El coche? ¿Elavión? ¿Una avioneta, tal vez unhelicóptero?

Sus anfitriones intercambiaron unaspocas palabras y negaron vigorosamente

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con la cabeza.—Podría ir en avión —contestó

Ertugrul—. Cerca de allí está lapoblación de Kayseri, que tieneaeropuerto. Hay un par de vuelos al díaque salen de aquí. Pero no creo que esetipo vaya a necesitar eso. Dependiendodel tráfico y de la carretera que tomeuno, son once o doce horas en coche, encomparación con las dos que se tarda enavión, pero es menos arriesgado, sobretodo ahora que los aeropuertos están ensituación de alerta.

«Y también, supuestamente, estabananoche, pero eso no le impidió huir»,quiso decir Reilly, mas se contuvo.

—También está el tren —recordóel jefe de policía—. Pero si tiene

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consigo un rehén, en realidad no esviable.

—Muy bien, si pretende llegarhasta allá por carretera, ¿dónde podríaconseguir el coche? —preguntó Reilly aErtugrul—. ¿Qué sabemos de los cochesque utilizó en Roma, en los que encerróa Sharafi y a Tess?

Ertugrul repasó sus papeles y diocon el informe pertinente.

—Lo único que tienen por elmomento es que llevaban matrículasfalsas. El estudio preliminar del númerode chasis del vehículo en que estuvo laseñorita Chaykin indica que no hubodenuncia del robo, pero las denuncias derobo de coches pueden tardar un tiempoen detectarse. Y en el caso del otro

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vehículo es demasiado pronto parasaber nada, antes tienen que encontrar lapieza donde está el número de chasis.

—Es el mismo modus operandi concoches bomba que hemos visto en Iraq yen Líbano —observó Reilly—. Loscoches son robados, o bien los hancomprado con dinero en efectivo conidentidades falsas. Sea como sea, por logeneral no averiguamos la verdad hastaque vuelan por los aires. —Soltó unbufido de rabia—. Necesitamos saberqué coche está usando en este momento.

—Vamos a necesitar una lista detodos los coches que han sido robadosdesde, digamos, ayer —le dijo Ertugrula Izzettin—. Y también que nos informende inmediato conforme vayan llegando

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partes nuevos.—Muy bien —contestó el policía.—¿Cuántas carreteras llevan a esa

montaña? —le preguntó Reilly—.¿Podría poner controles en ellas?Sabemos que nuestro hombre se dirigehacia allí.

El jefe de policía negó con lacabeza al tiempo que volvía a inclinarsesobre el mapa.

—Aun sabiendo que saldrá desdeEstambul, hay muchas carreterasdistintas que podría tomar. Y dependede la parte de la montaña a la que sedirija. Por todos lados hay diferentesaccesos.

—Además —aportó Ertugrul—,seguiríamos teniendo el mismo

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problema que en los aeropuertos: nocontamos con una foto clara ni con unnombre que proporcionar a los de loscontroles de carreteras. El único al quepueden buscar es a Simmons.

—No es posible —finalizó Izzettin—. La zona que rodea esa montaña esmuy frecuentada por los turistas.Capadocia está llena de gente en estaépoca del año. No podemos detener atodo el mundo.

—Está bien —dijo Reilly con unencogimiento de hombros y la miradaapagada, a causa de la frustración.

De pronto irrumpió la voz de Tessen aquel grave silencio:

—Si dice usted que nuestro hombrepodría estar trabajando para los iraníes,

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¿no podría que ser los iraníes tuvierangente aquí que lo estuviera ayudando?—inquirió—. Esa gente podríaconseguirle un coche, un piso franco,armas.

—Es posible —convino Reilly. Éltambién había pensado algo parecido,pero sabía que era territorio escabroso.Le preguntó a Ertugrul—: ¿Qué nivel deseguridad tenemos en la embajada deIrán?

Ertugrul dudó un momento, y luegoesquivó la pregunta.

—La embajada no se encuentraaquí, sino en la capital, Ankara. Aquísólo existe un consulado. —Y no dijomás. A ningún agente de inteligencia legustaba hablar delante de sus homólogos

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extranjeros de lo que vigilaban odejaban de vigilar sus colegas y él, a noser que supiera que eran de fiar... Cosaque, por regla general, no ocurría nunca.

—¿Los tenemos bajo vigilancia?—presionó Reilly.

—No es a mí a quien debepreguntar eso. Es competencia de laAgencia —replicó el legado pararecordarle a Reilly que de recabarinteligencia extranjera se encargaba laCIA.

Reilly comprendió y dejó el temade momento. Frustrado, se volvió haciauno de los turcos que estaban sentados ala mesa, Murat Çelikbilek, del MiliIstihbarat Teskilati, órgano tambiénconocido como Organización Nacional

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de Inteligencia.—¿Qué me dice de su gente? —le

preguntó—. Ustedes deben de teneralgún sistema de vigilancia.

Çelikbilek lo observó unosinstantes con la concentracióninescrutable de un buitre, y despuésdijo:

—En realidad no es una preguntaque se pueda contestar a la ligera, sobretodo delante de un civil. —Señaló aTess con un gesto de la cabeza un tantodespectivo.

—Oiga, no me hace falta conocerlos sórdidos detalles de lo que tramanustedes —dijo Reilly con una mediasonrisa que desarmó a su interlocutor—.Pero si tienen a los iraníes vigilados de

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cerca, en particular a los del consulado,es posible que alguien haya visto algoque pueda venirnos bien. —Le sostuvola mirada a Çelikbilek durante unossegundos. Finalmente, el jefe deinteligencia parpadeó e hizo un brevegesto de asentimiento.

—Veré si tenemos algo —dijo.—Eso sería estupendo. Tenemos

que actuar deprisa —reiteró Reilly—.Ese tipo ya ha matado a tres personas enTurquía, y la cosa podría empeorar. Lomás probable es que ya se haya puestode viaje hacia el monasterio, y a no serque logremos averiguar qué coche llevao adónde va exactamente, dispone de víalibre total. —Hizo una pausa lo bastantelarga para dejar calar aquel comentario,

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y después se volvió hacia Ertugrul y ledijo en tono más bajo—: Vamos a tenerque hablar con los de la Agencia.Digamos que ya mismo.

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Llevando en el espejo retrovisor unsol poniente que parecía una potentelámpara incandescente, Mansur Zahed seincorporó al intenso tráfico vespertinoque salía de Estambul y se concentró enla carretera que tenía frente a sí.

Miró a un costado. Allí ibaSimmons, en el asiento del pasajero, conla cabeza ligeramente caída y laexpresión vacía que tenía últimamenteen los ojos. Una vez más, eltranquilizante le había quitado toda lavitalidad y lo había transformado en unanimalito dócil y sumiso. Zahed sabíaque iba a tener que llevarlo sedado

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bastante tiempo; tenían por delante unviaje muy largo, mucho más que el quehabían realizado aquella mañana. No lehacía ninguna gracia verse otra vez en lacarretera. No era lo suyo perder tantotiempo, sobre todo después de lo quehabía hecho en el Vaticano. Hubierapreferido ir hasta Kayseri en avión,como también hubiera preferido volardirectamente desde Italia hasta unaeródromo que estuviera cerca deEstambul. Steyl le quitó la idea de lacabeza; los dos sabían muy bien que losmilitares turcos vigilaban muy de cercalos aeródromos de todo el país. Steyl lerecordó que, después de lo de Roma, elriesgo que corrían era demasiadogrande, y Zahed no cuestionó su criterio.

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Sabía que en lo referente a entrar y salirde un país en avión sin llamar mucho laatención respecto de la carga ilegal quepudiera llevar a bordo, Steyl sabía contoda exactitud lo que era factible y loque no. Se podía contar con él paratransportar cualquier carga útil casi acualquier sitio y para pasar los controlesde los aeropuertos sin problemas, perotambién se podía contar con él para queno lo metiera a uno en turbulencias, poremplear una metáfora. De manera quefueron con la avioneta ligeramente haciael norte, a Bulgaria, y aterrizaron enPrimorsko, una modesta localidadturística de la costa del mar Negro.Tenía un pequeño aeródromo civil, nomilitar, de esos en los que las

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autoridades locales no están pensandoen quién puede ser el que viaja a bordode una avioneta. Y además seencontraba a menos de treinta kilómetrosde la frontera de Turquía, con lo cual eltrayecto de cinco horas en coche desdeel aeródromo hasta Estambul no resultódemasiado pesado.

Este trayecto iba a ser más deldoble de largo, pero no había otraalternativa. No estaba disfrutando enabsoluto de pelear con el tráficointerminable, de pesadilla, que inundabaEstambul en la hora punta. Aquelcaótico sálvese quien pueda le recordólos aspectos menos atractivos deIsfahan, la ciudad de Irán en la que vivíaél, otra muestra de arquitectura

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bellísima pero mellada por la insensataforma de conducir de sus habitantes. Sinembargo, en contraste con la salida quehabía hecho anterior a ésta, cuando ibaescapando de Reilly, observó uncomportamiento de lo más comedido alsalir de Estambul y se abstuvo depicarse en competiciones para ver quiénla tenía más grande con taxistasagresivos y conductores de dolmus, yles dejó que se abrieran paso aempellones, sabedor de que el másmínimo abollón podría tenerconsecuencias muy graves, dado queconducía un coche robado y transportabaa un pasajero fuertemente dopado.

Siguiendo aquella autopistaserpenteante, que primero describía

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varias curvas rápidas y amplias ydespués subía una serie de cerrossuaves, notó que le costaba trabajorelajarse. Nunca había visto tantosautobuses y camiones, mastodontescargados hasta los topes que circulabana toda pastilla por la otoyol quecomunicaba Estambul y Ankara, nombrepor el que se conocía a aquella autopistade seis carriles, ajenos al estado delfirme, que a menudo estaba lleno debaches peligrosos, y haciendo casoomiso de la limitación de 120kilómetros por hora. Turquía tenía unode los peores índices de accidentes detráfico del mundo, y el coche que lehabían dado, un Land Rover Discoveryde color negro, si bien resultaba ideal

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para la parte de aquel viaje que iba adiscurrir fuera de la carretera, desdeluego era demasiado alto para circularcon comodidad por una autopista. Igualque un frágil velero atrapado en unatempestad, sufría constantes bandazos acausa del aire que desplazaban lospesos pesados que lo adelantaban, conlo cual Zahed se veía obligado arectificar el rumbo y aguantar lasturbulencias para poder conservar lalínea recta.

Como hacía siempre al completarcada fase de un encargo, procedió arealizar una rápida evaluación mentaldel estado actual de la misión. Hasta elmomento no había tenido contratiemposimportantes. Había conseguido entrar en

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Turquía sin ser detectado. Se habíahecho con la información que necesitabadel Patriarcado. Había escapado deReilly, el cual, de alguna manera, se lashabía arreglado para dar con élhaciendo gala de una eficiencia queresultaba inquietante. Volvió aacordarse de lo sucedido el día anterior,en el Vaticano, y eso desencadenó untorrente de placenteras imágenes en sucerebro. Al momento lo inundó unaprofunda sensación de placer al revivirla emoción que sintió al ver comentadassus proezas en los informativos detelevisión y en los periódicos. No iba aser la última vez, estaba seguro, despuésde la breve visita que había hecho alPatriarcado. Pensó en la búsqueda en la

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que estaba embarcado y experimentó uninmenso consuelo ante el hecho de que,aun cuando no lograra encontrar lo quehabía destapado Sharafi, o aun cuandoresultara ser algo carente de valor, estaaventura por sí sola ya habíademostrado que merecía la pena. Eramejor que cualquier otra cosa quehubiera conseguido en Beirut o en Iraq.Mucho mejor. Le había dado laoportunidad de atacar a sus enemigos enel corazón mismo de su fe. Los mediosde comunicación, sedientos de noticias,pasarían varios días exprimiendo elasunto, lo grabarían a fuego en lamemoria del público al que se dirigían.Los mercados financieros ya estabanaportando su cuota de sufrimiento y se

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desplomaban, tal como estaba previsto,y con ello limpiaban miles de millonesde dólares de las arcas del enemigo. No,su hazaña no iba a olvidarse en muchotiempo, de eso estaba seguro. Y con unpoco de suerte aquello sería sólo elprincipio, se dijo, porque a lo mejorservía de espoleta para que otros milguerreros más vieran lo que se podíahacer.

Sus recuerdos divagaron hacia otrocomienzo, otra época, y de repentevisualizó los rostros de sus hermanos ysu hermana, todos menores que él. Losoyó de nuevo, correteando, jugando porla casa de Isfahan, sus padres siempre ala vista. Luego pensó en sus padres, enlo orgullosos que se habrían sentido de

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su hijo en estos momentos... Siestuvieran vivos para presenciarlo.También le vinieron a la cabeza losrecuerdos de aquel aciago día yavivaron el fuego de la furia que loconsumía desde entonces, desde aqueldomingo, el 3 de julio de 1988, húmedoy muy caluroso, el día en que su familiafue barrida del cielo, en que su hermanode catorce años fue incinerado, en que élmismo volvió a nacer. «Ni siquiera unasola palabra pidiendo perdón», pensó,acordándose de los ataúdes vacíos quehabía enterrado. Sintió la bilis que lesubía a la garganta. Nada. Solamente unpoco de dinero a modo de recompensapara él y para todos los demás quehabían perdido a sus seres queridos. Y

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medallas, recordó furibundo. Medallas,entre ellas la de la Legión del Mérito,nada menos, para el comandante de lanave y para el resto de los infamesperpetradores de aquel crimen en masa.

Reprimió la cólera, respiró hondoy procuró tranquilizarse. No habíanecesidad de lamentarse de lo ocurridoni, como les gustaba decir a suspaisanos, lo que estaba predestinado aocurrir. Al fin y al cabo, decían una yotra vez, todo estaba escrito. Rio parasus adentros burlándose de aquella idea,tan atrasada e ingenua; lo que él habíaterminado creyendo era que las vidas desus padres y de sus hermanos no sehabían perdido en vano. Después detodo, su vida había asumido una misión

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mucho más importante de la que habríatenido si las cosas no hubieran sucedidoasí. Sólo necesitaba cerciorarse dehaber conseguido lo que se habíapropuesto. Porque de no ser así,deshonraría la memoria de susfamiliares, y aquello, simplemente, nopodía hacerlo.

Pensó en el futuro inmediato y sedijo que dentro de pocas horas iba atener que parar. No quería conducir porla noche, cuando hubiera poco tráfico ypudieran aparecer controles decarretera. Pero tampoco podía correr elriesgo de pernoctar en un hotel. Habríasido más factible parar en un motel, peroEuropa nunca había aceptado bien elconcepto de anonimato que ofrecían

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dichos establecimientos. No, Simmons yél pasarían la noche dentro deltodoterreno. Cuando llevase recorridosunos cientos de kilómetros,aproximadamente la mitad del viaje, sedetendría en un área de descanso, seescondería entre los grandes camionesde dieciocho ruedas y, después deadministrar a Simmons una dosispotente, esperaría a que fuera de día.Seguidamente continuaría viaje, fresco ydespejado, por aquella otoyol endirección este, hacia Ankara, luegoproseguiría hasta Aksaray, y por últimoenfilaría la antigua ruta de la seda parair hasta Kayseri y hasta el premio queansiaba con tanta desesperación.

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La cosa es que con un área tanextensa —dijo el jefe de la oficina de laCIA a Reilly y a Ertugrul—, va aresultar difícil dar con algo que nossirva.

Se encontraban en una sala sinventanas, en las entrañas del Consuladode Estados Unidos, un achaparradobúnker de hormigón que se elevaba enactitud defensiva tras un complejo demuros reforzados y controles deseguridad. Ubicado unos veintekilómetros al norte de la ciudad, parecíamás una cárcel moderna que unorgulloso emblema de la nación que

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representaba. Distaba mucho de poseerla elegancia antigua y señorial delPalazzo Corpi, el consulado anterior,que se codeaba con los bazares y lasmezquitas del bullicioso casco antiguode Estambul. Aquel consulado,tristemente, ya formaba parte de unmundo que había desaparecido hacíamucho. El nuevo, construido sobre rocamaciza poco después del 11 deseptiembre, se parecía a una cárcel, yhabía un motivo para ello: debíamantenerse imperturbable ante cualquierclase de ataque. Y lo había demostrado,porque uno de los terroristas que fueroncapturados tras el bombardeo delConsulado Británico y de un bancoinglés dijo a las autoridades turcas que

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en realidad sus hombres y él teníancomo primera intención atacar elConsulado de Estados Unidos, pero quelo encontraron tan bien pertrechado que,para citar las palabras del propioterrorista, «allí ni siquiera permitenvolar a los pájaros».

Unos años más tarde hubo un nuevointento de atacarlo, por parte de treshombres. Los tres fueron abatidos a tirosantes siquiera de llegar a la entrada.

—¿Qué quiere decir? —preguntóReilly.

—Pues que seguramente podremosreprogramar un satélite para que pasepor encima de esa zona dentro delespacio de tiempo requerido, pero novamos a recibir imágenes de vídeo en

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tiempo real ni de forma constante, sóloveremos lo que ocurra durante el tiempoen que el satélite barra esa área en cadaórbita. Y eso no va servirle de nada austed.

Reilly meneó la cabeza.—No. No sabemos cuándo va a

aparecer nuestro hombre.—Mejor sería ver si podemos

hacer venir de Qatar a uno de nuestrosUAV para que realice una búsquedaconstante en cuadrícula, pero...

—Nuestro hombre lo descubrirá —interrumpió Reilly. Negó con la cabezapara descartar la sugerencia de utilizarun avión no tripulado para observación,accionado por control remoto.

—No estoy hablando de los

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Predators, sino de tecnología nuevecita.RQ-4 Global Hawks. Esos juguetesoperan a una altitud de doce mil metros.Su hombre no tiene visión biónica, ¿no?

Reilly frunció el entrecejo. No legustaba.

—Incluso a esa altitud... Ese tiposabe lo que hace. En esta época del añoel cielo suele estar muy despejado,podría descubrirlo. ¿No podemosutilizar uno de los satélites grandes?

Reilly, al igual que el jefe deaquella oficina, sabía que los satélitesde observación más utilizados, los deltipo Keyhole, popularizados por el ciney la televisión, no iban a servir en aquelcaso. Resultaban más apropiados paravigilar un punto determinado una vez

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cada dos horas, por ejemplo paradetectar la construcción de una centralnuclear o la aparición de lanzamisiles.Lo que no podían hacer eraproporcionar imágenes constantes y endirecto de un lugar concreto. Para eso,Reilly necesitaba una cosa que laOficina Nacional de Reconocimientoprocuraba mantener en secreto: unsatélite de vigilancia capaz demantenerse en órbita geosíncrona en lavertical de un punto fijo de la superficieterrestre y transmitir imágenes de vídeoen tiempo real. Era algo muy difícil deconseguir. Los satélites se desviaban desu posición debido a perturbaciones detodo tipo: variaciones del campogravitatorio de la Tierra ocasionadas en

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parte por la luna y por el sol, por elviento solar, por la presión de laradiación. Hacía falta recurrir apequeños cohetes impulsores y acomplejos programas de ordenador paraque el satélite permaneciera un períodolargo de tiempo encima de su objetivo.Y como los satélites tenían que situarsea una altitud de casi 36.000 kilómetros,también necesitaban contar con unatecnología de toma de imágenessumamente avanzada. Y por esa razóneran más grandes que un autobús escolary se rumoreaba que costaban más de dosmil millones de dólares cada uno... Si esque existían, claro está. Y por esamisma razón no eran muy numerosos.

El jefe de la oficina arrugó el gesto

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ante aquella petición.—Eso es imposible. Con todo lo

que está ocurriendo en esa idílica partedel mundo, están ocupados todo eltiempo. Sería imposible agenciarnosuno. Además, no creo que pudiéramossiquiera reprogramarlo dentro delespacio de tiempo del que me hablausted.

—Pues necesitamos algo —insistióReilly—. Ese tipo ya ha causado dañosgraves, y está empeñado en seguircausando más.

El jefe abrió las manos en un gestoapaciguador.

—Fíese de mí. Conseguirá lo quenecesita empleando un RQ-4, y mástodavía. Los chicos que tenemos en Iraq

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y en Afganistán cuentan maravillas. Y,además, es lo único que va a poderutilizar, de modo que yo diría que secontente con él y rece para que funcionelo mejor posible.

El jefe estaba subestimando lostalentos del Global Hawk. Se trataba deuna maravilla de la tecnología. Unaaeronave de gran tamaño, con unaenvergadura de más de treinta metros depunta a punta, no tripulada, accionadapor control remoto, capaz de recorrermil kilómetros para llegar hasta suobjetivo y una vez allí llevar a cabo una«permanencia prolongada» (lo cualquería decir que podía pasar muchashoras vigilando el mismo punto) yoperar abarcando un área muy amplia.

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Era capaz de transportar toda clase decámaras y radares: electro-ópticos, deinfrarrojos, de apertura sintética, ypodía transmitir imágenes del objetivoya fuera de día o de noche, conindependencia del tiempo que hiciera.Tenía un coste por unidad de treinta yocho millones de dólares, peroconstituía una manera asombrosamentepotente y muy eficiente de obtenerIMINT (inteligencia de imágenes) sincorrer el riesgo de acabar en unadebacle como el caso de Francis GaryPowers, el piloto americano que en1960 fue derribado por la UniónSoviética mientras realizaba un vueloespía sobre dicho país.

El jefe estudió una vez más el mapa

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de la montaña.—A ver, suponiendo que contemos

con uno, seguimos teniendo problemas.Por un lado, hay numerosas rutas deacceso que vigilar. La zona en cuestiónes demasiado amplia para obtener unaimagen constante de una resolución queresulte útil. A menos que podamosreducir el campo, vamos a tener querotar alrededor. En ese caso podríamospasar de largo a nuestro objetivo.

—Pues es toda la información deque disponemos en este momento —gruñó Reilly.

El jefe caviló unos instantes yluego asintió.

—Muy bien, voy a hablar conLangley. A ver si podemos convencer a

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los de Beale para que nos dejen libreuno de esos aparatos ya mismo.

—Sólo lo necesitaríamos para unoo dos días —le dijo Reilly—. Perotienen que dárnoslo ahora mismo. Si no,no merece la pena.

—Vamos a partirnos el culo paraconseguirlo —reafirmó el jefe—, peroseguimos sin saber qué es lo quebuscamos, ¿no es verdad?

—Usted présteme los ojos —replicó Reilly—. Ya me encargo yo deque tengan algo que buscar.

Encontró a Tess en una sala deinterrogatorios vacía, sentada ante unamesa abarrotada de mapas gigantes.

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Tenía su portátil y estaba sumida enprofundas cavilaciones. Tan sólo sepercató de su presencia cuando lo tuvode pie al lado, y entonces levantó lavista hacia él.

—¿Y bien? —inquirió—. ¿Qué talha ido?

A juzgar por el tono de la pregunta,se notaba que estaba más biendeprimida.

Reilly se encogió de hombros.—No podemos utilizar el satélite

que quiero, pero me parece que vamos aconseguir una nave de vigilancia. Sinembargo, la zona es demasiadoextensa... La franja que abarcaremos nova a ser tan precisa como me gustaría.

—¿Qué quiere decir eso?

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—Que seguramente se nos pasaráalgo —contestó Reilly en tono sombríoy lento a causa del cansancio. Acercóuna silla y se dejó caer en ella.

Tess sonrió.—A lo mejor yo te puedo echar una

mano.Reilly frunció el entrecejo, pero

consiguió esbozar una débil sonrisa.—No es momento para tentarme

con un masaje de espalda.Tess lo fulminó con la mirada.—Estoy hablando en serio, idiota.

—Tomó un mapa del país entero, lopuso encima del mapa topográfico delmonte Erciyes y señaló con el dedoEstambul, que aparecía en el ángulosuperior izquierdo.

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»Echa una ojeada.Reilly se acercó un poco más.—Bien —empezó Tess—. Aquí

está Constantinopla, que es de dondepartieron Everardo y sus amigos, losprimeros templarios que visitaron elmonasterio.

Miró un momento a Reilly paracerciorarse de que estaba atendiendo. Élle hizo un gesto con la cabeza que queríadecir: «Adelante, soy todo oídos.»

—Intentaban regresar aquí —prosiguió—, a Antioquía, la fortalezatemplaria que tenían más cerca. —Indicó en el este del Mediterráneo lasituación que correspondía a la Siriamoderna—. Pero, como sabemos, sóloconsiguieron llegar hasta aquí —dijo

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moviendo el dedo hasta el centro delmapa—, el monte Argeo, donde seencuentra el monasterio.

—Es, simplemente... Asombroso—se mofó Reilly.

—Observa esta montaña, so ganso.Es redonda. Redonda como son losvolcanes inactivos. Podrían haberlarodeado sin dificultad, ¿no? —Recalcócon sorna la palabra «rodeado» y doblóel dedo alrededor del mapa—. No erauna pared ni una barrera que tuvieranque cruzar. Y, sin embargo, por algunarazón, decidieron escalarla.

Reilly pensó un momento.—No parece razonable... A no ser

que estuvieran intentando ocultarse a lavista.

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Tess sonrió de oreja a oreja, confingida admiración.

—Dios, esos cursillos que tedieron en Quantico, hay que ver lo bienque asocias las cosas más difíciles... Sequeda una alucinada, de verdad.

—Pues desalucínate y dime qué eslo que piensas.

Tess volvió a adoptar un tonoserio.

—Efectivamente, Everardo y suschicos pretendían ocultarse. No lesquedaba otro remedio. Todo estosucedió en 1203, y en aquella época losturcos selyúcidas se habían apoderadode una gran parte de esta zona. —Rodeócon los dedos el centro del país—. Asíque para los templarios era un territorio

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enemigo, plagado de bandas de gazisfanáticos. De modo que si tenían dosdedos de frente, nuestro grupito detemplarios sin duda procuró evitar losespacios abiertos. Por eso se ciñeron alas sendas de montaña, siempre queencontraban una. Y por eso tuvieron quehacer una parada técnica en elmonasterio.

—Espera un momento, ¿unmonasterio cristiano en territoriomusulmán?

—Los selyúcidas toleraban elcristianismo. Los cristianos gozaban delibertad para practicar su fe sinesconderse. No estaban perseguidos.Pero eso era antes de los sultanes y delImperio otomano. Esta zona era igual

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que el Salvaje Oeste, con todos esosbandidos sedientos de sangre... Un pocoal estilo de los grupos de soldadosconfederados después de la guerra deSecesión. Eran peligrosos, y por eso lasiglesias y los monasterios estabanocultos en cuevas y en montañas, y no ala vista de todo el mundo.

—De acuerdo, pero en realidad esono nos ayuda en nada —le dijo Reilly—.Una vez que Everardo y los suyosempezaron a subir, podrían haber idosegún las agujas del reloj o al contrario,¿no? Lo cual quiere decir que tenemosque vigilar la montaña entera.

—Puede. Pero mira una cosa. —Tess, ya visiblemente entusiasmada,retiró el mapa para montañeros—. Fíjate

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en las líneas de los contornos, aquí yaquí. —Estaba señalando una zonasituada al oeste de la cara norte de lamontaña, más o menos en la línea queindicaba las once—. ¿Ves lo juntas queestán?

Las líneas de contorno queindicaban la variación de desnivel, yque en este caso aparecían a intervalosregulares de cincuenta metros, habíanconvergido y estaban prácticamente unasencima de otras, lo cual quería decir queaquella parte estaba en fuerte pendiente.De hecho, más que una pendiente era unacaída en vertical.

—Es un acantilado —explicó Tess.Le brillaban los ojos de la emoción—.Y bastante grande. Debieron de verlo

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cuando empezaron a acercarse a lamontaña. Y tuvieron que continuar en elotro sentido, al contrario de las agujasdel reloj. Lo cual resulta que es la rutamás directa, de todos modos.

Reilly, picado por la curiosidad, seinclinó para verlo mejor.

—¿Y si se acercaron desde más aleste? Habrían acometido la montaña porel otro lado de ese acantilado y lahabrían rodeado por el otro camino.

—Lo dudo —replicó Tess—.Fíjate en esta zona de aquí, al norte de lamontaña. Kayseri lleva existiendo másde cinco mil años. Fue una de lasciudades más importantes de losselyúcidas. Si nuestros templariospretendían pasar inadvertidos, les

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convenía no acercarse a ella tampoco, ycomo venían del noroeste, debieron derodearla desde el oeste, tal vez pasandopor los valles de Capadocia, ya que enellos seguramente pudieron refugiarsecon las comunidades cristianas que secobijaban en las cuevas y las ciudadessubterráneas de aquella zona desde losprimeros días del cristianismo. Yademás he indagado un poco más. ¿Vesesta parte de aquí? —Indicó el flanconoroeste del monte—. Es muy popularentre los montañeros, durante todo elaño. Se me ha ocurrido que si estuvieranahí las ruinas del monasterio, yo habríaencontrado alguna mención en Internet.Y esta otra parte, la cara norte, es dondeestá la estación de esquí. Y vuelve a

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ocurrir lo mismo, esa ladera debe deestar más que explorada. Alguien habríavisto el monasterio y habría escrito unareseña. —Dirigió a Reilly una miradafija, cargada de adrenalina—. ¿Quieresuna zona de búsqueda más reducida?Pues olvídate del lado derecho de lamontaña, Sean. Concéntrate en la mitadoccidental.

Reilly estudió el mapa durante unossegundos y luego miró a Tess.

—Si estás equivocada, nuestroobjetivo se nos pasará de largo.

Tess reflexionó brevemente yafirmó con la cabeza.

—Se nos pasará de todas manerassi tenemos que escudriñar toda lamontaña. De verdad, estoy convencida

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de que ésta es la forma correcta deactuar.

Reilly le sostuvo la mirada,disfrutando del resplandor que leiluminaba el rostro, contagiado de suentusiasmo y su seguridad en sí misma.

—Muy bien —dijo—. Voy adecírselo.

Tess sonrió. Se notaba que sesentía complacida con aquella reacción.Cuando Reilly retiró la silla paralevantarse, le dijo:

—Deberíamos estar allí, sabes.Esperándole.

Reilly se volvió, y estaba punto decontestar algo, pero ella se lo impidió.

—No.Reilly puso cara de no entender.

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—¿Qué?—No empieces con el sermón.Reilly estaba confuso de verdad.—¿Qué sermón?—Ya sabes, ese que ibas a

echarme, de que tú vas a ir pero yo deboquedarme aquí porque es demasiadopeligroso, y yo iba a contestar que no,que necesitas que te acompañe porqueyo entiendo mejor todo eso de lostemplarios, y luego tú ibas a insistir enque no iba a suceder tal cosa, y yo enque sin mí es posible que pierdas laúnica pista que puede llevarte hasta elobjetivo, y luego ibas a jugar sucio ydecirme que debería pensar en Kim yser una buena madre, y yo iba aenfadarme contigo por sacar el tema e

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insinuar que soy mala madre... —Depronto su rostro se distendió en unasonrisa juguetona e interrogante—. ¿Deverdad vamos a discutir esto? ¿Enserio? Porque ya sabes que voy aterminar yendo de todos modos. Losabes perfectamente.

Reilly se la quedó mirando,desconcertado, todavía oyendo el eco deaquella parrafada en su cerebro. Acontinuación, sin decir nada, alzó unamano en ademán de derrota y se fue.

Tess aún estaba sonriendo cuandolo vio salir de la habitación.

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26

Jed Simmons fue despertándosepoco a poco, con la boca seca y laresaca propia de una noche de juerga.Sin embargo, la visión que se ofreció asus ojos conforme los iba enfocandodisipó rápidamente cualquier vagailusión de que aquello fuera el resultadode algo siquiera remotamente agradable.Se encontraba en el asiento del pasajerode un todoterreno, al parecer, viajandopor un territorio desconocido: vastasllanuras azotadas por el sol que daban laimpresión de no tener fin. El hormigueoque notaba en la muñeca derecha leconfirmó la sensación de incomodidad:

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estaba atado al reposabrazos de lapuerta con una esposa de plásticoautomática.

Y al oír la voz del hombre queocupaba el asiento del conductor, depronto revivió la pesadilla en sutotalidad.

—Vaya, ya se ha despertado —dijosu secuestrador—. En la bolsa que tienea los pies hay una botella de agua y unascuantas chocolatinas. Le conviene tomaralgo. Supongo que en estos momentosnotará la boca bastante reseca.

Simmons estaba demasiadocansado y enfadado para resistirse.Gracias al tiempo que había pasado enel desierto de Jordania, sabía lo crucialque era estar siempre bien hidratado,

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tanto para el cuerpo como para la mente,y en aquellos momentos su cuerpo y sumente se encontraban en un estadolamentable.

Alargó la mano que le quedabalibre para coger la bolsa, y al inclinarsenotó algo incómodo alrededor de lacintura, algo que no había notado antes.Miró y se revolvió en el asiento, lopalpó intentando descubrir qué era. Allíhabía algo, debajo de la ropa.

Estaba a punto de subirse lacamisa, cuando el conductor le dijo:

—Cuanto menos lo toquetee, mejor.Simmons detuvo el brazo en seco y

miró al secuestrador.Éste tenía la vista fija en la

carretera e iba concentrado en conducir,

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el semblante impávido como una piedra.—Pero qué... ¿Esto me lo ha puesto

usted?El otro asintió.Simmons tenía miedo de preguntar,

pero lo que dijo le brotó delinconsciente, despacio, como si nopudiera controlarlo.

—¿Qué es?El conductor reflexionó unos

instantes, luego se volvió haciaSimmons:

—Pensándolo bien, no le vendríamal echarle un vistazo.

Simmons miró fijamente al iraní,sin saber muy bien si quería o no ver dequé se trataba, fuera lo que fuese. Perosu resistencia se vino abajo y terminó

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por levantarse la camisa.Tenía algo puesto alrededor de la

cintura, cerca del pantalón. Una especiede cinturón, con unos tres centímetros deancho, de un material duro y brillante,como una lona. Parecía bastanteinofensivo... hasta que levantó un pocomás la camisa y descubrió el candadoque unía dos ojales metálicos quesujetaban el cinturón para que no semoviese. Y entonces vio otra cosa aúnmás alarmante: un bulto en la partedelantera del cinturón. Llevaba algocosido, algo duro no más grande que unabaraja. No se podía acceder a ello, nose veía ni bolsillo, ni cremallera, ni tirade velcro. Estaba metido dentro delcinturón.

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Simmons sintió una punzada depánico.

—¿Qué es esto? —De repente lassienes le palpitaban hacia fuera—. ¿Quéha hecho?

—Es una bomba pequeña. Nadacomplicado. Un poco de Semtex y undetonador. Se acciona por controlremoto. —Sacó el teléfono y se lomostró a Simmons, y después volvió aguardarlo en el bolsillo—. Es lobastante grande para hacerle un agujeroen la barriga del tamaño de mi mano. —Alzó la mano y extendió los dedos comosi estuviera agarrando una pelota debéisbol para explicar gráficamente loque quería decir—. Cuando explote, siexplota, lo más probable es que no lo

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mate instantáneamente. Es posible queviva un minuto, puede que más, y dehecho podrá ver el cráter que se haformado. Claro que no resulta muyagradable —agregó—, yo no lorecomendaría.

A Simmons le entraron ganas devomitar. Cerró los ojos e intentó aspirarun poco de aire, pero le costaba trabajorespirar. No entendía el efecto que leestaba causando aquel artefacto, pero loúnico que logró articular fue un tímido:

—¿Por qué?—Porque sirve de motivación.Simmons se lo quedó mirando, con

el cerebro embotado por el miedo.—Motivación para provocar

determinada conducta —le dijo su

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secuestrador—. Vamos a hacer un pocode turismo, y necesito cerciorarme deque no se le ocurra ninguna tontería. Demodo que espero que la amenaza de queesa bomba le reviente las tripas y se lassaque por la espalda sea una motivacióneficaz para que haga lo que se le diga.Por lo general funciona. —Lanzó unamirada de reojo a Simmons paraobservar su reacción, y añadió—: Ah, yno intente desabrochar la hebilla, porqueestá bloqueada. —Sonrió—. Hágase laidea de que lleva puesto un cinturón decastidad, para reprimir los impulsos quepuedan asaltarle.

Simmons se dejó caer en el asiento,hundido en la desesperación. De vez encuando pasaba un coche en sentido

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contrario, pero por aquella carreteraestrecha y desigual circulaban pocosvehículos.

—¿Adónde vamos? —preguntó porfin el arqueólogo, sin saber si iba aservir de algo saberlo.

—A las montañas. Opino que elaire fresco le vendrá muy bien —repusoel conductor, ahora con una ligerasonrisa—. Está un poco pálido.

De pronto a Simmons le vino a lamemoria lo sucedido antes.

—¿Sabe dónde está el monasterio?—Más o menos —contestó el

secuestrador, y no dijo más.

El guía los estaba esperando en el

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punto que habían acordado, el cual noresultó demasiado difícil de encontrar.Llevar un navegador GPS en el cochesuponía una ventaja considerable, tantopara eludir las carreteras principalesque llevaban a Kayseri y evitar posiblescontroles, como para reunirse con unapersona que Mansur Zahed no conocía yen un lugar remoto que jamás habíapisado.

La ruta que escogió, un desvío quesumaba más de una hora al viaje, dejabala ciudad a un costado y se aproximabaa la montaña desde el oeste, pasaba porunas cuantas poblaciones soñolientas ycruzaba el parque nacional y la reservanatural de las Marismas del Sultán, paradespués ascender por las estribaciones

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que rodeaban aquel agreste volcándormido.

La montaña ofrecía una vistaimponente. Ya desde que surgió susilueta allá delante, a lo lejos, más deuna hora antes, a Zahed le costó trabajodespegar los ojos de aquel perfilmajestuoso, perfecto para una postal,que se erguía cada vez más grande yparecía llamarlo a cada kilómetro querecorría. Al igual que el Kilimanjaro yotros volcanes inactivos, era un monteaislado, un inmenso cono de rocaachatado, que presidía triunfal lasllanuras en las que había surgido. Yaunque era pleno verano y latemperatura que se indicaba en elsalpicadero del Discovery era nada

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menos que de treinta y cinco grados,todavía conservaba una bella corona denieve en la cumbre.

Entró en el lugar de encuentroacordado, una vieja gasolinera quehabía a las afueras de Karakoyunlu. Elguía, que se llamaba Suleyman Toprak,lo aguardaba de pie junto a un JeepToyota, que evidentemente había pasadomuchos años dándose palizas por sendasde montaña en las extenuantesexcursiones para las que había sidodiseñado.

Zahed se detuvo. Alargó un brazohacia atrás y encontró una pistola, que seguardó en la chaqueta a la vista deSimmons. Miró a su cautivo y le hizo ungesto con el dedo para prevenirlo, sin

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que lo viera el guía, que ya había echadoa andar hacia ellos.

—No se olvide de actuar según elguion. Su vida... y la de éste —advirtió,señalando al guía— dependen de ello.

Simmons apretó la mandíbula yasintió de mala gana.

Zahed lo miró por espacio de unosinstantes.

—Muy bien —dijo, y se apeó delcoche.

Toprak, un tipo gregario en laveintena, parecía haber hecho un viajeen el tiempo desde la época de loshippies. Tenía una densa melena negradividida en el medio y una perillageométrica como dibujada con un cincel.Llevaba unas bermudas de estilo militar

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con bolsillos en la pernera, una camisablanca y sin cuello desabotonada hastael ombligo, y sandalias de senderista.Un manojo de collares de cuerosobresalían entre una exuberante mata depelo en el pecho.

—¡Profesor Sharafi! —saludó,dirigiéndose a Zahed.

Zahed respondió con un brevegesto de la mano y asintiendo con lacabeza.

—Soy Suleyman Toprak, peropuede llamarme Sully —dijo el guía conuna amplia sonrisa. Su acento casiamericano que parecía deberse más a lacostumbre de ver televisiónnorteamericana que a haber estado enEstados Unidos. Se estrecharon la mano.

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—Ali Sharafi —dijo Zahed altiempo que examinaba rápidamente alnativo con ojo experto. No halló nadaincongruente—. Me alegro mucho deque haya podido venir avisándole contan poca antelación. —Lo habíaescogido entre varios guías que teníanuna web anunciando sus servicios, y lohabía contratado antes de salir deEstambul.

—Y yo me alegro de que mellamara —repuso Sully—. Esto tienepinta de ser divertido.

Zahed indicó a Simmons.—Éste es mi colega, Ted Chaykin.Zahed había elegido nombres que

su cautivo no olvidase con facilidad,algo que había aprendido por la

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práctica, pero también le produjo unaagradable y perversa sensación dehormigueo ver la reacción de Simmonsal oírlos.

El guía contestó:—Encantado de conocerlos.

Espero que hayan tenido un viajeagradable.

—Sin contratiempos, salvo queTed sufre problemas de vientre. Hemostenido que parar unas cuantas veces. —Zahed hizo una mueca de dolor queexpresaba falsa solidaridad—.Normalmente está mucho más animado.

—Son cosas que pasan a veces —afirmó Sully—. Pero eso se curarápidamente con un buen vaso de raki.Y, por suerte, yo llevo una botella en el

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coche. Para cuando volvamos,naturalmente. —Otra vez esbozó unasonrisa radiante al tiempo que guiñabaun ojo a Simmons con complicidad, yluego se volvió hacia Zahed—: Bueno, yese monasterio que dice que estábuscando, ¿dijo que tenía másinformación respecto de dónde podíaestar situado?

Zahed extrajo una libreta pequeñaen la que había anotado la informaciónque encontró y tradujo el padre Alexios,el gran archimandrita de la biblioteca,poco antes de que él le metiera unbalazo en mitad de la frente.

—Aún estamos buscando máspistas, pero por el momento lo mejorque tenemos es el diario de un obispo de

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Antioquía que cuenta que visitó esemonasterio en el siglo XIII.

—Genial, deme un segundo. —Fuea buscar algo en su coche y volviótrayendo un mapa de montañero de grantamaño, que extendió encima del capódel Toyota—. Nosotros estamos aquí,esta zona de aquí es la montaña —explicó a sus clientes señalando loslugares en el mapa.

—Ya, bueno... Lo que sabemos eslo siguiente: el obispo cuenta que sedirigió al norte partiendo de Sis, que enaquella época era la capital del reinoarmenio de Cilicia. —Zahed hablabacon despreocupación y seguridad, comosi todo aquello fuera tan normal para él—. Y Sis, como sabrá, es el antiguo

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nombre de la ciudad de Kozan.Al guía se le iluminaron los ojos al

reconocer aquel nombre.—Kozan. Eso está aquí —dijo,

indicando su posición en el mapa—.Unos cien kilómetros al sur de dondeestamos ahora.

—Exacto —prosiguió Zahed—. Acontinuación, el obispo visitó lafortaleza de Baberon y penetró enterritorio selyúcida pasando por lasPuertas Cilicias.

—Ése es el paso Gülek, que estáaquí. —Sully lo señaló—. Es la únicaforma fácil de atravesar los montesTauro.

—Luego cuenta que torció alnoreste, hacia el monte Argeo, y, cito

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textualmente, «nos internamos en lasmontañas, pasamos por huertosresplandecientes de manzanas, nueces ymembrillos, atravesamos pastos llenosde ovejas y cabras, y cruzamos unapronunciada pendiente y un bosquecillode álamos. Después pasamos junto a unamaravillosa cascada y llegamos al máspiadoso de los monasterios, dedicado asan Basilio».

Al guía se le nubló la expresión.Estudió el mapa con un gesto queindicaba que estaba repasando todos loslugares que había visto a lo largo de losaños. Al cabo de un momento dijo:

—Pues si partió de Baberon,seguramente siguió este camino, quelleva muchos siglos siendo una ruta

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comercial. —Señaló en el mapa la zonaa la que se refería—. Y en este lado dela montaña, me vienen a la memoria tres,puede que cuatro, cascadasespectaculares que podrían ser la quemenciona él. Y con los árboles pasaigual; en esta zona hay varios bosques.—Su tono de voz perdió fuerza—. ¿Notiene nada más?

—Bueno, describe la puesta de solque se veía a lo lejos, lo que nos indicaque se encontraba más o menos por aquí,en las laderas que dan al oeste. Perotambién hay otro detalle, una misteriosareferencia a algo que vio por el camino—dijo Zahed—. Algo que él describecon gran reverencia diciendo que es unapiedra procedente del navío del Señor,

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que lleva inscritas unas cruces y el signode Nemrod.

—¿El signo de Nemrod?—Un diamante —explicó Zahed—.

Nemrod aparece en la Biblia hebrea.Era el nieto de Noé, el primer rey quehubo tras el Diluvio.

Al guía se le iluminó el rostro.—Una piedra grande que lleva unas

cruces grabadas. Del Arca de Noé.—¿La conoce? —inquirió Zahed.Sully afirmó despacio, mientras iba

encajando mentalmente las piezas, y porfin su rostro se distendió en una sonrisade satisfacción.

—Vamos a buscar ese monasterio.—Plegó el mapa y se dirigió al trotehacia su coche—. Ustedes síganme, ¿de

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acuerdo? —voceó—. La primera partepodemos subirla en coche.

—Como usted diga —contestóZahed. Vio que el guía encendía elmotor del Toyota, después miró aSimmons y le hizo un gesto desatisfacción con la cabeza—. Vamos abuscar ese monasterio, Ted.

En cuestión de minutos, los dostodoterreno avanzaban lentamentemontaña arriba.

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Las aguas del Bósfororesplandecían en un tono dorado queresultaba hipnotizante bajo el solmatinal cuando el pequeño reactor cruzóEstambul y sacó de Europa a Reilly,Tess y Ertugrul para hacerlos entrar enAsia. La aeronave, una elegante CessnaCitation VII de color blancoperteneciente a las fuerzas aéreas deTurquía, debía llevarlos hasta la ciudadde Kayseri, en el centro mismo del país,donde los estaría aguardando una unidadde las Fuerzas Especiales paratransportarlos hasta la montaña.

Mientras la avioneta alcanzaba su

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altitud de crucero, Reilly contemplaba elpanorama de cúpulas y minaretes queiba quedando atrás con ojos llenos desueño, que a duras penas conseguíamantener abiertos. Ya había perdido lacuenta de los cafés que se había tomadoen las últimas veinticuatro horas, y quedebería multiplicarse por dos o por trespara calcular de verdad la potencia delcafé turco. Así y todo, si quería ser dealguna utilidad en aquella operación decampo, necesitaba dormir un rato.

Los tres habían trabajado hasta muytarde en el consulado, y al final no semolestaron en reservar un hotel sino queterminaron de pasar la noche allí mismo.Tess había matado el tiempo intentandocomprender mejor hacia dónde pudieron

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dirigirse Conrado y sus hombres,mientras que Reilly y Ertugrul pasaronlargas horas estudiando la informaciónde los servicios de vigilancia, tanto dela CIA como de fuentes turcas, a labusca de algo que se saliese de locorriente y que pudiera sugerir unvínculo con el terrorista del Vaticano.Además, hubo que hacer una serie dellamadas a los superiores de NuevaYork, y también a Langley y a FortMeade, la sede de la ASN, donde seestaban analizando las conversaciones ylas voces por si aparecía algo queayudara a responder la pregunta másacuciante: cómo pretendía desplazarseel terrorista desde Estambul hasta sudestino.

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Para cuando salió el sol todavía nohabía habido frutos. Lo único que teníanera la actualización más reciente de lapolis local, que les informaba de quécoches se habían robado en las cuarentay ocho últimas horas en Estambul yalrededores. Tal como era de prever, nohabían sido tantos, puesto que la franjade tiempo había sido muy corta. En lalista figuraban cincuenta y siete. Reilly yErtugrul habían logrado eliminar más dela mitad, que no resultaban adecuadospara un viaje de diez o doce horas.Después esperaron a que se introdujeranlos datos en la red de información yseguridad de la policía denominadaMOBESE, la cual procedió a enlazarmás de un millar de cámaras de

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seguridad repartidas por todo Estambulcon el centro de seguimiento devehículos y reconocimiento de placas dematrícula. Varios de los coches quefiguraban en la lista de robados habíansido captados en vídeo en diversasubicaciones, y como Reilly y Ertugrulsabían qué dirección iba a tomar elterrorista, pudieron estrechar labúsqueda, hasta un número de catorcevehículos que podían ser de algúninterés. Más tarde, poco después delamanecer, les comunicaron desde elMando de Combate Aéreo que habíanaccedido a prestarles uno de los GlobalHawks. El aparato se encontraba entierra, en la base aérea Al Udeid deQatar, en el golfo Pérsico, preparándose

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para la misión, y se encontraría sobre lazona indicada a media mañana. La listade coches robados se envió a loscontroladores del Global Hawk,ubicados en la 9.ª Ala deReconocimiento de la Base de lasFuerzas Aéreas, situada en Beale,California, cuyos ordenadoresanalizarían las imágenes de vídeo queles transmitiera el aparato para buscarcoincidencias.

No había nada más que hacer,salvo esperar. Y tener esperanza. Yprocurar no pensar demasiado en lo quehabía sucedido hasta el momento ni enlos posibles errores cometidos.

Reilly volvió la mirada al asientoque tenía enfrente. Tess lo percibió y

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levantó la vista de su portátil. Inclusodespués de haber pasado la nocheprácticamente en blanco en laincomodidad de una sala de juntas delconsulado, no había perdido la chispade la mirada ni el gesto travieso de loslabios. Reilly tuvo que sonreír, pero fueuna sonrisa tan débil que no logróextenderse a los ojos.

Tess se percató.—¿Qué pasa?Reilly estaba demasiado cansado

para contestar. Así que desvió lapregunta y dijo:

—¿Ya tienes algún veredicto?Tess lo miró unos instantes, como

si estuviera debatiendo si debía dejarlopasar o no. Por fin volvió a bajar la

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vista a la pantalla y respondió:—Creo que sí. No estoy segura de

que sea suficiente para que nos ayude aencontrar la tumba de Conrado sin saberen qué lado de la montaña está elmonasterio, pero podría ser que sí.

—Cuéntame —pidió Reilly,inclinándose hacia delante.

Tess giró el portátil para que élpudiera ver y señaló el mapa queaparecía en la pantalla.

—En la carta que escribió el monjeal morir, dice que Conrado y sushombres se dirigían a Corycus, que estáaquí abajo, en la costa. —Señaló unapequeña localidad situada en el sur deTurquía—. En la actualidad se llamaKizkalesi.

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—Pudo equivocarse —apuntóReilly—. Pudieron mentirle.

—Quizá, pero yo creo que no. Aver, tiene lógica, no les quedabanmuchas alternativas. Para el año 1310 laorden ya había sido abolida. En Europaoccidental eran delincuentes buscadospor la justicia, de modo que no podíanregresar. Y tampoco podían ir al este,porque los musulmanes habíanrecuperado toda la costa y habíanderruido sus fortalezas.

—¿Y adónde fueron entonces?—El único sitio lógico era Chipre,

otra vez. Probablemente Conrado teníaamigos allí. Además, en Chipre loshombres del Papa no eran poderosos.Podría llevar una vida discreta y

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relativamente segura, y planificar elmovimiento siguiente. Eso quiere decirque, con independencia del punto de lamontaña en que se encontrasen, iban atener que encaminarse hacia el sur, haciauno de esos pasos que atraviesan losmontes Tauro, para llegar a la costa. Lapregunta es qué paso eligieron.

Reilly asintió, pero sin estar muycentrado en lo que contaba Tess.

Ella lo miró unos momentos y luegole dijo:

—Ayer me hiciste pasar muchomiedo, ¿sabes?

Reilly frunció el entrecejo.—¿De qué me hablas?—De lo del Patriarcado. Cuando te

lanzaste tras el terrorista y te pusiste a

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perseguirlo como si fueras un ejército deun único hombre... Y luego, cuando tetiraste al río. —Calló unos instantes yluego añadió—: No es culpa tuya, Sean.

—¿Qué no es culpa mía?—Lo que sucedió en el Vaticano.

Las bombas y todo eso. Dios, soy yomás responsable que tú. —Se inclinóhacia él y le cogió la mano—. Ya sé quequieres capturarlo. Y yo quiero queborres a ese cabrón de la faz de laTierra, más que tú. Pero no puedesseguir actuando de forma tan irracional,tienes que reprimir la rabia, porque vasa terminar haciéndote daño. Y eso me damuchísimo miedo. No quiero que te pasenada.

Reilly asintió despacio con la

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cabeza. Sabía que en cierto modo Tesstenía razón. Estaba permitiendo que surabia le nublara el razonamiento. Elúnico problema era que con un tipocomo aquel terrorista no valían lasmedias tintas. Si quería tener algunaposibilidad de atraparlo, tenía queactuar de forma temeraria. Formabaparte de su cargo. Pero era un detalleque no había por qué recordárselo todoel tiempo a Tess.

Esbozó una media sonrisa.—No pasa nada, en serio. Me han

entrenado para eso, ¿sabes?Pero la expresión de Tess no se

suavizó. No se lo creía. Le soltó la manoy contestó:

—Estoy hablando en serio, Sean.

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No quiero verte morir en mis brazos. Niaquí ni ahora. Nunca. Todavía nosquedan muchas cosas que hacer juntos,¿no crees?

Aquel comentario lo tomó porsorpresa y le hizo rememorar tiempospasados, lo que habían vivido juntosunos meses atrás. Tras unos instantes,dijo:

—No te preocupes. No pienso irmea ninguna parte.

Por el rostro de Tess cruzó unaexpresión de tristeza.

—Pero yo sí que me fui. Te dejéplantado. Y lo siento. Lo sientomuchísimo. Pero lo entiendes, ¿verdad?Entiendes por qué tuve que irme,¿verdad?

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Reilly recordó algunos fragmentosde la última conversación que habíantenido.

—¿Ha cambiado algo?Tess hizo una inspiración profunda

y volvió la vista hacia la ventanilla. Noera una pregunta sobre la que leapeteciera mucho reflexionar.

—¿Y si no sucede? —dijo por fin—. ¿Alguna vez seremos capaces depasar página de verdad, o esto va aconvertirse en un agujero de tu vida queyo jamás voy a poder reparar?

Reilly sopesó la cuestión uninstante y luego se encogió de hombros.

—Teniendo en cuenta a lo que nosdedicamos, lo que nos ha vuelto a juntaraquí... Me hace preguntarme si

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deberíamos haberlo intentado siquiera.De repente Tess mostró su sorpresa

y desconcierto.—¿Ahora lo estás pensando mejor?

¿Lo de tener un hijo?—Ahora seguramente es un punto

discutible, ¿no?—¿Y si no lo fuera?Reilly pensó otra vez, y se

sorprendió al darse cuenta de que ya noestaba tan seguro.

—No lo sé. Dímelo tú. A ver, losdos nos dedicamos a esto. Tú, con tusmisterios antiguos, que por lo vistoatraen a psicópatas salidos de no sesabe dónde. Yo, con mi trabajo deperseguir a tipos que sueñan conestrellar un avión contra una torre. ¿Qué

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padres habríamos sido?Tess descartó la pregunta con un

ademán.—¿Y qué vamos a hacer, dejarlo

todo y jugar todas las noches al parchístomando un té relajante? Como tú dices,esto es lo que somos y a lo que nosdedicamos. Y con independencia de eso,seríamos unos padres estupendos. No lodudo ni por un segundo. —Le ofrecióuna media sonrisa y volvió a apretarle lamano—. Mira, no te preocupes. Ereshombre, y se supone que no comprendesestas cosas. Déjamelas a mí, ¿vale? Loúnico que necesito es que me digas quesi no nos sale bien en ese aspecto vamosa ser capaces de pasar página... Y quemientras tanto no vas a ponerte

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demasiado a tiro de ese loco.¿Conforme?

Reilly sintió que lo invadía unaaguda sensación de cansancio. Asintiósonriendo débilmente. Notaba lospárpados como si los tuviera de plomo.

—Conforme.A pesar de lo que había dicho Tess

y a pesar del agotamiento, en lo másrecóndito de su cerebro continuabanbailando las imágenes de la masacre delVaticano. Cerró los ojos y decidió quelo mejor era una siestecita, después detodo, y se recostó contra elreposacabezas. Pero a pesar de lomucho que necesitaba dormir, no levenía el sueño ni le vendría en un futurocercano, estaba seguro.

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Hasta que hubiera finalizadoaquella persecución.

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28

Los prados de alta montaña y losextensos campos de viñedos y frutalesdieron paso a un terreno más áspero yrocoso. Zahed y Simmons iban cuestaarriba siguiendo al maltrechotodoterreno del guía. La vieja carreteraasfaltada, con el firme agrietado ycuarteado a causa de los bruscoscambios de temperatura que sufría cadaestación, era apenas más ancha que loscoches. Al cabo de dos o tres kilómetrosse convirtió en un camino todavía másestrecho que hubiera costado trabajoincluso a una mula, pero nada parecíaperturbar al guía, que continuaba

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subiendo.El cansado motor diésel de su

Toyota remontaba aquella traqueteantependiente, aunque sus ballestas seestirasen y se comprimiesen como untirachinas, llevándolos por aquel terrenodesolado. Por fin la senda terminó en unpequeño claro que se abría al pie de unagigantesca pared de roca.

Sully observó el sol del mediodía yconsultó el reloj.

—Por el momento vamos a dejaraquí las tiendas y todo lo demás, yviajaremos ligeros —les dijo a Zahed ya Simmons—. Así podremos recorrer unmayor trecho. Pero tenemos que habervuelto para cuando se haga de noche,dentro de unas ocho horas.

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—Espero que nos haya conseguidoequipos de senderismo —dijo Zahed.

—Creo que tengo todo lo quenecesitan. —Sacó de su coche unamochila de gran tamaño y se la pasó aZahed—. Ahí dentro van camisetas,pantalones cortos, polares, calcetines yzapatos. Vamos allá, caballeros —sonrió—. La montaña nos espera.

Una vez que emprendieron lacaminata por el sendero que serpenteabapor la empinada pared de roca quepartía del claro, la primera hora lesresultó relativamente fácil. Atravesaronvar ios yaylas, unos prados de altamontaña que bordeaban el volcán

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formando colinas onduladas. Pese al solde agosto, el aire se notaba más límpidoy seco a cada metro que ascendían, envivo contraste con el horno de humedadque se respiraba en la base de lamontaña. Encontraron varios rebaños deovejas, vacas y cabras de Angora, quedaban fama a la región, pastandoapaciblemente en aquellos agrestespastos; en lo alto vieron volar algunaque otra bandada de pinzones rosadosque se acercaban a echar un vistazo yluego reanudaban su ballet en el aire.

A pesar de la bucólica serenidadque rodeaba a Zahed, éste no caminabatranquilo. Se estaba agotando el tiempo,un tiempo en el que Reilly y el resto desus enemigos podrían encontrar su pista

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y estrechar el cerco, y en cambio allíestaba él, disfrutando de una agradableexcursión de senderismo, con escasainformación y no muchas esperanzas deque el desconocido elegido a toda prisacomo guía supiera lo que hacía.

Simmons no había dicho gran cosaa lo largo de todo el camino, como él lehabía ordenado. En cambio Sully lotenía más que harto, al límite de supaciencia, porque hablaba sin parar.Estaba claro que sufría otra modalidadde diarrea.

El terreno no tardó en volverse másdifícil, porque la pendiente se hizo máspronunciada y los prados dieron lugar aun pedregal formado por grava suelta yresbaladiza, y roca volcánica. Desde

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allá arriba se divisaba una serie deagujas de piedra que delineaban elfondo del valle. Cuando llevaban doshoras subiendo, el guía sugirió quehicieran un descanso al amparo de unosárboles. Les entregó botellas de agua yunos sándwiches de suyuk picante, ytambién unas cuantas barritasenergéticas. De todo ello dieron buenacuenta mientras contemplaban elimpresionante paisaje.

A sus pies se extendía la llanura deAnatolia, una infinita meseta de colorcrema dorado salpicada por unascuantas manchas de sombra a causa delsol de últimas horas de la tarde. A lolejos se distinguían globos de airecaliente que se desplazaban muy

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despacio, semejantes a gominolasmulticolores que flotaban por encima delos valles y de los cañones escondidos.Incluso desde aquella distancia se podíadistinguir los rasgos característicos queconvertían a la región en uno de lospaisajes más insólitos y espectacularesdel planeta.

Hace más de treinta millones deaños, en la era Cenozoica, aquellaregión se encontraba arrasada a causa delas erupciones volcánicas del Argeo yde algún otro volcán. Toda la zona fuecubierta de lava de manera intermitentepor espacio de decenas de miles deaños. Cuando por fin cesaron laserupciones, las tormentas, los ríos y losterremotos se confabularon para

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remover los sedimentos y transformarlosen toba, una piedra blanda y maleablecompuesta por lava, barro y ceniza.Después vinieron varios siglos deerosión, que fueron dando forma a lameseta y tallando valles y cañones, y losrevistieron de un sorprendente paisajede formaciones rocosas onduladas ysensuales que parecían gigantescospegotes de nata montada, extensionesinterminables de agujas de piedra de untamaño enorme y «chimeneas de lashadas», extrañas columnas de toba de untono blanco marfil que parecían puntasde espárragos coronadas por unaspiedras de basalto marrón rojizo quedesafiaban a la gravedad. Y por si laobra de la naturaleza no fuera lo

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bastante fantasmagórica, el ser humanohabía contribuido otro poco cavandomadrigueras en la toba siempre que lefue posible. Aquellas formacionesrocosas de todos los tamaños y figurasestaban sembradas de orificiosdiminutos, ventanas que comunicabancon inesperadas viviendas, vallesenteros convertidos en ciudadessubterráneas, cuevas de ermitaños,iglesias de piedra y monasterios.

—Es una belleza, ¿a que sí? —dijoSully.

—Ya lo creo —contestó Zahed.El guía bebió un trago de su

cantimplora y dijo:—Usted es de Irán, ¿verdad?—Sí, en origen. Pero mi familia

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abandonó el país cuado yo tenía sieteaños. —Mentía con facilidad; era unahistoria que ya había contado en otrasocasiones.

—El nombre de toda esta región,Capadocia —informó Sully—, es deorigen persa, ¿sabe? Katpatuka.

—«La tierra de los caballoshermosos» —dijo Zahed.

Sully afirmó con la cabeza.—Hace mucho tiempo, los había

por todas partes. Pero ya no. Debió deser algo digno de ver, encontrarse concaballos salvajes que corrían en libertadpor un paisaje como éste. —Paseó lamirada por aquel exótico parajerespirando lentas bocanadas de aire, yluego preguntó—: ¿Han tenido ocasión

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de explorar los valles?—Lo cierto es que este viaje no ha

sido planeado de antemano, y tenemosque volver a la universidad muy pronto.

—Oh, pues han de buscar tiempopara explorarlos antes de irse —loaguijoneó Sully—. No se parece a nadaque hayan visto antes. Eso de ahí abajoes otro planeta. Y todo por culpa de estemonstruo —agregó, señalando la cumbredel volcán extinguido que se erguíasobre ellos.

Zahed se encogió de hombrosfingiendo desilusión.

—Se intentará.Sully afirmó otra vez con la cabeza,

y de pronto esbozó una sonrisa desatisfacción.

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—No se han fijado en dóndeestamos, ¿a que no?

Zahed miró en derredor, sin sabermuy bien a qué se refería el guía.Entonces captó la mirada de Simmons...El arqueólogo estaba mirando losárboles.

—Álamos —dijo Simmons—. Sonálamos.

—Pues sí. —Sully estabadisfrutando—. Y si me hacen el favor deseguirme, hay una roca que me gustaríaenseñarles.

Media hora después llegaron a laroca.

Era una piedra grande, vertical y de

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forma rectangular, tallada con tosquedadpara que tuviera el contorno de unalápida gigantesca, como de dos metros ymedio de altura, y estaba encajada enuna estrecha vaguada que separaba dosrepechos. En la cara frontal tenía variascruces grabadas, y también un dibujo enforma de diamante en el ángulo inferiorderecho. Cerca del borde superior seveía un orificio de unos veintecentímetros de diámetro practicado porla mano humana.

Zahed miró con curiosidad.—¿Qué es?Simmons también miraba con

atención. Aquella piedra le había vueltoa insuflar un poco de vida.

—Hay más piedras como éstas al

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este, cerca de la frontera de Armenia.Hay quien piensa que son anclas depiedra, que las utilizaban los marinerosantiguos para suspenderlas de la popade la embarcación a fin de aminorar lavelocidad y ganar estabilidad cuando elmar estaba picado. Pero como nosencontramos muy tierra adentro, dicenque pertenecieron al Arca de Noé. QueNoé las arrojó por la borda antes dequedar varado en el monte Ararat. —Sutono había adquirido un tinte de burla yde lástima.

—¿Usted no está de acuerdo? —lecuestionó Zahed.

Simmons lo miró sereno perosorprendido.

—¿Usted cree que yo podría

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aceptar algo así? —se mofó—. Pareceque no me conociera, «Ali». —Estaúltima palabra la recalcó a propósito.

Antes de que Zahed pudiera seguirdebatiendo intervino Sully, ajeno aljuego de Simmons.

—¿No cree usted en el Arca?El arqueólogo dejó escapar un

suspiro.—Pues claro que no. La historia

del Arca no se escribió para que latomáramos en sentido literal. Por amorde Dios, está en el libro del Génesis, y...—Se encogió de hombros como si nisiquiera supiera por dónde empezar—.Esta roca, por ejemplo. Es de basalto.Volcánica. Natural de aquí. Y el Arca,según el Antiguo Testamento, zarpó de

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Mesopotamia. Allí no hay volcanes. Ycabe esperar que las anclas de piedra sefabricasen con materiales extraídos dellugar del que zarpaban los barcos, nodel lugar en que quedaban varados, ¿no?

Sully preguntó:—Y, entonces, ¿qué cree usted que

es?—Una piedra pagana, de mucho

antes de que llegara el cristianismo. Haynumerosas piedras desperdigadas porArmenia y por el este de Turquía. Lascruces se grabaron mucho después,cuando el cristianismo se impuso alpaganismo. Precisamente de ahíproviene el concepto cristiano de grabarcruces en las lápidas. Primero fue unacostumbre pagana. Y después, cristiana.

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—¿Y el agujero?—Un nicho para poner una

lámpara, simplemente.Zahed oteó los alrededores y dijo:—Está bien. ¿Y la cascada?—Me parece que ya sé cuál es la

nuestra —respondió Sully—. Es laúnica que encaja, dado que el obispopasó por aquí.

No tardaron mucho en llegar a lacascada. Y una hora más tarde yaestaban explorando las ruinas delmonasterio.

Claro que no había gran cosa queexplorar.

Después de setecientos años de

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abandono quedaba poco que demostraseque había sido algo más que una serie decuevas primitivas, si bien de formacúbica y provistas de unas aberturasrectangulares en los muros. Las ruinasestaban tapadas por hierbajos ymatorrales silvestres, y cuando Sully,Zahed y Simmons consiguieron abrirsepaso entre aquella frondosa vegetación ypenetrar en las habitaciones delmonasterio, no hallaron nada aparte deunas paredes frías y desnudas, y losfantasmas de murales borrados muchotiempo atrás, que representaban,suponían, escenas bíblicas.

Así y todo, no fue en modo algunouna decepción. No habían ido hasta allípara encontrar otra cosa que no fuera el

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monasterio mismo.Decidieron tomarse un descanso y

se sentaron en cuclillas en unas grandespiedras que había fuera, encima de unrepecho situado en el inicio de lapronunciada pendiente rocosa que subíaal monasterio.

En el cielo de media tarde trazabalentos círculos una solitaria águilaratonera, flotando en una corrientetérmica, mientras que allá abajo losvalles habían cambiado de aspecto ycomponían un panorama más serio, detonos morados y grises. Sully estabaabriendo pistachos helva con una navajamultiusos y se los iba pasando a susclientes. Había sacado de nuevo el mapay lo tenía desplegado junto a sí. Ya

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había marcado en él la posición delmonasterio.

—¿Así que a partir de este puntotienen que seguir otra serie deindicaciones? —le preguntó a Zahedentre un bocado y otro.

—Sí. Las de un viajero que pasópor aquí en el siglo XIV. —Extrajo unahoja de cuaderno doblada y se la pasó alguía. Allí estaban los detalles del viajedel inquisidor, que él mismo habíatomado del Registro Templario—.Necesitamos encontrar el cañón quemenciona.

Sully miró el papel y luego miró aZahed.

—Pero ¿de qué va todo esto, sipuede saberse? —Su rostro se distendió

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en una sonrisa de oreja a oreja, como siles hubiera descubierto el juego—.¿Están buscando un tesoro, o algo así?

Zahed rio.—¿Un tesoro? ¿Tenemos pinta de

ser buscadores de tesoros? —Se volvióhacia Simmons, señalando a Sully congesto divertido y meneando la cabeza,como para descartar semejantesugerencia—. Ve usted demasiadaspelículas, amigo.

Simmons emitió una breve risa queno le afectó a los ojos.

—Bueno, entonces, ¿qué es? —insistió Sully—. ¿A qué viene toda estaprisa?

—No teníamos pensado venir aquí.Estamos dando los últimos toques a un

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libro que trata de las cruzadas, y estastumbas podrían demostrar que hubocaballeros que sobrevivieron aquí mástiempo del que suponemos, lo cualentraría en contradicción con lo quedecimos en el libro. Pero, como tenemosun presupuesto muy ajustado, nopodemos estarnos aquí eternamente.Debemos regresar a la universidaddentro de dos días.

Sully puso cara de desilusión.—Entonces, ¿no hay tesoro?Zahed se encogió de hombros.—Una pena. Pero con mucho gusto

le enviaremos un ejemplar firmado denuestro libro.

—Eso sería genial. —Sully sonrió.Se le notaba a las claras que no quería

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parecer desilusionado. Luego miró denuevo el papel que le había pasadoZahed y lo estudió con atención,mirando alternativamente el papel y elmapa, poniendo toda su energía mentalen el esfuerzo.

Pasados unos momentos, al parecerllegó a un veredicto.

—La descripción es un poco vagapara estar seguro, pero teniendo encuenta lo que hay aquí... Si yo tuvieraque hacer un cálculo, diría queintentásemos llegar hasta el paso Gülek,el paso de montaña que también tomó elobispo cuando se dirigía al norte. Era laúnica manera de atravesar los montesTauro, lo cual quiere decir que el cañóndel que habla esto se encuentra al sur, en

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esta zona. —Rodeó con el dedo el áreaa la que se refería—. Pero por allí haymuchos cañones; sin hacer ese viaje yseguir los pasos del obispo, suponiendoque no me haya equivocado en loprimero, no sé cuál podría ser.

Zahed asintió pensativo.—Pues eso es lo que debemos

hacer. Será lo primero que hagamosmañana. —Calló un momento, luegosonrió y agregó—: Tenemos queadelantarnos a los demás buscadores detesoros.

Sully soltó una risita.—No hay problema —contestó, y

de repente se le ocurrió una idea que leiluminó la cara—. ¿Saben una cosa?Voy a llamar a mi tío Abdülkerim. Es

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bizantinista, antes daba clases en unauniversidad de Ankara. Ahora trabaja deguía turístico. Les va a caer muy bien.Vive en Yahyali, que está cerca de loscañones que les he dicho. Él los conocemejor que nadie, si hay una personacapaz de ayudarnos a dar con el queestamos buscando, es él. —Sacó elteléfono móvil, lo miró un momento ypareció acordarse de algo—. Malditasea, se me había olvidado —dijososteniendo el aparato en alto con ungesto contrito—. Aquí arriba no hayseñal para el móvil.

A Zahed se le pusieron los nerviosen tensión. Sabía dónde iban a encontrareco aquellas palabras, y lanzó unamirada a Simmons.

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La expresión que vio en los ojosdel arqueólogo bastó paraconfirmárselo.

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29

«No hay señal.» El comentarioincendió las neuronas de Simmons.

No funciona el detonador.No funciona la bomba.Era ahora o nunca, sobre todo

cuando vio que su secuestrador metía lamano en su mochila, donde sabía quellevaba una pistola.

—¡Tiene una pistola! —chilló,abalanzándose contra Zahed.

Lo alcanzó justo en el momento enque sacaba el arma. Le propinó unmanotazo para apartarla a un lado altiempo que flexionaba el brazo derechopara golpear a Zahed con el codo en la

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cara. Aferró la muñeca derecha del iranícon todas sus fuerzas y desvió la pistolade su objetivo justo en el momento enque ésta se disparaba con un ruidoatronador. El estruendo hirió a Simmonsen los oídos y reverberó montaña arriba,a su espalda, pero no le hizo perdervelocidad en el codo derecho, quealcanzó el rostro del secuestrador unafracción de segundo después. EntoncesZahed hizo uso del entrenamiento quehabía recibido y consiguió esquivar lopeor del golpe echándose hacia atrás,pero aun así el fornido antebrazo delarqueólogo se hundió en la cara de suvíctima con un crujido y un impacto quele causó un intenso dolor en el hombro.El ímpetu de la colisión arrastró a los

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dos hombres y los hizo caer de la piedradonde estaban, Simmons aferrado a lamano con que Zahed empuñaba lapistola y forcejeando para hacerse conella, ambos retorciéndose uno encimadel otro y resbalando hacia atrás, hastaque terminaron chocando contra elsuelo.

El iraní se golpeó la cabezaviolentamente contra las piedras sueltasque alfombraban la pendiente y dejóescapar un aullido de dolor... y tambiénaflojó los dedos con que agarraba lapistola. Simmons, todavía medio sordopor la detonación, vio la oportunidad yla aprovechó. Asió la muñeca de Zahedcon las dos manos y empezó a golpearlacon fuerza contra el suelo, una vez, dos,

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tres, pulverizándola contra los trozos degrava, haciendo brotar la sangre, hastaque Zahed aflojó el arma... y de prontosintió una punzada de dolor en elcostado derecho. Simmons le habíahundido el puño con la fuerza de unataladradora. El golpe le hizotambalearse. Soltó un alarido y luchópor seguir controlando a su víctima eltiempo suficiente para asestarle unúltimo puñetazo, y lo consiguió, pero altirar violentamente de la muñeca deZahed, sin querer hizo que la pistolasaliera volando por los aires y cayerarodando por la pendiente rocosa quehabía detrás.

A Simmons se le paró el corazóncuando vio que la pistola quedaba fuera

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de su alcance. Entonces clavó las uñasen la muñeca de Zahed parainmovilizarlo contra el suelo de gravamientras pensaba lo que debía hacer acontinuación. Vio allí de pie a Sully,mirándolo desde un poco más arriba conexpresión conmocionada, y le gritó:

—Haga una cosa, ayúdeme a cogerla...

De pronto sintió un agudo dolor enel pecho que le vació todo el aire de lospulmones. Zahed le había propinadootro golpe, esta vez con el canto de lamano que tenía libre. Simmons cayóhacia atrás, luchando por respirar; sentíacomo si le hubieran llenado la cajatorácica de napalm y le hubieranprendido fuego. Al tiempo que él caía

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Zahed se levantaba; se incorporó yarremetió contra Simmons, lanzando unchillido de furia capaz de helar lasangre. Atacó la garganta de Simmonsponiendo los dedos como si fueran loscolmillos de una cobra y apretó con unafuerza brutal. Simmons torcía la cabezaa un lado y a otro intentando escapar deaquella garra mortal, agitando los brazossin control y lanzando insignificantesmanotazos de muñeco a su atacante.Zahed le había aprisionado la cabeza delado, en una posición que le aplastaba elojo izquierdo contra los afiladosguijarros del suelo, y le estaba quitandola vida poco a poco. Simmons notó quese le nublaba la vista y que se leescapaban los últimos vestigios de

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fuerza, y en ese momento pensó que talvez aquella forma de morir fuera mejorque ver salir sus tripas por un agujero enmitad del vientre... Y de pronto vio algoque le llamaba, algo que había allí en elsuelo, a su alcance, una piedra deltamaño de un mango posada allí mismo,en su ángulo de visión, ofreciéndole lasalvación. A aquellas alturas ya casihabía perdido toda la sensibilidad delos brazos, pero, sin saber cómo,consiguió mover la mano hasta lapiedra, ordenar a sus dedos que secerrasen a su alrededor y a sus músculosque hicieran un último esfuerzo.

El golpe le acertó a Zahed justodebajo de la oreja, y lo aturdió losuficiente para que sus labios temblaran

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y lanzaran hacia un lado un hilo desaliva mezclada con sangre. Jadeandodesesperado por aspirar aire, Simmonsempujó al iraní con ambos brazos paralibrarse de él. Zahed se desplomó haciaatrás, de costado, y soltó un fuertebufido sacudiendo la cabeza, con losojos semicerrados, al tiempo queretiraba la mano de la herida empapadade sangre. Entonces abrió los ojos degolpe y, clavándolos en Simmons conuna furia primitiva que el arqueólogojamás había visto, se puso en pie comosi estuviera poseído.

Simmons se incorporó de un salto,con la respiración agitada y todas lasalarmas disparadas en el interior de sucerebro, diciéndole que no debía

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quedarse allí y enfrentarse de nuevo aaquel individuo.

Unas alarmas que le decían quesaliera corriendo de allí mientraspudiera.

Subió hasta las piedras para volvercon Sully, que todavía estaba allí de pie,en trance, con la cara empapada desudor y una mezcla de confusión yhorror en la mirada. El guía empezó adecir algo:

—¿Qué va a hac...Pero se interrumpió al ver que

Simmons no estaba escuchando. Elarqueólogo tenía el pensamiento puestoen una única cosa y escudriñaba el suelofrenéticamente, desesperado porencontrarla... y de pronto la vio en el

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mismo sitio en que la había visto laúltima vez. En la mano de Sully.

La navaja multiusos.—Deme su navaja —rugió, y sin

aguardar respuesta se abalanzó contra elguía y le arrebató el cuchillo. Luegomiró en derredor para orientarse ypercibió un movimiento a su costado. Sevolvió y vio a Zahed, que subía haciaellos.

El iraní traía algo en la mano. Lapistola. El cabrón se las había arregladopara recuperarla.

—¡Huya! —le chilló al guía altiempo que lo aferraba de la camisa y loempujaba hacia la pendiente rocosa,para alejarlo del monasterio.

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A Zahed todavía le dolía la cabezaa consecuencia del porrazo, pero sabíalo que tenía que hacer para olvidarse deldolor hasta que hubiera terminado lo quese proponía. No podía consentir que uninsignificante arqueólogo le echara aperder los planes. Ya le iba a enseñar éllo que valía un peine, le iba a dar unalección de respeto que no se le iba aolvidar nunca.

Pero antes tenía que agarrarlo.Llegó a la última piedra a tiempo

para ver que el arqueólogo se habíaescabullido pendiente abajo y ya estabacomo a cien metros de distancia,procurando no resbalar entre aquellaspiedras sueltas. Lo seguía de cerca el

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guía, pero con movimientos másinseguros. Y también había otra cosa...estaba perdiendo el tiempo mirandocontinuamente hacia atrás, temeroso deque él los persiguiera. A diferencia deSimmons, al guía todo aquello leresultaba nuevo, le había llegado demanera totalmente inesperada, y nosabía con seguridad lo que estabapasando, llevaba dentro una dudainfinitesimal que lo estaba retrasandoligeramente.

Y aquella duda era lo único quenecesitaba Zahed.

Recogió su mochila a toda prisa,metió en ella la pistola y se la echó alhombro. Y a continuación se lanzó enpos de ellos. Iba con la vista fija en el

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terreno que pisaba, para ir escogiendolos mejores puntos de apoyo en sudescenso por aquella pendiente rocosa.Llevaba el pensamiento puesto en losdetalles inmediatos de la tarea que teníaentre manos: no tropezar y torcerse untobillo, respirar profundamente para noperder energía, evaluar las posicionescambiantes de sus enemigos y hacermicroajustes en su trayectoria paraganarles los segundos que pudiera.

Y le estaba funcionando.Con cada zancada fue ganando

terreno a sus presas, que salvaron asaltos un tramo de grava suelta yseguidamente cruzaron en diagonal unaladera de pronunciada pendiente parallegar a un repecho ancho, cubierto de

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hierba. Sully ya se encontraba bastanterezagado de Simmons, como unos diezmetros, y cuando se volvió para miraratrás otra vez, Zahed ya estaba lobastante cerca para apreciar el miedoque se le reflejaba en los ojos. Aquellole provocó una descarga de adrenalinaque insufló vida en sus piernas como sise hubiera encendido un cohete dereserva, y no tardó en tener al guía alalcance de la mano.

Derribó a su primera presa en unaprofunda hondonada llena de grava.Ambos rodaron pendiente abajo, Zahedcon los brazos aferrados al cuello deSully. Y no los retiró hasta que llegaronal fondo de la pendiente. EntoncesZahed se apresuró a ajustar la posición

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de las manos: agarró la cabeza de Sullyhaciendo una fuerte tenaza y despuésapretó las manos salvajemente parapartirle el cuello. Éste cedió al instantecon un sonoro crujido de huesos ycartílagos, la cabeza cayó inerte haciaun lado y el cuerpo sin vida sedesmoronó en el suelo.

Zahed no perdió tiempo. Rebuscórápidamente en los bolsillos de Sully,encontró el teléfono móvil y se loguardó en su mochila. También le quitólas llaves y la cartera. Luego miróalrededor y vio un afloramiento de rocasa unos diez o doce metros de allí.Entonces asió al guía muerto por lostobillos y lo arrastró hasta un puntodonde quedara oculto. Los segundos que

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estaba dejando pasar aumentarían ladistancia que lo separaba de Simmons,pero confiaba en alcanzarlo a tiempo, ydado que todavía le quedaban muchascosas que terminar en Turquía, eramejor no dejar cadáveres a la vista.

De inmediato reanudó lapersecución.

Simmons era una silueta depequeño tamaño a lo lejos, perobastaba. Zahed no tenía tanta prisa pordarle alcance; aún se encontraban avarias horas de donde habían dejado loscoches, y, en lo que a él se refería,cuanto más deprisa llegasen a ellos,mejor. Simplemente tenía que procurarno perder de vista a Simmons ymotivarlo para que continuase corriendo

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todo lo deprisa que pudiera, dos cosasque lograba simplemente con seguirlodesde una distancia segura.

Cuando ya llevabaaproximadamente una hora así, Zahed sedijo que había llegado el momento deacelerar. Simmons había aminorado elpaso y se movía con torpeza, y el iraníadivinó lo que se proponía hacer.

Llegó a su altura junto a unaestrecha grieta de grava que había alinicio de una vaguada. Simmons lo vioaparecer y dejó de correr. Se doblóhacia delante con la navaja en la mano yse puso a serrar con desesperación elcinturón de la bomba, intentandocortarlo. Zahed se quedó donde estaba,como a unos diez metros de él, haciendo

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inspiraciones profundas, regularizandolos latidos del corazón, y se secó lafrente.

Simmons levantó la vista jadeando,e imprimió mayor velocidad a las manospara serrar con más frenesí.

Pero no le funcionó. El material erademasiado duro.

—Yo no me molestaría —voceóZahed en dirección a él—. Está hechode fibra Kevlar, no se puede cortar. Porlo menos con esa navaja.

Simmons se volvió hacia élfuribundo, chorreando sudor por la caray con el miedo pintado en los ojos.Entonces se derrumbó de rodillas ycontinuó trabajando con más ahínco,desesperado por cortar el cinturón.

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—Además —dijo Zahed al tiempoque sacaba su teléfono y le echaba unaojeada—, ¿sabe una cosa? —Le enseñóla pantalla a Simmons, sabiendo queéste estaba demasiado lejos para ver loque ponía en ella, pero disfrutando deatormentarlo—. Vuelvo a tener señal.

Simmons lo miró, sin resuello, conel rostro contorsionado por ladesesperación y el agotamiento.

—De usted depende —voceóZahed—. ¿Quiere vivir? ¿O estápreparado para hacer las maletas?

Simmons cerró los ojos y dejópasar unos momentos sin moverse. Acontinuación, sin levantar la vista, soltóla navaja de la mano. Ésta cayó entre lagrava con un tintineo metálico. Él no se

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movió ni levantó la vista. Se quedódonde estaba, inmóvil, derrotado ycabizbajo, con la barbilla hundida en elpecho y los brazos alrededor de lacintura. Le temblaba todo el cuerpo.

—Eso ya está mejor —dijo Zaheda la vez que echaba a andar hacia él. Sequedó de pie a su lado, igual que untorero erguido sobre el toro muerto, y acontinuación le propinó una ferozbofetada de revés que lo levantó delsuelo y lo arrojó contra las piedras.

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—Aquí el mando del Hawk. Laretirada tendrá lugar dentro de menos detreinta minutos.

Reilly oyó la voz del controladordel aparato por el auricular inalámbricocon tal nitidez, que no parecía que suinterlocutor se encontrase cómodamentesentado y con la palanca en la mano amiles de kilómetros de allí, en lasonduladas colinas del norte deCalifornia. Pero lo que dijo no fueninguna sorpresa. El aparato habíapasado la noche entera trazando círculosen lo alto. Era capaz de aguantar muchotiempo en posición estática, pero no de

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forma indefinida, y además le quedabamucho camino que recorrer pararegresar a casa.

Reilly frunció el ceño.—Recibido —respondió—. Un

momento. —Despegó los ojos de las dosmanchas anaranjadas que se veían en lapantalla de su portátil para posarlos enel fornido comando que estaba encuclillas a escasos metros de él y enErtugrul—. ¿Cuánto tiempo nos queda?—preguntó, empleando por precauciónun tono de voz bajo.

El capitán Musa Keskin, de laUnidad de Fuerzas Especiales de laGendarmería turca (la Özel YandarmaKomando Bölügü), consultó el reloj yobservó el cielo nocturno. Faltaba poco

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para que amaneciera. El sol escalaría lacumbre de la enorme montaña que teníandelante para que pudieran verlo, peromucho antes su resplandor ya inundaríala zona. Keskin era un individuocorpulento, con un cuello que parecía eltronco de un árbol y unos antebrazos quehabrían matado de envidia a Popeye.Contestó a Reilly con un gesto de lacabeza que indicaba que no les quedabacasi nada y a continuación le hizo con lamano la señal de cinco minutos.Seguidamente se volvió hacia sushombres y les hizo otra señal idéntica.

Reilly asintió y oteó la oscuridaddel paisaje.

—Nos movemos dentro de cincominutos —le dijo al controlador.

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—Recibido. Y buena suerte —respondió la voz—. Los estaremosviendo.

Reilly sintió un escalofrío. Siestaban allí se debía más a la falta dealternativas que a la certeza de estar enel lugar acertado. Varias horas atrás,antes de que se pusiera el sol, el aparatoespía había localizado un vehículo queencajaba con la descripción y el colorde un coche que habían robado enEstambul el día anterior. Igual deimportante era que no había localizadoningún otro vehículo en la zona queencajara con alguno de la lista que leshabían dado a Reilly y Ertugrul. A causade las características del terreno, elHawk no había podido captar con

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precisión la matrícula, pero el vehículoen cuestión, un Land Rover Discoverynegro, había aparecido estacionado allado de otro todoterreno en lasestribaciones del volcán, en un área quepor lo general no era frecuentada por losmontañeros y dentro del cuadrante quesegún Tess era el que tenía másposibilidades. Aquello de ningún modoconfirmaba que habían dado con elobjetivo, pero era todo cuanto tenían.

El terrorista del Vaticano —si esque se trataba de él— les había puestodifícil la tarea. No había manera de queun francotirador o un ojeador pudieradetectar visualmente quién andaba porallí arriba. Los dos todoterrenos estabanaparcados en un pequeño claro al lado

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de una enorme pared de roca. Esoeliminaba cualquier posibilidad deobtener una visual desde la parte deatrás o desde varios lados sin correr elriesgo de alertar al iraní de supresencia. La única tecnología visualcon que contaban era la térmica y la deinfrarrojos, y además les venía desdeuna altura de nueve mil metros y despuésde pasar por los operadores del Hawk,que se encontraban en la base de lasFuerzas Aéreas de Beale.

También causaba dificultades laubicación del claro. La única forma dellegar a él era por un estrecho y tortuosocamino de mulas cubierto de grava, loque impedía acercarse sin llamar laatención. El ruido de los vehículos los

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delataría mucho antes de llegar. Reilly,Ertugrul y la patrulla paramilitar turca sehabían visto obligados a dejar losvehículos —y a Tess— a poco más deun kilómetro y subir el resto del caminoa pie. Ahora se encontraban ocultosdetrás de un bosquecillo de tilos jóvenesy matorrales silvestres que crecían alborde de un pequeño yayla, a unoscincuenta metros del claro y ligeramentepor debajo de éste.

Las dos manchas anaranjadas de lapantalla no se movían. A juzgar por laforma oblonga que tenían, daban laimpresión de estar tumbadas, dormidas,lo cual no era de sorprender, teniendo encuenta la hora. El micrófono direccionalde larga distancia que habían instalado

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no registraba conversaciones nironquidos. La cuestión era saber dequién se trataba. ¿Sería uno de ellos elterrorista que buscaban, o eransimplemente dos civiles que estabandurmiendo bajo las estrellas? Y si unode ellos era el objetivo, ¿quién era elotro? ¿Simmons? ¿O el dueño delsegundo todoterreno? Y en este segundocaso, ¿dónde estaba Simmons?

El plan consistía en atacar antes deque saliera el sol. Aprovechar la ventajade contar con el equipo adecuado, elHawk que vigilaba desde lo alto,sabiendo que si las cosas no salían talcomo estaba previsto no faltaba muchopara que amaneciera. Reilly miró a sualrededor. Los hombres del Özel Tim

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estaban haciendo los últimospreparativos, examinaban sus armas y seajustaban las correas de las gafas devisión nocturna. En total eran dieciséis:tres abajo con Tess, y los demás aquíarriba con Reilly y Ertugrul, a lasórdenes de Keskin. Todos procedían delestamento militar y habían recibido unentrenamiento especial antiguerrilla.Iban bien equipados y armados hasta losdientes, y por lo que había visto Reillyhasta el momento, parecían saber lo quehacían.

Reilly procuró deshacer el nudo detensión que notaba en la nuca. Se dijo así mismo que las cosas pintaban bien,que si el terrorista estaba allí arriba, elmuy hijo de puta estaba acorralado,

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superado en número y en armamento.Pero era posible que tuviera un rehén. Yél sabía que aquellas cosas rara vezsalían bien.

Cruzó la mirada con Keskin. Elcorpulento capitán hizo un gesto deasentimiento, alzó un megáfono y loorientó hacia arriba, a los dostodoterrenos.

—Dikkat, dikkat —bramó.«Atención, atención»—. Ustedes, los delos coches —exclamó en turco—. Leshabla la Yandarma. Se encuentranrodeados. Salgan con las manos dondepodamos verlas. —Repitió la orden ydespués la dijo en inglés con acentofuerte y entrecortado.

Reilly aguzó la vista en la

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oscuridad y luego volvió a mirar lapantalla del ordenador. Las manchasanaranjadas que brillaban en ellacobraron vida de repente. Se movieronalrededor de los vehículos y sefundieron una en la otra como dosmoléculas flotando en una placa dePetri. A Reilly se le engrosaron lasvenas del cuello intentando visualizar loque estaba ocurriendo allá arriba. Lossegundos se transformaron en un minuto,y entonces Keskin alzó su megáfono yrepitió la advertencia.

Las formas permanecieronfusionadas durante varios segundos detensión, casi un minuto entero. Keskin sedirigió a Reilly y Ertugrul con totalseguridad en sus duras facciones.

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—Si los que están ahí arriba fueranciviles normales, habrían contestadoalgo —les dijo—. Me parece que setrata del hombre que buscan.

—La cuestión es saber quién estácon él —replicó Reilly—. ¿Es Simmonso un cómplice?

—Sea lo uno o lo otro, puedehacernos creer que es un rehén —apuntóErtugrul. Luego, dirigiéndose al capitán,preguntó—: ¿Cómo piensa actuar?

—Vamos a concederles otrominuto, pero no más. Y después losatacaremos con granadas de fogueo ysubiremos a por ellos. —Se volvióhacia sus hombres y les lanzó una seriede órdenes en turco. Seguidamente seretiró sin hacer ruido mientras indicaba

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por señas a su equipo que se preparase.Reilly volvió a la pantalla del

ordenador. Las figuras seguíanfusionadas en una sola mancha ycontinuaban en la misma posición,detrás del Discovery. De prontoempezaron a moverse: se deslizaronhacia la trasera del coche... Y sesepararon de éste. Una de ellas se quedódetrás, la otra se detuvo un momento yluego echó a andar. Hacia terrenoabierto.

Reilly se llevó a los ojos losprismáticos de visión nocturna al tiempoque estallaban a su alrededor una seriede voces entrecortadas. Vio apareceruna figura solitaria por detrás delDiscovery, una silueta de color verde

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claro en medio de un mar de negrura.Entornó los ojos para enfocar mejor.Decididamente, la figura parecía ser lade un hombre. Venía andando haciaellos, despacio, de mala gana. Reillydesvió la mirada brevemente hacia lapantalla del portátil; la otra manchaanaranjada seguía detrás del Discovery,pero se había trasladado hasta la traseramisma.

—¿Quién es? —preguntó Ertugrul,que también estaba siguiendo el avancede la figura solitaria con prismáticos deinfrarrojos.

—Aún no estoy seguro —repusoReilly sin despegar los ojos de la figura.

El hombre comenzó a bajar por elestrecho camino que llevaba hasta ellos.

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El teleobjetivo de 3,5 milímetrospermitió distinguirlo con nitidez. Sehicieron visibles el rostro, el cabellolargo, la constitución atlética.

—No disparen —siseó Reilly—.Es Simmons.

Una serie de breves órdenes dadasen turco recorrió la fila de losparamilitares. Simmons se encontraba yaapenas a cincuenta metros, y Reilly lovio con más claridad. Llevaba puesto uncortavientos y tenía las manos a laespalda; cuando se volvió para miraratrás, Reilly advirtió que se las habíanatado con cinta aislante. Tambiénllevaba cinta aislante en la boca.

La otra mancha seguía agazapadadetrás del Discovery.

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Simmons estaría como a unostreinta metros de distancia cuandoKeskin ladró otra orden. De los árbolesy las rocas que había detrás surgieronmedia docena de hombres equipadoscon trajes de camuflaje, pasamontañasnegros y gafas de visión nocturna, yconvergieron sobre él. Lo agarraron y lollevaron rápidamente hacia un lugarseguro.

Reilly no apartaba los ojos deSimmons. El arqueólogo parecíaprofundamente angustiado, inclusodominado por el pánico, y no dejaba deretorcerse y de sacudir la cabezahaciendo gestos negativos. Forcejeabacon los comandos y emitía débilesgemidos a través de la cinta aislante.

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De pronto Reilly sintió quecomenzaba a aullar una sirena dentro desu cerebro.

«¿Por qué forcejea de ese modo?¿Cómo es que no da saltos de alegría?»

Entonces posó la mirada en el finocortavientos que llevaba Simmons yadvirtió que la cremallera estaba subidadel todo y que daba la impresión deestar mucho más gordo de lo que cabríaesperar en el torso musculoso de undeportista como él.

«Mierda.»Una oleada de sangre inundó el

cerebro al levantarse de un saltoagitando los brazos como loco ygritando a todo pulmón.

—¡No, apártense de...!

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Y Simmons voló por los aires.

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La noche se iluminó con un potentefogonazo que impidió ver nada más, y unnanosegundo después la onda expansivaalcanzó a Reilly. Le expulsó todo el airede los pulmones, le hizo perder elequilibrio y lo lanzó de espaldas contrael suelo de grava. En un abrir y cerrarde ojos, toda la información provenientede sus sentidos quedó interrumpida y seencontró sumergido en una burbuja deoscuridad y silencio.

No había sido la pequeña cargaexplosiva del cinturón.

Ésta habría matado únicamente aSimmons, y no habría herido a nadie

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más, a no ser que hubiera una personatumbada encima de él.

No, aquello era otra cosatotalmente distinta.

Aquello era un explosivo plásticode unos quince kilos que le habían atadoal arqueólogo a la cintura. Un cinturónde explosivos en toda regla, el típico delos terroristas suicidas. Y el efecto fuedevastador.

A medida que recuperaba laconciencia, Reilly tuvo la sensación deque le habían vuelto los oídos del revés.No oía nada, aparte de su propiarespiración áspera, y se notaba mareadoy desequilibrado, como si se hubierasumergido muy profundo bajo el agua yno lograra discernir por dónde se salía a

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la superficie. También tenía dificultadespara ver, pero de las formasdesdibujadas que iba distinguiendodedujo que estaba tendido de espaldas.Probó a mover los brazos y las piernas,pero éstos no reaccionaron a la primera.Entonces apretó los dientes y sacófuerzas para rodar muy despacio yquedar tumbado sobre el costadoderecho, con la intención de comprobarque no le faltaba ninguna extremidad.Levantó las manos y vio que por lomenos las seguía conservando. Fue atocar la pistola que llevaba en lasobaquera, pero al instante se dio cuentade que estaba muy caliente y se apresuróa retirar la mano.

Entonces se incorporó a medias

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apoyándose en un codo y miróalrededor.

La montaña se había convertido enuna visión del infierno.

Los árboles ardían despidiendo unhumo negro y acre que le raspaba lagarganta. Oyó ecos de gritos y gemidos.A través del humo acertó a ver restoshumanos desparramados por el suelo degrava: un brazo, una pierna quesobresalía de una bota suelta. Por todaspartes había comandos caídos queintentaban restañar sus heridas y pedíansocorro. La explosión había hecho trizasel cuerpo de Simmons y después habíadestrozado a los comandos que loescoltaban hacia un lugar seguro. Todossus huesos, y hasta el reloj de pulsera y

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la hebilla del cinturón, habían quedadoconvertidos en partículas de metrallarecalentada que saltaron por los aires yse llevaron por delante toda la carnehumana que encontraban en sutrayectoria.

Reilly recorrió con la mirada lacarnicería y se detuvo un momento en unpar de cuerpos incendiados que ardíanjunto a los árboles y que impregnaban elaire con un horrendo olor a carnequemada. Uno de ellos todavía estabavivo, pues se movía lentamentegateando, envuelto en llamas. Entoncesdescubrió a Ertugrul, más cerca dedonde estaba él, unos diez metros a suizquierda. Estaba sentado en el suelo,sin moverse y sin emitir ningún ruido, y

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lo miraba conmocionado,desconcertado, la mano derecha en lacara, con los dedos hacia un boquete degran tamaño que tenía en la cabeza, unaherida de metralla de la que manabasangre.

—Vedat —articuló Reilly, peroaquel nombre se le quedó atorado en lagarganta y le hizo toser. Intentó ponerseen pie para auxiliar a Ertugrul perofalló, lo intentó de nuevo y consiguióincorporarse... y entonces fue cuandosucedieron dos cosas.

En primer lugar, se oyeron másexplosiones por allí cerca, detonacionesmenores, pero aun así lo bastantesonoras y potentes para que setambalease. Comprendió que se trataba

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de las granadas que llevaban encima loscomandos, que estallaban al seralcanzadas por las llamas.

Después oyó a lo lejos el gemidode un coche. Que venía directo hacia él.

Dio un paso inseguro y se volvió,todavía con la mente confusa, sin saber aqué atribuir aquel ruido, notando unreguerillo de sangre que le rezumaba deloído izquierdo y le bajaba por el cuello.Por entre el humo distinguió a duraspenas la reluciente parrilla del radiadordel Discovery saliendo de las llamas yenfilando el camino de mulas con elmotor a tope. Vio que un comandosolitario se lanzaba contra él por el ladodel conductor, con el arma en alto, ydisparaba una ráfaga de balas... y luego

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vio un brazo empuñando una pistola queasomaba por la ventanilla del coche yoyó tres nítidos disparos que rasgaron elaire, tras lo cual el comando perdió piey se estrelló de bruces contra el suelo.

El Discovery venía recto hacia él,ya lo tenía tan cerca que hasta logródistinguir las facciones del iraní a travésde la luna tintada del parabrisas.Sacudió la cabeza e intentó aspirar unpoco de aire para concentrarse en elindividuo que iba dentro de aquel coche,en lo mucho que deseaba verlo muerto.Estaba llevando la mano a la pistolacuando de pronto se interpuso delanteotra persona, Keskin, el comandante delÖzel Tim. Estaba cubierto de sangre ycojeaba a causa de un tremendo cráter

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en el muslo y otro que tenía en elhombro, pero parecía inmune al dolor,como si estuviera drogado. Con miradaenajenada y llevando una automática enla mano, caminaba derecho hacia eltodoterreno que se acercaba a todavelocidad.

De pronto se detuvo, alzó laautomática, tomó puntería...

Reilly, aturdido, contempló conincredulidad el brazo que volvía aasomar por la ventanilla del conductor,sólo que esta vez apuntaba hacia elfrente...

—¡No! —chilló...... y saltó en dirección a Keskin.

Sintió cómo se estremecía el corpachóndel capitán a causa del impacto de las

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balas en el momento en que él loderribaba y lo apartaba de un empellóndel Discovery.

Los dos cayeron al suelo en elpreciso momento en que el coche pasabapor el punto en que estaban ellos unsegundo antes, para a continuaciónalejarse por el camino y perderse devista.

Reilly, sin resuello, sintió queoscilaba al borde de la inconsciencia.Vio a Keskin borrosamente. Éste lomiraba sin expresión, con los ojos muyabiertos y echando sangre por la boca.Reilly sintió que lo inundaba laimpotencia y una rabia animal que jamáshabía experimentado en su vida, unacaldera de odio en ebullición que le

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removía las entrañas. Notó que se leescapaban las últimas fuerzas que lequedaban en el cuerpo, y empezó agustarle la idea de perder elconocimiento y sumirse en un sueñoprofundo, hasta que en medio de suaturdimiento y su furia vio dibujada unapalabra que le recordó quién seencontraba en la trayectoria que llevabael terrorista:

Tess.

Tess oyó la explosión y el corazónle dio un vuelco.

Aquello no formaba parte del plan.Peor aún, había sido una deflagracióndemasiado grande, mucho más de lo que

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correspondía a la artillería que pudieranllevar encima Reilly y los comandos.Eso quería decir que había sido obra deotra persona, lo que no le gustó nada.Máxime teniendo en cuenta lo hábil queera con los explosivos el hombre al queestaban persiguiendo.

Apagó la linterna que estabautilizando para estudiar el mapa de lazona que había llevado consigo yobservó la montaña. Transcurrieronunos segundos de angustia, y entoncesvolvieron a oírse nuevas explosiones.Más pequeñas, diferentes, másamortiguadas, como estampidos sordos,pero explosiones de todas formas querebotaron por el monte. Después se oyóun tiroteo entrecortado, y a aquellas

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alturas Tess ya era presa del pánico.Aquello sonaba igual que Iwo Jima.

Los comandos que la acompañabanestaban tan desconcertados como ella.Intercambiaron frases nerviosas en turcoque no entendió, aunque sus gestos yaresultaban bastante elocuentes. Ellostampoco sabían qué estaba ocurriendo.Uno cogió su radiotransmisor y, con vozcontrolada, llamó a los demás. Noobtuvo respuesta alguna. Probó denuevo, esta vez en un tono de sumaalarma. Nada.

En eso se oyó a lo lejos el gruñidode un motor diésel que bajabarechinando por la pronunciadapendiente, a causa del esfuerzo desofrenar al pesado todoterreno. Tess no

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vio ninguna luz que viniese de lamontaña... Y de pronto, bajo el débilresplandor de la luna, distinguió unaforma oscura y cuadrada que tomaba unacurva muy cerrada y luego desaparecíade la vista. Los comandos la vierontambién y al momento entraron enacción: prepararon las armas y secolocaron las gafas de visión nocturna,comunicándose a voces. Uno de ellosaferró a Tess, la obligó a ponerse acubierto detrás de un Cobra, un vehículoblindado ligero, y acto seguido secolocó en posición para protegerla. Losdemás se agacharon detrás de los dosHumvee que también estaban aparcadosallí, y aguardaron.

Transcurrieron más segundos de

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psicosis. El rugido del motor subía ybajaba siguiendo la pista de lamontaña... Y entonces surgió a la vista.Una forma oscura que venía hacia ellosen línea recta.

Los comandos titubearon, sin sabermuy bien si debían abrir fuego o no, y depronto se encendieron los faros delcoche. El conductor había puesto laslargas, en toda su intensidad.

Para cegarlos.Al momento se quitaron las gafas

de infrarrojos, pero sus retinas ya habíanquedado deslumbradas, y durante lospreciados segundos que tardaron enrehacerse estuvieron desprotegidos.Enseguida uno de los comandos resultóalcanzado por una ráfaga de disparos

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que lo hicieron caer de costado, como silo hubieran azotado. Otros disparos seincrustaron en el Humvee que servía deparapeto al tercer soldado, mellaron lachapa y agujerearon la lona del techo.

Tess se agazapó todo lo que pudo yse tapó los oídos cuando el comandoque la protegía salió y empezó adisparar con su fusil MP5. Las balasacertaron en uno de los faros deltodoterreno y perforaron la parrilla delradiador, pero no consiguieron frenarlo;al contrario, éste viró y se fue derechocontra el Humvee. Lo embistió por elcostado izquierdo y lo levantó en vilopara hacerlo caer encima del segundosoldado. Moviéndose con una velocidady una precisión inusitadas, Zahed clavó

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los frenos, se apeó del todoterreno, fuehasta la parte de atrás y disparó dosbalazos al comando caído.

Cada tiro fue acompañado de unchillido de angustia, seguido dehorribles gemidos de dolor. Tess mirónerviosa a su guardián, al principio sinsaber del todo qué estaba ocurriendo,pero después lo entendió. El terroristano había matado al comando; estabajugando con su víctima, la estabamatando poco a poco, con el fin deprovocar a los adversarios quequedasen y ponerlos nerviosos. Lo queno sabía era que sólo quedaba unhombre vivo.

Un hombre y Tess.Los gemidos duraron casi un

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minuto entero, y finalmente se apagaron.El claro quedó en silencio, a excepcióndel ronroneo metálico del motor diéselal ralentí. Tess miró a su guardián parasaber qué debía hacer. Éste se llevó undedo a los labios y se inclinó hacia unlado para mirar. Tess tragó saliva y seapretó contra el frío casco del vehículoblindado. Cuando miró el suelo, derepente reparó en el amplio espacio quehabía debajo de aquel coche y se arrimóun poco más al comando. Los dos seescondieron detrás de uno de losgigantescos neumáticos. Su protectorestaba atento al exterior, con la frentefruncida por la concentración, y unasolitaria gota de sudor que brillaba en lapenumbra conforme iba resbalando

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lentamente por la cara.Se le notaba igual de asustado que

ella... Y de pronto se oyó un chasquidometálico que rasgó el silencio, seguidopor el sonido que hizo algo al surcarvolando el aire.

Al instante, el comando abrió losojos en un gesto que indicaba que sabíalo que era aquello. Agarró a Tess, laarrojó al suelo y se echó encima de ellapara protegerla con su cuerpo. Fuera loque fuese lo que había surcado el airefue a caer a un lado del Cobra, entre lagrava suelta, y rebotó un par de vecescon un tintineo metálico antes deestallar. El soldado sabía cómo sonabala anilla de una granada al soltarse, perola habían lanzado demasiado lejos para

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que los alcanzase.En eso, Tess vio unas botas que

venían corriendo hacia ellos, notó que elcomando retiraba el peso de su cuerpo yoyó las balas que lo alcanzaban y loarrojaban al suelo.

El terrorista no había queridomatarlo con la granada; simplementenecesitaba distraerlo.

Tess levantó la vista y descubrió aliraní de pie junto a ella, mirándola altiempo que escrutaba los alrededorespor si quedaba alguna amenaza. Tesssabía que ya no había ninguna más.

Zahed recogió el fusil del comandomuerto y le ordenó:

—En pie.La voz era tal como la recordaba:

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seca, monótona, carente de la másmínima emoción.

Se incorporó con dificultad,temblando de brazos y piernas al tenerante sí al individuo que la habíasecuestrado en Jordania y la habíaencerrado en el maletero de un cochejunto a una fuerte carga de explosivos. Yahora aquí estaba, en mitad de la nada,sola con él. A su merced.

Una vez más.Abrigó la esperanza de que no

pronunciara las palabras que más temíaoírle decir. Pero no hubo suerte.

—Vamos —le dijo.Se le pasó por la cabeza echar a

correr, arrearle un puñetazo por todo loque sabía que había hecho, pero sabía

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que no iba a servir de nada. Dejó que elterrorista la llevara hasta el Discovery yse quedó mirando con impotenciamientras él disparaba varios tiros a losneumáticos de los Humvee y del Cobrapara inmovilizarlos. Subió al coche y nodijo nada cuando abandonaron la escenadel tiroteo y se perdieron en Anatolia enmitad de la noche.

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El solo hecho de ponerse de pie yale supuso un esfuerzo titánico. Reilly sesentía igual que un boxeador noqueadouna vez tras otra, demasiadas, incapazde hacer otra cosa que abrazarse a lalona y aguantar la cuenta hasta diez.Pero no podía quedarse allí, estandoTess en peligro.

Al fin consiguió incorporarse ymantenerse erguido. A su alrededorhabía varios incendios pequeños queiluminaban una macabra escena dedolor. El olor acre de la muerte cubríacomo un sudario la tierra abrasada. Elfornido Keskin seguía estando allí, junto

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a él, pero ya no se movía.Reilly se esforzó por recuperar un

poco de lucidez, por ordenar sus ideasdeshilachadas y formar un plancoherente. A unos treinta metros vio aErtugrul. Estaba tendido de espaldas ytampoco se movía. Más allá distinguió aun par de comandos que parecían ilesosy que estaban socorriendo a los heridos.Echó a andar hacia ellos con laesperanza de que estuvieran en contactopor radio con sus camaradas, los que sehabían quedado ladera abajoprotegiendo a Tess. Entonces se acordóde su propio equipo de comunicacionesy, de forma instintiva, se llevó una manoa la oreja. El auricular inalámbricohabía desaparecido, sin duda arrastrado

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por la explosión. Se palpó los bolsillos,pero tampoco encontró el transmisor. Sedetuvo un momento y bajó la vista alsuelo por si lo veía caído por allí, peroenseguida llegó a la conclusión de queera inútil; desde la explosión se habíadesplazado de un sitio a otro, y ademáscabían pocas esperanzas de encontrar elaparato a oscuras. De modo que echó aandar de nuevo por el claro en direccióna los comandos, pero al llegar a Ertugrulse detuvo otra vez. El legado tenía lacabeza en medio de un charco de sangreque oscurecía el suelo, y parecía que norespiraba. Tenía la mirada perdida en lanada, sin parpadear. Reilly se arrodillóa su lado y le puso dos dedos en elcuello. La carótida no palpitaba. Estaba

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muerto.Apoyó una mano en el hombro del

agente caído y dejó escapar un profundosuspiro. Miró alrededor con ojosllameantes, hundido por la frustración. Yentonces lo vio, iluminado por elresplandor del fuego, a escasos metrosdetrás de él: el auricular de Ertugrul. Selevantó, lo recogió y lo examinó condedos temblorosos y sucios de sangre ybarro. Parecía intacto. Se lo introdujo enla oreja con la esperanza de que aúnfuncionase y, en un tono de voz débil yronco, murmuró:

—¿Mando del Hawk? Responda,mando del Hawk.

Al instante le llegó tronando la vozdel controlador.

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—Por Dios santo, ¿se puede saberqué es lo que ha ocurrido ahí? ¿Seencuentra bien?

—Yo me encuentro bien, peroErtugrul ha muerto —contestó Reilly.Había vuelto a donde estaba tendido ellegado para hurgar en sus bolsillos enbusca del transmisor, y se sentía comoun buitre—. Y varias personas más. Estoes grave, muy grave. Vamos a necesitarambulancias. Tienen que mandarlasahora mismo.

—Recibido. No cuelgue —le dijoel controlador—, voy a pasarle con misuperior.

—Espere —lo interrumpió Reilly—. ¿Dónde está el Hawk? ¿Sigue en susitio?

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—Afirmativo. La retirada es dentrode siete minutos.

Reilly cerró los ojos con fuerzapara no ver la carnicería que lo rodeabae intentar concentrarse.

—El vehículo que buscábamos.¿Lo están siguiendo?

—Afirmativo. Justo después de laexplosión se ha desplazado montañaabajo. ¿Qué es lo que ha explotado?

Reilly sabía que la detonacióndebió de registrarse como un intensofogonazo en los sensores de infrarrojosdel Hawk, pero prefirió ignorar lapregunta.

—¿Y qué ha pasado después?¿Adónde ha ido?

—Llegó al destacamento que

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aguardaba al pie de la ladera, y por loque parece se estrelló contra uno de losHumvee. Se apeó una persona,suponemos que se trataría de su hombre,¿correcto?

Reilly sintió una tenaza que leretorcía las entrañas.

—¿Y qué pasó después?—Suponemos que tuvo lugar un

intercambio de disparos. Hubo algo demovimiento. Vemos a trescolaboradores abatidos.

Reilly, con la tenaza convertida engarrote, trataba desesperadamente dehacer memoria, de calcular cuántoscomandos se habían quedado con Tess.

—¿Tres? ¿Está seguro?—Afirmativo. Luego volvieron a

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subir dos personas al vehículo yhuyeron.

«Dos personas.» A Reilly se leaceleró el corazón.

—¿Dónde se encuentra ahora elvehículo?

—Aguarde un momento. —Transcurridos unos instantes, volvió aoírse la voz—: Está aproximadamentecuatro cuadrículas al sur de su posición,dirigiéndose hacia una poblaciónllamada Cayirozu.

—Continúen siguiéndolo todo eltiempo que puedan, creo que nuestrohombre tiene a Tess en su poder y...

El controlador lo interrumpió,empleando un tono distante y robótico:

—La retirada es dentro de menos

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de cinco...—No los pierda, ¿me oye? —rabió

Reilly—. Sígalos de cerca. Y llame almando de la Yandarma y dele suposición. Yo salgo ahora tras ellos.

Sus dedos encontraron eltransmisor de Ertugrul. Se lo metió en elbolsillo, dirigió una última mirada a sucolega muerto, se puso nuevamente enpie y echó a andar ladera abajo.

Sabía que no tardarían en perder devista al Discovery, en cuanto el Hawktuviera que largarse y poner rumbo a labase de Qatar antes de que se le agotarael combustible. En Beale no había nadieque pudiera autorizar la decisión de tirara la basura un juguete de tantos millonesde dólares y equipado con la última

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tecnología secreta, sólo para seguirle elrastro al objetivo de Reilly. Y aun conla mejor voluntad del mundo, iba allevar un tiempo que aprobasen la salidade otro Hawk y lo reprogramasen. Paraentonces el Discovery ya habríadesaparecido haría mucho, y Tess conél.

Así que no era aquello en lo quetenía que concentrarse ahora, con lainterminable caminata cuesta abajo quetenía por delante, en la semioscuridad,por una pista que era un pedregal y conunas piernas que casi no podíansostenerlo.

Tardó veinte minutos en llegar al

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claro en el que había dejado a Tess. Pordetrás de la montaña se apreciaban yalas primeras luces del amanecer, quepintaban el paisaje de un suave tonodorado. Pero la escena que se encontrócontrastaba vivamente con aquel entornopastoral: tres comandos muertos. Tresvehículos inutilizados. Y ni rastro deTess.

Se recostó contra el Humvee juntoal que la había visto de pie pararecuperar el aliento. Supuso que aaquellas alturas los turcos ya habríanenviado refuerzos, pero necesitabantiempo para llegar. Tenía que decidir loque iba a hacer. Si se quedaba allí aesperarlos, era probable que se vieraenvuelto en un tira y afloja respecto de

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las jurisdicciones y que lo apartaran aun lado. Los turcos no iban a tomarsenada bien la masacre que habíaocurrido, y no iban a querer que unforastero interfiriese en la caza delterrorista. Además, había que tener encuenta la barrera del idioma. Paracuando se hubiera tirado de los hilosadecuados para que él pudiera seguir enaquella operación, ya se habría perdidoun tiempo muy valioso.

Más importante aún era que laprioridad de los militares turcos no ibaa ser la de recuperar a Tess sana ysalva; estarían desesperados por echarleel lazo al terrorista, aquél sería suobjetivo primordial. La seguridad deTess quedaba muy por detrás. Si para

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dar caza al iraní era necesario sacrificara Tess, Reilly no se hizo ilusiones: sabíaque para ellos la chica no eraimprescindible. Tampoco lo era él.Claro que no había sido muy eficaz a lahora de proteger a Simmons. No, nopodía confiar en que otra personaintentase rescatar a Tess.

Tenía que continuar adelante, élsolo. Y adelantarse a los soldados.

No quedarse atrás.Si querían seguirle los pasos e

intervenir, serían bien recibidos. Dehecho, pensaba llamarlos e invitarlos aque participaran... pero cuando Tessestuviera ya fuera de peligro.

Buscó la mochila que había dejadodentro del Humvee y la recuperó.

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Todavía tenía dentro su Blackberry y sucartera. De pronto vio algo en el asientoque le llamó la atención: un mapaplegado precipitadamente, junto a unalinterna. Reconoció aquel mapa. Cuandose separó de Tess, ella estaba intentandotrazar la trayectoria que había seguido elinquisidor, ahora que ya sabían dónde seencontraba situado el monasterio. Loabrió. Efectivamente, Tess habíamarcado la posición aproximada delmonasterio, basándose en la ubicaciónde los todoterrenos aparcados y en elsupuesto de que Simmons y susecuestrador hubieran dado realmentecon él. A continuación había dibujadolas rutas posibles y había escritoanotaciones en ellas, y se había servido

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de los contornos del terreno paraintentar seguir los apuntes delinquisidor. La ruta se dividía endiferentes ramales en un par de puntos,de manera que Tess había puesto signosde interrogación. Sin embargo, había uncamino que estaba marcado más fuerte yque parecía destacar de los demás. Porlo visto, era el que Tess consideró másacertado.

Reilly estudió el mapa durante unosinstantes y después lo plegó.

—Qué lista eres —dijo en vozbaja. Sus agotadas reservas deadrenalina acababan de llenarseligeramente.

Registró los vehículos, cogió unacantimplora, unos prismáticos potentes,

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una pistola y tres cartuchos, lo metiótodo en la mochila junto con sus cosas yemprendió de nuevo la marcha.

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Tess iba sentada sin decir nada,paralizada por el pánico, mientras elDiscovery atravesaba aquel pueblodormido. A esa hora tan temprana lascarreteras estaban desiertas. Aquí y alláse veían escasas señales de vida: unanciano conduciendo lentamente por lacuneta un carro desvencijado tirado porun caballo, otro hombre y su hijocruzando a pie un viñedo, pero Tess enrealidad no se percataba de nada; loúnico en que pensaba y la hacía sufrirera lo sucedido allá arriba, en lamontaña, quién podría seguir aún convida, quién habría muerto. Había visto a

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aquel individuo matar muy de cerca,sabía cuán eficaz era asesinando, y pormucho que intentara consolarse y noperder la esperanza, no dejaba de roerlelas entrañas el pensar que Reilly podíaestar tirado en el suelo, desangrándose...O algo peor.

Vio que su secuestrador consultabael reloj y después volvía a mirar alfrente. Era evidente que estaba trazandoplanes.

—¿Llegamos tarde a algún sitio?—inquirió Tess, procurando adoptar unaactitud estoica y eludir la pregunta quela quemaba por dentro.

El iraní no reaccionó de inmediato.Después se volvió hacia ella,imperturbable como siempre, y le

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ofreció una sonrisa desdeñosa teñida delástima.

—¿Me has echado de menos?Tess sintió que se le ponía rígida la

espalda, pero trató de que no se lenotara. Se le ocurrieron una o doscontestaciones hoscas con que atacarlo,pero prefirió seguir manteniendo unabarrera entre los dos. Así que al finalsucumbió a la necesidad desesperada desaber algo, y se lo preguntó.

—¿Qué ha ocurrido allá arriba?El iraní la ignoró durante unos

instantes, y luego respondió:—He tenido que improvisar.Desprendía un aire de satisfacción

que enfureció a Tess. Le entraron ganasde agarrarle la cabeza y golpeársela una

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y otra vez contra el volante, y descubrióque imaginarse haciendo aquello ya leproporcionaba una pizca de placer.Estudió mentalmente un par de jugadas:arrebatarle el volante y sacar el cochede la carretera, esperar a que llegaseuna curva lenta y saltar por la puerta,pero llegó a la conclusión de que eramejor no hacer nada. No iba a funcionar.De modo que se resignó a la idea de quenecesitaba matar el tiempo y aguardar aque se presentara una oportunidad másprometedora.

Se calmó y preguntó:—¿Y Jed?El iraní la miró con curiosidad.—¿Preguntas por ése, y no por tu

novio? ¿A pesar de todo lo que ha hecho

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Reilly para rescatarte?Tess en realidad no quería darle la

satisfacción de saber que podía jugarcon sus sentimientos, pero tenía quesaber qué había pasado.

—¿Todavía están vivos?El iraní se encogió de hombros—Puede que sí. Puede que no. Allá

arriba estaba todo muy oscuro. Pero nodeberías preocuparte por ellos, piensaen ti misma y en lo que puedes hacer túpara seguir viva. —Hizo una pausa yañadió—: Puedes empezar diciéndomecómo han hecho para encontrarme.

Tess se quedó petrificada, con milideas contradictorias. No podía esperarmucho tiempo para contestarle, demanera que dijo:

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—No lo sé. —Antes de terminar depronunciar la frase se dio cuenta de lopoco convincente que resultó.

Su secuestrador la miró de reojosin creerla, y a continuación se llevó unamano a la cintura y extrajo una pistola.Describió un arco con ella y se la apoyóen la mejilla.

—Por favor. Tu novio es el queencabeza la operación, y tú no eresprecisamente una tierna flor. Así que telo voy a preguntar por última vez:¿cómo me habéis encontrado?

El cañón de acero le producía aTess una sensación molesta en lamandíbula.

—Pues... lo adivinamos. —Pensóque la pausa y la inevitable réplica del

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iraní la harían ganar tiempo.—¿Cómo que lo adivinasteis?—Bueno, disponíamos de algo de

información. Estudiamos la ruta queposiblemente tomaron los templariosdesde Constantinopla, en qué cara de lamontaña era más probable queestuvieran cuando tropezaron con elmonasterio. Después estudiamos variosmapas topográficos de la zona ysumamos los apuntes del inquisidor queaparecían en el Registro. Y tuvimossuerte.

—Es una montaña muy grande —presionó el iraní—. ¿Cómo disteis connuestra posición exacta?

—Utilizaron un satélite —mintióTess—. Le dieron los detalles que

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proporcionó la policía de Estambulrespecto de los coches que se habíanrobado recientemente.

Abrigó la esperanza de que elsecuestrador ya supiera lo que hacíamuy poco que había sabido ella graciasa Reilly: la diferencia existente entre lacapacidad de observación de un puntofijo de un satélite y la de un aparatoespía no tripulado. Si lo sabía, y si setragaba aquella trola, a lo mejor no lepreocupaba que todavía pudiera haberun artilugio semejante en el cielo,siguiéndoles la pista.

El iraní sopesó un momento laexplicación, luego retiró el arma yvolvió a guardarla. Fijó la vista en lacarretera y, al llegar a la siguiente

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curva, aminoró la velocidad yfinalmente detuvo el todoterreno junto aun pinar. Estacionó al amparo de losárboles y sacó la llave del contacto.

—Espera aquí —le ordenó a Tess.Ella observó cómo se apeaba del

coche y se acercaba hasta el borde de lasombra de los árboles. Después sequedó quieto y se puso a mirar el cielo,en dirección a la montaña.

Zahed escrutó el cielo con lamirada, buscando el punto negro queconfirmase sus sospechas.

Tess era lista, eso tenía queadmitirlo. Sabía distorsionar finamentela verdad con el fin de conservar una

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cierta ventaja. Pero el especialista eraél, no ella. Y teniendo en cuenta lo quenecesitaban sus perseguidores y laurgencia del asunto, y calculando demodo realista los recursos que eraposible conseguir con rapidez, sabía queera más probable que hubieranempleado un aparato espía no tripuladoque un satélite.

Y, en efecto, no tardó endescubrirlo: un punto diminuto queflotaba sin hacer ruido en el virginalcielo del amanecer, siguiendo susmovimientos. Trazaba círculos a granaltitud, pero dado que poseía laenvergadura de un avión 737, no era loque se dice invisible. Lo miró con elceño fruncido, estudiando su trayectoria.

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Esquivarlo sería muy peligroso, y másaún cargando con un prisionero.

Entonces vio algo totalmenteinesperado: el aparato espía inició unaprolongada maniobra de viraje yseguidamente se alejó en dirección este,de nuevo hacia la montaña. Zahed losiguió con la vista hasta que dejó deverlo y se puso a escrutar el cielo denuevo, en busca de otro puntito. Pero novio ninguno.

Sonrió para sus adentros. Elaparato espía debía de haber alcanzadoel límite de su tiempo de permanencia, yle dio en la nariz que no habían previstola necesidad de sustituirlo por otro paracontinuar con la misión. Se quedó otrosdiez minutos donde estaba, a la sombra

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de los pinos, observando el cielo, paracerciorarse de que no aparecía unsegundo avión espía. Cuando estuvoseguro de que no iba a venir ningunomás, sacó su teléfono móvil y pulsó dosveces para marcar de nuevo el últimonúmero. Era un número que habíasacado del móvil de Sully.

Al cabo de dos timbrazos se oyóuna voz soñolienta.

Zahed adoptó un tono de lo mássociable:

—¿Abdülkerim? Buenos días. SoyAli Sharafi, un cliente de Suleyman.Estuvimos hablando anoche.

Se advertía claramente que lapersona a la que había llamado,Abdülkerim, el tío de Sully, el experto

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al que quería llamar el guía cuando seencontraban junto a las ruinas delmonasterio, estaba durmiendo. Pasadosunos momentos de silencio, laexplicación pareció calar por fin.

—Ah, sí, buenos días —barbotó elotro. Se le notaba poca fuerza al hablar,estaba claro que lo había sorprendidoaquella llamada tan temprana y quetodavía se hallaba un tanto adormilado.

—Perdone que lo llame a esta horade la mañana —continuó Zahed—, perohemos cambiado de planes y hemosllegado un poco antes de lo queteníamos previsto. No sé si le vendría austed bien que adelantásemos un poco lacita, quizá para dentro de una hora oasí... Ya sabe, para empezar cuanto

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antes. Por desgracia, disponemos de unmargen de tiempo muy limitado, demanera que cuanto antes nos pongamosen marcha, mejor, la verdad.

Abdülkerim carraspeó y respondió:—Por supuesto, por supuesto. No

hay problema. Siempre es mejormadrugar, calienta menos el sol.

—Estupendo —dijo Zahed—.Bueno, pues hasta luego. Y gracias porser tan flexible.

Tomó nota del lugar y la hora enque habían quedado y cortó, satisfechodel resultado. Luego fue hasta el coche ymiró por el parabrisas trasero.Distinguió la cabeza de Tess desde atrásy le cambió el estado de ánimo; habíauna cosa más que tenía que hacer.

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Abrió la puerta trasera delDiscovery, sacó algo y volvió a cerrar.Seguidamente fue hasta la portezuela deTess y la abrió de par en par.

—Sal —le dijo.Tess se lo quedó mirando un

instante, sorprendida, y luego se apeó.Permaneció de pie frente a él, ensilencio. El iraní se limitó a mirarla sinpronunciar palabra y a continuación, conla agilidad del rayo, le propinó unatremenda bofetada de revés con la manoizquierda.

La cabeza de Tess se torcióviolentamente por efecto del golpe.Cayó al suelo y se quedó allí, inmóvil,con el rostro vuelto, sin decir nada. Alcabo de un momento se incorporó y, al

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tiempo que se limpiaba la tierra de lasmanos, se encaró con su secuestrador.Tenía los ojos llorosos, pero la miradadesafiante. En la mejilla enrojecida seapreciaban claramente las huellas de unamano y unos dedos.

—No vuelvas a mentirme —leadvirtió el iraní—. ¿Entendido?

Tess no reaccionó. El iraní alzó lamano con gesto amenazador, preparadopara abofetearla de nuevo, pero ella nose inmutó. En cambio, esta vez asintiódébilmente.

Entonces el iraní alzó la otra mano.En ella sostenía un cinturón ancho delona. Se lo mostró y le dijo:

—Necesito que te pongas esto.

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Reilly se movía deprisa, todo lorápido que le daban de sí las piernas. Leestaba resultando un poco más fácilahora que la pista empinada y desigualque bajaba de la montaña se habíatransformado en un camino sin asfaltarllano y más liso. Así y todo, a duraspenas conseguía tenerse en pie. Parallegar al pueblo más cercano, unpequeño conjunto de casas apiñadas alpie del volcán, todavía faltaba casi unkilómetro. Necesitaba encontrar algúntransporte para darle un respiro a susmúsculos, si no quería que el cuerpo sedeclarase en huelga por el maltrato que

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estaba recibiendo. Y tenía queencontrarlo deprisa.

Porque sabía que el avión espía sehabía ido hacía mucho.

De modo que ahora cada segundocontaba.

Al salvar un ligero montículodescubrió algo que se movía unosdoscientos metros más adelante. Era unapersona montada en algo. Aquello leinfundió nuevas fuerzas. Cuando lo tuvomás cerca, vio que era un anciano alomos de un caballo flaco. El pobreanimal iba cargado con dos enormescestos de mimbre, uno a cada lado de lagrupa, y avanzaba con paso cansino,ajeno al enjambre de moscas querevoloteaban a su alrededor.

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Reilly apretó el paso y voceó:—¡Eh! —Agitó los brazos

frenéticamente al ver que el ancianovolvía la cabeza con ademán indiferente,sin aflojar el paso—. ¡Eh! —gritó otravez, y otra más, hasta que por fin elhombre tiró de las riendas y el caballose detuvo.

»Su caballo —le dijo Reillyseñalando y gesticulando como loco,con un jadeo incoherente que no hizosino aumentar la confusión del hombre—. Necesito su caballo.

El rostro marchito del anciano setensó de repente cuando vio el arma queportaba Reilly en el cinturón. Pero enlugar de caer presa del pánico se puso achillarle a Reilly, como si lo

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reprendiera por semejante afrenta. Yafueran jóvenes o viejos, fuertes odébiles, los hombres que se estabaencontrando Reilly no parecían fácilesde convencer. Negando con la cabeza,alzó las manos e hizo todo lo posiblepara apaciguar al anciano.

—Por favor, escúcheme. Necesitoque me ayude, ¿vale? Necesito sucaballo —le dijo, haciendo toda clasede ademanes que se le ocurrieron paraindicar humildad y respeto.

El anciano seguía mirándolo condesconfianza, pero al cabo de unmomento se calmó un poco.

De pronto Reilly se acordó de unacosa, y hurgó en un bolsillo interior parasacar la cartera.

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—Tenga —le dijo, a la vez quesacaba todo el dinero en efectivo quellevaba encima. No era mucho, pero aunasí era más de lo que valía aquel animalviejo y cansado—. Por favor, cójalo.Vamos. No me haga sacar la pistola. —Sabía que el anciano no le entendía niuna palabra.

El hombre lo miró unos instantes,luego musitó algo y cedió. Se bajó delcaballo con una agilidad sorprendente yle entregó las riendas.

El anciano ablandó el gesto. Reillyle sonrió con gratitud y miró los cestos;estaban llenos de uvas.

—Tenga, quédese con los cestos —le dijo mientras desataba las correas quelos sujetaban al animal y ayudaba a su

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dueño a depositarlos a un lado de lacarretera. Acto seguido se subió a lasmantas raídas que hacían las veces desilla de montar, sacó el mapa de Tess ylo examinó detenidamente.

Pensó en preguntar al anciano paraconfirmar que iba bien, pero sabía quela montaña no tardaría en ser invadidapor los refuerzos de la Yandarma, y noquería darles ventaja, de modo que sesirvió de la posición del sol paraorientarse. La carretera que iba desdeallí hasta la zona de destino marcada porTess, un lugar denominado valle Ihlara,daba muchos rodeos. Aquélla sería laque habría tomado el terrorista. Tambiénhabía otra ruta más en línea recta porterreno abierto, como quien dice a vuelo

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de pájaro, mucho más corta y al parecerlibre de obstáculos importantes comoríos o cordilleras. Y dado que su corcelno era precisamente un purasangre,decidió que todo trecho que pudierasacar de ventaja suponía un regalo queno debía rechazar.

Así que guardó el mapa, sedespidió del anciano con un gesto, yespoleó al caballo para quereemprendiera la marcha en dirección acampo abierto, con la esperanza de queaquel pobre animal no se le murieraantes de llegar adonde necesitaba llegar.

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Los kilómetros pasaban raudos abordo del Discovery, que viajaba ensentido sur por una carretera llena decurvas y baches. Lo baldío del paisajeno hacía sino acentuar el entumecimientoque sentía Tess, tanto en el cuerpo comoen el alma, un entumecimientoaguijoneado únicamente por lasdolorosas preguntas para las que aún notenía respuesta.

Volvió la vista hacia su captor.Éste percibió la mirada y se volvió.

—Dentro de unos diez minutosllegaremos al punto de encuentro —leinformó, y a continuación le explicó la

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tapadera que iban a emplear, la mismaque había usado con Sully, según la cualél era un profesor universitario llamadoAli Sharafi.

Tess se puso tensa al ver con quénaturalidad utilizaba el nombre delhistoriador muerto.

—No tiene usted vergüenza —ledijo—. Usar así su nombre, después delo que le hizo.

Como no era una pregunta, el iraníno contestó.

—¿Por qué estoy aquí, si puedesaberse? —presionó Tess—. ¿Para quéme necesita? Los turcos no van anegociar con usted porque me tenga a míprisionera, después de lo que ha hecho.

El iraní se encogió de hombros.

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—No eres un rehén, Tess. Estásaquí por tu experiencia. Esto no puedohacerlo yo solo. Y como he tenido querenunciar a tu querido amigo Jed,necesito que su lugar lo ocupes tú.

Tess no supo muy bien a qué serefería, no le quedó claro si Simmons seencontraba sano y salvo o no. Pero,teniendo en cuenta los precedentes deRoma, lo dudó. Al pensarlo se le subióla bilis a la garganta.

—¿Y qué es exactamente lo que nopuede hacer usted solo?

Zahed la miró de soslayo con gestodivertido.

—Venga, Tess, tú leíste laconfesión del monje, viste los términosque empleó para describir ese... tesoro

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escondido. Aquellos monjes, aquellosamables y piadosos siervos de Dios, locierto es que recurrieron al asesinatopara mantenerlo oculto. Así que dime,Tess, ¿qué crees tú que ando buscando?

No merecía la pena hacerse latímida.

—¿La obra del diablo? ¿Algocapaz de remover la roca misma en laque nuestro mundo asienta suscimientos?

Zahed sonrió.—Merece la pena encontrarlo, ¿no

te parece?—De esta forma, no —replicó Tess

—. ¿Quién es usted? ¿Qué pretendehacer con ello?

El iraní no respondió, y se limitó a

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continuar con la vista fija en lacarretera. Al cabo de unos instantesdijo:

—Mi país y el tuyo... llevan más decincuenta años librando una guerrasucia, no declarada. Soy simplemente unpatriota que intenta ayudar a los suyos.

—Con los suyos quiere decir Irán—aventuró Tess.

Zahed la miró un momento y sonrióde manera enigmática.

—No estamos en guerra conustedes —le dijo Tess—. Y sean cualessean los problemas que tengan, la causano somos nosotros.

Zahed alzó una ceja en ademándubitativo.

—Ah, ¿no?

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—Oiga, no somos nosotros los quefinancian a terroristas y amenazan conborrar del mapa a otros países.

Aquella declaración no parecióalterar lo más mínimo al iraní, quepreguntó con total frialdad:

—¿Sabes lo que fue la OperaciónAjax, Tess?

A Tess no le sonaba de nada.—No.—Ya me lo imaginaba. Ése es en

parte vuestro problema, ¿comprendes?No sabéis apreciar la historia. Sólotenéis tiempo para el Twitter y elFacebook, y para ver a quién se estáfollando Tiger Woods. Y a las cosasimportantes, las guerras capaces dematar a miles de personas y destrozar

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millones de vidas, ni siquiera osmolestáis en ver qué hay detrás de lostitulares, ni siquiera dedicáis unmomento a leer para enteraros delporqué y para buscar la verdad tras losdiscursos de los políticos o la histeriade los locutores de televisión.

Tess soltó un bufido.—¡Ésta sí que es buena! Me da

lecciones de sutileza respecto de lahistoria y de los grandes fallos denuestra democracia un individuo que leha cortado la cabeza a una mujerinocente sólo para demostrar que iba enserio. Sí que tiene usted mucho queenseñarnos, ¿verdad?

Zahed se volvió nuevamente haciaella, sólo que esta vez su mirada tenía un

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brillo que resultaba inquietante. Tesshabía metido el dedo en algo muy oscuroy siniestro. El iraní bajó la mano y laposó en el muslo de ella; Tess sintió unescalofrío de pánico que le recorriótodo el cuerpo. Zahed, sin decir nada,dejó pasar unos segundos que sehicieron interminables, y finalmente leapretó apenas el muslo y le dio unapalmadita paternalista.

—Eres una mujer muy atractiva,Tess. Atractiva y lista. Pero de verdadque necesitas repasar un poco la historiade tu país —le dijo, mirándola pero conun ojo puesto en la carretera—.Infórmate acerca de la Operación Ajax.Es un hito importante de la historia denuestros respectivos países. Y, ya que

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estás, entérate de lo que ocurrió lamañana del 3 de julio de 1988. Lo queocurrió de verdad. —Su semblante seoscureció todavía más. El mero hechode mencionar aquella fecha parecióremover una caldera de odio quellevaba en el fondo del alma. Le sostuvola mirada unos instantes y despuésvolvió a centrarse en la carretera.

A Tess le retumbaba el corazóncomo si tuviera dentro un aliendeseando salir. Hizo un esfuerzo pormantener la compostura mientras sedevanaba los sesos intentando adivinar aqué podía referirse el iraní, y la invadióla frustración al ver que no se le ocurríanada. La irritaba sobremanera no saberde qué hablaba, no poder hacer que se

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tragase sus arrogantes suposiciones.—Me parece que es aquí —

anunció por fin el iraní, y señaló alfrente—. Y ése tiene que ser nuestrohombre. Esperemos que sepa mucho delo suyo.

Tess le siguió la mirada. Carreteraadelante, junto a un cruce polvoriento enel que confluían tres ramales, vio undestartalado puesto de frutas y verdurasy una gasolinera pequeña. Allí había unhombre, de pie al lado de un JeepCherokee color mostaza. Tendríacincuenta y muchos años y ofrecía unaimagen un tanto incongruente con suspantalones militares, su camisa vaqueray su sombrerito de tela color caqui.Tenía que tratarse de su contacto,

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Abdülkerim, el tío bizantinista de Sully.Como confirmación, saludó con la manoal verlos llegar.

El iraní aminoró la velocidad y enel momento de frenar el coche lanzó aTess una mirada severa.

—Esto no tiene por qué acabar malpara ti. Lo entiendes, ¿no?

—Claro —afirmó Tess,procurando que aquella palabra sonara asarcasmo, no a miedo.

En efecto, Abdülkerim sabía muchode lo suyo. Las indicaciones que semencionaban en el diario del inquisidorresultaban incompletas, pues tenían quever con puntos de referencia naturales

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de aquella época, de hacía más desetecientos años, que bien podrían habersido erosionadas, si no borradas deltodo. Pero Abdülkerim no sólo conocíaaquella región y sus singulares rasgosgeográficos como la palma de su mano,además comprendía a fondo su historia.Lo cual le permitía situar los escritosdentro del adecuado contexto histórico—cuáles eran las poblacionesprincipales de cada época, dónde seencontraban las rutas comerciales, quévalles estaban poblados y cuáles no—sin salirse de la trayectoria que siguió elinquisidor.

Avanzaban por fuera de lacarretera, los tres a bordo del Ckerokeede Abdülkerim. Cuando éste sugirió que

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fueran todos juntos a Zahed le parecióperfecto, así podría dejar tirado elDiscovery, un vehículo robado y yalocalizado, que aparcó detrás de lagasolinera, oculto a la vista. Comohabían partido muy temprano pudieronrecorrer mucho terreno y disponer devarias horas más de luz. Abdülkerimexprimía el Cherokee al máximo.Siguiendo la pista de su fantasma desetecientos años de antigüedad,atravesaron mesetas a todo trapo ysubieron y bajaron cerros; se detuvieronun par de veces para preguntar a algúnpaisano si iban bien, volvieron a subirtodos al coche y reanudaron el viaje.

El sol se encontraba casi en sucénit en medio de un cielo perfecto y sin

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mácula, cuando Abdülkerim detuvo elcoche junto a una pronunciada pendientey apagó el motor. Bebieron agua mineraly comieron obleas de pan lahmacun.Después, el bizantinista llevó a suspasajeros por una pista larga y estrechaque discurría entre unas extrañasformaciones rocosas semejantes a agujasy que llevaba al lecho del valle, elinicio del cañón que, según sospechaba,guardaba las tumbas de los templarios.

El cañón, conforme ibaextendiéndose hacia el sur, seensanchaba y se estrechaba. A uno y otrolado, la pared de piedra se elevabahasta más de sesenta metros, unaespectacular roca blanda, blanqueada,horadada por ríos que habían

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desaparecido hacía mucho tiempo. Elsuelo era seco y polvoriento debido alverano, pero en él crecían matorralesverdes y nutridas arboledas de álamos ysauces que mitigaban la sensación dearidez.

— E s t o s valle no eran tanfrecuentados como los que estaban másal norte —explicó Abdülkerim. Teníauna forma peculiar de expresarse;hablaba inglés con soltura, teniendo encuenta que no era su lengua materna, aexcepción de un rasgo curioso: tenía lacostumbre de olvidarse de vez encuando de poner la s de los plurales—.Se encuentran situados demasiado al sur,demasiado cerca de los pasos demontaña que utilizaban los musulmanes

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en sus incursiones. Aquí no encontraránmuchas iglesia excavadas en la roca niciudades subterráneas, por eso no se venmu c h o s turista recorriendo estosparajes. Están todos en Goreme y Zelve,que resultan mucho más espectaculares.

—Eso tenemos entendido —dijoZahed mientras contemplaba la bellezasalvaje del paisaje—. Pero si lostemplarios estaban intentando llegar a lacosta sin que los descubriesen losbandoleros gazis, tiene su lógica queviajaran por estos cañones, ¿no?

—Desde luego. Algunos de estoscañones miden más de quince kilómetrode largo. Es una distancia muy grandepara abarcarla, pero también es un lugarperfecto para una emboscada.

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Se dividieron en dos grupos: Zahedse quedó con Tess y Abdülkerim sesituó en el otro lado del cañón.Moviéndose muy despacio, fueronpeinando las dos paredes de roca enbusca de las marcas que habíamencionado el inquisidor. El solcalentaba con fuerza, caía a plomo sobreellos y convertía cada paso en unesfuerzo ímprobo. Se turnaron paratrabajar en el lado de sombra cuandohabía alguna sombra que aprovechar,pero ni siquiera eso daba un respiro.

Al cabo de un par de horas, lalabor comenzó a resultarles más livianaporque el sol descendió en el cielo y elcañón quedó totalmente en sombra. A lolargo de otro kilómetro o dos se toparon

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con un par de capillas de piedra, dosermitas que habían sido excavadassiglos atrás en la blanda toba volcánica.Lucían unos frescos sencillos en lasparedes y en los techos, ya casiborrados, pero poco más. Hasta que depronto el bizantinista los llamó.

—¡Aquí! —exclamó, indicando sulado del cañón.

Tess y Zahed corrieron hacia él.Estaba agachado, mirando de cerca

la pared rocosa que formaba la base delacantilado y barriéndola suavemente consu mano enguantada. Al principio fueevidente qué era lo que le había llamadola atención, pero luego se vio con másclaridad: unas marcas muy débiles,grabadas con cincel en la roca lisa,

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cuyos bordes aparecían erosionados porel paso de los siglos.

El dibujo que estaba limpiando depolvo Abdülkerim tenía unos treintacentímetros de lado. Aunque el talladoera muy tosco, aun así se apreciaba queera una cruz, lo cual no erasorprendente, dada la gran presencia decristianos en la región durante los milprimeros años de la fe. Habíaabundantes cruces repartidas por todo elpaisaje, en cambio resultaba inusual laubicación, en la base del acantilado, sinque hubiera ninguna iglesia de piedra ala vista, y también la forma que tenía lacruz. No era una cruz cualquiera. Teníalos brazos más anchos por el extremoque por la base, un rasgo distintivo de la

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croix pattée que utilizaron varios gruposa lo largo de la historia, entre ellos lostemplarios.

—Podría ser ésta —dijo elhistoriador, visiblemente emocionado.No dejaba de limpiar la superficie querodeaba la cruz por arriba y por abajo.Fueron apareciendo más inscripciones,apenas discernibles al principio, peromás nítidas con cada barrido.

Eran letras. Nada intrincado, noeran la obra de un maestro artesano.Daban la impresión de haber sidohechas con prisa, empleando lasherramientas que había a mano, peroexistían, y eran legibles.

Tess se agachó al lado delhistoriador con los ojos pegados a la

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pared de roca. Sentía un hormigueo en lapiel al ver cómo iban tomando forma lasletras. Y cuando leyó las palabras queformaban —eran tres, colocadas unadebajo de otra— su cerebro empezó atrabajar a toda velocidad para digerir laimportancia de aquel hallazgo.

—Héctor... Miguel... y —levantó lavista hacia su secuestrador— Conrado.

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El iraní afirmó con la cabeza yobservó las inscripciones con el ceñofruncido.

—O sea —dijo al fin— que nuestrotemplario está enterrado aquí.

Abdülkerim estaba radiante deemoción.

—No hay sólo uno, sino tres.Podrían estar enterrados todos aquí, anuestros pies. —Retrocedió un par depasos y bajó la mirada para escrutar elsuelo del acantilado. Se apreciaba unleve abultamiento del terreno, que por lodemás era uniformemente liso. Volvió lavista hacia el valle y a continuación

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hacia la inmensa pared de roca que seerguía protectora por encima de ellos—.Esto es maravilloso. Podríamos estarpisando la tumba de tres caballerotemplarios, aquí, en una zona en la quenunca se ha registrado la presencia detemplarios.

Tess no le prestaba atención,estaba concentrada pensando lo quesignificaba aquel hallazgo, y una miradafurtiva que le dirigió el iraní le indicóque él estaba haciendo lo mismo.

La expresión del bizantinista setrocó en asombro ante aquella falta deeuforia de sus clientes... Y ante laevidente tensión que se respiraba entreambos.

—Esto era lo que estaban

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buscando, ¿no?Tess no le hizo caso.—Si Conrado está enterrado aquí

—le dijo a su secuestrador—, aquí esdonde termina la pista, ¿no? —Titubeó,sin saber muy bien si dicha conclusiónpintaba bien para el turco y para ella, yluego añadió—: Hemos acabado, ¿no esasí?

El iraní no parecía convencido.—Pero ¿quién los enterró?

Sabemos que del monasterio partierontres caballeros. Y lo llevaban consigo.¿Qué les sucedió en este lugar? ¿Cómomurieron? ¿Y quién los enterró? ¿Quiéngrabó sus nombres en la roca?

—¿Y qué importa eso? —replicóTess.

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—Importa mucho, porque ésa es lacontinuación del rastro. Después de loque sucedió aquí, hubo alguien que huyó,y necesitamos saber quién fue.

Abdülkerim estaba totalmenteconfuso.

—¿A qué se refieren cuando dicenque lo llevaban consigo? ¿Qué sellevaban? Yo tenía entendido quesimplemente estábamos buscando estatumba. ¿Qué más saben ustedes de esoscaballero?

Tess volvió a ignorarlo y siguióhablando con su secuestrador:

—¿Y cómo vamos a hacer eso?Hace setecientos años que murieron, loúnico que tenemos son las inscripcionesde esta pared. Esto es todo. No hay por

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dónde seguir, ni en el RegistroTemplario ni en el diario del inquisidor.Es el final del camino.

El iraní reflexionó.—No es el final del camino. No

sabemos qué hay enterrado aquí debajo,y hasta que lo sepamos, no habremosllevado esta búsqueda hasta su límite.—La perforó con una mirada decidida yle dijo—: Tenemos que exhumarlos.Que nosotros sepamos, podrían haberloenterrado aquí con ellos.

A Tess se le cayó el alma a lospies ante aquella sugerencia. Elterrorista no se rendía.

El bizantinista también abrió losojos incrédulo.

—¿Exhumarlos? ¿Nosotros?

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Zahed se volvió hacia él.—¿Le supone algún problema?Aquella mirada fija desarmó al

turco.—No, claro que no. Pero hay que

seguir un protocolo. Tenemos queobtener un permiso del ministerio, es unproceso muy complicado y ni siquieratengo la seguridad de que vayan a...

—Olvídese de los permisos —lointerrumpió el iraní—. Vamos a hacerlonosotros mismos. Ahora.

Abdülkerim se quedó con la bocaabierta.

—¿Ahora? ¿Pretende usted...? Nopuede hacer tal cosa, en esta zonatenemos leyes muy estrictas. No sepuede excavar sin más.

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Zahed se encogió de hombros,introdujo la mano en su mochila conindiferencia y extrajo una pistolaautomática de color gris grafito.Seguidamente metió una bala en elcargador y encañonó al bizantinista,apuntando directamente a la cara.

—Si usted no lo denuncia, yotampoco.

Sostuvo el arma en alto, a escasosmilímetros de los ojos de Abdülkerim.En la frente del turco comenzaron aaparecer gotitas de sudor, como si lehubieran encendido un riego automáticodentro del cráneo. Alzó las manos deforma instintiva y quiso dar un pasoatrás, pero el iraní se le acercó aún másy le apretó la pistola contra la frente.

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—Cavamos. Miramos a ver quéhay. Nos vamos. Y no pasa nada. ¿Deacuerdo? —le dijo en tono tranquilo ycalmo.

Abdülkerim asintió con gestonervioso.

—Bien —respondió el iraní altiempo que retiraba la pistola—. Puescuanto antes empecemos, antespodremos largarnos de aquí. —Seguardó la pistola en el cinto, luego hurgóotra vez en su mochila y sacó unaherramienta compacta de cámping quetenía una pala por un lado y un pico porel otro.

Desplegó el mango, colocó losextremos en posición y se la pasó aTess.

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—La experta eres tú, ¿no?Tess lo miró ceñuda, pero cogió la

herramienta a regañadientes.—Esto podría llevarnos bastante

tiempo —dijo, observando con gestoirónico el modesto artefacto.

—No necesariamente. Cuentas conun ayudante muy capaz, que se muerepor ayudarte —sonrió Zahed. Actoseguido se volvió hacia el bizantinista yle hizo un ademán a modo de invitación.Abdülkerim asintió y fue con Tess.

Los dos se arrodillaron y sequedaron mirando el suelo, pensando enlo inevitable de la tarea que tenían pordelante, y se pusieron manos a la obra.

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Se sirvieron del pico para levantarla primera capa de tierra, que estabaseca y compacta. Abdülkerim apartabalos terrones de barro seco que Tess ibarompiendo, y los dejaba en un montónalejados de la pared. No tardaron muchoen despejar un área de unos dos metrosde lado, y a continuación Tess comenzóa cavar más hondo.

De repente el pico tocó roca. Noparecía demasiado grande, sino unapiedra como del tamaño de una bola debolera. Retiró la tierra de alrededor yAbdülkerim la ayudó a sacarla. Estabarodeada de otras piedras, y un poco másadentro aparecieron dos capas depiedras muy juntas que cubrían lo quehabía enterrado debajo.

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—Estas piedras no se encontrabanaquí de forma natural —observó Tess—. Mire la forma en que estáncolocadas. Las puso alguien. —Vacilóun momento y agregó—: Para que losanimales salvajes no pudieran alcanzarlos cadáveres.

Zahed asintió.—Bien. Pues entonces todavía

deberían estar los huesos.Miró a Tess indicándole que

continuara adelante, de modo que ellavolvió a la tarea. Fue sacando laspiedras y pasándoselas a Abdülkerim,quien las iba tirando detrás. Trabajabande manera coordinada, en paralelo, ycon buen ritmo, hasta que algo lointerrumpió.

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Una mirada del turco, una miradainterrogante y preocupada.

Había reparado en el cinturónexplosivo con candado que llevaba Tessdebajo de la camisa.

Ella le dirigió una mirada intensapara tranquilizarlo y movió la cabeza deforma imperceptible para indicarle queno preguntase. No sabía si su captor sehabría dado cuenta de la reacción delturco. Si era así, desde luego no habíadicho nada. Vio que Abdülkerimapretaba la mandíbula antes deresponder con otra leve inclinación dela cabeza y reanudar el trabajo.

No tardaron mucho en retirar todaslas piedras, y de nuevo el pico comenzóa hundirse en tierra suelta, a medio

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metro de la superficie. Entoncesapareció el primer hueso. Un fémur. Y acontinuación otros huesos más pequeñosesparcidos a su alrededor, falanges delo que parecía ser una mano izquierda.

Tess trabajaba con los dedos,retirando la tierra con cuidado.

Enseguida surgió el resto delesqueleto.

Los huesos tenían una coloraciónmarrón, a causa de la tierra que llevabasiglos cubriéndolos. Y aunque el suelode aquella región no tenía un grado deacidez elevado, Tess no había esperadoencontrar mucho más. No había muchascosas capaces de sobrevivir setecientosaños enterradas; ya se encargaban deellas los ejércitos de gusanos y

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lombrices. De pronto sus dedostropezaron con unas hebillas de aleaciónde cobre, lo único que quedaba de uncinturón y de unas botas, dos objetos decuero que se habían desintegrado muchotiempo atrás, pero no vio nada más. Así,de momento, no tuvo muy claro si setrataba de los restos de una mujer o deun hombre, pero a juzgar por la longitudy el contorno de los huesos de losbrazos y de las piernas, se dijo que eraprobable que correspondieran a unhombre.

—Aquí no hay nada que nos digaquién era este personaje —observó altiempo que se incorporaba y se secabala frente con la manga. Estaba agotada,el arduo esfuerzo le había robado las

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pocas fuerzas que le quedaban despuésde haber pasado la noche entera sindormir montando guardia en la montaña.Y para mayor incomodidad, con cadamovimiento que hacía el cinturón bombala rozaba y se le clavaba en el cuerpo,pero sabía que no podía hacer nada paraevitarlo.

El iraní estaba de pie a su lado,examinando los restos. Consultó el relojy dijo:

—De acuerdo, buen trabajo. Vamosa seguir.

Tess meneó la cabeza en un gestode desesperación y desdén, y bebió otropoco de agua de la cantimplora que lehabía entregado Abdülkerim. Despuésvolvió a arrodillarse y continuó

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trabajando.Una hora más tarde, habían

exhumado los restos de otro cadáver.De uno solo, no de dos.Tess practicó unos pequeños

orificios a uno y otro lado de la tumbacomún, pero no halló nada. Allí no habíamás capas de piedras, no había nadiemás enterrado, por lo menos cerca delos dos esqueletos.

Eso quería decir que el rastro noterminaba allí. Y que su calvario no sehabía acabado.

Se incorporó, empapada en sudor,y se apoyó contra la pared de rocahaciendo inspiraciones profundas paraaminorar el ritmo cardíaco. Abdülkerimrebuscó en su mochila y compartió con

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ella el último bizcocho de miel que lequedaba. Tess masticó despacio aquellamasa blanda y pastosa paladeando elsabor, y notó que el efecto le recorríatodo el cuerpo. Intentó dejar de pensarun momento en lo que podía significaraquel hallazgo.

—Dos cadáveres, no tres... Y encambio en la tumba hay tres nombres —dijo el iraní, claramente complacido conel resultado—. Lo cual plantea muchaspreguntas, ¿no te parece?

Le dirigió a Tess una mirada decuriosidad, ligeramente divertida.

Ella estaba demasiado agotadapara entretenerse en jueguecitos, perotenía que intentar algo, de modo quecontestó:

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—Como por ejemplo, qué dos,¿verdad? Bueno, pues si le apetecehacer de policía científica y proponeruna hipótesis, adelante.

Zahed continuó con la mismaexpresión divertida.

—¿En serio, Tess? ¿Eso es todo loque sabes hacer?

Abdülkerim quiso decir algo parasalir en defensa de Tess:

—Estos esqueletos tienensetecientos años. ¿Cómo vamos a sabera quiénes pertenecieron?

El iraní miró a Tess con un gestoque pretendía espolearla.

—¿Tess?Lo dijo como si ya supiera la

respuesta. Tess sintió un escalofrío de

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miedo al pensar en las consecuencias deque su secuestrador supiera que estabamintiendo... otra vez. Finalmente cedió,pues no sabía cuánta información lehabría proporcionado Jed.

—No creo que ninguno de éstos seaConrado.

—¿Por qué no? —inquirióAbdülkerim.

Tess miró al iraní. Éste asintió conun gesto.

—Porque estos esqueletos... estáncompletos. Los dos.

El bizantinista puso cara de noentender.

—¿Y...?—Conrado fue herido en la batalla

de Acre. Herido de gravedad. —Sintió

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que la inundaba un profundo desánimo yque se le caía el alma a los pies alpensar que la tumba que acababa deabrir no servía para poner fin a aquelinfierno—. Éste no es él.

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CapadociaMayo de 1310

La primera noche la pasaron en una

estrecha vaguada de la montaña, bajandodel monasterio. Acamparon alrededorde una roca alta y rectangular que teníagrabadas una serie de cruces y otrasmarcas.

Al día siguiente partieron tempranoy se alejaron unos de otros: Héctor a lacabeza, Conrado un poco más atrás conel carro y su pesada carga, y Miguelrezagado un buen trecho para vigilar laretaguardia. Los tres avanzaban muy

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conscientes de los peligros que podíansorprenderlos y deseosos de llegar alsur, un territorio relativamente másseguro.

Conrado aún no tenía claro cuál erala mejor maniobra que realizar. Todohabía sucedido demasiado deprisa.Tenía varias decisiones importantes quetomar, la primera, dónde esconder lacarga que llevaban. Una vez decididoesto, tenía que pensar cómo utilizarlapara conseguir que el Papa dejase enlibertad a sus hermanos y rescindiera lasacusaciones sobre la orden.

Pensó en llevar la carga a Francia.El Papa, que era francés, actualmente seencontraba en Aviñón. En Franciaestaban también sus hermanos

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encarcelados, así como el causante de sudestrucción, el rey Felipe. Si queríaabordar al Papa y supervisar elresultado de la maniobra, iba a tener quehacerlo desde Francia. Pero era un paíspeligroso. Los senescales del reyestaban por todas partes. Sería difícilviajar llevando una carga tan llamativa,y Conrado no conocía allí a nadie dequien pudiera fiarse. La otra opción eraChipre. En aquella isla tenía amigos, yla presencia de los francos era muyescasa. Allí podría esconder el tesoro, ydejar a Héctor y a Miguelcustodiándolo. Así podría él aventurarsea viajar solo a Francia para llevar acabo su jugada. Pero antes tenían quellegar a un puerto, el mismo al que

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habían arribado cuando partieron deChipre: Corycos. Había además otrarazón lógica para encaminarse hacia esteúltimo: cuando hubieran cruzado losmontes Tauro se encontrarían en el reinoarmenio de Cilicia, que era territoriocristiano.

El problema radicaba en que lamarcha era lenta. Aquel viejo carrotraqueteaba torpemente, el caballo teníaque esforzarse mucho para arrastrar lapesada carga que cubría la lona. Y másdifícil todavía se hacía la empresadebido a que habían tenido que evitar laruta fácil, pues lo último que deseabanera tropezarse con una partida debandoleros gazis. Por consiguiente, sevieron obligados a eludir los caminos

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más transitados y viajar por un terrenopedregoso, inestable, y atravesar densosbosques, lo cual los estaba retrasandoaún más.

Al final de la jornada siguientellegaron a una ancha llanura que seextendía hasta la lejana cordillera quedebían atravesar. El terreno abierto quetenían ante sí no les ofrecía resguardoalguno, y Conrado se inquietó. La únicaalternativa que tenía resultaba pocoatractiva: los cañones largos y estrechosque serpenteaban por el llano y hendíanel paisaje como heridas causadas por lagarra de un gigante. Teniendo en cuentala carga y dado que no llevaban cotas demalla ni armas de guerra, si se topabancon una horda de bandidos en alguno de

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aquellos cañones se enfrentarían a unaderrota segura. Sin embargo, lasposibilidades de tropezar con una eranmenores que las de ser detectados enterreno abierto. Tras un breve debate,optaron por la ruta de los cañones yacamparon en un repecho, a la entradadel que les pareció más adecuado, unoque tenía unas insólitas agujas de piedraque les servirían de protección.

El razonamiento era bueno, pero laamenaza llegó procedente de otro sitio.

Las primeras flechas cayeron a lamañana siguiente, un par de horasdespués de haber reemprendido lamarcha. Héctor iba en cabeza, guiandoel pequeño convoy por entre las curvasy los recodos del cañón, cuando de

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improviso se le clavó un proyectil en elpecho, bajo el hombro derecho, lobastante para perforarle el pulmón.Otras dos flechas alcanzaron a su yegua,una la hirió en la pata delantera y le hizodoblar las rodillas. Héctor aguantó lasriendas mientras su montura relinchabade dolor y finalmente se desplomó entreuna nube de sangre y polvo.

Conrado avistó a dos arquerosapostados en lo alto del cañón, delantede ellos, y tiró con fuerza de las riendaspara obligar al caballo a dar mediavuelta, previendo lo que se les veníaencima por la retaguardia y abrigando laesperanza de equivocarse.

Pero no se equivocaba.Aparecieron cuatro jinetes que le

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resultaron familiares: el mercader, suhijo y dos de los hombres que habíanllevado consigo.

Sintió acidez en la boca delestómago. Sabía que el mercader eraavaricioso, pero había puesto muchocuidado en cubrir el rastro que ibandejando y había ordenado a Miguel quese cerciorase de que no los seguía nadie.

Pero estaba claro que no habíapuesto el cuidado suficiente.

Veinte años atrás, en el fragor delcombate, no habría dudado lo másmínimo en presentarles batalla. Armadocon yelmo y cota de malla, lanza, espaday maza, además de un caballo bienprotegido, cualquier caballero templariono se lo habría pensado ni un segundo

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para enfrentarse a cuatro enemigos.Pero esto era distinto. No era como

veinte años atrás, esto estabasucediendo ahora. Después de lo deAcre. Después de la derrota que le habíacostado la mano.

La perdió luchando contra unacimitarra mameluca que le seccionó lamuñeca, un corte limpio que estuvo apunto de matarlo. Jamás había sufrido eldolor que sintió cuando el enfermero seesforzó por cauterizarle la herida conuna hoja al rojo vivo. Había perdidogran cantidad de sangre, y tras huir enbarco con sus hermanos de la ciudadvencida pasó muchos días oscilando alborde de la muerte, hasta que, sin sabercómo, su cuerpo recibió una ráfaga de

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viento vital que lo apartó del abismo.Durante su larga recuperación, enChipre, procuró consolarse con la ideade que era la mano izquierda y noaquella con que empuñaba la espada,pero eso no le animó. Sabía que nuncavolvería a ser el formidable guerreroque había sido. Más adelante encontró aun habilidoso herrero chipriota que lefabricó una prótesis de cobre, una manofalsa que encajaba a la perfección en elmuñón y se sujetaba con correas decuero. Era de bella factura y tenía cincodedos fijos bastante parecidos a los quehabía perdido, flexionados de tal formaque le permitían realizar algunas tareasimportantes, como asir las riendas delcaballo, levantar una jarra de agua,

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llevar un escudo o propinar un puñetazoen el mentón a cualquiera que le llevasela contraria.

Con todo, dada su minusvalía,sabía que la suerte no estaba de partesuya y de Miguel. Un instante después,aquella suerte se redujo todavía más, decuatro a uno, cuando otra flecha se leclavó al español en la espalda y lodescabalgó.

Conrado desenvainó su cimitarra yluchó por controlar al caballo, queintentaba retroceder, mientras Mehmet ysus hombres iban estrechando el cerco.Los dos jinetes contratados embistierona todo galope y se lanzaron, uno porcada lado, directamente a por el carro.Conrado blandió su arma describiendo

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un amplio arco y alcanzó a uno de ellosen pleno rostro; le abrió una brechatremenda por debajo del oído, de la quebrotó un torrente de sangre. Pero el otrojinete lo hirió en el muslo al tiempo quese abalanzaba sobre él, y lo arrojó alsuelo.

Cayó en tierra como un saco. Logróamortiguar el impacto con los brazos,pero entretanto soltó la cimitarra. Seincorporó con dificultad y reconoció lasituación con mirada borrosa. Los tresestaban derribados: Héctor aprisionadobajo su caballo herido, sangrando por laboca a borbotones y esforzándose porrespirar; Miguel otra vez en pie, perotambaleándose como un borracho acausa de la herida; y él cojeando, con la

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pierna herida, pudo enderezarse con eltiempo justo para ver al mercader y a suhijo, que se acercaban a todo galope.

Qassem venía recto hacia él.Conrado escudriñó el suelo en busca dealgo, de cualquier cosa que pudieraservirle de arma. Pero no vio nada a sualcance, y tampoco tenía tiempo parapensar. De modo que su cuerporeaccionó de forma instintiva y saltósobre el turco justo en el momento enque éste pasaba por su lado, con la manode cobre por delante, dejando que éstase llevase la peor parte del golpe que leasestó el otro con la espada. Al mismotiempo asió a su enemigo por el cinturónpara arrojarlo a tierra.

Ambos se enzarzaron en una

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maraña de brazos y piernas, codos ypuños, pero Conrado sabía que aquellapelea habría de perderla él. El turco lepropinó un puntapié en la herida delmuslo que le causó una cuchillada dedolor y lo hizo caer de rodillas. Despuésrecibió un codazo en el pómulo que lotumbó. Se revolvió entre el polvo quealfombraba el cañón notando otra vez elsabor metálico de la sangre, unasensación que lo hizo volver a unaépoca ya olvidada, una época quetambién había terminado en derrota.

Levantó la vista. El mercader habíadesmontado y se acercaba a grandeszancadas hacia su hijo, que se erguíaorgulloso encima del vencido. Detrás deellos, Conrado vio a Miguel, muerto a

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los pies de los dos jinetes que lo habíanatacado, y un poco más allá el cuerpo deHéctor, tendido boca abajo.

—Ya te dije que estas tierras noeran seguras —se mofó el mercader—.Deberías haberme hecho caso.

Conrado se incorporó a medias yescupió un grumo de sangre que manchólas botas del hijo. Qassem hizo ademánde propinarle una patada en la cara,pero su padre se lo impidió.

—Alto —ordenó Mehmet—. Lonecesito despierto. —Miró ceñudo a suhijo durante unos momentos, luegovolvió la atención hacia el cañón ysonrió satisfecho.

Conrado siguió su mirada. Losarqueros habían bajado de sus puestos

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de emboscada y estaban trayendo elcarro.

El mercader les indicó por señasque se acercasen.

—¿De modo que así es como tratasa tus socios? —le dijo a Conrado—.Acudes a mí para que te ayude con tuspequeños trapicheos, y luego, cuandosurge la oportunidad de hacer unnegocio de importancia, decidesquedártelo para ti solo y despedirmecomo si fuera un siervo leproso.

—Esto no te concierne a ti —masculló Conrado.

—Si tiene algún valor, sí meconcierne —replicó el mercader altiempo que se apartaba unos pasos parainspeccionar la carga—. Y tengo la

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impresión de que esto tiene muchovalor.

Trepó al carro e hizo una señal asus hombres. Éstos soltaron los cierresdel primero de los arcones y loabrieron.

El mercader miró dentro, yseguidamente se volvió hacia Conradocon cara de perplejidad.

—¿Qué es esto?—No te concierne a ti —repitió

Conrado.Mehmet ladró una serie de órdenes

haciendo grandes ademanes con lasmanos, a todas luces contrariado. Sushombres se movieron con rapidez yabrieron los otros dos arcones.

Cuando Mehmet vio lo que

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contenían, su semblante se oscureciótodavía más.

Saltó al suelo, fue hasta Conrado ylo arrojó al suelo de un violentopuntapié. Acto seguido se sacó una dagadel cinto y se agachó para encararse conel templario; lo asió por el cabello paraecharle la cabeza hacia atrás y le puso ladaga en el cuello.

—¿Se puede saber qué significaesta farsa? —rugió—. ¿Qué clase detesoro es éste?

—No tiene ningún valor para ti.Mehmet apretó un poco más el

cuchillo.—Dime qué es eso. Dime por qué

lo deseabas tanto.—Vete al infierno —contestó el

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caballero, y de improviso se revolvióigual que una serpiente enroscada yapartó la daga con una mano al tiempoque con la otra, la de metal, asestaba unfuerte puñetazo a su agresor.

El mercader lanzó un aullido ycayó al suelo soltando un fino reguerode sangre por la boca y la nariz.Conrado se abalanzó sobre él, peroQassem se le echó encima paraapartarlo de su padre; después recabóayuda de sus esbirros y entre los tresapalearon al templario hasta someterlo.

Conrado, apenas consciente, vioentre brumas al hijo del mercader, puñalen mano, que se le acercaba paraasestarle el golpe definitivo. Se preparó,pero no fue lo que esperaba. Qassem no

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le abrió el vientre ni le cercenó lagarganta. En cambio, se agachó, leapoyó una rodilla en el pecho a fin deinmovilizarlo, cortó las correas de lamano de cobre y se la arrancó. Acontinuación la sostuvo en alto, ufano, yla contempló durante unos instantescomo si fuera la cabellera de unenemigo antes de exhibirla con orgullofrente a los demás.

El mercader se levantó del suelo aduras penas y se apoyó en su hijo pararecuperar el equilibrio, escupiendosangre y con una intensa furia en lamirada.

—Siempre has sido un tozudocabrón.

Qassem blandió su daga y se

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agachó al lado de Conrado.—Ya me encargo yo de hacer

hablar al infiel.Pero el mercader lo frenó

cortándole el paso con el brazo.—No —replicó sin dejar de mirar

al caballero caído con ojosrelampagueantes—. No me fío de lo quevaya a decirnos. Además, no lonecesitamos. Está claro, lo que hay enesos arcones posee un gran valor, yestoy seguro de que en Konyaencontraremos a alguien que nos diga dequé se trata.

—¿Y qué hacemos con él? —preguntó Qassem.

El turco frunció el entrecejo y miróen derredor, hacia el cañón desierto.

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Todo estaba en silencio, aparte de losgemidos que lanzaba el caballo herido.El sol ya estaba muy por encima de lasparedes del cañón y calentaba con lafuerza del pleno verano.

Conrado vio que el mercaderobservaba el cielo. Allá en lo alto habíatres buitres trazando círculos, atraídospor los muertos y heridos. Luego vio queel mercader bajaba la vista hacia elcaballo ensangrentado, a continuación sevolvía hacia su hijo y esbozaba unadolorosa media sonrisa.

Se imaginó el destino que loaguardaba, y deseó haber sido alcanzadotambién por una flecha.

El calor era sofocante, y no sólo

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por culpa del sol.Sino por culpa del caballo.Al que lo habían cosido.Tomaron el caballo moribundo de

Héctor, le abrieron el vientre de un tajo,sacaron los intestinos y a continuaciónmetieron a Conrado dentro, mirandohacia atrás, y cosieron la aberturaalrededor de él. Lo pusieron tumbado deespaldas, con la cabeza asomando por loque había sido el ano del animal.También dejaron fuera los brazos y laspiernas, asomando por unos orificiosque practicaron en la piel del caballo, y,con la excepción del muñón del brazoizquierdo, le ataron las extremidades aunas estacas de madera que habíanclavado en el duro suelo.

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Lo dejaron tal cual, crucificadocontra el lecho del cañón, yseguidamente se marcharon llevándoselos caballos, el carro y todo lo que éstostransportaban.

Allí dentro hacía un calorinsoportable. Pero peor que el calor erael olor. Y los insectos. A su alrededor,el suelo estaba cubierto de carne enputrefacción y sangre coagulada,secándose al sol. Sin que el mercader ysus hombres se hubieran perdido aún devista, ya habían convergido las moscas ylas avispas sobre él y sobre loscadáveres de sus hermanos para darseun festín con aquella abundancia derestos, y no cesaban de zumbar y chuparlas heridas abiertas que tenía en los

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labios y en la cara.Pero aquello no había hecho más

que empezar.El sufrimiento de verdad llegaría

cuando atacaran los tres buitres quetrazaban círculos en lo alto.Descenderían sobre él, hundirían lasgarras en el caballo y comenzarían adesgarrarle las carnes con sus afiladospicos. Después romperían la piel delanimal y empezarían a devorarlo a él,pedazo a pedazo, primero la carne yluego los órganos internos.

Conrado sabía que la muerte no lellegaría rápido.

Ya había oído hablar de aquellatortura, denominada escafismo; era unnombre derivado de una palabra griega,

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skafos, que significaba «casco de nave»,ya que el método original consistía enencerrar a la víctima entre dos barcasencajadas la una en la otra. Algunasveces se la cubría con miel y se laobligaba a beber leche y miel hasta queno podía contener las necesidades, y sela dejaba flotando en medio de uncharco de agua estancada, de ahí que seutilizaran barcas. Con la presencia delas heces aparecían los insectos. Otrasveces se dejaba a la víctima al sol,encerrada en un tronco vaciado o en elcadáver de un animal. Conrado habíaoído contar que los turcos y los persaseran muy entusiastas de practicar elescafismo, que los restos del torturadoquedaban horribles de ver cuando los

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descubrían finalmente, pero nunca lohabía presenciado. En cierto modo, erauna suerte que estuvieran allí los buitres,porque en las zonas en las que sólohabía insectos para devorar a la víctimaésta podía tardar varios días en morir.Conrado había oído la historia de unsacerdote griego que había sobrevividodiecisiete días mientras los insectos y lagangrena se lo comían por dentro, antesde que por fin su cuerpo decidierarendirse.

Era una muerte especialmentehumillante, pensó Conrado mientras veíavolar en círculo a los buitres, sabedorde que no tardarían mucho en bajar delcielo.

Y así fue.

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Dos de ellos descendieron velocesel uno detrás del otro y se posaronpesadamente encima del caballo. Eltercero se conformó con el cadáver delespañol. Empezaron a tironear de lacarne del animal con el pico y con lasgarras, con insólito frenesí, como sillevaran varias semanas sin comer.Conrado, en el afán de ahuyentarlos,volvió espasmódicamente la cabeza aizquierda y derecha, pero tenía losmovimientos muy restringidos a causade las ligaduras y no logró espantar alos buitres. Éstos lo ignoraron ysiguieron absortos en su tarea dedesgarrar, arrancar y masticar la carnedel cadáver, de la cual se desprendíande vez en cuando porciones pequeñas

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que le caían a Conrado en la cara. Depronto el que tenía más cerca de la carase volvió hacia él, lo miró fijamente y ledio un picotazo para probar. Conradovolvió la cabeza a un lado y al otrolanzando chillidos, pero el carroñerosabía lo que hacía y continuó a lo suyo,impertérrito. Conrado retrajo la cabezatodo lo que pudo hacia el interior delcaballo, pero no consiguió gran cosa.Estaba mirando fijamente al buitre, quetenía el pico abierto y preparado paraatacar de nuevo, cuando de repente algochocó contra el cuerpo del animal conun golpe seco y lo sacó de su vista.Ocurrió demasiado rápido para poderver lo que era, y para que sus sentidosentumecidos comprendieran qué había

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pasado.Oyó al carroñero batir las alas

débilmente contra el suelo, pero noalcanzó a verlo porque había caído pordetrás. El segundo buitre no se inmutó;cambió de postura encima del cadáverdel caballo para ocupar el sitio de sucompañero, pero en aquel momento algotambién impactó contra él y lo arrojó alsuelo, esta vez más cerca de Conrado,con lo que éste pudo ver:

El buitre tenía el cuerpo atravesadopor una flecha.

Con el corazón bombeando comoloco y los sentidos aturdidos, retorció lacabeza en el esfuerzo de averiguar quiénestaba allí, quién le había salvado lavida... y entonces la vio corriendo hacia

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él, con una ballesta en las manos.Maysun.Lo invadió una oleada de alegría.Vio que la joven se acercaba a la

carrera, soltaba la ballesta y sacaba unpuñal de gran tamaño, en el precisoinstante en que notaba una súbita ráfagade aire a su alrededor y unas plumas lerozaban la cara. De pronto se le posó enel pecho el tercer buitre; hundió lasgarras en el pellejo del caballo y seinclinó para picotearlo. Pero Maysundio un salto en el aire, como unapantera, lo agarró por el pescuezo y loabrió en canal con el cuchillo.

Arrojó el buitre a un lado y sevolvió para mirar a Conrado jadeante,con el rostro empapado de sudor y una

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expresión feroz en los ojos. Apartó amanotazos la nube de insectos yseguidamente se agachó para cortar lasataduras de la mano y de los pies, yliberar al templario de aquel horrendoataúd.

Conrado contempló cómo ibaabriendo el costurón. Le buscó los ojos,y ella le sostuvo la mirada un instante,serena, sin dejar de trabajar con manoexperta, el semblante concentrado. A él,en su estado de entumecimiento ydeshidratación, aún le costaba trabajocreer que Maysun estaba allí de verdad,que seguía vivo, ni siquiera cuando ellalo ayudó a salir del vientre del caballo yponerse en pie.

Se quedó inmóvil en el sitio,

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encorvado y con la respiración agitada,cubierto de sangre y fragmentos deintestinos, mirando a Maysun con unamezcla de confusión y asombro.

—¿Cómo...? ¿Qué estás haciendotú aquí?

Ella esbozó una sonrisa franca.—Salvarte la vida.Conrado sacudió la cabeza. Aún

estaba estupefacto.—Además de eso. —Sonrió, y al

hacerlo notó un dolor en las heridas delos labios—. ¿Cómo has llegado hastaaquí?

—Te he seguido. A ti, a mihermano y a mi padre. Os he venidosiguiendo desde Constantinopla.

Conrado tenía dificultades para

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pensar con rapidez.—¿Por qué?—Los oí hablar. Sospechaban que

perseguías algo importante y que nopensabas compartirlo con ellos. Así quedecidieron quedarse con todo. Yo quiseadvertirte, pero no pude salir. Ya sabescómo son conmigo.

—Pero son... tu padre, tuhermano...

Maysun se encogió de hombros.—Son malvados. Yo sabía que tú

no ibas a renunciar a tu tesoro, fuera loque fuese, sin pelear. Y también sabía loque estaban dispuestos a hacerte con talde arrebatártelo.

—Así que los seguiste... ¿por mí?Maysun, sin apartar la mirada, hizo

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un gesto de asentimiento.—Tú habrías hecho lo mismo por

mí, ¿no es verdad?La franqueza de su respuesta le

hizo comprender todo con total nitidez.Pues claro que sí. No lo dudó ni por unsegundo. Había entre ambos unacomprensión tácita que no necesitabaexpresarse, una atracción que había idocreciendo a lo largo de semanas y mesesde encuentros frustrados. Conrado eramuy consciente de aquello. Pero queMaysun arriesgara la vida de esta formasuperaba con creces lo que él podíaimaginar.

Maysun le entregó un odre decuero.

—Necesitas agua. Bebe.

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Conrado quitó el tapón y bebió unlargo trago.

—¿Qué es todo esto? —preguntóMaysun, mirando fijamente al templario—. ¿Qué buscabas en ese monasterio?

Conrado le devolvió el odre y lamiró unos instantes. A continuación lallevó al amparo de la sombra queformaba un voladizo del cañón y se locontó todo. Desde el principio. Toda laverdad y nada más que la verdad.

El origen de la orden. Lo quedecidieron hacer los Guardianes. Todolo que salió bien y todo lo que salió mal.Everardo y sus hombres enConstantinopla. La derrota de Acre. Ladesaparición del Falcon Temple . Losaños perdidos en Chipre. La maniobra

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del rey de Francia en contra de la orden.El viernes trece. Su nueva vida enConstantinopla. El momento en que laconoció a ella. Las espadas. Elmonasterio. Los textos. La emboscada.

Era lo mínimo que se merecíaMaysun.

Maysun lo escuchó hasta el finalcon atención, sin interrumpirlo más queun par de veces para pedir algunaaclaración. Y cuando Conrado terminóde explicarle todo, los dospermanecieron unos momentos ensilencio, sentados sin más, Maysunpensando en la información recibida,Conrado evaluando su situación actual eintentando decidir qué debía hacer.

Maysun observó que se frotaba el

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muñón del antebrazo, y se lo indicó conun gesto de cabeza.

—¿Eso te lo hicieron ellos?Conrado asintió.—Sí.Maysun lo miró largamente sin

comentar nada y luego le dijo:—Sé en qué estás pensando.Conrado exhaló un profundo

suspiro.—Tengo que intentar regresar.—Ellos son seis, y nosotros somos

dos.Conrado alzó el brazo amputado y

esbozó una sonrisa de desprecio por símismo.

—Uno y medio. —Después fruncióel entrecejo y añadió—: Hay una cosa

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más que he de recuperar. Tu padre dijoque iban a llevarla a Konya. ¿Sabesdónde está ese lugar?

—Naturalmente. Es nuestra tierra,el sitio en el que me crie.

—¿A qué distancia se encuentra?Maysun reflexionó unos instantes.—A unos cuatro días a caballo.

Quizá tres a buen galope.—Ellos van sobrecargados por

culpa de la carreta y de la carga.Nosotros avanzaremos mucho másdeprisa. Además, tendrán que buscar unsitio resguardado para pasar la noche,donde no los vean, y eso no resulta tanfácil llevando tantos caballos. —Cavilóun poco más, miró en derredor, yfinalmente tomó una decisión—. Pero

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antes necesito que me ayudes. Deboenterrar a mis amigos.

—Pues tendremos que darnosprisa. Nosotros no debemos darlesdemasiada ventaja.

—¿Nosotros?Maysun le contestó con una mirada

sardónica:—Te he salvado la vida, por si no

te acuerdas.—Pero ellos son tu familia.Maysun frunció el ceño. Resultaba

obvio que aquel tema le causabaincomodidad.

—No me conoces lo suficiente.—¿Y si te conociera?—Lo comprenderías mejor. —El

tono que empleó fue claro y sereno, y no

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dejaba mucho espacio para debatir—.No hay que perder el tiempo, yahablaremos por el camino. —Sonrió—:Pero hasta que te laves, vas a tener queviajar a favor del viento respecto de mí.

—Nos han dejado sin caballos. Sihemos de montar en la misma silla, nopodré ponerme a favor del viento.

Maysun lo miró fijamente.—Yo he traído dos caballos, por si

uno de ellos resultaba herido.Constantinopla está muy lejos.

Conrado asintió y después volvióla vista hacia el cadáver de Héctor.

—Héctor tiene más o menos elmismo tamaño que yo. Voy a ponerme suropa hasta que encontremos un arroyodonde pueda lavarme.

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Con la daga de Maysun y las manosabrieron un hoyo de forma rectangularen el suelo, al pie de la pared rocosa, eintrodujeron en él los cuerpos de Héctory de Miguel, el uno al lado del otro.Seguidamente los cubrieron con piedrasa fin de protegerlos de los buitres y deotras aves carroñeras que merodeabanpor aquellos valles y taparon todo conuna capa de tierra. Conrado se sirvió dela daga para grabar sus nombres en lapared, y dibujó encima una cruztemplaria.

Se incorporó y contemplólargamente la tierra apisonada y losnombres grabados en la roca. No era latumba que a él le hubiera gustado parasus hermanos caídos, pero era lo mejor

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que podía darles.Maysun captó el sentimiento de

pena que reflejaba su semblante.—«Puede que parezca el fin» —

dijo—. «Puede que parezca un ocaso,pero en realidad es un amanecer. Porquecuando la tumba nos encierra en su senoes cuando se libera el alma.»

Conrado la miró con expresióninterrogante.

—Son versos de Rumi —explicóella.

Conrado seguía sin entender.—Ya te lo explicaré —dijo

Maysun—. Tenemos que irnos.—De acuerdo. —Conrado

contempló la tumba unos instantes más,pero antes de darle la espalda decidió

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hacer otra cosa.Grabó también su propio nombre.

Debajo de los otros.Esta vez fue Maysun la que lo miró

sin comprender.—Es por si acaso alguien viniera

buscándome —dijo el templario.Y a continuación se pusieron en

marcha. Recorrieron al galope el cañónhasta el final y salieron a las llanuraspara seguir la pista que habían dejado elturco y su séquito.

Aquel primer día no cubrieronmucha distancia. Cuando llegaron a unpequeño riachuelo que serpenteaba através de unos altozanos frondosos, elsol ya estaba poniéndose a todavelocidad. Era un buen sitio para pasar

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la noche, un lugar seguro. Al díasiguiente darían alcance a su presa.

Conrado se lavó en el arroyo yexperimentó un placer inmenso al sentirel frescor del agua en las heridas. Pensóde nuevo en lo que había vivido enaquellas últimas jornadas, en el cambiobrusco que había tenido lugar en su vida,en la trampa que le había tendido eldestino. Pero no tuvo mucho tiempo pararecrearse en tales pensamientos, porqueéstos enseguida pasaron a posarse enalgo mucho más placentero: la visión deMaysun quitándose la ropa y entrandotambién en el arroyo para acudir a sulado. Y en aquel mismo momentodecidió que ya no deseaba debatirse enmás dilemas acerca de juramentos de

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antaño y normas disciplinarias.Atrajo a Maysun hacia sí y la besó

con una sed febril. Y cuando se enterróen el cuerpo de ella, enterró también losúltimos vestigios de su vida como monjeguerrero.

A partir de aquel instante, el monjequedaba suprimido para siempre. Enadelante iba a ser únicamente unguerrero.

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—Las manos. Están todas, lascuatro —gruñó Tess—. Pero ninguna esde Conrado. Conrado no murió aquí.

Abdülkerim la miró totalmenteconfuso.

—Entonces, ¿por qué está grabadosu nombre en la pared?

Tess hizo caso omiso de lapregunta y se puso en cuclillas, rodeó sucara con las manos y se aisló del mundounos instantes. Tenía ganas de quedesapareciese todo aquello. Lo únicoque quería era estar de nuevo en su casa,en Nueva York, cerca de Kim y de sumadre, y pasar los días llenando de

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palabras la pantalla del ordenador y lasnoches acurrucada junto a una copa devino blanco fresco, oyendo las suavesbaladas de Corinne Bailey Rae y conReilly a su lado. Jamás le habíaresultado tan atractivo lo trivial, ni tanfuera de su alcance, y se preguntó sialguna vez volvería a disfrutar deaquellas cosas tan sencillas.

—Tess, nuestro amigo te ha hechouna pregunta.

El tono sobrecogedor del iraní, detan frío, la devolvió a la triste realidaddel cañón en que se encontraba.

Levantó la vista algo mareada, ehizo un esfuerzo para ordenar las ideas.Por supuesto, los dos seguían estandoallí, el iraní de pie con gesto impaciente

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y el bizantinista sentado en una roca quehabía enfrente.

—¿Que por qué está grabado en lapared el nombre de Conrado? —repitiócon un tonillo de exasperación—. ¿Ycómo diablos voy a saberlo yo?

—Piensa —insistió el iraní con voztajante.

Tess sentía que las paredes delcañón se cernían sobre ella con gestoamenazante. Se dijo si no sería mejorcontinuar siendo de utilidad para eliraní, pues dudaba mucho de que éste ladejara marcharse sin más, si veía queera como hablarle a una pared; pero sucerebro no la acompañaba en absoluto.No se le ocurría absolutamente nada.

—No lo sé.

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—Pues piensa más. —El tono deliraní era terminante.

—¡No lo sé! —replicó Tess,enfadada—. Yo no sé más que usted. Asaber lo que sucedió aquí. Ni siquierasabemos si estos esqueletos son deverdad los de los otros templarios.

—Pues estudiemos ambasposibilidades. ¿Y si lo fueran?

Tess se encogió de hombros.—Si en efecto estos huesos son de

los caballeros que fueron al monasteriocon Conrado, él es el único que falta. Yen tal caso, yo diría que fue él quienenterró a sus compañeros y grabó losnombres en la pared, incluido el suyo.

—¿Y para qué iba a hacer tal cosa?A Tess se le ocurrió una respuesta.

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No quería expresarla en voz alta, perono le quedaba otra alternativa.

—Para ganar un poco detranquilidad. Para disuadir a cualquieraque le estuviera siguiendo la pista.

—Eso tiene sentido si transportabaalgo importante, algo que queríaproteger.

—Tal vez —contestó Tess, furiosa—. Aquí no está su esqueleto, ¿no? Perosi no murió aquí, podría estar encualquier parte... Aunque no creo quepudiera llegar muy lejos un hombremanco y solo en territorio enemigo,aunque fuera un caballero templario.

—A no ser que lograra refugiarseen una de las comunidades cristianasque había al norte de aquí —especuló el

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iraní.En aquel preciso momento Tess vio

algo que captó su atención. Unareacción, leve pero perceptible, delbizantinista.

El iraní también la advirtió.—¿Qué pasa? —preguntó.—¿A mí? No es nada —musitó

Abdülkerim con gesto poco convincente.El iraní sacó la mano con tal

velocidad que ni Tess ni el turco lavieron venir. La bofetada acertó de llenoal historiador en el mentón, lo empujóde lado y lo hizo caerse de la piedra.Cayó al suelo con un golpe sordo, en unadensa nube de polvo.

—No pienso volver apreguntárselo —le dijo el iraní.

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Abdülkerim permaneció en elsuelo, temblando. Al cabo de unmomento alzó la vista hacia el iraní.Estaba aniquilado por el miedo.

—Podría haber algo —balbució—no muy lejos de aquí. —Luego se volvióhacia Tess—. ¿Sabe usted qué mano lefaltaba a Conrado?

—La izquierda. ¿Por qué?Abdülkerim arrugó el ceño como si

no estuviera seguro de que le convinieradecir lo que iba a decir.

—En la iglesia de piedra del valleZelve hay un fresco. Esa iglesia está enruinas, como todas, pero... la pintura aúnse conserva. En ella aparece un hombre,un guerrero. Un personaje que gozaba degran estima entre los aldeano del lugar.

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Un protector.—¿Y qué tiene que ver eso con

Conrado? —inquirió el iraní.—En el mural se le llama «la mano

verdadera» que combatía el paganismo.Tiene una mano visible, pero le falta laotra, la izquierda. Yo siempre hesupuesto que se trataba de una metáfora,ya saben, una de esas leyenda de laépoca de las cruzadas. —Hizo una pausay después agregó—: El personaje queaparece en el fresco está enterrado en lacripta de la iglesia. Yo diría que es elConrado que buscan ustedes.

—«La mano verdadera» —repitióel iraní, y dirigió a Tess una mirada desatisfacción. Aquello le sonabaprometedor—. Me parece que me

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gustaría ver esa iglesia.

El caballo que montaba Reillyaminoró el paso al llegar al montículoque bordeaba el yayla que acababa decruzar. La ladera aparecía alfombradade matas de lavanda y arbustos deajenjo, y más adelante se veía una vastallanura que se extendía hacia el sur yllegaba hasta las montañas del fondo.Hizo un alto para orientarse, con laespalda y los muslos doloridos a causade montar tanto tiempo sin silla. Elcaballo, que jadeaba intensamente trasaquel viaje, también necesitabaurgentemente un respiro.

El aire estaba en calma y en el

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valle reinaba el silencio. Reilly percibióun movimiento por su costado izquierdoy volvió la vista. Había una anciana depie bajo unos almendros, golpeando lasramas con un bastón. Iban cayendo hojasal suelo, de las que daba buena cuentaun pequeño rebaño de ovejas. Losalmendros estaban atrofiados, de variossiglos soportando semejante trato. Laanciana notó que Reilly la observaba yse volvió hacia él. Lo miró un momentocon escaso interés, luego volvió lacabeza y siguió con lo que estabahaciendo.

Reilly sacó su mapa y lo comparócon el paisaje que se extendía ante él. Elvalle era un lienzo de color arcillabordeado por suaves formaciones

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rocosas y salpicado de pinares, huertosde albaricoques y viñedos. Se fijó deforma especial en la parte izquierda yrecorrió con la vista la zona que habíarodeado Tess en el mapa con un círculo.Distinguió las grietas oscuras de varioscañones tallados en el lecho del valle,pero no vio ningún signo de vida,simplemente naturaleza imperturbable,kilómetros y kilómetros...

... y de pronto distinguió algo.Una perturbación.Un punto que se movía, a poco más

de un kilómetro de su posición, al bordede uno de los cañones.

Sacó los prismáticos.Estaban lejos, pero eran unas

siluetas inconfundibles. Eran ellos:

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Tess, el iraní y otra persona, unindividuo que no conocía de nada.

Se sintió igual que si lo hubieranliberado de una trampa para osos. Elhecho de ver a Tess provocó una oleadade alivio que le recorrió todo el cuerpo.No estaba libre ni sana y salva, pero porlo menos la había alcanzado.

Las tres figuras diminutas llegarona un bosquecillo en el que había unvehículo aparcado, un monovolumen decolor crema que le pareció un JeepCherokee, un modelo pequeño ycompacto de un par de generacionesatrás. Centró su atención en la tercerafigura preguntándose si sería amigo oenemigo, y vio que los tres subían alcoche. El nuevo se sentó al volante,

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Tess a su lado y el iraní en la parte deatrás. No había nada que indicara si elque conducía era un aliado del iraní uotra persona, acaso alguien del que seestaba sirviendo el terrorista para quelos llevara en su coche o algún guía. Porel momento, tenía que suponer que aquelindividuo era un enemigo. Claro quetampoco importaba mucho; se le estabanencogiendo las tripas al comprender loque estaba ocurriendo.

En efecto, se largaban de allí, y élestaba casi a un kilómetro, montado enun caballo medio muerto.

Espoleó al jamelgo, le diopuntapiés, chilló y lo golpeó en la grupapara que echase a andar. El animal,agotado, dio unos pasos con ademán

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titubeante; no se animaba a bajar poraquella ladera.

—¡Vamos, maldita sea, arranca deuna vez! —vociferó Reilly al tiempo queprobaba a azuzar al caballo apretandolos muslos y empujándolo suavementeen cada una de las patas delanteras. Elanimal, de mala gana, adquirió un pocode velocidad y, entre relinchos deprotesta y nubes de polvo, finalmentecomenzó a descender por el repecho.Reilly guio a su montura cuesta abajo,procurando no perder de vista losmovimientos del Jeep. Vio que el cocheatravesaba la llanura dando saltos,enfilando hacia el oeste. En cuanto llegóal llano, hizo girar al caballo hacia laderecha para dirigirse hacia el Jeep en

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diagonal, pero todavía lo separaban deél varios centenares de metros. Entoncesel Jeep llegó a una carretera y comenzóa circular. Empezó a alejarse en línearecta, y a Reilly se le cayó el alma a lospies al comprender que ya no iba apoder hacer gran cosa para alcanzarlo.

Aun así continuó adelante,apelando al vaquero que llevaba dentro,instando a su montura como mejor pudo.Cuando llegó a la carretera elmonovolumen ya se había perdido devista. Condujo al caballo hasta laagrietada cinta de asfalto, pero sabíaque estaba moviéndose demasiadodespacio para poder dar alcance a Tess.Tenía que buscar otra manera decontinuar, un coche, un camión, una

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moto, cualquier vehículo motorizado...hasta una camioneta vieja y destartalada,hundida bajo el peso de una montaña desandías, que fue lo que encontró.Apareció rodando por la carretera y letocó la bocina para que se hiciera a unlado.

No tenía mucho donde elegir.Situó al caballo en medio de la

carretera y tiró de las riendas paraobligarlo a ponerse de costado,bloqueando el paso. La camioneta frenóderrapando a escasos centímetros de él.Dentro iban dos hombres: el conductoraccionando el claxon con enfado, elacompañante asomado por la ventanilla,ambos vociferando y gesticulando paraque Reilly se quitara de en medio.

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La cosa no duró mucho.Un simple movimiento con la

pistola consiguió el efecto deseado congran eficacia. Al cabo de unos segundosde frenética actividad, Reilly estaba denuevo en marcha, lanzado a todavelocidad en dirección al Jeep invisible,llevando a la espalda un monumentalcargamento de sandías.

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A cada paso que daba siguiendo aZahed y a Abdülkerim por aquel terrenodesconocido, Tess notaba que larealidad iba alejándose un poco más deella.

Ya no estaba segura de dónde seencontraba. Le costaba mucho esfuerzomirar, y sentía los pies como de plomo.La tensión de los últimos días, sumadaal calor y a la falta de sueño, leprovocaba una debilidad extrema. Perolo peor de todo era la inquietud quesentía por Reilly. Estaba desesperadapor saber que se encontraba bien, que nohabía muerto en la montaña, pero sabía

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que no iba a poder averiguarlo pronto,posiblemente nunca. Aquellaincertidumbre la agobiaba, y se sumabaa la desorientación, una sensación quese acentuaba al contemplar eldesconcertante paisaje.

El valle que estaban atravesando apie era muy diferente del cañón en elque habían hallado la tumba de lostemplarios. De hecho, no se parecía anada que ella hubiera visto. Era másancho y estaba bordeado por extrañasformaciones rocosas, conos y torretasenormes, de un color blanco rosáceo. Lallanura aparecía salpicada de multitudde «chimeneas de las hadas», columnascon forma de seta que se elevaban hastaseis metros de altura o más, coronadas

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por unas caperuzas de basalto de colorrojo óxido. Y enmarcando aquelespectáculo surrealista había unossuaves taludes que ascendían hacia unacornisa de toba vertical. Y aunque aqueldesconcertante valle pudiera parecerse auna trampa para moscas, lo que másasombraba a Tess era el cañón quediscurría por su interior, el que ahoraestaban recorriendo. Dondequiera quemirase se encontraba con oscuras grietasen las formaciones rocosas que lamiraban a ella. Era uno de los trescañones paralelos que albergaban laantigua —y actualmente desierta—aldea de Zelve, con sus paredesplagadas de huecos que servían devivienda, ermitas, iglesias y

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monasterios, todo excavado en elinsólito lugar. Desde la más estrecha«chimenea de las hadas» hasta lasimponentes paredes de roca queformaban los barrancos, no se veía unasola porción de piedra que no estuvierahoradada por un ventanuco. Todaaquella región estaba saturada decentenares de refugios excavados en laroca, escondidos en sus valles y en lohondo de sus cañones, y sus murosllenos de arte bizantino constituían unverdadero tesoro.

Desde los primeros tiempos de lafe cristiana, la Capadocia fue unaimportante cuna del cristianismoortodoxo, tan sólo por detrás deConstantinopla. Pablo de Tarso, san

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Pablo, predicó por aquella zona apenasveinte años después de la crucifixión. LaCapadocia no tardó en convertirse en unrefugio para los primeros seguidores dela cruz que huían de la persecución delos romanos, dado que su laberínticopaisaje proporcionaba amparo naturalpara protegerse del peligro. En el sigloIV Basilio el Magno, el obispo de lacercana Kayseri y uno de losdenominados «Padres Capadocios» dela fe, conoció la vida monástica en unviaje que hizo a Egipto y regresótrayendo consigo dicho concepto.Aquella región comenzó a poblarse demonjes que parecían topos, queconstruían de todo, desde celdasindividuales para rezar en el interior de

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columnas de piedra de tres metros deancho hasta iglesias excavadas en laroca de un esplendor inusitado, ymonasterios de varios nivelesencaramados en los acantilados.

Pero la práctica de excavar la rocano sólo se aplicó al aire libre; estandoen su apogeo la conquista de losmongoles y los musulmanes, abarcótambién el subsuelo. Toda aquella zonaestaba llena de decenas de ciudadessubterráneas —algunas se remontaban alos tiempos de los hititas— y muchascomprendían hasta doce niveles pordebajo de la superficie, tal vez inclusomás, en forma de enormes laberintos detúneles, viviendas y almacenes.Provistas de conductos de ventilación

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ingeniosamente diseñados y singularesrocas de una tonelada de peso paraimpedir la entrada del enemigo,sirvieron de refugio a comunidadesenteras cada vez que en la superficie seacercaban hordas invasoras, y ayudarona que la población cristiana ortodoxa seafianzara en aquellos valles y lograrasobrevivir a varios siglos de gobiernoselyúcida y otomano sin sufrir grandesdaños.

Resulta irónico que los cristianosno fueran expulsados definitivamentehasta 1923, con el surgimiento de larepública turca secular. En virtud delacuerdo de repatriación obligatoria quefirmaron Turquía y Grecia tras libraruna guerra que duró cuatro años, la

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población local ortodoxa fue reasentadaen Grecia, mientras que los turcosmusulmanes se trasladaron a los valles.Después del éxodo, la mayoría deiglesias y monasterios fuerondeteriorándose a causa del descuido y elvandalismo, un triste final para el últimovínculo que quedaba con la gloria deBizancio, iniciada más de un milenio ymedio antes.

Mientras avanzaban entre conos depiedra de diez metros de alto, a Tess lecostaba imaginar que aquel cañón habíaestado habitado por seres humanos.Agotada como se encontraba, le parecíamás lógico que allí hubieran vividoduendes malévolos, y su cerebro nodejaba de invocar turbadoras imágenes

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d e morlocks y habitantes de las arenassurgiendo de aquellos oscurosrecovecos para raptarla.

La voz de Zahed interrumpió suensoñación:

—¿Dónde están los turistas? —preguntó, dirigiéndose a Abdülkerim—.Esto parece una ciudad fantasma.

Aunque aquel valle era un parquenacional, no se habían tropezado másque con media docena de grupos desenderistas, y todos de apenas unpuñado de personas.

—Allá por los años cincuenta, estecañón y los dos que tiene a los lados seconsideraron inseguros —explicó elbizantinista—. Las cueva se estabandesmoronando. Se reubicó a los aldeano

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en una localidad unos pocos kilómetrosmás allá, y en la actualidad losoperadores turístico prefieren limitarsea las zonas seguras, como Göreme.

—Cuantos menos seamos, mejor lopasaremos —dijo Zahed, examinando lapista que estaban recorriendo—.¿Cuánto queda?

—Ya casi hemos llegado.Unos momentos después habían

dejado atrás la aldea de piedras cónicas.Se detuvieron junto a una pared de rocatotalmente lisa. El sol estaba mucho másbajo y sus rayos incidían en un ángulooblicuo que bañaba el paisaje lunar conuna asombrosa mezcla de tonos rosadosy azules.

—Aquí es —anunció el

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historiador.No lo parecía, hasta que el experto

señaló hacia arriba. Tess volvió lamirada hacia allí y vio un gran agujerode forma cuadrada que se abría en lapared, unos quince metros por encima desu cabeza. Se trataba de una estancia ala vista, en realidad una parte de unaestancia, excavada en la roca.

—El muro exterior de la iglesia sehundió hace siglos, en undesprendimiento de rocas —explicóAbdülkerim—, y arrastró consigo eltúnel de entrada y la escalera queconducía al interior.

—¿Y cómo vamos a subir hasta ahíarriba? —inquirió Zahed.

—Por aquí —dijo el turco al

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tiempo que se acercaba al borde de lapared y señalaba los puntos de apoyoque se habían tallado en la blanda toba.

—Usted primero —indicó Zahed.Abdülkerim encabezó la subida,

seguido por Tess y por último Zahed.Fueron ascendiendo a cuatro patas porla quebradiza cara de la roca y lograronllegar a una cornisa pequeña. Desde allípartían unos escalones muy empinados yerosionados que llevaban a la estanciaen cuestión. Al llegar no vieron ningunabarandilla; el suelo terminaba sin más,con una caída en vertical por la pared depiedra.

Tess miró abajo e hizo una muecade disgusto.

—Ya veo por qué no está esto

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abarrotado de turistas.El turco se encogió de hombros.—Éste era el vestíbulo de la

iglesia —explicó—. Vengan, a la navese va por aquí.

Los condujo por una estrechaabertura y encendió su linterna.

La estancia en la que seencontraban los sorprendió por sutamaño: unos doce metros deprofundidad y otros seis de anchura. Aun lado y al otro había sendos pasillosseparados de la nave por columnaspuramente decorativas, ya que nosostenían nada, porque la iglesia enterahabía sido excavada en la roca viva. Lanave se elevaba hacia un techo conbóveda de cañón y terminaba en lo que

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parecía ser un ábside en forma deherradura.

—El mural está por aquí —dijoAbdülkerim, adentrándose en la iglesia—, y debajo de nosotros se encuentra lacámara mortuoria.

Tess fue detrás de él al tiempo querecorría con la mirada los frescosbizantinos que cubrían hasta el últimocentímetro de las paredes y el techo.Iluminadas por el haz de luz tenue eirregular de la linterna, distinguióescenas bíblicas que le resultaronfamiliares, como la Ascensión de Cristoy la Última Cena, y también imágenes dela iconografía religiosa local, como unmural de Constantino el Grande y sumadre, santa Elena, que sostenía en sus

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manos la «Verdadera Cruz», la cruz realen la que crucificaron a Jesucristo, queella estaba convencida de haberencontrado en una peregrinación aJerusalén en busca de reliquias en el año325.

En las paredes había también unainquietante imaginería. Un frescorepresentaba un monstruo de trescabezas y cuerpo de serpientedevorando a los condenados. En otro seveía a una mujer desnuda atacada porserpientes, y en otro un saltamontesgigante ahuyentado por dos cruces. Undetalle acentuaba la sensacióndesagradable: casi todas las figuras delos murales carecían de ojos, y enocasiones del rostro entero, pues se los

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habían borrado los invasoresmusulmanes, creyendo que de aquelmodo mataban al personaje representadoen la pintura. Sin embargo, los frescosde más arriba y los que decoraban labóveda del techo se encontrabanintactos, quizá porque costaba mástrabajo llegar hasta ellos. Mostrabansemblantes fríos e impactantes, de ojosalmendrados, cejas negras y muypobladas, y bocas finas de gesto adusto,teñidos de una pintura lisa que hacíapensar que la piel en sí misma habíasido adherida a la pared con pegamento.

Abdülkerim se detuvo al fondo dela nave, junto al ábside. Entonces Tesscayó en la cuenta de que a causa de laoscuridad no se habían percatado de que

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en realidad había tres ábsides rodeandola nave. Junto a uno de ellos había unapuerta, y al otro lado de la misma Tessdistinguió un pasadizo.

El bizantinista alumbró con lalinterna un mural pintado en la mediacúpula de uno de los ábsides. Era unaobra de dibujo muy intrincado, delicaday hecha con sumo cuidado, en la quedominaban los tonos claros de rojo ocrey verde. Un detalle crucial era quetambién se hallaba intacta. Mostraba unhombre, a pie, enzarzado en una luchacontra cuatro guerreros. No llevaba niyelmo ni cota de malla, y no teníacaballo. A su espalda había variosaldeanos escondidos en las grietas deuna pared de piedra.

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Los guerreros, dado que usabanturbante y empuñaban cimitarras, sinduda eran musulmanes. La figura queluchaba contra ellos blandía una espadade hoja ancha en la mano derecha;sostenía en alto el brazo izquierdo,desafiante.

Tess se acercó para ver mejor.Era evidente que a la figura le

faltaba la mano izquierda, pero noporque se hubiera desconchado lapintura, sino simplemente porque no lahabían dibujado. El antebrazo terminabaen un muñón redondeado.

Vio la inscripción que figuraba enel mural. Estaba escrita en griego y conletras unciales. Trató de traducirlarecurriendo a los escasos conocimientos

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que poseía, pero que hacía mucho nodesempolvaba. El bizantinista se acercóy la sacó del apuro.

—«La mano verdadera descarga sucólera sobre los invasores paganos» —leyó en voz alta.

Tess miró al iraní. Si éste sentíaalguna emoción, desde luego no se lenotaba. Se volvió hacia el mural. Habíaotra inscripción, en letras más pequeñas,encima y a la derecha de las figuras queluchaban.

—¿Qué dice esa frase de ahí? —preguntó.

—«En cuanto al dolor, igual queuna mano amputada en el combate,considera que el cuerpo es una túnicaque llevas puesta. Las acciones

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preocupadas y heroicas de un hombre yde una mujer son nobles para el pañero,donde los derviches disfrutan de la brisaliviana del espíritu.» Es de un poema.Un poema sufí, escrito nada menos quepor el propio Rumi.

Aquello dejó a Tess estupefacta.—¿Un poema sufí? ¿Aquí? ¿Y

escrito en griego?El historiador afirmó con la

cabeza.—Es poco habitual, pero no muy

sorprendente. Rumi vivió y murió enKonya, que sólo está unos trescientoskilómetro al oeste de aquí. Konya era elcentro del sufismo, y lo es aún en laactualidad, por lo menos en sentidoespiritual. Los sufíes y los cristiano de

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este valle eran más o menos aliados,forasteros, seguidores de una fealternativa que vivían en un mar demusulmanes suníes.

—Vamos a ver la tumba —interrumpió el iraní. Por una vez, su vozdenotaba cierta impaciencia.

Abdülkerim lo miró con calladaresignación y se encogió de hombros.

—Es por aquí —murmuró.Los tres avanzaron en fila india,

siguiendo el haz de luz de la linterna porel estrecho pasadizo que discurría juntoal ábside lateral. Ya apenas se filtrabaluz natural procedente del exterior, peroel resplandor de la linterna era lobastante intenso para alumbrar el techo,que cobraba vida un instante con un

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intrincado dibujo de cruces talladas enbajorrelieve dentro de una maraña delosanges y luego volvía a sumirse en laoscuridad.

El pasadizo llevaba a un empinadotramo de escaleras descendentes. Al piede la misma había un breve vestíbuloque daba a cinco estancias. Estabademasiado oscuro para ver lo que habíaen ellas. Abdülkerim dirigió el haz deluz hacia cada una de ellas paraorientarse y luego dijo:

—Es ésta.Los condujo al interior de la cripta.

Se trataba de un espacio alargado y detecho bajo. En el suelo, Tess advirtióque había dos hileras paralelas derectángulos de tierra apisonada, cada

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una a un lado de la estancia. Costabatrabajo distinguirlas, pero allí estaban,talladas en la misma toba en que sehabía excavado la iglesia entera. Cadarectángulo parecía ser lo bastante grandepara albergar un cuerpo humano, y lasparedes que tenían detrás lucíaninscripciones repartidas a espacios máso menos regulares. Observando más decerca, Tess vio que eran nombres.

—Son ancianos de la iglesia ydonantes —explicó Abdülkerim—.Costó mucho dinero excavar y decoraresta iglesia, solamente la pintura yacostaba una pequeña fortuna. Estaspersonas, al dar dinero a esta iglesia, secompraban un billete para el Cielo. Y unlugar de enterramiento aquí mismo.

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Tess examinó los nombres y sedetuvo en una de las tumbas. Fuereconociendo las letras griegas.

—Aquí es —dijo.Zahed y Abdülkerim fueron hasta

ella.—«La mano verdadera» —leyó.Se volvió hacia el iraní adivinando

lo que vendría a continuación. En efecto,Zahed ya estaba descargando el pico-pala para entregárselo.

—A trabajar.

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Esta tumba era más difícil deexcavar, pero por lo menos era una sola.

La estrechez de aquel espacioresultaba asfixiante, lo cual, sumado alresplandor cada vez más débil de lalinterna y al polvo que se levantaba,sirvió para que Tess trabajase con másahínco.

Lo único que deseaba era versefuera de allí lo más rápidamenteposible.

El cuerpo que encontraron estabaenvuelto en bandas de lino blanco desesenta centímetros de ancho, como unamomia, y cubierto de semillas que se

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habían petrificado hacía mucho tiempo.Tess y Abdülkerim se agacharon unpoco más y retiraron con sumo cuidadola rígida tela. Los huesos que habíadentro estaban sueltos y revueltos, peroenseguida estuvo claro una cosa: sólohabía huesos suficientes para una mano.

Y también había algo más.Una prótesis, una mano de cobre.

Estaba corroída y oxidada, y habíaadquirido una pátina de color marrónoscuro salpicada de manchasverdiazuladas. Para tener setecientosaños de antigüedad, presentaba unafactura sorprendente por lo detallada ypor la calidad de la ejecución.

Tess se la mostró al iraní.—Es Conrado —dijo, y lo miró

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como preguntando: «¿Y ahora qué?»Zahed reflexionó unos instantes y

respondió:—Si tenía el tesoro consigo, ha de

estar aquí, en alguna parte. Puede que loenterrasen con él. —Caviló un instantemás y agregó—: Sacadlo. Vamos a versi ahí abajo hay alguna otra cosa.

Tess y el bizantinista levantaron elcuerpo envuelto en lino y lo depositaronen el pasillo central. Acto seguido, Tessvolvió a bajar al foso, se puso derodillas y empezó a cavar. Tras dar unospocos golpes con el pico chocó con algoduro. Al momento la invadió un torrentede adrenalina. Con renovados bríos yempleando las manos, empezó adespejar la tierra que rodeaba el objeto.

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—Deme un poco más de luz —pidió a Abdülkerim.

El hombre le iluminó las manos conla linterna mientras ella removía latierra y extraía lo que parecía ser unobjeto oscuro y de forma redonda.Retiró un poco más de tierra, y entoncesse apreció que se trataba de un cuencode arcilla para cocinar, ancho y pocoprofundo, como de cuarenta centímetrosde diámetro y la mitad de alto. Se quedósin respiración. Estudió el cacharrodurante unos instantes, lo sacó con sumocuidado y lo depositó en la parte planade la tumba.

A continuación se puso aexaminarlo detenidamente. Era común ycorriente, carecía de decoración externa

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y tenía una especie de tapa honda quehabía sido sellada con betún.

Abdülkerim miró alternativamenteal cuenco, a Tess y al iraní.

—¿Qué cree usted que puede haberahí dentro?

—Sólo hay una forma deaveriguarlo —replicó Zahed.

Le quitó el pico a Tess, y antes deque ésta pudiera impedírselo, lo hundiócon fuerza en el cuenco. La tapa se hizoañicos. Seguidamente, retiró losfragmentos que aún habían quedado enel sitio, tomó la linterna del bizantinistay alumbró el interior del cuenco. Sevolvió hacia Tess invitándola con ungesto.

—Haz tú los honores —le dijo—.

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Después de lo mucho que has trabajado,te lo mereces.

Tess le dirigió una mirada desoslayo y se inclinó. Lo que vio leprovocó un vuelco en el corazón. Alargóla mano y extrajo el contenido delcuenco: dos códices, dos librospequeños y antiguos, encuadernados encuero, cada uno del tamaño de unanovela.

Maravillada, Tess los sostuvo condedos temblorosos, cuidadosamente,como si fueran de la más frágil de lasporcelanas. En ese instante de felicidad,los horrores que había vivido, aquelmonstruo iraní a escasos centímetros deella..., todo se desvaneció de repente.Apoyó uno de los libros en sus rodillas

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y examinó el otro.—¿Qué son? —inquirió

Abdülkerim en un susurro.Tess desenrolló con delicadeza la

correa de cuero que rodeaba el primerode los códices. La cubierta posteriorcontaba con una solapa triangular que sedoblaba sobre la cubierta anterior.Levantó dicha solapa y a continuación,muy despacio, abrió el libro.

Las hojas de papiro tenían un colormarrón dorado y estaban muyquebradizas, incluso se habíandesintegrado parcialmente por losbordes. No se atrevió a pasar una solapágina, no fuera a causar daño almanuscrito, pero el texto que aparecíaen la primera hoja le bastó para saber

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qué estaba viendo.—Es texto alejandrino —contestó

Tess—. Está escrito en griego.—¿Y qué dice? —quiso saber el

iraní.Tess lo leyó, luego levantó la vista

hacia Abdülkerim y se lo enseñó.Incluso a la tenue luz que iluminaba lacaverna se hizo evidente el asombro quereflejaba su rostro.

No había duda de que elbizantinista conocía la escritura griega,era su especialidad.

—El Evangelio de la Perfección.—Miró a Tess—. Es la primera noticiaque tengo.

—Igual que yo. Pero está en griego,en griego koiné —respondió Tess al

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bizantinista, recalcando la palabra.Cuando Abdülkerim comprendió a

qué se refería Tess, su semblante reflejóla misma sorpresa que ella... Detalle queno se le escapó al iraní.

—¿Y qué importancia tiene queesté escrito en griego? ¿Por qué es tansorprendente? —preguntó.

—Porque en la época romana elgriego koiné era la lingua franca, elidioma de trabajo, de Oriente Próximo.Es la lengua en la que se habría escritocualquier evangelio en la época deJesucristo. Pero no tenemos ningúnejemplar original de un evangelio dedicha época; las biblias más antiguasestán en griego, pero datan del siglo IVo V. Los textos más antiguos de que

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disponemos no proceden de la Biblia,son evangelios gnósticos, no canónicos,como el Evangelio de Tomás, que seencontró en Egipto en 1945, y ademásson traducciones al copto de textosanteriores escritos en griego. —Levantóen alto el códice—. Esto no es Mateo,Marcos, Lucas ni Juan, pero está escritoen griego koiné, lo cual significa que esoriginal, y no una traducción. Podría serel evangelio completo más antiguojamás descubierto.

El historiador tenía cara de noentender.

—¿Y por qué estaba aquí? ¿Cómose ha enterado usted de su existencia?

—¿Y el otro? —interrumpió eliraní sin hacer caso a Abdülkerim.

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Tess dejó el primer códice y tomóel segundo. También lo abrió con sumocuidado. Aunque ambos libros eransimilares por fuera, éste constaba dehojas de pergamino cosidas, no depapiro, lo cual indicaba queprobablemente era más reciente que elprimero. En cambio, el tipo de texto erael mismo y también estaba escrito engriego koiné.

—El Evangelio de los Hebreos —leyó. Era un título que sí le sonaba.Levantó la vista y dijo—: Éste es uno delos evangelios «perdidos». Variosfundadores de la Iglesia lo mencionan ensus escritos, pero nunca se haencontrado. —Pasó los dedos por lahoja abierta con profunda reverencia—.

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Hasta ahora.Con el corazón acelerado, estaba

pasando las primeras páginas muydespacio, observando la letra diminuta,intentando comprender lo que decía,cuando de repente vio algo más: un foliosuelto de pergamino, intercalado entrelas hojas del libro. Al sacarlo se diocuenta de que no era uno solo, sinocuatro, todos plegados unos sobre otros.Tenía que tratarse de algún documentooficial, puesto que estaba preservadocon un sello de cera de color marrónrojizo que había dejado una impresiónen las páginas del códice.

Tess acercó la linterna deAbdülkerim para ver mejor y doblóligeramente hacia atrás una esquina de la

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primera hoja, pero no alcanzó a ver grancosa aparte de unas cuantas letras,distintas de las de los códices.

—Me parece que es latín, pero nopuedo ver lo que hay dentro sin romperel sello —informó a Zahed.

—Pues rómpelo —repuso el iraní.Tess dio un suspiro de frustración.

No servía de nada discutir con aquelindividuo. De modo que maldijo parasus adentros e introdujo los dedos pordebajo del pliegue. Separó el sello delpergamino con toda la delicadezaposible, pero no pudo evitar que separtiera en dos. El sello había cumplidosu misión durante varios cientos deaños.

Tess abrió levemente las hojas

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para no romperlas. En efecto, el tipo deescritura era distinto. Las palabrasestaban escritas en caracteres cursivosliterarios romanos, es decir, en latín, noen griego.

—¿Qué es eso? —preguntóAbdülkerim.

—Parece una carta. —Tess laexaminó entornando los ojos—. No seme da muy bien el latín. —Se la pasó albizantinista—. ¿Sabe leerla usted?

Éste negó con la cabeza.—Con el griego no tengo ningún

problema, pero el latín no es miespecialidad.

Tess estudió el texto con atención ysu mirada se posó rápidamente en elfinal de la última hoja:

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—Osius ex Hispanis, EgatusImperatoris et Confessarius BeatoConstantino Augusto Caesari —leyó envoz alta. Calló unos instantes, con lasneuronas incendiadas al comprender laimportancia que podía tener lo quesostenía en sus manos, que temblabancomo una hoja. Perdida por un instanteen su propio mundo, articuló con un hilode voz—: Osio de Hispania, legadoimperial y confesor del emperadorConstantino.

Zahed enarcó las cejas en uninsólito despliegue de curiosidad.

—Osio —observó Abdülkerim—.El obispo de Córdoba. Uno de lospadres fundadores de la Iglesia.

—El que presidió el Concilio de

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Nicea —añadió Tess. De pronto se leocurrió una cosa, y la expresó en vozalta—: Nicea está cerca de aquí, ¿no?

El historiador asintió con el ceñofruncido.

—Está cerca de Estambul, pero sí,supongo que no queda muy lejos de aquí.En la actualidad se llama Iznik.

Tess se percató de que el hombreestaba deseoso de formularle uncentenar de preguntas y le costabamucho contenerse. Nicea era un nombreemblemático relacionado con losprimeros tiempos del cristianismo.Había aún muchos interrogantesrespecto de lo que había sucedidorealmente en aquel encuentro históricoque tuvo lugar en Nicea en el año 325,

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cuando Constantino el Grande convocó alos principales obispos de la cristiandady los obligó a que resolvieran susdisputas y llegaran a un acuerdo sobrelas creencias que debían sostener loscristianos.

Tess se volvió hacia Zahed.—Necesitamos que nos traduzcan

esto —le dijo.El iraní también estaba sumido en

sus pensamientos.—Más adelante —repuso—.

Pásame los libros.Tess echó una última ojeada al

documento, vaciló, y a continuación lodobló y volvió a introducirlo dentro delcódice, tal como lo había encontrado. Leentregó los dos libros al iraní, y éste se

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los guardó en su mochila.—A ver si hay alguna cosa más

enterrada ahí dentro —dijo al tiempoque volvía a darle el pico a Tess.

Tess estaba desconcertada. Al iraníno se le veía ni mínimamenteemocionado por lo que acababan dedescubrir. Pensó en planteárselo, perodecidió que mejor no. En lugar de eso,volvió a arrodillarse y reanudó la tareade cavar y buscar alrededor de la tumba.

Pero allí no había nada másenterrado.

Se volvió hacia el iraní.Éste no parecía satisfecho.—Hay algo que se nos escapa.Tess no pudo aguantarse más, y por

fin dio rienda suelta a su exasperación.

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—¿Qué es lo que se nos escapa? —explotó furiosa—. Esto es lo que hay,hemos hecho todo lo que hemos podido.Por Dios, hemos encontrado la tumba deConrado, hemos encontrado esos textos,y lo que quiera que contengan constituyeun hallazgo importantísimo. Esosevangelios... Son únicos. Y ese otro, eltal Osio, era el sacerdote principal deConstantino. Estuvo presente cuandoConstantino decidió hacerse cristiano.Estuvo en Nicea, por Dios, estuvopresente cuando se discutió lo que hizoJesús y quién era en realidad, y tambiéncuando el cristianismo se convirtió en loque conocemos hoy en día. Allí fuedonde formularon el Credo Niceno quetodavía se recita en la misa los

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domingos. Su carta puedeproporcionarnos mucha informaciónacerca de lo que sucedió en realidad.¿Qué más quiere? Y ya de paso, ¿quédiablos estamos haciendo aquí? ¿Quémás cree que va a encontrar?

El iraní sonrió.—La obra del diablo, por supuesto.

Toda ella.—No existe ninguna obra del

diablo. Son evangelios antiguos. —En elmismo momento en que pronunció estaspalabras, hizo una mueca de disgusto. Enmedio del polvo y de la oscuridad, derepente había tenido una revelación.

—No lo entiendes, ¿verdad? —dijoel iraní burlándose de ella—. Estosescritos y las demás cosas que

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transportasen aquellos templariosaterrorizaron tanto a los monjes queéstos se dispusieron a asesinarlos contal de que no salieran a la luz. Yseguidamente, cuando perdieron elcontrol de aquel tesoro, se suicidaron.No son simples evangelios; para elloseran la obra del diablo. Algo capaz dedevastar su mundo, su mundo cristiano.—Hizo una pausa y luego agregó conénfasis—: El mundo vuestro.

—¿Y por eso quiere usted hacersecon ellos?

La sonrisa del iraní se iluminó.—Naturalmente. Tu mundo ya está

derrumbándose. Y calculo que estociertamente podría ayudarlo aprecipitarse en una espiral. ¿Después de

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todos esos escándalos de pedofilia queel Vaticano se ha apresurado a suprimir?El momento no podría ser más oportuno.

Tess sintió un desagradableescalofrío que le recorría la nuca, peroprocuró que no se le notase.

—¿Cree que le va a resultar tanfácil socavar la fe de la gente?

—Desde luego que sí —contestó eliraní, y se encogió de hombros—. Yocreo que tu gente es más religiosa de loque crees tú. Y eso la vuelve másvulnerable.

—Ya sé que hay muchas personasprofundamente religiosas. Simplemente,no creo que a nadie le interese la letrapequeña.

—Puede que a todos no, pero a

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muchos sí. Los suficientes para causarproblemas de verdad. Y eso me basta amí, porque de eso se trata. Eso es lo queno entendéis vosotros. Esta batalla, estaguerra, este «choque de civilizaciones»,como os gusta llamarlo, es una lucha alargo plazo. No se trata de ver quiéntiene el arma más poderosa, no se tratade ver quién asesta el golpe más fuerte.Es una guerra de desgaste. Consiste enmatar el cuerpo lentamente, con unmontón de puñaladas bien dadas.Consiste en ir despellejando el alma delenemigo a cada oportunidad que sepresenta. Y en este preciso momento, tupaís se encuentra en mala forma. Vuestraeconomía está enferma, y también elmedio ambiente. Nadie se fía de

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vuestros políticos ni de vuestrosbanqueros. Estáis perdiendo todas lasguerras en que os metéis. Estáis másdivididos que nunca, y en quiebra moral.Estáis de rodillas en todos los frentes. Ymerece la pena intentar asestar cadapuñalada, cada puñetazo que puedacontribuir a reduciros un poco más.Sobre todo en lo relativo a la religión,porque todos vosotros sois religiosos.Todos. No sólo los que van a la iglesia.Sois incluso más religiosos quenosotros.

—Eso lo dudo —se mofó Tess.—Por supuesto que sí. En más

sentidos de los que imaginas. —Reflexionó unos instantes y dijo—: Voya ponerte un ejemplo. ¿Te acuerdas del

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reciente terremoto de Haití, que mató adecenas de miles de personas? ¿Tefijaste en el modo en que reaccionaronlas autoridades?

Tess no veía la relación.—Enviaron dinero, soldados y...—Sí, claro que sí —la interrumpió

el iraní—, pero también el resto delmundo. No, me refiero a lo que sintieronen realidad. Uno de vuestrospredicadores más populares salió en latelevisión nacional, ¿te acuerdas? Dijoque el terremoto había tenido lugarporque los haitianos habían hecho unpacto con el demonio. Un pacto con eldemonio —lanzó una carcajada— paraque éste los ayudase a librarse de lostiranos franceses que llevaban tanto

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tiempo gobernándolos. Y lo másincreíble es que el público no se rio deél, ni mucho menos. Sigue siendo unapersona muy respetada en su país,aunque se sentó en un plató a decir lasmismas ridiculeces que llevan cientosde años diciendo los predicadores cadavez que tiene lugar un terremoto o algúnotro desastre natural. Pero, lo que mepareció más interesante, él no fue elúnico. Vuestro propio presidente, esepresidente tan liberal, intelectual ymoderno que tenéis, pronunció undiscurso y dijo que «de no haber sidopor la gracia de Dios» Estados Unidospodría haberse visto azotado por unterremoto similar. Piénsalo. ¿Qué quieredecir eso de «de no haber sido por la

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gracia de Dios»? ¿Que losnorteamericanos están protegidos por lagracia de Dios y que dicha gracia divinadecidió arrasar a los habitantes deHaití? ¿Qué diferencia hay con lo quedijo aquel predicador? ¿De verdadcrees que tu presidente es menosreligioso, menos supersticioso, queaquel loco?

—No es más que una expresión —contraatacó Tess—. Cuando la gentesobrevive a algo terrible, piensa queDios la ha protegido. No lo dice ensentido literal.

—Por supuesto que sí. En el fondo,sí. La gente lo cree de verdad, y vuestropresidente también. Estáis convencidosde que vuestro Dios es el verdadero y

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que por ser el pueblo elegido de Cristoéste os protegerá. Sois tan retrógradoscomo nosotros. —Rio—. Y por eso todoesto es tan importante para mí. Y poreso no pienso rendirme hasta quehayamos terminado lo que empezamos.

Tess sintió que le palpitaban lassienes. El iraní no iba a rendirse jamás.Y si llegaba a rendirse, no iba a dejarlaa ella marcharse por las buenas.

El iraní la miró sin decir nada, conlos ojos convertidos en dos ranurasfelinas.

—Esto es un buen comienzo, lo hashecho muy bien. Pero aquí no acaba lahistoria. Ahora ya sabemos que Conradovino hasta aquí. Por lo que parece, luchócontra guerreros musulmanes. Puede que

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también muriera en este lugar. Esposible. Lo que sabemos con seguridades que cuando salió con sus hombres delmonasterio del monte Argeo llevabaconsigo tres arcones grandes. Tresarcones que debían de contener algo másque dos simples libros. —Abrió lasmanos en ademán interrogante—. ¿Asíque, dónde está lo que falta?

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CapadociaMayo de 1310

Los alcanzaron al final del segundo

día.Maysun conocía bien el terreno; se

había criado en aquella región. Pero seenfrentaban a seis hombres, cinco deellos muy preparados y capaces, queescoltaban algo que Conrado estabaempeñado en recuperar sin correr elriesgo de causarle daño.

Dado que se encontraban endesventaja, sólo les quedaba unaopción: una emboscada. A los turcos les

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había funcionado, de modo que tambiéntendría que funcionarles a ellos, siescogían bien el lugar.

Tenían que escogerlo sumamentebien.

Siguieron a Qassem y su séquitodurante varias horas, y poco antes deque se pusiera el sol, se desviaron y seadelantaron para medir el terreno queiban a recorrer los turcos en la jornadasiguiente. Maysun le dijo a Conrado queiban a tener que hacerlo aquella mañana;si esperaban más, el convoy llegaría alas anchas praderas que llevaban hastaKonya, y allí sería prácticamenteimposible tomarlo por sorpresa, pues elpaisaje era demasiado llano y abierto.Tenían que atacarlo mientras aún

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estuviera saliendo de las arboledas, deaquellos cerros suaves y tostados por elsol y de las vaguadas.

El problema era que, incluso allí,no había sitios apropiados entre los queelegir. Ninguno en absoluto. El paisajeseguía siendo demasiado abierto parauna emboscada. No había característicasnaturales que pudieran aprovechar.Además, como aquella zona carecía desenderos angostos, puentes o pasos quelos enemigos no tuvieran más remedioque cruzar, Maysun ni siquiera sabía concerteza qué ruta iban a tomar. Incluso laemboscada tendida con más habilidadpodía terminar en agua de borrajas, yaque las víctimas podrían no presentarse.

Les quedaba una sola alternativa:

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atacar durante la noche, en el lugar enque estuvieran acampados. Lo cual noera una alternativa tan mala,necesariamente. Lo único que tenían quehacer era planificarlo bien.

Sumamente bien.Uno y medio contra seis.Tardaron un rato en dar con ellos.

Habían acampado en una ladera cubiertade árboles, al pie de una vaguadasinuosa. Conrado y Maysun dejaron loscaballos y se acercaron gateando hastauna distancia de veinte metros, guiadospor el parpadeo de una fogata quehabían encendido y el brillo de una lunacasi llena. Recorrieron el perímetro ytomaron nota de las posiciones relativasde lo que vieron: los caballos, ocho en

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total, atados a unos árboles que habíajunto al extremo más bajo de la ladera;un hombre, sentado con las piernascruzadas y la espalda apoyada contra eltronco de un árbol, vigilando a losanimales; la carreta, con sus doscaballos todavía enganchados y lassiluetas de los arcones visibles bajo unalona; los hombres, dormidos alrededordel fuego; otro montando guardia al otrolado del campamento, al que habríanpasado por alto de no ser porquecasualmente cambió de postura yprovocó un leve murmullo.

Conrado hizo una seña con lacabeza a Maysun. Ya había visto lo quenecesitaba.

Regresaron a una posición segura y

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Conrado le explicó el plan. Teníanmuchas cosas que preparar y no habíademasiado tiempo. Se proponía atacarantes de las primeras luces, cuandoestuvieran más dormidos.

Al rayar el alba ya lo tenían tododispuesto.

Después de esconder los caballosfuera de la vista del campamento,Conrado y Maysun volvieron ainternarse entre los árboles y losarbustos, llevando consigo los haces deramas secas y de cuerda que habíanconfeccionado, y se apostaron en ellugar elegido, desde el que veían lasmonturas de los turcos. Allí seagacharon y se pusieron a esperar. Elque vigilaba los caballos seguía estando

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donde lo habían dejado, y tambiénseguía despierto. No era lo ideal perotampoco un desastre. De todas formas,Conrado tenía planes para él, planes queconsistían en acercarse sigilosamentepor detrás y taparle la boca con elantebrazo al tiempo que le cortaba lagarganta con la daga de Maysun.

Planes que llevó a cabo sin el másmínimo tropiezo.

Lanzó un leve silbido a Maysunpara comunicarle que estaba despejado,y ella acudió a su lado, junto a loscaballos.

Ambos trabajaron deprisa y ensilencio. Amarraron un bulto a cadaanimal.

Conrado lanzó una ojeada en

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dirección a la carreta. Estaba a unoscuarenta metros de distancia, aunquepara llegar hasta ella sin acercarse a supadre y a los demás Maysun iba a tenerque tomar una trayectoria más larga, enforma de arco.

Conrado le hizo una señal con lacabeza. Maysun buscó en una bolsa decuero que llevaba atada al hombro yextrajo las herramientas que iba anecesitar: un eslabón, un trozo de aceroen forma de C, recto y afilado en laparte media; una piedra estrecha yalargada para golpear, provista de unaranura en el centro; una bola pequeña,del tamaño de un huevo, de hierba seca;y un pedazo de yesca elaborada conmadera y hongos, empapada y cocida en

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orina.Se agachó de espaldas al grupo de

hombres reunidos en el centro delcampamento y extendió bien su túnicapara protegerse las manos de cualquierposible golpe de viento. A continuaciónempezó a percutir el eslabón contra elpedernal dando golpecitos cortos ysecos, al tiempo que sostenía la yesca allado mismo del eslabón. No tardó ensaltar una chispa que alcanzó la maderaseca y prendió un ascua de color rojo.Seguidamente, con mano experta,Maysun puso la yesca encima de la bolade hierba seca y empezó a soplar consuavidad. Al cabo de un momentosurgieron unas llamitas. EntoncesMaysun la introdujo debajo de unas

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ramas secas que, casi instantáneamente,se incendiaron.

La hierba seca y las ramascomenzaron a crepitar en medio de lanoche.

Ahora tenían que moverse deprisa.—Adelante —susurró Conrado—.

Yo te sigo.—Más te vale —replicó Maysun en

un susurro. Le plantó un beso rápido enlos labios y desapareció.

Conrado aguardó hasta que Maysunestuvo a mitad de camino de la carreta, yacto seguido fue hasta los caballos ycomenzó a desatarlos en silencio, de unoen uno, todos menos el que no habíancargado de forma especial. Esperó a versubir la silueta de Maysun al pescante

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de la carreta y después tomó unascuantas ramas de la hoguera yrápidamente fue incendiando los bultosque habían atado a las sillas de loscaballos. Uno tras otro fueron estallandoen llamaradas, con lo cual los animales,presas del pánico, comenzaron arelinchar como locos y a alzarse demanos, azuzados todavía más porConrado, que no dejaba de chillar y degolpearlos en la grupa.

La noche cobró vida de pronto.Los caballos huyeron despavoridos

entre los árboles, a todo galope,arrastrando consigo los bultos de ramasardiendo, con las llamas pegadas a lacola y a la grupa. También hubo otrosdos estallidos de actividad que llamaron

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la atención de Conrado: Por entre losárboles alcanzó a vislumbrar la carreta,que abandonaba el campamentotraqueteando y provocando un ruidoinfernal, con Maysun a las riendas yhaciendo restallar el látigo, mientras quejunto a la fogata del centro los turcos sehabían puesto en pie y corrían de unlado para otro, por lo visto sin saber quésucedía.

Mientras las bolas de fuego seperdían bosque adentro, Conrado oía asu alrededor gritos enloquecidos yrelinchos de pánico. Era el momento desalir de donde estaba. Regresó a lacarrera hacia el caballo que habíadejado atado al árbol, el que iba autilizar para huir de allí. Lo separaban

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tres metros del mismo cuando deimproviso apareció un hombre que lecerró el paso. Era uno de los ayudantescontratados por el mercader.Desenvainó una cimitarra enorme, peroConrado no se inmutó; sin aminorar lamarcha, fingió torcer a la izquierda y encambio se echó a la derecha, con lo cualesquivó el salvaje mandoble de suagresor y le hundió la daga de Maysunen mitad de las costillas. Tan sólo sedetuvo lo imprescindible para recuperarel puñal y hacerse con la cimitarra de suenemigo; después fue hasta el caballo, lomontó de un salto y huyó a toda prisatras la pista de Maysun y la carreta.

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Maysun salió disparada sin miraratrás. Lo único en que pensaba era enimprimir la máxima velocidad a los doscaballos que tiraban de ella y de lasobrecargada carreta.

Se le sacudían todos los huesos delcuerpo, le palpitaban las venas, en elintenso traqueteo del carro por aquellasenda tan accidentada. Necesitaba ponerla máxima distancia posible entre ella ylos hombres de su padre. Vendrían en supersecución, no le cabía ninguna duda,aun cuando no tenían motivos para saberquién era en realidad la persona queconducía la carreta. Les iba a costarmucho trabajo recuperar los caballos,pero terminarían recuperándolos. Lasbolas de fuego que llevaban atadas

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acabarían por consumirse y los caballosdejarían de correr. Incluso era probableque volvieran a buscar a sus amos.Necesitaba ganar toda la ventaja que lefuera posible, de modo que no dejó deazuzar a sus caballos. Sabía queConrado sería más rápido que ella yacabaría por darle alcance; cuandollegara ese momento, suponiendo que lolograra, ambos cambiarían el rumbo yenfilarían hacia el sur, hacia tierrascristianas, y se tomarían el tiemponecesario para cubrir sus huellas.

De momento, todo bien.Hasta que dos manos carnosas la

agarraron por detrás y la levantaron delasiento.

En la penumbra que precedía al

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amanecer y con el frenético traqueteo dela carreta, Maysun tardó unos instantesen comprender quién era su agresor.Cuando se le retiró la melena de la cara,uno y otro se quedaron estupefactos alreconocerse.

Era su padre.Estaba durmiendo en la parte

posterior de la carreta, detrás de losarcones. Y en aquel preciso momento sele veía aún más perplejo que a ella.

—Serás ramera... —rugió altiempo que le apretaba el cuello confuerza y la empujaba contra los arcones—. Ramera y traidora. ¿Te atreves arobarle a tu propio padre?

En realidad no estaba dando a suhija muchas posibilidades de responder.

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Ésta apenas podía respirar. Intentólibrarse de los brazos que la atenazaban,pero su padre le apartó las manos y lepropinó una violenta bofetada, yseguidamente volvió a hundirle losdedos en la garganta y a asfixiarla otravez.

—¿Estás intentando robarle a tupropio padre? —le espetó de nuevo,enfurecido—. ¿A mí?

Maysun boqueaba intentandorespirar. Los caballos seguían corriendoa todo galope por los senderos naturalesde la vaguada y la vieja carretaavanzaba sin control, sufriendo fuertessacudidas y rebotando con sus delgadasruedas de madera por encima de lasirregularidades del terreno. Maysun

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sintió que se le cerraban los ojos, queperdía el conocimiento, que el mundo seencogía a su alrededor y que la engullíapoco a poco la oscuridad. En eso, unade las ruedas debió de chocar contra unapiedra de gran tamaño, porque el carroentero saltó violentamente y se tambaleóa izquierda y derecha sin ningún control,para a continuación enderezarse yreanudar su enloquecida carrera. Elbrinco hizo que el mercader cayerahacia un costado, con lo cual dejó deapretar la garganta de su hija y le liberólas vías respiratorias. Maysun aspirócon desesperación varias bocanadas deaire y se zafó de su padre, pero alinstante se volvió para encararse con él,de espaldas a los caballos.

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Mehmet se incorporó, aferrado conuna mano al respaldo del pescante paraconservar el equilibrio.

—No sé cómo has podido pensarque ibas a salirte con la tuya —ladró altiempo que introducía la otra mano pordebajo de la banda que le cubría lacintura y sacaba una daga de hoja curva.Amenazó con ella a Maysun,sosteniéndola en horizontal a la altura desus ojos—. Pero voy a encargarme deque no vuelvas a pensar tal cosa.

Acto seguido se abalanzó sobre suhija en un ataque salvaje, con el rostrocontorsionado en una mueca de furia.Maysun esquivó cada golpe de dagaechándose atrás, agachándose oinclinándose. A duras penas logró eludir

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la afilada hoja. Entonces su padre leasestó otra bofetada a traición, seguidade un puñetazo que le acertó en el oído yla lanzó de espaldas contra la lona.

El mercader se apresuró ainmovilizarla de nuevo y la aprisionócontra los arcones. Con una mano lecomprimía la garganta, ahogándola pocoa poco, y con la otra sostenía la dagapegada a su mejilla.

—Lástima. Una joven tan bonita —gruñó a la vez que le apretaba el cuellocon más fuerza... y justo en aquelmomento vio que los ojos de Maysunvolvían a la vida y se abrían conasombro al ver algo que había a su

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espalda. Estaba tan absorto que no sehabía percatado del estruendo de uncaballo que venía galopando a uncostado de la carreta. Se giró enredondo con curiosidad, y lo que viohizo que se le agarrotaran todos losmúsculos por efecto del pánico:Conrado, vivo e ileso, a caballo,mirándolo directamente. Traía lasriendas en la boca, apretadas entre losdientes, algo que sólo servía paraacentuar aún más el brillo demoníacoque reflejaban sus ojos. Mehmet desvióla mirada hacia la izquierda para ver aqué se debía el gesto de su hija, pero sucerebro ya había previsto lo que iba aencontrarse: una cimitarra que veníahacia él describiendo un amplio arco,

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una hoja de acero que se le clavó en lacarne bulbosa del cuello.

El rostro del mercader se retorcióen una mueca de sorpresa. Soltó la dagay se llevó la mano al cuello. Sangraba aborbotones, el corazón aún continuabalatiendo y le iba inundando las manos.Las puso en alto y las contempló conincredulidad durante unos instantes. Enaquel momento la carreta sufrió otrasacudida, seguramente a causa de unsocavón o algún otro obstáculo con quese toparon las ruedas a toda velocidad.

El carro brincó descontrolado y seescoró fuertemente hacia un lado. Elmercader, debilitado, perdió elequilibrio y cayó a tierra.

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Maysun lanzó un chillido cuando lacarreta se levantó del suelo y volvió acaer con un golpe seco. No alcanzó aver contra qué había chocado, pero fueralo que fuese debió de causar dañosgraves, porque la marcha habíacambiado de manera drástica. Algodebió de ocurrirle en los ejes o en lasruedas, porque ahora avanzababamboleándose de un lado para otro.

Conrado seguía avanzando a todogalope, sólo que se había apartadoligeramente para eludir la trayectoriaerrática de la carreta, y ahora, aunquecontinuaba al costado de la misma, seencontraba un poco más lejos. Maysunvio que observaba las ruedas y que

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después la miraba a ella.—¡Se ha salido el eje! —gritó

Conrado—. La rueda está partida y va asalirse de un momento a otro. ¿Llegas acoger las riendas? —Señalaba frenéticocon el antebrazo desnudo, indicando loscaballos—. Tienes que frenar a loscaballos.

Maysun afirmó con la cabeza yseguidamente pasó por encima de losarcones para sentarse de nuevo en elpescante. Buscó las riendas y las vioarrastrando por el suelo, debajo del tiro,entre los dos caballos. Se volvió haciaConrado y le hizo un gesto negativo.

—¡No puedo alcanzarlas! —chillóa su vez.

Antes de que pudiera decir nada

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más, la carreta se vino abajo cuando unade las ruedas, la delantera izquierda, sesalió de su sitio. Maysun se agarró contodas sus fuerzas mientras el carro dabaun bandazo y luego virabaviolentamente. Se partieron los ejes ysaltaron las abrazaderas. De pronto eldestartalado conjunto volcó de costado ylanzó a Maysun al suelo. Ella aguantóasida al pescante, pero salió volandopor los aires cuando la carreta seestrelló y recorrió unos metros por latierra hasta que por fin el tiro no soportómás el ímpetu de los caballos. Lacarreta terminó por detenerse mientraslos caballos se alejaban a todo galope,felices de verse libres de los arreos.

Maysun chocó contra el suelo y dio

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varias vueltas sobre sí misma antes dequedar inmóvil, tendida de espaldas.Con los ojos borrosos vio que Conradose apeaba del caballo y acudía asocorrerla.

—¡Maysun! —chilló al tiempo quese hincaba de rodillas a su lado—.¿Estás bien?

Ella no estaba segura. Permanecióunos momentos en el suelo, mareada,con la respiración jadeante y todo elcuerpo lleno de dolores y magulladuras,y después probó a sentarse, pero lamano le falló y volvió a caer hacia atrás.

—La muñeca —gimió—. Meparece que la tengo rota.

Conrado la ayudó a incorporarse yle sostuvo la mano con delicadeza. Al

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intentar movérsela le provocó un afiladodolor que le subió por el brazo. Estabagravemente torcida o fracturada, pero yafuera lo uno o lo otro no podía utilizarla.

Maysun la levantó en alto con unasonrisa agridulce y dijo:

—Ahora somos dos mitades.Conrado le tomó la mano, se la

besó con dulzura, y acto seguido seinclinó hacia ella y le dio un beso largoe intenso.

Luego la ayudó a ponerse de pie.En la vaguada reinaban la paz y elsilencio. No había brisa ni movimiento.El sol estaba empezando a asomar poruna ladera escarpada y desierta que sealzaba a la derecha. No tardaría enhacer mucho más calor.

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La carreta yacía a unos metros deallí, de costado, rota, acompañada deuna estela de escombros de madera quehabía ido dejando a su paso. Losarcones se habían caído y estabandesperdigados alrededor. Conrado yMaysun se acercaron para evaluar losdaños. Había dos arcones intactos, peroel tercero se había abierto con la caída ysu contenido se había esparcido por elsuelo.

De los caballos no había ni rastro.—Tenemos que recuperar los

caballos —dijo Maysun.—Hace mucho que han huido —

replicó Conrado con desaliento—, nohay motivo para que regresen.

Maysun estaba a punto de contestar,

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cuando de pronto descubrió algo detrásdel templario, a un centenar de metros.Un bulto con forma humana. Frunció elceño y se lo señaló a Conrado con ungesto de cabeza. Éste se volvió y lo viotambién.

Juntos se acercaron al caído. Setrataba del mercader, cuyo cadáver sehallaba contorsionado y cubierto depolvo. Maysun se quedó mirando ensilencio a su padre muerto. Pasadosunos instantes, exhaló un profundosuspiro y dijo:

—Ahora me toca a mí pedirte queme ayudes a enterrar a una persona.

Conrado la rodeó con el brazo.—Naturalmente.Se sirvió de la cimitarra para cavar

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en aquel suelo tan reseco. Maysun loayudó con la mano buena. Al principio,el templario no dijo nada; al parecer,Maysun necesitaba estar a solas con suspensamientos. Pero al cabo de un ratocomentó:

—El otro día, cuando te pregunté larazón por la que hacías esto, merespondiste que si te conociera mejor loentendería. ¿A qué te referías?

Maysun tardó unos momentos encontestar.

—Mi padre, mi hermano... Lascosas no han sido siempre así. Cuandoyo era pequeña, en Konya, éramosfelices. Mis padres eran buenos sufíes,sobre todo mi madre, que llenabanuestro hogar de amor y cariño. Y creo

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que también mi padre era diferente enaquella época. Todavía tengo recuerdosde cuando estaban juntos. Pero cuandoella cayó enferma y murió..., cambiótodo. Nos fuimos de Konya ycomenzamos a viajar de un lado paraotro. Mi padre fue volviéndose cada díamás resentido y desagradable. Mihermano cayó bajo el hechizo de losgazis. Llevaba un tiempo deseando seruno de ellos. Para él, la idea de difundirla fe empleando la fuerza de la espadatiene un gran atractivo. Y mi padre eraun hombre inteligente, sabía ver haciadónde soplaba el viento, sabía queterminarían conquistando todas estastierras y quería cerciorarse depertenecer al bando ganador.

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—¿Y tú no estabas de acuerdo conellos?

—Tú no conoces a Rumi. Tú nosabes lo que significa ser un sufí. Y queellos le dieran la espalda a algo tannoble, tan sublime... Yo no soportéquedarme sin hacer nada, contemplandocómo se convertían en monstruos.

Conrado hizo un gesto deasentimiento.

—Y ellos no se lo tomaron bien,¿verdad?

Maysun negó con la cabeza. Susemblante reflejaba una intensa tristeza.

—No. En absoluto.—¿Y por qué no te fuiste? ¿Por qué

no huiste, tal vez a Konya?—¿Crees que no lo intenté?

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Conrado se acordó de loshematomas y asintió. Luego acercó lamano y le hizo una leve caricia en lacara.

—Lamento mucho que las cosashayan desembocado en esto.

Maysun cerró los ojos y se inclinóhacia la mano de Conrado para disfrutarpor un instante de su calor. Luego labesó y la apartó con delicadeza.

—Vamos. Tenemos trabajo.No era una tumba muy honda, pero

iba a tener que servir tal cual. Y Maysunestaba en lo cierto: aún tenían muchotrabajo por delante.

Tenían que encargarse de losarcones y del contenido de los mismos.

No podían llevarlos consigo, pues

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lo único que tenían era un caballo, elque había utilizado Conrado. Y tampocopodían marcharse y dejarlos allí.Hicieran lo que hicieran, tenían quedarse prisa, porque llegaría un momentoen que el hermano de Maysun y sushombres recuperarían sus monturas yvendrían en su busca.

El tiempo se estaba agotando.En eso Conrado vio algo en la

empinada ladera que partía de lavaguada, más visible ahora que el solestaba más alto.

La superficie de la ladera estabasalpicada de agujeros negros.

Cuevas.A centenares.Iban a tener que conformarse con

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aquello.Les llevó horas, pero lo

consiguieron. Conrado cortó varioscuadrados de la lona protectora, comode un metro de lado cada uno, y losutilizó a modo de improvisadoenvoltorio para transportar el contenidode los arcones. Maysun lo ayudó adividir la carga en porcionesmanejables. Conrado escogió una de lascuevas más altas, una que era lo bastantegrande para entrar en ella concomodidad y que quedaba oculta a lavista, y a continuación se echó los bultosal hombro y fue izándolos de uno en uno.Necesitó al menos nueve viajes, pero alfinal consiguió depositar todo elcontenido de los arcones en el interior

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de la caverna, envuelto en una capa delona, oculto a la vista.

No se sentía cómodo dejandoabandonada la carreta. Cuando laencontraran el hermano de Maysun y sushombres, tal vez sospechasen que lacarga seguía estando por losalrededores. Por otra parte, los turcosno tenían modo de saber quién los habíaatacado ni cuántos eran ellos. Era denoche, y nadie los había visto a él ni aMaysun lo bastante de cerca para poderidentificarlos. Si los arconesdesaparecían, los turcos con todaprobabilidad creerían que quienes loshabían atacado habían traído caballossuficientes para transportarlos.

Siempre y cuando él lograra

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librarse de los arcones.Y así lo hizo, ayudándose de la

cimitarra para abrir las tapas de los dosque no se habían roto y a continuaciónllevando los tres, por partes, hasta unacueva distinta. Una vez que hubo hechoesto, borró las huellas en ambascavernas empleando unas cuantas ramassecas.

Por fin podían seguir adelante.—¿Te acordarás de cómo llegar

hasta aquí? —le preguntó a Maysun.Maysun estudió con atención la

vaguada con el fin de tomar nota decualquier detalle que pudiera ayudarla aidentificar de nuevo aquel lugar. Sumirada se detuvo en el montículoalejado que formaba la tumba de su

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padre.—No te preocupes —contestó—,

no se me va a olvidar este sitio enmucho tiempo.

Conrado la ayudó a subir al caballoy después montó detrás de ella.

—¿Qué camino tomamos? —inquirió.

Necesitaban encontrar alimento,refugio y caballos, camellos o mulas,cualquier clase de transporte que lespermitiera recuperar el tesoro ycompletar el viaje inicial. Un viaje que,dado que Héctor y Miguel habíanmuerto, ahora resultaba cuestionable.

Maysun afirmó y dijo:—Hacia el norte. Allí hay

comunidades cristianas, aldeas y

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monasterios construidos en la roca. Nosproporcionarán cobijo.

Conrado la miró con expresióndubitativa.

—No tienen por qué saber lo queacabas de esconder en esas cuevas —ledijo ella.

Conrado se encogió de hombros.Maysun tenía razón.

Ambos se alejaron al trote ydejaron atrás la tumba del padre deMaysun y el tesoro por el que habíanmuerto tantas personas, sin saber concerteza qué iban a hacer en adelante.

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Reilly avanzaba con cautela por elcañón, arrimado a las sombras.

Había descubierto el polvorientoCherokee aparcado en un pequeño claro,junto a la carretera, ligeramenteapartado de otros coches que había en elmismo sitio. Un letrero oxidado escritoen tres idiomas le había indicado queaquel lugar era una escala obligada paralos senderistas que pretendían explorarlos cañones de Zelve, y rápidamentehabía presentido el peligro.

Forzó la vista para escrutar elpaisaje surrealista que lo rodeaba.Había mucho que examinar: formas

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raras que proyectaban insólitas sombras,figuras a las que sus ojos no estabanacostumbrados. Aquella zona en sutotalidad estaba repleta de oquedadesoscuras y amenazantes que daban lasensación de ser un millar de ojos quesiguieran cada uno de sus movimientos.Se sentía como si se hubiera sumergidoen un cuadro de Dalí o hubiera sidoteletransportado a un episodio de StarTrek y le resultara imposible vigilarlotodo. Aun así, se concentró en la imagende conjunto y se cercioró de que suvisión periférica permaneciera en estadode alerta por si captaba cualquierindicio de movimiento.

Atravesó un grupo de chimeneas yllegó a una extensión de impresionantes

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rocas de forma cónica que se asentabanal pie de un escarpado acantilado.Todas tenían un sinfín de ventanucos,vestigios de una comunidaddesaparecida hacía tiempo que habíavivido en su interior. El acantiladotorcía a la derecha y se perdía de vistatras un bosquecillo de almendros. Entodo el valle reinaba ahora un silencioespectral que acentuaba la inquietud queinvadía a Reilly a cada paso por aquellaciudad fantasma.

Estaba a punto de dejar atrás laúltima de las formaciones cónicascuando captó un movimiento al otro ladode los árboles. Rápidamente se ocultóen la entrada de la casa que tenía máscerca. Asomó la cabeza con cuidado al

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tiempo que buscaba el arma que llevabaen la mochila... Y entonces aparecieron:el hombre desconocido, después Tess, ypor último su presa.

Venían hacia él.Sin percatarse de su presencia.Sin despegar los ojos de las figuras

que se aproximaban, Reilly apoyó lapistola entre el muslo y la pared de roca,introdujo un cartucho y apuntó. Siestaban regresando al Jeep, pasarían pordonde se encontraba él. Lo cual le daríauna oportunidad de acabar con aquello...De una vez por todas.

Los siguió con la vista mientrasrodeaban las rocas cónicas,desaparecían momentáneamente detrásde una de ellas y reaparecían en un

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hueco que había entre otras dos. Sedeslizó con cuidado de un cono a otrosin perderlos de vista, cada vez un pocomás cerca, con el arma preparada yfuertemente agarrada con las dos manos,hasta que estuvo a unos treinta metros ytuvo a tiro la espalda del iraní.

Pensó en apretar el gatillo allímismo. Treinta metros, sin obstáculosvisuales... No le costaría demasiadoderribar a aquel cabrón en un momento.Estiró los brazos y tomó punteríasiguiendo a su objetivo con la mira de lapistola automática. Sintió una opresiónen el pecho cuando cerró el dedoalrededor del gatillo. Tan sólonecesitaba hacer un disparo. Un disparo,y el muy hijo de puta dejaría de existir.

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Y todas las preguntas se quedaríansin respuesta. Quién era en realidad.Para quién trabajaba. Qué más habíahecho. Qué más tenía pensado hacer. Lasrespuestas morirían con él.

Reilly apretó los dientes confuerza. Deseaba apretar el gatillo. Lodeseaba vivamente. Pero fue incapaz decumplir ese deseo. Y en aquel momentode indecisión, en aquellos segundosfugaces, se esfumó la oportunidad. Elángulo de la trayectoria indicaba queahora el iraní quedaba entre Tess y él, ysi disparaba, corría el riesgo de que labala lo atravesara e hiriera a Tess.Tenía que buscar otra vez un tiro limpio,y pensó en disparar al iraní en el muslopara por lo menos dejarlo

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incapacitado...Pero decidió que lo quería vivo, y

salió de su escondite.—¡Tess, hazte a un lado! —

vociferó, con el corazón retumbandocontra las costillas. Estabadesplazándose en sentido lateral parabuscar un ángulo limpio en dirección aliraní e impedirle a éste recuperar elequilibrio, y al mismo tiempo indicaba aTess que se echase a un lado. Luegoseñaló al iraní con el dedo—: Usted,levante las manos donde yo puedaverlas. ¡Vamos!

Todos se giraron en redondo,sorprendidos. Reilly lanzó una miradafugaz a Tess y captó la expresión dealivio que reflejaba su rostro, pero no

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pudo permitirse nada más; de modo quevolvió a clavar la vista en su objetivo.

El iraní había abierto ligeramentelos brazos, sin levantarlos demasiado, ala altura de la cintura. Tenía la miradafija en Reilly y también estabadesplazándose lentamente hacia uncostado, señal de que estaba pensandolo mismo que él e intentaba mantener aTess en un lugar vulnerable por siestallaba un tiroteo.

Reilly lo detuvo con la palma de lamano.

—No pase de ahí, y levante lasmanos del todo. Vamos —rugió—. Tess,aléjate de él de una vez...

En aquel instante se torció todo.El iraní se echó encima de Tess,

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demasiado rápido para que Reilly searriesgase a disparar, la agarró y la pusodelante de él a modo de escudo.Mientras con la mano derecha lasujetaba por el cuello, sacó la izquierdapara que Reilly la viera con claridad.Tenía un teléfono.

—¡Lleva atada una bomba! —gritó.Acto seguido, con la mano derecha,abrió la camisa de Tess y dejó aldescubierto el cinturón de lona quellevaba ésta a la cintura—. Si no tira esapistola, pienso volarle las tripas yesparcirlas por todo este jodido cañón.

Reilly sintió que le palpitaba lasangre en las sienes.

—En ese caso, también moriráusted —le espetó, y en aquel momento

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comprendió que no tenía las de ganar.El iraní sonrió de oreja a oreja.—¿Y cree que para un buen

musulmán como yo iba a ser unproblema morir por su causa? —Luegose le endureció el semblante—. Baje esaputa pistola, o de lo contrario su amigamorirá.

Reilly sentía los pies pegados alsuelo y los músculos en tensión, alborde del desgarro. No tenía alternativa.Respiró hondo, lentamente, y acontinuación giró la pistola hacia unlado y hacia arriba, para que la viera eliraní, al tiempo que hacía con la otramano un gesto que pretendía calmarlo.

—Ponga el seguro y tírela al suelo—ordenó el iraní, indicando con la

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mano que debía arrojar el arma a suderecha—. Bien lejos.

Reilly, sin apartar los ojos delterrorista, puso el seguro. Después lanzóel arma hacia un lado y observó cómocaía a unos diez metros de él haciendoun ruido sordo al chocar contra el suelo.Se sentía destrozado al comprender quelo había echado todo a perder y queprobablemente no tardaría en estarmuerto.

El semblante del iraní se relajó, ytambién la mano con que aferraba aTess. Dio un paso atrás para apartarsede ella, y al mismo tiempo introdujo lamano sigilosamente en su mochila.

Dejó caer la mochila al suelo, a suspies, a la vez que volvía a sacar la

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mano, esta vez empuñando una pistola.—¡Salude a las vírgenes por mí! —

gritó mientras apretaba el gatillo.

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«Va a matar a Sean.»Tess fue presa de un aluvión de

sentimientos descontrolados al ver cómosalía volando la pistola y cómo seestrellaba contra el suelo. En primerlugar, Sean está vivo... Y no sólo vivo,sino aquí mismo, en pie delante de mí,ileso. Y no sólo eso, además me estárescatando, está apuntando con unapistola a este hijo de puta... ¿Y ahora vaa morir?

¿Por su culpa?¿Por culpa de su maldita llamada

telefónica?«Ni hablar.»

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No podía consentir tal cosa.«De ninguna forma.»Así que, profiriendo un alarido

feroz, primitivo, se abalanzó contra sucaptor con toda la furia de undepredador enjaulado. Sin pensar en lasconsecuencias. Sin pensar si ella mismaiba a explotar por los aires. Si searriesgaba a morir, si el iraní iba aapretar aquel botón, desde luego élmoriría con ella.

Lo tomó totalmente por sorpresa.Arremetió con violencia contra él, porel costado izquierdo; la embestida lehizo perder el equilibrio y agitar lamano con que empuñaba la pistola, en elpreciso momento en que apretaba elgatillo. Tess no vio hacia dónde fue la

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bala, no tuvo tiempo para ver si Reillycontinuaba en pie, pero su intuición ledijo que había llegado a tiempo y queReilly tenía que encontrarse bien. Loque sí vio fue la mano izquierda deliraní, la que sostenía el teléfono. Vioque la levantaba en un reflejo defensivoal ser embestido por ella, la alzaba paraprotegerse, abría los dedos, y el teléfonocaía al suelo... Y en aquel milisegundosintió que se le cortaba la respiración,que el mundo entero se quedabaparalizado, y esperó la explosión,esperó que se le desgarraban lasentrañas... Pero no sucedió nada. Noexplotó. Seguía estando entera, de unasola pieza, viva para sentir el tremendocodazo que le propinó el iraní en el

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mentón cuando ambos aterrizaron en elsuelo.

A Reilly casi se le paró el corazónal presenciar la jugada que hizo Tess.Fue el corazón el que tomó las riendas,bloqueó todo intento de pensar yespoleó a las piernas para que sedespegasen del suelo al instante.

Y eso fue lo que hicieron suspiernas. Primero, echaron a correr comosi pretendieran ganar la medalla de orode los cien metros lisos. O, en este caso,la de acero. El acero endurecido yatemperado de la pistola automática,situada diez metros a su derecha.

Había visto el teléfono salir

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volando de la mano del terrorista, ytambién había visto a Tess caer al suelocon él. No tenía tiempo para llegar hastaellos e intervenir, el iraní volvería aganar ventaja enseguida. Tenía querecuperar su pistola enseguida y esperarque su puntería fuera tan buena como elmejor día de prácticas de tiro. O más.Conseguiría hacer un disparo, si acaso.Tenía que servir.

Con las piernas a todo correr, lanzóuna mirada fugaz hacia un lado pero nopudo ver nada más que una maraña decuerpos, así que volvió a concentrarseen el suelo, en la pistola caída.

Cinco metros.Tres.Uno.

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Ya.

Tess sintió que el cerebro se lesacudía por dentro a causa del codazodel iraní, pero no se apartó de él, sinoque siguió sujetando la pistola con lasdos manos como si éstas fueran lasmandíbulas de un lobo rabioso.

Tenía que inmovilizar aquella armasólo uno o dos segundos más, pues sabíaque Reilly sin duda habría entrado enacción y esperaba que acudieseenseguida a ayudarla, pero sóloconsiguió sujetar la mano del iranícontra el suelo durante un momento antesde que éste se la quitara de encimaempujándola en la cara con la mano.

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Cayó de espaldas, pero no soltó supresa, ni siquiera cuando el iraní levantóla pistola y la encañonó.

En lugar de retroceder, sesorprendió a sí misma abalanzándosecontra la mano del iraní. Tiró de ellapara mordérsela con todas sus fuerzas.Oyó la maldición que lanzó el terroristaal sentir que se le clavaban los dientes ynotó cómo se rompían tendones ycartílagos por el mordisco. En el frenesídel momento, vio que él aflojaba losdedos de la pistola, y entonces mordiócon más ímpetu. El hombre aulló furiosoy retrocedió agitando el brazo en el afánde librarse de Tess, pero la arrastróconsigo. Ella se retorció sobre sí misma,el cuello se le salía del sitio, pero siguió

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sin soltar su presa, siguió mordiendo...Hasta que el iraní soltó el arma.

El hombre la golpeó de nuevo conla otra mano y, buscando los ojos, lehundió los dedos en la mejilla. El dolorfue demasiado intenso, y Tess tuvo queabrir la mandíbula. Al verse libre, eliraní dio rienda suelta a su furia y laapartó con un fuerte empujón en elpecho. Tess se replegó para quedarfuera de su alcance y empezó a mirar aizquierda y derecha, buscando la pistola.

Y él también.Los dos la encontraron al mismo

tiempo; estaba detrás del iraní. Tess lomiró a los ojos durante un nanosegundocon una expresión furibunda queresultaba más aterradora que el arma en

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sí.Y entonces el iraní se lanzó a por

la pistola.

Reilly recogió la pistola del suelo,puso los brazos en posición y la aferrócon ambos puños, preparado paradisparar, evaluando la situaciónrápidamente.

Lo primero que registró fue queTess y el iraní se encontraban a cortadistancia de él y que ella estaba libre, locual era positivo. No tan positivo eraque el iraní tenía la pistola en la mano yle estaba apuntando a él.

Reilly disparó una vez y se arrojóal suelo, hacia su izquierda, para

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esquivar una ráfaga de balas quepasaron silbando tan cerca que las oyórasgar el aire a escasos centímetros desu cara. Rodó por tierra en dirección ala vivienda en forma de cono que teníamás próxima disparando cada vez quequedaba boca arriba, pero sabía que asíno iba a acertar, sobre todo teniendo encuenta que el iraní también estabapegado al suelo y representaba unobjetivo de pequeño tamaño. Pero teníaque mantenerlo ocupado el tiemposuficiente para que Tess pudiera huir.

Cosa que, según vio, ya estabahaciendo.

Tess sintió el tronar de las balas en

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los oídos y se quedó petrificada en elsitio... Pero al instante reaccionó y sepuso en movimiento.

Vio que Abdülkerim le hacía señasdesde una de aquellas viviendas cónicasy echó a correr hacia él, pero tropezócon algo: la mochila del iraní. Sindetenerse, la agarró por el asa y corrió areunirse con el historiador. Éste estabatemblando de pánico:

—El teléfono, ¿es que sirve paraaccionar la...? —Ni siquiera se atrevía anombrar el artefacto.

—Sí —contestó Tess al tiempo quese encogía con cada disparo querebotaba por la vaguada.

—¿Dónde está?—No lo sé —respondió Tess,

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todavía jadeando—. Se le cayó al suelo.—Venga conmigo —le dijo el turco

—, sígame.Y echó a andar a través del

intrincado laberinto de formacionescónicas.

—¿Adónde vamos? —quiso saberTess.

—Aquí dentro —respondió elbizantinista al tiempo que se detenía antela puerta de una vivienda, igual quetodas las demás. Indicando el interior, ledijo—: Debajo de esta aldea hay unaciudad subterránea. Lleva años cerradaal público a causa de losdesprendimientos de rocas, pero todavíase puede acceder. Tiene que bajarenseguida, ahí dentro estará sana y

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salva. Lo más probable es que no hayacobertura para el móvil.

Tess asintió. El hombre tenía razón.—Está bien, pero usted se viene

conmigo, ¿no? También es más seguropara usted.

—No, yo... —Titubeó y miró aambos lados—. Yo voy a buscar ayuda.

—Hágame caso —insistió Tess,aferrándolo por los hombros—, aquídentro estará más seguro.

Él la miró, con la frente empapadade sudor, y negó con la cabeza.

—No puedo. Voy a buscar ayuda.Vamos, tiene que bajar ya mismo. Tenga—agregó, sacando la linterna de sumochila.

Tess la cogió, y en aquel momento

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el bizantinista, con el pánico reflejadoen los ojos, señaló a su espalda.

—¡Viene hacia aquí! —barbotó.Tess, asediada por una confusión

de impulsos contradictorios, se volvió yvio al iraní arremetiendo contra ellos.Vio que levantaba la pistola, oyó eldisparo y sintió que la sangre deAbdülkerim le salpicaba la cara.

Zahed sabía que tenía que largarsede allí.

Reilly continuaba rodando paraponerse a cubierto. Cuando llegara a unrefugio podría tener una línea de tiromás despejada. Zahed se dio cuenta deque estaba demasiado desprotegido, que

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tenía que huir mientras tuviera unaposibilidad.

Había vislumbrado a Tessescapando con su mochila, que conteníalos códices y los cartuchos de repuestopara la pistola. Había sacado el armacon la intención de liquidarla, pero elimplacable tiroteo de aquel malditoamericano lo había obligado a buscarrefugio y le había proporcionado a ellauna oportunidad de huir. Ahora él teníaque hacer lo mismo.

Sin incorporarse, oteó el terrenobuscando el teléfono, y enseguida loencontró: enfrente de las viviendascónicas donde necesitaba llegar paraocultarse, las mismas entre las que habíadesaparecido Tess. De modo que

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decidió arriesgarse.Fue hasta allí rodando, al tiempo

que disparaba un par de tiros. Llegó entres vueltas, cogió el teléfono y sepermitió hacer un par de inspiracionesprofundas para recuperar fuerzas antesde ponerse de pie. Acto seguido echó acorrer hacia la vivienda que tenía máscerca sin dejar de hacer fuego contraReilly, sabedor de que, ahora que ya notenía munición de repuesto, cada balacontaba mucho. Justo cuando logróponerse a cubierto, uno de los disparosdel americano incidió en la roca aescasos centímetros de su cabeza ylevantó una lluvia de fragmentos de tobaque se le incrustaron en el cuello, peropor lo demás resultó ileso.

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Huyó por entre las viviendas, alertaen todo momento, sin dejar de escrutarlas sombras cambiantes. Entonces losvio, dos casas más adelante, a Tess y alhistoriador junto a una de las entradas.Tenía que llegar hasta ellos; necesitabarecuperar los libros y la munición, yademás ella era la única ventaja quenecesitaba para lidiar con Reilly.

El bizantinista, en aquel momento,contaba menos.

En realidad era más bien una carga.Y por eso levantó el arma y

disparó.

Tess lanzó un chillido al verdesplomarse a Abdülkerim sangrando a

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borbotones por la boca, a consecuenciadel boquete abierto en su pecho.

Miró a su espalda. El iraní veníalanzado contra ella y ya se encontraba asólo un par de viviendas. Sintió que lainvadía un pánico paralizante. Si sedirigía hacia ella, quizás era porquehabía recuperado el teléfono. Con unasincronía que helaba la sangre, el iranílevantó la mano con el teléfono, paramostrarle que así era. Su gesto de furiatransmitía un mensaje inequívoco: «Nodes un solo paso más, por tu bien.»

De repente sintió que algo seencendía en su interior. Notó un torrentede cólera que apartó todos sus miedos, yel impulso de luchar se impuso al dehuir. Asió con las manos la mochila por

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ambos lados y se la colocó en la cintura,de tal forma que quedó pegada a labomba que llevaba. Advirtió unalevísima reacción en el iraní; no fue másque un ligero agrandamiento de los ojos,una presión en la mandíbula y una brevevacilación en el paso, pero resultóperceptible y bastó para inundarla desatisfacción.

Sin embargo, el terrorista siguióavanzando hacia ella.

Tenía que hacer algo.Lanzó una última mirada al

historiador caído en tierra. El borboteode sangre había cesado y los ojosestaban fijos y vidriosos. Aceptó que nopodía hacer nada por él y seguidamente,con la mochila apretada contra el

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cuerpo, huyó hacia el interior de lavivienda.

Sabía que tenía que adentrarse lomáximo posible, y deprisa. Aquel lugarera una cueva habitable. La escasa luzque se filtraba del exterior apenasalumbraba gran cosa. Al frente no seveía más que oscuridad. De modo queechó a correr hacia dentro.

Reilly se puso a cubierto detrás dela vivienda cónica y se arriesgó a lanzaruna mirada breve, justo a tiempo paraver al iraní corriendo con toda su alma.

Logró hacer un par de disparos,pero tuvo que volver a replegarse paraesquivar la andanada de fuego con que

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le contestó el otro. Maldijo para susadentros mientras aguantaba un par desegundos y luego se asomó otra vez,sabedor de que el iraní ya no estaría a lavista. Y no estaba.

«Mierda.»Se levantó de un brinco y fue en

pos de él, esperando contra todaprobabilidad que el muy cabrón nohubiera alcanzado todavía a Tess.

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Tess examinó a toda prisa elinterior de la caverna. Había sidoexcavada en aquella roca blanda y lasparedes estaban llenas de nichos, unospequeños, otros lo bastante grandes paradormir dentro de ellos. El suelo se veíalleno de escombros: una silla de ratánrota, un periódico turco amarillento,unas cuantas botellas de agua y variaslatas de refresco. Por la pinta, allí hacíaaños que no vivía nadie.

En un rincón unos escalonesascendían en espiral; se dirigió haciaellos con la esperanza de que tambiéndescendieran... Y de pronto sus pies

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tropezaron con una trampilla de madera.Se puso de rodillas y pasó la mano porencima para quitarle el polvo. Teníabisagras a un lado; en el otro había unacuerda vieja en forma de asa, incrustadaen la tierra.

Al abrir la trampilla de un tirón, selevantó una nube de polvo que se lemetió en la garganta y en los ojos. Tosióe iluminó el hueco con la linterna. Habíauna escalera empinadísima, tambiénexcavada en la toba, que se dirigía haciaabajo.

Un murmullo procedente de fuera,cada vez más audible, unas pisadas quese acercaban, la espoleó a moverse. Conla linterna sujeta firmemente en unamano, comenzó a bajar por la escalera.

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Zahed frenó en seco al llegar a lapuerta de la vivienda, junto al charco desangre del bizantinista. No había nadiealrededor, pero aun así no le gustó laidea de dejarlo allí tendido comoindicador de lo que había sucedido. Seguardó la pistola en el pantalón yarrastró a Abdülkerim al interior de lacasa, para que nadie que pasara por allílo viera.

Vio la trampilla abierta y laescalera de caracol del fondo. Sacó elarma y se asomó por la trampilla delsuelo. No captó ningún indicio demovimiento ni oyó ningún ruido.Reflexionó unos segundos, fue hasta la

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escalera y subió unos cuantos peldañospara escuchar con atención. No tuvonecesidad de subir más, pues ya veía lasbasuras que ensuciaban el rellano; eraevidente que nadie las había tocado. Suinstinto le dijo que Tess había huido porla trampilla. Así que regresó a todaprisa y se metió por el agujero del suelo.

Tess avanzaba jadeando por elangosto túnel.

Las pilas de la linterna deAbdülkerim estaban ya en las últimas,porque la luz que proyectaba se habíadebilitado. Sabía que no iba a durarlemucho más, de modo que la prendía demanera intermitente, para orientarse un

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poco antes de avanzar hacia el siguientepunto completamente a oscuras. Por lasparedes discurría un cableado eléctricoque unía una serie de apliques de luz.Hacía varios años que no llevabacorriente, pero de todos modos servíade guía, y Tess hizo todo lo posible porseguir con la mano aquel gruesoconducto de caucho negro que la ibainternando poco a poco en el laberintosubterráneo.

A aquellas alturas, llevando ya a laespalda una docena de cuevas ygalerías, tenía el sentido de laorientación completamente anulado. Notenía ni idea de dónde se encontraba.Tal vez aquella «ciudad subterránea» nofuese exactamente una ciudad, pero

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desde luego desconcertaba a cualquiera,porque constaba de una madeja alparecer interminable de estancias detodo tamaño y forma, unidas entre sí portúneles de techo muy bajo y escalerasestrechas. No había un solo ángulo rectoni un recodo brusco; los bordes estabanredondeados, las paredes y los techoseran curvos, y todo tenía el mismo coloradormecedor: un blanco sucio ypizarroso teñido con la pátina marróndel tiempo.

Y además todo era angosto.Angosto hasta resultar asfixiante. Inclusolas estancias algo más grandes que seutilizaban como espacios comunescausaban una sensación inquietante yclaustrofóbica. Lo peor eran los túneles

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y las escaleras. Eran poco más anchosque sus hombros, y para pasar se veíaobligada a agacharse. Los habíandiseñado así. Los invasores, si lograbanrebasar el puñado de mojonesestratégicamente colocados, que podíandesplazarse simplemente con unapiedrecilla para bloquear el acceso allaberinto subterráneo, a partir de allítendrían que desprenderse de susescudos y avanzar en fila india, con locual serían más fáciles de repeler. Dehecho, la colmena entera se habíadiseñado, de forma muy inteligente, amodo de refugio: contaba con grandesestancias para almacenar alimentos,forraje para los animales o vino, ytambién con pozos de agua y túneles de

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ventilación. Todo estaba planeado parala defensa, hasta los tubos de laschimeneas se bifurcaban en numerosassalidas más pequeñas antes de asomar ala superficie, con el fin de esparcir elhumo y dificultar la localización.

Conforme iba avanzando, Tess hizolo posible para no acordarse de que elcañón que había encima tenía un sueloinestable y había desprendimientos detierras. Procuró pensar que encontrarseen aquel lugar era un milagro:seguramente en aquel momento la bombaque llevaba a la cintura no representabauna amenaza. Así y todo, eso no bastabapara calmarla, porque los miedos deantes habían sido reemplazados por otromás aterrador: no sabía si iba a poder

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salir de aquel laberinto de piedra yvolver a la luz del día.

Después de bajar varias escalerasmás y de torcer a la derecha hacia unpasadizo especialmente estrecho, seencontró en una estancia más amplia yaireada, con tres toscas columnas. Seríaun establo, o tal vez una iglesia; laverdad era que poco importaba. Sedetuvo un momento para recuperar elresuello y pensar. Calculó que ahoraestaba en el nivel segundo o en eltercero, y comprendió que podía habermuchos más por debajo. No deseabaaventurarse demasiado, aquel sitio eraun laberinto y existía un riesgo auténticode que no lograra encontrar el camino devuelta. Pero tampoco podía volver a

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salir hasta que supiera que el iraní y suteléfono móvil habían dejado de ser unaamenaza.

—¡Tess!El grito del iraní la sacudió de pies

a cabeza, levantando un eco por aquellasoquedades.

—¡Sólo quiero los libros! —exclamó—. Entrégamelos y te dejaré enpaz.

Tess supo que se proponíaengatusarla, incitarla a que hiciera unmovimiento o un ruido, a que lecontestara, cualquier cosa que delatarasu posición. Aun así, se le notabapeligrosamente cerca, tanto que llegó aoírlo rozar la pared en dirección a ella.

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Zahed avanzaba paso a paso,siguiendo el cableado, atento al menorsigno de vida.

Imaginó que Tess también habríaseguido el trazado de los cables,aconsejada por su instinto desupervivencia. Sigue los cables haciaabajo, y después podrás seguirlos haciaarriba. Pero ella contaba con unaventaja: la linterna. Había vislumbradoun fugaz resplandor, un brevísimoencenderse y apagarse; fue suficientepara atraerlo igual que la luz de un faro.

Pensó en servirse del móvil parailuminar el camino, y probó. La pantallano proyectaba demasiada luz, yconstituía más un estorbo que una ayuda;

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no le servía para ver gran cosa yalertaría a Tess de su presencia.Decidió no usarlo. Además, asíahorraría batería, y necesitaba podercontactar con Steyl y con otrosayudantes cuando fuera necesario.

Percibió que salía de un pasilloangosto a un espacio más amplio, y sedetuvo a escuchar. No veía nada, peronotó que Tess estaba cerca. Contuvo larespiración y se quedó muy quieto,intentando ubicarla.

Al poco su rostro se distendió enuna sonrisa. Apretó la pistola con másfuerza y apuntó al frente. A continuacióndisparó.

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La detonación retumbó por toda la

caverna. La bala pasó silbando junto aTess y fue a incrustarse en la pared. Latomó totalmente por sorpresa y no pudoevitar lanzar un chillido... En aquelinstante oyó unas pisadas que seacercaban a toda velocidad.

Aferrando la mochila contra elcuerpo, se apartó de la pared y fue haciael centro de la estancia maldiciendo porhaberse delatado de aquel modo;intentaba recordar la distribución deaquella cámara para no chocar de frentecon alguna columna. Sintió que el iranívenía hacia ella y puso el cuerpo entensión previendo una embestida o, peoraún, otro disparo. A velocidad de

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vértigo pensó en un desenlace distinto, ycambió su trayectoria apretando el pasocon la esperanza de no equivocarse.

Alargó la mano hasta tocar una delas tres columnas cuadradas, y la rodeópara situarla entre ella y su perseguidor,que se acercaba rápidamente. Justo enaquel instante oyó el porrazo, un choquede piel y huesos estampándose contra lapiedra, seguido de un alarido de dolor.

«Te pillé, cabrón.»Había lanzado al terrorista en línea

recta contra una de las columnas, perono había tiempo para recrearse en lavictoria. Tenía que salir de allí. Así queretrocedió hacia una abertura que habíavisto en la pared de enfrente y extendiólos brazos para protegerse mientras

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buscaba el borde del muro. Encontró laesquina de la superficie de roca, avanzómás despacio y se introdujo por elpasadizo con sumo cuidado, sin dejar depasar la mano por la pared hasta dar denuevo con el conducto de cables. Estabaclaro que ya no tenía por qué usar más lalinterna. Dio unos pasos al frentetanteando con los pies el suelo que ibapisando, con cuidado de no caer enalguna trampa... y de pronto lo oyó otravez.

Un movimiento, esta vez másáspero, más intenso.

Más furioso.Que se le iba acercando.Sólo que esta vez venía

acompañado del rugido gutural y

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furibundo de una persona que se haquedado sin resuello.

Zahed rebotó en la columna depiedra y se desmoronó como unamuñeca de trapo. Chocó primero con elbrazo extendido, lo cual le dio unafracción de segundo para ladearse unpoco y evitar un encontronazo frontal.Así y todo, le dolió una barbaridad. Elpecho, el hombro, la cadera, la rodilla yla cara; todo se estrelló a plenaaceleración contra la roca maciza. Sintióun sabor metálico en la boca y se limpiócon el dorso de la mano. Era sangre.

Su cerebro evaluó rápidamente losdaños. No parecía haber nada roto, pero

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aquella fuerte contusión sin duda iba aralentizarlo y limitar su agilidad demovimientos durante un rato. Hizo casoomiso del dolor y se concentró en lapreocupación más inmediata: la pistola.Se le había caído.

Sin incorporarse, empezó aexplorar el suelo describiendo círculosa su alrededor. No tardó en encontrar elarma. Reprendiéndose por su error, sepuso en pie otra vez y realizó un barridocon los oídos buscando su objetivo.Escupió otro poco de sangre, llamó aTess profiriendo un aullido de rabia, yunos segundos después reanudó lapersecución.

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—¡Tess! ¡Dónde estás, hija deputa!

El alarido reverberó alrededor deTess y la impulsó hacia delante como elviento en las velas. Oyó al iraní penetraren el estrecho pasadizo en el precisomomento en que ella llegaba a la cámarasituada en el otro extremo.

Esta vez iba a ser más difícil. Nopodía utilizar la linterna, y tampoco loscables. No sabía cómo era aquellaestancia, si era muy grande, qué formatenía, qué obstáculos o trampaspresentaba. Allí dentro era tanvulnerable como el iraní. Peor aún, ellaera la presa. Debía explorar el terrenosin hacer ruido. Lo único que tenía quehacer el iraní era seguir el sonido, y en

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el silencio sepulcral de aquella ciudadsubterránea hasta el ruido más leve seamplificaba de maneradesproporcionada; era tan discreto comolos tambores de una banda municipal.

Se apartó de la pared y delcableado y buscó a tientas en laoscuridad, sin ver nada, con los brazosextendidos para defenderse como lasantenas de un insecto, palpando el aireatenta a cualquier obstáculo. Encontró lapared de enfrente, lo que le permitiócalcular que aquella estancia tendríaunos cinco metros de anchura. Pasó losdedos por aquella superficie lisa, arribay abajo, y de pronto dio con algodistinto: un nicho en la pared a bajaaltura, como de un metro y medio de

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ancho, que nacía casi del suelo y lellegaba hasta la cintura.

Sabía que allí abajo había cavernasde todas clases: bodegas, cocinas,almacenes, todos provistos de cavidadesde diverso tamaño, excavadas en lasparedes y los suelos. Antes de quepudiera pensar en cuál era la utilidad deésta, oyó acercarse al iraní y se quedópetrificada.

No se atrevía a continuaravanzando, teniendo al terrorista tancerca. No le quedaba mucho dondeelegir, de modo que se agachó, se metióen el nicho y se arrimó todo lo que pudoal fondo. Tenía una profundidad de sólomedio metro.

Y aguardó.

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Tras unos instantes, oyó que laspisadas suaves de su perseguidorcobraban intensidad. Acababa de entraren la estancia. Tess sintió el fuertehormigueo del pánico en el vientre y sepegó más a la pared.

Luego oyó que el iraní se acercabaa la pared contraria.

«Así vas muy bien. No te pares.»Se paró.Tess dejó de respirar.Pareció transcurrir una eternidad

sin que el iraní emitiera un solo ruido.Lo imaginó allí en medio, a escasosmetros de ella, escuchando con sumaatención, igual que una pantera en laoscuridad. Procuró encogerse lo máximoposible, el cuerpo rígido a causa de la

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tensión, los pulmones desesperados porrespirar con libertad, el cerebropreviendo otro sobresalto, un grito, undisparo, algo intencionado para hacerledar un brinco.

Y no tardó en llegar.—Sé que estás aquí, Tess. Te oigo

respirar.Sintió que el corazón se le contraía

y se le congelaba, e hizo acopio defuerzas para la siguiente maniobra deliraní sin dejar de repetirse que no podíapermitirse el lujo de reaccionar. Seconcentró intensamente en el sistemaauditivo y lo utilizó como si fuera unsonar.

Captó un levísimo roce de pies.Después otro.

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El iraní se movía.Despacio.En línea recta hacia ella.

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Tess sintió que toda la sangre lesubía a las sienes.

El iraní estaba a escasos metros yse acercaba cada vez más.

Se puso completamente rígida, contodos los músculos atornillados en susitio. Y ya podía olvidarse de mover unsolo dedo. Ni siquiera parpadeaba.Todo estaba canalizado hacia lamandíbula, fuertemente cerrada. Suponíaque el iraní intentaría aterrorizarla,sabía que algo iba a suceder, y no podíavolver a caer en la trampa.

Aguardó, y cada segundo se leantojó una hora. El iraní estaba cada vez

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más cerca, tanto que ya le oía respirar.Era una respiración amortiguada,controlada, del que sabe lo que hay quehacer. Debía de estar respirando por laboca, igual que ella. Así se hacía menosruido. Pero de todas formas lo oíarespirar. Era un sonido bloqueado,húmedo, gorgoteante. Un tanto trabajoso.Tal vez a resultas del encontronazo conla columna, se dijo. Pero aquello no lesirvió de mucho para aplacar el terror.

Ahora notaba físicamente supresencia. Sin saber cómo, aunque noestuvieran tocándose, sentía que lo teníadelante. Era como si efectivamentetuviera un sonar y lo hubiera detectado.Oyó el ruido que hicieron sus dedos alposarse en la pared por encima de la

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cavidad donde estaba acurrucada,percibió el ligerísimo roce de unas uñascontra aquella roca porosa. El iraníestaba justo enfrente de ella, palpando lapared, a escasos centímetros dedistancia, con la cintura más o menos ala altura de su cabeza.

El corazón le latía a todavelocidad, a punto de salirse del pecho.El retumbar en los oídos resultabaensordecedor, le parecía increíble queel iraní no lo oyera también. Sabía quesi él bajaba la mano, siquiera un poco,encontraría la cavidad y la encontraría aella.

Y no estaba dispuesta a permitirlo.No le quedaba otro remedio que

actuar primero.

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Saltó de su escondite y arremetiócontra él a la altura de los muslos contoda la energía que pudo. Asiendo conlas dos manos el extremo de la linterna,utilizó ésta a modo de ariete con laesperanza de causarle daño. Lo oyósoltar un fuerte gruñido acusando elporrazo, y pensó que debía de haberleacertado en el sitio justo. Ante aquellaembestida inesperada, el iraní perdió elequilibrio y se desplomó hacia atrás;Tess también cayó encima de él, peroconsiguió exponerse de pie. Aunque elterrorista intentó golpearla con losbrazos, ella contaba con la ventaja deestar encima y lo esquivó con facilidad.

Rápidamente se zafó y saliódisparada de la cueva antes de que el

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iraní se levantara del suelo. Tenía quemoverse lo más rápido posible, pero nopodía correr el riesgo de chocar conalgo, así que tuvo que emplear lalinterna de forma intermitente paraguiarse a través de aquel laberinto, sinperder de vista el cableado. Fuepasando de una cámara a otraagachándose para recorrer los túneles,con el corazón oprimido por el pánico.Estaba haciendo demasiado ruido parapoder oír a su perseguidor, pero le dabalo mismo; lo único que la preocupabaera poner la mayor distancia posibleentre ambos.

Estaba saliendo a la carrera de unpasadizo cuando de pronto sintió dosbrazos que la aferraban y tiraban de ella.

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Quiso soltar un chillido, pero una deaquellas manos le tapó la boca paraimpedírselo.

—Chist, calla —siseó una voz dehombre—. Soy yo.

El corazón le dio un vuelco.«Reilly.»

Reilly la atrajo hacia sí y la apartóde la abertura por la que acababa desalir. Sin quitarle la mano de la boca,orientó los oídos hacia el punto del quehabía venido. No oyó nada, pero sabíaque el iraní no iba a tardar en darlesalcance.

—¿Cómo me has encontrado? —susurró Tess.

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—Gracias a la pantalla de miBlackberry y a estos cables —contestóReilly—. Los he seguido y he visto elparpadeo de la luz. ¿Tienes una linterna?

—Sí —respondió Tess en voz baja—. Ese tipo me viene pisando lostalones, y está muy cabreado.

Reilly pensó a toda velocidad.—Bien, pues sigue andando. Yo

voy a quedarme aquí. No puede estarmuy lejos. Llévalo hasta el exterior ydeja que te siga. Cuando pase por aquí,yo me ocuparé de interceptarlo.

—¿Estás seguro de...—Vete ya, vamos —insistió Reilly,

empujándola.Tess se volvió un momento y le

buscó la cara con la mano. Le plantó un

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beso en los labios y echó a correr otravez.

Reilly se guardó la pistola en elcinto, a la espalda, y se pegó a la paredjunto a la abertura. Notó un sudor frío alo largo de la columna al entrar encontacto con la roca volcánica. Nomerecía la pena desperdiciar munición,y además prefería cazar vivo al iraní.Pensó que sería más ágil teniendo lasdos manos libres, así podría infligirlemás daño, lo cual, en aquel precisomomento, constituía una perspectiva delo más atrayente.

Vio el parpadeo de la linterna deTess, que se hacía cada vez más débil amedida que se perdía en las entrañas dellaberinto.

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Y entonces lo oyó.Haciendo movimientos frenéticos,

aproximándose.Reilly se puso en tensión.Las pisadas se hicieron más

audibles, la respiración más intensa. Seacercaba a toda marcha, como unalocomotora. Casi se olía la furia que loimpulsaba.

Reilly se puso rígido, esperando elenfrentamiento, con los puños cerrados.Cada sonido se convertía en unasensación visual y se proyectaba a laoscuridad impenetrable que lorodeaba... Cuando de pronto lo oyó salirdel pasadizo y se lanzó sobre él.

Se le echó encima con todo su pesoy lo aplastó contra la pared. Sabía que

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el iraní contaba con un arma, de maneraque sus manos fueron directamente haciadonde calculaba que debía tenerla.Enseguida dio con la muñeca derechadel terrorista, justo en el instante en queéste efectuaba un ruidoso disparo queiluminó la cueva con un destello blanco.Reilly continuó sujetando con una manola muñeca de su adversario, y se lagolpeó una y otra vez contra la pared, altiempo que con el otro puño le lanzabaun puñetazo tras otro a la cabeza. Acertóuna vez, dos, oyó cómo se rompía elcartílago y brotaba la sangre, y esperó asentir caer el arma al suelo, pero el iraníseguía aferrándola con tozudez. Reillyestaba por atizarle un tercer mamporrocuando de pronto recibió algo con lo

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que no había contado: un rodillazo enlos riñones, seguido rápidamente de ungancho directo a la barbilla. El primerimpacto lo dejó sin aire, y el segundo lezarandeó el cerebro y le hizo aflojar latenaza un instante... Instante que le bastóal iraní para librarse de él con un gritode rabia.

Y seguía teniendo el arma en lamano.

Reilly se tiró al suelo y rodó sobresí mismo en el momento justo en que lasbalas se incrustaban en el piso, a sualrededor. Sintiendo una lluvia defragmentos de toba que le acribillaban elcuerpo, sacó su pistola y disparó a suvez varios tiros, pero por lo visto todoserraron su objetivo. Con los oídos

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aturdidos por el tiroteo, le pareciócaptar que su adversario huía de aquellaestancia y lo persiguió con un par dedisparos más, pero no le llegó el sonidoinconfundible de una bala penetrando enla carne humana ni el consiguienteaullido de dolor.

Peor aún, ahora el iraní se dirigíarecto hacia Tess.

Reilly buscó el cableado de lapared y echó a andar frenético,siguiendo su trazado con una mano yaferrando la pistola con la otra, atentopara cerciorarse de que el iraní no sehubiera detenido y le tendiera unaemboscada.

Hizo un alto a la entrada de otrotúnel.

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—¡Si yo fuera tú, no saldría porahí! —le gritó a la oscuridad con laesperanza de ubicar al iraní y distraerlode su empeño de encontrar a Tess—.Este cañón ya debe de estar totalmenterodeado por la Yandarma, y no van adejarte salir vivo. —Aguardó unarespuesta y agregó—: Si quieres seguirvivo, lo mejor es que salgas conmigo.Las cosas que sabes pueden resultarnosmuy valiosas.

Nada.Recorrió el túnel, después otra

caverna, y llegó a la entrada de otropasadizo.

—¿Es que quieres morir,gilipollas? ¿Es eso?

Ninguna respuesta. Aquel iraní no

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era un peso ligero. Claro que Reilly yalo sabía de antes.

Continuó un poco más, recorrió unaescalera en curva y atravesó otraestancia, y estaba a punto de ascenderpor lo que parecía un túnel angostocuando de pronto oyó a Tess:

—Ven por aquí —le susurró Tess asu derecha al tiempo que extendía unamano para tirar de él.

—¿Ha seguido adelante? —preguntó Reilly.

—Sí —repuso ella—. Cuando tú leestabas hablando. Se detuvo paraescucharte, pero no me vio.

—¿Tienes idea de dónde puedeestar?

—No, pero hemos subido un poco.

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Yo diría que debemos de estar como aun par de niveles de la superficie.

—No merece la pena intentar atraera ese tipo aquí dentro, es demasiadopeligroso —advirtió Reilly—. Tenemosque salir.

—Antes tengo que librarme de estecinturón —dijo Tess—. Aquí dentro nohay cobertura, pero no puedo salir conél puesto.

Reilly sintió que se le endurecíanlas entrañas.

—¿De qué forma está sujeto?—Hay un candado en la parte de

atrás. —Tomó la mano de Reilly y laguio.

Reilly lo tocó, parecía fuerte ymacizo. Le dio un tirón para probar, más

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por frustración que con la esperanza deque cediera.

—¿Puedes darle la vuelta para queel candado quede a un lado del cuerpo?

—Sí, no está tan apretado. ¿Paraqué?

—Puedo intentar abrirlo de unbalazo, pero necesito luz.

Tess soltó un bufido.—¿Estás seguro?—Si te arrimas bien a la esquina de

la entrada, puedo dirigir el disparohacia el interior del túnel. Aunque labala rebote en el metal, no te alcanzará ati.

—¿Estás seguro? —repitió Tess,no muy convencida.

—Quiero librarte de esa bomba —

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insistió Reilly—. Fíate de mí. Pero voya necesitar que enciendas la linterna,sólo un segundo. Encender y apagar,nada más. ¿De acuerdo?

Rara vez, o ninguna, había vistoasustada a Tess. La verdad era quepensaba que no se asustaba nunca.

Pero ahora sí.La ayudó a colocarse junto al borde

de la entrada del túnel siguiente. Ellainclinó la cintura todo lo que pudo y sepuso los brazos a la espalda, fuera de lavista. Reilly sacó el candado hacia fuerapara que sobresaliera hacia el vacío deltúnel y apoyó la pistola en el mismoempujando un poco, a fin de apartarlomás del cuerpo de Tess.

—¿Lista? —preguntó.

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—¿Has hecho esto antes?—La verdad es que no.Tess se encogió de hombros.—No era eso lo que esperaba que

me dijeras.—A la de tres. Uno. Dos.A la de tres, Tess accionó la

linterna y Reilly apretó el gatillo. Elcandado explotó con un crujidoensordecedor y una lluvia de chispas...Y justo en aquel momento sonó a sualrededor una ráfaga de disparos que seincrustaron en la toba.

—¡Atrás! —rugió Reilly, y apartó aTess para protegerla de la andanada demetralla de roca que los envolvió.

Y entonces lo oyó: el chasquidoseco del carro de la pistola, quedándose

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fijo después de haber escupido la últimabala.

—¡Se ha quedado sin munición! —exclamó Reilly al tiempo que learrancaba a Tess el cinturón y loarrojaba a un rincón. Seguidamentecogió la linterna y echó a correr tras eliraní—. ¡Vamos!

Alumbró con el haz de luz y lodescubrió saliendo por el túnel yatravesando otra caverna. Se lanzó trasél, casi volando. Ahora que ibaestrechando el cerco a su presa, empezóa paladear el placer inminente de darlecaza.

Zahed corría por el interior de la

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colmena con los dientes apretados.Maldijo a la americana por haberlometido en aquel lugar, por haberlequitado la mochila, por haberle dejadosin munición.

Había llegado el momento decortar por lo sano y salir de allí de unavez, suponiendo que pudiera.Desconocía lo que podía aguardarle enla superficie. Sabía que Reilly se habíaechado un farol cuando dijo que la zonaestaba cubierta de gendarmes, pero noestaba seguro. Aunque el cañón noestuviera abarrotado de turistas, alguientenía que haber oído el tiroteo, y eraposible que hubiera llamado a lapolicía. Aquella zona no tardaría enconvertirse en territorio hostil y, dado el

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número limitado de entradas y salidasque había, no iba a resultar fácilescaparse.

Pero antes tenía que averiguarcómo.

Cruzó a la carrera una estancia degran tamaño, y se metió por un corredormuy ancho, seguido por el haz de luzintermitente. Le servía de ayuda porquerebotaba en las paredes, iluminaba lospasadizos y le proporcionaba un pocode claridad de vez en cuando, peromientras lo tuviera a la espalda se sentíaigual que un ciervo ante los faros de uncoche. Tenía que salir de su radio dealcance. Se movía frenético, tan rápidocomo le era posible, y no sabía adóndese dirigía. Claro que ya poco importaba;

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lo único que podía hacer era seguir elcableado de la pared con la esperanzade que lo condujera de nuevo hasta laentrada.

Oyó los pasos de Reilly no muyatrás. Tenía que librarse de él. Atisbóuna angosta escalera y comenzó asubirla a toda prisa, saltando losescalones de dos en dos. Llegó a unabifurcación; tomó el ramal de la derechay se metió por el pasadizo, ya sin tantasprisas, esperando confundir a superseguidor y ganar un poco de tiempo.Porque tenía que hacer algo.Ralentizarlo de alguna forma.

Y entonces lo vio.Estaba en la boca del túnel. Un

borde redondeado que sobresalía de

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aquel lado de la pared. Y lo había vistocuando entró.

Se trataba del mojón que servíapara bloquear la entrada. Una rocacircular, de una tonelada de peso y casimetro y medio de diámetro. Tenía porfinalidad impedir la entrada de losinvasores y podía volver a colocarse enel sitio rápidamente con sólo soltar unpar de cuñas de madera que lamantenían fija.

—No te muevas, gilipollas.Zahed se volvió.Allí estaba Reilly, en la otra boca

del túnel. Y lo apuntaba a él con lapistola y la linterna al mismo tiempo. Laluz le hizo entornar los ojos.

Vio a Tess detrás del agente. Le

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buscó el cinturón con la vista, pero no loencontró, y a juzgar por su expresióndesafiante dedujo que ya no lo llevabapuesto.

—Debería haberlo matado enRoma —le dijo Zahed a Reilly paraganar tiempo.

—Demasiado tarde, capullo. Tirala pistola.

La mirada de Zahed se desvió uninstante hacia la base de la roca de laentrada. Las cuñas de madera queempleaban los habitantes de antañohacía mucho que habían desaparecido, yen su lugar había una barra de hierrooxidado, una adquisición mucho másreciente, que sobresalía de la paredlateral y sujetaba la piedra en su sitio.

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Tenía pinta de ser un artilugio bastanteburdo instalado varias décadas atrás,antes de que aquellos cañones fueranevacuados. En esta época no eranmuchos los turistas que visitaban laCapadocia, de modo que la seguridad noconstituía un asunto de importanciaprimordial para los custodios deaquellas ciudades subterráneas.

Y menos mal.—No puedo salir de aquí con

usted, ya lo sabe —exclamó el iraní a suvez, sin dejar de lanzar miradas rápidasa la barra de hierro, examinando lasalternativas posibles, evaluando lasprobabilidades.

—Tú eliges, tío. O sales de aquíandando conmigo, o dentro de una bolsa

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negra con cremallera —contestó Reilly—. A mí me da lo mismo lo uno que lootro.

—Pensándolo bien, ¿sabe unacosa? —El iraní calló unos instantes yluego voceó—: Que le jodan.

Disfrutó brevemente deldesconcierto de Reilly, y se puso enacción. Se lanzó hacia su derecha paraprotegerse con el borde de la piedra ydio vuelta a la pistola para usarla comoun martillo.

Y empezó a aporrear la base de labarra de hierro.

El ángulo era perfecto.La barra se movió y aplastó la roca

blanda sobre la que se asentaba. Alporrazo siguiente se movió otro poco

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más.Tess chilló algo, y Reilly arremetió

contra el iraní disparando su arma.El tercer golpe consiguió aflojar la

barra... Justo en el momento en que untiro de Reilly le perforaba una mano.

El americano vio que el terroristase arrojaba hacia un lado y levantaba lapistola como si fuera un martillo. Noentendió qué era lo que se proponía,pero supo que no era nada bueno. Conaquella mole de roca que se interponía,no tenía una línea de tiro despejada; leveía únicamente la mano con queagarraba el arma sin balas.

—¡La piedra! —chilló Tess—. ¡Es

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para bloquear la entrada!Reilly se lanzó por el túnel como si

fuera una bala de cañón, disparandomientras corría. Oyó que Zahed estabaaporreando algo con la mano derecha,porque cada golpe que daba levantabaeco, y el corazón comenzó a latirle altriple de velocidad. Entonces vio brotarla sangre de la mano izquierda delterrorista y oyó el grito de dolor. Lefaltaban escasos metros para llegar hastaél cuando el enorme mojón saliórodando de la pared. El suelo se sacudiócuando chocó contra el otro lado deltúnel justo en el momento en que llegabaél, y acercó las manos instintivamentepara intentar detener la roca, pero tuvoque retroceder al comprender que era

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inútil.El túnel quedó bloqueado.

Bloqueado completamente, de maneradefinitiva.

Reilly intentó empujar hacia atrásel mojón de piedra, pero éste no semovió. Lo habían diseñado para que sedeslizara hasta aquella posición rodandoen pendiente, y pesaba demasiado paraque él pudiera colocarlo de nuevo en suposición inicial sin ayuda. Maldijo envoz alta y lo recorrió con los dedos, enun gesto de desesperación. Tenía unpequeño orificio en el centro, de unosocho centímetros de ancho. Se asomópor él y se le cayó el alma a los pies; alotro lado no se veía nada. Todo estabasumido en la oscuridad.

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Entonces oyó al iraní. Gimiendo,maldiciendo, acusando el violento dolorde la herida. Y le agradó oírlo; alparecer, sufría, y mucho.

Transcurridos varios segundos, seoyó la voz del herido al otro lado de laroca:

—¿Qué, está cómodo ahí, Reilly?Reilly acercó el cañón de la pistola

al orificio de la roca y respondió:—¿Qué tal la mano, cabrón?

Espero no haber estropeado demasiadotu vida amorosa.

Y a continuación introdujo el cañóndel arma en el orificio y disparó cuatrotiros. Éstos levantaron un fuerte eco porel interior de las galerías y finalmente seapagaron. De nuevo se oyó la voz del

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iraní:—Deje de malgastar balas y

empiece a buscar una manera de salir deaquí. —Hablaba en tono alto, pero no lobastante para enmascarar el dolor queobviamente sufría—. No va a resultarnada fácil, yo diría que es casiimposible. Pero inténtelo. Hágalo pormí. Consiga lo imposible. Y cuando loconsiga, sepa una cosa: que esto no seha acabado. De alguna manera, dondesea, daré con usted. Iré a buscarlo austed y a Tess... y entoncesterminaremos esto como Dios manda,¿conforme?

Reilly volvió a meter la pistola porel agujero y vació el cargador con rabia,chillando de frustración, con la

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esperanza de que una de las balas dieraen carne y hueso. Y cuando se extinguióel eco de las detonaciones, lo único quequedó fueron los murmullos furiosos ylos pasos del iraní que huía, unossonidos que fueron apagándose poco apoco hasta que no se oyó más que unsilencio sepulcral.

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—¿Y los topos? Aquí abajo no haytopos, ¿no?

—¿Topos?—Ya sabes —prosiguió Tess. Le

costaba trabajo estarse callada enaquella oscuridad tan opresiva—.Topos. O cualquier otra criaturadesagradable de dientes grandes y uñasen las patas. —Guardó silencio unosinstantes y añadió—: ¿Y murciélagos?¿Tú crees que habrá murciélagos aquídentro? No estamos tan lejos deTransilvania. A lo mejor hay vampirospor ahí. ¿Qué opinas?

—Tess, escúchame —dijo Reilly

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con calma—. Si pierdes la cabeza, voy atener que dispararte. ¿Te das cuenta?

Tess se echó a reír. Fue una risagrave, nacida más bien del miedo y delnerviosismo. La realidad de susituación, atrapados allí dentro, en unlaberinto subterráneo cerrado alpúblico, varios niveles por debajo de lasuperficie, estaba empezando a podermás que ella. Por lo general seenorgullecía de no ser una personatemerosa; había vivido unas cuantassituaciones difíciles y las habíasobrellevado bien y sin problemas.Normalmente entraba en acción laadrenalina y alimentaba su instinto desupervivencia.

Pero ahora era distinto. Esta

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situación parecía más bien un final lento,doloroso y frustrante. Como verseperdido en el espacio sin tener a manola liberación, sin disponer de oxígeno.Era suficiente para volver loco acualquiera.

Ya había perdido la cuenta deltiempo que llevaban allí abajo. Horas,desde luego. Pero no era capaz decalcular cuántas.

Habían probado a hacer rodar denuevo el mojón de piedra, pero eraimposible. Había sido diseñado paradevolverlo a su sitio desde el interior,pero carecían de las cuñas de maderanecesarias para hacer palanca. Despuésbuscaron alguna otra forma de salirsiguiendo el trazado de los cables

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eléctricos en todas direcciones.Utilizaron muy poco la linterna, peroésta terminó sin pilas. Luego recurrieronal débil resplandor que proyectaba lapantalla del Blackberry de Reilly, y éstatambién se quedó seca.

Tess sabía que aquellas ciudadessubterráneas eran enormes. El númerode personas que podían refugiarse en lasmás grandes variaba notablemente:desde unos pocos miles hasta nadamenos que veinte mil. Y eso era muchoespacio que abarcar. Muchos túneles. Ymuchos callejones sin salida.Comprendió que iban a tardardemasiado en llegar a alguna parte.

—¿Y si nos quedamos atrapadosaquí para siempre?

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Reilly la estrechó con fuerza.—Eso no va a ocurrir.—Ya, pero ¿y si ocurriera? —

insistió ella, estrujándose más contra él—. Lo digo en serio. ¿Qué puedepasarnos? ¿Nos moriremos de hambre?¿O nos moriremos antes de sed? ¿Nosvolveremos locos? Dímelo. Seguro quete prepararon para esto en tuentrenamiento.

—Lo cierto es que no —respondióReilly—. No es precisamente de lascosas que tienen previstas los de laoficina de Nueva York.

La oscuridad ya era absoluta, hastael punto de que resultaba cegadora. Nose percibía ni un atisbo de luz. Tess noveía nada de Reilly, ni siquiera un leve

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reflejo que le viniera de sus ojos. Sólole oía respirar, notaba cómo le subía yle bajaba el pecho y sentía cómo leapretaba la cintura. Sus recuerdosvagaron hasta un pasado no muydistante, a una ocasión en la que tambiénestaba acurrucada con él en laoscuridad, no muy lejos de donde seencontraban ahora.

—¿Te acuerdas de aquella primeranoche? —le preguntó—. En la tienda decampaña, antes de que llegáramos allago.

Percibió que su rostro se iluminabaen una sonrisa.

—Sí.—Fue maravilloso.—Bastante alucinante.

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—Más que alucinante. —Lorevivió mentalmente, y de prontoexperimentó una sensación reconfortanteque la llenó por dentro—. Siempre hequerido revivir aquel primer beso —confesó—. No se puede comparar connada, ¿a que no?

—Vamos a poner a prueba esateoría. —Reilly le tomó la cara entre lasmanos, la atrajo hacia sí y la besólargamente, con hambre ydesesperación, de una forma que decíamucho más que las palabras.

—Podría estar equivocada —dijoTess por fin, con expresión soñadora—.O puede que tenga algo este aire deTurquía. ¿Qué piensas tú?

—¿Este aire? ¿El de aquí dentro?

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A mí no es que me haga demasiadoefecto, pero bueno, no quiero seraguafiestas.

A Tess terminaron por invadirlaotros pensamientos más siniestros:

—No quiero morir aquí, Sean.—No vas a morir aquí —le dijo

Reilly—. Vamos a salir.—¿Lo prometes?—Sin ninguna duda.Tess sonrió... Y le vino todo a la

memoria. Lo que había pasado en losúltimos días, cómo habían llegado hastaaquel lugar. Una maraña depensamientos inconexos que entraban ysalían de su cerebro.

—Ese tipo —recordó—, elterrorista, me contó un par de cosas que

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me dijo que debería consultar. Que eranimportantes.

—¿Cuáles?—Me preguntó si me sonaba de

algo la Operación Ajax.En aquella oscuridad no veía la

expresión de Reilly, pero tampoco lehizo falta. La pausa y la respiración ledijeron lo que necesitaba saber. Reillysí sabía lo que era.

—¿Y la otra cosa? —inquirióReilly sin levantar el tono de voz.

—Dijo que yo tenía que averiguarlo que ocurrió en la mañana del 3 dejulio de 1988.

Reilly hizo otra pausa, y esta vezaspiró y espiró con fuerza.

—¿Qué? —preguntó Tess.

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Pasados unos momentos, Reillydijo:

—Yo diría que nuestro hombre nosestá diciendo que es iraní. Y que tieneproblemas graves para controlar larabia.

—Cuéntame algo que no sepa.Reilly dejó escapar una breve risa.—La Operación Ajax es el nombre

en clave de una vieja operación fallida.Una importante. La llevamos a cabo enIrán, en los años cincuenta.

Tess hizo una mueca.—Vaya.Reilly afirmó con la cabeza.—Sí, no fue nuestro mejor

momento.—¿Qué sucedió?

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—Allá por la Primera GuerraMundial, los británicos controlaban laproducción de petróleo de Irán —explicó Reilly—. Cuando eran unimperio. Y lo que hicieron fue arrasar elpaís. Ellos se llevaban todos losingresos del petróleo y a los iraníes lesdejaban las migajas. El pueblo de Irán,con toda la razón, se enfureció, pero algobierno británico le importó unamierda y se negó a renegociar lascondiciones. Esto duró treinta o cuarentaaños, hasta que los iraníes eligieroncomo primer ministro a un tal MohamedMosaddeg. Estamos hablando del primergobierno iraní elegidodemocráticamente. Mosaddeg salióelegido por abrumadora mayoría e

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inmediatamente inició el proceso derecuperar la producción de petróleo ynacionalizarla, pues por eso resultóelegido.

—Imagino que a los británicos lesencantó —apuntó Tess.

—Desde luego. Mosaddeg teníaque ser apartado del gobierno. ¿Yadivinas quién se ofreció para ayudar aderrocarlo?

Tess hizo una mueca.—¿La CIA?—Naturalmente. Se abalanzaron

sobre él y lo echaron del poder.Sobornaron y chantajearon a decenas depersonas que había dentro del gobierno,de la prensa, del ejército y del clero.Ensuciaron la reputación de Mosaddeg y

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de todo el que estaba cerca de él, yluego pagaron a grupos de matones paraque salieran a las calles exigiendo sudetención. El pobre hombre, que erafundamentalmente un patriotadesinteresado, pasó el resto de su vidaen la cárcel. Su ministro de AsuntosExteriores murió fusilado.

Tess exhaló un suspiro.—Y nosotros pusimos en su lugar

al Sah.—Así es. Un dictador títere, amigo

nuestro, con el que podíamos contarpara que nos vendiera petróleo barato ynos comprase armas en grandescantidades. Durante los veinticinco añossiguientes ese tipo gobernó Irán conmano de hierro, con la ayuda de una

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policía secreta entrenada por nosotros, acuyo lado los del KGB parecíaninofensivos gatitos. Y eso duró hasta1979, cuando el ayatolá Jomeini encauzóla rabia del pueblo y logró convencerlode que expulsara al Sah del país.

—Y nosotros mismos provocamosuna revolución islámica que nos odia.

—A muerte —agregó Reilly.El semblante de Tess se endureció

de pura frustración, y de pronto se leiluminó la mente.

—Mosaddeg no era un líderreligioso, ¿verdad?

—No, en absoluto. Era undiplomático de carrera, un hombremoderno y sofisticado. Estabalicenciado en Derecho por no sé qué

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universidad suiza. Los mulás quegobiernan actualmente Irán ni siquiera lomencionan cuando se habla del golpe.Era demasiado laico para su gusto. —Hizo una pausa y agregó—: En aquellaépoca no existía la República Islámica,la provocamos nosotros. Antes de quejodiéramos la marrana, Irán era unademocracia.

—Una democracia que no nosconvenía.

—No es la primera vez que ocurrealgo así, y tampoco será la última. Ytodo por tener petróleo barato... Aunasí..., imagínate qué distinto sería elmundo en este momento si nohubiéramos hecho aquello —se lamentó.

Tess dejó que calara aquella

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información y luego dijo:—No estoy segura de querer saber

lo que ocurrió el 3 de julio.—Fue otro momento estelar del Tío

Sam —masculló Reilly.—Cuéntame.Incluso en aquella oscuridad densa

como boca de lobo, Tess notó que aReilly se le endurecía el semblante.

—Iran Air, vuelo seis, cinco, cinco—dijo Reilly—. Despega de Irán conllegada a Dubái prevista media hora mástarde. Doscientas noventa personas abordo entre pasajeros y tripulación,incluidos sesenta y seis niños.

Tess sintió una punzada de horror.—El que derribamos.—Exacto.

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—¿Por qué? ¿Cómo ocurrió?—Es complicado. El

transpondedor del avión estabafuncionando y enviaba la clave correcta.El piloto volaba dentro del pasillo aéreoque se le había asignado y se encontrabaen contacto con el control de tráfico yhablando en inglés. Todo era rutinario,de manual. Pero, por una serie derazones, los nuestros creyeron que setrataba de un F-14 que los atacaba y ledispararon un par de misiles.

—¿Sabían que era un avión civil?—No, hasta que fue demasiado

tarde. El barco tenía una lista de todoslos vuelos civiles locales, pero se liaroncon las zonas horarias. El barco llevabala hora de Bahréin, mientras que la lista

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de vuelos mostraba la hora local de Irán,que tiene una diferencia de treintaminutos.

—Estás de broma.—No. Y tampoco es la primera vez

que ocurre algo así. ¿Te acuerdas deCuba y la bahía de Cochinos? Una de lasprincipales razones por las que fracasóaquello fue que se hicieron un lío conlas zonas horarias. Los terroristas quedespegaron de Nicaragua tenían previstorecibir cobertura aérea de varios cazasprocedentes de uno de nuestrosportaviones. Los terroristas estabancontrolados por la CIA y trabajaban conla hora central. Pero los cazas estabancontrolados por el Pentágono, que tienela hora este. No lograron coordinarse, y

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los terroristas fueron todos derribados.—Dios santo.Reilly se encogió de hombros.—Errores sencillos, pero que no

deberían suceder. Con el avión iraní sedio una mezcla de muchos errores.Nuestros barcos cuentan con sistemasque asignan claves a posibles objetivos.Por alguna razón, la clave que recibió elavión comercial se modificó después dehaber sido registrada y se adjudicó aotro avión, lo cual fue otraequivocación. Así que el operador deradar, al mirar la pantalla, lo violocalizado en una posición, y cuandovolvió a mirar lo vio en otra distinta; eracomo si estuviera moviéndose a unavelocidad increíble. Le entró el pánico y

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pensó que tenía que tratarse de un caza.Además, las flechas que indican si unavión está ascendiendo o descendiendoson muy difíciles de interpretar. Eloperador sintió miedo y pensó que elavión estaba lanzándose en picado paraatacarlos, de modo que dio la alarma yel capitán disparó los misiles. Alparecer, era un exaltado dado a buscarbronca, de los que primero disparan ydespués preguntan. El comandante deuna fragata que se encontraba allí aquelmismo día comentó que era un tipodemasiado agresivo. Pero fue un errorgarrafal, una tragedia. Tanto nuestrobarco como el avión estaban en aguas yespacio aéreo iraníes. Murió muchagente, muchos niños. Merecía una

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disculpa, y de las grandes.—Una disculpa que no llegó jamás.—Ni una palabra. Jamás

reconocimos que hubiéramos actuadomal. Les dimos a los familiares de lasvíctimas alguna que otra indemnizaciónpero no aceptamos la responsabilidaddel hecho, no pedimos perdón. Peortodavía, los que iban en aquel barcofueron condecorados con medallas.Medallas. Por conducta excepcional.Eso sí que es una bofetada en la cara.Bush padre, que en aquella época eravicepresidente de Reagan, llegó a decir:«No pienso pedir perdón en nombre delos Estados Unidos de América. Nunca.Me da igual cuáles hayan sido loshechos.»

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—Palabras nobles y comedidas deun verdadero estadista —comentó Tessen tono irónico.

—Y todavía nos extrañamos de quelos chiflados como el presidente quetienen en la actualidad tengan tanto tiróncuando la toman con nosotros y nosllaman «Gran Satanás» —agregó Reilly—. Aunque en realidad ya se vengaron.

—¿Cuándo?—Cuando el jumbo de la Pan Am

se estrelló en Lockerbie —le dijoReilly.

—Yo creía que ese atentado habíasido obra de los libios. ¿No juzgaron ados de sus agentes, y no es cierto queuno de ellos está muriéndose de cáncero algo así?

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—No está muriéndose. Y ya puedesolvidarte de todo lo que hayas leído.Fue obra de los iraníes.

Tess guardó silencio durante unosinstantes.

—¿Qué pasa, que en Quantico osdan lecciones de historia o qué? —preguntó por fin.

Reilly dejó escapar una risairónica.

—Alguna que otra. Pero de esascosas no. No es muy buena idea sacar arelucir los trapos sucios delante deagentes durante el entrenamiento básico.No motiva mucho, que digamos.

—¿Entonces?—Vamos. Fíate de mí. En estos

momentos Irán es una patata caliente. De

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prioridad uno. Y yo necesito conocertodo el historial de la gente con la queestamos tratando, sobre todo ahora queestá intentando fabricar armas nucleares.

Tess asintió mientras reflexionabasobre lo que le había contado Reilly. Alcabo de un momento preguntó:

—¿Y qué se siente al saber que losmalos que está persiguiendo uno podríanser el resultado de algo que hemoshecho nosotros?

Reilly se encogió de hombros.—La historia es una larga serie de

enfrentamientos de unos países contraotros. Nosotros somos tan culpablescomo cualquiera, y la cosa continúa. Demanera que una gran parte de lo quehago consiste en lidiar con las

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repercusiones de los errores cometidospor otros, por lo general los genios quedirigen nuestra política exterior. Peroeso no influye en el hecho de que hayaque eliminar a capullos como nuestroamigo iraní. Hay que quitarlos de enmedio, y yo no tengo ningún problema enhacerlo. A ver, sí, puede que ese tíotenga una larguísima lista de agravios,puede que fuéramos nosotros los queprendimos la chispa que lo convirtió enun hijo de puta... Eso no cambia lo quees ahora ni sirve de justificación para loque ha hecho.

Tess frunció el ceño, enfrascada enuna profunda reflexión.

—¿Tú crees que pudo perder aalgún familiar en aquel avión?

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—Eso parece. Ocurrió en 1988, osea hace veintidós años. Digamos queactualmente tenga unos treinta y tantos,lo cual quiere decir que por aquelentonces tenía poco más de diez. No esbuena edad para quedarse sin padres, sifue eso lo que sucedió. Es lógico quealgo así genere mucho odio.

—Dios santo, sí. —Tess seimaginó al iraní de pequeño, recibiendola noticia de que sus padres o sushermanos habían sido asesinados. Derepente de acordó de su hija Kim, y porun momento la imaginó viviendo lamisma situación. De improviso le vinouna idea a la cabeza que la rescató deaquella imagen tan sórdida—. Vosotrosdebéis de tener la lista de pasajeros de

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aquel vuelo, ¿no? Una lista de lasvíctimas.

—Existe una lista, la queemplearon para indemnizar a losfamiliares. Pero no va a resultar fácilaveriguar cuál de las víctimas dejó unhijo, en un país con el que tenemos cerorelaciones diplomáticas.

—¿De modo que ni siquiera sabereso puede ayudar a identificarlo?

—Probablemente no.—No se te ve muy esperanzado.Reilly volvió a encogerse de

hombros y se acordó de lo que ibapensando en el coche cuando Ertugrullos recogió en el aeropuerto.

—Desde lo de Ajax, cada vez quenos hemos enfrentado con los iraníes

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hemos perdido. La embajada deTeherán. Los helicópteros en el desierto.Los rehenes de Beirut. Irán-Contra. Losinsurgentes de Iraq. Hasta la malditaCopa del Mundo de 1998. Hemosperdido siempre.

—Pero esta vez no —replicó Tess,intentando creerlo ella misma.

—Exacto —dijo Reilly,estrechándola contra sí.

Tess se acurrucó contra su pecho.Escuchando su respiración, sintió que seremovía algo en su interior: una rabia,una decisión, un deseo urgente. Seirguió, se volvió de frente a Reilly yapoyó su boca en la de él al tiempo quelevantaba la pierna izquierda paraenroscarla alrededor de su cuerpo.

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—Eh —murmuró Reilly.—Calla —replicó ella.—¿Qué estás haciendo?—¿Qué crees tú?Sus dedos ya estaban afanados en

desabrocharle el cinturón.—Se supone que debemos ahorrar

energías —logró decir él entre besosansiosos.

—Pues entonces deja de hablar. —Se estaba quitando el pantalón.

—Tess... —empezó a decir Reilly,pero ella lo interrumpió apretándole lacara entre las manos.

—Si tenemos que morir aquí —lesusurró al oído al tiempo que se poníaencima de él notando el sabor salado deuna lágrima solitaria que resbalaba por

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la mejilla y le humedecía el labio—,quiero morir sabiendo que tienes unasonrisa en la cara. Aunque no puedaverla.

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Reilly fue el primero en moverse.Los rodeaba un silencio surrealista,

y Reilly tardó unos instantes en recordardónde estaba. Percibió la presencia deTess, que yacía dormida a su lado sobreel duro suelo, con una respiracióntranquila y poco profunda. No sabíacuánto tiempo había transcurrido desdeque ambos se quedaron dormidos el unoen los brazos del otro, y no tenía ni ideade si era de día o de noche.

Se incorporó despacio y volvió lacabeza para aliviar la rigidez del cuello,consciente de que cada movimiento quehiciera —el roce de una tela contra otra,

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el más mínimo raspar del zapato contrael suelo— resultaría amplificado milveces, lo cual hacía que aquella cámaraaislante natural le pusiera todavía másnervioso. Se frotó los ojos y miróalrededor, más por instinto que pornecesidad, dada la negrura de tinta quelo rodeaba, y de pronto captó algo. Algoen lo que no se había fijado antes.

Pero estaba allí.Un resplandor luminoso y espectral

que entraba por alguna parte.Procedente del exterior.Sintió renacer la esperanza. Se

puso de pie y, con los brazos extendidospara no tropezar, avanzó lentamente porla caverna. El resplandor no erasuficiente para alumbrarle el camino,

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pero se sintió más cómodo moviéndosecon él. Parecía provenir de un túnel quepartía de la caverna, uno que ya creíahaber explorado con Tess. Se agachó yavanzó a cuatro patas por aquelpasadizo palpando las paredes con laspalmas.

Halló una abertura en la pared deltúnel, a la altura de la cintura. Se tratabade un hueco redondo, como de un metrode diámetro. Por allí era por dondeparecía filtrarse la luz. Pasó las manospor la cornisa y dejó que de laexploración se encargara su sentido deltacto. La cornisa medía sólo unoscuarenta centímetros, más allá había unvacío. Un vacío hacia abajo... Y tambiénhacia arriba.

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Un respiradero.Reilly se asomó directamente a él

para verlo mejor. Le quedó claro que laluz —luz diurna— entraba por allí. Perotambién había otra cosa: un ruidoproveniente de abajo. Un suavemurmullo de agua. No un torrente, sinomás bien una corriente lenta.

Volvió a salir del agujero, se pusoen cuclillas y tanteó el suelo con losdedos. Recogió una piedra suelta deltamaño de una ciruela. Se introdujo denuevo por la abertura, sacó el brazo ydejó caer la piedra. Al cabo de dossegundos, y sin rebotar contra ningúnrecodo, la piedra cayó en el agua con unchapoteo limpio que levantó un ecohasta donde él se encontraba.

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Supo que había encontrado un pozoque desembocaba en una especie degalería de ventilación. Pensó queseguramente el sol se encontrabaformando un ángulo favorable para quesus rayos penetrasen por el pozo consuficiente intensidad para llegar hasta eltúnel donde estaba él, pero si era así, elresplandor no iba a durar mucho.Empezó a trazar mentalmente un dibujode la trayectoria que debía de seguiraquel pozo. Durante la infructuosaexploración de la noche anterior, Tess lehabía dicho que aquellas ciudadessubterráneas contaban con complicadossistemas para ventilarse y recoger agua,diseñados para que los habitantespudieran resistir largos períodos ocultos

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de los ejércitos invasores. Las galeríasde ventilación llegaban hasta el fondomismo del complejo y apenas eran lobastante anchas para que pudieradeslizarse por ellas un ser humano.Tenían piedras puntiagudas y portillospara cerrar el paso a los visitantes nodeseados. Además permitían un seguroacopio de agua potable que no se podíainterrumpir ni manipular desde elexterior. Los habitantes habían excavadopozos que daban acceso a acuíferossubterráneos y otros túneles querecogían agua de lluvia de la superficie.Ambos sistemas tenían que estar bienescondidos, a fin de impedir que losenemigos penetrasen en ellos o losenvenenasen.

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Reilly reflexionó un momento.Dudaba de que fuera capaz de salir a lasuperficie a través de un túnel deventilación. Por otra parte, Tess le habíacontado que los diversos pozos quehabía en aquellas ciudades subterráneaspor lo general estaban comunicadosentre sí mediante un sistema de canales.Dado que se encontraban en plenoverano, calculó que el nivel del aguasería manejable, lo cual quería decir quequizá, sólo quizás, aquel pozo podíaservirle para llegar a otra parte delcomplejo, una que no tuviera cerrado elpaso al mundo exterior.

Despertó a Tess y le enseñó lo quehabía encontrado. El resplandor estabadisminuyendo, sin duda debido a que el

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sol estaba cambiando de posición.Tenían que darse prisa.

—Voy yo primero —dijo—. Túestate atenta por si aparece alguien porlos túneles que venga en nuestra ayuda.

Tess lo asió del brazo para frenarloun instante.

—No vayas. Ahí abajo hay agua.¿Y si no pudieras volver a subir?

—No tenemos otra alternativa —replicó Reilly. Esbozó una sonrisa,aunque resultó apenas visible—.Estamos en verano, el nivel no puedeestar tan alto.

—Me lo creería, si no fuera por elagua del deshielo, so tonto.

—No va a pasarme nada —leaseguró Reilly con una leve risa.

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Tess frunció el entrecejo.—Los códices —dijo—. Con el

agua podrían estropearse sin remedio.—Pues déjalos aquí.—Podría ser que no volviéramos a

encontrarlos nunca.Reilly le acarició la mejilla con la

mano.—¿Qué es más importante, tu vida

o esos libros?Tess no contestó, pero Reilly notó

que asentía débilmente. Luego ellavolvió a adoptar un tono serio:

—¿Y si no consigues dar con elcamino de vuelta?

Reilly distinguió a duras penas laluz que se reflejaba en sus ojos. Aquelcomentario era difícil de eludir. Tess

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tenía razón. De repente se acordó dealgo, y vislumbró una posible soluciónen la pared que tenía Tess detrás.

—Los cables eléctricos. Ayúdamea arrancarlos de la pared.

Recorrieron a oscuras lospasadizos y las cavernas ayudándosecon las manos y arrancando todo elcable que pudieron. Lograron juntarunos doscientos metros, y ataron losdiferentes tramos uno a otro paraobtener una sola pieza.

A continuación, Reilly tomó unextremo y lo amarró a uno de losapliques de luz de la pared. Tiró confuerza para probarlo; no se movió. Elaplique en sí parecía ser lo bastanterobusto para sostener su peso, y el cable

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era fuerte. La parte débil era la blandaroca en la que estaba montado elaplique. No había modo de saber siaguantaría o se desmoronaría sin más.De todos modos soltó el rollo de cablepor el pozo, y seguidamente Tess leentregó el conjunto de pico y pala quesacó de la mochila del iraní.

—Tienes la pistola —dijo Reilly—. Si es necesario, úsala.

Tess afirmó con la cabeza. Todavíano se sentía cómoda con la idea de verlomarcharse. Lo besó intensamente, y actoseguido él se subió al hueco de la pared.

—Volveré —dijo Reilly.—Más te vale —respondió Tess.

Le retuvo la mano durante unos segundosmás y finalmente se la soltó.

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El descenso fue, tal como legustaba decir al instructor que teníaReilly en Quantico, de los que sirvenpara forjar el carácter. Y lento. Fuebajando poco a poco, haciendo unprecario movimiento tras otro, con laespalda pegada a la pared del pozo y losbrazos y las piernas extendidos contra laotra cara de aquel estrecho pasadizo,sostenido por toda la musculatura entensión.

El ascenso, si es que tenía quevolver a ascender, tampoco iba aresultar muy divertido.

El pozo no tenía ninguna zona másancha, lo cual le permitió recorrerlo del

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todo hasta tocar el agua con un pie, alcabo de lo que calculó que había sidouna bajada que no andaría muy lejos delos treinta metros. Permaneció allí unosinstantes para recuperar el resuello, sinsaber qué hacer. No tenía modo de sabercuál era la profundidad del canal. Si sesoltaba y se zambullía en él, y resultabaser demasiado hondo para hacer pie,corría el riesgo de ser arrastrado por lacorriente... Y ahogarse si no habíaninguna cámara de aire por encima delagua.

No tenía mucho donde elegir.Se agarró con fuerza al cable y,

muy despacio, se separó de la paredpara quedar colgado. Las piernas fueronlo último que despegó del túnel. El

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cable aguantó. Exhaló un suspiro dealivio y a continuación, bajando unamano después de la otra, fuedescendiendo hacia el agua. Losorprendió que estuviera tan helada. Losorprendió porque en la superficie hacíaun calor intenso. El comentario quehabía hecho Tess acerca del deshielo lehizo sonreír. Continuó bajando hasta queel agua le llegó a las axilas... Y depronto tocó algo con los pies y se posóen suelo firme.

—¡Ya he llegado! —gritó haciaarriba—. ¡Y hago pie!

—¿Ves algo? —gritó Tess a su vez.Reilly miró corriente abajo. El

pálido resplandor de la superficie delagua se perdía en la oscuridad. Se

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volvió hacia el otro lado, pero estabaigual de oscuro.

Se le cayó el alma a los pies.—No —respondió, procurando

mantener la voz serena.Tess no dijo nada. Finalmente

preguntó:—¿Qué quieres hacer?Reilly se apartó de la vertical del

pozo y dio dos pasos corriente arriba,sin soltar las manos del cable. Entre lasuperficie del agua y el techo del canalhabía un espacio de aire. Si flexionaselas rodillas y se agachase, podría ircorriente arriba... Al menos un trecho,porque no alcanzaba a ver hasta dóndecontinuaba aquella estructura. Intentó lomismo corriente abajo; allí el techo era

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más bajo, y después de media docena depasos desaparecía bajo el agua.

—Voy a ver si hay otro pozo quebaje hasta aquí —le dijo a Tess—.Corriente arriba parece factible vadearel canal.

Tess volvió a guardar silencio. Alcabo de unos segundos dijo:

—Buena suerte, tigre.—Te quiero —contestó Reilly.—Casi estoy pensando que me ha

merecido la pena meterme en este líosólo para oírte decir eso. —Rio ella.

Reilly tiró del cable y se lo arrollóa la cintura, acto seguido comenzó acaminar por el canal.

El fondo era liso y resbaladizo, yaque la blanda toba había sido pulida por

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milenios de agua. Tuvo que avanzardespacio y con sumo cuidado, y aunqueel caudal de la corriente no erademasiado agobiante, de todas formashabía que tenerlo presente. La dificultadestribaba en que se veía obligado aservirse de los brazos para ir palpandoel techo, por si aparecía otro pozo. Endos ocasiones estuvo a punto de perderpie a causa de lo incómodo de lapostura, pero aquello no tardó en pasar aser un hecho trivial, porque el techodescendió de pronto y desapareció bajoel agua.

Se acabó la cámara de aire.Reilly se quedó un momento donde

estaba, paralizado, exhausto, con losdedos de las manos y de los pies

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doloridos por el esfuerzo. Escrutó laoscuridad pensando en lo que iba asuponer regresar con Tess sin haberencontrado una salida. Maldijo para susadentros y le entraron ganas de gritarpara ventilar su rabia y de aporrear lasparedes de aquel maldito canal, pero secontuvo. Hizo varias inspiracionesprofundas y procuró calmarse.

Se negaba a rendirse.Tenía que haber una salida.No podía fallarle a Tess. Y

tampoco podía dejar ganar al iraní.Tenía que seguir adelante.Llenó los pulmones de aire dos

veces y exhaló otras dos, después aspiróuna gran bocanada y aguantó larespiración para sumergirse. El agua le

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congeló los ojos cuando hizo el esfuerzode ver lo que había más adelante, peroentró en acción y comenzó a nadarcorriente arriba. Empujaba furiosamentecon los brazos y las piernas intentandoavanzar como fuera, y a cada pocolevantaba una mano por encima de lacabeza para ir tanteando el techo deltúnel con la esperanza de hallar unaabertura que le ofreciera otra cámara deaire. Sentía que tenía los pulmones apunto de reventar, así que dio mediavuelta y retrocedió. Fue contando elnúmero de brazadas que daba y por finirrumpió, ansioso, en la bolsa de aire dela que había partido.

Permaneció allí unos momentos,dejando que se le normalizase la

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respiración y reflexionando. Antes deverse obligado a dar media vuelta, lehabía parecido que el techo se elevabaligeramente. El problema consistía enque al aventurarse por aquel túnel habíaun punto de no retorno, y necesitabasaber cuál era. Llegado un momentotendría que decidir si regresar ocontinuar avanzando... Consciente deque si hacía lo segundo se quedaría sinoxígeno antes de poder volver a lacámara de aire. Decidió probar y verhasta dónde podía aguantar bajo el agua.Tomó tanto aire como pudo y sesumergió. No se movió del sitio, sinembargo se imaginó que estaba nadandoy contó las brazadas que podía dar antesde salir a respirar.

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Logró dar dieciséis. Que seríanmenos cuando estuviera nadandorealmente bajo el agua, de modo queredujo el número a catorce. Aquellosuponía que al cabo de siete brazadas, oposiblemente ocho o nueve, teniendo encuenta que a la vuelta iría más rápidopor nadar a favor de la corriente, tendríaque decidir si seguir adelante, yposiblemente ahogarse, o regresar. Sedijo que en el intento anterior habíalogrado dar cinco o seis brazadas y quehabía logrado volver por los pelos, demodo que el cálculo era bastantecorrecto.

Volvió a remontar la corriente yllegó justo al sitio en el que el techo deltúnel se adentraba en el agua. Con las

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rodillas separadas y flexionadas, seagachó en vertical y torció la cabezahacia atrás hasta que tuvo la frenteliteralmente pegada al techo. Hizo unabreve pausa para dar tiempo a que susmúsculos se reagrupasen, hizo las tresinspiraciones, retuvo el aire de la últimay se sumergió.

Esta vez intentó avanzar másdeprisa pataleando con más fuerza,manteniendo los brazos abajo, sinbuscar una bolsa de aire, ahora que yasabía que no la había aún. Mientrasluchaba contra la corriente, sumido enuna oscuridad total, iba contandomentalmente las brazadas.

Se le disparó el corazón cuandodio la sexta.

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Y después la séptima.Y la octava.Levantó la mano, pero seguía

dentro del agua. No había ningunacámara de aire.

Tenía que tomar una decisión, yamismo. Tenía que decidir si continuaradelante o dar media vuelta. La vezanterior le pareció que el techo seelevaba, pero ahora ya no estaba seguro.Tenía el cerebro embotado condemasiadas variables.

Nueve.Diez.Continuó avanzando.

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Los pulmones echaban fuego.A lo mejor había aire libre tan sólo

cinco o seis brazadas más adelante. A lomejor lograba llegar... Si setranquilizaba. Pero el hecho de pensaren lo cerca que estaba de ahogarse, en lacantidad finita de tiempo que lequedaba, estaba empeorando lasituación. Le estaba inundando el cuerpode adrenalina y estaba forzando sucorazón de tal manera que los pulmonesestaban a punto de explotarle.

Durante una fracción de segundoimaginó lo que sería morir ahogado,pero rápidamente apartó aquel

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pensamiento y nadó con más fuerza,incluso más deprisa que antes.Continuaba pasando la mano por el lisotecho del túnel, desesperado por buscarla salvación. Por un momento tuvo lasensación de que el techo se inclinabahacia arriba, de forma apenasperceptible pero suficiente para darleesperanza, suficiente para impulsarlo aluchar contra el agua con más brío...Cuando de improviso sintió algo quetiraba de él y lo frenaba.

Era el cable, el que llevaba atado ala cintura. Se había acabado.

Se puso a manotear frenéticamentecon el nudo intentando deshacerlo, y porfin consiguió librarse de él. Lo arrojó aun lado y volvió a empezar, pero

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comenzó a imponerse la cruda realidad,el pensamiento consciente de que ahoraiba a morir, de que su fuerza de voluntadestaba perdiendo la batalla de reprimirla necesidad que tenían sus pulmones deaspirar algo, lo que fuera, incluso aguahelada.

Sintió un golpe de sangre en lafrente, una sensación de pánico que lecorrió por todas las neuronas y le anegóel alma, y aunque no estaba dispuesto arendirse, aunque de ninguna maneraquería morir, la necesidad de respirarera más fuerte que él, más fuerte de loque era capaz de soportar... Y en aquelmomento de terror puro, en el instante enque su vida pareció estar a punto dediluirse en una corriente de nieve

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fundida, surgió algo, una señal, unasensación proveniente de las yemas desus dedos que ahuyentó el pánico conuna punzada de esperanza.

Un frescor.El frescor del aire en contacto con

la piel mojada.Sus dedos habían encontrado aire.Aquello le causó una descarga

eléctrica que le recorrió todo el cuerpoy lo empujó con renovadas fuerzas.Apoyó los pies en el fondo, dio dospasos adelante y, frenético, buscó con lamano el techo del túnel. El aguachapoteaba contra la roca y confundía asus sentidos, pero levantó la cara paramirar con desesperación el espacionegro como la tinta que había allá

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arriba... Y ascendió. No podía aguantarni un segundo más. Salió de golpe, conla cara vuelta hacia un lado, esperandono aplastársela contra la dura roca.

Encontró aire. La bolsa no medíamás que cuatro o cinco centímetros, peroera suficiente. Aspiró profundamentedejando que el aire le silbara al penetraren los pulmones, tosió y escupió el aguaque tragó al mismo tiempo,emborrachado por el oxígeno y por lasensación de euforia.

Pasó casi un minuto entero sinmoverse. Quería dar tiempo a que se lecalmase el corazón, a que sus pulmonesse atiborrasen de aire, a que se fueradisipando la tensión de los músculos.Cuando volvió a sentirse normal, avanzó

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un par de pasos más corriente arribapara explorar el techo.

Se elevaba de nuevo, despaciopero sin duda alguna. Y a lo lejos, comosi alguien lo estuviera felicitando porhaber superado una sádica prueba, vioun espectral halo luminoso que le hacíaseñas desde el techo del canal, como aunos treinta metros de donde seencontraba.

La parte más difícil de aquel víacrucis fue la de llegar hasta el pozo.

Reilly se ayudó con el pico paraizarse hasta él, un esfuerzo que resultótodavía más arduo a causa de lo que lepesaba la ropa mojada. Los primeros

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intentos fracasaron, debido a que la tobaera tan blanda que al clavar el pico sedesmenuzaba, con lo cual volvió a caeral agua, pero al final consiguió trabar elpico en una parte más sólida e izarse alinterior del pozo.

Igual que una polilla atraída por laluz, fue trepando hasta llegar a unpasadizo similar a aquel en el que habíadejado a Tess. Buscó el cableadoeléctrico y lo siguió, primero en unadirección, luego en la otra, hasta que viounos escalones que ascendían.

Que ascendían.Regresó a la boca del pozo y

arrancó parte del cableado de la pared afin de señalar aquel punto para cuandovolviera. Luego se puso a seguir el

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trazado de los cables y fue atravesandouna serie de cámaras y corredores. Cadavez que topaba con un aplique de luz, lorompía para que le sirviera paraencontrar el camino de vuelta. Yentonces surgió ante él, primeroinsinuando tímidamente su presencia,luego intensificándose poco a poco,hasta que por fin le permitió ver lascuevas que tenía a su alrededor: elresplandor del sol, fuerte, glorioso ytentador.

Emergió a un cañón que le resultódesconocido. No había ni un alma,únicamente un paisaje árido y desolado.Se parecía al cañón que llevaba a laciudad subterránea —más formacionesrocosas que recordaban a unos incisivos

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enormes puestos boca abajo, máscolinas semejantes a pegotes demerengue—, pero era distinto, de ellono le cupo duda. Dibujó con el pico unaequis de gran tamaño a la entrada de lacueva por la que había emergido ydespués, sin olvidarse de anotarmentalmente cada curva que daba en elcamino y sirviéndose del pico para irhaciendo marcas, echó a andar con pasotambaleante en busca de ayuda.

Su caminata sin rumbo se viointerrumpida por una mula solitaria queapareció atada a una estaca clavada enel suelo. Para mayor confusión, tambiénoyó el carraspeo de una voz que llevabavarias décadas soportando los dañinosefectos de la nicotina:

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—Merhaba, oradaki.Se detuvo y miró en derredor. Allí

no había nadie.—Iste burada. Buradayim —dijo

la voz.Venía de un lugar elevado; Reilly

levantó la vista y descubrió a un ancianosentado allí mismo, en mitad de la nada,retrepado en una desvencijada silla demadera, en el interior de una capilla alaire libre tallada en la roca. El ancianolo saludó despacio agitando un brazo deaspecto frágil. A su lado tenía una mesay unas cuantas latas de refresco, ytambién un pequeño hornillo decampamento sobre el que reposaba unacafetera de aluminio. Le ofreció unasonrisa casi desdentada y, señalando las

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latas de refresco, le preguntó:—Içmek için birçey ister misiniz,

efendi?Reilly negó con la cabeza y lo miró

varios segundos con curiosidad paracerciorarse de que realmente existía yno era producto de su cansadaimaginación. Y después echó a andarhacia él.

Tardó tres horas más en podervolver a buscar a Tess. Había traídoayuda consigo, un hijo y dos nietos delanciano, además de gran cantidad decuerda y unas cuantas linternas.

No había sido capaz de explicardónde había dejado a Tess, aunque

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tampoco lo sabía. La manera más segurade llegar hasta ella consistía endesandar lo andado. Con la ayuda deaquellos paisanos, el trayecto resultómás fácil que el camino que habíarecorrido él solo. El único problema alque se enfrentaban era la partesumergida del canal; y la única soluciónposible fue emplear un cubo boca abajoa modo de campana escafandra, perofuncionó. Además, Reilly también trajoconsigo precisamente una cosa que aTess le daría mucha alegría, incluso másque verlo a él: una bolsa de plástico lobastante grande para cerrarse de formahermética. Para que no se mojaran loscódices ni el documento de Osio.

La sonrisa que se dibujó en el

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rostro de Tess al verla le indicó quehabía acertado.

Ésta fue la parte positiva.La negativa se confirmó cuando por

fin llegaron a la entrada de la ciudadsubterránea que habían utilizado parapenetrar.

Abdülkerim seguía estando muerto.Y el iraní, al parecer, se habíaesfumado.

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El cañón no tardó en convertirse enun hormiguero de policías.

La Yandarma ya se encontraba enestado de alerta, y la llamada que hizo elanciano al agente más cercano sirviópara que acudieran todos en masa. Sinembargo, no pudieron hacer gran cosa;los controles de carretera que montaronno lograron atrapar al iraní. Lacaballería había llegado demasiadotarde.

El desfile de malas noticias —enrealidad, confirmaciones— no cesaba.Ertugrul no había sobrevivido a laherida sufrida en la cabeza. También

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había muerto Keskin, el capitán de launidad Özel Tim, así como varios de sushombres. Los agentes que se dispersaronpor el cañón estaban enfurecidos por elbaño de sangre sufrido en la montaña yrabiaban por vengarse, pero no huboforma. Lo único que pudieron hacer fuellevarse el cadáver de Abdülkerim ysellar las diversas entradas de la ciudadsubterránea mientras aguardaban a quellegase un experto en explosivos paradesactivar el detonador oculto en elcinturón que había llevado Tess,suponiendo que lo encontraran.

Se envió una alerta urgente a lapolicía local para que se pusiera encontacto con los médicos y centros deasistencia sanitaria de la región. A

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juzgar por lo que había visto Reilly, laherida de bala que llevaba el iraní noera leve. No sabía con seguridad dóndele había acertado, pero conocía losuficiente de armas de fuego paradeducir que una herida en la mano comoésa no era fácil de curar. Si no selimpiaba bien, se estabilizaba la fracturay se administraban antibióticos, el iranítenía muy pocas probabilidades deconservar los cinco dedos y de noperder de manera perenne el uso de lamano. Para evitar un daño irreversible,iba a tener que acudir a un buen centrode traumatología y a un cirujano experto.

Algo que no iban a hacer lasautoridades turcas era analizar loscódices que había encontrado Tess. Ella

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no había mencionado la visita que hizo ala iglesia excavada en la roca. Insistióen dejar fuera del informe aquelpequeño dato de su peripecia, y Reillyestuvo de acuerdo.

Una vez concluidas lasformalidades, la policía los llevó a unhotel próximo y los dejó a la espera derecibir nuevas instrucciones. Era unedificio de quince habitacionesencaramado en un acantilado que daba aun río pequeño, construido sobre losrestos de un monasterio. Los establos ylos dormitorios comunes se habíantransformado en habitaciones, y losnichos de las galerías se habían cubiertocon cristales; ahora servían de vitrinaspara exponer las curiosidades

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arqueológicas del pasado delmonasterio. La habitación que les dierona Reilly y a Tess era una capillarestaurada. El claro sol que penetrabapor la única ventana inundaba aquelespacio oscuro de un resplandoratemporal e incidía indirectamente enlos restos de los frescos milenarios queadornaban sus paredes. Al principioTess se resistió a la idea de pasar mástiempo dentro de un lugar que separeciese mínimamente a una cueva,pero el carácter afable del dueño delhotel y el aroma del guiso a base dealubias, cordero y tomate que estabapreparando su esposa, lograron calmarsu inquietud.

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Estimulado por varias tazas de caféturco, dulce y espeso, Reilly pasó casiuna hora entera en el despacho delpropietario, al teléfono con Jansson,Aparo y varios agentes más, todosapiñados en una sala de reuniones deFederal Plaza, en el bajo Manhattan.

Las noticias no eran buenas, peroes que tampoco Reilly esperaba grancosa de ellos; esto quedaba muy fuera desu terreno, y si acababan cazando aliraní, sería gracias a los esfuerzos de lasautoridades turcas, no al FBI. Ellos notenían información significativa paratransmitir a Reilly en relación con labomba del Vaticano o con el atentado alPatriarcado de Estambul, y no merecía

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la pena solicitar otro avión no tripulado,al menos hasta que tuvieran alguna pistareferente al paradero del terrorista.

En cambio sí tenían unainformación nueva. En Italia se habíaencontrado un cadáver cerca de un sitioturístico de las montañas. Se trataba deun empleado de un pequeño aeródromosituado a hora y media de Roma, haciael este. El estado de aquel individuo nose parecía a nada que hubieran visto lasautoridades; decir que había sufridotraumatismos múltiples era quedarsecorto. Tenía pulverizado hasta el últimohueso del cuerpo. Llegaron a laconclusión de que debía de haberseprecipitado desde una gran altura, odesde un helicóptero o un avión. Se

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había caído o, más probablemente, lohabían arrojado. Y dada la proximidaddel aeródromo a Roma, decidieron queposiblemente estuviera relacionado conla bomba del Vaticano. Con lo cual,pensó Reilly, seguramente habían dadoen el clavo.

Les refirió todo lo que le habíadicho el iraní a Tess acerca de laOperación Ajax y del avión derribado.No le sorprendió tener que explicar asus interlocutores lo que eran ambascosas. Jansson le contestó querepasarían toda la información de quedispusieran respecto de la lista depasajeros del avión siniestrado.

—Deberías regresar ahora mismo—concluyó Jansson—. Por lo que

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parece, nuestro hombre se ha esfumado.Quién sabe dónde volverá a aparecer.Entretanto, ya no tienes nada más quehacer ahí, deja que se encarguen de todolos turcos y la Interpol.

—Está bien —gruñó Reilly. Estabademasiado cansado para discutir, y pormás que odiara abandonar aquellapersecución, sabía que Jansson estabaen lo cierto. A no ser que surgiera algonuevo, había poca cosa que él pudierahacer para justificar su permanencia enTurquía.

—Vuelve a Estambul —le dijo elsubdirector encargado de la oficina decampo de Nueva York—. Ya nosocupamos nosotros de que la embajadate busque un medio de transporte.

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—Y que incluyan también a Tess—dijo Reilly.

—De acuerdo. Ya te veré cuandovengas. Tenemos unos cuantos temas deque hablar —agregó Jansson en tono untanto seco antes de colgar.

A Reilly no le gustó aquel tono. Eraevidente que Jansson no iba a dejarpasar la aventurita que se había marcadoél en solitario. Le iba a echar la broncadel siglo, sin duda.

Regresó a la habitación y encontróa Tess saliendo del cuarto de baño,recién duchada y envuelta en una gruesatoalla blanca. Al verlo, se le iluminó lacara con una sonrisa radiante, esasonrisa suya que a Reilly le llegaba a lomás hondo y lo inflamaba como una

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antorcha. A pesar de todo lo que le dabavueltas en la cabeza, la deseó más quenunca y le entraron ganas de abrazarla ypasar varios días con ella en la cama. Laatrajo hacia él y la besó largamente,despacio, paladeando el suave tacto desus hombros, pero no fue más allá. Teníademasiadas preocupaciones en suinterior.

Tess debió de percibirlo.—¿Alguna noticia bomba?Reilly cogió una lata de Coca-Cola

del minibar y se acomodó en la cama.—No gran cosa. Nuestro hombre ha

desaparecido. Eso es más o menos todo.Tess hinchó los mofletes y resopló.—Bueno, ¿y ahora qué hacemos?—Marcharnos a casa.

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El rostro de Tess se ensombreció.—¿Cuándo?—Van a mandar un avión para que

nos lleve a Estambul.Tess afirmó con la cabeza. A

continuación dejó la toalla y, en vez detumbarse con él en la cama, fue a cogersu ropa.

—¿Adónde vas?Tess tomó la carta de Osio y la

sostuvo en alto.—Antes de irnos, quiero saber qué

dice aquí.Reilly le lanzó una mirada.—Venga, Tess.—Relájate. Sólo voy a ver si tienen

un ordenador que puedan prestarme. Ytal vez un escáner. No me vendría mal

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que me ayudasen a traducir esto.Reilly la observó unos instantes y

luego meneó la cabeza.—¿Se puede saber qué es lo que te

pasa con esos libros? —Lanzó unsuspiro de exasperación—. ¿Te hehablado alguna vez de mi amigo CottonMalone?

—No.Reilly se recostó contra las

almohadas.—Un agente estupendo. Uno de los

mejores. Hace unos años decidió que yase había cansado de intrigas y se puso abuscar un lugar donde gozar de paz ytranquilidad. Así que dejó el servicio,se mudó a Copenhague y abrió unatienda de libros antiguos.

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Tess lo miró de un modo queindicaba que ya sabía adónde queríallegar.

—¿Y...?—Resultó que gozaba de mucha

más tranquilidad cuando era un agentedel gobierno y empuñaba un arma defuego.

Tess sonrió.—Ya me imagino. Deberías

presentármelo. Seguro que tieneanécdotas jugosas que contar, la primerade todas cómo le pusieron ese nombre.Pero mientras tanto —dijo al tiempo quese dirigía hacia la puerta con eldocumento en la mano— me voy, tengoque hacer una traducción.

Reilly se encogió de hombros y se

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tendió en la cama.—Que trabajes mucho —le dijo

mientras ahuecaba una almohada yllegaba a la conclusión de que no levendría mal un descanso.

—Sean, despierta.Dio un brinco al oír la voz de Tess

y sintió un escozor de protesta en losojos. No se había dado cuenta de que sehabía quedado dormido.

—¿Qué hora es? —preguntó medioadormilado.

—Da igual. —Su tono de vozrebosaba de emoción. Se subió a lacama de un salto y le acercó las páginasdel antiguo documento a la altura de la

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cara—. Lo he traducido. Dice que Osiolo escribió de su puño y letra en el año325. En Nicea. Al finalizar el concilio.—Le bailaban los ojos, atentos a lasreacciones del rostro aletargado deReilly—. Lo redactó él mismo, Sean,después de aquella reunión tanimportante.

El cerebro de Reilly todavía estabaarrancando.

—Vale, de acuerdo...Pero Tess lo interrumpió con un

entusiasmo arrollador:—Creo que ya sé lo que guardaba

Conrado en aquellos arcones.

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50

Nicea, provincia romana deBitinia

Año 325

En el palacio imperial reinaba elsilencio.

El largo y cansado concilio habíaconcluido por fin. Las semanas y mesesde acalorados debates finalmente habíanterminado con un compromiso aregañadientes. Todos los presenteshabían firmado lo acordado y ahoraemprendían el regreso a sus diócesis,hacia el este y hacia el oeste, esparcidaspor todos los dominios del emperador.

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Constantino se sentía complacido.Resplandeciente con la púrpura de

sus ropajes imperiales, festoneados conuna deslumbrante ristra de oro y joyas—los mismos que llevó el primer díadel evento, cuando se dirigió a losclérigos allí congregados, consciente delasombro reverencial que les inspiraríanaquellas relucientes vestiduras—, seasomó por la ventana para contemplar laciudad dormida y sonrió.

—Estoy complacido, Osio —ledijo a su huésped—. Hemos obtenido ungran logro. Y no podría haberloconseguido sin ti.

Osio, el obispo de Córdoba, asintiógraciosamente desde el sillón queocupaba al lado de la gran chimenea, en

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la que rugía el fuego. Amable yconciliador por naturaleza, Osio estabaen su séptima década. Los últimos meseshabían sido muy duros para él, y lehabían hecho mella tanto en la mentecomo en el cuerpo. Al igual que casitodos los que detentaban un cargo altoen la Iglesia, Osio había sufrido lapersecución de los emperadoresromanos. En su piel arrugada seapreciaban todavía las huellas. Pero conConstantino había cambiado todo derepente. Aquel general convertido enemperador había abrazado la fecristiana, y cuando consolidó suposición en el trono ordenó que éstadejara de perseguirse. Osio poseía unareputación que le valió ser invitado a

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acudir a la corte imperial, y con eltiempo terminó por convertirse en elprincipal teólogo y consejero espiritualdel nuevo emperador.

Desde entonces habían sucedidomuchas cosas.

—Estas disputas —comentóConstantino—, Arrio, Atanasio, Sabelioy los demás, y todos sus pequeñosdesacuerdos... ¿Cristo era divino, o másbien un ser creado? ¿El Padre y el Hijoson una sola sustancia o no? ¿EraJesucristo hijo de Dios o no? —Sacudióla cabeza, exasperado por lo que lehabían contado (no lo había visto élpersonalmente) de que en las iglesiasarrianas Jesucristo aparecíarepresentado como un hombre viejo, que

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había alcanzado una edad muy avanzaday que incluso tenía el cabello blanco—.¿Sabes cuál es el verdadero problema?Que a esos hombres les sobra muchotiempo —afirmó, empleando un tono deligero enfado—. No se dan cuenta deque las cuestiones que plantean, ademásde no tener respuesta, son peligrosas. Ypor esa razón había que ponerles finantes de que lo echaran todo a perder.

Constantino entendía lo que era elpoder.

Ya había hecho lo que ningún otroemperador había logrado anteriormente:había unificado el imperio. Antes de queél ascendiese al trono, el Imperioromano estaba dividido entre Oriente yOccidente, cada uno gobernado por un

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emperador distinto. Las traiciones y lasguerras territoriales eran cosa común.Pero Constantino cambió aquello porcompleto; se hizo con el poder mediantehábiles maniobras políticas y una seriede brillantes campañas militares,derrotó a los dos emperadores y en elaño 324 se proclamó emperador únicode Oriente y de Occidente.

En cambio su pueblo seguíaestando dividido.

Aparte de Oriente y Occidente,tenía por delante importantes cismasreligiosos que resolver: paganos contracristianos, y algo más conflictivotodavía: cristianos contra cristianos.Porque existían muchas interpretacionesdistintas respecto del legado de aquel

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predicador al que llamaban Jesucristo, ylas disputas entre los diversos grupos deconversos estaban tornándose violentas.Unos y otros se lanzaban mutuamenteacusaciones de herejía. Cada vez eranmás crueles los incidentes de tortura.Hubo una víctima, Tomás, el obispo deMarash, a la que realmente daba horrormirar. Le habían arrancado los ojos, lanariz y los labios. Los dientes también, yle habían amputado los brazos y laspiernas. Sus atormentadores cristianoslo tuvieron preso en Armenia durantemás de veinte años, y en cadaaniversario de su cautiverio lomutilaban un poco más.

Aquello tenía que acabarse.Por ese motivo Constantino llamó a

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los obispos y altos dignatarioseclesiásticos de todos los rincones delimperio y los hizo venir a la ciudad,para que asistieran al primer conciliogeneral de la Iglesia. Más de trescientosprelados, acompañados de aún mássacerdotes, diáconos y presbíteros,respondieron a la llamada que seexpresaba en sus apasionadas epístolas.Sólo estuvo ausente el obispo de Roma,el papa Silvestre I; en representaciónenvió a dos de sus más antiguos legados.A Constantino no le importó que noacudiera, pues ya tenía bastantescuestiones que dirimir contando con lapresencia de los obispos de Oriente,más respetados que los demás.Gustosamente presidió él mismo la

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reunión y utilizó su bastón de mandopara obligarlos a sentarse a debatir, adiscutir quién era Cristo realmente y quéhizo, a deliberar cómo iban a repartirsela jurisdicción de su abundante legado...Y a llegar a un acuerdo.

Acerca de todo.Constantino hacía mucho tiempo

que era consciente de la imparablepopularidad de la fe cristiana. Su madreera una cristiana ferviente. Veinte añosatrás había sido testigo de la granpersecución lanzada por Diocleciano, elemperador que, actuando según lo que lehabía aconsejado el oráculo de Apolo,ordenó que se destruyeran todas lasiglesias de su territorio, que saquearansus tesoros y se quemaran sus escrituras

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sagradas... Y en cambio habíafracasado. Constantino había visto elgran atractivo que contenía el mensajeigualitario y esperanzador de la fecristiana, así como su incesanteexpansión por todo el imperio. Sabíaque si él se presentaba como el grandefensor de aquella fe, en vez de emulara quienes lo precedieron y continuarpersiguiéndola, ganaría para sí un grannúmero de seguidores. Además, en lastierras lejanas que había conquistadovivían diversas tribus de bárbaros,desde los alamanes hasta los pictos y losvisigodos, y necesitaba encontrar una feque los uniera.

Una sola religión, común a todos,lograría dicho objetivo sin duda alguna.

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Y él sabía que aquella religión era elcristianismo.

Y, tal como había descubierto, nisiquiera él era inmune a la misma.

Le vino a la memoria la batalla dePuente Milvio, librada hacía más dediez años, en la que su ejército venció asu cuñado, el emperador Majencio. Alinicio de aquella gran batalla vio unacosa en el cielo. Estaba totalmenteseguro. Una señal. Era el lábaro, unmonograma compuesto por dos letrasgriegas superpuestas, Chi-Rho, lasprimeras de la palabra Cristo. Aquellanoche soñó que alcanzaba la victoria ytuvo la visión de un hombre —¿sería elpropio Cristo?— que le decía quesaliera a conquistar en el nombre de

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aquel signo. Terminó pintando elcristograma en los estandartes queportaban sus soldados, y le fueconcedida una asombrosa victoriagracias a la cual obtuvo la mitad delimperio que codiciaba.

Aquel signo continuó dándoletriunfos.

Constantino entendía lo que era elpoder, pero también entendía el poderque tenían los mitos. Estaba muyimbuido de la religión, puesto que sehabía criado en torno a pensadorespaganos y cristianos de Nicomedia,región situada en la parte oriental delimperio. Al igual que todos suscoetáneos, buscaba el consejo de losoráculos y creía en las recompensas que

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traía la piedad religiosa. Después deaquella profética batalla, y a lo largo detodas sus campañas, afirmó que lo habíaayudado una mano divina a obtener susvictorias. E, inspirado por las antiguasescrituras, terminó considerándose unmesías, un rey guerrero ungido por Diospara gobernar al pueblo al que habíaunido y para conducirlo hacia una edaddorada de paz y prosperidad.

Efectivamente In hoc signo vinces,pensó. «Con este signo vencerás.» Peroel poder de aquel mensaje no sólo sehizo efectivo en la conquista de unenemigo, sino también en la conquistadel corazón y el pensamiento del pueblo.Y por eso fue la obra de un genio.

—Tenemos que proteger esta fe,

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Osio —le dijo al obispo—. Debemossalvaguardarla y extinguir todo aquelloque la desafíe antes de que cobre másimportancia. Porque esta fe estáverdaderamente inspirada por Dios. —Paseó por la sala con el rostroiluminado por el fervor y agitando losbrazos con entusiasmo—. Es una fe queacoge a todos los seres humanos y quees fácil de abrazar. Los conversos notienen la necesidad de dar un vuelco a suvida para formar parte de ella, no tienenque hacerse célibes ni preocuparse de loque pueden o no pueden comer, nicortarse partes de su virilidad para seradmitidos en su seno. Y laorganización... La jerarquía del clero,las iglesias, la disciplina, todo ello es

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tremendamente eficaz a la hora de atraerconversos y conservarlos. Pero, porencima de todo, su inspiración divinaradica en su mensaje. —Sonrió a suhuésped con profunda satisfacción—. Elbien y el mal, el cielo y el infierno, elparaíso eterno y la eterna condenación.Recompensas de la otra vida parainsuflar esperanza en los que no tienennada en ésta y evitar que se rebelen. Elpecado y la necesidad de mantener araya las tentaciones, todo elloadministrado por hombres dotados deautoridad divina y grabado a fuego en laconciencia de los niños desde el díamismo en que nacen. —Rio—. Está tanbien pensado y resulta de una eficaciatan brutal que sólo podría haberse

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concebido mediante la intervencióndivina. Imagínate... Esa gente de ahífuera, esos cristianos... Mispredecesores y mis rivales no handejado de perseguirlos y matarlos, igualque mataron a Jesús hace trescientosaños. Han sido perseguidos, humillados,encadenados y escupidos, abandonadosen mazmorras hasta pudrirse porque noquerían adorar a nuestros diosespaganos ni llevar a cabo los sacrificiosque éstos requerían. Han sido acusadosde todo, desde hambrunas hastainundaciones, han visto cómo violaban asus mujeres y confiscaban sus bienes...Y aun así se aferran a su fe, aun así nocejan en su empeño. —Calló unosinstantes, maravillado por el concepto

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mismo que estaba describiendo—. Esoes poder, poder auténtico. Y nosotrostenemos que protegerlo para poderaprovechar todo el potencial queencierra.

El obispo hispano se aclaró la vozy dijo:

—Ya habéis conseguido mucho,majestad. Habéis puesto fin a esapersecución. Los habéis cubierto dedonaciones y exenciones de impuestos, yles habéis brindado la oportunidad deformar parte de la clase gobernante, asícomo de prosperar y difundir sumensaje.

—Así es —convino el emperador—, y gracias a eso este imperio seconvertirá en el más grandioso de toda

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la historia de la humanidad. Y por esarazón no puedo permitir que esemensaje, esa visión, corra peligro. Eseamable revolucionario que vivió hacetrescientos años es el que me hafacilitado la victoria, el instrumento queme ha permitido unificar el imperio ygobernar al pueblo esgrimiendo elmandato de Dios en persona. Y nopuedo consentir que nada lo amenace.Sería un proceder sumamenteinsensato... Y peligroso para todos.

Pese a lo mucho que preocupabanlas disensiones al gobernantepragmático que llevaba dentro, tambiénsentía preocupación su facetasupersticiosa. Constantino temía que loscismas de la Iglesia fueran obra del

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diablo, y que una Iglesia divididapudiera ofender a Dios y despertar sucólera. Constantino tenía que frustrar lasambiciones del demonio. Se veía a símismo como un sucesor de losevangelistas, un hombre al que Dioshabía encomendado la misión deproteger el cristianismo y llevar lapalabra divina hasta los lugares másrecónditos del imperio y más lejostodavía.

El apóstol número trece.Tenía que poner fin a las luchas

intestinas.Y por aquel motivo había invitado

a los obispos de su imperio a queacudieran a Nicea y les había dicho, sindejar lugar a incertidumbres, que no

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iban a salir del palacio imperial hastaque hubieran resuelto sus disputas yhubieran llegado a un acuerdo respectode la historia que iban a predicar desdesus púlpitos.

Una sola historia.Un solo dogma.Sin divergencias.Al cabo de varias semanas de

intensos debates, por fin alcanzaron unconsenso. Estaban todos de acuerdo. Yatenían la historia.

Osio guardó silencio por espaciode varios minutos, observando alemperador. Después, titubeando, lepreguntó:

—Hay una última cuestión quedebatir, majestad.

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Constantino se volvió hacia él concuriosidad.

—¿Cuál?—Los textos —dijo Osio—. ¿Qué

os gustaría que se hiciera con ellos?Constantino frunció el entrecejo.

Los textos..., aquellas obras infernalesque habían causado tanta discordia.Escritos antiguos, evangelios yreflexiones que databan de los alboresmismos de la fe y que planteaban todaclase de preguntas.

Preguntas inoportunas.—Hemos acordado una única

ortodoxia —declaró el emperador—.Hemos decidido cuál va a ser la verdadevangélica de ahora en adelante. No veola necesidad de embrollar más el asunto.

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—¿Qué estáis diciendo, majestad?Constantino reflexionó unos

momentos, tras los cuales sintió unescalofrío de duda que le bajaba por lacolumna vertebral.

—Quémalos —le ordenó a su fielconsejero—. Quémalos todos.

Osio se acordó de las palabras delemperador mientras contemplaba a susdos acólitos cargando el carro en elcobertizo para carruajes.

Comprendía la decisión delemperador, incluso se solidarizaba conella en muchos sentidos. Era el modocorrecto de obrar, aquellos textos eranciertamente peligrosos.

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Osio conocía a fondo los airadosdebates que había en el seno de la fe;había presenciado personalmente el celocon que defendían sus argumentos losdiferentes movimientos cristianos. Sóloen aquel último año el emperador lohabía enviado dos veces a Antioquía amediar en disputas teológicas. Y nohabían sido viajes agradables.

Pero también tenía sus dudas.Sí, era necesario unificar la fe bajo

una sola visión. Sí, una fe unificadatraería consigo una era de paz yprosperidad sin parangón. Pero ¿a quécoste?

Osio sabía que una vez queConstantino hubiera completado sumisión, el cristianismo se parecería

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mucho más a las creencias paganas a lasque se había impuesto, en particular almitraísmo y al culto del Sol Invictus,que a sus propios orígenes judíos. Pornecesidad. La mayoría de los súbditosdel emperador eran paganos, y paraganarse su fidelidad había queempujarlos suavemente hacia la nuevafe. No se los podía obligar por la fuerzaa que abandonasen sus antiguos ritualesy creencias, unas creencias por las queestaban dispuestos a dar la vida. Osiosabía que hasta el propio emperadoralbergaba dudas en su fuero interno,pues no quería correr el riesgo decontrariar a los dioses de su pasado.

Además, Osio veía otro peligrocercano. Era plenamente consciente de

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que la Iglesia había dado sus parabienesa la pretensión de Constantino desuplantar como mesías a Jesucristo.Ahora el enviado de Dios no era Cristo,sino el emperador. Era el rey guerreroque gozaba del respaldo divino, elhombre que iba a lograr con la espada loque no había logrado Cristo con laspalabras. Era el polo opuesto de aquelsalvador pacífico y bondadoso, ycontaba con el apoyo de los sacerdotes,diáconos y obispos de todos losrincones del imperio.

Ciertamente peligroso.Pero si la Iglesia quería sobrevivir,

necesitaba un adalid.Constantino había abrazado el

cristianismo, había puesto fin a las

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persecuciones y estaba convirtiendo lafe en la religión oficial del imperio. Ibaa dar paso a una nueva edad de oro. Y,como parte del plan, pensaba convertirla antigua ciudad de Bizancio en sunueva capital, su nueva Roma. Unaciudad que tendría grandiosas avenidas,palacios magníficos y edificiossublimes. Edificios como la nuevaBiblioteca Imperial, donde un pequeñoejército de calígrafos y bibliotecarios seafanaría en transcribir textos antiguosdel frágil papiro en el que estabanescritos a un material más duradero, elpergamino, con el fin de mantener vivala llama del conocimiento.

Dicha biblioteca mantendría vivaotra cosa más.

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Algo que Osio sintió la necesidadde conservar.

Observó cómo cargaban susacólitos el tercero de los arcones en elcarro y lo cubrían con una lona biensujeta. Se puso tenso al imaginar lo quevendría después. No tardarían en partir,protegidos por un pequeño destacamentoarmado, al amparo de la noche.

Esperaba que aquella traición no sedescubriese jamás. Y aunque así fuera,estaba preparado para morir con tal deprotegerla.

No podía quemar aquellos textos.Aunque representaran una amenaza parala ortodoxia. Aunque suscitaranpreguntas peligrosas. Era precisoconservarlos y protegerlos. Porque eran

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sagrados. Y si no era en aquel momentopresente, en vida de él o de susdescendientes, ya llegaría la hora en quefueran leídos y estudiados sin tapujos.Ya llegaría una época en la quesirvieran para ayudar al hombre acomprender mejor su pasado. Él iba aencargarse de que así fuera.

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De manera que Osio decidió queaquellos escritos no debían destruirse ylos ocultó en un lugar seguro. ¿Y cómoacabaron en manos de los templarios?

—No lo sé —repuso Tess,estudiando distintas alternativas—. Perode algún modo se presentaron en elmonasterio los primeros templarios, losque iban con Everardo...

—Los que fueron envenenados porlos monjes —añadió Reilly.

—Sí. No sabemos cómo, pero losapresaron. —De pronto se le encendióuna luz y se lanzó tras ella—. Esoocurrió en 1203, justo antes del saqueo

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de Constantinopla —le dijo a Reilly conlos ojos brillantes por la emoción dehaber establecido una conexión nueva—. ¿Y si fuera allí, en Constantinopla,donde estuvieron todo el tiempo? ¿Y sila persona a la que Osio confió lacustodia de los textos decidió que eranecesario sacarlos de allí y trasladarlosa algún lugar seguro antes de que laciudad fuera arrasada por los cruzados?

—Los cruzados... o sea, el ejércitodel Papa.

Tess sintió una oleada de calor.—El ejército del Papa tenía sitiada

Constantinopla. Acababan de saquearZara, que era una ciudad católica. Loshabitantes de Constantinopla teníanmotivos para esperar un fin peor, dado

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que su ciudad era la capital delcristianismo ortodoxo. Los patriarcasortodoxos y los papas llevabandoscientos años intercambiando insultosy excomulgándose unos a otros. Nohacía falta ser adivino para saber lo queles iban a hacer los cruzados cuandolograran penetrar las murallas. Conindependencia de que el Papa supiera ono que se encontraban allí losdocumentos, éstos peligraban.

—¿Así que pidieron a lostemplarios que los llevasen a un lugarseguro? ¿Y por qué a los templarios?

Tess calculó la relación existenteentre las fechas, y al momento se leencendió otra luz, intensa e irresistible.

—¿Y si los templarios estuvieran

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enterados del asunto desde el principio?—¿Qué quieres decir?—Hace tres años, en el Vaticano,

cuando conociste al cardenal Brugnone,te dijo que los templarios habíanencontrado el diario de Jesús enJerusalén. Confirmó lo que ya habíasospechado Vance: que se habíanservido de él para chantajear al Papa yque por esa razón habían terminadosiendo tan ricos y poderosos en pocotiempo. Bueno... ¿De dónde había salidoaquel diario en realidad?

—¿No lo encontraron enterrado enlos restos del antiguo Templo deSalomón? Yo pensé que habían pasadolos cinco primeros años excavando porallí, y que cuando lo encontraron les

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sirvió para chantajear al Vaticano paraque éste les diera su apoyo, y entoncesfue cuando empezaron a lloverles todaslas donaciones de dinero y tierras.

—Eso es lo que hemos supuestosiempre. Pero ¿y si estuviéramosequivocados?

Le vino a la memoria el origen delos templarios que conocía todo elmundo: que en el año 1118 sepresentaron en Jerusalén nuevecaballeros venidos de diversas partes deEuropa, así, de improviso, y lecomunicaron al rey que deseabanproteger a los peregrinos cristianos queacudían a ver la Ciudad Santa, queacababa de ser conquistada. El rey pusoa su disposición un enclave enorme que

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podían utilizar como sede: el antiguoTemplo de Salomón, y de ahí les vieneel nombre de templarios, o caballerosdel Templo. Por lo visto noabandonaron dicho enclave hasta nueveaños después, un tiempo quesupuestamente pasaron excavando enbusca de algo que, cuando loencontraron, les proporcionó grandesriquezas y un poder inmenso. Algo queTess estaba convencida de haberdesvelado tres años atrás en compañíade Reilly.

—¿De verdad lo encontraron losprimeros templarios después de excavaren aquellas ruinas? —preguntó—. ¿Nosería esa historia una tapadera? ¿Y sidesde el principio hubiera formado

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parte del tesoro de Nicea?—Entonces, ¿le mintieron al Papa

con el fin de aumentar su atractivo?¿Para que pareciera más misterioso, másmítico?

—En parte —especuló Tess—. Deesa manera el resto del tesoro quedaríaa salvo. No había motivo para alertar alPapa ni a sus compinches respecto deque allí había escondidos muchos másevangelios y escritos. ¿Para qué iban aponerlos en peligro?

—Pero eso significaría que lostemplarios fundadores de la ordenconocían desde el principio laexistencia de aquel tesoro —observóReilly.

—Lo cual nos lleva a preguntar —

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intervino Tess— quiénes eran enrealidad, y por qué decidieron haceraquella jugada y chantajear al Papa enese momento.

Le costaba digerir lo que implicabacada detalle nuevo que ibandescubriendo. Todo lo que creían saberde los orígenes de los templarios:quiénes eran realmente, de dóndeprocedían, por qué aparecieron cuandoaparecieron, qué intentaban conseguir enrealidad; de pronto todo aquello eracuestionable.

—¿Cuándo aparecieron porprimera vez en escena?

—En 1118. Una época bastanterevolucionaria —contestó Tess,pensando en voz alta, con el cerebro a

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todo gas—. Era la primera vez que unpapa, el jefe de la Iglesia católica y elrepresentante de Jesucristo en la Tierra,no propagaba el mensaje divino de paz yamor. En lugar de eso, dijo a losintegrantes de su rebaño que fueran amatar en el nombre de Cristo, en laseguridad de que todos sus pecadosserían perdonados y de que alcanzaríanel cielo si acudían a destripar infieles ennombre de la cruz. Y en aquel momentosu sagrado ejército estaba ganando;habían conquistado Jerusalén, tenían alos musulmanes contra las cuerdas. ElPapa era el jefe de la únicasuperpotencia que existía por entonces,y tenía el mundo en sus manos.

Reilly reflexionó sobre esto último.

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—¿Pudo ser que alguien, en algunaparte, decidiera crear un contrapeso? —sugirió—. ¿Una fuerza capaz decontrarrestar la supremacía de Roma ytal vez frenarla antes de que se les fueratodo de las manos?

Tess asintió con mirada ausente.—Es posible que todo lo que

creíamos saber de los templarios seafalso.

Se hizo un silencio durante el cualintentaron dar algún asidero a sus ideas.De repente, el semblante de Tess perdióel resplandor de la inspiración y adoptóuna expresión de profunda inquietud.

—Ahora entiendo por qué nuestroamigo el iraní quería echarle la zarpa alalijo de Osio. Tenemos que encontrarlo,

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Sean. Si existe, tenemos que encontrarlonosotros primero. No podemos permitirque unos cabrones de Teherán lo saquena la luz ante un mundo que no estápreparado.

—¿De verdad crees que aún puedecausar problemas? —preguntó Reilly—.¿En el mundo actual? La gente se havuelto bastante escéptica.

—En esto no. Ni en lo que atañe ala Biblia. Hay dos mil millones decristianos, Sean, y muchos de ellosconsideran que la Biblia es la palabrade Dios. La palabra auténtica de Dios.Creen que los veintisiete textos queconforman el Nuevo Testamento nos losentregó Dios mismo para que llevemosuna vida mejor y logremos la salvación

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eterna. No se dan cuenta de que no haynada más alejado de la verdad y de quelo que llamamos Biblia en realidad secompiló varios cientos de años despuésde la crucifixión de Cristo. Peronosotros sabemos más, sabemos aciencia cierta que el cristianismoprimitivo era muy diverso en suscreencias y en sus escritos. Estabaformado por comunidadesdesperdigadas que sosteníaninterpretaciones muy dispares de lo quefue Jesús, de lo que predicó y de lo quehizo, comunidades que basaban su fe enideas muy distintas. Y que no tardaronen pelearse por defender qué versión erala buena. En última instancia venció unode aquellos grupos a fuerza de adquirir

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más conversos que los demás. Y losganadores decidieron cuáles de aquellosescritos primitivos eran los que debíanseguir sus conversos, los modificaronpara que se ajustaran a la versión quehabían adoptado, y a todos los demáslos tacharon de blasfemos y heréticos, ylos eliminaron. Enterraron a lacompetencia, junto con sus creencias ysus prácticas, y después reescribieron lahistoria de toda esa lucha. A lo que voyes que ellos decidieron lo que había queconsiderar escritura auténtica y sagrada,y lo que no. Y lo hicieron muy bien,porque casi no quedó nada de los textosque no les gustaron. La única razón porla que sabemos que existieron es queaparecen mencionados de vez en cuando

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en los primeros escritos de la Iglesia, yel puñado de copias que tenemos dealguna de esas versiones de lacompetencia se deben a un hallazgocasual, como el descubrimiento en 1940de ese conjunto de evangelios gnósticosde Nag Hammadi.

—Pero eso acaba de cambiar —apuntó Reilly.

—Desde luego. E imagínate por unsegundo lo que habría ocurrido si dichapelea la hubiera ganado uno de los otrosgrupos de cristianos. Ahora podríamostener una religión muy diferente, sinmucho en común con lo que hoyllamamos cristianismo. Y eso, si hubieraconseguido llegar hasta la época actual.Porque es posible, incluso probable, que

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si el cristianismo no hubiera tomado laforma que tomó, esa historia tanacogedora y sobrenatural de muerte,resurrección y salvación eterna, que hizouna amalgama de elementos tomados detodas las religiones que existían en elimperio para formar un conjunto nuevo yde talla única (mitraísmo, Sol Invictus,nacimiento de una virgen, resucitar a lostres días, el día del sol, el veinticinco dediciembre), y le permitió crecer demanera organizada hasta convertirse enla religión oficial del Imperio romano...Es posible que Constantino no la hubieraabrazado. Es posible que no hubieralogrado convencer a su pueblo, que erapagano, de que la aceptase, yactualmente nuestro mundo sería muy

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distinto. Sin el cristianismo comocolumna vertebral, la civilizaciónoccidental se habría desarrollado de unmodo que no somos capaces deimaginar. Y todo ello se debe a lostextos sagrados que escogieron losfundadores para construir sobre ellos suIglesia. Porque a eso se reduce todareligión, ¿no? A las escrituras. A unostextos sagrados. Un relato, una fábula,una narración mítica que escribióalguien hace muchísimo tiempo.

»Pero esos cristianismosprimitivos que competían entre sí eranmuy diferentes unos de otros. Y susevangelios, sus escrituras, describían unconjunto de sucesos y de creencias muydistintos de los del Nuevo Testamento.

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Algunos describían a Jesús como unpredicador del estilo de Buda, cuyossecretos sólo podían revelarse a unpuñado de iniciados. Otros loconsideraban un líder revolucionarioque iba a liberar a los pobres de susopresores romanos por la fuerza. Otroslo pintaban como un guía inspirado porDios que proporcionaba iluminaciónespiritual y que iba por ahí diciendocosas muy del estilo Nueva Era, como“Habéis visto al Espíritu, y os habéistransformado en Espíritu. Habéis visto aCristo, y os habéis transformado enCristo. Habéis visto al Padre, y ostransformaréis en el Padre”. Teníanposturas radicalmente distintas acercade si Jesús era humano o divino, y de

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cómo podemos alcanzar la salvación,aunque en líneas generales todo sereduce a entender el verdaderosignificado de lo que dijo Jesús y adescubrir la verdad acerca de nuestro yodivino sin necesidad de recurrir asacerdotes, iglesias ni extraños ritualescaníbales como comer el cuerpo deCristo y beber su sangre. Y losdefensores de esos evangelios nocanónicos dirán que éstos anulantotalmente a los cuatro que se encuentranen la Biblia. Afirman, y hay abundantespruebas que así lo demuestran, que loscuatro evangelios del canon fueronmodificados y maquillados para querespaldasen la creación de una iglesiaorganizada en el nombre de Cristo y

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para justificar una jerarquía de obispos,sacerdotes y diáconos, y dar poder aéstos por encima de los fieles, porconsiderarlos los legítimos herederos delos apóstoles y, ahora viene la ideaclave, los únicos que pueden otorgar lasalvación. Y eso fue lo queconsiguieron: la exclusividad.Acuérdate de que, antes delcristianismo, en el Imperio romano lagente adoraba a toda clase de dioses. Eneso nadie tenía problemas. Había unagran tolerancia y un gran respeto, y elconcepto de herejía y de creer en el“dios verdadero”, o sea la ortodoxia, noexistía. Y tampoco existía ningúnpecado del que tuviéramos necesidad deser salvados. Tan sólo con el

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cristianismo empezó a tener importanciaaquello en lo que creyera una persona,porque ahora, de repente, de ellodependía su vida eterna.

»Por otro lado, los puristas y losdefensores acérrimos de la Biblia diránque todo aquello que no sea conforme alos cuatro evangelios canónicos tiene unorigen dudoso. Dirán que tuvo queescribirse después de los cuatroevangelios que figuran en la Biblia y quesu autor estaba “corrompido” porinfluencias gnósticas. Tachan todo deherético. ¿Sabes lo que significa esapalabra? Capaz de escoger.Literalmente. Ésa es la raíz del término.Significa simplemente una persona queescoge creer otra cosa. Eso es todo. En

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cambio, los que ganaron escogieron loque debemos creer los demás;escogieron ellos qué escritos eransagrados y cuáles eran heréticos.

»La cosa es que, en estosmomentos, no sabemos a ciencia ciertacuál de los dos bandos tiene razón. Nosabemos qué escritos son los que están“corrompidos”. Todo son teorías yconjeturas, porque es muy poco lo queha sobrevivido de esa época. Nosabemos con seguridad cuándo seescribieron los evangelios de Mateo,Marcos, Lucas y Juan, ni en qué orden.En realidad, no sabemos quién losescribió, pero sí sabemos que no fueninguno de ellos; para empezar, no estánredactados en primera persona, y

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tenemos claro que se escribieron muchodespués de que murieran los cuatro. Yen cambio se nos dice que sonauténticos, se nos dice que son éstos losque narran la verdadera historia deJesús y de lo que predicó, y que todo loque se desvíe de ellos es falso. Pero nohay pruebas que lo demuestren. Y existeabundante material que justifica que locuestionemos. Los mejores especialistasde la Biblia han hallado en diversosdocumentos referencias que señalanotros muchos escritos, otros evangeliosque jamás se han encontrado, pero quepodrían anular a los que figuran en laBiblia. Son cerca de cincuenta, según elúltimo recuento. Se trata de otroscincuenta evangelios que nunca hemos

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tenido ocasión de leer, y ésos son sólolos que conocemos. Aun así damos porsentado que el libro que se nos haentregado es el auténtico, es el libro querige todas las facetas de nuestra vida. Esel libro que citan en el Senado cuandotienen que decidir si ir a la guerra o no,o si una mujer puede abortar o no. Es ellibro que la gente está convencida deque contiene la palabra de Dios. Ensentido literal. Sin tener ni idea dedónde ha venido ni de cómo se compusoen realidad.

—Y este tesoro podría cambiartodo eso —observó Reilly.

Tess asintió.—¿Te ríes de mí? No estamos

hablando de unos fragmentos de sellos

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de correos como los manuscritos delmar Muerto, ni siquiera de unos cuantoscódices sueltos como los de NagHammadi. Estamos hablando de unabiblioteca entera de evangelios yescritos del cristianismo primitivo,Sean. Fechados, documentados,completos y originales, no traduccionesde traducciones; un conjunto completo,auténtico y sin adulterar de todas lasinterpretaciones que existían de la viday las palabras de Jesucristo. Podríarevolucionar nuestra forma de entenderel hombre y el mito. Estoy segura de queasí sería. Porque no dudo ni por unsegundo de que lo que dijo Jesús fuemuy diferente de lo que nos llevanvendiendo desde el Concilio de Nicea.

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A ver, ¿cómo, si no, iba a ser posibleque su mensaje de renunciardesinteresadamente a las posesiones, unmensaje que tenía por finalidad elevar lasituación de los pobres y de losoprimidos, terminase dando lugar a unareligión de los ricos y los poderosos deRoma, si no se hubiese adulterado paraque encajase con los nuevos planes?

—La religión del emperador —dijo Reilly, acordándose de la carta deOsio.

—Exacto. Piensa un poco en lo quesucedió en realidad en el Concilio deNicea. Un emperador, no un papa,reunió a los sacerdotes y obispos másinfluyentes de todo su imperio, los sentóen una sala y les ordenó que resolvieran

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sus diferencias y acordaran una doctrinaque pasaría a ser la versión oficial delcristianismo. Un emperador, no un papa.Un rey guerrero, un gobernante, unmesías en realidad, si queremos utilizarel verdadero significado de esa palabra.Un hombre que acababa de derrotar asus adversarios, que había asumido elcontrol de un territorio dividido ynecesitaba algo sumamente poderosopara unificar todas las piezas de suimperio. Tenemos la oportunidad dedescubrir los textos que no pasaron elcorte, las otras versiones de lo que hizoy dijo Jesús, aquellas cuya existenciaConstantino y los fundadores de laIglesia decidieron que no debíamosconocer.

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Tess perforó a Reilly con los ojosbrillantes.

—Tenemos que encontrarlo —insistió—. Constituye una clave crucialpara nuestra historia, pero tambiénpodría resultar devastador. Tenemos queencontrarlo y cerciorarnos de que se ledé un uso adecuado. Esos escritospodrían dar respuesta a muchaspreguntas formuladas por personascapaces de aceptar la verdad, perotambién provocarían una crisis tremendaen quienes no sepan asumirla, que sonmuchos más. Hace unos años, bastó unasola frase, una sola, tomada de unosfragmentos de una supuesta versión másantigua del evangelio de Marcos, paradar lugar a una airada polémica, porque

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insinuaba que Jesús había pasado todauna noche enseñando «los secretos de sureino» a otro hombre que iba vestidoúnicamente con una «prenda de lino»,con todas las connotaciones que entrañaeso. Imagínate lo que podría provocaruna lista entera de evangeliosalternativos.

Reilly la observaba con gestopensativo, absorbiendo sus palabras,pero incluso sin que hubiera terminadode hablar él ya se dio cuenta de que nopodía volver a casa. Todavía no. Antestenía que hacer todo lo que pudiera paraencontrar aquellos arcones. Si caían enmalas manos, eran potencialmente unarma, un arma de desesperación en masasi se tenía en cuenta que una tercera

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parte de los habitantes del planetaprofesaba la religión cristiana y quemuchos de ellos consideraban sagradasy exactas cada una de las palabras quecontenía la Biblia. El problemaestribaba en que no deseaba mezclar alFBI ni, por asociación, al Vaticano. Laúltima vez, las cosas no habían salidodemasiado bien en aquellos dos frentes.Y, por supuesto, tampoco queríaimplicar a los turcos; cualquier objetohistórico, sobre todo si era religioso,sería confiscado antes de que ellostuvieran siquiera la oportunidad deexaminarlo.

No; si Tess y él querían ocuparsede aquello, iban a tener que actuar porsu cuenta. Por debajo del radar. Muy por

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debajo. Por el subsuelo.—Estoy contigo —dijo por fin—.

Pero en estos momentos ya no hay nadamás que podamos hacer. Has topado conuna pared, ¿no es así? Has dicho que lapista se ha enfriado.

Tess estaba de pie, paseando por lahabitación hecha un manojo de nervios acausa del entusiasmo.

—Sí, pero... Hay algo que se nosescapa. Conrado debió de dejarnos unapista, incluso después de muerto.Seguro. —De pronto tuvo unarevelación—. Tiene que estar en esaiglesia en la que está enterrado.

—Pero si ya has estado en ella.Dijiste que no había nada enterrado conél.

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—Pues tiene que haber algo más —insistió Tess—. Algo que hemos pasadopor alto. Tenemos que volver.

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Tess disimuló la inquietud que lainvadía viendo a Reilly adoptar sucaracterística actitud de apisonadorapara pasar por delante de los dossoldados de la Yandarma que habíaapostados a la puerta del hotel.

Les dijo que en el tiroteo del cañónse le había perdido la Blackberry, einsistió en que no tenía más remedio queregresar para recuperarlo, dado quecontenía material confidencial del FBI.Al recibir la primera réplica, elevóligeramente el tono de voz y habló comosi aquello fuera a convertirse en unincidente diplomático en toda regla si no

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recuperaba pronto el teléfono, y advirtióa los soldados que aquello iba a llenarsede tropas norteamericanas, enviadaspara proteger el perdido alijo desecretos de Estado.

La treta dio resultado. Veinteminutos después, la furgoneta del hotellos depositaba en la entrada del cañón.Todavía estaba estacionado allí unHumvee de la Yandarma. Aparte deéste, el único vehículo era elpolvoriento Cherokee del historiadormuerto, un recordatorio del reguero desangre derramada.

No tardaron en pasar junto a lavivienda cónica donde habían disparadoa Abdülkerim. La salpicadura de sangreya había sido absorbida por aquella

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roca blanda y porosa, y la manchaborrosa que quedaba daba la impresiónde ser un resto del pasado lejano. Nohabía policía acordonando la zona, niinvestigadores de la científicaescudriñando los daños causados en latoba. No había necesidad. Estaba todobastante claro, y si se llegaba a capturaral iraní, seguro que no lo juzgaba ningúnjurado.

Tess sintió escalofríos al pasar poraquel punto, y no pudo apartar delpensamiento la cara de Abdülkerimcontorsionada por la angustia cuando loatravesaron las balas. Lo conocía dehacía muy poco, y apenas había tenidotiempo de saber cómo era. No sabíanada de él, desconocía si estaba casado

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y tenía hijos, y ahora estaba muerto. Alas pocas horas de haberlo conocido.

Subieron hasta la iglesia. Con laayuda de unas linternas que tomaronprestadas en el hotel, Tess le indicó aReilly el mural que decoraba lasemicúpula del ábside y lo condujo a lacripta. Todavía sentía escalofríoscuando penetraron en la cámaramortuoria, que estaba tal como la habíandejado. El hecho de encontrarse allí lahizo revivir la escena. Fue como siestuviera viéndose a sí misma en undiorama holográfico tridimensional, encuyo centro se hallaba el semblanteangustiado de Abdülkerim.

Reilly debió de notarlo.—¿Te encuentras bien? —le

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preguntó.Tess borró de su cerebro aquellas

turbadoras imágenes y asintió, y acontinuación le mostró la tumba abiertade Conrado. A un lado se encontrabanlos pedazos rotos de la vasija de arcilla.No se había movido nada.

Reilly recorrió la cámara con lavista.

—¿Y esas otras tumbas?Tess alumbró con la linterna las

marcas que había en las paredes.—Pertenecen a dignatarios y

benefactores de esta iglesia.—Podrían ocultar algo más.—Podrían —contestó Tess en tono

escéptico—. Pero si no exhumamos loscuerpos, no hay forma de saberlo. La

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cosa es que si es aquí donde estáenterrado el tesoro de Osio, yo creo quehabrían dejado alguna señal, algúnindicador que llevara hasta él. De locontrario, podría perderse para siempre.Pero no hay más que nombres, y ningunode ellos llama la atención.

—Está bien. Así que tenemos elmural y esta cripta. ¿Algo más?

Tess negó con la cabeza.—Antes de irnos de aquí estuvimos

inspeccionando el resto de la iglesia. Nohay nada. —Pero en el momento en quedecía esto le vino algo a la memoria,algo que se le había ocurrido cuandoestaba al ordenador en el hotel,intentando traducir la carta de Osio, yrepitió lo que había dicho Reilly—. El

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mural.Casi en trance, condujo de nuevo a

Reilly hasta el ábside. Observó el muraly alumbró con la interna las letrasgriegas que había encima de la pintura.

—Es de lo más raro —comentópara sí misma— que aquí, en unaiglesia, haya unos versos de un poemasufí.

—¿Qué quiere decir sufí?—Es una forma mística del islam

—explicó Tess—, muy popular enTurquía. O por lo menos lo era, antes deque la prohibieran en la década de 1920.

—Espera un momento, ¿un poemamusulmán en el interior de una iglesia?

—No es exactamente musulmán. Elsufismo es diferente, tanto que los

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musulmanes más duros como nuestrosamigos los saudíes y los talibanesconsideran que quienes lo practican sonherejes, y lo han prohibido. Le tienenterror, porque el sufismo es pacifista,tolerante y liberal, y porque no se basaen la adoración sino en la experienciapersonal, en buscar la senda que ha deseguir cada persona para llegar a Dios eintentar el éxtasis espiritual. Rumi, elmístico que escribió esos versos, fueuno de los padres fundadores delsufismo. Predicaba que el sufismoacogía por igual a las gentes de todas lasreligiones, y que la música, la poesía yla danza constituían la manera de abrirlas puertas del paraíso y llegar hastaDios, un dios no del castigo ni de la

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venganza, sino del amor.—Suena genial —bromeó Reilly.—Y lo es. Por eso Rumi es muy

popular en nuestro país. Tremendamentepopular. Incluso he leído no sé dóndeque Sarah Jessica Parker practicaaerobic acompañándose de versionesroqueras de sus poemas. Se haconvertido en el gurú de la Nueva Era,lo cual no hace justicia a la intensidad yla profundidad de lo que escribía Rumi,pero resulta comprensible teniendo encuenta que dice cosas como: «Mireligión consiste en vivir mediante elamor», lo cual, hay que reconocerlo,resulta bastante radical para unpredicador musulmán del siglo XIII.

—Ya veo por qué los saudíes no

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quieren que se difunda su mensaje.—Es muy triste, la verdad.

Trágico. Es un mensaje que podría hacermucho bien en estos momentos.

Reilly volvió a contemplar elfresco.

—De acuerdo, pero sea herético ono, seguimos teniendo unos versosmusulmanes en una iglesia de mil añosde antigüedad. Y eso, como tú biendices, resulta muy extraño. A propósito,¿qué es lo que dice?

—Nos lo leyó Abdülkerim. —Tessiluminó el texto en griego y lo tradujo envoz alta, recordando lo que había dichoel historiador—: «En cuanto al dolor,igual que una mano amputada en elcombate, considera que el cuerpo es una

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túnica que llevas puesta. Las accionespreocupadas y heroicas de un hombre yde una mujer son nobles para el pañero,donde los derviches disfrutan de la brisaliviana del espíritu.»

Reilly se encogió de hombros.—«Una mano amputada en el

combate.» Ahí tienes el motivo. Nopuede haber muchos poemas que tenganun verso así.

—Desde luego. Sin embargo, Rumimurió en 1273. Tuvo que escribirlomucho antes de que Conrado perdiera lamano.

Reilly caviló pensando en aquellosversos.

—Pero ¿qué significa?—No estoy segura. Tengo aquí el

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resto del poema, lo he bajado de la red.—Extrajo un fajo de papeles de lamochila y buscó la página en cuestión—.Aquí está. El poema se titula Brisaliviana, y dice así: «En cuanto al dolor,igual que una mano amputada en elcombate, considera que el cuerpo es unatúnica que llevas puesta. Las accionespreocupadas y heroicas de hombres ymujeres son cansadas y fútiles para losderviches que disfrutan de la brisaliviana del espíritu...» —De repente seinterrumpió con un gesto de confusión—. Aguarda un segundo, esto es distintode lo que pone en la pared.

—Vuelve a leerlo.Tess se concentró en el texto griego

y fue cotejándolo con lo que tenía

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impreso en el papel.—En el mural dice que las

acciones heroicas son nobles, nocansadas y fútiles. Y son las de unhombre y una mujer, no las de hombres ymujeres. Y lo demás también es muydistinto. —Calló unos instantes y seconcentró en aquellas frases paralelas—. El que grabó esa inscripciónintentaba decirnos algo. —Se le aceleróla respiración—. A lo mejor nos estádiciendo dónde se encuentran losarcones.

—¿El resultado de las «accionespreocupadas y heroicas» de Conrado?—inquirió Reilly.

—No sólo las de Conrado. Dicelas de «un hombre y una mujer». ¿Podría

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referirse a Conrado y a una mujerconcreta? —Tess frunció el entrecejo,entregada a profundas cavilaciones—.¿Habría una mujer con él? Y en esecaso, ¿quién era?

—Espera un momento, ¿lostemplarios no eran monjes? ¿Como losque hacen votos de castidad y todo eso?

—Te refieres al celibato. Sí, erancélibes. En su mundo no estabapermitido que entraran las mujeres.

—¿Y lo eran por voluntad propia?¿En una época en la que no habíatelevisión por cable?

Tess no le hizo caso y reflexionóunos segundos más. Luego sacó unbolígrafo y copió la versión quefiguraba en el mural al lado de la

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versión original. Finalmente comparólas dos.

—Muy bien. Vamos a suponer quelas modificaciones se llevaron a cabopor una razón concreta. Paraconducirnos a algún sitio. De modo queel que escribió esto cambió las accionesde «cansadas y fútiles» a «nobles». ¿Ysi se refiere al hecho de haberrecuperado el tesoro de Nicea y haberloguardado en un lugar seguro?

—Continúa.Tess se sentía en un estado de

máxima percepción. Era una sensaciónque adoraba, estar en una concentraciónextrema siendo consciente de ello.

—Las acciones no son cansadas yfútiles, sino nobles. Y para el «pañero».

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«Donde» los derviches disfrutan de labrisa liviana del espíritu.

—Soy todo oídos, Yoda —dijoReilly.

—¿Y si esto nos estuviera diciendoquién era el custodio?

—¿El «pañero»?—Un pañero donde viven los

derviches.—Que es...—En Konya, naturalmente.Reilly se encogió de hombros.—Ya lo sabía.—Calla la boca. Ni siquiera sabes

lo que es un derviche.Reilly adoptó una expresión

falsamente contrita.—Tampoco me siento orgulloso de

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ello.—Un derviche es un miembro de

una hermandad sufí, so neandertal. Losmás famosos son los seguidores deRumi. Se los conoce como «dervichesgiróvagos» debido al ritual de oraciónque realizan girando sobre sí mismoscomo peonzas. Lo hacen para alcanzarun estado de trance que les permiteconcentrarse en el dios que llevandentro.

—El dios que llevan dentro —anotó Reilly, ya con gesto serio—.Suena un tanto gnóstico, ¿no te parece?

Tess enarcó una ceja.—Cierto. —Lo miró impresionada

con una expresión que decía «Despuésde todo, a lo mejor no eres tan

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neandertal», y luego se puso areflexionar sobre dicha idea. En efecto,el mensaje espiritual era similar.Aparcó el tema de momento y dijo—:Rumi y su hermandad tenían la sede enKonya. Allí es donde se encuentraenterrado, su tumba es actualmente unmuseo. —Su cerebro iba dos pasos pordelante de sus labios—. Konya. Tieneque estar en Konya.

—Conrado murió aquí, y Konya...¿a cuánto está de este sitio?

Tess intentó hacer memoria de loque había dicho Abdülkerim.

—A unos trescientos kilómetroshacia el oeste.

—No es una distancia pequeñapara aquella época. ¿Y cómo llegó allí

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el tesoro? ¿Quién lo trasladó?—Puede que la misma persona que

escribió esto —respondió Tess,indicando el texto griego del mural. Sucerebro continuaba adelantándose a ella,en busca de respuestas—. Pero enaquella época Konya era territorio sufí,y aún lo es en la actualidad. Si el alijode Osio fue trasladado a Konya, quien lotrasladó debió de tener una estrecharelación con los sufíes, o bien era unsufí él mismo.

—O ella misma —la corrigióReilly—. Acuérdate, un hombre y unamujer. ¿Podría tratarse de nuestra mujermisteriosa?

—Podría. En el sufismo, hombres ymujeres reciben igual consideración, y

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muchos santos sufíes tuvieron comomentor a una mujer. —Reflexionó unosmomentos y dijo—: Tenemos que ir aKonya.

Reilly le dirigió una mirada deduda.

—Venga, no creerás de verdadque...

—Estos cambios se hicieron por unmotivo específico, Sean. Y creo deverdad que hay muchas probabilidadesde que nos estén diciendo que el tesorode Osio le fue entregado en custodia aun pañero sufí de Konya —insistió Tess—. Y por ahí vamos a empezar.

—¿De qué manera?—En esta parte del mundo, los

oficios suelen transmitirse de una

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generación a la siguiente. Necesitamosencontrar a un pañero que tenga unantepasado que haya formado parte dealguna de las logias de Rumi.

Reilly no pareció muy convencido.—¿De verdad piensas que vas a

dar con una familia de pañeros desetecientos años de antigüedad?

—Lo que sé es que voy a intentarlo—lo provocó ella—. ¿Se te ocurre algomejor?

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Konya, Turquía

Unas pocas estrellas precocesahuyentaban ya al sol poniente cuandoun taxi dejó a Reilly y a Tess en elcorazón de una de las poblaciones másantiguas del planeta.

Cada una de las piedras de aquellaciudad estaba cargada de historia. Segúnla leyenda, fue el primer núcleo urbanoque emergió después del Diluvio, y losrestos arqueológicos han demostradoque ha estado poblada sin interrupcióndesde que en la zona se asentaron variastribus del Neolítico, hace más de diez

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mil años. Se dice que san Pablo estuvopredicando allí en tres ocasiones, laprimera en el año 53 de nuestra era, locual situó a Konya en una trayectoriaestelar que alcanzó su cumbre en el sigloXIII, cuando se convirtió en la capitaldel sultanato selyúcida, la misma épocaen que fue el hogar de Rumi y suhermandad de derviches. Tras los díasgloriosos en que alojó a los sultaneshabía ido declinando rápidamente, peroaún en la actualidad era la segundaatracción más visitada de Turquía, ytodos los años recibía más de dosmillones de turistas que acudían a rendirhomenaje al gran místico. Su mausoleo,el Yesil Turbe, la «Tumba Verde», erael epicentro espiritual de la fe sufí.

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Y también era donde habíadecidido Tess iniciar la búsqueda.

Sabía que no iba a resultar fácil. EnTurquía seguía estando prohibido elsufismo. No había logias en las quehusmear ni ancianos a los que preguntar.Por lo menos a la vista. Las reunionesespirituales sufíes sólo se llevaban acabo en la más estricta intimidad,ocultas a las miradas inoportunas. Ytodavía se imponían importantes penasde prisión a quienes transgredieran laley.

El sufismo se declaró ilegal en1925, poco después de que KemalAtaturk, el padre de la Turquía moderna,fundase su república sobre las cenizasdel Imperio otomano, muy controlado

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por la religión. Deseoso de demostrarcuán occidentalizado iba a ser su nuevopaís, Ataturk se aseguró de que el estadofuera estrictamente laico y levantó unmuro impermeable entre la religión y elgobierno. Los sufíes, que teníaninfluencia en los niveles más altos de lasociedad y el gobierno otomanos, debíandesaparecer. Todas las logias secerraron y se transformaron enmezquitas. También se prohibieron losrituales así como todas las enseñanzasde dicha tradición, pues en opinión deAtaturk eran retrógrados y suponían unacarga para la modernidadoccidentalizada a la que aspiraban. Dehecho, la única manifestación visible delsufismo que queda en Turquía son las

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danzas folclóricas de la sema, el bailede oración ceremonial de los discípulosde Rumi, que, ironías del destino, se haconvertido en uno de los principalessímbolos turísticos del país. Y sóloporque en la década de 1950 volvió apermitirse a regañadientes, después deque la esposa de un diplomáticoamericano que estaba de visita, picadapor la curiosidad, solicitase presenciaruna de esas danzas. Y así fue comoaquella fe de corazón tan generosoterminó prohibida, tanto por losregímenes fundamentalistas másorientales, como Afganistán y ArabiaSaudí, por ser herética de tan liberal,como por los turcos progresistas, por larazón contraria.

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A juzgar por el mar de austerosrostros barbudos y pañuelos atados a lacabeza que los rodeaban, a Tess y Reillyles quedó claro que Konya era unaciudad muy piadosa y conservadora.Como contraste, también abundaban losoccidentales vestidos con informalesropas veraniegas, y los dos grupos semezclaban con total naturalidad. Ellosse sumaron al flujo de peregrinos,decenas de hombres y mujeres, viejos yjóvenes, llegados de todas partes, que sedirigían al santuario. Éste se erguía alláal frente, imposible de pasar inadvertidogracias a su gran cúpula color turquesa.Aquel enorme edificio medieval habíasido el tekke de Rumi, la logia en la quevivían y meditaban sus discípulos.

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Ahora era un museo construidoalrededor de las tumbas de él, de supadre y de otros santos sufíes.

Siguieron la procesión, queatravesó el gran pórtico en forma dearco y penetró en el corazón delmausoleo. La mayoría de las estanciasmostraban dioramas de maniquíesataviados con las vestiduras sufíestradicionales, recreaciones inanimadasde prácticas ahora ilegales, uninquietante recordatorio de una tradiciónno tan lejana que había sidointerrumpida de golpe.

Tess encontró un puesto en el quehabía folletos en varios idiomas y tomóuno en inglés. Fue leyéndolo mientraspaseaban por las diversas exposiciones.

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Algo vio que la hizo afirmar con lacabeza para sí misma, y Reilly sepercató.

—¿Qué pasa? —inquirió.—Versos de Rumi. Escucha:

«Busqué a Dios entre los cristianos y enla Cruz, y no lo encontré. Entré en losantiguos templos de la idolatría, y nohallé rastro de Él. Penetré en la cuevade Hira y me adentré en su interior, perono hallé a Dios. Luego dirigí mibúsqueda hacia la Kaaba, el lugar al queacuden viejos y jóvenes, pero Dios noestaba allí. Por último miré en mi propiocorazón, y entonces lo vi. No estaba enninguna otra parte.»

—Muy valiente —comentó Reilly—. Me asombra que no le cortasen la

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cabeza.—De hecho, el sultán de los

selyúcidas lo invitó a vivir aquí. Elsultán no tenía ningún problema con lasideas de Rumi, como tampoco teníaningún problema con los cristianos deCapadocia.

—Echo de menos a esosselyúcidas.

Tess afirmó con la cabeza. Sucerebro recorría, flotando, paisajesimaginarios de mundos alternativos.

—Mira, cuanto más pienso en ello,más cuenta me doy de que había muchascosas en común entre lo que creían lossufíes y lo que pretendían lostemplarios. Ambos consideraban que lareligión era algo que debería unirnos, no

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un elemento de división.—Por lo menos éstos no acabaron

en la hoguera.Tess se encogió de hombros.—No tenían un rey que codiciara el

oro que guardaban en sus cofres.Cruzaron una entrada que conducía

a la grandiosa sala en la que estabaenterrado Mavlana Yelaluddin Rumi, elmevlana en persona, es decir, elmaestro. El amplio espacio que losrodeaba resultaba sobrecogedor. Susparedes eran obras maestras deintrincada caligrafía dorada en relieve;sus techos, deslumbrantescaleidoscopios de arabescos. En elcentro se encontraba la tumba. Eradescomunal y majestuosa, y estaba

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cubierta por una enorme tela bordada enoro y coronada por un gigantescoturbante.

Sin acercarse demasiado,contemplaron a los peregrinos que, conojos llorosos, tocaban con la frente unescalón de plata que había al pie deltúmulo y después lo besaban. Otros sequedaban por la sala, leyendo laspalabras del poeta para sí o en pequeñosgrupos, con el semblanteresplandeciente de felicidad. En elambiente reinaba un profundo silencio, yse respiraba un delicado respeto, máspropio de visitantes ante la tumba de ungran poeta que de fervorosos peregrinosde alguna religión. Que era lo que habíatemido Tess. Por allí no había nada que

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pudiera ayudarla a localizar a aquellaesquiva familia de pañeros, suponiendoque de verdad hubiera existido.Necesitaba preguntar a alguien, pero nosabía a quién.

Salieron del santuario y empezarona pasear por un bulevar que llevaba alcorazón del casco histórico. Estabarepleto de tiendas, cafés y restaurantesabarrotados de vecinos y turistas;también había niños jugando en libertaden las lomas que se elevaban en lapradera. Aquella ciudad exudaba unatranquilidad que Tess y Reilly echabandolorosamente en falta.

—A lo mejor encontramos unayuntamiento —dijo Tess, caminandocon paso lento y parsimonioso y los

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brazos cruzados en un gesto defrustración—. Un sitio en el que llevenun registro de los habitantes.

—¿Y no habrá un apartado depañeros en las páginas amarillas? —agregó Reilly.

Pero Tess no estaba de humor.—¿Qué pasa? Estoy hablando en

serio. —Reilly le ofreció una sonrisaamistosa y continuó—: El problema esque tenemos una pequeña barreralingüística.

—Los únicos derviches que se venson los que montan los espectáculospara los turistas. Tratan con extranjeros.Deberíamos encontrar a alguien que nosentienda y convencerlo de que nospresente a un anciano sufí.

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Reilly hizo una señal con el dedo.—Vamos a preguntar a ésos.Tess se volvió. Había un cartel que

anunciaba «Iconium Tours», y debajo,en letras más pequeñas, «Agencia deViajes».

—Puedo conseguirles entradaspara ver un sema esta noche —les dijocon entusiasmo el propietario de laagencia, un individuo de aspectoamable, cincuentón, que respondía alnombre de Levant—. Es un espectáculomaravilloso, les va a encantar. Les gustala poesía de Rumi, ¿no?

—Mucho. —Tess sonrió incómoda—. Pero ¿va a ser una auténtica

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ceremonia de oración, o una cosa más...—gesticuló— turística?

Levant la miró con curiosidad. Sele veía un poco ofendido.

—Todos los semas son auténticasceremonias de oración. Los derviches setoman muy en serio lo que hacen.

Tess lo desarmó con una cálidasonrisa.

—Naturalmente, no me refería aeso. —Respiró hondo y buscó la mejorforma de expresarse—. Es que... Verá,yo soy arqueóloga, y estoy intentandoentender algo que he descubierto. Unlibro antiguo. Habla de un pañero, dehace unos cuantos siglos. —Hizo unapausa y sacó un papel arrugado delbolsillo—. Es un kazzaz, o bezzaz, o

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derzi, o çukaci —dijo, peleando con lasdiferentes maneras de denominar a losfabricantes de telas. Se las habíaproporcionado el taxista. No sabía muybien cómo se pronunciaba la última, asíque le enseñó al agente de viajes lo quele había escrito el taxista... Con letrasque ella podía leer, ya que otra de lasimpetuosas reformas de Ataturkconsistió en abandonar el alfabetoarábigo y adoptar el latino para escribirel idioma turco—. Se trataba de unpañero que fue derviche aquí, en Konya.Probablemente era un hombre mayor, unanciano, algo así. Ya sé que es muchopedir, pero... ¿No conoce usted a alguienque pudiera saber mucho de estas cosas,un experto en la historia de los

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derviches de Konya?Levant se echó hacia atrás

ligeramente, y su expresión se replegóhacia un territorio más reservado.

—Mire, no vengo con ningunamisión oficial —añadió Tess paratranquilizarlo—. Tengo un interéspersonal, nada más. Simplemente intentoentender un detalle que aparece en eselibro antiguo que he descubierto.

El agente de viajes se tocó la bocay la barbilla, después se pasó la manopor la cara y por la calvicie incipiente.Luego miró a Reilly y lo estudiótambién. Éste guardó silencio y se quedódonde estaba, procurando parecertímido e inofensivo. El calvo se volvióhacia Tess, se inclinó y adoptó una

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expresión conspirativa.—Esta noche puedo llevarlos a un

dikr privado —les dijo refiriéndose auna ceremonia sufí de conmemoración—. Es algo muy reservado, ya meentienden. Informal. Unos cuantosamigos que se juntan —hizo una pausa—para celebrar la vida. —Le sostuvo lamirada a Tess y esperó a ver si ellacaptaba lo que quería decir.

Tess asintió.—¿Y cree usted que allí habrá

alguien que pueda ayudarme?Levant se encogió de hombros

como diciendo «quizá», pero era unquizá claramente afirmativo.

Tess sonrió.—¿A qué hora?

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El anciano no fue de mucha ayuda.La ceremonia de oración en sí

resultó fascinante. Tuvo lugar en elelegante salón de una casa grande yantigua. Los derviches,aproximadamente una docena entrehombres y mujeres, bailaron sumidos entrance, girando sin acabar nunca, con losbrazos extendidos, la mano derechavuelta hacia arriba para recibir labendición del cielo y la izquierda haciaabajo para canalizarla hacia la tierra.Seguían la música suave e hipnotizantede una flauta dulce —el querido ney deRumi, el aliento divino que a todo leconfiere vida— y un tambor. El maestro,

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un anciano sentado a un lado, losacompañaba recitando una y otra vez elnombre de Dios, la parte de laceremonia que estaba más estrictamenteprohibida. Pero nadie irrumpió en lacasa, ni hubo ninguna detención. Por lovisto, los tiempos habían cambiado.

Pero el anciano no les sirvió demucha ayuda. En realidad, no los ayudóen absoluto. Apoyándose en su nietopara ir traduciendo, le dijo a Tess queno tenía noticia de ninguna familia depañeros ni fabricantes de telas quehubieran sido notables derviches, y quetampoco conocía a ninguna que lo fueraen la actualidad. Tess y Reilly dieronlas gracias a los anfitriones por suhospitalidad y se encaminaron hacia el

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hotel que les había reservado la agenciade viajes.

—No debería habermeentusiasmado —se quejó Tess,desanimada y exhausta—. En Konyahubo numerosas logias, incluso enaquella época. Las probabilidades detropezar con la que buscamos... No sonmuchas, ¿verdad? —Suspiró—. Estopodría llevarnos bastante tiempo.

—No podemos quedarnos más —dijo Reilly—. En mi caso, quieren quevuelva a Nueva York. Y no hemos traídouna muda ni un cepillo de dientes. Enserio, esto es una locura. Ni siquierasabemos si es éste el lugar adecuado.

—Yo no pienso rendirme.Acabamos de llegar. Necesito asistir a

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más ceremonias de ésas, preguntar a másancianos. —Se volvió hacia Reilly—.Tengo que hacer esto, Sean. Estamosmuy cerca, lo noto. Y no puedomarcharme sin más. Tengo que continuarhasta el final. Vete tú, yo me quedo.

Reilly hizo un gesto negativo.—Es demasiado peligroso. Ese

hijo de puta todavía anda por ahí suelto.No pienso dejarte sola.

Aquel comentario ensombreció elsemblante de Tess. La preocupación deReilly no era infundada.

—Tienes razón, ya lo sé —dijo,asintiendo despacio para sí misma, sinsaber qué hacer.

Reilly la rodeó con el brazo.—Venga, vamos a buscar el hotel.

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Estoy hecho polvo.Llegaron al distrito de los bazares,

preguntaron por dónde se iba y acontinuación atravesaron un mercadillocubierto que tenía el tamaño de unhangar. Pese a lo tardío de la hora, aúnera un hervidero de gente. Los invadiótoda clase de olores, provenientes de loscoloridos montones de frutas y verduras,de grandes cantidades de salsa detomate, dolmates salçasi, y de enormessacos de azúcar de remolacha y deespecias de todos los colores. Aqueltapiz inmenso y suculento se encargabande manejarlo ancianos tocados congorros bordados, mujeres cubiertas conpañuelos multicolores y niños çay queiban de un lado para otro portando

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bandejas de té endulzado con almíbar.También había un puesto de donerkebabs y yogur líquido con menta que sehizo difícil de resistir; aquel día nohabían comido gran cosa.

—¿No podrías quedarte un par dedías más? —rogó Tess. La idea deregresar a casa y renunciar a labúsqueda le hacía un nudo en elestómago, así como la de quedarse solaen aquella ciudad.

—Lo dudo. —Reilly arrojó elenvoltorio del sándwich a una papeleraabarrotada y se terminó lo que lequedaba de la bebida—. Voy a tener quedar muchas explicaciones sobre lo quesucedió en Roma.

—Roma —repitió Tess en tono

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ausente. Tenía la sensación de que habíapasado una vida entera.

—Ni siquiera saben que estamos enKonya. Tengo que llamarlos para sabercuándo van a recogernos y ver si puedeser desde aquí. Además, quiero volver.Aquí no puedo hacer gran cosa.Necesito sentarme a mi mesa paracoordinar las operaciones deinteligencia y encargarme de que esténactivadas todas las alertas, para que nose nos escape ese terrorista la próximavez que asome la cara. —Apoyó lasmanos en los hombros de Tess y laatrajo hacia él—. Mira, eso no quieredecir que tú tengas que abandonar labúsqueda. Ahora contamos con uncontacto en Konya, ese agente de viajes.

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Puedes llamarlo desde Nueva York.Deja que haga él la labor más pesada, yaque está mejor ubicado. Podemospagarle, da la impresión de ser un tipobastante servicial. Y si descubre algo,cogemos un avión y volvemos.

Tess no le respondió. Estabamirando con curiosidad algo que habíadetrás de Reilly. Éste la observó unosinstantes, después se volvió y vio de quése trataba: una tienda de alfombras. Y unindividuo calvo y regordete que entrabaen ella con un letrero plegable que antesestaba en la acera. Por la pinta, estabana punto de cerrar.

—¿Ahora quieres de ir decompras? —preguntó Reilly—. ¿Con laque está cayendo?

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Tess le hizo una mueca de reprochey señaló con el dedo el letrero quecolgaba encima de la tienda. Decía«Alfombras y kilims Kismet», debajo:«Taller tradicional de confección amano.»

Reilly no acababa de entender.Tess señaló de nuevo y le hizo un

gesto como diciendo: «Mira otra vez.»Reilly miró otra vez, y entonces lo

vio.En letras más pequeñas, en la parte

inferior del letrero. Al lado del númerode teléfono de la tienda. Un nombre.Seguramente, el del propietario. HakanKazzazoglu.

Kazzaz-oglu.Reilly reconoció la primera parte

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de aquella palabra, pero no casaba conlo que esperaba ver. Allí no se veíaninguna tela.

—Pero es una tienda de alfombras—observó, desconcertado—. ¿Y quéquiere decir lo de «oglu»?

—Es un sufijo muy frecuente de losapellidos turcos —contestó Tess—.Significa hijos o descendientes.

Ya estaba entrando por la puerta dela tienda.

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Tal como dedujo Tess, aquelvendedor de alfombras era,efectivamente, descendiente de unpañero. En su desesperación, fue con éltodavía más directa que con el maestrosufí. Le contó que había descubiertounos manuscritos bíblicos muy antiguose intentaba averiguar algo más sobre suorigen. Tras dudar un instante, sacó unode ellos de la mochila. Pero,lamentablemente, el comerciante noresultó ser de más ayuda que el anciano.

No era que se mostrara evasivo odifícil de abordar; es que de verdad nosabía de qué le estaba hablando Tess, a

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pesar de que fue muy sincero al contar lahistoria de su familia y al comentar queél mismo era un sufí practicante.

Pero aquello no la disuadió. Estabasegura de que habían dado con algo. Loque estaban buscando no tenía por quéser necesariamente un pañero y su tiendade telas, sino un nombre. Un apellido defamilia que se pudiera asociar con unaprofesión o con un comercio. Y en esesentido, aquel vendedor de alfombras síles sirvió de ayuda. Les hizo una lista detodos los Kazzazoglu que conocía y lasdirecciones de sus establecimientos.Eran más de una docena, y había desdevendedores de alfombras hastaalfareros, e incluso un dentista. Además,les proporcionó varios apellidos que se

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derivaban de las distintas formas dedecir «pañero» en turco, y empleó losmismos términos que el taxista.

Le dieron las gracias y se fueronpara permitirle que cerrase la tienda.

Tess se sentía reanimada.—Ya no podemos marcharnos —le

dijo a Reilly, sosteniendo la lista en alto—. Venga. Sólo un día más. Consigue undía más. Dales a tus jefes algunainformación o alguna pista que tenga quever con el iraní. Seguro que se te ocurrealgo.

Reilly se pasó una mano por la caracomo para quitarse el cansancio y miróa Tess. Su entusiasmo contagioso sehacía difícil de resistir. Y pensando porlo que había pasado en aquellos últimos

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días, Reilly tenía todas las de perder.—Eres mala —le dijo.—La peor. —Ella sonrió y tiró de

él en dirección al hotel.

Reilly le proporcionó a Aparo todala información respecto de lo que seproponían hacer y le contó una historiaun tanto vaga para que se la trasladara aljefe. A la mañana siguiente Tess y élsalieron del hotel bien temprano ypasaron el día recorriendo las tiendasque les había anotado el vendedor dealfombras.

Las personas con que seencontraron fueron muy bondadosas yacogedoras. Con cada consulta que

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hacía, más fácil le resultaba a Tessabrirse y no sentir reparos en enseñarlos dos códices. Pero al final no sirvióde nada. Nadie sabía nada de unescondite de libros antiguos, y si alguiensabía algo, lo disimulaba muy bien.

Dieron la jornada por finalizadainvestigando el último nombre de lalista. Era una tienda de alfarería ycerámica que tenía en el escaparate unaasombrosa variedad de azulejos, platosy vasijas de múltiples colores ycomplicados adornos. El dueño era unindividuo de cuarenta y tantos años,rechoncho y de hablar calmo, con unosojos de pestañas muy largas y negras,dignas de servir de modelo a cualquiermarca de cosmética. Estuvieron

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conversando sin interrupciones unosdiez minutos; en la tienda no había nadiemás, aparte de la hija del dueño, unaadolescente que tenía las mismaspestañas que su padre pero distintoporte, y una anciana consumida que elhombre les presentó como su madre.Ella tampoco supo contestar a laspreguntas de Tess.

A pesar de que no pudieronayudarla, la visión de aquel libro taninsólito despertó la curiosidad deldueño y de su madre, tal como habíaocurrido con los otros comerciantes. Laanciana se aproximó y, en voz queda,pidió ver el libro más de cerca. Tess selo puso en las manos. La mujer lo abriócon delicadeza, miró la página de dentro

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y volvió unas cuantas hojas más.—Es muy bonito —comentó

mientras lo examinaba—. ¿Quéantigüedad calcula usted que tiene?

—Unos dos mil años —respondióTess.

La mujer abrió los ojossorprendida, y asintió. Luego cerró elcódice y acarició suavemente la frágilcubierta de cuero.

—Debe de valer mucho dinero,¿no?

—Supongo —repuso Tess—. Laverdad es que no se me ha ocurridopensarlo.

Aquello pareció sorprender a laanciana.

—¿No es eso lo que pretende? ¿No

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espera poder venderlo?—No, en absoluto.—¿Y entonces?—No estoy segura —dijo Tess,

pensando en voz alta—. Este evangelio,y todos los demás que puedan existir,forman parte de nuestra historia. Espreciso estudiarlos, traducirlos,fecharlos. Y después, hay que darlos aconocer a las personas que puedan tenerinterés por conocer mejor lo que ocurrióen Tierra Santa en aquella época.

—Eso mismo podría hacerlovendiéndoselo a un museo —le presionóla mujer, con los ojos animados por unachispa traviesa.

Tess sonrió a medias.—Seguro que sí. Pero no es eso lo

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que busco, ni lo ha sido en ningúnmomento. Además, estos libros... —Depronto se le oscureció el semblante;alargó la mano y volvió a coger elcódice—. Son muchas las personas quehan sufrido por dar con ellos. Lo menosque puedo hacer es cerciorarme de quesu dolor y su sufrimiento no hayan sidototalmente en vano. Estos libros son ellegado de esas personas.

La anciana ladeó la cabeza y seencogió de hombros en un gesto, comodiciendo: «Lástima.»

—Lamento no poder ayudarla —ledijo.

Tess hizo un gesto de asentimientoy volvió a guardar el códice en sumochila.

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—No pasa nada —contestó—.Gracias por atenderme.

Como no había más de que hablar,lo único que les quedaba a Reilly y aella era ver cómo salir de la tienda,ahora que la conversación habíaempezado a girar en torno a la hermosacerámica que fabricaba la familia y losprecios de ganga que pedían por ella.

Dejaron que las tres generacionesde Kazzazoglu cerrasen la tienda ysalieron a la calle. Ya era de noche. Elhotel no estaba muy lejos, como a diezminutos andando. Se trataba de un hostalsencillo, de tamaño mediano. Moderno,de tres plantas, típico de una ciudad conaeropuerto secundario. Sobrado deelementos funcionales, corto de encanto.

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Claro que Reilly y Tess no estabanprecisamente en su luna de miel. Suhabitación, que se encontraba en laúltima planta y daba a la calle central,contenía una ducha decente y una camalimpia, que era todo cuanto ellosnecesitaban en aquel momento. Habíasido un día muy largo, el último de unacadena de días largos y noches máslargas todavía.

Tess estaba deprimida. Sabía quese le acababa el tiempo. Al día siguientevolverían a casa con las manos vacías.No había forma de evitarlo. Se besarony se abrazaron en silencio durante largosminutos, arropados por la oscuridad dela habitación, hasta que por fin Reillysacó el móvil y marcó el número de

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Aparo. Tess fue hasta la ventana y seasomó a la calle, sumida en susreflexiones. La ciudad se había quedadodormida, y ahora se veía desierta. Unafarola solitaria que hacía guardia a laizquierda de la entrada del hotel bañabade una luz amarillenta las grietas de laacera. El único punto de movimiento eraun trío de gatos callejeros que entrabany salían de debajo de los cochesbuscando algo que comer.

Mientras los contemplaba con gestoausente, le vino a la memoria la últimavez que había visto gatos: fue enEstambul, frente al Patriarcado, despuésde que le dijeran que en Turquía se losrespetaba mucho pues traían buenasuerte. Aquel recuerdo le produjo un

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escalofrío. En aquella ocasión no fueprecisamente buena suerte lo quetrajeron. Luego contempló los árboles ylos tejados, y por un instante se imaginóallí sola, recorriendo la ciudad sinReilly, y sintió una profunda inquietud.El iraní seguía en libertad, y seguro queestaba furioso. No, Reilly tenía razón;no podía quedarse. No era lo mássensato, y en aquel momento, con sumadre y su hija esperándola en casa, lomejor era actuar con sensatez.

Al volverse para regresar conReilly, miró una vez más hacia la calle yvio otra vez los gatos. Pasaron pordelante de una tienda y desaparecieronen una callejuela oscura... Junto a unafigura solitaria, de pie en la esquina.

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Una figura solitaria que mirabahacia ella.

Tess se puso tensa. Aquella siluetatenía algo familiar. Aguzó la vista paracaptar con nitidez la imagen.

Era una adolescente.Pero no una adolescente

cualquiera.Sino la de la tienda de cerámica.No se movía. Simplemente estaba

allí de pie, en las sombras, vigilando elhotel. Y, pese a la oscuridad, Tess logróverle los ojos, dos faros luminosos quedestacaban en lo desolado de la noche.

De pronto ambas cruzaron lamirada. Tess experimentó una sacudidaen la nuca. La joven pareció habersentido lo mismo, porque de repente dio

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media vuelta y huyó por la callejuela.Tess se lanzó hacia la puerta y le

gritó a Reilly:—¡Es la chica de la tienda, nos está

vigilando!Voló escaleras abajo, salió como

una exhalación por la puerta del hotel yechó a correr por la callejuela seguidade cerca por Reilly. No había ni rastrode la joven, pero Tess siguió adelantehasta que llegó a una calle estrecha quecruzaba en perpendicular. Miró aizquierda y derecha. Nada.

—¿Dónde diablos se habrá metido?¡No puede haber llegado muy lejos! —escupió.

—¿Estás segura de que era ella?—Completamente segura. Me miró

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directamente, Sean. Ha debido deseguirnos. Pero ¿por qué? —De prontose acordó de algo—. Mierda. Losevangelios. Los tengo dentro de lamochila.

Dio media vuelta para regresar alhotel, pero Reilly la frenó y le enseñó lamochila, que le colgaba del hombro.

—Cálmate, la tengo yo.Aquello era lo único que habían

traído consigo a Konya. Además de losdos códices, la mochila contenía lapistola de Reilly.

Tess dejó escapar un suspiro dealivio.

—¿Tú crees que será esto lo quebuscan? ¿Nos habrá estado estudiandopara intentar robarnos los libros?

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—No lo sé. Puede. —Reilly miróalrededor para orientarse y señaló haciala derecha—. La tienda está en esadirección. A lo mejor la chica ha idohacia allá.

Tess reflexionó un segundo.—Tiene lógica. Vamos nosotros

también.—¿Para qué?—Quiero saber qué demonios

estaba haciendo.

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Dar con la tienda no fue fácil.Las callejuelas y los pasajes del

casco viejo de Konya formaban unlaberinto que confundía a cualquiera,tanto más de noche, con las pocasfarolas que había por allí. Cuando porfin dieron con la tienda, estabatotalmente a oscuras y con el cierreechado.

Tess empezó a aporrear la persianade aluminio.

—¡Eh! —chilló—. ¡Abran! Sé queestán ahí dentro.

Pero Reilly se interpuso y leimpidió continuar.

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—Vas a despertar a todo elvecindario.

—Me da igual —replicó ella—. Alo mejor a los vecinos les convienesaber que esta gente es una estafadora.—Volvió a golpear la persiana—.¡Abran la puerta! No pienso marcharme.

Reilly estaba a punto de intervenircuando se encendió una luz detrás de unapersiana de madera del piso de arriba.Segundos después ésta se abría con unchirrido y se asomaba el propietario dela tienda.

—¿Qué está haciendo? —inquirió—. ¿Qué es lo que quiere?

—Hablar con su hija —contestóTess.

—¿Con mi hija? —Era evidente

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que el tendero estaba estupefacto—.¿Ahora? ¿Por qué?

—Usted dígale que he venido —insistió Tess—. Ella ya sabrá por qué.

—Oiga, no sé qué cree usted queva a...

De repente lo interrumpió una vozprocedente de un callejón que discurríajunto al lateral de la tienda.

—Yatagina dön.De las sombras emergió la anciana.

Se dirigió a su hijo en tono severo y leindicó gesticulando con ambas manosque volviera a entrar.

—Yatagina dön —repitió—. Bunuhaledebiliriz.

El hijo afirmó con la cabeza, yseguidamente cerró la persiana y

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desapareció.La mujer se volvió hacia Tess y se

limitó a mirarla fijamente, sin decirnada, aunque de sobra se le notaba latensión en las facciones, incluso a latenue luz de una farola solitaria quehabía un poco más adelante. Se apartó aun lado y apareció la adolescente, detrásde ella.

—¿Qué estaba haciendo la chicadelante de nuestro hotel? —preguntóTess, sintiendo un hormigueo deemoción.

—Baje la voz —replicó la mujer—, va a despertar a todo el mundo. —Dirigió una rápida frase en turco a lachica, y ésta se esfumó.

—¡Eh! —protestó Tess dando un

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paso al frente—. ¿Adónde va?—La chica no ha hecho nada malo

—contestó la mujer—. Váyase.—¿Que me vaya? No pienso irme.

Quiero saber por qué nos ha seguidohasta el hotel. O tal vez debería darparte a la policía, por si prefieredecírselo a ellos en vez de a mí.

Al oír aquello, la mujer dio unrespingo.

—No. La policía no.Tess mostró las manos y miró a la

mujer en actitud interrogante.La anciana frunció el ceño,

visiblemente atormentada.—Váyase, por favor.Pero algo advirtió Tess que la hizo

cambiar de táctica. Deseaba tanto

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proteger los códices que no habíatomado en cuenta la otra posibilidad.Suavizó el tono y se acercó un poco mása la mujer.

—¿Sabe usted algo de esos libros?—No, claro que no.Aquella rápida negativa distaba

mucho de ser convincente.—Por favor —insistió Tess—. Si

es así... le conviene saber que hay máspersonas que andan buscando esoslibros. Asesinos. Han matado a muchagente por encontrarlos. Y del mismomodo que nosotros hemos dado conusted, también podrían ellos. Si sabealgo, debería decírnoslo. En estemomento corren ustedes un gravepeligro.

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La mujer miró a Tess con atención,los labios apretados, la frente fruncida,las manos temblando a pesar de latemperatura agradable. Los ojosdelataban su intensa lucha interna.

—Le estoy diciendo la verdad —añadió Tess—. Por favor, confíe en mí.

Pasaron unos segundos,interminables, hasta que por fin la mujerdijo a regañadientes:

—Venga conmigo.Acto seguido dio media vuelta y

echó a andar por el callejón lateral.La tienda era un pequeño edificio

de piedra de dos plantas: la tiendapropiamente dicha y la vivienda arriba.La mujer condujo a Tess y Reilly porunas escaleras que llevaban a la casa

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del tendero y se detuvo frente a unavieja puerta de roble situada al fondo.Abrió y los hizo pasar.

Cruzaron un pequeño vestíbulo yentraron en una habitación más grande,un cuarto de estar que la mujer iluminócon una lámpara de pie. Tenía unaspuertas de cristal que daban a unaespecie de patio trasero y estaba repletode recuerdos de una vida larga y plena:estanterías sobrecargadas que secombaban bajo innumerables libros,fotos y jarrones. En el centro, alrededorde una mesa de baja altura, había un sofáy dos butacas apenas visibles cubiertasp o r kilims y cojines de punto. Lasparedes eran una composición depinturas de pequeño tamaño y fotos

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familiares en blanco y negro.—Voy a hacer café —gruñó la

anciana—. Me parece que me va a hacerfalta.

Salió del cuarto, y poco después sela oyó trajinar con un cazo y seguida porel ruido de una cerilla al encenderse y elsuave siseo de un quemador de gas. Tessfue a echar un vistazo más de cerca a lasfotos enmarcadas. Reconoció en varias asu arisca anfitriona, más joven yrodeada de diversas personas, memoriasde otra era. Cuando ya llevaba vistasunas cuantas, se detuvo frente a una quele llamó poderosamente la atención. Seveía a una niña de pie junto a un hombremayor en la orgullosa postura de padre ehija. A su espalda aparecía un artilugio

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grande de madera, propio de una épocaya pasada, un telar semiautomático.

Un telar que se empleaba parafabricar paños.

La máquina que utilizaban lospañeros.

—Ésos son mi madre y su padre —dijo la anciana, que regresaba en aquelmomento de la cocina, trayendo unabandeja pequeña que depositó sobre lamesa de centro—. Fue el oficio de mifamilia desde tiempos inmemoriales.

Tess sintió un cosquilleo en la piel.—¿Qué sucedió?—Mi abuelo perdió todo el dinero

que tenía. Se lo gastó todo en un telarmoderno que iban a traerle de Inglaterra,pero el intermediario se quedó con el

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dinero y desapareció. —Sirvió un cafédenso en unas tacitas y les indicó porseñas a Tess y a Reilly que laacompañaran—. Poco después, murió depena. Mi abuela se vio obligada aganarse la vida. Sabía cocer arcilla,porque era el oficio de su padre, y heaquí el resultado. —Señaló lahabitación gesticulando con las manos.

—Vende usted objetos muy bonitos—comentó Tess con una sonrisa altiempo que se sentaba en el sofá, al ladode la anciana. Reilly se acomodó en unabutaca y puso la mochila a sus pies.

La anciana quitó importancia alcomentario.

—Nos sentimos orgullosos de loque hacemos, sea lo que sea. De no ser

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así, no merece la pena. —Bebió unsorbo de café, pero estaba demasiadocaliente y volvió a dejarlo en la mesa.Permaneció unos instantes sin decirnada, después exhaló un profundosuspiro y miró a Tess—. Dígame,¿quiénes son ustedes, exactamente? ¿Ycómo han terminado viniendo aquí, aeste rincón perdido del mundo, con esoslibros antiguos encima?

Tess miró a Reilly sin saber muybien qué debía contestar. Momentosantes estaba hirviendo de indignación,en la idea de que aquella anciana seproponía robarles los códices; y encambio aquí estaban ahora, sentados ensu cuarto de estar, tomando café ycharlando amistosamente.

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Reilly, que sentía lo mismo, le dijocon una seña que hablase con todalibertad.

De modo que Tess se lo contó todo.De principio a fin, desde la aparición deSharafi en Jordania hasta el tiroteo en laciudad subterránea, aunque se saltó laspartes más sangrientas porque no queríahorrorizar a su anfitriona. La anciana laescuchó con atención, entre la sorpresa yel miedo, recorriendo el rostro de Tesscon los ojos y mirando a Reilly de vezen cuando, interrumpiéndola en contadasocasiones para que le aclarase algúndetalle. Cuando el relato llegó al final,le temblaban las manos. Después guardósilencio durante largo rato, a todas lucesdebatiéndose entre la indecisión y el

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temor.Tess no se atrevía a profundizar.

Después de concederle un tiempoprudencial para que reflexionara, lepreguntó:

—¿Por qué nos ha seguido su nietahasta el hotel? Ha sido porque se lo hamandado usted, ¿verdad?

Tuvo la impresión de que laanciana no la oyó, porque tenía la vistafija en la taza de café, ensimismada ensus pensamientos, debatiéndosenuevamente en alguna lucha interna. Alcabo de otro largo rato dedeliberaciones, por fin habló, sin alzarla voz:

—No sabían qué hacer con ellos,¿sabe? —le dijo a Tess, incapaz de

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mirarla—. Nunca hemos sabido quéhacer con ellos.

Cerró los ojos con remordimiento yluego se volvió hacia Tess. Fue como siacabara de cruzar una raya y ya notuviera posibilidad de dar media vuelta.

Tess se la quedó mirando unossegundos, para cerciorarse de haberlaoído bien. Y de pronto sintió una oleadade euforia que le surgía del corazón y sele extendía por todo el cuerpo.

—¿Los tienen ustedes? ¿Tienen losdemás libros? —Ya estaba al bordemismo del sofá, exudando emoción portodos los poros del cuerpo.

La anciana la miró fijamente yasintió muy despacio.

—¿Cuántos son?

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—Muchos. —Lo dijo con unanaturalidad sorprendente, como siestuviera confirmando un comentariotrivial—. La mujer, Maysun, fue la quelos trajo aquí para ponerlos a salvo.Cuando murió Conrado.

A Tess le costaba creer lo queestaba oyendo. Notaba la cara como sile echara fuego. Volvió los ojos uninstante hacia Reilly y se encontró conuna sonrisa de solidaridad. Entonces sevolvió de nuevo hacia la anciana y lepreguntó:

—¿Así que Conrado tenía consigoa una mujer?

—Se conocieron enConstantinopla, donde vivían los dos.

—¿Ella era sufí? —inquirió Reilly.

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—Sí.—¿Y qué les sucedió? —quiso

saber Tess—. Conrado murió en Zelve,¿no es así?

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CapadociaMayo de 1310

Los aldeanos les brindaron una

acogida cálida, si bien con ciertainseguridad.

Conrado y Maysun encontraronaquel minúsculo poblado en el interiorde un angosto cañón, oculto al mundoexterior. Lo formaban un puñado deformaciones cónicas alrededor de unaiglesia excavada en la ladera de lamontaña. Su llegada fue todo unacontecimiento; los aldeanos no recibíanmuchas visitas, de modo que al

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principio se sintieron recelosos. Así ytodo, como Maysun y Conrado lestrajeron noticias del mundo exterior y lasensación de estar ante un sucesoextraordinario para aquella comunidadtan aislada, no tardaron en relajarse. Elsacerdote también terminóconcediéndoles su aprobación, a pesardel recelo que mostró inicialmente alver a un caballero de la Cruz viajandocon una mujer pagana. El hecho de queConrado hubiera luchado por liberarTierra Santa y en ello hubiera perdido lamano lo obligó a vencer parte de susprejuicios. Además, Maysun lo ayudó asuperarlos cuando, para gran sorpresasuya, citó fragmentos de las sagradasescrituras que había aprendido de

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pequeña, cuando su maestro sufí leenseñaba tolerancia.

La comadrona local, que tambiénhacía las veces de médico, ayudó aConrado a inmovilizar y vendar lamuñeca de Maysun, y el pueblo les diode comer y de beber. Cuando se hizo denoche, ambos estaban acurrucados eluno junto al otro bajo la ventana de unavivienda cuyo único ocupante habíamuerto hacía poco, contemplando cómoiba tiñéndose el cielo con toda la gamade rosas y morados antes de desapareceren una negrura densa y uniforme.

Conrado no había hablado muchodurante aquella tarde, y tampoco habíadicho nada en la última media hora. Encada respiro despedía una nube de

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desesperanza. Maysun, que estabaapoyada en su pecho, se incorporó yescrutó su semblante.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó.Al principio Conrado no

respondió, ni tampoco la miró a losojos; al parecer, se hallaba hundido enla melancolía. Pero transcurridos unosinstantes dijo:

—Esto. Lo que estoy haciendo. Esinútil.

—¿Por qué dices eso?—Porque es inútil. Héctor,

Miguel... Ya no están. A saber qué es loque me aguarda en Chipre. —Dejóescapar un profundo suspiro—. Nopuedo hacerlo yo solo.

—No estás solo.

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Conrado la miró, y se le iluminólevemente el semblante.

—Tú has estado magnífica, peroaun así es inútil. Ni siquiera juntospodemos hacer esto. He sido un necio alcreer que iba a ser capaz de cambiar lascosas.

Maysun se le acercó un poco más.—Nada de eso. Hiciste bien en ir a

recuperar esos libros, hiciste bien enencontrarlos y traerlos. Pero si noconsigues terminar la misión que teimpusiste... Eso no quiere decir que seatarde para que cambies el mundo.

—¿A qué te refieres?—Tú deseabas emplear esos

escritos, esos conocimientos, del mismomodo en que se han empleado durante

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doscientos años. Tú querías hacerchantaje al Papa con ellos y obligarlo aque pusiera en libertad a tus amigos yrestaurase tu orden. Lo cual es un finnoble, por supuesto. Tenías queintentarlo. Pero si hubieras tenidoéxito... Lo que contienen esos libroshabría permanecido oculto al resto delmundo.

Conrado contrajo el rostro,confuso.

—El hecho de mantenerlo ensecreto era la razón de que los papasnos concedieran todo lo quequisiéramos, es lo que nos permitióadquirir fuerza y prestigio mientrasesperábamos a que llegara el momentoadecuado para compartirlo con todos los

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demás.—¿Es que alguna vez iba a llegar

ese momento adecuado? ¿Acaso no esoportuno cualquier momento? —Sacudióla cabeza—. Esos textos hanpermanecido ocultos mil años. Tú y lostemplarios que te antecedieron lleváissiglos empleándolos como armas, y siHéctor y Miguel estuvieran vivos, túseguirías en la idea de usarlos de esemodo. Puede que haya llegado elmomento de ver las cosas de otramanera. Que empieces a pensar en cómosacar esos textos a la luz, en vez decontinuar ocultándolos.

—Eso no es posible —replicóConrado— en este momento, en estaépoca en la que el Papa es una figura tan

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fuerte. Mira lo que les ocurrió a loscátaros. El Vaticano tiene inquisidorespor todas partes. De ninguna formapodrá hacerse oír nada que se considereherético.

—Siempre existe un modo. Fíjateen Rumi. Sus prédicas hablaban delamor y de buscar la iluminación dentrode nosotros mismos. El cleroconservador lo habría consideradoblasfemo, en cambio cautivó el corazóndel propio sultán, quien lo invitó a viviry predicar en su capital y se convirtió ensu protector.

—Pero yo no soy un predicador.Maysun sonrió.—No, pero puede que haya llegado

el momento de que empieces a pensar

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como si lo fueras. —Se inclinó, lo besó,y se retiró la túnica de los hombros—.Claro que no en todos los sentidos de lapalabra.

Los días siguientes los pasarontrabajando en el campo con losaldeanos, y por las noches estudiabanlas opciones que se les ofrecían. Unproblema crucial era el transporte de lostextos. Sólo tenían un caballo propio, yno podían disponer del único carro quehabía en el asentamiento —además deque carecían de recursos para pagarlo—porque lo necesitaban los aldeanos.

Conrado no veía la forma de salirde aquel dilema, y cada día que pasaba

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se incrementaban su frustración y surabia. Lo carcomían el hecho de pensarque sus hermanos estaban pudriéndoseen cárceles francesas y la impotencia deno poder hacer nada para socorrerlos.Una semana antes estaba convencido depoder cambiar aquello, pero todo sevino abajo con la emboscada quesufrieron en el cañón.

En la mañana del noveno día todocambió de nuevo. Por la aldea se oyó elgolpeteo de los cascos de media docenade caballos y una voz familiar quetronaba:

—¡Maysun! —Era una voz dehombre—. ¡Conrado! ¡Dejaos ver, si noqueréis que perezca hasta el últimohabitante de este pueblo, sea hombre,

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mujer o niño!Conrado corrió a la ventana, y

Maysun también. Vieron a Qassem y alos dos jinetes contratados que habíansobrevivido, trotando despacio por elcentro de la aldea. Su hermano teníaconsigo a una mujer, que iba sentada delado en su mismo caballo, delante de él.La amenazaba con una daga en el cuello.Conrado y Maysun la reconocieron dehaberla visto trabajando en el campo;era la hermana de la partera que habíacurado la muñeca a Maysun.

—¿Cómo han sabido que éramosnosotros? —preguntó Maysun.

—Por la mujer —repuso Conrado,indicando a la rehén—. Sabe cómo nosllamamos.

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—Pero ¿cómo nos han encontrado?—A fuerza de avaricia y sed de

venganza —contestó Conrado—. Noexiste una motivación mejor.

—¿Qué vamos a hacer?Conrado observó a aquellos tres

hombres. Habían matado a sus amigos,habían desbaratado sus planes y selladoel destino de sus hermanos. Tenían quepagar por ello.

—Poner fin a esto —respondió. Acontinuación se asomó por el ventanucoy voceó—: ¡Soltad a la mujer! ¡Yasalgo!

Qassem levantó la vista, vio aConrado y no dijo nada. Se limitó aarrojar a la mujer al suelo y dirigió altemplario una mirada feroz.

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Conrado se fijó en que Qassemtenía consigo su mano postiza, quecolgaba de la silla de montar, y aquellosólo sirvió para enfurecerlo más. Seapartó de la ventana y fue hasta un nichode la pared para coger su cimitarra.

—No vas a bajar solo —le dijoMaysun al tiempo que tomaba suballesta, pero la muñeca no soportó elpeso del arma. La dejó caer al suelo conun gesto de dolor.

—¡No! —estalló Conrado—. Deninguna manera, teniendo así la muñeca.Necesito que te quedes aquí. Esto mecorresponde a mí resolverlo.

—Pero quiero ayudarte —insistióella.

—Ya has hecho más que suficiente,

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más de lo que yo tenía derecho a pedirte—replicó el templario con los ojosllameantes de determinación—. Estotengo que hacerlo solo.

El tono en que habló dejó bienclaro que no estaba dispuesto anegociar.

Maysun quiso resistirse, perofinalmente asintió de mala gana.

Conrado recogió la ballesta, ladejó dentro del nicho y tomó la daga.

—Ayúdame aquí —le pidió aMaysun al tiempo que pegaba la hoja delcuchillo contra su antebrazo izquierdo—. Átamelo al brazo.

—Conrado...—Por favor.Maysun buscó unas correas de

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cuero y las utilizó para sujetar laempuñadura de la daga al muñón delantebrazo.

—Más fuerte —dijo Conrado.Maysun apretó más, haciendo casi

la fuerza de un torniquete, hasta que lahoja se convirtió en una prolongacióndel brazo.

Conrado levantó la cimitarra con lamano derecha. Sintió cómo se lehinchaban las venas de furia. Miró aMaysun, se acercó a ella y la envolvióen un beso largo y ardiente. Actoseguido salió a la luz del sol.

—¿Dónde está la ramera de mihermana? —ladró Qassem.

—Dentro —contestó Conrado altiempo que, avanzando de costado, se

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desplazaba hacia un terreno más abierto—. Pero antes vas a tener que pasar porencima de mí.

Qassem entrecerró los ojos hastaconvertirlos en dos estrechas rendijas ysonrió.

—Eso tenía pensado.El turco hizo una seña a sus

hombres. Los dos jinetes desenvainaronlas cimitarras, espolearon a susmonturas y se lanzaron a la carga.

Conrado vio que se abalanzabancontra él, codo con codo, y adoptó unapostura defensiva: rodillas flexionadas,hombros cuadrados, la hoja de la espadaalzada a la altura del rostro. Entoncesentraron en acción los instintos deantaño y ralentizaron el tiempo, lo cual

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le permitió ver con total nitidez hasta elúltimo detalle de sus enemigos y le diotiempo para planificar sus golpes conprecisión mortal. Descubrió un puntovulnerable en la postura del jinete quese le acercaba por la izquierda, que eradiestro, y decidió librarse primero deaquél. Cuando ambos se encontraban amenos de diez pasos, arremetió contraellos siguiendo una trayectoria endiagonal y se dirigió en línea recta haciael de la izquierda. Aquella maniobradesconcertó a sus adversarios, quefrenaron violentamente los caballos paracorregir el rumbo. Conrado lo calculó ala perfección y se lanzó a por el jinetede su izquierda antes de que el de laderecha tuviera tiempo de rectificar. El

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turco, que también estaba esforzándosepor controlar su montura, no pudo evitarofrecer el flanco desprotegido a la hojade Conrado, que se le hundió en lacintura y le abrió un tajo de parte aparte. El jinete se tambaleó y cayó delcaballo. En el momento de chocar contrael suelo, Conrado lo remató con unacuchillada en el corazón.

El segundo atacante hizo girar a sucaballo y, enfurecido por elcontraataque del templario, se lanzó a lacarga. Conrado no se movió;permaneció en el sitio, dejando que sucerebro buscara un hueco en laarremetida, preparando los músculospara el siguiente enfrentamiento.

Lo vio y llevó a cabo su jugada.

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Saltó de costado y se situó de forma queel cadáver de su primer enemigoquedara entre el jinete y él, a fin defrenar su avance. El jinete cometió elmismo error que su compinche y lepermitió a Conrado alcanzarlo por elflanco que tenía desprotegido. Eltemplario blandió su espada con fuerzabrutal y le atravesó el muslo de talmanera que casi se lo seccionó. El otrotiró de las riendas instintivamente, conla conmoción de verse abiertas lascarnes, pero Conrado no le concediórespiro; embistió contra él y, antes deque se diera cuenta, lo atacó por laderecha y le abrió la espalda de un tajo.Seguidamente lo descabalgó y lo rematóen el suelo con otro mandoble.

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Y entonces fue cuando lo alcanzó laflecha en el hombro.

Chocó contra él por detrás, con unimpacto mudo y violento.

Conrado avanzó un par de pasostambaleándose por efecto del golpe, ydespués se volvió. Qassem habíadesmontado y estaba de pie junto a sucaballo, mirándolo fijamente, sujetandoen la mano la ballesta que acababa dedisparar. Arrojó ésta al suelo,desenvainó su cimitarra y echó a andaren dirección al templario con unaexpresión de ferocidad.

Conrado supo que aquello eragrave. La flecha lo había herido en elhombro derecho, el único brazo útil, elque necesitaba para manejar la espada.

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Se le había quedado alojada en el huesodel omóplato, y cada movimiento quehacía, por minúsculo que fuese, leprovocaba un dolor indecible. Un dolordel que iba a tener que hacer caso omisosi quería defenderse.

Qassem no se detuvo. Traía lamirada fija en su enemigo y la espadaaguardando a un costado. Entoncesempezó a trotar, después a correr, yfinalmente, lanzando un aullido, alzó lacimitarra y la descargó con fuerza sobreConrado.

Conrado se echó hacia un lado paraesquivar el golpe y lo detuvo con suespada. Ambas hojas chocaronpesadamente una contra otra. La colisiónle reverberó a Conrado por todo el

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cuerpo y le causó un dolor abrasador enel hombro. Sintió que se le doblaban lasrodillas, pero en aquel momento nopodía permitir que le fallaran, ni que eldolor lo dejara incapacitado. Qassemgiró en redondo y atacó otra vez; suespada describió un amplio arco y fue aestrellarse contra la hoja del templario.

Aquel tercer mandoble logró queConrado, que ya no pudo ignorar elintenso dolor del hombro, soltara lacimitarra. Qassem se detuvo unosinstantes, con la respiración jadeante, ysonrió. Su mirada se posó en la daga quellevaba Conrado atada al brazoizquierdo, y su sonrisa se transformó enuna mueca de burla.

—No sé si matarte o cortarte la

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otra mano... Y puede que también lospies... Y dejar que vivas como unpatético gusano lisiado —se mofó—. Alo mejor debería hacerlo con los dos.

A Conrado le fallaron las piernas.Le costaba trabajo respirar y notaba unsabor a sangre en la boca. Se le encogióel corazón al comprender que la flechano sólo se le había alojado en elhombro, sino que también le habíaperforado el pulmón.

Ya sabía cómo iba a acabaraquello. Lo había visto muchas veces.

Levantó la vista hacia Qassem yvio que él también se había dado cuenta.El turco le sostuvo la mirada porespacio de unos instantes, luego levantóla cimitarra en alto, como haría un

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verdugo, y aguardó.—Qué diablos. Yo creo que es

mejor que lo haga ahora mismo, antes deque me quites ese placer...

De pronto su expresión se congelóen una mueca rígida. Algo lo habíaalcanzado por detrás y le asomaba porel pecho.

Una flecha.Contempló la punta de flecha que

sobresalía de su torso goteando sangre,y una expresión de sorpresa le cubrió elrostro. Se volvió muy despacio.Conrado le siguió la mirada.

En el claro se encontraba Maysun,junto al caballo. Con una ballesta en lasmanos y un visible dolor en la cara. A sulado estaba la mujer del campo, la que

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había tomado como rehén el turco, conun puñado de flechas en la mano.

Qassem hizo ademán de echar aandar hacia ellas, pero Conrado noestaba dispuesto a concederle semejanteoportunidad. Haciendo fuerza con laspiernas, se incorporó y se valió delimpulso para arrojarse contra el turco yhundirle la daga en la espalda. La clavóy la retorció con saña para asegurarsede que alcanzaba tantos órganos,conductos y arterias como fuera posible.

Los dos hombres cayeron al sueloentre una nube de sangre y polvo.

El turco, con los ojos muy abiertosy mirando a Conrado con una expresiónde rabia, aguantó unos segundos entreespasmos y gorgoteos, hasta que por fin,

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con un último estremecimiento, sucuerpo quedó inerte.

Conrado dejó caer la cabeza contrael suelo duro y reseco, y contempló elcielo. Sintió que Maysun acudía a sulado y, con lágrimas en la cara, letomaba la cabeza y le acariciaba elcabello.

—No me abandones —sollozaba.—De ningún modo —contestó él,

pero estaba mintiendo.Echaba sangre por la boca y su

respiración era cada vez más áspera. Elaire se le escapaba antes de que pudieraaspirarlo.

—Pon a salvo los libros —murmuró—. Busca la manera. Ponlos asalvo. Y a lo mejor un día alguien puede

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hacer lo que no hemos hecho nosotros.—Así lo haré, te lo prometo... Así

lo haré.De pronto, con velocidad

sorprendente, los labios del templario setornaron azules y su piel adquirió unatonalidad oscura. La boca comenzó apesarle y, conforme a su cerebro lefaltaba el oxígeno, el habla se le fuevolviendo más gangosa.

Y finalmente expiró.

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—Lo enterraron allí, en la iglesia.Después la mujer vino a Konya y sequedó a vivir aquí —prosiguió laanciana—. Se convirtió en miembro deun tekke. Y durante los meses siguientesregresó muchas veces a aquella cueva,ella sola, siempre llevando consigo uncaballo de más, y fue trayendo los textospoco a poco. Los mantuvo ocultos y nohabló a nadie de ellos. Y entonces, unosaños más tarde, conoció a una persona.

—Un pañero —adivinó Tess.Estaba fascinada, prendida de cada unade las palabras de la anciana.

—Sí. Era miembro de la misma

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logia. Maysun se confió a él y le contósu secreto. Terminaron casándose einiciaron una vida nueva juntos aquí, enKonya. —Su semblante se suavizó conuna sonrisa agridulce—. Fueronantepasados míos.

—Así que el mural, los versostomados del poema... ¿Todo eso vinodespués? —preguntó Tess.

La anciana afirmó.—Sí. Maysun regresó mucho más

tarde y los escribió. En la iglesia en laque estaba enterrado Conrado, la quevio usted.

—¿Cómo sabe usted todo esto? —inquirió Reilly.

La mujer se puso de pie y fue hastaun aparador viejo. Rebuscó en su

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interior y sacó una llave pequeña con laque abrió uno de sus cajones. Extrajo undocumento plegado y se lo enseñó aTess.

Estaba compuesto por variaspáginas escritas a mano, viejas yamarillentas. Tess no pudo leerlas, yaque contenían caracteres árabes, elalfabeto empleado en Turquía hasta1928.

—Aquí se cuenta toda la historia—dijo la anciana—. Es lo que le relatóConrado a Maysun. Ha pasado de unageneración a otra, a lo largo de casisetecientos años.

—Y durante todo este tiempo, lostextos han permanecido ocultos —dijoTess.

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—Maysun le prometió a Conradoque los pondría a salvo e intentaríadarlos a conocer al mundo, pero enaquella época no encontró la manera.Existía una fuerte división entre Orientey Occidente. En esta tierra se estabanmarchando los selyúcidas y llegaban losotomanos con sus hordas de «guerrerosde la fe». Pretendían crear un imperioislámico, y lo que menos deseabaMaysun era que aquellos escritos seutilizasen como arma para desacreditara una religión enemiga.

Tess miró a Reilly. Él tambiénhabía percibido el eco que llevaban laspalabras de la anciana y respondió conun gesto de cabeza que le provocó unaleteo en el estómago.

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La anciana captó la insinuación yesbozó una sonrisa triste. Luego torcióla boca en un gesto de desprecio.

—Maysun tampoco sabía a quiénrecurrir en Occidente. Los templarios yano estaban, desde luego, y en aquellaépoca la Iglesia tenía muchísimo poder.Nadie, ni siquiera un rey, se hubieraatrevido a defender algo que hicierapeligrar su autoridad.

—¿De modo que mantuvo lostextos ocultos..., aquí?

—Así es —contestó la anciana—.Bien guardados, a la espera de quellegase el día adecuado.

A Tess se le hizo un nudo en lagarganta. Tenía que preguntarlo otra vez:

—¿Quiere decir..., aquí mismo?

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La anciana hizo un gesto deasentimiento.

Tess se tragó el nudo haciendo unesfuerzo.

—¿Podría enseñárnoslos?La anciana no contestó

inmediatamente. Luego se levantó delsofá, fue de nuevo hasta el aparador ysacó unas cuantas llaves. Se volvióhacia Tess y Reilly.

—Vengan.Salieron del cuarto de estar y

fueron por un pasillo estrecho y oscuro,que parecía conducir a un dormitorio alfondo. Éste tenía el techo más bajo queel cuarto de estar y estaba forrado depuertas de armario en uno de sus lados;en el otro se veía un kilim colgado de un

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raíl de bronce. La anciana abrió una delas puertas y extrajo una linterna, actoseguido fue hasta el kilim y lo apartó. Enel muro que había detrás, y apenasvisible en la oscuridad, apareció unaescalera de caracol no más ancha quelos hombros de un hombre.

La anciana penetró en el hueco ycomenzó a descender por la empinadaescalera pisando cada peldaño con sumocuidado, apoyándose en la pared curva,alumbrando con la linterna unasuperficie basta y llena de agujeros.Tess y Reilly fueron tras ella. Laescalera dio dos vueltas antes dedesembocar en un túnel, igualmenteangosto y basto. La sensación era lamisma que se respiraba en la ciudad

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subterránea en la que habían quedadoatrapados, y Tess se preguntó si tendríatambién la misma antigüedad.

La anciana los hizo pasar junto auna serie de viejas puertas de maderaque había a un lado del túnel y recorrióunos treinta metros más, hasta que llegóa la última puerta, que daba al fondo delpasadizo. Abrió la cerradura, entró, yles indicó por señas que hicieran lomismo.

Se encontraron en una habitaciónpequeña. En realidad era más bien unadespensa. Carecía de ventanas, tenía eltecho muy bajo y, al igual que lascavernas de la ciudad subterránea,reinaba una temperatura agradable apesar del calor que hacía en la calle,

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tampoco había humedad.Tess miró alrededor y sintió que se

le escapaba hasta la última molécula deaire que conservaba en los pulmones.

Todas las paredes de aquel cuarto,aparte de la que incluía la puerta,estaban forradas de estanteríasabarrotadas de libros. Libros antiguos.Códices pequeños, encuadernados encuero, con toda seguridad muy viejos.Los más viejos del planeta: evangeliosde dos mil años de antigüedad, de losprimeros tiempos de la Iglesia.

Decenas.A Tess le costaba trabajo creerlo.

Consiguió preguntar, señalando uno deaquellos volúmenes:

—¿Me permite?

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La anciana le hizo un gesto comodiciendo: «Sírvase usted misma.»

Tess cogió un libro. Se parecíamucho a los dos códices que habíaencontrado en la tumba de Conrado, lamisma encuadernación de cuero, lamisma solapa, la misma correaalrededor. Y también daba la impresiónde hallarse en buen estado deconservación. Dudó un momento, perodespués retiró la solapa y lo abrió paraverlo por dentro. El texto era similar,griego koiné.

Tradujo en voz alta la página quecontenía el título:

—Evangelio de Eva.No le sonaba de nada. La anciana

la miró con una expresión divertida y le

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dijo:—A mí también me resultó curioso

ése. Pero no es la Eva que usted estápensando.

Tess la miró con curiosidad.—¿Usted sabe lo que hay en estos

libros? ¿Los ha leído?—Del todo, no. Simplemente he

aprendido por mi cuenta un poco decopto y otro poco de griego, y así me lashe arreglado para entender en parte loque dicen.

Había una pregunta de Tess quepugnaba por salir al exterior.

—Si yo le preguntase por un textoconcreto, ¿sabría decirme si seencuentra aquí o no?

La anciana se encogió de hombros.

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—Probablemente.Tess tomó aire con gesto nervioso.—Hace unos años, tuve en las

manos un texto que estaba convencida deque era el diario personal de Jesucristo.Lo que escribió él mismo.

La mujer abrió unos ojos comoplatos.

—¿Lo vio?—Sí, pero no supe distinguir si era

auténtico o una falsificación. Y no tuvela oportunidad de someterlo a ningunaprueba de laboratorio para averiguarlo.¿Sabe usted algo al respecto? ¿Sabe siera auténtico?

La mujer sonrió y negó con lacabeza.

—No. Era falso.

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Su respuesta fue tan rotunda queTess se quedó estupefacta.

—¿Cómo lo sabe?—Por la carta de Maysun. Conrado

se lo contó todo. —Ordenó un poco lasideas y después agregó—: Si fueroncapaces de confeccionarlo fue porquepara trabajar contaban con todo esto —dijo, señalando las estanterías repletasde textos antiguos.

—Espere un segundo, ¿estádiciendo que los templarios supierontodo el tiempo de la existencia de estetesoro?

—¿Que si lo sabían? Sin él nohabrían existido. Así fue como empezótodo, con los guardianes originales deeste tesoro, los que cuidaron de él y lo

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mantuvieron a salvo, oculto en laBiblioteca Imperial de Constantinopla.Todo fue planeado por ellos.

—¿Está diciendo que la orden delos templarios nació en Constantinopla?

La anciana asintió.—Los Guardianes llevaban siglos

custodiando el tesoro de Nicea, desdeque Osio lo salvó de la hoguera y loenvió a Constantinopla en secreto. LosGuardianes lo cuidaron esperando quellegase el momento adecuado de darlo aconocer al resto del mundo. Pero esemomento no acababa de llegar... ycuando finalizó el primer milenio, elmundo dio un giro siniestro. El Papaestaba descontrolado, y cuando se leocurrió la idea de lanzar una santa

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cruzada y ordenó a los cristianos quefueran a la guerra a matar en nombre deCristo, quedó claro que había perdidocompletamente la razón. El mensaje deJesús había quedado eclipsado porcompleto. Pero los cruzados estabanganando batallas y otorgaban cada vezmás poder al Papa; teniendo el controlde Tierra Santa y a todos los monarcasde Europa besándole los pies, gozaríade un poder supremo sobre la mayorparte del mundo conocido. LosGuardianes se sentían horrorizados antelo que estaba sucediendo y pensaron quetenían que hacer algo. Necesitabanencontrar la manera de refrenarlo. Yentonces se les ocurrió una idea radical.Decidieron crear una fuerza que hiciera

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de contrapeso, una organización militarcapaz de desafiar la supremacía deRoma y mantener a raya su influencia.Para ello contaban con todo esto —señaló una vez más la asombrosacolección de escritos—. La amenaza desacarlo a la luz seguramente habríabastado para asustar al Papa y obligarloa que les diera lo que quisieran, pero sedieron cuenta de que necesitaban más.Necesitaban estar seguros. Necesitabanun libro más, un texto poderosísimo queaterrorizase a Roma y la obligara asometerse. De modo que decidieronfabricar el evangelio definitivo.

—El diario personal de Jesús —dijo Tess.

—Exacto —dijo la anciana,

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afirmando con la cabeza.Tess miró a Reilly, y enseguida le

vino a la memoria aquel fatídico instanteque habían vivido tres años antes. Losdos, de pie en aquel acantilado,contemplando cómo se llevaba el vientoaquellas páginas de vitela ydesaparecían engullidas por el mar. Larespuesta que no llegaron a obtener...hasta este momento.

La anciana continuó:—Contaban con todo esto para

tener en qué basarse, para fabricar unaobra maestra de la falsificación, parahacerla bien. Además, de ese modo, elhallazgo parecería totalmente creíble,sin duda alguna. Al fin y al cabo, todosestos libros son auténticos; era lógico

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que el diario personal de Jesús formaraparte de esta colección. De manera queuna vez que lo tuvieron preparado,pasaron a la acción. Buscaron a otrosque compartieran sus mismaspreocupaciones, caballeros, hombrescultos e ilustrados de toda Europa queellos habían conocido en la biblioteca alo largo de los años. Encontraron nueve.

—Los primeros nueve templarios.Hugo de Payns y sus hombres —dijoTess.

La anciana asintió de nuevo.—Fueron a Jerusalén y se

dirigieron al rey. Le contaron que supropósito era proteger a los peregrinosque acudían a visitar la Ciudad Santa yconsiguieron que les cediera las ruinas

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del antiguo templo para que lasutilizaran como base. Tras pasar variosaños supuestamente excavando en aquellugar, enviaron a Roma el mensaje deque habían descubierto algo. Algo...Inquietante. El Papa envió a sus legados.Los templarios les mostraron varios delos evangelios que ven ustedes aquí, ypor último les dejaron ver el másimportante de todos. Los enviados delPapa quedaron horrorizados. Regresarona Roma y confirmaron el hallazgo. ElPapa concedió a los templarios todo loque le pidieron, a cambio de queguardasen el secreto.

A Tess le daba vueltas la cabeza.Era mucho que digerir.

—Y después de eso, ¿los

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templarios volvieron a traer aquí losevangelios... Mejor dicho, aConstantinopla?

—Llevaban muchos siglos allí abuen recaudo. Tierra Santa era unterritorio en guerra. Los Guardianesquerían asegurarse de que losevangelios estuvieran sanos y salvos.

—¿En cambio el diario de Jesúsno?

—No —respondió la anciana—. Eldiario se lo quedaron los templarios, enAcre. Era de donde provenía su fuerza,por lo tanto deseaban tenerlo bien cerca,vigilado por ellos mismos. Lo cual fueun error. Pero recuerde que también erauna falsificación. Para los Guardianesposeía un valor estratégico, no histórico.

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Tess estaba completandomentalmente el rompecabezas.

—Así que en 1203 llega el ejércitodel Papa a las puertas deConstantinopla. Los Guardianes estánpreocupados ante la posibilidad deperder el tesoro, y envían una peticiónde socorro.

—Sí. Los templarios mandan aunos cuantos hombres para que losaquen de allí en secreto y lo pongan asalvo. Pero lo pierden, hasta queConrado y Maysun consiguenrecuperarlo... Cien años después.

—Pero entonces ya es demasiadotarde para hacer nada con él. TierraSanta vuelve a estar en manos de losmusulmanes, el falso diario de Cristo se

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ha perdido, y la Orden del Temple hasido exterminada por el rey de Franciacon ayuda del Papa, que es un títeresuyo. —Tess frunció el entrecejo alacordarse del infortunado relato de losúltimos supervivientes del FalconTemple que habían descubierto Reilly yella tres años atrás—. Imaginemos... SiConrado hubiera conseguido encontrartodo esto sólo unos pocos años antes,podría haber cambiado todo.

Pero la anciana meneó la cabeza.—No existía ninguna posibilidad

de que ocurriera algo así. Conrado sólosabía de su existencia porque vivía enConstantinopla, y la única razón de queestuviera allí era que los templarioseran buscados por la justicia.

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Tess asintió. Las cruelesmaquinaciones del destino habíancargado los dados en su contra desde elprincipio.

—Esos Guardianes —prosiguióTess—, ¿qué fue de ellos? ¿IntentóMaysun encontrarlos?

—Desde luego —respondió laanciana—, pero no había rastro de ellos.Lo más probable es que murierandurante el saqueo de Constantinopla, talvez a manos de agentes del Papa queestaban buscando el tesoro.

—De manera que Maysun y susdescendientes, la familia de usted, seconvirtieron en los nuevos Guardianes—observó Tess.

La anciana asintió.

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—Vengan —dijo—. Vamos arribaotra vez. Voy a preparar más café.

Regresaron en fila india por elpasadizo y subieron a la cocina. Sequedaron allí mientras la ancianallenaba la cafetera y la ponía al fuego.Se hizo un silencio denso en lahabitación. Transcurridos unosmomentos, Tess lo rompió para decir:

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora?La mujer sopesó lo que iba a decir,

luego miró a Tess y contestó:—No sé. —Calló unos instantes y

preguntó—: Esos asesinos que dicen,¿siguen siendo una amenaza?

Tess afirmó con la cabeza.—Pues en ese caso habrá que

trasladar los libros a otra parte, ¿no? —

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razonó la anciana—. No puedenquedarse aquí. —Dejó escapar unprofundo suspiro—. ¿Ustedes puedenllevarlos a un lugar seguro?

Tess había estado cavilando acercade diversas maneras de proponerle lamisma idea, pero la tomó totalmente porsorpresa que la anciana se lo ofrecierasin más.

—Por supuesto.A la anciana se le hundieron

ligeramente los hombros bajo el peso deaquella decisión.

—No tengo mucho donde elegir,¿verdad? Y puede que no sea tan malacosa. Tienen ustedes que entenderlo.Esto... —Hizo un amplio ademán con lasmanos para abarcar el suelo que tenía

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bajo los pies y el secreto que albergaba— es mucho más grande que nosotros.Lo ha sido siempre. Es una carga que haido pasando de generación engeneración... —Sacudió la cabeza contristeza—. Yo no pedí cargar con ella,pero no pude elegir, como tampocopudieron mis antepasados. Sin embargo,he hecho lo que se esperaba que hiciera,como otros muchos en el pasado. Y nodudo de que, cuando llegue el día, mihijo hará lo mismo. Pero ¿con quéfinalidad? ¿Qué podemos hacer con esetesoro a partir de ahora? Somospersonas sencillas, señorita Chaykin,llevamos vidas sencillas. Y esto... Estomerece una atención un poco más seria.Una atención que podrían prestarle

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personas como usted. Me haría un favorenorme, a mí y a mis descendientes, noslibraría de este peso tan tremendo, sobretodo ahora que me ha dicho que haygente dispuesta a matar por este tesoro.—Apoyó las manos en los brazos deTess—. Es necesario trasladarlo sin quesufra ningún daño. Tiene que sacarlo deaquí y hacer lo que considere másadecuado. ¿Querrá usted?

—Sería un privilegio.—Y no se preocupe —añadió

Reilly—, yo me encargaré de que estéusted bien protegida hasta que terminetodo.

El rostro de la mujer se relajó enun gesto de alivio, pero enseguida setensó para formular otra pregunta:

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—¿Qué van a hacer con los libros?—Es necesario fotografiarlos y

catalogarlos como es debido —respondió Tess—. Y seguidamentetraducirlos. Después tendremos quepensar a quién vamos a darlos a conocery cómo podemos hacerlo sin levantardemasiado alboroto.

Pero la anciana no parecíaconvencida.

—Los manuscritos del mar Muertotodavía están bajo sospecha. Losevangelios de Nag Hammadi apenas seconocen... ¿Qué la hace a usted pensarque estos libros van a tener mejoracogida?

—Tenemos que intentarlo. Estostextos... Forman parte de nuestra

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evolución como civilización. Nosayudarán a crecer en madurez eiluminación. Pero es preciso procederdespacio, con precaución, dosificandobien el ritmo de avance. Y no todo elmundo va a quedar convencido ni va amostrar interés; a los que quieren creer,a los que necesitan creer, esto no va aimportarles lo más mínimo. En su casono va a cambiar nada, ellos siempretendrán fe, pase lo que pase. Eso es loque significa para ellos tener fe:mantener una creencia firme einquebrantable a pesar de que existanpruebas en contra. Pero las personas queposeen una mentalidad más abierta y quequieren decidir por sí mismas, ésas semerecen tener acceso a toda la

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información que les ayude a tomar dichadecisión. Se lo debemos.

La anciana asintió. Parecía haberaceptado aquella decisión tanprecipitada. De pronto se oyó un crujidoproveniente del cuarto de estar que lellamó la atención y la hizo fruncir elceño. Reilly y Tess se pusieron entensión y se quedaron quietos. Reilly sellevó un dedo a los labios para indicarsilencio. Fue hasta la puerta de la cocinay escuchó. No oyó nada. Permaneció unmomento más escuchando, por si acaso,pero siguió sin oír nada. A pesar de eso,no quiso hacer caso omiso del crujido.De nuevo les hizo una seña a las mujerespara que no hicieran ruido y, de formainstintiva, se llevó una mano a la

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pistola..., pero cayó en la cuenta de queno la llevaba encima. Estaba en elcuarto de estar, dentro de la mochila.

Miró alrededor y vio un cuchillo decocina de gran tamaño en el escurridor,junto al fregadero. Lo cogió, volvió a lapuerta y apagó la luz. La cocina quedósumida en la oscuridad, y tan sólo se vioel resplandor frío y parpadeante de lallama azulada del gas.

La anciana dejó escapar unaexclamación ahogada.

Tess se puso aún más tensa. Vioque la silueta negra de Reillydesaparecía por la puerta y se perdía devista. Contuvo la respiración y esperó,escuchando. Toda la euforia de la últimamedia hora se había evaporado de

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pronto. Durante unos segundos que se lehicieron eternos, no percibió nada másque el frenético retumbar de sus propiosoídos... Hasta que de repente se oyó unchasquido seco seguido de un gemido dedolor, luego el rebotar de un objetometálico y un fuerte golpe, como el deuna masa voluminosa chocando contra elsuelo. Una masa de carne humana.

Aquel ruido brusco la dejópetrificada. Y entonces oyó la voz quehabía esperado no volver a oír jamás, lavoz que pensaba expulsar de su memoriasin el menor reparo, aquella voz teñidade una satisfacción irritante.

—Ya pueden salir, señoras —dijoel iraní antes de presentarse en la puertade la cocina y accionar el interruptor de

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la luz. Sonrió y, con toda naturalidad,les indicó con el arma que salieran alpasillo—. Vengan con nosotros. Lafiesta no ha hecho más que empezar.

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Reilly, tirado en el suelo del cuartode estar, notaba la visión borrosa ysentía un dolor intenso. El porrazo habíasido rápido y fuerte, un golpe asestadoen la mandíbula con la culata de un rifleque le dobló las piernas y lo hizoderrumbarse en el suelo incluso antes desaber quién le había atacado.

Ahora sí lo vio. Unos hombres queno conocía, tres en total, armados yrápidos, que se movían alrededor.Entonces acertó a ver a uno que síreconoció, el iraní; estaba trayendo aTess y a la anciana al cuarto de estar apunta de pistola. Tumbado en el suelo y

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con la cabeza torcida hacia un lado,desde su ángulo de visión la escena leresultó incluso más inquietante.

—Siéntense —ordenó el iraní a lavez que empujaba a Tess hacia el sofácon el silenciador del arma.

Las mujeres se sentaron en el bordedel sofá, las dos juntas. Acto seguido, eliraní escupió varias órdenes a sushombres en un idioma que Reilly noentendió y los hizo salir de allí. Los tresabandonaron la habitación,supuestamente para registrar el resto dela casa.

Reilly cruzó la mirada con Tess.Intentó tranquilizarla con un lentoparpadeo y un gesto imperceptible decabeza; aquello no sirvió de mucho para

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aliviar el miedo que reflejaban los ojosde ella, pero así y todo logróresponderle con un gesto similar. Élrecorrió la habitación con la vista ydescubrió la mochila de Tess, la quellevaba dentro la pistola. Seguía dondela había dejado, apoyada contra labutaca, junto al sofá. A unos tres metros.Era una distancia insignificante parasalvarla en dos zancadas, peroconsiderable dada la postura en que seencontraba en aquel momento.

Hizo una inspiración profunda yprocuró disipar la niebla que leembotaba el cerebro. Observó al iraní;éste, como si se hubiera percatado, bajóla vista hacia él. Estaba bastantedesmejorado; tenía la cara más

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demacrada de lo que recordaba Reilly, yle brillaba la frente de sudor. Pero másllamativa era la rabia que le ardía en losojos. Reilly tuvo la impresión de que aduras penas lograba reprimir la furiaque le quemaba las entrañas, y decidióguardar silencio. Su situación erademasiado precaria y la posicióndemasiado débil para provocar más alterrorista. Así que decidió ganar tiempoy bajar la mirada.

La herida que le había hecho aliraní en la mano por lo visto se la habíancurado debidamente. Llevaba un vendajelimpio y bien hecho, aunque se habíafiltrado un poco de sangre. Reilly evaluólo que estaba sucediendo, y llegó a laconclusión de que probablemente los

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hombres del iraní eran del PKK, elpartido armado de separatistas kurdosque llevaba varios años recibiendofinanciación y armas de Irán. Sin dudacontaban con médicos sumamenteexperimentados en atender heridas deguerra. Y también podían viajar por todaTurquía sin que nadie los detuviera —dado que eran turcos— a fin de echaruna mano a un terrorista iraní si erapreciso.

Mala cosa.Reilly no sabía cuántos hombres se

habría traído consigo el iraní. Él habíavisto tres, pero tenía que haber más en lacalle.

Mala de verdad.—A ver, ¿qué es lo que pasa aquí?

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—preguntó el iraní, abriendo los brazoscon gesto teatral y recorriendo lahabitación con la mirada—. Estabais tancómodos en la acogedora habitación delhotel, a punto de iros a la camita, y derepente os ponéis a corretear comogallinas por las callejuelas de estepueblo. ¿Qué puede haber pasado paraque hayáis acudido a esta urgentereunión a altas horas de la noche?

De pronto se oyó una vozproveniente del interior de la casa. Eliraní volvió la cabeza, contestó con unarespuesta lacónica, y después se volvióhacia Tess y sonrió. Al cabo de unmomento apareció uno de sus hombresen el umbral. Llevaba un fusil AK-47colgado del hombro y traía en las manos

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unos cuantos libros antiguos.El iraní los cogió y los miró

detenidamente durante unos instantes,luego levantó la vista hacia Tess yesbozó una mueca de diversión.

—¿Más evangelios? —Le sostuvola mirada unos momentos y despuéspreguntó algo a su hombre. Éste lerespondió algo que parecióimpresionarlo—. ¿Una habitaciónentera? —dijo, dirigiéndose a Tess conuna amplia sonrisa—. Yo diría que tuconstancia ha rendido sus frutos.

Tess no respondió.El iraní se encogió de hombros,

lanzó un torrente de instrucciones alindividuo que le había traído los libros,dirigió una última mirada a Reilly y

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salió de la habitación. El otro levantó suKalashnikov y lo sostuvo con manofirme, luego comenzó a moverlolentamente entre Reilly y las dosmujeres sin quitarles los ojos de encima.

Reilly ardía por dentro en llamas.Sabía que aquélla bien podía ser laúltima ocasión de hacer algo.

Un solo hombre vigilándolos.Un arma dentro de la mochila.Una oportunidad.Aguardó a que el vigilante apartase

la mirada de él y llevó a cabo su jugada:se incorporó y se dirigió a cuatro patashacia la mochila.

Pero fue un movimiento torpe.El vigilante lo vio. Se puso como

loco y empezó a gritarle a la vez que se

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abalanzaba sobre él. Reilly vio cómo sele acercaban aquellas botazas y oyó elchillido que profirió Tess cuando alargóla mano para coger la mochila, pero nofue lo bastante rápido y el vigilante lofrenó en seco propinándole un fuertepuntapié en el costado izquierdo. Reilly,con los riñones destrozados, cayó haciaatrás y rodó por el suelo gimiendo dedolor. El vigilante fue detrás de él y seagachó a su lado en cuclillas, al tiempoque gritaba un torrente de maldiciones yadvertencias sin dejar de mover elcañón del arma entre el rostro de suvíctima y las dos mujeres.

Reilly dejó de rodar al topar conuna mesita auxiliar que había a un ladode la butaca, y se quedó encorvado,

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gimiendo de dolor y con la respiraciónjadeante. Con el rabillo del ojovislumbró que el vigilante estaba de piecon mirada enloquecida, en estado deagitación, a poco más de medio metro deél. Contuvo la respiración un instantemientras deslizaba la mano con sigilopor debajo de la mesita auxiliar. Sabíaque iba a tener una sola oportunidad, ylas consecuencias de un fracaso erandemasiado horribles de imaginar.

Palpó con los dedos las baldosasdel suelo y encontró el cuchillo decocina que se le había caído cuando logolpearon, el que había visto cuandoestaba tumbado en el suelo.

Cerró los dedos en torno al mango.Desde el interior de la casa se oyó

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al iraní voceando algo en tono depregunta.

El vigilante volvió la atenciónhacia la puerta para responderle.

Y Reilly saltó.Se dio la vuelta como un rayo,

levantó el brazo y hundió el cuchillo enel pie del vigilante, hasta el fondo. Lahoja se abrió paso por la bota, la piel yel hueso con un crujido espeluznante,una mezcla de desgarro y succión, y elotro lanzó un aullido de dolor que Reillysupo que lo tendría distraído unsegundo, tal vez dos; el tiemposuficiente para arremeter contra él.

Saltó como un resorte y asió conuna mano la culata de madera del arma,a la vez que con la otra le asestaba al

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vigilante un potente codazo en plenacara. Huesos y músculos se mezclaroncon piel y cartílago cuando la nariz desu víctima estalló en un géiser de sangreal tiempo que el fusil soltaba una ráfagadescontrolada de tres balas que fueron aincrustarse en la alfombra y el suelo.Reilly empujó con más fuerza para queel AK-47 no apuntase a las mujeres, y almismo tiempo giró sobre sí mismo,apoyó el otro codo en el pecho de suadversario, le dio la espalda y se sirviódel impulso para intentar arrebatarle elarma. Justo en aquel momento aparecióen la puerta otro de los hombres deliraní.

El vigilante herido no soltaba elfusil, lo aferraba con tenacidad y tenía

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los dedos fuertemente cerrados en torno.Reilly vio que el segundo hombrelevantaba su arma, e hizo dos cosas enrápida sucesión: echó la cabeza haciaatrás para golpear con el cráneo elrostro ya destrozado del vigilante yobligarlo a volver el cuerpo parasituarlo de frente al que acababa deentrar. En el mismo movimiento alzó elAK-47. El cañón apuntó en línea recta alsegundo hombre una fracción de segundoantes de que el arma que apuntaba endirección contraria tuviera tiempo dehacer lo mismo, y Reilly apretó losdedos del vigilante contra el gatillo. Seoyó otra ráfaga triple de disparos, y elde la puerta retrocedió tambaleándose altiempo que le surgían enormes

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manchones de color rojo oscuro en elpecho y el hombro.

Tess y la anciana estabanacurrucadas en el sofá, Tess rodeando ala mujer con un brazo. Cruzó la miradacon ella.

—¡Salid de aquí! —le chillómientras peleaba con el vigilante, queseguía sin soltar el arma—. ¡Salid porahí! —Les indicó con la cabeza laspuertas de cristal que daban al patiotrasero.

Al principio Tess no se movió,pero en aquel momento se oyeron unasfuertes pisadas y varios gritosprovenientes del pasillo que llevaba a lacocina.

—¡Marchaos! —ladró Reilly otra

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vez sin dejar de forcejear con elvigilante—. ¡Vamos!

Vio que las dos mujeres selevantaban y corrían hacia el patio, y enaquel preciso instante apareció en lapuerta un tercer hombre armado. Detrásde él venía el iraní. Ambos con losfusiles en alto.

El primero volvió la cabeza y vio aTess y a la anciana en el momento enque éstas llegaban a las puertas del patioy trataban de abrirlas. Gritó algo yvolvió el arma hacia ellas. Reilly, dandoun tirón salvaje, le arrancó elKalashnikov al vigilante y lo arrojócontra el otro. El fusil voló por el cuartogirando sobre sí mismo en sentidohorizontal, como un bumerán, pasó por

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encima del sofá y acabó estrellándosecontra el pecho del otro, con lo quelogró desviar los disparos que estabahaciendo con su arma.

Reilly había saltado a lahipervelocidad. No había un segundoque perder si quería que las dos mujerespudieran escapar. Ya no pensaba ni semovía de manera consciente; el instinto,afinado por los años de entrenamiento ytrabajo de campo, estaba ordenando asus músculos que se pusieran enmovimiento. Tuvo la sensación de girar,como si súbitamente hubiera quedadoatrapado en un torbellino invisible, notóque se le endurecía el puño y seestampaba contra el rostro delcontrincante; seguidamente, antes de que

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éste se desplomase en el suelo, yaestaba yendo a buscar el fusil que habíasalido volando por la habitación. Diodos amplias zancadas, saltó por encimadel sofá y se lanzó contra el hombre queestaba en la entrada y contra el iraní,empujando violentamente a amboscontra el marco de la puerta.

Oyó que el iraní dejaba escapar ungrito de dolor al golpear el suelo con lamano herida, y consiguió atizar dospotentes puñetazos al otro y dejarlofuera de combate. Pero el terroristalogró liberar una rodilla de aquellamaraña de brazos y piernas, y se laclavó de lleno en la ingle. Reilly, sinaire, retrocedió tambaleándose y cayócon la cabeza contra el suelo.

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Borrosamente pudo ver a Tess y a laanciana; por fin habían conseguido abrirlas puertas de cristal y estaban a puntode huir... Pero el iraní había recuperadosu arma y se había incorporado.

Reilly tenía que dar un poco más detiempo a las dos mujeres.

Se lanzó hacia el iraní, agarró elKalashnikov con ambas manos e hizofuerza para estamparlo contra la pared.El terrorista soltó un gruñido de rabia.Reilly contaba con la ventaja de tenerlas dos manos útiles, de modo que learrebató el AK-47 y le propinó untremendo porrazo en el mentón con elextremo del arma. Al instante surgió unchorro de sangre de la boca del iraníque salpicó la pared, al tiempo que éste

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levantaba la mano herida para bloquearotro golpe.

Aquello fue para Reilly como si lehubieran mostrado un trapo rojo.

Giró el fusil boca abajo y, como sifuera un ariete, lo usó para clavar lamano del iraní a la pared.

El terrorista lanzó un alaridoprimitivo cuando la culata de metal lepulverizó los huesos y le desgarró lostendones. El insoportable dolor lo hizodoblar las rodillas y se derrumbó en elsuelo igual que una muñeca de trapo,con los ojos fuertemente cerrados.Reilly sentía las venas rebosantes deansia asesina. Volvió a girar el arma,esta vez para golpear al iraní en lacabeza, consciente de que aquel porrazo

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le aplastaría el cráneo y posiblemente lequitaría la vida allí mismo...

... pero antes de que pudiera hacernada sintió que algo lo golpeaba pordetrás, en la nuca, y cortaba elsuministro de energía a los brazos.

Uno de los hombres armados sehabía puesto en pie.

Mientras se desmoronaba en elsuelo, llegó a ver que la situación eraaún peor: se habían incorporado dos, elhombre al que le había machacado lacara y el individuo que había venidoacompañando al iraní.

Lo demás fue una mancha borrosade puñetazos, codazos y patadas que lellovieron de todas partes. Con cadagolpe se le escapaban las fuerzas, la

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sangre de las heridas le nublaba la vistay le anegaba la garganta, sus pulmonesluchaban por aspirar una pizca de aire,mientras que las manos perdíansensibilidad por la falta de circulación.Lo último que vio fue la cara del iranímirándolo con rabia entre una niebla desonrisas sarcásticas que destilabanveneno puro... Hasta que finalmente unúltimo puntapié en la cara apagó todaslas luces y lo sumió en un sueñoindoloro.

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Rodas, Grecia

—Endaxi, torre. Permiso paradespegar, pista dos cinco, procedo.Solicito mantener a mil quinientos pies aalfa para disfrutar de una buenapanorámica de su hermosa isla, NinerMike Alfa.

—Autorizado para mantener a milquinientos pies a alfa. Disfrute delpaisaje.

Steyl sonrió y comenzó a avanzar.—Roger. Efjaristó polí.Sacó la Cessna Conquest de la

pista y despegó hacia el cielo de la

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mañana. Daba gusto volver a sentirse enel aire. Ya había empezado a ponersenervioso sentado sin hacer nada enDiágoras, el Aeropuerto Internacionalde Rodas, con el depósito lleno ypreparado para despegar, sin poderalejarse mucho de la avioneta,esperando la señal de Zahed. Cuandopor fin llegó la llamada, ya muy tarde yde noche, lo pilló profundamentedormido. Después volvió a dormir unaspocas horas más antes de partir con lasprimeras luces.

Estaba volando con rumbosuroeste, en dirección a otra isla, estavez una mucho más pequeña, Kassos, sudestino oficial. La isla se encontraba endirección contraria al lugar al que debía

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llegar, pero era la maniobra másadecuada, dado que su diminutoaeropuerto no tenía torre de control y, sino quería despertar sospechas, leconvenía respetar rigurosamente todoslos requisitos. Y no iba a despertarlas.Su especialidad era encontrar agujerosen los procedimientos, por másrigurosos que fueran éstos. Sabía bien loque hacía, probablemente mejor queninguna otra persona que se moviera enaquel mundillo.

Alcanzó la altitud para la que lehabían dado autorización en menos de unminuto y volvió a establecer contactocon la torre. Le ordenaron que cambiasea la frecuencia del controlador deaproximación. Así lo hizo, recibió

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permiso para permanecer a milquinientos pies hasta que llegara aKassos y le dijeron que para el resto delvuelo volviera a cambiar, esta vez paracontactar con Información de Atenas. Yasí lo hizo. Pero también hizo otra cosamás: desconectó el transpondedor. Sinél, el código de la avioneta, su altitud ysu matrícula no aparecerían en el radarde la torre. Se vería únicamente unpitido anónimo.

Continuó con la farsa y mantuvo elrumbo anunciado durante otro minutomás, a la vez que iba descendiendosuavemente hasta los mil quinientospies. De nuevo contactó con la torre,pero no recibió nada. Eso le hizosonreír. No le oían. Estaba fuera de

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contacto por radio, o sea, que seencontraba fuera del alcance del radar.

Ahora podía ir a donde se leantojara, sin que nadie lo molestase.

Viró hacia la izquierda paradirigirse hacia el sur y rebasó la puntasuroeste de Rodas. Mantuvo el rumbodurante otros diez kilómetros sobre marabierto y luego ejecutó una curvacerrada para dirigirse al noreste, haciasu verdadero destino: un lugar remotoubicado casi a quinientos kilómetros deallí, en el corazón de Turquía.

A aquella altitud tan baja lavisibilidad era muy mala. La ligera brisay la alta presión barométrica habíangenerado una neblina que pendíaamenazante cerca de la superficie del

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mar. Por su culpa ya no se veía Rodas,lo que era positivo: así no lo vería nadiedesde tierra. El único peligro era que lolocalizase un barco, de modo queencendió el radar meteorológico, paraver cualquier embarcación que hubieradelante. Si aparecía alguna, tenía tiempode sobra para rodearla y proseguir consu sigilosa trayectoria.

Volando a baja altitud llegaría a sudestino en poco más de una hora. Notenía pensado pasar en tierra más queunos cuantos minutos, de manera queinvertiría dos horas y media en total, enel viaje de ida y vuelta. Muy razonablepara realizar una excursión turística abaja altitud hasta una isla minúscula quecarecía de torre de control. Nadie iba a

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echarle en falta.Consultó su reloj, sacó el teléfono

por satélite y llamó a Zahed parainformarle del curso de la operación.Acto seguido se relajó y disfrutó delpaisaje mientras las dos turbohélices dela Conquest recorrían la costa deTurquía. Si todo salía bien, esperabaestar con el iraní al finalizar la jornada.Después regresaría a la villa que teníaen Malta, a tumbarse al sol con unacerveza bien fría y calcular cómo iba agastarse la pasta gansa que acababa deganar.

Zahed aguardaba a la orilla dellago salado contemplando la caída del

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sol al otro lado de su lisa y prístinasuperficie.

A media mañana era una extensióninfinita de color blanco bajo una cúpulaazul radiante. En aquel momento el solponiente lo teñía de un bronce bruñido.Parecía una lámina de metal que seextendiera desde sus pies hasta elhorizonte mismo. «Otro paisajeabsurdo», se dijo. En los últimos díashabía visto más paisajes de los quecreía posible que existieran. Todaaquella maldita región se le antojabacortada y pegada de otro planeta. Seconsoló con la idea de que no iba atardar mucho en marcharse de allí, deque pronto iba a verse otra vez en unentorno cómodo, conocido, terrenal. En

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su país. Donde lo aclamarían por haberconseguido lo imposible.

Por haber llevado consigo sutrofeo.

A aquellas horas de la mañana elaire estaba fresco y sereno, y olía a sal.Le ayudó a despejarse un poco lacabeza, pero no la garganta, que sentíatan reseca como el árido territorio quese extendía ante él. Y además estabatemblando. Había perdido mucha sangre,y a pesar de los analgésicos todavía ledolía mucho la herida. Y el temblorestaba empeorando. Necesitaba atenciónmédica, y pronto. Sabía que tenía mal lamano, que quizá no volviera a funcionarcomo era debido, que podía perderla.Pero aquello tendría que esperar; lo más

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urgente era marcharse de allí. Laamericana había conseguido escapar yseguramente habría alertado a los turcos.La mano representaba un precio muyalto que pagar, pero seguía siendobarato si lo comparaba con conservar lalibertad y, con toda probabilidad, lavida.

De pronto sonó el teléfono. Locogió y se volvió para mirar en ladirección contraria y concentrarse en elhorizonte. No tardó mucho en localizarun punto minúsculo que se acercabavolando bajo, lanzando destellos bajo elsol desde el parabrisas. Le confirmó aSteyl que todo estaba despejado, luegohizo una seña a sus hombres y dio unpaso atrás para tener una panorámica

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más amplia. Los motores de dosmonovolúmenes que estaban aparcadosa cien metros de allí, uno detrás de otro,cobraron vida con un rugido. Actoseguido encendieron los faros y losintermitentes, dos juegos de nítidasbalizas rojas y amarillas que destacabanen contraste con el fondo cobrizoperfectamente uniforme.

Zahed observó cómo se alineaba laavioneta con el eje formado por los doscoches y examinó la improvisada pistade aterrizaje que había un poco más allá.Era perfecta. Terreno seco y duro, lisocomo un campo de fútbol, sin una solaprotuberancia visible para el ojohumano. El nombre de aquel lago, TuzGölü, significaba simplemente «lago de

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sal». Y eso era, un estanque gigantesco,mil quinientos metros cuadrados de aguasalobre poco profunda que todos losveranos se secaba y se transformaba enuna enorme lámina de sal. De allíprocedían las dos terceras partes de lasal que llegaba a las mesas de todaTurquía, pero las minas y las plantasprocesadoras se encontraban situadasmás al norte, en la otra orilla del lago.La zona que había escogido Steyl, talcomo había predicho éste, se encontrabadesierta. Y además estaba a menos deuna hora en coche de Konya. Otro puntomás que añadir a la pericia de aquelpiloto, y otro detalle que confirmaba aZahed que había elegido bien.

Unos momentos después, el

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silencio fue roto por el leve zumbido dela avioneta. Al principio fue apenasaudible, pero se convirtió en unestruendo ensordecedor cuando laaeronave pasó en vuelo rasante porencima de los dos coches con losseparadores inerciales abiertos paradesviar de los motores las partículas desal que pudieran levantarse del lechodel lago. El tren de aterrizajeprácticamente rozó el techo de uno deellos antes de tomar tierra de formaimpecable. Zahed ya había echado aandar y estaba subiendo al primermonovolumen al tiempo que Steyl metíala marcha atrás y echaba el freno.

Los dos coches aceleraron y fuerondetrás de la avioneta. Tras recorrer

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menos de setecientos metros,estacionaron al costado.

El traslado no llevó mucho tiempo.Sin detener las hélices, lo primero quecargaron fueron las cajas que conteníanlos códices y las amontonaron detrás delos dos asientos traseros. Seguidamenteprocedieron a trasvasar la cargahumana.

Reilly.Lo subieron a la avioneta y lo

dejaron detrás de una mampara quehabía al fondo de la cabina.

Aún inconsciente. Pero vivo.Que era lo que quería el iraní.Menos de cuatro minutos después

de haber aterrizado, la Cessna volvió asurcar el aire. Transcurridos una hora y

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once minutos estaba de vuelta en la pistade Diágoras. No pasó más de veinteminutos sobre el asfalto; el empleadoque se acercó a la avioneta era el mismoque el que trató con Steyl la vezanterior, de modo que no necesitóvolver a inspeccionar la avioneta. Zahedsoportó en silencio las formalidadesagazapado detrás de la mampara, al ladode Reilly. Steyl rellenó el plan de vueloy firmó los impresos, recibió el permisopertinente y volvió a despegar.

El espacio aéreo iraní seencontraba a menos de tres horas de allí.

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Sentada en la parte de atrás delHumvee de la Yandarma, Tess se sentíahecha polvo.

Después de aquella cadenainterminable de horrores, por fin habíaencontrado algo que la hiciera sentirsebien, una rendija de luz en la oscuridadque la asfixiaba desde aquel aciago díade Jordania, pero ahora habíadesaparecido rápidamente. Toda laeuforia, la emoción y el alivio se habíanesfumado en cuestión de minutos, y en sulugar se habían instalado de nuevo elpesimismo y el desánimo.

Odiaba aquella impotencia, aquella

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sensación de derrota, que una vez máslos hubieran vencido. Y sobre todotemía descubrir lo que le había sucedidoa Reilly, y no pudo evitar imaginarse lopeor. El iraní ya había conseguido loque buscaba, así que no tenía motivospara perder más el tiempo, ni para hacercon él lo que tuviera previsto.

Ese pensamiento le encogió elestómago.

La policía local se habíapresentado poco después del tiroteo,alertada por los disparos. Y un pocomás tarde llegó la Yandarma. El iraní ysus matones se habían llevado elcadáver de su compañero, pero en lacasa de la anciana seguía habiendonumerosas pruebas de la sangrienta

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refriega, lo que enfureció aún más aljefe de la Yandarma. Tess se quedósentada en actitud pasiva mientras éstele recriminaba que hubiera salido delhotel de Zelve sin autorización, se hizola tonta y dijo que se había limitado aseguir a Reilly. En ningún momentodesveló el papel que habíadesempeñado la anciana en todoaquello, y se cercioró de que éstaentendiera que debía seguirle lacorriente y no mencionar los evangeliosque perseguía el iraní ni el alijoescondido en la cripta subterránea.

Al parecer, funcionó. Las llevarona ambas a la comisaría a fin deprotegerlas y, sin duda, para hacerlesmás preguntas. No se sentía cómoda con

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esa mentira, porque sabía que lospolicías representaban su únicaesperanza, pero no le pareció pertinentedarles aquella información. Lo únicoque podía hacer ahora era esperar... Yno desesperar. A lo mejor conseguíancerrar las fronteras antes de que el iranílograra escapar. A lo mejor tenían suertey lo detenían en algún control decarreteras. A lo mejor lo atrapaban enun paso fronterizo o en algún aeropuerto.

Se frotó los ojos y se masajeó lassienes para eliminar las preocupaciones.Pensar no le procuraba demasiadoconsuelo, tan sólo le servía para revivirlas angustiosas imágenes de una peleasangrienta que terminó en desastre parael hombre que amaba.

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—Lo siento mucho —dijo laanciana en un tono amable que sacó aTess de su desesperación.

—¿Por qué?—Si no hubiera mandado a mi

nieta... Si me hubiera quedadoescondida... No habría sucedido nada deesto.

Tess se encogió de hombros. Desdeluego, en eso había algo de verdad; aestas alturas Reilly y ella quizásestuvieran en un avión, regresando aNueva York. Pero sabía que la vida nofuncionaba así, que una parte intrínsecade ella eran las consecuenciasimprevistas, y que no merecía la penarecrearse en lamentaciones.

—Esto no ha terminado —le dijo,

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intentando creerlo ella misma.A la anciana se le iluminó el rostro.—¿Usted cree...?—Siempre hay una posibilidad. Y

a Sean se le da muy bien encontrarlas.La anciana sonrió.—Espero que esté usted en lo

cierto.Tess se esforzó por responderle

con una sonrisa y procuró no pensar enlas horribles situaciones que podíandarse en el peor de los casos,situaciones que no sólo eran posiblessino también probables.

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Reilly se despertó con unsobresalto y se echó hacia atrás altiempo que aspiraba aire de golpe.Sintió un olor penetrante, una fetidezintensa que le recordó a los cadáveresen descomposición. Abrió los ojos ytrató de ver a través de la capa dealquitrán que le inundaba el cerebro.

Delante mismo tenía al iraní, eníntima compañía, a escasos centímetrosde su cara, con una mano bajo la narizde Reilly, sosteniendo la pequeñaampolla algo más del tiempo necesario.El hombre sudaba y parpadeabanervioso, y se le notaba que disfrutabadel malestar que estaba causando a suvíctima. Luego retiró el frasquito de

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amoníaco, con lo que Reilly pudo verlocon más claridad.

—Te has despertado —comentó eliraní—. Estupendo. Porque no queríaque te perdieras esto.

Reilly no sabía de qué estabahablando. Había un claro retardo entreel momento en que salían las palabrasde la boca del iraní y el momento en queél captaba el significado de las mismas.Y no le sonaron prometedoras. Depronto se acordó de Tess y miróalrededor, preocupado de que tambiénestuviera allí, pero no la vio.

—No, no está aquí —le dijo eliraní como si le hubiera leído elpensamiento—. No tuvimos tiempo de ira buscarla. Pero estoy seguro de que ya

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me tropezaré con ella en algún momento.Me encantaría.

Reilly sintió que le hervía lasangre, pero lo disimuló. No valía lapena darle la satisfacción de que loviera alterado. En lugar de eso, sonrió eintentó contestar algo, pero notó que sele agrietaban los labios. Los humedeciócon la lengua y dijo:

—Sabes, no es tan mala idea. Tessno tiene ningún amigo marica.

El iraní le cruzó la cara de unfuerte puñetazo.

Reilly permaneció unos momentossin volver el rostro, para que se calmarael dolor, y después se encaró de nuevocon el iraní y le respondió con unasonrisa:

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—Cuánto lo siento, supongo queaún no has salido del armario, ¿a queno? No te preocupes, será un secretoentre tú y yo.

El iraní volvió a levantar la manopara golpearlo de nuevo, pero la bajó ysonrió.

—A lo mejor ella lograconvertirme. ¿Qué opinas?

Con la cabeza embotada como latenía, Reilly decidió que no merecía lapena continuar provocando a susecuestrador. Se concentró en examinarel entorno y vio que era una avionetapequeña, de las que no permiten estar depie. Y de hélices, a juzgar por el ruidodel motor.

Y estaban volando.

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Cuando asimiló esto último se ledisparó la presión, lo cual no le vinonada bien a su organismo, en estadolamentable. Tenía un dolor de cabezaformidable, como si estuviera pasandouna resaca de campeonato. Le costabatrabajo respirar y le dolía al mismotiempo; tenía las fosas nasales taponadaspor costras de sangre seca que impedíanla entrada de aire y le dolían lospulmones a causa de las patadas que lehabían atizado en las costillas. Además,una mezcla nauseabunda de sangre ymucosidad se le estaba acumulando enla garganta, pero la sensación no tardóen ser reemplazada por el dolor que letelegrafiaban todas las partes del cuerpoa medida que iban volviendo a la vida

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sus neuronas. Sentía los párpadospesados, y ahora se dio cuenta de quetenía un ojo semicerrado a causa de lahinchazón, y los labios hinchados, llenosde cortes ya resecos. Sabía que debía detener alguna costilla magullada y queincluso habría perdido uno o dosdientes. Cosa extraña, también lefaltaban los zapatos.

Lo habían puesto encima de unaespecie de asiento con cojines que habíaen la parte posterior de la avioneta, unbanco en forma de L montado contra unamampara de madera que separaba aquelpequeño espacio de la cabina. Intentómoverse, mas se dio cuenta de que lehabían atado las manos y los pies. Lasmanos a la espalda, de modo que no

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podía ver con qué se las habíanamarrado, pero en los tobillos llevabauna cuerda de color blanco. Lasextremidades le dolían a causa de latensión, y además empezaba aapreciarse hinchazón y hematoma en lacarne donde se le clavaba la ligadura.Pensó que aquella cuerda podíanhaberla sacado de las cortinas de laanciana; no era muy gruesa, pero se veíafuerte, y había habido cantidadsuficiente para darle muchas vueltasalrededor de los tobillos.

Se dijo que iba a tardar mucho enpoder desatarse.

Miró por la pequeña ventanaovalada que tenía enfrente, en la paredde la cabina. No vio ninguna nube. Sólo

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un cielo azul infinito, despejado y sinmácula. Intentó calcular en quédirección estaban volando. El solparecía penetrar en la cabina de laavioneta por la parte delantera,ligeramente a la derecha y en un ángulode unos cuarenta y cinco grados. Ybrillaba con la intensidad propia de lamañana. Parecía indicar que llevabanrumbo este. Partiendo desde algún puntodel centro de Turquía.

Visualizó mentalmente el mapa. Aleste no había nada bueno, al menos paraél. Estaban Siria, Iraq, Irán. Aquéllos noeran países amigos para un agenteamericano del FBI.

La tensión se le disparó todavíamás.

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Miró al iraní y le dijo:—Nos dirigimos hacia el este.El iraní no reaccionó.—¿Qué, te ha caducado el visado?

—preguntó Reilly.El iraní sonrió ligeramente.—Es que echo de menos la comida.Reilly le miró la mano. No tenía

buena pinta. El vendaje estaba suelto ysucio, y muy manchado de sangre. Laseñaló con la cabeza y comentó:

—Puede que necesites que teayuden a cortar los filetes.

La sonrisa del iraní se esfumó. Traspensárselo durante unos instantes, learreó otro puñetazo a Reilly. Luegorespiró hondo y le dijo:

—Agárrate a esa idea, porque vas

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a necesitarla al bajar.Al momento desfilaron toda una

serie de imágenes desagradables paraReilly. Imágenes de rehenes recluidosdurante años en territorio hostil en elinterior de celdas mugrientas,encadenados a la pared, violados yapaleados, olvidados hasta que por finalguna enfermedad los liberaba de sutormento. Estaba a punto de decir algo,pero de pronto se acordó de otra cosa, ysu tensión volvió a pasar la franja roja.

El informe. El que le habíanproporcionado en Estambul.

El que hablaba de aqueladministrativo del aeródromo que teníatodos los huesos hechos polvo porqueseguramente lo habían arrojado desde un

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helicóptero o un avión.Vivo.Apartó el miedo a un lado y se

burló de la sonrisa de satisfacción deliraní.

—Ni siquiera sé cómo coño tellamas.

El hombre reflexionó un momentosi debía contestar o no, y por fin parecióllegar a la conclusión de que no iba aperjudicarlo.

—Zahed. Mansur Zahed.—Me alegro de saberlo, porque no

quisiera enterrarte en una tumbaanónima. Eso no sería justo, ¿verdad?

Zahed le contestó con una levesonrisa.

—Como digo, agárrate a esa idea.

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Vas a tener tiempo de sobra parasaborearla.

El iraní observó a Reilly concuriosidad. Aunque creía haber decididolo que iba a hacer con él, seguía sinestar convencido del todo. Tenía dosopciones igual de atractivas.

Podía llevárselo consigo a Irán yencerrarlo en una de las cárceles deaquel país, en algún agujero aislado. Ydivertirse con él durante unos cuantosaños. Iba a ser una importante fuerte deinformación. Quebrarían su resistencia,sin duda alguna, y él les diría todo loque supiera de los procedimientos y losprotocolos tanto del FBI como de la

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Seguridad Nacional. Además derecuperar el tesoro de Nicea, para élsería un golpe espectacular habercapturado y traído a Irán al jefe de laUnidad Antiterrorismo del FBI en NuevaYork, y sin dejar ningún rastro demiguitas de pan.

Todo parecía de color de rosa...Hasta que se impuso drásticamente larealidad. Zahed era un hombrepragmático y sabía cómo podían salirlas cosas de verdad. Probablementeterminaría perdiendo el control deldestino que sufriría Reilly. Aunqueprocurase ocultarlo, un agenteamericano representaba tal trofeo que notardaría en saberse algo así. Despertaríaun gran interés. Intervendrían otras

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personas, quizá con ideas diferentesrespecto de cuál era el mejor uso que sepodía dar a un trofeo semejante. Inclusopodían servirse de Reilly a modo depieza de canje para obtener algoimportante. Y si sucedía tal cosa, Reillyquedaría libre. Y entonces se dedicaríaa hacerle la vida imposible a él, inclusoa miles de kilómetros de distancia.

Y esa posibilidad volvíainaceptable aquella alternativa.

Volvió a pensar que había tomadola decisión acertada. No podía regresara Irán llevando a Reilly consigo.Además, la opción que había escogidole proporcionaría un placer inmenso,sería un momento que no iba a olvidarjamás, que paladearía hasta el final de

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sus días. Era una lástima que no pudieraver el cuerpo destrozado de Reilly trasestrellarse contra la superficie del agua,igual de dura que el hormigón a lavelocidad a la que viajaban. Elamericano estaría muerto incluso antesde notar el sabor del agua salada.

Disfrutó unos instantes imaginandomentalmente todo aquello, y despuéstomó un teléfono interno que había en lapared y pulsó dos teclas.

Steyl respondió al momento desdela cabina del piloto.

—¿Ya se ha despertado?—Sí. ¿Dónde estamos?—Acabamos de entrar en el

espacio aéreo de Chipre. Falta comomedia hora para aterrizar.

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—Pues vamos allá —dijo Zahed.—Muy bien —repuso Steyl.Zahed colgó el teléfono y sonrió a

Reilly.—La verdad es que voy a disfrutar

mucho de esto, muchísimo.Y le arreó otro puñetazo.

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—Niner Mike Alfa, tenemos unproblema. No puedo mantener la presiónde la cabina. Solicito descender a nivelde vuelo uno, dos, cero.

El controlador respondióenseguida:

—Niner Mike Alfa, ¿estádeclarando una emergencia?

Steyl mantuvo la voz serena.—Negativo. A estas horas no, Mike

Alfa. Sospechamos que llevamos unapuerta abierta. Tenemos quedespresurizar, cerrarla y presurizar denuevo. Ya nos ha ocurrido más veces.

—Roger, Mike Alfa. Descienda

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hasta donde le resulte cómodo. No haytráfico por debajo. Base de espacioaéreo controlado a ocho mil pies. Buenasuerte.

Steyl dio las gracias a la torre yseguidamente ajustó el control deinclinación del piloto automático haciaarriba, con lo cual la avioneta inclinó elmorro hacia abajo y cerró gases, y asíredujo drásticamente la potencia deambos motores. La avioneta creyó queiba a aterrizar, y disparó la advertenciadel tren de aterrizaje para recordar alpiloto que debía sacarlo. Steyl ya teníaprevisto los molestos pitidos de laalarma que comenzaron a extenderse porla cabina, y apretó un botón con larodilla derecha para acallarla.

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Con el morro inclinado en unángulo de quince grados, la Conquestinició un pronunciado descenso paraabandonar la altitud de crucero deveinticinco mil pies y situarse en docemil. Era la máxima altitud de cabina quepermitirían los sistemas de la avioneta,dado que ésta ya estaba presurizada. Asípues, Steyl giró el mando depresurización en el sentido de las agujasdel reloj hasta su posición máxima, paraque los compresores elevasen la altitudde la cabina, fijada en la posición decrucero de ocho mil pies, hasta el nivelequivalente de doce mil, menos cómododebido a que contenía una menorcantidad de oxígeno. A un ritmo dedescenso de quinientos pies por minuto,

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la presión tardaría ocho minutos enalcanzar dicho nivel. Luego, una vez queestuvieran igualadas la presión interior yla exterior, Zahed podría abrir la puertade la cabina. El iraní le había dicho a supiloto que quería que Reilly hiciera unacaída lo más larga posible, y aunqueSteyl sabía que era viable abrir la puertados mil pies más arriba, prefería nocorrer riesgos y descender hasta losdoce mil. Desde aquella altitud, la caídade Reilly duraría algo más de un minuto.Steyl sabía que, si por Zahed fuera,cuanto más durase mejor, pero un minutoentero ya era bastante; a cualquiera leparecería una eternidad, sobre todo si lapersona era consciente de lo que leaguardaba al final.

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Reilly oyó que los motoresaminoraban la potencia y notó que lacabina se inclinaba hacia delante y quela avioneta comenzaba a descender, ysupo lo que estaba ocurriendo.

Lo recorrió un espasmo de pánico,pero en lugar de paralizarlo estimuló sucerebro y puso en marcha su instinto deconservación. No había gran cosa que élpudiera hacer, dado que estaba atado depies y manos, pero tenía que intentaralgo.

Miró alrededor. Tenía la visiónlimitada por la mampara situada a suderecha, y sólo alcanzaba a ver el fondode la cabina. Descubrió un montón de

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cajas de cartón apiladas detrás del iraníy vislumbró la encuadernación de cuerode un códice antiguo asomando de unade ellas. Se le endureció el semblante alacordarse de que ahora eran Zahed y sushombres quienes tenían en su poder eltesoro de Nicea. Desvió la mirada delas cajas y examinó el resto de aquelespacio. Debajo de uno de los asientostraseros descubrió un cajón con una cruzverde. Era el botiquín de primerosauxilios. Pensó que allí dentroencontraría unas tijeras pequeñas conlas que cortarse las ataduras. Pero entreel botiquín y él se interponía un ligeroobstáculo: el iraní, que lo vigilaba comoun halcón y se había fijado hacia dóndeestaba mirando.

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El iraní no dijo nada, simplementealzó la mano buena y le hizo el gesto denegar con el dedo índice.

Reilly clavó los ojos en el iraní ylogró esbozar una sonrisa irónica,relajada, que hizo que Zahed se pusieratenso.

Reilly dejó escapar una risa breve.Tal vez no fuera gran cosa, pero enaquel preciso momento, poner nerviosoa aquel terrorista, aunque fuera sólo unpoco, era una auténtica gozada.

Cuando ya llevaban casi seisminutos descendiendo, la Conquest seniveló en doce mil pies. Steyl miró elindicador de altitud de la cabina; seguía

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subiendo en dirección a su objetivo.Había llegado el momento de situar

a Reilly en posición.Se levantó del asiento y fue con

Zahed, a la parte de atrás de la avioneta.—¿Por dónde prefieres? —

preguntó a Zahed.—Encárgate tú de las piernas.Steyl asintió.Agarró a Reilly por las piernas y le

rodeó los tobillos con el brazo parasujetarlo bien, a continuación dio unpaso hacia atrás, encorvado para notropezar con el techo de la cabina, losacó del banco y lo dejó caer sobre lamoqueta del suelo.

Acto seguido comenzó a arrastrarlohacia la puerta.

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Cuando Reilly cayó sobre lamoqueta con un golpe sordo, se pusohecho un basilisco.

Empezó a forcejear y a debatirsefuriosamente, intentando zafarse delsudafricano. Se retorcía a izquierda yderecha, y lanzaba golpes imprevistosdoblando y estirando las rodillas, apesar de tener los tobillos firmementesujetos. Con cada giro y cada patada seprovocaba él mismo un intenso dolorpor todo el cuerpo, pero no hizo caso ysiguió peleando. De repente intervino eliraní, que estaba a su espalda, y losujetó por el cuello con el brazo bueno.

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Reilly se vio aprisionado por ambosextremos, de modo que tuvo queredoblar los esfuerzos. El iraní lo teníaatenazado con la fuerza de un torniquete,pero después de varios retorcimientos yconvulsiones salvajes, Reilly consiguiósoltarse del sudafricano. Se ayudó de lasmanos para recobrar el equilibrio yempezó a darle de patadas con los dospies para apartarlo de sí, a la vez queintentaba librarse del iraní lanzandocabezazos hacia atrás.

—Joder, pensaba que ibas a sedara este cabrón —se quejó el sudafricanoal tiempo que intentaba controlar laspiernas de Reilly.

—No —replicó Zahed luchandopor sujetar a Reilly por el cuello—,

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quiero que esté totalmente despierto, queviva cada segundo con la cabeza biendespejada.

Aquello sólo sirvió para espolearaún más a Reilly, que empezó a patalearcon más fuerza apuntando a la cara delpiloto. Pero se encontraba en unapostura demasiado incómoda paraimprimir mucho ímpetu a cada golpe, yel otro lograba bloquearlos todos antesde que lo alcanzasen. De modo queReilly decidió redoblar sus esfuerzos enla zona del iraní, que era el más débil delos dos. Si consiguiera encajarle ungolpe decente, a lo mejor cambiaban lastornas.

Pero antes tenía que acertarle.Movió la cabeza con furia de un

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lado al otro, igual que un pez espada quese debate colgando del sedal, intentandozafarse del brazo del iraní, agrandandola zona que necesitaba éste paraesquivar los cabezazos... Hasta que depronto percibió que lo tenía a tiro;entonces se arqueó hacia atrás y lesacudió un porrazo con la cabeza. Sucráneo chocó contra alguna parte delrostro del terrorista. No pudo ver concuál, pero llevaba la suficiente fuerzapara que se oyera el crujido. Al sentirque Zahed aflojaba la garra, Reillyreaccionó con rapidez y procedió aliberar la cabeza del brazo que se laaprisionaba. El iraní intentó recobrarse,pero Reilly ya se había soltado... Y deimproviso le hundió los dientes en el

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brazo igual que un perro rabioso.Zahed lanzó una maldición de dolor

y echó el codo hacia arriba. Reilly no losoltó, sino que le clavó todavía más losdientes en el antebrazo. Pero alconcentrarse en el iraní dejó de prestaratención al sudafricano, que intervinopara sujetarlo con fuerza por los tobillospara reducirlo de nuevo. En aquelmomento Zahed liberó el brazo y leasestó un fuerte codazo a Reilly debajodel oído. El golpe le sacudió toda lacabeza al americano y le permitió a élsujetarlo otra vez por el cuello.

Reilly seguía retorciéndose, peroambos lo tenían firmemente sujeto. Lofueron arrastrando entre sacudidas,pasaron junto a las cajas de textos

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antiguos y cruzaron el estrecho espacioque había entre las dos butacas quemiraban hacia delante, y finalmente lodejaron caer de bruces en el breverellano que se abría entre aquellas dosbutacas y las otras dos que mirabanhacia atrás. El suelo de la cabina erademasiado estrecho para que cupiera detravés, así que tuvieron que girarlo paratumbarlo en sentido longitudinal, con lospies junto a la butaca derecha y lacabeza a escasos centímetros de la basede la puerta.

—¿Vas a poder sujetarlo? —preguntó el piloto.

—Tú haz lo que tengas que hacer—replicó Zahed jadeante. Se sentó ahorcajadas en la espalda de Reilly, para

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sujetarle los brazos con su peso, y leapoyó el antebrazo derecho, el bueno, enla nuca, con lo cual apenas le dejabarespirar—. Ya es mío.

Steyl aguardó unos segundos máspara cerciorarse de que Zahed tenía bienaprisionado al americano, yseguidamente dejó de agarrarle lostobillos, muy despacio, atento acualquier reacción repentina de lavíctima.

Pero no hubo ninguna.—Voy a llamar por radio para que

me den permiso para aminorar —le dijoa Zahed—. Concédeme un minuto.

—Adelante.

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Steyl volvió a sentarse en la cabinadel piloto.

Llamó por radio a control deNicosia para informar de que seencontraba en nivel de vuelo uno, dos,cero y solicitar permiso para reducir lavelocidad hasta cien nudos. Su peticiónle fue concedida de inmediato. Una vezreducida la potencia de los motores, laavioneta comenzó a volar más despacio.Steyl incrementó la inclinación de lashélices para cambiar el ángulo de laspalas; fue como cambiar de marcha uncoche, de quinta a segunda. Las hélicescomenzaron a girar a casi milnovecientas revoluciones por minuto, yel ruido que se percibía en el interior dela cabina pasó de un rugido de baja

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frecuencia a un aullido agudo.Steyl aguardó a que la velocidad

aerodinámica disminuyera hasta el niveldeseado.

Llegó a cien.Ya estaban listos.—¡Abre la puerta! —voceó en

dirección a Zahed—. ¡Cuando estéabierta del todo, voy yo a ayudarte! —Tenía que quedarse en su asientomientras se abrían las dos secciones dela puerta, con el fin de hacer frente a lasposibles complicaciones que pudieranpresentarse durante dicha maniobra tanpoco ortodoxa.

Volvió la cabeza y vio que Zahed,todavía sentado a horcajadas encima deReilly, alzaba el brazo y giraba la

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palanca que abría la sección superior dela puerta.

El iraní la empujó hacia fuera.El viento se la arrebató y la abrió

del todo.Al instante penetró en la cabina un

chorro de aire frío que produjo unrugido ensordecedor.

Y entonces empezó el frenesí.

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Reilly sentía que ibandescontándose los segundos en suinterior, como si se hubiera tragado unabomba de relojería. Tenía la caraaplastada contra la áspera moqueta denailon, una postura que le cerraba el ojoderecho y le impedía respirar bien.

No podía moverse. El iraní lo teníainmovilizado contra el suelo. Pero porlo menos su captor estaba solo; si queríahacer algo, tendría que ser antes de queregresara el piloto, porque, atado comoestaba, iba a tener muy poco que hacercontra los dos juntos.

Lo cual significaba que tenía que

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realizar la jugada ya mismo.De pronto oyó que el piloto daba

luz verde al iraní y notó que éstelevantaba ligeramente el peso para girarla palanca.

Sabía que el iraní tenía la manobuena ocupada en abrir la puerta, y quela otra no podía usarla paracontrarrestar el movimiento que hicieraél.

Así que llegó a la conclusión deque era ahora o nunca.

Hizo acopio de fuerzas y lasconcentró donde más falta hacían.

Oyó que se abría la puerta con unlatigazo, sintió el chorro de aire queentró a continuación y notó el aguijónvigorizante de la urgencia que llevaba

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dentro.Se olvidó del nunca y se zambulló

de lleno en el ahora.Atacó de pronto volviéndose de

costado contra el hombro izquierdo ylevantándose del suelo con todas susfuerzas, con la intención de separar laespalda de la parte posterior de lacabina y del iraní. Al mismo tiempoentrelazó los dedos y, en un movimientode vaivén, echó el codo derecho haciaatrás y flexionó las rodillas para lanzaruna fuerte patada también hacia atrás.Codo y pies chocaron con carne y huesoy generaron una serie de gruñidos dedolor que carecían de rostro, pero queen sí mismos no consiguieron cambiarlas tornas. Reilly sabía que no iba a

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hacer daño de verdad al iraní conaquellos movimientos, simplementenecesitaba desestabilizarlo y quitárselode encima —en sentido literal— duranteun par de segundos.

Y eso fue lo que consiguió.El iraní perdió el equilibrio y se

inclinó hacia un lado durante no más deun par de segundos valiosísimos, perobastó para que Reilly terminara deefectuar su maniobra.

Envuelto en un torrente de airegélido que lo azotaba con el ímpetu deun tornado, Reilly continuó rodandohasta quedar totalmente boca arriba, yentonces hizo dos cosas en rápidasucesión: recogió las piernas yseguidamente las estiró otra vez para

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soltar una tremenda patada con ambospies que acertó al iraní en pleno pecho ylo arrojó contra la mampara. Actoseguido, flexionó las rodillas paraadoptar una postura fetal y arqueó laespalda para acortar la distancia quehabía entre sus hombros y sus caderas, yasí poder pasar las manos por debajo delos pies. Todavía las tenía atadas, peropor lo menos ya no a la espalda.

Zahed se incorporó a la vez que él.Estaba delante de la puerta a medioabrir, pero se apartó despacio hacia elcentro de la cabina. Ambos se midierondurante unos instantes, encorvados acausa de la baja altura del techo,observándose fijamente, sopesando elsiguiente movimiento. De pronto Reilly

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captó un ligero temblor en la mirada deliraní y se dio cuenta de que estaba apunto de caer en una emboscada.

Se volvió tan deprisa como le fueposible, dado que tenía atados lostobillos, y, con los brazos extendidoshacia delante, arremetió contra el pilotosudafricano por el estrecho espacio queseparaba las dos butacas que miraban defrente. No podía servirse de los brazospara asestar un golpe decente,teniéndolos amarrados y sin apoyarsebien en los pies, de modo que los utilizópara agarrar al piloto del cuello y tirarde él, al tiempo que un segundo antesadelantaba un poco la frente paragolpearlo en el puente de la nariz. Fue elcabezazo más salvaje que había atizado

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en toda su vida, produjo un crujido quese oyó incluso por encima del estruendodel viento que penetraba en la cabina. Elsudafricano retrocedió tambaleándosepor el espacio que había entre lasbutacas, rebotó como la bola de unvideojuego, y terminó golpeándose lacabeza contra la mampara de madera ydesmoronándose por el hueco quedejaba ésta.

Reilly sabía que Zahed ya habríasaltado hacia él, pero así y todo no fuecapaz de volverse a tiempo paraesquivarlo. El iraní sacó la pistola conla mano derecha, le apuntó con gestosanguinario y disparó. Le hirió derefilón en la mandíbula. No fue unaherida profunda, pero aun así le causó

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graves destrozos, le provocó un agudodolor por toda la cara y le nubló la vistadurante unos instantes.

Reilly saltó hacia su derecha, en ladirección del movimiento del arma, y searrojó contra la butaca izquierda quemiraba hacia atrás, la que estaba deespaldas a la cabina del piloto. Volvióla cabeza a tiempo para ver que Zahedse acercaba con la intención de dispararotra vez, el brazo en alto, el metal colorantracita lanzando destellos bajo lasluces de la cabina, y consiguiólevantarse de la butaca a tiempo paraembestir a Zahed y hacerlo retrocedervarios metros.

Volvió a caer contra la butaca conla cabeza dando vueltas, las piernas

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inseguras y el cuerpo entero surcado porun dolor intenso. En medio de suaturdimiento vio que Zahed se recobrabay venía otra vez contra él, lo vio blandirla pistola como si fuera un martillo,sintió que se le escapaban las fuerzas yque los brazos no le obedecían cuandoles dio la orden de esquivar otro golpemás. Miró buscando un arma, algo,cualquier cosa para bloquear el ataque,pero lo único que captaron sus ojos fueuna maleta de nailon amarillofluorescente que tenía dos asas negras.Mediría unos sesenta centímetros delargo, treinta de alto y quince de ancho,y descansaba inofensivamente detrás dela butaca derecha, haciéndole señas.

La cogió con las manos. Pesaba

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mucho, como diez kilos, puede quedoce, que en el estado en que seencontraba le parecieron un centenar.

No tuvo tiempo para pensar. Nisiquiera sabía lo que estaba haciendo.Actuó dejándose guiar por el instinto,permitiendo que su sistema límbicotomara las riendas de la situaciónmientras él daba tiempo a su yoconsciente para recuperarse.Simplemente agarró la maleta y se laestrelló a Zahed en el pecho. El iranísalió despedido contra la butacaizquierda, situada justo detrás de lapuerta semiabierta. Tras asestar elgolpe, Reilly soltó una de las asas, lainercia y el peso abrieron los cierres develcro y dejaron al descubierto el

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contenido: otro bulto de nailon amarillofluorescente, sólo que éste tenía dosasas de forma distinta.

De pronto Reilly entendió.Aquello era la balsa de salvamento

de la avioneta. Colocada en un sitiofácil de alcanzar y claramente visible,por si ocurría una emergencia.

Y desde luego, aquello era unaemergencia en toda regla.

Vio que Zahed se levantaba de labutaca y se lanzaba a por las asas de labalsa salvavidas, de modo que se leadelantó, las asió él mismo, dio unfuerte tirón y se echó hacia atrás, haciael lado contrario de la cabina, paraalejarse de Zahed y de la puerta.

La balsa comenzó a inflarse

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instantáneamente y fue desplegándosecon un fuerte y violento siseo, a unavelocidad sorprendente. Como medíamás de dos metros, el metro y medio dela cabina del pasaje le impedía inflarsedel todo hacia arriba, hacia abajo ohacia los lados; el único espacio haciael que podía expandirse era el ejelongitudinal de la avioneta, para quedardentro de un anillo ovalado. Además, elespacio era tan estrecho que se infló demanera mucho más violenta que encircunstancias normales, sin tantasapreturas. Al cabo de cuatro segundosya era lo bastante grande para actuar debarrera de separación entre Reilly yZahed; al cabo de ocho ya estaba infladadel todo, la cara inferior mirando a

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Reilly, la superior mirando a Zahed y laproa metiéndose por la mampara.Cuando irrumpió en la cabina del piloto,el gemido de los motores se incrementóhasta convertirse en un aullido agudo. Laavioneta aceleró, ya que ahora lashélices giraban más deprisa, y se inclinóhacia delante como unos diez grados. Labalsa había empujado las palancas depotencia, las de las hélices y la rueda decontrol de inclinación del pilotoautomático; todos aquellos mandos seencontraban juntos, en la consola centralde la cabina de pilotaje.

La avioneta estaba perdiendoaltura.

Reilly contuvo la respiración y seagarró a la butaca que tenía más cerca

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para no perder el equilibrio. Oyó elruido del viento al arrancar la puerta desus bisagras y vio cómo salía volandohacia el vacío. Alarmado, miró aizquierda y derecha en busca de algúnsitio al que ir, al tiempo que intentabacalmarse, imponerse al pánico primitivogenerado por el torrente de sustanciasquímicas que estaba enviando laamígdala a su cerebro, y recuperar unpoco de control racional.

Pero el proceso se viointerrumpido por una ráfaga de disparos.

Zahed estaba disparando con furiadesde el otro lado de la balsasalvavidas, obviamente con la intenciónde desinflarla o matar a Reilly.

O las dos cosas.

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Las balas perforaban el nailon dela balsa, y no quedó ningún sitio donderefugiarse. Reilly se agachó y se movióhacia delante en el preciso momento enque caían varios objetos al suelo: elcontenido del paquete de emergencia dela balsa salvavidas, que se habíasoltado.

El americano examinó a toda prisala cascada de objetos para valorar lautilidad que podían tener. Un remoextensible. Un espejo de señales. Unajarra con asa para achicar agua. Un cabode rescate. Bengalas.

Y un cuchillo.No era muy grande. No era una

navaja de combate, fabricada con aceroal carbono, capaz de destripar a un

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cocodrilo. Era simplemente un cuchilloauxiliar provisto de un mango flotante decolor naranja y una hoja de sierra, dedoce centímetros de largo y aspectoinofensivo.

Estaba allí mismo, descansandocontra el pie de la butaca.

Llamándolo.Llenándolo de esperanza.Alargó el brazo y lo cogió. Cinco

segundos después tenía libres las manosy los pies. De pronto oyó un disparo queperforó la butaca que tenía detrás ytaladró el grueso forro de cuero, y unasegunda bala le pasó rozando el hombroizquierdo y fue a incrustarse en elrespaldo. La balsa salvavidas estabaformada por varios compartimientos, y,

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a pesar de los agujeros que la habíanatravesado de parte a parte, todavíaseguía inflada, pero ya no iba a tardarmucho en empezar a deshincharse, conlo cual Zahed tendría la oportunidad deescapar de ella.

Reilly tenía que dejarlo fuera decombate antes de que sucediera tal cosa.Y también tenía que actuar deprisa,porque la avioneta continuabadescendiendo.

Se agachó y corrió hacia la parteposterior de la cabina para huir del sitiodonde estaban cayendo las balas. Alllegar al borde de la balsa salvavidas sedetuvo un instante, respiró hondo paraserenarse, y de improviso apartó elborde de la balsa con el brazo derecho

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al tiempo que arremetía empuñando elcuchillo en la mano izquierda.

Pilló al iraní por sorpresa y lohirió con el cuchillo en la muñecaizquierda.

El iraní soltó el arma; un chorro desangre brotó de sus arterias. Se quedódonde estaba, inmóvil, mirando a Reillyconmocionado, todavía aprisionadocontra la puerta de la cabina por eltejadillo autoextensible de la balsasalvavidas.

Reilly lo fulminó con la mirada. Lehubiera gustado saborear aquella escenaun poco más de tiempo, pero no podíaesperar más. La avioneta continuabadescendiendo, suavemente, sininclinarse a izquierda o derecha,

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simplemente bajaba hacia el mar enlínea recta. Estaba claro que seguíaconectado el piloto automático.

Reilly miró ceñudo al iraní.Alargó el brazo por detrás de él y

abrió el panel inferior de la puerta.Grabó en su memoria hasta el

último píxel de la expresión de MansurZahed, los ojos abiertos como platos, elgesto lívido, y gritó:

—¡Me parece que, después detodo, no vas a necesitar una lápida en tutumba!

Y lo empujó fuera de la avionetacon un puntapié en la entrepierna.

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El iraní se perdió de vistainstantáneamente, sin emitir ni unsonido.

Reilly se quedó de pie en mediodel helado ventarrón, mirando el marpor la puerta abierta. Por un momento sepreguntó si el iraní no habría sido el másafortunado de los dos. Después volvió afijarse en el enorme bulto de nailon quele cerraba el paso a los mandos de laavioneta, fue hasta la puerta de la cabinadel piloto, obstruida por la balsa, yempezó a apuñalar ésta con el cuchillo.

Desgarró, rasgó, destrozó y arrancóaquella pared de nailon amarillo como

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si fuera un psicópata desenfrenado.Ya no le dolía nada.El entrenamiento recibido estaba

rindiendo sus frutos, estaba ajustando yoptimizando las funciones de suorganismo para adaptarlas a la únicatarea en la que debían concentrarse enaquel momento: sobrevivir. Todo ibadirigido a dicho fin. Sus glándulashabían inundado el organismo deadrenalina, habían aumentado lacapacidad de procesar información delcerebro y lo habían vuelto más sensiblea una avalancha de datos sensoriales.Las endorfinas se encargaban de ahogarcualquier dolor que pudiera distraerlo.El cerebro había lanzado una descargade dopamina para que el corazón latiera

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más deprisa y aumentara la presiónarterial. Los bronquios se habíandilatado a fin de permitir la entrada demás oxígeno a los pulmones paraalimentar más rápidamente al torrentesanguíneo. El hígado estaba secretandoglucosa en grandes cantidades con elobjeto de incrementar la energía. Inclusose le habían dilatado las pupilas, paramejorar la visión.

Era una maquinaria totalmentesincronizada, dedicada a velar por supropia supervivencia.

Al fin logró destrozar la balsa losuficiente para abrirse paso hasta lacabina de pilotaje. Por todas partesvolaban páginas sueltas de la carpeta deanillas de Steyl, arrancadas por el

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huracán que barría el interior de aquelexiguo espacio. Reilly apartó un par conla mano, pasó por encima del cuerpotendido boca abajo del piloto y seinstaló en el asiento.

Se guardó el cuchillo en el cinto, seabrochó a toda prisa el cinturón deseguridad y miró por el parabrisas. Elnivel del mar resultaba preocupante, detan cerca que se veía, y se aproximabamás a cada segundo que pasaba. Másgrave aún era que la avioneta estabavibrando violentamente, debido a que lavelocidad aerodinámica era demasiadoelevada.

Reilly escrutó el panel deinstrumentos. Nunca había pilotado unavión, pero a lo largo de su experiencia

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laboral había estado dentro de muchascabinas de avionetas y sabía en líneasgenerales para qué servía cada mando yqué significaba cada relojito. Vio unaesfera que le dijo que estabadescendiendo a un ritmo de casi milquinientos pies por minuto. Otrascuantas tenían las agujas muy adentradasen la franja roja. Una de ellas, elindicador de la velocidad aerodinámica,tenía la aguja ya al final, fuera delgráfico y muy rebasada la señal roja yblanca de «Velocidad máximaoperativa». Sabía que debía reducirgases para disminuir la velocidad, peroantes de que pudiera poner la mano enlas palancas oyó un traqueteo mecánicopor encima del aullido de los motores.

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Procedía de su derecha. Miró por laventanilla y vio que el tubo de escapedel motor de estribor iba soltandollamaradas y una estela de humo negro.

En cuestión de segundos, el motorde babor hizo lo mismo.

Volar a toda potencia y a bajaaltitud era algo para lo que no estabandiseñados aquellos motores. El humocomenzó a penetrar en la cabina por losorificios de ventilación del techo. En elpanel de instrumentos se encendieron unmontón de luces de advertencia, las dosmás prominentes llevaban la instrucciónsiguiente: «FUEGO. PURGAR YCORTAR ENTRADA AIRE.» Con elcorazón a cien por hora, Reilly levantólas tapas de seguridad y pulsó los

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botones cuadrados que cerraban laentrada de aire a los motores y sacabanel humo de la cabina. Justo en aquelmomento se encendieron otros dosbotones que decían: «EXTACTIVADO.» No sabía muy bien quéeran, pero los pulsó. Debieron deaccionar los extintores, porque lasllamas y el humo negro de los motoresdejaron de salir. Pero claro, también separaron los motores. Se detuvieron enseco, cesaron de hacer ruido yralentizaron el descenso de la avioneta.Al cabo de unos segundos tambiéndejaron de girar las hélices. Reilly vioque habían variado la inclinación, queahora las palas estaban paralelas al flujodel aire y perpendiculares a las alas. De

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pronto, como si hubieran captadoaquella señal, comenzaron a parpadearen el panel dos luces verdes deinclinación automática de las hélices.

Había logrado apagar el fuego,pero al mismo tiempo había apagado losmotores.

La Conquest caía en picado haciael mar. Como detalle desconcertante,seguía descendiendo de formacontrolada, pues el piloto automático seencargaba de que mantuviera unatrayectoria limpia y lineal.

Una trayectoria que Reilly teníaque invertir.

Agarró firme el volante y tiró confuerza hacia sí. Notó que la avionetalevantaba mínimamente el morro, pero

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le costaba mucho continuar tirando, y enel momento mismo en que se relajó,apenas nada, el morro volvió a caer y acolocarse de nuevo en la posturadescendente, para dirigirse a toda prisahacia una tumba de agua marina. Reillytenía la batalla perdida, algo estababloqueando sus esfuerzos y obligaba a laavioneta a ceñirse tercamente a sutrayectoria.

De repente lo vio. El interruptorrojo del volante, que decía«DESCONECTAR PA».

Desconectar el piloto automático.No tenía nada que perder. Si allí

mandaba el piloto automático, era elenemigo, y había que eliminarlo.

Accionó el interruptor y oyó algo

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que, cosa rara, sonó igual que el timbrede una puerta. De inmediato se aflojó elvolante que tenía entre las manos.Volvió a tirar de él cuidando demantenerlo centrado, igual que lospedales, a fin de que las alascontinuaran niveladas. Esta vez sí huboun cambio: el morro estabalevantándose. No mucho, pero sí losuficiente para que se notara. Aqueléxito lo animó a esforzarse más aún.Siguió tirando del volante, todo lo quepudo. Vio que el mar acudíavertiginosamente a su encuentro y tirócon más fuerza todavía. Tenía lasensación de estar intentandofísicamente levantar la avioneta él solo,cosa que, en cierto modo, era lo que

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estaba haciendo.Con cada tirón se levantaba un

poco más el morro y la avioneta reducíasu velocidad aerodinámica. Pero siReilly aflojaba un poco la mano, aunquefuera muy poco, para coger fuerzas ytirar de nuevo, el morro podía más queél y volvía a caer. Era como intentarcobrar un atún gigantesco tirando delsedal. Para cuando alcanzó a ver latextura de las olas que agitaban lasuperficie del mar, el indicador ya leestaba diciendo que avanzaba a algomás de cien nudos. El agua corría raudapor debajo de él, una infinita cintatransportadora de color azul oscuro quese desplazaba velozmente, con unaproximidad que tentaba, que invitaba, y

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que sin embargo podía resultar mortal siel contacto se hacía de forma incorrecta.

Reilly procuró serenar larespiración y mantuvo la avioneta rectay casi nivelada, evitando que se ladease,planeando muy suavemente. No habíaprisa por tocar el agua. A no ser queapareciera en su trayectoria un carguero,tal como iba se sentía sano y salvo. Ymientras no intentase aterrizar, no corríael riesgo de estrellarse contra el mar yacabar hecho trizas.

Así y todo, en algún momento iba atener que aterrizar, y antes de avistartierra, que acabaría apareciendo tarde otemprano.

Se concentró con todas sus fuerzasy siguió tirando del volante para

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mantener el morro más o menosnivelado y controlar el planeo. Derepente sonó una alarma... Laadvertencia de que la avioneta iba aperder sustentación.

Tenía que descender de inmediato.Empujó el volante hacia delante

una fracción de milímetro. La avionetadescendió despacio, poco a poco, conelegancia. Rozó las crestas de las olaslevantando un velo de agua pulverizaday seguidamente se posó. El mar estababastante calmo, y aunque el fuselaje dela Conquest temblaba con lasembestidas del suave oleaje, no volcó nise rompió. Además, la inclinación de lashélices ayudaba a amortiguar elcabeceo. La avioneta avanzó un poco

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más balanceándose hasta que finalmenteel peso del agua pudo más que elimpulso que llevaba y se detuvo degolpe en medio de una nube de espumablanca.

La desaceleración fue brutal, denoventa nudos a cero en menos de unsegundo. Reilly se vio desplazado haciadelante, contra el arnés de seguridad,pero éste cumplió con su cometido yevitó que se estrellara contra loscontroles o que saliera despedido por elparabrisas.

Al instante comenzó a entrar aguaen la cabina.

Reilly sabía que no disponía demucho tiempo para salir, pues la cabinatenía las puertas arrancadas. Se quitó a

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toda prisa el cinturón de seguridad, selevantó del asiento, salió de la cabina depilotaje y echó a correr por el estrechohueco que había entre las dos butacasdelanteras, pasando por encima delcadáver del piloto. Dentro de laavioneta el agua tenía ya una altura devarios centímetros, y a cada segundo quepasaba iba penetrando más. Reilly miróa un lado y a otro buscando un chalecosalvavidas, pero encontró algo mejor:otro recipiente de color amarillo, ésteguardado detrás de la otra butacadelantera y más pequeño que el quecontenía la balsa de salvamento, conunas letras grandes y de color azul queindicaban que era la «Bolsa deemergencia». Perfecto.

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La cogió y corrió a la puerta, perofrenó en seco para volver la vista hacialas cajas apiladas al fondo de la cabina,entre los asientos traseros y la mampara.

Los textos.Los mismos que habían

sobrevivido desde los albores delcristianismo.

El legado de dos mil años deantigüedad que había sacado Tess a laluz.

Se le encogió el pecho ante la ideade perderlos, de decepcionar a Tess,después de todo lo que había sucedido.

Tenía que hacer algo.Tenía que salvarlos.Fue a toda prisa hasta donde

estaban las cajas y se puso a

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inspeccionar la cabina buscando algodonde pudiera meterlos y que fuerahermético. Cualquier cosa, una bolsa, unplástico grande... Claro, la balsasalvavidas. Estaba allí mismo, hechapedazos, convertida en un montón dejirones de plástico amarillo que semecían en el agua.

Aquello iba a tener que servir.Agarró un trozo grande y lo acercó

para buscar una parte lo bastantedecente para lo que pretendía hacer.Encontró una pieza que podría servirle,una parte del aro tubular de la balsa.Sacó el cuchillo y, tras serrarlo, obtuvoun trozo en forma de petate abierto porun extremo y cerrado por el otro.

El agua le llegaba ya a las rodillas

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y seguía subiendo.Fue hasta las cajas, abrió la

primera y empezó a cargar en el tubo denailon los códices encuadernados, deuno en uno. Sabía que no los estabamanipulando con el esmero quemerecían, pero no tenía más remedio. Ytambién sabía que no iba a podersalvarlos todos, pero ya era algo podersalvar unos cuantos.

El agua le alcanzó los muslos.No se detuvo. Abrió la tapa de la

segunda caja y empezó a descargar máslibros.

El agua le llegaba a la cintura. Locual quería decir que la tercera caja yaestaba sumergida.

Tenía que marcharse. Tenía que

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intentar sellar el tubo de nailon y salirde allí. Si no se daba prisa, se quedaríaatrapado en el interior de la avioneta.

Retorció el extremo del tubo y loapretó todo lo que pudo. No iba a serhermético, ya lo sabía, pero era todo loque podía hacer. A continuación lo asiópor el cuello y luchó contra el torrentede agua para llegar a la puerta.

Fue como intentar meterse por undesagüe durante una inundación.

Respiró hondo, se zambulló en elagua y se impulsó a través de la estrechaabertura tirando del tubo de nailon conuna mano y de la bolsa de emergenciacon la otra.

Emergió por el otro lado con laavioneta ya parcialmente sumergida, y

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se subió al ala. Seguidamente fue hastael motor de babor y se sentó encima dela cubierta del mismo, que todavíaasomaba fuera del agua. Rebuscó en labolsa de emergencia y extrajo unchaleco salvavidas, se lo puso y lo infló,y también una baliza localizadorapersonal; se ajustó ésta al chaleco y laactivó.

Permaneció sentado en el motor amedida que éste iba hundiéndose.Después, menos de un minuto más tarde,se hundió la cola de la Conquest, y él sequedó flotando en el agua, contemplandola silueta blanca de la avioneta, serena yfantasmal, que iba perdiéndose en laoscuridad.

Se aferró al tubo de nailon con

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todas sus fuerzas. Pero sabía que nohabía esperanza. Ya veía filtrarse elagua por entre los pliegues. El nailon nohabía sido diseñado para doblarse sinopara ser resistente, para soportarpinchazos y golpes de mar. Por más quelo intentó, Reilly supo que aquélla eraotra batalla perdida.

A cada minuto entraba más agua. Ycuanta más entraba, más pesaba el tubo.Transcurrida aproximadamente mediahora, y habiendo consumido hasta elúltimo microgramo de energía que lequedaba, Reilly fue incapaz de seguirmanteniéndolo a flote. Sencillamente,pesaba demasiado. Y además sabía queseguramente ya no merecía la pena; aaquellas alturas los textos estaban

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totalmente empapados. Sin duda sehabían estropeado, el tesoro deinformación que contenían se habíaperdido para siempre. Y si continuabaaferrándose a ellos, no tardarían enarrastrarlo a él consigo.

De modo que, dejando escapar ungemido desgarrador, soltó la carga.

Los libros permanecieron unmomento a la deriva, y luegocomenzaron a hundirse, un tubo denailon de un valor incalculable, y él sequedó flotando sin saber qué hacer, unamota de vida solitaria en medio de unmar implacable.

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Reilly notó en varias ocasiones queperdía el conocimiento y volvía arecuperarlo; cada vez que su organismointentaba echar el cierre, el agua fría lemojaba la cabeza y lo despertaba denuevo.

El mar estaba siendo bondadosocon él, tan sólo se mecía con un suavebamboleo que hacía todavía más difícilpermanecer despierto. Pero sabía quecuando cayera la noche, el agua iríatornándose más fría, y posiblementetambién más encrespada. El chaleco lomantendría a flote, pero no lomantendría vivo si el mar se picaba y su

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cuerpo decidía claudicar deagotamiento.

Sin darse cuenta se puso a pensaren Tess, se dijo que lo más probable eraque se encontrase sana y salva, lo cualera estupendo, pero que la habíadecepcionado al perder el tesoro deNicea, y aquello iba a ser un verdaderomazazo. Procuró concentrarse en esadecepción y se sirvió de ella paracontinuar a flote; si por lo menos semantenía con vida, no le causaría máspérdidas a Tess, y podría contarle quéhabía pasado exactamente. Así,eliminaría la incertidumbre que de locontrario iba a carcomerla sin remediohasta el final de su vida.

Pasado un rato dejó de pensar y

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confió en que el chaleco salvavidas y labaliza localizadora cumplirían con sucometido. Se dejó llevar por el mar,completamente extenuado, esperandoque finalmente llegara una partida derescate.

Ciento ochenta millas al este de suposición, el controlador de tráfico aéreoque había seguido la trayectoria de laConquest después de que Steyl lehubiera solicitado permiso advirtió quealgo había sucedido, al ver que laavioneta descendía por debajo de docemil pies y aumentaba la velocidad.

Tras efectuar tres llamadas sinrecibir respuesta y menos de un minutodespués de haber notado el insólito

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comportamiento de la avioneta, elcontrolador activó el plan deemergencia del SAR. De la base deAcrotiri, ubicada en Chipre, despegó unhelicóptero de Búsqueda y Rescate SeaKing HAR3 de la Marina RealBritánica, precisamente en el momentoen que la avioneta de Reilly tocaba elagua.

La señal de la baliza localizadorade Reilly, que transmitía la posición delnáufrago, le fue comunicada al pilotomientras el helicóptero se dirigía velozhacia la última ubicación conocida de laConquest. Y poco más de una horadespués de que Reilly quedase flotandoa la deriva en el Mediterráneo,descendió del mismo un buceador con

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un arnés para rescatarlo sano y salvo.

Lo llevaron de vuelta a Acrotiri.Allí se ocupó de curarle las heridas elpersonal médico militar del hospitalPrincess Mary de la Base Soberanaubicada en dicha localidad.

Aunque la avioneta había caído enaguas internacionales, Reilly iba a tenerque responder a muchas preguntasacerca de las personas que viajaban abordo, de lo sucedido y por qué. Losbritánicos querían saberlo. No tardaronen presentarse varios altos cargos de laDirección de Aviación Civil y de laGuardia Nacion al de Chipre, y tambiénquisieron saberlo todo.

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Reilly quedó un rato a solas. Habíasoportado los interrogatoriosmanteniendo la compostura, pero seencontraba cansado y dolorido, y se leestaba acabando la paciencia. Hizo unallamada a Nueva York, pidió que lepusieran con Aparo y le dijo que loayudase a salir de allí, pero sabía queaquello iba a llevar tiempo. Laembajada de Estados Unidos seencontraba en Nicosia, a una hora encoche, y el FBI no tenía allí ningúndelegado. Aun así se efectuaron variasllamadas, y a eso del mediodía sepresentó el agregado de Defensa de laembajada, tomó las riendas de lasituación y se llevó a Reilly. Másimportante: consiguió ayudarlo respecto

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de un asunto que lo tenía angustiadodesde el momento mismo en que loizaron a bordo del helicóptero derescate.

No fue una pregunta fácil deresponder. Con todo lo que habíasucedido, y habiendo muerto Ertugrul, enel consulado de Estambul reinaba laconfusión y costaba trabajo decidirquién era la persona más adecuada paradar con Tess. Hicieron falta muchasllamadas telefónicas y varias esperas,pero al final lograron ubicarla en unacomisaría de Konya.

El hecho de oír la voz de Tessresultó más eficaz para mitigar susdolores y sufrimientos que todos losanalgésicos que le habían administrado.

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Se encontraba sana y salva. Perotambién necesitaba ayuda. Estabaatrapada en una madeja burocráticasimilar. Había otro montón de preguntas,y no estaban dispuestos a permitirle quese fuera sin responderlas.

—Aguanta un poco más —le dijo—. Enseguida voy a buscarte.

El avión llegó ya entrada la noche,semejante a un caballero de un blancoinmaculado que portaba el discretoemblema de la Gulfstream AerospaceCorporation. Reilly, cada vez másimpaciente, observó cómo iba rodandohasta el hangar privado y apagaba pocoa poco los motores. A continuación se

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abrió la puerta de la cabina y salió elcardenal Mauro Brugnone, secretario deEstado del Vaticano.

Su arrugado semblante se contrajoen una expresión de sorpresa ysolidaridad cuando se fijó en loshematomas y las magulladuras quesalpicaban la cara y los brazos deReilly. Extendió las manos y abrazó alagente, luego se apartó apenas y le dijo:

—Y bien... ¿Se ha perdido? ¿Se haperdido definitivamente?

Ya sabía que sí. Reilly se lo habíadicho cuando lo llamó por teléfono, perono le había contado la historia completa.

—Eso me temo —repuso Reilly.—Cuénteme —pidió el cardenal al

tiempo que lo invitaba a subir al avión.

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Mientras el piloto se daba prisa encumplimentar el papeleo que lespermitiría volver a despegar, Reilly lerefirió a su anfitrión lo que habíasucedido. Cuando llegó al final delrelato, el cardenal estaba encorvadohacia delante, con unas profundas ojerasa consecuencia de aquellas angustiosasrevelaciones.

Permanecieron unos instantessentados en silencio, luego reapareció elpiloto y confirmó que el despegue estabaprevisto para dentro de unos minutos.Brugnone no dijo nada y se limitó aasentir con la cabeza; todavía estabaasimilando lo que le había contadoReilly.

—Tal vez podamos recuperar los

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libros —propuso Reilly—. En ese sitiono puede haber tanta profundidad. Estoyseguro de que se puede llegar hastaellos. Y si así fuera, a lo mejor todavíase puede leer lo que contienen. Hoy endía los laboratorios hacen cosasincreíbles.

Brugnone lo miró encogiéndose dehombros. Era evidente que no creía enesas palabras más de lo que creía elpropio Reilly.

—Esto le viene bien a usted, ¿no escierto? —comentó Reilly—. Que esostextos se hayan pedido para siempre.Así se ahorra preguntas, revelacionespeligrosas... Dolores de cabeza.

Brugnone frunció el entrecejo ycontestó:

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—Desde luego, prefiero que jamássalga a la luz lo que hubiera en esoslibros. No quisiera que todo el mundosupiera lo que decían. Pero a mí sí mehubiera gustado saberlo. Me hubieragustado mucho.

Le sostuvo la mirada a Reilly unosinstantes, después volvió el rostro ycontempló la oscuridad que reinaba enel exterior, como quien lloraprofundamente una pérdida.

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En el pequeño aeropuerto fueronrecibidos por Rich Burston, el legado dela oficina que tenía el FBI en Ankara.Había venido desde la capital en unhelicóptero militar. Era el jefe deErtugrul, y mientras recorrían en cochelas desiertas y oscuras llanuras endirección a la ciudad, Reilly pudoproporcionarle un relato de primeramano respecto de cómo había muerto suagente.

El legado estaba nervioso.—Tenemos que entrar y salir lo

más rápidamente posible —dijo—. Noquiero que esos tipos averigüen quién es

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usted en realidad. A no ser que quierapasarse unos cuantos días contestandopreguntas.

Reilly comprendió lo que queríadecir el delegado. La avioneta habíacaído en aguas internacionales y anteshabía despegado de una isla griega.Hasta ahí podrían exigir saber lasautoridades chipriotas. Pero esto eradiferente. Él había participado enacontecimientos en los que habíanmuerto varios soldados turcos, entreellos, bien lo sabía, un alto cargo muyrespetado. Las autoridades turcas iban aquerer saber exactamente cómo y porqué había sucedido tal cosa.

—Preferiría hablar con ellos porteléfono, desde Federal Plaza —

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respondió Reilly.—Ya me lo figuro. Usted déjeme a

mí lo de hablar y sígame la corriente.Reilly contestó que así lo haría, y

se volvió hacia el cardenal. Brugnonemostró su aprobación con un gesto decabeza.

Al final todo salió razonablementebien. Consiguieron rescatar a Tess y a laotra mujer de la custodia de la policíasin causar demasiada irritación. A ellocontribuyó lo tardío de la hora, así comoel hecho de que en Konya no seencontrasen los altos mandos de laYandarma.

Se dispuso una pequeña fuerza

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policial para que vigilase durante unosdías a la anciana y a su negocio familiar,aunque Reilly no creía que fuera acorrer más peligro, ahora que Zahedestaba muerto y los códices habíandesaparecido. Pero así y todo, más valíaprevenir que curar, y se alegró de saberque la anciana iba a contar conprotección hasta que fueran calmándoselas cosas.

Cuando salían de la comisaría lossaludó el tenue resplandor del amanecer.La calle estaba desierta. La ciudad aúntenía la inercia del sopor nocturno, y tansólo le restaba serenidad el zumbido delos aparatos de aire acondicionado.

Tess cogió la mano de Reillycuando echaron a andar hacia los coches

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que los aguardaban. Se sentía agotada,física y mentalmente. Y también muydecepcionada. Reilly le había contadoen unas pocas palabras, susurradas en unmomento que robó para estar a solas conella y con la anciana, que los textos sehabían perdido, que se los había tragadoel mar. La noticia la hundió totalmente.Aquellos códices habían sobrevivido acasi dos mil años de intrigas. Habíanlogrado superar las cruzadas, la caídade un imperio expansionista y dosguerras mundiales, y en cambio nohabían podido sobrevivir al salvajismodel siglo XXI.

Se detuvieron ante el cochepolicial que iba a trasladar a la ancianaa la vivienda de su hijo, encima de la

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tienda. Tess se soltó de la mano deReilly y dio un abrazo a la mujer.

La anciana dejó pasar unosmomentos abrazada, y después lepreguntó:

—¿Nos veremos mañana? —Lesujetaba una mano con fuerza entre lassuyas.

Tess dudó y se volvió hacia Reilly.Éste estaba todavía atiborrado deanalgésicos y tenía muy mala cara. Tesssabía que deseaba irse de allí lo antesposible. El avión de Brugnone estabaesperando para sacarlos del país yregresar a Roma, donde tomarían unvuelo comercial a Nueva York. Ellatambién quería verse en casa para dejaratrás de una vez toda aquella locura,

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pero estando allí de pie, mirando losdelicados ojos de aquella anciana,comprendió que no podía marcharse sinmás. Que quería pasar más tiempo conella. En poco más de veinticuatro horashabían pasado mucho las dos juntas, ysería de muy mala educacióndesaparecer de su vida de repente,aunque no fuera para siempre. Pero nocreía tener otra alternativa.

La expresión grave de Reilly se loconfirmó.

—Lo siento mucho —le dijo—. Nopodemos quedarnos. Tenemos un aviónesperándonos.

El semblante de la anciana seentristeció.

—¿Ni siquiera unas pocas horas,

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mañana por la mañana? Esperaba quevinieran a desayunar al piso de mi hijo,el que está encima de la tienda. —Intentó sonreír, pero no logrósobreponerse a la melancolía que sehabía abatido sobre ella.

Reilly volvió la mirada hacia ellegado. Éste negó lentamente con lacabeza y su expresión le comunicó quelo lamentaba sinceramente.

—Lo siento —dijo Reilly.La mujer asintió despacio,

resignada. Un policía le abrió laportezuela del coche. Ella permanecióinmóvil unos instantes, luego se volvióhacia Tess y le preguntó:

—¿Le importa seguirme hasta latienda, ya que van para el aeropuerto?

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Aquella invitación sorprendió aTess.

—¿Cómo, ahora?La anciana le apretó la mano con

más fuerza.—Sí. Quisiera darle una cosa. Un

souvenir. Así se llevará mejor recuerdode Konya que el que tiene en estemomento.

Tess miró a la anciana a los ojos.En ellos había algo más, algo quecallaban. Algo que aquella mujer queríahacerle comprender.

Procurando no dejar ver quesospechaba algo, y preocupadasúbitamente por la presencia delcardenal, lanzó una mirada interrogantea Reilly y al legado.

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Éste se encogió de hombros ycontestó:

—Supongo que no hay problema.Siempre que sea una visita rápida, y merefiero a rápida de verdad. No quieroque ninguno de ustedes dos permanezcaaquí ni un minuto más de lo necesario.

El legado y el cardenal se quedaronesperando cómodamente dentro delcoche con aire acondicionado, mientrasTess y Reilly acompañaban a la ancianahasta la tienda.

La anciana despertó a su hijo y leordenó que bajara a abrirles la puerta, acontinuación lo despachó otra vez y ledijo que regresara al piso de arriba

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antes de invitarlos a ellos a entrar.Tess no se había fijado en lo

hermosas que eran las cerámicas quefabricaba aquella familia. Habíajarrones, cuencos y platos de todos lostamaños, moldeados con formaselegantes y pintados con gusto exquisito.

—Escojan lo que quieran, porfavor —les dijo la anciana—. Enseguidavuelvo.

Tess se la quedó mirando mientrasdesaparecía en la trastienda y bajabapor una escalera que debía de conducira un sótano.

Se volvió hacia Reilly. Éste teníaun gesto cansado, como si lo que menosnecesitara en el mundo fuera estar enaquel lugar. Para ser justos, seguramente

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era así.Sin embargo, ella esperaba algo

distinto.Estaba a punto de confiarle lo que

sospechaba, cuando regresó la anciana.De inmediato vio dos cosas que ledijeron que no se había equivocado, ysintió un aleteo en la boca del estómago.Una fue la mirada furtiva que lanzó lamujer hacia el escaparate de la tienda,como si quisiera ver si los estabaobservando alguien; la otra fue lo quetraía en las manos.

Una caja de zapatos vieja.La anciana miró de nuevo hacia la

calle y después le entregó la caja a Tess.—Esto es para usted.A Tess se le aceleró el corazón de

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golpe e interrogó con la mirada a lamujer. Estaba deseando formularle unapregunta, pero se le quedó atorada en lagarganta. Así que se limitó a abrir lacaja.

Estaba llena de fundas de plástico,varias decenas.

Tomó una y la abrió. Medía comoquince centímetros de ancho y estabadoblada sobre sí misma en muchospliegues, de modo similar a esas ristrasde fotos familiares en forma deacordeón que llevaba la gente en lacartera cuando no existía el i-Phone.

Tess la desplegó. Estaba formadapor dos decenas de bolsillos, cada unode unos cuatro centímetros de alto.Dentro de cada bolsillo había una tira de

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quince centímetros de largo, y en cadatira cuatro negativos de 35 milímetros.

Tess supo lo que eran ya antes deacercar los negativos a la luz. Aunque laimagen se veía oscura y estaba delrevés, logró distinguir con nitidez lasilueta de un objeto rectangular sobre unfondo neutro. En algunas se veían contoda claridad las solapas y las cubiertasde cuero. La imagen de cada negativoestaba invertida, de tal modo que losobjetos se veían oscuros y el fondoclaro. En el interior de los rectánguloshabía renglones de caracteres muypequeños que aparecían en tono claro,como si los hubieran escrito con tintablanca sobre una página negra.

Eran los textos escritos en los

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códices. Allí estaban, por centenares.—¿Estas fotografías las ha hecho

usted? —quiso saber Tess.—Mi marido. Hace muchos años,

mucho antes de morir. Pensamos que eranecesario guardar una copia de loslibros, por si se destruían en un incendioo lo que fuera. Eran tan frágiles quetuvimos que manejarlos con muchocuidado, pero nos las arreglamos.También tengo guardadas las fotos enpapel, pero pesan demasiado para quepuedan ustedes llevárselas sin que se décuenta nadie.

Tess hundió los dedos en la caja.—¿Están todos aquí dentro?La anciana afirmó con la cabeza.—Hasta la última página del último

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libro. —Luego se encogió de hombroscon una mueca de resignación y añadió—: Ya sé que no van a convencer anadie, que la gente dirá que estas fotosson falsas. Pero es todo lo que puedohacer.

Tess reflexionó un momento, yluego negó con la cabeza.

—No importa. —Obsequió a laanciana con una cálida sonrisa deconsuelo—. No se trata de convencer anadie de nada, nunca ha sido ésa laintención. La intención es saber más,conocer la historia y la verdad. Los quecreen que cada palabra que figura en laBiblia ha sido dictada por Dios no van adejarse influir por nada. Eso ya losabemos. Ni aun viendo y examinando

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estos códices con sus propios ojoscambiarían de opinión. Pero los quequeremos comprender mejor las raícesde la fe, los que sentimos curiosidad pornuestra historia y por saber cómo hemosllegado a ser como somos, estos librostienen mucho valor. Créame. Mucho.

La anciana quedó complacida conlo que le dijo Tess y afirmó con lacabeza para indicar que coincidía conella.

—Cuídelos mucho.—Oh, puede fiarse de mí, pienso

encargarme de que no les ocurra nada.—Se volvió hacia Reilly con la cararadiante y una expresión de felicidad,casi de euforia infantil—. Nos vamos aencargar los dos, ¿verdad?

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Reilly la miró unos segundos conuna expresión divertida en su magulladorostro, y luego alzó una ceja.

—¿Tienes ya el final que querías?—Ya lo creo que sí —respondió

ella sonriendo—. Venga, vámonos acasa.

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Agradecimientos Doy las gracias a todos los amigos

y colegas: Bashar, Nic, Carlos, Ben,Jon, Brian, Claire, Susan, Eugenie, Jay,Raffaella, y a toda la gente de Dutton,NAL, y Orion; sin ellos, mis esfuerzosno serían más que píxeles de la pantallade mi portátil. Gracias también a losBurston, los Jooris y los Chalabi porprestarme sus tranquilas casas (y suvelero), donde esos esfuerzos pudieronrendir frutos sin demasiadasdistracciones.

Pero en esta ocasión debo mostrarmi mayor agradecimiento a todos losamigos y familiares que nos han ayudadoa lo largo de esta etapa que más

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conviene olvidar. Sois demasiados paramencionaros a cada uno, pero todossabéis quiénes sois, y tenemos la granfortuna de que estéis con nosotros.Vuestra amistad, ayuda y apoyo han sidofenomenales, y si hay alguien quemerezca el agradecimiento por haberhecho posible este libro, sois vosotros.