LA SOMBRA DE LA PROVINCIA€¦ · El juego de la profesora al citar por su nombre real a la ciudad...

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LA SOMBRA DE LA PROVINCIA Eduardo Haro Tecglen «No cab duda que los chicos sólo en Madrid se despabilan» («La Regenta», seis.) E n la niñez republicana se estudiaba a Leopoldo Alas. Primero los pequeños; · leían o se les leía «Adiós, Cordera», y la vaquita que se alejaba para siem- pre rmaba parte de la una imaginaria donde ya estaba, o estaría, el borriquillo de J. R. J.: Cor- dera y Platero daban aliento cada lado del escolar que acunaba su primer sentimentalismo un poco morboso... Después, a poca suerte que se tuviera en el bachillerato, alguno de los miliares de la Institución Libre de Enseñanza -una larga paren- tela de los padres ndadores- leería en clase «La Regenta». Y sobre el aula clara y coeducante se extendía la sombra lluviosa de la provincia. El manteo del Magistral. Entre algunas otras ideaciones del infierno laico infantil estaban la provincia y los curas. La pro- vincia era aquel ndo del que habían emergido nuestros padres o nuestros abuelos, que a veces se recordaba en casa con nostalgia, con algún ensueño gastronómico (el sentido del gusto es fundamental en el desterrado) con aspecto con- tundente y brutal -el gazpachuelo, el botillo, las migas, las gachas, el pote-, generalmente muy abundante en el cerdo que nuestros ante�asados arrojaban a sus ollas con derroche para· no ser acusados de judaizantes por los mil ojos que es- piaban (los mil ojos de la provincia: u lugar donde se escudriñaba, porque la sociedad misma tenía que ejercer el control de la sociedad; atentos a las curvaturas de los vientres de las doncellas, a las luces tardías, las siluetas nocturnas, las puer- tas traseras entreabiertas, las visitas largas, el ves- tido audaz, el gasto excesivo o demasiado parco, el emparejamiento del paseo, el tiempo en el con- fesonario, las ojeras matinales). Y los curas eran la ·amenaza, la represión, el castigo o la tortura. Como si eran los grandes agentes de la provincia en Madrid, los conspiradores del regreso de la España negra: los confesores, los represores. Cuando las notas iban mal o el comportamiento era díscolo, se advertía: «Te voy a mandar a los escolapios, que harán carrera de ti». (Han hecho, en ecto, muy buenas carreras de otros los esco- lapios, los maristas, los jesuitas. Pero, eso sí, ne- cesitaron antes ganar una guerra civil para adaptar el país a sus niños y a su enseñanza, para acomo- dar la realidad a su ficción). Los chicos de los Institutos teníamos una idea bastante despectiva 34 de los mnos de los curas, tan terminados, tan modosos, tan futuros ministros de Franco, de la transición y de la democracia: todos llevaban guardada la poltrona en su mochila de escolar. Y la teníamos, despectiva y temerosa al mismo tiempo, de la provincia. Estaba bien que la provincia se llamase, en las lecturas de clase, en el libro de Alas, Vetusta. No sólo por la carga arcaica de su etimología: ya empezaba, por entonces, la lucha entre lo mo- derno y lo antiguo, que iba a ser tan peligrosa y que tan malos resultados está dando, sino porque su nombre no era un nombre geográfico:' era un «nowhere» un «u-topos», era del lugar, com- pendio de todo aquello que era lo que no era la capital. Otros «prosistas modernos» (títufo de la colección de libros de texto, parte de la· asigna- tura) contaban la provincia con sus nombres: la de Azorín o Miró, resquebrajadas de sol, las de los poetas andaluces de entonces, los misterios trucu- lentos de los cuentos de Valle Inclán (tan medie- vales, tan absurdamente lejanos, que no podían asustar), eran localizables. Vetusta, no: porque Vetusta era todo. Vista por el catalos de Don Fermín era el casco viejo, los trozos de murallas perdidos en jardines o patios, los conventos y conventos y conventos, los tugurios de l plebe, los palacios, la brica del «humo y los silbidos» con los trabajadores negros y sucios, la Catedral. Eramos ya adolescentes (¡ qué pronto se era mu- chacho, adolescente, joven! Ahora la niñez dura años y años: la retienen) visuales, o visualizantes: una de las primeras generaciones de las revistas ilustradas, la cámara Kodack Brownie y el cine de barrio, cine para todos, descendido de su pedestal de fenómeno, de maravilla, ascendido de su re- ducción de sica recreativa, y entrado de lleno en las calles, y la prosa de Alas era cinematográfica: una panorámica. También podía ser un recorte. El Magistral era un «voyeur» con el catalejos, pero lo era también para el plano corto, para la aproxi- mación, para lo visto por una ventana. («Unas veces era un talle de mujer, otras una mano enorme, luego un bigote como una manga de riesgo»). Gran mirón, gran escudriñador de la provincia. Eso sí era algo que podía asustar, que podía inquietar al niño secreto, lleno de sus pe- queñas bellaquerías gongorinas («las bellaquerías -detrás de la puerta»). Mirones nosotros, pero de ninguna manera mirados... Aquí no había murallas, ni Catedral o, si la había, nadie sabía nada concreto de ella. Aquí no percibíamos las tolvaneras, los remolinos arras- trando basuras y desperdicios. Ni teníamos toda- vía la noción microcósmica del casino, el café, los salones, las sacristías, la idea reductora y social del teatro y del concierto, la caricatura de la poe- sía que era el poeta local. El juego de la profesora al citar por su nombre real a la ciudad del relato y aludir a las claves humanas, a la toponimia disa- zada, a las referencias cantábricas, podía rmar parte de lo que se necesitaba para aprobar el exa-

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LA SOMBRA DE LA

PROVINCIA

Eduardo Haro Tecglen

«No cabía duda que los chicos sólo en Madrid se despabilan»

(«La Regenta», seis.)

En la niñez republicana se estudiaba a Leopoldo Alas. Primero los pequeños;

· leían o se les leía «Adiós, Cordera»,y la vaquita que se alejaba para siem­

pre formaba parte de la fauna imaginaria donde ya estaba, o estaría, el borriquillo de J. R. J.: Cor­dera y Platero daban aliento cada lado del escolar que acunaba su primer sentimentalismo un poco morboso ... Después, a poca suerte que se tuviera en el bachillerato, alguno de los familiares de la Institución Libre de Enseñanza -una larga paren­tela de los padres fundadores- leería en clase «La Regenta». Y sobre el aula clara y coeducante se extendía la sombra lluviosa de la provincia. El manteo del Magistral.

Entre algunas otras ideaciones del infierno laico infantil estaban la provincia y los curas. La pro­vincia era aquel fondo del que habían emergido nuestros padres o nuestros abuelos, que a veces se recordaba en casa con nostalgia, con algún ensueño gastronómico (el sentido del gusto es fundamental en el desterrado) con aspecto con­tundente y brutal -el gazpachuelo, el botillo, las migas, las gachas, el pote-, generalmente muy abundante en el cerdo que nuestros ante�asados arrojaban a sus ollas con derroche para· no ser acusados de judaizantes por los mil ojos que es­piaban (los mil ojos de la provincia: u'n lugar donde se escudriñaba, porque la sociedad misma tenía que ejercer el control de la sociedad; atentos a las curvaturas de los vientres de las doncellas, a las luces tardías, las siluetas nocturnas, las puer­tas traseras entreabiertas, las visitas largas, el ves­tido audaz, el gasto excesivo o demasiado parco, el emparejamiento del paseo, el tiempo en el con­fesonario, las ojeras matinales). Y los curas eran la ·amenaza, la represión, el castigo o la tortura. Como si fueran los grandes agentes de la provincia en Madrid, los conspiradores del regreso de la España negra: los confesores, los represores. Cuando las notas iban mal o el comportamiento era díscolo, se advertía: «Te voy a mandar a los escolapios, que harán carrera de ti». (Han hecho, en efecto, muy buenas carreras de otros los esco­lapios, los maristas, los jesuitas. Pero, eso sí, ne­cesitaron antes ganar una guerra civil para adaptar el país a sus niños y a su enseñanza, para acomo­dar la realidad a su ficción). Los chicos de los Institutos teníamos una idea bastante despectiva

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de los mnos de los curas, tan terminados, tan modosos, tan futuros ministros de Franco, de la transición y de la democracia: todos llevaban guardada la poltrona en su mochila de escolar. Y la teníamos, despectiva y temerosa al mismo tiempo, de la provincia.

Estaba bien que la provincia se llamase, en las lecturas de clase, en el libro de Alas, Vetusta. No sólo por la carga arcaica de su etimología: ya empezaba, por entonces, la lucha entre lo mo­derno y lo antiguo, que iba a ser tan peligrosa y que tan malos resultados está dando, sino porque su nombre no era un nombre geográfico:' era un «nowhere» un «u-topos», fuera del lugar, com­pendio de todo aquello que era lo que no era la capital. Otros «prosistas modernos» (títufo de la colección de libros de texto, parte de la· asigna­tura) contaban la provincia con sus nombres: la de Azorín o Miró, resquebrajadas de sol, las de los poetas andaluces de entonces, los misterios trucu­lentos de los cuentos de Valle Inclán (tan medie­vales, tan absurdamente lejanos, que no podían asustar), eran localizables. Vetusta, no: porque Vetusta era todo. Vista por el catalejos de Don Fermín era el casco viejo, los trozos de murallas perdidos en jardines o patios, los conventos y conventos y conventos, los tugurios de la: plebe, los palacios, la fábrica del «humo y los silbidos» con los trabajadores negros y sucios, la Catedral. Eramos ya adolescentes (¡ qué pronto se era mu­chacho, adolescente, joven! Ahora la niñez dura años y años: la retienen) visuales, o visualizantes: una de las primeras generaciones de las revistas ilustradas, la cámara Kodack Brownie y el cine de barrio, cine para todos, descendido de su pedestal de fenómeno, de maravilla, ascendido de su re­ducción de física recreativa, y entrado de lleno en las calles, y la prosa de Alas era cinematográfica: una panorámica. También podía ser un recorte. El Magistral era un «voyeur» con el catalejos, pero lo era también para el plano corto, para la aproxi­mación, para lo visto por una ventana. («U nas veces era un talle de mujer, otras una mano enorme, luego un bigote como una manga de riesgo»). Gran mirón, gran escudriñador de la provincia. Eso sí era algo que podía asustar, que podía inquietar al niño secreto, lleno de sus pe­queñas bellaquerías gongorinas ( «las bellaquerías -detrás de la puerta»). Mirones nosotros, pero deninguna manera mirados ...

Aquí no había murallas, ni Catedral o, si la había, nadie sabía nada concreto de ella. Aquí no percibíamos las tolvaneras, los remolinos arras­trando basuras y desperdicios. Ni teníamos toda­vía la noción microcósmica del casino, el café, los salones, las sacristías, la idea reductora y social del teatro y del concierto, la caricatura de la poe­sía que era el poeta local. El juego de la profesora al citar por su nombre real a la ciudad del relato y aludir a las claves humanas, a la toponimia disfra­zada, a las referencias cantábricas, podía formar parte de lo que se necesitaba para aprobar el exa-

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men: pero no importaba demasiado. Operaba ya la primera lectora y comentarista un cierto distan­ciamiento en su representación. Está hoy claro -fuera de los profundos especialistas anecdóticosde lo por otra parte escasamente críptico- quetodo lo que trasciende de «La Regenta» a los cienaños de su escritura no es la identificación ni lacrónica, ni la caracterización de los personajes, niel bovarismo de Ana o la ambición del Magistral,ni el celestinismo, ni el donjuanismo, ni el trío dela pasión (con su cuarto personaje, portador de la

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escopeta del destino), ni las escenas de costum­bres; era el todo, el microcosmos, el clima de España que entonces percibíamos con el nombre de «la provincia», la España trascapitalina que estaba acechando y que pronto se nos iba a venir encima.

Madrid estaba saliendo de ser provincia y, aún al decir de alguien, de ser poblachón manchego. Todavía, al crecer, se había dejado algo del campo dentro, y sobre todo algo de la fauna, la perdida fauna madrileña. Por la calle de Alcalá pasaban

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los corderos -todavía están los mojones del ca­mino de cañada, o estaban hasta hace poco-, y en Argüelles, en los pisos bajos de las casas de veci­nos, los establos domésticos: asomaban por las ventanas las jetas vacías y sosas de las vacas, Y las brazadas de heno; y, las buenas mañanas, las sacaban a pastar hacia el «campo d� las cal�ve­ras» -donde estuvo el cementerio de San Martm-, los vaqueros de blusa negra, vara larga y gritos de canto llano. Sacaban chispas de los adoquines los cascos herrados de los enormes percherones de la Granja Poch; se apretaban a las fachadas las cuca­rachas negras, perdidas y deslumbradas, y vola­ban silenciosamente en torno a los faroles de gas, encendidos al atardecer por el hombre de la pér­tiga (metáfora machista de Marañón: el hombre camina con su brasa, la mujer queda clavada y encendida), los murciélagos bailando una contra­danza ecológica con los mosquitos. Y los gatos en familia, los gatos del Jardín del Instituto Cerv'.1�­tes -el de los cómicos que habían hecho su defm1-tiva su veraz función de despedida- o los del Min'isterio de la Guerra -luego del Ejército, luego de Defensa, ahora Cuartel General; derivaciones semánticas de una eterna función- que recibían visitas de viejas damas con paquetitos de sobra de comida. Las ratas de agua en el estanque del Re­tiro, y las de ciudad asomando, olfativ�s, por las alcantarillas. Los perros callejeros g1rando en torno a una hembra en celo ... Y los gallos que cantaban en las azoteas ... Todo ha desaparecido. Quedan las palomas, los vencejos: solo aquello que vuela alto resiste la capit�l. . , . , Había más rastros de provmcia y poblac10n enMadrid solamente que, segmentada en barrios, la provindia parecía otra cosa. Los barrios tenían sus cafés de viejas y poetas -la media tostada y sus preferencias: la de arriba o la de abajo; el echador, con la bullente lechera; el azucarrillo asomando de un vaso como una «demoiselle d'Aviñó» por su balcón- sus héroes locales -las estatuas coloca­das por' capricho, pero adoptadas; las lápidas del «aquí vivió» o del «aquí murió»-, sus leyen�as brillantes del 2 de mayo de 1808, sus personaJes pintorescos -la vieja cantante de ópera que acom­pañaba con un salterio sus arias enronquecidas, el ciego del armonium, el que recitaba aleluyas,.º elque predicaba que América debía llamarse Cnsto­balia- sus tontos -la niña que se quedó así porque una gallina negra asustó a su madre cuando estaba embarazada-, sus verbenas, su comercio peculiar -las calles de los artesanos-, sus guardias y suscarteristas. Pero entre los barrios circulaba elaire, se respiraba la fuga, se escapaba _uno d�lescrudriñador y, a fin de cuentas, nadie podia saber dónde se mete la chica del diecisiete (ni de dónde saca, pa tanto como destaca).

Todo esto se hace un poco más consciente al recordarlo, al pensarlo. Ni la provincia era y� enteramente la de Leopoldo Alas, la que con to medio siglo antes, ni Madrid había salido del todo de su larva. Pero sí había una sensación de lucha.

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Revestidos por la nomenclatura dominante, por la división de derecha e izquierda, estaban estos problemas de progreso y de regreso. Lo que cla­ramente representaba el libro de Alas era un fondo abismal de pasado continuo, de España que no cesa, de degeneración a nivel doméstico y pe­queño burgués, a escala reducida, de la España negra de los Austria (como en las casas de los cretenses pudieran estar minimizadas pero repro­ducidas toscamente las tragedias de los atridas) y ese fondo estaba presente en Madrid bajo siglas de partidos que eran siglos de pesadumbre y fana­tismo, emergían en los discursos parlamentarios y en los secos estampidos de los pistoleros de las esquinas; en insignias, en boinas, en camisas, en escapularios, en sotanas, en uniformes. Bajo una noción seguramente injusta, seguramente reduc­tora, peyorativa, disparatada, se podía imaginar que donde ese mundo todavía alentaba y esperaba era en la provincia.

Unos años después esa idea de la provincia se alzó; llegó a Madrid, le cercó, le diezmó. Final­mente, lo invadió. Cuando volvimos a las aulas, ya el nombre de Leopoldo Alas no estaba en los libros de texto, ni se podía explicar. Más tarde, se introdujo alguna mención: «Nació en Zamora. Mientras estudiaba Derecho en Madrid, perdió la fe que luego ya apenas recobró, muriendo sin con­fesión. Su mejor obra es «La Regenta», cuyo tema es unos amores escandalosamente adúlteros. Sitúa la acción en Vetusta (Oviedo), cuyo ambiente de­letéreo aparece vivamente repugnante» (M. Sáenz de Urturi, S., S. M.; V. Mateo Velasco, S. M.: se enseñaba todavía a la muerte de Franco a los alumnos de sexto de bachillerato). Alguien dijo que su busto había sido arrasado, y que

� se exterminaba a su familia. Luego se nos ·� cerraron las aulas. Había ganado la pro- �.vincia.

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