LA TRENZA DE LA HERMOSA LUNA - CVC. Centro Virtual …LA TRENZA DE LA HERMOSA LUNA Mayra Montero...
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los cachorros del bÚ'0tn
LA TRENZA DE LA
HERMOSA LUNA
Mayra Montero
Afuera la noche era cerrada y calurosa. Una especie de vapor acidulado se desprendía de la tierra y enrarecía el ambiente. No se movía ni una sola hoja,
pero a la vuelta de la Rue Magny oyeron unos toques cercanos de tambor. Alex se detuvo a escuchar. Desconocía el significado de esa percusión cortante y belicosa, pero reconoció una voz de alarma agazapada en el latido ancestral que devolvían aquellos parches.
-Anuncian mucha candela para esta noche.Cuando llegaron a la Rue de l' Asile, Paul ya
los estaba esperando. Lo enteraron de la suerte corrida por Tony Valcin.
-Tenemos que decírselo a su padre -dijo él,y se hizo un silencio bochornoso que ninguno de los tres pudo eludir.
-La gente se está reuniendo en el mercado-agregó luego-. Dicen que hoy se murieronseis tonton macoutes porque olieron de lospolvos.
Alex se acarició la ceja lastimada. -Tenemos que recoger piedras.Se sacó la camisa que le prestara Tony Valcin
y la sostuvo a modo de fardela para que los demás comenzaran a colocar allí cuanto pedrusco grande y punzante encontraran.
-Habrá que quemar la tienda de William Su-rié -anunció Paul.
-lQuién lo dijo?-El hombre que dirige las candeladas.-Y la farmacia de Louis Marcelin -añadió
Jacques desde el suelo, escarbando en la tierra en busca de los proyectiles.
Alex salió por delante para prevenirlos de una posible ronda de soldados.
-El Ejército ya no se mete -dijo Paul.Las calles por ese rumbo estaban desiertas,
con la excepción de un puñado de hombres, sudorosos y tensos, que también se dirigían al punto de reunión.
-Pero en cualquier momento aparecen lostonton macoutes.
A medida que se iban acercando a las inmediaciones del mercado crecía el gentío. Paul tenía razón. Un grupo de soldados montaba una guardia discreta y retirada por allf cerca, pero no intervenía con los hombres que agitaban los palos y se desgañitaban augurándole la muerte al mandamás de Port au Prince.
Había un clima de fiesta y estupor. Los chiquillos de los barrios cercanos acudían también al mercado y a estas horas se empeñaban en recoger los restos de las pocas viandas podridas o
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machucadas que habían quedado abandonadas por el suelo. Alex vio a dos niños que rodaron abrazados disputándose un pedazo de pan dulce. Al pasar junto a ellos, intentó separarlos con la punta de una rama que recogió en la Rue de l' Asile y que llevaba a guisa de cayado. Pero sólo consiguió arañar la espalda del muchacho que parecía mayor y que se volvió para soltarle un insulto terrible.
Alex hizo ademán de pegaríe en la cara y Paul René lo detuvo:
-Déjalo ... Vamos a ver lo que está diciendoaquel hombre.
El bullicio era tan ensordecedor que sólo captaron unas pocas palabras sueltas de entre el discurso ronco que se disparaba el hombre a pulso, sin altavoces ni micrófonos.
-Dice que Jean Claude debe irse.Los manifestantes aplaudían, agitaban las an
torchas, levantaban las manos y en algunos grupos escanciaban litros enteros de tafiá.
-Van a quemar la Corte Civil -anunció Jacques, antes de que el escándalo sofocara totalmente las frases incendiarias del orador, que continuaba erguido sobre dos cajas de empacar arenque.
Un río embravecido y virulento comenzó a desalojar el mercado y se precipitó por la callecita que conducía al edificio de madera y ladrillo del Tribunal. Media docena de soldados cerraban el paso y trataron de impedir la marcha, pero fueron rebasados por los primeros hombres de la multitud, que esgrimían en alto sus machetes y continuaban maldiciendo el oscuro nombre del mandamás de Port au Prince. Jacques tiró de un brazo a Alex y los tres se unieron al recorrido iracundo en el que parecía volcarse toda la ciudad. Paul René miró hacia atrás para averiguar la suerte que habían corrido los
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soldados. Pero ya no se divisaba más que el oleaje febril de aquellos hombres agigantados por el resplandor de las antorchas y por sus propios alaridos que reclamaban sangre y muerte.
Un puñado de adolescentes casi en cueros se adelantó al tumulto cargando las latas con el querosén. Rociaron jubilosos la fachada sobria del edificio, y un viejo en pleno trance, acompañado por un adolescente, corrió a acercar el hacho. La fogata se disparó en principio, pero pasados los primeros minutos las llamas comenzaron a extinguirse. Alguien clamó por más querosén, un grito que se multiplicó en la muchedumbre hasta que se percataron de que por las ventanas de la planta baja comenzaba a salir una humareda negra y espesa. Los aullidos de alegría recorrieron una vez más la multitud, que comenzó a tirar sus piedras a los establecimientos más cercanos.
Paul René les propuso entrar en la farmacia por unas cuantas gourdes. Alex lo secundó enseguida y pensó que de paso podría conseguir algún otro regalo para Anais. Jacques también se mostró entusiasmado y los tres cruzaron la calle, abriéndose paso a empujones entre la multitud desaforada, con dirección al negocio del doctor Louis Marcelin. Otros dos hombres ya se les habían adelantado y echado abajo el cerrojo de la farmacia, y el grupo avanzó lentamente hacia los anaqueles repletos de mercancía. De momento, nadie se atrevía a apoderarse de un solo frasco. Pero en pocos segundos salieron simultáneamente de su recogimiento y se abalanzaron enardecidos a la rapiña más indiscriminada y fiera. La fardela improvisada con la camisa de Tony Valcin servía ahora para recoger toda clase de chucherías; los potingues y los termómetros; los cosméticos y la leche de magnesia; los peinecitos de carey y los jabones de olor. Alex vio un paquete grande de algodón y se acordó de los fomentos que se solía poner su madre, una vez al mes, cuando se le hinchaban los senos. Encontró al fondo un osito de peluche de mirada lastimera. Se lo llevaría a Anais.
Los dos desconocidos que habían forzado el cerrojo se repartían mientras tanto las pocas gourdes que hallaron en la caja ante la mirada desconsolada de Paul René. En eso oyeron la voz de alarma de Jacques Damien: se acercaba un contingente de soldados. Salieron a la carrera y una vez en la calle escucharon de cerca el tableteo de una ametralladora. Se percataron de que el fuego finalmente había arropado el edificio y sobre sus cabezas caía una lluvia pareja de cenizas. Alex sintió que un pedazo de papel le resbalaba por los hombros, miró hacia arriba y vio cómo volaban los restos de los documentos oficiales, las actas del Gobierno, las inscripciones de nacimiento, las demandas por incumplimiento, los testamentos controvertidos, las minutas de asambleas, las citaciones urgentes. Ardía la Corte Civil por los cuatro costados y de los ladrillos abrasados salía un calor intenso y unos
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hermosos reflejos dorados. Recordó que de pequeño, cada noche antes de acostarse, su madre lo obligaba a orinar sobre el adobe caliente para que luego no mojara la colchoneta de paja. Y sucedió que allí mismo, en medio del tumulto espantoso, rodeado del peligro inminente de los tiros, le dieron unas ganas terribles de orinar y tuvo que desabrocharse frente a la candela.
Otra vez fue Jacques quien hubo de tirar de su brazo para que se espabilara:
-iNo me digas que estás meando ahora!Los tres echaron a correr por una callejuela
oscura que de momento no había sido copada por la corriente irregular de los soldados. Cada vez se oían más cerca los disparos y Paul René propuso que fueran a su casa, donde habían escondido el botín del día anterior, y de allí volaran hasta los muelles para despistar la vigilancia.
El hueco en el piso de tierra estaba bien disimulado por la cresta de hojas de plátano y los troncos podridos. Alex dio a guardar el contenido de su fardela, pero retuvo el osito y extrajo los zapatos de tacón que tenía reservados para Anais. Salieron a la calle ya más relajados y una vez en el puerto sólo localizaron un pequeño bar abierto. Pidieron ron y se sentaron apiñados en torno a la barrita mugrienta del establecimiento. Todos sudaban copiosamente y Alex se olisqueó brevemente las axilas pensando en su próxima cita con Anais.
-Yo iré a hablar con el viejo Claude Valcin-dijo de pronto Jacques Damien.
A Paul René se le congeló la sonrisa en los labios y Alex miró al suelo confundido y avergonzado.
-Quisiera saber dónde estará a estas horas-dijo.
Quedaron largo rato en silencio, pero no habían terminado el primer vasito de ron cuando la puerta del establecimiento se vino abajo con el estruendo macizo de una sola patada. Alex miró la boca gris de la metralleta y luego, subiendo un poco hacia la izquierda, la cara redonda de un tonton macoute que le ordenaba que se quedara quieto.
-Estuvieron en las candelas, lno?-No, señor -dijo Paul René-, hemos estado
aquí toda la noche. -Pónganse de pie y salgan con las manos en
alto. Los zapatos de tacón y el osito de peluche ya
cían en el piso, envueltos en la camisa de Tony Valcin.
-l Y qué coño tienen ahí?Los tres se paralizaron a mitad de camino y
miraron hacia atrás, junto a la banqueta, donde había quedado el bulto con las cosas.
-Son unos zapatos que mi madre me dio paraarreglar -dijo Alex.
Uno de los soldados se adelantó y desató la camisa. Sacó los zapatos nuevos, con la moña de tafetán rojo, y el osito con la mirada más extraviada que de costumbre.
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-lAsí que tu madre se pone estos zapatos deputa? lNo ves que están nuevos, pendejo? lQuées lo que les ibas a arreglar?
-Estuvieron en las candelas y luego se fuerona saquear comercios -dijo otro tonton macoute
al tiempo que descargaba una bofetada de acerosobre el rostro demudado de Jacques Damien.
-Vamos rápido para la camioneta. Un gentío desorganizado se había allegado
poco a poco hasta los muelles. Algunos hombres comenzaron a congregarse junto a la puertadel bar y otros se apostaron alrededor de la camioneta militar que estaba situada al frente. Ala salida, uno de los soldados se adelantó y gritóa la muchedumbre que se apartara.
-No pueden estar en la calle a estas horas -lesdijo.
Una lluvia de pedradas comenzó a caer de todas partes y los tres hombres que llevaban detenidos bajaron los brazos para protegerse los rostros. Alex vio que el soldado a sus espaldas estaba sangrando por un ojo y observó que el círculode los manifestantes se cerraba lentamente sobre el vehículo oficial. Jacques volvió la cara y lesusurró una sola palabra. Entonces se deslizaronambos rápidamente hacia abajo y corrieron encorvados, de cara al tumulto que les cubría la retirada. Paul René trató de desembarazarse también de los soldados, pero el hombre que lo empujaba reaccionó a tiempo para descerrajarle unsolo tiro por la espalda.
Alex volvió la cara y en ese instante vio la silueta detenida de su amigo, que abría los brazoslargos y delgados antes de abalanzarse como unfardo contra el suelo. De repente se hizo comouna gran burbuja de silencio en torno al cuerpoque se convulsionaba y que gemía. Alex no veíaa nadie, no distinguía casi nada; no podía escuchar los gritos ni los insultos, ni siquiera el llamado desgarrado que le hacía Jacques para quecontinuara corriendo a su lado. Sólo atinaba amirar el cuerpo derrumbado de Paul René, el hilito de sangre ennegrecida que se alejaba de suboca de pescado. Un hilito que se encharcaba enlas curvas y se agolpaba rumoroso en un hoyuelo simple a su derecha.
Alex no veía a más nadie; no distinguía casinada. Retornaba fascinado hacia el cuerpo delherido. Mirando fijamente los ojos desorbitadosde Paul René que de repente se le viraban enblanco y finalmente se cerraban. Los dedos, quese le habían crispado sobre la tierra, y los labios,que estaban cubiertos de briznas y polvo seco.
-iAlex! Era la voz lejana de Jacques Damien, que no
podía hacer ya nada por rescatarlo. El levantó lacabeza y se despertó frente a la cara ensangrentada del soldado que ni siquiera se asombró deverlo regresar, entontecido y ciego, para que loatraparan nuevamente.
-iAleeeeeeeeeex! Un grito remoto, furioso ya, impotente, que
provenía de la garganta atribulada de Jacques.20
-Está bien muertecito -dijo el tonton macou
te alargando con sarcasmo cada sílaba y pateando el cadáver de Paul René.
Alex comprendió de golpe que acababa de cometer la mayor torpeza de su vida. Una rabiatriste le revolvió la boca del estómago y pensóque ya no habría manera de llegar a tiempo donde Anais, que ni siquiera podría llevarle los zapatos de tacón, esos zapatos primorosos para suspies curtidos y desbordados ... Volvió a deslizarse hacia abajo, intentando evadirse por segundavez, pero descubrió con pavor que la muchedumbre se había replegado y que estaba amainando del todo la lluvia de pedradas que le cubriera en un principio la retirada. Emprendióuna carrerita inútil hasta el otro extremo de lacalle, pero en el acto sintió el chubasco calientede la metralla que le perforó las nalgas y le subióde refilón a la cintura.
Todavía le dio tiempo para volverse de frentehacia el hombre que le disparaba, sin experimentar ningún dolor localizable; luego las piernas le flaquearon y se dejó caer de espaldas.Después de todo, pensó, era mejor quedarse así,a cara descubierta frente al gentío que pasaría amirarle las heridas. No quería ensuciarse el rostro ni morder el polvo seco de la calle, como lehabía sucedido a Paul René. Y otra vez presentía que lo cercaba una burbuja fría y neblinosa,más allá de la cual no divisaba nada, no distinguía a casi nadie. Mañana tal vez podría contarlea Anais lo de la candelada en la Corte Civil, ydespués de abrazarla le entregaría los zapatos dela moña roja. Pasaría con ella por primera vez lanoche entera y por la mañana, antes de marcharse, le obsequiaría por sorpresa aquel osito afligido que los miraba como pidiéndoles perdón.
Ahora iba sintiendo un escozor creciente alrededor de la cintura. Pero lo que más le molestaba era la apretazón del pecho. Como si le hubieran puesto encima la camisa de Tony Valcin repleta de guijarros y chucherías ... El termómetro,pensó, se quedaría con el termómetro. Siemprehabía deseado tener un termómetro para machucarlo y apulgararte la burbuja escurridiza quellevaban dentro, tal como había visto hacercuando era niño al hijo del doctor Louis Marcelin. A su madre le llevaría el rollo grande de algodón envuelto en el papel morado, y esta vezno le rechazaría el plato de verduras que habíadejado intacto a mediodía. Soñó con que tal vezella le preparara aquel pescado asado en brasas,cubierto de hojas de naranja, que le gustabantanto, o le guisara un trozo de chivito, un pedacito de nada que le supiera como la mismagloria ...
El postrer relámpago de lucidez, que le entreabrió los párpados, lo devolvió a la cara congestionada del soldado que se agachó para mirar si se había muerto. Fue lo
��último que vio. Entonces se le quitó el hambre.