La verdad sobre mi mujer georges simenon

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Hubiera podido ser un domingocualquiera en La Châtaigneraie, laresidencia veraniega de los Donge.Toda la familia está allí reunida:nietos, abuela, y dos hermanos ydos hermanas, convertidos por obradel destino en dos matrimonios. Sinembargo, ese día perdurará en lamemoria familiar como el domingodel gran drama, el domingo delintento de envenenamiento porarsénico.

François y su mujer, Bébé, parecíanformar un matrimonio sin fisuras,pero ahora son la comidilla deOrnaie, una pequeña ciudad de

provincias. Han intentado envenenara François, y todo apunta a que hasido su propia mujer. ¿Intento deasesinato pasional o por interés?, sepreguntan atónitos los abogados.Solo François podrá llegar aesclarecer los motivos que hanllevado a su mujer a tomar esadecisión, la verdad sobre su mujer.

Georges Simenon

La verdad sobremi mujer

ePub r1.0Bacha15 23.10.14

Título original: La vérité sur Bébé DongeGeorges Simenon, 1942Traducción: Javier Albiñana Serain

Editor digital: Bacha15ePub base r1.2

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¿No ocurre a veces que un mosquitoapenas perceptible agita más lasuperficie de una charca que la caída deun guijarro grande? Así sucedió aqueldomingo en La Châtaigneraie. Para losDonge, otros domingos fueron en ciertomodo históricos, como el domingo de latormenta, cuando el haya se desplomó«tres minutos después de que pasaramamá», o el domingo de la gran pelea,la que tuvo a ambos matrimonios variosmeses sin dirigirse la palabra.

Aquel domingo, por el contrario, elque podría denominarse el domingo delgran drama, se desarrolló con la

limpidez y la calma con que discurre unarroyo en un llano. François se despertósobre las seis, como acostumbraba hacersiempre que estaba en el campo. Sumujer no lo oyó abandonar la habitaciónde puntillas o, si lo oyó, ni pestañeó.

Era un 20 de agosto y ya habíaamanecido. El cielo se había teñido deun azul pálido de acuarela.

La hierba humedecida exhalaba unagrata fragancia. En el baño, François sealisó el pelo con el peine, bajó enpijama y zapatillas y entró en la cocina,donde Clo, la cocinera, algo más vestidaque él, vertía lentamente el aguahirviendo en la cafetera.

—¡Otra vez me han comido los

mosquitos! —dijo la mujer, mostrandosus pálidos muslos, salpicados demanchas rojas.

François se tomó el café y salió aljardín. A las diez, seguía allí. ¿Qué hizoexactamente? Nada especial. En elhuerto, observó que muchas tomateras sehabían caído. Tendría que decírselo aldía siguiente a Papau, el jardinero. Yrecordarle que no dejara que lamanguera zigzagueara por los caminos.Además, las judías verdes había querecogerlas antes, y no esperar a que sehicieran tan gordas.

Se abrieron unas persianas en laprimera planta de la casa y por laventana asomó la cabeza de un niño.

François agitó la mano para saludar a suhijo y el niño hizo lo propio. Llevaba unbatín de color blanco. Con el pelo largoy alborotado, su rostro parecía másescuálido, más demacrado.

Tenía la misma nariz larga y torcidadel padre. Llamaba la atención. Por esesimple rasgo, François no podía negarque fuera hijo suyo. En todo lo demás, elniño se parecía a su madre. De ellahabía heredado su fragilidad, esaapariencia de fina porcelana. ¡Hasta elazul de los ojos de un azul de porcelana!

Marthe, la doncella, se disponía avestir al niño. Las habitaciones eranclaras. La casa, alegre.

Para cualquier urbanita, se trataba

de la casa de campo ideal. Nadarecordaba la casucha campesina quesirviera de base para reconstruirla.Hermosos céspedes. Suaves pendientes.Un huerto que en primavera eradelicioso. Un bosquecillo y un riachuelode aguas claras.

Repicaron las campanas. Por encimade los manzanos se divisaba elcampanario cuadrado de Ornaie. Detrásde un seto discurría un camino empinadoy abrupto, y François oyó los pasos delos vecinos que iban a misa. Hasta élllegaba el jadeo de las comadressofocadas. Era curioso: no se las veía.Seguían parloteando hasta el repecho.Pasados unos metros, las palabras se

espaciaron. Al final, la cháchara seinterrumpió a mitad de una frase parareanudarse al llegar a lo alto de lacuesta.

François fue a buscar el rodillo yaplanó la pista de tenis; luego tensó lared. Serían las nueve cuando vioaparecer a su hijo, que sujetaba una cañade pescar en la mano.

—Ponme el anzuelo —dijo el niño.Jacques tenía ocho años, largas

piernas flacas y labios carnosos dechica.

—¿Se ha levantado tu madre? —preguntó el padre.

—No lo sé.El niño bajó al riachuelo. Nunca

había pescado nada, pero el azar quisoque aquel domingo picara un pececilloen el anzuelo. No se atrevía a tocarlo yjadeaba, asustado.

—¡Papá! ¡Un pez…! Corre, ven…Cuando François Donge, en pijama y

con las zapatillas empapadas, se dirigíahacia el invernadero, apareció lacocinera en el extremo del camino deentrada.

—¿Qué ocurre, Clo?—Que se ha olvidado usted de

comprar los champiñones. No puedopreparar el pollo a la campesina sinellos, y en el pueblo no venden. ¡Todoslos domingos la misma monserga!François iba a comprar los sábados y

amontonaba en el coche todo lo que lehabían pedido que trajera. Cada cual leentregaba su lista; la cocinera laescribía siempre a lápiz en un trozo depapel arrugado.

—¿Está segura de que me pidióchampiñones?

—Estoy segura de que se los apuntéen la lista.

—¿Y no estaban en el coche?¡Mala suerte! François fue a

vestirse; aguzó el oído tras la puerta desu habitación: si su mujer no dormía,desde luego no hacía ruido.

François Donge era no muy alto, másbien delgado pero membrudo, fuerte, derasgos finos, con una larga nariz torcida

muy característica y mirada maliciosa.«¡No me mires con cara de burlarte detodo!», solía decirle Bébé Donge, sumujer. ¡Bébé! ¡Menuda ocurrencia,llamarla Bébé! Después de diez años dematrimonio, François todavía no sehabía acostumbrado. ¡En fin! No habíanada que hacer, porque todos, tanto sufamilia como sus amigas, la habíanllamado siempre así.

Sacó el coche del garaje, bajó aabrir la verja blanca y volvió a cerrarla.La ciudad distaba unos quincekilómetros. Había muchas bicicletas enla carretera, lo que se notaba sobre todoen la cuesta de Bel-Air, porque losciclistas se veían obligados a apearse y

empujarlas. En la linde del bosque lagente preparaba los bártulos para comeral aire libre. François estaba abonado alcoto de caza, y pensó que, cuando seabriera la veda, volverían a toparse concascos de botellas.

El puente. La Rue du Pont-Neuf: másde un kilómetro de calle recta, cortadaen dos por el sol, con apenas cuatro ocinco personas en las aceras. Laspersianas de las tiendas estaban echadasy los letreros destacaban más que otrosdías, la gran pipa roja del estanco, elenorme reloj de la relojería, la placa deloficial del juzgado, quien, precisamente,estaba poniendo su coche en marcha.

La Épicerie du Centre, cubierta con

un gran entoldado, olía a pan deespecias. El tendero de la tienda decomestibles llevaba un guardapolvo decolor crudo. También él, dentro de unrato, metería a toda su familia en elcoche que utilizaba para el reparto.

—Póngame una bolsita de caramelospara mi hijo.

—¿Cómo sigue Jacques? Seguro quese divierte en el campo. ¿Y la señoraDonge? ¿No se aburre aquí sola?

En realidad, François se olvidó dedarle la bolsa de caramelos a su hijo, ybastante tiempo después, por lo menostres semanas más tarde, cuando volvió aponerse el traje se la encontró, pringosa,en el bolsillo. ¡Tres semanas más tarde!

Uno dice: «Dentro de tres semanas…».O bien: «Hace tres semanas…».

Pero no se imagina lo que puedeocurrir en ese tiempo, o en unas pocashoras. A ver quién iba a decir que tressemanas más tarde Bébé Donge estaríaen la cárcel. La mujer más delicada, másguapa, más elegante. Ni siquiera sehablaba de ella como se hacía decualquier otra mujer, como, porejemplo, de su hermana Jeanne.

Si alguien decía: «Ayer me encontréa Jeanne en la sombrerería», estaspalabras se pronunciaban connaturalidad. La persona en cuestión sehabía encontrado a Jeanne Donge, sinmás, la esposa de

Félix Donge, una mujer activa,regordeta, puro nervio. Porque las doshermanas se habían casado con los doshermanos.

«Ayer vi a Jeanne» no era unacontecimiento. En cambio, si alguiendecía «He ido a La Châtaigneraie y hevisto a Bébé Donge» se veía obligado aañadir: «¡Qué mujer tan deliciosa!». Obien: «Estaba más atractiva que nunca».O incluso: «No hay nadie que vistacomo ella». ¡Bébé Donge! ¡Quépreciosidad! Un ser etéreo, inmaterial,como surgido de un libro de poesía.¡Bébé Donge en la cárcel!

François subió al coche, pensó entomar el aperitivo en el Café du Centre

pero decidió no hacerlo, no fuera allegar tarde con los champiñones.

En la cuesta, adelantó al vehículoque conducía su hermano Félix. Laseñora D’Onneville, su enorme y dignasuegra en común (antes de casarse, sudifunto marido escribía su apellido«Donneville»), iba sentada a su lado,como siempre vestida con prendasvaporosas. Detrás, vio a Jeanne y a susdos hijos. Bertrand, el pequeño, quetenía diez años, se asomó a la ventanillay agitó el brazo cuando pasó su tío.

Los dos coches llegaron uno trasotro a la entrada de La Châtaigneraie. Laseñora D’Onneville comentó:

—No veo la utilidad de

adelantarnos. —Y, a renglón seguido,añadió, observando las ventanasabiertas de la casa—: ¿Se ha levantadoBébé?

Estuvieron esperando a Bébé Dongedurante más de media hora. Habíatardado dos horas en arreglarse, comode costumbre. Saludó a la concurrencia:

—Hola, mamá. Hola, Jeanne. Hola,Félix. François, ¿se te ha vuelto aolvidar algo?

—Los champiñones.—Espero que esté lista la comida.

¡Marthe! ¿Ha puesto la mesa en laterraza? ¿Dónde se ha metido Jacques?¡Marthe! ¿Ha visto a Jacques?

—No, señora —contestó la

doncella.—Estará en el riachuelo —terció

François—. Esta mañana ha pescado unpez y se ha vuelto loco de alegría.

—Como se moje los pies, se pasaráquince días en cama —suspiró Bébé.

—Aquí llega el señorito Jacques —dijo Marthe.

Hacía calor. El sol era pegajoso y elcésped estaba repleto de saltamontes.¿De qué charlaron durante la comida?De una persona, por supuesto: deldoctor Jalibert, que se estabaconstruyendo una nueva clínica.Obviamente, fue la señora D’Onnevillequien habló de él, y mientras lo hacía nodejó de mirar a Bébé Donge y a

François. Tenía ganas de espetarle a suhija:

«¿Pero es que no sabes que tumarido y la hermosa señora Jalibert…?Toda la ciudad está al corriente. Hayquien dice que el propio Jalibert estáenterado y cierra los ojos a laevidencia».

El caso es que Bébé Donge no seinmutó al oír el apellido Jalibert. Comíacon delicadeza, alzando el dedomeñique. Sus manos eran una obra dearte. ¿Estaba escuchando? ¿Pensaba enalgo?

Durante la comida no dijo más que:—Come bien, Jacques.Dos hermanos y dos hermanas se

habían convertido en dos matrimoniospor obra del destino. En la ciudad lagente los llamaba «los hermanosDonge». Tanto daba a cuál de los doshubieran visto, o con cuál hubieranhablado. François y Félix parecíangemelos, aunque se llevaran tres años.Félix, como su hermano, poseía lafamosa nariz de los Donge. Su estatura ysu corpulencia eran idénticas.

Vestían los mismos trajes, casisiempre en tonos grises.

No necesitaban decirse nada:pasaban toda la semana juntos,trabajaban en el mismo negocio, en losmismos talleres, en los mismosdespachos, veían a las mismas personas

y les preocupaban las mismas cosas. Talvez Félix tenía menos carácter queFrançois. Y en los detalles se notabaque François era el que mandaba.

Sin embargo, Félix se había casadocon la vivaracha Jeanne, quien entreplato y plato encendía un cigarrillo, pesea la mirada reprobadora de su madre.

—Bonita educación les das a tushijos —comentó.

—¿Crees que Bertrand no fuma aescondidas? —dijo Jeanne—. Anteayerlo pillé cogiendo cigarrillos de mibolso.

—Si te los hubiera pedido, no melos habrías dado —replicó el niño.

—¿Lo oyes?

La señora D’Onneville se limitó asuspirar. No tenía nada en común conlos hermanos Donge.

Había pasado la mayor parte de suvida en Estambul, donde su marido eradirector de los diques.

Allí vivió en un ambiente refinado,entre diplomáticos y personalidades queestaban de paso. Aquel mismo domingoiba vestida como si tuviera que asistir aun almuerzo en alguna embajada deTherapia.

—¡Marthe! Sirva el café y loslicores en el jardín —ordenó Bébé.

—¿Podemos jugar al tenis? —preguntó Bertrand—. ¿Un partido,Jacques?

—Cuando hayáis hecho la digestión—intervino la madre—. Primero dad unpaseo. Además, hace mucho calor.

Los sillones de rota estaban a lasombra de un gran toldo color naranja;el camino de ladrillos era de un rojointenso. Jeanne eligió la tumbona y seestiró. Encendió otro cigarrillo yempezó a lanzar bocanadas hacia elcielo, que iba tornándose violeta.

—Félix, ¿me sirves una copa delicor de endrina? —le pidió a sumarido.

Para ella, los domingos en LaChâtaigneraie olían a licor de endrina,del que tomaba dos o tres copas despuésde comer.

Bébé Donge iba llenando las tazasde café, que alargaba a cada uno.

—Mamá, ¿un terrón de azúcar? ¿Ytú, François? ¿Dos? ¿Quieresaguardiente, Félix?

Hubiera podido ser un domingocualquiera en hora lánguida. Las moscasvolaban y ellos intercambiaban frasesperezosamente. La señora D’Onnevillehablaría de sus inversiones.

—¿Dónde están los niños? ¡Marthe!Vaya a ver qué hacen.

Al rato los dos hermanos sedirigirían a la pista de tenis, y hasta elfinal de la tarde se oiría el ruido seco delas pelotas al golpear las raquetas. Decuando en cuando se veían pasar

cabezas por encima del seto:seguramente eran ciclistas, porque desdeallí no veían a los peatones, solo seescuchaban sus voces.

Pero las cosas no sucedieron así.Hacía poco menos de una hora quehabían tomado el café cuando Françoisse levantó y se dirigió hacia la casa.

—¿Adónde vas? —inquirió BébéDonge sin mirarlo.

—Ahora vuelvo.El hombre avanzaba cada vez más

deprisa. Se oyeron portazos y ruidos enel baño.

—¿Anda mal del estómago? —preguntó la señora D’Onneville.

—No lo sé. Normalmente lo digiere

todo —contestó la mujer de François.—Hacía unos minutos que lo veía

pálido.—Pues no hemos comido nada

indigesto.Los niños cruzaron el jardín

corriendo. Transcurrieron unos instantesen silencio, y de repente se escuchó lavoz de François, que llamaba desde elbaño:

—¡Félix!El grito sonó tan extraño que Félix

se levantó de un salto y salió a todaprisa. La señora D’Onneville observólas ventanas abiertas. Dijo: —¿Qué lepasará?

—¿Qué va a pasarle? —murmuró

Jeanne, abstraída en el humo de sucigarrillo, que se diluía en el violeta delcielo.

—Parece que estén telefoneando.Los ruidos de la casa llegaban muy

nítidos: en efecto, se oía sonar lamanivela del teléfono.

Luego Félix hablando:—¡Oiga! Señorita, sé que la

centralita está cerrada, pero es urgente.¿Puede ponerme con el número uno deOrnaie? Sí, con el doctor Pinaud. ¿Creeque está pescando? Por favor, llámelede todas formas… ¡Oiga! ¿Es la casa deldoctor Pinaud? Aquí La Châtaigneraie.¿Dice usted que ya ha vuelto? Que vengaurgentemente. ¡Da igual! Sí, es muy

urgente. No hace falta, señora. Quevenga como está.

Las tres mujeres se miraron.—¿No vas a ver qué ocurre? —se

extrañó la señora D’Onneville,volviéndose hacia Bébé Donge.

Esta se levantó y se dirigió hacia lacasa. Solo estuvo allí unos minutos, ycuando regresó seguía tan tranquilacomo de costumbre.

—Están encerrados en el baño. Nohan querido dejarme entrar. Dice Félixque no es grave.

—Pero ¿qué le pasa? —repuso lamadre de esta.

—No lo sé.El médico llegó en bicicleta, vestido

con el traje de tela oscura que se habíapuesto para pescar.

A medida que avanzaba por elcamino de ladrillos rojos, se notaba susorpresa al ver a las tres mujeressentadas bajo el toldo como si tal cosa.

—¿Ha habido un accidente?—No lo sé, doctor. Venga conmigo;

mi marido está en el baño.La puerta se entreabrió para dejar

pasar al médico, pero se cerró anteBébé Donge, quien permaneció inmóvilen el descansillo. La señoraD’Onneville, exasperada, se habíalevantado y se paseaba a pleno sol.

—Me gustaría saber qué mosca lesha picado para no decirnos nada. ¿Y

Bébé? ¿Qué hace? ¡Tampoco vuelve!—Cálmate, mamá —protestó Jeanne

—. A ver si van a darte otra vez tusmareos. ¿Qué ganas alterándote?

Se abrió de nuevo la puerta delbaño. El médico, en mangas de camisa yun tanto agitado, se topó con BébéDonge, que permanecía de pie en lapenumbra, y le dijo:

—Suban toda el agua hervida quepuedan.

Bébé bajó a la cocina. Llevaba unvestido de muselina color verde claro.Su pelo era de un rubio apagado.

—¡Clo! Haga el favor de hervir aguay llevarla al baño.

—He visto llegar al médico. ¿El

señor está enfermo?—No lo sé, Clo. Suba usted el agua

hervida.—¿Hace falta mucha?—Ha dicho el médico que toda la

que se pueda.La cocinera subió con dos jarros de

agua, pero tampoco la dejaron pasar albaño; volvieron a entreabrir la puerta.Con todo, pudo ver un cuerpo tendidosobre las baldosas, o, mejor dicho,distinguió las piernas y los pies, lo cualle impresionó más que si hubiera vistoun cadáver.

Eran las tres de la tarde. Los niños,quienes no se habían enterado de nada,acababan de irrumpir en la pista de

tenis, y se oía la voz de Jacques, que ledecía a su prima:

—Tú no juegas. Eres demasiadopequeña.

Jeannie tenía seis años. Lo másprobable era que se echara a llorar yluego acudiera a quejarse a su madre,quien le contestaría, como siempre:

—¡Apáñatelas, hija! No es asuntomío.

La señora D’Onneville, de pie,escrutaba las ventanas de la primeraplanta.

—Mamá, ¿puedes acercarme loscigarrillos? —le pidió Jeanne.

En otras circunstancias, la señoraD’Onneville se hubiera indignado ante

el hecho de que su hija, arrellanada enuna tumbona, le pidiera a ella, a sumadre, los cigarrillos que estabanencima de la mesa. Sin embargo, letendió la pitillera sin darse cuenta deello. Seguía con la mirada a Bébé, queacababa de reaparecer en la entrada y seacercaba con su andar habitual.

—¿Cuál es el problema? —volvió apreguntar la madre.

—No lo sé. Ahora están encerradoslos tres.

—¿Y no te parece extraño?Solo entonces Bébé Donge hizo un

gesto de impaciencia.—¿Qué quieres que te diga, mamá?

Sé lo mismo que tú.

Jeanne se revolvió en la tumbona,intentando ver a su hermana. Lesorprendía que Bébé alzara la voz, perocomo no lograba verla desistió. Anteella, unos geranios de un rojo colorsangre contrastaban con el verde delcésped. Zumbaba una avispa. La señoraD’Onneville, inquieta, lanzó un largosuspiro. ¿Por qué los hombres habíancerrado las ventanas del baño? Encuanto Félix lo hizo, se había oído lavoz de François que decía:

—Eso no, doctor…Las campanas tocaban a vísperas.

2

Ahora François estaba seguro de que nose equivocaba. Tal vez había sido unaintuición, pero había resultado casi mástangible que una prueba. ¡Y pensar queen aquel momento no le había dadoimportancia! Se había quedado en susillón de rota, con los ojos entornados,amodorrado por el sol y la comida.

La nitidez del recuerdo erasorprendente, como si, presintiendo laimportancia que cobraría ese instante enel futuro, hubiera fotografiado la escenaa contraluz. François, en su sillón,estaba situado un poco más abajo, y lareverberación del sol en los ladrillos

rojos del camino confería unos tonoscálidos a todo lo que veía.

Su suegra se hallaba a la izquierda,bastante cerca de él y de perfil. Aunqueno la miraba, conservaba en la retina lamancha violeta de su chal vaporoso.Más lejos, Jeanne, vestida de blanco,reposaba en la tumbona. François teníaenfrente la mesa, con su toldo a rayas decolor naranja. Marthe, que acababa dedejar la cafetera y las tazas, se alejabahacia la casa. Se oían sus pasos en losladrillos del camino.

Bébé, por su parte, permanecía depie ante la mesa. François la observabacon aquella mirada maliciosa que a tantagente le parecía dura. ¿Acaso era porque

veía las cosas como eran en realidad?A su mujer, por ejemplo, ¡que

atendía al ridículo nombre de Bébé!Estaba de espaldas sirviendo el café enlas tazas, o al menos eso le pareció aFrançois por la posición de su brazo,que tapaba con el cuerpo lo que estabadelante de ella. No cabía duda de que enaquel momento resultaba atractiva: unafigura ágil, un tanto indolente, a quienfavorecía el vestido verde que habíacomprado en París.

En realidad, si François se fijó enese momento en su mujer fue por elvestido. En efecto, observó que erabastante transparente. A contraluz, seveían nítidamente las piernas y los

muslos, y se distinguía el lugar exactohasta donde llegaba la ropa interior.

Las piernas le recordaron las mediasde seda ultrafinas que Bébé se obstinabaen llevar, aunque fuera en el campo.Aquella mujer, que desde hacía mesesno había tenido ocasión de desnudarseante un hombre, llevaba una ropainterior de coqueta redomada!

Eso fue lo que pensó primero, comohombre práctico que era, como quienconstata una evidencia. El asunto de lasmedias no le indignaba ni lepreocupaba, pues no se tenía por unapersona tacaña. Su segundopensamiento, suscitado por el primero,es decir, por la evocación de la

desnudez de su esposa, fue que si bienBébé era atractiva, su cuerpo pocogarboso y sin consistencia tenía unapalidez poco incitante.

«Mamá, ¿un terrón de azúcar?».Pero no fue esa frase: antes habíapronunciado otra que a François le habíallamado la atención. Jeanne, tumbadacomo una odalisca, acababa de encenderun cigarrillo y había dicho: «Félix, ¿mesirves una copa de licor de endrina?».

François no tenía a Félix en sucampo visual. Probablemente se hallabadetrás de él. En buena lógica, hubieradebido acercarse a la mesa, peroentonces intervino Bébé con ciertavehemencia: «No te molestes, Félix, ya

se la sirvo yo».¿Por qué lo había dicho, cuando ella

prefería que la sirvieran a servir a losdemás? ¡Para que nadie viera lo quesucedía en la mesa! Esta estabacolocada de tal forma, a un lado de lossillones, que Bébé no tenía a nadiedelante de ella. Después habíapreguntado: «Mamá, ¿un terrón deazúcar?».

François no se estremeció ni fruncióel ceño. Fue algo mucho más sutil, casiinexistente. Las pupilas de Bébé semovieron despacio, ¡lo justo para poderobservar a la señora D’Onneville!Todavía ahora le parecía recordar queesta había entreabierto la boca, como

cuando uno está a punto de hacer uncomentario y opta por callar porque nomerece la pena. De haber hablado,seguramente hubiera dicho: «¿Haceveintisiete años que eres hija mía y aúnno sabes cuántos terrones tomo con elcafé?». No lo dijo, pero daba igualporque ese era su estilo.

Supuestamente, Bébé habíaempezado a llenar las cinco tazas. En LaChâtaigneraie se servían los terrones deazúcar envueltos en papel. Por eso ellase había visto obligada a hablar: paracolmar un silencio y fijar la atención dela concurrencia en otro lugar mientrasella hacía un gesto, cual si fuera unprestidigitador. ¿Le temblaban las

manos? ¿Se le hizo un nudo en lagarganta? François no podía saberlo,pues la había observado de espaldas.Comoquiera que fuera, en el hueco deaquella mano que todos admiraban,seguro que ocultaba un papelitoconteniendo un polvo blanco.

«Mamá, ¿un terrón de azúcar? ¿Y tú,François? ¿Dos?». Ni que decir tieneque Bébé sabía cuántos terrones tomabasu marido. Pero, puesto que les daba laespalda a todos, necesitaba saber quecada uno ocupaba su lugar habitual,oírlos mientras desenvolvía los dosterrones y vertía el polvo blanco quecontenía el otro papelito.

La prueba de ello era que a su

hermana y a Félix no les preguntó nada.Otra prueba —de haber recapacitadohubieran aparecido cien evidencias—:se había olvidado de servirle el licor deendrina a Jeanne, después de no haberdejado que lo hiciera Félix.

Ahora bien, pese a que entoncesFrançois no había analizado los hechos,sí había barruntado algo anormal, sinduda equívoco y amenazador. ¿Por quéno reaccionó? Quizá porque uno no escapaz de hacerlo cuando se produce estetipo de avisos.

Incluso cuando él se tomó el café ynotó que sabía mal. Estuvo a punto decomentarlo. ¿Por qué calló? Porqueestaba acostumbrado a guardarse para sí

sus reflexiones. Aparte de su hermanoFélix, allí no había nadie con quientuviera algo en común.

François no soñaba despierto: era unhombre práctico, sin imaginación. En LaChâtaigneraie se sentía tan en su casacomo en una habitación de hotel. Loúnico que allí le resultaba familiar erala nariz de su hijo. Por si fuera poco,¡últimamente al crío parecía intimidarlela presencia de su padre!

Cuando Bébé por fin se sentó, debióde sentirse aliviada al ver que él setomaba la taza sin rechistar.

Nadie habría pensado siquiera en laposibilidad de un envenenamiento. Erauna tarde de domingo en familia, con su

suntuoso vacío y sus inmensos camposde silencio, que cada cual, arrellanadoen su sillón, pasaba a su antojo. El queprimero abría la boca parecía regresarde un viaje sin historia.

François no dormía, aunque noestaba del todo despierto cuando leasaltó aquel malestar que le recorrió elcuerpo. «Indigestión», pensó alprincipio. «Es el café. ¿Tendré quelevantarme para ir a vomitar?». Laperspectiva lo incomodaba, pero casi deinmediato sintió en la nuca unescalofrío, al tiempo que comenzaban apalpitarle las sienes. Jamás había estadoenfermo. ¿Se había expuesto demasiadotiempo al sol esa mañana mientras

pasaba el rodillo por la pista de tenis?El malestar aumentaba. Empezó a

sudar y, por primera vez en su vida,creyó notar la médula espinal dentro dela columna vertebral. No le gustaba nimolestar ni que le molestaran, de modoque se levantó sin decir nada a nadie,con el único temor de no poder llegar albaño. Mientras cruzaba el jardín, cuyocolor rojo le pareció más agresivo quenunca, iba diciéndose:

—No puede ser…Aquellos eran los síntomas del

envenenamiento por arsénico. Siendoquímico, los conocía. En ese caso…

En el comedor casi tropezó conMarthe, que estaba guardando la vajilla

en el aparador. No le dijo nada, peronotó que la mujer se sorprendía al verlo.Tenía que actuar con rapidez. En elbaño, apenas le dio tiempo a quitarse lachaqueta y el cuello duro de la camisaantes de meterse el dedo en la boca.Vomitó un poco. Le ardía la garganta yle daba igual vomitar en el suelo. Luego,asustado por el frío que le agarrotaba elcuerpo, gritó desde la ventana:

—¡Félix!Le aterraba morirse. Se encontraba

muy mal y, aunque era consciente de lostremendos esfuerzos que aún tenía querealizar, no podía evitar pensar: «O sea,que lo ha hecho». Bébé nunca le habíaamenazado con matarlo. Jamás se le

ocurrió pensar que algún día pudieraenvenenarle. No obstante, no estabaindignado ni sorprendido. A decirverdad, no se lo reprochaba.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Félix.—Llama al médico. Que venga

cuanto antes. ¡Pobre Félix! Françoishubiera preferido sufrir él que ver a suhermano sufriendo.

—¿Está de camino? Trae leche de lanevera. No les digas nada a las criadas.

¡Hasta tuvo tiempo de sentirsesatisfecho de sí mismo! ¿Acaso nopensaba en todo? ¿No hacía lo que habíaque hacer sin perder la sangre fría? Ylas tres mujeres seguían fuera, ¡bajo eltoldo naranja!

¿En qué estaría pensando Bébémientras miraba hacia la ventanaabierta?

Así que era eso. Durante años nadiehabía sospechado nada, ¡ni siquiera él!Se había equivocado, como los demás,o, mejor dicho, no se había dado cuentade nada. Tampoco eso era del todocierto, pues, al igual que con losterrones, ¿no había intuido a veces unasuerte de advertencia? Él habíapreferido no enterarse y…

François no perdió el conocimiento,pero todo se volvió confuso: el médico,Félix asustado, el lavado de estómago,el frío de las baldosas del baño y susbrazos, que alguien —al parecer sentado

sobre su pecho—agitabacadenciosamente.

El médico le dijo a Félix:—A su hermano le han envenenado

con una gran dosis de arsénico. Tienesuerte de…

—¡Imposible! ¿Quién iba a hacerlo?—exclamó Félix—. Hemos pasado eldía en familia. No ha venido nadie.

François sobrevaloraba su estado,pues creyó que esbozaba una sonrisairónica.

—Hay que llamar a una ambulancia—explicó el doctor—. ¿A qué clínica lollevamos?

A pesar de los dolores que leatenazaban y del fuego que le ardía en

las entrañas, François logró gemir con laboca contraída por una mueca:

—Clínica no.Lo decía por el doctor Jalibert, cuya

clínica aún no estaba terminada. Si aFrançois lo internaban en otro centro,Jalibert le echaría en cara que recurrieraa uno de sus colegas. En la ciudad, lagente no lo entendería.

—Al hospital Saint-Jean —balbuceóel enfermo. De nuevo intervino eldoctor, un hombre honesto yconcienzudo:

—Me veo obligado a dar parte a laautoridad. El Palacio de Justicia estarácerrado en domingo, pero conozco alque está de guardia. Lo llamaré por

teléfono. Creo que es el númerodieciocho ochenta. Señor Donge, haga elfavor de pedir que me pongan con eldieciocho-ochenta.

Fue entonces cuando François dijo,o creyó decir:

—Eso no, doctor…

Acababa de pasar una familia detrásde la verja. El padre llevaba a un niño ahombros; la madre tiraba de otro. Olía apolvo del camino, a sudor, al jamónrecalentado de los bocadillos y al vinomezclado con agua de las cantimploras.

Tocaban de nuevo las campanas, talvez el final de vísperas. En ese momento

llegó una ambulancia blanca con unacruz roja y, en los flancos, pequeñoscristales esmerilados. La verja estabaabierta. Sin prestar atención a las tresmujeres, el vehículo avanzó hasta lasescaleras y un enfermero en bata blancase apeó de un salto.

Aunque fuera poca cosa,impresionaba lo suyo: a causa de unaambulancia, de su color, de un distintivoy un uniforme, el drama irrumpía en lacasa de manera tangible.

El generoso pecho de la señoraD’Onneville se agitó. La madre miróseveramente a su hija, que ni siquierahabía pestañeado.

—Parece que no te afecte lo que está

ocurriendo —le soltó la madre a su hija.Le aterraba la tranquilidad de que

hacía gala Bébé. La miraba con los ojosdesorbitados, como si la viera porprimera vez.

—Hace tiempo que François y yo notenemos nada en común —repuso Bébé.

Ahora fue Jeanne quien observó a suhermana. Lo hizo con una mirada másaguda, más penetrante, hasta el punto deque Bébé se sintió incómoda. LuegoJeanne se precipitó hacia las escalerasdiciendo:

—Voy a ver qué ocurre.El enfermero y el médico sostenían a

François, que estaba lívido y cuyacabeza reposaba vencida en el hombro.

—¡Félix! —exclamó Jeanne asiendodel brazo a su marido.

—Déjame —respondió este.—¿François se encuentra mal?—¿Quieres saberlo? ¿De verdad

quieres saberlo?Félix gritaba al tiempo que intentaba

no romper en sollozos ni golpear a sumujer, mientras ayudaba a levantar aFrançois para meterlo en el vehículo.

—¡Le ha envenenado la puerca de tuhermana! Jamás en la vida habíautilizado una palabra malsonante.Cualquier tipo de vulgaridad lehorrorizaba.

—Félix, ¿qué dices? —sesorprendió Jeanne.

Bébé Donge permanecía a menos decinco pasos de ellos, inmóvil: el pelorubio, que seguía tiñéndose, brillando alsol, etérea con su vestido verde, unamano colgando, la otra sobre los senospequeños y caídos. Se quedómirándolos.

—¡Bébé! ¿Has oído lo que Félix…?—dijo su hermana.

—Escucha, Jeanne: Bébé…Ahora hablaba la señora

D’Onneville, quien también lo habíaescuchado. Toda su vaporosa mole setambaleaba, a punto de desplomarse,pero como se temía que nadie leprestaría atención, aguantaba cuantopodía.

Félix había subido a la ambulancia.¡Félix! Déjame acompañarte —

insistió Jeanne.Este le lanzó una mirada tan cargada

de odio como si fuese Bébé o hubieraintentado, al igual que su hermana,envenenarle.

La ambulancia arrancó. El doctorPinaud, que iba sentado delante, leindicó al conductor que parara unmomento y asomó la cabeza por laventanilla, dirigiéndose a Jeanne:

—Será mejor que vigile a suhermana mientras…

Lo que dijo después no pudo oírse.El conductor, pensando que el médicohabía terminado de hablar, arrancó de

nuevo y tomó la curva muy cerrada.Cuando Jeanne miró a su alrededor,

todo había cambiado en el jardín. Laseñora D’Onneville se habíadesplomado sobre un sillón ylloriqueaba dándose golpecitos en lacara con un pañuelo de encaje. Losniños llegaron corriendo de la pista detenis. Jacques se detuvo a unos pasos desu madre. ¿Había escuchado algo? ¿Sehabía quedado atónito al ver laambulancia?

—Mamá, ¿qué le ha pasado al tío?—Bertrand tiraba de la falda de sumadre, que se había sentado en elcésped.

—¡Marthe! —gritó Bébé Donge—.

¿Se puede saber dónde se ha metido?—Aquí estoy, señora.La criada se restregaba los ojos con

la punta del delantal. Probablemente nose había enterado de nada pero, comohabía visto salir una ambulancia de lacasa, lloraba por si acaso.

—Ocúpese de Jacques. Lléveselo apasear hasta Les Quatre Sapins.

—¡No quiero pasear! —se opuso elniño.

—Marthe, ¿me ha oído?—Sí, señora.Y Bébé Donge, fiel a sí misma, se

encaminó hacia la entrada de la casa.—Eugénie…Era la primera vez en muchísimos

años que Jeanne se dirigía a su hermanapor su nombre, pues, al igual que sumadre, Bébé se llamaba Eugénie.

—¿Qué quieres?—Tengo que hablar contigo.—No tengo nada que decirte.Bébé subió despacio la escalera.

¿Estaba más impresionada de lo quequería aparentar? ¿Le temblaban laspiernas bajo el ligero vestido verde?Jeanne siguió a su hermana hasta elcomedor, cuyas persianas permanecíancerradas durante las horas más calurosasdel día.

—Por lo menos contéstame.Bébé se volvió hacia ella con cara

de hastío. Su mirada reflejaba esa

trágica serenidad de quienes saben queen lo sucesivo nadie va acomprenderles.

—¿Qué quieres?—¿Es cierto?—¿Que he querido envenenarle? —

pronunció la palabra con naturalidad,sin asomo de asco o de horror—. Lo hadicho él, ¿no?

Jeanne captó una segunda intenciónen sus palabras, aunque no acertó acalibrarla. Lo intentó más adelante, sinéxito. Ese «Él» iba en mayúscula. Bébéno se refería a un hombre como losdemás, ni siquiera a su marido. Hablabade «Él».

A «Él» no le reprochaba que la

hubiera acusado. Tal vez Jeanne seequivocaba. De hecho, no se creíaespecialmente dotada para la psicología.Sin embargo, esa satisfacción…, porqueBébé parecía satisfecha de que Françoisla hubiera culpado de intentarasesinarle. Y ella esperaba la respuestade su hermana con un pie apoyado en elprimer peldaño de la escalera. Loszapatos, de un color verde más intenso,hacían juego con el vestido.

—¿Es verdad? —insistió Jeanne.Bébé dio por finalizada la

conversación y empezó a subir laescalera sin apresurarse, recogiéndosela falda por la parte de delante, que eramuy amplia y le llegaba hasta el tobillo.

—¡Bébé! —Pero Bébé seguíasubiendo—. Supongo que no irás a…

Al llegar al descansillo se detuvo uninstante y volvió la cabeza en lapenumbra.

—No temas, Jeanne. Si preguntanpor mí, estoy en mi habitación.

Las paredes del dormitorio,tapizadas de satén, parecían el interiorde una lujosa bombonera. Bébé se miróen el espejo de tres lunas y, con unmovimiento habitual en ella, se recogióel pelo dejando al descubierto las axilasdepiladas. Una rendija entre los postigosfiltraba un rayo de sol, que dibujó untriángulo en un pequeño secreter lacado.El reloj de péndola marcaba las cuatro y

diez.Bébé Donge se sentó ante el

secreter, lo abrió con desgana y tomó unbloc de papel azulado.

Daba la impresión de que tenía queescribir una carta difícil. Con la puntadel portaplumas apoyada en la barbilla,miraba distraídamente los postigos, traslos cuales las moscas zumbaban al sol.Por fin empezó a escribir, con unacaligrafía picuda e inclinada propia deuna interna de colegio:

«1. No hay que olvidarse de queJacques tome la medicina todas lasmañanas. Aumentad progresivamente lacantidad de gotas en cuanto empiece arefrescar.

»2. Un día de cada tres, hay quesustituir el chocolate de su desayuno porcopos de avena, sin endulzarlos tantocomo la última vez (tres terrones sonsuficientes).

»3. No hay que ponerle los zapatosde ante, puesto que son demasiadoporosos y pueden mojarse con el rocío.Mucho cuidado con esto, sobre todo enseptiembre. Tampoco hay que dejarlesalir cuando haya niebla.

»4. Hay que evitar que circulenperiódicos por la casa, ni siquiera losque hayan servido para envolveralimentos. No hay que cuchichear en losrincones o detrás de las puertas, niponer cara de pena.

»5. En el armario de la izquierda desu habitación está…».

A ratos alzaba la cabeza y aguzabael oído. Aunque no parecía que alguienhubiera subido la escalera, de prontoescuchó en el descansillo la voz de suhermana, quien preguntaba tímidamente:

—¿Bébé?—Déjame. Estoy ocupada.Jeanne aguardó un instante, oyó

deslizar la pluma sobre el papel yvolvió a bajar.

«… 12. No hay que dejar que Clo,que se va de la lengua, compre en elpueblo. Encargadlo todo por teléfono.Marthe, reciba usted personalmente alos repartidores, y nunca en presencia de

Jacques».

¿Era ese el coche que Bébéesperaba? No. De hecho, el vehículocirculó por la carretera sin detenerse enLa Châtaigneraie. Debía de haberselevantado viento con la llegada delcrepúsculo, porque se oía sonar eltocadiscos del merendero de Ornaie. Elrayo de sol que caía sobre el secreter sehabía vuelto más oscuro.

—Que no, mamá, que no está loca—decía Jeanne—. Seguro que hay algoque no sabemos. Bébé siempre ha sidoreservada.

—Nunca ha gozado de buena salud

—se lamentaba su madre.—Eso no es un motivo. Si no la

hubieras mimado tanto…—Cállate, Jeanne. No es hoy el día

más apropiado. ¿De verdad crees queella lo ha envenenado? Pero entonces…

La señora D’Onneville hizo acopiode energías: se incorporó y miró haciala verja blanca, que se había quedadoabierta.

—Van a venir a detenerla. Dios mío,¡qué vergüenza!

—Tranquilízate, mamá.—¿Tú también te pones en contra de

ella?—Que no, mamá.—Claro, ¡como tú también estás

casada con un Donge! Yo, desde luego,no me atreveré a ver a nadie. Seguro quemañana sale en la prensa.

—Pasado mañana, porque hoy esdomingo y…

La llegada de un taxi fue casi tanimpresionante como la aparición de laambulancia. El conductor cruzó la verja,pero el doctor Pinaud, que iba dentrodel vehículo, se inclinó para avisarle deque habían llegado. El taxista, pensandoque no podría entrar en la propiedad,hizo marcha atrás y detuvo el coche.

El hospital era un hermoso edificiodel siglo XVI, con altos tejados en forma

de punta, cuyas tejas, con el paso deltiempo, se habían tornado multicolores,paredes blancas, amplias ventanas conpequeños cristales y un patio interiorsombreado por plátanos. Un grupo deancianos vestidos de uniforme azuldeambulaba lentamente de banco enbanco, uno con un vendaje en la pierna yun bastón en la mano, otro con la cabezavendada, otro apoyado en una monjacubierta con una toca…

Habían trasladado a François alquirófano para facilitar las cosas. Eldoctor Levert, a quien habían avisadopor teléfono, había llegado previamentey ya se encontraba allí, con las manosenfundadas en unos guantes de goma.

Todo estaba listo para la intubación ylas curas.

François se había jurado que no ibaa gemir. Las dos inyecciones de morfinaque le habían puesto no le habíanofuscado por completo, y leavergonzaba verse desnudo como uncadáver ante la joven enfermera. Lehubiera gustado tranquilizar a Félix, quese encontraba angustiadísimo y a quienel médico amenazaba con hacerle salirdel quirófano.

Tenía los ojos cerrados cuando vioel papelito. Literalmente, lo descubrió:ya no estaba en el hospital Saint-Jean,junto al canal, sino en el jardín de LaChâtaigneraie. El color rojo del camino

de entrada formaba un inmenso charcosoleado. Las patas de la mesa dibujabansu sombra en el suelo. Allí, entre ambas,había un papelito arrugado. Él lo habíavisto. La prueba de ello era que ahora loestaba recordando, y no deliraba.¿Dónde lo había dejado Bébé despuésde verter el veneno en la taza? Suvestido no tenía bolsillos, de modo quedebía haber hecho una bola en su manosudorosa, y la había dejado caer alsuelo, pensando que un papelito pasaríainadvertido en el jardín. ¿Estaba aúnallí? ¿Bébé lo había recogido paraquemarlo?

—Durante unos instantes procure nomoverse —dijo el doctor Levert.

François apretó los dientes, pero nopudo contener un grito del que luego searrepintió. Al mismo tiempo Félix lanzóun suspiro.

—¿Está en casa la señora Donge?El hombre era muy alto y delgado.

Vestía un traje gris de fea lana y pésimocorte que a todas luces procedía de unatienda de confección. Sostenía elsombrero en la mano mientras el doctorPinaud, de pie en la sala, conservaba elsuyo puesto.

—¿Quiere usted ver a mi hermana?Está en su habitación. Ahora mismo voya buscarla.

—Dígale que soy el inspectorJanvier, de la brigada móvil.

Era el domingo por la tarde. Elcomisario estaba participando en uncampeonato de billar que se celebrabaen la población vecina. El sustituto,obligado a permanecer en su casa por elinminente parto de su mujer, no parabade llamar por teléfono.

—Bébé, ¿te has cerrado con llave?—preguntó su hermana.

—No. Gira el pomo.Jeanne, en su nerviosismo, giraba el

pomo de la puerta al revés. Bébé Donge,que no se había movido del secreter,leía lo que había escrito. Preguntó:

—¿Cuántos son?

—Solo ha venido uno.—¿Quiere llevarme enseguida?—No lo sé.—Por favor, dile a Marthe que suba.—Mi hermana no tardará en bajar,

inspector.El médico hablaba en susurros con

el inspector Janvier, a quien parecíaagradar el reluciente parquet delcomedor. Jeanne observó que llevabauna pieza llamada invisible en el zapato.Mientras, en la habitación, Bébéultimaba los detalles:

—Traiga mi maleta de piel de cerdo,Marthe. No, mejor la maleta de avión,que es más ligera, y ponga ropa interiorpara un mes, dos batines, mis… ¿Se

puede saber por qué llora?—Por nada, señora.—En cuanto a los vestidos… —

Bébé abrió un armario para elegir losvestidos que necesitaría—. Para lodemás le he dejado instrucciones.Escríbame cada dos días para contarmecómo van las cosas por aquí, y no seahorre los detalles. ¿Dónde ha dejado alseñorito Jacques?

—Está con sus primos.—¿Qué les ha dicho?—Que el señor había tenido un

pequeño accidente.—¿Y ahora qué están haciendo?—Jacques les está explicando cómo

pescó el pez esta mañana.

—Bajo enseguida. Cuando esté listala maleta, tráigamela.

Al ver la cama, a Bébé le entraronganas de echarse, aunque fuera unosminutos.

—Por cierto, Marthe, se meolvidaba. Si el señor vuelve antes queyo… —La doncella prorrumpió ensollozos—. Pero ¿es que no hay modode decirle dos palabras? Procure queJacques no note ningún cambio. Siga misinstrucciones, ¿entendido? Hay cosas alas que el señor no concede la menorimportancia.

—Disculpe que le haya hecho

esperar, señor comisario —saludóBébé.

—Soy el inspector Janvier —lacorrigió el hombre—. He venido a laespera de que se reúna la fiscalía. —Sacó un reloj de plata del bolsillo—. Sime lo permite, podría proceder a unprimer interrogatorio para…

—¿Espero fuera? —preguntó eldoctor Pinaud, vestido con su traje depesca, cuyos zapatos con clavos habíanrayado el parquet.

—Si no le importa… Luegonecesitarán su declaración —informóJanvier.

El inspector se sacó del bolsillo unaridícula libreta con la que no sabía qué

hacer.—Estará usted más cómodo en el

despacho de mi marido —terció Bébé—. Tenga la bondad de seguirme.

Quién sabe qué hubiera ocurrido side pronto el perfecto mecanismo de esamujer se hubiera detenido: quizá sehubiera desplomado y Bébé Dongehabría dejado de existir.

3

Tras una noche de miedos y delirios, dellamadas, cuidados y sudores, tras elrepugnante desorden y los hedores delas primeras horas del día, ahoraresultaba grato hallarse en un hospital,al fin tranquilo, sobre una cama limpia ycon todo reluciente a su alrededor:sábanas blancas, un suelo inmaculado,frascos alineados en la mesita de cristal.

En los pasillos, el ruidoso ir y venirde las enfermeras y los gritos de losenfermos, a quienes les drenaban lasheridas, habían relevado el andar quedode las monjas y el tintineo de susrosarios. François nunca se había

sentido tan vacío y limpio, lo mismo queun animal a quien el carnicero acaba dedespojar de sus entrañas, de todas suspartes blandas, después de haberlolavado y haber raspado cuidadosamentesu pellejo.

—¿Se puede? El doctor Levert meha dicho que está usted fuera de peligro.

La hermana Adonie había entrado enla habitación para informar de su estadoal enfermo. Era una mujer menuda yregordeta y, según le pareció a Donge,tenía un acento muy marcado de Cantal.Este la miraba como lo miraba todo, sinprestar gran atención ni experimentar lanecesidad de sonreír, y la hermanaAdonie debía de malinterpretarlo, como

le sucedía a la mayoría de la gente.Quizás imaginaba que a François ledesesperaba lo que le había hecho sumujer, o tal vez pensaba que no le caíanbien las monjas, pues ella se esforzabapor ganarse su simpatía.

—¿Quiere que le abra un poco laventana? Desde la cama verá un trozo dejardín. Le hemos dado la mejorhabitación, la número seis. Paranosotras, usted es el señor Seis. Nuncallamamos por su nombre a los enfermos.Por ejemplo, el señor Tres, que semarchó ayer, pasó varios meses aquí ynunca supe su nombre.

¡La buena de la hermana Adonie! Seesforzaba mucho pero no se daba cuenta

de que François la miraba así porque nopodía evitar imaginársela sin su hábitode la orden de San José. Era superior asus fuerzas. En cuanto la monja entró, élse preguntó cómo sería sin aquel hábitoque la idealizaba, sin su toca, sin elrostro sereno y sonrosado: sin duda, unacampesina rechoncha, de pelo recogidoen un moño, con el vientre prominentebajo el delantal de tela azul y una faldademasiado corta sobre unas mediasnegras de lana. La veía con los brazosen jarras en la puerta de una granja,rodeada de gallinas y ocas. La hermanaAdonie, al verle tan indiferente ante supresencia, cada vez estaba másconfundida. Decía:

—Querido señor, no se apresure ajuzgar. No se lo tenga en cuenta a suesposa. ¡Si usted supiera lo que lesronda por la cabeza a las mujeres! Mire,sin ir más lejos: una paciente quetuvimos en la habitación de al ladointentó suicidarse tirándose por laventana. Estaba empeñada en que erauna asesina, en que una noche habíaahogado a su hijo porque el niño noparaba de llorar. Lo crea o no, su hijohabía muerto al nacer. Ella no llegó aconocerlo. Y una mañana, al cabo deunos meses, sin que hasta entonceshubiera dado señal alguna de trastornomental, se despertó convencida de quehabía cometido el crimen.

—¿Se curó? —preguntó contranquilidad François Donge.

—Ahora tiene otro hijo. A vecesviene a vernos, cuando salen a pasearpor el barrio… Calle un momento, creoque oigo pasos. Será alguna visita parausted.

—Es mi hermano.—¡Pobre chico! Se ha pasado la

noche en el pasillo. En principio estáprohibido, pero al doctor le ha dadolástima. No se ha ido hasta las seis, yporque le hemos insistido en que estabausted fuera de peligro. A ver esamuñeca. —Le tomó el pulso y pareciósatisfecha—. Su hermano podráquedarse unos minutos, pero prométame

que usted se portará bien.?Se lo prometo —dijo François, y

por fin esbozó una sonrisa.Félix no había pegado ojo. Como le

había contado la hermana Adonie, a lasseis habían tenido que obligarle a irse acasa a darse un baño, afeitarse ycambiarse de traje. Poco después sehabía presentado otra vez en el hospital.Allí estaba, de pie al fondo del pasillo,impaciente y crispado por tener queesperar como un extraño a que lepermitieran ver a su hermano François.

—Pase usted —dijo la hermanaAdonie—. No puede estar más de cincominutos. Y no le diga nada que puedaponerlo nervioso.

—¿Está tranquilo?—No lo sé. No es un enfermo como

los demás.Los dos hermanos no se estrecharon

la mano. Entre ellos esa formalidad notenía sentido.

—¿Cómo te encuentras? —preguntóFélix.

Un parpadeo para contestar que todoiba bien. A continuación, la pregunta queFélix esperaba:

—¿La han detenido?—Sí. Anoche Fachot acudió a La

Châtaigneraie. Temía que la situaciónfuese embarazosa, pero ella secomportó.

Fachot, el juez de guardia, era amigo

de ambos. Casi todas las semanasjugaban juntos al bridge.

—A él, en cambio, le incomodó. Noparaba de tartamudear. Ya sabes cómoes, un poco torpe con esos brazos largosy siempre buscando un sitio donde dejarel sombrero.

—¿Y Jacques?—No estuvo presente. Jeanne se ha

quedado en La Châtaigneraie con losniños.

François se dio cuenta de que Félixmentía, pero fue comprensivo e hizocomo si no se percatara.

¿Qué le ocultaba? Casi nada: undetalle sin importancia. Era cierto quelas cosas habían ido bien y que las

diligencias fueron, en definitiva, unamera formalidad. Fachot llegó en cochecon su secretario y el médico forense. Eljuez de instrucción —que era nuevo enla ciudad— les seguía en un taxi, ya queno tenía coche. Todos ellos se citarondelante de la verja y se pusieron deacuerdo antes de entrar en el jardín.Bébé Donge, vestida con sombrero,abrigo y guantes, cuya maleta estabalista sobre un peldaño de la escaleraexterior, se dirigió enseguida a ellos:

—Buenas tardes, señor Fachot. —Habitualmente le llamaba Fachot a secasporque se conocían bien—. Siento quehaya tenido que molestarse. Mi hermanay mi madre están aquí con los niños.

Creo que lo más conveniente será quenos vayamos cuanto antes. No niegonada. He intentado envenenar a Françoiscon arsénico. Mire, desde aquí estoyviendo el papelito con que lo envolví.

Caminó hacia la mesa del toldotranquilamente y recogió, del suelo deladrillos rojos oscurecidos por la puestade sol, un trocito de papel de seda hechouna bola. Y siguió hablando:

—Le agradecería que dejara paramañana el interrogatorio de mi madre,de mi hermana y del servicio.

Conciliábulo. El inspector Janvierquiso mostrarse amable:

—Ya he interrogado a la señoraDonge —le informó al juez—. Le

entregaré el atestado esta misma noche.—¿Ha venido usted en taxi? —le

preguntó a su vez Fachot—. ¿Puedeencargarse de llevar a la señora Donge?

Al ver los coches parados ante laverja, la gente debía de pensar que secelebraba un cóctel en La Châtaigneraie,lo cual ocurría con bastante frecuencia.

Asunto concluido. Solo quedabasubir a los vehículos. En Ornaie nadiesospechó el drama que se estabadesarrollando.

—Marthe, ¿me ayuda con mi maleta?—ordenó Bébé.

Esta se acercaba a la verja cuandoapareció Jacques con su mechón enmedio de la frente. Todos habían

recibido instrucciones para que el críono se enterara de nada. Su tía debíatenerle entretenido con sus primos. Elniño miró a su madre con respetuosaextrañeza y preguntó:

—¿Te llevan a la cárcel?Parecía más curioso que asustado.

Su madre le sonrió y se inclinó parabesarle.

—¿Podré ir a verte?—Claro que sí, Jacques, siempre

que te portes bien —respondió la madre.—¡Jacques! ¿Dónde estás? —se oyó

gritar a Jeanne, alarmada.—Vete con tu tía. Y prométeme que

no volverás a ir a pescar.Eso fue todo. Bébé subió al taxi; la

comitiva, antes de entrar en los otrosdos vehículos, la saludó quitándose elsombrero. Félix había llegado un pocomás tarde, también en coche. Parecíadesasosegado. El estado de François eratodavía inestable. Al ver a su suegra y asu mujer con los ojos enrojecidos dijocon voz imperativa:

—¿Dónde está?Los niños cenaban. Jeanne se

levantó y le ordenó con serenidad:—Vayamos al jardín.Jeanne conocía bien aquella mirada

y el temblor convulsivo en los labios.—Escucha, Félix: es mejor que no

hablemos de ciertas cosas por ahora. Nosé lo que le ha pasado por la cabeza a

mi hermana. Me pregunto si habráenloquecido de repente. Bébé es unamujer distinta a las demás. Tú sabes elcariño que le tengo a François. Vuelvecon él. Duerme en nuestra casa duranteunos días. Creo que es preferible que yome quede aquí con los niños. —Lo mirócon dulzura—. Será mejor así, ¿nocrees? —Le hubiera gustado besarle,pero aún no era el momento—. ¡Anda,vete! Dile a François que yo me ocuparéde Jacques. Buenas noches, Félix.

Aproximadamente una hora mástarde, la señora D’Onneville telefoneabapara pedir un taxi. Según decía, LaChâtaigneraie la abrumaba. No podíaquitarse de la cabeza el envenenamiento,

y no pegaría ojo en toda la noche.—Además, no me he traído mis

cosas —terció.Se marchó a su casa, una de las más

bonitas de la ciudad, donde ocupaba unaplanta de ocho habitaciones, y empezó adarle órdenes a la criada.

—Nicole, mañana por la mañanasalimos para Niza.

—Bien, señora.Nicole era un diablillo, y, aunque no

contaba más que diecinueve años, lasdos mujeres se peleaban como situvieran la misma edad.

—¿Recuerda la señora que su abrigoblanco de lana está en la tintorería?

—Mañana a primera hora vete a

recogerlo.—¿Y si no está?—Te lo traes igualmente. Ayúdame

a hacer las maletas.Para la señora D’Onneville, la

jornada dominical terminó con un grandespliegue de vestidos y de ropainterior.

—¿No teme la señora que estos díashaga mucho calor en Niza?

—Supongo que lo dices por eldependiente de la carnicería. Pues yapuede decir misa, que tú te vienesconmigo a Niza, hija mía.

A la mañana siguiente mandó untelegrama a la señora Berthollat, queregentaba una pensión en la Promenade

des Anglais de Niza, donde la señoraD’Onneville se hospedaba variassemanas al año.

Félix, que tenía los nervios a flor depiel, sobre todo porque no habíadormido, se paseaba por la habitacióndiciendo:

—Me pregunto por qué lo habráhecho, y por más que intentocomprenderlo… A no ser…

François, siempre imperturbable, lomiró igual que antes había mirado a lahermana Adonie.

—¿A no ser qué?—Ya sabes a qué me refiero: a no

ser que se haya enterado de tu historiacon Lulu Jalibert.

Félix se ruborizó. Los dos hermanoslo compartían todo. Trabajaban juntos,juntos habían montado las empresas queen la ciudad la gente llamaba «lasempresas Donge». Se habían casadojuntos y habían contraído matrimoniocon las dos hermanas. También juntos,con fondos comunes, habían reformadoLa Châtaigneraie, donde ambosmatrimonios se turnaban para pasar unatemporada durante los meses de verano.Había sido necesaria una catástrofe paraque Félix se atreviera a pronunciar concierto tono el nombre de Lulu Jalibert,quien, como toda la ciudad sabía, era la

amante de François.Este murmuró, impasible:—Bébé no está celosa de Lulu

Jalibert.Félix se estremeció y se volvió

hacia su hermano más sobresaltado de loque hubiera deseado. Le habíasorprendido la voz de su hermano, sucalma, su aplomo.

—¿Ella lo sabía? —preguntó Félix.—Hacía tiempo.—¿Se lo habías dicho tú?Una mueca contrajo el rostro de

François: una flecha de fuego acababade atravesarle el cuerpo anunciando unahemorragia.

—Es muy complicado —acertó a

balbucir—. Perdona, ¿te importa llamara la enfermera?

—¿Puedo quedarme contigo?François apenas tuvo fuerzas para

esbozar un gesto negativo.De nuevo empezaron los dolores y

los cuidados. La tregua había sido corta.Después de la enfermera llegó elmédico. Una inyección y un relativoalivio. El doctor Levert quería decirlealgo, pero no sabía cómo.

—Aprovecho que se le ha calmadoel dolor para abordar un tema delicado.Créame, hubiera preferido no hacerlo.Esta mañana ha venido a verme micolega Jalibert. Está al tanto de su…, yasabe, de su accidente, y se pone a su

entera disposición. Me ha brindado suayuda, si la necesita. Vaya, que si ustedprefiere ingresar en la clínica…

—Gracias —respondió el enfermo.No hizo falta decir nada más.

François había oído el comentario delmédico y había captado el sentido de suspalabras. Pero aquello le traía sincuidado; en aquel momento se hallabamuy lejos de todo. Y eso a pesar de queera un hombre práctico. Todoscoincidían en juzgarlo así. Algunos lereprochaban que incluso lo erademasiado, que carecía de imaginación,de sensibilidad.

En pocos años, a partir de lapequeña curtiduría que su padre tenía en

las afueras de la ciudad, donde lasorillas del río no eran más que taludesherbosos frecuentados por lospescadores, François había creado otrasdiez empresas que se extendían por todoel departamento y daban trabajo acientos de personas.

Eran negocios aparentementeheterogéneos cuyas conexiones lógicassolo conocía Félix: la curtiduría lesobligaba a comprar pieles en el campo,y las pieles a criar animales; además,aprovechaba la caseína, hasta entoncesconsiderada como un desecho. Tambiénmontaron una fábrica de materialplástico. A mucha gente sorprendió vera los Donge fabricando vasos, cucharas

de servir, dedales y hasta polveras.Para conseguir más caseína había

que tratar más leche. François contrató aun especialista de los Países Bajos, y unaño después fundaba en las afueras de laciudad una fábrica de quesosholandeses. Quesos… Todo eso se hizopoco a poco, sin rudeza ni brutalidad,sin dárselas de hombre de negocios y sindejar de dedicarse a mejorar LaChâtaigneraie, ni de disfrutar de la vida.

Pero, en ocasiones, sin razónaparente, su mente se evadía, como enaquel momento en que el médico estabahablando de cosas que considerabaserias. Ya no se trataba de imaginación,ni de elevación poética. François seguía

siendo un hombre lógico.Hablando de Fachot, quien debía de

haberse comportado de modo ridículo,Félix había comentado: «Enseguida leha hecho sentirse cómodo». François seimaginaba la escena mejor que Félix, ensus detalles más insignificantes, incluidala tonalidad violeta de las sombras delanochecer, puesto que conocía quéaspecto tenía La Châtaigneraie en cadauna de las horas del día.

«Sentirse cómodo». Esa mismaactitud de Bébé fue la que propició elinicio de las relaciones entre ambos.Ahora La Châtaigneraie y su ambiente unpoco agobiante de próspera casa decampo se borraron de la mente de

François para dar paso a Royan, con suinmenso casino blanco, sus villas y suarena salpicada de trajes de baño y desombrillas variopintas.

A la mesa de la ruleta se hallaba laseñora D’Onneville, casi igual de gordaque últimamente, flotando en un vestidovaporoso de color blanco. Françoisapenas la conocía; solo sabía que vivíaen el mismo hotel que él, el Hótel Royal,y que cuando perdía miraba con recelo alos crupieres, convencida de que todosellos se confabulaban contra ella.

¿Cómo se llamaba la bailarinaaquella? Betty, o Daisy… Era una artistade variedades de París que todas lasnoches hacía un número en un club

nocturno de Royan. Ella quiso jugar enel casino; François iba pasándolepequeñas cantidades con cuentagotas.

—¡A la porra! —exclamó labailarina—. Estoy harta de perder.Vamos a tomar una copa al bar. ¿Tevienes, cariño?

Era mediados de agosto y todoestaba atestado de gente. Betty, o Daisy,tenía una voz chillona y llevaba unvestido veraniego muy llamativo.

—Supongo que tendrán patatasfritas, ¿no? —terció la mujer—.Barman, sírvame un Manhattan.

Félix también estaba en el bar,acompañado de dos muchachas que aFrançois le parecía conocer, pero poco

después se acordó de que eran las hijasde la mujer del vestido vaporoso quejugaba a la ruleta. Félix, incómodo,vacilaba:

—Permítanme que les presente a mihermano François. Jeanne D’Onneville ysu hermana… Disculpe, pero heolvidado su nombre.

—Ya no tengo nombre. Todo elmundo me llama Bébé.

Estas fueron las primeras palabrasque su futuro marido le oyó pronunciar.

—¿No me presentas? ¡Pues sí queeres educado! —le espetó la bailarina aFrançois.

—Una amiga, Daisy, o Betty…La gente los empujaba contra la alta

barra de caoba. Félix, ciertamenteintimidado, lanzó una mirada a suhermano para darle a entender lasituación: cortejaba a JeanneD’Onneville, quien ya entonces estabaregordeta y tenía cara de buena chica.

—¿Y si damos un paseo por laescollera? ¡Hace un calor aquí! —propuso Jeanne.

Esa escena, al final de una hermosatarde de verano, era a la vez corriente yridícula. Quiso el azar que Félixcaminara delante con Jeanne, mientrasque François se quedó detrás entreDaisy y Bébé, la hermana de Jeanne, queno había cumplido los dieciocho años.Daisy se impacientó: aquello era como

pasear con la familia.—Esto es una lata, ¿no crees? —

dijo.—Qué puesta de sol más

maravillosa —contestó tranquilamenteFrançois.

—Se me ocurren cosas másexcitantes que hacer. En fin, si es lo quete va… —Daisy caminó cien metrosmás, malhumorada—. ¿Sabes qué tedigo? Estoy harta. Bye bye! —Y seperdió entre la multitud.

—No le haga caso, señorita —comentó François.

No tiene usted por qué disculparse—terció Bébé—. Es comprensible, ¿nole parece? —Se había hecho cargo de la

situación y conseguía que François sesintiera cómodo—. ¿Su hermanotambién tiene novia?

—¿Por qué me lo pregunta?—Porque creo que lo suyo con mi

hermana va en serio.En esa época Bébé estaba muy

delgada. Sus piernas parecían máslargas, su cintura más esbelta, y siempremiraba a la gente a los ojos sin sonreír,lo cual llegaba a intimidar.

—Esta noche tendrá bronca con suamiga —capituló—. Lo siento. Hevenido por su hermano y mi hermana. Sino hubiera acompañado a mi hermana,mi madre me habría regañado.

La bronca se produjo, en efecto. Ytal vez fue por algo que dijo Daisy…

—Solo falta que ahora empieces arondar a las vírgenes.

Al día siguiente, François secomportó con Bébé de otra manera, concierta timidez. Se sentía especialmentepatoso porque notaba que ella habíaadvertido ese cambio de actitud. Lamirada de Bébé expresaba cierta ironíay satisfacción, como también su formade responder al tacto de la mano deFrançois.

—¿Su amiga está enfadada? —preguntó ella.

—No tiene importancia —respondió

François.—¿Sabe usted que su hermano y mi

hermana se ven todos los días y ya estánpensando en escribirse? ¿Viven ustedesen París?

—No. En provincias.—¡Ah! Nosotras hemos vivido

siempre en Estambul, pero ahora que mipadre ha muerto, ya no volveremos aTurquía. Mi madre tiene una casa en elAube.

—¿Dónde?—En Maufrand. Es un rincón

perdido. Un viejo caserón familiar quehabrá que restaurar.

—Está a quince kilómetros de micasa —constató François con

satisfacción.Tres meses después, los dos

hermanos se casaban con las doshermanas en la iglesia de Maufrand. Amitad del invierno, la señoraD’Onneville, quien se aburría en sumohosa mansión, se instalaba en laciudad y todas las semanas pasaba undía con sus hijas.

Desde luego, nada habría ocurrido siBébé no hubiera conseguido queFrançois se sintiera cómodo en laescollera de Royan. No fue casual: élestaba convencido de que, desde que seconocieron en el bar del casino, Bébéactuó con plena conciencia de lo quehacía.

Delante de ellos caminaban Jeanne yFélix, quienes tenían todo el aspecto deformar una pareja.

Y en cuanto Bébé y él empezaron asalir solos, ella cambió de andares. Hayuna manera especial de caminar al ladode un hombre, igual que hay una maneraespecial de volverse y de mirarle. Hay,asimismo, en el abandono de loscuerpos, aunque sea en medio de lagente…

Bébé lo había planeado todo. ¿Sedecepcionó cuando François le dijo quevivía en provincias? Quiso casarse,como su hermana. Quiso tener su casa yvarias criadas. A esta conclusión habíallegado François después de diez años,

él, que era un hombre lúcido. ¿Se loreprochó a Bébé? Tal vez «reprochar»fuera una palabra excesiva. En cualquiercaso, a ratos la observaba como lemirara ella en Royan, con ojos críticos:Y la primera vez que la poseyó, no seilusionó. «¡Tiene la carne flácida!»,pensó. No le gustaba su cuerpo, ni legustaba su piel demasiado blanca, nitampoco la pasividad con que seabandonaba, con los ojos abiertos y laspupilas fijas, mientras hacían el amor.

Ella quiso convertirse en BébéDonge. Durante diez años, François nodudó un momento de ello, y su actitudhacia su mujer había dependido de esacerteza. Era un hombre que, una vez

admitida la verdad, aceptaba eldesarrollo lógico de sus consecuencias.

—Esta mañana me ha telefoneado eljuez de instrucción para saber cuándopuede interrogarle. — El doctor Levertsacudía un termómetro junto a lacabecera de la cama—. Me ha parecidoconveniente decirle que necesita usteddescansar unos días más, ya que laslavativas le debilitarán bastante. El juezno ha insistido. Según me ha dicho,desde el momento en que ella seconfiesa culpable…

La mirada del enfermo impresionó almédico, quien se preguntó si habíametido la pata. Levert notó en los ojosde Donge una sombra de sorpresa y de

inocencia al oír la palabra «culpable».—Disculpe que se lo haya

mencionado, pero he pensado que dadala amistad que nos une…

—Tiene usted razón, doctor —respondió el paciente.

Era lo mismo que le pasaba a lahermana Adonie: la gentemalinterpretaba su tranquilidad, esaserenidad casi feliz que emanaba deFrançois en un momento en que todos selo imaginaban sumido en el desasosiego.

—Volveré a primera hora de latarde —dijo el médico—. Con lainyección que voy a ponerle podrádormir unas horas.

François cerró los ojos bastante

antes de que se fuera el médico; apenasfue consciente de que la hermana abríala ventana y bajaba la cortina de tela entono crudo. Oía cantar a los pájaros. Aratos sonaban las ruedas de un cocheque frenaba sobre la grava. Unosenfermos se paseaban conversando, perosolo le llegaba un baturrillo de voces,además de las campanas estridentes dela capilla. Luego, probablemente almediodía, se escucharía la campana másgrave del refectorio.

Tenía que hacer memoria,remontarse muy lejos, no olvidar nada,no equivocarse en el más nimio detalle.Pero continuamente surgían imágenesque le impedían pensar: Jacques y su

pez prendido en la caña de pescar, elrefulgir del sol en la tierra batida de lapista de tenis, los champiñones quehabía tenido que ir a comprar a laciudad y el toldo a rayas del Café duCentre, los veladores de mármol con elborde de cobre, a la sombra…

Recordó el nacimiento de Jacques enla clínica del doctor Péchin, cuando estetodavía no se había retirado al Midi. Elambiente se parecía al de aquel hospital.Esa mañana le hicieron esperar en unjardín repleto de tulipanes, porquecorría el mes de abril. Hasta allí llegabael eco de la vida en las habitaciones yen los pasillos. Cuando abrían lasprimeras ventanas podía adivinarse el

final del desorden matinal: se habíanhecho los preparativos para la jornada,cambiando las sábanas, llevando losbebés con sus madres… Estas, pálidas,yacían en sus camas mientras lasenfermeras se afanaban de unahabitación a otra.

—Puede usted pasar, señor Donge.—Era la voz de la hermana Adonie.

Félix debió de experimentar lamisma sensación cuando entró por lamañana en la habitación después deimpacientarse en el pasillo. No seadivinaba nada de lo que había sucedidoantes en la estancia. Todo estaba limpioy ordenado y se había borradocuidadosamente cualquier rastro de

sufrimiento.Bébé esbozaba una sonrisa

nerviosa… ¡Su sonrisa denotabainquietud! ¿Cómo no se había dadocuenta de eso? En esa época, Françoisse había imaginado que ella lereprochaba su condición de hombre,porque no había sufrido, porque para élla vida continuaba igual que siempre,porque antes de visitarla en el hospitalhabía pasado por el despacho y se habíaocupado de sus negocios. ¿Quién sabe?O tal vez porque él había aprovechadola libertad de que disponía.

La hermana Adonie rondaba depuntillas por la habitación. Se inclinósobre la cama y, al verlo tranquilo,

pensó que François dormía. ¿Por quésolemos equivocarnos acerca de lo quepiensan los demás?

—Ayer vino mi madre. —Fueron laspalabras de Bébé—. Dice que el niño esun Donge y que no tiene nada de nuestrafamilia.

¿Qué debía haber dicho François y,sin embargo, no dijo?

—¿Qué tal te cuida Clo? —lepreguntó su mujer—. ¿La casa no estámuy desordenada?

Bébé se refería a la casa de su padrejunto a la curtiduría, frente al río.François la había restaurado, aunqueconservaba un aire vetusto. Teníapasillos inesperados, paredes que no

habían sido diseñadas por ningúnarquitecto, habitaciones en el sótano,lucernarios…

—¡Siempre me pierdo en estelaberinto! —repetía la señoraD’Onneville, habituada a los edificiosnuevos de la lujosa colina de Pera,desde cuyas ventanas se dominaba elCuerno de Oro—. No entiendo por quéno os construís una casa.

Félix y Jeanne vivían dos calles másallá, en una casa un poco más moderna.A Jeanne no le gustaban las tareas delhogar, ni tampoco ocuparse de sus hijos.Leía y fumaba en la cama, jugaba albridge y, por el placer de hacer algo, sededicaba a las obras de caridad.

—Félix, si a las ocho no he vueltoacuesta tú a los niños —solía decirle asu marido.

Y Félix así lo hacía.François pensó: «¿A qué viene ahora

tanto alboroto, ese súbito ruido de vocescomo de domingo a la salida de misamayor?». Era día de visita. Acababan deabrir las puertas y los familiares de losenfermos irrumpían en los pasillos y enlas salas con uvas, naranjas y dulces.

—¡Silencio! —exclamó la monja—.Aquí hay un enfermo grave que estádurmiendo.

La hermana Adonie montaba guardiaante la puerta de la habitación número 6.François no sabía si había dormido.

Nunca había estado en el despacho deljuez de instrucción, y se lo imaginabamal iluminado, con una lámpara depantalla color verde sobre el escritorio.En un rincón veía un armario empotrado.¿Por qué lo habían puesto allí? No teníani idea: al lado de este había unlavamanos esmaltado y una toallacolgando de un clavo.

Al juez, que apenas llevaba un mesen Ornaie, lo había visto en algunaocasión. Se trataba de un tipo rubioinsulso, un poco gordo y un poco calvo,cuya mujer tenía una cara bastantecaballuna. Los acusados probablementese sentaban en sillas de anea. ¿Quévestido se habría puesto Bébé? ¿Quizás

el de color verde que llevaba eldomingo? Seguro que no. Era un vestidode tarde.

Bébé habría elegido un traje sastre;ella siempre sabía qué era lo másadecuado para cada momento. Siendouna muchacha… ¿Pero qué importaba?¿De qué servirían aquellosinterrogatorios? Ella no diría nada,puesto que era incapaz de hablar de símisma. ¿Por pudor? ¿Por orgullo?

Un día en que François estabaenfadado le espetó, como un latigazo:

—¡Eres igualita que tu madre, que secree obligada a partir su apellido endos! En vuestra familia os pierde elorgullo.

Las Donneville…, perdón:D’Onneville. Y, por su lado, los Donge,los hermanos Donge, los diligentes yobstinados hijos del curtidor Donge,que, a base de paciencia y voluntad…¡Y aquel nombrecito de Bébé! ¡Y el caféturco que a veces preparaban en lastazas de cobre baratas que le recordabanEstambul! Bazar… Oropel…Pebeteros… En cambio, los hermanosDonge curtían pieles, aprovechaban lacaseína, fabricaban quesos y, desdehacía un año, criaban cerdos quealimentaban con productos desechados.

El resultado de aquel esfuerzo eraLa Châtaigneraie, las medias de seda aochenta francos el par, los vestidos

encargados en París y aquella lenceríaque… Y la enorme señora D’Onneville,con su estúpido orgullo, sus pañuelos yaquel pelo que se untaba con sabe Diosqué producto para que se le volviera decolor malva… ¡Una mujer incapaz dehacer el amor! Sí, porque Bébé eraincapaz de ello. Se dejaba hacer, y luegocasi le entraban a uno ganas dedisculparse:

—¿Te he molestado?—¡Qué va! —respondía su mujer.Resignada y suspirando por su triste

suerte, Bébé se metía en el baño paraborrar todo rastro del coito. ¿Y si, yadesde un principio, o sea, en Royan,François se había equivocado? ¿Y si

ella no tenía entonces decididofríamente que se casaría con él? ¿Ysi…? Había que analizarlo todo puntopor punto. Ella no diría nada y, dado elcaso, no sería por orgullo, sino más bienpor…

—Pero, señor Donge, le hemosdicho que nos llame —se quejó lahermana Adonie—. Tiene otra vez lacama llena de sangre.

Después François se arrepintió, peroen ese momento fue superior a susfuerzas. Miró a la hermana Adonie comosi fuera una planta, o una valla,cualquier cosa menos una monjapreocupada por la salud física y moraldel prójimo, y le espetó con voz áspera:

—¿A usted qué le importa?

4

No una sino dos asistentas habíanlimpiado la habitación. El enfermero leshabía echado una mano y la hermanaAdonie en persona, emocionada como sillegara el obispo, se había cuidado deque todo estuviera impecable.

—Ponga la mesita junto a la ventana.No, la silla al otro lado; si no, la visitano verá bien para escribir.

Y todo para recibir a un hombrebarrigudo y calvo que transitó algoperdido por los pasillos, seguido de unjoven vestido de punta en blanco, comosuele verse los domingos a tanta gente.

—Sí, hermana. Gracias, hermana.

Por favor, hermana. Así estará perfecto,hermana… —agradecía la visita.

Era el señor Giffre, el juez deinstrucción. Venía de Chartres, lo quesuponía exactamente lo contrario de unascenso. Sus ideas políticas eran deextrema derecha y se decía que habíamandado condenar a un masón. La gentese burlaba de él por su boina vasca y subicicleta, aunque sobre todo de sus seishijos, a los que paseaba muy serio yorgulloso como si desfilaran enprocesión.

Puesto que llevaba un mes en laciudad y todavía no había encontradouna casa decente, un médico de losalrededores, que vivía a ocho

kilómetros, había puesto a sudisposición una casa destartalada, sinagua ni electricidad, que contaba concuatro muebles viejos y desentonados.

Tal vez el señor Giffre se habíatropezado en alguna ocasión conFrançois Donge por la calle. Encualquier caso, debía de conocerlo deoídas, si bien ambos todavía no habíansido presentados. Al entrar hizo una leveinclinación y dio cuatro rápidos pasoshacia la mesita preparada junto a laventana. Luego abrió la cartera y dijomientras se instalaba el secretario:

—Me ha dicho el doctor Levert quepodíamos quedarnos media hora. Noobstante, si se nota usted cansado, basta

que me lo diga y me retiraré deinmediato. ¿Me permite que comience elinterrogatorio? ¿Su nombre?

—François-Charles-Émile Donge,hijo de Charles-Hubert-Chrétien Donge,curtidor, fallecido, y de Émilie-HortenseFillâtre, de profesión sus labores,también fallecida.

—¿Ha tenido algún problema con lajusticia?

El juez balbuceaba las preguntasgesticulando como quien ahuyenta unamosca, y carraspeando. Todavía nohabía mirado hacia la cama, dondeFrançois estaba echado sobre variasalmohadas. Al otro lado de los cristales(habían bajado la persiana que formaba

un gran rectángulo dorado), se oían loslentos pasos de los enfermos sobre lagrava, pues era la hora del paseo.

—El domingo veinte de agosto,hallándose en su finca de LaChâtaigneraie, término municipal deOrnaie, fue usted víctima de un intentode envenenamiento.

Hubo un silencio. El juez levantó lacabeza y observó que François estabaexaminándole.

—Le escucho —dijo el magistrado.—No lo sé, señor juez —repuso el

enfermo.—El doctor Pinaud, que le atendió,

ha declarado que no hay ninguna duda alrespecto y que ese día, sobre las dos de

la tarde, usted tomó una gran dosis dearsénico, presumiblemente mezcladocon el café.

De nuevo reinó un silencio.—¿Niega usted los hechos?—Admito que me puse muy enfermo.—Dicho de otro modo, se niega

usted a presentar una denuncia. Debesaber que, en ese caso, es nuestraobligación dar curso a la acciónjudicial, aunque no haya denuncia porparte de la víctima.

François seguía sin decir nada.Miraba al juez como solía mirar a lagente, al tiempo que se preguntaba cómoaquel hombre, preocupado por sus hijos,por su casa provisional, por los ocho

kilómetros que tenía que recorrer enbicicleta para ir a comer, por lasintrigas que empezaban ya a formarse asu alrededor, podía de pronto, con soloabrir un expediente, descubrir el menoratisbo de verdad sobre Bébé Donge,cuando su marido, después de habervivido diez años con ella…

—Aunque el reglamento no locontemple, le leeré el atestado delprimer interrogatorio efectuado a laseñora Donge. En realidad, es más bienuna declaración que le hizo al inspectorJanvier el domingo veinte de agosto alas diecisiete horas.

»“Yo, Eugénie-Blanche-Clémentine,de veintisiete años de edad, de casada

Donge, declaro bajo juramento losiguiente: ese día, hallándome en LaChâtaigneraie, que pertenece a partesiguales a mi marido y a mi cuñado,atenté con veneno contra la vida deFrançois Donge derramando en su tazade café cierta cantidad de arsénico. Notengo nada más que añadir”.

El juez de instrucción alzó los ojosjusto a tiempo para ver que sedesvanecía una sonrisa de los labios deFrançois.

—Ya ve que su mujer reconoce loshechos.

Raras veces el señor Giffre habíaexperimentado la desagradablesensación —como le sucedía ahora ante

aquella cama de enfermo, o le habíaocurrido con Bébé Donge— de meterseen camisa de once varas.

—Ahora procederé a informarle delatestado del interrogatorio al que sometíayer a la detenida.

Lamentó haber utilizado la palabra«detenida», pero era demasiado tarde yFrançois ya había parpadeado. ¿Bébé sehabría puesto para el interrogatorio unvestido o un traje sastre? Antes deescuchar las palabras que su mujer habíapronunciado, François necesitabaimaginársela. Entornó los ojos: sinquererlo, vio la escollera de Royan y, deespaldas, la pareja formada por Félix yJeanne.

—Le ahorro las fórmulas habituales.Únicamente le leeré las preguntas y lasrespuestas relevantes.

»Pregunta: ¿En qué momentodecidió atentar contra la vida de sumarido?

»Respuesta: No podría decirle unafecha.

»Pregunta: ¿Varios días antes de latentativa de envenenamiento? ¿Variosmeses?

»Respuesta: Probablemente variosmeses.

»Pregunta: ¿Por qué dice usted“probablemente”?

»Respuesta: Porque era un proyectobastante vago.

»Pregunta: ¿Qué entiende usted por“un proyecto bastante vago”?

»Respuesta: Notaba vagamente quellegaríamos a eso, pero no estabasegura…

François suspiró. El juez lo miró,pero fue demasiado tarde: el rostro deDonge ya no expresaba más que unaatención concentrada.

—¿Puedo seguir? ¿No se cansa?—Por favor.—Sigo, pues:»… Pero no estaba segura…»Pregunta: ¿Qué quiere decir usted

con las palabras “que llegaríamos aeso”? Habla en un plural que no consigoentender.

»Respuesta: Yo tampoco.»Pregunta: ¿Hacía tiempo que se

producían desavenencias en sumatrimonio?

»Respuesta: Mi marido y yo nuncahemos tenido desavenencias.

»Pregunta: ¿Qué le reprocha usted?»Respuesta: Yo no le reprocho

nada.»Pregunta: ¿Tenía motivos para

estar celosa?»Respuesta: No lo sé, pero no lo

estaba.»Pregunta: Si no cabe achacar los

celos a su acto, ¿qué la movió a obrar deese modo?

»Respuesta: No lo sé.

»Pregunta: ¿Ha habido algún casode enfermedad mental en su familia?¿De qué murió su padre?

»Respuesta: De disenteríaamebiana.

»Pregunta: ¿Y su madre está sanade cuerpo y de mente? El doctorBollanger, que la examinó, asegura queusted actuó con plena conciencia. ¿Quétipo de relaciones mantenía con sumarido?

»Respuesta: Vivimos bajo el mismotecho y tenemos un hijo.

»Pregunta: ¿Reñían ustedes confrecuencia?

»Respuesta: Nunca.»Pregunta: ¿Hay algo que la

induzca a pensar que su marido teníaalguna relación extramatrimonial?

»Respuesta: Eso nunca me hapreocupado.

»Pregunta: De haber sido así, ¿sehabría vengado de alguna manera?

»Respuesta: No me hubieraafectado.

»Pregunta: En definitiva, sostieneusted que desde hacía varios mesesestaba decidida a matar a su maridopero ignora el motivo de tan gravedeterminación.

»Respuesta: Exactamente.»Pregunta: ¿Dónde y cuándo

consiguió el veneno?»Respuesta: No puedo decirle la

fecha exacta; fue en mayo.»Pregunta: Por lo tanto, tres meses

antes del crimen. Prosiga.»Respuesta: Fui a la ciudad a

comprar varias cosas, entre otrasproductos de perfumería.

»Pregunta: ¡Disculpe!¿Normalmente reside en LaChâtaigneraie?

»Respuesta: Desde hace tres añosvivo aquí la mayor parte del tiempo,debido a la salud de mi hijo. No es queesté enfermo, pero tiene una saluddelicada y necesita el aire del campo.

»Pregunta: ¿Su marido vive conustedes en La Châtaigneraie?

»Respuesta: No de manera fija.

Venía a casa dos o tres días por semana.A veces llegaba por la noche y se iba ala mañana siguiente.

»Pregunta: Gracias. Prosiga. Mehablaba usted de un día del mes demayo…

»Respuesta: Recuerdo que fue amediados de mes. Al salir no habíatomado dinero suficiente y pasé por lafábrica…

»Pregunta: ¿Por la fábrica de sumarido? ¿Iba allí regularmente?

»Respuesta: Muy pocas veces. Nome atraen sus negocios. Al noencontrarlo en su despacho, entré en ellaboratorio. Mi marido es químico yhace experimentos. En un pequeño

armario acristalado vi unos frascosetiquetados.

»Pregunta: ¿Hasta ese día no habíapensado en envenenar a su marido?

»Respuesta: Creo que no. Me llamóla atención la palabra “arsénico”. Mehice con el frasco; solo quedaba un pocode polvo de color gris, y me lo metí enel bolso.

»Pregunta: ¿Ya con ánimo deutilizarlo?

»Respuesta: Quizás. Es difícilasegurarlo. Luego entró mi marido y medio dinero.

»Pregunta: ¿Le entregaba usted lasfacturas de lo que gastaba?

»Respuesta: Siempre me ha dado

todo el dinero que he querido.»Pregunta: Así pues, durante tres

meses usted ocultó el venenoaguardando el momento de utilizarlo.¿Qué la movió a elegir ese domingo y nootro día?

»Respuesta: No lo sé. Estoy un pococansada, señor juez, y, si me lopermite…

El señor Giffre alzó la cabeza. Se leveía serio, incómodo. A punto estuvo depasarse los dedos por sus escasoscabellos.

—Es cuanto logré que me dijera —confesó—. Esperaba que usted meaclarara más cosas.

Por un momento, el señor Giffre

olvidó que era juez y miró a FrançoisDonge como a un hombre más. Selevantó, recorrió la pequeña habitacióny a continuación hundió las manos en losbolsillos de su pantalón,desmesuradamente ancho.

—Señor Donge, no hace falta que lediga que en la ciudad la gente se refierea lo ocurrido como un drama pasional yse murmuran ciertos nombres. Ya sé queesos rumores no deben influir en lajusticia. ¿Hay algo que le haga pensarque su mujer pudiera estar al tanto dealguna aventura suya?

¡Con qué rapidez avanzaba! Y cómose paró en seco, estupefacto, cuando oyóque François contestaba:

—Mi mujer estaba al corriente detodos mis líos de faldas.

—¿Quiere usted decir que le contabasus aventuras?

—Cuando me lo preguntaba.—Perdone que insista. Me resulta

tan sorprendente que necesitoprofundizar en este punto. ¿De modo quetenía usted varias aventuras?

—Sí, bastantes. La mayoría de ellassin mayor importancia.

—¿Y al regresar a su casa usted selo contaba a su mujer?

—Para mí era como una amiga. Ellaconseguía que me sintiera cómodo.

François dijo esto último sinpensarlo, lo cual le sorprendió, y

permaneció pensativo unos instantes.—¿Cuánto tiempo hace que

comenzaron esas confidencias?—Unos años. No podría precisarlo.—¿Y seguían siendo marido y

mujer? Me refiero a si manteníanrelaciones de pareja.

—No muchas. La salud de mi mujer,sobre todo después de dar a luz, nopermitía…

—Entiendo. Pero asumió que ustedbuscara en otras mujeres lo que ella nopodía darle.

—Más o menos, aunque no esexacto.

—¿Y nunca notó en su esposa elmenor sentimiento de celos?

—En lo más mínimo.—¿Mantuvieron ustedes esa amistad

hasta el final, es decir, hasta el pasadodomingo?

François miró al juez de arribaabajo. Se lo imaginó con los suyos en lacasa del médico, a quien conocía; o bienpedaleando por la carretera con unaspinzas prendidas en los bajos de lospantalones; o los domingos en la misamayor, seguido de sus seis hijos y de sumujer, siempre ajetreada. Luego asintióen silencio. El secretario seguíaescribiendo aplicadamente; el soltamizado por la persiana provocabareflejos en su pelo engominado.

—Permítame que insista en ese

punto, señor Donge.El juez le lanzó la típica mirada de

quien cumple con su deber aun asabiendas de que hace mal obstinándose.

—Le aseguro que no tengo nada másque contarle, señor Giffre.

Este «señor Giffre» sonó taninesperado que ambos hombres semiraron con la sensación de que por unmomento dejaban de ser el juez y lavíctima para convertirse en dos hombresa quienes el azar ponía en una situaciónembarazosa. El magistrado tosió y sevolvió hacia el secretario como paraindicarle que no transcribiera este«señor Giffre», algo que el secretariohabía captado por sí mismo.

—Me hubiera gustado mandar elsumario a la fiscalía lo antes posiblepara cortar por lo sano el revuelo queeste tipo de casos suscitan siempre enuna ciudad pequeña.

—¿Mi mujer ya ha elegido abogado?—Al principio no quería. Ante mi

insistencia ha contratado al señorBoniface.

Era el mejor abogado del Colegio:un hombre de unos sesenta años conbarba, importante, famoso en variosdepartamentos.

—Ayer tarde visitó a su clienta. Porlo que deduje de lo que me contó cuandoluego vino a verme, hasta ahora sabe lomismo que yo.

¡Mejor así! Al fin y al cabo, ¿quiénles mandaba a esos hombres meterse enaquello? ¿Qué se empeñaban endescubrir? ¿Y por qué? ¿Qué harían conla verdad si gracias a un milagro ladescubrían? ¡La verdad!

—Señor juez…¡No! Aún era demasiado pronto para

eso.—Usted dirá.—Discúlpeme, pero se me ha ido el

santo al cielo. Como ha tenido usted laamabilidad de decirme que en cuanto meencuentre cansado…

No estaba cansado. Jamás se habíasentido tan despierto. Aquellaconversación le había sentado bien.

Había sido una especie de gimnasia quele hacía ver las cosas con claridad.

—De acuerdo. Nos vamos, pues.Solo le pido que reflexione, y estoyseguro de que verá que su deber, tantoen interés de su mujer como en el de lajusticia…

¡Que sí, señor juez! Es usted unhombre excelente, un ciudadano modelo,un admirable padre de familia, unmagistrado íntegro y sin dudainteligente. Cuando salga del hospital leayudaré a encontrar una casitaacogedora, porque conozco la ciudadmejor que nadie y tengo bastanteinfluencia. Ya ve que no le reprochonada, que me pongo en su lugar.

Pero, por favor, ¡deje tranquila aBébé Donge! No intente comprenderla.

—Le ruego que me disculpe si le hefatigado.

—En absoluto. No faltaba más.—Que descanse.El juez se retiró después de

despedirse. En el pasillo se encontrócon la hermana Adonie, que leacompañó a la puerta acristalada. Leseguía el secretario, a quien el soldeslumbraba. François, sentado en lacama y contemplando la ahora inútilmesita, se decía que Bébé había actuadoexactamente como debía.

Nunca se había sentido tan cerca deella. Algunas de las respuestas que ella

había dado él mismo se las habríaapuntado. A ratos, mientras el juez leíael interrogatorio, le habían entradoganas de asentir con una sonrisa desatisfacción. ¿Estaba contento? No seplanteaba la pregunta, pero se sentía conla mente ágil y el ánimo sereno.

—Es usted muy amable, hermana —susurró François—. Sí, abra la ventana.Empieza a gustarme ese patio umbríopor el que se pasean los enfermos. Ayervi a un anciano fumando a escondidasdetrás de un árbol…

—¡Calle, calle, por favor! —exclamó la monja—. Si me dice quiénes, tendré que castigarle.

—¿Y qué le haría?

—Le dejaría sin «paga». A losancianos que difícilmente abandonaránel hospital, los domingos les damos undinerillo.

—Para tabaco, ¿no?Los ojos de la monja reían.—Mi cartera debe de estar en el

bolsillo de la chaqueta. Quédese con loque haya dentro. Le servirá para darlesla «paga» a los ancianos.

—Se me olvidaba decirle que tieneusted otra visita. No sé si…

—Le prometo, hermana, que noestoy cansado. ¿Quién es?

—El doctor Jalibert.¡Vaya por Dios! La expresión

pudibunda de la hermana daba a

entender que ella también estaba alcorriente de todo.

—Hágale pasar. Debe de estarimpaciente.

—Lleva más de media horarecorriendo el pasillo de arriba abajo yfumando un cigarrillo tras otro. No mehe atrevido a decirle nada, porque esmédico, pero…

Jalibert entró como una tromba yesbozó una sonrisa forzada.

—¿Qué tal, amigo mío? —saludó—.¿Lo ha pasado muy mal? Me ha dichoLevert que lo ha soportado todoestoicamente…

La hermana Adonie se retiró,enfurruñada, mientras el doctor seguía

hablando.—Acabo de tropezarme con el juez

de instrucción, que salía de suhabitación. Casualmente me encontrabaen el hospital, dado que tengo aquí a unenfermo. No le hubiera molestado, perome han dicho que hoy se encuentramejor. ¿Me permite?

Encendía un cigarrillo, se ponía aandar, se detenía, caminaba de nuevohacia la ventana. Era flaco, encorvado,feo de cuerpo y de espíritu.

—Supongo que ese pobre juez, que,entre nosotros, no parece una lumbrera ytiene bastante mala prensa por aquí,habrá intentado tirarle de la lengua.

—Ha estado muy correcto.

—¿Discreto? —inquirió Jalibert conuna sonrisa temblorosa.

—Está haciendo lo posible paradescubrir una verdad que yo todavíadesconozco.

—¿No me diga? —replicó Jalibertcon mal gusto.

Y pensar que por culpa de OlgaJalibert —que tenía un cuerpo macizo ysabroso como una ciruela y seenfrentaba al amor, como a la vida, coninsolente ardor—, François se habíavisto obligado a estrechar cien veces lamano del médico, ¡a comer en su mesa ya jugar al bridge con él!

—Dígame una cosa. Supongo queusted sabrá cómo piensa plantear su

mujer la defensa. Por lo visto ha elegidocomo abogado a Boniface. No meimagino a ese hombre austero y aburridodefendiendo un caso como este.

La inquietud debía de reconcomerlo;estaba claro que esperaba oír unapalabra, y François, para mortificarle,tardaba en pronunciarla. ¿Qué otra cosase le ocurriría a Jalibert para obligarle ahablar?

—Boniface —seguía—, con esabarba cuadrada y el pelo a cepillo, laspestañas largas y la toga reluciente,quiere dar una imagen de santo devidriera. Un hombre que, en nombre dela moral, es capaz de deshonrar a todauna ciudad con esos alegatos brillantes

que le salen. Confiarle un caso pasionala ese abogado es…

En ese momento François por finsusurró:

—No existe tal caso pasional.Jalibert tuvo que contenerse para no

dar saltos de alegría y fingiósorprenderse.

—¿Qué alegará su mujer en sudefensa?

—Nada.—¿Lo niega? Pero si el periódico de

esta mañana dice que…—¿Qué dice?—Que lo ha confesado todo,

incluida la premeditación.—Así es.

—¿Entonces?—Entonces nada.Jalibert, quien, por su parte, hubiera

matado a diez enfermos para ampliar suclínica o comprarse un coche másgrande, no salía de su asombro y mirabaa Donge con nerviosismo, sin dudapreguntándose si estaba tomándole elpelo.

—Bébé tendrá que defenderse, ypuede verse obligada a comprometer aterceras personas.

—No se defenderá.—Siempre ha sido una mujer difícil

—precisó Jalibert esbozando unasonrisa sarcástica—. Ayer lo comentabacon alguien y precisamente le decía:

«Nunca ha sabido nadie lo que piensaBébé Donge». Tal vez se deba a laeducación que recibió en Estambul. Hayque reconocer que su madre es bastanteestrafalaria. En fin… ¿Y qué móviladuce?

—No aduce ninguno.—¿Alegará irresponsabilidad?

Desde el punto de vista médico, eso noplantea problema alguno y, desde luego,si me consultaran a mí… Lo he habladocon Levert y está dispuesto acertificar… Dígame, amigo…

François lo miraba esforzándose porno sonreír.

—¿Y si hablara usted con Boniface?O, mejor, puesto que eso no sería del

todo legal, ¿y si consiguiera que alguiende confianza hablara con él? Si su mujeralega irresponsabilidad, verá cómousted gana el caso. Yo me encargaré depensar en los médicos a quienes podríandesignar como expertos.

—Bébé no está loca. Tranquilícese,Jalibert. Ya verá cómo todo se arregla.¿Cómo van las obras? ¿Qué tal la nuevaala de la clínica? Discúlpeme, perotienen que hacerme las curas.

Alargó el brazo y pulsó el timbre. Lahermana Adonie golpeó suavemente lapuerta y entró resuelta.

—¿Ha llamado usted? —dijo lamujer.

—Ya pueden empezar la curas,

hermana, si la enfermera no estáocupada.

En realidad, deseaba que seacabaran las curas y estar solo en lahabitación bien limpia, con la ventanaabierta al patio, las sábanasalmidonadas, el cuerpo vacío y la menteligeramente embotada por la inyeccióndiaria. Estaba tan ansioso por reunirsecon Bébé que no esperó a que semarchase Jalibert. Apenas le oyódespedirse. François había cerrado losojos. Notó que lo desnudaban, que ledaban la vuelta, que lo toqueteaban…

—¿Le duele? —preguntó lahermana.

Donge no contestó. Se hallaba lejos.

Tal vez le doliera, pero no teníaimportancia.

… Una habitación de hotel, o, paraser exactos, de un hotel de lujo, conamplios ventanales y un balcón de unablancura deslumbrante desde dondeavistaba, más allá de la Croisette, elpuerto de Cannes: los mástilesentremezclados, los elegantes cascosque se tocaban en una inmensidad decolor azul lavanda donde zumbaban lasmotoras.

Félix y Jeanne habían elegidoNápoles. Por decoro, o por una especiede pudor, los dos hermanos habían

organizado su luna de miel porseparado. Quién sabe si había sido unerror. Un viaje en tren de una noche encoche cama. La estación estaba repletade mimosas. Les recibió el gerente delhotel.

—¿Los señores Donge? Tengan labondad de seguirme.

François lucía su sonrisa másirónica, como cuando no se sentíasatisfecho de sí mismo. En realidad,estaba nervioso y se sentía ridículo.¿Acaso no es ridículo el papel que letoca interpretar al novio, en uncompartimiento lleno de flores, trashaber entregado los regalos en el últimomomento? ¿Y acompañado de una chica

que espera convertirse pronto en mujer,que sabe que se acerca el momento yobserva al novio con una mezcla deimpaciencia y pavor?

—¿Sabe lo que me apetece,François? —dijo Bébé.

Todavía no se tuteaban; inclusodespués de diez años de matrimonio,con frecuencia se llamaban de usted.

—Le parecerá una tontería, peroquisiera dar un paseo en barca. Merecuerdan los kayaks que surcaban elBósforo. ¿Está enfadado?

¡No! ¡O sí! La idea era, desde luego,disparatada, sobre todo porque noencontraron ninguna barca de remos. Elmuelle estaba atestado de motoras cuyos

dueños los hostigaban:—¿Un paseo por el mar, señores?

¿A la isla Santa Margarita?Bébé, insensible al ridículo, le

apretaba el brazo y le susurraba al oído:—Oh, una barquita para nosotros

solos…Por fin dieron con una barca. Los

remos estaban tan mal sujetos que sesalían continuamente. Hacía calor. Bébé,sentada en la popa, sumergía las manosen el agua. La escena parecía una postal.Los pescadores de erizos los mirabandivertidos, y ellos a punto estuvieron dechocar con un yate que arribaba apuerto.

—¿Está enfadado? —insistió ella—.

En el Bósforo, al atardecer, solía cogerun kayak yo sola y me dejaba llevar porla corriente hasta que se hacía de noche.

—Sí, claro, en el Bósforo…—Si está cansado, volvemos.A él le hubiera apetecido tomar algo

en el bar, pero ella se metió en elascensor. Hasta el ascensorista dibujabauna sonrisa burlona ante su propia cara.Eran las diez de la mañana.

—¿No le molesta la luz, François?Da la impresión de que el mar estémirándonos.

¡«El mar mirándolos»! ¡De acuerdo!François bajó las persianas y todoquedó a franjas, incluido el cuerpo deBébé. Ella no sabía besar, sus labios

permanecieron inertes. En realidad, elcontacto de los labios debía deantojársele un rito tal vez necesario,pero bárbaro. Durante el tiempo delbeso mantuvo los ojos abiertos, lamirada fija en el techo. A ratos, unestremecimiento como de dolor recorríasu pálido rostro.

¿Qué dijo él exactamente? Algo delestilo:

—Ya verá como más adelante,dentro de unos días…

Bébé le apretó la mano con susdedos húmedos y murmuró:

—Claro que sí, François.La chica habló con el tono que se

emplea para complacer a los demás,

para que no se sientan mal. Sus pechosno eran blandos, pero tampoco firmes, ylas clavículas le sobresalían a amboslados del cuello. Como no sabía quéhacer, François se levantó en pijama yse acercó al ventanal. Abrió laspersianas, encendió un cigarrillo. Si sehubiera atrevido a actuar connaturalidad, habría llamado al camareroy habría pedido una copa de oporto o dewhisky. El sol iluminaba la cama. Bébéhabía hundido la cara en la almohada yel cuerpo bajo la sábana; François soloveía su pelo rubio. Le pareció adivinar,por ciertos temblores…

—¿Estás llorando? —le preguntó.François acababa de tutearla por vez

primera, con tono protector y huraño aun tiempo. Le horrorizaban las lágrimas,aborrecía todo cuanto complica lascosas: aquel ridículo paseo en barca,aquellos ojos clavados en el techo yahora aquellas lágrimas.

—Cariño, te dejo descansar —dijoél—. Baja dentro de un par de horas ycomeremos en la terraza.

Bébé se había arreglado con esmero.Llevaba un vestido de color crema convolantes que le daba aspecto de mujer yde jovencita a la vez. Parecía másdelgada que nunca, más serio susemblante. Se esforzaba por sonreír. Seacercó a la barra, donde Françoisacababa de pedir un cóctel.

—¡Aquí está! —exclamó ella.¿Por qué notó François un reproche

en aquellas dos palabras?—La esperaba. ¿Ha dormido? —se

interesó él.—No lo sé.E l maître aguardaba, respetuoso, a

unos pasos de la pareja.—¿Dónde desea comer la señora?

¿Al sol o a la sombra? —intervino.—Al sol —contestó Bébé. Luego se

apresuró a añadir—: Pero si ustedprefiere…

Donge prefería la sombra, pero nodijo nada.

—Le he decepcionado —comentóBébé.

—No, mujer.—Lo siento.—¿Por qué quiere hablar de eso?François alzó la cabeza mientras,

con apetito, daba cuenta de losentremeses variados.

—… No tengo hambre —dijo ella—. Siga comiendo, se lo ruego, pero nome obligue… ¿Está enfadado?

¡Otra vez!—¡Que no estoy enfadado!A su pesar, François le había

contestado con un tono furibundo.

—Ya está, señor Donge. No lehemos torturado mucho, ¿verdad? Ahora

podrá descansar tranquilo durante dos otres horas. Espere solo un momento; lepondremos la inyección. François creyódistinguir, entre el velo de sus pestañasque se cerraban, la toca y el rostroredondeado y bondadoso de la hermanaAdonie.

5

Acababa de anudarse la corbata sinayuda de un espejo. (En las habitacionesde los hospitales no hay espejos,probablemente para no asustar a losenfermos). La ventana estaba abierta depar en par. La sombra que proyectabanlos plátanos era fresca y, pese a lapresencia de los ancianos vestidos deazul en los bancos, pese al paso furtivode una camilla, a François le entristeciócontemplar la habitación y pensar queaquello ya no tenía nada que ver con él.¡Hasta habían quitado las sábanas por lamañana!

Félix, quien, por una vez, vestía un

traje claro, salió del despacho deadministración metiéndose la cartera enel bolsillo y cruzó las distintas salas conpaso jovial.

—¿Lo tienes todo? —le preguntó asu hermano.

—Sí. ¿Has pagado? ¿Te hasacordado de las enfermeras?

François no se olvidaba de nada,cualesquiera que fueran lascircunstancias. Buena prueba de ello fueque, mientras recogía sus últimaspertenencias, comentó frunciendo elceño:

Hubiera debido decirte que no ledieras nada a la morenita bizca. Unanoche me dejó desatendido porque

terminaba su turno.Recorrieron el pasillo de baldosas

amarillas.—Hermana Adonie, ¡ya la dejo

tranquila! —exclamó François—. Peronos queda por solventar un detalle.¿Recuerda que le dije que tomara eldinero de mi cartera? ¿Por qué no lohizo?

—No me atreví —confesó la mujer.—¿Cuántos ancianos hay ingresados

en el hospital?—Unos veinte.—A diez francos por domingo…

Félix, entrégale mil francos a la hermanaAdonie y cada mes le mandas otro tanto.Eso sí, hermana, a condición de que

haga la vista gorda cuando les encuentreun cigarrillo en los bolsillos, ¿eh?

Subieron al coche de Félix. Françoisrespiró el olor de la calle, que casihabía olvidado.

—¡Anda! Si has mandado reparar elguardabarros… —comentó.

—Por cierto… —Mientras conducíaFélix hablaba con cautela, echando unaojeada a su hermano por el retrovisor—.Anoche Jeanne fue a verla.

—¿Y qué le dijo?—Preguntó por Jacques. Cuando

supo que Jeanne se está ocupando delniño, no pareció contenta. Dijo: «Lehabía dejado instrucciones a Marthe.Quiero que la doncella venga a verme».

Por lo visto, estaba muy serena, comosiempre. Preguntó si su madre se habíaido a casa de la señora Berthollat.

—¡Cuidado! —gritó François, yenderezó el volante.

Félix, absorto en la conversación,había rozado un volquete.

—Al marcharse, Jeanne intentódecirle: «Escucha, Bébé, a mí bienpuedes contarme…». Y tu mujercontestó: «A ti menos que a nadie,Jeanne. ¿Aún no te has dado cuenta deque no tenemos nada en común? Dile aMarthe que venga a verme. No teencargues tú de Jacques».

Eran las diez de la mañana.Adelantaron unos pesados camiones de

reparto. Al final de una calle avistaronla Place du Marché.

—¿Eso es todo?—Sí. En La Châtaigneraie todo va

bien. Jeanne no está muy contenta, claro.Sobre todo por lo de Jacques, es comosi Bébé la acusara de no saber educar alos niños. Hombre, ya sé que… ¿Teestoy aburriendo?

—No.Habían llegado a la finca del Quai

des Tanneurs, del muelle de loscurtidores, en uno de cuyos extremos sesituaba la casa blanca, con aquellosadoquines irregulares donde François deniño se entretenía jugando a las canicas.

—Buenos días, señor Donge.

—Buenos días, señora Flament.¡Se había olvidado de esa mujer! Le

miraba sonrojada, emocionada, la manoen el pecho y los ojos saltones yhúmedos. Seguro que era ella quienhabía colocado las rosas sobre elescritorio.

—¡Si supiera usted la impresión quenos hemos llevado todos cuando nosenteramos de la desgracia! —dijo—.¿Está usted muy débil?

François le dio la espalda y seencogió de hombros. Le llegó aquelaroma un poco dulzón que reinabasiempre en la casa, sobre todo en eldespacho. El sol se filtraba de un modoespecial por los cristales de las

ventanas y producía curiosos reflejossobre las superficies pulidas de losmuebles. En la pared, debajo del relojLuis Felipe de marco negro y dorado,brillaba un pequeño disco temblorosoque a François de niño le intrigaba.Después del mediodía, el discocambiaba de pared y se paseaba por lafotografía que retrataba a los miembrosdel congreso de maestros curtidores, enParís, en la que su padre aparecía conlos brazos cruzados.

—Félix, ¿han pagado los GrandsBazars Nancéens? —le preguntó a suhermano.

—No ha sido tarea fácil que esosgrandes almacenes pagaran, pero ahora

ya está solucionado.Aquella era la única estancia de la

casa que no había cambiado. Loshermanos Donge tenían despachosmodernos en otros lugares, pero el de lacasa paterna era la sede de todos susnegocios. Las paredes estaban tapizadasde un papel a rayas ya amarillento. Elescritorio de François, que pertenecía alpadre, estaba revestido de cuero oscuro,manchado de tinta violeta y rematadopor una repisa dividida en casilleros.

De la pared de enfrente colgaba elretrato del padre de los Donge: un señorde mostacho y pelo abundante, cuelloalmidonado y la típica corbata negra delos artesanos endomingados. En otro

tiempo la fotografía estaba en eldormitorio, donde hacía juego con la dela madre…, hasta que Bébé fue a vivir ala casa y habló de modernizarla. Ahorael retrato de la madre colgaba de lapared del despacho. Las sillas conasiento de anea seguían en el mismolugar de siempre.

Ese olor… François se encontrabaallí, un tanto ausente, retomandolentamente posesión de su hogar, de sudespacho, dejando que penetrara en élaquella atmósfera, y de pronto lesorprendía aquel olor.

—Le he dejado en el escritorio unacarta personal —comentó la mujer.

¡Era la señora Flament! Había

olvidado el olor de su secretaria: unapelirroja entrada en carnes, de ojosvivos, labios húmedos, pechos grandes ytalle esbelto, que sudaba con profusión.Ella fue la causante de que en losprimeros tiempos…

La carta procedía de Deauville, y lacaligrafía pertenecía a Olga Jalibert.François no se apresuró a leerla. Félixdespachaba el correo de la mañanasentado a su escritorio.

En una ocasión, tal vez dos mesesdespués de que se casaran, Bébé bajó aldespacho vestida con un traje de seda.

—¿Puedo pasar? —Y entró resuelta.Félix había salido. La señora

Flament, que ocupaba su puesto, se

levantó para saludar, quizá condemasiada precipitación, y dio unospasos hacia la puerta.

—¿Adónde va usted? —intervinoFrançois.

—Creía que… —balbuceó la mujer.—Quédese. ¿Qué ocurre, cariño?Bébé apenas conocía el despacho y

se fijaba en algunos detalles.—Venía a saludarte —explicó su

mujer—. Oh, has puesto aquí losretratos…

La vio fruncir el ceño al pasar juntoa la secretaria: sin duda, reconocíaaquel olor. Al mediodía, mientrascomían a solas en la mesa redonda delcomedor, Bébé preguntó:

—¿Es necesario que esté esa chicaen tu despacho?

—La señora Flament es una mujercasada. Hace seis años que trabajacomo mi secretaria. Conoce al dedillotodos nuestros negocios.

—No sé cómo puedes soportar suolor.

Tal vez el problema residía en laidea que François tenía tan arraigada: sumujer era incapaz de decir o de hacernada sin segundas. Hablaba condemasiada calma y lo miraba fijamente alos ojos, de la misma forma que enRoyan. Le irritó oírla concluir:

—Tú sabrás mejor que nadie lo quetienes que hacer…

—¡Por supuesto!He aquí la prueba de que iba con

segundas. Aunque ahora, tantos añosdespués, François dudaba de que fuerarealmente una prueba. En dos o tresocasiones, Bébé le había pedido a Félixque le enseñara todas las dependenciasde la casa. Unos días más tarde, undomingo por la mañana, mientras élestaba solo en su despacho terminandoun trabajo urgente, Bébé entró enfundadaen un vestido de muselina.

—¿Te molesto? —dijo.Iba y venía por la estancia. A ratos,

François oteaba el brillo de sus uñaspintadas, menester al que dedicaba todaslas mañanas más de media hora.

—Oye, François.—Dime —respondió él.—¿No crees que yo también podría

ayudar?François se quedó mirándola

frunciendo el ceño.—¿Qué te gustaría hacer?—Trabajar contigo en el despacho.—¿En el lugar de la señora Flament?—¿Por qué no? Si te preocupa que

no sepa mecanografía, no tardaré enaprender. En Estambul tenía unamáquina de escribir. A veces meentretenía tecleando y…

¡Sí, claro, con aquellas uñaspintadas y aquellos vestidos vaporososcomo alas de mariposa!

Bajaría a trabajar pasadas las diez,oliendo a sales de baño y a cremas debelleza. ¡O sea, que estaba celosa de laseñora Flament!

—No puede ser, cariño.Necesitarías años para aprender.Además, no es un puesto para ti.

—Perdona. No volveré amencionarlo —se disculpó Bébé.

François hubiera podido añadir uncomentario amable, pero no lo hizo.Cuando ella salió del despacho, un pocoenvarada, tensa, estuvo a punto delevantarse y de llamarla. ¡No! No habíaque acostumbrarla a las niñerías; si no,la vida se haría insoportable.

Al cabo de un cuarto de hora la oyó

caminar por la habitación. ¿Qué hacía?Sin duda tomaba medidas, combinabatelas. Era la época en que se dedicaba amodernizar una parte de la casa. Las dosfotografías, la del padre y la madre, yaestaban en el despacho. Por la nocheextendió ante él unos catálogos y unasmuestras.

—¿Qué opinas, François? —lepreguntó—. Esta seda es muy cara, peroes la única que he encontrado con estetono verde.

Era su color favorito: un verdealmendra, dulzón.

—Como quieras. Me da lo mismo.—Preferiría saber tu opinión.¿Su opinión? Pues él creía que

hubiera sido mejor dejar la casa comoestaba. ¿Hizo mal al no decírseloabiertamente? Quizá sí. En el fondo, élla dejaba que se entretuviera como unaniña para que no le molestara. No legustaba que Bébé pensara, porqueentonces era más difícil seguirle lacorriente. Además, le horrorizaban lascomplicaciones, y ella tenía unahabilidad especial para complicarlotodo.

Como una vez, por ejemplo, dos otres semanas después de haber vuelto deCannes. Todavía seguían allí losantiguos muebles. El matrimonio dormíaen la gran cama de nogal de los padres,y las paredes de la habitación estaban

tapizadas con papel pintado de flores.Una mañana, muy temprano, mientras

cantaba un gallo en el corral vecino,François se despertó al notar algoextraño. Permaneció un rato inmóvil,como paralizado por la inquietud, luegoabrió los ojos y vio a Bébé sentada en lacama a su lado, contemplándole.

—¿Qué haces? —le espetó a sumujer.

—Estaba escuchando tu respiración—contestó ella—. Respiras más fuertevuelto sobre el lado izquierdo que sobreel lado derecho.

Aquello no era como para empezarla jornada de buen humor.

—Siempre he dormido mal sobre el

lado derecho.—¿Sabes lo que estaba pensando,

François? Que vamos a vivir siemprejuntos, que envejeceremos y moriremosjuntos.

Estaba muy seria y parecía másdelgada embutida en su camisón;François tenía sueño. Eran las cinco dela mañana.

—También pensaba que es una penaque no haya conocido a tu padre.

No era una pena sino una suerte,porque el rudo señor Donge no habríaacogido muy bien a una nuera como ella.¿Cómo no se daba cuenta Bébé? ¿Nohabía visto la fotografía del curtidor detupido mostacho que cruzaba con

hosquedad los brazos en todos susretratos?

—¿Estás durmiendo? —le preguntóBébé en otra ocasión.

—No —contestó él.—¿Te molesto?—No.—Quiero que me prometas que,

ocurra lo que ocurra, serás siempresincero conmigo. Prométeme quesiempre me dirás la verdad, aunquepueda dolerme. ¿Entiendes, François?Sería horrible vivir toda la vida juntosen la mentira. Si te decepciono, tienesque decírmelo. Si un día dejas dequererme, también tienes que decírmelo,y cada cual hará su vida. Si me engañas

con otra, no me enfadaré, pero quierosaberlo. ¿Me lo prometes?

—Qué cosas tan raras se te ocurrena estas horas de la madrugada.

—Es algo que vengo pensandodesde que nos casamos. ¿No quieresprometérmelo?

—Sí, mujer.—Mírame a los ojos. Que yo sienta

que es una promesa de verdad y puedaconfiar en ti.

—Te lo prometo. Ahora duerme.Tal vez Bébé no se durmió

enseguida, pero a las diez de la mañanatodavía no se había despertado.

—Señora Flament… —dijoFrançois.

—¿Sí? —respondió la mujer.—Llame usted al encargado del

almacén y dígale que la traslade aldespacho de al lado.

—¿Al trastero?—Que ponga las escobas y los

cubos en otra parte. Hay sitio de sobraen el fondo del patio.

Vio que su secretaria hacía unamueca con el labio. Echó una ojeada alas flores que había sobre el escritorioy, acto seguido, examinó la miradaglacial de François.

—¿Ahora mismo?—Sí. Ahora mismo.—¿He hecho algo mal?Siempre que François miraba a

alguien con el rostro inexpresivo, sinalzar la voz y las pupilas transparentes,ofrecía un aspecto especialmenteterrible.

—No he dicho que haya hecho ustednada mal. Llame al encargado delalmacén y dígale que se dé prisa.

Se levantó y apoyó la frente en laventana, desde la que se veía el muellede su infancia. Había transcurrido tantotiempo de aquello que resultabaimposible dilucidar en qué orden habíansucedido los acontecimientos: la escena

de la cama, primero, y la famosapromesa; luego el escarceo con laseñora Flament, su olor, y la ideaperegrina de trabajar en el despachocomo su secretaria…

Bébé no solo sentía celos de lasmujeres, sino de su trabajo, de todocuanto anidara en su cerebro que nofuera ella. ¡Así la veía François! ¡Hastalamentaba no haber conocido al viejoDonge! ¿Y para qué, santo cielo? ¿Paraestudiar la genealogía de la familia?

¿Qué le dijo unas semanas mástarde? No, fue al menos dos o tres mesesdespués, porque Jeanne acababa deanunciar con alegre desenvoltura queestaba embarazada.

—¡Yo que contaba con elmatrimonio para recuperar la línea! —bromeaba Jeanne de buen humor—. Yencima, mi madre está enfadada.

Félix, en cambio, parecía contento.No era hombre que se complicase lavida. Su suegra sentía debilidad por él,mientras que miraba a François conrecelo.

Un atardecer de otoño, François yBébé se paseaban por el muelle, delantede la casa. Los vecinos hacían otrotanto, por parejas, por grupos. El sol sehabía puesto. Desde que era pequeño,François había visto a la gente salir atomar la fresca a orillas del río antes deacostarse.

Tras un largo silencio, Bébé lanzóun suspiro y, con la mano posada en elbrazo de su marido, dijo:

—¿No estás enfadado?—¿Por qué? —preguntó François.—Por lo que te pedí.—¿Qué me pediste?Era extraño: al creer que iba a

hablarle de nuevo de la señora Flament,François se puso de mal humor.

—¿No te acuerdas? Queesperáramos dos o tres años antes de…

A Bébé, que era siempre tan abierta,tan segura de sí misma, se la veíanerviosa. En momentos así parecía unaniña.

—¿Antes de tener un hijo? ¿Es eso?

—¿Solo era eso?—. Cómo voy a estarenfadado…

—Tengo que contarte algo. No estanto que sea egoísta y que quieradisfrutar de estos años, sino que tengomiedo, François.

—¿Miedo de qué?—De que luego ya nada será igual.

Pero si eso te disgusta, si te apetece quetengamos un hijo antes… François leacarició la mano con ternura.

—Pobrecita mía…¡Qué extraños pensamientos se le

ocurrían! Además, aunque él sí deseabaser padre, tampoco tenía ninguna prisa.

—Entonces ¿me das dos años más?¡«Me das»! ¿Acaso él era Dios? En

fin…—Dos, cuatro años… Los que

quieras. ¿Qué te ocurre?—Creo que empieza a refrescar.—Nunca te abrigas lo suficiente.—Lo siento.¡Esa era otra! Bébé sabía que a él le

gustaba pasearse al anochecer a orillasdel río, donde refrescaba. ¿Por qué seponía aquel ridículo vestido de tela dearaña y solo se echaba sobre loshombros una fina prenda de seda que nola abrigaba?

Ahora le había entrado otra manía:cuando, por casualidad, tenía que ir aldespacho, ya fuese para pedirle dinero opor cualquier otro motivo, llamaba a la

puerta. La señora Flament se había dadocuenta y cada vez le lanzaba a Françoisuna mirada de complicidad. Resultabaespecialmente ridículo porque…

Y lo demás ocurrió una noche deinvierno de una forma muy tonta. Elmatrimonio había acudido al teatro a verel espectáculo de una compañía de gira.Les acompañaban la señoraD’Onneville, Félix y Jeanne. Luegohabían tomado una copa en el Café duCentre y François y Bébé habíanregresado a casa andando. Sus pasosresonaban en la acera.

Pasaron junto a una pareja abrazadacontra la pared, cerca del puente; amboscuerpos formaban uno, y se adivinaba la

humedad que desprendían. Bébé seapoyó en el brazo de su marido. Un pocomás allá, en el muelle, a cien metros desu casa, ella se acercó tanto que él laestrechó en sus brazos y la besó conternura.

De pronto, cuando él menos se loesperaba, ella se desasió con expresiónfría y decidida.

—¿Qué te ocurre? —dijo François.—Nada.—Pero, cariño, si hace un

momento…Bébé caminaba deprisa. Aguardó en

el umbral a que él abriese la puerta yluego se precipitó a su habitación.

—¿No quieres decirme qué te pasa?

—Ella le lanzó una mirada breve,incisiva—. ¿No quieres?

Entretanto, François se había quitadola chaqueta para ponerse cómodo.

—Escucha, François. ¿Recuerdas lapromesa que me hiciste una mañana?Que me lo contarías todo, ocurriese loque ocurriese. ¿Estás dispuesto amantenerla?

A François le recorrió un escalofríode angustia.

—No te entiendo —susurró.—¿Por qué mientes? Quedó claro

que entre nosotros nunca seinterpondrían mentiras, ¿no es así? —Parecía serena—. ¿De veras no sabespor qué te he rechazado cuando me

besabas? Toma tu chaqueta. ¿No te hadado tiempo de cambiarte para ir alteatro?

François no era del todo conscientede que en ese momento se estabadecidiendo su vida matrimonial.

Se hallaba sentado en el borde de lacama. Sopesaba los pros y los contras,observaba a Bébé admirando su aplomo.

—Ya te dije que no soy celosa. Loque no quiero… ¿Entiendes? Luego nocambiará nada, puesto que soy tu mujer.Además, podrás contármelo todo como aun amigo, como si fuera Félix.

François miraba el radiadorplateado que acababan de instalar. Solole quedaban unos segundos para tomar

una decisión trascendental.—¿Hace mucho tiempo que la

señora Flament es tu amante?François se pasó la mano por la

frente, luego por la cabeza a contrapelo.Se levantó y permaneció inmóvil enmedio de la habitación.

—Contesta —insistió Bébé.—Hace años que me acuesto con

ella, pero no es exactamente una amante.Se produjo un silencio. Como

François no la veía, se volvió haciaBébé, que ni se había movido ni habíaabierto la boca. Cuando él la miró, ellale contestó con una sonrisa.

—¡Lo ves! —exclamó ella.—¿Qué es lo que tengo que ver?

—Siempre he pensado que ella esuna mujer como las que a ti te gustan.

—Según para qué —replicó él conaspereza.

—Precisamente. Desde el primer díame di perfecta cuenta y siempre quetenía que entrar en tu despacho llamabaa la puerta.

—Si quieres, la despido.—¿Por qué? No es culpa suya.

Además, necesitarías otra secretaria.Era una sensación curiosa: François

se sentía liberado y, al mismo tiempo,flotaba en el ambiente algo insólito, quele inquietaba, como cuando se caminasobre un suelo inestable. ¡Bébé estabatan entera! ¿No había querido ella

casarse?—¿Lo sabe Félix? —preguntó Bébé

empezando a desmaquillarse.—Seguramente lo sospecha. Nunca

hablamos de estos temas.—¡Ah!¿A qué venía ese «ah»?—¿Su marido no sabe nada? —

preguntó ella.Entonces François se sintió

incómodo. El marido de la señoraFlament era montador de teléfonos, unbuen hombre con un bigote como el delpadre de los Donge. En dos o tresocasiones había acudido a reparar lalínea y había trabajado en el despachoen presencia de François y su propia

mujer. «Ya está, señor Donge. Creo queesta vez no volverá a estropearse». Letendía su mano anchota y, pordiscreción, se despedía de su mujerdirigiéndole una breve mirada.

—No, no sabe nada —contestó él.—¿Y a ti no te importa que por la

noche, en la cama de ese hombre…?—¡Tiene mucha menos importancia

de lo que crees! Si te dijera…—¿Si me dijeras qué?—Nada. Te parecerá ridículo.—Puedes contármelo, François.

Ahora ya somos como amigos.—Ni siquiera la he llamado nunca

por su nombre, ni sé cuál es. Y en cuantoterminamos, sin dejarle tiempo a

respirar, le dicto: «En respuesta asu…». ¿Preparada, señora Flament?Verá la fecha en la carta. «Lamentocomunicarle que, en las actualescircunstancias, no podremossuministrarle…».

Aunque François no veía el rostro deBébé inclinado sobre el tocador, la oíareír. Él mismo sonrió mientras sequitaba los zapatos.

—¿Ves cómo era muy fácil? —comentó su esposa—. Si yo no soy tutipo de mujer… ¡Reconócelo!

—Depende de para qué. Lo cierto esque nunca has sabido, y probablementenunca sabrás, hacer el amor. Por otraparte, tampoco es lo más importante en

la vida. ¿Estás enfadada?—¿Por qué voy a estar enfadada?

Has sido sincero.—Tú me lo has preguntado, ¿no?—Sí.Ya entonces François pensó que

había cometido un error. Pero ¿qué iba ahacer? ¡Allá ella si se lo había exigido!

—¿En qué piensas? —le preguntó asu esposa cuando se acostaron.

Dormían en las camas nuevas quehabía elegido Bébé: idénticas y muymodernas. La habitación era clara; norecordaba en nada a la antigua casa.

—En lo que acabas de decirme —contestó ella.

—¿Estás triste?

—No tengo por qué.—Si tú quieres, no volverá a

ocurrir. A veces me paso días, inclusosemanas sin tocarla. Hasta que unamañana, sin saber por qué…

—Entiendo.—No puedes entenderlo porque no

eres un hombre.Bébé fue al baño, recién reformado,

en el que para entrar había que bajar unescalón. En aquella casa, siempre eranecesario bajar escalones y atravesarcomplicados pasillos.

Tardaba en salir. François seinquietó y pensó que tal vez lloraba.Estuvo a punto de ir a buscarla, perovaciló y al final se echó atrás por temor

a que se produjera una escena. Hizobien, porque Bébé salió con los ojossecos, el rostro impasible.

—Buenas noches, François.Lo besó en la frente y apagó la luz.

Cuando François se volvió, elencargado del almacén y la señoraFlament estaban llevándose elarchivador y la máquina de escribir. Loscontempló como si fueran objetosinanimados, pero no fue capaz desostener la mirada inquisidora de Félix.

—Félix, ¿qué hay del contrato con laSociété des Grands Hótels Européens?—preguntó François para darse ánimos.

—Lo firmé la semana pasada. Tuveque darle diez mil francos al gerentepara que…

—Cinco mil hubieran sidosuficientes —dejó caer François comosi necesitase vengarse de alguien,aunque lo pagase su hermano.

Y, de forma mecánica, abrió la cartade Olga Jalibert.

«Querido François:»Te escribo desde el Hótel Royal,

habitación 133. ¿No te recuerda nada?Si no llega a estar conmigo mi hijaJacqueline…».

Olga Jalibert tenía una hija, un pocoretraída y huraña, que miraba a Dongecon odio, como si se diese cuenta detodo. Tal vez estuviera al tanto, pues sumadre apenas disimulaba ante ella.

«Cuando me enteré de la tragedia,enseguida pensé que lo mejor que yopodía hacer era desaparecer un tiempo,como si todavía fuese temporada devacaciones. Gaston estaba de acuerdo.Por supuesto, no hemos hablado denada, pero lo he notado inquieto y conganas de verte. Acabo de recibir unacarta de él en la que me dice que teencuentras bastante bien y que todoempieza a solucionarse.

»Aún no me cabe en la cabeza lo deBébé. Pero ¿recuerdas lo que te dijecuando me contaste que lo sabía todo?Ay, François, todavía no conoces a lasmujeres, sobre todo a las chicasjóvenes, y tu mujer sigue siendo unacría.

»¡En fin! A lo hecho, pecho. Hetemido mucho por ti y por todo elmundo. En una ciudad pequeña nunca sesabe hasta dónde puede llegar elescándalo.

»Como vas a abandonar el hospital(por lo que me escribe Gaston, yahabrás salido cuando te llegue estacarta, por eso te la mando a tu casa),espero que te las arregles para pasarte

por aquí. Dime antes cuándo vas a venir,así podré mandar a Jacqueline a jugar altenis con alguna amiguita.

»Tengo muchas cosas que contarte.Te echo de menos. Mejor que me llamesa la hora de comer o de cenar, sin decirtu nombre, no vayan a vocearlo en elcomedor.

»Me muero por estar en tus brazos.Te adoro.

»Tuya,»Olga».

—¡Félix! —exclamó François.Sin duda, Félix había reconocido la

letra de la carta que tenía entre susmanos.

—Supongo que esta tarde no menecesitas, ¿verdad? —le espetó.

Félix pareció malinterpretarlo. Talvez por primera vez notó un reproche enla mirada de su hermano. Entoncesesbozó una sonrisa irónica rara en él,como salvando las apariencias.François, por su parte, dijo:

—Félix, creo que pasaré la noche enLa Châtaigneraie. Necesito descansar.¿Quieres que le dé algún recado a tumujer?

—Ninguno en especial —respondióeste—. Iré el sábado y me quedaré allíhasta el lunes por la mañana.

Espera, creo que Jeanne me pidióque comprara mantequilla sin sal.

—Ya la compraré yo.De pronto François se llevó una

mano a los ojos.—¿Qué te pasa? —se asustó Félix.Dio la impresión de que se

tambaleaba, de que le fallaban lasfuerzas.

—No es nada… —Apartó la mano.—Todavía estás débil.—Sí, un poco.Félix había advertido un surco

húmedo en su mejilla.—Hasta mañana —se despidió

François de su hermano.—¿Te vas sin comer?—Comeré algo allí.—No sé si es prudente que

conduzcas.—¡No te preocupes! Respecto a los

diez mil francos que diste decomisión…

—Me pareció que hacía lo correcto.—Sí, tienes razón. Yo también lo

creo.Félix no lo entendió, pero a François

le hubiera costado explicarse.De pronto, los dos hermanos

aguzaron el oído. Se oía un ruidoextraño cuyo origen era difícil precisar.Al final se volvieron hacia la puerta quecomunicaba con el cuarto contiguo. Erala señora Flament, que lloraba sola ensu rincón, exhalando breves sollozos,con el rostro entre los brazos cruzados

sobre la máquina de escribir.

6

La presencia del pequeño coche blancode dos plazas, aparcado ante la verja deLa Chátaigneraie, bastó para cortar enseco la euforia de François, pues, desdela casa del Quai des Tanneurs, se habíasentido como si se dirigiese a unaprimera cita amorosa.

¿Quién estaría de visita en LaChátaigneraie? La verja estaba cerrada.Bajó del coche frunciendo el ceño, laabrió y echó un vistazo al jardín. Bajo eltoldo de color naranja, reconoció a sucuñada Jeanne en su tumbona. Frente aella había una mujer con sombrero,sentada en un sillón de rota, pero de

lejos François solo distinguía unamancha de color.

Para meter el coche en el garaje,tenía que pasar junto al toldo, por elcamino de ladrillos. Al ver que seacercaba, un perro danés blanco conmanchas negras se irguió en el césped.François supo entonces que les habíavisitado Mimi Lambert, quien se levantóde un salto del sillón y debió de decirlea Jeanne: «Prefiero no verle».

François aparcó el coche en elgaraje y dejó la puerta abierta. Alencaminarse hacia el toldo, vio a sucuñada acodada en la verja y a MimiLambert sentada al volante de supequeño coche descapotable con el

perro a su lado, que le sobrepasaba enuna cabeza.

La mirada de François se posó deforma involuntaria en los vasos decristal tallado en los que habían servidoel aperitivo, cuya ancha boca resultabaextraña y refinada a un tiempo. El hielolos cubría de un fino vaho y los restosde limón temblaban en un fondo líquidode hermoso color rojo.

Jeanne se acercó a él connaturalidad y le tendió la mano.

—Hola, François. ¿Cómo estás?—Hola, Jeanne. ¿Y los niños?—Los he mandado con Marthe a Les

Quatre Sapins. No tardarán en volver.Jeanne se recostó en la tumbona. De

pie desarrollaba una actividaddesbordante, pero cuando descansabaadoptaba instintivamente, como unanimal que se estira, la posición dedecúbito supino.

—¿No ha querido verme la señoritaLambert?

—¡La pobre ha salido aprisa ycorriendo! Por lo visto estuviste muygrosero con ella.

François se había sentado en elmismo sitio que el domingo del grandrama. Se sirvió un vaso de aperitivo ylo saboreó al tiempo que acariciaba, conuna mirada lenta y profunda, casivoluptuosa, la casa, el jardín, la mesa yel toldo. Tal vez fuese la debilidad la

que le infundía esa sensibilidad inaudita.Antes, en la carretera, se sentía tanimpaciente por llegar, por ver la verjablanca y el tejado rojo de LaChátaigneraie, que sus manos secrispaban espasmódicamente sobre elvolante.

—Me hubiera gustado hablar conella.

—¿Con Mimi Lambert?Una espingarda, «la Espingarda»,

como la llamaban en la ciudad. ¿Quéedad tendría ahora? ¿Treinta y cincoaños? Lo cierto es que era una mujer deedad indeterminada. Siempre había sidoigual: demasiado alta, de complexiónrobusta, rostro hombruno y voz grave.

Vestía trajes de chaqueta que resaltabansu porte varonil, y en su casa, en elMoulin, donde criaba perros daneses,llevaba botas y pantalones de montar.

Si algún extranjero, que había leídoen Vida en el campo el anuncio sobre lacría de perros del Moulin, preguntabadónde se hallaba la casa, la gentecontestaba no sin cierta ironía:

—Está en medio del puente. Notiene pérdida.

En Mimi Lambert todo era original:sus andares, aquella curiosa casaconstruida sobre un puente, río arriba,los enormes perros a los que paseaba encoches demasiado pequeños, el interiorde su hogar…

—¿Te importa decirme a qué havenido?

—Claro que no. Pues como losdemás… Es increíble lo tonta que llegaa ser la gente. Ahora resulta que MimiLambert piensa que tiene algo que vercon lo ocurrido. —Jeanne alzó un pocola cabeza para observar a su cuñado,que guardaba silencio—. ¿Me escuchas?

—Sí, sí, perdona. Estabapensando…

—Me ha contado algunas cosas queno he entendido, porque no sé lo que haocurrido entre vosotros. Dice que notenía que haber hecho caso de tu actitudy tenía que haber seguido frecuentando aBébé. ¿Es cierto que fuiste grosero con

ella?Era verdad. Mimi Lambert se había

encaprichado de Bébé, tanto que lasmalas lenguas aseguraban que les uníaalgo más que una hermosa amistad.François no era celoso, pero leexasperaba entrar en cualquier momentoen la habitación de su mujer y toparsesiempre con la Espingarda instaladacomo en su casa. Mimi apenas lesaludaba, y a él le parecía que supresencia allí estaba de más. Laconversación se interrumpía. Eraevidente que las dos mujeres esperabana que se fuera. Y si él se mostrabadispuesto a quedarse, la señoritaLambert se levantaba y le daba un beso

a Bébé.—Hasta mañana, cariño —decía la

mujer—. Te traeré lo que te heprometido.

A continuación François lepreguntaba a su esposa:

—¿Qué te ha prometido?—No tiene importancia —

contestaba invariablemente Bébé.Aquella historia duraba ya cuatro

años. La habitación de Bébé olía acigarrillos de marcas extranjeras.

Seis meses atrás, un día François semostró menos paciente que decostumbre. O, mejor dicho, actuó comolo hacía en determinadas circunstancias.Durante meses, e incluso años, era capaz

de soportar cualquier cosa de unapersona, hasta que se le agotaba lapaciencia y estallaba, hecho una furia.

En aquella ocasión François llegó aLa Chátaigneraie cansado después deuna semana de trabajo intensivo, conganas de disfrutar de la paz de su hogar.Miró fríamente a la señorita Lambert,eternamente instalada en la habitaciónde Bébé, y, con aquel talante tranquiloque tanto atemorizaba a sus empleados ytrabajadoras, le espetó:

—Señorita Lambert, ¿le importaríadejarme alguna vez solo con mi mujer?

Mimi se fue sin decir nada y seolvidó el bolso. Al día siguiente mandóa alguien para recogerlo y no volvió a

aparecer en la casa.

—¿Puedo seguir? —terció Jeanne.—Sí, perdona —se disculpó

François.—Estaba diciendo, pero ya no

atendías, que Mimi Lambert no es malapersona. Solo que, como la mayoría delas solteronas, es tremendamentefantasiosa. Según ha dicho, ha venido aexponerme un caso de conciencia. Suamistad era para Bébé más que unapoyo. ¿Cómo ha dicho exactamente?Ah, sí, que ella «había conseguido darleun sentido a la vida de Bébé». Así lascosas, no tenía derecho, por culpa de un

agravio, y por si fuera poco a causa deun hombre, a abandonarla. ¿Por quésonríes?

—No estoy sonriendo. Continúa.—Le gustaría ver a Bébé y darle

ánimos. Tiene la intención de pedirpermiso para ir a visitarla.

Le he aconsejado que por ahora dejetranquila a mi hermana. Da la impresiónde que la gente juega a ver quién dicemás tonterías sobre Bébé. Ayer mismovinieron las señoritas Lourtie con elpretexto de que pasaban por aquí.¿Conoces a Laurence Lourtie, la mujerdel cervecero?

Vagamente.François conocía bien la ciudad y a

su gente, pero algunas personas no eranpara él más que siluetas. Debía de seruna mujer gruesa de barbilla alargada…

—Solemos reunirnos en la Goutte deLait. Supuestamente, quería consultarmealgo sobre la obra de beneficencia.Pero, mira tú por dónde, se trajo en elcoche a la señorita Villard, la sobrinitade Boniface. Las recibí aquí, en eljardín, y no me quedó más remedio queinvitarlas a tomar el té. Ya se hanterminado las pastas.

»Comentaban: “Hablando de lapobre Bébé…”, y venga suspiros ysobrentendidos. Me da que Bonifacemandó a su sobrinita a propósito paraenterarse de lo que opinábamos. Un

pequeño complot. Y añadían: “Algunossostienen, ya sabe usted cómo habla lagente, que se trajo de Turquía el hábitode tomar estupefacientes y que con unaamiga…”. ¡ Se refería a Mimi Lambert!¡Te das cuenta! Bébé, a los dieciséisaños, porque esa era la edad que teníacuando volvimos a Francia, ¡adicta a losestupefacientes!

»Eso sí, según los mismos rumores,tú te diste cuenta y pusiste fin a esasorgías. ¿Qué más contaron? Ah, sí…Dominique, el farmacéutico, que publicaun periódico semanal, va diciendo porahí que está preparando un artículodemoledor en el que arremete contra laburguesía de la ciudad.

François, ¿me escuchas?François no estaba escuchando. Le

entristecía ver cómo le habíanembargado la atmósfera dulce yapacible del hospital, su cama blanca, lahermana Adonie con las manos sobre elregazo, el tintineo del rosario y, en elpatio umbrío, las figuras azuladas de losancianos que caminaban lentamente.Acababa de salir de allí y ya lo echabade menos.

—No vuelven los niños —observómirando hacia el seto.

—No es tarde —repuso Jeanne.Eran las doce del mediodía. Si Bébé

estuviera allí, los niños estaríansentados a la mesa. Sin embargo, bajo la

batuta de Jeanne reinaba una inevitablerelajación en la casa.

—¿Adónde vas, François?—Ahora vuelvo. —Estuvo a punto

de añadir: «Voy a la habitación deBébé».

En realidad, era algo parecido loque iba a hacer. Necesitaba tomarcontacto con su vida, pero no a través deaquella tormenta de chismes. En elcomedor, siempre sumido en penumbra,que olía a cera y a fruta madura, ¿quéotra cosa podría encontrar sino laserenidad de Bébé?

Ella había arreglado la casa. Lashabitaciones eran claras y en tonospastel. Las cortinas de seda filtraban los

rayos del sol más delicados, los másembriagadores… Todo lo que tenía esecarácter un poco frágil, etéreo, era obrade su esposa; parecía emanar de ella.

Entre el periodo de la casa del Quaides Tanneurs, cuando Bébé se encargóde modernizar la finca familiar, y lo quehubiera podido denominarse la época deMimi Lambert, mediaban por lo menostres años, etapa de la que él menosrecuerdos conservaba.

Por aquel entonces François estabapletórico y en plena expansión. Elimpulso que habían experimentado susnegocios se remontaba a aquella época.Había viajado solo y en compañía deFélix. Había tenido que resolver

delicados asuntos relacionados con elcapital. Tiraba hacia delante, sintitubear, seguro de que todo saldría bien.Y, en efecto, así había sido. ¿No deberíaestar contenta Bébé? Cuando él volvía acasa, la encontraba en compañía de sumadre o con su hermana. Él la besaba, ytodo parecía ir bien. ¿No había dichoella que quería ser una compañera parasu marido? Él no podía dedicarle muchotiempo y, cuando la encontrabamelancólica, lo achacaba a su salud.

—Me gustaría pedirte algo, François—le dijo Bébé. Acababan de comprarLa Chátaigneraie y ya habían empezadolas obras. —¿Te importaría quetuviéramos un hijo?

François no pudo evitar fruncir elceño: no se esperaba semejante petición,sobre todo formulada con tanto aplomo,como si se tratara de un importantenegocio.

—¿Quieres tener un hijo? —repitióél.

—Me gustaría.—En ese caso…Pensándolo bien, la idea no le había

disgustado. De ese modo Bébé tendríaalgo de qué ocuparse y se sentiría menossola cuando él tuviera que ausentarseunos días.

Le parecía estar viéndolaembarazada, más pálida que decostumbre, dirigiendo las obras de la

mañana a la noche. François se creíaobligado a llevarle flores y caramelos.Y puesto que en otoño ya estabanterminadas tres habitaciones, Bébéinsistió en pasar el invierno en LaChátaigneraie.

—La comida está servida.François se sobresaltó. Marthe abrió

la puerta y se lo encontró sentado en lacama de su mujer.

—¿Ha vuelto Jacques? —preguntóél.

—Están todos en la mesa.François bajó al comedor. Su hijo no

se levantó, pero lo miró con cierta

curiosidad. Tendió la mejilla y le dio unbeso como al desgaire, rozando apenasla oreja de su padre. También estabanlos hijos de Jeanne, con la servilletaanudada al cuello.

—Saludad a vuestro tío.—Hola, tío —dijeron los niños.François tuvo que volver la cabeza

para disimular una ligera desazón.Luego se sentó frente a su hijo. Acababade tener una sensación extraña: alinclinarse sobre el rostro de Jacques, lepareció que iba a besar a Bébé, puesreconoció en el niño la palidez, la pieldiáfana y el mismo aire ausente, de vidaal margen de la vida. ¿Por qué durantetantos años, al referirse al crío, le había

dicho a ella, sin intención expresa, «tuhijo»? Y eso que no podía renegar de él:ahí estaba aquella nariz, la narizaguileña de los Donge, que introducíauna nota discordante en la cara del niño.

Sin embargo, al observarlo uno nose sentía en presencia del hijo de unhombre. Se notaba que era el hijo de unamujer, de quien había heredado el porte,la debilidad, la timidez. Jacques tratabacon mucha seriedad a su padre, como setrata a un extraño. A veces iba con él aljardín o al garaje, pero solo parareparar una caña de pescar o un juguete.Nunca se mostraba efusivo, ni seproducía esa intimidad cálida, confiada,carnal, que existía entre Jacques y su

madre. ¿Era esa la causa de queFrançois no se interesara por él? Por sutemperamento no le gustaban losdébiles, o, para ser exactos, losdesdeñaba, pasaba por su lado sinprestarles atención. Siempre habíatratado más a los traviesos hijos de sucuñada que al suyo.

—Come, Jacques —murmuró Jeannesin demasiada convicción—. Ya sabesque a tu madre no le gustaría verte jugarcon la comida.

El niño le dirigió una miradasombría, observó un instante a su padrey se puso a comer, pintada en su carauna mueca de desprecio.

—¿Adónde vas, François? —

exclamó la cuñada.François se había levantado de la

mesa antes de terminar su plato y sehabía encaminado hacia la escalera.Acababa de asaltarle una inquietud casidolorosa que le oprimía el pecho y hacíaque le temblaran las manos. Necesitabaestar solo y seguir buscando a Bébé a sualrededor, como un maniaco.

¿Cómo no lo había entendido hastaahora? Empezó a pasearse por lahabitación de su mujer y a punto estuvo,cual si fuera un viudo, de abrir elarmario de Bébé para palpar lasuavidad de sus vestidos y besar lapunta de un pañuelo. ¡No habíaentendido nada! ¡Desde el primer día!

¡Desde Royan! ¡En Cannes! Inclusodesde mucho tiempo atrás, desde suinfancia, cuando su madre, a la quesiempre había visto trajinar por la casacomo una hormiga, decía siempre conrespeto: «¡Cuidado, pronto llegarávuestro padre!».

¿Acaso a una muchacha como Bébé,por el hecho de apellidarse D’Onneville(¡y encima el apóstrofo era inventado!) ypor haberse educado en el barrio máselegante y cosmopolita de Estambul,había que tratarla de distinta manera quea la mujer de Donge padre, el curtidor?

¿Quién había pronunciado antes lapalabra «fantasiosa»? Bien. Pues la vidano era ninguna fantasía. No estaba hecha

de sueños de muchacha, sino de durasrealidades. Bébé tendría queacostumbrarse, como cualquier persona,y dejaría de mirarle cuando se acercaraa ella con aquellos ojos de gacelaespantada.

François estaba pletórico y en plenaexpansión. ¿Acaso tenía tiempo depreocuparse por las fantasías de unachiquilla? Y, porque no supiera hacer elamor, ya que carecía de la menorsensualidad, ¿tenía él que prescindir deamor toda su vida?

¿Lo había entendido por fin Bébé?¡Mejor así! Después de todo, su mujerno era tan novelera como parecía.François le daba todo lo que ella

deseaba. ¿No te gusta el dormitorio delos suegros, en la casa del Quai desTanneurs? ¡Pues lo cambias, cariño!Con tal de que no me toques eldespacho…

Por lo visto, no le gustaban losretratos del señor y la señora Donge,colgados a ambos lados de la cama. Alfin y al cabo, no los había conocido. Deacuerdo: ya se los bajaría él aldespacho. Lo importante era que no sededicara a meterse en su vida y acomplicársela. ¡Como había hecho conla señora Flament! ¿Qué más le daba aBébé, si no tenía la menor noción de loque era el placer físico? ¡Ya seacostumbraría! Se volvería como las

demás esposas y eso era lo que élquería.

En cuanto a inmiscuirse en susnegocios, ¡ni hablar! ¡Nada se le habíaperdido en ellos a una mujer que todaslas mañanas tardaba tres horas enarreglarse! Se untaba con yema de huevolas mejillas para cuidarse la piel, seentretenía con cremas de belleza y seenvolvía las manos en servilletashúmedas para tenerlas blancas.

—¿Qué tal, cariño? —decía Bébé.—Bien —contestaba François.—¿Has pasado un buen día?—No muy malo. ¿Por qué no

contestaba que había pasado un buendía, si sabía que a ella le hubiera

gustado oírlo? Luego estaban todasaquellas complicaciones: «¿Te importaque no tengamos un niño hasta dentro dedos o tres años?». O bien: «¿Estásenfadado por lo que te dije el otrodía?». Para después una mañana acabardeclarando, como quien habla denegocios: «Ahora sí me gustaría tener unhijo».

Para Jeanne tener hijos habíaresultado tan fácil como comer pasteles.Félix nunca había tenido que aguantaraquellas miradas equívocas que Bébé lelanzaba a François cada vez que volvíaa casa. A veces le daba la impresión deser el enemigo, o, cuando menos, elimportuno. Si Bébé escribía algo, se las

arreglaba para que él no pudiera leerlo.—¿Qué hacías? —le preguntaba.—Nada —decía ella.—¿Te aburres?—No. ¿Y tú? ¿Has trabajado

mucho?—Sí.—¿Has visto a mucha gente?—A toda la que tenía que ver por

los negocios.Bébé esbozaba una sonrisa

angelical. En momentos como aquel, aFrançois le daban ganas de abofetearla.O de marcharse espetándole: «Yavolveré cuando me recibas mejor».

Bébé había hecho cosas peores.François se puso colorado solo de

pensarlo. El día en que le dijo quequería tener un hijo, a él le irritó tanto sumodo de plantearlo que se puso manos ala obra. Ella no protestó, sino que selimitó a preguntarle, con todanaturalidad:

—¿Seguro que estás sano? ¡Lo decíaporque él tenía amantes! ¡Porque de vezen cuando se acostaba con la señoraFlament! ¡Porque cuando viajaba norechazaba las ocasiones que se lepresentaban!

—Estoy perfectamente sano. No tepreocupes.

¿Qué le contestó ella, con esa vozmonótona que tanto molestaba aFrançois?

—Entonces de acuerdo.¡De aquello había nacido su hijo!Aquel día François estuvo a punto

de decirle: «Ya tienes a tu hijo. Ahora alo mejor te conviertes en una mujernormal. Porque tú quisiste ser la señoraDonge». De pronto, mientras se hallabaen el dormitorio de tonos verdealmendra, dio un puñetazo en la pared,con la intención de romperla, y rugiócon una rabia rayana en el frenesí:

—¡Estúpido!… ¡Estúpido!…¡Estúpido!

¡Él! ¡Ellos dos! ¡La vida!Lo estúpido era aquel continuo

conflicto entre los dos durante…,¿durante cuánto? ¡Durante diez años!

¡Los diez mejores años de la vida! ¡Eraestúpido hacerse daño de la mañana a lanoche! Era estúpido vivir el uno junto alotro, dormir en la misma habitación,engendrar un hijo pero ser incapaces decomprenderse.

François había acudido a LaChátaigneraie para calmarse, pararecuperar la imagen de Bébé. Sinembargo, ante lo que veía por doquier,le asaltaba una inmensa indignacióncontra sí mismo. ¿Por qué, debido a quéaberración no se había dado cuenta?¿Era un monstruo, como su mujer debíade pensar? ¿Era más egoísta y ciego quenadie? ¿O era sencillamente un hombre?

Ahora se percataba de que algunos

días había llegado a odiarla. Cuántasnoches hubiera podido regresar a dormira La Chátaigneraie y se lo había pensadoen el último minuto, no con intención deirse con alguna amante, sino para no vera Bébé, para no encontrarse con aquellamirada fría que juzgaba y condenaba.Esas noches se acostaba solo en la casadel Quai des Tanneurs, y leía en la camahasta que le entraba sueño.

—¿Tuviste mucho trabajo ayer? —lepreguntaba ella. —Sí, mucho —contestaba él.

Ella no le creía. Estaba convencidade que se trataba de otra de susaventuras. Y François ahora estabaseguro de que olfateaba su ropa, su

aliento, buscando cualquier olorextraño. Él llegaba del exterior, traía elaire y la vitalidad a aquella casatranquila y silenciosa como un convento,donde Bébé vivía pendiente de un hijoenfermizo.

«¡Me reprocha mi vitalidad!», habíapensado François muchas veces. «Le darabia tener que quedarse en el campopor la salud de Jacques. ¿Acaso no esese el destino de tantas mujeres? De mimadre, sin ir más lejos. Pero, claro,como ella es una D’Onneville…».

Bébé jamás le reprochaba nada. ¡Erademasiado orgullosa para eso! Al revés:cuanto más le odiaba, cuantas mássospechas o reproches alimentaba contra

él, más procuraba cuidar sucomportamiento en público.Probablemente quería que dijeran en laciudad: «La verdad es que Bébé Dongees una madre y una esposa modélica».

Cuando él regresaba en coche, ellaacudía a su encuentro en el garajetomando a Jacques de la mano.

—Saluda a tu padre —le exigía alniño.

—Hola, papá —decía el crío.—¿Has trabajado mucho? —Y su

esposa sonreía sin alegría.—Sí, mucho —respondía François.Incluso a veces le parecía percibir

una segunda intención en las frases queella pronunciaba.

«¿Has trabajado mucho?», venía asignificar: «Seguro que te has ido dejuerga, mientras que yo aquí…». ¿Era élel culpable de que ella fuese deconstitución delicada y de que su hijo,pálido y larguirucho, creciese como unespárrago? ¿Tenía que renunciar a vivir,a prosperar, a construir, a llevar la vidapara la que sentía que había nacido?

François veía las cosas con lucidez.Cuando era pequeño, ya decían de él:«Tiene unos ojos tremendos, como siviera el fondo de las cosas».

Pues sí: su mujer estaba celosa.Tenía celos de todo, de las mujeres, desu oficina, de sus negocios, de los cafésque frecuentaba, del coche que

conducía, de la libertad que tenía de ir yvenir a su antojo, del aire que respiraba,de su buena salud, de…

Un día en que François, exasperado,volvía en coche a la ciudad, lo entendió:Bébé se había casado con él porqueestaba celosa de su hermana, de lapareja que formaban Jeanne y Félix,quienes en Royan caminaban delante deellos con ese andar despreocupado delas personas que saben que tienen unfuturo en común.

¿Por qué no había de tener ella unmarido y formar una pareja? ¿Iba aquedarse sola con su madre? ¿Iba apermitir que siguieran llevándola deplaya en playa y de baile en baile hasta

que…? ¡Muy bien! Él haría lo mismoque ella, que había ordenado su vida asu manera. En su habitación, Bébéjugaba con sus pinturas y sus ungüentos,como lo hace una niña con su muñeca;jugaba con su hijo, jugaba con la casa,que no paraba de cambiar… Eracorrecta con él, pero nunca le hablabade sí misma, ni de ellos.

Él haría lo mismo: a partir deentonces, cuando llegaba a LaChátaigneraie se cambiaba de ropa, sepaseaba por el jardín, pasaba el rodillopor la pista de tenis, esperaba a Félixpara jugar un partido… ¿También sentíacelos de Félix? ¿No eran los Donge losopuestos a los D’Onneville?

Olga Jalibert le había comprendido;no era inteligente, pero sí intuitiva. Lecomentaba: «Mira, la desgracia quetienes es que tu esposa no es una mujer,sino una adolescente. Y lo peor es quelo seguirá siendo siempre. Es incapaz deseguirte. Sueña con pasarse la vidadescendiendo por un río, susurrándolepalabras de amor al hombre que remafrente a ella».

Olga tenía una clara noción de loque era la realidad, de lo que era elamor y, sobre todo, de lo que eran loshombres. «Dentro del algún tiempo,François, si sigues el camino que te hastrazado, y sé que lo seguirás, serás lapersona más poderosa de la ciudad. Y,

entonces, si te lo propones, llegarás aúnmás lejos. Acuérdate de lo que estoydiciéndote. —Pronunciaba esas palabrasdesnuda sobre una cama, mientrasfumaba un cigarrillo y se acariciaba lospequeños pechos morenos que élacababa de mordisquear—. Ojalá noshubiéramos conocido antes. Gaston esincapaz de hacer nada si no se leempuja. Pero tú y yo, juntos…».

¿Había notado Bébé el olor de OlgaJalibert? Era muy posible, como tambiénlo era que se acercara mientras éldormía para olfatearle la piel.

—Me gustaría darte un consejo,François —terció un día Bébé—. Nocreas que estoy celosa, pero deberías

andarte con cuidado con la señoraJalibert. Puede que me equivoque. Sinembargo, me da la impresión de quequiere llevarte demasiado lejos.

¡Vaya, vaya! ¿También tenía olfatopara los negocios y temía por la fortunafamiliar? La víspera, precisamente, Olgale había hablado del proyecto de unaclínica, de la que él sería uno de losprincipales accionistas.

—No temas. Sé lo que me hago —objetó él. François había invertido en laclínica casi como por desafío.

¿Qué podía reprochársele? Le dabaa su mujer todo el dinero que ellaquería. Sus negocios iban viento enpopa. Acudía siempre que podía a La

Châtaigneraie. Tenía gustos sencillos yno gastaba casi nada en sí mismo. Jamássus aventuras amorosas habíanprovocado el menor escándalo. En laciudad, cualquier persona que hablaracon Bébé le comentaría: «Los Dongesaben lo que quieren. Llegarán lejos».

Y todo pese a compartir su vida conuna criatura demasiado imaginativa queencargaba en París vestidos de variosmiles de francos para pasearse sola porun jardín perdido de provincias, y que,junto con una persona como MimiLambert, se dedicaba a traducir a poetasingleses. ¡Porque eso era lo que hacían!Y con tanta pasión como si de ellodependiera el destino del mundo.

Cuando François regresaba paradescansar unas horas al aire libre, Clo,la cocinera, se alarmaba:

—¡Se ha olvidado usted de comprarlos champiñones! O la mantequilla sinsal, o cualquier cosa que no pudieraencontrarse en Ornaie.

—¿Podría usted darle un vistazo algrifo del lavadero? —le pedía.

Y François, en pijama, iba a repararel grifo y a pasar el rodillo por la pistade tenis. Entretanto, las cortinas de lahabitación permanecían echadas hastalas diez o las once de la mañana. Bébébajaba por fin, acicalada como si fuera auna fiesta, con ropa interior de mujerprovocadora, liviana, cimbreante, y

esbozaba una sonrisa estereotipada.—François, vístete. Hoy comeremos

pronto —decía.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóJeanne. François se detuvo, sorprendido.De pronto se vio de pie en medio de lahabitación, pero no recordó que uninstante antes se paseaba, frenético, deun lado a otro de la estancia.

—¿Qué te ocurre?Su cuñada lo examinaba desde el

umbral de la puerta, asustada. Françoisse miró en el espejo de tres lunas,observó su rostro desencajado, los ojosfebriles, el pelo hirsuto. Se había

arrancado la corbata, que ahora lecolgaba a ambos lados del cuello.

—No sé si has hecho bien viniendoa descansar aquí —comentó ella—. Yocreo que te encontrarías más cómodo entu casa del Quai des Tanneurs, conFélix. Estás dándole demasiadas vueltasa todo.

François le dirigió una amargasonrisa. Se la veía alarmada, comosiempre preocupada por mantener la pazy la tranquilidad a su alrededor.

—Quizá te sentaría bien hacer unviaje —siguió—. Nadie ha sabidoentender a Bébé. Yo creo que le vienede su padre, quien…, ya te lo contaréotro día. Mi madre se enfadaría.

—Dime una cosa, Jeanne. —A sucuñada le sorprendió la brusquedad ensu voz—. Contéstame con franqueza.¿Tú crees que soy un marido como losdemás? ¿Un buen marido?

—Pues…—Contesta.—Pues sí, claro.—¿Estás segura de que soy un buen

marido?—Aparte de las cosas que se

cuentan… ¡Pero eso no tieneimportancia! Estoy convencida de queFélix… Mientras yo no me entere y noocurra en mi propia casa…

—Para que lo sepas, Jeanne: soy unmonstruo, un estúpido. Soy un pobre

imbécil. ¿Me oyes? ¡Yo tengo la culpade todo!

—Cálmate, François, por favor. Losniños están merendando abajo. Jacqueslleva unos días nervioso. Ayer mismome preguntó…

—¿Qué?—Me preguntó… Es que me asustas,

François… Me preguntó qué crimenhabía cometido su madre, y no supe quécontestarle.

—¿Sabes qué hay que contarle? Quesu madre ha cometido el crimen dequerer demasiado a su padre. ¿Me hasentendido?

—¡François!—No temas, no me he vuelto loco.

Sé lo que me digo. ¡Anda, vete! Déjamesolo un rato más.

Bajaré cuando esté tranquilo. Y nole digas nada a Jacques. Ya hablaré yocon él algún día. ¡Si tú supieras, Jeanne,lo tontos que llegamos a ser loshombres! —Y repetía—: ¡Tontos!…¡Tontos!… ¡Tontos!

7

—¿De veras quieres saberlo? —preguntó Jeanne—. Es que es tanaburrido… Mis padres intentaron serfelices, como vosotros, o como Félix yyo. Hicieron todo lo posible. Ahora mipadre está muerto. Y en estosmomentos…

El fresco hálito de la noche entrabapor la ventana abierta. La luna empezabaa asomar entre las copas de los árboles.Los niños estaban acostados y lascriadas terminaban de fregar los platosen la cocina. De Jeanne solo se veía, enel fondo del sillón, una figura clara y elpunto refulgente del cigarrillo, cuyo olor

se mezclaba con el intenso perfume de lanoche.

—… Me parece estar viendo a mimadre saliendo de la pensión Berthollatenvuelta en su abrigo blanco. Caminapor la Promenade des Anglais, dondehay gente sentada en todos los bancosdel paseo, y se dirige muy digna alcasino de la Jetée. Si le ha vuelto aatacar el reuma, como le sucede casisiempre que viaja al sur, se habrállevado el bastón, que le confiere elaspecto, no sé por qué, de una gran damaen el exilio. A veces, cuando no juega ala ruleta, mi madre parece una reina.

François permanecía inmóvil, sinfumar y sin hacer el menor ruido. Como

vestía de oscuro, apenas se advertía supresencia por la mancha lechosa delrostro.

—Será mejor que cierre la ventana.Estás muy débil. —La mujer se levantó.

—No tengo frío —dijo él.Se había envuelto en una manta

como un enfermo. Un rato antes,mientras Jeanne estaba con él arriba,había sufrido un breve desmayo. Notuvo tiempo de llamar al doctor Pinaud,ya que François se recobró enseguida.

—No hace falta que venga elmédico.

Le bastó con tomarse una de laspastillas que Levert le había prescrito enel hospital, por si se producía ese tipo

de contratiempos. Ahora estaba sentadoen la penumbra como un convaleciente.Él había elegido aquella estanciaoscura, aquel ventanal abierto a lanoche, frente a los árboles, con aquelolor a humus y el canto obstinado de losgrillos.

—Si conocieras Estambul, loentenderías mejor —le explicó a sucuñado—. Toda la colonia extranjeravive en la colina, en Pera, dondelevantaron una ciudad moderna.Vivíamos en un piso grande, en unedificio moderno de siete plantas decolor blanco, y nuestras ventanas dabana los tejados de la ciudad y al Cuerno deOro. ¿Bébé nunca te ha enseñado las

fotos?Tal vez sí, tiempo atrás, pero no les

había prestado atención. Las primeraspalabras de Jeanne le habían dejadopensativo. Recordaba que Bébé, al pocode estar casados, le había dicho: «Mehubiera gustado conocer a tu padre». ¡Yahora le asaltaba a él la mismacuriosidad!

—Creo que ahora la vida en Turquíaha cambiado. Por aquella época era muysuntuosa. Mamá tenía fama de ser una delas mujeres más guapas de Pera. Mipadre, por su parte, era alto y delgado.Tenía porte de aristócrata. Al menossiempre oí decirlo.

—¿Cómo llegó allí? —preguntó

François.—Se fue para trabajar de ingeniero.

¡Si supiera mi pobre madre que estoycontándote todo esto! ¿Seguro que nosería mejor cerrar la ventana? ¿Quieresque le diga a Clo que te prepare unainfusión? Como quieras… La carrera demi padre en Estambul fue rápida. Sedecía, y creo que es cierto, que el méritoera de mi madre. El embajador deFrancia de entonces estaba soltero.Íbamos con frecuencia a la embajada,donde organizaban cenas o almuerzos.El embajador le pedía consejo a mimadre para casi todo, y al final acabósiendo ella la verdadera señora de lacasa. ¿Entiendes?

—¿Y tu padre?—Recuerdo un detalle divertido.

Cuando le nombraron director de losdiques, mamá le obligó a llevarmonóculo, y eso le provocó un ticnervioso. ¿Quieres saber si sospechabala verdad? No lo sé. Yo era demasiadojoven, y estábamos siempre al cuidadodel servicio. Teníamos tres o cuatrocriadas. En casa reinaba el caos másabsoluto. Mi madre se vestía para salir,nos llamaba a todos, corría de aquí paraallá porque el teléfono sonaba sin cesar,las visitas se sucedían, y cuando noencontraba su sortija, no le habíanentregado el vestido a tiempo.

»Solía decirles a las criadas: “¿A

qué hora ha salido el señor? Póngamecon su despacho”. Y le llamaba porteléfono a la oficina: “¡Oiga! Soy laseñora D’Onneville. ¿No ha llegadoaún? No, nada. Gracias”. Mi pobrepadre nunca alzaba la voz. Parecía unperro lebrel elegante y dócil y, cuandose veía apurado, se ponía a limpiarse elmonóculo y empezaba a temblarle elpárpado. Mi madre le sugería: “Ya quesales, llévate a una de las niñas”. Alprincipio me llevaba a mí, pero encuanto me internaron en el pensionado letocó a Bébé ir de carabina.

—Anda, dame un cigarrillo —lepidió François a Jeanne.

—¿Te sentará bien?

—Por supuesto.Se sentía relajado. La propia

debilidad le producía una especie desosiego, y aspiraba la noche a plenopulmón sin saber si se hallaba en LaChátaigneraie, en la Baie des Ânges deNiza o en el Bósforo.

—Continúa.—¿Qué más quieres que te cuente?

Mi padre nos llevaba con él a una o aotra, a veces a las dos, ya que no lequedaba más remedio. Al poco nosmiraba, nervioso, y decía: “Tengo quehacer un recado, niñas. Os dejo unmomento en la pastelería. Eso sí, no selo digáis a vuestra madre”.

»A veces era difícil callar, porque

mamá nos preguntaba cuandoregresábamos. Teníamos que contárselotodo hasta el detalle más insignificante:dónde habíamos ido, a quién noshabíamos encontrado… Ella inquiría ami padre: “¿Cómo puede ser que hayasvuelto a gastarte trescientos francos endos días?”. Y él contestaba: “Te aseguroque…”.

»Discutían así mientras se vestíanpara ir a una cena. Casi todos los díasacudían a un compromiso en unaembajada, en una legación, en casa dealgún banquero o de algún rico israelita.Nosotras nos quedábamos con lascriadas.

»Mi madre fue volviéndose cada vez

más insoportable, pero yo ya no estabaen casa. Me habían internado en lasursulinas, en Therapia, pero Bébé tuvoque vivir sus reproches: “Estaráscontento, ¿no?”. El caso es que mi padretuvo que trampear toda su vida, de lamañana a la noche, ocultarse, discurrir,inventarse mentiras grandes y pequeñas,buscar complicidades con el servicio…Les decía: “No le diga a la señoraque…”.

»Luego murió. La gente creía que mimadre se convertiría en la esposa delembajador, pero no fue así, yregresamos a Francia. Ahora ya sabespor qué tu suegra se pasea por Ornaiecomo un alma en pena. En Estambul ella

era la hermosa señora D’Onneville,reina y señora, habituada a mandar. Yhoy es una mujer madura y entrada encarnes encerrada en una ciudad deprovincias. Cuando le dije que queríacomprarle un perro para que le hicieracompañía, literalmente me espetó:“¿También tú me sales con eso? Paraque parezca una vieja, ¿verdad?¡Gracias, hija mía! Antes prefieromorirme”.

Del piso de arriba llegaban losruidos que hacía Jacques al revolverseen la cama. Casi siempre tenía el sueñoagitado.

—Cada cual nace en una familia,¿no? —concluyó Jeanne con indiferencia

fingida—. Y cada familia tiene su formade vivir. En la nuestra cada uno iba a suaire. Nos encontrábamos por casualidad.Chocábamos unos con otros al azar,como las bolas de billar, y al momentosalíamos disparados en otra dirección.Cuando en tu casa reina ese desorden adiario, no eres consciente de ello perotampoco eres infeliz.

François la miraba fijamente perosolo veía la mancha clara de su vestido.De repente, le pareció descubrir a sucuñada. Nunca le había prestadoatención. ¿No sería que no hacía caso denada que no fuera él o no le incumbieradirectamente? Siempre la habíaconsiderado una buena chica bulliciosa

que fumaba y hablaba a tontas y a locascon voz chillona.

—¿Bebé era ya introvertida? —preguntó François tras un instante devacilación.

–Siempre ha sido así. La verdad esque apenas la conocía; era demasiadoniña para mí. Le encantaba robarme laspolveras, los perfumes, las cremas…Desde su más tierna infancia le gustabaacicalarse. Si no se la oía era porquecon toda seguridad estaba encerrada ensu habitación probándose ante el espejovestidos o sombreros que nos habíaquitado a mi madre o a mí. Aparte deeso, creo que nunca la vi jugar. Nuncatuvo muñecas, ni amiguitas, como yo.

»La verdad es que ella conoció lapeor época, cuando las peleas entre mispadres se hicieron tan frecuentes quevivir con ellos era un auténticotormento. Por eso la dejaban siemprecon las criadas.

—Jeanne, ¿qué te ocurre? —preguntó François.

Había notado una vacilación, unligero titubeo en la voz de su cuñada.

—En fin, ahora ya no importa si te locuento. No entiendo cómo pudocallárselo durante tanto tiempo. Inclusome pregunto si… Una vez, no hará másde cuatro o cinco años, porque Jacquesya caminaba solo, Bébé vino a casa convuestro hijo. Yo estaba ordenando unas

fotografías antiguas. Se las fuienseñando una a una comentándolecosas: «¿Te acuerdas de Fulano? Lorecordaba más alto…».

»Entonces encontré un retrato de ellacuando tenía unos trece años. En lamisma imagen salía una de las criadas,una griega que no recuerdo cómo sellamaba. Le dije a Bébé: "¡Y pensar quetú también has sido niña!”. Ella sesonrojó; luego tomó la foto y la hizotrizas con rabia. Yo le pregunté: “¿Sepuede saber qué te pasa?”. Y ella merespondió: “No quiero acordarme de esamujer”. Al no entender su reaccióninsistí: "¿Se portaba mal contigo?". "Sitú supieras…" Y empezó a pasearse por

la habitación con un rictus de amarguraen la boca. Ahora ya lo sabes. ¡PobreBébé! Estaba temblando. En fin…Pásame otro cigarrillo. ¿De verdad noquieres que cierre la ventana? Se estálevantando niebla.

Del césped húmedo subía un vaporformando una fina capa que se estiraba yse deshilachaba apenas a un metro delsuelo.

—No sé qué hubiera hecho en sulugar; seguramente no me hubieracallado. Pero Bébé era una adolescente.Como siempre, la habían dejado sola encasa con una de las criadas, en este casola chica griega. Para jugar, o por elmotivo que fuera, Bébé se había

escondido en el cuarto de la plancha. Alpoco la criada entró en la habitación consu amante, un agente de policía, por loque pude entender. Me imagino el efectoque debió de producirle la escena: no seatrevía a gritar o a moverse. En unmomento dado el hombre dijo: «Meparece que hay alguien». Y la criadacontestó: «Si es la niña, allá ella.Bastantes cosas ha visto ya para que nosandemos con remilgos». Bébé estuvomuy afectada durante varios días. Sinembargo, no le contó nada a nadie, ni ami madre.

¿Por qué entonces François recordóla escena de Cannes, cuando se dirigióhacia la ventana de la habitación del

hotel y se fumó un cigarrillo?—No sé qué más podría contarte. —

Jeanne suspiró—. Será mejor quevayamos a acostarnos.

—Quédate un rato más.La voz de François se volvió

afectuosa. Jamás se había sentido tancercano a su cuñada. Le daba laimpresión de que estaba descubriendo auna persona nueva, a una amiga.

—¿Nunca te ha hablado de mí?—¿En qué sentido?—No sé. Podía haberse quejado.

Podía…—¿Os peleabais a menudo?—Nunca.También Jeanne se quedó pensativa.

—Es curioso lo distintos que llegana ser dos hermanos. Aunque lo mismopuede decirse de dos hermanas. Bébé ytú parecíais una pareja feliz que no secomplicaba la vida. ¿Para qué? Ya vesFélix y yo. Él va y viene; yo voy yvengo… Estamos juntos y contentos.Cuando él se marcha seguimoscontentos. ¿Qué pasaría siintentáramos…?

—Si intentarais ¿qué? —preguntócon delicadeza François al ver que elladejaba la frase a medias.

—¿Y yo qué sé? —Jeanne se pusoen pie. Parecía sacudirse la humedadnocturna que les invadía, como si setratara de una misteriosa angustia—.

¿De qué sirve preguntarse tantas cosas?Hacemos lo que podemos, como lohicieron nuestros padres y como loharán nuestros hijos. ¡Vamos! Levántate.Será mejor que te lleve a la cama.

—Bébé ha sido muy desdichada —murmuró François sin moverse.

—¡Peor para ella! Cada cual selabra su felicidad o su desdicha.

—A no ser que sean responsableslos demás.

—¿Qué quieres decir? ¿Que tú lahas hecho desdichada? ¿Lo dices porOlga? ¿Crees que Bébé ha actuado deeste modo porque descubrió la verdad?

—No.—¿Entonces? ¿Le pregunto yo algo a

Félix cuando vuelve de un viaje denegocios? ¡No quiero saberlo! Una vezse lo dejé claro: mientras yo no veanada y no ocurra en mi casa, mientras…

—Estás mintiendo.—¡No miento! —Jeanne pronunció

estas palabras casi gritando y golpeandoel suelo con el pie.

—Sabes perfectamente que no es tansencillo.

—¿Y qué? ¿De qué serviría? Bébé ytú siempre habéis estado así. Os habéispasado la vida interrogándoos sobrevosotros mismos y preguntándoos: «ysi…».

—Precisamente, no.—¿Qué quieres decir con

«precisamente»?—Bébé ha vivido siempre sola.—¿Acaso no vive todo el mundo

solo? Dejémoslo. Temo que vaya a darteotro desmayo.

Sin consultárselo, cerró la ventana yle dio al interruptor. Una vez que lesinundó la luz evitaron mirarse a la cara.

—¿No tienes que tomar ningunapastilla antes de acostarte? ¿Quieres unainfusión? Veo que las chicas han subidoya a acostarse. —Jeanne iba de un ladoa otro procurando recobrar su airecordial—. ¡Levanta, François!Mañana…

¿Qué iba a ocurrir mañana?¿Por qué se había enfadado cuando

Bébé, casi con humildad, en cualquiercaso con timidez, apenas entraron en lacasa del Quai des Tanneurs y al ver elretrato de Donge padre con susmostachos, murmuró «Me habría gustadoconocer a tu padre»?

No lo había dicho porque sí. Bébénunca hablaba de más, a diferencia de suhermana, quien siempre parecíadesahogarse. Tampoco lo comentaba porcortesía. Su mujer era consciente de quellegaba de lejos y arrastraba consigo, ensu interior, cierta faceta de su padre, quemendigaba la complicidad de sus hijas,de su madre, una mujer profundamenteinconsciente, y de un Pera pródigo enfiestas pero también en pesares.

Durante dieciocho años su cabecitahabía trabajado sola y, sin ayuda denadie, había procurado olvidar elhorrible recuerdo de la criada griega yel agente de policía fornicandosórdidamente sobre la mesa de planchar.Por eso en Royan Bébé le había hechosentirse cómodo. Enseguida se habíadado cuenta de la relación que Françoismantenía con Betty, o Daily, la artista devariedades. Ella se lo había dicho.

No le interesaba el matrimonio,como él había pensado con vanidad. Delmatrimonio ya había tenido un buenejemplo en casa. Tampoco buscaba unarelación sexual, pues el mero recuerdode lo que había visto todavía la hacía

palidecer.La primera vez que pisó la casa del

Quai des Tanneurs, Bébé parecióparalizada por la angustia. Habíaentrado con el hombre que sería sucompañero durante el resto de su vida.Contempló las paredes, notó la densidaddel aire, se impregnó de los oloresfamiliares y, al detenerse a observar losretratos, murmuró:

—Me habría gustado conocer a tupadre.

Tal vez lo dijo porque así habríaresultado más fácil comprenderse el unoal otro.

En una ocasión Bébé bajó aldespacho, posó la mirada en el sitio

donde François se sentaba todos los díasy contempló el trozo de muelle, la vistaque él tenía siempre ante sus ojos.

—¿No quieres que…?¡Y François no había entendido

nada! ¿No estaba el lugar de su mujer enel piso de arriba? ¡Que arreglase ella lacasa a su antojo! Ella debía cumplircomo esposa: hablar con losproveedores, los decoradores y losebanistas, instruir a la cocinera yentablar relaciones en la ciudad.

Él la había aconsejado:—Cuando hagas amistades, cosa que

ocurrirá muy pronto, no te aburrirás.—No me aburro.Jeanne encendió maternalmente la

lámpara de la mesilla de noche,comprobó que hubiera agua en la jarra yque estuviera bien puesta la manta.

—¿Me prometes que te acostarásenseguida? ¿Puedo irme tranquila?

A François le hubiera gustadoestamparle un beso en la mejilla.Durante más de diez años, la habíaconsiderado una chica regordeta sininterés. Ahora entendía por qué sucuñada se dedicaba a tantas obrasbenéficas, en las que tenía fama de liosa.

—Mejor que no pienses tanto.Buenas noches, François.

Jeanne entró en la habitación deJacques para cerciorarse de que estedormía y no se había destapado; luego

en la de sus hijos. Por fin François laoyó desnudarse y meterse pesadamenteen la cama, donde se fumaría otrocigarrillo antes de conciliar el sueño.

¿Cómo había empezado aquello?¿Había que remontarse a la señoraFlament? François sintió que la frente sele perlaba de sudor. Le parecíaimposible, monstruoso. Le desesperabapensarlo siquiera. ¿Había queremontarse a Cannes, cuando remabapatosamente, incómodo por las miradasirónicas de los marineros de los yates?

Era algo tan humano… El cansanciode una noche en tren, tras la ceremoniade la boda y el banquete… El deseolegítimo de poseer a su mujer… Un poso

de mentalidad tradicional… ¿Había sidobuena idea pasear en barca? Incluso lafigura de Bébé en aquel instante,demasiado romántica…

Pero si le bastaba con eso…No podía dormir. Se revolvía en la

cama y pensaba que Jeanne estaríacontrolando los ruidos, por si él sufríaotro desmayo. Pero el motivo deldesvanecimiento de aquella tarde habíasido la rabia, porque… François logrócalmarse. Procuraba comprender casi demodo científico. Le horrorizaban lasvaguedades, las soluciones a medias.Siempre había tenido fama de ser unhombre racional.

No pensaba en Bébé. Su esposa

había dejado de ser el problema. Enrealidad, él era el problema.

¿Por qué, en virtud de quéaberración había vivido tanto tiempocon ella sin comprenderla? ¿Cómo habíasido capaz de malinterpretarla hasta elpunto de odiarla?

«Me habría gustado conocer a tupadre». ¿Revelaba esa frase una buenavoluntad por parte de ella? De pronto,François descubría un montón depruebas que no había entendido en sumomento. Por ejemplo: cuando ella sesentó junto a François, dormido, querespiraba con dificultad…

Él era el hombre con quien iba acompartir su vida. Ella no sabía casi

nada de él. Y, sin embargo, allí estaba,durmiendo pegado a su piel, a su carne.Él respiraba, tal vez soñaba; ellaignoraba por completo sus sueños.Incluso cuando él tenía los ojos abiertos,¿podía adentrarse en sus pensamientos?

«Espero que vivamos toda la vidajuntos». Bébé había visto a otras dospersonas, su padre y su madre, viviendojuntas. Había sido su testigo y hasta sucómplice. «Quiero que me prometasque, ocurra lo que ocurra, serás siempresincero conmigo». Se revolvió de nuevoentre las sábanas húmedas: la situaciónseguía atormentándole. «¿De qué sirvedarle vueltas a todo eso?», habíasuspirado filosóficamente Jeanne en la

penumbra. «Hacemos lo que podemos…¿Le pregunto yo algo a Félix cuandovuelve de un viaje de negocios?». ¿Notenía razón? ¿Acaso ella eradesdichada? ¿Lo era Félix? ¿No crecíansus hijos tan apaciblemente comoplantas? ¿No era Bébé la que seequivocaba aspirando a lo imposible?

De forma inconsciente alargó losbrazos. En aquel momento lo hubieradado todo por acariciar el delgadocuerpo de su mujer, cuya flacidez lehabía decepcionado tanto al principio.Si hubiera estado allí, si hubiera podidoestrecharla en sus brazos, tal vez habríanhecho el amor como solo se hace en lossueños, sus almas se habrían elevado

por encima de la materialidad…François estaba sudando. Desde el

accidente transpiraba más que decostumbre, y su sudor tenía un olor acre.En la casa del Quai des Tanneursflotaban siempre olores intensos, entreotros el del tanino, a los que estabaacostumbrado desde niño. Siempre queregresaba de un viaje respiraba aquellosefluvios familiares con gusto, comocuando le llegan a uno en el campo elolor a estiércol y a leña ardiendo.

Quizás hubiera bastado con tomar aBébé de la mano. Pero ¿necesitaba Félixtomar de la mano a Jeanne? ¿Su padretomaba de la mano a su madre? ¿Habíansido desdichados por ello? ¿Puede un

hombre trabajar, poner en marchafábricas, una quesería, criar cerdos y…?¡No! ¡François no tenía razón! Se leocurrían buenos argumentos, ¡pero notenía razón! Uno no puede conocer a unajovencita ingenua en la playa de Royan,llevarla a una casa y allí, sin más,abandonarla a su soledad. ¡Ni siquiera asu soledad! ¡A la soledad de unambiente extraño que puede resultarhostil! ¿Cómo había podido creer que aBébé le bastara con ser su mujer?

Otro recuerdo. Otro indicio que se lehabía pasado por alto, ya no sobre lamentalidad de Bébé, sino sobre la suyapropia: ella estaba en la clínica, a puntode dar a luz. Él se había impuesto

hallarse presente por lo menos duranteel parto. La tenía tomada de la mano.Estaba mal sentado. No acertaba aabstraerse de la vida del exterior. Entredos contracciones, ella le habíapreguntado casi suplicante:

—¿Me quieres un poco, François?Y él había contestado sin titubear,

convencido de que tenía razón:—Si no te quisiera del todo, no me

habría casado contigo.Entonces Bébé volvió la cabeza, y

poco después se le crispó el rostropresa de un fuerte dolor.

Cuando unas horas más tarde lellevaron al niño y ella entreabrió losojos, todavía atontada por la anestesia,

sus primeras palabras fueron:—¿Se parece a ti?A François se le llenaron los ojos de

lágrimas. Al abandonar la clínica, diezminutos después, sintió un vacío en elpecho. Se sacó del bolsillo las llavesdel coche, encendió el motor y salió atoda velocidad hacia el sol que inundabala calle. Cien metros más allá, lo habíaolvidado todo. Volvía a ser FrançoisDonge, volvía a asentarse firmemente enlo que consideraba la realidad.

¿Durante cuánto tiempo habíaluchado Bébé contra el vacío? Depronto su mujer le recordó a una moscaque, un atardecer, había visto caer en elarroyo de La Chátaigneraie. Al principio

la mosca no había creído en loinevitable, puesto que agitaba las patas ybatía las alas, como si un esfuerzopudiera aún devolverla al aire libre.Esos movimientos la hacían dar vueltas,pero François creyó que conseguiríasubir a una hoja de roble que formaba unislote flotante.

Luego se quedó inmóvil un instante.¿Tal vez por cansancio? ¿Porprudencia? ¿O por no derrochar susfuerzas? Y de nuevo reemprendió unadesesperada lucha, un esfuerzoprodigioso, unos círculos cada vez másgrandes en el agua tornasolada.

Sin embargo, las alas estaban yamojadas. Los remolinos iban haciéndose

más profundos. ¿Qué abismo infinitorepresentaba para ella el agua oscura yhelada, esa suerte de agujero negro?François se había recostado en el troncoinclinado de un sauce y se había fumadoun cigarrillo.

—Si un pez…¿Se daba cuenta la mosca de que la

hoja de roble era su salvación? Agitabalas patas, pero estas, empapadas, nolograban aferrarse al agua. Françoishubiera podido cortar una ramita yempujar la hoja hacia la mosca. Teníacuriosidad por presenciar el episodiohasta el final, aunque no fue posible.Agotada, tras unos minutos deinmovilidad que la acercaban a la

muerte, la mosca volvió a moverse.—¡François! —gritó Jeanne, que

aquel día se encontraba en LaChátaigneraie—. ¡A comer!

¿No había intentado Bébé cienveces, mil veces…? Y él habíamalinterpretado aquellos esfuerzoscomo indiferencia, o cautela. Bébéasumió su relación con la señoraFlament, pero François sabía que todaslas noches, cuando la besaba en la frenteo en la mejilla distraídamente, le olía yse preguntaba si aquel día…

Él estaba alegre, contento, animado.El trabajo había ido bien. Los negociosmarchaban viento en popa. El empeñode los Donge había creado nuevos

puestos de trabajo en la ciudad. Cien,doscientas, quinientas personas vivíande los Donge, del esfuerzo de François yde su hermano Félix.

—Desde esta mañana somos lossuministradores oficiales de laIntendencia —le explicó a su esposa.

—¡Vaya! —respondió ella.Bébé sonreía por cortesía, y él le

echaba en cara que no compartiera suentusiasmo. Entretanto, ella se habíapasado todo el día en su charca heladade soledad.

—¿No te alegras?—Por supuesto. ¿Vas a salir esta

noche?—Tengo que ir sin falta a ver al

abogado por lo del contrato.—Quería enseñarte las cortinas que

he comprado para el saloncito…Un gesto vago por toda respuesta:

esos asuntos a él no le incumbían. ¡Solofaltaba que encima tuviera que ocuparsede las cortinas del «saloncito»! ¿Las quehabía antes, de la época de sus padres,no eran lo bastante buenas?

—Volveré tarde. No me esperesdespierta.

Y cuando François regresaba a casa,en los pliegues de la ropa y en los porosde la piel se había quedado impregnadoel aire tonificante del mundo exterior,que Bébé percibía como miasma.

—¿Estás durmiendo? —le

preguntaba.Bébé no contestaba, pero François

sabía que no dormía, y eso le irritaba.Sin embargo, si ella fingía dormir erapara que no se notara que se habíaquedado despierta esperándole,pendiente de los menores ruidos. ¡Y élno había entendido nada!

«Si no te quisiera del todo, no mehabría casado contigo». Por lo tanto,como se había casado con ella…

Un rayo de luz se ensanchó y dejóentrever una figura con el pelo lleno dehorquillas. Era Jeanne, que entraba pararegañarle.

—François, será mejor que te tomesalgo para dormir. Hace una hora que te

oigo suspirar y dar vueltas en la cama.Voy a echarte veinte gotas. ¡Bébetelas!Como esto siga así, se nos pondrán atodos los nervios como a mi pobrehermana…

8

—Siéntese, señor Donge.El abogado Boniface dejó que

transcurriera un instante de silencio,como hacía en el tribunal, durante elcual aprovechó para aspirar un poco derapé, con el que se embadurnó las fosasnasales. Acto seguido, miró a Donge conla ferocidad con que un examinadorobserva a un aspirante.

—Creo que coincidimos en casaDesprez-Mouligne, de mi cuñada, ¿no esasí?

—No era yo, sino mi hermano Félix.Sin duda Boniface había adquirido

la costumbre de aspirar rapé al estar

prohibido fumar en el Palacio deJusticia. Lo hacía de manera desmañada:su barba gris y su pechera estabansalpicadas de polvo de tabaco. Era elpropietario de la toga más raída deljuzgado y no se cuidaba las uñas. Sediría que hacía ostentación de la mugrede un modo agresivo, como un signoexterior de su integridad moral.

A François lo había recibido lacriada más seca y más fea de la ciudad.El amplio pasillo estaba pintadoimitando mármol y había adquirido latonalidad de una bola de billar vieja; enla casa flotaba un olor a platos sucios.

El abogado Boniface era viudo ytenía una hija jorobada. Tal vez por

temor a que su despacho, muy oscuro acausa de los muebles negros, parecierademasiado alegre, había hecho ponervidrieras hasta la mitad de las ventanas.

—Es evidente que si usted hubierapresentado una denuncia o si le hubieracitado el Ministerio Público no le habríapedido que viniera a verme.

François estaba tan perdido eintimidado como el primer día en quefue a la escuela. Aparte de su familia,aún no había tomado contacto con elmundo exterior, y el despacho delabogado era un sitio igual de lúgubreque la antesala del Palacio de Justicia.En él uno se sentía materia judicial, unamateria que Boniface iba a empezar a

remover con fría y feroz energía.La alfombra estaba desgastada; el

escritorio, atestado. El aire olía a papelantiguo. Lentamente, y poniendo en elademán la misma elocuencia que en sumodo de aspirar rapé, Bonifacedesplegó un pañuelo, hundió en él lanariz, se sonó con estrépito entre tres ycinco veces, examinó con interés elresultado obtenido y dobló el pañuelocon esmero.

Había otro detalle que colocaba aFrançois en situación de inferioridad:nunca había recurrido a Boniface, nicomo consejero, ni para una consulta, nicon motivo de una asesoría de lospleitos derivados de sus negocios. Él

siempre había confiado en un jovenjurista a quien aquel probablementemenospreciaba. Casi le hubiera gustadodisculparse por ello. Boniface era elúnico abogado de la ciudad digno de talnombre, el abogado de todas lasfamilias que se preciaban, cuyossecretos conocía mejor que un confesor.

—Según creo, su abuela era unaChartier. ¿Sabía usted que la conocí enmi juventud? Tenía un hermano,Fernand, que era teniente de caballeríaen Saumur, donde vivía un primo míoque había heredado una pequeñapropiedad a unos kilómetros de la casade los Chartier. Chartier padre eracontable. Recuerdo que padecía de gota.

Fernand Chartier protagonizó un feoasunto de juego en Montecarlo y murióen las colonias. ¿Estaba usted al tanto?

—Tenía una vaga idea.Delante de Boniface, bajo su velluda

y mugrienta manaza, asomaba unacarpeta color salmón con un dossier queostentaba en letra redonda las palabras:«caso Donge». Allí dentro se hablaba deBébé.

—Por lo que respecta al Donnevillecon el que se casó su suegra, si no meequivoco era un ingeniero oriundo delnorte, de Lille o de Roubaix. Tengoentendido que después de casarse aceptóun trabajo en Turquía. Por aquellaépoca, Eugénie Chartier tenía fama de

ser una de las mujeres más guapas de laciudad.

Su mano abría y cerraba la carpeta.François se estaba preguntando cuándoabordaría de una vez el asunto. Elabogado lo planteó sin más preámbulos:

—Verá usted, señor Donge, lo máslamentable de este caso es el arma queutilizó mi clienta. En ocasiones losmiembros del jurado disculpan undisparo o una cuchillada, si bien losjurados de provincias son más severosque los de París. ¡Pero jamás semuestran indulgentes con lasenvenenadoras! En mi opinión, no lesfalta razón. Resulta casi imposiblealegar crimen pasional cuando este se ha

cometido recurriendo a un veneno. Bajoel efecto de una violenta emoción, unopuede disparar una pistola o inclusopropinar a alguien un hachazo. Encambio, cuesta admitir que la emociónperdure el tiempo suficiente paraprocurarse un veneno, esperar elmomento idóneo y realizar los gestosimprescindibles.

Boniface volvió a aspirar rapé sinapartar la mirada de François, quiennunca se había sentido tan incómodosentado en una silla. Sin duda era laprimera vez en la vida que Donge seveía incapacitado para reaccionar. Nose reconocía a sí mismo, ni tampoco eldrama, ni a la Bébé del «caso Donge»,

tal como aparecía en el dossieraplastado por la manaza del abogado.

—Por añadidura, mi clienta hacometido la imprudencia de confesarque se había agenciado el veneno tresmeses antes del crimen. ¿Conoce ustedal señor Roy, nuestro fiscal? Preveo yalas consecuencias que extraerá de talconstatación. ¿Puedo preguntarle, señorDonge, bajo qué régimen se casaronustedes?

—No hicimos capitulacionesmatrimoniales.

François contestaba dócilmente, convoz impersonal, como en la escuela.Estaba nervioso. En aquel despacho demuebles negros, objetos ajados, con

aquellas vidrieras de colores quetamizaban la luz, hubiera sido incapazde imaginarse siquiera la figura de sumujer, ¡su cara, sus cabellos!

—De modo que se casaron enrégimen de gananciales. Eso no mefacilita las cosas. ¿En cuánto estimausted su fortuna?

—No es fácil calcularlo.—Grosso modo…—Si tuviéramos que venderlo todo

de repente… La curtiduría no tienemucho valor. Pero la quesería, losterrenos, las dependencias y el utillajehan costado más de doscientos milfrancos. En cuanto al…

—¿Qué ingresos obtiene usted?

—Alrededor de los seiscientos milfrancos, entre mi hermano y yo.

—Entiendo. Son ustedes socios.Evaluemos el capital que le correspondeen poco más de dos millones. El fiscaldirá tres.

—No veo la relación —se permitiócontestar tímidamente François.

—¿La relación entre esa cantidad yel acto cometido por mi clienta? Eso esque usted ignora, señor Donge, que losenvenenamientos son, nueve de cadadiez veces, es decir, en un noventa ycinco por ciento, crímenes dictados porel interés. En el cinco por cientorestante, la autora es una mujer quequiere quitarse de encima a un marido

molesto para casarse con su amante. Esoes lo que se ve con frecuencia en lasgranjas. Por citar un ejemplo: unacampesina que quiere casarse con elcriado y echa mano a un matarratas paraenviudar.

Boniface desplegó de nuevo elpañuelo e hizo otro trompeteo nasal.Luego suspiró satisfecho y guardósilencio un momento mientras examinabaa su interlocutor.

—Me apresuro a añadir que no creoque ese sea el caso. No obstante, dadoque ignoramos el terreno que elegirá elMinisterio Fiscal para plantear sualegato, debemos estar prevenidos.Recuerdo el caso Martineau, en el que

uno de mis ilustres colegas parisinoshabía preparado minuciosamente elsumario. Sin embargo, el fiscal enfocóel caso de tal manera durante la vistaque…

François sudaba a mares. Si alguienle hubiera preguntado dónde seencontraba, le habría costado contestar.No acababa de situarse, ni en el tiemponi en el espacio. Venía a ser un supliciosimilar al de las salas de espera, peromucho más desconcertante. Para colmo,la voz del abogado barbudo ydescuidado no cesaba de perorar,satisfecha y despiadada, un tanto gutural:

—¡Dos millones es una cantidad másque respetable, señor Donge! Ignoro

quiénes integrarán el jurado. Habrá entreellos pequeños comerciantes acuciadospor la necesidad de hacer frente a unvencimiento de unos miles de francos,empleados, rentistas modestos…Cuando se les hable de dos millones…Hay otro detalle en el que tal vez nohaya caído usted: ¿quién le asegura queel domingo veinte de agosto fue laprimera vez que le vertieron arsénico enel café?

—Hombre…—¡Déjeme terminar! —Hablaba del

mismo modo que comería un ogrohambriento: con los dientes, con labarba, moviendo toda su mole—. Miclienta ha declarado que tomó el

arsénico de su laboratorio hace tresmeses. Y todo el mundo sabe, porque loha leído alguna vez en las crónicas delos sucesos o en los informes de lostribunales, que para simular una muertenatural el arsénico debe administrarseen dosis progresivas. ¿Quién le aseguraque no lleva tiempo ingiriendo pequeñasdosis sin enterarse?

François abrió la boca para deciralgo, pero no le dio tiempo. Un gestocategórico de la manaza de uñasnegruzcas le dejó sin habla.

—Debemos razonar con frialdad.Prescindamos por ahora de los móviles.Nos consta que estos ya existían tresmeses atrás, puesto que entonces mi

clienta, exponiéndose a que alguien ladescubriera, sustrajo un frasco dearsénico de su laboratorio. Durante esostres meses, usted acudió con regularidada La Châtaigneraie…

¡Era imposible asociar la palabra«Châtaigneraie» en boca de Bonifacecon su casa luminosa y perfectamenteordenada!

—… Usted durmió, comió y tomócafé allí como siempre. En numerosasocasiones se reunió con su suegra, suhermano y su cuñada en el jardín dondetuvo lugar el drama. Por lo tanto, durantetres meses concurrieron las mismascircunstancias que llamaremosfavorables. ¿Por qué esperó mi clienta

tanto tiempo? ¡Déjeme hablar, señorDonge! Mi deber es poner sobre la mesatodas las hipótesis, y créame si le repitoque el señor Roy, el fiscal, no se privaráde hacerlo. ¿Aportó su mujer algunadote al matrimonio?

Si François se hubiera hallado en eldespacho del abogado Boniface, porejemplo, en calzoncillos, no se habríasentido más incómodo.

—No. Fui yo quien…—Su cuñada se casó al mismo

tiempo que ustedes. ¿Aportó alguna doteal matrimonio?

—Mi hermano tiene los mismosprincipios.

—¡No, señor Donge! Lamento verme

obligado, como abogado, a inmiscuirmeen este tipo de intimidades, pero aquí nocuentan los sentimientos. Ninguna de lasseñoritas D’Onneville pudieron aportardote alguna, por la sencilla razón de quesu madre carece prácticamente defortuna, por no decir de recursos. De nohaberse producido determinadosacontecimientos, la señora D’Onnevilledisfrutaría hoy de una posiciónrespetable. Para desgracia suya, desdesu regreso a Francia cambiaron muchascosas en Turquía, y las acciones que ledejó su marido hoy apenas tienen valor.Por eso su suegra no tardó en hipotecarla casa de sus padres en Maufrand.

De repente, François pensó en la

mosca debatiéndose en la superficieoscura del agua, pero ya no lacomparaba con Bébé, sino con élmismo. No cesaba de sudar, y teníaganas de pedirle al abogado que abrierala ventana; necesitaba respirar aire puro,ver pasar a hombres normales por lacalle, oír otras voces aparte de lacomplacida voz del abogado.

—En resumidas cuentas, usted y suhermano mantienen a la señoraD’Onneville desde hace diez años.

François habría querido gritar:«¡Déjeme en paz con sus sermones!Todo esto no tiene nada que ver conBébé, ni con nosotros, ni con LaChâtaigneraie, ni con…». Le temblaban

las manos y tenía la garganta seca. Vercómo Boniface se introducía el rapé enlas narices llenas de pelos le provocabanáuseas.

—Comprenderá usted que cualquiercaso, ya sea el más grande o el máspequeño, tanto un caso de paredmedianera como un crimen, debeexaminarse bajo todos los puntos devista.

—Mi mujer no necesitaba dinero.—Pongamos que usted le daba todo

el dinero que quería. Pero ¿está segurode que su presencia, el hecho de queusted estuviera vivo, no le impedíautilizarlo como ella deseaba? ¿Estáseguro de que la vida que llevaba con

usted era la que ella ansiaba vivir? —Elviejo de las barbas esbozó una sonrisa:le traían sin cuidado las personas, noveía más que los actos y sus mecanismos—. La señora D’Onneville siempre hasido una mujer frívola y ha educado asus hijas con la misma mentalidad. Y esdel dominio público que se quejaba dela «atmósfera polvorienta» de nuestraciudad, como ella solía decir. La manerade vestir de su mujer no diré quecausase escándalo, pero sorprendía, aligual que la indiferencia y el desprecioque mostraba hacia Ornaie. Usted es unhombre de negocios, señor Donge…

—Puedo asegurarle que…—¡Bla, bla, bla…!

François se quedó estupefacto.¿Cómo podían salir esas sílabas deaquella boca?

—En asuntos de este tipo, debeaprender a no asegurar nada. Así pues,he demostrado que…

François estuvo a punto de gritar:«¡Usted no ha demostrado nada!».

—He demostrado que el crimen porinterés no debe descartarse a priori.Hemos examinado los números.Volvamos a los hechos. Aquel domingono sucedió nada anormal ni excepcional.Su esposa no recibió ninguna cartaanónima. La noche anterior no seprodujo discusión alguna entreustedes…

—¿Cómo lo sabe? —se atrevió aobjetar François. El abogado apoyó lamano en el dossier, acariciándolo.

—Todo está aquí dentro. Tenemoslas declaraciones de mi clienta. Nosconsta asimismo que aquella mañanaustedes no se vieron hasta la hora decomer, de lo que deduzco que aqueldomingo no había más motivo paraenvenenarle que cualquier otro día. Y lediré más…

François fue incapaz de contenerse yse levantó de un salto, pero Boniface loobligó a sentarse con un gestoterminante.

—Luego escucharé sus objeciones.Le diré más: aquel domingo había por lo

menos tres testigos, y entre estos secontaba el más peligroso para su mujer,su hermano, cuyo cariño hacia usted esde todos sabido.

»Señor Donge, obviamente su mujersabe que usted es químico. Su hermano,aun careciendo del título, está tanfamiliarizado como usted con losvenenos que utilizan a diario en sufábrica. —Esta vez Boniface no sonrió,aunque observó con aire satisfecho a suinterlocutor mientras se manoseaba labarba—. ¿Por qué ella, una mujerinteligente, le administra ese día, y nootro, una dosis semejante? Se lo dirépero, si lo prefiere, imaginemos quequien le habla es la fiscalía. Aquel

domingo su mujer comete un error.Hasta entonces, le ha administrado en elcafé pequeñas dosis de arsénico, lasjustas para irle minando poco a poco ypreparar el terreno. Ese día, en el jardíndemasiado soleado, rodeada de variaspersonas, su mano vacila y…

—Le juro que todo eso es…Boniface, contrariado, soltó un

suspiro.—¡Por favor, señor Donge! Estamos

repasando los hechos, y nada puedohacer si la lógica nos lleva a formularciertas hipótesis. No soy yo quien ha dejuzgar, sino unos hombres sencillos quesolo sabrán de usted y de mi clienta loque se diga en el tribunal.

Entonces François reaccionó comola mosca en el agua helada. Se quedóparalizado; ya no se sentía con fuerzaspara luchar. ¿Seguía escuchando? Laspalabras de Boniface le llegaban de muylejos, pero con una nitidez que tenía algode crudo, de implacable.

—La instrucción finalizó ayer. Estamañana se enviará el sumario a lafiscalía. Por desgracia este no es obramía, sino de su mujer, y ella se hanegado en todo momento a seguir misconsejos. ¿Cómo podríamos haberalegado un crimen pasional sininvolucrar a terceros? Existen en su vidaciertas aventuras lo bastante notoriascomo para que sea conveniente

mencionarlas en la vista con ladiscreción que requieren.

Pronunció estas últimas palabrasatropelladamente. Saltaba a la vista queBoniface reprobaba cualquier atentadocontra la moral: su hija jorobada, lacriada intratable, sus uñas mugrientas ysu despacho lúgubre como una rebotica,los libros descuajaringados colocadoscomo los frascos sobre estantes de colornegro…

—El señor Giffre, el juez deinstrucción, para quien este es su primercaso importante desde que fue destinadoaquí, ha dirigido los interrogatorios conuna prudencia y una sagacidad que nome abstengo de calificar como

admirables. Si me lo permite, le leeréalgunas de las respuestas de mi clienta.

¿Aparecería por fin Bébé, siquieradeformada por el terrible abogado y porel juez aficionado a montar en bicicleta?Boniface abrió el dossier de la carpetacolor salmón y extrajo unas hojasmecanografiadas.

—Pregunta: Ayer usted declaró queno sentía celos de su marido y que, unassemanas después de contraermatrimonio, le concedió entera libertaden sus relaciones con las mujeres.

»Respuesta: Siempre que no meocultase nada.

François cerró los ojos un momento.Le parecía estar viendo a Bébé

respondiendo con voz clara, erguida ycon las facciones endurecidas. Bonifacele echó un vistazo y prosiguió la lectura:

—Pregunta: ¿Ese pacto fuerespetado a partir de entonces porambas partes?

»Respuesta: Siempre.»Pregunta: ¿Quería usted a su

marido?»Respuesta: No lo sé.»Pregunta: Dicho de otra forma,

¿vivían ustedes como marido y mujer omás bien como amigos, según parecedesprenderse de sus anterioresdeclaraciones?

»Respuesta: Como marido y mujer.Boniface volvió a escrutar el rostro

de François, que permanecíarigurosamente inmóvil, esta vez conmayor curiosidad. Saltaba a la vista queel abogado no podía entender que sepudiese vivir como…

—Pregunta: ¿Tales actitudes no leparecen contradictorias?

»Respuesta: Entonces no lo creía.»Pregunta: ¿Y ahora?»Respuesta: No lo sé.»Pregunta: ¿Mantiene usted que no

atentó contra la vida de su marido porcelos?

»Respuesta: Sí.—¡¡Es evidente!! —intervino

François.Boniface, sorprendido y atónito, se

quedó mirando a François con estuporrayano en lo cómico. Y, dado queFrançois no decía nada, se apresuró aatiborrarse la nariz de rapé y prosiguió:

—Pregunta: Señora Donge, le haréuna pregunta más concreta. Si el móvildel crimen no son los celos, ¿deboconcluir que actuó por odio o por amor?

»Respuesta: Por odio.»Pregunta: Sin embargo, ayer

mismo usted declaraba que quería a sumarido. ¿En qué momento el odiosustituyó al amor?

»Respuesta: No puedo precisarlo.»Pregunta: ¿Hace varios años?»Respuesta: No lo creo.»Pregunta: ¿Un año?

A François aquello le recordócuando iba de niño al confesonario: elsacerdote se empeñaba en saber si habíapecado de intención, pensamiento, gestoo mirada.

—Respuesta: No lo sé.»Pregunta: ¿Seis meses?»Respuesta: Probablemente más.»Pregunta: ¿Y pensó en matar a su

esposo cuando sustrajo el veneno de sulaboratorio?

»Respuesta: Todavía no teníaintención de matarlo.

»Pregunta: ¿Qué se proponíaentonces?

»Respuesta: No lo sé. Nuestromatrimonio no podía seguir así. Tenía

que ser él o yo. No tuve valor paramatarme, quizá por Jacques. Un niñonecesita más a su madre que a su padre.

»Pregunta: De modo que se planteócuál de los dos tenía que morir.

»Respuesta: Eso es.»Pregunta: ¿Duró mucho tiempo esa

incertidumbre?»Respuesta: Varios meses.»Pregunta: ¿Dónde guardó el

arsénico mientras tanto?»Respuesta: En mi tocador, dentro

de una polvera.»Pregunta: Y cada vez que su

marido acudía a La Châtaigneraie,¿usted podía mirarlo, podía comer conél y dormir en la misma habitación aun

sabiendo que un día u otro atentaríacontra su vida?

»Respuesta: No lo había decididotodavía, pero le daba vueltas a la idea.

»Pregunta: Debía de reprocharle asu marido cosas terribles.

»Respuesta: Ya no podía vivir a sulado.

»Pregunta: ¿Podría precisar esosreproches?

»Respuesta: No.»Pregunta: ¿Le negaba él lo

necesario para subsistir? ¿Lereprochaba algo? ¿La maltrataba? ¿Eraceloso o sospechaba de usted?

»Respuesta: No me hacía el menorcaso.

»Pregunta: ¿La animó alguien de suentorno a dar ese paso?

»Respuesta: No.»Pregunta: ¿Qué relaciones existían

entre su madre y su marido?»Respuesta: Supongo que las

normales entre yerno y suegra. Françoisno se mostraba intolerante con ella y ledaba dinero.

»Pregunta: ¿Nunca discutía conella?

»Respuesta: Casi nunca.»Pregunta: ¿Le hubiera dado usted

más dinero a su madre si hubieradispuesto de la fortuna de su marido?

»Respuesta: Quizá sí.»Pregunta: ¿Admite haber atentado

por odio contra la vida de su marido,pero es incapaz de explicar los motivosde ese odio?

»Respuesta: Sufría demasiado.»Pregunta: Los jueces

estadounidenses admiten, como causa dedivorcio, un motivo que nuestras leyesno reconocen y que denominan“crueldad mental”. ¿Acusaría usted a sumarido de “crueldad mental”?

»Respuesta:…»Pregunta: El domingo veinte de

agosto usted preparó fríamente sumuerte. Cuando salió de su habitaciónllevaba encima el arsénico. ¿Conocíalos efectos del veneno?

»Respuesta: Sabía que era mortal.

»Pregunta: ¿Y no le preocupabanlas consecuencias que podía acarrearlesu acto?

»Respuesta: ¡No! Aquello tenía queterminar de una vez por todas.

»Pregunta: ¿Qué era lo que teníaque terminar?

»Respuesta: No lo sé. Seríademasiado largo de explicar.

»Pregunta: Inténtelo.»Respuesta: Usted no lo entendería.»Pregunta: ¿Llevaba el arsénico en

la mano cuando sirvió el azúcar en elcafé?

»Respuesta: Lo llevaba metido en elpañuelo desde que bajé a la terraza.

»Pregunta: ¿No lo dudó en ningún

momento? ¿No sintió ningún escrúpulo?»Respuesta: No.»Pregunta: ¿Cuándo decidió atentar

contra la vida de su marido?»Respuesta: Por la mañana, al

levantarme. François pasaba el rodillopor la pista de tenis. Iba en pijama yzapatillas.

»Pregunta: ¿Bastó esa visión paradecidirla a acabar con su vida?

»Respuesta: Sí.»Pregunta: ¿No le remordió la

conciencia al verle beber el caféenvenenado?

»Respuesta: No. Solo me preguntési se daría cuenta.

»Pregunta: ¿Y no notó nada

extraño?»Respuesta: Creo que le encontró

mal sabor. François no se fija en losdetalles.

El abogado observó a Donge. Noentendía por qué su interlocutor seagitaba en la silla; seguramente seencontraba ante un «Françoisinesperado»…

—Prosiga —dijo Donge muy serio.—Observará que este interrogatorio

está conducido con mano experta. No esel primero que tengo entre las manos, ypuedo asegurarle… Veamos, ¿por dóndeíbamos?

»Pregunta: A partir de esemomento, ¿esperó usted el resultado de

su acción?»Respuesta: Sí.»Pregunta: ¿En qué pensaba?»Respuesta: En nada. Me decía a mí

misma que por fin todo había terminado.»Pregunta: ¿Se sentía liberada?»Respuesta: Sí.»Pregunta: ¿De qué se sentía

liberada?»Respuesta: No lo sé.»Pregunta: Quizá de una tutela que

la incomodaba, ¿no es así? ¡Ahorapodría llevar la vida que le apeteciera!

»Respuesta: No es eso en absoluto.»Pregunta: Y cuando él se levantó

con los primeros dolores y fuetambaleándose al baño…

»Respuesta: Deseé que todoterminase cuanto antes.

»Pregunta: ¿No temió que sedescubriera su crimen?

»Repuesta: No lo pensé.»Pregunta: Si su marido hubiera

muerto, ¿qué habría hecho?»Respuesta: Nada. Hubiera seguido

viviendo con mi hijo.»Pregunta: ¿En La Châtaigneraie?»Respuesta: No, no lo creo, aunque

quién sabe… No había previsto losdetalles. Solo sabía que tenía que ser élo yo porque no aguantaba más.

Boniface se quedó pasmado cuandoalzó los ojos del dossier que acababa decerrar y vio que François le miraba con

expresión de triunfo. A François, por suparte, le decepcionó la miradapenetrante que le dirigió el abogado.

—¿Lo ve? —exclamó Donge.—¿Qué es lo que tengo que ver?—Me parece que…—Pues a mí me parece, señor

Donge, que nos hallamos ante un caso decinismo como no he visto otro en mi yalarga carrera. Si le soy sincero, esperépoder escudarme en la irresponsabilidadde la acusada. Por desgracia, los tresexpertos que han sido nombrados para elcaso, y cuyo juicio respeto, se muestrancategóricos: su mujer es plenamenteresponsable de sus actos, a lo sumopodríamos alegar cierta

hipersensibilidad debida a la soledad enque ha vivido durante estos últimosaños. Tal vez si hubiera utilizado unrevólver…

—Pero es que no se da cuenta deque precisamente…

François casi hubiera llorado derabia ante tanta incomprensión. Ya no sesentía en el despacho del abogadoBoniface, sino en una suerte de laberintodonde se debatía en vano, tropezándosecon paredes desnudas y superficies queno ofrecían asidero alguno.

¿Cómo no se daban cuenta todosellos, el juez, padre de seis o siete hijos,el fiscal y Dios sabe quién más, de quedetrás de las respuestas de Bébé, tan

claras, tan francas, tan explícitas,había…?

Él sí lo había entendido pero, pordesgracia, se sentía incapaz deexplicarlo. Aquel pálpito, el pulso quelatía y latía… El tipo de vida que ellaansiaba a toda costa… Y, sin embargo, asu alrededor no encontraba más que elfrío desierto del agua verdosa en que ibaa hundirse. La conciencia de que era laúnica persona en el mundo, el hombreque… Durante años, él había podido…Durante años, cien, mil veces, habíatenido ocasión de comprender… Habríabastado con hacer un gesto…

Bébé lo sabía. Estaba pendiente detodas sus reacciones. Él llegaba

rebosante de vida; se cambiaba de traje,se desperezaba… ¿Por fin aquellavez…? ¡Pero no! Satisfecho al disponerde unas horas de descanso, Françoispasaba el rodillo por la pista de tenis,en pijama y zapatillas, con el peloalborotado. Reparaba el grifo de lacocina, corría a la ciudad a comprarchampiñones. Disfrutaba en solitario,sin dignarse… Y entonces llegó alguiena quien aferrarse: Mimi Lambert, quetraía a la casa la ilusión… ¡Él la echócon cajas destempladas! ¿Por qué? Nolo sabía. ¡Tal vez porque era su casa!¡Porque él era el amo y señor! ¡Porqueél era el hombre! Solo él importaba,aunque no estuviera casi nunca en casa.

«Tú has querido casarte, hermanita,así que ahora confórmate. Pero te hascasado con un Donge, y los Donge…».Jeanne había sabido liberarse porque noamaba lo suficiente. Los comités, lasayudas infantiles y las obras debeneficencia le bastaban pararestablecer el equilibrio y desfogar susenergías.

Para su desgracia, Bébé habíaamado hasta la perdición, ¡sin remedio!¡Y él no se había dado cuenta de nada!

—Lo único que puedo decirle, señorDonge, puesto que ha perdonado a sumujer y desea que la absuelvan, es que,como abogado…

Boniface, como hombre, juzgaba a

ambos con mucha más severidad quecualquier jurado. El hombre volvió allenarse las narices de rapé.

—No puedo adelantarle en québasaré mi alegato, porque eso dependerátanto de la composición del jurado comode la requisitoria. Pero permítame quele confiese, con toda franqueza, que meenfrento a un caso extremadamentedifícil y que…

François no supo nunca cómo habíaconseguido salir de aquella trampa.Boniface debió de abrir la puerta, yFrançois, apenas vio la luz de fuera yaspiró un aire distinto, salió a todaprisa. ¿Llegó a balbucir una frase dedespedida? En la calle lucía el sol y

flotaba una nube de polvo. Un verduleroambulante arrastraba una carreta a laque iba atado un perro.

«Los jueces estadounidenses…»,había dicho el juez de instrucción, quienno era tonto… ¿Qué palabras habíaempleado? «Crueldad mental». Françoisintentó arrancar el coche tres veces sindarse cuenta de que se había olvidadode meter la llave en el contacto.

Bébé había declarado: «Tenía queser él o yo. Un hijo necesita más a sumadre que a su padre».

François no se acordaba de que enOrnaie era día de mercado, así quedurante un largo rato estuvo tocando elclaxon en una esquina atestada de gente.

—¿No ve que hoy está prohibidocircular en coche? —le gritó una mujerseñalándole un letrero entre losadoquines.

Él se vio obligado a hacer un montónde maniobras y dar marcha atrás.

9

François reconoció el paisaje, pues enuna ocasión había hecho el mismotrayecto con Félix.

Habían salido de Millau alanochecer, donde habían comprado unosguantes, dado que Millau era la ciudadde los guantes. El encargado de laquesería también se llamaba Millau.Para llegar a Cahors, había queatravesar una amplia llanura pedregosasin una sola casa, sin un triste árbol, undesierto de piedras como debe dehaberlos en la luna.

¿Por qué tenía hoy tanta prisa? Noera culpa suya si se le había olvidado.

Hacía todo lo posible por recordarlo.«¡Hacer todo lo posible!». ¿Quién habíapronunciado antes esa frase? Al parecer,no bastaba con eso. Y él todavía estabadébil. ¡No! Sinceramente, ni con lamejor voluntad del mundo, era incapazde precisar por qué tenía tanta prisa.

Estaba anocheciendo; la luz era lamisma que la otra vez, o, mejor dicho,reinaba una ausencia de luz que nollegaba a ser oscuridad. Esta noprovenía de ningún sitio. Las piedraseran del mismo color gris frío que elcielo. No había sombras, solo algunaspiedras más gruesas que las demás; talvez aerolitos.

La jornada había terminado, pero

aún no era de noche; François tenía a lavez calor y frío. Sudaba y tiritaba. Pormucho que pisaba a fondo el acelerador,su vehículo avanzaba a la velocidad deun escarabajo. Dentro de poco pasaríapor delante de Bébé, pero no la vería.¿O más bien fingiría no verla? Sabía quesu mujer estaba allí, a la izquierda, juntoal coche blanco. Llevaba un vestido demuselina color verde que le llegabahasta los tobillos, una amplia pamela depaja en tonos cremas, sombrilla enmano. ¡Menuda ocurrencia cargar conuna sombrilla viajando en coche! Claroque el coche era descapotable… Dehecho, se parecía al de Mimi Lambert.

¡Allá ella!

Como era previsible, Bébé intentaballamar su atención haciéndole señas conla sombrilla. ¿Por qué iba en esepequeño coche blanco? ¿Por qué sehabía aventurado sola en el desiertolunar? ¿Por qué se había desviado de lacarretera por aquel sendero, de donde yano podía salir?

Bébé había sufrido una avería. ¡Alláella! François tenía prisa… ¡Santocielo! ¿Cómo era posible que no seacordara de adónde iba y qué tenía quehacer con tanta urgencia? François seplanteó fingir no haberla visto. Porsupuesto, aquella no sería una actitudnada cortés o galante. Y su padre, pese aser un curtidor, les había enseñado a sus

hijos a ser educados.—Hola, Bébé.¡Sin más! ¡Con alegría! Sin

detenerse, sin frenar, ¡como si no sehubiera percatado de que ella habíasufrido una avería! Bébé seguíahaciéndole señas con la sombrilla.¡Demasiado tarde! Él ya había pasado.Se suponía que no veía nada detrás deél… ¿Cuánto tiempo se quedaría allí?François no podía perder un minuto.Tenía una cita urgentísima; la prueba deello era que le esperaba una multitud.

En la sala había más de cienpersonas. Conocía a algunas y a otrasno: los obreros empleados en su fábrica,el camarero del Café du Centre, aquel

que, el día de Año Nuevo, solíaregalarle una botella de licor y un lápizcon publicidad…

—Siéntese. —Era una voz firme.—Antes me gustaría explicarle,

señor le Roy… -susurró François.—Bla, bla, bla… Le he dicho que se

siente.¿Habían reconocido los presentes al

abogado Boniface? El traje mayestáticole confería otro aspecto, pero su barba,apenas más lisa, y sus cejasenmarañadas eran las mismas. Porqueiba vestido de rey, con manto de colorrojo y corona, y sostenía un cetro. Cadavez que decía «bla, bla, bla…», le dabaunos golpecitos en el hombro con el

cetro, y su rostro encendido como el deun rey de baraja expresaba hilaridad.Tal vez por eso los demás no lereconocían: ¡por aquel rostro encendidoy aquella amplia sonrisa!

—Amiguito —dijo Boniface.—Perdone, pero yo no soy su… —

terció François.—Bla, bla, bla… ¡Y zas!, un fuerte

golpe de cetro en la cabeza. EntoncesFrançois se dio cuenta con espanto deque iba en calzoncillos. ¡Tenían quedejarle tiempo para vestirse! No podíacomparecer en calzoncillos ante el rey,pues llevaría todas las de perder.

—Majestad…—¡Silencio! Y silencio también al

fondo de la sala.François se volvía y solo veía

cabezas, cientos de cabezas —habríaentrado más gente—, en una espaciosasala revestida de madera negra, como eldespacho de Boniface.

—Crueldad mental… Padece ustedde crueldad mental, amiguito… ¡Ja, ja!El tribunal le condena a veinte años dehospital. Hermana Adonie, ¡llévese alcondenado!

—¡Señor! Señor, son las ocho.La anciana criada de la casa del

Quai des Tanneurs miraba a Françoisangustiada.

—¿Qué traje querrá ponerse elseñor? —le preguntó—. Será mejor quetome un baño. Su cama estácompletamente deshecha. Seguro que hatenido un sueño agitado.

—¿Qué tiempo hace? —dijo él.—Está lloviendo.Un traje negro quedaría demasiado

exagerado; iba a parecer que… Mejorun traje gris.

Por otra parte, no tenía quecomparecer ante el tribunal: Boniface lehabía suplicado que se quedase en casa.

No le ha citado ni el MinisterioPúblico ni la defensa. Prefiero utilizarsus declaraciones anteriores, segúnconvenga, a verlo en el estrado. Si el

presidente, en virtud de su poderdiscrecional, decide hacerlecomparecer, le llamaré por teléfono.Quédese en casa.

Se respiraba una atmósfera defuneral. Por la casa circulaban unasinhabituales corrientes de aire. Laanciana criada había llorado; hablaba aFrançois como si se dirigiera a alguienque hubiera perdido a un familiar.

—Si come algo se encontrará mejor.Les había dado el día libre al

servicio. Se notaba que las oficinasestaban vacías, pues no se oían losruidos familiares de la fábrica. Félix yJeanne llegaron en coche. Su hermanoestaba muy serio; parecía preocupado.

Al principio le miró con inquietud yluego le besó en ambas mejillas.

—¿Cómo estás, François?Vestía con más esmero que de

costumbre. Jeanne también, pero ella ibade negro. Los dos acudirían al juzgado,donde les habían citado.

—Tú estate tranquilo, ¿eh? —insistió Jeanne—. Todo irá bien. Porcierto, he recibido un telegrama de mimadre.

Le alargó un papel azul.

VIOLENTO ATAQUE DE REUMASTOP IMPOSIBLE VIAJAR STOP HEENVIADO A BONIFACECERTIFICADO MÉDICO YDECLARACIÓN ESCRITA STOP

TELEGRAFIADME VEREDICTOSTOP BESOS VUESTRA MADRE

Miraron el reloj: eran las nuevemenos diez. La vista empezaba a lasnueve.

—Por favor, Félix, telefonéame encuanto hayas declarado.

Marthe, a quien también habíanllamado a declarar, llegó de LaChâtaigneraie en autobús. Jacques sehabía quedado solo con Clo.

—Hasta luego —se despidió Félix.Trataron de sonreírse, pero no

pudieron. Una fina lluvia se deslizabapor los cristales. Apenas quedaban unaspocas hojas amarillas en las ramas

negras de los árboles del muelle.Enfrente de la casa, un pescadorpermanecía inmóvil, petrificado en suimpermeable, la mirada fija en el corchorodeado de pequeños círculos.

—El señor debería hacer algo,cualquier cosa, para pasar el tiempo.

François tenía la mente en blanco yle ardían los labios de haber dormidomal y haber soñado tanto. Se paseabapor delante del teléfono, pendiente de lallamada, a la espera de que le dijeranque corriese a la sala del juzgado.

—Con dos sesiones bastará —habíaasegurado Boniface—. Dado que midienta lo ha confesado todo, elMinisterio Público ha renunciado a oír

la versión de la mayoría de los testigos.Yo he hecho lo mismo. Cuantos menostestigos haya, más cómoda es la defensa,porque así el abogado tiene campo libre.

François había propuesto esperar enun café que había al lado del Palacio deJusticia.

—Es usted demasiado conocido enla ciudad. La gente se enteraría y loconsideraría una desfachatez.

¿Qué era lo que Boniface le habíaobligado a escribir? François habíaintentado negarse, ya que las fórmulas leparecían ridículas, ¡y tan lejos de larealidad!

«Con plena conciencia de

mis facultades, ante Dios y antelos hombres…».

—¿No cree usted que…? —le habíapreguntado al abogado.

—Escriba lo que le digo. Es elestilo más conveniente de cara a losmiembros del jurado.

«… perdono a mi mujer eldaño que me ha hecho y el queha intentado hacerme…».

—Escúcheme, señor Boniface. Notengo nada que perdonar. Consideroque…

—¿Quiere o no quiere usted ayudara la defensa?

«… Soy consciente de que lasoledad y la inactividad en quehe abandonado a una mujerjoven, acostumbrada a una vidamás lujosa…».

—¿No cree usted que si saliera adeclarar y…?

—Les diría lo que me ha dicho a míy nadie entendería nada. Con tantojustificar a su mujer, se expondría aconseguir el resultado contrario. Demela carta.

El timbre del teléfono hizo queFrançois se estremeciera y seprecipitara hacia el auricular.

—¡Diga! Sí, François Donge. ¡No,señor! Hoy están cerradas las oficinas.Debería usted saberlo… No. Me estotalmente imposible tomar nota de unpedido.

Echó una ojeada al reloj sin soltar elteléfono. ¡Las nueve y cuarenta! Lalectura del acta de acusación tenía quehaber terminado, puesto que no eran másde diez páginas mecanografiadas.

En el jurado habían tenido quedistribuir permisos para poder entrar.Estaban allí todas las señoras de laciudad, entre ellas Bébé, pálida, digna,

como en la iglesia, sentada en el bancodel comité encargado de recaudarfondos… Boniface debía de haberledicho que, a petición suya, François noestaría allí. ¿Tal vez ella lo buscaba conla mirada entre la multitud?

Los miembros del jurado se hallabana un lado, en perfecto orden y con susmejores trajes, como esperando a serfotografiados, como en el retrato de losmaestros curtidores…

—El señor debería hacer algo,cualquier cosa… —insistía la criada.

¡Las diez y media y ni una llamada!François bajó a su despacho, subió a suhabitación, volvió a bajar, abrió lapuerta de la calle.

—Ya sabe el señor… —le advirtiójadeante.

La mujer creía que François sedisponía a marcharse. Le habíanmandado cuidar de François, quiensimplemente quería tomar el aire. Corríael mes de octubre. Hacía fresco. Elpescador seguía allí. Pasaron unos niñosembutidos en chubasqueros que lesdaban aspecto de gnomos.

—¿No es el timbre del teléfono? —preguntó él.

—No, señor, es el despertador de mihabitación.

Por fin, a las once y cuarto, sedetuvo un coche junto a la acera. Era elvehículo de Félix, quien apareció sin

sombrero.—¿Cómo ha ido? —soltó François.—Sin complicaciones —le explicó

su hermano—. Por lo visto el jurado semuestra bastante comprensivo, salvo elfarmacéutico. Boniface ya habíarecusado a cinco… Por supuesto, hannombrado al farmacéutico presidente deljurado.

Félix parecía venir de otro mundo.—¿Y ella?—Perfecta, como siempre. Quizás ha

engordado un poco. Al verla entrar, todoel mundo se ha quedado sin habla.

—¿Cómo iba vestida?—Llevaba el traje sastre azul marino

y un sombrero oscuro. Parecía que

entrara en el salón de una gran fiesta. Seha sentado muy tranquila y luego hamirado a su alrededor… —A Félix se lehizo un nudo en la garganta.

—¿Y el fiscal?—Es un tipo gordo con forúnculos.

Ha estado implacable, aunque menos delo que cabía esperar en él. Pero, hasta elmomento, todo ha transcurrido conmucha normalidad. Como si se limitasena cumplir formalidades del tipo:«¿Desea hacer alguna pregunta más altestigo?». Y Boniface: «No, señoría».«¿Y usted, letrado?». «Tampoco,señoría».

»Incluso los testigos parecíandecepcionados de que les hubieran

hecho acudir por tan poca cosa.Dudaban en abandonar el estrado. A lamujer de la tienda de modas no habíaquien la sacara de allí, hasta el puntoque la gente ha empezado a reírse y elpresidente ha tenido que insistir: “Leestán diciendo que puede retirarse,señora”. Al final se ha ido renegando yrefunfuñando no sé qué.

Al poco llegó Jeanne en taxi.—¿Cómo estás, François? —saludó

a su cuñado—. No sé si, a fin decuentas, hubiera sido mejor queestuvieras en el juzgado. Es mucho mássencillo de lo que parece. Me dabamiedo que me impresionara, pero no hasido así. Al llegar al estrado Bébé me ha

hecho una señal con la mano que losdemás no podían ver. Así, levantandolos dos dedos, como hacíamos depequeñas cuando queríamos decirnosalgo en la mesa. Juraría que ha sonreído.¡Niños, a comer! Félix tiene que estar enel juzgado a la una y media, cuando sereanude la vista.

En la mesa reinó un silenciosepulcral, solo roto por el tintineo de lostenedores.

—¿Se espera que termine hoymismo? —preguntó François.

—Dependerá del fiscal. Bonifacedice que él no hablará más de una hora—dijo Félix—. Por lo visto siemprepromete lo mismo, pero cuando nota que

se gana al público acaba perorandodurante dos o tres horas.

Félix se marchó. Jeanne, por elcontrario, se quedó con su cuñado. Lecomentó:

—Escucha, François, deberíamospensar en ciertas cosas…, aunque tocomadera. En caso de que la absuelvan,Bébé querrá ver a Jacques enseguida.¿No crees que es preferible no llevarla aLa Châtaigneraie? Será de noche, y temoque la casa le traiga recuerdos, así quete propongo que vayamos en coche.Conduciré yo, tú estás demasiadonervioso. Traeremos a Jacques aquí contodo lo que necesite. Si quieres, tambiénpuede venirse Clo. En una hora

estaremos de vuelta. Hasta entoncesseguro que Boniface no te necesitará.

Aún no eran las tres. Françoisterminó cediendo a los planes de Jeanne.Circularon en medio de la lluvia por unacalle desierta. El limpiaparabrisas nofuncionaba, de modo que Jeanne teníaque inclinarse hacia delante para verbien.

—En cuanto Félix te llame, te vaspara el juzgado. Deja el coche frente ala puerta que da a la Rue des Moines.

La verja blanca. Clo acudiócorriendo, pensando que traían la grannoticia, que quizá la señora…

—¡Clo, vista deprisa al niño! Metaen una maleta su neceser y su pijama —

ordenó Jeanne.—¿Dónde está mamá? —preguntó

Jacques.—Seguramente esta noche verás a tu

madre —le dijo su tía.—¿No la condenarán?Mientras ayudaban a vestir a

Jacques, François iba y venía por LaChâtaigneraie, que ya no reconocíacomo suya. Le daba la impresión de quela abandonaba para siempre, de queaquello era una mudanza definitiva.

—¿Y si llamo? —se le ocurriódecir.

—¿Adónde? —se extrañó su cuñada.—A casa.Donge telefoneó.

—¿Angèle? Soy el señor… ¿No meha llamado nadie? ¿Está segura? ¿No seha alejado del teléfono?… ¡Bien!Llegaremos dentro de media hora. ¿Estálista la habitación del niño?… Echeunos cuantos leños, sí, que harefrescado.

Con todo, el día transcurrió másdeprisa de lo que cabía esperar.Boniface debía de estar en plenoalegato, la nariz atiborrada de rapé, lasmangas desplegadas; cuando alzara lavoz, se oiría vibrar el eco de las sílabasen los rincones más alejados de la sala.Tal vez había jóvenes abogados quepermanecían de pie junto a la puerta delos testigos…

—François, te sentaría bien unacopa de aguardiente. Jacques estaba enla cocina charlando con la ancianaAngèle:

—¿Tú sabes qué ha hecho mamá?No la condenarán, ¿verdad? Si lo hacen,sería un error judicial. Me lo ha dichoMarthe.

Marthe, que se había dejado elparaguas en la sala de los testigos,regresó de la audiencia empapada.

—Ahora hablaba el señor Boniface—anunció la criada mientras se sonaba—. Muchas personas del público estánllorando. El señor Félix me ha dicho quevuelva y les diga que todo va bien.

—No, François. No vayas todavía…

—le rogó Jeanne.Pero él no aguantaba más. Se puso el

abrigo y buscó febrilmente el sombrero.Había anochecido. Se le olvidóencender los faros del coche y, cuandopasó por el puente, un policía le llamóla atención. En la plaza del Palacio deJusticia, la multitud iba y venía, como enel entreacto de una obra de teatro, ydiscutía en pequeños corros. Françoiscomprendió que el jurado se habíaretirado a deliberar. Permaneció en elcoche, estacionado en la acera, temiendoque le reconocieran. Vio salir a Félixdel estanco, sin sombrero ni abrigo. Estedescubrió enseguida el coche y le dijo:

—Acabo de llamarte. Sabremos el

veredicto dentro de unos minutos. Notenías que haber venido.

—¿Qué se prevé? —quiso saberFrançois.

—Nada malo. Boniface ha hecho unalegato magnífico. Por lo visto es buenaseñal que el jurado tarde tanto endeliberar, mientras que si acaban enpocos minutos… Quédate en el coche,François. ¿Te traigo algo de beber?

—No. ¿Y Bébé?—Como siempre. ¿Te ha contado

Marthe que había mujeres llorando en lasala? Boniface ha descrito largo ytendido su vida en Estambul, su familia,sus…

François le apretó con fuerza el

brazo al ver que la gente se empujabapara entrar en la audiencia. Instantesdespués, se supo que era una falsaalarma: el jurado seguía reunido. Félix,para entretener a su hermano, hablabapor los codos y sin convicción,desgranando frases:

—Se ha extendido mucho sobre lafalta de preparación de la juventudactual para la vida real y sobre lasinevitables repercusiones de unaeducación que descuida de manerasistemática…

Las luces se reflejaban en la plazallena de charcos. Unos periodistasretransmitían las novedades desde elcafé de la esquina. Un hombre de

mediana edad y bien vestido, queprobablemente había reconocido elcoche de Donge, tuvo el descaro depegar la cara al cristal y no se apartóhasta que vio que los dos hermanos lemiraban. Al instante, lo vieroncharlando con un grupo de gente en lasescaleras, señalando el coche.

—Quédate aquí, François —ordenósu hermano—. Cuando emitan elveredicto no debes…

De pronto sonó un timbre, como enel teatro. La gente se empujaba. Se veíansiluetas que corrían sorteando loscharcos.

—No te muevas de aquí, ¿me oyes?Un coche aparcó detrás de su

vehículo. Era Jeanne, que tampocoaguantaba más.

—¿Van a leer el veredicto? —dijo.François asintió a sus palabras.—Adelanta el coche unos metros —

siguió ella—. Dentro de un momentoaquí habrá mucha gente. Ahora te enseñola puerta.

Se trataba de una puerta de estilogótico como de sacristía. No habíaningún vigilante. Los escalones gastadosde la entrada daban a un corredoroscuro, más bien un subterráneo: lasentrañas del Palacio de Justicia.

—¿Adónde vas, François? —Jeannese alarmó.

Este dio unos pasos sin poder

evitarlo. Subió los escalones. Jeanne lesiguió, alarmada. El pasillo formaba unrecodo. Se advertía la presenciahumana, el calor animal: la gente seagolpaba a una puerta custodiada por unguardia; del interior se filtraba unafranja de luz. Al otro lado de la puerta,se adivinaba una multituddesconcertada. De pronto se alzó unavoz deliberadamente impostada y claraque recalcaba cada sílaba:

—La respuesta del jurado a laprimera pregunta es: Sí.

La primera pregunta era: «¿Tenía laacusada la determinación de matar a sumarido?».

—Segunda pregunta: Sí.

Aquí se trataba de la premeditación.A François le había costado entender lasexplicaciones de Boniface al respecto,quien le había dicho:

—Aunque el jurado conteste «Sí» ala primera pregunta, es posible queconteste «No» a la segunda.

—Pero si mi mujer ha confesadopremeditación…

—Eso no importa. Se trata dedeterminar el grado de la pena. Sicontesta «No» a la segunda pregunta, eljurado rebaja esa pena un grado.

Llegaba un rumor de la sala. Jeannebuscó la mano de François en laoscuridad y se la apretó. Sonó otra vezel timbre. Se llamó al público al orden.

—Respuesta a la tercera pregunta:Sí.

Se produjo un revuelo a sualrededor. Así pues, el jurado habíaapreciado circunstancias atenuantes.

—Quédate aquí, François —le rogósu cuñada.

De todas formas, aunque hubieraquerido entrar el guardia se lo hubieraimpedido.

Se hizo un silencio. Luego se oyeronunos pasos. Durante los escasosinstantes que iba a tardar el jurado endeliberar, la gente se dirigió hacia lasalida. Si el juicio hubiera durado doshoras más, si hubiera durado toda lanoche, nadie se habría marchado. Pero

desde el momento en que se sabía elveredicto…

—Estate tranquilo, François.Jeanne lloraba en silencio. No

podían verse; solo distinguían la franjade luz bajo la puerta y los galonesplateados del guardia.

—Tras haber deliberado el jurado…Dejaron de oírse los pasos sobre las

baldosas. De pronto todo el mundo sequedó quieto.

—… condena…Se escuchó un sollozo: era Jeanne,

pese a haberse jurado mantener lacompostura. No soltó la mano húmedade François.

—… a cinco años de trabajos

forzados…Se produjo un ruido extraño

parecido al del mar cuando arrastraguijarros al retirarse. Era la reaccióndel público. Algunos se marchaban.Otros se demoraban en la sala, cuyasluces estaban ya medio apagadas.

—¡Ven! —gritó la mujer.Jeanne conocía las dependencias:

ambos corrieron por un pasillo y sucuñada abrió una puerta. Entraron en unapequeña estancia sin más muebles queun banco, cuyas paredes eran de piedradesnuda. Enfrente había otra puertaabierta. Salieron los jueces, uno trasotro, y de pronto apareció Bébé, quiendescendió tres escalones, seguida por

dos guardias y por Boniface, que ibadesplegando sus alas negras…

Todo desapareció, la puerta abierta,la sala vacía, los representantes de laley y el abogado con su toga. ¿Seguiríaallí Jeanne? En la penumbra no quedabamás que Bébé, con un misterioso velobajo el sombrero que le cubría el rostro.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó suesposa a François. Y de inmediatoañadió—: ¿Dónde está Jacques?

—En casa. Yo pensaba que…Tenía un nudo en la garganta y las

palabras le brotaban ampulosas yásperas como huesos de melocotón.Alargó sus manos hacia las manosblancas de su mujer, que emergían de las

mangas oscuras del traje sastre.—Perdona, Bébé… Yo… —

balbuceó François.—¡Jeanne! ¡También tú aquí! —

exclamó Bébé.Las dos hermanas se fundieron en un

cálido abrazo, o más bien fue Jeannequien, sollozando, se arrojó en losbrazos de su hermana.

—No llores. Dile a Marthe… Daigual, creo que vendrá a verme mañana.Me he informado. Hasta dentro de unasemana no me trasladarán a Haguenau.

Mientras la escuchaba, Françoisrecordó la imagen de una película quehabía visto con… ¿Por qué tenía quehaber sido con Olga? Varias mujeres,

vestidas con uniforme de color gris yzuecos, caminaban en fila y, comofantasmas, ocupaban sus puestos a lolargo de las mesas de taller… Llevabanel pelo muy corto. En cuanto levantabanla cabeza, una celadora…

¿Qué importaba la presencia deBoniface y de los guardias? Llegados aese punto, ¿tenían algún sentido lasconvenciones sociales?

—Perdóname. Creo que lo heentendido… Yo confiaba en que… —ledijo a su mujer.

François adivinaba los ojos de Bébéa través de la fina gasa del velo. Ambospermanecían tranquilos y serios. Depronto ella sacudió la cabeza. Ya no era

una mujer como las demás: se habíaconvertido en alguien tan inaccesiblecomo debió de parecerles la Virgen alos primeros cristianos.

—¡No hubiera servido de nada,François! Es demasiado tarde,¿entiendes? Se ha terminado. Ni siquierayo sabía hasta qué punto… Cuando tetomaste el café, yo te miraba… Temiraba con curiosidad, solo concuriosidad. Para mí ya no existías… Ycuando te levantaste apretándote elpecho y saliste corriendo hacia lacasa… Yo solo pensaba: «¡Ojalá searápido!». Se ha terminado. Tal vez nodebería decírtelo, pero así es mejor. Selo he explicado al señor Boniface…

Creo que he esperado demasiadotiempo, que he confiado demasiadotiempo en que algo cambiase.

»Lo único que te pido es que dejesque Marthe siga cuidando de Jacques.Está acostumbrada y sabe lo que tieneque hacer. Señor Boniface, le estoy muyagradecida. Ha hecho usted todo lo queha podido. Sé que si hubiera seguido susconsejos desde el principio…, pero noquería que me absolvieran. ¿Qué es eso?

El fogonazo de un flash hizo queBébé se estremeciera. Un fotógrafohabía logrado introducirse en la sala.

—Adiós, Jeanne. Adiós, François —se despidió Bébé Donge.

Esta salió flanqueada por los dos

guardias en dirección al coche celularque la esperaba en el patio.

—Deberías pedir el divorcio yrehacer tu vida —añadió—. Quenosotros nos hayamos equivocado nosignifica que… ¡Tienes tanta vitalidad!

Esto fue lo último que François leoyó decir a su mujer: «¡Tienes tantavitalidad!». Y Bébé lo había dicho conenvidia, con pena.

Una puerta. Pasos.—Ven. —La que se venía abajo era

Jeanne, que se arrojó desesperada enbrazos de François—. ¡No es posible!¡No! ¡No es posible! ¡Bébé! ¡NuestraBébé! François, no dejes que se vaya…

François le daba golpecitos en la

espalda a su cuñada de formainconsciente. Boniface se hizo a un ladocarraspeando con discreción.

—¡François! —siguió Jeanne—.¡Bébé en Haguenau! ¿Por qué no dicesnada? ¿Por qué dejas que le hagan eso?¡François!… ¡No! Me niego a que…

Jeanne forcejeaba y François tuvoque llevarla a la salida, donde Félix lesesperaba, consternado.

—Pobre François… —dijo Félix.¡Ni hablar! ¡Nada de «pobre

François»! ¡No había «pobre François»que valiera! Pero lo que sí había era…¿Qué había? No podía explicárselo anadie, ni siquiera a Félix o a Jeanne. Loque había era que ahora le tocaba a él.

Ella había pasado, allá arriba, por lasuperficie lunar. Él gesticulaba, lallamaba…

—Demasiado tarde, François. —Bébé tenía prisa.

La arrastraba el engranaje. A él nole quedaba más que sentarse en susoledad y esperar que ella pasara otravez, si es que eso sucedía. Tenía queatender a los ruidos, a los pasos, alimpacto nítido de los aerolitos y al ruidode los vehículos que…

—François, sube al coche de Félix.Él conducirá.

Era la voz de Jeanne. Una acera, lalluvia, la cristalera de un café dondealguien jugaba al billar ruso… ¡Como si

él no pudiera conducir! Pero ¿para quépreocuparles?

—No tenías que haber traído aJacques. Ahora tendremos que…

—¡Quiero dormir en LaChâtaigneraie! —anunció François.

—Son las ocho… —dijo Jeanne.—¿Qué más da? Llevaremos a

Jacques y a Marthe. Conducirédespacio.

Tenía que tranquilizar a su hijo.Luego…

—Ya no es el mismo hombre desdeque Bébé… —dijo alguien.

¿Qué sabía la gente? La gente nuncaentiende nada; de lo contrario, quizá lavida resultaría imposible.

—Diríjase a Félix Donge. A partirde ahora, es él quien…

Boniface había asegurado, con lanariz atiborrada de rapé y la camisasucia:

—¿Cinco años? ¡Un momento! Tresmeses de prisión preventiva suponenseis meses de condena efectiva. Si a esoañadimos la reducción por buenaconducta más algún indultopresidencial… Pongamos unos tresaños, tal vez menos.

François contaba los días sinimportarle cuál de las Bébés regresaría.

Al menos estaría allí. ¡Al menosestaría allí!

E incluso si ya, como había

anunciado ella honestamente…

—Será mejor que hable con suhermano Félix.

GEORGES JOSEPH CHRISTIANSIMENON (Lieja, 13 de febrero de1903 - Lausana, 4 de septiembre de1989) fue un escritor belga en lenguafrancesa.

Abandonó los estudios secundarios pornecesidades económicas y se dedicó avarios trabajos ocasionales hasta entrar

a trabajar como reportero de La Gazettede Liège, trabajo que le permitióconocer los ambientes marginales de suciudad y que le serviría para susnovelas. Publicó por primera vez en1921, y un año después se instaló enParís, viviendo ambientes culturales ybohemios.

A partir de 1927 publicó, bajo diversosseudónimos, gran número de novelaspopulares. En 1931 empezó a publicarnovelas policíacas, a menudoprotagonizadas por el comisarioMaigret, que han contribuido a renovarel género. Viajó por todo el mundohaciendo reportajes y entrevistas. Tras

la Segunda Guerra Mundial, viajó aEstados Unidos, en donde permaneciódiez años, continuando con su laborliteraria. A su regreso, se instaló en laCosta Azul y posteriormente en unpueblo cerca de Lausana. Muchas de susobras, han sido adaptadas para cine ytelevisión.