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LA VIDA MUERTA

MARTÍN SOTELO

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a Daniel Carrillo

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I. Barbarroja

El cielo rosa humedecía la ciudad de Argel. El pirata renegado Barbarroja imaginaba ríos de sangre cristiana anegando las calles al otro lado del mar, en su antigua, odiada patria. Mientras esta visión le fanatizaba los ojos, en los baños se oían los arañazos de los cautivos, el rumor de pactos y sobornos, sodomías, súplicas, el tinti-neo de monedas...

Cuando las letras empezaron a diluirse en la página, el barquero plegó hacia arriba el ala de su sombrero de paja, lo deslizó hasta la nuca, cerró el libro y, poniéndose en pie, empuñó el remo largo. La vio entonces sobre el muelle musgoso y resquebrajado, como una aparición surgida del vuelo de la noche, no tan desdibujada ni tan in-móvil como sugerían la distancia y las sombras. Sabía que un anochecer como aquel la vería es-perándolo con el anhelo casual de una fuga nece-saria y pasajera y un motivo concreto oculto en

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algún resquicio de su cuerpo destemplado, rígido en la cita con el deseo. Y la oyó decir:

–Quiero cruzar el río.El barquero clavó la hoja del remo en el filo de

la ribera. Había envejecido sin probar la utilidad del oficio, desde que su padre, a su muerte, le de-jara en herencia aquella barcaza vieja y aquel trozo sucio de río entre dos lindes; también, al lado, la mole del puente que los intimidaba con su altura de hormigón.

La mujer asomó unos billetes, excesivos, y se los tendió.

–Después –aplazó el barquero. Ella volvió a guardar el dinero en el bolso.

Cuando levantó la cabeza se encontró con la mano tendida del barquero para ayudarla a subir. –Gracias –sonrió ella, y al estirar la pierna se le abrió el abrigo, dejando al descubierto las ligas. Siguió avanzando hasta el extremo opuesto de la embarcación, como si al enfrentar con la mirada la otra orilla acelerara el arribo.

El remero observaba el aspecto aterido de la anhelada viajera, su espalda de abrigo negro, los altos tacones sobre los que se sostenía mejor que si hubiera ido descalza, su melena escarlata en-cendida por el crepúsculo; franqueaba la frontera con el aire imprevisible de quien se ha perdido en otras tierras durante demasiado tiempo y al fin ha encontrado el camino de retorno, o como quien

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cumple una rutina que empieza al retirarse el día, con ese eufórico estrago que imponen los place-res eventuales, el forzoso y solapado tránsito hacia una mala costumbre. De pronto la vio girarse para decirle:

–Desde arriba parecía más pequeño –como si se arrepintiera.

Temiendo no volver a verla, que ella se convir-tiera en todo el mundo y, en adelante, de haber otras ocasiones, eligiera el puente, el barquero aga-rró con más fuerza el remo y trató de intensificar el braceo que los conducía al otro lado, acordán-dose de cuando era niño y miraba con asombro las caras adustas de mujeres y hombres fronterizos, la barca llena de valijas y cestos de mimbre, dentro de los cuales imaginaba paquetes de tabaco y bo-tellas de alcohol, pistolas y lingotes de oro. No era extraño que los viajeros pagaran el traslado no con monedas, sino sacando de aquellos cestos o male-tas alguna botella de vino, longanizas o cigarrillos, peaje que su padre agradecía efusivamente: «Mejor que el dinero. Dinero, para qué». Y los gusanos en su tumba aún estarían festejando el atracón de grasa, nicotina y alcohol, y a él, a su hijo, ¿qué le había dejado?: el recuerdo de rostros huraños y de cerradas conversaciones, una madre que ejercía de viuda, el aburrimiento, el letargo de las tardes leyendo al pairo en el río, la contemplación de las dos orillas vacías, un embarcadero de madera po-

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drida que desde la construcción del puente nadie usaba, devorado por ramas y vegetación parásitas, y por supuesto aquella vieja barcaza quejumbrosa que le servía más para tomar el sol y leer tranqui-lo sobre el ondear de las aguas que para trasladar clientes.

Perniabierto en la popa, sudoroso, miraba la en-conada espalda de la mujer de negro, preguntán-dose adónde iría tan sola, sin sol, abrigada, digna, emputecida, qué o quién la esperaba al otro lado. Y cuando al fin llegaron y la barca se remansó en el recodo de la ribera, ella dio las gracias, pagó el viaje y adelantó igualmente el dinero del de vuelta.

–Pero yo... –balbució el barquero.–Sí, lo sé –le agarró la mano ella–. Supongo que

a esas horas ya no trabaja; estará en la cama cum-pliendo con su esposa, o cuidando la respiración de sus hijos.

–No es eso, es que....–Solo esta noche. –En la mano yerta que le te-

nía asida, ella agregó más billetes–. Sobre las cua-tro. Para estar de vuelta antes del amanecer.

Y la vio remontar las dunas, confundirse en la espesura de los arbustos y entre los árboles, per-der un zapato y volver en su busca palpando la noche...

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II. El paciente

La mayoría de la gente no sabe lo que dice ni lo que hace ni por qué lo hace, pensó el doctor Dan-gel observando al paciente cuellicorto, mofletudo y sudoroso que se eternizaba al otro lado de la mesa, perdida la vista en una casilla negra del suelo ajedrezado de la consulta.

–Miedo al miedo.–Exacto. Un psicólogo. Él sabrá entenderle mejor.–Ya. El paciente no mostraba voluntad de irse; tenía

delante la prescripción médica (unos ansiolíticos para ir tirando) y ni siquiera había hecho amago de tocarla. ¿A qué esperaba allí sentado como un pas-marote, con su patética pose de víctima? Miedo, sí, miedo a todo, a la cama, a la noche, al silencio, al pensamiento enredándose, a los demás y a uno mismo, miedo de tener miedo y al hecho simple de haber nacido y respirar. Un psicólogo, él sabría. «Porque yo no comprendo la angustia en la insig-

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nificancia; no me hago cargo de aburrimientos, dudas, chascos o decepciones, no concibo poses ni cuitas, alegrías desmedidas ni hundimientos. Respiro el mismo aire que usted no por obliga-ción mía (es lo que me exonera), sino de la mis-teriosa casualidad que me puso aquí, enfrente de usted, preguntándole como si me interesara, ha-blándole como si supiera de lo que hablo, sintién-dome poderoso por manejar dosis, períodos, há-bitos, histerias, menudos y calculados martirios. Ni siquiera es cansancio. Cómo decirle. Ánimo de desaparecer, de nunca haber sido nadie, de no haber dejado huella ni semilla entre los hombres, no compartir ni participar, el sol, la lluvia, el cielo arriba, hasta que esta farsa dure...»

–¿Entonces…?–Un psicólogo –repitió Elio Dangel. Y se in-

corporó y entonces sí: el hombre tomó la receta, abandonó su silla de enfermo y buscó la salida.

Tras despedir a su último paciente, Elio Dangel pasó a la salita contigua al consultorio. Entre aque-llas cuatro paredes desnudas de cualquier adorno, en lo que había sido un antiguo trastero, el doc-tor Dangel se relajaba sentado en su viejo sillón, junto a una mesita con todo lo indispensable: el vaso lleno, cigarrillos, una botella de agua, un telé-fono inalámbrico, algún libro, pañuelos de papel, los anestésicos o la bolsita traída por el barquero y el estuche siempre abierto de las jeringuillas y

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las agujas. Podía pasarse allí sentado, sin necesidad de otras cosas, horas enteras de tardes desocupa-das, madrugadas insomnes sin ninguna noción del tiempo, sintiéndose a ratos otra persona, desdo-blado y feliz, a menudo sin sentirse. Cuando los efectos cuajaban y le entraban ganas de hablar sin parar, hablaba solo, paseándose por la salita, gesti-culando ante las paredes desnudas como si estuvie-ran llenas de ojos y de orejas y de bocas; a veces las paredes se dejaban abrazar con gusto; de ellas se despegaban, como sombras, fantasmas que le con-fiaban secretos y le hablaban de la muerte deseada. Desde que certificó el contagio, se había rendido orgullosamente a esos fantasmas. Ni trasplante de hígado, ni tratamientos que seguir, ni síntomas es-peranzadores o frustrantes de una posible mejoría o del fatal empeoramiento. Lo último que deseaba era convertirse en uno de sus pacientes. Continuar igual, quedaba, con el disfrute más voraz y desa-rrollado de los vicios y la destrucción. Morir poco a poco, lenta y rápidamente, como quien se sacude un agravio, con odio, con alegría, sobresanando siquiera el paulatino dolor mediante inyecciones de opiáceos, morfina anticuada, sedantes de uso común o la siempre mal vista heroína.

El doctor Dangel se arremangó el brazo izquier-do notando cómo se le aceleraba la respiración. Luego, como siempre que se inyectaba, reflexionó sobre irresponsabilidades y abusos. No me atreve-

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ré, se dijo una vez más. Y entonces volvió a verse en el cuartucho de cortinas y cojines bermellones, esperando el impacto que lo dejara tendido en el suelo, desnudo como había nacido, mientras el co-lor de su sangre enferma se teñía del vital bombeo policromado de los neones que se colaba por la ventana. No había terminado aún cuando sonó el teléfono. El susto descolocó la aguja, la hundió más, vio la sangre. Continuó ausente, desoyendo los timbrazos, pensando que la aguja se habría ob-turado con la sangre del músculo y sería preciso cambiarla.

Quienquiera que llamara exigía respuesta, in-sistía tanto como él con el calmante. Dejó la je-ringuilla clavada en su antebrazo izquierdo, y con la mano que hasta entonces apretaba el émbolo alcanzó el teléfono.

–Diga... –la voz le salió enmarañada, ronca–. No, ahora no... Esta tarde tampoco. Tengo hos-pital. Por la noche, mejor... Ah, es nuevo... Bien... Sí, no importa. Mejor... De acuerdo. A la noche, entonces... Sí, sí, como siempre. Todo igual. Aquí en mi consulta...

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III. La clínica

Se dirigió a la ciudad en su motocicleta, vestido con su elegante traje verde, rígidamente acoplado en el sillín, doblándose lo justo sobre el manillar, brazos estirados y la mirada entornada, escudada tras la visera del casco fija en la carretera, inmu-table para con los coches que lo adelantaban. Al fondo, la ciudad se contemplaba desde la distan-cia como un destino puntual y monótono, una mancha gris de fábrica y roja de ladrillo edificado, la torre románica de la iglesia descollando en la parte vieja y los terrados alambicados y misera-bles del extrarradio luciendo revoloteo de hara-pos al sol rabioso de la tarde, bajo las nubes pan-zudas y tumefactas.

En la clínica, tras aparcar la motocicleta, cam-bió un saludo con uno de los guardias de seguri-dad y al pasar por la sala de espera arrojó un «bue-nas tardes» a quien le quisiera responder desde el miedo sentado en filas. Idéntica cordialidad em-

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pleó con las enfermeras del puesto de Urgencias, convencido de que aún resultaba atractivo para el otro sexo. Luego, mirándose en el espejo del ascensor, el médico soportó con desdén su piel verdusca, enferma, las entradas devorando el crá-neo. Haberse dejado crecer el cabello hasta tener que apartarse los mechones de los ojos para po-der ver se debía al propósito de ocultar aquellas entradas. Pero el pelo le crecía desfibrado, remo-to, como pelo de muerto. Se apartó el flequillo con gesto maquinal, combatiendo con incrédula sonrisa el deterioro de la dentadura. Su tez, que en su juventud había sido pálida, hacía bastan-te tiempo que presentaba una tonalidad rojiza, casi amoratada. Las mejillas sueltas, descolgadas sobre el bigote espeso y rubio, con una mancha pardusca en el centro; la boca endurecida, medio oculta en el escurridizo mentón rasurado y fino.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, antes de salir, se humedeció los labios con la punta de la lengua, deslizando el cinismo por ellos como si fuera una espuma sabrosa. Había un hombre en el pasillo, sentado en el borde de una de las sillas de plástico ancladas a la pared; mantenía las ma-nos apresadas entre las rodillas y la mirada clavada en el ángulo que trazaban sus toscas zapatillas de deporte, a juego con el chándal que vestía. Gasta-ba un aspecto derrotado, pero no tenía aire de pre-ocupación, ni mostraba nerviosismo o incomodi-

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dad. Había que pasar el trance y eso hacía, pen-sando en lo que iba a hacer por la noche o al día siguiente. Cada vez que cruzaba aquel pasillo, en dirección al vestidor donde le esperaban las per-chas con las batas, el doctor Dangel acostumbraba pasar de largo, dejando a su paso esa granítica e indefectible pasividad implantada como una orden entre el personal clínico. Pero le pareció que aquel individuo solo en el silencio del corredor, con la grasienta cabeza hundida, las manos inertes y sus sucias zapatillas deportivas, ni siquiera merecía el escrúpulo de la indiferencia. Le tendió la mano al llegarse hasta él y el hombre lo miró a hurtadillas, con recelo, sin levantar la cabeza. Por respeto, sin incorporarse, alargó tardíamente su mano, y el mé-dico la estrechó como quien da el pésame.

–¿Usted es el cirujano? –No, solo el anestesista. –Y, tras una pausa–:

¿Algún familiar?–Mi mujer.Asintió el médico, cruzándose de brazos. Adivi-

nó que un nuevo silencio entre ambos lo obligaría a explicarse. Y que, si se explicaba, mentiría.

–Se cayó por la escalera de casa, ¿sabe usted?Lo mismo de siempre, pensó el anestesista. Ni

siquiera elaboran la mentira. Se conforman con la primera que les venga a la cabeza.

–Todo saldrá como debe –le dijo el doctor Dan-gel antes de alejarse por el pasillo.

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En la sala de anestesia, la paciente, tumbada, quiso erguirse al verlo entrar con la bata puesta. El anestesista ojeaba el informe quirúrgico. En su hoja de anestesia, cumplimentó mecánicamente los datos requeridos, la fechó y firmó antes de po-nerse los guantes. No la miró cuando le dijo:

–No se preocupe, señora –empujándola del hombro para tumbarla de nuevo, totalmente, so-bre la camilla–. La cadera, ¿no?

–Sí, señor. Me caí por la escalera del sótano. También la pierna...

Elio Dangel se había dado la vuelta para pre-parar la jeringuilla. No cogió agujas sin estrenar, sino de las suyas, de las usadas por él aquel día para calmarse. Ahora, por venganza, procedía así, pero hacía unos meses el método había sido justo el inverso, utilizaba las agujas de la clínica para in-yectarse él, hasta que erróneamente, debido a una confusión de agujas buenas y malas, había contraí-do una hepatitis que deseaba compartir con sus semejantes.

–Ha tenido suerte –dijo, sereno, mientras carga-ba la jeringuilla–. La podía haber matado.

–Ya sé que lo llevo escrito –oyó la voz de la mujer como si le llegara desde ninguna parte–. El soportar se lleva en la cara como los ojos, la boca, o esta nariz rota.

–¿También la nariz? –preguntó el médico, vol-viéndose hacia ella, sin ganas de mirarla aún.

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–Lo primero. Unos días después de casarnos.En el quirófano, el cirujano y sus auxiliares

acondicionaban la mesa operatoria. Se les oía ha-blar entre risas.

–Pero no se ponga triste –dijo el doctor Dan-gel–. No le dé ese gusto. Es usted muy guapa –añadió, a pesar de seguir sin mirarla–. Y joven, aún. ¿Por qué no se lo devolvió?

–El qué.–El golpe –respondió el médico. Y ya sí la miró

para poder ver cómo se le endurecía la expresión de su rostro con la firmeza de un odio que no pa-recía saber que tuviera dentro o que fuera capaz de manifestar–. A cada uno hay que darle su propia medicina. Envidia al envidioso. Tiranía al tirano. Odio al que odie. Esclavitud al esclavo. Violencia al violento. ¿No cree? La otra mejilla ha hecho siempre tanto daño. ¿Tiene hijos?

Ella miraba desde hacía rato al techo.–Tres –suspiró.Aun teniendo el don de adivinar las respuestas

de las personas, Elio Dangel no acababa de acos-tumbrarse al comportamiento de los seres huma-nos. El odio, en él arraigado sin furia, controlado incluso en los momentos de desahogarlo, le redes-cubría al médico ingenuidades que creía enterra-das. Cuando la compasión, o la lástima, amenaza-ban con desbordarse en su interior, se decía: «Hay que respetar la felicidad de las personas». Enton-

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ces el odio se apaciguaba, y cada cual, sin engaños, volvía a ser lo que era.

–¿Y qué dicen ellos?Le dirigió al anestesista una mirada resignada,

y él ya no esperó más, supo que había llegado el momento de las ilusiones:

–Olvide a los hijos –empezó–. Olvide al ma-rido. ¿Por qué aguantar? Viva de una vez. Para cuándo, si no. ¿O es que acaso cree en un cielo donde sonríen los infelices? La vida puede ser hermosa aquí en la tierra, hay un mundo nuevo que ni se imagina pueda existir, lleno de buenas personas, de amistades, de bellos paisajes que contemplar, repleto de luz y gozo, de libertad y aliento. El mundo no se acaba entre las cuatro paredes de un hogar. La verdadera vida, la úni-ca que vale, comienza el día en que la cabeza se vacía de preocupaciones y la rutina deja de estor-bar, el día en que uno decide cerrar la puerta a su espalda y mirar hacia delante, siempre adelante, con esperanza, con fe. Porque ya es hora de que se ocupe de usted y de nadie más. ¿Quién puede haber más importante? Viva la vida, disfrútela, diviértase. La vida es mucho más sencilla de lo que pensamos. Consiste en creer en uno mismo, en lo que uno sienta, y en hacerlo. No tema a la muerte, lo mismo da que venga a los ochenta que a los cuarenta o a los veinte, si uno ha compren-dido que no existe. Tampoco tema a los hom-

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bres, ni los obedezca. Trate a las personas como ellas la traten a usted; nunca las quiera, utilícelas.

–¿Y los hijos?–Los hijos ya se han puesto de parte del padre,

callan y la odiarán por haber soportado lo que no es digno soportar. Los hijos crecen solos, y por mucho que los eduque, los cuide y los atienda, ellos no se lo agradecerán, se harán mayores y se irán dejándola sola con los golpes. Porque usted debió, debe aprender a devolverlos, a llegar a ma-tar cuando el destino le diga «usted o él»; lárguese, si no, a qué espera. Abandone para siempre esta vida que lleva de hospitales y silencios, de miedos y anestesias. El aspecto que ahora tiene, aquí ten-dida en esta camilla, el rostro que yo veo es triste, ciertamente, sus ojos son tristes. Pero es tan fácil, tan sencillo y simple, volver a embellecerlos con el candoroso brillo de la felicidad...

Y en el letargo de la amable comprensión, mientras la paciente, con la cadera rota, lo mira-ba arrepentida de no haber intentado merecerse un hombre como aquel que se acercaba con la je-ringuilla dispuesta, ilusionada con encontrarlo en un futuro, le inyectó el anestésico y la mujer fue cerrando los ojos con complacencia, soñando ya con ser otra y con esa nueva vida que le esperaba al despertar.

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IV. El visitador

–¿Sabe lo que le digo? Que no quiero invitacio-nes, ni cruceros, ni pesadas plumas estilográficas ni entradas para el fútbol. –Sus ojos, hundidos en las cuencas, parecían negros pero a veces asoma-ban como alimañas cautelosas y eran del color del acero–. Me harté.

El nuevo visitador, incómodo, se retrepó en la silla. Se arrepentía de haber declinado la ayuda desinteresada del gerente regional. Se las veía ante un tipo larguirucho y encorvado que lo miraba desdeñoso y que hablaba como haciéndole un fa-vor. El catálogo con los productos farmacéuticos estaba, desde hacía rato, impoluto sobre la mesa del médico, entre el estetoscopio y un pequeño es-queleto de goma que parecía tener vida propia, lo mismo se erguía como si despertara de un sueño que se arqueaba lánguidamente sobre el filo de la mesa con intenciones suicidas.

–No le entiendo, señor Dangel.

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–Pues ponga atención. Estoy harto de visitado-res lisonjeros y sabihondos. Hay otros laborato-rios, además. Ya sé que sin mí no perderían gran cosa. Pero uno a uno se hace multitud. Y las mul-titudes no dependen de nadie. Y luego está el or-gullo. El de ustedes; y el mío, por supuesto.

En la carpeta que mantenía apoyada sobre las piernas, el joven visitador leyó: Sexo: varón. Edad: 51 años. Nacionalidad: español de origen alemán. La mano diestra del médico, yerta sobre el escritorio, junto a las gafas, recogía la luz azulada de la lam-parilla: una mano huesuda, venosa, de piel tersa y amarillenta. En la otra, más expresiva, humeaba un cigarrillo.

–Una invitación para la importante cena de congresistas que se celebrará en la capital el próxi-mo mes –con voz estudiada, como si lo leyera, el nuevo visitador volvió a intentarlo.

El doctor Dangel miraba la punta encendida de su cigarrillo, pinzado entre los dedos de su mano izquierda como si fuera un bolígrafo con el que fuera a hacer alguna anotación.

–¿Cuál me dijo que era su nombre? –preguntó sin levantar la voz, en un murmullo apenas inte-ligible.

Detrás del médico, en la ventana abierta, vibraba la noche calurosa. A lo lejos, caídas como estrellas, diminutas luces inmóviles e intermitentes, casi im-perceptibles, fijaban el cerco de la ciudad dormida.

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–Asistirá el presidente de la Junta. Es un congre-so de...

–Usted, me refiero. Su nombre.–Leo Rufo –comprendió el visitador–. Creo ha-

berme presentado antes.–Leo –repitió el doctor Dangel, como si lo me-

morizara–. ¿Leo de Leonardo? ¿De León?–De Leopoldo –aclaró el joven.Se oyó de pronto, cerca, el ladrido de un perro.

El médico torció la cabeza con retraso, como si no le hubiese asustado el ladrido, sino su eco. Era eso lo que al visitador le incomodaba desde que había tomado asiento en aquella consulta con baldosas blancas y negras como casillas de un tablero de ajedrez, la impresión de que el doctor Dangel vi-vía alejado de cualquier realidad inmediata, de que solo podía sufrirla con posterioridad. Era como si la realidad compartida y común (esa realidad dogmatizada, estipulada, legislada y enjuiciada que separa el mundo libre de los tarados de la fatua engañifa de los cuerdos) en su caso tuviera que sortear, para alcanzar su cerebro, manías y propó-sitos celosamente suyos, hasta llegar, deshilachada, esencial, al absurdo que permite el negocio de la vida: lo que todos vemos, olemos, tocamos o es-cuchamos.

–En la cena podrá hablar con empresarios y políticos de relieve –insistió el visitador–. Si se lo propone, hasta podría intercambiar unas palabras

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con el presidente de la Junta, cuya presencia en el congreso se da por segura. Pero eso ya depende de su habilidad. Nosotros, desde la compañía, lo úni-co que podemos hacer es ofrecerle una invitación a tan importante evento, guardarle silla en alguna mesa. ¿Se acuerda del señor Dorrego, el que hace unos años fue ministro de Sanidad? Empezó así. Solo hay que saber vestir bien, hablar con unos y con otros, exagerar méritos, tener claro lo que uno quiere...

–Nada. –Elio Dangel manoteó como sacudién-dose el zumbido de algún mosquito atraído por la luz–. No me interesa prosperar, a estas alturas.

Se levantó y avanzó hasta el mueble botiquín que había en un rincón de la consulta, y que no contenía medicamentos; o sí: de aquel mueble la-cado en color marfil, en realidad mueble bar, sacó el doctor dos vasos y una botella de whisky sin estrenar, como preparada para la ocasión.

–¿Por qué se dedica a esto? –preguntó mientras llenaba los vasos.

A Leo Rufo la pregunta le pilló de improviso. Pensaba en el regreso: la carretera por la que subió hasta la casa del médico le había parecido ame-nazante, enroscada y angosta, con bruscos preci-picios a los lados. Rezaría para no cruzarse con ningún camión durante el descenso. Desde hacía un rato le dolía la cabeza.

–Hay que ganarse la vida –respondió.

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–Con dignidad. –El médico afiló la sonrisa. Tras una pequeña pausa, añadió–: ¿Y qué tal le va?

–Soy nuevo.–¿Hasta cuándo le durará la excusa?Nuevamente vio sus ojos asomar en la negrura

de las cuencas, azules pero sucios. El visitador re-huyó la mirada, la dirigió hacia la carpeta sostenida sobre su pierna montada: Perfil: consulta privada, clí-nica pública. Y en otro renglón: Liderazgo: ambivalen-te. ¿Qué quería decir «ambivalente»? Leo Rufo se llevó, despacio, el vaso a los labios y allí lo aburrió.

–Pero le comprendo –dejó de observarle el doctor. Alzando la cabeza, distorsionó una turbia sonrisa, la misma de antes pero más resignada–. Beba, es buen whisky. Y pierda cuidado: no le he echado ningún veneno. –Aguantó aquella sonrisa un instante y luego la escondió, menguada, en su barbilla inexistente. Se manoteó las piernas como limpiándose la ceniza del pantalón. También a él le agotaba aquel diálogo que parecía condenado a nin-gún acuerdo. A pesar del cansancio, en un tono más amable, añadió–: Usted no parece uno de tantos. La primera impresión no engaña. Aquí vienen, a mi casa, charlatanes y prepotentes, con la baba del re-galo miserable o el desprecio de desplantes ajenos. Vienen y se sientan ahí, sin esperar permiso, donde yo le indiqué que se sentara usted. Espero que no pierda la educación con la experiencia. Vienen y me marean con antibióticos, paroxetinas, ibuprofenos

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y ranitidinas. Otros hay que tienen más labia y se saben reclamados; entonces la atención es recípro-ca, se establece el vínculo: ¿comprende? Le habrán hablado de ello, supongo.

–Le queda el crucero –asintió el visitador–. Pero en este caso ha de comprometerse mediante firma a continuar con nosotros por un período de tiempo estipulado...

Ladró de nuevo el perro en la calle y esta vez fue Leo Rufo quien se asustó. Se engañaba cuando en la soledad de su apartamento se convencía de que valdría para eso, para engatusar a médicos cí-nicos que daban la impresión de estar de vuelta de todo. Depositó el vaso sobre la mesa, disimulando el temblor que le provocaba el verse de regreso, cuesta abajo, por entre acantilados y abismos ig-norados.

–Una vuelta por los fiordos, ¿qué le parece? –intentó animarlo animándose él–. O las Bahamas. La mayoría de sus colegas prefiere el Caribe. No tanto por el agua cristalina de sus playas como por el conocimiento de aborígenes. –Leo Rufo notaba la lengua más suelta por efecto del alcohol–. Allí no hay tanta corrección política y hay más nece-sidad, usted me entiende. Y a los niños de allí les gusta el dinero tanto como a los de aquí...

–Va mejorando –recuperó el interés el médico–. ¿Ve como todo es cuestión de vínculo? El whisky ayuda, indudablemente.

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Y quiso servirle más, pero Leo Rufo tapó el vaso con la mano.

–He venido en coche.–Oh, sí, lo comprendo –retiró la botella el doc-

tor Dangel–. La vida. Su preciada vida. Sensibilidad social: nula, leyó el visitador en su car-

peta, deduciendo la falta de escrúpulos, es decir, su rentabilidad. Quiso acabar con aquello cuanto antes. Cada vez le dolía más la cabeza y además le esperaban otros clientes, probablemente igual de odiosos que aquel. Así que decidió mostrar las car-tas e ir al grano.

–Entonces qué es lo que quiere –le espetó.–Mañana se lo diré –emplazó el médico.–¿Por qué no hoy?–Míreme, ¿acaso estoy presentable? –Elio Dan-

gel lo miró muy fijo a los ojos. Apartó la mirada al esbozar algo así como una explicación–: Necesito que me acompañe a un lugar. Y que usted corra con los gastos.

–¿Mañana?El médico asintió mientras espachurraba el pi-

tillo. –A esta misma hora, por ejemplo.–¿Para ir adónde? –Ya lo verá. Igual hasta le gusta.–¿Y por qué yo?–Usted no, la compañía.Leo Rufo tomó conciencia de que no obtendría

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mucho más y, colocándose la carpeta bajo el bra-zo, se puso en pie. Al incorporarse vio que el mé-dico, justo entonces, tomaba el catálogo y lo abría con visible interés.

–Veo que hay innovaciones ventajosas –dijo tras ponerse las gafas que tenía sobre la mesa–. Haré una lista...

–Buenas noches –se despidió un tanto ofendido el visitador–. No hace falta que me acompañe –agre-gó, a pesar de que el médico no había hecho ningún amago de levantarse.

Y antes de cerrar la puerta de la consulta, oyó, a su espalda:

–Cuidado con el descenso. La carretera es es-trecha y está llena de barrancos –la voz del doctor Dangel previniéndole desde su sillón de cuero, re-cortado en el paisaje negro que mostraba la venta-na detrás, abierta al pálpito de la noche.

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V. La madrugada

–Deprisa –dijo, saltando dentro de la barca–. Empieza a clarear.

Se arrebujó en la popa, junto al barquero. Ha-bía surgido de entre la espesura, jadeante y estra-gada, cuando ya Gundi pensaba que no regresa-ría. Ahora, mientras remaba para llevarla de vuel-ta, la miraba de reojo, allí a su lado, custodiando un secreto que desde aquella noche ambos sabían que debían silenciar.

–Lamento la tardanza –se excusó ella. Había sa-cado del bolso una polvera y, contemplándose en su espejuelo, se empolvaba concienzudamente las mejillas.

Aunque Gundi guardaba silencio, por den-tro le embargaba un profético gozo, el de tomar conciencia de saber que habría otras veces, otras oportunidades, que las necesitaría; más encuentros para discernir si esa mujer conocida de niña, aho-ra adulta, que en esos momentos se ajustaba las

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medias en su barca, tirando del encaje, arrastraba un cansancio nuevo o antiguo, un deseo o una re-nuncia.

Un camión cruzó ronroneante sobre sus cabe-zas, atravesando la mole del puente. Si al conduc-tor se le ocurriera desviar la vista hacia su izquier-da, pensó el barquero, mirándose a través de los ojos de ese camionero anónimo, los divisaría allí, pequeños en medio de una oscuridad con tintes legañosos, atravesando la resaca con una lentitud de reto.

Después de maquillarse, ella se quedó miran-do hacia la orilla que los aguardaba, sin ver nada, sumida en el recuerdo de vicios recientes. Estaba rígida pero serena, con esa bella expectativa que da el desaliento, el capricho o la sumisión. Su ex-presión, entre plena y confusa, era la de quien sabe que ha olvidado algo pero no acierta a saber el qué. Su cuerpo acumulaba un rastro de fatiga, de languidez saciada, un resabio contraído en algún punto de la noche y que la pujante luz del amane-cer no tenía el poder de disipar del todo. Inermes, somnolientos, oponían, frente al bostezo naciente del nuevo día, un envite de deserción, de travesura ilusoria y clandestina.

Ella sacó del bolso un cigarrillo y se lo puso en la boca. Lo prendió protegiendo la llama con una mano, después de varias cerillas apagadas por el viento, y, al dejar de nuevo el bolso a sus pies,

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sus dedos tropezaron con el libro de Barbarroja; lo cogió y lo abrió con interés.

–Una historia de piratas –apuntó el remero.–¿Le gusta leer? –se extrañó ella.Gundi arrugó los labios.–Para matar el rato –dijo, como le podía haber

dicho que en realidad la lectura de aquellas histo-rias de piratas le hacía evocar la infancia con ella, cuando no había conciencia del paso del tiempo y se pensaba que todo iba a ser siempre así, jugar y soñar, ella con dos coletas y un parche en el ojo, él con su espada de madera, subidos en el bote de su padre e imaginándose que la llevaba hacia una isla donde les esperaba un tesoro enterrado.

Se aproximaban al muelle carcomido. La mujer, después de soltar la novela, se incorporó sobre sus tacones de aguja, mientras el sol, pálido, desdibu-jado, iba alzándose tras ellos, inaugurando queha-ceres y desafíos, destinos y culpas. Vislumbraban cada vez más cerca la sombra de la orilla y ella ya no se volvió a sentar, permaneció de pie junto al barquero, cerrándose las solapas del abrigo, retraí-da, como si no quisiera llegar al otro lado.

Y, en efecto, necesitó más noches. De modo que predijo otras no muy distintas, la barca remansán-dose en el recodo, ella saltando al agua descalza, empapándose las medias que el barquero supuso se quitaría por el camino, los zapatos de aguja en una mano y con la otra recogiéndose el bajo del

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abrigo. Una vez en tierra, apoyando una mano en el hombro del barquero, se calzó un pie, luego el otro; después abrió el bolso para entregarle el di-nero ya contado en el muelle: una cantidad excesi-va e innecesaria que incluía igualmente el viaje de vuelta.

–No tema –se negó él a cogerlo–. Estaré aquí esperándola.

Ella cerró el bolso mecánicamente, con ademán aprendido. Luego la vio girarse y abrirse paso en-tre la maraña de arbustos, desaparecer tras ella en la arboleda oscura.

La esperaría fumando. Sentado en una piedra, mientras se liaba el primer pitillo, fantaseaba un mundo sin tantas complicaciones, donde ganar fuera más accesible y la verdad se alcanzara me-diante la imaginación. Pues no era difícil imagi-narla llegar en un coche conducido por su chó-fer, quien, habituado a los súbitos caprichos de la señora, no habría torcido el gesto cuando ella lo hubiese sacado de la cama con la orden de llevarla hasta el río y dejarla allí, puesto que le apetecía dar un paseo en barca bajo las estrellas, eso era todo, hacía tan buena noche...

Esperaría saboreando el humo, despegando de la lengua, de vez en cuando, alguna hebra suelta de tabaco. Esperaría recorriendo con los ojos ambas riberas cubiertas de espesos arbustos, pendiente de alguna señal lumínica o de humo. Esperaría

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sintiéndose un paria y un héroe; esperaría, en fin, aunque ella no pensara en él ni lo recordara y se retrasara, aunque en el regreso saltara a la barca sin dedicarle un saludo y le metiera prisa, aunque le dejara en un recoveco de la barca, como a traición, para que no hubiera equívocos sentimentales, los billetes que ella sabía que no quería aceptar porque lo convertían en su esclavo.

La luna le iría marcando las huellas de los ta-cones, sus agujeritos en la tierra. Siempre que se adentraba en el bosque podía escuchar las respi-raciones de los viajeros que su padre había des-embarcado allí, alientos rumorosos, como voces suspirando en la densa negrura; y se sentía obser-vado por muchos ojos emboscados entre el follaje, que para tranquilizarse le gustaba confundir con las señales de los contrabandistas aunque supiera que no, que eran ojos, grandes y amarillos, abiertos a la noche como bichas, y que lo miraban a él, si-guiendo sus pasos. Y en ocasiones hasta le parecía distinguir, a lo lejos, entre la bruma, una espalda ancha y pasiva, encorvada, alejándose despacio en-tre los árboles: la imagen de su padre que regresa-ba al neblinoso lugar del que salió para confirmar que todo seguía igual o peor.

Caminaba en pos de las huellas (ni siquiera pa-sos) de una mujer que calzaba tacones de aguja, manchados de cieno y turba, y en cuyo abrigo negro se habrían ido adhiriendo hojas secas y pe-

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queñas ramas desprendidas. Al llegar a la ruinosa caseta del guardabosques, la realidad se le abrió delante y tomó conciencia de sí mismo. Era en esos momentos de angustiosa desmesura cuan-do el barquero solía hundir una mano en el peto del mono vaquero y sacar unas píldoras de las que le daba gratis el doctor para echárselas a la boca. Nada más espectral, más inquietante, que la pura realidad. Pero esta vez se contuvo. Porque le bastó aquella visión de la cabaña medio derruida para al-bergar, tan inopinadamente como instantes antes había tomado entera conciencia de su dudosa pi-sada sobre el mundo, nuevas impresiones que des-pertaron en su mente una grata y riesgosa locura que esta vez no estaba dispuesto a aletargar con química: el hecho radicaba en vivir con ella, juntos, bajo aquel techo de chamizo, entre aquellas paredes de piedra que no solo le servirían como escondrijo para sus fines y que no estarían tan desmoronadas porque él se encargaría, con sus propias manos, de volver a levantarlas firmes y seguras, de rehabilitar como nueva la caseta para ellos dos solos, para su intimidad fuera del resto. Y cuando, cada amane-cer, la supiera aún durmiendo en la cama, él se separaría momentáneamente de su lado y saldría al sendero de fina arena donde se hallaba. Y, como hacía ahora, también entonces se calaría mejor el sombrero de paja y otearía complacido, fumando, el horizonte de mar y costa: sobre los acantilados,

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detrás de los riscos, junto al faro, las luces colo-readas del cafetín teñían el descalabro de las rocas con guiños de espuma.