Las jaurias

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Parte del cuento "Las jaurías", perteneciente al libro "Pinturas especiales y otros relatos".

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Las jaurías

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Lunes 8 Soy el IIIer. Oscar de la familia. Pero eso ya no importa demasiado, porque no

quedan más familias, ni casas, ni rastros de organización humana, ni gente racional alguna ante la cual el esgrimir un nombre tuviera relevancia.

Ante esta perspectiva, presentarme sería como presentarle a un árbol mis credenciales diplomáticas. Sin embargo, la atávica costumbre de asentar por escrito las vivencias del tiempo propio con la esperanza de alguna lectura comprensiva a manos de alguna mente lúcida aunque distante en el tiempo quién sabe cuántas eras, me pone aquí a escribir a la luz confusa de los lengüetazos de la hoguera. Bien sé yo, doctor en antropología médica, que esta costumbre me permitió a mí mismo conocer antiguas culturas y modos, juegos y danzas, comidas y bebidas, cuentos y colores, descriptos por quienes, como yo ahora, desesperaban de algún día, aunque postrer día, volver a ver la luz.

¿Debo ser breve y claro? Frente a mí, ovillada bajo los restos de una manta, haciendo conmigo una ronda de a dos con el fuego como centro, duerme mi hija, Karen.

Y huimos. Me gusta pensar que huimos, los dos. Pero no puedo evitar, a veces, sentir dudas al respecto.

Cuando los imperios destruyeron el mundo, me llamé feliz de haber sobrevivido los únicos a la hecatombe, aún cuando no quedaba nada más que caos. Fue ordenando el caos, y no creando de la nada, que apareció el mundo, el cielo y los astros según ciertas mitologías. Meses errando de aquí para allá no habían hecho más que confirmar mis sospechas: no había más sobrevivientes que nosotros dos.

Nosotros, y unas feroces jaurías de las que debíamos cuidarnos permanentemente. Hasta que un nefasto día, al salir a la luz del día desde los restos de un templo que

habían cobijado nuestro sueño, dimos con dos humanos de aspecto tenebroso. Hicieron caso omiso de mi presencia, tal la subestimación de que me hicieron objeto, y se abalanzaron sobre Karen. Peor para ellos. Uno cayó como plomo, y nunca más volvería a moverse, cuando el proyectil de mi MN38217 le abrió un boquete en el pecho del tamaño de dos puños juntos. El otro, espantado, alcanzó a huir, pero chorreando sangre. Tenía un horrible colgante de cobre en la oreja. ----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Hoy dimos con los rastros de sangre que morían junto a los restos de un fuego en torno al cual es evidente que un grupo más bien numeroso estuvo reunido. Supimos, entonces, dos cosas: que no éramos los únicos sobrevivientes; y que hubiera sido mejor que lo fuéramos.

Jueves 11 Llegamos al mediodía, exhaustos, junto a un gran muro blanco, o que debió serlo en

tiempos mejores. Karen se desplomó a su sombra y me miró suplicante. Le di mi consentimiento y vació media cantimplora. Es imperativo racionar el agua. Es necesario, si queremos sobrevivir, aunque no sepamos para qué ni hasta cuándo.

Valiéndome de una pila de escombros me trepé al muro, y del otro lado era la misma desolación. No quise someter a Karen a ese desaliento y, con aire despreocupado, mencioné no sé qué cosas acerca de una sequía del otro lado del muro y que la dirección

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del viento me hacía pensar que mejor sería seguir a la sombra del muro y no sé cuántas tonterías más. Pero debo haber resultado convincente porque fue lo que finalmente hicimos.

El muro terminaba junto a la entrada de un pequeño túnel, de modo que no me costó mantener a Karen al margen de lo que había del otro lado. La siguiente parada la hicimos luego de atravesar el túnel. Karen volvió a beber, sentada sobre los restos de algo metálico y ya muy oxidado, y yo, luego de pensar que era una suerte para Karen tener un padre tan fuerte y en forma como yo, aproveché a mirar un mapa. Concentrado sobre la hoja, un súbito y fuerte olor rancio me llegó a la nariz, al mismo tiempo que un aliento caliente a mi pantorrilla. Tan lejos de mi pierna como se lo permitía mi pantalón, un enorme rottweiler resollaba mientras clavaba en mi rostro su mirada. Desde la casi extinción de mi especie habían demostrado ser los más hábiles para organizarse socialmente, con una eficacia fatalmente evidente de esa organización a la hora de cazar. El que tenía a mis pies, salvo que mis sentidos me engañaran, era un extraño caso de cazador solitario que, jugando con mi temor, demoraba la dentellada. Pero a mal lugar había ido el pobre por temor, pues yo no sentía ninguno. Yo odiaba a los rottweilers, y ya me había cargado unos cuantos de ellos. Con la lentitud de una estatua, sin quitar mi mirada de la suya, fui corriendo mi brazo y dirigiendo el cañón del arma hacia su cráneo. Se hizo literalmente añicos con el impacto. La parte sana de su cuerpo cayó impulsada por el violentísimo empujón del proyectil. Karen, que había mirado toda la escena paralizada por el espanto, comprendiendo de qué nos habíamos salvado, me abrazó y rompió a llorar convulsivamente.

Hay carne más tierna que la del rottweiler, pero no es cuestión de ponernos pretenciosos. Cuando deshuesaba al desafortunado, abrí su estómago, luego su intestino... y no había nada. Quizás no se había quedado mirándome disfrutando mi temor, sino juntando sus exiguas fuerzas para un último ataque. Llevaba, sin duda, muchos días de ayuno.

Sábado 13 Bajo un sol calcinante llegamos a las ruinas. Sabía que no podíamos estar muy lejos.

Karen duerme, rendida. La altura del sol nos indica la hora de la siesta, pero yo debo velar.

Las ruinas son un gigantesco lugar sin límites precisos, cuyos signos distintivos son los escombros y la carencia más absoluta de bienes aprovechables. Esto aumenta las probabilidades de que dentro de las ruinas no haya nadie más que nosotros dos, Karen y yo. Pero era claro que, de haber sobrevivientes en los alrededores, y ahora sabíamos que los había, más tarde o más temprano se acercarían a la “ciudad” para buscar una hembra. Sin duda habrían incurrido ya en prácticas sexuales de toda índole; el apetito sexual hace cambiar de objeto cuando el objeto que le es natural se ausenta. Pero, a más que esas prácticas con objetos anómalos distan de satisfacer el apetito, está la cuestión de la continuidad de la especie, y ésta tampoco es posible con cualquier objeto, obviamente. ----------------------------------------------------------------------------------------------------------

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Hoy tuvimos las primeras evidencias de que se habían acercado, y parece que lo han hecho organizadamente. Ella se aterrorizó. Yo sonreía para transmitirle una confianza que en realidad me era ajena. Como si olieran a Karen en el aire, burlaron las trampas perimetrales que puse circundando las ruinas; burlaron los falsos indicios de ausencia de vida que trabajosamente habíamos elaborado.

No sé cómo lo sabían, pero sabían sin duda que alguien estaba vivo en las ruinas. Y que ese alguien, al menos uno de haber varios, era hembra.

No importa, en verdad no importa. No sospechan qué lejos estoy de consentir alegremente que mi hija sea quien les conceda la continuidad de la especie.

No mi hija. Mi hija jamás. Martes 16 Las peores jaurías parecen haberse organizado mejor hacia el noroeste. Vecinos de

territorio, gobernaban por igual una amplísima región rottweilers, dobermans y dogos. A excepción de pequeñas escaramuzas por asuntos limítrofes, se llevaban bastante bien y no sólo no competían por el alimento, sino que incluso habían logrado una organización transracial, de modo que se había visto a feroces rottweilers correr acorralando una presa de los dobermans, y no tocarla hasta la llegada de estos, quienes daban a entender a aquellos, rodeándolos y empujándolos hacia la presa, que estaban invitados al banquete. Estas y otras conductas desarrolladas en mucho tiempo de silvestrismo hacen de las jaurías una amenaza contra la que conviene estar permanentemente prevenido. Sobre todo cuando se sabe que en los últimos años se han estado cruzando con jaurías de otros territorios, con resultados desoladoramente inciertos.

Ayer dimos con una extraña construcción en forma de terraplén. Trepamos. Poco antes de llegar al borde superior le indiqué por señas a Karen que se detuviera. Lo hizo, aunque a regañadientes, y yo proseguí. Al llegar arriba apenas si asomé el binocular, y lo que vi me aterró: no menos de diez rottweilers de buen tamaño, grupo del cual tal vez fuera un réprobo separado aquel ejemplar famélico que maté días atrás, se saciaban con los pedazos que arrancaban a un perro ordinario el cual... permanecía vivo. Al parecer uno, el más viejo, se cansó de la juerga y le destrozó el cuello, entonces todos se abalanzaron sobre el cadáver.

Efectué un paneo de toda la escena. Hacia la izquierda de la jauría nada me llamó la atención. Pasé nuevamente a la jauría y deslicé mi campo de visión hacia la derecha. Varios metros separado del resto, un macho enorme montaba guardia. Eso no era nada. Lo horrible fue que me miraba. Fruncía los músculos del labio superior y enarcaba hacia atrás las comisuras de la boca, exhibiendo en toda su magnitud la perfecta trituradora que precede a la tumba gástrica en esos monstruosos caninos. Semejante espectáculo en primer plano me hizo resbalar, y justo cuando la bestia levantaba el anca y se ponía en movimiento en dirección a mí, perdí pie y resbalé hasta abajo. Karen se me unió al instante.

- ¿Estás bien? - Creo que es mejor por el sur –dije-, hay más vegetación.

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Miércoles 17 No es poco abrumador el margen de opciones que me queda. Si logro escurrirme de

las pandillas, si logro burlarlas definitivamente, estaremos por fin solos mi hija y yo. ¿Puedo someterla a esa vida? ¿Y yo? ¿Cómo puedo estar seguro de reaccionar adecuadamente cuando al cabo de

un tiempo la llamada del instinto nos obnubile el entendimiento? Por suerte, a veces creo que por suerte, esta posibilidad es sólo una quimera: no

puedo burlarlos, ellos están. ----------------------------------------------------------------------------------------------------------

No es broma. Están cerca. Muy cerca. ¿Los guiará el olor del celo? ¿Estará mi hija en celo y tan desesperada como ellos?

Jueves 18 Comencé a obligarla desde hoy, aún a costa de su malhumor, que se acrecentaba por

mi falta de explicaciones, a embadurnarse las piernas con orina de gato. Si le explicara por qué lo hago, tal vez se rehusaría definitivamente. Hasta diría que prefiere mil veces caer en manos de esos salvajes sedientos de sexo femenino antes que oler a orina de gato.

Así, sabiendo solamente que tengo “graves razones”, no le queda más remedio que aceptar.

Caer en manos de esos salvajes... (Más tarde) ¿Para ella sería caer? Viernes 19 (Es aún muy temprano) No puedo ser tan ciego, sin embargo, como para no ver que su malhumor nace de

otras razones más ajenas a mí e inaccesibles. Mi orden acerca de la orina de gato, en efecto, irrumpe en su vida en el mismo momento en que... Se despierta. Hoy tenemos mucho que explorar.

(Muy tarde en la noche) Cometimos un error. Un terrible error. Y mucho me temo que un fatal error. Alejándonos del área central de las ruinas, Karen sugirió ir hacia el oeste. A poco de

andar dimos con lo que parecían los restos de un antiguo puente. En efecto, examinándolos detenidamente, coincidían al detalle con los grabados que pude evocar acerca de los puentes de los tiempos primordiales, que había en los libros de mi padre. Esos restos eran el ingenioso puente para viandantes que cruzaba la vía, en los tiempos en que de a cientos viajaban en unos vehículos largos llamados trenes. Llevado por el entusiasmo, mientras explicaba a Karen cada detalle de las ruinas, fuimos subiendo, ella con el embeleso de quien cree escuchar al sabio, y yo con el embeleso de quien se sabe escuchado por la hija con ese aprecio, fuimos subiendo las escalinatas, hollando los restos de mampostería que remedaban los antiguos escalones. Al llegar al corredor superior, que servía para pasar de un lado a otro, observé a unos 3 kilómetros hacia el oeste una difusa pero nítida columna de humo. A su alrededor, media docena de personas se movía con rapidez como urgidas por algo. De pronto, todas se pusieron en

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línea y, siguiendo las indicaciones de uno, miraron hacia donde estábamos mi hija y yo. Nos habían descubierto, gracias a mi gusto por la historia.

Al bajar los restos de escalones de la escalera que daba al sur, dos dogos mastodónticos nos esperaban. Debí usar mi MN38217, y sé que falta poco para usarla contra las verdaderas bestias.

Tenemos cena. Partimos hacia el sur. Domingo 21 Hoy debí castigar a Karen. Por primera vez le alcé la mano. Mas, lejos de sombra

alguna de temor, sorpresa o amargura, descubrí en su mirada el latigazo de la furia. Le había dado órdenes estrictas para que se mantuviera oculta. Yo había bajado

subrepticiamente hasta el río para buscar un poco de líquido para filtrar y hacer bebible, y al volver la veo, con los jirones de ropa que le quedan desde las explosiones y las sucesivas fugas, y que le dejan buena parte de su cuerpo joven al descubierto, peinándose en lo más alto de un montón de escombros de mampostería. Nunca le había pegado. Creo que me dolió más a mí que a ella. Cayó de costado y con la rapidez del rayo giró su cabeza partiéndome con su mirada, mientras un hilo de sangre aparecía en el costado izquierdo de su boca.

Más tarde, en la soledad, atando cabos sueltos, me di cuenta de que actitudes como la de hoy en Karen vienen repitiéndose con frecuencia francamente acelerada. Es como si quisiera mostrarse, como si no pudiera, o no quisiera, evitarlo.

¿Y si ella estuviera sintiendo los mismos deseos que ellos? Tal vez sea así. Después de todo, aún cuando creo que Karen y yo estamos haciendo lo que yo dispongo, veo que siempre hago caso de sus consejos, y son estos los que irremediablemente nos llevan a las jaurías y a las antorchas. Y hasta el error del viernes, el del puente en ruinas, tal vez no haya sido un error, al final de cuentas.

Es en momentos como este cuando pienso que no huimos los dos. Por su bien, debo evitarlo. Por su bien. Lunes 22 Parece que las jaurías han desarrollado la capacidad de imitar a las pandillas. O tal

vez sea al revés. El hecho es que, a partir de mis anotaciones de los últimos días, comencé a darme cuenta que lo que parecían contactos esporádicos con una pandilla móvil, se trata en realidad de contactos con distintas pandillas, que guardan entre sí el tácito acuerdo de encerrarnos sin molestarse ni competir entre ellas. Respetan sus territorios y, usando un lenguaje de caninos, se diría que somos, mi hija y yo, una presa que piensan respetar como posesión del primero que se la apropie.

Esto sería especialmente curioso si, como es el caso, no buscan comida, lo que ya sería demasiado respeto. Ellos buscan a mi hija. Los malditos buscan a mi hija. Ellos vieron que los veía por mis binoculares y yo vi sus gestos obscenos y sus miradas extraviadas. Mientras, juegan con nosotros...