Lectura doble de una carroza

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1 Lectura doble de una carroza Crónica Por Giovanny Castro Cuando Segundo Moisés Melo se ingenió la forma de convertir sus esculturas de cementerio en monigotes para carrozas del incipiente carnaval de blancos y negros en Samaniego, Nariño, jamás se imaginó que su hijo, décadas después, terminaría conjurando espantos de historia y literatura, siguiéndole el arte en el carnaval matriz de Pasto. Su rostro se ha tallado en una de las figuras laterales de la carroza que el hijo menor, Franklyn Melo Chávez, fuerte de estampa y algo taciturno al habla, prepara para el desfile de este 2015 que se viene con prisas. El motivo de la carroza fue ocasión de una polémica fatal en esta misma ciudad en 1966, aún más parroquiana y conservadora en ese entonces, tiempo alrededor del cual don Segundo todavía ejercía su arte de mausoleos, antes que esa tradición decayera con la moda de los jardines de reposo eterno y las bóvedas de simple lápida. El hijo se ha asegurado que la carroza actual sea una burla lo bastante moderada como para superar esta vez la censura. Una de las dos carrozas es una mentira. Y la otra nunca hubiera podido ocurrir sin esa mentira. Pasto es una inmensa burla. El taller donde trabaja el equipo que dirige Franklyn está en el solar que fuera una casona de tapia, en el barrio de Santiago, justo al lado del parque por donde siguieron del Colorado abajo los siniestros soldados del Rifles que harían el famoso estrago de la navidad de 1822. La figura central de la carroza es un Bolívar subido a un jeep con garras, con una corneta en la mano, que persigue a una mujer. En realidad, se trata del gamonal Furibundo Pita, uno de los hombres más ricos de Pasto, que tenía por costumbre perseguir a su mujer a la salida de la iglesia de Maridiaz, dándole escarnio acelerando el carro y pitando hasta que la acorralaba a la puerta de su casa en el barrio las Cuadras, unas buenas diez cuadras de burla para todo el que lo quisiera ver. Franklyn le sigue los

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Lectura doble de una carroza

Crónica

Por Giovanny Castro

Cuando Segundo Moisés Melo se ingenió la forma de convertir sus esculturas

de cementerio en monigotes para carrozas del incipiente carnaval de blancos y

negros en Samaniego, Nariño, jamás se imaginó que su hijo, décadas después,

terminaría conjurando espantos de historia y literatura, siguiéndole el arte en el

carnaval matriz de Pasto. Su rostro se ha tallado en una de las figuras laterales de la

carroza que el hijo menor, Franklyn Melo Chávez, fuerte de estampa y algo taciturno

al habla, prepara para el desfile de este 2015 que se viene con prisas. El motivo de la

carroza fue ocasión de una polémica fatal en esta misma ciudad en 1966, aún más

parroquiana y conservadora en ese entonces, tiempo alrededor del cual don

Segundo todavía ejercía su arte de mausoleos, antes que esa tradición decayera con

la moda de los jardines de reposo eterno y las bóvedas de simple lápida. El hijo se ha

asegurado que la carroza actual sea una burla lo bastante moderada como para

superar esta vez la censura. Una de las dos carrozas es una mentira. Y la otra nunca

hubiera podido ocurrir sin esa mentira.

Pasto es una inmensa burla. El taller donde trabaja el equipo que dirige

Franklyn está en el solar que fuera una casona de tapia, en el barrio de Santiago,

justo al lado del parque por donde siguieron del Colorado abajo los siniestros

soldados del Rifles que harían el famoso estrago de la navidad de 1822. La figura

central de la carroza es un Bolívar subido a un jeep con garras, con una corneta en la

mano, que persigue a una mujer. En realidad, se trata del gamonal Furibundo Pita,

uno de los hombres más ricos de Pasto, que tenía por costumbre perseguir a su

mujer a la salida de la iglesia de Maridiaz, dándole escarnio acelerando el carro y

pitando hasta que la acorralaba a la puerta de su casa en el barrio las Cuadras, unas

buenas diez cuadras de burla para todo el que lo quisiera ver. Franklyn le sigue los

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pasos al maestro Tulio Abril, que intentó representar la escena de tragicomedia en

una carroza, luego tuvo que componer el motivo bajo la furia arrevolverada del

gamonal y la persuasión del doctor Justo Pastor Proceso, quien estaba obsesionado

secretamente con develar la figura vergonzosa de Bolívar, y como uno y otro se

parecían como gemelos idénticos – algo había que hacer con la escultura efímera ya

lista -, pues la carroza cambió a ser una alegoría de lo más ruin de Bolívar. Las

figuras de unas niñas – ninfas huirían de su concupiscencia.

El taller huele a químicos y el piso de tierra está a la espera de una carpa

adicional prometida por Corpocarnaval o de un buen aguacero para volverse barro,

lo primero que suceda. Sobre mesas bastas de carpintería, las figuras van cobrando

forma, y las deudas que todo el proyecto acumula, también se van a cobrar. El

anticipo de la financiación oficial recién llegó esta semana. La ferretería no fía

cauchola. El material hay que comprarlo al por mayor y en efectivo. Franklyn se ve

un poco en la coyuntura que lo decidió al fin por las artes, cuando después de

animarse haciendo un año viejo para el desfile del 31 de diciembre en la empresa

que trabajaba, decidió que renunciaba a ese trabajo para ingresar a estudiar artes

plásticas en la Universidad de Nariño. Esta puede ser su primera y última carroza, o

tiene por seguro que se va a retirar por un tiempo, pues su mujer está esperando

gemelos y el costo de una aventura carnavalera más será insostenible el año que

viene. A diferencia de las amenazas de abandono que recibía de su esposa el

maestro Tulio Abril, de los reveses domésticos sin consecuencia pues al fin ninguno

terminaba interesando en otra cosa que competir en el desfile del 6 de enero, el

apoyo de la esposa del maestro Franklyn fue fundamental para ingresar y

mantenerse en la carrera universitaria, y ahora en el trabajo diario. El vientre de

Sonia todavía no se anuncia, y la pareja que ahí dentro crece no sabe de la burla

infinita que es este taller en el que se mueven.

Unas gradas truncas se pegan a la tapia del fondo. Salen del piso y terminan a

media altura, sin propósito. Este detalle, y la continuidad rota de la tapia de la

fachada, que viene del predio de al lado, evidencian que se trataba de una misma

casona, dividida y demolida a medias con el paso del tiempo y las sucesiones. Un

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vestigio, igual que el caserón señorial de tres pisos que todavía se sostiene a media

cuadra de ahí, sobre el parque y justo enfrente de la iglesia de Santiago, que sirve de

escenario a uno de los testimonios de crueldad en los que se basó la carroza del

carnaval de 1966.

En la historia de ese año, los ambientes, las casas, los barrios de la ciudad,

tienen una materialidad tan firme como el estado actual de esa casona de Santiago,

tan real que se desmorona a la vista. Los personajes tienen el acabado grotesco que

dan las pinticas del juego durante los días del carnaval, cosmético negro o talco

blanco, y el carácter de esperpento del ser íntimo revelado a golpe de aguardiente.

La tal carroza de 1966 es una invención que además nunca logró salir en el desfile,

ni en cuento ni en cierto, pero su influencia es definitiva para esta otra

interpretación actual que sí se materializó, si es posible decir así al referirse a la

efímera realidad de un día en medio del caos.

El artista Franklyn Melo halló razonables los motivos que su colega, Danilo

Ramírez, propuso para el tema de la carroza, cuando estaban en el momento álgido

de tomar estas decisiones - que iban a marcar el resto del trabajo hasta la ruleta

definitiva del 6 de enero –. El escritor Evelio Rosero había publicado la novela “La

carroza de Bolívar” en Tusquets en 2012, y había ganado el Premio Nacional de

Novela otorgado por el Ministerio de Cultura en 2014. La audacia narrativa de su

obra triunfó sobre cuatro finalistas notables. La distancia que va de un “Temporal”

situada en una playa sucreña, nada menos que en el azul profundo del golfo de

Morrosquillo, a la comedia poblada de debutantes de Rosero, en la tierra herida de

los Andes recorrida a puro sexo furtivo en los días del carnaval. Lo que va de un

Tomás González a la incógnita personal que siempre es Evelio Rosero. Algo así como

lo que es la diversidad del país de las regiones.

También, decidieron que no se meterían con el tema espinoso de Bolívar, como

lo hace Rosero en su novela, sino que harían su lectura propia, por el lado de lo que

en sí misma cuenta. Por eso las figuras que planearon hacer para la carroza, y que

estaban en su maqueta dentro de una urna de vidrio, visible a cualquier visitante del

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taller, eran los personajes del libro: adelante, tirando de la carroza o huyendo de su

marido, como se quiera ver, la esposa de Furibundo Pita, quien a su vez está subido

en un jeep con garras en lugar de ruedas; más atrás, la danzarina Primavera, de

ñapanga, mujer del doctor Justo Pastor Proceso, quien va en disfraz de gorila, la

cabeza descubierta y la máscara del animal en una mano. La configuración completa

forma la historia núcleo de la novela, esa relación disfuncional y absurda que se ha

tejido entre el ginecólogo y Primavera, bellísima y terrible, quien lleva 15 amantes

en sus cuentas. El parecido entre el personaje del gamonal y el Bolívar histórico, con

la anécdota de su persecución vergonzosa a la mujer, que ha dado pie al desatino

inicial de la ficticia carroza de 1966 intentada por el maestro Abril, forma la otra

llave de apertura narrativa, y hasta ahí quisieron plasmar en figuras los artistas

actuales. Por supuesto, la historia es más compleja, con personajes y situaciones

auxiliares que se cruzan en intersecciones fluidas. El visitante al taller del maestro

Franklyn, si se mantenía en ser un poco frecuente, podía ver formarse desde el

icopor ese entramado, con cada figura en sus etapas progresivas de trabajo, hasta el

montaje final sobre la plataforma de madera del camión. Más o menos como leerse

un libro e irse formando opinión del carácter de cada personaje.

Daniela, la hija de Franklyn, algo ha leído de la novela. Está en el colegio y

desde hace varios años ayuda al papá en sus emprendimientos de carnaval. Al

preguntarle si a sus compañeros les daba curiosidad cómo era ese trabajo, dice que

ellos se imaginaban que era aburrido, pero que trata de desengañarlos: ningún día

en el taller es igual, y entre todos ahí, se ríen mucho de burlarse entre sí, también

pasan malos ratos y se enojan, pero entre todo se entretienen, además, el trabajo en

sí necesita paciencia, concentración, una técnica repetitiva que se escala desde la

figura más pequeña hasta las más enormes. Buena parte del trabajo consiste en el

encolado: retazos de papel periódico se mojan en engrudo y se aplican sobre la base

de icopor. Deben ser muy pequeños porque de lo contrario al secarse la superficie se

embomba, queda muy basta y se vuelve reacia al pulido, así que ya podemos

imaginar cuántos pequeños trozos hay que pegar en cualquiera de las figuras.

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Los ayudantes del taller se sienten aliviados de usar engrudo en vez de cola

para este proceso. La razón es que la cola apesta. Una de las mujeres dice que eso

huele a pecueca, y en seguida le pregunta a uno de los otros, ¿a usted a qué le huele

la cola? El joven responde que no, la cola huele peor que eso.

Es un olor que se impregna y no sale aunque uno se bañe todo y se restriegue.

En los últimos años, algunos hijos de los maestros que trabajan en el carnaval han

entrado a estudiar artes en la universidad. Sus compañeros de clase quedan

espantados por la forma en que llegan oliendo, así que uno de los maestros tuvo que

invitar a su taller a los estudiantes, para que se dieran cuenta con qué estaban

lidiando, y dejaran de hacerle el feo al hijo. En general, un aprendiz de este tipo de

talleres que ingrese a la facultad, cuenta con mayor experiencia y destreza técnica -

iniciando por el manejo del volumen y la escultura – que sus colegas, quienes a su

vez quizá cuenten con otro acercamiento al arte, así que en conjunto el aprendizaje

se complementa y todos terminan embarrados.

Un personaje que se queda fuera de la carroza, de entre tantas líneas de

historia, representaría un modo de ser.

El poeta oculto, Rodolfo Puelles. O secreto. Llevada la poesía debajo del

sobaco: es la ambigüedad del pastuso, tener una convicción muy seria pero de

incógnito, pues la siente un poco vergonzante. Así, el doctor Proceso es oculto

investigador de un par de vejámenes sexuales de Bolívar, hasta que se destapa con

la locura de financiar una carroza sobre el tema.

Llega el momento de cerrar la calle y tener listo afuera el camión para empezar

el montaje de la carroza. El maestro Franklyn contrató para esto a un par de

trabajadores que llegaron desde el municipio de Ancuya desde el 28 de diciembre,

se encargan de las cuestiones mecánicas y la carpintería del montaje. De allá

también cuadraron que viniera el camión, con una plataforma ya de descarte sobre

la cual pueden clavar, taladrar, soldar y lo que haga falta, sin tener que preocuparse

de qué tan afectada quede la madera. Al fin, sobre el taller se eleva una carpa blanca

que se distingue por las poleas diferenciales arriba de las columnas de hierro, como

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las que se usan en espectáculos. Es fácil imaginarse que en cada calle donde por esos

días asoma una carpa así, es porque preparan dar un concierto. La circulación de

carros ha quedado cortada si se viene desde el norte de la ciudad a la entrada al

centro que permite la bajada de la calle del Colorado, zona que estuvo

congestionada por el montaje de iluminación navideña en el parque de Santiago,

aunque ahora, pasado el 24 de diciembre, ya bajó el entusiasmo de visitar el lugar.

El bendito camión debió cargar mucha panela en su juventud, desde ese

municipio del guaico – hondonada occidental nariñense cruzada por el Guáitara -.

Después de este paseíllo de carnavales, lo van a chatarrizar. La gente debería saber

mejor sobre qué camión hace sus carrozas. El enjambre de maquinaciones de Evelio

Rosero es capaz hasta de meter la leyenda del carro de la otra vida en su libro,

atestiguado su paso por el poeta oculto Rodolfo Puelles, en medio de la borrachera.

En Ancuya, hay quien guarde memoria del Austin, un camión modelo 65 o 67, de

fabricación inglesa, cabinado, la última novedad, que a la primera semana de trepar

esas carreteras del guaico se le fundió el motor. Luego se dañó el radiador, y a cada

nuevo arreglo se fue comiendo la ganancia de los otro cuatro camiones escalera que

formaban la pequeña flota de transporte vital hasta la ciudad de Pasto. Un camión

salado, todo se terminó perdiendo en el hueco de deudas de ese Austin. Al venderlo,

se fue a despeñar en cualquier curva, matando a un poco de gente junto a su nuevo

dueño. La gente debería saber mejor sobre qué camión hace sus carrozas.

Una gran dificultad en volver al tema del rastro sangriento de Bolívar en el

suroccidente colombiano es que la obra del historiador pastuso Rafael Sañudo es

contundente, cualquier intento de abordarlo no la puede superar, y entonces se

repiten las mismas fuentes tantas veces citadas. El doctor Justo Pastor Proceso

reconoce que nada superior a eso puede añadir a su trabajo suspenso, con el que

acumula años de embeleco. Evelio Rosero también cae en la trampa de esas fuentes.

El giro de la convergencia entre esa otra historia patria y el carnaval es la genialidad

de su aporte a los estudios de Bolívar. Los jurados del Premio Nacional de Novela

destacan que la descripción del carnaval es magistral, y en realidad que es fiel a ese

desmadre. El sarcasmo define el lenguaje y las situaciones enrevesadas que se

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tranzan, donde la pulsión del sexo y el parrandeo desaforado, entre la neblina

confusa del ambiente recargado, definen el tremendo movimiento de los personajes,

la ciudad vuelta una pista laberinto de patinaje sobre alcohol, con la música de la

costumbrista Ronda Lírica de fondo.

Llega finalmente el 6 de enero.

Los que se montan en una carroza van atrapados en su alegoría móvil, y de las

situaciones que se arremolinan entre la multitud abajo poco llegan a saber. En el

sitio de concentración de inicio del desfile, una gran expectativa se fermenta con la

larga espera para que llegue el turno de salida de la carroza de Franklyn, bajo un sol

ardiente de alturas andinas. “Qué locura, fiesta y literatura” arranca de penúltima,

los jugadores subidos y listos hace rato con su vestuario colorido que remata un

tocado bien particular, el rostro de un gorila alado, con el símbolo del sol de los

pastos en medio de las fauces. Entre quienes vienen sobre las carrozas que van

pasando se intercambian miradas y despedidas, brindis volados, dulces,

serpentinas… inevitable que las miradas contengan evaluaciones al paso sobre la

calidad del contrario, al fin, este cruce a la salida será la única oportunidad que las

singulares tripulaciones tengan para verse en pleno despliegue de ánimo y colorido.

Un grupo de jóvenes que se acomoda en primera fila detrás del bastidor lateral de

esta carroza de locura y literatura circula aguardiente a pico de botella, pero la

provisión que traen no aguanta toda esa espera, hay que bajarse por más antes que

nada. Uno de los guaicosos contratados, que se supone estaría pendiente del

funcionamiento de la carroza, por ejemplo del movimiento de las figuras, antes de

salir ya está borracho perdido. A su paisano le toca endurar y encargarse de lo que

correspondería a ambos. El equipo de trabajo acumula varias jornadas de trasnocho,

han pasado derecho desde el día anterior, y con todo les quedan fuerzas para este

despliegue definitivo.

Desfilar entre esos mares de gente es impresionante. Desde arriba se ve como

un ondular indescifrable entre nubes de talco, o sorprende hasta dónde son capaces

de treparse las personas con tal de ver el desfile. Breves cornisas, balcones

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improvisados con guadua, tapias viejas, árboles, o una franja de terreno elevado

entre ramas de maleza. Se aprovecha cualquier trozo de elevación capaz de sostener

el pie.

La aspereza del recorrido no da tregua a la integridad de la carroza. Además, el

conductor del armatoste no ve al frente sino lo que le digan, y a los lados las vallas

de contención. La maraña de cables deja mocha de un brazo a una de las figuras

apenas en la primera avenida, y entran los afanes de los ayudantes tratando en vano

de hacer un reimplante quirúrgico; más adelante se pierde el otro brazo, y como ya

nadie le presta atención, alguien lo deja en medio de las piernas del gorila Pastor

Proceso, doctor jumento. Le queda como un enorme pene, y ahí se está tieso hasta el

final.

El gorila tiene un mecanismo operado a fuerza de hombre que lo eleva y lo

hace girar en su eje, y cuando se mueve los ocupantes de la plataforma tienen que

cuidar sus cabezas, o de una vez sentarse a esperar que se le gasten las fuerzas al

operario, lo cual, bajo ese sol, es sorprendente que no sea más seguido. Poner a

bailar a la ñapanga Primavera es otro lío. Delante de la carroza una banda papayera

y otro grupo de jugadores en sus disfraces, van liderados por el animador que en

todas las horas del desfile mantuvo su voz resonando por la amplificación sin

descanso. El humo de la planta eléctrica que sostiene ese estruendo provoca un

estado medio miserable de mareo y confusión, que acentúa los visajes grotescos

entre el alarido de colores y blancos neblinosos con que se carga el paisaje.

A esas alturas del velorio, la entrada por el obelisco a la Avenida de los

Estudiantes es una suerte de alivio triunfal. Pensar que de ahí partió hecho una furia

el Furibundo Pita en su jeep, haciendo subir a su vecino el doctor Proceso, a quien

encuentra ahí de casualidad entre el desorden del 28 de diciembre, cuando la gente

se moja entre sí sin piedad. El jeep se dirige a la vereda del maestro Tulio Abril,

donde en su taller está haciendo esa burla de carroza, y ahí se conjura el desastre.

El recorrido de este tramo final tiene algo de paradoja: por un lado, el carnaval

está en plena efervescencia, y por otro, ya se divisa su disolución, señalado por los

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remolinos de gente que se van dispersando a los lados de la senda, pues al desfile

magno sólo le faltan estas dos carrozas para terminar. Es momento de subirse al

puente o balcón frontal para tomar la última impresión del ambiente. A un lado de la

carroza va caminando Franklyn con una escalera al hombro, como un san José de

Arimatea dispuesto a bajar de este baile profano a los jugadores, magullados de sol y

aguardiente. Al dar el giro final y detenerse la carroza, una de las mujeres que ya

está abajo y quien trabajó en todo el proceso se aparta sola y llora de la emoción.

Una vez todos han bajado, los jugadores se mantienen en pequeños grupos sin

animarse a dejar del todo el emblema de su aguante, las figuras y colores con que se

asimilan. Así mismo sucede en las carrozas que ya se han parqueado adelante. Hay

quienes están más borrosos que otros. Nueva ronda de botellas, ya sin la

preocupación de desgualangarse desde tan alto o no poder bajarse al baño. Aparece

un primo de Evelio Rosero y la conversación se trenza sobre esa particular

interpretación de su libro, a la vista de las figuras y luego junto a los retratos de

Evelio y del historiador Sañudo, que en alegoría de medallón antiguo se ubican en el

bastidor trasero. Cuando los artistas estaban en el planteamiento de la carroza,

invitaron al autor a que viniera y se subiera en el desfile, pero no estuvo de acuerdo

con la versión inofensiva que planeaban. Parece que hubiera querido ver tal cual la

del maestro Abril, con los motivos de los bastidores laterales como el asesinato del

general negro Piar, acusado de querer imponer una pardocracia en la Nueva

Granada; la traición contra Miranda, entregado alevosamente a los españoles; la

masacre en que se convirtió la batalla de Ibarra contra los pastusos. Las ninfas

perseguidas por Bolívar enfrente. Tema espinoso. Así es como el doctor Proceso se

echa encima a la célula de guerrilleros en ciernes de la que hacía parte el poeta

oculto Rodolfo Puelles, acusado de reaccionario. En cambio aquí en la carroza de

Franklyn, un motivo clave en un bastidor lateral, para quien sepa leerlo, es un par de

personajes en disfraz de burro, de aquellos en el que uno se pone la cabeza y el otro

la cola, uniéndose para formar el animal entero a cuatro patas, capaz de bailoteos y

coces.

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De 1966 a 2015 hay el buen trecho de las formalidades, los reglamentos, la

salvaguarda del patrimonio cultural de la humanidad. La competencia por

categorías de evaluación y con puntajes. Aunque la mayoría de carrozas de este

carnaval eran sobresalientes en su arte y concepto, volviendo muy reñida la

calificación, y la expectativa del público por conocer los finalistas y la carroza

ganadora estuvo en general satisfecha con los resultados, ésta del maestro Franklyn

no quedó en el competido listado de premios. Diez minutos de retraso en la llegada

al punto de partida en la mañana penalizaron el puntaje, y fue la razón para la

ubicación tan atrás en el desfile. Al preguntarle sobre las cuentas finales del

emprendimiento, Sonia, la esposa de Franklyn, responde directo que el balance es

una quiebra. Algo han compensado, sin embargo, con un criterio salvador que ha

ubicado la carroza en montaje pleno en el Museo del Carnaval del Centro Cultural

Pandiaco, próximo a reabrir al público. Estamos ya a fines de enero y Franklyn anda

en el carnaval de Guaranda, Ecuador, ocupado en esculpir doscientos colibríes de

dos metros de altura. Lo esperan de vuelta para que retome las clases de escultura

de carnaval que da en algunas escuelas públicas del municipio de Pasto, ciudad que

reposa plácida, muy seria para burlas en estos meses insulsos que llenan el año.

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