LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA
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DE LA VOZ ESCRITA DEL OTRO A LA VOZ ESCRITA DE SÍ EN LA INFANCIA
LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA
UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL
FACULTAD DE EDUCACIÓN
LICENCIATURA EN EDUCACIÓN INFANTIL
BOGOTÁ D.C.,
2020
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DE LA VOZ ESCRITA DEL OTRO A LA VOZ ESCRITA DE SÍ EN LA INFANCIA
LEIDY MICHEL TORRES GARCÍA
DIRECTORA
SANDRA LUCÍA ROJAS PRIETO
UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL
FACULTAD DE EDUCACIÓN
LICENCIATURA EN EDUCACIÓN INFANTIL
BOGOTÁ D.C.,
2020
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TABLA DE CONTENIDO
1. INTRODUCCIÓN……………………………………………………………………………………...6
2. SITUACIÓN PROBLÉMICA. LA ESCRITURA EN LA INFANCIA COMO CREACIÓN DE SÍ
MISMO…………………………………………………………………….……………………………..11
2.1 La escritura en el aula escolar……………………………………………………………...11
2.2 La escritura como encuentro consigo mismo……………………………………..……….15
2.3 La escritura como creación de sí mismo en la infancia………………………….………..19
2.4 La voz de los otros como posibilidad del nacimiento de la voz escrita de los
niños.……………………………………………………………………………………………..23
3. MARCO CONCEPTUAL…………………………………………………………………………….30
3. CAPÍTULO I. DE CACHORRO A SUJETO DE LENGUAJE: NACER AL MUNDO DE
OTROS………………………………………………………………………………………..….30
3.1.1 Las voces de los otros: Mi nacimiento al mundo del lenguaje………………… 30
3.1.2 Las voces de la literatura: Mi nacimiento al mundo de los libros……………... 34
3.2. CAPÍTULO II. DE LA LECTURA LITERARIA AL DESEO DE ESCRIBIR…………45
3.2.1 De la experiencia literaria como experiencia vital……………………………….47
3.2.2 Las voces escritas: puertas a universos de sentido……………………………... 54
3.2.2.1 Elsa Bornemann y el encuentro con nuestros más hondos
sentimientos……………………………………………………………………. 56
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3.2.2.2 Lygia Bojunga y el derecho a la utopía………………………………... 60
3. 3 CAPÍTULO III. LA ESCRITURA DE SÍ EN LA INFANCIA………………………….66
3.3.1 La escritura de sí…………………………………………………………………..68
3.3.1.1 Escribir para constituir el propio espíritu………………………………75
3.3.1.2 De voces escritas y otros ficcionales representativos: La acogida del
discurso de los otros como principio fundante de escritura……………………77
3.3.1.3 Escribir para vivir……………………………………………………….81
3.3.2 El niño como autor y el nacimiento de su voz escrita…………………………. 82
3.3.2.1 Sobre la formación del otro yo: el primer lector de un escritor……….83
3.3.2.2 Del encuentro de la voz lectora al nacimiento de una voz escrita………85
3.3.2.2.1 Preparación: El primer gran despertar ante el territorio de
lo escrito.……………………………………………………………….87
3.3.2.2.2 Borrador y revisión: Las primeras elaboraciones del mapa
sobre el territorio y el descubrimiento de que se explora lo escrito en
compañía……………………………………………………………… 91
3.3.2.2.3 Edición o redacción de la versión definitiva: El nacimiento de
un autor con una voz escrita propia…………………………………93
4. ANÁLISIS A PARTIR DE LAS CATEGORÍAS ABORDADAS. HABITAR UN MUNDO
POSIBLE O DE LA CREACIÓN DE ESPACIOS FICCIONALES EN LA
INFANCIA………………………………………………………………………………………...……...95
4.1 Entre tiendas de reparación de libros y clubes del terror: El establecimiento de espacios
ficcionales creados por los niños……………………………………………………………….. 97
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4.2 De la creación de cabañas mágicas y habitáculos de sentido: leer en voz alta a los niños.
…………………………………………………………………………………………………...104
4.2.1 Leyendo a Amalia Low y Wolf Erlbruch: Las primeras comprensiones de la
transacción literaria.…………………………………………………………………...105
4.2.2 Leer a Roald Dahl: la inmersión profunda en una voz escrita…………………...114
4.3 Hacia una reconquista de la vida: del contacto con lo literario a las primeras marcas de
una voz escrita…………………………………………………………………………………..124
4.3.1 Los primeros rastros de la voz escrita…………………………………………… 125
5. REFLEXIONES FINALES………………………………………………………………………….133
6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS……………………………………………………………...140
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INTRODUCCIÓN
Hace ya casi tres años hice parte de un proyecto de investigación sobre la escritura en la
universidad. Desde distintas miradas teóricas, nos acercamos a nuevas comprensiones en torno a lo escrito.
Dichas comprensiones distaban mucho de las prácticas en las que, usualmente, tanto en la universidad como
en la escuela, se insta a los alumnos a escribir. Tomamos distancia de las concepciones en donde la escritura
se comprende como traducción o trascripción del pensamiento y nos situamos desde una potente
perspectiva: la escritura en sí misma crea pensamiento, nos permite elaborarlo y así, en el camino,
construirnos como sujetos.
A partir de los referentes teóricos indagados en el proyecto empecé a preguntarme, en concreto,
por los lugares de la escritura en la escuela. Me interesé por encontrar desde nuevos referentes las posibles
vías a través de las cuales la escritura en el espacio escolar podría convertirse en una práctica constitutiva
de sujeto, conectada de forma vital con los niños y presente desde diversos lugares de sentido, antes que
los de trascripción usualmente asignados a ella.
Decidí junto con mi tutora, iniciar un trabajo de indagación teórica en torno a las maneras en que
dicha escritura podría tener un lugar preponderante en la infancia y distante de las prácticas escolares en
donde se la sitúa como tarea escolar, obligatoria para los niños1. Después de la indagación teórica, pretendía
realizar una propuesta de proyecto pedagógico en donde pudiera acompañarlos desde otras miradas sobre
la escritura y observar cuál era el resultado. Sin embargo, debido a las contingencias desarrolladas por la
expansión del Covid-19, la última fase de la propuesta resultó inviable, pues las condiciones eran bastante
diferentes y el tiempo limitado.
En consecuencia, el trabajo tomó la forma de monografía, por la exploración teórica realizada a lo
largo de tres capítulos. Sin embargo, en mi práctica pedagógica, llevada a cabo durante los semestres 2018-
II, 2019-I, 2019-II y 2020-I, yo había ideado intervenciones con los niños en las que tanto la literatura como
la escritura estaban presentes, por lo que se decidió que, pese a tener un corte monográfico, era pertinente
1 El término niños será usado para nombrar a los niños y las niñas en el presente trabajo, haciendo uso del sustantivo epiceno, desde el que es posible designar por igual a individuos del mismo sexo.
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analizar los momentos más valiosos y relevantes de estos años en términos de la situación problémica y el
desarrollo teórico del trabajo. Lo que no se pudo realizar fue precisamente el momento en el que se
proyectaba desarrollar una intervención pedagógica relacionada con la escritura de sí; entonces, se optó por
fortalecer la experiencia literaria. De esta forma, el trabajo se convirtió en una monografía de
profundización.
La práctica pedagógica a la que hago referencia fue llevada a cabo en el colegio Centro Educativo
Libertad, ubicado en el centro de Bogotá y posicionado como una de las propuestas de educación
alternativa más antiguas de la capital. Allí, los grados escolares son nombrados de formas distintas a las
tradicionales; y algunas prácticas comunes de la escuela, tales como el uniforme, los pupitres en fila, el
timbre en los descansos y la organización del horario a partir de asignaturas separadas en un currículo
agregado, han sido abolidas o transformadas desde nuevos sentidos. Cada grupo de niños elige un nombre
para ser denominado durante el resto del año, y en la primera mitad lectiva las maestras deben explorar con
ellos las posibles aristas de un gran proyecto pedagógico elaborado por ellas. En la segunda mitad del año
escolar, el proyecto se pone en marcha desde una línea temática elegida por cada maestra titular y los grupos
se dedican al trabajo en torno al mismo, que pretende abarcar todas las áreas del saber escolar.
La primera experiencia literaria a la que haré referencia tuvo lugar en el grado Quinto en el año
2018-II, con un grupo de niños que eran tildados como problemáticos en la institución. A través de la
literatura, pretendía acercarme al reconocimento de su realidad interior. Durante el año 2019 no me fue
posible realizar ninguna intervención que tuviera como centro la literatura, pues los tiempos y espacios
institucionales fueron limitados. La segunda experiencia literaria (2020-I), y que tiene un enclave
fundamental en el análisis, fue llevada a cabo con un grupo de niños de grado Cuarto de aproximadamente
nueve años, a quienes había acompañado también en el grado Tercero. Durante todo su proceso escolar,
pude percatarme de que la escritura no constituía un proceso vital en sus vidas, ni se erigía como práctica
constitutiva de pensamiento, realidad e intersubjetividad. Pese a ello, sus conversaciones y realidades
cotidianas me comunicaban urgentemente de la necesidad de crear espacios ficcionales en donde la palabra
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escrita, ya fuera desde la literatura, la narración o la producción textual, constituyera un elemento clave en
su formación.
Exploraremos a fondo las formas que toma la escritura en dicha institución a la luz de diversos
teóricos en la situación problémica, en donde también expongo mis preguntas frente a la enseñanza de la
escritura en el aula y a la manera en que esta se puede constituir en una práctica vital y constitutiva de sujeto
en la infancia. A partir de ello, inicio un viaje de exploración en donde descubro que, antes de llegar a la
escritura, es necesario haber nacido al mundo del lenguaje y al mundo de los libros. Tanto al primero como
al segundo se nace desde la voz de los otros. Sin embargo, la entrada al mundo del lenguaje está marcada
por voces, por gestos y acompañamiento desde la corporalidad. Después, cuando nacemos al mundo de los
libros, lo hacemos a partir de lo que he denominado la voz escrita de los otros, es decir, los rasgos y
matices junto con las situaciones y personajes que un autor ha creado para nosotros, en este caso, para el
niño.
Continuando con esta línea, en el segundo capítulo exploro intensamente los significados de dichas
voces escritas: ¿qué son? ¿qué propician? ¿cómo las encontramos? A partir de la inmersión en dos autoras
de literatura infantil: Lygia Bojunga y Elsa Bornemann. Desde el análisis de uno de sus libros más
representativos, me acerco a la comprensión de la influencia que dichas voces escritas pueden tener en la
infancia, con el fin de permitirles a los niños mirarse a través de importantes reflejos de la condición humana
y, así, elaborar nichos de significación y habitáculos de sentido, parafraseando a Petit (2002).
En el tercer capítulo exploro cómo, a partir del contacto entre el niño y dichas voces escritas desde
la lectura literaria, se hace posible el establecimiento de la escritura en el aula como un viaje desde sí mismo
hacia la exploración de las cavidades del mundo interior y de la construcción de nuevas relaciones, sentidos
y experiencias con el mundo exterior. Encuentro en Foucault (1999), McCormick (1986) y Murray (1982)
teorizaciones que serán clave para pensar en la posibilidad de emergencia de una escritura de sí -vital y
personal- en la infancia a partir de lo que he denominado el nacimiento de una voz escrita propia en cada
niño.
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Así, el viaje que ha empezado en la voz -nutrida de gestos y corporalidad- de los otros en la más
tierna infancia, transita luego en la voz escrita de los autores y los otros ficcionales creados por ellos y se
convierte en el comienzo de una relación con la escritura desde un recorrido por diversos senderos en
los que el niño se asume como el narrador de su propia historia (Petit, 2002), con gestos y matices que ha
forjado desde su voz escrita, influenciada y nacida al calor de quienes le han mostrado los caminos y
experiencias de la condición humana.
Posteriormente, en el análisis el lector encontrará lo acontecido con los niños a partir del encuentro
con la voz escrita de Roald Dahl (1983) y la creación de espacios ficcionales, que permitieron el
establecimiento de nuevos momentos creativos con ellos. No será posible dar cuenta de las escrituras que
se planeaba proponer en el proyecto desde lo planteado en el último capítulo debido la contigencia sanitaria.
Sin embargo, se presentan elementos claves para que los niños edifiquen una relación importante con las
voces escritas y sus otros representativos ficcionales en la infancia.
Finalmente, el lector encontrará algunas reflexiones que he considerado pertinentes para el campo
de la Educación Infantil en términos de la enseñanza de la literatura y la escritura. A la par, presento una
serie de conclusiones en relación con los propósitos del trabajo. Todo ello permitirá dar cuenta de la
importancia que reviste el hecho de formarnos como maestras que son capaces de enseñar a leer y a escribir
desde una posición de sujetos que han elaborado su mundo interior y enriquecido la relación con el mundo
exterior desde los encuentros con la literatura y la escritura.
Vale la pena decir, por último, que la importancia que reúne el presente trabajo reside en el análisis
elaborado en torno a las miradas más enriquecidas que desde el campo de la antropología, la filosofía, la
didáctica y la pedagogía se han construido sobre la literatura y la escritura. Pese a que algunas de estas no
se posicionan en el campo de la Educación Infantil, he decidido situarlas como referentes fundamentales
para pensar, como maestras, el impacto de la formación en lectura literaria y escritura en la infancia.
Trascendiendo las miradas psicológicas que han acaparado el estudio de la literatura y la escritura en la
educación de los niños, aquí pretendo ampliar este campo de estudio para enmarcarlo desde la necesidad
que ellos tienen de constituirse como sujetos con el derecho a enunciar y construir el sentido de su mundo,
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edificando relaciones significativas con el exterior y los otros que lo pueblan y que, como lo veremos,
emergen como camino, puerta y brújula de significación.
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2. SITUACIÓN PROBLÉMICA
LA ESCRITURA EN LA INFANCIA COMO CREACIÓN DE SÍ MISMO
Vivió callada mucho tiempo. La imaginaban y la hacían muda, desprovista de voz, asfixiada, como
una esfinge de piedra sin ningún relieve. Sólo aparentaba mutismo hacia afuera. Hay sitios donde
estamos, pero no existimos. Hacia adentro se habla, se siente, se toca, se escribe a sí misma.
-Carlos Skliar, Desobedecer el Lenguaje. Alteridad, Lectura y Escritura
2.1. La escritura en el aula escolar
Entre charlas y risas, los niños finalmente toman el lápiz. En el tablero lo que se ha de escribir está
escrito: cinco adivinanzas. La maestra da la instrucción: “Luego de que copien las adivinanzas, deben
dibujar y también escribir la respuesta de las mismas”. Los niños asienten, y el lenguaje juega con los
recuerdos de las cosas y de las palabras, como inmiscuyéndose en el centro de su memoria. Ellos, algunos
silenciosos y otros entre chanzas y risas, buscan la respuesta a los enigmas. Al final todos llegan a la
respuesta, algunos tardan más y otros un poco menos. De esto, quedaron tres cosas: las respuestas, los
dibujos y la pregunta: y aquí, ¿qué ha sido la escritura?
Las palabras que se han de tallar sobre el cuerpo mustio de la hoja blanca, ya han sido previamente
anunciadas. Siempre o casi siempre. Los niños del nivel Ocho Azul (grado Tercero) han aprendido las
reglas básicas que estructuran la lengua escrita. Pueden trascribir las oraciones que anteceden a una
instrucción y poblar esas superficies, que, por lo general, terminan en un rincón del aula mostradas en tanto
productos o momentos del proceso de vivencia del proyecto. Entonces, los niños copian, desde lo que ha
ocurrido en un experimento y la lista de flores exóticas del Brasil hasta las memorias del viaje familiar
hecho en vacaciones. Los niños, color, pluma, lapicero, lápiz en mano lo hacen: copian, trascriben,
escriben… ¿quizá? En esta ocasión las adivinanzas ocuparon el espacio que la maestra destina a
lectoescritura. Antes del momento que ella llamaría de escritura, se vivieron instantes de tensión por la
competencia en torno a quien decía la mejor adivinanza y producía todas las que fueran posibles para ganar
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puntos en la mano trazados con marcador verde. Angustia, emoción y tensión se hicieron una sola en el
espacio, y las adivinanzas salían como listas para empacar y enviar a domicilio. Se escurrían por todo el
salón, y llenaban el espacio con palabras y palabras que se estrellaban entre rimas improvisadas y cada vez
más apresuradas. Finalmente, la emoción se contuvo y había llegado el momento exacto destinado a la
escritura.
La escritura, una especie de eco inaudible. Los papeles pegados en las paredes mostrando el
proceso, las hojas desparramadas de los niños o, por lo general, las cartulinas reunidas por la maestra al
final del año, o quizá los acrónimos en las paredes o los retratos con sus fotos en donde enumeran sus más
destacables cualidades. Todo ello es entendido como escritura, asimilado como escritura, en fin, pautado
como tal. Los niños, igualmente, entienden perfectamente de qué se trata cuando se habla de escribir.
Algunos esgrimen un: “Es mucho” o “¿Hay que escribir todo eso?” o “¿Cuántos renglones tengo que
hacer?”. Al final, siempre la pregunta por la cantidad, y al principio, siempre el tedio, el agotamiento y la
desazón frente a la hoja en blanco y la mirada perezosa que se dirige al tablero como protestando por esos
momentos de juego arrebatados vilmente por las palabras inmóviles. Algunas veces se concluye rápido,
para salir al descanso, o para dedicarse al juego o al dibujo, que encanta siempre tanto. Este siempre es el
ganador en las jornadas, y se yergue victorioso al lado de las palabras escritas de los niños. El dibujo
esmerado, las letras siempre un poco chuecas y en la mayoría de veces labradas a desgano. ¿Es esto escribir?
Dibujos, cartulinas, folletos, acrónimos, siluetas pegadas en la pared y el nombre del grupo
democráticamente pautado a lo largo de un proceso llamado “Denominación”, dan vida a las paredes. ¿Y
la escritura?, ¿a quién da vida? ¿quién le da vida?
A final de año las paredes blancas se han teñido de decenas de trabajos hechos en cartulina u otros
materiales durante todo el año escolar. Sobre un rincón destinado a la lengua escrita gravitan los distintos
trazos de los niños, y sobre la pared parecen reposar letras muertas que todos ya han olvidado o que, en un
futuro próximo, residirán en la caneca del olvido, la misma de los desperdicios de envolturas y hojas en
donde se ha ensayado un dibujo o cualquier otra línea o trazo de los niños. Pese a ello, desde lugares en
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donde su intimidad revuela alborotada y la vida los pone en medio de discusiones, tensiones y angustias
vitales, se logran capturar momentos indecibles en los que el oído se estremece por la genialidad de la
pregunta, por el alcance del entendimiento y las fronteras sobre las que se cuela el lenguaje, un lenguaje
proclamado voz punzante que sorprende por la profundidad de las reflexiones y la osadía de las hipótesis
que se lanzan. Entonces, en el pasillo, triste y solitaria, J.2 me mira como esperando encontrar en mis ojos
la interlocución más certera: “A mí, tantas veces me gustaría tener otro cuerpo”. Me deja muda, el tiempo
apremia y debo dejarla, con su tensión, con su cuerpo que tantas veces ha deseado ser otro seguramente sin
entender exactamente el por qué. Dejo a J., que ha esgrimido a través de su voz las siluetas del deseo: J.
desea, J. quisiera tener otro cuerpo. J. vive deseando sentirse otra.
Y precisamente es J. de quien C. me habla. Son mejores amigas, pero su relación le resulta a todos
sus compañeros un tanto conflictiva, extraña. C., con su piel hecha de la blancura del invierno, y J., con su
tez morena, parecen ser inseparables cada día más. Que todos los niños pelean, parece una verdad nunca
puesta en duda. Las maestras constantemente se quejan en torno a ello, y la resolución de conflictos en el
aula parece presentar, todo el tiempo, un reto difícil de sortear. Definir las relaciones de los niños resultaría
todo un reto. Sin embargo, C., en una mañana en que su intuición le ha mostrado la situación con absoluta
claridad, esboza después de una típica pelea con J., la descripción más exacta de la relación que ha podido
encontrar hasta el día de hoy: “Ella y yo tenemos una relación tóxica - ¿por qué, C.? - ¿No te das cuenta?
Peleamos y nos arreglamos, peleamos y nos arreglamos, peleamos y nos arreglamos. Y no nos podemos
dejar. Sí. Definitivamente, es una relación tóxica” Tóxica. El término me parecía jocoso, pero al mismo
tiempo sabía que su definición estaba enteramente relacionada con la cultura del momento. El término
relación tóxica circula ahora en el vocabulario popular, sobre todo de los jóvenes, que lo usan para definir
los vínculos afectivos que, más que edificarlos, parecen causarles profundos daños emocionales cuya causa,
2 Con el fin de proteger la identidad de los niños a quienes menciono en este trabajo, utilizaré una letra en mayúscula seguida de un punto en lugar de su nombre de pila para referirme a ellos.
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origen y fin son para ellos difíciles de vislumbrar, entrando en círculos destructivos, como el que C. me ha
pretendido explicar.
Vaya, pero los niños de 8 azul no solo divagan sobre cosas un tanto opacas, y parece que no sólo
buscan nombrar sus relaciones con los otros y con ellos mismos, sino que también divagan sobre el
significado del amor, la libertad y, por qué no, la comida. Una discusión acalorada se ha colado en la clase
de inglés: me es difícil ahora rastrear en mi memoria sus orígenes, pues quedaron grabadas en mí solo las
voces de los niños, quienes discutían sobre el amor debido a una afirmación hecha por la maestra. En un
momento, después de que uno de los bandos declarara, de forma definitiva, que nadie se podía morir de
amor, el contraargumento de K., que pretendía cerrar el debate, fue tajante y definitorio: “Hay gente que se
ha muerto porque no le dan amor. Si no te dan amor no te dan comida porque no te quieren. Entonces, te
mueres, y mueres de amor”. Se llamó al orden y al silencio, pero las caras de los niños reflejaban una
secreta admiración por K., que había sido capaz de resolver el enigma de manera tan brillante.
Así, entre palabras que irrumpen los espacios de la institución, las voces de los niños se cuelan
como tratando de tejer el sentido de sus vidas, haciéndolo a la espera de ser escuchadas. Pero estas voces
se van. El viento las arrulla para dejarlas partir para siempre, como en un viaje sin retorno. Así fue también
en el club del terror que inauguramos y que culminó en la experiencia del teatro de sombras. Sus voces se
tejían como tratando de romper los días para llenarlos de misterio, y así poblarlos de las criaturas fantásticas
con las que su imaginación deambula por los pasadizos del terror y del placer del susto. Voces todas de los
niños hechas de fuego, como ardiendo por la vida y tratando de encontrar en ella los sentidos a sus
preguntas, las amalgamas de sus tardes de juego, de sus paseos con la familia; o de los días en que el amor,
la enfermedad, la alegría o la tristeza han tocado sus cuerpos para marcarlos para siempre. Nacieron y
murieron sus elucubraciones espontáneas pero certeras. Nacieron para irse, como destinadas a emigrar. Sus
relatos, también. Cabrejo nos dice que “El amor, el odio, la vida, la muerte y los niños son maestros en
construir relatos” (2007, p. 81) y ciertamente, escuchar sus voces permite observar esta manera no sólo de
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construir relatos, sino de poner en tensión los límites de la vida misma, como buscando su centro, o el
misterio que se nos escapa todo el tiempo.
Pero, ¿Qué hace J. copiando adivinanzas del tablero mientras en sus deseos más profundos se teje
la voluntad de convertirse en otro cuerpo? Y K., ¿copiando las flores exóticas enumeradas en el tablero
mientras su espíritu le grita “nos morimos de amor”? Y C., ¿qué hace C. llenando el acrónimo de sus
cualidades mientras su relación tóxica con J. finalmente ha sido nombrada? Las experiencias de los niños,
dentro de la escuela, pero también más allá de esta, se trazan sobre las huellas de su camino mientras que
los otros que delimitan o expanden las circunstancias de su ser, los bordan, los constituyen y los
transforman. Mientras tanto, en los espacios escolares destinados a la escritura, se trascriben palabras
puestas en el tablero, se rellenan frisos con datos del último experimento o la más reciente visita al museo,
se pide un relato breve sobre lo acaecido en las vacaciones, o se llenan fichas de lectura a partir del libro
que cada uno ha llevado a casa consigo para leer en el tiempo que considere estimado (Esta dinámica es
conocida como libro compartido, en la que cada niño compra un libro para que a lo largo del año todos se
hayan rotado la serie de textos reunidos). Se contestan las preguntas por las características centrales de los
personajes, los tiempos y espacios de desarrollo de la historia, finales alternativos, en fin. Se llenan las
cartulinas, las fichas, los frisos, se cuentan relatos breves que serán olvidados y sobre el tiempo tejerán
huellas perecederas, absolutamente mortales, tanto en los espíritus de los niños como en sus experiencias
vitales en la escuela.
2.2 La escritura como encuentro consigo mismo
Hormiga y caballo, soberano y vasallo al mismo tiempo, el escritor, en el acto de traducir, llega a
conocerse a sí mismo con una vestimenta y una condición nueva.
-Natalia Ginzburg, Las tareas de casa y otros ensayos
“Tal vez el único sentido, la única razón de la escritura sea escribir” (p. 114), nos dice Skliar (2015),
sin embargo, McCormick (1986) nos habla de un antiguo y primigenio humano deseo de ser escuchados,
de decir nuestra verdad, de reconstruir nuestra experiencia, de rehacerla y dotar a nuestra vida de un sentido
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o una trama vitales. Podríamos preguntarnos para qué se escribe en el CEL (Centro Educativo Libertad), y
en concreto, para qué escriben los niños del nivel 8 azul. En términos de Andruetto (2009), podríamos
preguntarnos: ¿La escritura es para ellos tránsito, migración, espera y movimiento? O la letra en el papel,
luego afincada sobre el espesor de las paredes, ¿no es más que un tren cuyo motor se ha detenido para
siempre? Convertida en tarea escolar, como lo llama Domínguez (1997), la escritura se halla desprovista
de conexión o nexos vitales con la experiencia de los niños. Sus deseos, los sentidos que atribuyen a lo que
viven, las formas bajo las cuales el rostro de los otros se hace silueta bajo su propio rostro, sus dolores,
angustias, alegrías, transitan en su cotidianidad mientras la escritura no es más que un ejercicio obligado,
una especie de mecanografía. La obligación de copiar o trascribir adopta la cara del tedio, el aburrimiento
o la del paso del tiempo que debe ser agotado a su mínima expresión mientras se sale al descanso o se
permiten nuevamente los juegos y charlas dentro del aula.
Entonces, ¿escribir para qué? Maria Teresa Andruetto (2009) define la escritura desde diversas
vertientes: como movimiento, como migración, como especie de tránsito entre algo que no existía o que no
teníamos presente para alumbrar algo nuevo, en una especie de hacer de la ausencia una presencia. El
escritor sería ese pasajero en tránsito, aquel que busca un centro o un misterio que se escapa, y a cuyo
encuentro se dirige de forma íntima, profunda, inevitable. Escribir entonces sería un movimiento del
espíritu, la compulsión de una serie de fuerzas vitales en las que nosotros mismos con lo fijado y lo previsto
somos puestos en tensión, una tensión deliciosa aunada por una búsqueda interior y casi nunca certera, más
bien todo el tiempo meditabunda, dubitativa. Escritura como movimiento, como tránsito, como pasaje,
como ruta, como migración. Para ello, la escritura debe revelar, debe decir, debe interpelar lo que somos,
cuestionarlo y obligarnos a mirar hacia el centro de nuestro espíritu, no huyendo, sino atravesando
(Andruetto, 2009).
Sin embargo, mientras que la escritura sea pasaje detenido en el tiempo, caminar sobre un sendero
conocido -el de la gramática o la estructura de la lengua-; mientras sea memoria retenida y olvido obligado,
los niños seguirán copiando, trascribiendo, sumergidos en el tedio de encontrarse día a día, actividad tras
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actividad, frente al pavor que puede llegar a producir una hoja en blanco. Paso a paso, la vida transcurre
para ellos con sus incógnitas, desazones, aciertos, ambigüedades, contrariedades, y cuando hablan de ellas
el eco de los otros responde, grita, se desentiende, o entiende. Sus voces se mezclan y tratan de descifrar
algo, sin embargo, son ecos que el tiempo marchitará, que el polvo de los días se llevará mientras la escritura
sigue copiando, trascribiendo. Podemos, mientras tanto, contemplar que gritan, dicen, hablan, vociferan,
obedeciendo a un innato deseo humano de ser escuchados.
McCormick (1986) y Cabrejo (2007, a.) nos hablan de la necesidad humana de ser escuchados, así
no sea más que por una sola persona. Aunque desde distintas vertientes, como lo son la escritura y la
oralidad, respectivamente, ambos autores se refieren al deseo que tenemos de decir a los otros y ser
atendidos cuando los llamamos, desde nuestras necesidades vitales, construcciones e incógnitas. El paralelo
entre ambos es posible gracias a que nos permiten entender la necesidad imperante de los niños por elaborar
una voz que pueda interpelar la voz de los otros, nutrirse y crecer en permanentes interlocuciones.
Psíquicamente, como lo plantea Cabrejo (2007, a.), hay una necesidad del bebé de constituirse en sujeto
que habla, dice y demanda desde la elaboración de otro interior nutrido del gran libro de la experiencia
humana que los otros que lo circundan le han mostrado. Los otros, con sus gestos, sus impresiones, sus
rasgos, trazan sobre el bebé huellas que lo constituyen y permiten el nacimiento de su voz, y con ella la
posibilidad de expresar sus necesidades, de decirlas a través de la lengua, de manifestar desde lo oral la
constitución de su yo o de su otro interior.
Como lo dice McCormick (2007), “Necesitamos decir a los demás: ‘Este soy yo. Esta es mi
historia, mi vida, mi verdad’. Necesitamos ser escuchados” ( p. 14), y es dicha necesidad la que,
ciertamente, viven los niños tanto en la escuela como fuera de ella. Sin embargo, la escritura mientras tanto
convertida en deber o ejercicio de la escolaridad, indaga en los recovecos de la hoja que recibe lo que ya
está dicho y nada revela, como un camino del que conocemos las márgenes más no las profundidades. Esto
mismo sucede con la lectura. En ese sentido, Michele Petit (2011), que se ha dedicado a estudiar en qué
consiste la experiencia lectora, enuncia cómo la literatura dentro de la escuela siempre ha estado al margen
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de ella misma, es decir, como algo externo a sí misma. Claro ejemplo de ello es que, en el grueso de nuestras
escuelas, se pretenda enseñar los diferentes géneros literarios sin nunca permitir a los niños la lectura de
siquiera un texto de dicho género. Se enseña la novela policíaca con un resumen de Sherlock Holmes y la
enumeración de sus características principales. Se enseña la poesía sin propiciar en el aula la lectura de un
solo libro de poesía; en cambio, los estudiantes deben aprender el significado de la métrica y las formas de
versos según sus sílabas. No circula la literatura; circula la definición de la literatura, y con ello se implanta
la muerte del lenguaje literario en el aula. Por ello, Petit (2011) plantea que esta –la literatura- en la escuela,
no tiene nada que ver con las vivencias, las experiencias y las sensaciones. En cambio, hay solo estructura,
gramática, sintaxis, memoria, reducción.
Esto mismo ocurre con la escritura, que se ha erigido en la institución escolar como una actividad
aislada de sí misma; y cuando la escritura aísla, es más bien un desarraigo antes que un encuentro. Un
desarraigo de sí, una ausencia de la propia posibilidad de los niños de decir-se y de nombrar-se en la plenitud
del lenguaje, impidiéndoles hablar de sí mismos a través de lo escrito, privándolos de elaborar a partir de
la literatura un mundo interior desde el contacto con el mundo de los otros, es decir, formarse en la alteridad.
De esta manera, convertida la escritura en tarea escolar, se los aísla de la posibilidad de dialogar con su yo
interior y de ser escuchados, obviando desde las aulas su necesidad vital de definirse y redefinirse en
devenires constantes de palabras.
Como lo plantea Stapich (2009) desde la oralidad, permitir y estimular a que los niños hablen de sí
mismos es uno de los grandes detonantes para el desarrollo de su oralidad. Desde la escritura podemos traer
a colación este interesante postulado, encontrando en el ejercicio escrito la posibilidad de los niños de
vincularse a ellos mismos, de encontrarse, de hallarse desde los sentidos que elaboran. Para ello la escritura
debe constituirse en misterio, se la debe dotar en el aula de un sabor a través del cual ellos puedan degustar
la belleza de discutir con lo que son, sienten y piensan. Para ello es necesario recorrer un camino previo,
allanarlo y edificarlo bajo la forma de la experiencia de los otros y del gran cúmulo de significados que los
hombres han tejido en torno al vivir a través de sus relatos. Hablamos entonces de unos otros exteriores,
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que trascienden la presencia física y se lograrían situar en el plano simbólico de sus espíritus. Esos otros
que han elaborado relatos de sí, que han hecho de su escritura una escritura en alta voz, como lo dice Skliar
(2015), son quienes nos interesan en el siguiente apartado, para definir la ruta de estas preguntas y para
seguir encontrando qué es lo que sucede con la escritura, qué significados despierta en los niños de Ocho
Azul, por qué lo hace y cuáles son las conceptualizaciones por las que abogo en el presente trabajo.
2.3 La escritura como creación de sí mismo en la infancia
Toda escritura es experimental, ya que constituye, si es genuina, una exploración intensa de la
palabra y una experiencia profunda en el seno de uno mismo
-María Teresa Andruetto, Hacia una literatura sin adjetivos
Ahora bien, si la escritura, como lo pretende enunciar el presente trabajo, debe situarse más allá de
los ejercicios de copia y/o trascripción, encontramos en varios autores, desde la didáctica de la lengua escrita
y la oralidad hasta la filosofía, distintas concepciones de escritura que nos permiten dilucidar caminos
divergentes a su práctica y enseñanza en el aula. En McCormick (1986), por ejemplo, podemos encontrar
la escritura como proyecto personal, así como en Foucault (1999, 2002, 2012) hallamos la escritura como
un ejercicio a través del cual se sale transformado, o en Andruetto (2009) como un movimiento, un camino,
en fin, una migración de un sitio a otro. Desde autores como Stapich (2009) y Cabrejo (2007, a.) hallamos
en la oralidad un referente que podemos transpolar para una nueva enseñanza de la escritura, como ya lo
hemos visto en párrafos anteriores. Por otro lado, en Skliar (2015) encontramos una serie de conceptos que
allanan el camino para pensar la escritura en el aula desde la intimidad del ser, y el contacto profundo con
aquello que nos habita y conforma, así como en Petit (2002, 2008, 2011) obtenemos una mirada de la
experiencia lectora para preguntarnos, de igual manera, por la experiencia escritora. A continuación, quiero
presentar al lector la pregunta angular en torno a la cual se han hilvanado los interrogantes presentados, las
miradas de la realidad escolar conjeturadas desde el foco de la escritura y las hipótesis que nos permiten
20
situarnos desde otras perspectivas de la enseñanza de la misma: ¿cómo hacer de la escritura una experiencia
de creación de sí mismo en la infancia?
Ya se han trazado las características del trabajo en torno a la escritura en el CEL, y cómo las
diversas formas que toma no superan los ejercicios de copia, trascripción o producción efímera. El
inconveniente de esta forma de escritura, que podríamos llamar taquigráfica, puesto que reproduce más no
enuncia, es que desvincula a los niños de su ejercicio, y tomando en consideración lo dicho por Petit (2011)
en referencia a la literatura en la escuela, la sitúa al margen de ella misma, como escindida de su centro y
así de la vida de los niños, quienes, como lo he referido brevemente, poseen un innato deseo de constituirse
como sujetos que dicen y cuyo decir responde a su necesidad vital de ser escuchados (McCormick, 1986).
Contrario a estos ejercicios de escritura, existe una escritura ligada a la experiencia vital, y que, antes que
repetir o trascribir, permite fecundar, alumbrar. Esta escritura o estas formas de escritura, se sitúan en los
linderos del espíritu, interrogan al ser, lo traspasan.
Escribir para decir lo que se piensa, para expresar un sentimiento, para narrar un acontecimiento,
para mostrar en el papel lo que la palabra que esgrime la voz puede decir, resulta muchas veces un ejercicio
interesante, sin embargo, hay una riqueza que la mayoría de veces, sino todas, en el aula se ignora: la
escritura constituye. Y con ello quiero decir que, a través del acto de escribir, los niños podrían encontrar
una forma de ponerse en contacto con ellos mismos, de decirse y habitarse desde un lugar que los reclama
ya no pasivos, sino desentrañando su hacer, su pensar y su ser cotidiano. Como lo plantea Arias (2012),
escribir es, sin duda alguna, una experiencia que evidencia la más alta capacidad que tiene el
hombre de constituirse sujeto, es la muestra más clara que se tiene de trascender-se, del tomar
distancia de sí, de objetivar-se para decir-se algo a sí mismo de sí mismo. (2012, p. 73)
Para ello es necesario que la escritura se constituya en un espacio sobre el cual los niños sientan la
posibilidad de trazar las huellas de sus deseos, las marcas de la angustia, los trazos que la alegría, el dolor,
la pérdida, el abandono, la felicidad profunda, han escrito sobre sus cuerpos y sus vidas. Es necesario que
21
esta se haga posibilidad de relato de sí mismos, en los que la copia y la trascripción sean transformadas en
libertad del decir para hacerse libertad del ser, y así, ellos encuentren los caminos de la experiencia propia
vista bajo el lente de la palabra sobre el papel.
Michel Petit (2011) ha dicho que la lectura permite adentrarnos sobre territorios que nosotros
mismos desconocíamos, que permanecían ocultos, y el libro entonces se ha convertido en quien nos revela
la verdad que nosotros mismos negábamos o que por diversas circunstancias permanecía oculta bajo una
sombra muchas veces inconsciente. Asimismo, la escritura que se constituye en relato de sí logra emerger
como experiencia de sí por cuanto que, ya no al margen de ella misma, le permitiría al niño explorar sus
territorios ocultos, sus mareas vitales. Se hace experiencia por cuanto cobra todo el sentido necesario para
habitarlo mientras escribe, y, muy importante, reescribe. Se hace experiencia para tornarse en proyecto
personal, que lo vincula íntimamente a regiones del espíritu cuyo recorrido es vital. El niño se convertiría,
entonces, en un pasajero en tránsito, que recorre, desvela, anticipa, se devuelve, retorna (Petit, 2011). Y no
lo hace dentro de la escritura como casilla, encierro o hecho perenne, sino que lo hace sobre sí mismo, como
si escribir se convirtiera en la posibilidad de organizar los sentidos de su trama vital, dotarla de voz propia,
reacomodarla a su gusto y encontrarla cuantas veces sea necesario para forjar eso que Cabrejo (2007, a.)
llama el otro interior.
Escribir para descorrer, para destrabar, para hallarse en medio del placer de buscar las palabras que
donarían de sentido lo que aún no lo posee. Lo dice Andruetto (2009): “Un escritor es un buscador cuyo
placer más puro es encontrar, entre miles de palabras, las palabras” (p. 32). Hay que recordar que la
hipótesis central del presente trabajo es que deben emerger formas de escritura en el aula que le permitan
al niño entrar en su espacio íntimo y vital y construir relaciones con la lengua escrita a partir de ello, como
lo plantean autores como McCormick (1986). Esto es necesario por cuanto propicia la práctica de una
escritura vital, que le permite al niño empezar a escribirse y encontrarse a sí mismo trazando a partir de lo
tallado sobre la blancura de la hoja, lo trascrito sobre la tibieza de su piel; descubrir el placer de buscar las
palabras una y otra vez a través de diferentes borradores y reescrituras, y reposicionar las experiencias de
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su vida hechas impresión sobre su psiquis; hallar la honda satisfacción de un texto cuya autoría le pertenece
por completo y entrever la belleza de descubrirse edificando su propio vuelo; mirarse, sentirse, encontrarse,
deseando escribir como forma de atender a su necesidad de ser escuchado y edificando maneras de
contemplarse a sí mismo asistiendo a su propio nacimiento.
La experiencia de la lectura logra fecundarnos. Prueba de ello es que, como lo plantea Andruetto
(2009), retomando a Barthes, algunos libros nos generan un punctum, es decir, una especie de pinchazo,
agujero, grieta, consiguiendo que no los olvidemos jamás. Petit (2011) también nos ilustra sobre cómo la
experiencia de la lectura nos coloca en situaciones de desacomodo, en las que se abre un diálogo interno
que quizá antes no existía. También lo dice Foucault en conversaciones con Trombadori: “La escritura
consiste en una tarea gracias a la cual, y al cabo de al cual podré encontrar, para mí mismo, algo que al
principio no había visto” (Trombadori, 2010, p. 94). Lo realmente inquietante, misterioso y atrapante de
un ejercicio de escritura vinculado a la intimidad del niño es la posibilidad de su permanente reconstitución,
del descubrimiento de sí, en fin, de la creación de sí a partir de un nuevo nacimiento. Escribir le permitiría
nacer de nuevo, no solo una, sino cuantas veces sea necesaria la reescritura y la escritura a lo largo de toda
su vida, desde la relación íntima en tanto proyecto personal que ha establecido con ella. La escritura hecha
fecundidad o punctum es lo que interesa, pues genera grieta, desacomodo, hace tambalear lo fijo y lo certero,
desde lo que se crea y piensa hasta lo que se siente y se es.
Si se convierte en experiencia en el aula, como maestras habremos logrado constituirla en una
experiencia de sí desde el relato de sí. El niño que a través de su escritura pueda hablar de sí mismo logra
pensarse como un sujeto en permanente nacimiento. Permitirles hablar de sí mismos es abrir la puerta de
un mundo a explorar: el de su propio espíritu. Hacer de la escritura una experiencia implica instaurar en la
infancia un diálogo con el yo interior que perdurará para siempre. Es una puerta a otras profundidades,
recovecos del alma y del sentir, es, además, nutrir la experiencia para nombrarla y rehacerla en las miles de
posibilidades que la vida nos presenta. Significa inaugurar para siempre, con el lenguaje, una relación de
consanguinidad, en donde pese a que tantas veces se nos escape, sea la oportunidad del encuentro. Se funda
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así una relación con la escritura y consigo mismo en la infancia, un nuevo modo de decir sobre el cual se
puede volver cuantas veces sea necesario para buscar el centro vital de la existencia y poder captar su
complejidad o tan siquiera dilucidarla, nombrarla, atraparla, y así sentirnos un poco más vivos, más dueños
de nosotros mismos. Como lo dice Andruetto, obedeciendo al deseo de encontrarnos alguna vez completos
en aquello que leemos o escribimos (2009, p. 29)
2.3 La voz de los otros como posibilidad del nacimiento de la voz escrita de los niños
Abandonados, precarios de frase en frase, de sitio en sitio, con la mano extendida hacia alguien que
nos preste su voz y haga que lo escrito viva.
-María Teresa Andruetto, Hacia una literatura sin adjetivos
Ya he enunciado el nuevo tipo de escritura que interesa para el presente trabajo, como alternativa
a la escritura como trascripción o copia en el aula. Sin embargo, es necesario enfocarnos ahora en la manera
en que esta escritura se hace posible en el espacio escolar y cómo puede hacerse presencia en la vida de los
niños. Instaurarla en el aula es un trabajo complejo que la maestra, en tanto mediadora, debe llevar a cabo
para, antes que nada, instalar algo sobre lo que cualquier escritura vital debe afincarse: el deseo de escribir.
La escritura no pude convertirse nunca en proyecto personal ni en experiencia cuando los niños no tienen
el deseo de hacerlo, y muchas veces como maestras podemos pretender estimularla o motivarla para al final
obtener resultados frustrantes.
Cuando Cabrejo (2007, a.) nos habla del desarrollo de la oralidad en la primera infancia, se refiere
a la posibilidad del nacimiento de la voz en el niño gracias a la presencia de otros exteriores que han
contribuido a edificar su psiquis, haciendo de su otro interior una constitución a partir del libro que los otros
le han brindado, desde los ecos de sus propias experiencias, gestos, impresiones y sentires. Para construir
el otro interior, el niño debe haber convivido con otros, asimilado sus maneras, encontrado en ellas fuentes
valiosas para la construcción de su propio relato. Se asiste así, y solo así, al nacimiento de la alteridad. En
la escritura vinculada a la intimidad de los niños, estos pueden encontrar las experiencias de los otros que
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han marcado su vida y que los han constituido de diversas maneras, sin embargo, ello no es suficiente para
instaurar el deseo de escribir.
Para que esto sea posible es necesario que el niño entre en contacto con los otros exteriores de su
propia experiencia cotidiana y de su experiencia lectora. Así, la literatura representa la posibilidad de
instaurar en el aula el misterio de la condición humana en su rica complejidad: traer a otros que han escrito
sus propios relatos y así dan testimonio del gran trabajo de sus vidas, sentimientos, experiencias y
sensaciones permitiría circular dentro del espacio escolar sus voces en tanto voces escritas que comunican
el grueso de sentidos que los seres humanos le otorgamos a la vida. Como lo plantean Andruetto (2009) y
Petit (2011), leer representa la imperdible oportunidad de entrar en contacto con otros que me permiten
hallarme a mí mismo, encontrar lo que antes no había podido ver, y dar voz a lo que antes, en los intersticios
del alma, permanecía como un eco inaudible. Los otros exteriores en forma de voces escritas le presentarían
al niño la experiencia del decirse a sí mismos y encontrarse a través de la palabra escrita para darle sentido
a sus vidas y encontrarse reconstruidos a sí mismos. De forma fascinante, esta experiencia comunica la
belleza del encontrarme a mí mismo en los otros. En un pasaje maravilloso sobre la alteridad, Skliar (2015)
nombra las posibilidades que la lectura de ciertas historias le han presentado de ser o de siquiera contemplar
la posibilidad de ser. Vale la pena citarlo:
Un hombre con labio leporino que atraviesa Sudáfrica en llamas (Coetzee, 2006). No tengo labio
leporino ni conozco Sudáfrica ni siento el ardor de las llamas. ¿Qué importancia tiene? No lo soy,
pero podría serlo.
O: un niño prodigio que canta y recita y es amado (Némirovsky, 2009). No soy ese niño, ni soy
prodigio, ni canto ni recito, ni soy amado como niño que canta y recita. ¿Debo serlo para
conmoverme?
O: un hombre en la segunda guerra mundial, en medio de una trinchera, un olor nauseabundo, el
imposible regreso, la mujer que espera (Claudel, 2008). ¿Quién soy, qué soy: el olor, el agobio, la
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muerte, el hombre, la mujer o la espera? No soy, podría serlo. Una vez más. Podría serlo.
(Skliar, 2015, p. 155).
Leemos aquí cómo la experiencia de los otros presentada a través de los libros, es decir, esas voces
escritas exteriores, son una puerta a la comprensión de la experiencia humana, es más, un llamado a la
posibilidad de ser en la piel de otros. Para los niños, tantas veces privados de la experiencia de la lectura en
voz alta por parte de la maestra, o de algún otro posible mediador como los padres de familia, las historias
de los otros que llegan logran conmoverlos, y, sobre todo, les brindan la posibilidad de dar voz a una voz
que permanece muchas veces encerrada u oculta en las profundidades de su alma. La literatura es la
posibilidad del encuentro con los otros a través del préstamo de una voz que podría perdurar para siempre.
El otro es siempre un misterio, una isla a veces difícil de anclar. Asusta muchas veces, causa temor.
Explorar su profundidad resulta en ocasiones una tarea mucho mejor aplazable que inmediata. Sin embargo,
explorarlo es explorarnos, encontrarlos es encontrarnos. El gran flujo de las experiencias humanas muchas
veces nos tumba, y nublan no solo la voz sino el pensamiento, se hacen imposibles, de tan brutales, de tan
impactantes. Vale la pena recordar como Theodor Adorno proclamaba que escribir poesía después de
Auschwitz es un acto de barbarie. El horror nos paraliza, a veces las palabras enmudecen y el lenguaje se
detiene. Pero no necesariamente tenemos que vivir lo inconfesable para sentir que el lenguaje nos ha dejado
estaqueados en una esquina. En la vida de los niños, ocurren sucesos cotidianos que muchas veces se sienten
incapaces de comunicar, por el dolor que les generan o el impacto recibido. En una de las escuelas en donde
dos compañeras realizan su práctica pedagógica, un niño que atraviesa por la experiencia del cáncer de su
madre, quien seguramente está próxima a la muerte, solo es capaz de comunicar la sensación de dolor
profundo y abandono que esto le produce a través de la escritura. Después de muchas preguntas se niega a
responder, es solo cuando se halla en contacto con la hoja en blanco que puede pensar lo impensable, decir
lo indecible. Seguramente, para este niño, encontrar en otras voces escritas el relato del dolor, el abandono
o la pérdida puede resultar una oportunidad de atravesar la tristeza indecible de perder a su madre. Y así,
encontrar en la escritura la posibilidad de travesar su dolor y su pérdida nombrándola a través de lo escrito.
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Necesita ahora de esos otros que le comuniquen el sentido de su experiencia para que así pueda encontrar
en su espíritu el llamado a elaborar a través de la escritura los sentidos de la suya propia. Nunca olvidaré,
en la lectura del cuento El pato y la muerte, de Wholf Erlbruch, lo que Joel escribió: “La muerte tiene el
poder de la oz un arma de destrucción de la vida, tiene a sus fieles zorros la muerte no tiene amigos por eso
su corazón es hueco y duro como una piedra.”
Sobre la experiencia de encontrar en las voces escritas de los otros los ecos de lo que nosotros
mismos aún no hemos nombrado, Michele Petit nos relata algo maravilloso:
Al oír hablar a los lectores comprendí que las tierras desconocidas, inquietantes, a las que se
aproximaban no tenían que ver más que con la parte de uno que es la más secreta, la más singular,
la mejor compartida: la de nuestros deseos, nuestras sensaciones, nuestras emociones. Me di cuenta
hasta qué punto estamos en busca de ecos de lo que hemos vivido de manera oscura, confusa, y que
algunas veces se revela, se explicita de manera luminosa y se transforma gracias a una historia o
un fragmento. Llega a ocurrir que un desconocido, en la calle, en un café, en la televisión, pronuncie
una o dos frases o cuente una anécdota que ilumina una región en nosotros que no habíamos podido
expresar. No obstante, la cultura -y especialmente la literatura- prodiga ecos, recursos inigualables
(Petit, 2011, p. 6).
Y es así como los otros exteriores, en forma de voces escritas, permitirían a los niños revelarse a sí mismos
cosas que desconocían, o encontrar voces de una experiencia que los atraviesa y es demasiado dolorosa
para ser nombrada.
El centro de esta importante cuestión, en referencia a la escritura en la infancia como creación de
sí mismo, es que al sentir que otros han podido decir su verdad y narrar, desde un acto estético y ético
profundo, lo que ha implicado para ellos vivir algo, se instaura a través de la vivencia en el aula de la
alteridad, el deseo de los niños de escribir. Y, si como lo dice Skliar (2015) “Sin el otro la escritura está
despojada de alteridad y despojada de alteridad no hay escritura” (p. 141), estaríamos como maestras
asistiendo al deseo de los niños no solo de contar su experiencia, sino de dotarla de sentido, un sentido que
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ha nacido en el seno de los otros que lo han constituido. La muerte, la alegría, la pérdida, el abandono, el
placer, son experiencias humanas que atraviesan a los niños y que merecen ser nombradas y dotadas de
nuevas visiones en el acto de escribir. Sentirse otros y que los otros le den nombre a su dolor o a su felicidad,
les permite hallarse contenidos en el círculo de la cultura y la condición humana. Les otorga un lugar dentro
de la narración, el sentido y la experiencia. Así, se conciben legítimos autores de su propio relato; posible
gracias al influjo de muchos otros que han podido retratar sus experiencias más sentidas.
Hay que mencionar, además, que la experiencia lectora de la que nos habla Petit (2011) y que le
podemos ofrecer a los niños en las aulas como maestros que enseñamos a escribir desde las voces de otros
exteriores literarios, debe ir acompañada de otras dos voces exteriores detonantes del deseo de escritura: la
voz escrita de la maestra y la voz del par que no solo escribe, sino que también lee a su compañero. ¿Qué
quiero decir con esto? Es necesario en el proceso de escritura, y partiendo de los postulados de McCormick
(1986), que los niños, asumiéndose como los legítimos autores y dadores de sentido de sus textos, estén en
permanente reescritura o elaboración de distintos borradores (McCormick, 1986). Para que esto suceda, las
dos voces exteriores que he mencionado son absolutamente imprescindibles por cuanto que, al leer la voz
escrita que el niño va elaborando -borrador tras borrador, reescritura tras reescritura- sus constantes
retroalimentaciones le permitirían reconstruir de forma permanente su voz y dotarla de nuevos sentidos a
través de la mirada de los otros. Pretendo afirmar con ello que serían los otros exteriores, ya sea en forma
de voz de autor a través del texto literario, de voz escrita de la maestra o voz escrita de los pares, quienes
instaurarían el deseo de escribir en los niños.
Para McCormick, desde la escritura como proceso, los textos de los niños pasarían por múltiples
versiones o borradores, con el fin de que, de esta manera, puedan encontrar en la reescritura su propia voz
como autores involucrados en un proyecto personal que atraviesa el grueso de sus vidas (McCormick,
1986). En estas reescrituras, por lo demás, la maestra debe ser la mediadora y jugar el papel de lectora
activa de los textos de los niños, con el fin de retroalimentarlos de manera atenta, comprensiva y permanente
a través de dos procesos: la revisión y la entrevista. A través de esta última, ella pregunta al texto del niño
y genera dudas, inquietudes, nuevas hipótesis, todo esto con el fin de movilizar el pensamiento y la escritura.
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En todo este proceso los niños aprenden a interrogar ellos mismos sus textos y los textos de los otros. De
esta manera se convierten poco a poco en elaboradores de una voz propia de la que son plenos autores y,
además, colaboradores en la experiencia de sus pares en dotar de nuevos matices y vertientes a las diversas
voces escritas que poco a poco se van instaurando en el aula de educación infantil.
No solo la maestra se convierte en mediadora, figura altamente tratada en el campo de la literatura
infantil, sino los mismos niños. Mediadores por cuanto producen una voz escrita que dialoga con otras
voces escritas, y así, escriben desde la vivencia, la mirada, y el gran libro que el otro les ofrece. Solo de
esta manera la escritura puede nacer del deseo y convertirse en la vivencia plena de la alteridad, pues a
través de ella cada niño encontraría la forma de habitarse siendo otro y de encontrarse a través de la mirada,
múltiple y compleja, de aquellos que lo circundan. Solo que ahora esos otros lo cobijan, lo arrullan, lo
acunan a través de la voz escrita, habitante ahora de sus sueños, deseos y anhelos más profundos. La voz
escrita podría ser, a través de la interlocución de otros que escriben –autores, maestra y pares- marca trazada
en la piel, deseo hecho verdad en todo el cuerpo, anhelo y vida que se habita en la cotidianidad de la escuela
y mucho más allá de ella: en el cuarto del niño que ha empezado un diario, en las manos de la niña que
decide escribir una carta de amor a su madre, en la mesa de escritorio del niño que decide declarar lo que
siente; en fin, en los miles de gestos a través de los cuales la escritura toma lugar en la vida de los niños no
solo dentro de las aulas sino más allá de ellas. Porque el deseo no puede quedar aprisionado dentro de
barreras, ni físicas ni espirituales, sino que debe ser, y más aún el deseo de escribir, la expresión fluida y
flexible de que existimos. Es la declaración de que somos y estamos. Los niños son y están, y es a través
de la escritura que una nueva voz podría hacer esta declaración, para que el lenguaje sea acompañante
perenne de la vida, fiel y leal compañero.
Para Petit (2011), quien retoma los postulados de varios autores del psicoanálisis, la voz de la madre
es la primera entrada del bebé al mundo del lenguaje. Dicha voz es el gran suelo psíquico sobre el cual el
bebé siente el mundo y trata de leerlo, constituyéndose en la primera experiencia estética y la puerta de
entrada a todas las que la vida le pueda presentar. Así, la madre se convierte en la mediadora fundante -a
través de su voz- también de la experiencia lectora de su hijo. El primer sentido otorgado a las palabras
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que el niño edificará se acuna en su vientre, en donde estas son vividas a través de la piel, la carne y los
huesos del bebé. Allí, en las fronteras del primer hogar, se tejen los hilos que fecundan nuestra relación
original con las palabras, fundándose así lo que Petit denomina la primera experiencia de intersubjetividad
gratificante (Petit, 2011).
En el presente trabajo quiero enunciar que la voz escrita de los otros, y en particular la de la maestra,
debe ser la primera caricia escrita tallada sobre el cuerpo de los niños. No son posibles, ni el deseo de
escribir, ni la escritura, si no nos convertimos para los niños en piel y deseo escrito. No es viable, en
términos pedagógicos, didácticos ni afectivos, pretender que los niños escriban cuando nosotras mismas no
nos hemos convertido en la primera voz escrita para ellos. Y para ser voz escrita debemos leerles,
comentarles, revisarles y retroalimentar los textos que produzcan; hacernos nosotras palabra escrita a través
de los textos literarios leídos en el aula, propiciando una experiencia lectora enriquecida. La lectura, para
escritores consultados por Petit (2002) y para lectores niños o jóvenes, es muchas veces metaforizada de
forma espacial, tomando esta la forma de casa, cabaña, habitáculo o espacio íntimo sobre el cual refugiarse
siempre y volver una y otra vez para elaborar la propia subjetividad. Asimismo, la escritura debe convertirse
en espacio íntimo y vital, como hilvanada por la suave luz de la palabra hecha verdad. Esto solo es posible
a través de las otras voces escritas que le muestran al niño las caricias del lenguaje escrito y le dan lugar a
su experiencia y a su sentir siendo reinventado en la hoja en blanco. La maestra y los pares, con su
subjetividad e identidades, dan fuerza, razón y dirección a las voces escritas nacientes de los niños,
brindándoles la bienvenida a un espacio construido por cada uno de ellos.
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3. MARCO CONCEPTUAL
3.1 CAPÍTULO I. DE CACHORRO A SUJETO DE LENGUAJE: NACER AL MUNDO DE LOS
OTROS
3.1.1 Las voces de los otros: Mi nacimiento al mundo del lenguaje
Yo me celebro y yo me canto,
y todo cuanto es mío también es tuyo,
porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.
…Creo en ti, mi alma, el otro que no soy no se rebajará ante ti,
y tú no te rebajarás ante él.
Tiéndete en el pasto conmigo, desembaraza tu garganta,
no son palabras, ni música, ni versos los que preciso, ni hábitos ni
discursos ni aún los mejores,
sólo quiero el arrullo, el susurro de tu voz suave…
-Walt Whitman, Canto a mí mismo
Walt Whitman, hace más de 100 años, escribiría uno de los más bellos poemas del siglo XX en
lengua inglesa: Canto a mí mismo. Allí, en lo que pareciera ser una alabanza a la vida y al mundo que lo
rodea, se yergue portentosa la imagen de los otros en tanto espejo y celebración de su yo poético,
hablándonos de sus voces, de sus rostros, y de la forma en que ellos constituyen su propia subjetividad.
Más adelante Octavio Paz expresaría, en su poema Piedra de sol: “…para que pueda ser he de ser otro, salir
de mí, buscarme en los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia…”
(Paz, 2011, p. 244). Esta sería la idea central que expresaría Whitman en su canto a mí mismo al referirse
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a los otros que, fundidos como unidad constituyente, han sido espejo y posibilidad de existencia para el
poeta.
Evelio Cabrejo (2007, a.) en otro tiempo histórico y con distintos propósitos, enunciaría que son
esos otros, constituidos en presencia simbólica a medida que nos adentramos en el lenguaje, quienes nos
permitirán elaborar un complejo mundo interior y forjar los matices de nuestra voz al tiempo que los
caminos del propio espíritu. Desde que nacemos, habremos de empaparnos de los gestos, rasgos y formas
de la voz de los otros, de sus corporalidades que nos acompañan. Es en medio de este gran caldo de voces
humanas, cercanas o lejanas, que el bebé se adentra poco a poco en el mundo del lenguaje para convertirse
en un ser íntegramente humano, y así, edificar los matices que le permitirán presentarse ante el mundo, con
una voz, una presencia, un lenguaje y una lengua plenamente elaborados al fragor de los libros internos que
otros le han ofrecido como alimento psíquico y espiritual (Cabrejo, 2007, a.).
¿Cómo ocurre esto? ¿Qué implica haber nacido a este inmenso caleidoscopio de humanidad?
¿Cómo llegamos a convertirnos en estos grandes constructores de emociones, de palabras, de mundos
interiores? Al momento de nacer entramos a un entramado cultural que habrá de demandar los ritmos en
los cuales la madre o los cuidadores introducirán al recién nacido, tales como las horas para tomar el
alimento o para dormir. Poco a poco, de esta manera, somos lanzados a un mundo espacial y temporal al
que nos iremos adaptando año tras año y en el que la cultura juega un papel primordial, al tiempo que
aquellos quienes nos rodean delinean las curvas de estos pausados aprendizajes.
Desde los primeros meses de vida del bebé, los otros, con las marcas y rasgos de la acústica de sus
voces, se harán escritura sobre el cuerpo y la psiquis del niño. En estos primeros momentos, la madre o la
persona cuidadora, serán quienes presenten a él las musicalidades del lenguaje, la textura de los gestos, la
suavidad o la dureza de una voz. El recién nacido, quien en este momento demanda a través del grito la
atención a sus necesidades básicas, va elaborando un proceso complejo en su psique que le permite
comprender, poco a poco, que el otro puede atender a su llamado, que el otro está ahí y que se presenta cada
vez que él deja oír su llanto. Así, a medida que avanza a través de esta primera etapa, se va tallando en su
32
psiquis la música del otro, que ha escrito sobre él las marcas de su espíritu. La madre le habla, gesticula,
atiende a sus necesidades, juega con los rasgos de su cuerpo, y mientras tanto, el niño va asimilándola, a
ella y a los que pueblan su entorno, como aquellos otros presentes ante él y sus demandas.
A través de los arrullos, de los cantos antes de dormir, de los juegos con el lenguaje, y del contacto
del bebé con los ritmos propios de su cultura aprehendidos a través de los otros y por los otros, va elaborando
los cimientos de su mundo interno, al tiempo que va forjando los rasgos de una escritura y una voz propias.
El otro, poco a poco, se va convirtiendo en presencia simbólica, en existencia que puede estar y permanecer
aún, cuando físicamente sea invisible a los ojos del bebé. A medida que pasa el tiempo, desde el momento
de su concepción hasta ahora que ya cuenta con varios meses, el bebé se ha inscrito paulatinamente en el
mundo del lenguaje que es, a su vez e indefectiblemente, el mundo de los otros, aquellos que le han prestado
su voz, y han sido puente entre su realidad interna y el universo de experiencias que el exterior le ofrece.
Después de los meses en que el bebé ha permanecido en el grito como forma de demanda a sus necesidades,
ahora finalmente emite los primeros sonidos de su voz, canta los primeros juegos de su lenguaje. En tanto
proceso y resultado, el balbuceo nace en el bebé como juego musical por excelencia. Las voces de los otros
y sus libros internos le han permitido jugar con los matices del lenguaje, y han forjado en su interior el
deseo profundo de hacer emerger una voz propia, con la que poder interactuar con aquellos otros que, en
tanto presencias simbólicas, se han convertido en alimento psíquico permanente.
Cabrejo (2007, a.) nos dice: “Descubrimos que el origen de la música en general está
profundamente arraigado en los significantes del lenguaje; el lenguaje es una música; la voz es una música”
(p. 34). En el proceso de juego con el lenguaje, o balbuceo, descubrimos que el bebé ha interiorizado al otro
como presencia simbólica, lo ha hecho existir en su psiquis y ha comprendido que ese otro necesita también
de su voz, una voz que demanda, que actúa, que es música que habla de lo que la rodea y constituye. Con
la comprensión del otro como otro simbólico, emerge poco a poco la conciencia psíquica de la ausencia,
sin la que el lenguaje no sería posible. El bebé, al balbucear, continúa en el proceso de elaboración de una
33
voz propia aunada al calor de las voces de otros, quienes han alimentado su espíritu con el conjunto de
rasgos de su voz y su corporalidad.
El nacimiento del niño al mundo humano ha implicado su nacimiento al mundo del lenguaje. En
un proceso largo y paulatino, la cultura le ha ofrecido sus ritmos y temporalidades, y los otros han pautado
para él las marcas distintivas de sus voces, con sus juegos y musicalidades. Ellos han sido alimento psíquico
que ahora se ha trasfigurado bajo la forma de presencias simbólicas en un proceso a través del cual se han
hecho existentes en su espíritu, nombrándolos, buscándolos como aliento cotidiano y como interlocutores
permanentes de un mundo interior en ciernes. El bebé ha entrado al lenguaje, porque los otros han entrado
en él. Como lo plantea Cabrejo (2007, a.): “Si el otro no se inscribe en el espíritu del sujeto humano, el
lenguaje no puede emerger” (p. 35).
Continúa de esta manera un proceso en el que el bebé edifica los primeros rasgos de su voz y
construye las columnas fundantes de su espíritu. Ya que el otro ha sido elaborado en su interior como otro
exterior, el bebé edifica ahora otro interior. Ese otro interior se erigirá gracias a la existencia simbólica de
los otros en él mismo. Ha nacido poco a poco al mundo del lenguaje en medio del parto que los otros han
fraguado para él. Está constituyéndose como sujeto enunciador, con un lenguaje propio, unos gestos y una
música que lo acompañará por las sendas de su espíritu para siempre. Se ha de presentar ante el gran teatro
del mundo humano con un mundo interno, un otro interior y una voz elaborada como expresión y
testamento. Esto será el inicio del camino de construcción de la lengua, única compañera fiel hasta el día
de nuestra muerte, como lo dice Cabrejo (2007, a.).
De la disponibilidad psíquica de los otros, como la llama Cabrejo (2007, a.), dependerá la forma en
que cada bebé edifique su mundo interior y así, su propia relación con el lenguaje y con la lengua. Si en el
adulto que lo acompaña, el bebé encuentra un eco positivo a sus demandas, y a las expresiones de su voz,
entonces el niño edificará en su psiquis, de una vez y para siempre, una relación con el lenguaje y con el
pensamiento signadas por la marca del deseo; deseo por elaborar a través de la palabra, las columnas
vertebrales de su vida y la relación con los otros y consigo mismo; deseo, en fin, de buscar en el pensamiento
34
y el lenguaje, siempre inseparables, la forma de edificar la propia existencia. Cabrejo (2007, a.) nos dice:
“La relación con el lenguaje jamás será la misma en un niño al cual el adulto le haya impuesto su
pensamiento e interpretación de las cosas, que en un niño cuya actividad psíquica, haya sido reconocida de
entrada” (p. 15).
El balbuceo representa, en palabras del autor, un relato para sí mismo que va a permanecer para
siempre. Ese relato, en el que el niño encuentra y construye los caminos de su mundo interno, existe gracias
a la edificación de una voz propia, que será la expresión de aquel mundo hecho de las voces y rasgos de los
otros. Así, se puede concluir que, sin la inscripción de los otros en tanto presencia simbólica en el espíritu
del niño, sería impensable el nacimiento de este al mundo del lenguaje. Es por ello, también, que podemos
afirmar que dicho nacimiento y la edificación de una voz interna han sido posibles en el niño, en tanto
proceso lento y paulatino, solo gracias a la existencia simbólica de los otros al interior de este. “Para tener
voz hay que oír la voz de los otros y si no permanecemos en el grito”, diría Cabrejo (2005, p. 10). Para vivir
y nacer, para ser otro y encontrarme a mí mismo, hay que sentir la piel del otro y vivir la escritura de su
vida, aliento y asilo para los cimientos de la mía. Una voz ha nacido, un mundo interno se edifica, otro
exterior existe dentro de mí mismo. Asistimos a un parto, a un primer nacimiento.
3.1.2 Las voces de la literatura: Mi nacimiento al mundo de los libros
Una vida que decimos que es nuestra, gracias a un relato que es de tantos otros.
Carlos Skliar, Desobedecer el lenguaje. Alteridad, Lectura y Escritura
He presentado en el primer apartado de este capítulo, la forma en que asistimos al nacimiento del
bebé al mundo del lenguaje desde la perspectiva de Evelio Cabrejo. Pudimos concluir que este nacimiento
es solo posible gracias a la entrada del bebé en el mundo de la alteridad que, en palabras del autor, consiste
en la presencia del otro al interior de nosotros mismos. En medio de este gran baño de lenguaje, tejido al
calor de las voces de otros exteriores que le dan razón de ser y de existencia al otro interior que se construye
en el niño, hay un mundo dentro de cada uno de nosotros al que le darán nombre y vida los relatos de
35
quienes nos rodean, abrigan y edifican. Este mundo, al que Cabrejo da el nombre de mundo interior o
mundo psíquico, es el origen intersubjetivo de la voz que el niño irá elaborando a lo largo de los años
(Cabrejo, 2007, a.).
En la vivencia de la cotidianidad, con aquella voz interior naciente, los niños crearán relatos que
les permitirán edificar la complejidad de su psiquis y las formas de su expresión personal. En el presente
apartado, más allá del lenguaje cotidiano en el que el niño se halla inmerso y en el cual ha edificado una
voz propia, quiero desentrañar lo que implica ahora para él, ir al encuentro de otro tipo de voces que, esta
vez, le permitirán la edificación y reconstrucción permanente de un mundo interior en ciernes desde otro
tipo de lenguaje: el literario. En particular, me refiero a las voces de los autores del relato literario. Si hemos
visto, en el primer apartado, que para que el niño tenga una voz deberá haber escuchado la voz de los otros
-con sus tonos, rasgos y matices-, en esta segunda parte, me interesa ahondar en las formas a través de las
cuales el contacto con las voces literarias desde la lectura literaria, le permitirá entrar en contacto con su
mundo interior e incluso construirlo y reconstruirlo, en lo que Petit (2002) llamaría el campo de la
reconstrucción de sí. El bebé, en sus primeros meses, ha interiorizado la presencia simbólica de otros y
gracias a ello ha podido edificar una voz que se constituirá en relato perenne durante el resto de su vida.
Ahora, pretendo explorar las formas en las que el niño entra en contacto con unas voces exteriores literarias
a través de las cuales se encontrará contenido y en posibilidad de diálogo para edificar y reconstruir un
complejo mundo interior que, al tiempo, forjará una segunda voz: la voz escrita, tema que trataré
ampliamente en los siguientes capítulos. Por el momento, hablemos de aquellas voces literarias que a tantos
de nosotros nos han acompañado.
A principios del año pasado, me encontraba dictando clases particulares en diferentes áreas. Tenía
en total tres estudiantes. El más pequeño de ellos era N. Tenía seis años y unos grandes ojos negros que
retaban a quien los miraba. Estudiaba en un colegio de esos que enseñan desde clases de educación
financiera hasta tres idiomas y equitación. Cuando por primera vez me reuní con sus padres, las notas que
inundaban sus cuadernos siempre estaban describiendo a un niño distraído, poco aplicado, en cualquier
36
caso, hiperactivo rayando con lo anormal. Mi misión era hacer que N. entendiera lo que en el colegio no le
entraba por ningún lado. Su maestra estaba angustiada. Sus padres estaban angustiados. Yo misma recibí el
cúmulo de tantas angustias y me sentía como entre la espada y la pared.
A medida que cumplía las sesiones con N., iba descubriendo en él a un niño sagaz con una
imaginación apabullante al tiempo que con unas angustias desmedidas: a la oscuridad, a la soledad, a los
monstruos en las noches, al parque, y, sobre todo, a los perros que en cualquier lugar del mundo pudieran
cruzarse en su camino. ¿Podrían llamarse a esto angustias desmedidas? ¿No serán estos los temores ocultos
de los niños que hoy habitan la tierra y que por milenios nosotros mismos hemos sido? ¿No serán estos los
temores de toda una humanidad que bajo el lenguaje ha tenido que expiar sus culpas, deseos y oscuridades
más profundas? N. parecía sentir estas angustias a flor de piel, y su cuerpo se estremecía cada vez que tenía
que ir al baño solo, o salíamos al parque. Recuerdo sus ruegos a las siete de la noche intentando que no me
fuera antes de que sus padres llegaran. Rememoro el llanto con pucheros que me estremecía cada vez que
sus padres tenían que sentar un precedente frente a las tareas sin realizar y las mentiras dichas.
Un día, por consejo de mi tutora, decidí empezar a leer a N. en voz alta. Primero buscamos una
selección de libros que pudieran hacer eco en el espíritu del niño. Yo intentaba acercarme de diversas
maneras a dicho mundo interior para comprender las formas en que N. lo edificaba. Cabrejo (1987) afirma
que dicho mundo se constituye a partir de tres lecturas fundantes: de las informaciones del mundo de la
intersubjetividad; de las informaciones del mundo físico; y el de las informaciones del mundo interno. Yo
pretendía indagar en las formas en que N. había leído estas informaciones para entender la complejidad de
su mundo. Me acercaba a ello a través del conglomerado de risas, pasiones, miedos, juegos y gestos que
me revelaban la apropiación que de los mundos que menciona Cabrejo (1987), él había hecho. La soledad
que lo cobijaba cuando llegaba a sentarse frente al televisor, o los videojuegos en una casa ausente de
figuras paternas o cuidadoras, habían edificado un mundo interior con temores no dichos pero sentidos en
la punta de la carne, que se traducían en el miedo al exterior y a los monstruos que poblaban, según él, las
paredes que reflejaban sombras en su casa. Cada niño en el mundo ha construido, así como N., la silueta de
37
sus angustias y la forma de sus pasiones, de acuerdo a las lecturas que el mundo le haya ofrecido y él haya
podido elaborar: si el mundo exterior ofrece soledad y abandono, entonces el niño creará los monstruos de
la noche y las sombras detrás de las paredes como gritando en medio de la nada, porque nombrar lo que
angustia y da miedo solo es posible cuando en aquel mundo interno se nos han dado las herramientas para
tramitar lo duro de nombrar y, en palabras de Cabrejo (2007, b.), lo imposible de pensar. Pensamiento y
lenguaje se entremezclan para hacer existir el universo que nos acompaña en la profundidad de nuestras
almas. En el caleidoscopio de informaciones de los mundos que a los niños los constituyen para formar los
caminos del suyo propio, pude creer en aquellos meses, que la lectura en voz alta resultaría para N. una
posibilidad imperdible de nombrar sus fantasmas y sus miedos.
Cada día junto a él era una oportunidad de lectura para mí de su propio mundo interno. Las
preguntas que me perseguían podrían resultar una paradoja cuando se transforman en letra escrita. Mi
principal interrogante era ¿cómo permitirle a N. una lectura de su propio mundo interno? Yo lo leía, y lo
observaba siempre buscando respuestas. Pero, ¿sabía él cómo darle nombre al llanto de sus noches? ¿sabía
él cómo darle voz al grito subsiguiente al ladrido de un perro? ¿podría él escribir sobre su historia las marcas
de la soledad? En fin, ¿podría N. dar palabra no solo a sus fantasmas y miedos interiores, sino también a
las fantasías que fabricaba y acompañaba de alegrías súbitas con movimientos exagerados de su cuerpo y
de sus gestos? Este niño me fascinaba. Era todo un estallido, un sentir del mundo visceral y apasionado.
No solo Cabrejo (1987), sino también Michele Petit (2002, 2011) y María Teresa Andruetto (2009),
al referirse a la lectura literaria también mencionan el mundo interior. He querido referirme al mundo
interior que constituía a N. porque fue este el que me permitiría seleccionar, junto con mi maestra, los textos
que yo consideraba le permitirían nombrar sus experiencias más cercanas, para que entonces, como lo dice
Andruetto (2009), pudiera él “encontrar alguien que le prestase su voz y permitiese que lo escrito viva” (p.
31) Quería entonces tocar el mundo interior de N., pero mucho más que eso, me proponía llevar este mundo
al encuentro de su edificador. Quería presentarle voces escritas que pudiesen prestarle su voz y, en el camino
del placer y del esfuerzo que toda lectura literaria conlleva, le permitiesen construir y reconstruir dicho
38
mundo interno para que así encontrara la música de una voz propia, que le perteneciera por completo y que
le permitiera tramitar sus miedos, angustias y más profundas fantasías. Llevar a los niños al encuentro de
su mundo interior a través del relato literario de otros, es brindarles la posibilidad de construir un relato
propio, en el que el odio, el amor, la muerte, la ternura, les permitan contemplar con cierta lejanía necesaria
y al mismo tiempo íntima, lo que implica la experiencia de lo humano. Tal como Cabrejo (2007, b.) lo
expresa: “Este mundo está poblado de fantasmas que dan miedo pero que siempre podremos poner en
escena sirviéndonos de las puestas en escena de otros. En ese momento nos haremos acompañar
simbólicamente, y ese, creo, es el principal objetivo de la lectura” (p. 19)
En esta línea, Petit, en una investigación realizada en Francia en el año 2008, interroga a padres,
maestros y bibliotecarios por las razones por las que los niños leen, para después contrastar sus respuestas
con las de estos últimos. Encuentra, de forma recurrente, que los niños y jóvenes nunca leen para mejorar
su rendimiento escolar o cumplir con sus obligaciones, sino, por el contrario, para edificar su mundo interior
y encontrar en los libros un habitáculo o cabaña mágica que les permita establecer un puente entre lo que
sucede afuera y lo que sucede en la intimidad de sus vidas. Un puente así que les permite tanto tomar
distancia como escudriñar en lo profundo de sus espíritus, en donde acontece el gran cúmulo de experiencias
humanas: desde el odio y la ira hasta el amor, la felicidad y la ternura. Así, nos dice Petit (2008) que cada
uno de los entrevistados ha coincidido en referirse a la experiencia de la lectura literaria a partir de metáforas
espaciales, en donde esta representa un pequeño nicho sobre el cual volver cada vez que sea necesario.
Encuentra la autora que la lectura, entonces, no constituye solo una forma de establecer ese puente
simbólico necesario entre el afuera y el adentro, que llamamos en este trabajo mundo interior, sino que
también constituye para niños y jóvenes “un medio privilegiado para elaborar su mundo interior y para
establecer su relación con el mundo exterior” (Petit, 2008, p. 15).
Sin saberlo en ese entonces, había decidido adecuar el lugar de estudio de N. y yo, de tal manera
que le permitiera la vivencia de un espacio simbólico en tanto “habitáculo que se convierte en navío, la
cabaña en alfombra mágica” (Petit, 2008, p. 24). Senté por primera vez a N. en mi regazo y empecé con
39
uno de los libros del autor que nos acompañaría durante varias semanas: Anthony Browne (. En un
principio, pretendía que N. respondiera a mis preguntas, que expresara como en otras ocasiones en otros
espacios de lectura en jardines o videos, todo aquello intrigante y emocionante que el libro le mostraba.
Pretendía, de cierta manera, ser la mediadora entre él y el libro, entre su mundo interior y sus múltiples
lecturas, con lo que decía y había ilustrado Anthony Browne. En cambio, me encontraba a un niño silencioso
que durante casi dos semanas de lectura en voz alta apoyaba su cabeza sobre mi hombro, traía almohadas
y al finalizar la lectura del libro, no decía una sola palabra. Me desconcertaba. Pese a ello, no sabía yo que,
en aquel momento, N., estaba viviendo conmigo la experiencia de la lectura, que hoy a varias luces puedo
mirar en retrospectiva.
Hasta ahora he querido referirme a ese inmenso mundo interior que edifican nuestros niños, y he
decidido hacerlo a través de la lectura en retrospectiva de una de mis experiencias que como maestra que
quiere enseñar a leer y a escribir, más me ha marcado. Empecé a leer en voz alta a N. con el fin de ponerlo
en contacto con su mundo interior y guiarlo hacia su encuentro, construcción y reconstrucción, en términos
de Petit (2008). Ahora nos encontrábamos, tanto maestra como estudiante, inmersos en la experiencia de la
lectura literaria. Esta representaba para mí desequilibrios en las ideas prefijadas respecto a mi papel como
“mediadora” y a la forma en que N. debía responder a aquello que yo le ofrecía. Estaba él en medio de lo
que llama Larrosa (2005) la experiencia babélica del lenguaje, consistente en la vivencia de la práctica de
la lectura como un dialogar entre lenguas, en este caso, la del escritor y aquella que vive en la intimidad de
su mundo interior. En tanto experiencia, la lectura consistiría, según Larrosa, en un acto de traducción en
el que aquello que yo he construido en el fondo de mí mismo se encuentra frente a frente con la lengua de
otro que, a través de un texto literario, me presenta su voz; experiencia babélica en tanto que, así como en
la torre de Babel, el diálogo entre lenguas permite el surgimiento de una construcción en la que la diferencia,
antes que ser suprimida, es la posibilidad máxima de encuentro, tanto con el otro como conmigo mismo.
Como lo expresa el mismo autor: “La lectura no es algo que sucede dentro de una lengua, o en una lengua,
sino que la lectura se da entre las lenguas” (Larrosa, 2005, p. 11)
40
Frente al mundo interior de cada niño, la lectura literaria solo puede convertirse en aquel habitáculo
del que nos hablan los niños y jóvenes entrevistados por Petit (2008), cuando esta se ha convertido en
experiencia destinada a arrancarnos del seno de nosotros mismos (Andruetto, 2009). Para que sea
experiencia, en los términos en que Larrosa (2005) lo expone, ha de constituirse, antes que en un acto de
comprensión o de comunicación, en un acto de traducción. ¿Cómo explicar esto? En las primeras semanas
de lectura en voz alta a N., yo pretendía que él me diera signos de comprensión o asimilación de aquello
que leíamos juntos. Su silencio me desconcertaba. Estaba esperando lo que se esperaba de él y de muchos
niños en la escuela: responder preguntas, dar datos, demostrar que se ha comprendido lo dicho, lo
establecido.
En cambio, cuando pensamos la experiencia lectora como traducción, entonces comprendemos que
entre la lengua tejida en el mundo interior de cada niño y la lengua que propone un escritor y/o ilustrador
en su obra, hay distancias, encuentros, asimilaciones, desencuentros, desenfoques, aristas y múltiples
sentidos, con lo que en la infancia la lectura se ha de convertir en aquel espacio simbólico fraguado al calor
de múltiples voces que deambulan. La voz interna que transita en la intimidad de cada niño puede
convertirse en el grito de un desahuciado o hacerse habitación en la torre de Babel. Imagino con pasión la
imagen que tuvo que concebir Larrosa para entrever la lectura como la experiencia babélica del lenguaje.
Imagino, con dicho fin, a cada niño siendo una habitación en la torre de Babel, en donde su lengua
representaría todo un mundo, casi que atravesado por los lenguajes que milenios atrás unieron al rey
Salomón y la reina de Saba. Allí, en esa cabaña mágica, habitan temores, sueños, fantasías, anhelos y
realidades posibles, esperando a ser escuchados, anhelando a otro que les preste su voz, en otra lengua, con
otro mundo, con otros tesoros, para que así, voz a voz, se haga la multiplicidad de los sentidos, los miles
de caminos por los cuales transitaría el espíritu. Esa otra voz con otra lengua no es nada más y nada menos
que una voz literaria. En esta ocasión Anthony Browne fue el primer habitante de Babel presentado a N.:
al calor de noches de lectura apoyado él sobre mi hombro, no me daba cuenta de que las palabras e
ilustraciones que daban forma a la figura de Willy, pasando por Willy el tímido (Browne, 1984), Willy el
41
soñador (Browne, 1997) y Willy el campeón (Browne, 1992) iban conquistando poco a poco aquel mundo
interior de N. Si había escogido, en compañía de mi tutora, estos títulos, era porque estábamos convencidas
de que en estos N. podía encontrase acogido y, sobre todo, plenamente nombrado. Le queríamos dar vida a
su más profunda intimidad. Queríamos que aquella voz que Anthony Browne esculpía en sus libros fuese
al encuentro del mundo interior de N., y se diera el nacimiento así de una experiencia babélica del lenguaje.
“El texto es siempre otro, el del lector” (p. 13), expresaría Larrosa (2005), y pretendíamos no solo
con la lectura de Browne (1984; 1992; 1997) sino de autores como Keiko Kasza (2017) o Ivar Da Coll
(2006), que sus voces literarias encontraran cabida en el mundo interior de N. para convertirse en palabra
traducida, intercambiada, nutrida, que pudiese cobijar sus más profundos temores y también fantasías y
risas infantiles. Como lo diría Andruetto (2009), “Sucede con algunos libros que abren una grieta que no
nos permite olvidarlos. Siguen preguntándonos acerca de nosotros mismos” (p. 9). Ese ha de ser el punto
de partida de los libros que leamos a los niños: libros que permitan tocar el espacio íntimo de sus espíritus
y que abran grietas inolvidables, no en un sentido trágico ni cruel, sino por el contrario, en el sentido de que
les permita habitar con mucha más independencia y poder el rumbo de sus vidas. Como lo diría Petit (2002),
“La lectura puede ser, a cualquier edad, un camino privilegiado para elaborar o mantener un espacio propio,
un espacio íntimo, privado” (p. 17)
Poco a poco N, empezó a pedirme con hambre y pasión, que le leyera una y otra vez los libros de
Anthony Browne. Después de las primeras lecturas en que no se atrevía ni a tocar el libro que yo sostenía
durante largo rato, era ahora él quien pasaba las páginas con avidez, o con lentitud de acuerdo al tiempo
que le dictara el momento. Descubría en él a un sujeto que, físicamente, se adueñaba de un espacio con el
que antes no se sentía implicado. Tocar el libro, pasar sus páginas o incluso exigirme que me quedara largo
rato en una de ellas, me mostraban a un sujeto que se sentía cada vez más dueño de su posición frente a ese
otro que le hablaba, a través de la ilustración y de las palabras. Jugaba con el nombre del autor, y me decía
que quería que le leyera a Brownie. Se burlaba, con el humor que lo caracterizaba, de las cosas grotescas
42
que algunas veces hacían los personajes y me mostraba sus más íntimas obsesiones: con la orina, el popó,
la desnudez.
En escuelas en donde los espacios que les permiten a los niños habitar entre el afuera y el adentro,
entre lo subjetivo y lo objetivo, se han estrechado y reducido casi a la nada, -como era el caso del colegio
de N.-, la necesidad de elaborar uno de estos puentes es imperante. La lectura literaria abría esta posibilidad.
Graciela Montes, en su libro La frontera indómita: en torno a la construcción y defensa del espacio poético
(1999), se refiere a la literatura, la cultura y el arte en general como instalados en una frontera que ella llama
indómita, pues son lugares que nos permiten dialogar entre lo íntimo y lo exterior, estableciendo puentes
entre lo subjetivo, lo simbólico, y lo que está afuera. Hacer de la literatura una frontera indómita, equivale
a permitirle a los niños vivirla como espacio privilegiado del hacer personal, zona en la que su mundo
colisiona con el exterior para ensanchar el lugar de lo posible, de lo habitable (Montes, 1999). Así como
Petit (2008), en su autobiografía lectora, nos habla de una relación en los primeros años casi que física y
espacial con la lectura -la autora relata que siempre, incluso teniendo un escritorio, leía acostada en el piso-
, yo pretendía establecer no solo un espacio físico que hiciera posible la experiencia de la lectura con N.
sino también hacer de esta una frontera indómita, en donde él pudiese transitar entre las lenguas de Babel
y los espacios del mundo físico, externo y su mundo interior.
La literatura, en palabras de Montes (1999), “está instalada en esa frontera. Una frontera espesa,
que contiene de todo, e independiente: que no pertenece al adentro, a las puras subjetividades, ni al afuera,
al real o mundo objetivo” (p. 52). Ese espacio en el que nos instalábamos, paso a paso, N. y yo, permitía
entablar un diálogo que, en todos los niños a los que les leamos, permanecerá para siempre. La lectura,
como lo diría Petit (2002), no sólo sería un medio privilegiado para elaborar el mundo interno, sino también
una posibilidad -instalada en el centro de la frontera indómita-, de leer el mundo externo para reconstruirlo
al interior de nosotros mismos, como lo hicimos alguna vez cuando los otros, con sus escrituras internas y
sus voces, forjaron los primeros alientos de la nuestra en la más tierna infancia. En esta ocasión, las voces
literarias con las que permitamos dialogar a los niños, se convertirán en medio privilegiado para observar
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y comprender el mundo que los rodea. Petit (2008) nos dice, en referencia a la lectura de poetas griegos que
la atrapó en su juventud: “Grecia se componía de lo que yo había leído como de lo que descubría en ella. O
más bien, eran una sola y misma cosa” (p. 107) Rehacer el mundo a la luz de los libros que leemos, encontrar
ese breve espacio entre lo que soy y lo que podría ser, allanar los rastros que componen mi mundo interior
al tiempo que me nutro de voces que darán nacimiento a una nueva voz en mí, han de ser derechos esenciales
de todo niño que entra al mundo de los libros y, en general, de la lengua escrita. No podemos negarles el
derecho a las voces que les permitirán edificar, construir y reconstruir un complejo mundo de fantasmas y
promesas, de ficciones y posibilidad.
Finalmente, entre Anthony Browne, Keiko Kasza, Jeff Foster, Ivar Da Coll y algunos otros autores
destacados de la literatura infantil, habíamos iniciado un camino de acompañamiento simbólico para N.. En
el lugar en donde sus más profundos temores se tornaban oscuras pesadillas y la fragilidad tantas veces lo
ponía en desventaja con sus semejantes, estas otras voces llegaban para tocar, suave y sutilmente, algunas
veces entre risas y silencios, todo lo que lo acercaba a la inmensidad de la experiencia humana. ¿Por qué
decidí leerle a N.? Cabrejo (1987) nos responde al preguntarse “¿por qué leemos a los niños? Para que
descubran el sentido de los textos y así, vayan construyendo el sentido de su espíritu” (p. 15). Si los libros
existen, es porque en nuestro interior, antes, durante largo tiempo, se ha edificado un libro interior al que
debemos darle voz, sentido y dirección. La lectura nos permite hacerlo. De nuevo, están siempre los otros,
que nos constituyen y edifican.
En definitiva, podemos afirmar que la lectura literaria constituye una posibilidad invaluable de
poner en contacto a los niños con las voces escritas de quienes se han atrevido a pensar la complejidad de
la condición humana. Estas voces escritas, que funcionan en tanto espejos psíquicos para los niños de sus
más profundas experiencias, representan en la gran torre de Babel que es nuestro lenguaje, la más alta
posibilidad de habitar el mundo del nosotros; mundo que no es posible sin antes haber tocado la intimidad
del otro para encontrar así las líneas, formas y sentidos que le dan sustancia a la cotidianidad, deambulando
en todos los tiempos posibles que el lenguaje nos ha permitido recorrer. Leer a los niños en voz alta, permitir
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que toquen, sientan, y atraviesen el complejo mundo lleno de matices que la literatura les presenta, es abrir
la puerta al encuentro de su universo y otorgar el derecho que todos tenemos, a construirlo y reconstruirlo.
Lo bello y lo difícil son experiencias constantes que, desde el momento mismo de su nacimiento, los
atraviesan y constituyen. Los relatos literarios representan voces necesarias en la edificación, posible y
necesaria, no solo de un mundo que les pertenezca por completo, sino, además, un mundo inscrito en las
fronteras de un nosotros.
En el siguiente capítulo pretendo hablar ampliamente del nacimiento de una voz, solo posible
gracias al contacto del mundo interior del niño con las voces literarias. Este encuentro, como lo he
manifestado, es una posibilidad inmensa de construir y reconstruir no solo su mundo interior, sino la
relación que gestamos con el afuera. Cada palabra, como lo diría Larrosa (2005), “lleva impresa la marca
ilegible de la intimidad” (p. 10). Esa intimidad es la fuente creadora de vida y posibilidad en la existencia
de todo niño. Es la intimidad de su mundo y del mundo de aquellos que se han convertido en voz literaria
para ellos, la que edifica las fronteras de lo real y los espacios en donde podemos sentirnos enteramente
cobijados por la palabra escrita.
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3.2 CAPÍTULO II. DE LA LECTURA LITERARIA AL DESEO DE ESCRIBIR
3.2.1 De la experiencia literaria como experiencia vital
Los docentes que poseen una vívida conciencia del mundo que los rodea, procurarán desarrollar
los dotes sensoriales del alumno, para que este pueda obtener el mayor goce posible del sonido, el
color y el ritmo de la vida y de la literatura.
-Louise Rosenblatt, La literatura como exploración
El escritor turco Orhan Pamuk, premio Nobel de literatura 2006, relata en una entrevista lo que
significó para él, a los 18 años, descubrir a través de Los hermanos Karamazov, a Dostoievsky. Nos dice
que la lectura de dicho clásico de la literatura universal, generaba en él una agitación interior permanente
en la que ideas o imágenes antes concebidas en su mundo interior tomaban forma, además de proporcionarle
una sensación de encuentro, en la que podía ver que alguien comprendía, de repente, aquello que él también
comprendía. La soledad, el asombro, la agitación, todo era una enorme experiencia en la que, parafraseando
a Borges, revela: “Descubrir a Dostoievski es como descubrir el amor o ver el mar por primera vez, marca
un momento importante en la vida. El momento en que leí a Dostoievski por primera vez supuso para mí la
pérdida de la inocencia con respecto a la vida.” (Pamuk, 2015).
¿Qué eran Los hermanos Karamazov antes de llegar a las manos de Orhan Pamuk? ¿Qué son los
libros antes de llegar a la mano de sus lectores? ¿En qué momento, como Borges nos lo dice, han llegado
estos a revelarnos por vez primera aquello que ignorábamos, pero cuyo descubrimiento ansiábamos desde
el centro de nuestras vidas? También a mí, al leer a Dostoievsky por vez primera, se me agitó el mundo
entero. Fue como descubrir la vida que anhelaba y que, en mi interior, seguramente, tantas veces había
buscado a través de palabras, gestos, colores que le pudiesen dar forma. Dostoievsky lo hizo. Leerlo fue
entonces como comprender los sentidos de mi propio espíritu. Fue encontrarme en medio de una ternura
infinita hacia la vida y dibujar los primeros trazos de mi futuro. Fue verme a través de otro de manera
enteramente consciente y placentera. Yo quería ser Alexei Karamazov, y su pasión por la vida de repente
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me contagiaba hasta los huesos de aquella llama que ardía en mi más honda intimidad. Aún hoy, Aliocha,
mi querido Aliocha, me sigue enseñando en la cotidianidad de los días. No he encontrado en toda la
literatura a otro como él. Entre amor platónico, maestro y álter ego, Dostoievsky a través de él, me había
entregado una silueta de mi propio ser y, al mismo tiempo, un sueño futuro de realización espiritual.
Louise Rosenblatt (1938) dedica todo un capítulo de su libro La literatura como exploración, a
explicarnos en qué consiste la experiencia literaria a partir del concepto de transacción entre lector y
escritor. En los párrafos anteriores enuncié encuentros entre un lector y un autor de literatura, en particular,
Dostoievsky. En general, pudimos entrever cómo tanto desde la experiencia de Pamuk como la mía propia,
emergían puntos en común, a saber: la forma en que esa obra en particular había representado para nosotros
en tanto lectores, la posibilidad de ir al encuentro de sensaciones, ideas, sentimientos que, en la intimidad
de nuestras vidas, hallaban ahora resonancia con la vida de los personajes que el escritor esgrimía frente a
nosotros. Además de ello, en dichas lecturas no sólo íbamos al encuentro de un mundo propio; las
percepciones del autor permitían ampliar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos, extendiendo así
la experiencia de nuestras vidas y la percepción de las mismas.
Ahora bien, ¿qué ocurre en la infancia cuando los niños leen literatura? ¿En qué consiste entonces
la experiencia literaria para ellos y de qué se trata la transacción a la que hace referencia Rosenblatt (1938)?
Como lo vimos en el anterior capítulo, los niños crecen en medio de la experiencia de lo humano. Por más
obvio que esto pudiese parecer, debemos partir de dicho postulado para preguntarnos por las formas en que
dicha experiencia, atravesada por la alegría, el dolor, la ternura, en fin, lo difícil y lo bello de vivir, se puede
ver complejizada y nutrida desde los primeros años. Pretendo postular aquí que la literatura constituye una
oportunidad invaluable para que ellos, desde la lectura literaria de diversas voces escritas, puedan
encontrarse con el espejo de su propia humanidad desde la simbolización e identificación con historias,
personajes, dilemas y entramados que se convertirán, como lo plantea Rosenblatt (1938), en posibilidad de
ensanchamiento de las fronteras de la percepción y de la propia experiencia.
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Cuando abrimos un libro y nos disponemos a su lectura, hay dos mundos que en ese preciso instante
han de ser recreados y llevados al encuentro: es el mundo, lleno de símbolos, imágenes y percepciones del
autor y, por otro lado, el del lector. Cada uno de ellos ha estado atravesado por una serie de acontecimientos
que se han constituido en experiencias de vida. Ahora, esas experiencias se han encontrado. Para cada uno,
la vida del otro será el insumo principal para la creación de la obra de arte: el libro. Rosenblatt nos dice que
desde los significados que cada uno haya tejido, se pondrá en marcha la creación del significado del texto.
Sin el uno y sin el otro, en tanto autor y lector, el libro no es más que un objeto contenido en sí mismo. Para
que tome vida, significado y pueda convertirse en puerta de experiencia, será necesario que la experiencia
del autor y la del lector, se encuentren frente a frente y sea posible la emergencia de la significación del
texto. Rosenblatt define esto como una especie de circuito vivo en el que diversas fuerzas interactúan. Es
por ello que, a dichas interacciones, en las que tanto el lector como el escritor, están continuamente
afectados por el influjo de ideas, percepciones, sentimientos y experiencias del otro, ella las llama
transacciones (Rosenblatt, 1938).
Dichas transacciones permiten que la obra literaria sea, antes que nada, una creación producto de
lo que se ha puesto en juego en el encuentro de los significados y experiencias del lector y el escritor. En
dicho proceso surge la posibilidad de lo que Rosenblatt (1938) llama la experiencia literaria. En esta
experiencia, trasegamos entre nuestras propias vivencias y aquellas que presenciamos como vividas y
sentidas por los personajes que el autor ha creado para nosotros. Sus vidas resultan para los lectores, enigma
y posibilidad, verdad y muchas veces fortaleza. A través de ellas somos capaces de mirarnos y
reencontrarnos. Sus situaciones, sus anécdotas y la forma en que cada uno de ellos aporta una nueva o
reinventada mirada sobre la propia existencia, resulta siempre revelador. En mis lecturas literarias, siempre
he encontrado en ellos a maestros y espejos de vida. Cada personaje deviene en la posibilidad de atravesar
un viaje que no es nuestro, pero que se siente nuestro y podría alguna vez pertenecernos por completo.
Recuerdo mi lectura de Qué viva la música, de Andrés Caicedo. Yo era una adolescente tímida a la que la
vida le parecía un gran acto de espera. Cuando Caicedo me entregó a la Mona (personaje central de la
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novela) con su desfachatez y locura vital -sacada del bullicio de las rumbas caleñas de los años 80- me
regalaba por primera vez la posibilidad de una vida que yo desconocía: el alboroto, la magia, el frenesí.
Después de conocer a la Mona, aprendí a bailar salsa. Cuando me preguntan por el cómo aprendí, siempre
respondo: La Mona me enseñó. Desde ahí y para siempre, ella me recordaría: “Nunca dejes de ser niño,
aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen a caer los dientes… Todo es tuyo, a todo tienes derecho
y cóbralo caro” (Caicedo, 2019). Su mirada me había dado nuevas alas para gravitar sobre el mundo.
En la infancia, como lo plantea Cabrejo (2007, a.), los niños edifican, a través de la presencia
simbólica de los otros, un complejo mundo psíquico o libro interior. Este mundo está atravesado por las
voces y experiencias que los otros le ofrecen y las muchas herramientas a través de las cuales le ha sido
posible tramitar su relación con la vida, el lenguaje y el pensamiento. En ese preciso lugar en donde el
significado se teje poco a poco, debemos ayudarles a encontrar caminos, colores y músicas diversas que
funcionen a modo de espejo psíquico, permitiéndoles vivenciar la complejidad de sus experiencias. Los
procesos transaccionales que tienen lugar en la lectura literaria, ocurren entre dicho mundo psíquico en
construcción y la voz escrita de un autor que ha reflexionado en torno a la naturaleza de su propia condición.
Esta voz escrita, que toma significado, dirección y sentido a partir de la transacción con el lector, se
constituye durante el viaje literario en espejo psíquico que le permitirá al niño, desde su experiencia con el
lenguaje y con la vida, crear significado y nutrir las fronteras de su mundo. Desde entonces, en las
experiencias literarias que podamos propiciar en la infancia, los niños podrán encontrarse con otros que les
ayuden a elaborar el sentido de aquello que les ocurre a través de la identificación y la simbolización que
los personajes de los relatos literarios les permiten construir.
Ya hablaremos de todo aquello que ocurre en la experiencia literaria a partir de las transacciones,
sin embargo, es menester subrayar la importancia de aquellos otros presentados en tanto voces escritas que
alimentarán el mundo psíquico del niño e, incluso, le permitirán darle forma a lo vivido y lo sentido. Como
lo expresa Cabrejo (1987): “No leemos textos a los niños para que se conviertan en buenos lectores, sino
porque sabemos que esas lecturas les permiten ubicar algo fundamental para ellos: el descubrimiento de
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que los textos son cosas que tienen un sentido, cantidad de sentidos y que cada sujeto debe trabajar un poco
para llegar a construir el sentido en su espíritu” (p. 15)
En la puesta en escena de las emociones humanas que en la transacción literaria tiene lugar, ocurren
diversos acontecimientos que Rosenblatt enumera de la experiencia literaria y que condensa a partir de las
respuestas a la pregunta ¿por qué leen las estudiantes de secundaria? Entre las razones se encuentran:
ampliar su percepción del mundo, escapar al mundo de la vida cotidiana, encontrar una salida emocional a
sus vivencias, ampliar su propia experiencia, entre otras (Rosenblatt, 1938). Dichas funciones atribuidas a
la literatura expresan claramente cómo a través de esta, nos es posible ampliar la frontera de los significados
simbólicos, estéticos e incluso objetivos del mundo. Como lo diría Graciela Montes (1999), ensanchar la
propia frontera indómita. En el transcurrir de significados conjuntos creados durante la lectura literaria y
por efecto de múltiples transacciones entre lector y escritor, se hace posible vivir a través de la piel de esos
otros para que sean ellos quienes nos ayuden a mirarnos y, a través de procesos de identificación y
simbolización, nos permitan habitar su piel al tiempo que recorremos la nuestra; observar el mundo y
caminarlo con su cuerpo para así trazar el mapa del nuestro; en fin, vestir sus ropajes para habitar con mayor
dirección y sentido nuestras vidas. Como lo dice Rosenblatt (1938): “En la lectura literaria, a diferencia de
la lectura eferente, el lector debe tener la experiencia, ‘debe vivir a través’ de lo que está siendo creado
durante la lectura” (p. 60)
Durante el año pasado realicé diversas intervenciones en mi práctica pedagógica en las que
pretendía poner siempre en el centro la experiencia literaria. Leí a autores como Amalia Low y Wolf
Erlbruch, con el fin de propiciar ejercicios de escritura a partir del encuentro de los niños con dichos textos.
Los resultados siempre fueron sorprendentes. Una de estas experiencias consistía en llevar a cabo la lectura
de Tito y Pepita, de Amalia Low (2018)3. En este momento el grupo de niños, de nueve años, mantenía
constantes rencillas marcadas siempre por la diferencia de género: niños vs. niñas. La forma en que se
3 Este libro narra la historia de dos hámsteres que, pese a vivir en el mismo lugar y ser los únicos vecinos, se enfrentan a través de rimas cotidianas para hacerle la vida de cuadritos al otro. Sin embargo, cuando Tito enferma y Pepita decide cuidarlo, ambos logran reconciliarse (Low, 2018).
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dividían las tareas, encontraban de poco gusto las diversiones del otro género o secreteaban constantemente
en una guerra silenciosa, eran pan de cada día. Así que decidí presentarles el libro para ver qué surgía.
Después de la lectura en extremo atenta, les pedí que formaran un grupo de niños y un grupo de niñas. El
grupo de los niños representaría a Tito y el de las niñas, a Pepita. Se les daría un tiempo para que elaboraran
un poema contra el otro grupo, partiendo de la estructura rítmica que se proponía en la obra de Amalia Low.
En medio de risas, juegos y secretos, cada grupo creaba poemas que enviaba con un mensajero o mensajera
hacia el bando contrario. Como resultado, después de las rimas que se creaban, siempre había una
contestación que pretendía llegar con más fuerza a los contrincantes. Esto fue lo que resultó del acalorado
ejercicio:
Tito: el feíto. ¿Recuerdas la vez que vomitaste y tu cara empapaste?
Pepita la maldita eres tan loca que te aman las ratas
Tito: pendejito. Tu boca es como un gusano
Para todos sería más sano
Que Tito el malcriado
Aprenda a ser más educado
Pepita la tontita eres muy grosera por tu cara de moco
Come bollo eres tan grosero que parece que te tiraras pedos a toda hora
Pepita la asquerosita
Eres tan asquerosa
Que te odian las diosas
Tito: el sapito
Cuando comes manzana se te escurre la baba
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Mientras de tu nariz sale un moco con pis
Y no sabes rimar
Pues nos haces vomitar
Pepita la feíta eres una loquita marranita
Tito el podrido:
¿Será que tu baño tiene un daño?
Para todos sería mejor que tu olor sea mejor
El momento de escritura de estas rimas que adoptaron la forma de round de batalla, me reveló
muchas de las cualidades que le hemos atribuido a la lectura literaria en la infancia cuando se convierte en
experiencia. Estos textos y la forma en que los niños se enfrentaron a través de ellos, eran producto de una
transacción de significados entre la historia de Amalia Low y la cotidianidad escolar de ellos. Curiosamente,
en el momento de escribir los versos, habían bebido de la estructura rítmica que la autora les ofrecía. Sin
embargo, cada palabra, cada sentido y cada risa que la batalla entre los dos hámsteres había desatado en el
grupo, hallaba un eco psíquico en sus batallas y peleas diarias. Es como si hubiesen encontrado una nueva
forma de nutrir un trozo específico de su experiencia escolar: la batalla entre niños y niñas. Entre Amalia
Low y cada uno de ellos, habían creado la obra literaria y habían hecho de la lectura de la misma toda una
experiencia. En términos de aquello que pude observar -los significados de los lectores transcurren en la
mayoría de veces en la intimidad de sus vidas, y muchas veces inaccesibles a los otros- los niños se
deleitaban en aquella lectura que les había permitido ahora nombrar de diversas y placenteras maneras sus
peleas cotidianas. Por supuesto que, como lo dice Rosenblatt (1938), “la lectura del texto estará moldeada
por la experiencia pasada del lector con la vida y con el lenguaje” (p. 52), por lo que igualmente aquello
que cada uno encontraría en sí mismo y en la lectura del texto para crearlo en medio de un nuevo campo de
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significación conjunta (proceso transaccional), estaría determinada por dichas experiencias pasadas, en todo
sentido.
Ahora quiero presentar otro texto elaborado por uno de los niños y narrar la experiencia de literatura
particular a partir de la lectura de El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch4. Decidí leer este cuento, porque
me parecía una propuesta maravillosa que ponía en contacto a los niños, a través de la literatura, con un
tema muchas veces tabú: la muerte. Este libro me había llamado la atención por la sencillez de la ilustración
y la contundencia del mensaje. Cuando lo leí en voz alta frente al grupo, todo un ambiente lúgubre invadió
las caras de los niños. Cuando el pato muere y es llevado a los dominios de La Muerte, todos lanzaron
exclamaciones de tristeza e incluso algunos tuvieron que taparse los ojos. Este poder de la literatura para
conmover a los niños me sorprendía y me revelaba entonces que Erlbruch estaba poniendo en escena para
ellos lo que durante largo tiempo ha sido uno de los grandes fantasmas psíquicos de la humanidad: el miedo
a morir.
Ahí, frente a esta historia que enternece y conmueve, los niños habían quedado sumidos en un
silencio absoluto. Muchos me reclamaron el por qué el pato tenía que morir. Entre la narración, una de las
niñas no pudo soportar el relato y rompió en llanto. La maestra titular también lo hizo. La experiencia
literaria nos permite dar una salida emocional a nuestros fantasmas más profundos, así como también
descubrir en nosotros maneras de identificarnos con las emociones que atraviesan a los otros. Después de
la historia que narraba el libro y que a todos había conmovido, los niños fueron convocados a escribir en
torno a las ideas o sentimientos que la muerte generaba en ellos. Formaron grupos con el fin de hacer una
obra de teatro partiendo de dichas ideas y sentimientos. Sin embargo, antes de escribir el guion de la obra,
iniciaron fuertes discusiones en torno a la narración de Erlbruch y lo que esta había suscitado en ellos. De
repente, todas sus experiencias vitales eran puestas sobre la mesa y yo podía observar cómo el proceso
transaccional había tenido lugar, puesto que para cada uno la historia tomaba un matiz diferente de acuerdo
4 Este libro narra el final de la vida de un Pato, quien es llevado a los dominios de la Muerte después de que ella lo ha acompañado durante una semana a subir a las copas de los árboles, bañar en el lago, conversar y dormir juntos.
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al cúmulo de experiencias vitales que los habían precedido. Para algunos, el pato había muerto junto con
su cuerpo, porque la muerte no es más que el final de la vida, ni doloroso ni trágico, solo eso: el final. Para
otros, en cambio, había descansado para irse a un mejor lugar. Otros parecían no poder convivir con la idea
misma de la muerte: el pato nunca debió morir. Después de dichas discusiones que tenían como telón de
fondo la experiencia transaccional, llegaría la escritura del guión que, finalmente, daría cuenta también de
los procesos de transacción entre niños y autor. En particular uno de dichos textos, me marcaría siempre:
L. escribió: “La muerte tiene el poder de la oz un arma de destrucción de la vida, tiene a sus fieles zorros.
La muerte no tiene amigos por eso su corazón es hueco y duro como una piedra”.
L. había creado su propio concepto de la muerte ¿Qué tanto había influido Erlbruch en ello? La
lectura de su obra en particular, seguramente, le había ayudado a encontrar un nuevo sentido, a resignificarlo
o incluso podía ser que se sumase a un cúmulo de experiencias y significados otorgados por L. a la muerte
tiempo atrás. Su experiencia como niño en una institución en particular, su mundo interior que recuerdo
siempre como profundamente reflexivo, y su vivencia cotidiana de la amistad le decían que la muerte que
se había llevado al Pato, en definitiva, no podía ni tener amigos ni un corazón como el suyo o el de ellos.
Esta era la forma en que L. había realizado su transacción literaria, y era la manera en que la experiencia
literaria tomaba forma en su vida. Quizá, al ver al pato morir, hubiese pensado qué se llevaría de él la muerte
si ella viniera a su encuentro. Quién sabe todo lo que pudo pensar y sentir L. en aquel encuentro, junto con
sus otros compañeros, invadidos por emociones particulares producto de experiencias que ahora se
conjugaban en un gran significado que emergía en la experiencia literaria.
En conclusión, podemos afirmar que las vidas, caminos y posibilidades que se nos permite recorrer
a través de los personajes y situaciones que el escritor ha elaborado para sus lectores, representan para los
niños un encuentro invaluable con su mundo desde la piel y el sentido de otros. Poder mirarse a través de
dichos espejos psíquicos es ampliar las fronteras de lo real y lo posible. Desde mundos fantásticos,
personajes crueles, situaciones en las que la valentía y el amor se ponen a prueba, en fin, en el mar infinito
de salidas que ofrecen los libros y sus personajes, atraviesan ellos las amarguras y alegrías de su propia
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condición. En la experiencia literaria, cada uno, así como los adultos a quienes la lectura de una obra nos
ha marcado para siempre, se encuentra con la voz escrita de un autor que le ha dado vida al océano inmenso
del pensar y sentir humanos. En esos viajes remotos y al mismo tiempo cercanos que emprendemos cuando
leemos un cuento, poema o novela, podemos encontrar la fuerza necesaria para trasmutar nuestro sentir y
vivir al tiempo que reencontramos los propios sentidos. A continuación, hablaremos de las voces escritas
que propician dichos encuentros y la manera en que los niños pueden edificar la suya propia. Para finalizar
este apartado, me gustaría presentar al lector la disertación que nos brinda Skliar (2015) en torno a la
posibilidad de transitar la piel de otros desde la literatura:
Querría sentir la brisa que recorre a Sócrates cuando pasea.
Querría estar en medio del cambio de estaciones de una aldea perdida, remota, incógnita.
Querría dejar de percibir el paso de las horas en una cárcel.
Querría no morir de repente, sino a los sorbos.
Pero no quiero imaginarlo por mí mismo. Solo. No alcanzo, no llego, no puedo. ¿Podría? Querría.
Por eso busco, desesperadamente, gestos que no son míos. Y que luego, aunque quisiera, tampoco
llegarán a serlo. (p. 56)
3.2.2 Las voces escritas: puertas a universos de sentido
Hace dos años atravesaba yo un importante duelo en mi vida: la pérdida de mi mejor amigo. Al
tiempo, iniciaba el espacio académico que, por primera vez en mi carrera, abordaría la literatura infantil
como tópico fundamental. Pocos espacios significaban tanto para mí. En aquel momento, en que el duelo
ocupaba todos los frentes de mi vida, yo me refugiaba en mi propio dolor al tiempo que rehuía cualquier
posibilidad de conversación en torno a este. Quería escapar, pero cualquier escape requiere de una íntima
batalla con aquello que nos invita a la huida; y yo me sentía imposibilitada para enfrentarlo.
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Recuerdo, sin embargo, que después de las primeras lecturas en voz alta que la maestra preparaba
frente a nosotras, llegaría la presentación del libro La vida sin Santi, de Andrea Maturana (2014)5. Fue
entonces cuando sentí por primera vez en mi duelo, que podía reconstruir mi experiencia: no solo la de mi
dolor, sino la de la muerte de mi mejor amigo. La lectura en voz alta de este libro me ofrecía, además, un
espejo de las emociones que yo en aquel momento atravesaba y que para mí eran tan difíciles de entender
o siquiera mirar desde la distancia. Esas emociones generaban una obstrucción en la boca de mi estómago,
todo un caos del que yo no captaba ni entendía nada. Me sentía incapaz de apartarme de lo vivido para
organizarlo o al menos encontrar una posible salida emocional que no me ahogase. La vida sin Santi, en un
espacio breve de media hora, me otorgaba una oportunidad que yo no sospechaba: ver reflejado en otros
(los personajes de la historia) mi sentimiento de pérdida irremediable; observar cómo la protagonista hacía
frente a su situación de duelo debido al viaje lejano que había emprendido Santi; tomar distancia de las
emociones que me desbordaban para mirarlas desde otros ángulos posibles; y, finalmente, resignificar lo
que yo había vivido, pues para mí, en aquel momento en que la lectura literaria se convertía en espacio
íntimo, yo podía entender que Daniel, mi amigo, estaba ausente y a pesar de ello nuestros corazones podrían
seguir los hilos del encuentro -un encuentro entrañable e incondicional- que perdurara para el resto de mi
vida; la carga, así, se hacía más liviana.
Algo semejante seguiría ocurriendo en el trascurso del semestre. Mis encuentros con los libros para
niños se convertirían en instantes en donde destellos de luz hacían más pequeñas las oscuridades que me
resguardaban y, al mismo tiempo, me permitían convertirme en creadora de senderos posibles en los que
mi experiencia se ensanchaba para darme un nuevo aliento. Ojalá pudiera recordar ahora todos los títulos
que se convirtieron en compañeros de travesía durante aquellas jornadas de lectura en voz alta. Por el
momento, se me vienen a la mente aquellos que, como La vida sin Santi (2014), me hablaban de la pérdida,
la muerte e incluso el renacimiento. Yo te pego, tú me pegas (2016), de Antonio Ramos Revillas, por
5 Este libro trata de dos amigos que se deben separar por la partida de uno de ellos: Santi. La niña se siente vacía y
triste mientras él no está, pero, a medida que pasan los días va descubriendo que Santi, pese a la lejanía física,
permanecerá siempre a su lado; logrando elaborar así el duelo por su pérdida (Maturana, 2014).
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ejemplo, resultó un esperanzador y conmovedor relato a partir del cual yo sentía que la rabia y la frustración
que me habitaban, podían convertirse en otra cosa absolutamente distinta, es decir, podían ser canalizadas.
De esta manera, cada historia que en las mañanas de los miércoles –espacio de la clase-, la maestra narraba,
funcionaría como contención, salida, búsqueda y encuentro, no solo con mi yo más personal, sino con la
vida probable que en cada esquina por mí esperaba.
Hoy, años cada día más lejos del día en que mi amigo partiera para siempre, mis encuentros con la
literatura infantil se han ampliado y, a la luz de estas páginas, resulta indispensable hurgar en sus efectos
en la vida, especialmente, en la de los niños. Me he encontrado, a partir de entonces, con libros cuya belleza
estética y narrativa constituyen para los maestros interesados en la lectura literaria, un motivo de
exploración y búsqueda. Después de disertaciones en torno a lo que Evelio Cabrejo llama las voces de los
otros (primera puerta del recién nacido para entrar al mundo del lenguaje y el pensamiento), llegaríamos a
la conclusión junto con mi maestra, de que también debían existir en la literatura -no solo en la oralidad-
voces otras que representaran un encuentro que abriera múltiples y diversas puertas: a la experiencia, al
sentido, a la significación, a los viajes a lugares inciertos o desconocidos, en fin, al mundo interior y al
mundo exterior pletórico en riesgos, oportunidades y riquezas. A estas voces decidimos llamarlas voces
escritas. Y para entender qué pasa cuando las leemos y qué ocurre cuando nuestro mundo se encuentra con
su mundo –como me ocurrió a mí- he decidido traer a colación dos de ellas: Elsa Bornemann y Lygia
Bojunga. Con dichas autoras, el lector podrá acercarse al entendimiento de lo que las voces escritas
propician, lo que las constituye y, además, el por qué de la imperiosa necesidad que de ellas tenemos en la
infancia y para el resto de nuestras vidas.
3.2.2.1 Elsa Bornemann y el encuentro con nuestros más hondos sentimientos
Las páginas del libro No somos irrompibles (12 cuentos de chicos enamorados), de 2016, son una
dulce, y algunas veces amarga, fábrica de sueños. Leer la voz escrita de Bornemann es deambular por un
cuarto de espejos, en los que los rostros, vidas, sueños, imágenes, placeres y dificultades de los niños, son
retratados y desafiados con fino y elegante trazo. Y es que, en este cuarto inmenso de espejos, hay lugar
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para la dulzura de haber encontrado el primer amor, pero también, para la finitud que a todos nos recuerda
el abrazo de la muerte. Espejos son los relatos de Bornemann porque logran cavar hondo, muy hondo, en
las sensaciones y sentimientos que en todo momento pueblan la vida de los niños. Esta voz escrita tiene una
particular potencia para revelar y retratar lo que en el mundo interior de cada uno de ellos acontece.
La voz escrita de Bornemann es una hilandera de razón y sentimiento, de placer y dolor, de vida y
de muerte. Como una gran musa o una parca del destino, crea para sus lectores relatos en los que hallarse
contenidos para habitar las ranuras de sus más íntimos espacios vitales. Estos relatos se convierten en
cabaña donde refugiarse o en habitáculo desde el cual mirar lo que sucede al interior de sus mundos desde
una distancia necesaria. Petit (2002) nos ilustra al respecto. En su investigación en torno a la pregunta ¿qué
buscan nuestros niños en sus libros? Encontró que las metáforas espaciales constituían una excelente forma,
para los niños entrevistados, de expresar lo que para ellos significaba leer literatura. Habitáculo, cabaña
mágica, cueva, habitación propia, son espacios que logran describir sus experiencias de lectura literaria. Lo
hacen, precisamente, porque en dicha experiencia, se elabora un espacio privado que permite transitar por
las propias emociones desde la identificación con los personajes de las historias (Petit, 2002).
Acaso dos de mis estudiantes, J. y C., pudieran encontrar en la historia de ¿Quién es ese ganso? el
reflejo de los celos viscerales que las invaden cada vez que la una o la otra tratan de socializar con más
compañeras. 6 En este relato, Gerardo muere de celos y de envidia cada vez que Marcela, su gran amor,
colecciona y se acerca de manera obsesiva a la imagen de su actor favorito y amor platónico. Todo el camino
que recorre lo lleva incluso a ayudarle a Marcela a coleccionar fotos del ídolo para un nuevo álbum de
laminitas. Sin embargo, hasta el momento, Marcela sigue embelesada con la figura irreal que alumbra todos
los estantes de su cuarto; ni siquiera se da cuenta del amor que le profesa Gerardo 7 (Bornemann, 2016, p.
6 En el problema, se hace mención a la relación entre J. y C. Para mayor claridad, dirigirse allí. 7 Este cuento, relata el amor que siente Gerardo por Marcela y, por el contrario, la fascinación y adoración que profesa
esta por su estrella de cine predilecta. En la historia, Gerardo ayuda incluso a Marcela a llenar el álbum de fichas de
su ídolo con el fin de acercarse más a la niña. Ella, inocente, no sabe el motivo de la complicidad de Gerardo hasta
que, en una fiesta, se pone en evidencia que todo lo que ha hecho su amigo ha sido por amor. Finalmente, Marcela
empieza a ver con otros ojos a Gerardo, dejando a un lado su amor platónico por el ídolo del cine.
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37-48). Asimismo, ocurre con Cristina en el relato El nuevo8, quien vive inocente del amor que despierta
en sus dos mejores amigos, ahora enfrentados en duelo por la atención de la amada (Bornemann, 2016, p.
151-162). Los celos, desde diferentes perspectivas, invaden como a J. y a C., la vida de sus personajes. Así
como a estos, a ellas las posee la rabia, la frustración y el rencor al ver a su amiga disfrutando con otras
compañeras de la clase.
Pero hasta ahí no llegan los relatos de Bornemann. La cabaña mágica en donde ver reflejados sus
propios sentimientos también es un mundo de posibilidades. No es solo un reguardo ni un cuarto de espejos:
es también una invitación abierta a dejarse tentar por el ensueño y la imaginación para conducirse por
caminos inexplorados. En la hondura de aquella cabaña mágica residen nuevos alfabetos de tierras lejanas
y desconocidas que nos ayudarán a darle sentido y dirección a lo que muchas veces se muestra caótico en
nuestro mundo. La literatura, como lo expresan Petit (2002) y Rosenblatt (1938) ofrece la posibilidad de
dar orden al caos que habitamos en nuestras vidas. Lo que se muestra confuso, extraño en la vida de los
niños, es contemplado a través del espacio de la cabaña mágica para dotarlo de un nuevo orden al margen
de otras significaciones.
Para que ello suceda, la voz escrita de Bornemann logra definir y estructurar a través de la estética
de sus palabras lo que sus personajes sienten, para luego ofrecer una renovada posibilidad al variado mundo
de sus emociones. Buen ejemplo de ello es el interrogante que la protagonista del relato Chau9 se hace,
durante el duelo vivido por la ruptura con su primer amor: “¿De modo que esta es la tristeza? ¿De modo
que es una mano helada, que araña la garganta y baja teloncitos de niebla sobre los ojos? ¿De modo que es
una lastimadura invisible?” (Bornemann, 2016, p. 130). ¿No es esto, una valiosa invitación de una voz
8 En este cuento hay dos niños y una niña que son mejores amigos. Un día, los dos niños descubren al mismo tiempo
que han estado secretamente enamorados de ella. Entonces, empieza una batalla campal por conquistar su amor.
Mientras tanto, ella parece interesarse y empezar a pasar mucho tiempo con un chico inglés que ha llegado a la escuela.
Tiempo después de que la enemistad empieza a diluirse y los celos se agotan, todos vuelven a ser amigos y los juegos ahora incluyen, precisamente, al nuevo. 9 En este conmovedor relato, Ingrid es una adolescente a quien Mariano, su primer amor, ha dejado. Ella, confusa por
este final que no veía venir, se siente profundamente desolada, y experimenta todas las emociones del duelo amoroso.
Su madre es quien la ayuda a caminar por este dolor que no parece tener nombre, y le regala un poema escrito por ella
que le permite a Ingrid, a pesar de su inmensa tristeza, despedirse de Mariano.
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escrita para ordenar un poco aquello que experimentamos cuando de la tristeza se trata? Y este orden, o
este nuevo sentido que se les permite elaborar a los niños a través de la lectura literaria, contiene en sí
mismo las geometrías de nuevos universos. La voz escrita de Bornemann no solo permite a los niños
encontrar reflejados en los personajes de sus relatos, los sentimientos que a ellos mismos también los
convocan, para dotarlos de orden y sentido, sino que, además, les ofrece una salida emocional que ensancha
los márgenes de su experiencia.
Para Rosenblatt (1938) una de las características de la literatura, es su capacidad de ampliar nuestra
experiencia a partir de las salidas o escapes a los problemas y emociones que los personajes elaboran en los
relatos. En las historias ya mencionadas de los niños a quienes los devoran los celos o la joven a quien la
tristeza acecha, todos ellos encuentran a través de una persona, un renovado sentir o la consciencia plena
sobre un hecho de la vida, una salida a aquello que detonó el dolor, los celos, la envidia, la rabia o la tristeza.
En el cuento ¿Quién es ese ganso?, a partir de un terrible incidente en el que descubre que Gerardo está
realmente enamorado de ella, Marcela toma absoluta conciencia respecto a la diferencia entre el amor por
la imagen platónica de su ídolo y aquel amor de carne y hueso que Gerardo le ofrece. En la historia El
nuevo, los dos amigos enemistados por el amor de Cristina se reconcilian ante el deseo inevitable por
encontrarse a través del juego y las tardes de patineta que siempre los han acompañado. Finalmente, en el
cuento Chau, una madre llena de comprensión y dulzura, ayuda a su hija a despedirse del que fuera su
primer amor y le rompiera el corazón. Aun con lágrimas en los ojos y una tristeza infinita, Ingrid logra
decirle a Mariano: “Ahora sí: Chau, Mariano” (Bornemann, 2016, p. 174)
Así, la voz escrita de Bornemann, ofrece para sus lectores una extraordinaria experiencia literaria
mediante la creación de “un espacio que abre un margen de maniobra, que permite un nuevo despliegue de
posibilidades, que introduce un poco de juego, a partir del cual se podrán realizar desplazamientos, reales
y metafóricos” (Petit, 2002, p. 19) Son estos caminos los que las voces escritas de un enorme poder estético,
como la de Bornemann, cosechan para el lector. De acuerdo con Petit (2002), la lectura literaria permite a
los niños y niñas encontrar posibles soluciones, salidas y respuestas a los interrogantes y dilemas que en su
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vida puedan tener. A través de las historias que los libros ofrecen, les es factible acercarse a diversas
comprensiones del sentido de lo humano, con sus limitaciones y posibilidades. En consecuencia, aquellos
niños que han podido tener acceso a la literatura, podrían nutrirse de un cúmulo de senderos diversos que
les permita convertirse en los narradores de su propia historia, partiendo de los sentidos y significaciones
que los personajes y relatos les permiten edificar. De esta manera, la voz escrita de Borneman crea, a través
de sus personajes y situaciones, espejos emocionales en los que el niño lector se puede ver reflejado, para
luego, elaborar herramientas y recursos valiosos que lo acercan a la comprensión de sus dilemas, preguntas
y emociones más sentidas. Como ella misma dice a sus lectores: “les doy la bienvenida a este territorio del
amor niño que han transitado y espero que los textos aquí reunidos hayan sido como espejitos de algunas
de sus propias sensaciones, de sus más entrañables sentimientos” (Bornemann, 2016, p. 177)
En aquel momento, en que los niños pueden convertirse en hacedores de nuevos caminos a partir
de aquellos que la voz escrita, en este caso la de Bornemann, ha elaborado para ellos, es posible contemplar
la vida desde otras aristas para que todo lo vivido converja en el campo de nuevos nacimientos. Petit nos
aporta una mirada potente en torno a esto, afirmando que la experiencia lectora es la posibilidad de una
verdadera elaboración de una posición de sujeto, “de un sujeto que construye su historia apoyándose en
esos fragmentos de relatos, en esas imágenes, en esas frases escritas por otros, y que extrae de ellas su
fuerza, a veces para ir a otro lugar diferente al que todo parecía destinarlo” (Petit, 2002, p. 30). Bornemann,
maga y tejedora de palabras, se encarga en 12 cuentos de chicos enamorados, de edificar para los niños
lectores, una voz escrita que es al tiempo que espejo, invitación a una nueva existencia.
3.2.2.2 Lygia Bojunga y el derecho a la utopía
Para Michèle Petit (2002), la literatura es un vasto espacio de trasgresión (p. 33), puesto que, nos
permite observar, desde una distancia necesaria, las realidades que habitamos y penetrar en lugares que de
otra manera no hubiésemos penetrado, para tener el derecho de soñar con lo que queremos ser o aquello en
lo que desearíamos convertirnos. Petit, realiza una investigación a partir de la pregunta: ¿qué buscan
nuestros niños en sus libros?, y para ello, entrevista a niños que frecuentan las bibliotecas, y a sus
61
promotores de lectura, partiendo de la pregunta de la investigación. También entrevista a maestras de zonas
periféricas y marginales de París que hayan propiciado experiencias literarias entre sus estudiantes. A partir
de estas indagaciones, encuentra que en dichos espacios la literatura ha abierto para los niños la posibilidad
de deslizarse entre mundos que les ofrecen perspectivas y visiones diversas de los problemas que a todos
los tocan, desde la pobreza hasta la discriminación racial, por ejemplo. De esta manera, la literatura se
convierte en puente cultural entre los límites del mundo de los niños y todas las opciones que otros
contextos, distintos o cercanos a ellos, pueden revelar (Petit, 2002).
Si alguien sabe escribir con un sentido trasgresor es, en definitiva, Lygia Bojunga. La primera vez
que me acerqué a su voz escrita, lo haría a través de La bolsa amarilla (1976). En aquel entonces, culminaba
yo mi proceso de práctica pedagógica en un colegio10 cuyas aulas albergaban a niños y niñas de contextos
complejos. El paso por la institución me había dejado un sabor amargo y en los últimos días nada me
interesaba más que salir corriendo en busca de un cálido refugio para no tener que pensar en las tragedias
de los niños con los que había compartido. Me daba por vencida, al menos temporalmente. No tenía
herramientas que yo creyera, pudiesen ser útiles para combatir aquella difícil realidad. Mi única salida era
huir, y gracias al cielo –pensaba- que ya todo estaba acabando.
Seguramente lo mismo pensaban M. y E., catalogados como los niños más problemáticos de la
clase. El primero había decidido refugiarse en un silencio que ponía en una situación incómoda a cualquiera
que pretendiera, mínimamente, entablar conversación con él. Su único lenguaje era el de la violencia.
Respondía con puños, insultos, o cualquier cosa que funcionara para herir, física o emocionalmente, a quien
intentara acercársele. Por otro lado, M., había escogido la estrategia de la huida y el robo. Eran su forma de
comunicarse ante el mundo. Cada vez que se presentaba una nueva acusación en su contra, arrumaba en
una esquina toda la cantidad de pupitres que le fuera posible con tal de no quedar expuesto antes la mirada
10 Institución educativa Camilo Torres Restrepo
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de los otros. Una vez, al preguntarle el por qué de sus escondidas repentinas, me respondió: “Porque quisiera
ser invisible”.
Pensaba cuando leí la novela La bolsa amarilla11, que M. y E., así como Raquel –la protagonista
de la novela de Bojunga- tenían deseos que bien pudieran compartir en el amplio espacio de la bolsa
amarilla, regalo de la tía Brunilda para Raquel. En dicha bolsa albergaba ella tres deseos, que se engordaban
con el paso del tiempo: el de ser niño, el de ser grande y el de ser escritora. Seguramente, M. agregaría el
deseo de desaparecer o ser invisible, y E. el de ser un adulto. Pero también se me ocurría que la difícil
realidad de la mayoría de los compañeros de E. y de M. pudiera perfectamente hallarse retratada en la
historia de Alexandre, protagonista del libro La casa de la madrina (1978)12. Me acercaba yo, con la lectura
de las novelas de Bojunga, a una voz escrita capaz de poner como protagonistas del relato las difíciles
realidades de la infancia a las que yo misma, en carne propia, me había acercado. Para ello, la escritora
brasilera realiza cuadros metaforizados de situaciones que niños de diversas latitudes se ven obligados a
vivir, tales como el trabajo infantil, el rechazo o el abandono.
Aun así, lo que más llama la atención de la voz escrita de Lygia Bojunga, es que aquellas difíciles
condiciones de vida que expone al lector, son recorridas por sus personajes desde el ensueño, la esperanza
y la promesa de un mejor mañana. Entre objetos que hablan y tienen historias por contar (el paraguas de La
bolsa amarilla), hasta animales a los que les han cosido el pensamiento y las ideas (el gallo Terrible en La
bolsa amarilla y El pavo en La casa de la madrina), las circunstancias que recorren la vida de Alexandre
y Raquel se ven re construidas o dotadas de nuevos sentidos a partir de la fantasía, la consciencia sobre sus
propias capacidades e incluso el despertar a nuevos horizontes posibles, en donde los rumbos que pudiera
tomar su destino, son conducidos y alimentados por sus más vívidos sueños y anhelos. La voz escrita de
11 Novela que gira en torno Raquel, una niña de 8 años, que alberga en una bolsa amarilla regalo de su tía Brunilda, tres deseos, que se describirán a continuación. A lo largo de la historia Raquel ayuda a los objetos de su bolsa y al gallo Rey creado en uno de sus relatos escritos, a sortear diversas dificultades. 12 En La casa de la madrina (1978), Alexandre es el protagonista central. Su realidad es la de muchos niños
latinoamericanos: se ve forzado a abandonar la escuela para vender helados en la playa, por las difíciles condiciones
económicas de su familia. Pese a ello, decide enfrentar su destino e ir en busca de la casa de la madrina, en cuyo
interior, según su hermano, se encontraban todo tipo de riquezas.
63
Lygia Bojunga sabe esculpir sobre las dificultades del ser niño, pedacitos de escalera que permitan edificar
a pulso, la vida que pudieran desear y a la que todos tienen derecho.
La literatura, nos dice Graciela Montes (1999), pertenece a lo que ella denomina la frontera
indómita, o “zona de intercambio entre el adentro y el afuera, entre el individuo y el mundo, pero también
algo más: única zona liberada. El lugar del hacer personal” (p. 52). Dicho territorio, que no pertenece
completamente al afuera ni se ubica enteramente en el lugar del adentro, es un espacio en el que tienen
cabida los juegos, las metáforas y cualquier elaboración que permita el intercambio entre el mundo interior
y el mundo exterior. Es en ese territorio de conquista de la libertad personal, en donde transita la literatura,
permitiendo transacciones entre la intimidad de nuestros mundos con aquello que otros, en el exterior, han
forjado. La inmensa riqueza de dicha frontera reside en la posibilidad que nos ofrece de entrar en contacto
con la cultura, con el transitar por lo fantástico, de ensanchar los límites de lo real y de lo posible; para de
esta manera asirnos a nuestra libertad personal desde la significación y el sentido.
Uno de los grandes poderes de las voces escritas es el permitirnos ensanchar la propia frontera
indómita. Allí en donde lo ya dicho y preestablecido se configura como cimiento, llega la literatura a
incomodar y sacudir la geografía de nuestro mundo. Cuando un niño se acerca a la voz escrita de Lygia
Bojunga, debe recorrer bajo la piel de otros una incomodad que, ya le parezca cercana o lejana dependiendo
de sus circunstancias vitales, le brindará la opción de hacer contrastes y entrever sobre las líneas del humor
y la tragedia aquello que de trágico y cómico también puebla sus días; deberá, palmo a palmo, aventurarse
en mares cuyas profundidades cuestionan, reflejan, encuentran. ¿Qué pasaría entonces si M. y E. hubiesen
conocido a Raquel y Alexandre? La literatura, claro está, no salva a nadie, como la misma Petit (2002)
confirma. Ese tampoco es su objetivo. En cambio, la experiencia literaria que una voz escrita como la de
Bojunga propicia, se convierte en espacio de transacción en el que los niños han de reconocer los
significados personales para moverse hacia otros, fuera de ellos mismos, que les revelen sentidos que
colindan, colisionan o se encuentran con los suyos propios.
64
El derecho a ensanchar la propia frontera indómita que Montes (1999) defiende, es la gran apuesta
de la voz escrita de Lygia Bojunga. A través de los personajes de Alexandre y Raquel, por ejemplo, se
presenta a los niños la realidad de buena parte de la infancia en Latinoamérica. Pese a ello, las vidas de
estos personajes se mueven entre las promesas a las que su imaginación alimenta de esperanza. Así, Bojunga
enseña que el espacio transicional y territorio de conquista que es la frontera indómita, más allá de
realidades cuyo telón de fondo es complicado, halla siempre un asidero en las propias capacidades de la
infancia para gestionar su realidad y convertirse en protagonistas de aquello que desean. Sin embargo, no
constituye esto tarea fácil. Los viajes que emprenden estos dos protagonistas están llenos de retos y desafíos
para sus propias percepciones sobre el mundo y ellos mismos; salen de estos recorridos transformados y
con una renovada conciencia sobre su yo más íntimo. Alexandre llega a esta conclusión después de haber
atravesado el miedo: “¿No recuerdas, Vera? Te conté. Dijo que el día que yo tuviera la llave de la casa en
el bolsillo no volvería a sentir miedo. –Se rio- ¿Te das cuenta? Ahora puedo viajar toda la vida. Cuando
tenga miedo, lo venzo y listo.” (Bojunga, 1978, p. 208) También Raquel ha trascendido el miedo y
finalmente encontrado una forma de alivianar la pesada carga que sus gordos deseos le generaban.
Desechados el deseo de ser niño y el de ser grande, solo ha permanecido el de convertirse en escritora. Las
últimas líneas nos revelan su transformación: “La bolsa amarilla estaba tan vacía que daba gusto.
Livianísima. Y yo también, qué curioso, yo también me estaba sintiendo muy liviana” (Bojunga, 1976, p.
156)
Porque las transformaciones de los personajes toman sentido desde contextos complejos, la voz
escrita de Bojunga tiene la potencia de propiciar la formación de lectores que, como lo he mencionado, se
enfrentarán al descubrimiento de nuevas percepciones, ideas y situaciones que les permitan dudar del
mundo de sentidos hasta ahora construido. Para niños como Ma. y E., sumidos en realidades de violencia,
pobreza y abandono, seguramente será gratificante leer una voz escrita que les permita entender que otros
también han atravesado lo que ellos; sin embargo, también constituirá una difícil tarea reconocer que hay
otros caminos posibles, y otras salidas emocionales que no incluyan el silencio, la invisibilidad o los golpes
65
para resolver lo que no nos gusta. Es entonces cuando la voz escrita de Bojunga se convierte en un reto para
el lector. Montes (1999), al respecto, nos aporta claridad: “Leer es, en un sentido amplio, develar un
secreto… ¿Quién dijo que leer es fácil? ¿Quién dijo que leer es contentura siempre y no riesgo y esfuerzo?
Precisamente, porque no es fácil, es que convertirse en lector resulta una conquista” (p. 83-84)
Petit (2002) en su investigación entrevistando a lectores de difíciles contextos y las experiencias
lectoras en áreas marginales, nos dice que, para aquellos niños y jóvenes que se han protegido bajo
armaduras de acero en donde su identidad se erige desde la violencia, resulta un pesado fardo leer un texto
literario que, precisamente, tiene el poder de despojarnos de las armaduras de lo duro y rígido, para
permitirnos deambular entre diversas vías y mundos esperando ser descubiertos. La voz escrita de Bojunga,
especialmente, nos ofrece siempre el ensueño, la metáfora y la fantasía para poder concebir posibilidades
divergentes a los caminos a los que un contexto o un grupo social, pudiera relegarnos para siempre. Su voz
escrita rompe el hechizo de lo establecido y expande la frontera indómita siempre abierta a un mundo
inexplorado de riquezas. Petit (2002) nos lo dice: “Porque la lectura, y en particular la lectura de obras
literarias, tiene que ver con la experiencia de la pérdida, de la separación, y esto desde la más tierna edad…
cuando se niega la evidencia de que desde la infancia la vida está hecha de esa experiencia, cuando uno está
solo hecho de armadura, músculos, superficie, o bien ideología, rehúye la lectura y sobre todo la literatura,
o intenta dominarla. Y al mismo tiempo, se priva uno de los medios para superar la pérdida” (p. 36).
66
3. 3 CAPÍTULO III. LA ESCRITURA DE SÍ EN LA INFANCIA
3.3.1 La escritura de sí
Lo que es preciso constituir en lo que uno escribe es su propia alma.
-Séneca, Epístolas morales a Lucilio
Quiero empezar el primer apartado del presente capítulo hablando de O. Por supuesto, pretendo dar
un contexto general al lector del por qué la referencia en particular a este estudiante, con quien compartí
durante el desarrollo de mi último año de práctica pedagógica. A lo largo de dos años de intervenciones con
los cursos de Cuarto y Tercero en la institución, la literatura fue el principal movilizador de actividades y
todo tipo de interacciones con los niños. En un principio, los ejercicios que les proponía estaban marcados
por la lectura en voz alta de textos que consideraba propicios para ellos, pasando por autores como Amalia
Low y Wolf Erlbruch. Al final, después de un largo recorrido, me proponía no solo leer ciertos textos
literarios, sino constituir todo un espacio de literatura en mis intervenciones que, además, tuviera como eje
trasversal también la práctica de la escritura.
Cuando inicié mi proceso con el grupo de O. (Tercero), debía buscar una manera, para mí urgente
y necesaria, de vincular la literatura, la escritura y el eje biológico que la maestra había elegido trabajar13.
En aquel momento, decidí vincularme al desarrollo del proyecto con una línea de trabajo en torno a los
insectos. Mi principal propósito se convirtió entonces en abordar a partir de ello, todo un trabajo desde lo
escritural. Se me ocurrió la idea de elaborar cartas fingiendo ser un insecto -que previamente cada niño
había elegido como punto central de interés- que le contaba a su destinatario cuestiones bastante personales.
Inventé para cada insecto una vida, un estilo e incluso un nombre. El Dr. Telaraña (Araña), por ejemplo, le
comunicaba a A. el asombro que sentía porque “nunca imaginó, ni en un millón de años, que hablaría por
13 El CEL, lugar de desarrollo de mi práctica pedagógica de profundización, desarrolla o pretende desarrollar una
metodología por proyectos, en lugar de un currículo segregado. Durante la primera mitad del año las maestras trabajan
con sus grupos diversas vertientes del proyecto para, en la segunda mitad, elegir una línea de trabajo partiendo de los
intereses y búsquedas de los niños.
67
correspondencia con un humano”. En otra misiva, el Dr. Flaquito (Insecto Palo) le contaba a O. que “En un
lugar llamado Timena, mis hermanos insecto palo no se reproducen desde hace un millón de años. En lugar
de eso, crean clones genéticos de ellos mismos”, al tiempo que interrogaba al niño por los misterios de la
inmortalidad.
En estos días de correspondencia, en que cada niño procuraba enviar una respuesta a su insecto,
había algo que siempre me desconcertaba. Era la actitud de O. frente a la hoja en blanco. Pese a que yo
intentaba entregarle una carta sumamente elaborada y que despertara su deseo de escribir a través de la
correspondencia, la respuesta que en la mayoría de veces recibía de él era: No sé qué decir. Otras veces,
ante mi intento desesperado por que dijera algo a través de lo escrito, se limitaba a esgrimir sobre la hoja
en blanco un par de frases inconclusas, siempre a medio decir. “Hola, bien, si puedo ser tu amigo”. Si bien
el caso de O. no era único, era el que más preocupación me generaba. Yo quería que los niños escribieran,
e imaginaba que si a través de las misivas los insectos les preguntaban cosas como ¿quieres ser mi amigo?
O ¿qué piensas de la muerte? O ¿cómo estuvo tu día? Ellos escribirían toda una especie de diario en donde,
finalmente, iban a revelar a través de lo escrito el contenido íntimo de sus vidas.
En cambio, me encontraba con respuestas, la mayoría de veces, en donde los niños pedían a los
insectos juguetes de moda como los funko pops, que les cumpliera el deseo de conocer a su Youtuber
favorito; o preguntando en dónde podían solicitar una consola Xbox o un PlayStation 4. Al final del
semestre, yo estaba satisfecha con muchos de sus ejercicios escritos, pero quedaban más dudas que
respuestas y un cierto sinsabor por niños que, como O., no habían escrito casi nada de lo que yo pretendía.
Su imagen frente a la hoja en blanco era la de la desolación. Él se sentaba y, mientras bostezaba,
simplemente decidía mirar al vacío, realmente convencido de que no tenía nada por decir.
En el siguiente semestre no me fue posible dedicarme ni a la lectura ni a la escritura en los espacios
destinados a mis intervenciones con los niños, pues los tiempos institucionales resultaron limitados debido
a que debía trabajar partiendo de la línea de trabajo elegida por la maestra titular. Pese a ello, en el último
ciclo de mi práctica pedagógica, después de la inmersión en lecturas diversas de las que ya he dado cuenta
68
y ejercicios escriturales para el trabajo de grado, emprendí un viaje auspiciado por mi tutora que tenía todo
que ver con la lectura literaria de lo que he llamado las voces escritas, tema abordado en el segundo capítulo.
En este orden de ideas, había decidido que antes que cualquier proposición de escritura a los niños, era
necesario crear un espacio literario en donde otro mundo fuera posible. Decidí leer Las brujas (1983), de
Roald Dahl.14
Yo pretendía crear, a través de la lectura, un espacio de ficción15. A medida que transcurrían los
días de lectura literaria de la voz escrita de Dahl, entre los niños y yo delineábamos los límites de un
territorio en el que teníamos derecho a la alegría, al miedo, al horror, a la rabia. Este territorio nos convirtió
en legítimos dueños de un sentido, una realidad y una vida que no era la nuestra, pero a la que sentíamos
como nuestra. Entre la vida de los personajes y la de cada uno de los niños que escucharon durante horas
mi voz leyendo Las brujas, se tejía un mar de ensueño que ellos conquistaban para asirse con fervor a un
nuevo mundo que, no perteneciendo ni al adentro ni al afuera, se convertía en encuentro insólito con lo real
y lo imposible.
A este mundo tejido, espacio no común, territorio de conquista, Graciela Montes (1999) lo llama
ficción o construcción en el vacío. La autora nos dice que, en el momento en que leemos un cuento, se
instaura un territorio único del cual se puede entrar y salir cuando se desee. Este espacio engendra, en
consecuencia, la vivencia de una libertad y responsabilidad particulares, pues en él tiene lugar un orden
temporal y espacial distinto, con reglas y formas que no caben en la vivencia de lo cotidiano. Recuerdo
cuando leí la exclamación del protagonista del libro, que decía: “¡Mierda, esto es terrible!” y se hizo un
silencio profundo en los niños, que empezaron a mirarse de forma pícara y cercana como pensando: “La
profe dijo mierda”; o recuerdo también su fascinación al declarar que con gusto matarían, machacarían o
14 Esta novela trata de la aventura de un niño cuya abuela conoce a profundidad quiénes y bajo qué objetivos trabajan
las brujas. Después de haberlo preparado para un posible encuentro con una de estas malvadas que todo lo que quieren es acabar con los niños, en unas vacaciones el pequeño es convertido en ratón por la jefa de las brujas de todo el
mundo: La Gran Bruja. Con un plan espectacular, logra derrotar con la ayuda de su abuela a estos temibles seres. 15 Dicho espacio fue creado con los niños en el contexto de la virtualidad, debido a la expansión del COVID-19 y al comienzo de la cuarentena en el país.
69
descuartizarían a las brujas, quizá cortándoles la cabeza o convirtiéndolas en insectos que pudieran morir
aplastados en un instante. Estas licencias que nos podemos dar en el espacio ficcional son las que lo
convierten en territorio de libertad y de conquista, como lo dice Montes (1999). Pensemos por un momento
que a un niño no le agrada su profesora y llega un día a casa de sus padres después del colegio diciendo:
“Con gusto descuartizaría y le cortaría la cabeza a mi profesora”. Quizá el niño sea llevado a un psicólogo
o a un psiquiatra, preocupados sus padres por la posibilidad inminente de que su hijo sea un potencial
psicópata.
Pues bien, esto es todo lo contrario a lo que ocurre en el espacio ficcional que la lectura literaria
instaura, y a lo que Petit (2002) ha llamado un vasto espacio de trasgresión (p. 33) Todo aquello que en la
vida cotidiana pudiera ser motivo de censura, en dicho espacio se convierte en enorme potencia creadora y
en oportunidad de encuentro entre los niños y aquello que hemos tildado como prohibido o inmoral. La
ficción, construida en un vacío creador, nos permite formar lo que Montes ha descrito como una especie de
cofradía, en donde tenemos acceso gratuito a mundos inesperados que nos permiten pensar diferentes
formas de vivir lo cotidiano, ofreciéndonos herramientas para vivenciar lo real, aquello que debemos
enfrentar todos los días. Pues, como Montes (1999), también podemos decir: “Yo tenía la íntima convicción
de que los cuentos tenían que ver con la vida” (p. 23)
Finalmente, lo que le brinda el carácter trasgresor y libre al territorio de la ficción en la lectura
literaria, es el que nos veamos abocados, como lo diría Montes citando a Coleridge (1999), a la suspensión
de la incredulidad. Es debido a dicha suspensión que la creación del espacio ficcional se hace factible.
Recuerdo cómo J. un día declaró: “No te ofendas, Leidy, pero yo no creo en las brujas”. Y esta declaración
nunca le impidió seguir participando de la lectura literaria ni dejar de aportar con valiosas intervenciones a
mis preguntas en torno al texto. Cuando yo preguntaba por el qué pasaría si ellos fueran convertidos en un
animal horrendo por las brujas o si, como los niños de la historia, alguno hubiese sido convertido en una
pintura dentro de un cuadro familiar o en una simple piedra, ninguno de los niños respondió que eso era
imposible y por lo tanto ni siquiera valía la pena pensarlo. En cambio, brillaron la infinidad de posibilidades,
70
de búsquedas y salidas imaginarias a una situación tan horrorosa, que los hacía realmente espantarse. Aquel
territorio de lo ficcional que había creado junto a ellos a través de las horas de lectura, tenía como condición
implícita dicha suspensión de la incredulidad. Sin ello, cualquier espacio ficcional sería inviable. La
creencia temporal en lo imposible, irracional o incluso inverosímil, resultaba quizá uno de los motivos
principales de felicidad en el espacio literario que habíamos construido. Es ello lo que nos convertía, tanto
a mí como a los niños, en conquistadores de la libertad y la responsabilidad que la lectura nos otorgaba.
Roald Dahl nos hizo dueños legítimos de un mundo increíble, precisamente, porque lo podíamos habitar y
deshabitar cuando quisiéramos y, además, pensarlo, sentirlo y traspasarlo a partir del crisol de nuestras
experiencias personales.
Fue así como, a partir de la creación de un espacio ficcional en torno a la voz escrita de Dahl (1983),
me atreví de nuevo a proponer un ejercicio de escritura. Si bien en el análisis que sigue a este capítulo de
mi propuesta pedagógica con los niños, entraré en detalle a revisar sus textos, me interesa que volvamos a
O. Planteé la siguiente pregunta: ¿Qué pasaría si una bruja te atrapara? Después de conversar un rato sobre
esto, les pedí que escribieran un cuento pensando en dicha posibilidad. Después de terminado, todos debían
leerlo frente a sus compañeros. Habían pasado la mitad de los niños y la clase ya terminaba. O. levantó la
mano y dijo: “Pero yo, ¿cuándo voy a leer mi cuento?”
Descubrí entonces que, por primera vez desde que nos conocimos, O. no decía “No tengo nada que
decir” sino, “Quiero mostrar lo que escribí”. Esto me sorprendió profundamente. No sabía qué pensar,
estaba absolutamente anonadada. ¿Qué había cambiado? Cuando leyó su texto en la siguiente clase, me fue
inevitable no recordar el cuento La escritura del Dios, de Borges, en donde un antiguo sabio es encerrado
en una cueva por cientos de años, y dice:
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía
caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me
destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora
no podría, sin magia, levantarme del polvo (Borges, 1949).
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En un sentido similar, O. escribe en su cuento que es convertido por un terrible hechizo de una
bruja, en un leopardo que es encerrado en una cueva durante nueve cruentos y largos meses. Su desolación
es infinita, y al final del cuento, aunque logra escapar, muchas preguntas quedan pendientes. El leopardo
que ahora es O. se siente abatido durante su estancia en la cueva, y aún no sabemos cómo logra escapar ni
qué es lo que ha vivido durante los nueve meses de cautiverio. Solo le es posible recordar el terrible
sentimiento sufrido en la caverna. 16
Algo había cambiado radicalmente en el ejercicio de escritura que ahora les proponía. Esta vez, lo
precedía la creación de un espacio de lectura literaria de la voz escrita de Roald Dahl. Habíamos conquistado
nuestro pequeño territorio de libertad. Dicha voz escrita dibujaba, con una mezcla de terror y humor
perfectos, las fronteras de un mundo que era posibilidad de encuentro con los fantasmas psíquicos ocultos
que nos atraviesan como especie, pero también, con la valentía inmensa del guerrero que es capaz de
atravesar la noche de sus más sórdidos miedos. Como Eusebio, protagonista del cuento Tengo miedo de
Ivar Da Coll (2006)17, en uno de los últimos encuentros literarios, I. me decía: “Este libro ya no me da
miedo, pero me sigue fascinando”. Qué magia la de este viaje, revestido de tenebrosos misterios y al final,
de una aventura apasionante que convertiría a nuestro protagonista en un valeroso combatiente contra las
fuerzas del mal.
Lo que había cambiado en esta nueva petición de escritura que proponía al grupo era el
establecimiento previo de un espacio que, gracias a la voz escrita de Roald Dahl, se convertía en la
inmersión a un mundo desconocido que, al tiempo que entraba en contacto con la intimidad del mundo
interior de los niños, ofrecía poderosas herramientas para comprender, atravesar y vivir desde otros ángulos
el mundo exterior. Porque no hay adentro sin afuera, y porque cada escena, diálogo y sentir del protagonista
16 El cuento de O. no es citado aquí textualmente, puesto que, debido a las circunstancias virtuales, el niño ni su familia
enviaron por correo el escrito. 17 Tengo miedo, del autor e ilustrador colombiano Ivar Da Coll gira en torno a Eusebio, un animal que debe visitar a
su amigo Ananías porque teme profundamente a los monstruos de la noche. Ananías le enseña que los monstruos
tienen también miedo. Finalmente, Eusebio ya supera su temor a los monstruos (Da Coll, 2006).
72
eran una revelación certera sobre una posible forma de reestructurar el relato de sus vidas. Con ello abríamos
un camino -tanto maestra como estudiantes- sutilmente construido sobre montañas de libertad y de ensueño.
Así llegó la escritura, tiempo después de haber deambulado por el mundo de otros (personajes
creados por el autor): las brujas, el niño, la abuela, a quienes Andruetto (2014) llama los otros ficcionales
representativos, que aportan valiosos modelos para interpelar las verdades construidas y elaborar puntos de
referencia para la comprensión de la condición humana y de la existencia. Nos dice la escritora: “Los libros
que leemos son manifestaciones estéticas de unos otros ficcionales representativos de quienes antes fueron
o están ahora, o podrían estar alguna vez, una forma de memoria hecha carne en el imaginario, en la que
voces que creíamos olvidadas, perdidas, o imposibles, son traídas para ayudarnos a ver y a construirnos”.
(Andruetto, 2014, p. 111)
Quiero que exploremos cómo las voces escritas como la de Roald Dahl (1983), que elaboran estos
otros ficcionales representativos, allanan el camino para la llegada a la escritura y, en qué consiste, además,
dicha escritura. Es necesario comprender cómo O. y tantos de sus compañeros lograron escribir los textos
que se presentarán en el análisis. Exploremos, entonces, las formas en que las voces escritas y los otros
representativos que, leídos sobre un espacio ficcional construido en el vacío, permiten a los niños escribir
los primeros trazos de su voz escrita, en tanto práctica personal y cargado de sentido. Para ello el principal
referente con el que contaremos será Michel Foucault, desde el libro Estética, ética y hermenéutica (1999)
a partir del capítulo que lleva por título La escritura de sí (p. 289- p. 307)
Foucault (1999) nos adentra en un breve recorrido por la cultura greco romana desde lo que él ha
llamado las artes de sí mismo, que constituían todo un conglomerado de prácticas culturales que pugnaban
por el cuidado y el trabajo sobre sí mismo. Estas artes incluían el gobierno de sí y la estética de la existencia.
Para los griegos y romanos, el ocuparse tanto de sus cuerpos como de sus espíritus era todo un propósito
vital al que otorgaban, en el ámbito privado y social, una enorme importancia. Entre estas artes de sí mismo,
encontramos una práctica que el filósofo ha denominado la escritura de sí, y que tenía lugar a través de dos
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dispositivos en particular: los Hypomnémata y La Correspondencia. Ambos se constituyeron en una
práctica de sí, empleada por diversos pensadores, tales como Plinio o Séneca. Veamos en qué consistían.
Los Hypomnémta eran una especie de cuaderno de notas en donde se registraba lo visto, leído o
escuchado y que, en algún momento, pudiera resultar útil para resolver una situación de la vida cotidiana.
Estos cuadernos eran una especie de ayuda-memoria que permitían a la persona volver sobre lo que alguna
vez había llamado su atención para usarlo como una especie de soporte espiritual. Mucho más que una
forma de atesorar lo que en el pasado hubiere cautivado al oyente o lector, constituían una valiosa guía de
conducta en cualquier momento o circunstancia de la vida. Se pretendía registrar la cosa vista, oída o leída
porque se tenía el pleno convencimiento de que aquello conformaría una interesante guía de acción futura.
Sobre estos cuadernos, Foucault (1999) explica que eran una especie de libro de la vida y que eran
un tipo de memoria materializada. Así, en cualquier realidad que se pudiera estar enfrentando, los
hypomnémata serían leídos para buscar en ellos consejos, planteamientos y postulados que permitieran
hacer frente a una circunstancia. Eran, sobre todo y como lo dice el mismo Foucault, una acogida del
discurso de los otros. Esta acogida implicaba entonces que, a partir de eso registrado, se constituyera todo
un cuerpo que permitiera edificar el propio espíritu. La escritura era entonces una escritura de sí, que se
presentaba como “manera de recoger la lectura hecha y de recogerse en ella” (Foucault, 1999, p. 294)
Este recogerse o incluso acogerse en ella representaba toda la potencia de los Hypomnémata, pues
antes que encriptar lo dicho por otros, permitía convertirlo en base constitutiva del propio espíritu y, por
tanto, del comportamiento. Estamos frente a una escritura que permitía elaborar los senderos del vivir. Y lo
hace gracias a que su papel consistía en “constituir, con todo lo que la lectura ha constituido, un cuerpo”
(Foucault, 1999, p. 296) y en transformar aquel registro en un baluarte sobre el cual no solo volver siempre
que fuera necesario, sino erigir las bases del mundo privado. Foucault (1999) nos cautiva con esta frase que
explica perfectamente el sentido de los hypomnémata: “La escritura transforma la cosa vista u oída en
‘fuerzas y en sangre’” (p. 296), dándole así al escritor el insumo necesario para constituir su identidad desde
el discurso de los otros.
74
Como lo enuncié antes, junto a los hypomnémata teníamos la correspondencia, como segundo
dispositivo de la escritura de sí. Esta consistía en un intercambio de misivas en las que se pretendía relatar
lo vivido durante el día o un periodo de tiempo determinado e incluso, ofrecer consejos sobre cómo
enfrentar una situación, ya fuera un duelo o una nueva etapa de vida. Este dispositivo, en particular, era un
marco de intercambios en donde la escritura permitía mostrar el propio rostro ante el otro. Quien escribía
la carta se encargaba de ofrecer al otro todo tipo de detalles sobre su forma de actuar y pensar para que,
quien lo leyera, tomara aquello como insumo importante en un marco de acción.
En la correspondencia, lo que más llama la atención es que aquel hacer aparecer el propio rostro
ante el otro implicaba, al final, un autoexamen de la conciencia que permitía encontrar los motivos que
guiaban la vida de quien había compuesto la carta. El otro receptor de la carta se convertía en un detonante
de la conciencia vital del destinatario y de la constitución de su espíritu. La mirada de aquel a quien iba
dirigida la carta devenía en un examen constante de los motivos que habían constituido el pensamiento, la
conducta y el sentir de quien escribía. El relato que nacía para otro, por tanto, se convertía en el relato de la
relación consigo mismo (Foucault, 1999).
Como lo expresa Foucault (1999), “Con la misiva, uno se abre a la mirada de los otros, y se sitúa
al comunicante en el lugar del dios interior” (p. 300). Ello, precisamente, porque escribir para otro es
permitirse ser reconocido plenamente a partir del relato de la propia vida y así, de la conciencia de esta. Las
palabras de Foucault (1999) nos clarifican al respecto: “Porque la mano del amigo impresa en la epístola
brinda lo que sabe muy dulce en su presencia: el reconocerlo” (p. 300). Ese dios interior al que Foucault
ubica en el comunicante es entonces el examinador de aquello que se ha hecho y pensado. A través de la
carta en tanto escritura de sí, era posible encontrar los motivos que han guiado al espíritu y además
reconstruir el relato de la vida para encontrar nuevos móviles, estructuras, caminos que permitan constituir
el propio espíritu a través del influjo de los otros. Y es que, como lo diría la escritora Anne Morrow Lindberg
citada en McCormick: “La escritura es más que la vida misma, es la conciencia de la vida”. (McCormick,
1986, p. 12)
75
Partiendo de esta breve síntesis elaborada en torno a lo que Foucault nos dice respecto a los
hypomnémata y la correspondencia como dispositivos de la escritura de sí, me gustaría abordar tres frentes
de análisis que vinculen lo investigado en torno a la cultura greco romana con lo referente a la escritura en
la infancia y lo vivido en torno a mi práctica pedagógica, en particular, el caso con el que empezamos: la
lectura literaria de la voz escrita de Roald Dahl. Dichos frentes de análisis son:
Notamos en los dos dispositivos un fuerte impacto de la figura y el discurso del otro en el
ejercicio de la escritura.
En ambos dispositivos, se tiene como objetivo central la constitución del propio espíritu.
La escritura es una práctica que deviene en la transformación y evolución del propio
comportamiento.
3.3.1.1. De voces escritas y otros ficcionales representativos: La acogida del discurso de los otros como
principio fundante de escritura
María Teresa Andruetto (2014), en su conferencia La lectura, otra revolución, dice: “También
nosotros descubrimos quiénes somos a medida que narramos a otros o a nosotros mismos lo que nos ha
pasado” (p. 107). Seguramente, Séneca, Plinio o Marco Aurelio –escritores que practicaban la escritura de
los hypomnémata y la correspondencia- entendían muy bien, en el fuero interno de sus vidas, las
implicaciones de esto que Andruetto nos revela. Y es que, en ambos dispositivos, los otros representaban
una especie de lentes bajo los cuales era posible pensar la vida y, al mismo tiempo, constituir para sí mismos
el sentido de su experiencia. En el caso de los hypomnémata, podría decirse que el otro es la puerta a un
nuevo mundo de significados que terminará formando todo un cuerpo para la comprensión de lo cotidiano.
En el caso de la correspondencia, el otro es un espejo que nos permite examinar las geografías que han
constituido el mapa de nuestro mundo interior. Dicho de otra manera, el otro es el barquero que, en medio
de los mares del mundo, nos ofrece la posibilidad de encontrar en los paisajes recorridos, los tesoros ocultos,
los camuflajes de las bestias, las sombras de la noche y también las bondades detrás de los días. El otro es
aquel acompañante del viajero de nuestra alma que no solo nos mira recorrer el río, o la selva o el desierto,
76
sino que nos enseña una perspectiva particular y única de esa selva, río o desierto. En medio de este viaje
por los mundos, los hypomnémata y la correspondencia nos revelan esto sobre los otros: son puerta y espejo,
guía y camino, brújula y punto de partida.
En este sentido, la escritura de sí ha nacido porque en un punto de aquel sutil y austero viaje, hemos
encontrado que es necesario acoger la mirada del otro –es decir, su perspectiva y su discurso- para
formarnos una idea del camino que recorremos. Hemos encontrado, mientras deambulamos el universo de
posibilidades de los paisajes ofrecidos, que en algún punto nosotros mismos debemos entender algo, y
mucho más aún, decir algo sobre eso que estamos viendo, o más bien, viviendo. La escritura de sí en los
hypomnémata ha hecho de lo leído, como lo dice Foucault (1999), fuerzas y sangre. Y ello porque el
discurso de los otros –sus ideas, visiones, experiencias- eran para los griegos y romanos una fuente
inagotable de saber convertida en poderosa tranza: Bebo de tu vida para constituir el sentido de la mía. Es
así como estos registros, antes que cápsulas del tiempo, llegaron a convertirse en escritura de sí. Eran los
otros quienes posibilitaban la elaboración de un cuerpo de sentido y significado ampliamente fructífero en
sus vidas.
Cosa parecida sucede con la lectura de las voces escritas en la infancia. A través de los otros
representativos ficcionales (personajes) elaborados por cada una de ellas, llegará para el lector todo un
discurso lleno de matices, perspectiva y visiones sobre el mundo. Entre más voces escritas le hayamos
presentado a un niño, más oportunidades tendrá este de entrar en contacto con las vidas y situaciones
ficcionales de otros. Y es ahí cuando dichas voces escritas se constituyen para él en discurso que llega de
afuera pero que tiene todo que ver con la intimidad de su universo. Una voz escrita le hablará de las formas
a través de las cuales es posible vencer el miedo; otra le mostrará maneras de encontrar amor en los caminos
del mundo; alguna otra le enseñará el sentido de la soledad y la tristeza; y así sucederá entonces que, en
medio de estos discursos, el niño arribe al puerto de la escritura, que hará posible la constitución de un
cuerpo a partir de la acogida de dichos discursos, tal y como ocurre en los hypomnémata. Como lo dice
77
Aidan Chambers (1995), citando a C.S Lewis: “A través de la literatura, escribió, “me convierto en miles y
sigo siendo yo mismo”” (p. 19).
Así, desde esta perspectiva, podemos encontrar la razón detrás del renovado posicionamiento frente
a la escritura de la mayoría de niños de mi práctica, y en particular, de O. Si antes me preguntaba cómo fue
que transitó del “No tengo nada que decir” a un “Quiero mostrar lo que escribí” hoy puedo afirmar que se
debió al ejercicio de inmersión profunda en la voz escrita de Roald Dahl que realizamos durante varios
meses. Creamos, entre ellos y yo, un espacio para la ficción que nos daba acceso a la vida de otros
ficcionales que nos invitaban a explorar los secretos del horror y del miedo, pero también de la valentía y
el amor fraternal. El mundo ficcional que la voz escrita de Roald Dahl había elaborado, era al tiempo que
invitación a recorrer un paisaje desconocido, oportunidad de atravesar bajo la piel de otros, la búsqueda de
múltiples aristas y sentidos. La escritura nació, precisamente, como posibilidad de organizar aquel discurso
de los otros en medio de un cuerpo constituido de retazos de percepciones que, ahora, permitían el
nacimiento de un discurso propio.
En consecuencia, la escritura fue el resultado del encuentro con otra voz escrita y así, con la acogida
del discurso de otro, en este caso Roald Dahl y las visiones por él presentadas a nosotros a partir de los
personajes elaborados. Chambers (1995) nos dice que “la literatura nos ofrece imágenes con las cuales
pensar” (p. 16). Y, ciertamente, así como en los hypomnémata y en la correspondencia, es a través de dichas
imágenes ofrecidas por los otros desde donde la escritura puede dispararse; fue a partir de la mirada de Dahl
sobre la maldad, que los niños pudieron escribir relatos en donde ellos mismos combatían el mal.
Seguramente, en un espacio de tiempo mucho más amplio, hubiera podido leer para ellos la mirada sobre
la justicia de Bojunga, o la del amor de Bornnemann, y así hubieran hecho de la escritura un cuerpo mucho
más rico, resultado de la inmersión en un espacio ficcional que siempre contribuye a elaborar altos márgenes
de libertad y responsabilidad, como lo diría Graciela Montes (1999).
3.3.1.2 Escribir para constituir el propio espíritu
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Hace poco, yo me encontraba leyendo Vida y época de Michael K, de Coetzee (2006). Quisiera,
para hablar de la escritura en este pequeño apartado, citar una de las frases que más que conmovió sobre el
protagonista de la novela: “Siempre, cuando intentaba explicarse a sí mismo, quedaba un hueco, un agujero,
una oscuridad que su razón evitaba, en la que era inútil derramar palabras. Las palabras desaparecían, el
hueco permanecía. Su historia siempre tenía un hueco: era una historia equivocada, siempre equivocada.”
(Coetzee, 2006, p. 123) Esto era, en efecto, lo que había sentido Michael K a lo largo de su vida. Mientras
lo leía, recordaba a todos aquellos niños que yo había conocido y que, en múltiples circunstancias,
seguramente sentían lo mismo que Michael K.
Se me vienen ahora a la cabeza muchos de ellos y que a lo largo de este trabajo he mencionado.
¿Cuántos de ellos habrán sentido aquella oscuridad en la que era inútil derramar palabras? ¿Cuántos
habrán sentido la ausencia de palabras en su vida como un dolor hondo y punzante en sus cuerpos, como
aquel hueco de una historia equivocada? ¿M. y E. del colegio Camilo Torres, quizá? ¿Muchos otros cuando
no sabían cómo nombrar lo que tenían dentro, talvez? En estos momentos pienso en la escritura, después
de que ya hemos visto cómo a partir de la reunión de voces escritas, es ella quien nos permite constituir un
cuerpo de sentido y mirarnos a través de los otros. Pues bien, no solo esto permite la escritura, como lo
evidenciamos en el anterior apartado. También nos queda una importante lección desde el estudio de los
hypomnémata y la correspondencia: esa acogida del discurso de los otros para constituir un cuerpo, tiene
razón de ser solo por cuanto que ese cuerpo, que podemos coincidir en llamar escritura, nos ayuda a
constituir el propio espíritu. ¿Qué significa esto?
Chambers (1995) nos dice que “mientras le podamos contar a otros lo que está sucediendo dentro
de nosotros mismos y se nos cuente lo que sucede dentro de otras personas, seguimos siendo humanos,
sanos, optimistas, creativos” (p. 19). Para Michael K la oscuridad era, en definitiva, un lugar sin palabras,
pero no de cualquier tipo, palabras que nunca lograban realmente que otros entendieran la simpleza de su
búsqueda, respetaran a su alma, tremendamente austera y solitaria. Las palabras eran un abismo con cuyo
trazo nada conseguía. Si pensamos que muchos niños y cientos de nosotros sentimos eso a lo largo de
79
nuestras vidas, cabe preguntarnos entonces qué tan necesario es sentirnos capaces de declarar, a través de
las palabras, aquello que sucede al interior de nosotros desde la elaboración del sentido de nuestra
experiencia. Si para los griegos y romanos era tan importante la escritura como ejercicio personal,
ciertamente era porque les ayudaba a elaborar, a partir del discurso y la mirada de los otros, los matices de
su mundo tanto interior como exterior. La escritura se convertía, así, en un recurso inagotable de
conocimiento de sí mismos.
La escritura permite, por ende, contarse a sí mismo y a la vez, contar a otros lo que acontece en la
vida privada, creando un flujo incesante entre el mundo del afuera y el mundo del adentro que nos permite
constituir el propio espíritu. Así, se convierte en una práctica personal que, como en la correspondencia,
nos permite encontrar el sentido de lo que hemos hecho, pensado y vivido. En un artículo maravilloso, el
profesor Francisco Arias (2012), nos dice: “Escribir es, sin duda alguna, una experiencia que evidencia la
más alta capacidad que tiene el hombre de constituirse sujeto, es la muestra más clara que se tiene del
trascender-se, del tomar distancia de sí, del objetivar-se para decir-se algo a sí mismo de sí mismo” (p. 73)
Este decir-se algo a sí mismo es la gran potencia que encontraban los griegos en la escritura de la
correspondencia. Y es, ciertamente, también la gran potencia que tendría la escritura de sí en la infancia.
Es a partir de un viaje al interior de sí mismo aunado por la presencia de las voces escritas, que la escritura
se convierte en puente entre el mundo exterior e interior para lograr la comprensión de los motivos y la
organización no solo del discurso de los otros en un cuerpo, sino de la propia experiencia en un sentido. De
esta manera, sería absolutamente factible creer que es la escritura uno de los medios a través de los cuales
podemos dar un poco de organización a cualquier oscuridad que, como a Michale K y seguramente a tantos
niños, alguna vez ha atravesado. Todos tenemos derecho a las palabras y, más aún, a darle sentido a nuestra
vida a través de ellas.
La escritura nos constituye en sujetos con derecho a decir y a declarar y así, a decir-se y a declarar-
se, debido a su capacidad de adentrarnos en un viaje al interior de nosotros mismos. Este viaje, que como
lo dice Andruetto (2009), es migración de un sitio a otro, siempre nos permitirá arribar sobre puertos de
80
libertad. La ausencia de voces escritas que nos ayuden a pensar el mundo, así como la ausencia de palabras
que sean relato de nuestra relación con nosotros mismos, crea prisiones de las cuales es difícil escapar, pues
nos hallamos hacinados bajo las fronteras de una cárcel a la que nadie penetra y en donde el propio espíritu
se siente impedido. Declarar que existimos, decir a otros los motivos que han guiado nuestro camino y
descubrir el sentido de lo que pasa y nos pasa, es uno de los grandes privilegios que la escritura proporciona,
pues, como lo dice Andruetto (2009): “Toda escritura es experimental, ya que constituye, si es genuina, una
exploración intensa de la palabra y una experiencia profunda en el seno de uno mismo” (p. 34).
Simultáneamente, la escritura constituye un viaje hacia la conquista de la libertad interior. Vimos
cómo Graciela Montes (1999) nos planteaba las características del mundo de la ficción, y afirmaba que, a
través del establecimiento de los espacios ficcionales, nos era posible conquistar un territorio de libertad:
“Creo que construir ese artefacto que es un cuento o una novela (o un cuadro o una cantata) en el vacío es
un acto de libertad y de responsabilidad al mismo tiempo, acto profundamente humano, pleno de sentido”
(p. 25) Precisamente, la escritura forja para nosotros un territorio de conquista, puesto que nos forma como
los primeros narradores y edificadores del sentido de nuestra experiencia; erigiéndose después y durante el
paso por voces escritas y otros ficcionales, en el lugar idóneo para construir nuestro espíritu, a partir del
tránsito que propicia hacia la conciencia de las razones que edifican la gran trama del mundo interior. Lo
dice Andruetto (2009): “La escritura se convierte, entonces, como la vida misma, en un atravesar, narración
de viaje para liberarnos de las cosas no evitándolas sino atravesándolas, como quería Pavese” (p. 33).
Al final del libro de Coetzee que he citado, nos queda una bella lección: Michael K, durante los
terribles días de la guerra en los que tuvo que vivir, siempre buscó conquistar un lugar íntimo. Lo buscó
siempre a través de la tierra. Migró de un sitio a otro caminado hacia el encuentro de un lugar lejos del
mundo que le permitiera, cual pájaro solitario, observar el día y las estrellas. Cultivó sus calabazas, buscó
dormir tumbado al sol por días enteros, o incluso deambular escapando de albergues temporales para huir
de la sociedad incapaz de comprenderlo. El viaje de Michael K es el viaje de la escritura. Es una permanente
conquista por asirnos a un lugar que nos pertenezca por completo, es buscar un territorio y un sitio en el
81
mundo en donde poder revelarnos a nosotros mismos el tedio, la tranquilidad, la alegría o la indiferencia de
vivir. Es un viaje de un sitio a otro –por eso Andruetto llamó a la escritura migración, camino, movimiento-
para buscar en todos los rincones del espíritu un habitáculo propio en donde nos podamos decir las verdades
más íntimas y construir la forma en que queremos vivir, sentir y pensar.
3.3.1.3 Escribir para vivir
Una de las reflexiones finales que Foucault realiza en torno a la escritura de sí desde los
Hypomnémata y la correspondencia es la razón de este último apartado de análisis. Es la siguiente: “La
escritura como elemento de entrenamiento de sí, tiene, para utilizar una expresión que se encuentra en
Plutarco, una función ethopoiética: es un operador de la transformación de la verdad en ethos” (Foucault,
1999, p. 292). Si desglosamos esta palabra (ethopoiesis) encontraremos que ethos para los griegos
significaba forma de vida o comportamiento; en el otro lado, poiesis significa creación o producción.
Literalmente, podríamos decir que esta función ethopoiética de la escritura tiene que ver con la forma en
que a través de ella podemos crear las bases de nuestro comportamiento. Esto lo observamos claramente a
través de los dispositivos analizados por Foucault, pues cada uno de ellos buscaba influir en los sucesos de
la vida cotidiana. Con los hypomnémata la persona podía formar todo un cuerpo a partir del discurso de los
otros que le sirviera para ser utilizado como guía de acción en cualquier circunstancia futura; en la
correspondencia, era preciso hacer a través del relato a otro un ejercicio de introspección y examen de
conciencia para hallar motivos detrás de las conductas pasadas y encontrar nuevas formas posibles de
comportarse en el futuro. En efecto, en cualquiera de los dos dispositivos, es innegable la influencia de la
escritura sobre el vivir.
En consecuencia, podríamos pensar en la escritura no solo como ejercicio personal producto de la
acogida del discurso de los otros cuyo objetivo es constituir el propio espíritu, sino también como práctica
de migración, movimiento y tránsito -en palabras de Andruetto (2009)- que nos permite construir formas
posibles de vida a través de la constitución de nosotros mismos como sujetos. En la infancia, esa
construcción es indispensable. Y así como es un derecho la búsqueda de sentido a través de la palabra, a
82
cada niño debemos ofrecer la posibilidad de intervenir sobre su propia vida y destino. No es seguro que la
escritura siempre devenga en un viaje de transformación o reinvención del propio ser, pero desde el sentido
y la significación que a través de ella podemos construir, crearse a sí mismo en el camino para influir el
interior y el exterior de nuestro mundo se convierte en una posibilidad real y casi que palpable. Esto es lo
que sucede, de hecho, en el recorrido que realiza Raquel, protagonista de la novela La bolsa amarilla de
Lygia Bojunga: el personaje inventado a través de uno de sus cuentos (El gallo Rey o luego Alfonso) la
ayuda a travesar una serie de aventuras que la convertirán en una persona diferente, no porque su mundo
de circunstancias haya cambiado, sino porque la conciencia sobre estas circunstancias se ha modificado
(Bojunga, 1976). Eso sucede con la escritura, nos adentrará en un viaje a través del cual la consciencia de
la vida auspiciará las posibilidades de edificación de nuevos senderos, antes inimaginables. Socorro Vargas,
en el prólogo de La lectura, otra revolución (Andruetto, 2014) dijo: “El camino de la lectura es el de la
libertad” (2014, p. 9). Yo me atrevo a decir que la escritura es el camino de la libertad hacia la creación del
propio ser. A continuación, las formas a través de las cuales lo hace.
3.3.2 El niño como autor y el nacimiento de su voz escrita
En el presente apartado es menester estudiar las formas a través de las cuales la escritura de sí toma
dirección y sentido en la vida de los niños. Aún, es necesario explorar la riqueza conceptual que nos ofrecen
los dispositivos en donde operaba dicha escritura para la cultura greco romana. Sin embargo, en esta
oportunidad el frente de análisis será diferente. Pretendo sugerir al lector que tales dispositivos resultan una
propuesta de escritura interesante en la infancia puesto que en ellos se dan cita diversos elementos didácticos
para la enseñanza de la misma, en torno a los cuales autores como Murray (1982) y McCormick (1986) han
profundizado, y que son: el concepto de autoría y el descubrimiento del otro yo de un escritor o el yo lector
en el proceso de producción escritural.
Es por ello que, en un primer momento, ahondaré en la relación de los dispositivos de la escritura
de sí y los conceptos teóricos presentados por los autores mencionados, para luego reflexionar en torno a la
importancia de elaborar una propuesta de enseñanza de la escritura en la infancia a partir del reconocimiento
83
de dicha relación y estrategias didácticas puntuales desarrolladas por Murray (1982) y McCormick (1986),
a saber: el taller de escritura y la conferencia o entrevista como elemento central en su desarrollo. Por
último, busco argumentar cómo el cúmulo de análisis propiciado por los dispositivos de la escritura de sí
en relación con las conceptualizaciones teóricas y didácticas de Murray y McCormick abren un amplio
camino para el nacimiento de lo que he llamado la voz escrita en la infancia. Pues bien, veamos a
continuación cómo articulamos todos los frentes de análisis propuestos. Empecemos.
3.3.2.1 Sobre la formación del otro yo: el primer lector de un escritor
La escritura nos permite convertir el caos en algo bello, rescatar momentos de nuestras vidas,
descubrir y celebrar las fuerzas que organizan nuestra existencia. (McCormick, 1986, p. 12)
Quiero, por un momento, que el lector piense ya no en los orígenes que fundan la escritura de sí, ni
en aquello que la moviliza, sino en la gestación misma de las palabras escritas, ya puede ser desde la
correspondencia o desde los hypomnémata. ¿Cómo es que tiene lugar un proceso que transitamos a partir
del influjo de voces escritas y otros ficcionales representativos? ¿Qué movimientos han dado lugar al
nacimiento de un texto escrito? ¿De qué manera entender el flujo de palabras que colisionan entre sí para
dar lugar a un producto escrito? Podríamos preguntarnos por la forma a través de la cual no solo los griegos
y romanos, sino también las personas cuyo oficio es escribir, pueden construir una escritura que comunica,
organiza, da sentido, cuenta la experiencia, permite en sus lectores la simbolización y la identificación con
los personajes, entre otras cosas. ¿Cómo era que Séneca lograba, a través de la correspondencia, sostener
con palabras de convicción y aliento a quien lo necesitara a partir de una escritura que recopilaba los
sentidos de su experiencia? ¿Cómo un pensador griego o romano podía encontrar, desde sus hypomnémata,
el valor necesario para tomar una decisión o el coraje para emprender una hazaña?
84
Es pertinente explorar la mirada que nos ofrece Murray (1982)18 en torno al proceso de escritura.
Para ello, el autor se vale de una metáfora realmente cautivadora. Cada persona es un mundo infinito de
posibilidad, acción, corazón y espíritu. A cada uno de nosotros nos pueblan vastedad de concepciones,
matices y lentes bajo los cuales contemplamos el mundo para sentirlo y experimentarlo. Podríamos decir
que todo ello constituye un poderoso universo de significado (Murray, 1982). Como ya hemos visto, las
voces escritas que leemos interactúan con dicho universo. En esa misma dirección lo hace la escritura.
Cuando pretendemos escribir, se dan cita los contenidos del gran recipiente de nuestras vidas. Todas estas
formas, colores, aristas y ángulos que nos constituyen al interior de nosotros mismos, toman la forma de un
vasto territorio. Por lo tanto, cuando comenzamos a escribir nos vemos en la necesidad de recorrer dicho
territorio.
Ahora bien, ¿qué le es útil a alguien que pretende explorar un territorio? Como cualquier paisaje al
que hayamos visitado, sabremos que está habitado por criaturas, obstáculos, caminos, altibajos y desniveles.
Cada espacio de ese territorio es múltiple e infinito: un oscuro pasadizo podría revelarnos un descubrimiento
que ignorábamos, el contacto con el agua de un río al despertar podría recordarnos la sensación de vitalidad
que fluye por nuestro cuerpo al sentir un frío que quema, así también podría hacerlo el paisaje de unas nubes
dibujando formas que rememoran el hogar al que pertenecemos. Es precisamente porque sabemos que el
territorio ofrece distintas y magníficas posibilidades, que podemos creer que la mejor manera de recorrerlo
sería a través de un mapa. ¿Quién será el diseñador de ese mapa que contiene los contornos del territorio,
vasto e infinito, de nuestras experiencias, sueños, intereses, sentidos y pensamientos? Será, en definitiva, el
yo escritor o, como también lo llama Murray (1982), el map-maker, es decir, el cartógrafo.
Tenemos, entonces, que el escritor es aquel que diseña el mapa del territorio que desea explorar.
La escritura, por lo tanto, será aquel proceso de diseño del mapa que nos permitirá tener una guía y una
brújula de nuestro territorio. Sin embargo, no es suficiente ser el explorador del territorio ni el diseñador
18 Vale la pena aclarar para el lector que el texto que tomaré como referencia en diversos momentos del capítulo y del análisis de Donald Murray, no ha sido traducido al español. Es por ello que me he tomado la licencia de traducirlo; perdonará el lector las faltas que pudiere encontrar en dicha traducción empírica.
85
del mapa. Necesitamos de alguien que, tomando distancia de aquello que hemos explorado y creado, sea
capaz de leer el mapa al cual nos hemos consagrado. El mapa, por supuesto, equivale a los productos
escritos que hemos elaborado. Pues bien, Murray (1982) nos dice que junto con el map-maker o cartógrafo
coexiste un map-reader, es decir, un lector del mapa. Al primero lo llama el escritor o el yo escritor y al
segundo el yo lector. Este último es quien se encarga, siguiendo con nuestra metáfora, de monitorear la
exploración del territorio a partir de una lectura rigurosa del mapa. Es quien puede recordar al cartógrafo o
al yo escritor qué obstáculos le quedan por atravesar, qué formas o estilos del paisaje ha obviado o, incluso,
qué senderos es pertinente recorrer. El lector del mapa soporta y estimula la exploración del territorio con
el fin de que el cartógrafo amplíe su visión y sea nutrido por los tesoros y obstáculos de la geografía
explorada.
Escribir, por lo tanto, consiste en un proceso arduo de exploración del territorio, pero también de
diseño del mapa de dicho territorio. En el proceso se dan cita dos yo: el yo escritor y el yo lector. El yo
escritor se convierte en cartógrafo a medida que va reconociendo la necesidad urgente de escuchar la
opinión, crítica y visión ofrecida por el yo lector, que todo el tiempo interpreta y guía la elaboración de los
textos escritos; buscando movilizar al escritor, primordialmente, desde el sentido identificado al sentido
clarificado (Murray, 1982). Elaborar un texto escrito supone un proceso en el que el sentido, las palabras,
los pensamientos y nuestras emociones frente a todo ello colisionarán para dar lugar a una estructura de
significación. Mientras el escritor diseña, piensa y siente el texto que se está gestando, coexiste un yo lector
que le permitirá tomar distancia del conglomerado formado entre pensamiento, emoción y experiencia para
susurrarle al escritor aquello que le dará fuerzas y sangre a lo escrito.
No es gratuito que, junto al yo escritor, coexista un yo lector. Pensemos por un momento en que,
para que la escritura de sí tuviera lugar a través de los hypomnémata y la correspondencia, debía existir un
yo al interior de quienes la practicaban formándose a partir de la lectura constante del discurso de los otros.
Esto bien lo evidenciamos en el anterior apartado. Esta vez cavamos más hondo, pues ahora pretendo
afirmar que el proceso que toda escritura de sí conlleva será posible solo cuando, en la exploración intensa
86
del territorio, el escritor sea capaz de diseñar un mapa susceptible de ser leído siempre de forma crítica por
el yo lector. Con esto quiero decir que el yo lector es el compañero de escritura constituido a partir de la
lectura de las voces escritas y de los otros ficcionales que, ahora, supervisa y monitorea el nacimiento,
gestación y desarrollo de lo escrito.
En los hypomnémata, quien escribe es acompañado por este yo lector que es capaz de hurgar de
forma constante en lo escrito con el fin de monitorear la exploración del territorio de aquellas voces,
experiencias y sentidos que otros han ayudado a construir. En la correspondencia, el yo lector es aquel Dios
interior al que hacía mención Foucault (1974), y que se erigía como disparador del autoexamen en torno a
la experiencia vivida. El yo lector, lo podemos afirmar ahora, es aquel compañero ineludible en el viaje al
interior del territorio profundo de nuestras verdades e incógnitas más sentidas. Es quien se encarga de leer
cuantas veces sea necesario lo escrito para, ahora, poner un ojo crítico sobre la exploración del territorio y
el diseño del mapa. Hemos leído a otros y, como resultado, tenemos que un nuevo yo ha nacido para soportar
el trabajo al que nos embarcamos a través de lo escrito. Ese otro yo es el yo lector. Es necesario traer las
palabras de Murray a lugar:
El otro yo es también el colega que soporta al escritor, el compañero que simpatiza y fortalece, que
escucha de forma empática las quejas y rememora para el escritor los éxitos pasados. Entre más
profundo nos adentremos en el proceso de escritura, más podemos descubrir cómo las
preocupaciones afectivas gobiernan el plano de lo cognitivo, pues la escritura es una actividad
intelectual llevada a cabo desde un ambiente emocional, tal como un velero precisamente fabricado
tratando de mantener su curso en un vasto y tormentoso océano Atlántico. El capitán tiene que
lidiar, de forma simultánea, con sus miedos y las lecturas de la brújula que lleva consigo. (Murray,
1982, p. 144).
Así es, por lo tanto, como tiene lugar la escritura. Es el proceso de interacción profunda entre un
yo que escribe y un yo que lee, o como también lo afirmé anteriormente: un cartógrafo del territorio y un
lector del mapa de dicho territorio. Como lo constata Murray (1982), escribir significará encontrar la manera
87
de poner en diálogo estos dos yo, cuya existencia posee siempre un carácter simbiótico. En la escritura de
sí, el yo lector se ha formado a partir de la interacción constante con las voces escritas y los otros ficcionales
representativos, sin embargo, como lo veremos en el siguiente sub apartado, debemos pensar estas
teorizaciones en torno a lo escrito en su relación con la enseñanza de la escritura y partir de la pregunta por
la formación del yo lector o, incluso, su descubrimiento. Sabemos que existe cuando escribimos. Podemos
conjeturar que quienes practican y han practicado la escritura de sí -desde los griegos y romanos hasta hoy-
escucharon y trabajaron codo a codo con su yo lector. Pero ¿en qué consiste el encuentro de este yo lector
para los niños? ¿Cómo los formamos o los guiamos en la búsqueda hacia este? ¿Cómo enseñar para ellos
la escritura de sí?
3.3.2.2 Del encuentro de la voz lectora al nacimiento de una voz escrita
Hay escrituras en donde se puede leer la escritura. No se trata de una promesa, de una redención,
de una solución al dolor; al contrario: cada palabra –y no los signos encorvados ya por su
agotamiento de sentido- nace en voz alta, afirmada, con una fragilidad que habla con el mundo, lo
interroga, le pide respuestas, le pregunta por qué, lo sacude, no lo deja en paz. La escritura como
esa fragilidad que muestra lo vulnerable de la existencia. (Skliar, 2015, p. 151).
En este subapartado quiero presentar al lector una idea central: Enseñar a escribir en la infancia
debe partir de la consciencia en torno al proceso de escritura como el descubrimiento, diálogo e interacción
entre tres voces: la voz del yo lector, la voz del texto que emerge a través de lo escrito y la voz escrita del
niño quien, en el proceso, se constituye a sí mismo como autor, en términos de Lucy McCormick (1986).
Este descubrimiento de las tres voces que tienen lugar en lo escrito empieza con la enseñanza de la escritura
como un proceso vital constituido por las siguientes fases: preparación, borrador, revisión y edición o
redacción de la versión definitiva (Terminología de Murray tomada por McCormick, 1986, p. 31). Quiero
que revisemos en qué consiste cada una de estas fases partiendo de la metáfora del territorio y del mapa ya
antes explorada, para comprender la idea central de este último subapartado del trabajo. Es momento de
viajar.
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3.3.2.2.1 Preparación: El primer gran despertar ante el territorio de lo escrito. Durante los años de mi
práctica pedagógica, procuraba siempre escuchar lo que los niños tenían por decir. Me sorprendieron las
ideas que me comunicaron en torno a la amistad, el amor, la muerte y muchas otras cosas más. En numerosas
ocasiones traté de recopilar en lo escrito esas voces que guardaban un universo inmenso de posibilidad.
Mientras tanto, en medio de las voces adultas frente a lo que se debe aprender, y en las rutinas escolares,
las voces de los niños se perdían. En muchos sitios en donde ellos gritaban, con gestos y silencios, aquello
en lo que querían ser escuchados, se erguía igualmente un gran muro que impedía el flujo de sus voces
cargadas de anhelos, miedos, deseos y significados profundos que deseaban construir.
En este sentido, McCormick (1986) encuentra en la escritura una valiosa forma para que los niños
sean escuchados porque, como lo dice ella misma, todos tenemos la necesidad de declarar, para nosotros
mismos y para los demás: “Este soy yo, esta es mi historia, mi vida, mi verdad.” (p. 15). Sin el
reconocimiento de que esto es una necesidad básica para los niños, entonces es impensable concebir la
escritura en tanto proyecto personal que se edifica desde aquello que a ellos interesa, conmueve, moviliza.
Es por esto, que la primera etapa de la enseñanza de la escritura en el aula debe ser el reconocimiento de
todo aquello hacia lo cual los niños se sienten interesados, llamados a escribir. Es necesario partir de esta
verdad fundamental: sus vidas son algo sobre lo cual vale la pena escribir (McCormick, 1986, p. 16)
En este orden de ideas, la primera parte del proceso de producción escritural y que McCormick
(1986,) en términos de Murray, denomina preparación, tiene que ver con el encuentro inicial del niño con
la escritura partiendo de la pregunta por aquello sobre lo que desea explorar o indagar, desde su mundo de
intereses. Si pensamos en la metáfora de Murray (1982), podríamos imaginar que el niño se encuentra aquí
frente a un territorio que, en definitiva, conoce, pero aún no ha explorado. Cuando le preguntamos sobre
aquello que le interesa, nuestro pequeño viajero estará frente a la visión de un territorio que se muestra
como incesante e infinito. La contemplación de este, como quien se asoma a lo desconocido, es una visión
que podría resultar temeraria, pero, al mismo tiempo, apasionante. Sentarse frente a la hoja en blanco es el
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primer avistamiento del territorio de lo escrito, y representa para quien escribe, la invitación a una
exploración intensa de la palabra en el seno de uno mismo, como lo diría Andruetto (2009).
En este momento primigenio, los niños se sitúan frente al territorio como quien espera de él grandes
tesoros, pero también la aparición, siempre incierta, de los obstáculos más aterradores del camino. No sabe
qué va a ocurrir, y por ello es preciso que su primera gran visión encuentre asidero en el universo que puebla
su mundo interior, cargado de experiencias, sentires y pensamientos que merecen ser explorados a través
de lo escrito. Esto constituye, por ende, un gran despertar frente a las propias construcciones en torno a lo
humano que cada niño ha elaborado durante su vida. Dicho territorio quiere ser atravesado y, por ahora, el
viajero debe utilizar como punto de partida aquello que conforma su propia visión del camino, nutrida,
como ya sabemos, de los significados que las voces escritas y sus otros representativos han aportado. La
posibilidad de un viaje se abre paso ante él y, con ello, la inminencia de que en la exploración del territorio
encuentre toda clase de abismos y fronteras que atravesar.
3.3.2.2.2 Borrador y revisión: Las primeras elaboraciones del mapa sobre el territorio y el
descubrimiento de que se explora lo escrito en compañía. Ahora bien, una vez nuestro viajero se ha
situado frente a la gran visión del territorio, es necesario que, más allá de los miedos que cualquier
exploración pudiere generar, inicie su exploración. Esta exploración es, básicamente, la construcción de los
borradores que producirán la versión final. Sin embargo, si pensamos por un momento en todo aquello que
implicará para el niño iniciar la exploración del territorio de lo escrito, sabremos de inmediato que recorrer
el trayecto no supone una tarea sencilla de emprender. En efecto, el proceso que ahora tratamos, deberá
convertirse en un camino de doble vía: la creación de los borradores y su consecuente revisión. Pero ¿quién
se encarga de dicha revisión y en qué consiste? ¿Habrá un compañero de viaje que supervise dichas
creaciones o el niño estará solo en la exploración del territorio?
Pues bien, como lo entendimos con Murray (1982), en el proceso de escritura siempre hay un yo
lector que supervisa la escritura del yo escritor. En consecuencia, cuando los niños inician la exploración
del territorio, deben empezar, a la par, el trabajo cartográfico en torno a su propia aventura. Producir el
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primer borrador equivale al ejercicio del cartógrafo que diseña la primera versión del mapa que dará cuenta
de las aristas y límites del territorio. Sin embargo, dicha travesía está vaciada de sentido si no hay un
acompañante que sea capaz de supervisar la exploración de aquel territorio y la elaboración del mapa. El
niño, como lo corroboramos con Murray (1982), aún no sabe que existe otro yo que es el lector del mapa o
map-reader. Recién explorando lo escrito, no identifica plenamente la voz que le susurra y funciona en
tanto brújula de su ejercicio cartográfico. ¿Cómo logrará, por ende, escuchar la voz de su yo lector?
Pues bien, es necesario que alguien funja como el primer yo lector del niño antes de que él mismo
pueda escuchar la voz que su propio yo lector le ofrece. Ya que escuchar dicha voz es un trabajo arduo y
un proceso lento de descubrimiento, alguien debe ofrecerse como el primer compañero de viaje en su
exploración, de manera tal que sea él quien -ya conociendo los obstáculos y variantes en el territorio de lo
escrito- le enseñe al naciente escritor a confiar en el consejo y acompañamiento que residen ocultos en la
voz de su propio yo lector. Este primer compañero de viaje se convertirá en sostén y amigo del niño que,
durante el proceso de producción del primer borrador y los consiguientes, necesita de una voz que, a través
del reconocimiento y el diálogo, le enseñe los primeros caminos de lo escrito, convirtiendo la exploración
del territorio en un viaje al fondo de las cavidades de las bondades y obstáculos de cualquier sendero
posible. El acompañante será una guía, una voz dulce que escucha e interroga al niño por los sentidos y
motivos detrás del proceso de lo escrito. Nos hallamos, en consecuencia, frente a un maestro que enseña a
escribir.
Por lo tanto, es el maestro quien lee los borradores que el niño produce. Es él quien revisa y en
dicho proceso, se permite hacer preguntas, indagar, acompañar todo aquello que al niño se le pudiere
presentar como obstáculo en la realización de sus primeros mapas sobre el territorio. Es quien despierta,
poco a poco, el sentido de la escucha y de diálogo entre el yo escritor y el yo lector. Así, el maestro enseña
a descubrir la voz del yo lector a partir del préstamo de la suya propia. Como lo dice Murray (1982): “El
profesor ayuda al estudiante a encontrar el otro yo, a conocer el otro yo, a aprender a trabajar con el otro
yo” (p. 147) Es precisamente porque el maestro se constituye como el primer acompañante en el viaje por
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el territorio de lo escrito, que su voz –a través del diálogo y las preguntas en lo que Murray (1982) llama la
conferencia y McCormick (1986) la entrevista- es quien enseña al niño a descubrir la voz del yo lector que
ha supervisado su escritura sin que él sea aún consciente de ello. La voz del maestro, por lo tanto, es una
voz que inaugura un nuevo sentido para el niño: la escucha de la voz de su yo lector. Murray (1982) lo
explica de esta manera:
El profesor hace preguntas para las que el estudiante cree que no hay respuestas: ¿Por qué usaste
una palabra tan fuerte aquí?, ¿cómo redujiste esta descripción y la hiciste más clara? ¿por qué
añadiste tantas especificaciones en la página tres? Creo que este final realmente funciona, pero ¿qué
fue lo que viste que te hizo darte cuenta de que el final antiguo podía ser en realidad el nuevo
comienzo? (p. 147)
En este punto, es necesario recordar que el maestro se sitúa frente a un aula llena de nacientes
escritores cuya escucha del propio yo lector se encuentra en diferentes niveles. Es por ello que él no es el
único acompañante de la exploración del territorio ni en la creación del mapa, si bien si es el principal. El
niño debe saber que él no es el único viajero. Sus compañeros también se convierten en exploradores, y
aunque la búsqueda que los ocupa es singular, el descubrimiento de la voz de su yo lector representa para
todos, en distintas medidas, una conquista en el proceso de la escritura. No solo la voz del maestro es quien
le ayudará a cada niño a descubrir las texturas y tonalidades de la voz de su yo lector, sino también los otros
yo lectores de cada uno de los niños que participan de la creación de borradores. Como lo explica Murray
(1982):
Los otros miembros del taller escuchan a otro yo efectivo. Ellos escuchan cómo el buen escritor lee
un borrador evolucionado. Y durante las sesiones del taller sus otros yo empiezan a hablar, y ellos
escuchan a sus propios otros yo participar en el provechoso proceso del taller. (p. 147)
Así, tenemos que los procesos de producción y revisión de los borradores creados, representan para
el niño el gran descubrimiento de que la exploración del territorio y la creación del mapa de lo escrito no
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tienen sentido sin el acompañamiento de una voz lectora que escucha y dialoga con el fin de ayudarle a
encontrar los matices y tonalidades de la suya propia. El maestro y los pares que le permiten descubrir dicha
voz, se convierten en poderosa brújula que le susurran al oído que cualquier obstáculo puede ser sorteado,
al tiempo que le revelan las bondades del territorio, las partes inundadas de belleza y la claridad con la que
es posible contemplar aquello que se explora si se es capaz de escuchar el consejo del propio yo lector. El
niño se encuentra, de esta manera, con su poder como explorador que, en definitiva, es su capacidad infinita
como creador del recorrido y del mapa que lo llevará a dibujar las fronteras, límites y realidades que es
posible edificar a través de lo escrito. Descubrir la voz lectora es el principio de la conquista de la voz del
texto y de la voz escrita. Veamos en qué consiste.
3.3.2.2.3 Edición o redacción de la versión definitiva: El nacimiento de un autor con una voz escrita
propia. Esta es la parte final del proceso de escritura. Después de que el maestro ha guiado el propio
descubrimiento de la voz del yo lector del niño que produce los borradores, llega el momento en que dichos
borradores dan nacimiento a la versión definitiva. Si pensamos la producción de estos borradores como un
viaje de exploración, podríamos comparar la versión definitiva como la culminación de un trayecto. Y así
sucede con cada nuevo texto o mapa que cada estudiante se propone escribir, cual viaje a cuyo
descubrimiento se ha abocado. El sentido no reside solo en la llegada al destino que motivaba nuestra
exploración, sino en la exploración misma. Es ella la que forma en nosotros la mirada de lo bello y lo difícil
en torno a lo escrito. Como en Ítaca, de Cavafis, es el viaje mismo lo que le otorga sentido al recorrido,
pletórico en tesoros y en obstáculos, y por eso mismo, siempre edificante, siempre valioso.
Escribir es el descubrimiento de las voces que podrían nutrir el amplio universo de palabra, emoción
y pensamiento que puebla nuestras vidas. Al atravesar las voces escritas y sus otros ficcionales
representativos nace el germen para la escritura, pero entendemos a partir del proceso vital que ella implica,
que el territorio de lo escrito toma forma desde el encuentro de tres voces, sin las cuales la exploración que
da resultado a una versión final, no tiene sentido, a saber: la voz del yo lector, la voz escrita del niño y la
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voz del texto. A la primera he hecho alusión con anterioridad. Sin embargo, a las dos últimas es menester
otorgarles también el lugar que merecen y explicar la conquista que representan.
Cuando la escritura en el aula toma el sentido de proceso vital y se direcciona, por lo tanto, a la
construcción de lo que he llamado escritura de sí, el niño poco a poco va a sumiéndose como autor, es decir,
que puede concebirse a sí mismo, en términos de McCormick (1986), como alguien que escribe. Esta es
una nueva consciencia en torno a su realidad, representa el despertar ante la visión del territorio y la
conquista de sus espacios. Poco a poco, a medida que la escritura toma la forma de proyecto personal en la
vida de los niños, esta consciencia se hace más fuerte y transita del descubrimiento de la voz del yo lector
hacia la edificación de la voz escrita y la voz del texto. Mientras que el niño descubre que, durante su
proceso escritural, hay una voz lectora que supervisa la creación de lo escrito, aprende entonces a darle
paso, al mismo tiempo, a una voz escrita que nace como fruto de su singularidad, de su percepción y del
tono que poco a poco ha decidido edificar a través de lo escrito. Es entonces cuando nace lo que Skliar
(2016) llama una escritura en alta voz.
Dicha voz escrita empieza a constituirse, precisamente, como expresión de la singularidad del
sujeto que escribe. Es la marca personal sobre lo escrito, y a medida que se descubre y que se forma, permite
otorgarle al texto, también, los matices de una voz. La conquista de la voz escrita es el aprendizaje del niño
de una escritura de sí, que indaga y conmociona, retando al mundo que se nos presenta como dado y que,
al mismo tiempo, puede constituir nuevos sentidos de la experiencia. La voz escrita, en consecuencia, es el
sello personal de un niño que se ha erigido a sí mismo como autor, que es capaz de explorar el territorio a
través del poder que ofrece su propia vestimenta como viajero, los lentes que él mismo ha construido para
contemplar los paisajes y las concepciones que ahora determinan el rumbo de las rutas. Ya no es un
explorador novato; al contrario, es un viajero que, aunque siempre expectante, edifica el rumbo, el sentido
y las formas a partir de las cuales atravesará el viaje que comienza con la producción de cada nuevo escrito.
Es así como los textos que, a través de los años produzcan los niños formándose como autores,
hablarán por sí mismos y serán el resultado del diálogo entre la voz del yo lector y su voz escrita. El
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aprendizaje en torno a las formas en que dichas voces dialogan y se interpelan, toma forma a través de las
múltiples producciones escriturales de los niños, y del acompañamiento constante del maestro y los pares
que serán brújula y guía en el camino de exploración del territorio. La voz escrita, entonces, surge de la
singularidad de la relación que a cada niño le sea posible formar con lo escrito, convirtiéndose en proyecto
personal en sus vidas. Cuando lo que a cada uno conforma como sujeto único e irremplazable, labrará lo
escrito en tanto diálogo entre su voz lectora, su voz escrita y la voz emergente del texto. Asistimos, así, a
la constitución de la escritura de sí a partir de un diálogo plural de voces (lectora, escrita, del texto) nacidas
al calor del universo, infinito y múltiple, de cada niño que se ha embarcado en la travesía de lo escrito.
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4.ANÁLISIS A PARTIR DE LAS CATEGORÍAS ABORDADAS
HABITAR UN MUNDO POSIBLE O DE LA CREACIÓN DE ESPACIOS FICCIONALES EN LA
INFANCIA
Después de haber atravesado diversas perspectivas teóricas que nos permiten comprender el
significado e impacto de la literatura y la escritura en la vida de los niños, ha llegado el momento de explorar
todos los espacios que, a lo largo de dos años de práctica pedagógica, edificaron los primeros peldaños de
las reflexiones teóricas que en el presente trabajo me han ocupado. A partir de tres categorías de análisis,
pretendo recorrer los sentidos teóricos que atravesaron mis búsquedas en torno a lo literario y lo escrito con
los niños; de tal manera que, ahora, me sea posible ofrecerle al lector una mirada robusta en torno a la
constitución de mi propia experiencia en tanto maestra que pretende generar vínculos vitales entre los niños,
la literatura y la escritura.
Cabe resaltar que cada categoría se ha erigido desde el análisis de las experiencias que se llevaron
a cabo con dos grupos de niños, de los grados tercero y cuarto (2019 I, 2019 II, 2020 I) y quinto (2018-II)
y que, además, son representadas aquí con una temporalidad no lineal, prevaleciendo una organización
teórica, antes que temporal. En cada categoría se explicará a qué espacio de tiempo estoy haciendo
referencia y a la forma en que guarda relación con las situaciones, momentos o experiencias analizados a
la luz de las otras categorías coexistentes.
De igual manera, es importante hacer hincapié en que lo aquí presentado y analizado a la luz de
diversos referentes teóricos, no corresponde a una propuesta sistematizada de proyecto pedagógico, debido
a que, por la emergencia de las nuevas condiciones virtuales en que se insertó la educación en el año 2020,
fue imposible realizar lo pretendido. En consecuencia, lo presentado aquí corresponde a un análisis teórico
y a la sistematización de lo vivido (desde variadas intervenciones y observaciones pedagógicas) en pro del
abordaje de la situación problémica que movilizó el desarrollo del presente trabajo.
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4.1 Entre tiendas de reparación de libros y clubes del terror: El establecimiento de espacios
ficcionales creados por los niños. 19
La literatura está más cerca de la vida que de la academia (Robledo, s.f., citada en Petit, 2011).
En la presente categoría pretendo analizar dos espacios nacidos en los descansos de los niños. Uno
de ellos –la tienda de reparación de libros- tuvo lugar en un solo recreo y tiene una característica muy
especial: fue autogestionado por los niños. Ellos lo idearon y llevaron a cabo todas las condiciones
ficcionales para que, durante una hora, tuviera lugar. El segundo de ellos –el club del terror- fue una
creación conjunta entre maestra en formación y niños. Sin embargo, pese a la fugacidad del primero y a la
constitución del segundo durante todo un semestre lectivo, ambos nos revelan un hecho crucial: más allá
de los lugares en los que transita la literatura dentro de lo institucional, los niños buscan y elaboran
territorios únicos al margen del aula y de la misma institución. Son buscadores de sentido a través de la
narración y de la ficción. Aquí observaremos por qué y cómo lo hacen.
Petit (2008), en su autobiografía lectora, Una infancia en el país de los libros, da cuenta a lo largo
del texto cómo fue que a través de los libros buscaba una tierra a la que pertenecer. Para ello, recluida en
una inmensa biblioteca, aprendió a amar antes que nada los libros con imágenes, cuya lectura representó
primero la conquista de un espacio físico que, al tiempo, se convertía poco a poco en la construcción de un
espacio íntimo y vital. Su cuerpo de niña se expandía sobre el suelo de la biblioteca o yacía tumbado en la
suavidad de la yerba para así sentir que las imágenes de libros como Tintín o el pato Donald le comunicaban
que otra realidad era posible, y que el mundo era un lugar ancho y repleto de aventuras. Sus piernas, sus
brazos y el amplio espacio que habitamos con nuestra corporalidad, constituyó para Petit la conquista de
un territorio lleno de imágenes. La lectura de ellas representó durante mucho tiempo un juego físico con las
historias narradas (Petit, 2008).
19 La tienda de reparación de libros y el club del terror tuvieron lugar en el semestre 2019-I con el grupo de niños de grado tercero.
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Esta escena de Petit leyendo los primeros libros de su infancia mientras recostaba su cuerpo contra
el suelo de la biblioteca y las imágenes le sugerían la exploración de mundos llenos de aventuras y tesoros
mágicos, era muy similar a la que encontré en la tienda de reparación de libros. El descanso, un espacio
cotidiano de la realidad escolar, había sido transformado en un momento de encuentro entre los niños y los
libros -obsoletos y desgastados- que se reposaban arrumados en las esquinas de sus salones. Ellos habían
decidido tomarlos para iniciar un negocio anclado en un espacio ficcional. Uno de los niños, quien era el
jefe, se encargaba de dirigir las entregas a clientes interesados en los libros restaurados. Mientras tanto,
alguien fungía como domiciliario y la mayoría de niños eran reparadores.
Sin embargo, esta reparación realmente constituía un encuentro entre ellos y los textos. Con
paciencia y dedicación, leían las hojas que podrían faltarle al libro, y yo los contemplaba con cintas en
mano, yendo y viniendo de un lado a otro, con el fin de realizar el mejor trabajo de reparación posible. A
la par, los contemplaba leyendo ávidos los textos que se topaban, y cuya variedad iba de revistas rosadas
hasta viejos ejemplares de literatura infantil. Todos trabajaban con los mismos fines y, sin embargo, cada
uno parecía haber descubierto un mundo intrigante en el libro -a veces gigante y otras veces diminuto- que
se encontraba reparando.
Por todo ello, yo entendía que los niños habían desperdigado sus cuerpos sobre el frío pavimento
frente al salón para pertenecer a una tierra lejana e íntima: la que los libros desbaratados les ofrecían. Había
que observarlos por un breve espacio de tiempo para sentir cómo sus cuerpos se habían paralizado o
movilizado frente al territorio aún no explorado de aquellas hojas gigantes enmohecidas por el paso de
tantos inviernos sobre ellas. Sus palabras desgastadas, sus hojas roídas por la suciedad o los ratones, sus
colores opacos y que reflejaban técnicas de impresión ya bastante antiguas, escondían los relatos de otras
épocas, pero también el registro de historias, paisajes, mundos a quienes los niños -plantados sobre el juego
infinito de su reparación con cintas y domicilios con pago contraentrega- se sentían llamados a explorar, y
descubrir. Petit (2008) nos dice sobre la lectura de historietas en aquella época de su infancia: “Las
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historietas conservaban una eternidad” (p. 51). ¿Estarían los niños en contacto, ahora, con la eternidad de
estos libros gigantes que al haber atravesado tantas décadas, aún seguían albergando mundos posibles?
Seguramente Matías, en cuyas manos yacía una historieta, sintiera que esta albergaba, en efecto,
una eternidad. Él ya había olvidado por completo que su tarea era reparar, y se encontraba apartado del
resto de sus compañeros de trabajo en la tienda. Lo observé ojear con extrema atención las páginas de un
libro que a mí me pareció oscuro y tenebroso. Cuando me acerqué, me reveló su contenido: trataba sobre
una popular leyenda de Bogotá, si mal no recuerdo un monje sin cabeza. Si hubiera tenido que pensar en
un libro para niños, este nunca se me hubiera ocurrido. Era un texto lleno de imágenes oscuras, incluso
sangrientas. Sin embargo, Matías se hallaba frente a él placenteramente atraído. Quería pedirle a su mamá
que lo comprara, y se negaba ya a repararlo, tan abstraído como estaba en su lectura. Se hallaba frente a la
apertura de un mundo distinto al cotidiano, pero también habitable. Este, el mundo de su libro, parecía
revelar para Matías el descubrimiento exacto de un tiempo y un espacio sobre los cuales deambular con
libertad.
Petit (2008), precisamente, nos cuenta que los libros animados en su infancia abrían otro espacio
posible, en donde incluso ese lugar físico que buscaba domar con su cuerpo a partir de la lectura, se veía
trastocado. Yo, al contemplar la lectura de los niños en medio de la reparación, podía entrever una conquista
nunca antes explorada del espacio frente a sus salones. Mientras que buscaban cintas, se perdían en el
mundo del texto y las imágenes de los libros que pretendían reparar. Parecía que se abrieran campo en el
territorio de sus propios deseos e intereses a partir de la lectura, pues seleccionaban las páginas que les
revelaban un secreto anhelo, un oculto éxtasis. Estaban abriéndose paso frente a un mundo habitable y
caleidoscópico.
Pese a toda la riqueza literaria que, por primera vez, se reveló ante mí, el descanso había concluido
y a los ojos de las maestras el gran desorden generado por la tienda que para ellas nunca existió, fue un
motivo más de disgusto. Los niños se habían apropiado de un espacio casi que de forma trasgresora. Sin
saberlo, habían declarado que los libros que poblaban sus salones estaban obsoletos y debían repararlos,
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pero, mucho más que eso, concluí en mi interior que, para aquellos niños, como para Petit en sus primeros
años, los libros llamaban la atención por ofrecer a toda vista el espectáculo, secreto y místico, de un posible
universo. La conquista de sus cuerpos, del espacio y la idea de la reparación, representó una exploración
del territorio de lo escrito y me comunicó, de manera contundente, que a aquellos niños les interesaba leer
porque también, seguramente como nos lo cuenta Petit (2008), estaban descubriendo que los libros sabían
mucho de ellos y de sus deseos recónditos (p. 19).
Este escenario, aunque fue una primera revelación sobre los posibles intereses y búsquedas que
conducían a los niños hacia la literatura, sería una antesala que luego me permitió crear junto a ellos El club
del terror. En este, me percaté del poder y la pasión que residen en los niños cuando se trata de contar,
escuchar y elaborar historias que representen una oportunidad de habitar el mundo de otra forma y, al mismo
tiempo, una exploración intensa de sus más sentidos deseos, temores y anhelos. El Club del Terror se
convertiría en un espacio que nos permitió a todos, tanto a niños como a mí, explorar otros sitios desde los
cuales mirar el mundo desde el afuera y desde el adentro para hacer de este un lugar más habitable. Veamos
cómo aconteció.
En este descanso, las niñas se reunieron en mi mesa para compartir las onces juntas. No recuerdo
muy bien cuál era el tema de conversación que habían instaurado, pero sí recuerdo la pregunta que fue la
génesis del club: “Leidy, ¿a ti alguna vez te han asustado?”. Inmediatamente respondí que por supuesto. De
hecho, les dije, de niña tuve muchos encuentros paranormales, y mi infancia estuvo llena de noches de
terror. “Leidy, cuéntanos más. ¿Cómo fue?”. Fue entonces, cuando les conté de todas mis experiencias
paranormales: un perro oscuro que me esperaba debajo de la cama, personas que a veces vi deambulando
en mi cuarto, la abuela que murió y a la que veía caminando por las calles, el pollo que, en uno de los
lugares que habité de niña, aseguraban se llevaba las almas a la medianoche si lo mirabas a los ojos. En fin,
tantas historias que tenemos por contar. Sin darme apenas cuenta, todas tenían sus ojos fijos y expectantes
en mí, y querían indagar más: sonreían, juntaban sus manos y se miraban en silencio con un temor de
aquellos que siempre resulta en algo igualmente placentero.
100
Al siguiente descanso, la dinámica se instauraba de nuevo: ellas querían que yo les contara más
historias, pero esta vez también habían descubierto que tenían espeluznantes sucesos por narrar. Así que
empecé a escucharlas. Se disputaban los relatos y, mucho más que eso, la veracidad de sus historias. Si una
de ellas replicaba que eso sonaba falso, entonces la niña que narraba se ponía a la tarea de confirmar a toda
costa que eso en verdad había ocurrido. Fue así como, después de quizá uno o dos descansos más, a mí se
me ocurrió comentarles la idea de formar un club del terror a través del cual nos acreditáramos como
investigadoras paranormales. Accedieron sin rechistar e inmediatamente yo me propuse disponer las
condiciones necesarias para la escenificación del Club: llevé una cobija grande y oscura y una linterna.
En un abrir y cerrar de ojos, el club se había hecho famoso. La cobija fue la garantía de que el
espacio era oculto, y quien entrara ahí debía estar dispuesto a enfrentar sus miedos y a narrar los
acontecimientos paranormales que pudieran haberle ocurrido, a él o a sus más cercanos. La cobija
representó una licencia: la licencia a un mundo de sombras, magia y terror del cual se podía entrar y salir
cuando se quisiera. Fue el primer establecimiento de un espacio ficcional con los niños. No podrían existir
palabras que describan mejor estos momentos: “Formábamos parte de una cofradía, éramos habitantes de
un mismo territorio al que podíamos entrar y del que podíamos salir tantas veces como quisiéramos”
(Montes, 1999, p. 19)20.
Fue así como propuse a los niños tener un cuaderno de investigación en donde registraran sucesos
paranormales. La idea era guardar a través de lo escrito, todo aquello que pudiera pertenecer al mundo de
lo oculto para luego contarlo o leerlo en el club. En esta nueva dinámica, pocos niños lograron iniciar esta
especie de diario del terror. Sin embargo, algunos llevaban libros que tuvieran relatos de miedo. En una
ocasión, nos encontramos a la luz de una vela observando las imágenes de un libro de Lovecraft para,
tiempo después, deambular por las páginas de uno de los relatos de Edgar Allan Poe. Todo esto parecía
20 Cita en la que Graciela Montes define el espacio mediante el cual la ficción se instaura a través de la literatura, en su conferencia Sherezada o la construcción de la libertad (1999).
101
producir una mezcla de fascinación y encanto en algunos niños, pero también un desenfrenado terror en
otros.
Salir y entrar del club implicaba, necesariamente, explorar el territorio de lo oculto y atreverse a ir
más allá de él para redefinir -así fuera por un momento- el mundo que habitábamos cubriéndolo con los
ropajes del suspenso y el asombro. Esto era hacer ficción o, como Montes (1999) también lo llama,
construcción en el vacío, pues habíamos fabricado un espacio en donde la condición humana desde su lado
más oscuro, oculto y siniestro, instauraba un tiempo de otro orden, más allá de lo cotidiano, y nos otorgaba
así la posibilidad de inaugurar un mundo propio.
Dicha construcción en el vacío a la que hace referencia Montes (1999) implica la elaboración
conjunta de un territorio en el cual se es capaz de conquistar la propia libertad del decir y del hacer personal.
Precisamente, en el Club del Terror cada niño elaboró un lugar privado en el cual la narración y la inventiva
se tomaron el centro de sus vidas. Todo lo que podía servir para contribuir al ensanchamiento de la
imaginación, el relato y la experiencia de lo paranormal, era combustible indispensable para la creación y
permanencia de la atmósfera mística y ficcional que habíamos inaugurado. En definitiva, tomábamos
distancia de lo cotidiano para recluirnos en la intimidad de nuestra vela, la gran cobija y las narraciones que
nos fascinaban, instaurándonos en un espacio y un tiempo de otro orden. Para comprender mejor esto,
quiero adjuntar a continuación uno de los cuadernos de investigación paranormales:
Figura 1
Cuaderno de investigación paranomal
102
1 Pagina
escuchar fantasmas
y verlos
son con los dientes
Amarillos los que son
malos y los buenos
te enen quemada
la piel con
buena energía
Y son muy
altos
Pagina 2
Sentir Demonios y verlos
Son un orible biros
103
con manos y brasos
Y son una energía
Y me tocaban la
espalada y susurraban
mi nobre y tenia muertos
en su cabesa
Página 3
disen que los duendes
roban niños por oles de energía
Texto 4
la mujer que se le metió
el demonio
abi una mujer tranquila asta que
sien mal luego le sale sangre
y luego se arastabrel Piso
gritando y disiendo nobres de
de monios
Como lo podemos evidenciar aquí, el espacio ficcional constituido a partir del Club del Terror,
permitió a los niños adentrarse en las márgenes de un mundo inaugurado por ellos mismos, en el que podrían
existir duendes, brujas, y seres que habitaban las fronteras del universo de las sombras. A partir de ello,
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cada uno se sintió dueño de una voz y de su capacidad creativa. El territorio que conquistamos –de libertad
y responsabilidad, como lo explica Montes (1999)- fue el momento propicio para adentrarnos en un viaje
hacia el misterio y las incógnitas por todo lo que nos rodea y que podría estar oculto.
Tanto la experiencia del Club del Terror como la de la tienda de reparación de libros me permitió
encontrar las formas en que los niños fabrican ficción y se convierten en exploradores intensos de la palabra,
el espacio y el tiempo que a través de ella somos capaces de elaborar. El hecho ineludible de que todo se
constituyera en los descansos, pone en evidencia los deseos que en ellos transitan por buscar en los sueños,
la imaginación y el mundo cotidiano, todo lo que nos pone fuera de los lugares comunes y nos permite
edificar fronteras en las que nos podamos sentir habitantes libres de universos posibles. 21
4.2 De la creación de cabañas mágicas y habitáculos de sentido: leer en voz alta a los niños.
El habitáculo se convertirá en navío, la cabaña en alfombra mágica (Petit, 2002, p. 24).
En este apartado me encargaré de analizar tres experiencias de lectura en voz alta con los niños,
puesto que significaron momentos de elaboración conceptual en torno a las implicaciones de la literatura
en sus vidas. Cada fase o etapa en la que presenté a ellos alguna o varias voces escritas, me revelaron los
caminos a través de los cuales la literatura se abre paso como una puerta de exploración del mundo y una
vía privilegiada para retratarse a sí mismo y contemplarse desde nuevas voces, sentidos y experiencias.
Convoqué, a lo largo de mis dos años de práctica pedagógica, los sentidos que, al mal, la muerte, el amor,
la vida y la felicidad le daban diversos autores para comprender el delgado hilo que permite hacer de la
lectura en la infancia la oportunidad de poseer un habitáculo de sentido o pequeño refugio (Petit, 2002) y,
al mismo tiempo, elaborar la relación entre el adentro y el afuera de nuestros mundos (Montes, 1999).
Exploremos, entonces, dichas experiencias.
21 El resultado del club del terror fue un teatro se sombras, en el que los niños tomaron leyendas populares del Brasil
y las narraron a partir de títeres. En Anexo 1 el lector podrá encontrar algunos registros de esta experiencia.
105
4.2.1 Leyendo a Amalia Low y Wolf Erlbruch: Las primeras comprensiones de la transacción literaria
Cuando pisé por primera vez los lugares del colegio, si algo tenía claro es que quería leer a los
niños. Siempre había amado la literatura, y habiendo descubierto hace poco la belleza de los textos literarios
escritos para niños, estaba convencida de que leerles iba a constituir una poderosa experiencia de sentido.
En aquellos días, llegué como practicante a un grupo de niños que eran calificados como los más
problemáticos de la primaria. La maestra que fungía como titular del curso, estaba en su casa completando
la licencia de maternidad, y en la primera semana en que me acerqué a ellos rotaron tres maestras posibles
para tomar las riendas de su educación que, al día siguiente, renunciaban a la tarea convencidas de que, a
los niños, en esta institución, se les otorgaba demasiada libertad.
Yo, atemorizada hasta los tuétanos, quería conocerlos y entender las formas y matices que daban
color a su mundo. En la mañana paseaba por los grupos que formaban y me adentraba en sus juegos, sin
embargo, sentía que no era suficiente. ¿Quiénes eran, al fin, estos niños que habían cultivado tan prominente
mala fama? ¿Qué podía hacer yo para distanciarme del juicio y, al contrario, comprender sus maneras de
edificar sentido y experiencia? Estas eran las preguntas que me acechaban, aún más sabiendo que las
maestras que se postulaban como reemplazo de la profesora titular del grupo, siempre desistían de la tarea,
absolutamente inconformes con las palabras, los gestos y las declaraciones de los niños, que eran capaces
de esgrimir cosas como: “Me parece que las cosas por las que me estás regañando son injustas”. Atónitas
ante tales expresiones, ellas elegían marcharse.
Llegó entonces el momento de planear mi primera intervención. Como ya lo mencioné, la literatura
estaba en el centro de mis preocupaciones para aquel entonces. Sin tener completa claridad en torno a lo
que esta provocaría, me lancé a construir una propuesta en la que yo leía para ellos una serie de libros, de
diversos autores, que pudieran entrar en contacto con su mundo, en torno al cual yo nadaba aún en lagunas
de incertidumbre. Quería leer para ellos los pocos libros de literatura infantil que habían representado, en
términos de Andruetto (2009), un pinchazo o punctum (término usado por Barthes que retoma la autora) en
106
mi vida. Dice: “Sucede con algunos libros: abren una grieta que no nos permite olvidarlos… pues su lectura
sigue preguntándonos acerca de nosotros mismos” (Andruetto, 2009, pp. 8-9).
Antes que nada, esto era lo que pretendía: no solo que ellos, a través de la lectura de ciertas voces
escritas, me permitieran comprender su mundo de significación, sino que también aquel mundo fuera
interpelado a partir de los personajes, situaciones y condiciones que se pudiesen leer en el texto. Yo quería
libros que, para todos -tanto para ellos como para mí- se convirtieran en un lugar de intercambio de
significados y de construcción personal. Con ese fin, debía asegurarme de llevar al aula aquellos textos en
los que se pudiera leer la fuerza estética de una voz escrita y sus otros representativos ficcionales
(Andruetto, 2014) y que, al entrar en contacto con los lectores, constituyera un poderoso momento de
intercambio y construcción de sentido, pues, como lo dice Rosenblatt (1933): “Una novela, un poema, una
obra de teatro, permanecen tan solo como manchas de tinta sobre el papel hasta que un lector los transforma
en un conjunto de símbolos significativos”.
Debido a que el tiempo asignado por la institución era limitado, alcanzamos a explorar tan solo dos
voces escritas: la de Wolf Erlbruch y la de Amalia Low. Del autor, leímos El pato y la muerte (2007)22 y
de la autora, Tito y Pepita (2018a) y Tito, Pepita y el intruso (2018b)23. Es curiosa la forma en que llegué a
escoger dicho material literario, pues lo hice con la firme intención de estar a la altura de la perspicacia y
el ingenio que había detectado en los niños de este grupo. Sus opiniones resultaban desafiantes para la
mayoría de adultos del colegio, pero al mismo tiempo poseían una sensibilidad y agudeza de espíritu que
les permitía diferenciar lo justo de aquello que no lo era. Así que escogí un libro que tratara de La muerte
22 Este libro cuenta la historia de un Pato a quien la Muerte visita. El Pato, sabiendo que su hora está próxima, convive
con la Muerte durante una semana. La sencillez de la ilustración y la crudeza de la historia son elementos que dan
nacimiento a un libro conmovedor (Erlbruch, 2007). 23 Ambos libros son parte de una saga inventada por la autora. En el primero dos hámsteres se enfrentan a través de la
composición de fuertes rimas que llegarán a su fin cuando uno de ellos caiga enfermo y el otro se ofrezca a cuidarlo
(Low, 2018a). En el siguiente libro, los dos hámsteres se enfrentan a otro personaje quien, sin saber leer, no es
consciente de todos los insultos propinados. La historia concluye también con una interesante reconciliación (Low,
2018b).
107
–el de Erlbruch- y otro que expusiera sin tapujos una serie de rimas ofensivas combinando el humor y una
fina agudeza para el insulto –los de Amalia Low-. Veamos en qué devino todo esto.
Aquella mañana en que nos disponíamos a leer El pato y la muerte (2007), todos los niños
convinieron en que era mejor hacerlo en una de las canchas del colegio. Querían tomar aire. Una vez
instalados allí, inicié la lectura. A medida que transcurría la historia y yo enseñaba las ilustraciones, tuve la
impresión de que todos se hallaban inmersos en aquel mundo que Erlbruch había elaborado para ellos. Pese
a que la muerte no era nada nuevo para ninguno de nosotros, si lo fue la forma en que esta voz escrita la
había retratado, de manera absolutamente transparente y conmovedora. Yo contemplaba el transcurrir de
un inusitado ritual: el de la experiencia literaria. Todos estaban absortos en la visión de dos sencillos
personajes a partir de los cuales la voz escrita de Erlbruch nos hablaba de su visión particular en torno a la
muerte, quizá la prueba más infalible de nuestra humanidad.
Yo sentía que, en definitiva, mediante la lectura en voz alta de este libro, estábamos traspasando la
frontera de la comprensión, pues comprender era lo que menos interesaba. Si yo podía observar cómo,
ciertamente, se instauraba una experiencia literaria, es porque nos hallábamos sumergidos en una voz escrita
cuya lectura ocasionaba un fuerte impacto en los sentidos de los niños. Sus rostros se convirtieron en los
recipientes de gestos que denotaban tristeza, conmoción, extrañeza en la mayoría de casos ante la inminente
verdad: La Muerte se llevó al Pato. Seguramente, todos los niños ya tenían alguna idea sobre la muerte, ya
fuera por experiencias de familiares cercanos o por las referencias a la misma que encontramos en el entorno
cultural. Y la lectura en voz alta de esta pieza única de la literatura no hacía más que conmover y retar el
mundo de significado de quienes asistíamos a la experiencia. Como bien lo plantea Larrosa (2005) citando
a Steiner: “Leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de
nosotros mismos”. (p. 6)
Ahí mismo, en ese instante en donde nos instalamos en el significado que una voz escrita le había
otorgado a la Muerte a partir de dos personajes sencillos y humanamente desgarradores, la tenue cortina
que suele separar lo que casi no se nombra de aquello que siempre oímos decir, se había desvanecido.
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¿Acaso podíamos evitar el dejar vulnerable nuestra identidad, nuestras concepciones en torno a la muerte
misma? Cuando finalmente la Muerte aparece frente al Pato, esta le dice: “He estado cerca de ti desde el
día en que naciste.” Y con esta frase, que abre la historia en el texto, podría ya percibirse en el ambiente un
tenue silencio, una delicada introducción a la historia de amistad –podría decirse- que se entabla entre el
Pato y la Muerte: se sumergen juntos en el estanque, trepan a las copas de los árboles, pasean juntos.
Finalmente, cuando el Pato siente el frío, la Muerte lo cobija con un dulce abrazo.
Cuando llega ese momento, vivimos el éxtasis de la narración: una niña se para llorando del círculo
que habíamos hecho y va a buscar a su maestra, argumentado que no soporta pensar en esto. Otros niños
quedan sumidos en el silencio, y algún otro deja escurrir lágrimas sobre su rostro ensombrecido. Muchos
me reclaman: ¿Por qué tenía que morir el Pato? ¿Por qué la Muerte se lo tenía que llevar? Una vez más, lo
vivido durante y después de la lectura cobra fuerza incluso sobre lo comprendido. Como lo afirma Larrosa
(2005): “El lector que es capaz, técnicamente, de leer letra impresa, comprende perfectamente el texto, pero
es un analfabeto en otro sentido: el de la experiencia. Porque la experiencia es lo que nos pasa, y a ese lector
que solo comprende, o que solo quiere comprender, no le pasa nada”. (p. 7)
Desde lo que me fue posible observar, a través de los gestos y la corporalidad de los niños, este
espacio se convirtió en una experiencia literaria. Cada uno se hallaba frente a un texto que retaba las
concepciones en torno a la Muerte que social e históricamente se han construido, como cuando el Pato le
explica a la Muerte que algunos de sus congéneres afirman que, al morir, se va al cielo o al infierno de
acuerdo a qué tan bueno se haya sido. La Muerte, silenciosa, no afirma ni desmiente dichas historias. Subida
a la copa de un árbol, cuando el Pato le pregunta si el estanque se verá solitario cuando él se haya ido, ella
solo afirma: “Cuando estés muerto, el estanque también desaparecerá, al menos para ti”. Usualmente
retratada como lejana, impenetrable y misteriosa, en el texto de Erlbruch la Muerte es representada como
amigable y cercana. El narrador afirma sobre ella: “Si no se recordaba quién era, hasta resultaba simpática”
(Erlbuch, 2007).
109
Propuse, para entonces, que los niños formaran grupos en donde realizaran un guion para una breve
obra de teatro en torno a la Muerte. Para este momento, la niña que había irrumpido en llanto, regresaba.
Debido a que, en aquella ocasión, no supe cómo reaccionar frente a su emocionalidad desbordada, he
comprendido ahora que, quienes leemos a los niños, debemos también ser capaces de contener corporal y
emocionalmente las posibles respuestas a la lectura. Pese a ello, el guión representó, así, el momento de la
experiencia literaria en donde los niños pudieron revelarme el impacto que en tuvo lo vivido a partir de lo
que Rosenblatt (1938) llama la transacción de significados entre el lector y el autor o, transacción literaria.
Para la autora norteamericana, en el momento de la lectura se realiza una especie de diálogo o transacción
entre el conjunto de conceptos y experiencias que el escritor ha puesto sobre su obra con los conceptos y
experiencias del lector. Es debido a dicha transacción que la obra literaria se configura como creación y
emerge un campo de significado conjunto, entre lector y autor. Un ejemplo claro de ello, y al que he hecho
referencia en la exposición de la situación problema que dio origen a este trabajo, es el diálogo que formuló
uno de los niños en torno a la Muerte: “La muerte tiene el poder de la oz un arma de destrucción de la vida.
Tiene a sus fieles zorros, la muerte no tiene amigos por eso su corazón es hueco y duro como una piedra.”
Figura 2
Diálogo de un niño sobre la Muerte tras la lectura de Erlbruch
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Lo que más me llama la atención de las líneas escritas por el niño es que, precisamente, se preocupa
por definir qué es la Muerte desde su mundo de significación. Después de haber estado en contacto con la
voz escrita de Erlbruch, nuestro lector emerge a través de lo escrito encontrando para él mismo el
significado y la representación de la Muerte; casi que podemos imaginarla: carga una hoz a sus espaldas y
con ella destruye a la vida. Además, diferente al personaje delineado por el ilustrador alemán, para este
lector que ha participado de una transacción literaria, la Muerte tiene un corazón duro y frío y hueco. Y
vaya ingrediente adicional, no tiene amigos. Seguramente, para el niño que escribió esto, la vida tenía
mucho que ver con la amistad, y si la Muerte parecía ser lo contrario a esta, seguramente no tendría a nadie
con quien contar. Es una visión nutrida de componentes riquísimos que, además, lograban revelarme una
parte del mundo de significados que aquel lector había transado durante la experiencia literaria de El pato
y la muerte.
Asimismo, una discusión acalorada me comunicaba de las resistencias y tensiones que la voz escrita
de Erlbruch había puesto sobre la mesa. Al acercarme a un grupo de niñas que parecían discutir
fervientemente, pude escuchar que debatían en torno al lugar o no lugar al que se iba cuando moríamos.
Una de ellas, cuyas opiniones siempre destacaban en el grupo, afirmaba que era atea, por lo tanto, no creía
que el Pato se haya ido a algún lugar. Simplemente, había muerto, y para ella, morir era el fin de todo. En
el otro lado, quien parecía ser su más renuente opositora, afirmaba que ella era católica y que, por lo tanto,
estaba convencida de que el Pato se había dio a descansar a algún otro lugar del plano de nuestra realidad.
Ambas estaban alteradas, y no querían dar su brazo a torcer. Finalmente, una de ellas, quien se declaraba
católica, afirmó que prefería pararse de ahí y no participar en la construcción del guión porque no podía
creer que otras personas pensaran que el Pato no se había ido a ningún lado.
Esta rencilla fue otro ejemplo claro de todo aquello que propicia el intercambio entre una voz escrita
y los significados del lector a partir de las situaciones y otros ficcionales creados, en este caso la de Erlbruch.
Ya que hubo una transacción literaria, la obra se constituyó en una realidad en sí misma y surgió como una
creación solo posible en el momento de su lectura, cuando emergió para cada uno de los niños, una visión
111
y perspectiva particular en torno a lo leído. Como lo afirma Rosenblatt, “el lector debe tener la experiencia,
“debe vivir a través” de lo que está siendo creado durante la lectura” (1933, p. 60). Ciertamente, cada niño
formó un circuito vivo entre la perspectiva particular de una voz escrita la suya propia en torno a la muerte.
A partir de ello, pude acercarme a las visiones que ocupaban el mundo de cada uno de los niños y
comprender cómo la lectura en voz alta los había interpelado y cuestionado acerca de sus propias verdades,
sentidos y experiencias.
Partiendo de ello, decidí que la siguiente lectura debía conectar con una experiencia que los
atravesaba en el común de su cotidianidad escolar: las luchas entre niñas y niños. Un poco más cercana a
los mundos que los habitaban, pude percatarme que el día a día en el aula y en los descansos estaba poblada
de divisiones y rencillas –sentidas hasta las lágrimas y el rencor- entre los niños y las niñas. Rehusaban
mezclarse y solían hablar abiertamente de lo mucho que el otro grupo les repugnaba, con sus actitudes, con
sus gestos, con sus formas de ser. Los niños eran retratados por las niñas como aquellos bichos raros que
no entendían, mientras que a los niños eso parecía tenerles sin cuidado, pero, al mismo tiempo, generaba
en ellos una especie de distancia que consideraban necesaria y que no parecían entender del todo. En
contadas ocasiones, uno de ellos parecía infiltrarse en el grupo de ellas, y era lindo ver cómo se trataban y
estaban juntos. Lo mismo ocurría en el otro lado, mucho menos frecuente.
Por todo ello, yo sentía que se acumulaban sentimientos encontrados, y percibía una necesidad
imperiosa de que cada uno pudiera expresar libremente todo aquello que parecía fastidiarle, pero, también,
que saliera a la luz todo lo que en realidad los unía. Fue así como llegué a seleccionar Tito y Pepita, de
Amalia Low (2018). Estos dos hámsteres hacían desternillar de la risa. Sus elaboradas rimas para atacar al
otro eran para mí un espacio literario propicio para el encuentro de significados entre la voz escrita de Low
y las experiencias y emociones que caracterizaban la cotidianidad de los niños.
Lo que pretendo afirmar aquí es que yo sentía que debía encontrar un libro que les permitiera
explorar las cavidades de su mundo interior e intersubjetivo (las rencillas, los odios y los amores, los
pequeños encuentros que rompían la división de los grupos y las razones de dichas divisiones) para que
112
este dialogara y encontrara asidero con el mundo de otros ficcionales (personajes) y situaciones que una
voz escrita hubiera elaborado. Quería abrir un puente entre todo aquello que muchas veces permanece
oculto al interior de sus mundos, sueños y anhelos, y los espacios ficcionales que propicia una voz escrita.
Para explicar esto, Cabrejo escribe un texto magnífico titulado La lectura comienza antes de los textos
escritos (1987). Allí, afirma que antes de entrar en contacto con un libro físico, ya llevamos un libro adentro:
el libro psíquico. “Hablo aquí del “libro” como metáfora porque el hombre no inventó el libro por azar sino
porque ya llevaba un libro adentro”. (Cabrejo, 1987, p. 5)
Al lado de este libro psíquico, elaboramos desde los primeros años de vida también el libro de la
intersubjetividad y el del mundo exterior, según el autor. Ciertamente, me interesaba a partir de la lectura
en voz alta de Amalia Low, que los sentimientos que constituían la cotidianidad de los niños y que poblaban
el mundo de su psique y por tanto el de su intersubjetividad, encontraran en la historia de Tito y Pepita un
espejo psíquico que les permitiera interpelar o reelaborar un conjunto de significados compartidos. Como
lo dice Cabrejo (1987): “¿Por qué les leemos a los niños? Para que descubran el sentido de los textos y así,
vayan construyendo el sentido de su espíritu” (p. 15). Estas eran mis pretensiones.
De ahí que, lo que resultó de esta lectura fue maravilloso: en efecto, las rimas no podían más que
animar el ambiente de la lectura y nos hacían a todos partir de la risa. Fue tanto el alboroto que generó la
historia de odio entre Tito y Pepita, que, para la lectura del siguiente libro de la saga, los niños me pidieron
que les asignara papeles de lectura, una niña fungiendo como Pepita y un niño fungiendo como Tito.
Después de la lectura en voz alta tan amena que el texto había generado, propuse a los niños que formaran
un grupo y a las niñas otro. El objetivo de cada grupo era crear una especie de batalla de rimas, entonces
cuando las niñas produjeran sus primeras rimas, los niños debían responder con otras. Formaron, así, el
Equipo Tito y el Equipo Pepita. Quiero, a continuación, presentar algunos de las rimas elaboradas por los
niños para su posterior análisis. 24
24 Las rimas que han sido trascritas aquí y los productos escritos restantes de esta intervención serán adjuntados en el
Anexo 2.
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1.Tito el feíto recuerdas la vez que vomitaste y tu cara empapaste
2.Tito: pendejito
Tu boca es como una babosa
para todas seria mas sano que
3.Tito el malcriado
aprenda a ser educado
Come vollo
eres tan apestoso
que parece que te tiras pedos a toda hora
4.Tito el podrido
¿Sera que tu baño tiene un daño?
Para todas seria mejor
que tu olor sea mejor
5.Tito el sapito
cuando comes manzana se te escurre la baba
mientras de tu nariz sale un moco con pis
y no sabes rimar
pues leerte me dan ganas de vomitar
6.Pepita la feíta eres como la loquita marranita
niñas creidas son muy cochinas
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al desayunar comen mocos con boyos
A pesar de que la actividad no generó impactos significativos en torno a las peleas cotidianas de
los niños, cabe resaltar que fue un momento de encuentro con la palabra a partir del juego y de la voz escrita
de Amalia Low. No solo asistimos al resultado y desarrollo de una experiencia literaria en donde
observamos la forma en que tiene lugar la transacción literaria entre la voz de una autora, sus otros
ficcionales representativos y el mundo psíquico e intersubjetivo de cada niño. Asistimos también al
reconocimiento de ese mundo de significado por parte de ellos. La creación de estas rimas puso en evidencia
todos aquellos sentimientos y experiencias que transitaban cotidianamente en el colegio. Como producto
de ello, se formó todo un campo de batalla en donde se tomó como referencia la voz de los personajes de
Amalia Low, constituyéndose en un insumo para la fabricación de sus propias rimas, expresando una
rivalidad de larga data.
La literatura trasciende cualquier moralismo o prejuicio. A través de ella, no solo nos podemos
sentir contenidos, sino también reflejados y representados. Este libro, con la voz escrita de una autora que
combina humor y sagacidad estética, permitió que los niños y las niñas se situaran frente a los sentires más
hondos que atraviesan su escolaridad como niños, amigos, compañeros y estudiantes. La experiencia
literaria está atravesada por la transacción de significados entre autor y lector -como lo observamos en la
lectura de El pato y la muerte- y también por el reconocimiento y reconstrucción de dichos significados.
Aquí, en este primer apartado de análisis, asistimos a dos momentos que dan cuenta de ello. Continuemos.
4.2.2 Leer a Roald Dahl: la inmersión profunda en una voz escrita
Para María Teresa Andruetto (2014), la lectura es, “además de aquella práctica solitaria exquisita
que a menudo referimos, un instrumento de intervención sobre el mundo que nos permite pensar, tomar
distancia, reflexionar…” (p. 111). Y, precisamente, se constituye en dicho instrumento porque interroga las
formas a partir de las cuales interactuamos con el mundo. Allí donde se ha establecido un concepto, una
percepción o un significado, la lectura llega a mostrarnos el grosor infinito de posibilidad que recubría
115
aquello que dábamos por sentado. Sin embargo, para que esto ocurra y la literatura se constituya en un
espacio vital en el campo de la construcción y la reconstrucción personal -parafraseando a Petit (2002)-,
será necesario que la lectura literaria se convierta, desde la más tierna edad de la infancia, en cabaña o
habitáculo donde nos sea posible tomar distancia del mundo interior y exterior, para ser capaces de elaborar
comprensiones, significados y sentidos que nos posicionen como sujetos que interpelan y dialogan con las
verdades establecidas, tanto del adentro como del afuera.
Esta fue la tarea que me propuse como maestra, cuando decidí leerles en voz alta –en tiempos de
pandemia- la novela Las brujas, de Roald Dahl (1983). Cuando leí el libro por primera vez lo que más me
impactó fue la representación que Dahl había construido en torno a un ser que, usualmente, solemos
imaginar con sombrero, escoba y verrugas terribles en el rostro. Basta con leer las primeras diez hojas del
libro para darse cuenta, inmediatamente, que estamos frente a una voz escrita que cuestiona un significado
naturalizado en torno a una representación del mal bastante usual. Con un humor que impacta, el escritor
logra delinear un concepto extravagante y casi que opuesto a aquello que imaginamos como bruja.
Esto me parecía fantástico, porque para aquel entonces yo ya estaba convencida de que la lectura
literaria debía ser una experiencia que interpelara el universo de significados, conceptos e imágenes que del
mundo nos habíamos figurado. Yo pretendía, al leerles en voz alta este libro, que los niños entraran en
contacto con la visión peculiar de la voz escrita de Dahl en torno al mal y al amor. Los otros ficcionales
representativos que el autor había elaborado en esta pieza literaria, resultaban representaciones diversas
que podrían acercar a los niños a un mundo en donde se ponen en juego la identidad, el amor y la valentía.
Los personajes serían una excelente oportunidad, para cada uno de ellos, de encontrar en la literatura
referentes de la condición humana y así de sus propios sentimientos.
Por otro lado, los niños recién entraban a un periodo de cuarentena. La expansión del virus SARS-
CoV-2 (COVID-19) ya había hecho mella en la mayoría de países latinoamericanos y, por lo menos en
Colombia, todos los colegios cerraban sus puertas. Por ende, cuando pensé en una propuesta de lectura
literaria en voz alta para todo un semestre lectivo, me encontraba buscando la forma de crear un espacio
116
que trascendiera los límites físicos y simbólicos recién impuestos a la vida de los niños, y se situara en un
lugar no común en donde tuvieran cabida la metáfora, la ensoñación y la posibilidad de vivir -así fuera por
reducidos instantes- a través de la piel de otros (los personajes) desde la invitación de un otro: la voz escrita
de Roald Dahl.
Con todo esto en mente, inicié la lectura en voz alta para los niños. Pretendía vincular su
cotidianidad con el encuentro literario ofrecido una vez por semana. Así que después de leer los primeros
capítulos, encargué un primer ejercicio a los niños: debían observar, muy cuidadosamente, si alguna de las
mujeres que transitaban por su cuadra, barrio o espacio cercano, podría tener las características que la abuela
del protagonista define como propias de una bruja. Les pedí identificarlas e iniciar un registro cotidiano del
motivo de sus sospechas y de aquellos gestos, morfologías o actitudes que las hubieran incitado. Con ello
pretendía que pudieran contemplar su mundo más próximo a partir de una nueva mirada: la ofrecida por la
abuela de la historia, quien aseguraba que las brujas llevaban siempre peluca, carecían de dedos en los pies,
expelían tinta azul de sus lenguas y en lugar de uñas poseían garras; sin embargo, todo estaba camuflado
bajo la apariencia de elegancia, glamour y encanto. Difícil hazaña identificarlas. A la semana siguiente les
pedí a los niños que entrevistaran a sus abuelas con el fin de indagar por las experiencias cercanas con
brujas que ellas pudieran haber tenido.
Ambos ejercicios tuvieron una finalidad clara: permitir que los niños contemplaran su realidad
cotidiana (observar las calles de su cuadra y pasar tiempo con su abuela) desde una nueva perspectiva: la
aportada por el personaje de la abuela en la novela. Ocurrió, para aquel entonces, que cada niño relató en
la clase la observación que habían hecho de su vecindario. Algunos mencionaron que no habían encontrado
a ninguna sospechosa. Otros, sobre todo quienes registraron de forma escrita la experiencia, afirmaron tener
miedo de que cualquier mujer pudiera ser una bruja, pues en el libro se describía la eficacia de su camuflaje
de forma tan exacta, que ahora a ellos les parecía casi imposible no diferenciar entre una mujer buena y
aquella que, en realidad, fuera una bruja. En suma, podía darme cuenta de que los niños aceptaban el pacto
ficcional que yo, desde la voz escrita de Roald Dahl, les proponía. Surgían preguntas como: ¿Aquella señora
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que siempre se muestra tan amable con los niños, no será una bruja que los convierte en las noches? O,
“Esa señora que nunca devuelve la pelota ¿no será una bruja?”.
En medio de dichas conversaciones, surgió incluso la pregunta más temida. Los niños me dijeron:
¿No serás tú, Leidy, también una bruja? Las risas no se hicieron esperar, junto con mi respuesta: “De pronto,
no sabemos”. Así fue como este ejercicio me reveló una primera certeza en torno a la lectura literaria en
voz alta: a través de ella les era posible a los niños nutrir la relación entre su mundo interior y su mundo
exterior, teniendo que, tanto el primero como el último eran brevemente puestos en tensión a partir de
significados que recién comenzaban a ser explorados y que, además, permitían el nacimiento de un aura
vibrante que a todos nos eclipsaba. Este ejercicio, que dio pie a múltiples preguntas en los niños, significó
el establecimiento de una relación entre el mundo del afuera y del adentro a partir de una mirada, la de la
voz escrita de Roald Dahl.
En este sentido, Petit (2002), en su investigación en torno a ¿qué buscan los niños en sus libros?
Encuentra que, para ellos, “la lectura era un medio privilegiado para elaborar su mundo interior… y para
establecer su relación con el mundo exterior” (p. 15). Y es que, precisamente, si nos detenemos en la
observación llevada a cabo por los niños, a partir de la búsqueda de la bruja de su cuadra o entorno cercano,
encontraremos algo revelador: el haber identificado a una bruja dependía de las acciones que aquella mujer
observada llevara a cabo, tales como: no devolver la pelota a los niños, poseer un grave mal genio, dar
muestras de soledad en su casa y de no poseer amigos o cercanos y por lo tanto estar arropada bajo un cierto
hálito de misterio, mirar mal y no saludar a los niños, entre otras.
Ahora, es importante resaltar que, pese a que la abuela del protagonista de Las brujas (1983) nos
había brindado una descripción detallada de cómo lucía una bruja, los niños buscaron a la bruja de su
vecindario basándose en criterios que ellos mismos decidían utilizar para su descubrimiento. Dichos
criterios se basaban en las significaciones de su propio universo interior, revelándome con sus búsquedas
qué era lo que ellos consideraban como malévolo, sospechoso o incluso maligno. Para encontrar a la bruja
de su vecindario, si es que la había, debían, por lo tanto, situar la realidad desde una nueva perspectiva y
118
encontrar para ellos mismos el significado de lo que podría considerarse motivo de sospecha en alguna
mujer contemplada desde su ventana. A continuación, uno de los resultados de la observación y la entrevista
con la abuela antes mencionada. (El resto de los productos de los niños serán adjuntado en el Anexo 3)25
Figura 3
A partir de productos como este y de la lectura de las primeras hojas de este libro, yo podía ver que
el libro suscitaba en ellos reflexiones en torno a lo que consideraban bueno o malo, bondadoso o perverso.
25 El texto del niño que veremos a continuación fue elaborado en Power Point, por ello las imágenes tienen dicho
estilo.
119
Si, como lo plantea Petit (2002), la lectura nos permite elaborar dicha relación entre el mundo interior y el
exterior, es precisamente porque, como ocurrió con Las brujas, la lectura misma los posicionaba en un
lugar donde era necesario interrogar la voz escrita de Dahl en relación con las propias concepciones que
ellos tenían. A lo largo del semestre estas concepciones salieron a la luz y me comunicaban, mucho más
que certezas, las preguntas que con el libro los niños le empezaban a hacer al mundo y su yo interior.
Como lo plantea Andruetto (2014): “Los libros son puentes entre personas, puentes para ‘aprender
a pisar, a sostenerse’, como lo dice la poeta Circe Maia. La literatura no es solo un conjunto de palabras
colocadas en armonía sobre la página, también es pensamiento” (p. 117). Esto permite que, precisamente,
los niños puedan hurgar en las aristas de su propia condición. Buscar a la bruja del vecindario implicaba,
por ejemplo, descubrir los signos de maldad que se podían detectar en el mundo cotidiano, o encontrar para
sí mismo las cualidades de quien pudiera resultar motivo de aversión, miedo, sospecha. Todo ello, mucho
más que una observación, constituía una forma de hacer de la lectura literaria el comienzo de una relación
que indaga y busca por los significados internos que nos mueven, pero, al mismo tiempo, aquellos puentes
entre el adentro y el afuera que tejemos.
Esta búsqueda propiciada por la lectura literaria, implicaba que los niños me expresaran todo
aquello que, a partir de lo leído, acudía a su encuentro: el miedo, el asombro, la tristeza, la visión horrorizada
ante la maldad o la bondad de algún protagonista, etc. En el caso de Dania, por ejemplo, era necesario
hablar de miradas divergentes en torno a la representación que, de las brujas, la voz escrita de Roald Dahl
había dibujado. Un día me dijo: “Leidy, también es necesario decir que las brujas en la antigüedad eran
mujeres muy sabias, a las que las mataban por eso, pero ellas no eran malas”. También, otro día, Juana
declaró con bastante consideración: “Leidy, no te ofendas, pero yo no creo que las brujas existan”. Y estaba
también quien, como Inti, me declaraba en cada sesión de lectura en voz alta cosas como: “Leidy, esto me
da mucho miedo, pero quiero seguir” o “Leidy, esto que está pasando está demasiado, demasiado
emocionante”.
120
Los niños, en definitiva, estaban elaborando a partir de la lectura literaria lo que Petit (2002) llama
una posición de sujeto, pues ello implica adoptar formas de interrogar al mundo desde las verdades
establecidas y todo aquello que alguna vez creímos incuestionable. Dicha posición de sujeto significa ser
capaz de construir identidad a partir del propio descubrimiento de los sueños, miedos y anhelos más íntimos
(Petit, 2002). Así, la lectura literaria nos otorga, como ocurrió con el grupo de niños a quien leí, la
posibilidad de construirnos en el terreno de lo personal y de lo intersubjetivo. Cuando escuchaba a los niños
decir: “Esto me asusta, pero quiero seguir escuchándote” o cuando afirmaban estar de acuerdo o en
desacuerdo con la forma en que el personaje central decidía enfrentar las situaciones, o se hallaban
conmovidos por la imagen –humana y enternecedora- de la abuela acompañando a su nieto; entonces
descubría en ellos el deseo de declarar -para sí mismos y para otros- las convicciones y los deseos personales
que los acompañaban, al igual que los miedos que se atrevían a enfrentar de cara a la visión aterradora de
las brujas construida por Dahl.
Sentirnos dueños de nuestras pasiones, de los anhelos que alimentan los días vividos y el porvenir,
estar al tanto del universo infinito que puebla nuestras vidas, ser capaces de reconocernos en medio y a
través de los otros, querer compartir con esos otros nuestra voz o querer ser con ellos en medio del silencio.
Los niños lo estaban aprendiendo: su escucha atenta a las entonaciones de mi voz, a las marcas de mi
espíritu a través del cuerpo y que la pantalla les permitía entrever, constituyeron las primeras barricadas
que formamos para hacer del espacio de lectura literaria en voz alta, un lugar que a cada uno le perteneciera
por completo. Estábamos edificando los primeros peldaños –cada uno a su peculiar manera- de lo que Petit
(2002) llama un espacio privado, un espacio íntimo.
Ahí en donde cada uno se situaba frente a la lectura, desde la expresión de sus convicciones, dudas,
miedos y posiciones frente al texto, nos hacíamos un pequeño refugio o cabaña que, como lo expresa Petit
(2002), luego se convertiría en alfombra mágica para sobrevolar la inmensidad de los mundos posibles que
Roald Dahl delineaba para nosotros. En el refugio en el que la lectura nos permite resguardarnos de la
intemperie, podemos aprender a contemplar desde una distancia necesaria la realidad de nuestro mundo
121
interior y todo lo que concurre en el exterior. En el espacio de lectura literaria con los niños, contemplamos
la muerte de los padres del protagonista, acompañamos el momento en que su abuela enferma, asistimos a
su lucha conjunta contra las brujas después de que el nieto ha sido convertido en ratón y, finalmente, se
presenta ante los lectores un diálogo que no puede menos que enternecer: “-Cariño –dijo ella, al fin- ¿estás
seguro de que no te importa ser un ratón el resto de tu vida? -No me importa en absoluto –afirmé-. Da igual
quién seas o qué aspecto tengas mientras alguien te quiera.” (Dahl, 1983, p. 275)
Este retrato del amor, uno de los momentos finales de lectura en voz alta, me había conmovido
tanto que me fue inevitable no llorar. Una niña, angustiada, me dijo: “Leidy, si tú lloras todos nos ponemos
a llorar, por favor no llores”. Ahí estaba esa secreta complicidad, ese hilo que teje la lectura y que nos
permite vivir a través de los otros y, además, forjar una intimidad necesaria con el universo de significado
que transita en nuestras geografías personales. Las expresiones de los niños, desde sus gestos hasta su voz
o su silencio, me enseñaban la forma en que cada uno se sentía inmerso en la profundidad del dolor, el amor
y la risa que Roald Dahl traza para nosotros.
Prueba de ello fue la preparación de las pociones o recetas mágicas. Con el fin de proponer salidas
emocionales a los temores que algunas partes del libro habían generado a los niños, convoqué a preparar y
exponer recetas o pociones mágicas para combatir a las brujas. Eran libres de utilizar los ingredientes que
quisieran y la fórmula que mejor les funcionara. Observemos los resultados:26
Figura 4
Poción de Los magos futuristas:
26 Los nombres de los equipos, conformados por una pareja de niños, fueron designados por ellos mismos.
122
Figura 5
Poción de Las brujas de los chitzu:
123
Figura 6
Poción mágica
Así es como las niñas que formaron el grupo de Las brujas de los chitzu y todos los grupos de
magos o hechiceros que se proponían combatir a las brujas con su poción mágica, disfrutaban con elaborado
esmero de la cabaña o refugio que constituía nuestro espacio literario para, ahora, convertirlo en alfombra
mágica. Uno de los ejercicios que más me conmovió fue el de estas brujas de los chitzu, precisamente,
porque a una de ellas la conocía de hace más de un año y su amor por los perros me era bastante familiar.
Sin embargo, cuando escuché el nombre del grupo y vi la forma en la que ella y su amiga habían elaborado
124
esta poción mágica, supe que, en efecto la voz escrita de Roald Dahl había propiciado un diálogo
apasionante con su amor más entrañable: los perros chitzu.
Este diálogo, que además fue expuesto también por todos los otros grupos de niños, me permitió
comprender que el habitáculo construido al fragor de la lectura literaria de una voz escrita tan poderosa
como la de Roald Dahl, se había convertido en un lugar íntimo desde el cual cada niño no solo transaba
significados con el autor (Rosenblatt, 1938), sino que también se encaminaba a la edificación de un nuevo
sentido de su propia experiencia vital. Cuando una de las brujas de los chitzu dice, como si casi hubiera
olvidado algo fundamental: “…a y la poción mágica es antimaltrato animal” se posiciona como un sujeto
que interpela, dialoga y esculpe senderos posibles desde lo leído y lo experimentado en su intimidad, para
nutrir el gran relato de su pasión por los animales.
De esta manera construimos el espacio de diálogo entre mundo interior y exterior, los niños se
situaron en el lugar de otros ficcionales representativos a partir de la voz escrita de Roald Dahl (1983) y
nos fue posible elaborar habitáculos de sentido, incluso en medio de la interacción a la que las pantallas nos
limitaron. Sin embargo, antes que obstáculo, pude comprobar en medio de la lectura en voz alta desde la
distancia, que esta constituye una forma rica, poderosa y absolutamente transformadora de vivir la
experiencia del lenguaje a partir de las realidades que constituye a cada uno de los niños. Fueron sus voces
las que me permitieron conocer de primera mano la forma en que la literatura nos libera de lo impuesto y
nos permite construirnos o reconstruirnos desde el sueño y la metáfora.
4.3 Hacia una reconquista de la vida: del contacto con lo literario a las primeras marcas de una voz
escrita
Hemos arribado a la última categoría de análisis, y, como quizá el lector ya lo haya sospechado,
nos hallamos frente al puerto de la escritura. Después de haber conversado en torno a lo literario y todas
aquellas experiencias que conformaron un corpus de sentido desde mi hacer pedagógico como maestra en
formación, es menester dialogar en torno a dos espacios que, en el aula con los niños, se convirtieron en
125
viaje hacia lo escrito. Dicho viaje, limitado debido al establecimiento repentino de la educación desde la
virtualidad, no contó con suficiente tiempo, por lo que el análisis de lo que allí aconteció es solo el abrebocas
de un largo camino que, espero, podamos recorrer durante mucho tiempo cientos de maestras.
El relato y consecuente análisis de las experiencias que ahora nos ocupan tendrá como elemento
esencial y trasversal, algunas de las escrituras producidas por los niños27. Pretendo buscar en estas, las
marcas de su propia singularidad y las formas en que cada uno se situó frente a la hoja en blanco desde los
encuentros o desencuentros con el amplio paisaje interior de sueños, miedos, pasiones y anhelos que
pueblan sus vidas. José Luis Pardo, citado por Larrosa (2015), dice: “Toda palabra lleva en su ser la marca
ilegible de la intimidad” (p. 10). Desvelemos, pues, dichas marcas sobre las escrituras de los niños.
4.3.2 Los primeros rastros de la voz escrita
A continuación, quiero presentar la fase final del proyecto de lectura literaria en voz alta de la voz
escrita de Roald Dahl (1983), llevada a cabo durante el último semestre de mi práctica pedagógica. En esta
fase final pedí a los niños la escritura de cuentos en donde partieran de la pregunta por ¿qué pasaría si una
bruja me atrapa?, pues nos hallábamos atravesando junto al protagonista su etapa como niño transformado
en ratón por el hechizo supremo de la Gran Bruja. Antes de solicitar a los niños escribir, dialogamos en
torno a las posibilidades de que una bruja nos convirtiera, ya fuera en pájaro, en tigre, en piedra, en muñeco,
en vaso o incluso en armario.
El momento de desarrollo teórico del trabajo en el que me encontraba, me había permitido
comprender que la escritura no podría tomar un lugar vital en la vida de los niños, si ellos no se habían
acercado antes a la lectura de voces escritas y sus otros ficcionales representativos. Estos, representando la
condición humana a partir de la creación de universos de posibilidad, sentido y experiencia, serían para los
niños una puerta de apertura hacia el relato de sus propios mundos ficcionales. Porque, como ahora sabía,
27 Todos los productos escritos y gráficos elaborados por los niños durante la experiencia de lectura literaria serán
adjuntados en el Anexo 3.
126
la escritura tiene que ver con el viaje que emprendemos desde el interior de nuestro mundo para hilar
ficciones, narraciones, pasiones e intereses con el mundo del afuera. El escritor, como lo plantea Murray
(1982), sería en consecuencia un explorador de diversos territorios y su consiguiente geógrafo.
Debido a dicho desarrollo teórico, mi propio posicionamiento frente a la escritura en el aula se
había modificado. Prueba de ello es la diferencia que encontraba entre las intervenciones en torno a la
lectura de Roald Dahl (1983) y las que llevé a cabo un año atrás, en las que pretendía que los niños
entablaran una correspondencia escrita con un insecto que llamara su atención. Debido a que no había
presentado a los niños ninguna voz escrita y el pacto ficcional que les proponía era bastante pobre, el
resultado fueron cartas en donde los niños no se sintieron llamados vitalmente a escribir. Ahora, en cambio,
yo podía observar un nuevo posicionamiento frente a lo escrito en donde cada uno de ellos se sentía
profundamente vinculado con su creación escrita. 28
Todo ello era una consecuencia inevitable de la inmersión en la voz escrita de Roald Dahl (1983).
Este nuevo posicionamiento de los niños frente a lo escrito tenía que ver con los meses transcurridos
viviendo a través de la piel de los otros ficcionales elaborados por el autor. Escribir no era una petición
vacía, deambulando en el aire. Era, como en la escritura de los hypomnémata, la posibilidad de recogerse
en lo dicho por otros para construir fronteras de realidad, sentido y experiencia. Los niños habían transitado
por reflejos de sus sentimientos y por representaciones caleidoscópicas de la condición humana; además de
haber jugado (pociones mágicas, fichas de observación de brujas) con dichas representaciones y reflejos.
Por ende, escribir tendría que ver con la apropiación de aquella multiplicidad de voces, discursos y
situaciones.
Era el momento, así, de convertir lo leído en el puente hacia sus propias posibilidades creativas y
enunciativas como sujetos. Porque, si como lo dice Foucault (1994) respecto a los hypomnémata: “El papel
28 Las escrituras de los niños en esta actividad con los insectos serán reunidas en el Anexo 4, con el propósito de que
el lector observe la diferencia entre una escritura que se presenta ante ellos como tarea escolar y desde un pacto
ficcional pobre o poco creíble, y la escritura nacida a partir del contacto con una voz escrita y el establecimiento de
un espacio ficcional amplio y enriquecido.
127
de la escritura es constituir, con todo lo que la lectura ha constituido, un cuerpo” (p. 296), comprendemos
que las escrituras de los niños, en esta oportunidad, se erigirían como un poderoso entramado de ficción e
intersubjetividad debido a la influencia de la voz escrita de Roald Dahl, quien había edificado para ellos
diversidad de matices y tonalidades dentro del mundo ficcional representado en sus personajes. Solo a partir
de ello sería posible para los niños acercarse a una escritura constitutiva de sentido, y producida desde el
centro de significación elaborado por la voz escrita a cuya exploración nos habíamos entregado.
El espacio ficcional, cabaña mágica o habitáculo de sentido que creamos a lo largo del semestre
con y a partir de la lectura literaria en voz alta, representó el inicio de un viaje de exploración del mundo
interior de cada niño y de las relaciones entretejidas con los otros y el mundo circundante. Este espacio se
convirtió en un lugar anclado en lo que Graciela Montes (1999) denomina frontera indómita y que, en sus
propias palabras, “se trata de un territorio en constante conquista, nunca conquistado del todo, siempre en
elaboración, en permanente hacerse; por una parte, zona de intercambio entre el adentro y el afuera, entre
el individuo y el mundo, pero también algo más: zona liberada. El lugar del hacer personal” (p. 22)
Ahora bien, sin ese territorio siempre inmenso y cambiante de la frontera indómita, en donde se
instalan el arte y la literatura, es imposible instaurar en el aula una escritura que ensanche la experiencia de
los niños a partir del contacto con las voces escritas y sus personajes ficcionales. Sin la frontera indómita
en la cual nos adentramos el viaje que iniciamos nunca hubiera culminado en la elaboración de productos
escritos que hicieron de lo leído un cuerpo con fuerza, con sangre, (Foucault, 1994) nacido de la experiencia
literaria y vital de cada uno de los niños. Por ello, considero ahora pertinente que el lector pueda observar
los textos elaborados en este espacio por los mismos niños cuyos textos enseñé en el apartado anterior.
Quiero que podamos identificar la diferencia entre una escritura nacida al fragor de una voz escrita y un
128
territorio de frontera indómita y los textos presentados en el Anexo 4. A continuación, algunos de los
textos.29
Figura 7
La última bruja
“Y aunque era pájaro fui muy feliz, por tres cosas”. Es imposible no leer esto y sentirse conmovida.
¿No es esto el inicio de una exploración en el propio mundo interior? ¿No es esto el resultado de la acogida
de una voz escrita y sus otros ficcionales para transitar en un viaje a través de lo escrito por los propios
arrabales del sentido y de la experiencia? En definitiva, la niña esculpe para ella a través de lo escrito las
razones que pudieran ser motivo de felicidad. Detectamos, una vez más, no solo los rastros de la historia de
Las brujas (1983) (la descripción que la niña hace de la bruja pertenece al libro) sino que, además, vemos
cómo ella construye los matices de una nueva historia a través de la cual brotan nuevos sentidos.
Figura 8
29 Debido al contexto virtual en que se inscribió este espacio ficcional en torno a la voz escrita de Roald Dahl (1983),
la mayoría de los textos que presentaré a continuación fueron producidos por los niños en herramientas virtuales, como
Power Point o Word.
129
Quizá no recuerde a un niño más apasionado por la lectura de Roald Dahl (1983). Un día, declaró:
“Leidy, yo me voy a comprar ese libro así sea la última cosa que haga en mi vida”. Y es imposible no
observar el resultado de dicha pasión y entrega a la historia en la escritura que de ello resultó. Estamos
frente a una historia riquísima escrituralmente: una bruja que lo convierte fingiendo ser su amigo, una amiga
que lo ayuda a escapar del hechizo, la escritura que le ayuda a comunicarse, la imposibilidad de comunicarse
siendo un perro cuyo lenguaje es inaccesible a su familia. Se lee la influencia del final de la historia de Las
brujas, en la que al protagonista no le importa quedar atrapado en el cuerpo de un ratón, pues da igual quién
seas o qué aspecto tengas mientras alguien te quiera (Dahl, 1983, p. 275). Sin embargo, toda la historia
presenta dilemas y escenarios que han sido producto del propio recorrido a través del espacio literario de
este niño apasionado por la historia narrada a lo largo del semestre. Además, pregunta: ¿debo continuar?
Aquí se ha instaurado, sin lugar a dudas, el deseo de escritura.
Figura 9
La bruja que me convirtió
130
Hay muchos elementos de este cuento que me llamaron la atención. El primero de ellos es que la
poción mágica realizada con su compañero sirviera en la historia ficcional aquí creada. La segunda es que
la niña dice “La señora revelaba su secreto, era una bruja “horrible”. Y lo tercero, que no deja de
maravillarme, es que fuera esta misma niña que en la carta a su insecto tan solo escribiera tres renglones
inconclusos. Todos estos elementos conjugados constituyen una escritura en donde podemos entrever
misterio, ficción, impresiones y una situación de la que se logra salir victoriosa a partir de una actividad
planteada en el espacio de lectura literaria.
Figura 10
París y la niña ratón
131
Al leer este texto, algo me sorprende gratamente: si nos detenemos en la parte en que la niña dice
“la habían secuestrado las 3 brujas la maltrataban, pero no la convirtieron en ratón o algo así”, este sencillo
renglón resulta nada menos que revelador. Podemos sentir que casi ella dialoga con la voz escrita de Dahl,
en cuyo libro el niño es convertido en ratón. Y ella le aclara “oye, pero aquí mi protagonista no es convertida
en ratón, como en tu libro”. Esta historia no solo impacta por eso, sino también porque se desarrolla en un
amplísimo rango de tiempo; años enteros. Podemos leer a través de la narración, el recorrido al que nos
invita la niña partiendo de las construcciones que ha elaborado escuchando a Roald Dahl y haciendo
dialogar su voz escrita con su mundo interior. Es por ello que dice: “porque la niña era miserable desde que
la secuestraron”. Conmueve y hechiza el mundo ficcional elaborado por una de las participantes de mi
espacio literario.
Estas son algunas de las escrituras que produjeron los niños al final de nuestro espacio de lectura
en voz alta. Y así es, también, como pretendo concluir el análisis de algunos de los momentos más
importantes a lo largo de dos años de práctica pedagógica y análisis teóricos en torno a la lectura y la
escritura. Es menester decir que, pese a que no fue posible realizar un proceso de creación escritural mucho
más continuo y que fungiera como taller, en términos de McCormick (1986), si fue posible que los niños
se acercaran a la edificación de las primeras marcas de su propia voz escrita a partir, precisamente, del
encuentro con Roald Dahl y los otros ficcionales del libro Las brujas (1983).
132
Si bien el viaje concluyó con productos escritos que me revelaron las formas en que las voces
escritas constituyen el deseo de escritura en la infancia, es necesario aclarar que la experiencia literaria en
sí misma constituyó un viaje de sentido para mí y para los niños. Será motivo de investigación en mi futuro
como maestra, seguramente, el desarrollo paulatino de la voz escrita en los niños. Por ahora, quiero citar lo
dicho por Larrosa (2008) en una conferencia magistral titulada Aprender de oído :
“La voz sería algo así como el sabor y la resonancia de la lengua, sus arrugas, sus manchas, sus
sombras, su cuerpo… al sujeto, al que habla, al que está presente en lo que dice, le tiembla la voz.
Eso es seguramente la voz, la presencia en lo que se dice, la presencia de un sujeto que tiembla en
lo que dice” (pp. 2-6)
En las escrituras que contemplamos aquí hay un sujeto cuya singularidad se escribe a través de las
líneas, cuya forma de elaborar sentido y de dialogar con sí mismo y con el mundo a partir de lo escrito, se
convierte en presencia. Esto es el nacimiento de una relación con lo escrito a través del establecimiento de
las primeras marcas de una voz escrita en la infancia.
133
5. REFLEXIONES FINALES
Al comienzo de este trabajo, tenía claro que pretendía explorar los senderos a transitar si, como
maestras, deseamos instaurar la escritura en la vida de los niños como la posibilidad de edificarse y
reconstruirse a sí mismos. Me interesaba alejarme de las miradas que la definen como la capacidad de
comunicar o trascribir el pensamiento y quería situarla en tanto experiencia de sentido. No tenía claro de
qué manera sería posible, pero quería encontrarlo. A medida que transcurrieron las lecturas y encuentros
entre los autores abordados y yo, me erigí a mí misma con una renovada conciencia, pero ya no solo frente
a la escritura sino también frente a la literatura en la infancia.
En una de las primeras tutorías, mi directora me encargó la lectura de varias conferencias
fascinantes de Evelio Cabrejo, en donde la figura del otro como aquel que abre las puertas de la percepción,
del sentido y de la experiencia del vivir, es crucial en el desarrollo psíquico del niño y la construcción de
su intersubjetividad. A partir de ahí, empezó un viaje en el que descubrimos que también ocurría esto en la
literatura, con una particular diferencia: el otro en este caso se presentaba ante el niño a través de la
edificación de lo que he denominado voz escrita. Desde lo planteado por Cabrejo, quienes rodean al niño
deben prestarle su voz y a través de esta permitirle edificar el mundo de su psique. En la literatura, a partir
de los postulados de autores como Larrosa, Petit, Andruetto y Montes, encontré que también quienes
escriben para los niños, son puerta de edificación del mundo a partir de la voz escrita que han elaborado.
Esto constituyó un importante descubrimiento y me permitió labrarme una nueva relación con el
mundo de lo literario. Ahora comprendía que la construcción de la alteridad que propician la lectura literaria
y la escritura constituye la posibilidad de encontrarnos a través de la mirada de los otros para sentir y pensar
asentados sobre el suelo de nuevos horizontes. Por ello, enfoqué mi trabajo conceptual en explorar toda
apertura y encuentro del y con el mundo que las voces escritas movilizan en la vida de los niños.
Dicho descubrimiento representó la puerta de entrada a una nueva percepción de la escritura: si
queremos que se constituya en el aula desde el sentido, la vida y el mundo interior de los niños, es
134
fundamental que ellos estén en contacto permanente con las miradas y universos que las voces escritas, con
sus otros representativos ficcionales, han edificado. Porque, precisamente, representan una de las vías que
tenemos los seres humanos para entrar en contacto con fronteras y mundos posibles, a través de los cuales
podríamos ser capaces de mirarnos con nuevos ojos y contemplar nuestro universo de significados
personales desde ángulos diversos y enriquecidos.
Dichas voces escritas, en consecuencia, representan la inaplazable oportunidad de mirar al mundo
con una posición de sujeto, que es capaz de despojarse de cualquier armadura o resistencia para darle paso
a la construcción de la vida como viaje pletórico en tesoros y territorios inexplorados. Esto constituye la
condición fundamental para que la escritura en el aula sea el derecho de los niños a decir-se, a declarar-se
y a constituir-se en tanto viajeros que son capaces de transitar los senderos de su experiencia y de sus
sentidos con el equipaje que otros han ayudado a construir. Es, además, la formación de la conciencia de
que podríamos tener la oportunidad de recorrer dicho viaje vital acompañados de la fuerza de aquellos que
se han atrevido a cuestionar, reflexionar y meditar en torno a la condición humana.
En ese sentido, podríamos afirmar que el viajero que contempla el paisaje del mundo a través de la
lectura literaria también podrá hacerlo desde la escritura, porque tanto la una como la otra nos permiten
abrir un amplio campo de significado en nuestra vida para hacer de ella algo más que un tránsito obligado
por la tierra, y convertirla en la posibilidad de construir, para los otros y para sí mismo, valiosos márgenes
de libertad y responsabilidad frente a las necesidades, anhelos y sueños que crecen en nosotros. Muchas
veces descubrimos que, como adultos, estas posibilidades nos han sido negadas desde la más tierna infancia,
y cuando nos convertimos en maestros, nos hallamos frente al mandato de educar seres libres, críticos y
responsables para descubrir que ni nosotros mismos contamos a veces con las herramientas para serlo.
Por ello, es imperativo que podamos tener la posibilidad de pensar el mundo desde muchas
perspectivas, y así sentir que el significado de la amistad, el dolor o la felicidad y cualquier otro carácter de
nuestra condición, antes que reducido y pobre, es ilimitado e infinito. Por ende, necesitamos ofrecer a los
niños la gran gama de posibilidades que esculpen las voces escritas: para que construyan el sentido de su
135
espíritu y este sea fortalecido a través de la divergencia de mundos posibles, de metáforas y ensueño; de
incertidumbre y búsqueda constante por el significado.
Sin embargo, como lo plantea Montes (1999) respecto al trabajo que como maestras tenemos en
este campo: “es muy difícil ayudar a ensanchar la frontera de otros cuando la propia está encogida,
apelmazada. Es imposible que la cultura se convierta para otros en experiencia cuando para uno es solo un
dato del mundo exterior, un trámite”. (p. 55). Es por ello que también abogo en este trabajo porque nosotros
mismos, como maestros, tomemos posición frente a la literatura y a la escritura en la vida de los niños. Si
pretendemos ensanchar sus fronteras a partir del establecimiento de diversos espacios ficcionales, entonces
debemos ser maestros que leen y escriben, y cuyo lugar en el mundo esté en permanente cuestionamiento
gracias a las lecturas y escrituras vitales realizadas.
Necesitamos pensar en la influencia de las voces escritas para el nacimiento de la voz escrita en el
niño a partir de la creación de espacios ficcionales en el aula, como he señalado en el análisis; puesto que
enseñar a edificar una voz desde la infancia representa una valiosa oportunidad para los niños de nutrir sus
relaciones con el mundo exterior y con el interior. Esta oportunidad les ha sido negada en muchas ocasiones,
como yo misma lo evidencié a lo largo de mi práctica pedagógica. En los diálogos que tantas veces entablé
con ellos, encontré poderosos universos ávidos de fronteras indómitas, cabañas y alfombras mágicas. Es
nuestra misión ensanchar sus fronteras edificando para ellos caminos en donde se sientan con la libertad de
enunciar y constituirse, pues como lo dice Andruetto (2014),
acercar la palabra a quienes más carecen de ella, hacer que tengan voz y voto en una suerte de
“nuevo naufragio universal”, es algo que todavía debemos construir. Cuando leemos, enseñamos,
escribimos o ayudamos a otros a leer, enseñar o escribir, las palabras nos vinculan al mismo tiempo
a lo individual y a lo social (p. 110)
En aquel nuevo naufragio universal, podemos pensar en ensanchar las fronteras de los niños, en
labrar para ellos caminos para tomar distancia de sus emociones y del mundo, repensar las relaciones con
136
este, crear espacios en donde la metáfora, la ficción y la imaginación se conviertan en el centro del trabajo
escolar y una de las razones para hacer de la escuela y del mundo lugares más habitables. Para ello, los
maestros debemos constituirnos en habitantes de la palabra escrita, acompañando el viaje del yo lector y
del yo escritor (Murray, 1982) que pretendemos formar en los niños desde la conciencia del propio yo lector
y yo escritor que nosotros mismos hemos construido. No seremos capaces de acompañar su viaje a través
de lo escrito si nunca hemos estado interesados en transitarlo o si en nuestro interior ninguna voz escrita
nos ha emocionado o permitido repensarnos. En este sentido, Andruetto (2014) trae a colación la reflexión
de una maestra:
Escuché decir a una maestra: “Quiero ser un puente sencillo entre los libros y mis alumnos”. No sé
si hay una definición mejor para un maestro, en cualquier nivel educativo, que la de ser un puente
por el que transita un saber recibido, procesado en el crisol de lo más personal, puesto en discusión
en el espejo refractario de la propia ideología, para pasarlo luego como un saber que se desea legar
a los que llegan, un saber que, según consideramos, los que nos siguen no debieran perder para que
la vida se les haga más intensa, de mayor espesor, con más entidad e identidad, o sencillamente
más soportable (p. 113)
Por todo ello, a partir del presente trabajo he podido concluir que, en definitiva, si queremos que la
escritura en el aula se convierta en una práctica de sentido y que les permita a los niños construirse y
reconstruirse en tanto sujetos con su singularidad peculiar, es necesario que estén en contacto con las voces
escritas que, como maestras que leen y escriben, somos capaces de seleccionar como las mejores para fungir
como espejos de la condición humana. Elegir las voces escritas que podrían abrir para ellos un camino de
enunciación y sentido, resulta la primera tarea que nos compete a quienes enseñamos a leer y escribir.
En segundo lugar, es inviable pensar la escritura en el aula como separada de la literatura. Si
partimos del concepto que he acuñado en esta monografía y al que he dado el nombre de voces escritas,
podríamos decir que a través de ellas los niños empiezan a escribir desde la conciencia de que, al igual que
otros, ellos son capaces de crear mundos posibles, significaciones y espejos de su propia existencia, de sus
137
intereses y del mundo que los rodea. Sin este espejo fundamental de quienes le susurran al oído sobre la
necesidad de mirarnos, de pensarnos y de construirnos en nuestras relaciones con los otros, los niños no
podrían elaborar ellos mismos sus concepciones y experiencias con el mundo a partir de la escritura.
Esto implica pensar, por lo tanto, que no se puede enseñar a escribir si no les leemos en voz alta ni
creamos junto con ellos nichos de ficción en el aula. Y con esto también quiero decir que debemos tomar
distancia de las prácticas de enseñanza de la lectura y la escritura en las que se manda a leer a los niños un
libro, de baja o alta calidad, y luego se les pide un resumen sobre personajes y situaciones de la historia;
Debemos enseñar a leer y a escribir como prácticas contenidas en sí mismas, inseparables entre sí y cuyo
sentido se constituye desde la necesidad de construir el mundo interior y de edificar las formas en que
deseamos relacionarnos con las experiencias y realidades que atraviesan a cualquier ser humano.
Tristemente, he encontrado que se tiende a creer que los únicos que necesitan de la lectura en voz
alta son los niños pequeños. Yo también lo creía. Sin embargo, leer a niños de nueve años las doscientas
catorce páginas que contiene la historia de Las Brujas (1983), a lo largo de varias semanas y de manera
ininterrumpida, me enseñó todo lo contrario. A cualquier edad necesitamos de la lectura en voz alta, porque
a cualquier edad necesitamos edificarnos, pensar, sentir, encontrar, construir posibilidad y sentido, en tanto
que esto representa una necesidad vital. La lectura literaria es una de las vías a través de las cuales podemos
hacerlo, y despojar a los niños de esta es privarlos de un derecho y achicar para ellos el mundo de lo posible.
En este orden de ideas, he podido encontrar que si nuestra concepción en torno a la literatura está
relacionada con la importancia de presentar a los niños voces escritas cuya estética funcione como
importante reflejo de algún ápice de la condición humana, entonces los textos producidos por ellos tendrán,
inevitablemente, los gestos y rostros de su voz escrita. Ello implica que escribir deje de ser el recurso
obligatorio de la maestra para mostrar que algo se aprendió, o algo se hizo. Debe ser, al contrario, el rastro
de la singularidad de cada niño, a quien le hemos dado la oportunidad de hablar de lo que le interesa, de
decirse a través de lo escrito y de constituir a partir de ello todo un conglomerado de experiencia. Para que
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esto ocurra en términos didácticos, la escritura debe ser un espacio al que dediquemos tiempo y energía, y
hacia el que todo el grupo y la maestra se sienta convocado.
Por lo tanto, el lugar de la escritura en la escuela debe ser igual de importante y vital que el de la
lectura. Juntas, conforman un territorio en el que las voces escritas de los autores más enriquecedores de la
literatura infantil acompañan el desarrollo de la voz escrita de cada niño. Como lo expuse en el último
capítulo, dicho desarrollo es un arduo viaje de exploración y descubrimiento. Si así lo concebimos,
podremos constituir a la palabra escrita como un proyecto personal en la vida de cada niño y en la vida de
la escuela, en el que tanto maestra como estudiantes se sientan emocional implicados.
Finalmente, me gustaría decir que, si bien es cierto que una de las funciones de la escritura es la de
comunicar y expresar, resulta indispensable que, en el campo de la Educación Infantil, exploremos sus
posibilidades más allá de estas funciones a las que tradicionalmente se la ha asociado. Al principio de este
proyecto monográfico, el título iba a ser La escritura en la infancia como creación de sí mismo. Para aquel
entonces, no había contemplado aún las relaciones entre lo literario y lo escrito, ni había acuñado el
concepto de voz escrita. Hoy el título se ha transformado, sin embargo, aún sigo creyendo que en la infancia
la escritura permite a los niños crearse a sí mismos, pues a través de esta, ellos podrían construir mundos
para hablar de lo que les interesa y, además, encontrar un camino para darle otro sentido a lo vivido y a su
identidad como sujetos.
Espero con ansias que cualquier lector que encuentre el presente trabajo se acerque a las
comprensiones de lo escrito y lo literario que yo he analizado, pues me parecen el espacio propicio para
erigir estas prácticas humanas como territorios en los cuales construir la libertad del ser a la que todos
tenemos derecho. He descubierto que los niños piensan el mundo y sus relaciones y que, de forma
permanente, están buscando maneras valiosas de hacerse camino como sujetos en una sociedad que los ha
recibido pero que muchas veces no los considera constructores válidos de sentido, ni de experiencia.
Contemplar lo que logran edificar a través de lo escrito y de la lectura literaria, nos dice que, probablemente,
hemos estado equivocados al respecto. Convirtámonos, por lo tanto, en aquel puente entre su universo de
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significados interiores y el mundo exterior, entre las voces escritas y su voz escrita, entre la cultura
elaborada y la que ellos piensan e interpelan cada día; seamos maestros que les dicen que la vida puede ser
el lugar donde habita el universo del nosotros, en el que tienen cabida sus voces, preguntas y posiciones
frente a la existencia y a la forma de construir subjetividad y realidad.
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6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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