Leprechaun
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Leprechaun
A las Madres de Plaza de Mayo
A la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Chile.
Jaime Casas
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I
Era un día especial. La frescura de la mañana, los ruidos, el
rebote de la luz contra las hojas del limonero, las nubes rezagadas; todo hacía
pensar en el otoño y no en los primeros días de noviembre. También la visita
era extraordinaria, su expresión, la vestimenta, el tono de voz, el oficio. Y sobre
todo el acompañante, un hombrecillo de barriga prominente, bigotes de galán
mexicano de los años veinte, zapatos muy lustrados, un maletín negro y otra
caja también oscura, como su rostro. No habló mientras estuvo en casa. A cada pregunta, miraba al principal y bajaba la cabeza. Pensé que si hubiese en la
habitación un buen director de cine, buscaría en el decorado ambiental algún
elemento para ayudarse en la descripción del personaje. Lo encontré en la
estantería, sobre las fotos de la familia: un fragmento de lava del volcán
Quetrupillán. En el momento de la erupción debió brotar incandescente, como
salta el agua de la llave en cualquier lavaplatos, formando una trenza líquida
que gira sobre su propio eje, de igual modo que ADN. Al caer sobre la nieve
congelada se produce una nube de vapor, el chorro de lava se desplaza y de
pronto se enfría. Este proceso, que empieza cuando la lava sale del útero y
aterriza en el mundo exterior, es tan rápido que la materia volcánica conserva la
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forma al endurecerse y puede confundir a quien no lo sepa. Este sujeto era un
actuario.
El otro ser era el juez, por supuesto.
El magistrado, un hombre joven con menos de cuarenta y cinco
años, incluso menos de cuarenta, tenía aspecto fundamental. Muy sobrio,
cabeza altiva, voz impostada y lenguaje redactado (para copiar de inmediato),
razonamiento silogístico y apellido inolvidable: Koch, como el bacilo. Había
anunciado su visita con unos meses de anticipación y en el teléfono su voz
sonaba humana. Al natural, de cuerpo presente, tenía el tono impersonal y frío
de la ley. Sabiendo que somos tan diferentes, hasta en las huellas digitales, nos
considera a todos iguales y nos habla por cumplir el trámite, pues si tuviésemos
su ilustración y conociéramos su casuística, podríamos entendernos por señas y
se evitaría el molesto movimiento de los orbiculares al modular.
Mi casa es la entrada a la intimidad. ¡Qué diablos! Si en la
prisión consideraba a mi calabozo como territorio liberado, mi hogar es, por lo
menos, la cueva ancestral donde se perpetra la continuidad de la especie.
Nuestras pasiones van quedando estampadas en las paredes y la reproducción
del Monet indica no sólo que nos falta dinero para el original, como a todo elmundo, sino que estuvimos impresionados por esa luz alguna vez.
El juez se acercó a la mesa, la misma de los cumpleaños, los
años nuevos, despedidas, recibimientos, estudios, tertulias; la mesa con mil
codos dubitativos, con puestos ganados por el cariño y cedidos a los visitantes
queridos; la mesa infinita: donde cabe uno caben dos, donde caben dos caben
tres… Puso Usía su notebook 486 con batería de litio donde antes hubo un
puzzle de mil piezas y dieciséis ojos buscando reconstruir a pedazos la forma
original. Luego alzó la cabeza y habló, perentorio.
- Usted va a tener que retirarse, señor. Este trámite es privado.
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Nosotros teníamos un acuerdo. Aceptamos la visita del juez que
estaba a cargo de la investigación de los casos de desaparecidos en las comunas
de su jurisdicción, pero siempre y cuando estuviéramos los dos presentes.
¿Por qué?
Por amor.
Vivimos juntos aquella historia y, fuera de este sentimiento, no
creímos que fuera posible entenderla. También teníamos, después de discutirlo
en familia, más razones para un acuerdo nacido en los días clandestinos,
cuando, bajo mil identidades, seguimos siendo siempre los mismos. Y si lo
pensamos bien, somos hijos y a la vez parteros de una locura que consiste en
inventar el mundo en que hemos de vivir.
Tenemos nuestros desaparecidos. Dolorosos los muertos, de
seguro. Insoportables los desertores. Inolvidables aquellos niños ancianos en los
campamentos de Lanalhue, por cuenta de la Vicaría. Eran huérfanos de padres,
de historia, trabajo, sueños, y se nos secaba el corazón tratando de hacerlos
sonreír. Aprendieron a comer de rodillas el pan de Dios.
Señor juez: esta mujer, la Negra, recién terminaba de enterrar a
su madre Pascuala cuando llegaron a buscarla a su casa. Eran más de veinte y lallamaban así, con la misma voz que usaba el amor para convocarla: la Negra.
¡No hay luto que valga, la Patria está primero! En los días posteriores al golpe
de estado ya había pasado por la parrilla y la sola idea de repetirse el plato le
descomponía el genio.
- ¡Tú eres la Negra! – rugió un tiranosaurio en el corredor del pasillo.
- No. Soy mi hermana – contestó la Negra, para no rendirse en silencio.
- Si no la entregan las vamos a llevar a todas – replicó el ser.
Era de noche. Que su Dios lo bendiga. Se lo merece.
La Negra caminó hacia el fondo del patio. Dice que le hablaba a
su madre. Saltó el cerco y se perdió en alianza con las estrellas y la luna que
aquella vez, muy discreta, saltó al firmamento dos horas más tarde.
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Fueron ocho meses de sombra. Por un lado la dictadura, tratando
de capturarla para obtener una presa política muy codiciada en aquellos
tiempos: una funcionaria de la Vicaría asociada con los terroristas. Pero fueron
también meses de vigilancia interna en los escondrijos. Alguien deseaba saber
cuál era la línea desconocida de infiltración en la Iglesia. Se movieron todas las
piezas del tablero y, como dicen los ingleses, los Bishops avanzaron raudos en
diagonal. Finalmente llegó la noticia como resultado de todas las gestiones: la
Corte Suprema había concedido un recurso de amparo para la Negra. Entonces,
protegida por la ley, podría comparecer ante la ley para que la ley juzgara si sus
actividades ilegales eran punibles. Se le garantizaba la ausencia total de
cualquier apremio ilegítimo.
- ¿Has decidido salir de la zona y sumirte en la clandestinidad, Negra?
- Sí.
- ¿Rechazarás el recurso de amparo?
- Sí.
- ¿Dónde te quedarás? ¿Saldrás del país?
- Me quedaré en Chile.
-
Sabes bien que no tenemos fondos.- Seré una desaparecida más. ¡Qué locura!
Veinte años después, una hija después, un mundo más tarde, ha
venido el juez a interrogar por mandato de la Suprema. Se dictó un plazo para
investigar todos los casos pendientes de desaparecidos. Los jueces de turno,
asesorados por la policía de turno, se constituirán en los sitios de sus
jurisdicciones y resolverán conforme a la ley.
La Negra trabajó con familiares de detenidos desaparecidos, pero
no tuvo a su cargo los casos que manejaban los abogados. ¿Deberá dar cuenta
de las lágrimas, los tarros de Butter Oil, los campamentos, las ropas? ¿Deberá
contar algo más? Su probable declaración no echará ninguna luz sobre las
desapariciones.
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Decidimos en familia. Vemos la resolución de la Suprema como
el ardid de siempre: se toma el caso, se lo envuelve en papel sellado y se lo
archiva en expedientes. La declaración de la Negra sería un aval a la maniobra.
Acordamos no declarar. Esperamos la llegada del juez para decírselo.
Pero Usía me ha ordenado que desaloje la sala. Los dos
personajes me clavan sus ojos imperativos y la Negra sonríe. El juez insiste. Su
voz casi llega al tono de una relación personal. Trato de comprender al letrado y
a su acompañante, que lo sigue como su sombra. Creo que, en verdad, tiene
menos de treinta y cinco años. No sé. ¿Por qué no se dedica a cobrar cheques,
estafar clientes desesperados, tramitar anulaciones, fundamentar legalmente
movidas financieras y cosas como esas? La respuesta me llega desde su boca un
cuarto de hora más tarde: por vocación, señor. El hombre cree en la justicia,
según dice.
El actuario tiene la lengua paralizada detrás de los dientes. Le
pregunto cómo se llama y le ordeno contestar o de lo contrario yo mismo lo
empujaré hasta la puerta de salida. En mi casa no hay extraños y nadie discute
de pie. Deberán sentarse. El hombre se identifica.
Perdón. No recuerdo su nombre.Usía está alterado. Me indica, con claridad meridiana, que el
trámite de investigación es personal, privado, y nadie más que la persona
requerida puede estar en la sala. El proceso de investigación está bajo secreto de
sumario.
También me enojo. Le digo al juez, por si no lo ha notado, que se
encuentra en mi casa y no en un tribunal. Hemos decidido hablar con él y no
nos importa ningún sumario. Han entrado caminando hasta el hogar, pero
siempre es posible salir por vía aérea. La Negra suspira y mira al juez de
manera compasiva. Los abogados, en cualquier forma que se materialicen, son
seres que siempre hemos querido tener lejos de nosotros.
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El magistrado ha comprendido nuestra situación geográfica,
pero, aunque sin despedirme de mi casa, insiste en los términos legales y no
entiende la negativa a declarar. Se está cursando una investigación y es la
oportunidad de contar todo. Entonces le explicamos nuestros pareceres sobre la
maniobra de encubrimiento en este punto final a la chilena. Parte de nuestra
historia, especialmente la de la Negra, salta sobre la mesa.
El entendimiento del juez está bloqueado o naufragó hace
muchos años navegando en papel sellado sobre océanos de tinta. Nos habla de
vocación, de justicia y no acepta nuestros calificativos. Entonces la discusión se
endurece. Lo llamo sepulturero de la memoria, enterrador. Insulto a las cortes
de justicia. Le recuerdo el papel servil que cumplieron durante la dictadura. Y
también el triste papel que cumplen ahora, persiguiendo escritores. Más de
medio siglo de girar en torno al sol con todo el planeta bastan para conocer la
historia de los que gobiernan.
Sabemos.
¿Dónde estuvieron los jueces? ¿Qué creen que pueden juzgar?
¿Acaso los desaparecidos son cuerpos por encontrar? El magistrado me habla
de ciertos logros conseguidos por él. Por desgracia no me los puede contar, porque también están en secreto del sumario, pero pronto podré saber de
torturadores que han confesado, con lágrimas en los ojos, sus crímenes.
Quiero escupirlo. Encima, hasta puedo comprenderlo. No sabe lo
que dice. Tiene aspecto de ser un juez útil. Opino que es un peón de la Suprema
y aspira a un premio por haber encontrado un chivo expiatorio. Me desafía: si
hemos vivido tanto, entonces ¿por qué no prestamos testimonio y contamos lo
que sabemos?
Traté de hacerlo comprender, pero no me consta haberlo logrado.
Entienda, don juez: no somos testigos de una historia. Usted está hablando con
protagonistas. Nuestro objetivo es distinto. Mire. Nadie nos paga sueldo.
Ninguna organización internacional nos otorga ayuda. No tenemos previsión ni
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seguro social o de salud de ningún tipo. No votamos en las elecciones, es decir,
no somos ciudadanos. ¿Qué más le digo? Nos causa tanto malestar cualquier
uniforme que desconfiamos hasta de los bomberos.
El actuario está sentado en mi puesto de la mesa y tiene las
manos en las rodillas. Mueve la cabeza para escuchar la discusión y parece estar
mirando un partido de tenis.
Es difícil. La ley se ha metido en la médula de los huesos; sus
servidores le reconocen un espíritu y sus mandatarios, en una discusión muy
dura, pueden volverse místicos. Como sea, una sociedad civilizada no puede
vivir sin leyes y que éstas supongan una igualdad de todas las personas mayores
de edad, es decir castigables, es una negativa a todo privilegio. Contestamos
que el poder es discreto. Los dueños no dan la cara. Para eso tienen jueces que
persiguen a los pistoleros, pero jamás a los amos. Insiste el letrado acotando
que la ley no es perfecta, pero no hay nada mejor. Debió sentirse como
Churchill al decirlo. La base de toda sociedad, señor – le dicta a un escribiente
imaginario – es el conjunto de sus instituciones. Y ahí vamos a navegar sobre
mares borrascosos. Hay bases y también cúspides, decimos. En fin. ¿Cómo
explicárselo? Tal vez: el sistema de procuraduría de las instituciones se hadebilitado a tal punto que ya no se sostiene en hechos de la vida cotidiana. El
discurso liberal individualista necesita las instituciones, pero quiere a los
hombres en un enfrentamiento a solas y no colectivo. No. No hay quórum para
este alegato. Entonces volvemos a las aguas calmas de la discusión inicial.
- Queremos justicia para los familiares de los detenidos desaparecidos. Tal
vez no TODA la justicia, pero sí la que sea posible lograr – dice, más o
menos.
En ese instante siento desde un tiempo remoto los consejos que
Allende daba al pueblo usando sus frases de batalla: “con viril energía y serena
firmeza”, “con la mente fría y el corazón ardiente”.
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El juez piensa en los familiares, pero ¿qué ve cuando piensa? Ha
escuchado confesiones espeluznantes, pero ¿cuándo se ocupó la casuística del
té con hojas de eucaliptos y los piojos flotando en las aguas del Lanalhue? ¿O
del Flaco torturador de rostro mortecino que nos espiaba los sueños hasta que
decidimos caminar por las calles abrazados en un intento por explicar de este
modo que nada temíamos para que el monstruo creyera que nada hacíamos?
Sabemos donde están los jueces, pero ¿dónde los hombres?
¿Dónde los hombres?
El estado chileno, magistrado, mató a los padres, haciéndolos
desaparecer. Y esta ausencia prolongada hasta el infinito y multiplicada por
todos los segundos del reloj, fue también ausencia de pan y luz. ¿Dónde están?
No los padres tan sólo. ¿Dónde están esos niños de entonces? ¿Se los ha
encontrado por ahí, en el mundo? ¿Los ha buscado? ¿No cree usted que hayan
desaparecido? ¿Qué dicen las estadísticas? ¿Cuántos a la prostitución, la droga
y la delincuencia? ¿Cuántos y dónde? ¿Dónde los hombres? Ahora el estado
chileno no tendrá piedad con ellos si delinquen, ¿verdad? Somos iguales ante la
ley.
Queda poco por hacer en esta mañana de noviembre. Tampocotiene en cuenta nuestro visitante que hemos dejado de trabajar para atenderlo.
En un gesto que debo contar como prepotente, el juez indica que si la Negra no
declara, puede obligarla y citarla a su tribunal en la octava región, ahí mismo
donde las heridas multiplicaron los panes y el cansancio, sumado a la
desesperación, bajó las frentes y transformó a los deudos en topos.
La respuesta fue en el mismo tono que la amenaza.
Hágalo.
Aún no entiende Usía dónde está. Hágalo y constituirá un hecho
político de proporciones. Una contra amenaza. Esto es un duelo. El enterrador
de la memoria contra nosotros. El con la ley en espíritu y en letra, respaldado
por la fuerza represiva del estado. Nosotros todavía desde el corazón, pero
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asociado con el cerebro. Le haremos un cuento. Tal vez se titule “El sepulturero
de la memoria”. Será personaje en prosa y su apellido una metonimia. Hágalo.
Por la puta madre.
¡Hágalo!
Se bate en retirada el juez. Habla de literatura. Poquito. Le gusta
leer. Entonces le obsequio dos libros. En una dedicatoria se podrá leer: “al
sepulturero de la memoria, fulano de tal”.
Usando las mismas palabras hemos hablado idiomas distintos.
No nos entendemos. Usía es práctico, realista. Nosotros somos fervientes,
vehementes. Intento hablarle del dolor, de la corrupción. Quiero meter de
contrabando algún sentimiento, un otrosí, en el cerebro foliado del hombre.
Pero su contestación es una bofetada.
- Créame que me duele, señor, verlo tan amargado como está usted. La vida
no es toda así – me dice, sin mirarme.
Ya habrá leído los libros que le regalé. No puedo contestarle.
Solamente le digo que nuestra hija está en el dormitorio. La invité a participar
del debate, pero me contestó que sentía asco por el juez. Se llama Victoria.
¿Podrá entender por qué? Le digo que somos felices. No me cree. Le digo quesomos felices. No puede creerlo. Le repito que somos felices. No está dispuesto
a creerlo. ¡Qué vamos a hacer!
Se hace tarde. El hombre de ley explica que no puede dejar la
diligencia pendiente o de lo contrario deberá citar a la Negra a su tribunal. Le
contestamos que haga lo que quiera y se atenga a las consecuencias. Aquí nadie
va a declarar. Entonces propone una salida: puede declarar que no quiere
declarar. Aceptamos. Se enciende el 486 y sale a relucir una impresora portátil.
Declaramos algo más o menos así: La Negra (datos legales) y su conviviente,
declaran que no quieren declarar porque no desean convertirse en cómplices de
una maniobra de encubrimiento.” Firma y despedida.
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El juez dice que estas discusiones lo apasionan y quiere volver.
Va a leer los libros. Me llamará cuando termine la investigación para que vea su
gran logro. ¡No entiende! Le respondo que puede volver cuando quiera, pero
sólo si viene disfrazado de ser humano. Dice que él es juez en todas partes. Le
recuerdo que esta vez no ha podido. Acepta y señala que jamás había sido
objeto de un trato semejante. Respondo que si lo hubieran recibido de este
modo en sus otras diligencias, estaría cesante. Le prometo escribir el cuento,
como un esfuerzo por hacerlo entender esta experiencia de algún modo. Tal vez
en el arte de la literatura pueda encontrar otra respuesta.
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II
En la ciudad de Los Angeles se comentaba que Dios había
abandonado el prostíbulo a su propia suerte, el diablo no se atrevía a entrar, los
santos espiaban desde el interior de los espejos y cada uno se las arreglaba
como podía.
Era un burdel como en los viejos tiempos. Cocina criolla y
conversación sin límites para los clientes más queridos en los cuartos
reservados del fondo. Gran salón de baile, con chimenea, mesas bien dispuestasy señoritas de buena presencia para los nuevos. La música brotaba sin cesar del
gran tocadiscos estereofónico y, en algunas ocasiones, se presentaba un
conjunto con un vocalista incansable que podía canturrear a pedido desde Jorge
Negrete hasta los Beatles. Los parroquianos se acercaban a la fiesta permanente
a meterse sólo una cerveza por el esófago o a paladear un whisky que parecía
tener imán para las rubias. A las once de la noche se cerraban las celosías, se
clausuraba la puerta de calle principal y eran recibidos los clientes por la
entrada del patio.
La casa era grande y había crecido con el éxito del negocio. Al
principio fueron dos pisos. En el primero, los servicios de bebida, comida y
baile. Arriba, el amor. Después hubo que construir más piezas, comprar sitios
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que los vecinos vendieron gustosos con tal de cambiar de ambiente. Al cabo de
siete años la propiedad se empinó a tres pisos, media cuadra, cuatro patios
independientes y seis pasillos que recorrían las entrañas de esta serpiente
arquitectónica en que se había convertido el lupanar. Bautizado por el mismo
público, el Laberinto era la casa de putas más grande y concurrida del sur del
país.
En el mercado de Chillán las longanizas, el pastel de choclo y las
cazuelas de pava; los curantos en la isla Tenglo; las cholgas en Lirquén; las
sandías en Paine; los limones en Santa Cruz; los pollos en San Rosendo; las
tortas de Curicó; el chancho en piedra donde el Guata Amarilla de Valdivia; los
choclos de Coinco; las cerezas de Romeral; los tomates de Rengo; las putas del
Laberinto. He aquí la geografía de la felicidad.
Carmencita era la puta de más prestigio en todo el batallón de
mesalinas del Laberinto. Llegó al burdel desde Linares, a los dieciocho años, y
entró como ayudante de cocina. Traía un desastre familiar a cuestas, con padre
muerto, padrastro impuesto, madre casquivana y mucha hambre. Hasta cumplir
los veintiún años, estuvo pendiente de su hogar, deseando ser olvidada. Las
muchachas le enseñaron las artes del coito y pudo practicar sin restriccionesrecibiendo buenas propinas. Mimada por la cabrona, se transformó muy pronto
en la más solicitada y el precio de sus noches subió a los cielos. Cuando fue
mayor de edad, recibió una habitación construida especialmente para ella en el
tercer piso, la cumbre del Laberinto, con una ventana en el techo que se podía
abrir a la bóveda celeste para copular de cara a las estrellas. Nunca la buscó
ningún familiar y con el tiempo su vida pasada se transformó en un pálido
recuerdo. Todos daban por hecho que heredaría el Laberinto y moriría forrada
en billetes.
Tomás la conoció cuando la meretriz cumplió treinta años. Hubo
una gran fiesta y vinieron los músicos. Carmencita, parada sobre una mesa en el
centro del salón, se fue despojando de la ropa mientras bailaba y le puso precio
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a cada prenda. Fue un remate memorable y los clientes enloquecieron firmando
cheques por las ligas, las medias, los zapatos y el sostén, que superó el precio
de una jornada de médico o abogado. Carmencita se sacó los peines y la
cabellera cayó como una cascada negra sobre sus pechos rosados. La piel tenía
la tersura de la porcelana y la huella de un cuchillo cobarde que le dejó una
cicatriz de quince centímetros en el muslo derecho.
La puta bailaba sacudiendo la imaginación de los clientes con
sus caderas y elevando la oferta por los calzones negros de encaje hasta niveles
insensatos. De pronto, su mirada se tropezó con los ojos de Tomás. El tiempo se
detuvo y el cuerpo de la hembra comenzó a oscilar sobre el eje de sus talones,
acelerando los movimientos de la pelvis. Tomás descubrió las ojeras en el
fondo de la cara, detrás de la cabellera azabache. Contrastaban con la tersura y
la plasticidad del cuerpo. Más al fondo de los labios rojos, la sonrisa franca y
las curvas del delirio, había una mujer enigmática que usaba el cuerpo como
una máscara. Y los ojos de Tomás le mostraron a Carmencita un tipo de hombre
que no conocía, de esos impredecibles, locos. Todas las miradas estaban
pegadas a las caderas femeninas, menos la de este hombre raro que buscaba los
ojos.Sin pensarlo dos veces, Carmencita saltó de la mesa y se acercó a
Tomás. Tras sólo un segundo de verificación, lo tomó de una mano y lo sacó de
la sala en medio de aullidos, reclamos y amenazas. Esa fue la primera vez que
el hombre de treinta años recién cumplidos caminó por los laberintos del
prostíbulo en una ascensión silenciosa a la cumbre del amor.
Se abrió la ventana en el techo y la luna bañó los rostros. Era
invitado de la reina y tal vez por eso tuvo que poner primero su historia sobre la
colcha de dos plazas y media.
Tomás dijo estar ligado a la cosa campesina.
Carmencita respondió que, entonces, ella trabajaba en la cosa
sexual.
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El hombre, discreto, pidió disculpas por no poder ser más
preciso, pero dio a entender que sus labores eran delicadas en extremo,
destinadas a un objetivo político muy estricto.
- ¿Eres un revolucionario, Tomás? – preguntó la mujer, sin rodeos.
- Pues, sí.
- ¿Y eso temes decirme?
- No temo. Tengo respeto.
- ¿Qué? ¿Qué respetas?
- A la gente que trabaja conmigo y a tus ideas.
- No conoces mis ideas.
- Por eso mismo. No quiero pasar a llevar nada.
- Dime, Tomás: ¿tú matarías por tus ideas?
- Sí, mujer. En determinadas circunstancias lo haría.
Extraña vida. El contador del banco, que no sería capaz de matar
la gallina para hacer una cazuela, había amenazado con abofetearla si no
aceptaba un coito anal. En cambio, Tomás la trataba como a una amiga de la
infancia y no se imaginaba que alguna vez pudiera levantarle la voz. A este
hombre le regalaría sus calzones.La meretriz se paró sobre la cama y se quitó las tirillas de encaje
negro que le cubrían el vellón. Tomás recibió la prenda y se la metió en el
bolsillo interior de la chaqueta. Después le pidió a la mujer que se sentara
porque tenía muchas ganas de conversar con ella.
A medida que fue pasando el tiempo sin que las manos de Tomás
se lanzaran desbocadas contra su cuerpo, el corazón le fue latiendo con un
ritmo desconocido y sintió que eso debía ser amor del bueno, gratis, voluntario.
Conversaron hasta las seis de la mañana, sin siquiera tocarse.
Antes de bajar a la realidad, Tomás se despidió con un abrazo y la mujer notó
que estaba armado. El contacto con la solidez de la culata le produjo una
serenidad insospechada. Criada y educada en una de las formas más duras de la
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violencia social, la puta se sintió reconfortada. El hombre que dialogaba con
ella en lugar de tomarla por asalto o comprarla, sería capaz de matar o morir
por un sueño. Ese sería su hombre.
Tomás volvió a la cumbre del prostíbulo todas las semanas. Se
tendía en la cama y disertaba de cara al universo. En la tercera visita mezclaron
sus cuerpos y las ideas corrieron por el torrente sanguíneo bombeadas por los
corazones enamorados. Su puta era la mujer más pura del planeta. Sin embargo,
las ojeras no desaparecían y, entonces, sospechó que un drama muy intenso le
estaba robando el sueño. Hicieron un acuerdo. El jamás le preguntaría por otros
hombres y ella respetaría el silencio del revolucionario que observa severas
normas de seguridad y no descompartimenta sus contactos.
Tres semanas más tarde, Tomás quiso saber qué fantasmas le
desfiguraban la mirada con esas bolsas en los ojos.
- Es porque sueño – dijo Carmencita.
- ¿Porque sueñas? ¿Qué sueñas?
La mujer dudó en contestar, pero Tomás quería saber y exigió
una respuesta.
-
Es que se me ocurre que tú no crees en estas cosas.- Dime y después te responderé en qué creo.
- Tengo sueños. Te digo que en las noches veo cosas mientras duermo. Las
veo muy claras, como si estuvieran sucediendo de verdad.
- Eso no es nuevo, Carmencita. Todos los sueños son así. Las imágenes van
asociadas con las emociones que les corresponden.
- Pero no es eso nada más. Si al otro día cuento mi sueño, entonces ocurre.
- ¿Qué dices?
-¿Ves? ¿Ves? Ya sabía yo que tú no creías en estas cosas.
- No. Cálmate. Dime cómo es aquello de que ocurren.
Entonces la mesalina le contó a Tomás lo que sucedía con sus
sueños. Y era lo que dijo, ni más ni menos.
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- ¿Tú supiste lo del incendio de la bodega, cuando se cortó el agua y se
quemó todo?
-Claro que supe. Pero eso no es tan grave. Se llaman sueños premonitorios,
amor. A veces algunas personas sueñan o creen haber soñado con algo que
ocurre después. No es para alarmarse tanto.
- No, Tomás. Escúchame bien. Ocurrió porque lo conté, igual que las otras
veces.
Carmencita se acomodó en la cama y se dispuso a contar su
desgracia. Tomás la escuchaba con la duda que enfría los ojos y arruga un poco
la frente. Siempre le había sacado el cuerpo a los reinados del misterio. No le
gustaban las apariciones, las adivinanzas ni los hechizos. Prefería hablar de
cosas concretas que se pueden ver, oír y tocar; ojalá objetos para oler y, en el
mejor de los casos, degustar. Interesado en conocer las leyes científicas que se
esconden tras los hechos, no estaba para terminar descubriendo ángeles o
fantasmas que gobiernen los procesos. Amando a una puta y, más encima,
metido hasta el cuello en la parapsicología, terminaría haciendo los análisis de
coyuntura con un búho y una bola de cristal. Pero la hembra parecía sincera y
no le quedó más remedio que escuchar.Al principio fueron imágenes fugaces. No sabía si las soñaba o
se le pasaban por la cabeza durante el día. Personas que aparecían en el lupanar
después de haber sido vistas en la mente y contadas. Otras que no llegaron
nunca porque guardó silencio. Objetos perdidos. Catástrofes, como la del
incendio o el descarrilamiento del tren, la crecida del Bío – Bío o el naufragio
de los pescadores en Cobquecura. También desgracias evitadas como la muerte
de la cabrona o el asesinato del Presidente. Sueño contado, hecho realizado.
También soñaba una infinidad de acontecimientos que no estimaba relevantes y
que contaba o no según sus estados de ánimo. Nunca sabría si ocurrieron como
los vio.
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¿Hasta qué punto una persona puede experimentar como
verdaderos los contenidos de la ideología dominante?, pensó Tomás. La clase
oscurantista se regocija con estas historias que el pueblo cree como
manifestaciones de la divinidad. Es el opio. Ahora sabría el punto preciso y
tendría que enfrentarlo: si no contaba sus sueños por temor a que se realizaran,
Carmencita tenía pesadillas y eso no era lo peor. Más grave era la consecuencia
del silencio. Los sueños podían repetirse y desarrollarse. La realidad tenía un
espejo en el espíritu de la puta.
- ¿Crees en Dios, Carmencita? – preguntó el hombre, de sopetón.
- No. Yo no creo. Además todos saben que Dios se fue de aquí.
- Cierto.
¿Qué podría contestarle?
- Carmencita, ¿has hecho la prueba de no creer en lo que me estás diciendo?
La respuesta vino como un latigazo. Vino de noches con dientes
apretados, regateos, bofetadas, insultos y desilusiones.
- Dime, amorcito, ¿qué haremos las putas en el socialismo? Yo no sé hacer
otra cosa que vender el culo.
Buscó Tomás en las hojas de los libros y las discusiones de losclásicos. No se puede beber del agua de los charcos ni de los bordes grasientos
de los vasos donde otros han bebido, decía Lenin. El compañero Lenin nunca
fue un gran bebedor, dijo Stalin. Su mente lo llevó hasta la Magdalena. El que
no haya pecado que tire la primera piedra, dijo el hombre santo. ¿Se podía
hacer algo más que perdonar a las putas o habría que esperar a que triunfara la
revolución para mandarlas a los campos, las minas o alguna fábrica como
fuerza de trabajo? ¿Crear una escuela especial para putas o encargarlas de la
educación sexual sin rodeos? La sociedad se conoce por sus presos, decía
Dostoiewsky. Parece que un poco más por sus putas. No. No sabía,
desgraciadamente, qué harían las meretrices en el socialismo, pero sí sabía qué
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hacer con una puta ahora, en lugar de lapidarla o perdonarla: podía enamorarse
de ella.
-Te amo, mujer.
- ¿Entonces me creerás?
- Yo no creo, Carmencita. Yo conozco, nada más, o ignoro. No creo.
- Lo siento tanto Tomás. Créeme que lo siento como si me fuera a pasar a mí.
- ¿Qué dices?
- Tuve un sueño. Fuiste atacado. Te salvaste.
- ¿Qué tiene eso como para sentirlo?
Carmencita lo abrazó, lo desnudó y lo amó hasta que cantaron
los gallos al amanecer. No quiso conversar más de sueños y Tomás se fue
contento, pero con las dudas revoloteando sobre su cabeza, como una bandada
de moscas sobre materia en descomposición.
Dos días después, en una sala del hospital, con el cuerpo lleno de
hematomas y dos compañeros de guardia en el pasillo, Tomás abrazaba a su
puta y lloraba en su hombro. La mujer no tenía ojeras y el hombre no tenía
dudas. Había estado pensando, pero quiso conversar de cara a las estrellas.
Al cumplirse el séptimo día, llegó Tomás hasta la cumbre con lacara sonriente y un discurso compacto.
La materia, dijo, no aumenta ni disminuye, tan sólo se
transforma. El dualismo ha hecho estragos en la filosofía. Se abre paso la
verdadera concepción monista de la realidad y ésta toma cuerpo en el
materialismo dialéctico. No hay un espíritu y un cuerpo. Hay una realidad y
está abierta al conocimiento. El hombre, en el curso de la evolución, podrá
conocerla y usar las leyes que la gobiernan. El átomo, que antes era parte de la
brujería, hoy es una durísima materia. Hasta la percepción engaña porque
depende de su sentido: antes veíamos al sol orbitando en torno a la tierra todos
los días. El fuego era un dios, también los relámpagos. Igual pasa hoy con los
sueños. Pero son parte de la realidad, es decir, parte de la materia. Se
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materializan, qué sé yo. Fíjate: antes de surcar los cielos, los helicópteros
fueron libélulas, después espíritus de libélulas hasta materializarse como
vehículos aéreos. Son una parte “misteriosa” de la materia como toda idea. Un
reflejo en la mente de la realidad objetiva. Pueden ser después un reflejo del
reflejo en la mente, pero en la realidad. Se vuelve al punto de partida, pero
desde otro nivel. Es el desarrollo en espiral.
Carmencita miraba extasiada a Tomás. No entendía ni un verbo,
pero su amor tenía los ojos brillosos y sus labios, que humedecía con la lengua
en medio del discurso, eran como las cerezas a comienzo del verano. En una de
esas, el discurso del amado era también un sueño y podría cumplirse así mismo
como él decía: en otro nivel o materializado de alguna forma.
- Entonces, amor mío, no hay muchas opciones. Una: cuentas y sucede. Dos:
no cuentas, no sucede y tienes pesadillas con ojeras al otro día. Y tres: los
materializamos de otra forma. Es lo que se me ocurre.
- Sí, sí, pero dame un beso.
- Espera, Carmencita. No me prestas atención. Te digo que podemos atrapar
tus sueños para que no te hagan daño.
-
Bueno, te escucho.- Los materializamos de otra forma, en otro nivel, ¿te fijas?
- No. No me fijo para nada.
- Los escribimos. Eso es. Los ponemos en blanco y negro. Ahí quedan fijos.
Las ideas, cuando se materializan, se quedan quietas por un tiempo hasta
que el movimiento eterno de la realidad les ordena agitarse otra vez y
evolucionar. Entonces los niveles suben en espiral y ya sabes.
- ¿Y qué pasa si alguien los lee? Dime. Parece que no es tan simple.
-Y tampoco tan complicado. Si alguien llega a leerlos asistirá a su
materialización. ¿Has leído algún cuento?
- Sí, claro...
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- ¿Ves? Más fuerte y claro el sueño, mejor el cuento. Algunos se le pegan a la
gente en la cabeza y tienen que vivir recordándolos siempre. Hay libros que
cambian la vida, todos lo saben. Son las leyes del juego. Anotamos y
guardamos.
- Yo te cuento y tú vas escribiendo, Tomás.
Algunos sueños fueron cosechados al pie de la fuente, casi en el
momento mismo de concebirlos. Otros, a los dos o tres días, hasta con algunas
ojeras cuando eran terribles. Y Tomás, pensando que no sería un problema,
puso elementos de su propia imaginación. Si Carmencita, por ejemplo, soñaba
con algún matrimonio en crisis, en el cual los esposos buscaban abogados y
terminaban acuchillándose por los bienes, el escribiente no sólo copiaba.
Convocaba a un tribunal popular que redistribuía las cosas y obligaba a los
cónyuges a revivir el sentimiento prostituído por la propiedad privada. La ley,
escribía, es el nivel más bajo en que pueden relacionarse los seres humanos. Por
eso, cuando hay líos tienen trabajo los abogados. Nosotros arreglamos los
conflictos de otra forma.
Pero una vez Carmencita soñó con el pasado. Al principio,
Tomás creyó que era un sueño simple. No tenían por qué ser todos premonitorios. Entre tanta pesadilla transitando del día a la noche se había
colado un episodio sin importancia. Eso era todo. Sin embargo el sueño se
presentó cuatro días después. Y había crecido como una laguna a punto del
desborde. Primero fue una embarcación antigua surcando el mar. No era posible
saber de qué océano se trataba ni qué destino tenía, pero sí eran inteligibles los
gritos de los marinos en idioma español que volaban convertidos en nubes y
cubrían los bosques del continente. Entonces la puta despertaba con el corazón
acelerado y volvía a dormirse sobre la superficie del mar frente a la proa del
barco. Nada más.
La próxima vez Carmencita despertó hablando en mapudungun.
- Trafüya pewman kiñe machi – dijo, sin titubear.
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Cuando Tomás supo que eso significaba “anoche soñé con una
machi”, y que su amor en toda la vida jamás había pronunciado ni una sola
oración en esa lengua, se tomó la experiencia en serio.
La machi aparecía en la costa donde hoy está Penco y a su
alrededor había un centenar y medio de brazos cortados con la sangre aún
fresca. La mujer mapuche cerraba los ojos y se metía en un sueño profundo,
seguida por Carmencita. Donde estaba Penco no había ninguna casa, tampoco
calles. En el mar flotaba un barco navegando a petifoque con todas las demás
velas destrozadas. En la cubierta se podía distinguir el yelmo de una armadura
española con una cruz en la mollera y en los huecos de los ojos dos luces
brillando como linternas. Se oyó un griterío descomunal en mil lenguas
incomprensibles y el barco se meció de babor a estribor hasta casi naufragar.
En cubierta se libraba un cruento combate, a juzgar por el ruido
de sables y el estallido de los arcabuces. Era un motín, sin duda alguna. De
pronto, volando a diez metros sobre la cubierta, la machi y Carmencita
pudieron ver a los insurrectos intentando terminar con la esclavitud a
cuchillazos, mordiscos, golpes de puños o a palo limpio. Parecían haber
escapado del mismo infierno o de las páginas de todos los libros que circulaban por el mundo. Faunos, gigantes, mirmidones, medusas, dragones, vampiros,
profetas, sirenas, apóstoles, brujas y cíclopes, entre otros engendros, se batían a
duelo con los hidalgos caballeros del rey Felipe II y saltaban al mar apenas
lograban romper los cepos que los mantenían presos.
Unos murieron en cubierta, pero otros lograron nadar hasta la
playa y correr hacia los bosques buscando amparo en la naturaleza aún intacta.
Se perdieron entre los árboles.
Vio Carmencita que algunos llevaban equipaje a cuestas y
arriesgaban la vida por mantenerlo en su poder. Después se volvió borroso el
panorama y poco a poco fue apareciendo el puerto como lo conocemos ahora.
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No quiso Tomás esperar la llegada de otra noche porque su
amada sentía que se le partía la cabeza de dolor y tenía la frente caliente. Tomó
entre sus manos el cuaderno de los sueños y anotó la narración sin cambiar ni
una sola imagen. Ya tendría tiempo para analizar e interpretar.
El dolor de cabeza y la fiebre abandonaron a la prostituta en
cuanto fueron amarradas las imágenes en la escritura, entonces los sueños
volvieron a su cauce normal y el cuaderno siguió creciendo.
Con el tiempo y el aumento del material onírico, el escribiente
pensó que podía influir en los probables lectores del futuro y comenzó a cuidar
la redacción. Aparecieron diálogos. Y también las emociones que encienden la
imaginación para que el lector comprendiera el sentido del sueño y la
materialización fuera perfecta.
Un efecto no esperado, pero festejado en toda su dimensión fue
el cambio en la relación del revolucionario con la puta. La escritura de los
sueños terminó con las pesadillas y dio lugar a un nivel superior en la espiral
del amor. Tomás comprendió que podía influir también en los sueños de
Carmencita si era estimulante en su relación con ella. Y comenzaron los análisis
cotidianos sobre la realidad política, con discursos matizados de besos ycaricias. El amado ponía las cartas sobre la mesa, las mezclaba, veía las
variantes, las causas predisponentes, las desencadenantes y la prostituta soñaba
historias que eran como verdaderas novelas, pero siempre con raíces en la lucha
de clases. Después, la redacción final pulía las imperfecciones. Entonces
Carmencita ingresó al grupo selecto de Tomás y conoció un par de compañeros
de confianza. La cumbre del Laberinto se transformó en un centro de
operaciones, una especie de bola de cristal gigantesca en contacto directo con el
cosmos. Estaban en el centro mismo del universo. La vida les pertenecía. Era el
amor en toda su celeste dimensión. No sólo la lucha revolucionaria por el
socialismo. ¡Era el socialismo!
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Una noche lluviosa, antes de las once, entró por la puerta de
calle un marino irlandés. John Joe Joyce. Navegante de siete mares, era hombre
de mirada profunda, piel curtida, sonrisa infantil y conversación franca. Había
aprendido español en las Islas Canarias y, aunque no lo pronunciaba muy bien,
sabía hacerse entender a las mil maravillas, matizando con un poco de
portugués, italiano y algo de francés. Le habían hablado del Laberinto y de
Carmencita. La amistad con Tomás fue inmediata, porque el hombre de mar
quería conversar; mezclar las arenas con los témpanos, las ciudades con la
selva, el pasado con el futuro, como si buscara hacer crecer el mundo
dialogando.
Joyce venía de Galway y traía en las entrañas un calorcillo que
lo hacía rezar el pedido de siempre en el pub de la Sherring St. después de la
misa de los días domingo.
- Volio una pinta de Guiness.
- Sorry, mais un piccolo mosto puedo ofertar a mesié – contestó la mesalina
de mil hombres y siete lenguas mezcladas por el amor.
- Merci – dijo el lobo de mar, mostrando los incisivos – Anque cuatro
glasses, por favor.- ¿Cuatro?
- Oui. Para ti, él, mí y otro friend, also.
- ¿Vendrá alguien más?
- May be.
Tomás le ofreció la diestra al irlandés y le dijo su nombre.
Quería a los isleños más decididos del mundo. Carmencita, por su parte,
también los conocía y esperaba que el marino supiese degustar el pipeño blanco
de Coelemu, hecho de uvas pisadas por hombres sonrientes, con aquel
movimiento incansable, tan parecido a la danza irlandesa, de manos prohibidas
y pies enloquecidos.
- Careful – advirtió Tomás.
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- ¿Por qué? – fue la pregunta inocente.
- The summerwine. Es turbio y pone así la cabeza, you know what I mean?
El marino agradeció la advertencia y alzó un brazo tatuado para
brindar por las estrellas. Nombró todas las constelaciones y desapareció el
primer botellón de tres litros. Estaba feliz. Reconocía en el mosto los rigores de
la vendimia y llenaba también los vasos con las imágenes del océano, por
respeto al pipeño. Una hora y media más tarde, las uvas pisadas empezaron a
colgarse de los párpados. John Joe Joyce estiró una mano, cogió el vaso virgen
del friend fantasma y se lo bebió sin paladear. Después explicó que casi nunca
se lo tomaba, pero que ésta era una ocasión especial. El mundo ya no era el
mismo. Había crecido. Les contaría una historia antes de dormir.
A media lengua y con cuatro idiomas cruzados, Joyce narró para
sus amigos la increíble historia de su Leprechaun.
- What? – exclamó Tomás.
- Leprechaun.
Las palabras le llegaban a Carmencita desde un horizonte lejano,
como empujadas por el oleaje en alta mar. Frase tras frase, se fue quedando
dormida. Tomás tenía los ojos muy abiertos y hacía esfuerzos por entender lanarración maravillosa.
Un Leprechaun es un gnomo pequeño, barbudo, como un niño
anciano, que se aparece a los irlandeses. Entonces es impulsivo y paciente al
mismo tiempo. Sabio y atolondrado. Lento y veloz. Serio y travieso. Pero, sobre
todas las cosas, obediente. Si uno se lo encuentra tiene suerte, pero hay que
mirarlo siempre directo a los ojos para que diga la verdad. Tratará de
confundirnos, de hacernos preguntas estúpidas para que miremos a otro lugar.
Debemos ser firmes y ordenarle que nos diga dónde nace el arco iris. El sabe.
Ahí está toda la riqueza del mundo. ¡Salud por mi Leprechaun!
Carmencita dormía. Tomás pestañeaba luchando contra el
cansancio para escuchar la historia. Joyce, más sobrio mientras más bebía, dijo
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susurrando que el arco iris tenía dos nacimientos y dos muertes simultáneas,
porque era eso antes que nada: un arco. Dijo que los irlandeses habían vuelto a
la infancia después de tantos años de dominación y que esto, como todas las
cosas, tenía un aspecto bueno y uno malo. El malo era evidente. Tenían
hermanos mayores que daban las órdenes. El bueno: creían en el Leprechaun.
Se habían envejecido y, después de los siglos, eran niños. Niños ancianos. Cada
uno era un Leprechaun. ¿Y el arco? Sí, el arco. Nace en el fondo de cada par de
ojos cuando los espíritus dialogan, dijo. Hay que mirarse las pupilas al hablar.
Después de un rato, desde esa oscuridad, aparecerá un niño. Ahí está toda la
riqueza del mundo. John Joe conoce, dijo, y así es como es. A continuación se
quedó dormido.
Cuando Tomás y Camencita despertaron, todavía estaban ebrios
y el piso se les movía sacudido por el oleaje del pipeño. Joyce se había
marchado.
- John Joe is gone – dijo la puta.
- Sí, y también el friend.
- ¡Tomás! ¿Fue cierto o soñé con un leprecón? ¡Cómo me duele la cabeza!
Era chiquito, pero viejo y con barba.- Apenas te escucho y también se me parte la cabeza. Vamos. Mañana me
contarás.
No terminaban de desvestirse cuando alguien tocó a la puerta,
con suavidad, con respetuoso pudor. Era algo muy inusual, pues se cuidaba con
celo la intimidad de la cual dependía el negocio en el lupanar.
Tomás abrió la puerta del dormitorio y se encontró con unos ojos
pequeños, muy redondos, que lo miraban interrogantes. La frente parecía
curtida por el viento de alta mar. La nariz era roja, la barba muy blanca, rizada,
y la estatura de ochenta centímetros, no más.
- Tú eres el Leprechaun – susurró Tomás, afirmándose en el marco de la
puerta para no caerse.
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- Tú eres Tomasso – contestó el gnomo, a media lengua.
- Pero, ¿cómo? – exclamó Carmencita - ¿Lo soñé o lo escuché?
-Lo escuchaste en sueños – sentenció Tomás, sin duda.
- ¿No Joyce? – preguntó el Leprechaun.
- John Joe is gone – repitió Carmencita.
- Shit!
Trataron de discutir con el Leprechaun acerca de su incierto
destino como creatura escapada de un semisueño, pero el cansancio los venció
una vez más. En la mañana, mientras desayunaban, llegaron a un acuerdo. El
Leprechaun se quedaría con Carmencita, oculto en la cumbre del prostíbulo y
Tomás buscaría pistas del irlandés hasta encontrarlo. No debía estar muy lejos.
Además, bastaba con hacer un viaje corto hasta Penco, el puerto más cercano, y
buscar algún barco extranjero. Cosa de algunos días.
Tomás se despidió de su amada y le dio un abrazo al
Leprechaun. Cada vez que lo miraba veía el rostro de John Joe con ese gesto
inconfundible de niño barbudo.
Al día siguiente Tomás fue detenido por los milicos. Le dijeron
que había violado la ley de control de armas. Lo bajaron del bus que loconducía a Penco. Fue visto dos semanas después en la isla Quiriquina desde
donde desapareció para no volver nunca más.
Carmencita no tuvo mejor suerte que su amor. Dos días antes del
golpe de estado, vinieron a buscarla, invocando la misma ley. Era de noche.
Sintió los vozarrones y las pisadas en los pasillos del laberinto y corrió hacia la
cumbre. Tomó el cuaderno de los sueños, se lo entregó al Leprechaun, abrió la
ventana del techo, se subió a una silla sobre una mesa, alzó al gnomo y se lo
entregó a las constelaciones que nombró John Joe mientras brindaba por la
amistad y un mundo más grande.
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Fui compañero de Tomás y Carmencita, señor juez. Supongo que
ellos también están en sus expedientes. Pero no busco sus huesos. ¿Podrá
entenderme?
Busco al Leprechaun y el cuaderno de los sueños. Ambos
continúan desaparecidos. Espero encontrarlos. No importa cuánto me demore.
No pueden envejecer.
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