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Los Cuentos del Abuelo Conejo Jorge Timossi Los consejos del abuelo conejo. Si vas a soñar mejor hazlo en colores, en pantalla grande, y con un control remoto que te permita cambiar de sueño si no te gusta el que estás soñando. Aunque un buen sueño en blanco y negro, de vez en cuando, tiene sus encantos, y hasta puede ser más real y más profundo. Disfruta tus sueños, aun si se trata de una pesadilla, como parte de tu ser, de tu cuerpo y tu mente, de tu propia vida. Ellos son mágicos y reales a la vez, y pese a no llegar a recordarlos cuando despiertes, quizá te enseñen cosas de ti misma que a lo mejor no serías capaz de saber con los ojos abiertos. Puedes tomarlos tal cual son, como se te presentaron, nítidos o nebulosos, como si fueran un cuento, con su principio y su final, o como figuras y símbolos aislados, sin aparente conexión entre sí, o bien puedes pretender inter- pretarlos, tratar de entender qué quieren decirte, qué te revelan. No impongas una decisión apresurada -los sueños son muy frágiles y se desvanecen en cuanto uno trata de apresarlos- por eso, será mejor que ellos mismos te guíen con su mano leve, con su propia sabiduría e imaginación. Déjalos volar, libres, como los pájaros, y, como a ellos, no los enjaules jamás. Hay quienes cometen el desatino de anotarlos en un papel, en cuanto se despiertan, y la gran mayoría de las veces sólo logran transformar en letra muerta la más viva de

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Los Cuentos del Abuelo Conejo

Jorge Timossi

Los consejos del abuelo conejo.

Si vas a soñar mejor hazlo en colores, en pantalla grande, y con un control remoto

que te permita cambiar de sueño si no te gusta el que estás soñando. Aunque un

buen sueño en blanco y negro, de vez en cuando, tiene sus encantos, y hasta

puede ser más real y más profundo. Disfruta tus sueños, aun si se trata de una

pesadilla, como parte de tu ser, de tu cuerpo y tu mente, de tu propia vida. Ellos

son mágicos y reales a la vez, y pese a no llegar a recordarlos cuando despiertes,

quizá te enseñen cosas de ti misma que a lo mejor no serías capaz de saber con los

ojos abiertos. Puedes tomarlos tal cual son, como se te presentaron, nítidos o

nebulosos, como si fueran un cuento, con su principio y su final, o como figuras y

símbolos aislados, sin aparente conexión entre sí, o bien puedes pretender inter-

pretarlos, tratar de entender qué quieren decirte, qué te revelan. No impongas una

decisión apresurada -los sueños son muy frágiles y se desvanecen en cuanto uno

trata de apresarlos- por eso, será mejor que ellos mismos te guíen con su mano

leve, con su propia sabiduría e imaginación.

Déjalos volar, libres, como los pájaros, y, como a ellos, no los enjaules jamás. Hay

quienes cometen el desatino de anotarlos en un papel, en cuanto se despiertan, y

la gran mayoría de las veces sólo logran transformar en letra muerta la más viva de

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las fantasías. Se trata de quienes no confían ni en sus propios sueños, e incluso,

bajo el pretexto de que son muy bellos, quieren escribirlos para no olvidarlos.

Cometen errores básicos: en primer lugar, creen que para un sueño es mejor pasar

directamente al plano de la realidad, pero se equivocan: sueños y realidades son un

mismo espíritu y un mismo cuerpo, unidos, entrelazados, imposibles de separar; en

segundo lugar, estiman que son los propietarios únicos de ese sueño, porque lo

soñaron, y, por lo tanto, pueden hacer lo que quieran con ellos, sin saber ni

reconocer esta verdad: un mismo sueño puede ser soñado por el vecino o por

cientos, miles de otros, y ser a la vez único y común, diferente e igual. A veces te

preguntarás, y harás muy bien, si eso lo soñaste tú o lo soñó algún otro.

No debes tener sueños únicamente cuando duermas, sería demasiado fácil y hasta

llegarías a aburrirte. Sueña cuanto puedas, y a lo largo de tu vida, mientras estés

despierta. En este caso, lo harás únicamente en color sepia, si quieres con algunos

toques de violeta. No me preguntes por qué, no sabría decírtelo. Debes aprender

que no todo tiene una explicación lógica. Además, los sueños tienen razones que la

razón ni siquiera se atrevería a soñar.

Si vas a viajar en avión toma precauciones con tus delicadas orejas, mejor

amárratelas sobre la cabeza, así evitarás que se sacudan y te duelan en los

despegues y aterrizajes, o que, a tu lado, un tonto pasajero pretenda usarlas como

suaves almohadas. En cuanto ajustes tu cinturón de seguridad pide, con la mejor y

más serena de tus sonrisas, una copita de buen licor, eso te ayudará a disminuir el

miedo y aumentará la agradable sensación de estar, efectivamente, flotando. Una

vez arriba, pasea tu mirada por las nubes, por el horizonte, mira la tierra dividida

en cuadrados, como si fuera un cubrecama hecho de retazos diferentes, y verás un

río convertido ahora en una hermosa culebra plateada por el sol, brillando en el

agua. Todo lo verás diferente, y aquello que en tierra te parecía enorme, y hasta

peligroso, desde aquí será pequeño e inofensivo, y ello te enseñará cuan relativas

son las cosas, pues todo dependerá del ángulo y la altura desde donde las mires.

Las casas de los hombres, por ejemplo, te parecerán de juguete, más ordenadas,

pintadas y limpias, y creerás que bastaría alargar tu pata para poder cambiarlas de

lugar, o para saborear el caramelo rojo de sus techos de tejas. ¿Qué serán para ti

las copas de los árboles? ¿Acaso plumeros? ¿Qué harás con las sábanas de los

valles, las alfombras de los bosques, y las estatuas de las colinas? Busca, busca

entre las nubes alguna parecida a ti, y, estoy seguro, encontrarás una nube-coneja.

Todos los seres, humanos y animales, están representados en la forma de una

nube, sin embargo, a veces es difícil distinguir la que a uno le corresponde, o bien

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no se tiene la suficiente paciencia; pero si lo logras, sabrás para siempre buscarte a

ti misma en algún pedazo de cielo.

Es importante que no te pierdas los crepúsculos. Desde un avión, los colores de la

caída de la tarde son muy intensos y cercanos, y apreciarás cómo, sobre el mundo

entero, chorrea la paleta más completa y enloquecida de un pintor. Te sentirás

agradecida de estar vivita y volando, y de haber podido ver y absorber tanta

maravilla. También es sensacional viajar de noche por encima de una gran ciudad

iluminada con las luces de sus casas y edificios: es como sobrevolar una inmensa

galaxia, y por un momento no sabrás, para alegría tuya, dónde está la tierra y

dónde las estrellas, o si estás volando cabeza abajo.

Ya llegas a destino y falta poco para aterrizar. No te lo niego, a veces, por no decir

siempre, se produce un desagradable vacío en el estómago, y se desea de todo

corazón tener por fin las patas bien asentadas sobre la tierra. Haz cosas para

distraerte y alejar los malos pensamientos, pues, en definitiva, son los que más

provocan accidentes en la vida: vuelve a ajustarte el cinturón de seguridad,

acomódate nuevamente las orejas, y no olvides tu bolso de mano lleno de

zanahorias frescas.

Si te es posible, cuando seas más grande, intenta, en mi nombre y como recuerdo

de estas líneas, realizar un deseo que yo no he logrado: reivindica y vuelve a usar

la palabra «aeroplano», tan bella, y olvidada por todos.

Si vas a mirarte en un espejo primero prepárate para tener una gran variedad de

sorpresas y asombros, y también adopta ciertas precauciones, como la de tocar con

un dedo el cristal y comprobar su frialdad y dureza. Los espejos no son objetos

muy confiables que digamos, se confunden fácilmente, por ejemplo, con un charco

de agua, o con aquello que están reflejando en un momento dado, y por ello se

prestan para todo tipo de trampas y trucos. En general, para todo el mundo los

espejos muestran fielmente la realidad; pero, por suerte o por desgracia, esto no es

así, y más de un susto se llevó el ingenuo cuya confianza depositó en ellos. Todavía

recuerdo cuando, muy pequeño, me vi por primera vez en un espejo. No podía

creerlo: eso, frente a mí, era mi rostro, la cara de un conejito común y comente, y

más bien me pareció el dibujo de algún pintor abstracto: las orejas, demasiado

grandes, líneas verticales cruzadas por la horizontalidad de los bigotes, rematadas

por los rectángulos de dos dientes salientes y largos, surgidos del círculo de un

hocico rosado. En fin, un desastre, y anduve un buen tiempo acomplejado, hasta

que la vida me enseñó a echarle también parte de la culpa a aquel espejo, por mos-

trar en esa ocasión sólo lo superficial, lo estrictamente visible, y no ser capaz de

profundizar, de llegar a revelarme algo más allá, o más acá, de lo que yo parecía, o

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quizá podía ser. Por esto hay quienes, cuando se miran al espejo, comienzan a

hablar solos, a decir: «Esto no es así, no puede ser, es de otra forma», y hasta se

vuelven locos, y deben encerrarlos en algún lugar, donde no puedan verse refleja-

dos de ninguna manera. Algo parecido le ocurrió a aquella Reina que

constantemente le preguntaba a su espejito si ella era la más bella del mundo, y un

día recibió, como única y muda respuesta, la imagen de una horrible bruja. Te

invito a reflexionar de quién es la culpa, y si el espejo no le jugó una mala pasada a

la vanidad de la Reina. Por las dudas, nunca se te ocurra tener una actitud similar a

la de aquella Reina, no le preguntes nada a tu espejo, mírate en él como quien no

quiere la cosa, péinate las orejas, y déjalo estar tranquilo.

También acuérdate de todo lo ocurrido en Alicia en el país del espejo, la gata Dina,

la Reina Blanca, el León y el Unicornio, el extraño juego de ajedrez, y cómo Alicia

atravesó el espejo de su casa, que se reblandeció, se volvió suave, suave, como el

humo, y pudo así traspasar el cristal sin ningún esfuerzo, y encontrarse del otro

lado, en el salón de la mansión del Espejo. Tú puedes hacer lo mismo, si lo deseas

y si pones toda tu imaginación en ello, y podrás construir todo un mundo, con raros

paisajes, personajes lindos y extraños, con tiempos y espacios únicos, solamente

tuyos, si logras atravesar tu espejo, es decir, si miras más allá de él. Con ello

quiero decirte también algo: con espejo o sin espejo, siempre debes mirar más allá

de lo que ves, no te contentes con las apariencias.

Si vas a enfrentarte a un cazador primero analiza tus ventajas y desventajas: tú

conoces mejor el terreno, cada árbol, cada cueva, cada piedra, cada recodo, pero él

tiene un arma para alcanzarte a larga distancia. Ambos, el cazador y la víctima, son

lo mismo, idénticos, en un momento determinado, cuando cruzan sus respectivas

miradas, y están unidos por un terrible sentimiento, el del miedo: el del cazador,

porque puede fallar, errar el tiro, y el de la presa, porque puede ser sorprendida en

cualquier instante. De ello se desprenden varias lecciones que debes poner en

práctica, si no quieres ir a parar a la olla del más tonto 0 inexperto de los

cazadores.

En primer lugar, prepárate, ejercítate antes, mucho antes de él hacer su aparición:

tienes que haber estudiado tu casa, tu valle, tu bosque, los alrededores, las

entradas y las salidas, para escapar o esconderte por donde menos lo piense; haber

adiestrado tu olfato y tu intuición, dos cosas que deben ser muy amigas, muy

próximas una de otra, y ellas a su vez deben aliarse con el viento, los movimientos

de la más pequeña de las hierbitas, y hasta con los anuncios y las advertencias de

las estrellas y la luna, para que él nunca pueda sorprenderte del todo y tú ganes

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tiempo, tan necesario en momentos como este; pero lo más importante, definitivo,

y de lo cual dependerá tu vida: aprende a dominar tu miedo.

Todo el mundo tiene miedo, se nace y se muere con miedo, y la única solución es

dominarlo, manejarlo, no permitir que enloquezca tu corazón o nuble tu capacidad

de razonamiento. El valiente es aquel que se impuso sobre su miedo y, sin dejar de

sentirlo, enfrentó el peligro o bien escapó de un enemigo más poderoso, porque en

ese caso huir no es cobardía y tal vez es el principio de la victoria.

Hay más: la astucia y la rapidez serán tus mejores defensas. Con astucia podrás

llegar a desconcertar al cazador, descolocarlo, hacerle perder su paciencia y su

serenidad, y llegará un momento en el cual no sepa qué hacer, ni para dónde

apuntar, y ni siquiera en qué lugar se encuentra. Aparece y desaparece, déjale

pistas y huellas falsas, coloca sobre un promontorio un par de orejas artificiales

para hacerle creer que son las tuyas y descargue en ellas su arma; avanza y

retrocede, y cuando te crea enfrente, búrlate de él por detrás. Corre, corre, coneja,

en círculos, en zig-zag, salta y agáchate, nunca sigas una misma y previsible

trayectoria, sorpréndelo, y así no sabrá adónde apuntar, hazlo cansarse antes que

tú.

Pero al mismo tiempo desencadena un gran revuelo, un buen alboroto, para que

otros animales vengan en tu ayuda. La solidaridad es un arma poderosa y jugará

un importante papel a tu favor: los pájaros harán caca en la cabeza del cazador, los

monos iniciarán una marcha de protesta, el león rugirá para amedrentarlo, las

cebras galoparán en distintas direcciones para marearlo con sus rayas, las vacas se

declararán en huelga y no darán más leche mientras no cese de perseguirte, las

culebras se enredarán en sus botas y las mariposas, con el revoloteo de sus

colores, le impedirán verte con comodidad.

Si pese a todo ello no puedes librarte del asedio, tendrás una última oportunidad:

ya cazada, despeluzada, sazonada, y en la olla a fuego lento, haz que tu carne se

vuelva correosa, dura, amarga, imposible de comer. Toda tu raza te agradecerá y

recordará por este postrer esfuerzo, en esencia, un triunfo tuyo sobre el cazador.

Si vas a construir una casa antes de buscar materiales costosos, de lujo, será mejor

acumular otros elementos que no siempre son fáciles de conseguir: mucho

empeño, la mejor de las imaginaciones, y todas aquellas cosas que han hecho parte

de tu vida. La peor o más pobre de las cuevas resplandecerá, y todo el visitante

quedará admirado, si en ella están presentes esos atributos.

Cuando uno se decide a hacer su casa propia es porque ya escogió también su

propio destino. Y esa casa será parte esencial de ese destino, bueno o malo, alegre

o amargo, sombrío o luminoso. Hay quien cree, como el Oso Aceitoso, que será

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feliz en una gran mansión; o, como el Conde Murciélago, en un castillo de

sombras; o en un piso con bar y piscina, como el Pato Rico. Hay quien modifica

constantemente su casa para lograr una comodidad nunca alcanzada, como le pasa

a la Gata Sara, siempre inconforme. Hay quien tiene una guarida, como el Tigre

Rayado, en cambio, de vivienda. Y hay quien lleva, como Doña Tortuga, su casa a

cuestas.

Te propongo pedirle permiso a un árbol, grande y noble, para vivir en él. Elígelo

con cuidado, huele su resina, mordisquea su corteza, comprueba que no tenga

huecos indeseables golpeando el tronco con tus patas, abrázalo para sentir si te

acogerá con ternura el corazón de su madera. En lo posible, debe ser alto, gordo,

con muchas ramas de flores olorosas, para perfumar tu existencia, y dar frutos que

te permitan hacer reservas para las épocas de escasez.

Una vez hecha la selección adecuada y obtenido el permiso -porque la cortesía y la

buena educación son importantes para llevarte bien con el árbol convertido, de

ahora en adelante, en tu morada-, comienza por la puerta. Te sugiero abrirla,

semioculta entre las raíces, para dificultar la entrada de visitantes inoportunos, y

que tenga la forma de una sonrisa, para agradar a tus amigos y demostrarles, des-

de la entrada, tu alegría por recibirlos. Además, el Zorro Ladrón se desconcertará,

pensará: «Adentro de esa sonrisa no puede haber nada de valor», y seguirá su

camino buscando puertas con barrotes y candados, señal de que sus dueños deben

preservar muchas cosas y temen perderlas.

El segundo paso será hacer y decorar tu habitación, y te cuento, para ver si así te

gusta también a ti: yo tenía una en lo alto de mi árbol, con varias ventanas

alrededor, desde donde podía ver todo el panorama, y un balcón que daba a una

rama ancha sobre la cual muchas veces me tendía a dormir bajo el sol. No hay

nada mejor en este mundo que despertarse sin relojes, sin sobresaltos ni

ansiedades, y con el canto de los pajaritos a tu alrededor. Yo tenía una cama

magnífica, muy amplia, hecha con un colchón de hojas secas y pétalos de las flores

de un frondoso flamboyán. Me despertaba creyendo que todavía estaba soñando, y

a veces, el Gato Monseñor, quien mantenía aquello limpiecito de ratones, maullaba

un buen rato para que finalmente yo pusiera mis patas en la realidad.

Pero lo bueno de cosas como estas lo echarías a perder si tu casa no estuviese

viva, palpitante, de tu propia personalidad conejeril: fotos de tus amigos, recuerdos

de todos tus viajes, objetos deseados sólo porque son bellos, un orden y al mismo

tiempo un desorden únicamente tuyos, reflejo de quién eres tú, de ese destino

sobre el cual te hablaba al principio.

Canta, canta conmigo, esta canción que compuso un Pájaro Carpintero:

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La casa por la casa

El gato por la liebre

Mí cuarto tiene fiebre

Y un rayo lo traspasa

Yo duermo en la mesa

Y como en la cama

Vivo como quien ama

La vida que no cesa

Tengo un balcón de sueños

Un techo de amplio cielo

Y dibujo en el hielo

Una mansión sin dueños

Alas para ventanas

Nieblas para portones

No me des coscorrones

Por habitar mañanas

La casa por la casa

El gato por la liebre

Si vas a tener un novio considérala una acción delicada, llena de sobresaltos, de

sustos y alegrías, y en la cual te vas a comprometer, y estremecer, desde la punta

de tus orejas hasta el último pelito de tus patas.

Podrás escoger un novio, dirás: «Este conejito me gusta», por qué no, y te lanzarás

a su caza. En mis tiempos mozos yo pescaba algunas novias dejando caer una

buena zanahoria atada con un hilito: las conejas golosas y desprevenidas corrían

detrás de la zanahoria, y cuando creían que ya la habían atrapado, se topaban

conmigo, y yo se la ofrecía muy galante. En verdad, existen muchas tácticas

diferentes para un asunto como este, en definitiva, muy complejo.

Pero, por lo general, un buen novio aparece de repente, sin que tú te lo hayas

imaginado o propuesto, a la vuelta de la esquina, en una fiesta de cumpleaños, en

la escuela, detrás de cualquiera de tus árboles preferidos, o a la salida del cine. Te

darás cuenta de que es él porque tus orejas se pondrán en máxima posición de

atención, tus bigotes comenzarán a vibrar y registrarán algo parecido a una

sensación de peligro, el corazón intentará salírsete por la boca, y acaso sentirás el

erizamiento de todo el pelo de tu cuerpo, como si estuviera electrificado, y tus

pestañas se pondrán tiesas, rígidas, y al mismo tiempo subirán y bajarán en un

parpadeo continuo e incontenible.

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Sea como fuere trata, por lo menos inténtalo, de actuar en forma natural, como

quien no quiere la cosa; así el conejito no creerá que en un instante tú estás

rendida a sus patas. Pero de ninguna manera seas hipócrita, acércate a él, a la vez

con orgullo y ternura, y nunca vayas a imitar a ciertas conejas que se creen más

conejas porque saben ocultar sus sentimientos y se sienten vanidosas de saber

armar trampitas al conejo más pintado. Tu relación con alguien, con cualquiera, y

más con un novio, porque es una relación íntima, te sugiero que desde el primer

momento sea muy clara, transparente como un arcoiris, con todos los colores y

matices del caso. Si vas a ser coqueta, esa coquetería no debe llegar al punto de

ser pesada, pegajosa, y hasta pueda ahuyentarlo. Permítele mostrarte, de forma

natural, su propia personalidad.

Cuando eras una conejita todavía más pequeña que hoy, una vez te pregunté cómo

te gustaría que fuera tu novio. Me respondiste: «Debes ser lindo, generoso,

inteligente y bueno». En general, acertaste con las cualidades más esenciales;

aunque sólo el tiempo, la experiencia y la relación con él, te permitirán saber si

realmente posee todas esas cualidades, o sólo alguna de ellas, y si son suficientes,

o todavía puedes aspirar a más.

Deja que te regale zanahorias frescas, y si te ofrece flores, hazme el grandísimo

favor de no comértelas, error cometido por más de una coneja insensible. Y, a tu

vez, proporciónale raíces tiernas, y observa cómo las come, si quiere o no com-

partirlas contigo, si aprecia el gesto o bien no le da gran importancia. Te digo esto

como una de las tantas, infinitas, formas de saber cómo es él realmente, porque, te

advierto, nunca estarás segura de si quiere ser tan novio tuyo como tú de él.

Por eso, este asunto de tener un novio es tan delicado y muchas veces asusta. Un

momento estarás alegre, bailando en una pata, segura de sus sentimientos e

intenciones, y otros estarás hundida en la tristeza, llena de dudas, y con una pena

en el pecho que no sabrás ni por qué ni de dónde surgió.

En todo caso, tener un novio vale esa pena, te lo aseguro, y, entre otras cosas, es

una de las mejores fórmulas para conocer a los demás, para conocerse a sí mismo,

los secretos de nuestro propio corazón; aunque te hayas equivocado, y te duela, y

el que hayas elegido no sea el mejor conejito para ti.

Muchas cosas más pudiera decirte de este tema -por ejemplo, no te olvides de

olfatearlo bien, porque el perfume de una piel dice mucho de quien la lleva puesta-,

pero prefiero, aunque sea por hoy, terminar aquí, y alguna otra vez, cuando ya

hayas tenido algunas experiencias en este sentido, volver a hablarte de todo esto.

Tenlo en cuenta, sobre este tema se dicen muchas boberías, con frecuencia se cae

en lugares comunes, y tengo miedo de cometer un gazapo, si no lo he cometido ya.

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Permíteme sólo una cosa más: todo el mundo se dará cuenta de que tienes un

novio, aunque no te vea con él, porque de pronto, y sin ninguna razón aparente,

darás grandes saltos de alegría, y otras lucirás más triste que un ratón sin queso.

Pero, en lo posible, y sin hacer de esto un misterio, ni ocultarlo a propósito, te

aconsejo que, por lo menos en el inicio de la relación, ambos sean bien discretos.

Hagan como el Pájaro Tero, que por un lado pega el grito y por otro hace el nido

para poner los huevos. ¿Por qué? Porque siempre aparecen malnacidos y

maleducados, envidiosos de la felicidad de los demás, quienes se entrometen en las

relaciones ajenas y tratan de echarlas a perder con cualquier pretexto.

Sin tener por qué saberlo nadie, ni hacer tampoco de ello un gran secreto, te

recomiendo agarrar un buen día a tu novio por una pata, llevarlo a ver cómo cae el

sol en el horizonte, y entonar ambos un canto de alabanza y agradecimiento a la

vida que les permitió hacerse novios. Entonces, ya no importará qué pase después,

porque lo bien vivido siempre bien vivido estará.

Si vas a trabajar prefiere hacerlo con todas tus ganas, con todas tus fuerzas,

sentidos e inteligencia. Estoy seguro, no hay nada peor para un conejo, y para

cualquier animal y hasta ser humano, que trabajar obligado, a desgano, o en algo

que no le interese o no le guste.

Así el trabajo se convierte en una maldición, en una esclavitud, y la vida toma el

sabor de un yoghurt agrio y salado. En cambio, si trabajas con alegría, si crees

realmente en lo que estás haciendo -no importa qué, desde lo más humilde a lo

más sublime-, si le imprimes a esa labor tu propio aliento, tus conocimientos y

tesón, si lo haces con seriedad, como si estuvieras jugando, si para ti trabajar es

crear un sueño con posibilidades de hacerse realidad, entonces tendrás ganada, en

gran parte, la siempre difícil partida de ajedrez que es esta vida.

Conozco a una coneja muy hábil y talentosa en su oficio. Cuando ella quiere lo hace

como el mejor y, sin embargo, no le gusta trabajar, dice hacerlo sólo por

obligación, para ganar un salario, y de pronto se la pasa días y días asistiendo a su

trabajo como si estuviera ausente, cansada, es decir, cansada de no hacer nada.

Era muy linda, con un pelo blanco y sedoso, un rabito atractivo, pero pronto se

puso gorda, sus orejas flojas y envejecidas, y parecía no tener la vida el menor

sentido para ella.

Claro, también he conocido a muchos animales holgazanes, quienes tratan de vivir

del trabajo de los otros -recuerda las fábulas de La Zorra y las Uvas, o la de La

Hormiga y la Cigarra-; pero en todos los casos advertí en ellos insatisfacción, cierta

oscuridad en su mirada, cierto olorcillo pestoso, como el de la Mofeta del Desierto,

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esa vieja mamífera que nunca se baña, y hasta el extraño comportamiento de

quien puede estar muriéndose en vida sin darse cuenta.

Ahora lee bien y despacio, mi conejita:

Si tienes que sembrar,

húndete en la tierra junto con la semilla

y desea, como ella, germinar.

Si tienes que cosechar,

hazlo con el espíritu vivo del fruto

y el poder del alimento.

Si tienes que tallar una piedra,

descubre en su dureza la huella

y la forma de tu ternura.

Si tienes que tejer una tela,

conviértela en manto contra la frialdad,

cobija frente a la indolencia, abrigo

para colgar de los hombros del indiferente.

Si tienes que hornear un pan,

antes amásalo con tu propio calor

y la sal de tus sueños.

Si tienes que escribir en una computadora,

no le permitas producir palabras

desabridas y neutrales.

Y después de haber trabajado mucho, descansa, tómate un tiempecito, échate

panza arriba, comienza a dar vueltas de cabeza como los Locos Carneros, busca un

espacio de ocio, pues, desde hace siglos, se sabe absolutamente necesario también

para la creación. Goza en el reposo y el sosiego lo mismo que gozaste en la tarea.

Porque si hay quienes no saben trabajar, también hay quienes no saben darse

tregua, hacer una pequeña pausa en el camino, o procurarse un poco de calma en

medio de la tormenta.

Si vas conocer a otros animales te solicito encarecidamente no cometer los

siguientes errores:

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Pensar que todas las jirafas tienen altos ideales.

Creer que los pingüinos no son oportunistas y cuando son lanzados al aire siempre

caen parados, únicamente porque tienen las patas planas.

Tropezar con un elefante, no pedirle excusas, y encima gritarle: «Eres un tonto. No

te fijas por dónde caminas».

Aceptar, sin desconfianza, la alianza amistosa de un joven lobo aspirante a nuevo

jefe de su manada.

Jugar directamente con el mono, en vez de hacerlo sólo con la cadena que lo ata.

Correr una carrera con la tortuga, cuando ya hace tiempo está escrito que, pese a

tú ser mucho más veloz, ella siempre te ganará, porque, de lo contrario, ya nadie

creería en las fábulas.

Confundir a una pantera negra sonriéndote en la noche con un piano de cola, e

incluso intentar tocar en su lomo la Pequeña Serenata Nocturna, de Mozart.

Invitar -al avestruz a jugar al dominó calculando que no será capaz de tragarse el

doble nueve.

Invitar al viejo tigre a comer una comida vegetariana para convencerlo de que sus

problemas digestivos se solucionarán si deja de comer carne de conejo.

No discutir políticamente con la hormiga que abandonó a su tribu y, sin siquiera

saber cantar, se pasó al bando de la cigarra.

Aprender a bailar, aplaudir y mantener una pelota equilibrada en el hocico, como

hacen las focas para divertir a los seres humanos, cuando tú no eres foca, ni comes

pescado, ni cosa por el estilo.

De esta manera pudiera señalarte muchos otros errores que no deben cometerse,

como con el Unicornio Azul, la Serpiente Emplumada, o el Dinosaurio Arrepentido.

Sin embargo, prefiero, en base a los ejemplos aquí expuestos, te las arregles tú

sola con otros animales. A propósito, ¿te fijaste en esa mujer? Tiene cara de vaca;

¿y en ese hombre con cara de cerdo? Disimula, mira para otro lado, hazte la Burra

Tonta, y cállate la boca.

Si vas a ver televisión hazlo con la cabeza para abajo, ponte una escafandra de

buzo, y una máscara antigás. Toma todas las precauciones posibles, porque es un

aparato peligroso: se mete en tu casa, en tu mente y en tu corazón, y si la ves

durante un largo rato, te deja como bobita.

En ella podrás ver alguna buena película, dibujos animados, ciertas telenovelas

(con mucha cautela); pero habrá otros programas que te harán correr a apagarla,

cerrar con fuerza los ojos, y taponear tus orejas con la cera de la Buena Abeja.

Todo esto no quiere decir que la televisión no puede ser excelente, en particular,

en determinadas circunstancias: avisarte si habrá tormenta, a qué latitud y

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longitud se encuentra el Tigre Hambriento, enseñarte una nueva receta para el

pastel de lechuga, o presentarte el estreno del Coro de Ranas en el Teatro del

Lago. Pero, no siempre sabe o puede unir lo bello y lo útil, y separar lo sublime de

lo ridículo, y así se arman unos cortocircuitos que pueden llegar hasta hacer

explotar el aparato como tal.

Siempre recordaré un programa que vi hace mucho tiempo en el cual unas Brujas

corrían a escobillazos a las Hadas del Bosque. Ya conoces mi opinión: ni las Brujas

son tan malas como las pintan ni las Hadas tan buenitas; pero aquello era de tal

forma pésimo que me puse del lado de las Brujas, agarré también una escoba y,

tratando de perseguir a las Hadas, rompí la pantalla del televisor.

De noche, cuando estés durmiendo, es muy capaz de encenderse sola y meterse

sin tu permiso en tus sueños. ¿Te imaginas tú, de lo más feliz, soñando con un

valle lleno de zanahorias, y de pronto todo se borra y es sustituido por un musical

movido y ruidoso en el cual eres la única artista que canta y baila? Al día siguiente,

estarás muy cansada, y no sabrás por qué.

Pero no me confundas con un viejo conejo conservador, opuesto al progreso

técnico. Te diré que en vez de ver tanta televisión, es mucho más provechoso y

divertido para ti dedicarte a crear tus propios programas en una computadora, a

conectarlos a la Red de Comunicación Interconejeril, y a enviarle cartas por medio

del correo electrónico a un conejo amigo tuyo, natural de Australia y, de paso, te

responda por la misma vía cómo se están comportando los canguros. A lo mejor

todavía no me comprendes, ni conoces esas cosas que te menciono, pero estoy

seguro, al paso que vamos, de recibir algún día de estos un cariño tuyo a través de

un satélite.

Carta de despedida

Querida nieta:

Ya sé que los consejos no se usan mucho en estos tiempos y que los jovencitos

como tú no les hacen mucho caso, y más bien los toman como algo fastidioso. Hoy,

como ayer, y como mañana, nadie aprende por cabeza ajena, y nada ni nadie

sustituirá tu propia experiencia.

Más bien que darte consejos, yo necesitaba entregarte un poco de mi amor

expresado en palabras, e inventé esto de los consejos como una forma de

conversar contigo sobre diferentes temas y, de esta forma, llegar a tu

entendimiento y a tu sensibilidad. Además, fíjate, si le sacas una sola letra a la

palabra «consejo» se quedará, nada más y nada menos, que en «conejo»

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Te aclaro, no deseo, para nada, que me hagas caso. Toma estas palabras, como

dijo una vez un amigo mío, sólo para la acción. Cuando las estaba escribiendo, en

algunas ocasiones me reía solo, me sentía feliz, y en otras tenía dudas, y hasta me

temblaba un poco la pata; pero, te lo aseguro, cada una de ellas las creé para ti,

pensando en ti, y traté de pulirlas para que quedaran limpiecitas y fuesen tan

verdaderas como las piedras de un río.

Pudiera darte muchos más consejos similares a estos, aunque serían infinitos, como

lo son los temas de la vida, y sólo terminaría de escribirlos con el final de la mía. Es

preferible hacer un trato: si te gustaron, si aunque sea una sola de todas estas

palabras te conmovieron o te alegraron, entonces, escríbeme tú una carta

pidiéndome los temas que quieras, para yo escribirlos en otro libro como este. Si no

te agradaron, calla mejor, yo me daré cuenta de tu silencio, el cual respetaré como

un secreto más entre nosotros dos.

Si esto último llega a suceder, no te aflijas, no temas herir mi orgullo, porque al

menos tendré la seguridad de que cuando seas más grande, y yo ya no esté a tu

lado, encontrarás este libro en un rincón olvidado de tu cueva, necesariamente me

recordarás, y acaso me dediques una de tus maravillosas sonrisas.

Me despido, como siempre, frotando tú hocico con el mío,

El Abuelo Conejo

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Las cosas del Abuelo Conejo

Preámbulo que pone a las cosas en su lugar

A diferencia del libro anterior, en el cual te ofrecí algunos «consejos», Los consejos

del Abuelo Conejo y como te gustó, decidí escribir otro para ti-, este debe llevar

una explicación previa. No te hablaré de las cosas en general, porque nunca

terminaríamos, y sólo lo haré de aquellas pocas cosas que me interesaron, o bien

he querido, por una razón o por otra, en mi ya larga vida.

Aunque muchos de nosotros creen muy simple la relación con las cosas, o bien que

se deben tratar sólo como cosas, yo soy de los conejos que piensan, más bien

saben, que esa relación es bien compleja, y es preciso otorgarle la atención

requerida.

Fíjate si es compleja que comenzaré por decirte, aunque te parezca contradictorio

con lo anterior, que las cosas deben ponerse en su lugar. No me estoy refiriendo

solamente al deber de ordenarlas en nuestras casas -para no ver cómo se

amontonan por ahí, sin ton ni son- sino también, y principalmente, en nuestras

mentes y espíritus.

Porque muchos conejos en este mundo se creen mejores porque tienen muchas

cosas, y viven orgullosos de haber podido comprarlas y mostrarlas. Son

precisamente quienes les atribuyen a las cosas una importancia excesiva -cuanto

más tienen, más quieren- y su manera de ser conejeril no se basa en la

inteligencia, la sensibilidad, la generosidad y los buenos valores -es bien conocido

nuestro hocico de ternura-, sino en poseer cosas, cuantas más mejor, y hacer

alarde de ellas.

Pero, al mismo tiempo, aunque parezca raro, tratan a las cosas como meros

objetos, únicamente útiles para ellos, para su vanidad, y las tienen en cuenta nada

más por su valor, por lo que les costó adquirirlas.

En cambio, estoy seguro que quienes menos cosas tienen, quienes están

convencidos de que las ideas, los pensamientos, el desarrollo del espíritu

constituyen el valor real en un conejo o en una coneja, son quienes más quieren y

respetan a las cosas en su justo término y lugar.

Las ideas, los buenos valores conejeriles en general, son mucho más importantes

que las cosas; por eso, si tenemos un espíritu rico, una gran sensibilidad, poco

importa no poseer ni una sola cosa. Además, los que así piensan y sienten buscarán

o adquirirán cosas porque íntimamente las necesitan, o porque le parecen bellas, o

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bien porque de alguna forma representan y están en estrecha relación con su

propio ser.

Por otra parte, quiero llegar a decirte más, incluso algo que no todos los buenos

conejos estarán de acuerdo conmigo, porque acaso lo estiman muy loco, pero sí por

los Conejos Poetas: las cosas tienen una especie de vida propia, si se quiere, muy

particular. Y afirmo que la tienen, contrariamente a quienes consideran a los

objetos seres inanimados, que no piensan, ni sienten, ni se mueven por sí mismos.

Ellos no tienen en cuenta lo que puede haber de verdad en esas hermosas películas

de dibujos, animados claro está, donde bailan las escobas o cantan los cántaros en

las fuentes.

Te voy a poner ejemplos concretos, cotidianos: si se te pierden los espejuelos, o no

encuentras las llaves, ¿tú los crees extraviados u olvidaste el lugar donde los

pusiste? Quizá sí, quizá no. A lo mejor los espejuelos, sin tú enterarte, se fueron a

mirar a otro lado, les entraron súbitas ganas de otros paisajes, y quizá las llaves se

cansaron de dar tantas vueltas en una misma cerradura y se escondieron para que

las dejaras tranquilas, por lo menos un tiempecito.

No quiero insistirte en esto, pues tú lo sabes también, aunque no lo hayas

meditado: las cosas son parte natural de tu imaginación, de tus sueños, de tus

juegos, porque las cosas son o pueden ser siempre fantásticas. Un lápiz se

convierte en un hombre, un pequeño cubo de madera es un rascacielos, una

alfombra es una pradera, un valle lleno de misterios, y en un frasquito de vidrio

caben todas las estrellas de nuestros cielos.

Hace ya años escribí un libro de poemas Las cosas como son. En él un tenedor, una

mesa, un cepillo de dientes, el teléfono o un alfiler, las cosas más comunes,

hablaban, se expresaban, se revelaban con su vida propia, especial, muy distinta y

a la vez parecida a la nuestra y también a la de los seres humanos. Por lo menos,

reflexionemos por qué razón, conejos o no, tantos poetas y artistas de diferentes

géneros han colocado a las cosas en los primeros planos de su creación.

Hace poco leí una excelente novela de un amigo mío, un Conejo natural de Bolivia,

Ramón Rocha Monroy, titulada La casilla vacía. Me asombró, y me gustó mucho,

que el capítulo 31 de su obra fuera únicamente un poema: «Lección de cosas», del

cual me atrevo a reproducir un fragmento. Así podrás leer algo similar a lo que te

digo yo:

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Las cosas

Callan las cosas

Casa deshabitada:

desaliento de las cosas

Soledosas

las cosas

Esperan

las cosas.

Por todo ello, mi querida Coneja Nieta, tu Abuelo Conejo te invita a visitar mi Casa

del Árbol, a sentarte conmigo en uno de esos almohadones hechos de hojas secas y

pétalos de las flores de un flamboyán, como tú sabes, confeccionados por mi

imaginativo amigo, el Gato Monseñor, para que yo te cuente mis «cosas», las más

queridas, algunas que todavía conservo, por haber sobrevivido a mis correrías por

el mundo y te lo anuncio desde ahora, ese será el tema del próximo y tercer libro

para ti, Los viajes del Abuelo Conejo- y otras que he perdido, o se han roto, o ellas

mismas se fueron de mí por alguna causa, porque tal vez no supe cuidarlas bien;

pero que, de cualquier forma, están entre mis más entrañables recuerdos.

Claro, no necesitarás pedírmelo, y empezaremos por aquellas cosas que, por sí

mismas, por su carácter o personalidad, se prestan mejor a ser fantásticas.

Algunas de ellas acaso te parezcan viejas, en desuso, y las compararás con tus

actuales y también fantásticos juegos de videos y computadoras. Para mí esto no

será un problema; porque, por lo menos, recordarás esas cosas y aprenderás que

la memoria no se puede olvidar en esta vida.

El espejo es la cosa más fantástica que hay desde la creación del Universo.

Seguramente porque tiene la capacidad de reproducir la imagen de todo, todo lo

que se le ponga por delante. Y lo hace muy fielmente, sin dejar ningún detalle de

lado, el más mínimo; dicha fidelidad, en algunos casos, puede llegar a ser hasta

cruel, porque él es capaz de duplicar hasta aquello que pretende ocultarse. Cuando

te miras en él, debes tener mucho cuidado: no sólo te revela tu linda carita, y si te

fijas bien, te muestra además tu espíritu, tus estados de ánimo, si estás triste o

alegre, segura o confusa, e incluso, si escondes alguna mentirilla. Es el único objeto

en el mundo, así lo creo, al cual no se le puede engañar, pues nada ni nadie le es

ajeno, ni la belleza ni la fealdad, ni el generoso o el mezquino.

¿Por qué hay tantos libros famosos que contienen espejos en sus argumentos? El

de la mala madrastra en Blancanieve y los siete enanitos, el muy transparente y

enigmático de Alicia en el país de las maravillas, o aquel otro parecido, «La puerta

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del espejo mágico», en ese libro maravilloso llamado La historia interminable. En

estos y muchos más hay espejos parlantes. Ellos nos transportan a mundos

desconocidos y, si entramos en ellos, llegaremos a resolver enigmas; incluso

algunos nos protegen contra los maleficios y la perversidad.

Te voy a mostrar dos, mis preferidos, los compañeros de todas mis correrías, y que

por fin hoy descansan un poco -porque, en verdad, siguen trabajando- colgados en

las paredes de esta Casa del Árbol.

Uno es ese, el del pasillo, a la izquierda. ¿No lo ves? Claro, no lo puedes ver,

porque a simple vista parece un adorno de pura madera, barnizada y coloreada con

dibujos de flores y extraños arabescos que nunca llegué a descifrar. Para descubrir

el espejo es necesario abrir, con cuidado, estas dos puertitas casi secretas, y así él

aparece en un rectángulo vertical, límpido y claro. Lo compré hace mucho, mucho

tiempo, en una ciudad de Persia, en una tienducha de mala muerte, aunque para

mí de mucha suerte. Fue como un amor a primera vista, yo no podía apartar los

ojos de aquel objeto y por eso el codicioso vendedor, creyendo que tenía ante sí a

un cliente muy ingenuo, comenzó pidiéndome una gran cantidad de dinares, así se

llama el dinero en ese gran país-, y el espejo, de inmediato, tampoco demostró

estar dispuesto a separarse de mí. Desde que me miré en él, cuando descubrí sus

puertas, la imagen de mi cara, una trompa de conejo feliz por el hallazgo, se negó

a desaparecer, se mantuvo fija, inalterable, como una fotografía, aunque yo le

diera la espalda o no estuviera en el ángulo adecuado para esa reproducción. El

comerciante, evidentemente un conejo muy supersticioso y de poco temple, los

bigotes erizados de terror, al ver esto arrojó en mis patas esa supuesta y simple

artesanía local, a los gritos se negó a cobrarme un centavo y casi me echa a

patadas de su tienducho. Desde entonces hasta ahora, mi amistad con esta noble

cosa se mantiene inalterable, tan fija y lúcida como aquella primera vez que reflejó

mi cara. De tanto en tanto, abro como hoy sus puertas, principalmente cuando

tengo alguna duda, cuando no me siento muy seguro del camino que debo seguir

en este bosque, y siempre, siempre me devuelve una respuesta muy correcta o me

ofrece una alternativa aún no imaginada.

Pero, fíjate en este otro, muy distinto a aquel, de diverso carácter, aparentemente

más obvio porque a simple vista reconocemos en él a un espejo, aunque es capaz

de tener y resolver tantos misterios como el primero. Lo compré en una casa de

antigüedades, en esa ciudad llamada Buenos Aires, después de regatear bastante

con la dueña, una Osa muy coqueta que daba la impresión de no querer despren-

derse de ninguna de las cosas en venta. Aquello me gustó de entrada por su

forma, rara si se quiere, pero quien la haya creado sabía muy bien lo que estaba

haciendo, en todas sus partes y en sus artes. El espejo en sí tiene el contorno de

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una paleta de pintor, y ello se apoya, está basado, en una especie de marco de

madera torneada con la figura de un feroz dragón. Así, las garras, las poderosas

alas, la cola enroscada y la cabezota de fauces abiertas de ese animal que no se

sabe si existió alguna vez, y más bien es un mito, envuelve y contiene al espejo.

Fíjate, su largo cuello y la cabeza aparecen por el agujero de la paleta usada por

los pintores para introducir su dedo pulgar y poder así sostenerla con comodidad.

¿No te gusta, te da un poco de miedo? No le tengas miedo al dragón de la fantasía,

porque es alegre y benigno debajo de su fiera apariencia. Más bien, témele y sé

cautelosa con la dura realidad. Para mí este objeto es el símbolo perfecto de la

unidad existente entre la realidad y la fantasía: la realidad del espejo y la fantasía

del dragón. Y todo lo que se desprende de esa fabulosa ecuación: lo visible y lo

invisible, la poesía y la prosa, lo que se entiende y no se entiende, el día y la

noche, la vigilia y el sueño, y pudiera seguir así mucho más. Si te miras bien en

este espejo, él te despejará -juego de palabras utilizado a menudo en este libro-

todos estos misterios con los que te enfrentarás durante tu vida.

El reloj es también un objeto fantástico porque, de inicio, se le atribuye la facultad

de medir el tiempo. Yo no sé mucho de esto, pero para mí el tiempo no se puede

medir, ni controlar, ni tratar de meter en una caja, tampoco se sabe bien por qué,

nombrada «reloj». Si lo piensas bien, cuando uno cree que es ahora, al mismo

tiempo -no tengo otra palabra- es también antes y después. No pasa -¿pasará de

verdad?, porque no se le ve pasar- un solo segundo sin que sea simultáneamente

pasado y futuro, por eso me pregunto en qué momento el reloj marca la hora

presente, precisa. Además, no conozco reloj alguno que no marche hacia adelante,

hacia el futuro; ninguno lo hace hacia atrás, hacia el pasado, como si quisiera, o

pudiera, olvidarse de él. Las manecillas corren, al parecer, una carretera de una

sola vía, y esto hace cierta esa frase de que el tiempo no tiene marcha atrás. Y

hablando de frases, ¿qué te parece esa otra, que no puede perderse el tiempo?

Tampoco la he entendido nunca, porque no sé dónde puede perderse el tiempo, en

qué lugar, y hasta en qué momento, y no puedo imaginarme qué pudiera llegar a

pasar si aunque fuera un poquito de tiempo, un segundo, llegara a perderse:

¿existe un reloj que marque tal extravío?, y ¿acaso no se paralizaría este Universo

o, al menos, no se le produciría algo así como un huequito? En fin, ya ves, me hago

muchos líos con este asunto de los relojes y su pariente, el tiempo, y por eso

prefiero guiarme por el sol y las estrellas, la simple sabiduría de un día tras otro,

pues así no hay manera de equivocarse.

Todo lo cual no quiere decir que no tenga en mucha estima, y hasta sumo respeto,

este reloj que me regalaron en un país tan, pero tan lejano -según un amigo, el

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tiempo está muy relacionado con el espacio, como si fueran primos- cuyo nombre

no me acuerdo, pero sé que era muy frío y solamente producía y vendía quesos y

relojes. Me dijeron su nombre: Cu-Cu, un bonito nombre, por lo menos sonoro,

como se supone debe sonar un reloj, y que un pajarito me anunciaría el paso de las

horas. Como ves, tiene forma de una casita, muy parecida, casi igual a esta Casa

del Árbol, es de madera trabajada, rodeada de ramas, con techo a dos aguas, y en

el piso superior tiene una ventana, única y sumamente importante. En esta casa

vive muy cómodo el tiempo, el cual, a cada hora, le ordena a un gracioso pajarillo

de cerámica -con el paso del tiempo (no tengo otra palabra) nos hicimos muy

amigos- abrir la ventana, proyectarse al exterior como un resorte y cantar tantas

veces Cu-Cu como la hora marcada, entrar de nuevo rápidamente, y prepararse

para la próxima salida. Al principio, me tomaba por sorpresa, y hasta me erizaba el

bigote, o me obligaba a abandonar lo que estaba haciendo para escucharlo, sobre

todo cuando eran muchos Cu-Cu, una docena cuando se trata del mediodía o de la

medianoche. Pero luego me fui acostumbrando, ese canto se me hizo necesario,

insustituible, y hasta llegué a esperarlo poniendo cerca de la ventanita mi hocico y

mis orejas. Así nos hicimos amigos del pajarito, a quien no se me ocurrió ponerle

otro nombre que Cu-Cu, y él me enseñó mucho sobre esas cosas del tiempo, de las

horas, de los minutos y de los segundos. Algo sumamente esencial, me enseñó a

tener paciencia -de ella muchas veces carecemos los conejos como yo-: me contó

cómo él debía tener paciencia entre una hora y otra, cómo se entrenó para ello y

continúa hasta hoy manteniéndose en forma como un atleta del tiempo, y cómo

sabe cantar, puntualmente, aunque yo esté durmiendo y no le haga el menor caso.

Una vez tuve la mala idea de decirle:

Ven acá, Cu-Cu, ¿no quieres tu libertad? A mí no me gustan los pájaros cautivos.

¿No quieres que te ayude a volar? Me respondió con una idea que me hizo pensar

durante mucho -no tengo otra palabra- tiempo:

-No, qué va, Conejo. Déjame tranquilo donde estoy, en mi linda casita. Yo soy un

pájaro libre en el tiempo, y vuelo cuando doy la hora. Quienes deben ser liberados

de su jaula son los otros, los que están detenidos en un espacio, y no se les deja

volar en él.

Este Cu-Cu, después de todo, un filósofo, nunca me falló, nunca se atrasó ni

adelantó, y hoy, aunque esté un poco oxidado y ronco, y yo siga con mi costumbre

de guiarme no por él sino por el sol y las estrellas, es para mí a la vez un amigo y

un objeto realmente fantásticos.

El calidoscopio no sólo es una cosa fantástica sino también maravillosa y mágica.

Antes de mostrarte el mío, el cual conservo como uno de mis mayores tesoros, creo

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conveniente leerte la descripción hecha de él en mi diccionario, así me ahorro

explicarte cómo funciona: «Aparato formado por un tubo en cuyo interior hay dos o

tres espejos, el cual se aplica al ojo por un extremo y tiene en el opuesto dos

vidrios entre los cuales hay pequeños fragmentos de cristal de distintos colores;

merced a los espejos, las distintas e infinitas combinaciones que estos fragmentos

forman al ser movido el tubo, son vistas por el observador en un dibujo simétrico».

¿Entendiste? A veces los diccionarios tienen palabras difíciles de comprender, pese

a haber sido creados para el entendimiento y el mejor saber de esas mismas pa-

labras; a veces, son como la Burra Ana, que cuando quiere explicarnos algo, se le

entiende la mitad de sus rebuznos; aunque no estoy en contra de ellos, muy por el

contrario, los considero útiles y necesarios. Por lo pronto, la descripción que hace

me parece bien, en efecto, se trata de espejos y pequeños cristales de colores, pero

no estoy en absoluto de acuerdo con que quien mueva el calidoscopio verá «un

dibujo simétrico». Yo agregaría: «si no tiene imaginación, si no cree en la magia,

incluso en la de los dibujos geométricos». Pasemos a la práctica, que es, como

dicen algunos sabios y pensadores, la demostración de la verdad.

Este calidoscopio siempre está muy cerca de mi mesa de trabajo, al alcance de mis

patas. Me lo regalaron en una visita que hice a Japón. Me lo entregó, muy

ceremoniosa y con las inclinaciones de cabeza correspondientes a la bella cortesía y

el exquisito ceremonial de su país, tres veces y agachada casi hasta el bello

cinturón de su kimono, una gran amiga, la Coneja Poeta Satoko Tamura, de gran

sensibilidad: no se trató de un obsequio para un niño, pues ambos éramos ya

mayores, pero de inmediato comprendí que me estaba entregando, con alegría y

generosidad, una de las tantas formas de la poesía, y ¿por qué no? de la maravilla

y de la magia. Como ves, es un calidoscopio grande y cuyo tubo está forrado con

un papel barnizado, de sutil color caramelo, el cual reproduce parte de una pintura,

quizá del gran artista Hokusai, cuyas obras en algún momento debes conocer y

admirar. Cada cierto tiempo, cuando quiero ser feliz y apartarme del mundanal

ruido, me echo panza arriba --esta posición también les gusta mucho a los

humanos-, dirijo mi calidoscopio hacia la luz, comienzo a moverlo con mis patas

traseras, con suaves pataditas, y disfruto como loco de todo lo que allí veo, se

produce, cambia y reproduce, de todo lo que me permite imaginar, fantasear, en

definitiva, de la magia de eso llamado belleza. Óyeme bien y no interrumpas mi

entusiasmo: colores púrpuras, como si fueran a reventar en maduras orquídeas, el

verde esmeralda de las aguas tibias del Caribe, el denso amarillo de un cuadro de

Van Gogh, el sepia del río Sena en el invierno de París, pedacitos de rosados, en

bandadas, como si levantara vuelo un numeroso grupo de nuestros hermanos, los

elegantes flamencos, los blancos impolutos, a los que casi no se les puede mirar de

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frente, porque ciegan, como las nieves eternas de las Montañas del Kilimanjaro, o

aquellos marrones, si se quiere carmelitas, del Río de La Plata, prácticamente un

mar, que une a Argentina con Uruguay o viceversa, y, por otra parte, a las

viceversas hay que tenerlas muy en cuenta. Y sigue escuchándome en silencio,

porque hay más, mucho más: sí, el calidoscopio ofrece figuras geométricas, pero

estas son, creo, mágicas, y se transforman según nuestros deseos, según el poder

de nuestra, otra vez y siempre, imaginación: un octaedro, con todos aquellos

infinitos colores, puede llegar a ser un mágico escarabajo, el cual a su vez se

convierte en radiante mariposa, y esta en un Jardín Encantado, con frutas y flores

desconocidas que bailan una danza sagrada, pero esto cambia para el interior de

una catedral de numerosos vitrales, por donde entra y juega la luz exterior,

mientras a un órgano invisible se le escapa -por eso a algunas composiciones se les

llama «fugas»- la música tornasolada de Juan Sebastián Bach. Claro, tú me dirás:

«Hoy eso, y mucho más, se hace con una computadora. El dichoso calidoscopio es

un vejestorio». Pero estás equivocada, porque, como se dice por ahí, no es lo

mismo ni se come igual: tu moderna máquina no tiene la calidez al tacto de mi

calidoscopio -que, además, se parece a un telescopio, ¿me copias?-, ni es tan, tan

mágica, porque a veces se borra todo sin saber uno por qué, y por último, no la

puedes usar en esa cómoda posición de panza arriba. Ahora es tu turno: mira e

imagina un deseo a través del calidoscopio.

Aquel velero perdido de mi perdida infancia, todavía airoso navega en mis

recuerdos y sueños. Me lo compraron mis padres, en una juguetería situada en la

esquina de nuestra casa, cuando yo pasé de grado con buenas notas. En mi camino

hacia la escuela primaria, allí estaba ese barco en la vitrina, la elegante quilla de

madera lustrosa, las velas, la mayor, la menor y los foques, de un lienzo blanco,

puro, atractivo para todos los vientos. Tenía su cabina, su timón y hasta la

miniatura de un ancla de hierro. Me hice la promesa, y se la hice a mis padres, de

convertirme en el mejor alumno de la escuela, y les pedí que si cumplía ellos me

comprarían esa goleta. Una vez este pacto de honor sellado, óyeme, me sabía

todas, todas, sin faltar a ninguna, las preguntas del maestro, fui el alumno Conejo

más disciplinado y calladito, el del uniforme más limpio y planchadito, como se

dice, un dechado de virtudes, para que no hubiera forma conejeril o divina que me

impidiera ser el capitán de ese buque, con mi veleidad puesta sobre aquel velero,

mi vista fija sobre su velamen.

Mis padres, el Gran Conejo Pascual, muy respetado en el barrio por su alto porte,

lustrosa pelambre rubia y recia personalidad, y su esposa, la Coneja Haydée, bajita,

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dulce y temerosa, compraron el bajel de mis anhelos el mismo día que les presenté

la certificación de «excelente» de mis notas y comportamiento.

Allí comenzaron nuevos episodios, para ellos y para mí. Me llevaban, casi

obligatoriamente, todos los domingos a un bosque donde había una piscina

inmensa, casi un lago artificial. Allí muchos conejos como yo jugaban con barcos de

todo tipo, tartanas, lanchas de cuerda, remolcadores; pero mi goleta era la mejor,

la más grande, la más navegadora, su quilla afilada rompiendo con limpieza las

olitas de aquel pretendido mar. Yo era Sandokan, o el pirata Morgan, con pata de

palo y todo, o el Príncipe Valiente en feroz lucha contra los vikingos. Mi padre,

cuando estaba de buen humor, me acompañaba en aquellas fantasías, colocaba el

velero suavemente en el agua, asentaba y dirigía convenientemente el timón, le

daba un empujoncito por la popa, y desenvainaba una invisible espada que sacaba

chispas con la mía en un abordaje decisivo.

Pero un buen día sucedió lo inesperado: el barco fue llevado por una suave brisa

hacia el mismo centro de la piscina y allí se detuvo, como si estuviera anclado,

quizá enredado con alguna rama. Hicimos de todo, enviamos lanchas amigas para

empujarlo, agitamos el agua con las patas para ver si las olas lo desencallaban,

pero nada, no se movía ni un milímetro. Como supondrás, el bizarro capitán que yo

era comenzó a lloriquear, y la Coneja Haydée dio muestras de su nerviosismo; por

eso, el Gran Conejo Pascual tomó una decisión bien heroica, que a mi madre y a mí

primero nos sorprendió y luego nos hizo revolcar de risa: vestido de traje y corbata

se metió en aquella piscina de poca profundidad, con el agua a las rodillas y, con

absoluta naturalidad y prestancia; llegó hasta donde estaba el velero, lo tomó entre

sus patazas y retornó hecho sopa, chorreando por los zapatos, pero con una tenue

sonrisa de triunfador en su hocico.

Como no era cuestión de que se reiterara el accidente, debí contentarme durante

mucho tiempo con navegar en mi habitación, en seco y en mis sueños, lo cual, sin

embargo, fue tanto o más divertido y fantástico que en aquella acuosa realidad.

No sé qué se hizo de aquella goleta, si la perdí en una de nuestras tantas

mudanzas, o si mis padres, al verme ya crecido, se la regalaron a algún conejito sin

juguetes. Pero, eso sí, te lo puedo asegurar, hasta hoy sigue cursando los mares,

ganando batallas y rescatando cautivos, en mis recuerdos.

El papalote el barrilete, la cometa, el volantín, la chiringa, no sé cuántos nombres

más adopta este hermoso objeto, este juguete fantástico, el preferido de los dioses

de los vientos y de Eolo, el mayor de ellos, pariente de los barcos de vela, de las

sábanas recién lavadas y puestas a secar al sol y que parecen querer levantar

vuelo, de las ramas agitadas de los más altos árboles, de ciertos astros que cursan

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los cielos y de las nubes viajeras. Con esta introducción ya supondrás cómo me

gustó en mi infancia, y cómo me agrada todavía, esta cosa maravillosa de empinar,

de levantar al aire, el papalote, el barrilete, o cómo se llame. Y también de

construirlos, de hacerlos con mis propias manos, en sus numerosas formas y

colores, porque uno tiene la sensación parecida a estar escribiendo un delicado

poema, con versos de liviano papel y madera, que se echará a volar en cualquier

momento.

Solamente el asunto de sus tantos nombres, y a su vez los otros generados a partir

de ellos, y las distintas interpretaciones que pueden llegar a tener, es algo

misterioso y fantástico, proveniente incluso de lejanas civilizaciones. La palabra

papalote, por ejemplo, viene de la lengua nahuatl -papalotl-, una de las grandes y

sabias comunidades indígenas que, antes de la llegada del señor Cristóbal Colón a

las tierras de América, ya creaban estos artefactos para el juego de sus niños, para

sus fiestas, y acaso para sus certeras mediciones del espacio atmosférico, cuando

todavía la ciencia en Europa estaba en pañales. Y además de papalote, en distintos

lugares de este mundo se le llama birlocha, cachirulo, cambache, milocha o

pandorga, y no pretendo agotar la lista. Pero si le dices barrilete, puedes estar refi-

riéndote a él o bien a muchas otras cosas: así se le designa a un instrumento, en

forma de número siete, usado por los carpinteros para asegurar la madera en su

banco de trabajo; y a un cierto cangrejo de mar, o, en el plano musical, a la pieza

del clarinete situada inmediatamente antes de la boquilla, o se trata del mecanismo

cilíndrico y móvil del revólver donde se colocan los cartuchos y, en los trajines

marineros, a un nudo de cuerdas, muy seguro, en forma de barril. ¿Y por qué

cometa? Porque muchos se parecen a esos astros que navegan en el cielo con una

cola luminosa detrás.

Asimismo depende de la forma que se les logre dar: los hay «coroneles»,

octogonales, grandes, majestuosos, o «velo de novia», alegres, tímidos y dulces,

con suaves y largas tiras de telas agitándose en un cuerpo ceñido y coqueto, o «el

globito», semejante a un globo inflable, lo cual, en síntesis, hace que sus modos y

colores sean infinitos, propios de la más fecunda imaginación, y si no, pregúntaselo

a los chinos o a los japoneses -en Asia este arte se practica desde hace más de tres

mil años-, quienes crean unos que van desde la paloma más pura y bella, pasando

por los dragones más pintarrajeados de feroces, hasta cómicas y bailarinas

serpientes voladoras.

En mis buenos tiempos, y se practica hasta hoy, participé con los míos --me enseñó

a hacerlos, con todos sus secretos, la ligereza, el equilibrio, la fuerza del cordel, mi

paciente madre, la Coneja Haydée- en campeonatos de altura, de mantenimiento

en el aire, o en competencias donde se premiaba su belleza, la imaginación y el

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colorido. En cambio, siempre me negué, porque era ser cruel con aquellas cosas

tan nobles y magníficas, a realizar combates aéreos -con los cometas

«papaguapos»-. Para eso bastaba colocar en los cordeles y en las colas pequeños

instrumentos cortantes y maniobrar para hacer sucumbir al contrario, al supuesto

enemigo que se te cruzaba por delante.

No, más bien me dediqué a elaborar uno como este que hoy te regalo: busqué

papeles de seda casi transparentes, casi invisibles, corté con mis dientes largos y

saltones listas de flexible madera de bambú, logré que mi amiga, la Babosa

Pegajosa, segregara un extensísimo hilo luminoso y resistente, le agregué unas

colas de novia con telas de mis camisas de colores, y le di esta forma, de Conejo o

de Coneja, como quieras, con orejas, hocico y todo, y las cuatro patas funcionarán

alegres como alas. Ya lo probé, y, te lo aseguro, no necesitarás siquiera correr para

remontarlo en el viento. Bastará con que le soples cariño, un aliento de ternura, y

se elevará muy alto, muy alto, hasta llegar a confundirse con una nube.

Esta lámpara la obtuve en Marrakech, una de las más bellas ciudades de ese país

llamado Marruecos, y en cuyo centro hay una plaza prodigiosa donde sucede de

todo: malabaristas, tragafuegos, encantadores de serpientes y donde también se

practica el intercambio, el trueque de cosas, pero todo ello será motivo de otro

cuento en el próximo libro que también te dedicaré. El asunto es así: entre todo el

gentío reunido en esa plaza, de pronto vi a un viejo, solitario, sentado en cuclillas,

vestido con una túnica y un turbante negros, quien parecía estar completamente

ajeno a todo suceso a su alrededor, la mirada transparente puesta en un punto fijo

de este o de otro Universo. Frente a él tenía un solo objeto, esta lámpara que aquí

ves, la base de cobre, en forma de copa, panzudita -ahora con ese lustre dorado

sólo otorgado por el tiempo- sobre la cual se apoya un cristal velado, como si fuera

hecho de humo, que atenúa la luz cuando se enciende. No sé si me atrajo la

soledad de aquel hombre o la hermosa forma de la lámpara, pero le propuse un

intercambio con alguna de las cosas de uso conejeril que yo llevaba en un bolso. No

me respondió una sola palabra, siguió mirando mucho más allá de mí; pero con un

dedo índice largo, nudoso y cansado, señaló hacia el collar colgado de mi cuello,

fabricado para mí por el Gato Monseñor ensartando pepitas rojas del Árbol de

nuestra Casa en un hilo robado, por supuesto, en un descuido de ella, a la tela que

estaba tejiendo la Señora Araña Peluda. Me dio pena por mi amigo el Gato, aunque

pensé que a mi regreso comprendería, y, en efecto, así sucedió, aunque de extraña

manera, las razones por las cuales yo había entregado su regalo. Puse el collar

frente a los pies desnudos del viejo, quien no se tomó el trabajo de tomarlo entre

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sus manos, lo dejó ahí mismo, a lo mejor para cambiarlo por alguna otra cosa, y

me llevé la lámpara, con mucho cuidado para no romperla.

Como te dije antes, ella me agrada mucho, pero más que gustarme, en realidad, le

guardo más bien respeto, como si fuera, aunque no llega a serlo, cierto temorcillo,

porque tengo la intuición, o la convicción, de que contiene secretos, algo parecido,

aunque no es lo mismo, al Genio de la Lámpara de Aladino. La. he frotado varias

veces, créelo, como se debía hacer con aquella para la aparición del Genio y así po-

der pedirle un deseo, y no pasa nada, no surgen ni genios ni se revelan sus

secretos, excepto una sensación (¿será solamente una sensación?) muy, muy

extraña: me da la impresión de que ella me habla.

Siempre es un mismo tema, casi filosófico, un poco triste, si se quiere angustioso,

con una misma interrogante par la cual no tengo ninguna respuesta: esta lámpara

me pregunta por qué se llama «lámpara» y no, por ejemplo, mesa, o cepillo, o

tenedor. Incluso, cuando la enciendo, algo parece encenderse también dentro de mí

y una voz interior me dice, en un susurro, «lámpara», y, me he dado cuenta, cuan-

do nadie la mira, principalmente en las noches bien oscuras, sin luna, se enciende

sola, trastornada como un faro en la tormenta, como si en ese momento ella

confesara el destino de ser una cosa nombrada lámpara. Y cuando la apago, ¿ves?,

como ahora, sobrevive por instantes un halo, un brillo, un mínimo resplandor, como

si siguiera cuestionándome qué son para mí las oscuras razones de su nombre.

Y si de preguntas y dudas se trata, podrás imaginarte, casi me vuelvo loco cuando

a mi regreso a la Casa del Árbol, el Gato Monseñor me dio la bienvenida en la

puerta colgándome del cuello el mismísimo collar cambiado por la lámpara.

Monseñor me aseguró, hasta el cansancio, mi equivocación, pues yo no lo había

llevado en ese viaje; por tanto, debía dejarme de hacer ese tipo de bromas o se

pondría a maullar de terror. ¿Todo eso entonces lo habré soñado, alguna vez

estuve realmente de visita en Marruecos, o ese viejo de la plaza de Marrakech era,

sin haberme percatado, el Mago de la Lámpara?

La pipa que me encontré un buen día en un claro del bosque es la preferida de mi

colección, en primer lugar, porque sinceramente creo que estaba allí, sola y

desamparada, a la espera de que alguien como yo la recogiera, la supiera valorar,

la usara con todos los cuidados merecidos por una buena pipa -no tengas temor, no

te repetiré el tonto «Cuento de la Buena Pipa»- y lograra sacar de ella las mejores

y más bellas volutas de humo. En la hierba, su color blanco resaltaba entre un

grupo de margaritas, y estaba dentro de un estuche de cuero negro con cierres

dorados. Me dijo, o me pareció oírlo: «Conejo, llévame contigo; Conejo, fúmame»,

y cuando la alcé me di cuenta de que nunca había visto una igual: muy liviana, con

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forma de saxofón -¿te has preguntado alguna vez por qué las pipas se parecen o se

emparientan con los instrumentos musicales, principalmente con los de viento?-, y

el hornillo donde se pone el tabaco es una cara, como ves, de un sultán, de un

príncipe de barba rizada y turbante sujeto al frente con una joya. Le hablé, le

prometí, por supuesto, llevarla a mi Casa del Árbol, pero no abrió la boca, como

tampoco dijo nada cuando la coloqué entre mis otras pipas: una hecha

completamente de maíz y bambú, en la cual fumo raicillas olorosas; dos

decorativas, de cerámica azul esmaltada con motivos florales, importadas de

Persia; una de caña -la caña por donde se absorbe el humo- muy larga, trabajada

enteramente en madera de una sola pieza por un artesano hindú; otra

exclusivamente de barro, comprada por mí a un indígena del pueblo tarasco, en la

ciudad mexicana de Michoacán; y finalmente la más elegante, la de las recepciones

o fiestas especiales en el bosque, la más envidiada por su color, su lustre y el sabor

que sabe guardar aun cuando esté apagada, elaborada con una gruesa raíz del

fantástico árbol del cerezo. Pero como yo no sabía de qué material estaba

compuesto mi hallazgo, acudí a un «pipómano» -el nombre de los amantes de las

pipas, supongo-, el poeta y filósofo Micifuz Omar, por supuesto, muy amigo del

Gato Monseñor. En medio de un gran silencio, tomó aquel objeto entre sus patas,

como si fuera sagrado, desenvainó una de sus poderosas uñas -porque jamás creas

que los gatos poetas no tienen bien afiladas sus uñas-, rascó la parte blanca, me

miró bien fijo y dijo: «Nada más y nada menos, está hecha de espuma de mar».

-¿Cómo, de la espuma que dejan las olas en la playa?

Micifuz volvió a mirarme fijamente, pero esta vez como si yo fuera un insecto: «Se

llama así por su parecido con la espuma de mar -sentenció-, pero en realidad es un

mineral arcilloso, de sales de magnesio, que se seca, se pule con cera, y se le da la

forma adecuada, como la de esta pipa, que bien pudiera llamarse, por su cara, la

Pipa del Príncipe o el Príncipe de la Pipa».

Luego me hizo varias preguntas seguidas, dónde la había encontrado, en qué

posición se hallaba en ese momento, si su funda de cuero estaba abierta o cerrada,

y si me había hablado o no. Respondí como pude, y cuando terminé me dijo: -Casi

seguro la dejó allí Jakairá para ti. -¿Quién es Jakairá?

Esta vez Micifuz pareció inclinado a perdonar mi ignorancia: -Jakairá es el señor de

la bruma y del humo de la pipa; él ilumina las adivinaciones de los brujos o

«chamanes» de las tribus indígenas.

-Pero yo soy un Conejo, no un brujo -protesté.

-No importa -me dijo antes de retirarse, y como si él también fuera un brujo

adivinador-. El Príncipe de la Pipa te hablará, o cuando fumes tú hablarás por él.

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Llené esa pipa, a la cual también acostumbro llamar cariñosamente «cachimba»,

por primera vez con mi mejor tabaco, cortezas del Árbol de esta Casa, las cuales

desprendo y muelo cuidadosamente con mis dientes, y las mezclo con un poco de

miel, obsequio de la Abejita Claudia. Piensa como quieras, pero desde el primer

instante que exhalé el humo, con gran placer y sensación de calma, produje

volutas, anillos perfectos y sucesivos, parecidos a señales de alegría en el aire, y de

esa manera, poco a poco, día a día, el humo comenzó a tomar la forma de mis

pensamientos o deseos, zanahorias por ejemplo, como estas que ahora hago para

ti, hasta hoy, cuando soy capaz de escribir palabras de humo, y mira ahora la

bocanada que echo con tu querido nombre, la Coneja Gabisonga, y cómo en

vaporosas letras grises y azules ya se esfuma -qué raro, este verbo que desaparece

lo que se fuma- aquí, ahora, y en nuestro recuerdo.

En realidad, Micifuz Omar adivinó, como casi siempre adivinan los filósofos y los

poetas: la Pipa del Príncipe habla por mi hocico, gracias a Jaikará o no, eso no lo

sé, aunque esta pipa tiene su espíritu, su magia, la cual, además, me protege -cosa

esencial que todavía no habíamos conversado- ante la fuerte campaña internacional

desarrollada hoy contra los pobres Conejos aún fumadores.

Y para finalizar este humeante, hasta si se quiere vaporoso capítulo, querida

Conejita, te pregunto si cuando yo sea todavía más viejo me traerás a esta Casa

del Árbol algunas buenas hojas de tabaco, a lo mejor de ese lugar llamado Vuelta

Abajo, para introducirlas en esta pipa mágica y exhalar las aéreas volutas de tu

querido nombre hamacándome, como un Abuelo Conejo feliz, en mi sillón preferido.

Cuando lo hagas, prometo contarte, ¿o mejor no?, ese tonto «Cuento de la Buena

Pipa».

Este Globo Terráqueo sólo lo llegué a tener cuando ya era un Conejo adulto, pues,

por distintas razones, unas veces económicas y otras porque mis padres decían que

iba a ocupar mucho espacio en la cueva, se escapaba de mis grandes deseos de

obtener uno. En mi infancia, yo quería conocer el mundo, y tener uno de esos

globos entre mis patas era absolutamente necesario para dar los primeros pasos en

sus vastos y para mí misteriosos caminos. Te confieso que tuve, y aún tengo,

dificultades para comprender este mundo, en primer lugar desde el punto de vista

geográfico, y luego por muchas de las cosas, de las desgracias, de las pestes, de

las guerras, que suelen suceder en él.

Como sabes, hasta hoy no tengo buen sentido de la orientación y soy un Conejo un

tanto despistado, que puede perderse hasta en este bosque si no tomo las debidas

precauciones, como llevar conmigo una brújula, o trazar previamente mis rutas en

una guía, o dejar marcas con mis dientes en las cortezas de los árboles, porque

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nunca sé dónde está el Norte o el Sur. Es decir, como Conejo no sirvo para Paloma

Mensajera, quien se supone debe saberse de memoria todas las direcciones del

Universo, aunque, en el caso de ella, me caben algunas dudas, pues está

comprobado que ciertos de los mensajes escondidos en el anillo de una de sus

patas jamás llegaron a destino.

Hasta no poseer este bello globo -de su soporte de madera, del hierro conductor

incrustado en los polos, y el cual le permite a la esfera rodar, de su gran cuerpo

redondo y barnizado que representa a la superficie de la Tierra, aunque también

esté dibujada el Agua- me costó trabajo, y aún así, comprender a cabalidad este

asunto de los continentes, de su ubicación, de la mescolanza con los océanos y los

mares interiores, de las diferencias entre las islas y los archipiélagos. Y también el

tema de los espacios, de las distancias, por qué razón Malasia está donde está

Malasia y no donde está Brasil, por ejemplo, e Italia tiene la forma de una bota y

no la de una botella de su excelente vino Chianti, o por qué cuando uno viaja de

América hacia Asia pierde muchas horas de su vida, por la denominada diferencia

horaria, que no sé dónde van a parar; pero después se recobran mágicamente

cuando se hace el viaje de regreso. Y menos mal que la Tierra es redonda, como lo

demuestra este globo, porque si a lo mejor fuera rectangular o cuadrada, mi

confusión sería mucho mayor; aunque, para mayor complejidad, el otro día me

enteré de que no fue el Señor Cristóbal Colón quien descubrió su redondez sino un

griego, en esos tiempos llamados de la Antigüedad. Es decir; muchas veces me he

preguntado, y todavía lo hago, si el mundo es así porque sí, y no puede ser de otra

manera, si está en el lugar donde debe estar y no en otro, y si los diversos países,

o los fríos polos, o los inmensos mares y vastas montañas, están bien repartidos en

el espacio adecuado, o si muchos de los líos que en él se producen se deben a

alguna inexactitud, a alguna falla de programación.

Mi globo -¿te das cuenta de que además del terráqueo, están los de gas, los

aerostáticos, los dirigibles, el celeste, y no por su color sino porque representa la

disposición de las constelaciones de estrellas, y hasta el globo ocular?-, es verdad,

me permitió entender un poco más todas estas complejidades. Cada rato me paso

un buen tiempo haciéndolo girar, como si fuera una ruleta, y paso una pata por uno

de sus tantos meridianos, o la poso, a ciegas, sobre un país o un mar y sueño con

estar ahí, trato de inventar lo que no conozco y acaso nunca conoceré. Muchas

veces me dan ganas, no te lo negaré, de jugar con él como si fuera una pelota,

lanzarlo al aire, hacerlo girar en equilibrio sobre mi hocico, algo parecido a lo que

hacía en una película Charles Chaplin, ese artista genial, pero me contengo porque

pienso que el mundo ya está demasiado revuelto para contribuir a marearlo todavía

más.

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Hasta en la actualidad, no entiendo por qué mi globo, de hermosos colores, los

tiene repartidos sin ton ni son, y te voy a mostrar ejemplos concretos: el Mar Rojo

está en azul; Groenlandia es verde, cuando debería ser blanca como la nieve; y la

Tierra del Fuego es de un gris pálido, apagado, a no ser que en ese lugar queden

solamente cenizas; y las islas de Cabo Verde, en cambio, son una serie de puntos

negritos en un costado perdido del Océano Atlántico.

Mis preguntas, dudas y confusiones, y en eso sí me ayudó e impulsó mucho mi

querido Globo Terráqueo, se resolvieron en gran parte cuando decidí pasar de la

teoría a la práctica: viajar, conocer más de cerca al mundo, correr las aventuras

que se presentan en lo desconocido, descorrer los velos de lugares misteriosos,

podía llegar a ser una solución a varios de esos problemas, y entonces comencé por

comprarme una mochila, una cueva portátil e impermeable, un sombrero de paja

tejida, con agujeros para las orejas, una cantimplora, no sé cuántas cosas más,

algunas bien inútiles que fui abandonando por el camino, y me lancé por un tiempo

a ser una especie de Conejo Errante.

Pero esto, como se dice en algunos libros, es otro cuento. Te lo escribiré

próximamente y se titulará Los viajes del Abuelo Conejo.

Los viajes del Abuelo Conejo

Los viajes

Por un lado son una gran maravilla, pero por otro también pueden ser peligrosos,

porque en general uno viaja a lo desconocido, a la aventura, y mucho más en este

mundo tan revuelto por todos lados, donde ya no parece existir ni una islita ni un

oasis de paz. Y no te dice esto un Conejo miedoso, pero sí al menos precavido,

como somos todos los conejos. Al mismo tiempo, la sola aventura del viaje, ver,

oler y sentir lugares, seres y cosas diferentes, hasta extrañas, comparar

experiencias, asistir a espectáculos nunca antes vistos, aprender de la cultura y de

las ideas de los otros, es excitante, magnífico.

Todavía recuerdo cuando, hace ya muchos años, me decidí a hacer mi primer viaje

fuera de este Bosque, los preparativos, el lugar escogido, el sabor de todos los

detalles. Me compré una mochila; un sombrero para la lluvia, con agujeros

adecuados para las orejas; una brújula con la cual pudiera guiarme, porque, como

conoces, soy despistado y nunca sé dónde está el Norte y dónde el Sur; una cueva

plegable, con colchón de plumas en su interior; y una serie de cosas más, casi

todas inútiles -como platos y cubiertos de aluminio, y una linterna más grande que

yo- lo cual pesaba como un demonio y los fui abandonando poco a poco, como te

conté, a medida que fui haciéndome un viajero veterano.

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Hoy, cuando te escribo las alegrías y algunos sinsabores de unos cuantos de mis

viajes, y ya no tengo tantas ganas de salir de mi Casa del Árbol en este bello

Bosque nuestro --sin dudas, una señal de que la vejez avanza y, en cambio, re-

trocede la sed de aventuras en lugares lejanos- puedo hacerte una síntesis de mis

experiencias, de las principales reglas que creo debe tener en cuenta un buen

viajero:

En lo posible no viajes en grupos de conejos desconocidos, porque no faltará un

pedante, un fastidioso, un pesado bromista, que arruine tu placer.

Tampoco lo hagas con un plan programado, de esos que hacen las malas agencias

turísticas, porque te llevarán de la pata y corriendo para, finalmente, no ver ni

comprender nada.

Viaja muy ligera de equipaje, con la menor cantidad de cosas posible, y, en cambio,

carga con una buena dosis de ideas y de sueños para regalar a quienes te

encuentres y te ayuden en el camino.

Abre bien tus ojos, para realmente mirar; abre bien tus orejas, para realmente

escuchar; abre tu sensibilidad a todo lo nuevo, en especial, a lo que consideres

distinto y diferente a ti.

No lleves una cámara fotográfica, porque es un engorro: es preciso cuidarla, que la

película ni se pierda ni se vele, y por lo general, si uno no es un buen fotógrafo, un

artista del lente, logra sólo perder el tiempo y fotos tontas, que no sirven para el

recuerdo y por eso van a parar, olvidadas, al cajón polvoriento de una cómoda. Los

mejores momentos y anécdotas de un viaje quedarán mejor registrados en tu

mente y en tu corazón, y únicamente así podrás transmitirlos a tus amigos y

descendientes, con lujo de detalles y de las imágenes vividas y reveladas por ti.

Visita sólo los mejores museos; estos no siempre son ni los más grandes ni los más

famosos. El arte, la creación, y hasta la historia, los encontrarás primero en la

realidad, en las calles, y, además, no bostezarás de aburrimiento.

Come de todo, y no sólo zanahorias, no les tengas miedo a las comidas más raras,

porque así aprenderás, desde la punta de tu hocico al fondo de tu paladar, que eso

también es cultura y una parte esencial del espíritu de un lugar o país.

Pudiera continuar dándote muchas otras sugerencias -como no equivocarte con las

cuevas de entrada y salida de esos transportes que van por túneles subterráneos,

como me pasó una vez a mí, y casi aparezco en el otro lado del mundo-, pero no

quiero abrumarte, y menos impedirte sacar tus propias conclusiones sobre tus

viajes futuros.

En cambio, tenlo bien presente: hay una forma insuperable de viajar, sin moverte

de tu propia habitación, de tu sillón preferido. Haz la prueba: cierra los ojos e

imagina una aventura en cualquier lugar, elígelo o invéntalo, y llénalo de personas,

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de animales, de plantas y flores, de edificios y cosas, de montañas y lagos y

estrellas. Te darás cuenta de que para viajar no hace falta mover ni siquiera una

pata.

Bolivia fue el país por donde comencé mi primer viaje fuera del Bosque, e hice muy

bien, porque descubrí la realidad de América Latina, su pobreza, sus luchas, su

imaginación, sus ideas. Fui a parar a un campamento de mineros, a un lugar donde

se extrae con arduo trabajo unas piedras plateadas del fondo de la tierra. Los

hombres y mujeres tienen caras indígenas, achinadas, cetrinas y por lo regular

tristes, y abren los huecos en la tierra y en la roca con un explosivo nombrado

dinamita y que hace un ruido tremendo, espeluznante. Cavan túneles, como

nosotros los Conejos, y se meten muchos metros adentro, como los Topos; pero la

diferencia con los Animales es que a esas Personas esto los enferma, la humedad

les hace mal y salen de esas cuevas casi ciegos. Cuando hay muchos trabajando,

parecen Hormigas que entran y salen de un gigantesco hormiguero, o bien parecen

Burros, por las cargas que transportan en sus lomos.

A1 verme, dieron gritos de júbilo y, de inmediato, se mostraron muy hospitalarios.

Me enseñaron parte de las minas, me regalaron una piedrecita, de un mineral

llamado estaño, y me llevaron de la pata por sus túneles, iluminando el camino con

linternas situadas en unos sombreros duros para proteger sus cabezas. Claro, no

me libré de la broma preparada para todos los visitantes ingenuos: cuando está-

bamos bien adentro de una cueva, y yo muy a gusto, a una señal determinada

todos apagaron sus linternas, se produjo la más completa oscuridad y por algún

lado hicieron estallar un pequeño cartucho de dinamita. Fue el susto de mi vida, las

piedras, creí, se venían abajo, me encogí como un Conejo; pero enseguida ellos

encendieron sus luces, riéndose a más no poder y acariciándome las orejas y el

lomo para tranquilizarme. Hasta me dieron un poco de aguardiente para recuperar

el aliento, ya congelado en el hocico.

Después me invitaron a comer de lo poco que ellos tenían; pero para mí resultó un

banquete fantástico, no sólo por lo que pude probar, sino también por el lugar

escogido para improvisar una mesa y por el cariño que pusieron en agasajar a un

Conejo desconocido. Las mujeres vestidas con ropas de muchos colores, tejidas por

ellas mismas, y con un sombrerito a lo Charles Chaplin del cual se asoma una

gruesa y larga trenza de pelo negro- amasaron y hornearon algo nombrado por

ellas empanadas, y con granos de maíz fermentado, fabricaron una bebida, la

«chicha», que me puso muy alegre desde el segundo trago. La mesa, más bien

unas piedras y unas tablas acomodadas como pudieron, fue instalada en el mismo

centro de un extenso valle, rodeado de las montañas donde se encontraban las

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minas, así éramos unos seres insignificantes en medio de un espacio tan vasto

como sobrecogedor por su extraordinaria belleza. El cielo era de un azul muy puro,

un azul inolvidable, atractivo como un imán, y el aire, tan limpio y transparente,

dificultó mi respiración por el exceso de oxígeno.

Allí conocí por primera vez a las Señoras Llamas -como sabes, ellas no existen en

nuestro Bosque-, esos bellos animales de cuatro patas, que parecen estar envueltos

en un colchón de lana. Son similares a un Caballo o a un Camello pequeños,

caminan contoneándose como si fueran modelos de un gran modisto, con un largo

y majestuoso cuello y los ojos más diáfanos, grandes y húmedos jamás vistos.

Quizá por todo ello estas Señoras Llamas tienen la fama de ser muy enamoradizas.

Me acerqué a una de ellas, que estaba pastando en ese valle, vestida con una lana

muy rizada y de un suave y atractivo color carmelita, y después de presentarme, le

pregunté:

-Señora Llama, ¿por qué usted se llama Llama, acaso porque por su boca usted

lanza llamas?

-Mira, Conejo atrevido -me respondió coqueta, y con un movimiento que me hizo

huir porque me dio la impresión de querer besuquearme-, déjate de hacer jueguitos

de palabras, me llamo Llama, simplemente, para que así me llames.

Las empanadas también me jugaron una mala pasada, otra broma para el incauto,

porque nadie me advirtió la existencia en el interior de su masa, de un líquido, un

sabroso caldo, y al primer mordisco me mojé los bigotes y la pelambre del pecho y

la barriga, mientras todos, hasta las Señoras Llamas, reían a más no poder.

Poco antes de mi despedida comenzó la música, con tambores y flautas hechas de

cañas que producían sonidos muy alegres o casi lamentos, tristísimos, con

bailarines saltando a mi alrededor y asustándome: tenían el rostro cubierto con

grandes máscaras que imitaban a dragones de fauces abiertas, pintadas de rojo y

amarillo; hasta ese momento yo creía que ellas sólo existían en Asia, en China;

pero aquí se usan en el baile de «La Diablada».

Preferí irme cuando la fiesta estaba en todo su apogeo, para que ellos no

advirtieran mi emoción, y enfilé por un trillo de la montaña cuyo destino

desconocía. Cuando estaba en lo alto, levanté una pata para saludar a todos los

habitantes del valle, y me respondieron haciendo explotar en el aire un buen

cartucho de dinamita, cuyo sonido retumbó a lo largo de todos los ecos de la

montaña y que hasta hoy suena, profundo y agradecido, en el eco de mi corazón.

Los desiertos siempre me gustaron, tal vez porque son muy distintos a los bosques,

y en la vida uno busca, o debe encontrar, lo desconocido, eso a lo cual no está

habituado. Para muchos, los desiertos son inhóspitos, monótonos, todos iguales,

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lugares donde no hay nada que ver. Están muy equivocados y sólo hablan por

hablar: estuve en varios, ninguno parecido al otro, vi maravillas y viví experiencias

extraordinarias en paisajes de sueño.

A uno de ellos llegué después de pasar por un pueblo totalmente abandonado: las

casas estaban intactas, con las puertas abiertas; los comercios, sin nada que

vender u ofrecer; y la campana de la iglesia, frente a un parque sin niños ni viejos,

tocaba débil e inútil mecida por el viento. Sus pobladores se habían ido, emigrado,

porque el trabajo que hacían en una gran empresa extranjera se acabó de la noche

a la mañana, y estaban obligados a hallar alguna forma de ganarse el sustento. Se

fueron en un tren, del cual sólo quedaban las vías férreas, dos vías paralelas

perdiéndose a lo lejos, en una pesadilla vacía. Durante largo tiempo, contemplé

esta escena desolada y me pregunté, lo recuerdo, por qué unos pocos seres

humanos, los dueños de aquella empresa, podían cambiarle el destino, en un abrir

y cerrar de ojos, a todo un pueblo.

Seguí mi camino y, casi sin darme cuenta, me encontré en la luna o, mejor dicho,

en un lugar y un espacio casi idéntico a un panorama lunar: imagínate una

extensión infinita de un color gris, tan atractivo como obsesionante, sin un árbol,

sin una elevación, más plana que el trazo de un lápiz sobre la hoja de un cartón

arrugado. ¿Monotonía? Sí, pero cierto tipo de monotonías, como en este caso, tanto

en la naturaleza como en las creaciones artísticas, tiene su propio ritmo, su

particular belleza, una intensidad que la torna única, maravillosa.

Además, el gris de este desierto se debe a la composición salitrosa del suelo, al

punto de que cualquier ser humano 0 animal enterrado aquí, se mantendrá para

siempre intacto, como una momia, porque la sal preservará su cuerpo. Y en este

lugar extraño me ocurrió algo también extraño: llegó la noche, y la luna, la

verdadera, iluminó aquel paraje, lo enfrió, lo hizo como si fuera de mercurio, de

plata brillante, y llegó un momento en que me perdí, no supe dónde estaba. Si

miraba hacia arriba, hacia el cielo, había luna; y si miraba donde yo pisaba también

había luna. Sufrí un vértigo por suerte duró, creo, poco tiempo-, el mareo de que el

mundo, la Tierra, se había convertido en una única Luna, con una sola forma, con

un idéntico y alucinante color.

Conocí otro desierto totalmente distinto a este primero: tenía pequeños arbustos,

cactus de raras formas, animalitos e insectos de todo tipo, inexistentes en nuestro

Bosque. Conversé con una Hormiga de abultada pancita, llena de miel; tomé el sol

sentado en una piedra, al lado de una inteligente y rápida Culebra, que me hizo

demostraciones, como si estuviéramos en un circo -consumada malabarista-, con

los anillos rojos y verdes de su flexible cuerpo; un hospitalario Gusanillo me ofreció

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una fuerte bebida, llamada mezcal, y la probé; por fortuna pude escaparme, de un

salto tan grande como mi miedo, de las intenciones nada amistosas de un Alacrán

delincuente. De este lugar traje, hasta mi Casa del Bosque, un recuerdo insólito y

admirable: esta bola, este enredo, de lo que parecen ser simples hierbas secas;

pero, en realidad, son algo mucho más. No me preguntes qué es, ni cómo se llama,

porque no lo sé. En el desierto estas bolas ruedan de un lado al otro, llevadas por el

viento, porque no tienen raíces, y eso crea un espectáculo que le da un gran

movimiento al panorama. Y esta rara planta -no debe llamarse planta porque no

está plantada en la tierra- está y se mantiene viva, palpitante. Te lo aseguro, es

uno de los casos más extraños y asombrosos de la Naturaleza: puse una de estas

bolas sobre un plato de mi Casa, se me ocurrió echarle un poco de agua y, poco a

poco, como en un lento ballet, las fibras se fueron desenredando, abriendo, hasta

quedar como una estrella de muchas puntas, y en su centro, permitía ver un

minúsculo corazón verde, fresco. Luego, también en forma muy paulatina, volvió a

tomar su forma inicial, se cerró y escondió aquel corazón. Como ves, después de

muchos, muchos años, puedes seguir haciendo la misma prueba con idéntico

resultado. ¿Cómo es esto, cómo vive esta bola de hierbas secas, de qué se alimenta

si no tiene raíces? A este ser –permíteme llamarlo así porque a veces me da la

impresión de que también pertenece al reino animal y no sólo al vegetal- ¿acaso le

bastará vivir únicamente con su propio y eterno corazón?

Y para no cansarte, te hablaré de un último desierto, perteneciente al mundo

árabe, con Señores Camellos, oasis, espejismos y todo lo que se te pueda ocurrir o

hayas visto en una película. En este caso se trata de arena, un mar dorado y

ardiente, pura arena fina, hasta donde se pierde la vista, y con la cual el viento

juega incesante, hace unas suaves colinas, conocidas como dunas, y las cambia de

lugar a su antojo. Por eso, todo parece lo mismo ya la vez distinto, quieto y

viviente, y si no se tiene cuidado uno puede equivocarse y perderse, porque

además las dunas parecen de oro y tienen asimismo sus lugares de sombra, de

misterio, un abanico de luces que se abre y se cierra sin darnos cuenta.

Unos Hombres del Desierto, envueltos en muchas túnicas y turbantes -porque

piensan que se siente menos calor cuando los rayos del sol estén más alejados de

la piel-, me aceptaron en su caravana para llevarme hasta un oasis. Así, conocí a

los Señores Camellos, hospitalarios, inteligentes y silenciosos: uno de ellos, de gran

tamaño y cuello largo -parecen parientes de las Señoras Llamas-, se acostó en la

arena para permitirme subir a su lomo y acomodarme entre sus dos jorobas. Sin

dejar de rumiar un solo instante me llevó, bamboleándome, con paso calmo y

seguro, y en el trayecto me contó, entre otras cosas, sobre su capacidad de

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recorrer largas distancias en el desierto, porque tiene la posibilidad de almacenar

agua en su cuerpo.

Un Hombre de la caravana me regaló una sábana blanca para hacerme un turbante,

porque los pelos de mi cabeza y orejas ya presentaban ligeros síntomas de

chamuscamiento, y no sería nada agradable regresar a nuestro Bosque, no sólo

insolado sino, además, calvo. Cuando por fin vi el oasis me quedé pasmado, y para

describirte mi sensación recurriré a una frase común, de esas usadas todavía hoy

por los abuelos: es un milagro en medio del desierto. Unas palmeras altas y otras

enanas, un pequeño lago de aguas cristalinas, unas hierbitas sabrosas y una brisa

fresca, ondulante, bienhechora que a todos, incluso a mi Camello amigo, nos

devolvió la sonrisa a la cara y al alma. Un Hombre del Desierto arrancó unos frutos

de una palma enana, parecidos a pequeños plátanos, pero oscuros, acaramelados.

«Son dátiles», me dijo. «Pruébalos». Una dulzura increíble invadió mi paladar y

todo mi cuerpo con suaves sabores de almendra, miel, chocolate y todo lo más rico

de este mundo.

Pero, hablando de comidas y aunque me dé vergüenza, te contaré mi última

aventura en aquel desierto: estaba de lo más feliz descansando en el oasis, tirado

sobre unas hierbitas olorosas y mirando hacia el horizonte, donde el cielo era

también de arena y se fundía y confundía con ella, cuando de pronto veo un campo

entero sembrado de coloridas y majestuosas zanahorias. Di un brinco y comencé a

gritar, alborozado, y señalé con mis patas aquel hallazgo maravilloso. Cuando ya

me disponía a salir corriendo hacia allá, los Hombres del Desierto y hasta los

Señores Camellos lograron atajarme en el último momento. Con gran paciencia y

cortesía me explicaron que yo había visto un simple espejismo, un fenómeno

óptico, a veces producido por la despiadada luz de aquellos parajes. En efecto, miré

otra vez, todavía confuso, y lo único

que entonces vi fueron dunas y

dunas, incesantes y, ¿por qué no?,

melodiosas. Y también me dijeron:

«En el desierto, y aunque no lo

parezca, se cultivan y crecen muchas

cosas, muchas, pero de ninguna

manera eso tan raro llamado

zanahorias».

A la Luna fui porque me empeciné,

voluntarioso como soy, pese a que

antes pasé por grandes pruebas y

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sacrificios. Una vez decidido, fui a presentarme en uno de los tantos Centros

Espaciales de este mundo, golpeé la puerta -que sonó y retumbó como un tambor

de hojalata- y a quien me atendió, un Humano vestido en forma muy extraña, con

escafandra, tubos de oxigeno por todos lados y unas enormes botas que lo

obligaban a caminar dando saltitos ridículos, le dije en lo que supuse sería su

propia cara: «Deseo ir a la Luna».

Yo estaba preparado para que se rieran de mí y me echaran a patadas, pero no,

sucedió todo lo contrario, y con gestos como de cortesía y bienvenida, me hizo

pasar a un laboratorio donde en una serie de jaulas había varios animales de

distinta especie: un Mono, un Cobayo, una Rata (estos dos eran primos hermanos),

y una Perra peluda y fea, pero de ojos dulces, llamada Cathy, según supe. Como de

antemano había estudiado cuidadosamente cómo hacer para colarme en un viaje a

la Luna, sabía que los Astronautas llevan en sus naves determinados animales para

realizar experimentos, y aquellos que yo veía frente a mí eran los preferidos

siempre en todo laboratorio –ignoro las razones, aunque algo deben tener parecido

al Hombre-. No obstante faltaba una especie, preferida para estos ensayos, y de

inmediato comprendí por qué fui recibido con tanta benevolencia: una jaula vacía,

cómoda y acogedora, con baño privado y televisión, estaba destinada para un

conejo, y ahí estaba yo, de cuerpo y orejas presente, como caído del cielo (disculpa

esta forma de decir un tanto inapropiada para quien quiere subir a la Luna).

Apreté mis grandes dientes salientes y me sometí a todas las inyecciones, a las

pruebas de mi corazón, el cual resultó apto para todo servicio, y hasta me tragué,

disciplinado, esas patillitas conocidos por ellos como vitaminas y que no tienen

gusto a nada. Lo más agradable fueron los ejercicios y las pruebas físicas, y en la

primera le gané a la rata, y eso es ya mucho decir, la carrera de 400 metros

planos.

Los aparatos eran más difíciles; aunque yo presentía, bien alegre, que de alguna

forma me acercaban a la Luna: me ataron a una estructura metálica que daba

vueltas para todos los lados, para atrás, para abajo, para los costados, como si

estuviera en un enloquecido Parque de Diversiones, y no lograron marearme. El

ensayo decisivo para aceptarme se realizó en algo así como una gran pecera sin

agua, antes de confeccionarme, a la medida, una escafandra para mi cabeza y un

traje para el resto de mi cuerpo.

En este caso debí discutir y hasta hacer una carta, con dos copias, para que me

dejaran libres las orejas, los bigotes y la cola. Estaba dispuesto, decía aquella carta,

a hacer todos los sacrificios para viajar a la Luna, pero de ninguna manera a

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renunciar a mis mejores atributos físicos, a mi dignidad de Conejo. Los Hombres

estuvieron de acuerdo y se demostró nuestro acierto.

Cuando me introdujeron en aquella pecera de aire, de nada o algo parecido, y no

de agua, comencé a dar vueltas de carnero sin ton ni son, a golpearme contra las

paredes de vidrio y comprobé, encolerizado, cómo los Humanos se reían de mí-

hasta lograr estabilizarme, con un buen esfuerzo físico y mental: moví mis orejas

como lo haría un pájaro de vuelo lento y constante; mantuve a los bigotes veloces

como las aspas de un helicóptero; y mi cola fijó la dirección como el timón de un

barco. Fue todo un éxito: durante varios segundos llegué a quedarme inmóvil, en el

centro mismo de la pecera, como si flotara en un ambiente de pura imaginación.

Cuando me sacaron de allí, los Hombres y las Mujeres del laboratorio me

aplaudieron, la perra Cathy ladró de emoción y el Mono me prodigó un abrazo, y

casi me tumba la escafandra.

Poco después llegó lo ansiado, el traslado al Cosmódromo, al Cohete que debía

llevarnos a la Luna. La Mujer Cosmonauta nos introdujo a cada uno en unas celdas

acolchadas, provistas de comida, de líquidos especiales -otra vez las vitales,

vigorosas, vivas vitaminas-, de cinturones de seguridad, y de un mirador para que

pudiéramos recrearnos con el panorama del Cosmos.

Posición 5, 4, 3, 2, 1, CERO y partimos con un estruendo ensordecedor, llamas y

gases y, al mismo tiempo, negrura con puntitos blancos, vaya a saber por qué, a

una velocidad tan indefinible, pero, sí puedo decirte, se me pegó la cola y el

espinazo al acolchado, sentí mi corazón como un frágil cristal, mis ojos arrojados al

vacío por un Gigante como si fueran bolitas que atravesaban mi escafandra, y mis

orejas, verticales ante la gran alarma, parecían desprenderse de mi cuerpo y

adquirir una vida propia a partir de mi absoluto miedo.

De pronto, la Nave se serenó y un altoparlante indicó nuestra entrada en «órbita» -

a mí me importaba muy poco lo que aquello pudiera significar-, pero eso me fue

calmando, con las escasas células cerebrales aún en funcionamiento, indicándome

que ese aparato, Cohete o Nave Espacial, o como se llame, no iba a estallar en

pedazos, no se desintegraría con todos nosotros adentro, y adiós para siempre

jamás. Entró, quedó o se proyectó en un tal silencio, en un deslizamiento tan

agradable, como si fuera el mejor de nuestros más suaves sueños o una dulce

lluvia de violines, que me costó trabajo reconocer dónde y qué estaba haciendo allí,

flotando en mi pequeña cabina.

Por los tubos de comunicación indagué cómo se encontraban mis amigos: el Mono

muy bien, excitado, gritándome que mirara hacia fuera por la escotilla; el Cobayo

ya estaba caminando en el mismo lugar dentro de su rueda giratoria; y Cathy,

avergonzada, me confesó que se había hecho pis, y por eso el acolchado estaba

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húmedo. Le recomendé llamar a la Astronauta, quien de seguro la ayudaría a

cambiarse, y así recibí un ladrido de agradecimiento.

Seguí la indicación del Mono con mucha precaución y me asomé a mi ventana

aunque sin zafarme el cinturón de seguridad. Abajo, muy lejos, como si fuera una

Luna al revés, vi a la Tierra muy iluminada ya sabemos cómo allá derrochamos la

electricidad- y sentí nostalgia por ella, por mi Bosque. Pero comprendí algo: no

había tiempo -¿el tiempo aquí arriba seguiría siendo tiempo, o bien sería otra

cosa?- para ponerse triste, porque mis sensaciones se sucedían a la vertiginosa

velocidad del Cohete. Divisé planetas rojos y verdes entre arcoiris salidos de la

paleta más sublime de un Pintor del Universo, y otros girando dentro de anillos de

seda, firmamentos que cambiaban de sitio a cada momento, horizontes que

incendiaban el espacio o lo apagaban de súbito.

La noche y el día eran lo mismo, simultáneos, coincidentes, hasta te pudiera decir,

por más extraño que parezca, idénticos, y mi único reloj válido era cuando sentía

hambre y entonces abría una de las tantas cajitas plásticas disponibles, para

mordisquear un insípido pastel de zanahorias-, o cuando tenía sueño y dormía, por

supuesto flotando, una posición muy apacible y que, lo reconozco, elimina por

completo las pesadillas.

En uno de esos despertares, un tanto zarandeado por los sacudones de la Nave, me

percaté de que estábamos alunizando. Todo sucedió muy rápido: cuando los

motores se detuvieron, la Mujer Astronauta me sacó de mi celda con mucho

cuidado y ternura, acarició mis orejas, unió su escafandra a la mía, como si quisiera

darme un beso de despedida, abrió una escotilla, y sin más, me lanzó ¡A la Luna!

¿La verdad, la verdad? Floté con pánico, me posé con pánico, miré con pánico.

Hasta que puse en práctica los ejercicios de la pecera y fui serenándome de a poco.

Las botas pesaban y me obligaban a dar saltitos ridículos, como los de aquel

Hombre del laboratorio, aunque posiblemente a ello contribuía el susto. La Luna

parecía hecha de talco, de harina, de nieve arrugada, con colinas desoladas y hoyos

como los de un queso, con sombras de reflejos dorados. Hice saltos más altos, más

largos y elegantes, y todo era igual, sin variación, sin agua, ni plantas, ni animales

y tampoco Lunáticos. ¡Qué triste! La bella Luna era un desierto blanco, de una

pureza asombrosa, pero vacía, y hasta pensé que pudiera ser un globo artificial,

como de plástico, colgado en el Cosmos sólo para que los Terrícolas soñáramos con

ella, principalmente en Luna llena, y le hiciéramos versos enamorados. _

Así me acerqué a algo parecido a un horizonte, un límite, una frontera, y mi

asombro fue mayúsculo: era como si la Luna terminara allí, por eso no debía ser

una Luna redonda, y más bien sería una mitad de Luna, que mostrara a la Tierra

una sola cara. Yo estaba en la Luna blanca, iluminada, cruzada por brisas lunáticas,

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pero si daba un paso más era la oscuridad total, inmensa, infinita, y sin siquiera es-

trellas. Otra vez era como tener la noche y el día todo junto, de un solo suspiro, y

hasta supuse que pudiera ser algo muy similar a los espejismos creados en los

desiertos terrícolas, eso ya te lo conté.

Por suerte, y gracias a los entrenamientos, pude pensar bien: se trataba de la otra

cara de este planeta, la que nunca vemos desde la Tierra, porque no la ilumina el

Sol, y por eso está en una sombra total. ¡Qué clase de lío! Sólo pude resolverlo con

valor y haciendo la prueba, despacito y, como se dice, con buena letra: dejé una

pata, bien firme, en la parte iluminada, y tanteando, coloqué la otra en el lado

negro, y descubrí su solidez, ¡también era Luna!

Desde la Nave Espacial me llegó una felicitación de los Astronautas, un ladrido

emocionado de Cathy, la promesa de una cariñosa mordidita de la Rata, y la

invitación del Mono a irnos de juerga cuando volviéramos a nuestro Bosque.

También, la orden de volver a mi celda, pues la misión había terminado, cumplida

con éxito.

Regresé con pocos e inmensos saltos, no sin antes lograr un objetivo, mantenido en

secreto hasta hoy, cuando te lo cuento: elegí el mejor de los cráteres, el que

despedía más reflejos dorados, y allí introduje el asta de una bandera. Yo la llevaba

escondida entre mis ropas logrando burlar la vista de los Humanos.

Esa bandera tiene, en un fondo tan blanco como el polvo de la Luna, la efigie de un

Conejo pintada en un azul fosforescente. Cuando hasta hoy alzo mi hocico hacia la

Luna para soñar con ella o cantarle versos enamorados, y veo una de sus manchas,

supongo que es mi bandera y que ese Conejo, en representación de toda nuestra

especie, ondea entre las brisas lunáticas.

Una pareja de conejos hindúes, compañeros míos de viejos tiempos, me invitó a

conocer su país, la inmensa India, y demoré en decidirme, en primer lugar, porque

quedaba muy, muy lejos de mi Bosque, casi al otro lado del mundo; pero un buen

día me decidí, ansioso como estaba por viajar y conocer, y emprendí el largo

camino sin detenerme a pensar en los inconvenientes. Te ahorraré los detalles -

porque no es el objeto de mi cuento- de la ruta elegida, pasando por tierras

nevadas como aquellas de Moscú, con 45 grados bajo cero, de lo cual sólo me salvó

mi pelambre y un gorro de lana tejido por mi amiga, la previsora Urraca.

Mis anfitriones tenían una hermosa y amplia cueva al pie de una colina, bien cerca

de la capital, Nueva Delhi, y me habían preparado una habitación llena de gruesas

alfombras con dibujos geométricos y cojines de todos colores adornados con

lentejuelas. Él era el Conejo Gupthi, muy respetado en la comunidad por ser

maestro y escritor en nueve idiomas, un macho de gran porte que usaba turbante,

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una larga túnica blanca lo cubría hasta las patas, calzadas con sandalias de cuero, y

gruesos y abundantes bigotes aceitados y trenzados con mucho esmero y

paciencia. Ella era la pequeña Coneja Adalai, de encantador y siempre risueño

hocico, en armonía con sus ojos rojizos, cubierto todo su cuerpo, desde las orejas,

con telas variadas unas encima de otras. Usaba, tanto en sus patas traseras como

delanteras, muchas pulseras y brazaletes con diminutas campanas, que al menor

de sus movimientos producían una alegre musiquita. Adalai era una excelente

fotógrafa y sus exposiciones ganaron altos premios, incluyendo una fotografía

especial, publicada en muchos periódicos y revistas, y de la cual te hablaré al final

para que rías y te sorprendas.

Una vez instalado, me hicieron algunas advertencias necesarias: aquí las Vacas son

sagradas, andan libres por las calles y nadie las toca ni las molesta; aquí es preciso

tener cuidado con las Serpientes, les gusta mucho la carne de Conejo, meterse en

las cuevas y dormir en el calorcito de las alfombras y los cojines, así, uno debe

revisar bien antes de entrar a la habitación; aquí los Elefantes trabajan mucho,

están muy bien adiestrados, pero son irritables y a veces se vuelven locos y

arrasan con todo lo que encuentran por delante.

Paseamos durante varios días, visité templos hindúes, como el del dios Siva,

portador de varias piernas y brazos, en una espléndida construcción con muros

llenos de relieves y el piso rociado con pétalos de rosas, todo al cuidado de nume-

rosas y juguetonas Ardillas, por lo menos primas nuestras, porque se parecen a los

Conejos.

Jamás olvidaré el espectáculo del río Ganges, un río muy largo, también

considerado sagrado, de aguas oscuras, fangosas, y que baja desde las altas

cumbres de las Montañas del Himalaya, allí donde dicen habita un monstruo

llamado Yeti, más conocido como el Abominable Hombre de las Nieves, con quien

no quisiera cruzarme ni un segundo. En ese río todo el mundo se baña, Hombres,

Mujeres, Niños, Viejos, Vacas, Elefantes, una mescolanza increíble, un chapoteo

como nunca había visto en mi vida, y del cual, por supuesto, no participé ni

mojándome la punta de una sola pata.

Después me llevaron a una especie de zoológico, pero habitado por Serpientes, un

lugar muy famoso y visitado por turistas de todo el mundo. Ellas se exhibían en

urnas de cristal, y nunca supuse que podían ser tantas y distintas: delgaditas como

un fideo, largas de varios metros, gordas, unas bien pequeñas llamadas «tres

pasos» -porque si te muerden, su veneno poderoso te impedirá llegar a dar el

tercer paso-, unas con atrayentes escamas atornasoladas y otras de un negro

sombrío. Todas estaban muy quietas o dormidas en sus urnas, por eso podías llegar

a confundirlas con el tronco de un árbol.

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Todas, excepto una, una Sierpe que, según creo, me hipnotizó, porque estuve

mirándola durante un buen rato: era la única que se movía en forma constante,

nerviosa, tratando de encontrar una brecha en el cristal y poder escapar. Era de un

color amarillo grasiento, como si fuera de manteca, con cinco puntos rojos en la

cabeza, encima de unos ojos saltones y furiosos, y se llamaba Cobra Albina. Parecía

la imagen viva del Mal, capaz de cualquier atrocidad, y cuando por fin me separé de

ella lo hice caminando hacia atrás, sin darle la espalda, por las dudas.

Tanto me impresionó ese bicho que a la noche soñé que se me abalanzaba, con

ánimos directos de tragarme, sin más ni más, y pegué tal alarido y di tan tremendo

salto sobre mis cojines que Gupthi y Adalai corrieron en mi auxilio y, para

calmarme, me prepararon un oloroso té de hierbas que bebí hasta reírnos del

suceso los tres.

Con las Vacas sagradas en verdad no tuve problemas, porque supe esquivarlas a

tiempo, y con los Elefantes me fue, ya verás, requetebien. Los vi trabajar en una

aldea, acompañados de un Hombre, por lo general bien flaco y frágil, si se le

comparaba con ellos. Dicho Hombre les daba instrucciones de qué hacer. Ellos

cumplían sus tareas lentos, pesados, pero con precisión absoluta: arrastraban gran-

des troncos de árboles con sus trompas, abanicando el aire con sus inmensas

orejas, los cortaban con sus patazas, como si lo hicieran con una sierra, y los

apilaban en el orden más perfecto. Hasta el día de hoy, no me explico cómo hacen

los Elefantes para ver qué tienen debajo de las patas, porque sus ojos -en realidad,

parecen dulces y tristones- están muy altos y, para colmo, separados en su gran

cabezota.

Uno de aquellos Hombres, orgulloso de la obediencia de su animal -en este caso,

una bella Elefanta-, efectuó una prueba bien peligrosa ante la mirada de los

visitantes: se tendió en la tierra, quieto, y ella le pasó varias veces por encima,

despacio, coqueta, sin rozarle ni siquiera la nariz. Aplaudimos y mostramos nuestra

admiración, pero mejor yo no lo hubiera hecho, porque el Hombre se fijó en mí y

me ofreció dar un paseo en la Elefanta.

Agradecí, me excusé, traté de sonreír y ser amable, pero nada pude hacer, pues

Gupthi y Adalai me exhortaban a no ser un Conejo cobarde, pues ese paseo era

muy agradable, y además, la propia Elefanta se me había acercado y con la trompa

me daba leves empujoncitos por la cola, como para alentarme. Cerré los ojos, dije:

«Sí, muy bien», y no terminé de decirlo cuando me sentí en el aire, envuelto con

seguridad en una trompa rugosa, como de seda. Vi, cuando me acercaba a su boca,

que me hubiera engullido de un solo golpe si los Elefantes no fueran herbívoros, y

en cambio me depositó con exquisita suavidad en su amplio lomo.

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Dimos una vuelta por la aldea, columpiándome con su paso bamboleante,

sintiéndome como si viajara en una nube movediza, hasta depositarme frente al

Hombre y a mis amigos de la misma forma, con cuidado y hasta con cariño, diría.

Otra vez resonaron aplausos y respondí como un Conejo bien educado: le hice

cosquillitas con mi hocico en señal de agradecimiento, y la Elefanta otra vez nos

sorprendió al elevar su trompa al cielo, pararse en sus patas traseras y lanzar un

intenso bramido de alegría.

Me fui de la India con dos cosas que conservo hasta hoy: Gupthi me regaló una

Víbora de madera, cuyo tronco se mueve, como si fuera de verdad, porque está

articulado con alambres, una artesanía hecha con mucho talento y paciencia, en

recuerdo de aquella pesadilla fatal con la Cobra Albina; y el original de una artística

fotografía que me sacó a escondidas Adalai cuando yo hacía el paseo en la Elefanta.

Imagino tu asombro, igual al mío cuando vi la fotografía publicada por muchos

periódicos, porque nunca hasta entonces se había visto en el mundo a un Conejo

encaramado en tal animalote.

¿Alguna vez estuviste en una Ciudad Que No Se Puede Ver, entraste en ella y la

conociste como a cualquier otra, como aquellas que son supuestamente visibles y

palpables, y además guardas algún recuerdo de ella en tu memoria y hasta, si

quieres, una de sus artesanías, al menos uno de los objetos que la identifican y

quizá por el cual se le conoce en todo el mundo? Aunque no me lo creas, y tampoco

yo me lo creo mucho, sí estuve en una Ciudad Que No Se Puede Ver, y te lo puedo

demostrar, en primerísimo lugar porque opino, a patas juntas, que cualquier cosa

que se prueba y verifica, puede y hasta debe ser del ámbito, del clima, de la

atmósfera, de la realidad y, mejor todavía, de la imaginación y la fantasía.

Todo esto empezó cuando leí un libro que se llama has ciudades invisibles y su

autor hizo un diagrama, algo así como un mapa, de esas ciudades inventadas por

él, pero en el centro dejó un vacío y escribió: «Quien va a Bauci no consigue

verla». Ese nombre, Bauci, durante varios años estuvo dándome vueltas en la

cabeza, unido a la idea de una ciudad adonde se puede ir, pero no ver.

Me puse a estudiar el asunto desde todos los ángulos posibles, la historia de la

arquitectura, que registra intentos parecidos de crear construcciones invisibles, los

más extraños fenómenos físicos y ópticos, es decir, las cosas que parecen ser

aunque no lo son, y hasta a aquellos pintores en cuyos lienzos imaginaron ciudades

semejantes. Lo más parecido que encontré, en un libro de arte y artistas, fue un

cuadro titulado El castillo de los Pirineos: en medio del cielo, como si fuera un

planeta colgado de la nada, una inmensa roca, con sus relieves, fracturas y

hondonadas, sostiene en su cima un castillo minúsculo del cual se ven parte de sus

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muros exteriores y algunas de sus torres. Esta hermosa obra, si bien no resolvía mi

problema sobre una ciudad que existe pero no se puede ver, me llevó a hacerme

miles de preguntas y conjeturas, las cuales, finalmente, me sirvieron para hacer

uno de los más extraordinarios viajes de mi vida. Y ese viaje fue precisamente a

Bauci.

Pude percibir mi llegada a la Ciudad Que No Se Puede Ver casi por instinto, cuando

la carretera por donde yo venía desapareció en un momento, y en un lugar

impreciso se abrió frente a un vacío, a una página en blanco, como la pantalla de

un cine sin película alguna. Gracias a mis estudios y pensamientos anteriores sobre

el tema, entré con seguridad, con saltos cortos y firmes, sin temor a caer o

tropezar, con plena confianza de que esa ciudad me acogería muy bien.

Porque yo había descubierto el truco y discúlpame, porque no puede llamarse

«truco» a la fórmula ideada por el talento de aquel gran escritor-, quien me ayudó

a pensar, repito, a descubrir, que si una ciudad no se puede ver, en cambio y

necesariamente, se puede imaginar. Ya con mis patas bien colocadas en Bauci, la

decreté, por lo menos para mí, capital de todas las demás Ciudades Invisibles, la

que regía y orientaba las demás, donde estaba el gobierno constituido y sus

principales instituciones de carácter nacional. Y ello pese a mi convencimiento de

que algo invisible poseía hasta ahora ese carácter, aunque bien se lo mereciese, in-

cluso por encima de todo lo que se puede ver.

Comencé a caminar por ese vacío, o mejor y más bien dicho, a caminar en blanco,

una sensación para nada desagradable, como si fuera el prólogo de un sueño feliz,

hasta darme cuenta de mi condición de constructor de esa ciudad, pues lo que yo

imaginara de ella y para ella sí iba a poder verlo, y a eso, con toda precisión y sin

necesidad de decirlo, me había invitado la lectura de aquel talentoso escritor. Bauci

sería lo que yo quisiera o pudiera hacer de ella, tal como uno hace y rehace su

propia vida, desde el primer instante verdadera página en blanco- de nuestro

nacimiento.

Como tenía un poco de hambre, pensé en zanahorias y, de inmediato, se abrió

frente a mí un campo sembrado, reluciente de húmedas y jugosas zanahorias, y

con un par de ellas sacié mi apetito-. Al lado de ese sembrado, puse una pequeña

estación de tren para transportarme hasta el centro de la ciudad. Esta, según mis

deseos, debía tener un sector moderno y otro antiguo.

Mientras avanzaba, lo que yo había visto desaparecía de pronto si no lo miraba o le

daba la espalda, o bien me entretenía creando un edificio, un parque, un lujoso

hotel o la Casa de Correos. Las zanahorias se esfumaron como por encanto, y yo

viajaba en un tren cuya primera estación y las vías que dejaba atrás ya no existían.

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Me divertí muchísimo erigiendo rascacielos, barrios de casas más pequeñas y

acogedoras, comercios de diverso tipo, escuelas y una Universidad, a la cual se

entraba por una amplia escalera de piedra, en cuya cima reinaba la estatua de una

mujer que acogía a los estudiantes con los brazos abiertos. Hasta hice un gran

lago, en pleno centro, donde nadaban serenos Patos, Cisnes y Flamencos Rosados.

Este sector moderno de la ciudad se me borró, se desvaneció, en cuanto me

dediqué al barrio antiguo: calles estrechas, palacetes abandonados, pero con patios

interiores y gruesas columnas de gran belleza, una arquitectura que debía ser de

por lo menos tres siglos atrás. Lo mejor que llegué a concebir fue una Plaza,

rodeada de casonas señoriales, hoy Museos, con piso de adoquines, y en ellos lucía

una Catedral de fina piedra caliza con muchos relieves y adornos, un estilo que, en

algún lugar y tiempo atrás, leí que se llama «barroco».

Como un Mago Conejo, prohibí la entrada de vehículos allí, pues más bien debía ser

un paseo peatonal donde los artesanos mostraran y ofrecieran sus creaciones de

cristal, de barro cocido, de paja trenzada, de maderas raras. Compré una joya con

una piedra preciosa, de un color ambarino, y me aseguraron -es decir, yo mismo

me lo inventé- que era única de Bauci, una piedra jamás vista en ninguna otra

parte del mundo, y que figuraba en el medio del escudo de esta Ciudad Que No Se

Puede Ver.

Pero verás: cuando me alejaba de Bauci, cuando la ciudad iba desapareciendo a

mis espaldas y todo detrás volvió a ser una página en blanco, una pantalla de cine

sin película, aquella, piedra también desapareció de mis patas, como por otro pase

de magia, y sólo me dejó el recuerdo de un perfume inolvidable.

Así, pues, lo lamento, no puedo asegurarte si alguna vez estuve, o no, en la Ciudad

Que No Se Puede Ver. Eso sí, te recomiendo con mucho énfasis que cuando

heredes mi biblioteca de la Casa del Árbol en nuestro amado Bosque, busques,

encuentres y leas el maravilloso libro de Las ciudades invisibles.

El Polo Norte constituyó una obsesión para mí desde el mismo instante en que

terminé de leer un libro excepcional, El País de las Sombras Largas, donde se narra

la dura y helada vida en el Círculo Polar Ártico. Busca ese libro en la biblioteca de

mi Casa del Árbol, te lo sugiero, porque en sus páginas y enseñanzas encontrarás

un tesoro de humanidad y sabiduría, surgido de esa extraña parte del mundo donde

hay días, en pleno invierno, en que nunca sale el sol, y otros, como sucede en

pleno verano, en que el sol permanece encendido todo el tiempo.

Un espacio de hielo puro, hasta el viento te da la impresión de cristalizarse, con

temperaturas bajísimas, y a pesar de ello, al contrario de lo que pudiera suponerse,

allí viven muchos Animales y hasta Humanos. Estos últimos tienen nombres

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graciosos y se hacen llamar esquimales o inuit, y lapones o sami, y como se cubren

de la cabeza a los pies con muchas pieles y ropas peludas, a veces se les puede

confundir con un Conejo, un Oso y hasta con las gordas y bigotudas Morsas.

Como supondrás, aquel libro me gustó tanto que no paré hasta poner mis patas en

el Polo, aunque, como ya verás más adelante, no fueron mis patas las primeras en

aterrizar en su resbaladiza capa de hielo.

Los preparativos para este difícil y loco viaje me llevaron varios meses, incluido el

tema de cómo haría yo para llegar hasta aquel blanco confín, y si no hubiera sido

por la valiosa ayuda de todos mis amigos del Bosque, no pudiera hoy estar

haciéndote este cuento.

El Gato Monseñor logró, con maullidos zalameros y persuasivos, que el Zorro Pedro

y el Oso Aceitoso contribuyeran de buena gana con viejas pieles, conservadas en

sus cuevas como trofeos de sus cacerías. El Pájaro Carpintero, además de poeta un

reconocido sastre, con esos cueros confeccionó un traje enterizo que me dejó al

aire libre escasos milímetros de mis ojos y bigotes. Cuando lo probé frente al

espejo, me dio la impresión de ser lo más parecido al Abominable Hombre de las

Nieves, aunque me cuidé de decírselo para no ofenderlo y, en cambio, agradecí y

alabé la creatividad de su alta costura.

El proceso de hacerme unas botas a la medida fue algo más complicado y en él

intervinieron varias patas, garras y hasta bocas: Trinidad, la Serpiente de Cascabel,

me regaló una de sus mudables pieles, la última que cambió en el invierno pasado;

el Antílope Oscar contribuyó con suaves retazos de la suya; la Tigresa Carmen cosió

todo ello durante varios días, y para eso debió emplear uñas y colmillos; a mi

comadre, la Ardilla Feliz, se le ocurrió la también feliz idea de rellenar esas botas

con cortezas de árbol y hierbitas secas; y el último toque lo dieron una docena de

Señoras Babosas dedicadas con sumo esmero a segregar de sus bocas un líquido

parecido al plástico, con el cual cubrieron las suelas: su sólido argumento fue el de

que esa sustancia era antideslizable y, por lo tanto, imprescindible para aquellos

hielos.

El punto de cómo arribar al Polo Norte fue muy discutido en el Bosque y, cuando ya

parecía no tener solución, una espléndida mañana se posó en mi ventana, con

grandes aleteos y aspavientos, el Halcón Flecha Roja: había descubierto, con sus

certeros vuelos rasantes, que en un puerto cercano se aprestaba a partir hacia

Groenlandia, en el mismísimo Ártico, una de esas naves preparadas para realizar

investigaciones marinas, oceanográficas. El asunto sería sencillo: como si fuera un

audaz vuelo en helicóptero, él me llevaría colgando de sus garras hasta ese buque,

y cuando nadie estuviese mirando, me depositaría en uno de los botes salvavidas

para que yo viajase con comodidad como polizonte.

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Convoqué a mi casa a varios de mis amigos para analizar los pro y los contra de

esa propuesta, comenzando por el vuelito del Bosque hasta el puerto, que

entrañaba varios peligros, uno de ellos, el de que los halcones no son de mucho fiar

para los conejos, y ese pudiera dejarme caer para luego comerme.

El Halcón Flecha Roja se ofendió y juró por su madre, la Condesa Halconesa, que él

jamás haría una cosa igual conmigo, pues no me veía como un simple y apetitoso

Conejo, sino como un entrañable Conejo amigo.

Me apresuré a encabezar los aplausos de toda la concurrencia, para que no se

sintiera herido en sus buenos sentimientos. La mayor deliberación, sin embargo, se

centró en el delicado tema de viajar como un polizonte, porque no es nada legal

que digamos, pero al final prevaleció el criterio de la Cebra Mariacarla quien, como

es conocido, estuvo presa en varias ocasiones, y de ahí su hermoso vestido de

rayas: a nadie se le iba a ocurrir que un pobre Conejo fuese un polizonte, porque

polizonte es un calificativo sólo aplicable a los Humanos, y si alguien me descubría

en el bote más bien se alegraría y me adoptaría como una mascota de la

expedición. Ante tal elocuencia todos votamos a favor, y así quedó sellado mi

destino.

Terminados los preparativos, incluso la potente linterna de Cocuyos y la abundante

ración de zanahorias en mi mochila, una buena y despejada madrugada el Halcón y

yo, los ojos bien cerrados para no marearme, partimos en sereno vuelo hasta

lograr un aterrizaje perfecto en el bote salvavidas del buque, el cual, en ese mismo

momento, salía hacia el País de las Sombras Largas. Antes de esconderme, y apro-

vechando que los Hombres estaban muy ocupados en las maniobras de levar

anclas, me despedí de Flecha Roja con un abrazo agradecido.

La travesía duró varios días, interminables, monótonos, aunque en verdad la pasé

muy bien, protegido del frío por las gruesas lonas que cubrían el bote, es decir, el

techo de yo lo había bautizado así- mi camarote. Era como si fuera de primera

clase, y donde pude leer mucho, ayudado por la luz de los Cocuyos. Nadie vino a

molestarme en mi grata estancia, y en las noches hasta pude asomarme a ratos

para admirar la inmensidad del océano iluminado por la Luna.

Estaba dormido cuando oí gritar a los Hombres Marineros que habíamos llegado y

atracábamos en un lugar llamado la Bahía de Baffin -te recomiendo encontrarla en

un buen Atlas, para que veas hasta dónde fue a parar alguna vez tu Abuelo Conejo.

Esperé a que todo el mundo descendiera, y cuando lo creí oportuno también yo

puse mis patas en tierra. En realidad, debo rectificar de inmediato lo dicho, pues,

en verdad, aquí no se puede hablar de tierra sino de puro hielo, puritísimo hielazo,

como diría un Conejo Macho Mexicano, y con él, mis patas tuvieron escasos

segundos de contacto: mi primera experiencia fue la de reconocer, en una dura

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lección, que yo no debía haber confiado tanto en las famosas suelas antideslizables

de las Señoras Babosas; porque, al contrario de mi voluntad, me deslicé total y

completo, despatarrado, desmadejado, y recorrí ni sé cuántos metros, como si

tuviera patines, sobre mi sufrida y casi congelada cola. Sólo me detuve ante lo que

en ese trágico -mejor dicho, ridículo- momento creí ver como una mole de pelos,

entre cuyas patas, después de chocar con ellas, me enredé de lo lindo.

Tanta suerte he tenido en mi vida conejeril que ese encuentro fue, nada más y

nada menos, con un Gran Conejo Esquimal o Inuit quien, a carcajada limpia, me

levantó en un abrazo solidario, me ofreció su bienvenida, frotando hocico con

hocico, y se dispuso a ser Mentor, Guía y Maestro en estas raras tierras, mejor

dicho, en estos extraños hielos. Se presentó como «Raspa», un nombre

proveniente de su costumbre de raspar el hielo con las uñas de sus patazas y

atragantarse con ello, como si fuera el mejor de los helados.

Raspa tenía un trineo arrastrado por tres pares de Perros, unos perros-lobos, con

malas pulgas, peleadores, pero al fin, sus amigos y sirvientes. Ello constituyó otra

lección para mí.

¡Albricias!, ¡aleluya!, porque, de no haber sido así, nunca me hubiera subido a

aquel trineo que, raudo y veloz, partió por una inmensa y blanca extensión como si

fuera una ruta, una llanura soñada, sin atrás ji adelante, sin principio ni

horizonte, y donde uno puede perder los sentidos del tiempo y el espacio.

Sin temor alguno, me dejé llevar hasta la casa de Raspa sintiendo un frío de

esperanza y de futuro en mi resguardado hocico. La de Raspa era una Casa de

Hielo, o iglú, construida con bloques rectangulares de hielo sólido en forma de

cúpula, como si fuera la bóveda de una muy pequeña pero a la vez abrigada iglesia,

distante de nuestras Casas hechas en las Cuevas o en los Árboles del Bosque.

Raspa hizo los honores de un buen anfitrión: me hizo pasar delante con un

ceremonial de inclinaciones múltiples de cabeza, encendió velas de grasa del Oso

Blanco, humedecidas y protegidas con aceites de la asimismo Ballena Blanca, todo

lo cual era aquí una recepción no sólo lujosa sino a veces muy difícil de obtener, y

además me ofreció comer un -filete de Pingüino Emperador, rociado con un

aguardiente -cuya receta no pude obtener- de alcohol de alta graduación, esencial

para este imposible frío, destilado con las esencias de ese magnífico pez llamado

Bacalao.

Por primera vez en mi vida comí pescado. Nunca imaginé a un Conejo haciéndolo,

pero como hay circunstancias en las cuales uno debe adaptarse a todo, en los días

de mi estancia hasta llegué a probarlo crudo y, te lo aseguro, es muy sabroso. A mi

vez, le ofrecí a Raspa mis raciones de zanahorias, con lo cual se sintió conmovido.

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«Desde hace muchísimos años no comía zanahorias», me dijo, con lágrimas

asomadas en sus ojos achinados, al redescubrir un sabor muy antiguo ya olvidado.

Hicimos excursiones de todo tipo: en trineo, con los perros-lobos; en esquí, con

algunas caídas propias de mi aprendizaje, y hasta calzándonos bajo nuestras botas

unas raquetas, parecidas a las que los Hombres usan para jugar al tenis. Un día, o

una noche, no sé -porque el cielo estaba turbio, indeciso, no era ni una cosa ni

otra-, nuestro trineo casi zozobra al resquebrajarse la capa de hielo bajo el peso, y

un Perro se salvó de morir ahogado gracias a que Raspa actuó rápido, tiró de las

cuerdas que lo tenían amarrado, y al mismo tiempo logró colocar al vehículo, en

donde yo estaba subido -duro de susto como una estatua de hielo-, fuera de

peligro.

Otra vez, cuando él me enseñaba a pescar, después de haber hecho un agujero con

el arpón en aquella rígida superficie y de esperar con toda paciencia que algún Pez

asomara su hocico para respirar o por simple curiosidad -recuerda el refrán: «El

pez por la boca muere»-, se levantó de pronto, sin el menor anuncio previo, una

tormenta de nieve. Todo se volvió blanco y oscuro a la vez, se podía ver y no ver,

como si miles de pedacitos de espejos se arremolinaran en tu cabeza y quisieran

volverte loco, mientras un viento invisible, surgido de no se sabe dónde, nos

arrojaba a diestra y siniestra. ¡Por suerte Raspa me agarró por una pata e impidió

así que nos separáramos y fuera yo a parar a los quintos infiernos o me cayera en

el propio hoyo abierto por nosotros para pescar!

En cambio, otros momentos fueron más benignos y hasta espléndidos, con raros y

bellos paisajes, con raros y extraordinarios Animales que yo veía por primera vez.

Algunos días las llanuras de hielo parecían teñidas de azul con bordados de verde

pálido, otras noches, desde una ventanita del iglú se veían una a una las estrellas,

tan cercanas que te daba la sensación de poder tocarlas con tan sólo alzar una

pata.

De lejos, bien de lejos, conocí al Oso Polar, forrado en su manto de pelos blancos;

admiré los chorros de agua lanzados al aire por la alegría de las Ballenas; y

comprobé cómo bandadas de Golondrinas y de Gansos eran capaces de escribir

señales entre el veloz paso de las nubes, mucho más rápidas que las situadas

encima de nuestro Bosque. Pude conversar con Focas y Pingüinos, y aprendí mucho

de una Morsa -la supuse Filósofa-, la cual, recostada sobre una roca al pie de la

bahía, me llamó la atención, por su lisa piel morena, sus atractivos bigotazos y sus

dientes tan salidos como los míos:

« ¿Por qué viajas, Conejo viajero?», me dijo primero, acompañado de un bostezo

que me dejó ver hasta el fondo de su paladar sonrosado.

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Le respondí: «Me gusta conocer el mundo, las diferencias, las apariencias, la

diversidad posible de encontrar a cada paso». Y entonces aclaró: «Hoy se puede

conocer el mundo con uno de estos dos elementos: o con la imaginación, -usada

por ella desde esta misma roca-, o con una computadora. » Traté de hacerme el

seductor, y le dije que si no hubiera viajado hasta allí me habría perdido conocerla.

Me lanzó una larga mirada con sus ojos pardos, entre sutiles aleteos de sus

pestañas, y le di un definitivo beso en su amplia frente. «Mejor me hubieras

imaginado, soñado con una morsa como yo, antes de conocerme. Sin imaginación

no hay ni amor ni conocimiento -me dejó helado, viene bien decir así en parajes

como estos, y no tuve tiempo de reponerme-: Hay caminos que no deben

recorrerse -añadió enigmática- y la curiosidad, debes saberlo, ha matado a muchos

conejos». Y sin dejarme articular una sola palabra, me anunció que recitaría un

poema de un escritor japonés del siglo XVII:

Este camino

ya nadie lo recorre

salvo el crepúsculo.

Me despedí de ella tirándole esta vez un beso al aire, y me reciprocó con otro

enorme bostezo, que guardaré siempre en mi memoria, nada más y nada menos

que por aquel colorcito sonrosado de su paladar y de sus encías.

Cuando arribé al iglú y le conté a Raspa este encuentro, él me dijo -también

filosóficamente y sin darle mucha importancia-: «Has tenido suerte, por fortuna no

te acercaste demasiado a ella, porque a esa Morsa le gusta mucho comer Conejo

relleno con Bacalao, cocinado en ardiente aceite de Orca. No es una Morsa

Filosófica -me advirtió para siempre Raspa-, es una Morsa Bruja, propia de estos lu-

gares -y añadió-: Atrae a los Conejos, los enamora con sus pestañas, con sus

poemas, con su voz tan cálida, con sus bostezos atractivos, y así los cocina, tierna

carnecita, en un vuelo supremo de su escoba voladora. Amén».

Decidí entonces regresar, porque cuando uno está en el extranjero y sufre una

desilusión, siente aún más nostalgia por su propia tierra, por su patria. Analicé con

Raspa cómo haría para volver a mi Bosque, y el asunto se presentaba difícil, pues

el barco en el cual yo había venido se demoraría mucho en terminar sus

investigaciones científicas. Una buena noche, refugiados en su iglú por un viento

gélido que amenazaba congelar hasta nuestras palabras, Raspa gritó de pronto:

« ¡Eureka!, ya lo tengo. Dentro de pocos días una gran bandada de Golondrinas

debe emigrar, como hacen siempre en esta época del año, y les pediré que te

lleven sobre ellas. Ya sabes, como se dice por ahí, una golondrina no hace verano».

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«Está bien, acepto con gusto, no pensaré en los riesgos de una empresa como esta

-le contesté e inventé que las Golondrinas tenían fama de ser una buena y segura

Compañía de Aviación, y agregué-: Aunque en este caso, amigo Raspa, deberíamos

decir: "Un conejo no hace invierno".»

La despedida fue corta, pero muy intensa. Le dejé una foto en colores de mi Casa

del Árbol y le hice prometer que algún día, cuando él lo dispusiera, yo sería su

anfitrión. Por su parte, él me entregó una pequeña esfera de vidrio, confeccionada

por sus propias patas, dentro de la cual se veía una llanura helada, un trineo y un

luminoso iglú. Si tú mueves ahora la esfera, una fina nieve caerá, lenta, inolvidable,

sobre el paisaje.

También hice un viaje muy singular, especial, a todo lo largo de un libro para

conocer a un primo mío, el gran Conejo Blanco, que aparece desde el primer

capítulo de Alicia en el país de las maravillas. En los libros se puede viajar como

sucede en la vida real, incluso de forma más cómoda y placentera, pasando –

caminando- página tras página, conociendo sus revelaciones y también lo que dicen

a nuestros propios sentimientos e imaginación, como otra lectura propia, íntima, y

muy personal.

Además, yo quería saber a toda costa quién era y cómo era ese primo, pese tener

siempre muy en cuenta ese dicho tan sabio: Uno elige a los amigos, pero a los

familiares no; estos se nos imponen sin poder escogerlos.

Allá fui: introducirse en un libro es fácil, basta abrirlo, meter nuestros ojos en sus

páginas, y esta vez tampoco debí atravesar un espejo, como lo hizo el gran

personaje de Alicia para encontrar un mundo distinto y maravilloso, pleno de

aventuras y sorpresas.

Desde las primeras líneas de aquella obra clásica de Lewis Carrol, se cuenta: «Un

Conejo Blanco de ojuelos encarnados» saltó de pronto al lado de Alicia, quien le oyó

decir para sí mismo:

« ¡Oh! Voy a llegar tarde».

Cuando lo conocí, reiteró lo mismo, y, en toda nuestra corta y efímera relación,

siempre lo vi corriendo, apurado, nervioso, sin saberse por qué ni cuál era la razón.

Tampoco me saludó con cariño, como se supone debe recibirse a un familiar que se

encuentra por primera vez. Más bien me atendió como un ejecutivo de una

empresa o un funcionario de algún Ministerio, de esos sin tiempo que perder, ex-

cepto para diseñar y decorar su despacho, con el fin de impresionar y mostrar su

supuesto poder.

Mi primo vestía de una manera impecable, con chaleco, de cuyo bolsillo sacaba, en

constante consulta, un hermoso reloj sujeto a una fina cadena. Y cuando lo hacía se

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echaba a correr; por eso, nuestra conversación, como supondrás, fue tan escasa

como fragmentada. Una vez apareció con un par de guantes de gamuza en una

pata y un enorme abanico en la otra, pero en sus corridas, en sus idas y venidas,

en una ocasión los perdió y casi se vuelve loco.

« ¡Ay de mis pobres zarpitas sin guantes! ¡Ay de mi piel y de mis bigotes! ¡Seguro,

me van a ejecutar! ¡Tan cierto como que un hurón es un hurón!», gritaba.

Alicia y yo, al verlo tan desesperado, comenzamos a buscar por todas partes los

dichosos guantes y el abanico, y cuando el Conejo Blanco nos vio se puso a darnos

órdenes, como si fuéramos sus sirvientes:

« ¿Qué hacen aquí? Vayan corriendo a mi casa y tráiganme un par de guantes y un

abanico. Y de prisa». Llegamos a una casa con una placa de bronce en la puerta y

la inscripción Conejo Blanco, entramos y, en una pequeña habitación, sobre una

mesa junto a la ventana, había un abanico y dos o tres pares de guantes.

Ahora era Alicia la enojada y, sin darse cuenta de que a su lado estaba un Conejo

como yo, exclamó:

« ¡Qué inverosímil es lo que pasa! ¡Estar haciendo mandados para un Conejo!»

Y cuando le fuimos a entregar sus preciados objetos, mi primo ya había

desaparecido de nuevo, hasta que, pasadas varias horas, nos lo topamos (es la

palabra más adecuada) discutiendo con un Topo. El pobre estaba buscando man-

zanas bajo la tierra y al Conejo Blanco esto le pareció un error imperdonable, digno

de un ejemplar castigo que debía dictarse en un juicio.

Nos costó trabajo convencerlo de que el asunto no era para tanto y que dejara de

toparse con el Topo, pero el destino no nos iba a librar de otro juicio, con Corte y

todo, y en el cual Alicia desempeñaría un difícil papel.

Altos personajes de una baraja de naipes -el Rey y la Reina de Espadas- estaban

enjuiciando a la Sota, quien se había robado una torta hecha, nada más y nada

menos por la Reina, con sus propias manos.

Los Reyes estaban sentados en sus tronos, la Sota de pie y encadenada, y mi

primo, cerca del Rey devenido a la vez juez, tenía una corneta y un grueso rollo de

papeles en una pata. Era evidente, se sentía muy importante, como Heraldo y

Vocero y, cuando le tocaba hablar, sonaba unos buenos cornetazos los cuales

retumbaban en toda aquella audiencia y estremecían al Jurado, compuesto por

distintos Animales.

Pasaron muchas cosas en ese juicio. Se presentaron varios testigos y distintas

pruebas y documentos, entre ellos, un poema leído por el Conejo Blanco con

precisión y acentuando bien las palabras..., pero siempre faltaba algo, un dato, una

prueba más y el Rey seguía exigiendo la presencia de más testigos. Y aquí se

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produjo el colmo de los colmos, cuando mi primo pronunció, con la más aguda

vocecilla, el nombre de Alicia; quien fue obligada a declarar.

El Rey insistió en preguntarle si ella sabía algo de ese robo y ella debió repetir, una

y otra vez: «No sé nada, déjenme en paz», y su enojo fue creciendo; a la par

también se acrecentaba el mío, aunque yo fuese un simple observador, es decir, un

lector. Incluso Alicia llegó a discutir fuerte con la Reina, quien llegó al extremo de

pedir a gritos que le cortaran la cabeza. Por fortuna, nadie le hizo caso, y Alicia

tuvo la feliz idea de dar por terminada aquella locura al afirmar

« ¿No lo comprende Vuestra Majestad? La corte es sólo un juego de naipes».

Las cartas se derrumbaron en un gran torbellino, sin dejarle tiempo al Conejo

Blanco para tocar uno de sus cornetazos. Parecía abrumado, sorprendido, y me dijo

algo sin el menor sentido, aunque esta vez lo hizo en voz baja, humilde:

«Primo, hace un día espléndido, ¿no te parece?»

Yo ya había tomado mi decisión. Le respondí que regresaba a mi Bosque, que había

tenido mucho gusto en conocer;' lo, y me tomé una pequeña, dulce venganza,

inesperada para él. Ante su asombro, saqué de mi bolsillo un reloj muy parecido al

suyo y le dije:

«Se me ha hecho tarde. Debo irme enseguida».

Y sin que él pudiera abrir el hocico, cerré de golpe ese hermoso libro, y eso me

permitió estar de nuevo en mi Casa del Árbol, sentado en mi sillón preferido y

pensando en la certeza de que si bien a los amigos los elige uno, a los familiares

no.

Quizás por lo desagradable de un viaje como el anterior, o porque tomé conciencia

de que en verdad tendría que haber comenzado por allí, decidí visitar y conocer mi

propio Bosque. En esta exploración -nombre muy apropiado, porque no se trató de

un lugar en el extranjero- aprendí para siempre que cuanto más se conoce lo de

uno -obligación impostergable-, más se apreciará lo de los otros.

Le propuse al Gato Monseñor mi compañía y dio saltos y maullidos, porque hacía ya

mucho tiempo que no salía de la Casa del Árbol, ni de sus más cercanos

alrededores, y porque además él no había viajado nunca a ninguna parte.

Hicimos los preparativos necesarios para un largo viaje, pues desconocíamos las

dimensiones de nuestro Bosque y lo que pudiéramos encontrar o tener que

enfrentar. Además, alguien debía cuidar la Casa del Árbol -él siempre lo había

hecho cuando yo me ausentaba- hasta nuestro regreso, y nos inclinamos por una

combinación de factores teniendo en cuenta las cualidades y habilidades de

nuestros amigos: la perra Cathy vendría á vivir con sus tres nuevos cachorros, y

dado que su casita era pequeña para los cuatro, eso le encantaría aunque fuera por

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cierto tiempo; el Murciélago Rolando dormiría aquí de noche, con los ojos abiertos

como es su costumbre y limpiaría las habitaciones de insectos; mientras la dulce

Juanita Lagartija haría su minúsculo nido en el techo para advertirle a Cathy de

posibles intrusos.

¿Qué ruta o dirección seguir? Cualquiera, total, daba lo mismo, porque sólo

debíamos descubrir a nuestro querido y a la vez ignorado Bosque. Partimos una

mañana soleada y fresca, ya entrado el otoño, por el primer camino puesto debajo

de nuestras patas. Fuimos saludando a cada uno de los Animales amigos que se

cruzaban a nuestro paso deseándonos buena suerte y, lo mejor, pidiéndonos les

contáramos a la vuelta cómo al final, si tenía un final, era nuestro Bosque.

Los cambios pueden ocurrir de un momento a otro, muy abruptos, repentinos, o

bien lentos, leves como la pluma de un Ave o la caída -nunca supe dónde van a

parar- de una estrella fugaz; pues, casi sin darnos cuenta, se produce una

inesperada transformación. Así nos pasó cuando, después de dormir a pata suelta

en nuestra tienda de campaña, despertamos frente a un espectáculo nunca visto

anteriormente. De noche, un rumor de agua proveniente quizá de una cascada,

ayudó a la serena profundidad de nuestros sueños.

Pero al salir de la tienda, nuestros ojos asombrados -e imagínate cómo son los ojos

de un Conejo y un Gato cuando están plenos de asombro- comprobaron que se

trataba de una represa llena de grandes Peces plateados que se divertían de lo

lindo dando saltos, zambulléndose y pasando de un lado al otro del muro de la

presa, a contracorriente de la cortina de agua. No sé si eran Truchas, Salmones o

qué, pero subían por el agua cuando ella bajaba, o caían del otro lado -en una

fiesta de espuma, de burbujas, de infinito alborozo- cuando el agua subía. De reojo

vi como Monseñor sacaba, de gusto, su lengua y aprestaba sus zarpas, porque ante

él estaba, dispuesta como en una mesa, su comida favorita. Logré convencerlo

cuando le reiteré que no debía arruinarse una diversión tan bella como esa, digna

del circo hecho por los Delfines y las Focas en los Acuarios. Y a mis palabras

agregué, como desayuno y definitiva distracción, una lata de Sardinas en conserva,

de las varias que llevaba como precaución para calmar la conocida ansiedad de mi

amigo.

Seguimos el camino, y cuando ya asomaba la tarde, nos encontramos con un

panorama totalmente distinto: un vasto claro en el Bosque mostraba árboles

quemados, talados, las raíces muertas sobre una tierra reseca, desolada. Por aquí y

por allá había residuos, de máquinas de hierro, como esqueletos de Paquidermos,

los cuales, con seguridad habían servido para provocar ese desastre, para acabar

con los árboles. Hay Hombres que hacen eso para ganar dinero vendiendo madera,

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que hacen la guerra a nuestros árboles, a nuestra tierra, y además a nosotros

mismos, eso lo sabíamos, pero comprobarlo nos llenó de angustia.

Supimos, por primera vez, en vivo y en directo, con intensa pena, que por lo menos

una parte de nuestro Bosque estaba herido, y que hasta nosotros, los Animales,

estamos amenazados.

Caminamos por esa desolación, por esa ingratitud, por ese crimen, callados y

tristes, y llegamos otra vez al lindero del Bosque, cuando este volvía a empezar,

floreciente y hermoso. Nuestros espíritus renacieron, se recompusieron, poco a

poco, y la fe y esperanza en el Hombre y en su relación feliz y armónica con un

Bosque volvieron a formar parte de nuestras ilusiones y de nuestra utopía, en

primer lugar, porque eso llamado Utopía, debe ser parte esencial de nuestras vidas.

Y no lo olvides nunca y tenlo siempre en tu mente: esa palabra Utopía, y todo lo

que ella entraña, es quizá la más grandiosa y feliz palabra inventada desde la

creación del Universo por Humanos y Animales. Todo lo que pensamos, ideamos,

inventamos en nuestros juegos, imaginamos, deseamos y hasta soñamos es

Utopía, y ella debe guiarnos, orientarnos, conducirnos.

Pero te sigo contando nuestra excursión: después de aquel difícil y enojoso paso,

nos adentramos en una colina llena de árboles y de flores, con magníficas

orquídeas florecidas en azul y rojo, y en el descenso avizoramos un prado, un valle

lleno de hierba corta y sabrosa, mecida por la brisa. Allí conocimos a las Vacas

Locas.

Estos Animales no existen en la parte del Bosque en que vivimos. Son unas

Señoras Vacas muy gordas, y se la pasan comiendo y rumiando hierbas en forma

constante, hasta cuando mugen -es su forma de hablar-, por eso el Gato Monseñor

y yo temimos que se les pudiese romper la mandíbula. Tienen cuatro patas,

cuernitos y grandes ojos húmedos, melancólicos y soñadores. Pero están locas de

remate.

En cuanto nos vieron aparecer se rieron de nosotros. Sin parar de comer, una me

dijo que yo parecía una pelota de lana con orejas absurdas, y otra le dijo mentiroso

a Monseñor, pues él no era un Gato, porque los gatos no maúllan, y ella tenía

entendido que también mugen, y lanzó un tremendo berrido que erizó los pelos de

mi amigo. Nos preguntaron de dónde habíamos salido, y respondimos: «Desde otra

parte del Bosque. Con seguridad, no la conocen».

«¿Desde la Tierra Tremebunda?», preguntó una Vaca vestida con una piel de pelos

muy cortos, blancos y marrones. «Nunca oímos hablar de una Tierra como esa»,

expresamos.

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«Ay, pobres -se lamentó una de pelo muy rojo y que parecía calzar zapatos

blancos-. Además de tontos son analfabetos, y será preferible dejar las cosas así.

Ignoren para siempre dónde se encuentra la Tierra Tremebunda».

Una amiga de ella se acercó a mis orejas -demasiado para mi gusto porque era

como una gran mole- y me susurró: «En esa Tierra hay instalaciones, llamadas

Mataderos, donde los Hombres les sacan a las Vacas la leche, el cuero, la carne, las

tripas y hasta las pezuñas».

Pero pese a esas creencias -difíciles de creer, por lo menos para mí, que nunca me

enteré de la existencia de los tales Mataderos-, parecían muy felices, y les

propusimos que nos contaran qué hacían, cómo vivían y si se divertían con algún

juego especial. Una se presentó como la Vaca Margarita, y dijo que ellas eran muy

creativas, y se dedicaban a las prácticas artísticas, por la sencilla razón de no

existir en el mundo un Animal tan imaginativo como una Vaca. Allí, de inmediato,

comenzaron a mostrarnos varios ejemplos y, gracias a ellos, acabamos de

convencernos de que estaban muy locas y delirantes.

La Vaca Godofreda se colocó un tul en lo que pudiera llegar a ser su cintura y

comenzó a desplazarse en las patas traseras por todo el prado, haciendo cabriolas,

giros, levantando una sola pata, y cosas por el estilo, mientras movía en el aire sus

pezuñas delanteras con una delicadeza vacuna. Cuando terminó e hizo una

reverencia ante todos nosotros para lograr un fuerte aplauso, nos comunicó haber

bailado una parte del ballet El lago de los cisnes. Pero, te lo aseguro, no había

posibilidad alguna de comparación entre esta Vaca y un Cisne.

Por su parte, la Vaca Marilina nos dijo que ella, tan ágil, liviana y bien entrenada,

era capaz de imitar el vuelo de una Mariposa. De entrada esto me pareció

imposible, pero ella tomó impulso, corrió y, en determinado momento, dio un salto

y comenzó a agitar sus cuatro patas en el aire, como si fueran alas. La

demostración sólo duró unos instantes, pues cayó estrepitosamente entre las

hierbas, como si fuera una Vaca de piedra. Cuando logró incorporarse se disculpó,

avergonzada. En su opinión, este vuelo no había salido bien, porque hacía tiempo

que ella no lo hacía para extranjeros como nosotros.

Cuando otra Vaca se aprestaba a cantarnos el aria de una ópera, Monseñor y yo

decidimos emprender una rápida retirada -al precio de aparecer como descorteses-

no fuera a ser que este encuentro se complicara, o bien llegara a pegársenos

aquella locura. Salimos hacia una zona del Bosque más tupida, con árboles más

altos y frondosos, envueltos de arriba abajo con lianas y bejucos, una atmósfera

más húmeda y calurosa, lo cual nos convenció de que el Bosque tenía también su

parte tropical.

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Cuanto más nos adentrábamos, el espectáculo se iba haciendo tanto más agradable

y especial: las lianas ocupaban todo el espacio, provistas de pequeñas e

innumerables hojitas, colgadas entre árbol y árbol, como si fueran delicadas

cortinas o los telones de fondo de un inmenso teatro donde el conjunto estaba

dispuesto para presentar la obra más romántica que jamás se haya visto. Mientras

andábamos caminando, absortos y embelesados por esa maravilla de la Naturaleza,

estuvimos a punto de tropezar con un Unicornio, y para más detalle, con un

Unicornio Azul.

Era muy elegante, con su delgado cuerpo de potrillo, y un largo y rizado cuerno que

surgía de una frente despejada e inteligente, de un hermoso color añil. Nos recibió

con alegría y demostraciones de cariño, y nos explicó que se había perdido en el

Bosque. Nosotros éramos los primeros Animales amistosos con los que se

encontraba. Con tristeza y añoranza, contó cómo un mal día se había marchado de

la casa del Hombre, que lo había creado, cuán arrepentido estaba, e incluso, de los

peligros corridos, como cuando puso patas en polvorosa para huir de un lobo

disfrazado, como lo hacen en todos los Bosques, con una piel de Oveja. Lo

consolamos, frotamos nuestros hocicos y le prometimos ayuda de inmediato.

Allí mismo, el Gato Monseñor y yo, decidimos retornar lo más rápido posible a

nuestra Casa del Árbol ya habíamos visto bastante de las zonas desconocidas del

Bosque- y tratar de avisar por algún medio dónde se encontraba el Unicornio Azul a

aquel Hombre que le dio vida. Le preguntamos su nombre y él nos respondió,

nostálgico:

«Es un conocido poeta. Adivinen quién es. Vendrá a buscarme enseguida, estoy

seguro, porque nos queremos mucho, y además, él me dedicó una canción,

conocida en muchos lugares de este mundo».

Ilustraciones: Renier Quer (Réquer)